Cuentos de Invierno

Ignacio Manuel Altamirano


Cuentos, Novelas cortas, Colección



1. Julia

La estrella del amor faltó a mi cielo
Juan Carlos Gómez

I

— A propósito de noches lluviosas, como ésta, debo decirte que me entristecen por una razón más de las que hay para que nublen el espíritu de los otros.

(Declamó esto hace pocas noches, mi amigo Julián, nombre tras el cual me permito esconder la personalidad de uno de nuestros más distinguidos generales).

— ¿Cuál es esa razón? —le pregunté.

— Vas a saberla —me respondió—. Es una historia que pertenece al tesoro de recuerdos de mi juventud; a ese archivo que nunca registramos sin emoción y sin pesar. No te encojas de hombros; por desgraciada que pueda haber sido tu juventud, las memorias que ella debe haberte dejado son gratas hoy para ti, lo aseguro. En la primavera de la vida, hasta las espinas florecen y hasta las penas tienen un sabor de felicidad. Ese es el tiempo en que baila delante del carro de la vida un cortejo de risueños fantasmas: el Amor con su dulce premio, la Fortuna con su corona de oro; la Gloria con su aureola de estrellas; la Verdad con su brillo de sol, como dice el poeta Schiller. Entonces, hasta los días negros tienen un rayo de luz; es la esperanza, amigo; la esperanza, que no suele alumbramos cuando llegamos a la edad madura sino como una estrella pronta a ocultarse en la parda nube de la vejez.

De mí sé decir que nunca evoco los recuerdos de aquellos años que se han ido, ¡ay!, tan pronto, sin experimentar un sentimiento de agradable tristeza, no de dolor ni de amargura, porque, francamente, como no puedo decir que soy desventurado del todo ahora, así como no puedo envanecerme de haber sido feliz cuando joven, no tengo derecho de hacer la exclamación de la Francesca del Dante. Siento, al recordar las historias de mi juventud, algo como el vago perfume que suele traemos la brisa al dirigir la última mirada a los jardines de que nos alejamos.

— Bien —repliqué—; me convences, Julián, tanto más cuanto que has apoyado tus razones en poéticas citas que es necesario respetar.

Pero vamos a tu historia.

II

— Tenía yo veinte años y era un simple ingeniero de minas. Pobre, huérfano y deseando adquirir por mi trabajo el primer dinero de que me sentía ávido para gastarlo sin el permiso sacramental del viejo tutor, para comprarme vestidos que substituyeran a mis harapos de colegio; para pensar, en fin, en tener novia, por que me avergonzaba de haber alzado mis atrevidos ojos para mirar a algunas chicuelas, sin tener con qué comprar un ramillete; resuelto, lleno de vida y de ambición, procuré colocarme lo más pronto posible.

La fortuna me favoreció. Un caballero inglés, dueño de una negociación de minas y amigo de mi tutor, me ofreció emplearme como ingeniero en su empresa. Acepté, como era natural, y salí de México lleno de alborozo, porque me parecía que los dorados sueños con que había poblado durante muchos años mi cuarto de colegio, iban, por fin, a realizarse.

Con todo, al decir adiós a esta hermosa ciudad, donde había pasado mis primeros años; al ver por última vez sus numerosas cúpulas y torres, sus extensas arboledas y los risueños pueblecillos que la rodean por todas partes; al trasponer las últimas colinas que en breve iban a ocultarme el valle de México, sentí que el corazón se me oprimía espantosamente, ¿lo creerás?, lloré. Comenzaba a saber lo que era la nostalgia, enfermedad que, sin embargo, en la juventud pasa pronto, como una jaqueca.

Era muy justo que me diese pena salir de México. La ciudad en que uno se ha educado, es una segunda madre.

La negociación de minas se hallaba en Taxco; por consiguiente, me dirigí a Cuernavaca, población que no hice más que atravesar para llegar pronto al lugar de mi destino. Me consagré al trabajo, me capté el aprecio de todo el mundo, pero en particular el de mi inglés, que me estimaba grandemente. Mi vida económica me permitió atesorar en pocos meses alguna cantidad. Yo no pensaba más que en labrar mi fortuna.

Un año hacía que vivía de esta manera, cuando los intereses de la empresa obligaron al inglés a marchar a Puebla precipitadamente y quiso que yo le acompañase. Pasamos por México como dos exhalaciones, y un día después estábamos en la ciudad de Los Ángeles.

Esto era en julio de 1854.

III

Permanecimos en Puebla cuatro días, y en la noche del cuarto, víspera de nuestro regreso a Taxco, fuimos invitados a comer en casa de unos comerciantes franceses. Concurrimos, en efecto, y tomando sendas tazas de té y apurando buenos vinos, nos estuvimos hasta medianoche, hora en que mi inglés consideró conveniente que nos retirásemos al hotel de Diligencias, en que nos habíamos alojado. La noche había estado horriblemente lluviosa, y tal era el ruido que hacía el agua por fuera, que muchas veces apagó los rumores de nuestra alegre conversación.

Los franceses nos detenían en su casa; pero como era de suponerse, teníamos que arreglar nuestras maletas para partir al día siguiente. Así es que, contentándonos con aceptar unos paraguas y unos capotes que entonces se llamaban mackintosh, nos lanzamos a las calles inundadas a la sazón.

Caminábamos apresurados y taciturnos en medio del chubasco, cuando al desembocar a una calle vimos con no poca sorpresa que una mujer, que desembocaba también por otra calle, y que parecía venir corriendo, se detenía asustada de vernos y procuraba excusarse de nosotros. Creyéndola sospechosa, nos dirigimos a ella, y antes de que pudiera escapársenos, la detuvimos y le preguntamos afectuosamente quién era y por qué corría a esa hora por las calles.

Ella no pudo responder al principio, llena de terror. A pesar de las tinieblas, conocimos que era una joven. Tenía un traje oscuro, y desde luego comprendimos que no era una perdida; pero también sospechamos que podría ser una mujer casada o hija de familia que huía de su casa por algún motivo grave, porque en tal noche y tan a deshoras sólo así podría una mujer joven y decente aventurarse de aquel modo.

La pobre muchacha, reponiéndose prontamente luego que conoció por el acento del inglés que su interlocutor era extranjero, respondió, aunque todavía tartamudeando:

— Señores, piedad; tengan ustedes piedad de una infeliz a quien persigue el hombre más abominable que hay en el mundo. Soy joven, huérfana de padre, pertenezco a una familia decente, aunque desgraciada, y me ven ustedes huir así porque mi casa es una horrible prisión en que se me había encerrado como a una reclusa desde hace tres meses, para hundirme en un convento… Pero… alejémonos, señores; alejémonos de aquí —añadió arrastrándonos consigo—, porque tiemblo de que me busquen y tal vez ustedes no serían bastante poderosos para librarme de mi perseguidor. ¿Son ustedes de aquí?

— No, señorita; somos forasteros; el señor es un inglés rico que ha venido a Puebla a negocios; yo soy empleado en sus minas; mañana debemos salir de Puebla.

— ¡Dios mío! —exclamó la joven con desesperación—. ¿De modo que ustedes no tienen aquí casa en qué darme asilo? ¿Qué haré, entonces, Virgen santa?

— Señorita —repliqué—; nos hemos alojado en el hotel de Diligencias; allí tenemos dos cuartos, y de todas maneras puede usted contar con un asilo que le ofrecen dos caballeros, al menos por algunas horas. Temprano podremos ver a la autoridad y…

— ¡Ah! ¡Dios me libre! —repuso vivamente la joven—; la autoridad me haría volver a mi prisión.

— Pero ¿cómo es eso?, ¿cómo podría la autoridad dejar de amparar a usted?

— Es que ustedes no saben que quien me persigue tiene potestad sobre mí y yo no podría tampoco revelar su conducta… ; es el marido de mi madre, ¿lo oyen ustedes?, de mi madre, que lo idolatra, a quien es difícil convencer de que él es un infame, y que moriría de pesadumbre si yo lo arrastrase ante los tribunales y revelase los planes que ha puesto en juego para arrebatarme del mundo y despojarme de mis bienes. Prefiero huir, no sé a dónde; pero me alejaré siempre de esa casa y de la ciudad; y ya que he encontrado a ustedes les pido que me protejan, en nombre de Dios. Yo contaré a ustedes toda mi historia luego que lleguemos; importa que yo pase como una persona de la familia de ustedes; de lo contrario, todos correríamos peligro.

— ¡Extraña aventura! —murmuraba en su idioma el inglés, en cuyo brazo iba apoyada la joven.

Estábamos atónitos, efectivamente, y el lance no era para menos.

Por fin llegamos al hotel; todo el mundo dormía, como es de suponerse, y nadie reparó en nuestra compañera. Como tomamos dos cuartos, la introdujimos en uno de ellos. Yo encendí la luz con una impaciencia que no podía disimular.

Estaba ansioso de ver el semblante de la joven desconocida que se nos echaba en los brazos de una manera tan romancesca. Temía mucho encontrarme con una criatura fea, y por momentos hubiera preferido que la oscuridad no cesase para mantener mi ilusión oyendo la voz fresca, dulcísima y conmovida de la joven.

Hacía algunos instantes que al pasar junto a un farol que despedía un fulgor moribundo, había podido entrever un brazo desnudo de la desconocida, y ese brazo me había parecido de una blancura y belleza admirables; pero podía haberme engañado, y esto era de temerse.

Encendí, pues, una luz, y alcé los ojos tan pronto como pude. El inglés se quedó absorto y con la boca abierta. La desconocida era hermosa hasta deslumbrar. Figúrate una joven de dieciocho años, alta, perfectamente desarrollada, esbelta como una estatua antigua, blanca y pálida, porque entonces la emoción había hecho desaparecer el color de sus mejillas, con ojos rasgados, negros y velados por grandes pestañas; una boca divina, y un cuello de diosa griega.

No es exageración de mi fantasía enamorada; aquella mujer era ideal de un poeta o de un pintor. Pocas veces había yo visto reunidas en tan alto grado la belleza majestuosa con la gracia que subyuga.

Su cabellera negra y ensortijada caía en desorden por sus hombros y espalda, porque, naturalmente, con la carrera se había descompuesto su peinado. Su agitación la embellecía más en aquel momento y le daba un tinte poético y extraño. Para nosotros, aquello era un sueño delicioso.

Estuvimos contemplando a tan perfecta hermosura algunos minutos, probablemente en una actitud que no debió de parecerle ni muy galante ni muy propia de hombres civilizados; pero no pudimos remediarlo: nos fascinaba.

IV

Le rogamos que tomara asiento, y el inglés, volviendo en sí de su éxtasis, le dijo:

— No extrañe, usted, señora, nuestro asombro; pero esta aventura no tiene nada de común y menos lo tiene la persona de usted. Es usted la hermosa heroína de una novela.

— Soy la desgraciada víctima de una trama infernal —respondió ella deshaciéndose en llanto.

Cuando llevó sus manos al rostro para enjugarse las lágrimas con su pañuelo, pudimos observar que llevaba en un dedo un soberbio anillo de brillantes que lanzaba fulgores extraordinarios. Aquélla era una riquísima joya que no podía hallarse en poder de una persona que no fuese rica.

— Ustedes son los que deben perdonarme —continuó—; estoy casi loca; la desgracia me ha puesto así, y el miedo que tengo al miserable que me persigue me hubiera hecho cometer todavía mayores cosas. Doy gracias a Dios por haberme encontrado con dos personas como ustedes, que me compadecerán y me ayudarán a salir de esta situación.

— Puede usted contar enteramente con nosotros —le dijimos—. Tranquilícese usted y crea que a nuestro lado nada puede sucederle. Pero si no es indiscreción —añadió el inglés—, desearíamos saber algo más acerca de usted para poder ayudarle en este trance.

— En efecto, necesitan ustedes saber quién soy, quién me persigue y por qué, y voy a decirlo en breves palabras, porque pronto será de día y antes es preciso que ustedes me aconsejen.

Me llamo Julia y soy hija de un rico propietario que residió aquí y murió hace ocho años. Mi madre, que es joven todavía, y bella, se enamoró a poco de haber muerto mi padre, de un hombre perverso de aquí, que fue bastante diestro para fingirle una pasión sincera a la que mi madre concluyó por corresponder frenéticamente. No bastaron las súplicas de sus amigas, que le hacían advertencias sobre el carácter sospechoso de su amante, a quien juzgaban, y con razón, más bien interesado que realmente afectuoso. Nada importaron mis lágrimas y las de un hermano más pequeño que yo. Mi pobre madre estaba enamorada perdidamente y el matrimonio se realizó, por fin.

El nuevo marido, como todos los que se hallan en su caso, se manifestó en los primeros días intachable en su cariño y en su conducta. Parecía idolatrar a mi madre, y como era natural que la halagase el amor que mostrara a sus hijos, el pérfido nos llenaba de caricias y nos fingía una adoración tanto más exagerada cuanto era más falsa y servía para esconder sus proyectos.

De esta manera no sólo consiguió subyugar el corazón de mi madre, sino apoderarse en el acto de la administración de todos sus bienes; de modo que a pocos días de matrimonio, mi madre había depositado completamente su dicha y sus intereses en manos de aquel hombre, cuyo amor la ocupaba de una manera absoluta.

Así han pasado seis años, tiempo en que el amor de mi madre lejos de disminuirse ha crecido, porque ese hombre, con una habilidad sin igual, ha sabido mostrarse cada día más amartelado. Pero yo, que desde el primer momento he sentido hacia él una repugnancia invencible, que también se ha aumentado cada día, he creído leer en su semblante la revelación de sus siniestros proyectos.

Por fortuna o por desgracia, los esposos han tenido ya dos hijos; y yo no sé, pero se me figura que esto es lo que ha dado más empeño al marido de mi madre para poner sus planes en ejecución. Ustedes comprenderán, como yo, que no teniendo él bienes ningunos, los que dejó mi padre debían pasar todos a poder de los hijos del primer matrimonio.

Entre tanto, yo había crecido, y seguramente el no encontrarme fea fue un motivo para que el miserable pensase en quitarme de en medio pronto.

Yo no había amado nunca; pero había entrado en la edad en que el alma comienza a sentir la imperiosa necesidad de buscar otro cariño que el de la familia. Muchos jóvenes comenzaron a galantearme y a dirigirme cartas. Yo preferí a uno, ¡cobarde!, ¡que nunca hubiera pensado en él!

No le amaba con pasión, francamente; pero me parecía más guapo que los demás y me lisonjeaba de que pronto llegaría a quererlo con cariño entrañable.

En las primeras entrevistas que tuvimos en los bailes o en la casa de algunas familias amigas, porque él no era recibido en la mía, me atreví a confiarle, luego que creí que podía hacerlo, mis penas y las sospechas que tenía acerca de los proyectos que parecía abrigar mi padrastro para hacerme desaparecer.

Mi novio, después de reflexionar, me confirmó en ellas y me hizo temblar con sus observaciones. Según él, el peligro que corría era inminente y era preciso evitarlo cuanto antes. Lo animé a que me pidiese en matrimonio, pero él, demasiado tímido a pesar de que era mayor que yo lo menos cinco años, no quiso resolverse. No era pobre; así es que no podía alegar su situación. Era muy querido en su familia, así es que tampoco podía pretextar el disentimiento de sus padres. Lloré sin consuelo cuando sentí la amargura de este desengaño, que me hacía más triste la permanencia en mi casa, y tal me puse, que mi amor ya no fue un secreto ni para mi madre ni para su marido.

Comencé a sufrir por esta causa; pero después, por consejo de mi novio mismo, fingí que me tranquilizaba y que olvidaba mi desencantado amor.

Repentinamente, todos los amigos de la casa, todos los viejos y viejas que llevaban relaciones con el marido de mi madre, comenzaron a hablarme de las dulzuras de la vida del convento, de la falsedad de los hombres, de la miseria de los placeres mundanos, de la dificultad de ser feliz con el amor de un marido, de las graves pesadumbres que acarrea el matrimonio. Refiriéronme los ejemplos de cien jóvenes tan bellas como ricas, y que habiéndose casado eran terriblemente desventuradas. Me encarecieron la paz santa del claustro y me aseguraron que si después de pasados algunos meses en un convento no me agradaba la existencia que se llevaba allí, podría salir otra vez al mundo. En suma: yo no oía hablar por todas partes más que de la felicidad que me aguardaba siendo monja.

Yo me arrojaba llorando en los brazos de mi madre pidiéndole consejo, porque el destino que se me estaba encareciendo me repugnaba atrozmente. Pero ella me hacía los mismos razonamientos y procuraba inclinar mi ánimo para sepultarme en el claustro.

Así pasaron algunos meses; pero hace tres que la conducta que se observa conmigo en mi casa se me ha hecho insoportable, y se me ha puesto en la dura alternativa de escoger entre el convento o casarme con un sobrino de mi padrastro, un individuo que parece una momia: enfermo, casi idiota y más repugnante para mí que el convento mismo.

Lo he pensado bien y mi resolución ha sido muy premeditada. No acepto ni el convento ni al idiota, y puesto que mi herencia es el motivo de que se me quiera condenar a prisión perpetua, dejo la casa de mi madre, abandono la tal herencia y me voy en busca de una existencia humilde, pero libre y tranquila.

Esta noche, por su lobreguez y su lluvia, ha sido muy favorable a mi evasión y no he querido perder la oportunidad, a pesar de que nada había prevenido. Salí de mi casa aprovechándome del sueño de todos, y por medio de una llave de que me apoderé momentos antes. Me dirigí luego a la casa de un antiguo criado de mi padre, en cuya honradez y afecto a mí confiaba mucho; pero, desgraciadamente, ha abandonado esa casa hace poco tiempo; y entonces, desesperada, me puse a vagar por las calles, sin saber dónde ir; pero lo repito: resuelta a no volver de ningún modo a mi casa. Yo querría antes morir que volver a la presencia de ese hombre, que además de ser mi verdugo ha acabado hasta por arrebatarme el amor de mi pobre madre.

— ¿Y el novio de usted, señorita? —me atreví a preguntarle.

— Ese tonto —contestó—, después de haberse negado a pedirme en matrimonio, fue obligado a olvidarme por mi padrastro, que lo intimidó con amenazas de que sólo un pacato puede espantarse. ¡Qué hombre! No merece hoy más que mi desprecio.

Así habló la hermosa joven, y silenciosas lágrimas rodaron por sus mejillas.

Era preciso tomar una resolución pronta para salvarla.

V

— Usted no puede quedarse en Puebla de ninguna manera —dije yo—. Mañana sería usted buscada y hallada; la Policía es hoy eficaz, y además del escándalo que la evasión de usted causará en la ciudad, tendrá usted la mortificación de volver al lado de su tirano.

— Nunca, nunca —murmuró ella resueltamente.

— Pero, ¿qué piensa usted hacer entonces? —me preguntó el inglés en su lengua.

— Llevémosla —le respondí.

— ¡Llevámosla!, ¿y adónde?

— A México, primero, y después, veremos; pero ¿dejaremos acaso a esta desgraciada niña entregada a los furores de un malvado, cuando se ha puesto bajo nuestra protección?

— ¡Hum! —murmuró el inglés—; esto de robarnos a una hija de una familia distinguida es algo peligroso; yo no me atrevo.

— Pues yo estoy decidido —repuse.

La joven, que comprendió por la animación de nuestro diálogo, que vacilábamos, nos dijo:

— Si ustedes, que no me conocen, no fían en mi palabra y creen que los engaño, o bien no quieren exponerse a los peligros de salvarme, no quiero comprometerlos… , déjenme abandonada a mi suerte; pero al menos, recomiéndenme ustedes con alguna familia conocida que me pueda ocultar y no me denuncie. Yo veré después qué hago.

Y se puso de nuevo a llorar.

El inglés se conmovió y acercándose a ella:

— No la dejaremos a usted, señorita; Julián: piense usted qué es lo que hemos de hacer; dentro de dos horas amanecerá y no tenemos tiempo que perder.

— Lo he pensado ya —respondí—. Los negocios de usted le obligan a no detenerse al pasar por México. Yo iré solo, con esta señorita.

— De ningún modo —replicó él—; correremos juntos todo el peligro.

— Pues bien: entonces, hay que salir de aquí a pie, hablando antes al conductor de la diligencia para que sepa que lo aguardamos fuera de la ciudad. Pero usted tiene una figura muy marcada; quizá se extrañaría no verlo entrar desde aquí en el coche. Yo saldré solo con la señorita y aguardaré en los suburbios.

Mi plan fue aceptado.

Quedábanos la pena de no poder hacer cambiar a la joven sus vestidos, porque no podíamos pedir otros sin hacernos sospechosos. Hubo que resignarse.

VI

Un poco antes de las cuatro de la mañana nos dirigimos Julia y yo al lugar designado.

— No tenemos riesgo aún —me dijo—, porque mi fuga no será conocida sino hasta las ocho. Todos se despiertan en casa muy tarde, y hasta entonces, cuando entren en mi cuarto, no conocerán lo que ha sucedido, y todavía tendrán que preguntar en las casas de nuestros amigos, porque no han de figurarse que he tenido valor para marcharme a México.

— Magnífico, entonces —dije—; y mientras indagan, nosotros llegaremos a México, y Dios nos protegerá.

Poco después de las cuatro de la mañana, la diligencia se acercó, el inglés la hizo detenerse y entramos en ella, habiéndose cubierto perfectamente Julia con su mantón negro y además con mi pasamontañas, que le había hecho ponerse. Así nadie la habría reconocido, pues no dejaba ver más que los ojos. El viaje fue feliz, aunque tuvimos durante él no pocos sobresaltos. A cada paso, en los lugares donde había una oficina telegráfica, temblábamos de que un telegrama de Puebla nos hiciese detener por las autoridades; pero al llegar a México, respiramos. Nos habíamos salvado.

El inglés tenía una casa magnífica, pero no se atrevió a alojar en ella a Julia. Así es que tomé para la joven y para mí dos cuartos en el hotel del Bazar. Por la noche, el inglés vino a vernos, y llamándome aparte:

— No conviene —me dijo— que esta señorita siga con nosotros, por su propia honra y por nuestra seguridad. Si por acaso se llega a saber que se ha venido a México, cosa nada difícil, porque el conductor de la diligencia mañana llegará allá, y contará que una señora ha venido a esperar el coche en los suburbios de la ciudad, mandarán, como es natural, la noticia a México, y se darán órdenes a la Policía. Entonces usted será considerado como raptor, y excusado es decir la suerte que le espera, que será tanto más desagradable cuanto que usted no tiene la culpa. Así es que procure usted colocarla con una familia respetable, y aconséjele que llame a un abogado para que la patrocine y la liberte de las amenazas de su familia. Esto es lo razonable.

En efecto, era así; pero ¿acaso se hace lo razonable en la juventud? ¿Por ventura no suelen salir mejores los consejos tumultuosos del corazón que los fríos cálculos del espíritu?

En esta ocasión influyó mucho la casualidad —la fatalidad, diría un musulmán.

El inglés añadió:

— No me es posible detenerme más en México; salgo mañana para Taxco, y le doy a usted sólo un día para que arregle el asunto de esta linda joven; pasado mañana me seguirá usted.

Yo comprendí que lo que el inglés deseaba era evitarse compromisos y ahorrármelos también a mí. Aún no sabía cómo saldría yo de la situación en que me había metido; pero él dejaba a mi confianza juvenil el cuidado de arreglarme, y no gustaba de romperse más la cabeza.

En cuanto a mí ¿para qué es ocultártelo? Estaba ya profunda, terrible y locamente enamorado de Julia. Antes creía yo que se necesitaban días, meses, años, para apasionarse de una mujer. Esta vez conocí que bastan algunas horas; que basta una mirada. Aunque yo no hubiera sabido de boca de la joven la historia de sus desgracias, habría, desde luego, adivinado en su belleza, en su porte, en su mirada, a la mujer de alma ardiente, pero de corazón puro. Era demasiado altiva para mentir. El amor podía vencerla; pero la maldad se estrellaría contra su virtud.

El inglés se despidió de ella, diciéndole que ya me había hecho sus encargos y que en todo procedería de acuerdo con él. Ten presente esto, porque semejante declaración me hizo sufrir mucho.

Es tiempo ya de decirte que el inglés era un hombre de treinta y cinco años, de hermosa y noble figura, y con ese aspecto majestuoso y digno que tienen todos los ingleses, aun los de condición mediana. Su conversación, difícil en español, era, sin embargo, agradable y delicada, y sus maneras distinguidas predisponían algo en su favor.

Así es que ese conjunto feliz de figura, carácter y edad, había hecho una impresión muy perceptible en el ánimo de una joven tan inteligente, tan distinguida y tan apasionada como era Julia. Yo lo había notado desde Puebla, lo confirmé en todo el camino y no tuve ya duda en México, porque al despedirse el inglés de ella, diciéndole que iba a partir al día siguiente, le preguntó con una ansiedad en que se mezclaba mucho el temor:

— ¿Y no volveremos a vernos?

— Es poco posible, señorita, porque mis negocios requieren mi presencia lejos de aquí y mis viajes a México son muy raros. Pero usted escribirá a Julián, dándole noticias de sus asuntos, y nosotros mandaremos a usted nuestros saludos con frecuencia.

Al oír esto la joven, palideció y sus ojos se llenaron de lágrimas.

— Lo siento —repuso, balbuciendo como lo hace todo el que está enamorado y teme decir mucho—; lo siento, yo querría volver a verlo a usted; pero tal vez es imposible; ¡qué hemos de hacer!

— ¡Oh!, imposible no —dijo el inglés—; la vida es larga, el asunto de usted se arreglará pronto y quizá la veremos a usted en su casa alguna vez.

El inglés se despidió; Julia se quedó abatida y sofocando sus sollozos. Yo no me quedé tampoco muy feliz. Amaba, y estaba seguro de que no se me comprendía y de que sólo se me hacía caso por suponerme dependiente del otro; más aun: la mujer cuya dicha hubiera yo comprado a costa de mi vida, amaba a ese otro, que por cierto no se curaba de semejante cariño.

Esto último se explicaba fácilmente. El inglés estaba enamorado también, hacía tiempo, de la hija de su socio, bella y rica heredera, que iba a traerle en su próximo enlace una dote de un par de millones. Así es que, primero por su afecto, y luego por temor de que la más pequeña sombra de calaverada viniese a empañar el cielo de su esperanza, el dicho inglés profesaba a su futura una fidelidad que hubieran envidiado Leandro y Romeo, Abelardo y Marsilio.

Pero Julia ignoraba esto. La hermosa e inocente joven, cuyo corazón se abría como una flor de la mañana, ansiosa de recibir el beso de las auras y la luz del Sol, se entregaba sin reservas a todos los pensamientos, a todos los sueños inefables, a todas las esperanzas que le inspiraba su nuevo amor. También ella, como yo, amaba por primera vez, y para sentir esa pasión no había necesitado muchos días. Vio al joven inglés y eso bastó.

— ¿Qué era yo, pues, para ella, gran Dios? —este pensamiento me destrozaba el corazón como si fuese una garra de fuego.

Pero ella tenía razón.

En cuanto a ventajas físicas, ya ves que hubiera sido una locura sostener ni por un momento la comparación con mi rival. Además, era yo muy joven. Parecía el segundo siempre, y esto es fatal. Aunque con una carrera noble e independiente, el hecho de recibir un sueldo del rico minero me ponía una especie de librea que francamente quita mucho de la altivez propia de un hombre. Al menos, de soldado, hijo mío, llevo el uniforme de la Patria y soy esclavo de la gloria; pero entonces, ¡triste me parece decirlo! era yo el criado sabio de un hijo de la pérfida Albión.

Por todas estas razones, Julia me trataba muy bien; pero en su acento, en su sonrisa, en su manera de hablarme, conocía yo que establecía una gran diferencia entre el inglés y yo. Hasta en la confianza que me otorgaba, había algo de humillante; algo que me parecía decir: no tengo cuidado de abandonarme a ti, porque tú tienes el deber de respetar a la protegida de tu señor.

Esto me desesperaba.

Entre tanto, mi señor intencionadamente no pensaba en que era preciso gastar algún dinero en la hermosa prófuga. Desde Puebla, yo había echado mano de mi tesoro y había sufragado todos los gastos. En México sucedió lo mismo; pero esa satisfacción era la única que me hacía feliz. Julia no llegaría a saberlo, y la consideración de que atribuiría al inglés todos esos servicios me producía una especie de amarga voluptuosidad. Y si llegara a saber alguna vez, su triste sorpresa, porque sería triste, sin duda, me causaba también una delicia amarga anticipadamente.

Como Julia se había venido de Puebla, según he dicho, sólo con su traje negro, que estaba echado a perder por la lluvia, me ocupé en procurarle vestidos y los mejores que pude conseguir de pronto, pagando a una modista precios extraordinarios con tal de que en dos días le arreglase los muy urgentes; le proporcioné también ropa blanca finísima, calzado de seda, perfumes, un neceser, un costurero y todo, en fin, lo que necesita una mujer elegante y joven.

Ella recibió, sonriendo, todo; pero en su manera de darme las gracias conocía yo que creía ser deudora de todas esas atenciones al inglés.

El segundo día de nuestra permanencia en México, me dijo:

— Deseo ver a una familia de parientes míos para saber si quieren recibirme. En la situación especial en que me hallo, esta presentación ante mis parientes es demasiado penosa para mí; pero no tengo otro recurso, puesto que el señor Bell (llamaremos así al inglés) cree que es preciso arreglar mi asunto, como él dice.

Julia hablaba así con el acento turbado y los ojos húmedos de lágrimas.

Bien hubiera yo querido decirle que el inglés debía tenerla sin cuidado, que yo era su protector y que no tenía necesidad de pasar la vergüenza de ver a la familia de sus parientes; pero ¿cómo decirle esto? ¿Y si entonces rehusaba mis beneficios? No, no; preferí callar y verla afligida. Sin embargo, le pregunté:

— ¿Y si esos parientes rehusaran recibir a usted, lo cual es posible?

— Ya se ve que es muy posible; conozco, por desgracia, a los tales parientes, y sé que no querrían por nada de esta vida atraerse el enojo de mi padrastro ni de mi mamá. Entonces yo también pregunto a usted, ¿qué haremos? ¿El señor Bell no ha dado a usted instrucciones para ese caso?

— Julia —le dije—: vea usted a esa familia; y si no la recibe, no tenga usted cuidado: ya sabré lo que he de hacer.

Parece que ella respiró entonces; comprendió que su Providencia no la abandonaría, y ya no tuvo inquietudes sobre su situación.

— Fácil me sería —añadió— procurarme trabajo como costurera; yo no tengo vergüenza de aceptar esa condición humilde. Soy rica; pero la pobreza no me espanta y el trabajo tiene para mí atractivos muy grandes. Sobre todo, seré libre, y conservándome honrada como hasta aquí, no temo el porvenir. Pero ¿estaría yo segura en México?; ¿no me perseguiría mi familia?, ¿no me harían sufrir nuevos sinsabores?

— No piense usted en nada de esto, Julia —dije, para concluir—; acompañaré a usted a ver a esa familia y veremos.

Un momento después hice traer un carruaje y nos dirigimos a la casa de los parientes de Julia.

VII

Al llegar, la joven bajó y penetró en el patio. Yo la aguardaba en el carruaje.

Un cuarto de hora después salió de la casa con el rostro descompuesto por la indignación y el dolor.

— ¿Qué pasa Julia? —le pregunté.

— Dé usted orden de que volvamos al hotel. Ya le diré a usted.

Di la orden, en efecto; el carruaje se puso en marcha y Julia pudo llorar con toda libertad. Comprendí todo. Aquellas gentes habían rehusado recibirla.

— Miserables —dijo Julia—; ¡y así entienden estas gentes el parentesco y la caridad! Pues si yo hubiese abandonado mi casa por el olvido de mis deberes, ¿vendría yo a buscar el asilo de una familia? Creen que estoy perdida; y como les he explicado todo, van a preguntar a Puebla, estoy segura, y ahora sí es preciso tomar precauciones, porque mañana estarán aquí las órdenes para perseguirme.

— Casi me alegro de eso, Julia, porque así no queda otro recurso que el que usted se vaya con nosotros a Taxco.

— ¿Es posible? —preguntó ella alborozada—; ¿el señor Bell no cree eso inconveniente?

— Y aunque lo creyera, cedemos a la necesidad.

— Es cierto: a la necesidad. Pero mire usted: si tal determinación disgustara al señor Bell preferiría yo quedarme en México y correr todos los peligros de mi mala posición.

— ¡Oh!, no; créalo usted: no se disgustará.

— Pues entonces, acepto, y allá en Taxco, que supongo será una población regular, me pondré a trabajar, no estorbaré a nadie, no seré gravosa, y mi conducta dirá si merezco o no lo que ha hecho por mí ese hombre generoso.

Debes considerar que cada palabra de éstas era una puñalada para mi pobre corazón enamorado; pero yo disimulaba, y en esa especie de resignación a que lo reduce a uno un amor no comprendido, tenía yo por mejor dejar a Julia que creyera en la protección del inglés para que se prestara a seguirme, que declararle la verdad y exponerme a que, desesperada, prefiriese quedar en México a ser protegida por mí.

Así, todo lo dispuse para el viaje. Al día siguiente, es decir, al tercero de nuestra permanencia en México, partimos en la diligencia para Cuernavaca.

Llegamos a esta risueña y linda ciudad, en que Julia estuvo loca de contento; primero, porque se acercaba a su amado inglés, y luego, porque en la brisa embalsamada que respiraba entre los fértiles huertos que embellecen esa población, parecía recibir el aliento de vida del amor y la libertad.

Estaba lejos de sus enemigos, se acercaba al hombre que iba amando con delirio, había dejado el ruido opresor de las ciudades populosas y encontraba dulce refugio en las modestas poblaciones del campo, que sólo pueden ofrecer en su seno la serena alegría de la paz y la virtud.

Las gentes de Cuernavaca que me conocían se quedaban admiradas viendo a mi lado a una joven cuya belleza extraordinaria y cuya gracia revelaban desde luego a la mujer superior. Preguntábanme si era mi esposa, y como yo lo negara, se quedaban estupefactos, no sabiendo qué pensar de mí. Pero pronto supieron que era una señorita distinguida que iba a pasar una temporada a Taxco, y se explicaron esta manera de viajar sola por semejantes rumbos, con la introducción de las costumbres extranjeras en ciertas familias.

Como Julia no había caminado jamás por aquellas montañas y como pudiera serle molesto seguir a caballo, conseguí una litera, y a pesar de ser fastidiosísimo este antiguo vehículo, se resignó a aceptarlo, a falta de otro mejor.

La esperanza le hacía dulce la lentitud del camino.

Al segundo día de haber salido de Cuernavaca llegamos a Taxco, al oscurecer. Julia, asomándose a las ventanillas de la litera, pudo distinguir desde lejos el gracioso caserío del antiguo mineral, cuyas azoteas desiguales y calles tortuosas y empinadas como las de Guanajuato, Pachuca y todos los pueblos formados en los lugares mineros, presentan un aspecto pintoresco y singular. Taxco es un pueblo simpático, y su temperamento elogiado por el barón de Humboldt; y la circunstancia de haber sido la cuna del gran poeta don Juan Ruiz de Alarcón, así como la no menos importante de haber derramado en el mundo, desde los primeros años de la conquista, la plata de su seno a torrentes, hacen interesantísima para el viajero esta población, escondida entre las arrugas argentíferas de una montaña del Sur.

Taxco a lo lejos y en el crepúsculo de la tarde, con su hermosa iglesia de agudas y esbeltas torres, que se eleva gallarda en la cumbre de una colina; con su pardo caserío, por entre el que sobresalen las copas agudas de algunos árboles; con las arcadas de sus acueductos y con las sombras que se proyectan en su terreno escarpado y anguloso, parece una enorme estalagmita bajo la bóveda de oscuras nubes que la cubren en las tardes de julio, o bien un inmenso grupo de castillos de la Edad Media trepados en las alturas por el genio de la rapiña y de la soledad.

Desde que se sale del risueño pueblecillo de Acamixtla, y particularmente al llegar a la cumbre en que está asentada Taxco, un raudal de aromas frescos y delicados acaricia al viajero. Es el que vierte la flor del chirimoyo, abundantísima en aquellos alrededores y bien cultivada en los pequeños pero lindos huertos que circundan al mineral. A diferencia de Guanajuato, Pachuca y demás lugares de minas, en cuyo terreno, inútil para la vegetación, apenas se tuerce una que otra yedra y se adormecen tísicos los arbustos, Taxco, situado en una zona templada y fértil, ofrece entre sus riscos de plata y oro abundantes pliegues en los que una gruesa costra de tierra vegetal puede sustentar, auxiliada por cien manantiales de agua cristalina, numerosos cármenes y jardincitos, en que se ven crecer juntos el nopal y el naranjo, el membrillo y el limonero, el girasol y el jazmín. Aún hay en las barrancas que circundan a la población, extensos platanares, como en Cuernavaca y en Tlaltizapam, así como esmaltan las veras del camino y las arrugas del oscuro lomerío, las caléndulas rojas y amarillas que recaman las extensas praderas del vecino y ardiente valle de Iguala.

Taxco es alegre, bullicioso y fértil; y si la paz hubiese permitido a los capitalistas emprender grandes obras para trabajar las viejas minas abandonadas hoy, Taxco, el pueblo que prometió hacer la cúpula de su iglesia de plata; Taxco, donde un labrador de los Pirineos, Borda, pudo elevarse un trono de millonario en menos de una década, volvería a ser el emporio de la riqueza mexicana.

Pero me abandono a disgresiones inoportunas, y he dejado a mi hermosa Julia asomada a las ventanas de su litera y aspirando con voluptuosidad el perfume de los chirimoyos y de los jazmines.

— ¿Qué le parece a usted su nueva mansión?

— Que estoy encantada; esto es nuevo para mí, hija de los valles de las ciudades populosas. ¡Qué hermoso debe de ser este retiro, respirando el aire de la libertad y amando y siendo amado!

La comprendí, y quedé mudo de dolor y de celos.

Tocaban las oraciones en la parroquia y en el convento de San Diego, cuando llegamos al centro de la población. Después de seguir por un momento aquel laberinto de calles estrechas y accidentadas, la litera se detuvo frente a una casa de modesta apariencia y que no tenía más lujo que un jardín, lo cual es bastante en una ciudad minera. Esa casa era la mía; es decir: la que había alquilado para mi habitación, no queriendo vivir en la gran casa de los empresarios. Un criado viejo y honrado, y una criadita hija suya, muchacha bonita y honesta, me aguardaban en el umbral, contentísimos de verme. Invité a Julia a salir de su litera y la introduje en la casita, orgulloso de abrigarla bajo mi techo. Pronto el orgullo se tornó en humillación.

— ¿Aquí vive el señor Bell? —me preguntó la joven.

— No, Julia —le respondí—; el señor Bell vive en una casa muy espaciosa y buena que se halla situada al extremo de esta misma calle. Ya la verá usted.

— Pues, entonces, ¿de quién es esta casita?

— Es la que yo ocupo, Julia; pero la destinamos a usted porque en la otra donde vive el señor Bell hay mucho ruido, muchas oficinas; allí están los escritorios, allí se alojan todos los dependientes, allí están las caballerizas, etcétera; de modo que usted no viviría contenta ni se hallaría independiente. Por eso le hemos destinado a usted esta casa, que habitará sola; con esos criados, que son honradísimos y que están al servicio de usted. En cuanto a mí, que ocupaba la casa, me voy a alojar a la otra con los dependientes; pero la veré a usted todos los días para pedir sus órdenes y vigilar por que nada le falte.

— Mil gracias, Julián; ahora le pido a usted el favor de que avise al señor Bell que he llegado y explíquele usted todo para que no lo tome a mal.

— Pierda usted cuidado, Julia, que nada dirá.

Corrí en el acto a la casa de la dirección.

El inglés me recibió con un abrazo, y justamente al dármelo, me preguntó en voz baja:

— ¿Y ella?

— Aquí está; la he traído.

El inglés me rechazó con espanto.

— Muchacho; ¿qué ha ido usted a hacer? —me dijo—. ¡Por Dios, por Dios, qué tontería!

— No tenía remedio —le respondí—; era preciso.

— Vamos a verla —dijo tomando apresuradamente su sombrero.

— Pero, ¿conoce usted, joven, el zarzal en que se ha metido? —me preguntó cuando estuvimos en la calle.

— Sé —le respondí— que la casualidad impone a veces más sagrados deberes que la propia voluntad. Yo soy ahora la Providencia de esa joven; pero ella cree que está bajo la protección de usted y es preciso no desengañarla para que esté tranquila.

— Siempre que esto no me comprometa, así se hará. ¿Usted sabe mi situación?

— Lo sé.

— Pues bien: siempre que no sea un obstáculo para mí, esa hermosa niña creerá que la protejo; pero ella no más, ¿lo entiende usted?; para todo el mundo pasará como la esposa de usted o como su hermana. En cambio, doy a usted mi palabra de caballero asegurándole que esa joven será sagrada para mí. Lo contrario sería querer que usted aceptase un papel indigno, bajeza que jamás acostumbro con mis amigos, porque no sería tampoco amigo mío quien la soportara.

— ¡Naturalmente!, y conociendo el carácter de usted me parecía inútil hablarle de ello. Nos conocemos bastante para comprendernos.

En esto llegamos a la casa.

Llamamos.

El criado abrió la puerta, y Julia, que se había recostado en un sofá, al ver al inglés se levantó apresurada, y ya sin reserva se arrojó en sus brazos, que la estrecharon cordialmente.

Julia no podía hablar; los sollozos agitaban su pecho y un torrente de lágrimas bañaba sus mejillas.

Parecía que el inglés era su esposo o su amante y que volvía a verlo después de largos años.

El amor de Julia había crecido asombrosamente en menos de una semana. Y es que para el amor que nace poderoso, los minutos y las horas son siglos, y en las almas enérgicas la vehemencia suple al tiempo.

VIII

El inglés pareció sorprendido de aquella extraña manifestación de Julia, tanto más cuanto que era de suponerse que habiéndose quedado sola conmigo en México y viajando de la misma manera, debía haberse establecido entre nosotros relaciones de una intimidad demasiado tierna. Ni le vino a la memoria, seguramente, lo que acababa yo de decirle; esto es: que Julia estaba en la inteligencia de que era protegida por él, y que era preciso no desengañarla.

Con recordar mis palabras se hubiera explicado la causa de la afectuosa acogida de la bella prófuga, de sus miradas llenas de pasión y de sus palabras entrecortadas por los suspiros.

Referimos al inglés todo lo sucedido en México, y nos empeñamos en demostrarle la necesidad en que nos habíamos visto de apelar al recurso de la venida a Taxco, tanto para no dejar en el desamparo a Julia como para ponerla fuera del alcance de sus perseguidores.

Él disimuló perfectamente su disgusto por nuestra loca determinación, y aseguró a la pobre joven, que estaba pendiente de su mirada y de su gesto con la mayor ansiedad, que nada tenía que temer, ya que aprobaba cuanto habíamos hecho, puesto que las circunstancias no habían permitido arreglar mejor sus asuntos, como pudo esperarlo por un momento.

Julia pareció respirar. Ella no había temido el abandono, puesto que en México me indicó su resolución de trabajar para vivir; pero sí había temblado de que su presencia desagradase al hombre a quien amaba.

Así que cuando vio al inglés que la recibía con muestras de exquisita bondad, y aun con la efusión de un amigo cariñoso, el semblante de la joven perdió la expresión de tristeza y de inquietud que la había nublado durante el camino, y se iluminó con todos los esplendores de la felicidad.

— No puedo ocultar a usted —le dijo— que he pasado siglos de tormento pensando en que tal vez hubiera usted desaprobado mi venida a Taxco; pero puesto que usted es tan bueno como me lo figuré, ahora soy dichosa tanto como antes fui desgraciada.

— No debía usted haber dudado de mí ni por un instante, Julia —respondió el inglés—. Una feliz casualidad nos hizo encontrarnos; yo bendigo esa casualidad, porque me proporciona la ocasión de ser a usted útil y de protegerla contra las asechanzas de sus enemigos.

Esta fraseología banal, fría, no era, en verdad, bastante para satisfacer a una mujer menos enamorada que Julia; pero ella atribuyó seguramente la sequedad de semejante estilo al carácter del inglés, por lo regular muy reservado, y además a las dificultades con que luchaba todavía mi rival para expresarse en español. De manera que Julia se creyó calurosamente aceptada, y no tuvo zozobras respecto al porvenir.

— Ahora —añadió el inglés—, lo que importa es arreglar la situación de usted y prever todas las eventualidades que puedan ofrecerse. En cuanto a lo primero…

— En cuanto a lo primero —interrumpió Julia con cierta gravedad—, ya he indicado mis intenciones a Julián. A pesar del atolondramiento propio de mi edad y de mi carácter, conozco todo lo delicado y excepcional de mi situación. He querido emanciparme del poder de mi familia y escapar a una suerte a que otras se someten sin replicar. Bien sé que en el mundo mi conducta tendría una calificación muy severa: ¡una hija de familia que se escapa de su casa… ! Esto es un crimen que la sociedad condena fácilmente; tanto más fácilmente cuanta mayor es la indiferencia con que ve los dolores que devoran el corazón de una mujer infeliz, obligada a sepultar una vida llena de ilusiones y de esperanzas, en las tinieblas de un convento. El mundo no cree, o aparenta no creer, en esas violencias sordas que se ejercen a veces en el seno de una familia opulenta, y por causa de las cuales un huérfano sin defensa se ve forzado a renunciar a sus derechos, a su porvenir, a su cariño, hasta a su vida. Y todo esto con la sonrisa del contento, con el silencio de la resignación, sin permitirse hacer comprender a los demás que aquel sacrificio cuesta la felicidad; que aquel sacrificio está desmentido en lo íntimo del alma por una protesta desesperada, inútil. El mundo no comprende semejantes horrores, o acaso, hipócrita, los prefiere a lo que él llama escándalo con una dura severidad que indica su falta de virtud.

Pues bien: lo he pensado mucho. No tenía más recurso que la fuga y he apelado a ella sin cuidarme de las opiniones del mundo. Quería mi libertad y mi dicha antes que todo. Sin éstas, ¿qué me importaban las consideraciones sociales? En el convento habría sido tenida por una santa; pero ¿de qué me servía eso? Hubiera sido infeliz y hubiera llevado a los altares de Dios un alma devorada por la desesperación. Una mujer humilde quizá habría acabado por conformarse, por olvidar la vida y por conseguir una tranquilidad poco distante del idiotismo. Pero ¡yo! Yo no tengo organización para aceptar el papel de víctima. Abandonada a mí misma desde la niñez, nutrida con los principios de mi padre, y sobre todo, heredera de un carácter impetuoso, firme y resuelto; carácter que había acabado de formarse con el alimento de mis propias ideas y de robustecerse con las muchas que había sostenido en el seno de mi familia, yo nunca hubiera doblado el cuello, particularmente cuando se trataba de sacrificarme al capricho de un hombre aborrecido y codicioso. Yo, nacida en la riqueza y educada en medio de las comodidades, estaba dispuesta a renunciar a todo eso; pero nunca a mi libertad y a mi dicha. Todavía he hecho más: he renunciado a mi reputación, porque es indudable que a esta hora no se cree en Puebla que me he escapado sola de la casa paterna; que la casualidad, que me ha protegido, me ha hecho encontrarme con dos caballeros como ustedes que con un afecto desinteresado y noble me han dispensado protección; sino que va a decirse que un seductor me ha arrancado de mi familia y que me arrastró en pos de sí como a una insensata. ¡Ay!; mi nombre a estas horas es la fábula de aquella ciudad mojigata y maldiciente. Lo siento mucho; pero no puedo ser de otra manera. Acudir a la autoridad hubiera sido duplicar el escándalo en perjuicio de mi familia, y quizá no remediar nada. Mi pobre madre tal vez me maldiga, porque con mi conducta inconsiderada he amargado sus días; pero estoy segura de que esta desgracia ha sido para ella bien menor que la de verse obligada tal vez a perder a su marido por causa de una acusación mía. Porque conozco a ese hombre, y sé que en mi infeliz madre habría descargado toda la ira provocada por mis revelaciones; y sé también que ella no ha amado a nadie como al malvado que ha conseguido a fuerza de arterías, dominar su corazón de una manera inaudita. Mi madre está apasionada hasta el delirio. Así, pues, la división que hubiera yo provocado habría tenido espantosas consecuencias; mientras que mi fuga las tendrá menores, porque yo le explicaré cómo y por qué la he llevado a cabo; y sabiendo que me mantengo honrada, sufrirá menos.

He hecho a ustedes una nueva explicación que les habrá dado, mejor que la primera, la idea de mi carácter. Ahora bien: conozco lo que he hecho y lo que me debo a mí misma de hoy en adelante. Que hable el mundo, con tal de que mi conciencia me absuelva; que descargue los golpes de su severidad sobre mi frente; no por eso dejaré de levantarla menos erguida, porque sé que todavía está pura. Soy de esas mujeres excepcionales que no necesitan de su familia para defender su virtud, porque les basta su dignidad. Soy de esas mujeres que piden, para vivir tranquilas, la aprobación de su conciencia y que desprecian lo demás. Rica, quizá mi posición me impondría tiránicas exigencias a que tuviera que acceder; pero hoy, pobre, quedaré más independiente, y el trabajo me resguardará de todo peligro. Soy joven, soy fuerte, tengo la energía varonil que he bebido en los consejos de mi padre, que era un hombre de corazón; he recibido una educación esmerada y nada común, y, sobre todo, ¡tengo confianza en Dios! Puedo, merced a la aplicación con que me he dedicado a aprender varios de los ramos que me han enseñado, no tener necesidad de acudir al mezquino medio de la costura en una población como ésta, peligro que sí tenía en México por mi falta de relaciones y por la abundancia de personas iguales a mí. Así es que respecto a mi situación, yo sólo rogaré a ustedes que me hagan conocer de algunas familias, y de este modo comenzaré a trabajar, cosa que deseo… por ustedes y por mí —incluyó la joven, mirando tímidamente al inglés.

Este, aunque admirado, como yo, del carácter singular de Julia, parecía meditabundo, y aún después de que ella acabó de hablar se quedó reflexionando en silencio.

En cuanto a mí, no reflexionaba: admiraba. Ya había tenido ocasión, desde que nos encontramos a la hermosa joven en Puebla, de apreciar su valor, la independencia de sus ideas, la originalidad de su talento y, sobre todo, su resolución, que a su edad y en sus circunstancias era rarísima en una persona de su sexo. Pero a mí no me había sorprendido tanto todo este conjunto extraordinario de cualidades, porque debo decírtelo francamente: conocía yo a la mujer por las novelas y no por el trato del mundo, y Julia, a juzgarla según los tipos romancescos que yo conocía, no era una mujer rara. Después, cuando he entrado completamente en la vida real, cuando he tratado a las mujeres de México, he podido comprender que Julia era una excepción. Su tipo es rarísimo, y sólo de tarde en tarde suele dibujar la crónica uno semejante.

IX

Como quiera que sea, al acabar de hablar esta vez Julia, yo me sentía más subyugado aún que antes. Aquella naturaleza enérgica y ardiente influía en mi alma de una manera irresistible; Julia era la mujer de mis sueños; esa mujer hermosa, inteligente, apasionada, que yo había evocado con frecuencia en mis delirios de joven y que se me había aparecido también, divina creación de mi fantasía ardorosa, bañándome con las llamas de su mirada, haciendo estremecer mi pobre corazón con las promesas de su sonrisa, iluminando mi existencia oscura y pobre, con todas las esperanzas del amor y de la felicidad.

¡Oh, sí! Julia era mi ideal: una mujer—leona incapaz de someter su cuello de reina a las cadenas de ninguna servidumbre; incapaz de sacrificar su corazón como una hostia impura, en aras de ningún interés miserable; bastante soberbia para romper y hollar bajo sus pies de diosa esos grillos que se llaman las exigencias del mundo. Julia quería ceñir su altiva y blanca frente, no con la corona de oropel que alarga la mano arlequinesca de la preocupación, sino con la corona de azucenas que la conciencia invita a aceptar de mano de la virtud verdadera, de esa virtud que desprecia el certificado de la sociedad, porque cuenta con el sello de Dios.

Todo lo tenía para mí esa joven extraordinaria. Una belleza poética y majestuosa; una inteligencia magnífica y elevada; un corazón ardiente y resuelto; una dignidad que no por estar unida a una dulzura inmensa era menos firme; una franqueza incapaz de velar sus sentimientos. Esta última cualidad la hacía más adorable aún, porque la alejaba de esa pobre y vulgar coquetería que obliga a las mujeres a fingir una amabilidad que no tienen, y también de esa reserva gazmoña y antipática que las obliga a ocultar sus afectos bajo una máscara de nieve.

Nunca me han agradado las coquetas, amigo mío; y eso no porque carezcan de ciertos atractivos, sino porque siento junto a ellas algo parecido al perfume alcohólico que exhalan las flores de trapo, a las que se empapa de esencia para darles mayor semejanza con las flores naturales.

Las coquetas son flores de trapo. Prefiero las naturales, como debes suponer.

En cuanto a estas mujeres que se imponen por orgullo o por educación el deber de reservar sus sentimientos, aunque desborden de su alma, las compadezco cuando son víctimas; las detesto más que a las coquetas cuando hacen sufrir; y me parecen tan infames como el médico que mirase impasible a un enfermo estando en su mano curarlo; como el nadador que se divirtiese en ver desde la orilla del mar a un náufrago perecer entre las olas, por falta de auxilio.

Julia no era así; era incapaz de ser así. La conocía yo hacía pocos días; pero eso me bastaba para asegurarlo. Además, había en el fondo de su carácter algo de tristeza, dulce y sublime tristeza, eterna compañera de las almas elevadas y de las naturalezas enérgicas.

Así, el semblante de Julia, tan juvenil y fresco, tan radioso y altivo, se nublaba a veces con una expresión de súbita tristeza que le daba un aspecto de una de aquellas heroínas de Byron, martirizadas por tremendas pasiones.

¡Ay, amigo mío! ¡Qué mujer era Julia para adorarla! Y ¡qué mujer para ser amado por ella!

Comprendo ahora por qué una mujer así, que se encuentra uno en los primeros senderos de la vida, decide fatalmente de nuestros destinos, de nuestras creencias, de nuestra dicha. Si ella quiere, si ella nos ama, convierte para nosotros la vida en un paraíso constante. Si deseca nuestro corazón con su desprecio o con su perfidia, hace de la existencia un desierto fastidioso y eterno, del que desea uno salir cuanto antes.

X

Pero me parece que he perdido el hilo de mi narración.

Te decía que el inglés se quedó reflexionando luego de que Julia acabó de hablar.

Pues bien, después de aquella generosa y franca manifestación de la joven no se podía menos que ser caballeroso y delicado, so pena de pasar por un imbécil o un miserable. El inglés lo comprendió, y dijo a Julia, sonriendo:

— Estoy admirado de oír hablar a usted así, Julia, porque sus palabras respiran valor y virtud; pero de ningún modo puedo admitir las resoluciones de usted. ¡Permitirle que trabaje para vivir! Esto es muy noble para usted, pero sería indigno para nosotros. Los vínculos que nos unen a usted no son los de la familia; pero son los de la amistad, tan sagrados como aquéllos, y por eso nos creemos en el deber de velar por usted. Además, Julia, si fuésemos pobres, si la substancia de una débil criatura como usted viniese a disminuir nuestro pan, todavía nos consideraríamos afortunados en poder ofrecérselo, aunque usted tendría más razón en querer rehusarlo; pero nuestra posición está fuera de ese peligro, somos ricos, y la obligación que nos imponemos con usted nos es tan grata como poco onerosa. Por lo demás, mis relaciones en México son poderosas y bastantes para arreglar sus asuntos de familia, como lo espero, sin dificultad y sin escándalo, poniéndola a usted fuera del peligro que temía, y asegurándole el porvenir a que tiene usted derecho por sus virtudes y por su posición social. Ahora descanse usted confiada y tranquila; mañana hablaremos más todavía. Julián se encargará, como un hermano de usted, de arreglar todo lo necesario a su bienestar para que no se hastíe pronto de este destierro, al cual sólo los negocios pueden confinar a uno.

Julia pareció conformarse en todo con las intenciones del inglés, y se quedó alegre, feliz y llena de esperanza. Nos despedimos en seguida y cuando salimos, el inglés me heló con las siguientes observaciones.

— ¡Singular muchacha es ésta, Julián! Me parece que es buena en el fondo; pero Dios quiera que no venga a traernos con su presencia aquí complicaciones y dificultades que nos hagan maldecir la hora de haberla encontrado, como un fantasma, en las calles de Puebla. En lo que yo escribo a México, a mis amigos y abogados, para que procuren arreglar el asunto con su familia, cuide usted de que no salga. Su presencia daría lugar a multitud de rumores y comentarios. Se diría que era querida mía o de usted, y ni usted ni a mí puede favorecemos esto. A mí, particularmente, me perjudicaría en gran manera; el hermano de mi prometida está aquí, como usted sabe, empleado; llegaría a su noticia la venida de Julia; su hermosura extraordinaria le llamaría la atención; él es joven, curioso; se empeñaría en verla; sabría, quizá, nuestra aventura de su propia boca; conocería, además, porque la joven no lo disimula, que me tiene gran cariño; la malicia complementaría sus sospechas, y ¡adiós matrimonio! Ni mi futuro suegro ni mi futura esposa son personas que pueden dejar de hacer un gran escándalo de ello. Me creerán un libertino y se disiparán como humo mis proyectos de felicidad. Vea usted a cuántos peligros me ha expuesto, Julián, con sus ligerezas de joven. Pero, en fin; una vez que no tienen remedio, tratemos de remediarlas en lo posible. Haremos esfuerzos para que pronto se vuelva a México; porque si eso no se pudiera, yo me vería obligado a ir allá para alejar sospechas sobre mi conducta.

— La decidiré —contesté yo al inglés.

Había yo tomado una resolución, porque de todas las palabras anteriores había yo deducido que él prefería expulsarme juntamente con Julia que correr el peligro de que se desbaratase su matrimonio.

A pesar de todo, tenía razón.

¡Figúrate qué tumulto de ideas se levantó en mi alma orgullosa y enamorada! El inglés estaba disgustado de la venida de Julia a Taxco; ella estaba enamorada de él con todo el fuego de su corazón virgen; yo adoraba a la hermosa joven con todo el ardor de mis veinte años y de mi corazón, virgen también, porque entonces creí que amaba verdaderamente. Ahora bien: era preciso salir de Taxco. Y ¿cómo convencer a Julia de que debía seguirme, si no me amaba? Yo no me sentía capaz de herir su alma revelándole el disgusto del inglés; esto me lo aconsejaban la dignidad y el temor de hacerla sufrir. Y si a pesar de no amarme se resolvía a seguirme, ¿adónde podría yo llevarla?

Por fin, me dije: a México; allí la ocultaré; y si nos persiguen, mejor; sufriré por ella, pero la salvaré. Quizá me tengan por su raptor; para eso sí es preciso preguntarle, porque equivaldría a aceptar por compromiso una situación que le repugnará. Pero era necesario alejarnos a toda costa de Taxco.

Aquella noche no dormí, pensando en todas las dificultades que mi amor a Julia había venido repentinamente a amontonar en el camino llano y alegre de mi vida.

XI

Al día siguiente fui a verla. Eran las ocho de la mañana, y ella, que se había despertado muy temprano, se hallaba en el jardincito de la casa y se ocupaba en hacer un ramillete con las flores más bellas.

¡Qué hermosa estaba! La felicidad había aumentado sus encantos, y no pude menos que detenerme en el umbral para verla detenidamente y para sofocar los latidos de mi corazón, que parecía salírseme del pecho. La amaba entonces con desesperación, porque la noche pasada había acabado de confirmarme en la creencia de que ella amaba a mi rival.

Se hallaba vuelta de espaldas, y tenía un lindo vestido blanco y fresco, propio de aquella estación y de aquel clima. Julia estaba en la florescencia de la juventud; así es que su traje dejaba ver en toda su riqueza y su elegancia las formas de aquel cuerpo ligero y airoso que hubiera envidiado una Venus antigua.

Cuando acabó de hacer su ramillete, se volvió y corrió hacia mí, sonriendo.

— ¡Ah!, es usted, Julián —me dijo, alargándome la mano—; buenos días, amigo mío; ¿y el señor Bell?

— Está bueno —le contesté—, y envía a usted sus saludos; se fue a la mina, pero vendrá a ver a usted esta tarde.

— ¿Cómo esta tarde? ¿Y por qué así? No hay tanta distancia de la casa de ustedes a ésta para dar unos pasitos y venir a darme los buenos días…

— Tal vez —repliqué— no creía a usted levantada a la hora en que se fue. Supuso que estaría usted fatigada y que dormiría hasta muy tarde.

— ¡Oh!, no; yo me levanto temprano, como usted ha visto, y aquí no me perdonaría el quedar en la cama, cuando la salida del Sol es tan hermosa en Taxco. ¡Qué bello clima!; ¡qué bello temperamento! Pero ¿sabe usted, Julián, que este destierro es lindísimo? Yo no sé como ustedes se aburren aquí, pues yo no me figuraba que estaría tan contenta en este pueblo, como lo estoy. Sobre todo, ¡qué casita tan graciosa tiene usted! Es una jaula de canarios. Por dondequiera, muebles ligeros y elegantes, aseo y comodidad. Y afuera, ese jardincito es un primor. Allí me encuentro muchas flores extranjeras que ya conocía; pero hay otras que no he visto nunca y que son preciosas.

— Sí, Julia; son flores del país; flores silvestres y desconocidas en México, que yo he recogido en las gargantas de estas montañas y en las llanuras de Iguala, y que cultivo cuidadosamente para trasplantarlas a México. Habrá usted notado, por ejemplo, que toda la cuesta que está empedrada con enormes peñascos, desde el tiempo de Borda, y que tanto molestó a usted ayer, está lujosamente decorada por una cerca de bellísimas flores. Pues todas esas se hallan aquí y las he clasificado en mi herbario. En fin; el jardincillo es un puñado, pero él alegra siquiera la humilde ermita del desterrado.

— ¡Ah!, pero repito que es linda la ermita. Aquí tiene usted de todo para distraerse. Acabo de registrar los hermosos libros de ese estante… Ahí hay muchas ciencias que no entiendo; pero también hay poetas; yo he leído a muchos poetas.

— ¿Le agrada a usted la poesía?

— Es claro; ¿se tiene, acaso, un carácter como el mío sin haber bebido un poco de esas fuentes? Y están aquí todos los poetas que adoro. El Dante, el Tasso, Víctor Hugo, Lamartine, Alfredo de Musset, Quintana, y éstos que son los que traducen en la lengua de fuego de la América los sentimientos de fuego de nuestras almas ardientes… José Mármol, Gómez, Lozano y Plácido. Yo adoro a estos poetas, y no extrañe usted que no conozca a estos otros porque no sé latín, ni inglés, ni alemán. Harto es ya que me hayan permitido estas lecturas los que deseaban que no leyese más que El Año Cristiano y los insoportables versos del P. Sartorio.

— En efecto, Julia; veo que tiene usted una instrucción poco común en su sexo, y sobre todo, buen gusto.

— Sobre todo, afición al estudio… ; tengo sed. ¡Ah, si no hubiera tenido que luchar con las preocupaciones de familia! Pero vamos a otra cosa; he arreglado la casita, porque, amigo mío, se notaba desde luego la ausencia de usted. Ya verá usted en todo que ha andado por allí la mano de una mujer. Y a propósito: ¿qué empleo tiene usted aquí, Julián, si no es indiscreto preguntarlo?

— Soy el ingeniero director de la mina —respondí— y el jefe de la casa cuando el señor Bell no está aquí, lo que sucede casi todo el año.

— ¡Ah!, ¿es usted ingeniero… ? —dijo Julia algo sorprendida; y como recordando, luego añadió— Pues entonces perdóneme usted, amigo mío: quizá le he tratado con poca atención creyendo que era usted un dependiente de un rango subalterno. De ningún modo debía hacerlo así; pero, ¿qué quiere usted?, son los prejuicios con que nos educan. Y luego, es usted tan joven que no creí que pudiera usted ser un empleado de alta categoría con el señor Bell, ¿y lo quiere a usted mucho?

— Mucho; es mi amigo además de ser mi jefe, y me ha prestado excelentes servicios.

— ¿Es verdad que es muy generoso, muy noble?

— Ciertamente; y muy guapo, además, y de modales muy distinguidos.

— Es verdad; y… ¿vive aquí solo?

— Es decir: sin familia, porque no la tiene. No es casado, y en cuanto a sus padres y hermanos, parece que están en Inglaterra.

Julia no disimuló su alegría.

Esta era la oportunidad de revelarle lo del próximo casamiento; pero, lo repito, me había propuesto callar para no herirla en lo más profundo del alma.

— Julia… —dije con acento turbado, interrumpiendo la meditación en que parecía haberse sumergido repentinamente.

— ¿Qué Julián?; pero ¿qué tiene usted que palidece y luego se ruboriza?; ¿qué va usted a decir?

— Nada en particular; pero como es preciso prever todas las eventualidades que pueden ocurrir, me atrevo a preguntarle a usted: si nos persiguieran hasta aquí, si el cochero de la diligencia de Puebla contara, como habrá contado ya, lo de la escapatoria, y por esa causa nos siguieran la pista y averiguaran, lo que no es difícil, que se había usted venido a Taxco, y la autoridad tomara cartas, ¿qué responderíamos en caso de que nos interrogaran? ¿No piensa usted que me atribuirían a mí el rapto y que me acusarían de ser el seductor de usted?

Julia se sobresaltó y respondió vivamente.

— ¡No lo quiera Dios, no!; es preciso decir la verdad pura. El señor Bell y usted declararían cómo me encontraron y por qué razón me he venido con ustedes. Precisamente, para evitar toda sospecha, deseaba yo trabajar aquí en una situación independiente. Insisto en ello, y creo más que nunca que necesito la sombra y el amparo de una familia honrada para que en cualquier caso dé un testimonio fiel de mi conducta. ¡Oh!; no, Julián; no tema usted ser acusado como mi raptor porque yo lo desmentiría en el acto.

¿Lo creerás, amigo?; me dio pena que Julia se apresurara a decirme todo esto. Su honra se lo aconsejaba así; pero yo habría deseado que no me lo hubiese dicho tan pronto.

— Hay el peligro, entonces —añadí—, de que tomen por seductor al señor Bell, cosa que lo comprometería.

— Nunca, nunca, porque yo lo negaré, aceptando como acepto, la responsabilidad toda de mis actos. Pero ¿acaso teme usted o el señor Bell que eso llegue a suceder?

— Temerlo, no; pero conviene estar preparados. Y ¿qué le parece a usted de volver a México? Yo creo que allí estaría usted más a cubierto.

Julia se sobresaltó y preguntó dolorosamente:

— ¿El señor Bell quiere que yo me vaya?

— No, Julia; nadie quiere eso; pero le pregunto yo únicamente para saber la opinión de usted.

— Pero ya sabe usted mi resolución; quiero quedarme aquí, vivir lejos de mi familia, trabajar tranquilamente… , a no ser que ustedes se vuelvan allá, porque entonces tendría que seguirlos para no quedar sola aquí, sin protección alguna.

— En cuanto al señor Bell, es posible que se vuelva… ; yo me quedo.

— Y ¿será pronto? —preguntó con ansiedad Julia, cubierta de una palidez mortal.

— Tal vez —repuse yo—; sus negocios de México exigen su presencia allí. Anoche ha recibido cartas… ; le llaman.

— Entonces iré y procuraré vivir oculta.

— Pero ¿no le convendría a usted mejor quedarse?

— No; decididamente, comprendo las dificultades en que mi presencia ha puesto a ustedes; y me resuelvo a sufrir sola las consecuencias de mi conducta. Partiré, Julián, dentro de pocos días, y yo ruego a usted que arregle mi viaje.

Julia decía esto sofocando los sollozos que hinchaban su pecho.

— Anoche —añadió— he tenido un momento de felicidad; ¡cuán poco debía durar, Dios mío, pues que esta mañana tan radiante y hermosa se ha trocado para mí en una noche de dolor!

— Pero, Julia —dije acercándome a ella—; no se aflija usted por mis palabras impertinentes. El señor Bell nada ha dicho de eso; debe usted descansar en las seguridades que le dio anoche. Yo soy solo el que, sin pensar afligir a usted, le he dirigido estas preguntas para conocer su voluntad; para saber si estaba usted contenta aquí.

— Julián: pues ¿para qué me hace usted sufrir de esta manera? Si no les hago mal, ¿por qué me atormenta usted haciéndome sospechar que me rechazan? En mi situación se vuelve uno susceptible hasta el extremo.

En este momento, un caballo se detuvo en el zaguán. El jinete se apeó y penetró en la casa. Era el inglés.

Julia lo recibió risueña y amable; pero en su semblante se notaba la tristeza que nuestra conversación anterior le había causado.

— ¿Qué pasa, hija mía? —le preguntó el inglés saludándola cariñosamente—. La veo a usted triste… ¿Ha pasado usted mala noche? ¿Está usted fastidiada en este poblacho?

Entonces yo expliqué todo al inglés, que aparentó reñirme por mi impertinencia, y aseguró a la joven que nada tenía que temer. Después le indicó que le sería grato almorzar con ella, y me detuvo para que los acompañase. Acepté; Julia ofreció su pequeño ramillete al inglés y volvió a lucir el sol de la dicha. De manera que yo, que había ido a la casa de Julia con la intención de inclinarla a salir de la posición humillante en que el desagrado del inglés la colocaba, había empeorado mi causa y trabajado para la de mi rival.

XII

Así pasaron ocho días. Yo venía a ver a Julia todas las mañanas, y en las tardes volvía casi siempre con el inglés, que exigía que lo acompañase, seguramente para librarlo de caer en la tentación de enamorarse de la bella niña, que cada día adquiría a nuestros ojos nuevos encantos.

Yo no pensaba ya más que en ella; ni quería ni podía hacer otra cosa. ¡Amarla! He aquí, resumida en esta palabra, toda mi vida.

De día, su imagen me impedía consagrarme al trabajo. De noche, su imagen presidía implacable a mi insomnio doloroso. Perdí el apetito, me hice misántropo y se apoderó de mí una tristeza desesperada. Cuando iba a verla experimentaba una sensación desconocida, monstruosa: mezcla de felicidad y de amargura; brebaje envenenado que, sin embargo, era el único que parecía alimentarme. Dejar de verla hubiera sido morir.

Y, sin embargo, yo sabía que no me comprendía o no quería comprenderme, porque ella, a su vez, estaba más enamorada cada día del joven inglés. Cada tarde veía yo una nueva prueba de su amor, que el inglés aceptaba con exquisita finura, pero sin conmoverse; cada noche sabía yo por mis criados que ella lloraba cuando nos alejábamos. Hacía constantes preguntas a la criadita sobre el inglés; con respecto a mí, no preguntaba nunca.

Una vez fui a verla solo en la tarde, y como era mi costumbre, me senté en un sillón de bejuco junto al lugar que ella ocupaba regularmente. La tarde estaba triste: llovía. Como ella estaba en su cuarto y había mandado decirme que tuviera la bondad de esperarla, me levanté del sillón y fui a la puerta que daba al patio para ver el jardín. ¡Qué tristes me parecían los árboles inclinando sus copas por la lluvia! Parecióme que lloraban. Las pobres flores caían deshojadas, y sus pétalos eran arrastrados por las corrientes que inundaban el pequeño patio. El jardín presentaba un aspecto de desolación, y era la imagen de lo que pasaba en mi alma. Allí permanecí inclinado unos instantes con la frente abatida y las lágrimas hinchando ya los párpados, cuando oí que hablaban cerca de mí, y me volví apresuradamente.

Era Julia.

— ¡Qué entretenido está usted con el aguacero! —me dijo alargándome una mano cariñosa.

Después fuimos a sentarnos.

No me preguntó por el inglés, y esto me hizo feliz; ¡qué niñería!

Luego comenzamos a hablar de muchas cosas; de esas muchas cosas que se precipitan en los labios como para ocultar un pensamiento que está en el fondo de la conciencia. Ella también parecía distraída. Yo tenía la inexplicable costumbre de hablarle siempre muy bien del inglés; y en mis palabras, éste, que era un hombre comme il faut, pero que estaba lejos de ser un héroe de novela, tomaba proporciones colosales. Mi pasión me daba elocuencia, y la joven me escuchaba extasiada. Todavía tenía yo una costumbre más singular: como la conocía bastante, comprendía sus propensiones, sus afectos, los recuerdos que le eran más caros, y procuraba manifestar mi odio a todo esto, con una especie de encarnizamiento que debió haberle llamado la atención. ¿Qué objeto tenía yo? Quizá herirla y hacerme aborrecible a sus ojos; quizá obligarla que me dijera algo que, ajando mi amor propio, disminuyera mi pasión; en fin: no sé qué deseaba, a punto fijo; pero yo experimentaba una especie de goce salvaje en ello. Y, como era natural, había logrado mis deseos. A los ojos de Julia yo era un hombre singular; yo la detestaba. De modo que no podía yo haber escogido mejor manera de elevar ante ella el carácter del inglés. Pues bien: esto me desesperaba; ya que no tenía la mirada bastante penetrante para leer lo que pasaba en mí, estaba resuelto a no decirle nada jamás. Sufría yo mucho; pero no sabía entonces que con este sufrimiento se arranca para siempre un amor, por profundas que sean las raíces que haya echado en el corazón.

Esa tarde, Julia me hablaba con una dulzura singular que me hizo estremecer; sonreía tristemente y me miraba con fijeza, como procurando leer en mi alma.

— Julián: usted tiene una enfermedad moral, ¿no es esto? —me preguntó con un acento tan suave, tan conmovido, que no pude menos de temblar y de sentirme agitado.

Sin embargo, procuré tomar un aire de indiferencia, y le respondí:

— No, Julia; no tengo nada, que yo sepa… ; fastidio de estar aquí, es verdad; me figuré al principio que no extrañaría a México, que me acostumbraría a este trabajo monótono y duro y que el estudio me distraería.

— Y ¿no ha sido así?

— No; he resistido cerca de un año; pero este tiempo de aguas me ha hecho insoportable la vida aquí. Me muero de aburrimiento. Tengo nostalgia.

— Pero ¿es que México le interesa a usted porque allí ha pasado sus primeros años, o porque tiene allí algo que afecta especialmente su corazón?

— Le diré a usted: extraño a México, no porque tenga allí nada que afecte especialmente mi corazón. Hasta ahora no he amado a nadie… Pero México es una ciudad de placeres y yo estoy ávido de ellos. Conozco que mi organización exige esa fiebre de goces que aturden y que…

— Y que matan.

— Y que matan, en efecto. ¡Qué me importa!

— ¡Cómo!; ¿no le importa a usted morir?

— No mucho. Hay veces en que la vida me hastía precisamente porque soy joven; se me figura que aún me falta que andar mucho, y ese largo camino que tengo frente a mi vista me causa desaliento.

— ¡Oh!, no diga usted eso, Julián; no piense usted así… ; destierre de su alma esa horrorosa enfermedad de tedio, que es peor que la muerte.

— Y ¿cómo, Julia?

— Amando; ¿por qué no ama usted?

— ¡Ah!; porque temo ser despreciado.

— Pero eso no puede ser; tal vez una persona resista a las muestras de amor que otra le dé; pero si ellas son sinceras, el corazón acaba por abrirse conmovido.

— Julia: es usted muy niña y no sabe que amar no es precisamente el mejor medio para ser amado. Si eso fuera…

— ¿Si eso fuera? —preguntó, sobresaltada, Julia.

— Si eso fuera, yo no sufriría.

— ¿Usted? Pero ¿en qué quedamos: ama usted o no ama?

— ¡Oh, sí!; amo con delirio, con ceguedad. Amo como se ama sólo una vez en la vida, mi alma hace el último esfuerzo.

— ¡Julián! —me dijo Julia, trémula y agitada—; y ¿quién es la que inspira semejante amor?; ¿quién merece ser amada así?

— Julia —le respondí, delirante ya—, Julia: ¿no lo ha adivinado usted todavía? Pues ¿necesito decir a usted el nombre?; ¿necesito confesar a usted que no tengo ya vida sino para amarla, y que muero de pasión y tristeza viendo que usted no me comprende?

Y diciendo esto, estreché convulsivamente una de sus manos entre las mías, y quise apretarla contra mi corazón.

¡Insensato de mí! Había guardado mi doloroso secreto en la caja de hierro de mi orgullo. Abríla, engañado por la ilusión de un momento, y he aquí que estaba perdido. ¡Maldito instante aquél!

Julia retiró su mano vivamente y se levantó pálida y triste.

— Julián —me dijo—: no había yo comprendido, se lo confieso a usted con sinceridad. Preocupada con mis propias penas, no había creído que la tristeza de usted fuera causada por mí. Es usted noble y generoso, joven, digno de ser comprendido y amado. Pero yo… no puedo amar a usted ya… ; la fatalidad lo ha dispuesto de otro modo.

— Todo lo sé, Julia —dije volviendo en mí, otra vez conducido al terreno de la razón por mi orgullo traicionado hacía un momento.

— Todo lo sé —continué—; usted ama a Bell… , ¿no es así?

— Sí, Julián —me respondió deshaciéndose en llanto—; también yo merezco piedad; también yo soy infeliz; ¡le amo más que a mi vida!

Hubo un momento de silencio. Después, Julia enjugó sus lágrimas, procuró serenarse y sonreír, y alargándome una mano, me dijo:

— Pero seamos razonables. Nuestras almas no pueden unirse con los lazos del amor; pero sí pueden estarlo con los lazos de la amistad. Seré amiga de usted; seré su hermana… ¿Acepta usted esta amistad tierna? ¿Quiere usted ser mi amigo único?

¿Has amado alguna vez, hijo mío, y al declarar tu amor te han respondido ofreciéndote amistad? Si es así, te compadezco, y puedes comprender lo que sufrí; si no te ha sucedido esa desgracia inmensa, entonces no puedes tener idea de la mía, como un hombre que no tiene hijos no puede tener idea de lo que se sufre cuando muere uno de ellos. ¡Amistad! Esta palabra resonó lúgubre en mi alma, llena de tinieblas en aquellos momentos en que acababa de ponerse en ella para siempre el sol de la esperanza. ¡Amistad! Esta palabra, tan dulce y tan consoladora en la boca de un amigo, es áspera y amarga en los labios de la mujer a quien se ama. Es de preferirse la indiferencia o el odio. La amistad es entonces la limosna de la compasión, así como la compasión es la limosna del alma.

Así, pues, aquella palabra sublevó mi orgullo y me dio una fuerza suprema, porque me sentía desfallecer. Entonces, arrancando una voz firme, aunque débil, de mi garganta anudada, y soltando aquellas manos hermosas que estrechaban las mías, respondí a la joven, que me miraba con los ojos húmedos de lágrimas:

— Gracias, Julia; pero no la acepto. El amor se paga con amor. La amistad lo profanaría. ¡Adiós!; ¡perdóneme usted! y me levanté, vacilando, y me dirigí hacia la puerta.

Julia me detuvo, suplicante.

XIII

No quise escucharla, y casi loco me lancé a la calle. Seguía lloviendo a cántaros; pero apenas pude advertirlo y llegué a mi alojamiento sin hablar a nadie.

Una vez que estuve en mi cuarto, caí a los pies de mi cama acometido de un acceso de desesperación. Hubiera deseado derramar lágrimas a torrentes para aliviar mi corazón, que sentía estallar; pero no pude, y creí morir por el violento dolor que sufría.

Era yo joven, amaba por primera vez, y así se explica la vehemencia de mis sentimientos. Si eso me hubiese acontecido ahora, habría yo parecido risible, aun a mis propios ojos.

En un estado próximo a la insensibilidad, debí de haber permanecido mucho tiempo, porque hasta llegada la noche, cuando mi criado vino a mi cuarto a encender luz, y notó con sorpresa que me hallaba tendido a los pies de mi cama, recuerdo haber cambiado de situación. El pobre criado me creyó enfermo; me levantó del suelo, me hizo meter en la cama y llamó al médico.

Este declaró que era yo presa de una fiebre violenta, cuya causa se atribuyó al aguacero que había yo recibido.

La enfermedad fue tan terrible, que no volví a recobrar el sentido sino hasta cuatro o cinco días después, y eso con tal debilidad, que apenas podía darme cuenta de lo que pasaba.

En vano preguntaba yo con voz moribunda qué era lo que tenía y por qué me hallaba así. Nadie quería responderme sino para recomendarme silencio, del que no salía yo, por fin, sino para ser acometido de un delirio penosísimo para los que me escuchaban y para mí mismo, porque me fatigaba.

Por último, merced a los esfuerzos y a la inteligencia del médico que me asistía, pude salvarme, y a los doce días estaba convaleciente, aunque incapaz de hablar ni de pensar. El aniquilamiento de mis fuerzas era sumo, y mi horror a toda clase de alimentos lo prolongaba.

Al fin comencé a recordar y a ver con lucidez las cosas: pero aún no me atreví a preguntar nada particularmente acerca de Julia, de miedo de revelar el estado de mi alma; estado que, sin embargo, era conocido de todos, a causa de las palabras que se me habían escapado durante mis delirios.

A los veinte días me creyeron capaz de leer mi correspondencia de México, y me la entregaron. Abrí varias cartas y las dejé porque eran largas y hablaban de negocios; pero al tomar una en mis manos no sé por qué me estremecí. La letra del sobrescrito era de mujer, y desconocida para mí. Abrila temblando. Era de Julia y estaba fechada en México. No pude reprimir un grito y caí desfallecido en las almohadas. ¡Julia en México! ¿Qué había pasado, pues, durante mi enfermedad?

Recobrado a pocos momentos, volví a tomar la carta y la devoré en un segundo. Julia me decía que el señor Bell me diría todo lo que había pasado; que se había visto obligada a partir con la pena de dejarme enfermo gravemente, y tal vez por causa suya; que sabía que estaba yo fuera de peligro, pero que deseaba que la perdonase y que no conservara de ella un recuerdo doloroso.

Quise saberlo todo, y llamé.

El inglés se presentó y vino a abrazarme.

— Tal vez hice mal en creer —me dijo— que estaba usted ya capaz de leer esta carta; pero consulté con el médico y él me aseguró que no había peligro en enseñársela. Sé cual ha sido la causa de la enfermedad de usted porque en su delirio nos la ha hecho conocer. Ahora bien: era preciso que supiera usted de una vez lo que ha pasado con Julia; esa carta debía dar la ocasión para referírselo.

— Diga usted, diga usted —contesté yo con viva ansiedad.

— Pues bien: cosa de ocho días después de que usted cayó enfermo, dos parientes respetables de Julia se presentaron aquí con cartas que traían para mí y para otras personas de Taxco. Ya sabía usted que yo había procurado con empeño que se arreglaran las dificultades que había entre esta joven y su familia. La cosa no fue difícil, pues la madre de Julia había llegado a México en seguimiento de ella, sabiendo que se había venido acompañada de nosotros. Por fortuna, no se pensó mal de esta compañía; no se creía que habíamos cometido un rapto, como me lo temí, sino que se dio a la fuga de Julia su verdadero carácter, de lo que debemos felicitarnos. La señora fue a mi casa; habló a mis amigos, que justamente tenían ya encargo de explicar a la familia de Julia todo, y de procurar con ella un arreglo; la señora supo que su hija, cuyo carácter conoce perfectamente, no creyéndose segura en México, había continuado bajo nuestra protección hasta aquí; al mismo tiempo recibió una carta de la joven, bastante explícita, y como debe usted suponer, el arreglo no fue difícil. La señora se adelantó hasta proponer a mi abogado condiciones muy favorables para Julia, en vista de su repugnancia para permanecer con su familia y de su resolución manifestada tan enérgicamente. Así es que la joven vivirá en México con una familia de parientes suyos; se le nombrará un curador que administre los bienes, que le pertenecen por su herencia paterna, y de este modo no habrá ya disgustos ni dificultades. Vea usted, Julián, qué ventajas ha obtenido nuestra hermosa heroína con su conducta, que mucho temí la hubiera perdido para siempre. Su padrastro bien hubiera querido aprovecharse de la inconsiderada fuga de la joven para arruinarla, y aún procuró trabajar en ese sentido; pero debemos hacer justicia a la madre; ella no lo consintió, y aquel amor maternal, un tiempo apagado, volvió a encenderse de nuevo, con la ausencia, haciendo que la señora comprendiese cuál era su deber. Entonces fue cuando la señora, en compañía de dos parientes suyos, uno de los cuales es ahora el curador de Julia, se dirigieron a Cuernavaca; allí la señora aguardó a su hija y ellos vinieron a llevarla. Como debe usted comprender, Julia se sorprendió de este arreglo; no lo podía esperar tan ventajoso. Así es que, aunque triste por separarse de sus amigos y más triste aún porque lo dejaba a usted enfermo, partió sin poder despedirse de usted, que justamente en esos días se hallaba usted más grave. Ahora, amigo mío, acabe de aliviarse, trabaje, y yo creo que los proyectos de usted respecto de ella se arreglarán a pedir de boca; porque usted la ama, Julián, ¿no es así?

— Es verdad —le respondí, todavía distraído por los pensamientos que me había sugerido la narración del inglés.

— Pues bien: valor y que la esperanza termine pronto esa convalecencia que aún me admira. Sepa usted que hubo momentos en que no contamos para nada con su vida. Fue una fiebre tremenda de que no lo ha salvado a usted más que su juventud.

— Y es una lástima —repuse—, porque no valía la pena vivir; ella no me ama.

— ¿Cómo es eso? ¿Julia no lo ama a usted?

— Amigo mío, demasiado la conoce usted, ¡y aún me lo pregunta… ! Julia no ama sino a usted con toda su alma.

— ¿A mí?, ¿es posible?

— ¿No lo ha visto usted claramente en todas sus acciones, en todas sus palabras? Pero, hombre… ; entonces, ¿usted no sabe leer en el corazón?

— Confieso a usted, Julián, que he tenido mis sospechas acerca de ello; pero que luego las he desechado, reflexionando sobre el carácter original de Julia, y más que todo en la intimidad de usted con ella, intimidad que yo había creído establecida por el amor. Ustedes eran jóvenes de la misma edad; usted ha hecho por ella lo que sólo un amante o un hermano habrían podido; usted había arrostrado todos los peligros para salvarla, y además la había acompañado solo de México a Taxco; ¿cómo dudar de que sus corazones hubieran permanecido tranquilos? Así es que las manifestaciones, a veces demasiado extrañas, que advertí en Julia, si bien me dieron en qué pensar, no me decidieron a darles otro origen que el de una amistad entusiasta y juvenil. Cuando un hombre ha salido de los primeros años de la juventud, como yo, no puede tener ya esa tan consoladora como fértil presunción que hace al adolescente creerse idolatrado porque se le concede una sonrisa común, o porque se contempla con atención la corbata que se lleva, o el chaleco que estrenó. Además, yo siempre fui, por carácter y por educación, frío y desconfiado. Natural era que por todo lo que he dicho a usted no me fijara largo tiempo en las acciones de Julia ni adivinara su origen. Pero, ciertamente, ¿usted lo sabe?

— Ella es quien me lo ha confesado.

Entonces referí en pocas palabras al inglés todo lo que había pasado aquella tarde fatal en que caí enfermo. Mi amigo se sorprendió grandemente y concluyó diciéndome:

— Más vale que yo haya ignorado la pasión de esta pobre niña. Habría yo sufrido sin poder hacerla feliz. Yo amo a otra, usted lo sabe, y mi próximo matrimonio formado por el afecto, por los intereses y por compromisos sagrados, habría fracasado, lo cual hubiera sido un golpe espantoso para mí, Julia es hermosa: diez veces más hermosa que mi novia; es inteligente y amable; pero ¿qué quiere usted, amigo mío? En mi corazón y en mi pensamiento ya no hay lugar más que para la mujer a quien estoy unido por promesas inviolables desde hace tres años. Todavía más: usted no puede comprender cuál fue mi temor al ver llegar a Julia a Taxco. Me creí perdido, y ha sido necesaria toda mi inteligencia, ayudada de la intimidad de usted con Julia, para hacer entender a mi maligno cuñado que la bella Elena no era para mí. Con todo, su venida provocó explicaciones serias por parte de mi novia, indagaciones por parte de mi suegro y hablillas entre los parientes, aspirantes y toda esa corte que rodea siempre a las familias como la de mi futura. Pero han quedado satisfechos todos, y la ida de Julia a México ha puesto punto a la historia.

Todavía seguimos hablando el inglés y yo por espacio de una hora, y cuando me dejó, animándome siempre con reflexiones consoladoras, me sentí aliviado de un gran peso.

Julia había partido; pero era feliz. Yo procuraría olvidarla; lo creía difícil, pero iba a hacer esfuerzos y me lisonjeaba de antemano de poder triunfar de aquella pasión tan dominadora como funesta.

A los pocos días estaba yo en pie y en el trabajo procuraba olvidar mis penas.

XIV

Pero el amor desgraciado impide trabajar o hace desfallecer pronto. Además, el trabajo es impotente para producir el olvido. Es una desdicha; pero el bálsamo bendito del trabajo no cura las heridas del alma. Yo me río de todos esos consejeros inexpertos que recomiendan a los que han sufrido alguna gran desventura de amor, que se refugien en el trabajo. Eso está bueno para las novelas; y aun cuando suele ser un remedio eficaz sólo puede aplicarse a ciertas gentes.

Los que aman como yo, no se curan así. Es preciso que otra gran pasión, tan dominadora como la que nos ha abatido, venga a levantarnos de nuevo en el camino triste de la existencia. y esta gran pasión tiene que ser diversa del amor, porque será mentira para los que tienen un corazón por partida doble; pero yo creo que el árbol del amor no florece más que una vez en la vida. Después suelen brotar en él algunos retoños; pero caen marchitos al nacer.

¡Se puede ser Don Juan muchas veces; pero Romeo… , sólo una! Eso explica, quizá, la existencia de los libertinos y de los descorazonados.

Algo de esto pensé por aquellos días; pero me consagré al trabajo con asiduidad. Al cabo de dos meses, me aburrí.

Mi pasión crecía; mi tedio a la vida me daba miedo; el insomnio me quitaba la salud; pensaba en Julia en todos los instantes; y cuando en las altas horas de la noche, sin haber cerrado los ojos, la veía aparecer delante de mí, más hermosa que nunca, rechazándome triste, como aquella tarde fatal, te confieso que más de una vez descolgué mi revólver de la cabecera y acaricié el gatillo con cierta alegría febril. Allí estaba el fin de mis padecimientos.

Pero la esperanza me hacía soltar el arma. ¡Esperanza!; ¿en qué?, me preguntarás. Pues bien; sí, esperanza, no en Julia, sino en la Patria. Gracias al cielo, comenzaba a romper las tinieblas de mi alma algo parecido a un fulgor, cada vez más creciente. Era el amor a la libertad. En mis paseos solitarios por los alrededores de Taxco, en mis horas de silencio en mi casa, mezclados a los recuerdos de Julia, solían cruzar por mi mente pensamientos extraños y que me habían asaltado otras veces en mis tiempos de estudiante. Ya sabes que los alumnos de la escuela de Minería siempre fueron liberales. Yo había pensado muchas veces en el pueblo, en su opresión, en sus miserias; como yo era hijo de su seno, me identificaba con él en sus dolores y en sus odios. Pero el género de mis estudios, la juventud, las distracciones, me impedían dejar crecer estos pensamientos en mi espíritu y pronto los olvidaba.

Yo no sé por qué, en aquellos días de sufrimiento para mí, tales ideas se renovaron con una fuerza extraordinaria. Tal vez contribuyó a esto en mucha parte la circunstancia de hallarse entonces la guerra del Sur en todo su furor. Las tropas del dictador Santa Anna atravesaban frecuentemente por nuestro rumbo, y las noticias de la campaña nos ocupaban sin cesar.

Tal vez la situación especial de mi espíritu, que me hacía buscar en emociones fuertes el olvido de mis dolores íntimos, fue la verdadera causa, o, más bien, la esperanza, aunque remota, de abrirme paso a una posición mejor por medio de la gloria. Yo no sé; pero lo que al principio fue una vaga preocupación, después tomó creces y rivalizó en mi espíritu con el amor a Julia.

Como te he dicho, al cabo de dos meses me aburrí y dije al inglés que no podía continuar en la mina; que mi salud quebrantada me obligaba ir a México, y que tal vez no volvería.

El inglés lo sintió mucho; pero sospechando, quizá, que lo que me obligaba a salir de Taxco era verdaderamente mi pasión por la hermosa joven, me dejó partir.

XV

Llegué a México y me propuse no preguntar nada acerca de Julia. Pero el primer día que salí, que fue el segundo después de mi llegada, iba yo bien triste, por cierto, atravesando, a eso de las tres de la tarde, el espacio que hay de la que es hoy esquina del café de la Concordia a la esquina de la Profesa, cuando tuve que detenerme para dejar pasar un magnífico carruaje tirado por dos caballos frisones y que venía de la calle de San José el Real con dirección a la del Espíritu Santo. Miré, como era natural, a las personas que venían dentro, y el corazón me dio un salto. Allí venía Julia, hermosa como un ángel, lujosa como una reina. Bajé los ojos y me aparté estremeciéndome, como si tuviera miedo. Ella me vio también y dejó escapar un ligero grito; los caballos iban con rapidez; pero Julia se asomó a la portezuela para mirarme, y en el momento en que yo volvía la cabeza para seguir con la vista el carruaje, ella me saludó; un momento después vi que el carruaje se detenía; pero sea por un sentimiento de orgullo o de temor, yo atravesé a pasos apresurados la calle de la Profesa y di vuelta en el momento por el callejón de Santa Clara. Como era de suponerse, no me siguieron.

Pero aquel incidente me hizo olvidar mi propósito y entonces comencé a preguntar a mis amigos lo que sabían acerca de Julia. Contáronme que la joven era a la sazón una de las lionas de México; que se sabía que era la hija de una familia opulenta de Puebla, que por ciertos disgustos con su padrastro se había venido a vivir a esta ciudad en compañía de otra familia de parientes suyos (lo de la fuga y la ida a Taxco se ignoraba); que frecuentaba los mejores círculos, asistía a los grandes bailes, concurría al teatro y estaba rodeada de adoradores, atraídos por su belleza como por la fama de su herencia. Esto se comprendía fácilmente. Aquí, como en todas partes, apenas aparece una mujer que se dice es rica heredera, cuando se precipitan a sus plantas los muchachos ricos y los muchachos simplemente buenos mozos, que todos son una especie de catadores de minas, sin corazón, para quienes la virtud y la belleza consisten nada más que en el filón de oro. Julia era rica, y he aquí que, previo cálculo sobre su dote, la rodeaban e idolatraban dos docenas de tontos vestidos a la derniere. Sin embargo, parecía que ella no había preferido a ninguno de ellos.

Estas noticias me helaron. Hoy menos que nunca podía acercarme a la joven, que no era ya la modesta habitante de mi casita de Taxco, sino la opulenta hija de una casa aristocrática que vivía rodeada de una corte de pretendientes y de lacayos.

Poco después del encuentro que he referido, fui una noche al teatro Nacional. Entre ya comenzada la pieza, y apenas tomé asiento en mi luneta, junto a un amigo, cuando éste, que revisaba todos los palcos con su anteojo, me dijo:

— Chico: del palco que está a nuestra derecha te está mirando con mucha atención una muchacha linda como un cielo.

Alcé la vista y volví a bajarla apresuradamente. Era Julia, que me veía con sus gemelos. Estaba radiante de belleza.

Yo no podía quedar tranquilo. Sentía sobre mi semblante algo abrasador y terrible; era su mirada.

— ¡Qué bárbaro eres! —volvió a decirme mi amigo—; esa señorita te saluda y tú te portas como un payo miserable. Alza la cara.

— Déjame —le respondí—; tú no sabes lo que me pasa.

Al día siguiente me paseaba por la Alameda, por nuestra hermosa y poética Alameda, hoy tan desdeñada por las gentes que no buscan la bellezas naturales, sino las miradas del concurso. Era una tibia y tranquila tarde de otoño, pues estábamos en noviembre; los árboles comenzaban a cubrirse con un manto de hojas amarillentas; la brisa arrastraba suavemente a nuestros pies las hojas secas; el Sol se ponía, y todo me obligaba a pensar en mis esperanzas desvanecidas, en mi juventud herida de muerte, en mis sueños de amor perdidos, cuando de repente, vi aparecer al extremo de una calle, y en dirección a la glorieta principal, a un grupo de señoras que platicaban alegremente.

Conocí una voz fresca y argentina; no podía engañarme: era también Julia, que venía, que iba a encontrarme, que me había visto ya pasearme meditabundo y abatido.

Inmediatamente di la vuelta y fui a perderme en otra calle, me dirigí a una de las puertas y salí de la Alameda corriendo.

Si seguía por otros días aun en México, era darme por perdido. Sentía ya el huracán de la pasión rugir dentro de mi alma. Era preciso huir.

Así es que, escuchando los consejos de un excelente amigo mío, que es hoy uno de los más altos personajes del Estado, y que entonces trabajaba contra el dictador y en favor de la revolución, dejé a México y fui a unirme en el Estado de Veracruz a las fuerzas que, acaudilladas por el valiente general De la Llave, enarbolaban la bandera de la libertad.

XVI

Había encargado en México a un amigo que me transmitiera las noticias que juzgara importantes, que recibiera mi correspondencia y, sobre todo, que me hablara algo de Julia.

Era una debilidad bien perdonable en quien se alejaba para tomar parte en los peligros y para no volver, quizá.

Este amigo me escribió algunos meses después diciéndome: que tenía para mí una carta importantísima de Julia; pero que ignorando mi paradero no creía conveniente aventurarla; que se había visto obligado a hablar con ella y que tenía también cosas interesantes que comunicarme, y que si podía venir a México, lo hiciera.

Pero esto sí era difícil; estaba yo demasiado comprometido para que mi venida a México fuese segura para mí. Además, francamente, la guerra, mis nuevas esperanzas, mis nuevos pensamientos, habían amortiguado mucho mi amor y no me quedaban, por decirlo así, sino los dejos amarguísimos de aquella pasión que había comenzado a envenenarme.

Por fin, la guerra concluyó, el dictador se fue y ocupamos a México. Entonces vine a esta ciudad en diciembre de 1855, y tan pronto como pude fui a casa de mi amigo y le pedí la carta. Me la alargó, diciéndome:

— No es, con todo, lo más interesante; pero lee.

La carta decía esto:

Julián: Hace tiempo que no le veo a usted, y no comprendo por qué huye de mí. Estoy curada ya de aquella pasión que me arrepiento de haberle confesado. Conozco toda la nobleza de la conducta de usted para conmigo, que había ignorado hasta aquí. Venga usted a verme y hablaremos. No pronunciaré, lo prometo, la palabra amistad. Julia.

Esta carta me hubiera enloquecido de gozo un año antes. Entonces no me produjo sino una alegría mediana; ¿qué me había sucedido?

Después, mi amigo me refirió lo siguiente: Julia, en aquellos tiempos en que vivió entre la mejor sociedad de México, tuvo oportunidad de conocer y aun de relacionarse con la novia del inglés, quien, por su parte, también procuraba conocer a la que por algunos días le causó celos. Ya entonces, y poco antes de que yo viniera a México, la madre de Julia había escrito al inglés manifestándole su profundo agradecimiento por los servicios que había prestado a su hija; pero el inglés, sincero antes que todo, había contestado a la señora que, en verdad, no era él quien había prestado los mejores servicios a Julia, sino yo, que desde Puebla me había resuelto a protegerla a toda costa; de modo que para no atribuirse un mérito que no tenía, declaraba que yo había obrado en eso con entera independencia de él, y que había llevado mi delicadeza hasta el punto de no haber acudido a su bolsillo para nada. Pero advertía que siendo yo demasiado susceptible en esta materia, no era conveniente hablarme nada de ello. Tal fue la razón que hubo para no escribirme entonces y Julia se limitó a procurar que yo la viese, para manifestarme que sabía cuanto yo había hecho por ella.

Después, como indiqué al principio, se hizo amiga de la novia del inglés, y ésta, en una de sus conversaciones, le refirió las explicaciones que aquél le había dado a propósito de sus celos, explicaciones que la dejaron satisfecha, porque su novio la convenció de que nada tenía que temer. Con este motivo, la amiga había enseñado a Julia una carta del inglés en que éste ponía en claro la conducta de la joven prófuga, y qué sé yo qué frases contendría la carta, que indignaron a Julia y le dieron a conocer cuáles eran las opiniones del inglés acerca de ella. Lo cierto es que la malignidad de la novia de mi rival, enseñando la carta a Julia, produjo su efecto. Julia, que aún conservaba en silencio y sin esperanza un amor leal y apasionado al inglés, quedó curada de él instantáneamente y no volvió a mencionar su nombre.

Entonces fue cuando me escribió.

— ¡Ah!, ya comprendo —interrumpí yo, disgustado—. Quería vengarse; el despecho la hacía buscarme y quería dar celos al inglés haciéndome instrumento de su venganza.

— No —replicó mi amigo—; no seas injusto ni ligero. Julia no quería hacerte instrumento de venganza ninguna. Julia es demasiado noble y demasiado ingenua para engañarte. Y para que te convenzas, escúchame hasta el fin. Hace cinco meses, y cuando nadie sabía tu paradero ni se tenía por segura la conclusión de la guerra, hubo un gran suceso que vino a poner en claro los sentimientos de Julia.

El socio del inglés y padre de su novia, quebró y quedó arruinado; de modo que la muchacha, cuya dote importaba antes unos dos millones, quedó reducida a una condición tan mediocre que apenas podía ofrecer con su blanca mano lo suficiente para no morir de miseria. El golpe fue terrible para el inglés, pues por la sociedad que tenía con su futuro suegro, sus intereses tenían que sufrir, y además perdía la esperanza de una pingüe dote, como la que esperaba con su novia. Por lo tanto, el matrimonio se desbarató. El inglés fue quien renunció a la mano de la pobre niña. Justamente en esos días, y por una singular coincidencia, el padrastro de Julia murió, dejándola por eso en plena posesión de sus cuantiosos bienes, sin que nadie le pusiera ya obstáculos. Debes suponer que al saberse esto en México, la linda joven se vio literalmente asediada por los pretendientes; ¡cómo la importunaron!

Pero lo particular fue que el inglés, que antes la había desdeñado por la heredera de dos millones, ahora, viéndola como mejor partido que su antigua novia empobrecida, con la frente alta y la mirada de conquistador, se dirigió a ella, fiado en el conocimiento que tenía acerca del amor que la joven le había profesado.

El fracaso del inglés no pudo ser más completo; Julia le contestó con mucha amabilidad, pero con una frialdad glacial, que no lo amaba y que no podía, por lo mismo, otorgarle su mano.

— Pues ¿a quién ama usted, Julia, entonces? —le preguntó el inglés—; porque nuestro amigo Julián me ha asegurado que usted misma le reveló que yo no le era a usted indiferente y aun que era usted desgraciada a causa de mi reserva.

— Es verdad —contestó Julia—; así era entonces; tal vez consistió en que no conocía a fondo el carácter de Julián y en que no veía claro el estado de mi propio corazón. Hoy sé a qué atenerme, y aseguro a usted que me pasa lo contrario.

— ¿Es posible? ¿De modo que hoy ama usted a Julián?

— Tal vez —repuso Julia.

Como era natural, el inglés no volvió; de modo que por esto comprenderás si Julia te ama.

Yo me quedé pensativo y callado, como si esperase oír la voz de esa sibila que se llama la conciencia.

— Veremos —contesté—. ¿Y dónde está ahora Julia?

— En Puebla; ¿irás a verla?

— Más tarde; por ahora voy a los Estados Unidos en comisión de gobierno, y luego vendré a sentarme en la Cámara de Diputados, según todo me lo hace esperar.

Partí, en efecto, a la vecina República; en seguida, a Europa, después vine al congreso de 1857, primero constitucional; y que apenas comenzó a celebrar sus sesiones cuando fue disuelto por el golpe de Estado del general Comonfort.

XVII

Comenzó entonces la guerra terrible de los tres años contra la reacción. Yo estaba completamente consagrado a la política. No pensé, pues, más que en la compañía y sufrí todas sus vicisitudes, hasta concluir. En 1861 era yo coronel de ingenieros. Ocupado en comisiones importantes y aún en empleos de muy elevada categoría, me encontró la guerra extranjera. Serví en ella durante el hermoso año 1862, y en 1863 trabajé en la fortificación de la plaza de Puebla y tomé parte en su defensa heroica. Concluida ésta, como todo el mundo sabe, y conociendo la resolución de entregarnos prisioneros a los franceses, yo no quise aceptar ese sacrificio y me resolví a arriesgar mi vida más bien que caer en manos de nuestros enemigos de semejante manera.

Estaba gravemente herido, y hacía cuatro días que luchaba con la muerte, cuando llegó la hora de entregarnos. Los amigos me avisaron en el hospital; yo me levanté desesperado, y sin escuchar consejos me salí arrastrando: y mientras que los franceses entraban a la plaza por una parte, yo procuraba buscar asilo en la casa de algún vecino pobre y oscuro, a fin de poder salir de Puebla después, aunque fuera con peligro.

Pero mi energía era inferior a mis fuerzas; había andado apenas dos o tres calles cuando me acometió un vértigo y caí en el empedrado. Un carpintero generoso vino a levantarme, conoció por mi uniforme que era yo un oficial superior, y aventurándolo todo me llevó, ayudado de un hijo suyo, a su miserable vivienda, que era una accesoria incómoda y malsana. Su mujer le dijo que podría yo estar mejor en la gran casa vecina, cuyos dueños eran muy bondadosos, y yo, para evitar un compromiso a aquellos pobres artesanos, me dejé conducir.

Llegamos al zaguán; el carpintero tocó; abriéronle, y fue a hablar a las señoras, llevando mi tarjeta para que supiesen de quién se trataba. Yo estaba desfallecido y no podía hablar ni tenía fuerzas para nada. El carpintero volvió, furioso.

— ¡Mal hayan estos ricos! —dijo—; ¡no tienen entrañas, ni quieren a sus paisanos, ni sirven para nada! Pues en mi pobre vivienda estará usted, mi jefe, y aunque pobres, le serviremos a usted hasta morir.

Me conmoví ante el patriotismo del generoso artesano y volvimos a la accesoria, en donde me tendí en un pobre jergón, deseando morir para dar fin a mis penas y a las molestias de aquellos infelices.

No podía yo soportar aquel horrible estado. Oía el galope de los caballos franceses; oía la confusa gritería del ejército enemigo; cada rumor era para mí un tormento, y la cólera, el dolor físico y el aniquilamiento moral me hacían ansiar la muerte.

Estaba yo postrado y delirante; pero recuerdo que dos o tres horas después llamaron a la puerta de la vivienda. El carpintero y su mujer fueron a ver quién era, y apenas habían entreabierto la puerta cuando se precipitó por ella una señora muy hermosa y muy bien vestida, preguntando con una ansiedad dolorosa:

— ¿Dónde está? ¿Dónde está?

Los artesanos señalaron el lugar en que me hallaba apenas alumbrado por la débil claridad de una ventanilla medio cerrada, y cuando la dama me vio, se arrodilló, y tomándome las manos entre las suyas, dijo llorando:

— ¡Ah!; ¡por fin, por fin!

Era Julia. Julia, ya no la tierna joven de 1854, sino la mujer; una mujer de veintisiete años, en todo el brillo de su belleza, pero con la melancólica gravedad que imprimen en el semblante de una mujer inteligente los sufrimientos de una vida agitada y la energía de un espíritu independiente y firme.

Julia estaba hermosa e imponía respeto. Yo la vi en medio de mi abatimiento como la aparición de una madre o de una hermana.

— Gracias, Dios mío —añadió Julia— gracias que he encontrado a usted y que puedo velar a su cabecera, como debí hacerlo en otro tiempo.

Luego explicó que cuando los artesanos me llevaron a su casa, ella no estaba allí, y que su familia, sin saber quién era yo, me habían rechazado; pero que al volver ella y ver mi tarjeta, todo lo había comprendido y había volado a reparar la falta de su familia.

XVIII

Desde luego, quiso llevarme a su casa; pero aquellos artesanos se resistieron tanto, y yo, por mi parte, les estaba tan agradecido, que por fin se decidió que me quedaría y que sólo se me enviarían medicinas, hilas y todo, de la casa de Julia.

Así se hizo, y ella venía a sentarse junto a mi cama largas horas en compañía de sus hermanos y de sus criadas. Pasaron dos meses. Mi convalecencia, gracias a los cuidados que se me prodigaron, fue rápida y buena. El cirujano que me asistía declaró que ya podía yo caminar, y que con ciertas precauciones podía ir a San Luis Potosí, donde se hallaba a la sazón el gobierno de la República, o a Querétaro y Guanajuato, donde estaban nuestras tropas todavía.

Comuniqué mi resolución a Julia. Ella la escuchó con profunda tristeza.

— Julián —me dijo—: nada me ha dicho usted en nuestras horas de conversación de cierta carta que debe usted haber recibido en México, si es que no la recibió en el Estado de Veracruz en 1855; ¿la vio usted?

— Sí la vi, Julia.

— Y bien: ¿por qué no procuró usted verme?

— No pude, Julia; el gobierno me envió a varias comisiones; después vino la guerra; mi suerte estaba enteramente identificada con la política; me envolví en ese torbellino, y, sobre todo… ¿qué quiere usted? deseaba aturdirme y olvidar mis pesares de Taxco.

— ¡Olvidar! Pero ¿tenía usted, acaso, necesidad de olvidarlos en la guerra? ¿No creía usted que podía haberlos olvidado más pronto cerca de mí… ? —concluyó Julia, ruborizada.

— ¡Ah!, no —repuse yo—; cerca de usted hubiera vuelto a nacer mi pasión con mayor intensidad; y ¿qué habría yo logrado con eso? Una nueva humillación me hubiera matado.

— ¡Nueva humillación! ¿Qué quiere usted decir? Si en Taxco no había comprendido a usted, y un sentimiento que me duele mucho haber abrigado en el alma por algún tiempo, me ponía una venda en los ojos, ¿no creía usted posible que eso se terminara? ¿No era bastante decir a usted que estaba arrepentida? ¿No adivina usted en las palabras de mi carta el cambio que se había operado en mis pensamientos… ?

— ¡Oh!; eso no es posible; ¿qué clase de corazón tiene usted si no comprende esas cosas? ¿Qué más quería usted que le dijera?

Yo sentía que me iba conmoviendo de una manera alarmante.

— Julia —le dije—: ahora comprendo que fui desconfiado en demasía. ¡Había sufrido tanto!

— No recuerde usted aquello, Julián; me hace usted mal y es usted injusto. Pero en fin, amigo mío; sólo hay la circunstancia de que soy menos joven; pero soy libre, soy rica y no he amado a nadie después de usted… Los sentimientos que abrigaba usted hacia mí hace nueve años, ¿habrán cambiado, por ventura?

Yo quedé en silencio unos instantes; pero al oír aquella palabra amigo mío, que me recordaba la odiosa amistad que se me ofreció en Taxco; al oír esa otra: no he amado a nadie después de usted, que me traía a la memoria el le amo más que a mi vida, hablando de mi rival; al pensar que Julia pudo, en efecto, no haber amado a ninguno después de mí, pero que sí amó con pasión antes, y sólo se curó por un desprecio que le hizo el inglés; sobre todo, el sentir esa palabra, al sentir esa frase que Julia pronunció indiscretamente: soy rica, se despertó mi orgullo, mi indomable orgullo, que no se sacrifica ante nada. Tomé, pues, una resolución:

— Julia —le dije estrechándole las manos—: vea usted cuán desgraciado soy en no poder tocar la felicidad que el amor de usted me ofrece.

— ¿Por qué? —preguntó ella asustada y palideciendo.

— Porque es tarde, Julia; es tarde ya; ¡estoy casado!

— ¡Casado! —pudo apenas balbucir Julia—. ¡Dios mío… !

Y contuvo los sollozos que la ahogaban, haciendo un supremo esfuerzo. Entonces se levantó pálida y procurando sonreír tristemente, añadió:

— La fatalidad se atravesó entre nosotros desde un principio; ¡no hay más que resignarse! ¡Ay, qué triste es la vida así! ¡Cómo decide una palabra de la felicidad o de la desdicha! Es por palabras, Julián, por simples palabras, que nos ha separado la suerte.

Y tenía razón: palabras que hieren el amor propio; he aquí la clave misteriosa de muchas desgracias.

— En fin, Julián; adiós; que el cielo le ampare a usted y que sea feliz en su viaje… ; no nos veremos más… ; adiós —concluyó la joven ya sin poder contener el llanto. Y salió, echándose el manto sobre la cabeza y cubriéndose los ojos con el pañuelo.

— ¡Pobre señorita! — dijeron el carpintero y su mujer—. Y vea usted, jefe; tiene fama de muy orgullosa.

Yo me entristecí también. Los sacrificios que impone el orgullo cuestan a veces la vida.

Al día siguiente salí de Puebla, y ocho días después me hallaba en San Luis Potosí.

XIX

— Pero sepamos —pregunté yo a Julián—: ¿por qué dijiste a Julia que eras casado?; ¿es que realmente lo estabas?

— No, hombre —me respondió—; ¡qué casado!; yo soy incapaz de cometer esa debilidad. ¿No has comprendido que dije eso para destruir de una vez toda probabilidad de unión entre Julia y yo?

Es preciso que leas bien en ciertas almas. Julia, amada por mí con una pasión frenética, terrible, la única de mi vida, me hizo en un momento de coquetería confesarle lo que yo guardaba en silencio por no exponerme a una humillación. Yo, engañado por sus palabras, en las que creí vislumbrar una esperanza, abrí mi corazón y recibí una herida en mi amor propio. Esa mujer se sorprendió de que yo la amara: luego le parecía imposible que me atreviera a tanto; ¿por qué? Después me confesó que amaba a mi rival más que a su vida, y eso era mucho para un orgulloso como yo. Ella lo hacía llorando de pena también; pero aun esa pena tan inmensa parecía humillante para mí.

Sufrí mucho a consecuencia de tal desengaño; estuve próximo a morir; luché largos días con mi pasión; pero eso acaba con la fuerza del alma, con la savia juvenil que se necesitaba para seguir amando. La hoguera ardió voraz, pero se convirtió en ceniza prontamente. Corazón herido, corazón muerto.

Más tarde no quedan más que los sentidos. Verdad espantosa, pero indudable. La novela puede decir otra cosa; pero la vida real no admite esos fantasmas de la imaginación.

Así, pues, yo había dejado de amar a Julia. Los amores ligeros de soldado que he tenido han sido mariposas que han agotado la poca esencia que pudo haberme quedado en el cáliz del alma. Ahora no puedo amar.

Por otra parte, la consideración de que ella dejó de amar al inglés por una frase desdeñosa que vio en una carta de éste, era también una consideración desconsoladora. Yo hubiera querido deber la preferencia a mi amor, no al orgulloso desprecio de mi antagonista.

¿Y la riqueza de Julia? Yo no estoy organizado para cometer el acto de abnegación que consiste en casarse uno, siendo pobre, con una rica, lo cual da a la coyunda matrimonial el aspecto de una librea. Si Julia hubiera sido pobre, no hubiera vacilado a pesar de las otras consideraciones; ¡pero rica! ¡No; jamás!

He aquí lo que me ha hecho apartar de mis labios voluntariamente la copa de la felicidad.

XX

Ahora, para concluir: hace cuatro años que Julia se casó, dicen que todavía apesadumbrada y llevando al lado de su marido su virtud intachable, pero su corazón despedazado.

Dicen que él la adora; que ella es buena mujer y que cumple con sus deberes noblemente. Yo no entiendo así las cosas. No me alegraría de estrechar contra mi pecho un corazón que latiese al recuerdo de otro hombre.

Y agregan que la pobre Julia ha sabido perfectamente que yo no era casado. La cosa pasó de esta manera:

Díjose hace tres años que iba a casarme con una señorita que había yo dado en visitar (solamente para practicar el inglés que ella hablaba como su lengua). Pues bien: un día se platicaba acerca de esto en casa de Julia.

— ¿Saben ustedes —dijo uno— que se casa el general R… con la señorita S… ?

— ¡Cómo —exclamó Julia, asombrada—, si ese caballero es casado!

— No, señora, no es casado; ¿quién le ha dicho a usted semejante cosa?

— No sé quién; pero me lo han asegurado.

— Pues no hay tal; yo soy su amigo íntimo y puedo asegurar a usted que no se ha casado nunca y que ni siquiera le hemos conocido un amor formal. Parece que tuvo una pasión de joven y que fue desgraciado; desde entonces no tiene corazón.

Me han contado que Julia se puso pensativa, que estuvo sombría durante la tertulia y que se retiró pronto, pretextando un fuerte dolor de cabeza.

Yo estoy seguro de que a esta hora me odia mortalmente.

En cuanto a mí, ni la amo ya ni la aborrezco; pero le estoy agradecido porque me curó en mis primeros años de esa horrible enfermedad del amor que acosa mucho en la edad madura. El amor es como el vómito: se cura la primera vez y no vuelve a atacar nunca.

2. Antonia. Idilios y elegías (Memorias de un imbécil)

A Gustavo G. Gostkowski

Mi querido amigo:

El pobre muchacho con cuyo carácter diabólico tanto hemos luchado usted y yo, ha partido por fin hoy, resuelto a seguir nuestros consejos. ¡Quiera el cielo que ellos le curen y le libren de ir a un hospital de locos, o de arrojarse al mar, lo que sería para nosotros doblemente sensible!

Al despedirse, me encargó enviase a usted, pues se lo dedicaba, el consabido cuaderno en que ha escrito sus impresiones en forma de novelitas, a las que ha puesto un título digno de su extravagante numen: Memorias de un Imbécil. El bardo de esta aldea se permitió hacerlo preceder de otro un poco poético que escribió con letras grandes en la primera hoja. Si se decide Ud. a publicar eso en El Domingo, no vendrá tan mal, porque al menos los lectores tendrán una historia pequeña pero completa en cada número.

Además nuestro amigo dejó a usted su retrato: ¿para qué diablos lo quiere usted? He preferido regalarlo a mi vecina, que al leer el título del cuaderno que le enseñé derramó un lagrimón enorme, diciendo: ¡No era tan bestia!

Si los lectores repiten un elogio semejante, el miserable autor debe arrojarse al mar, ahora que van a presentársele las más bellas oportunidades.

Sabe usted que le quiere su afectísimo: P. M.

Mixcoac, Mayo 23 de 1872.

I

Even as one heat another heat expels,

Or as one nail by strenght drives out another,
So the remembrance of my former love
Is by a newer object quite forgotten
.

Shakespeare — The two gentlemen of Verona.

Decididamente voy a emplear el día escribiendo… ¿Y para qué? Nadie me ha de leer. Mi vecinita… Pero mi vecinita no hace más que dormir todo el día, y cuando suele despertar, tiene siempre los párpados cargados de sueño. Es seguro que al comenzar a recorrer estas páginas del corazón, abriría su linda boca en un bostezo preliminar del cabeceo más ignominioso para mí. ¿Quién piensa en la vecina?

No importa, debo escribir, aunque no sea más que para consignar en este papel los recuerdos que dentro de poco va a cubrir la negra cortina del idiotismo en el teatro de títeres de mi memoria. ¡Estoy aterrado! Anoche he soñado una cosa horrible… ¡horrible! Mi memoria, bajo la forma de una matroncita llorosa y agonizante de fatiga, se me presentó abrazada de la última joven bacante, a cuyo lado pasé horas deliciosas en México.

Todavía se hallaba ésta acicalada como en aquella famosa cena. Crujía su hermoso vestido de seda azul de larga cola, al recorrer ella mi cuarto solitario. Sentía quemar mis ojos con la mirada de aquellos ojos azules y cargados de un fluido embriagador. Aún escuché una voz suave, pero cuyo acento extranjero conocía… que murmuró en mi oído: ¡Despierta!

Y entonces mi memoria, inclinándose sobre el cuello blanco de la bacante, como una ebria, me decía…

— ¡Te abandono, me voy… abur!

Y desaparecieron.

Yo me senté en mi lecho y me puse a decir varias veces: ¿Es posible? con el mismo aire de asombro con que un chico se hace alguna pregunta en las Lecciones de Historia de Payno.

Después volví a dormirme; pero son las siete de la mañana y heme aquí despierto y pensando todavía si será posible que mi memoria se vaya, a pesar de que todavía recuerdo el sueño en que ella vino a decirme adiós.

¡Oh! ¡Simplezas… !

Sin embargo, es posible que yo pierda la memoria; tan posible como que don Anastasio Bustamante fuera presidente de la República por la segunda vez.

Entonces preparémonos: aún quedarán, lo supongo, algunos días, y pienso aprovecharlos, comenzando por el de hoy.

Un rayo de sol naciente penetra alegrísimo por la ventana abierta. Una oleada de aire fresco me trae el aroma de los árboles del parque vecino y el gorjeo de los pájaros que me importunaba otras veces. Todo me invita a levantarme y a trabajar. La campana de la aldea llama a los fieles a misa. Iré a misa, después hundiré mi cuerpo miserable en las quietas y cristalinas aguas del estanque. Dicen que el agua fría es un buen lazo para retener a la fugitiva memoria: luego, después de un desayuno frugal pero sano, me marcharé a recorrer los campos vecinos, y si es posible me entretendré en oír piar a los guinderos, rebuznar a los asnos del pueblo y mugir a las vacas que se dirigen a San Ángel. Recogeré también las flores del espino blanco y de la pervinca que se extiende humilde a orilla de los arroyos. Con esas florecillas haré un ramillete para colocarlo al pie del retrato de uno de los veinte verdugos que han torturado mi corazón y que conservo como una acusación palpitante de mi estupidez. Al volver del campo, almorzaré como un espartano y me pondré a trabajar, si trabajo puede llamarse a reproducir en algunas cuartillas de papel todos los disparates que me han amargado la vida. El trabajo sería olvidarlos completamente. Pero mi sueño, mi sueño me causa terror, y debiendo alegrarme por lo que él me prometía, he sentido al contrario un cierto dolor al considerar que pronto van a alejarse de mí aquellos recuerdos que me han hecho fastidiarme de la vida muchas veces. ¡Qué absurdo! ¿Es ésta acaso un capricho del carácter humano? ¿Hay cierta complacencia en recordar los sufrimientos? Ya había yo observado que los que han tenido una larga y penosa enfermedad se entretienen en referir a todo el mundo las terribles peripecias de ella; que los que han pasado largos años de prisión o han experimentado las negras angustias del destierro, se deleitan en referir a otros, o a sí mismos en sus horas de soledad, toda la historia de sus infortunios, de sus dolores físicos.

De seguro hay algo de amarga complacencia en recordar los tiempos desgraciados, cuando uno está ya libre de ellos.

Francesca, abrazando a su amante en las profundidades del infierno, deteniéndose delante del poeta para narrarle entre suspiros la historia de sus goces delincuentes, decía lo mismo, diciendo lo contrario.

He vuelto del campo, y la vista del cielo, y la soledad han avivado mi memoria.

II

Tenía yo trece años y vivía en un pueblecito de oriente, donde nací, y cuyo nombre no importa. Mi padre tenía algunas fanegas de tierra que sembraba cada año, un rancho pequeño y una huerta, con todo lo cual era pobre: primero, porque eso no produce por ahí gran cosa, y luego, porque se había propuesto ser benéfico, y mantenía a una legión de parientes haraganes que no le servían, si no es para consumir los escasos productos de su miserable hacienda.

Yo, que era hijo primogénito, constituía su esperanza, y, ¡pena me da decirlo! tenía ya trece años y era tan ocioso como mis parientes; y no es eso lo peor, sino que sentía grandes propensiones al far niente y a la independencia, dos cosas que nunca pueden unirse, si no es en el gitano o en el mendigo. Verdad es que sabía yo leer y escribir, de manera que tenía la educación más completa que puede recibirse en la escuela de aldea; pero eso no me servía sino para leer algunos libros místicos y una que otra novela que alguna vieja solterona me prestaba a hurtadillas, para pagarme así el trabajo de escribirle cartas que despachaba por el correo al pueblo vecino, donde residía un antiguo amante que venía cada tres meses a verla, y siempre de noche.

Esta amable señora, que había sido bonita, y que conservaba aún algunos rasgos que eran como el crepúsculo de su belleza que se ponía con rapidez, era mi confidente y mi amiga, y bien puedo asegurarlo, mi primera preceptora en las cosas del mundo, aunque debo hacerle la justicia de declarar que no me enseñó mas que algunas tonterías que ya había yo adivinado por instinto. Sus conversaciones, con todo, me parecían sabrosas. A esa edad, una frase manifiesta ilumina con un rayo de picardía la imaginación aún envuelta en las oscuridades de la inocencia infantil. Una reticencia acompañada de una sonrisa, es bastante para hacer pensar; y la sangre de la pubertad, que comienza a hervir, ayuda eficazmente al pensamiento.

Mi excelente amiga, revelándome algunas de sus aventuras, acabó de justificar las sospechas que una amatividad precoz me había hecho concebir desde hacía tiempo. Además, aunque lo contrario digan los defensores de las virtudes bucólicas, yo sé de cierto que la tierra de una aldea es la menos a propósito para cultivar por muchos días, después de la época de la dentición, las flores de la inocencia. ¡Se ven tantas cositas en una aldea!

Yo sentí, pues, al cumplir trece años, una necesidad irresistible de amar. Esta necesidad se explicaba por un humor melancólico y extravagante, por una opresión de pecho que me obligaba a salir de mi casa frecuentemente en busca de aire puro que respiraba a bocanadas, y por una constante y desenfrenada propensión a ver a las mujeres y a contemplar sus pies, sus brazos, su cuello y sus ojos.

Ya varias veces la mujer del administrador de rentas, que era una gordita muy risueña, había reparado con cierta complacencia en mi manera de mirarla fijamente; y aun la respetable esposa del alcalde municipal, jamona rechoncha que respiraba con estrépito y movía con alguna pretensión de coquetería su voluminosa persona, robustecida por la energía de sus cuarenta otoños, al ver una vez que examinaba yo su seno temblante y sus labios frescos y rojos, había fruncido el entrecejo murmurando:

— ¡Ha visto usted qué muchacho!

Ninguna mujer se escapaba de mis pícaros ojos; y en el tianguis, en la iglesia, en las procesiones, en las calles, siempre encontraba yo abundantes motivos para mis análisis y mis reflexiones. La blanca túnica de la adolescencia iba desapareciendo día a día, como si fuese una película de cera derretida por el calor creciente de mi corazón que, mariposa del deseo, comenzaba a revolar devorada por una sed inmensa.

Desde entonces comprendí que la aurora del amor es el deseo. Después he tratado en vano de convencerme, leyendo a los poetas platónicos, de que sucede lo contrario.

Puede que sea cierto, pero a mí no me sucedió así, y creo que a nadie le sucede; sólo que la hipocresía social y literaria impide que estas cosas se confiesen ingenuamente.

A pesar de mis aficiones, que me hacían grato el pueblo, yo prefería el campo, las montañas vecinas, las orillas de los ríos y el lago, y ahí gustábame contemplar las bellezas de la naturaleza, entre las que no me olvidaré de enumerar a las jóvenes labradoras que solían andar, como Ruth, medio desnudas, recogiendo mazorcas, ni a las lavanderitas o bañadoras que jugueteaban en los remansos, semejantes a las ninfas antiguas. Ahí comprendía yo la sensación de Adán al encontrarse con Eva; sólo que las evas que se ofrecían ante mis ojos no estaban consagradas a mí por sus creadores, y temblaba yo ante el riesgo de sufrir una paliza si me permitía con ellas las confianzas de nuestro primer padre.

Con todo, algo me decía que en esos lugares había de encontrar al fin el ansiado objeto de mis aspiraciones, vagas aún, de mis deseos aún no definidos, de mis esperanzas halagadoras. La sombra de la mujer amada, invisible todavía para los ojos, pero no para el corazón que la palpa en su pensamiento, suele pasearse así, de antemano, en los sitios que más tarde la suerte consagra en nuestra existencia.

Así se paseaba la sombra de Antonia entre aquellos sauces del río, entre aquellos nogales de la cañada, sobre aquella grama olorosa y menuda que cubría el llano como una alfombra de terciopelo.

Y ciertamente, ahí le vi por la primera vez.

Era una mañana del mes de julio, radiante y hermosa. Había llovido la noche anterior y los árboles aún sacudían de sus hojas brillantes las últimas gotas que los rayos del sol convertían en rubíes, en topacios y en amatistas.

Yo desperté con los pájaros, y sintiendo también la voluptuosa influencia del tiempo, salí al campo para ver los sembrados de mi padre y para pensar en mis sueños; porque después de algunas horas de insomnio, en las que había luchado con mis proyectos de independencia, me había dormido dulcemente, escuchando el ruido monótono del agua, y había soñado que abrazaba a alguien llamándola bien mío, precisamente como mi amiga la solterona me había referido que se llamaban mutuamente los amantes.

Así, meditabundo y predispuesto al amor, llegué hasta el pie de dos pequeñas colinas, enteramente cubiertas con los maizales de un labrador viejo y riquillo del pueblo, a quien apenas conocía yo. Entre una y otra colina serpenteaba un arroyo, entonces un poco crecido y pintorescamente bordado por dos hileras de amates y de sauces, cuyas copas formaban una espesa bóveda sobre él. En la cumbre de una de estas colinas había unas cabañas cómodas y de alegre aspecto; era un rancho, es decir, la habitación de la familia del labrador.

Yo quise pasar de una a otra colina y descendía al arroyo, deteniéndome un momento a la sombra de los árboles para observar el vado. De repente, vi aparecer del lado opuesto una figura que me produjo una especie de desvanecimiento: era una joven como de quince años, morena, muy linda, y estaba sola.

Se inclinaba para observar también el paso del arroyo, y por eso no pude mirar bien su semblante, pero sí vi lo demás. Levantábase el vestido lo suficiente para poder pasar sin mojarlo, y en esta desnudez, tan común en las vírgenes antiguas, pude admirar sus bellísimas formas. Un estatuario habría tenido deseo de reproducir en una Venus aquel pie pequeño y arqueado, y aquella pierna mórbida y blanca que parecía modelada por el cincel de Praxíteles.

Jamás había yo contemplado un espectáculo semejante, y aquél me enloqueció por la primera vez. Llegó por fin la hora del amor. Repuesto de mi emoción, di un grito, y la joven alzó la cara y me vio con sorpresa, pero ni soltó su falda, ni dio muestras de hacer gran caso de mí. Entonces pude examinarla. Era muy bella, tenía ojos negros como su cabello, hecho trenzas tejidas con flores rojas y amarillas. Sus labios eran bermejos y carnosos, y su cuello robusto y erguido le daba una cierta semejanza con la Agar y la Raquel, que había visto en las estampas de la Biblia de mi amiga la solterona.

Pero la muchacha no podía pasar; en vano había buscado una línea de piedras donde apoyarse para atravesar sin riesgo. La creciente de la noche anterior las había cubierto. El vado era profundo, y hubiera sido preciso hundirse hasta la cintura para llegar a la margen opuesta.

Entonces, un instinto que más tarde había de desarrollarse en alto grado, me inspiró mi primera galantería. Me eché al río, y en un momento estuve al lado de la hermosa niña que me vio llegar sonriendo.

— ¿Qué quieres hacer? —me preguntó.

En los pueblos todos los muchachos se tutean.

— Vengo a ayudarte a pasar el arroyo —le respondí.

Tenía yo miedo de que ella rehusara mi auxilio, pero con gran contento mío repuso:

— Pero ¿me aguantarás? Yo peso mucho.

— No, ¡qué vas a pesar! Tan delgadita y tan ligera.

— Sí, pero tú eres más chico que yo.

— No, mira, te llevo lo menos una cuarta, y además, soy fuerte.

— Bueno, pues ahora verás, voy a abrazarme a tu cuello; tú me cargarás, tomándome de la cintura y de las piernas, y así no nos caeremos; si el vado está más hondo, me subes más, y aunque me moje los pies y las pantorrillas, no le hace.

Y diciendo y haciendo, la linda muchacha me abrazó y pegó su rostro contra el mío, y sentí su aliento fresco y puro soplar en mis mejillas, y aun toqué con mi labio uno de sus hombros, redondo y suave. Yo la tomé de la cintura, que enlacé perfectamente con uno de mis brazos, mientras que con el otro abarqué las piernas dejando colgar sus pies a la altura de mis rodillas.

Y me lancé al arroyo y temiendo caer con carga, porque sentía golpear la sangre en mis sienes y desfallecer mi corazón. En medio del arroyo vacilé y me detuve para no caer. Entonces ella me apretó contra su seno, y me dijo riendo y juntando su rostro con el mío:

— ¡Cuidado! ¡Cuidado! me vas a tirar.

Esto, que pudo acabar de perderme, me hizo cobrar fuerzas y llegué a la orilla opuesta, donde ella se apresuró a saltar y a sentarse sobre la yerba, no sin arreglarse antes el vestido. Yo me puse a contemplarla extasiado. Tenía dos lunares en las mejillas y uno sobre el labio superior.

Decididamente, era linda.

— Ven, siéntate, me dijo, y luego subiremos a donde está la casa. ¿Por qué me ves así?

— Porque eres muy bonita —le respondí tartamudeando.

— Pero, qué ¿no me conoces?

— No, o puede ser que te haya visto, pero no como estás ahora.

— Ya lo creo, aquí ando en el campo, pero me has de haber visto en la iglesia o en la plaza, con mi madre, sólo que llevo allá mis vestidos de fiesta y me tapo la cara con mi rebozo porque así me lo mandan. Yo sí te conozco bien y te he visto muchas veces.

Después he podido notar en el largo curso de mi vida que siempre que una mujer que nos agrada y a quien amamos nos dice que nos conoce y que nos ha visto, nos causa un intenso placer. Con esto nos indica que no le hemos sido indiferentes, puesto que se ha fijado en nosotros. Algunas coquetas usan este recurso aun cuando no digan la verdad, y hacen bien, porque pocos hombres dejan de ser sensibles a semejante homenaje.

— ¿Me has visto?, y ¿en dónde?

— Te he visto en la casa de doña…

Esta es otra galantería sabrosa. Decirle a uno que le han visto con una mujer, aunque esa mujer sea una vieja, es manifestarle un interés que casi provoca una confidencia. Yo apelo para confirmar esta verdad, a todos los hombres.

— Sí —añadió— te he visto platicando con ella en la ventana, y te conozco mucho, te llamas Jorge.

— Es verdad, y tú ¿cómo te llamas?

— ¿No lo sabes? Me llamo Antonia.

— ¡Antonia! —repetí muchas veces con fruición, como siempre que se repite el nombre de la mujer querida. Ella se levantó, y cogiéndome de la mano, me indicó que la siguiera.

— Pero —le dije deteniéndome—; ¿no estará tu padre o tu familia allá arriba?

— No hay nadie —me contestó—, mi padre se ha marchado con mi madre esta mañana al pueblo; mis hermanos están trabajando en el maizal, y yo voy a prepararles el almuerzo. Ven y te daré de almorzar.

La seguí.

Llegamos a las casitas, y ahí ella hizo lumbre, yo me puse a soplar; y mientras ella preparaba rápidamente un asado de gallina, huevos y un jarro de leche, y amontonaba en una gran jícara pintada de verde, olorosas y provocativas frutas, yo arreglé, también por indicación suya, algunos platos que colocamos después en un canasto. Una vez que todo estuvo dispuesto, almorzamos ella y yo alegremente.

Parecía que éramos amigos hacía diez años. No me acuerdo de cómo le declaré mi amor, y lo siento, porque aún hoy me divertiría con las bestialidades que debo haberle dicho; ni recuerdo tampoco si ella se puso colorada, si sonrió o frunció las cejas; en fin, se ha perdido, entre las nebulosidades que envuelven a veces los más grandes momentos de la juventud, esta escena; pero sí me viene a la memoria, lúcidamente, lo que ella hizo después. Me abrazó y me presentó una mejilla que yo devoré a besos. Poco a poco fui acercándome a la boca, pero ella al sentirlo retiró el semblante y me dijo con alguna solemnidad, en que había ya una tremenda coquetería:

— No, déjame; eso será después…

¡Ah! la niña de aldea era en esto, como en muchas cosas, igual a la mujer de corte. Un hombre se impacienta y quiere apurarlo todo de una vez. Una mujer tiene energía para enfrenar sus deseos, y no se concede sino por grados, aun a costa de sus propios tormentos. ¿Es cuestión de virtud, de vanidad, de expectación, o simplemente un artificio? Quién sabe; pero si hay en ello una dosis de cada una de estas cosas, entiendo que de la primera la dosis es pequeñísima.

— ¿Te casarás conmigo? —me preguntó Antonia, cargándome la canasta con el almuerzo.

— Sí me casaré; si no me casara yo contigo, me moriría.

A los trece años, y aún a doble tiempo, promete uno casarse con todo el mundo con una facilidad asombrosa, y lo peor es que suele hacerla como lo dice. A los trece años también, cree uno que si no le dan a la muchacha que le gusta, puede morirse. No es sino más tarde cuando llega uno a comprender que de amor no se muere jamás, a no ser que se haya interesado el orgullo.

Cuando bajamos al arroyo, lo encontramos ya muy disminuido, y pudimos atravesarlo fácilmente; pero al llegar a la otra orilla, Antonia, tomando la canasta, me dijo:

— Ahora sí, no conviene que nos vean juntos; anda, vete, y no le digas a nadie lo que hemos hecho, porque mi padre me pegaría, y haría que tu padre te pegara también. Esta noche dormiremos en el pueblo, me irás a ver por la cerca de mi casa, y saldré a hablarte. No hagas ruido al arrimarte, porque hay perros, y además mi padre tiene el sueño ligero. Mis hermanos duermen aquí.

La aldeanita me daba una instrucción completa. La mujer de la ciudad, la mujer de mundo, hace lo mismo. Observad que es ella siempre la primera que legisla, sea joven o vieja.

El hombre no ejerce la dictadura sino después, a no ser que sea un papanatas, porque entonces se quedará en eterno vasallaje, y cuidado, que no será ya en su provecho, sino en el de otros.

Antonia se puso a mirarme amorosamente, me ofreció otra vez su mejilla sonrosada y aun sus lunarcitos, y me dijo adiós tomando con ligereza un sendero que se ocultaba a pocos pasos entre las cañas del maíz.

Yo me quedé abatido, y por la primera vez también comprendí lo que era ese horroroso desierto que se hace en derredor nuestro cuando se ausenta la mujer amada. Parecía que me había quedado sin alma y sin aliento; que el arroyo estaba inmóvil; que los árboles no tenían vida; que el cielo no tenía luz, y que mi casa, mi padre, mi madre y la aldea entera, no eran más que vanos fantasmas. Aquella joven se había llevado mi mundo.

III

Pasé aquel día soñando y rumiando las sensaciones que había tenido en la mañana. Como mi familia estaba acostumbrada a las excentricidades de mi carácter, no paró la atención en aquella agitación extraña de que me sentía sobrecogido, ni en aquel aparente mal humor que me hacía permanecer obstinadamente callado. Por otra parte, yo procuré estar el menor tiempo posible en mi casa, y según mis inclinaciones, volví a salir al campo, sólo que esta vez tomé un rumbo opuesto a aquél en que se hallaba el lugar querido en que había pasado mi primera escena de amor.

Me dirigí por las escarpadas orillas de otro riachuelo a una montaña vecina. Tenía deseos de estar absolutamente solo, y de entregarme a mis pensamientos en el silencio de los bosques. En pocos momentos comencé a trepar por las rocas, y fui a escoger una punta desde donde podía dominar el pueblo, y el hermoso y pequeño valle en que está situado, y que verdegueaba entonces con los sembrados, divididos simétricamente. A mi lado y a mi espalda se extendían grandes y espesos bosques de encinas y de pinos, en los que reinaba un silencio solemne, apenas turbado de cuando en cuando por el blando rumor de las hojas agitadas por el viento suave del mediodía.

A mi frente y abajo de mí, tenía el pueblo y el valle. Muchas veces había contemplado este mismo panorama, pero jamás me había parecido tan bello. Era que faltaba algo que lo animara a mis ojos.

Entonces me pareció encantador. Y realmente mi pueblo era bonito. El caserío era humilde, pero gracioso; la pequeña iglesia, que a mí se me figuraba el edificio más gigantesco del mundo, tenía dos torrecillas pardas, que juntamente con la fachada, en que había dos ventanas laterales y una puerta aplastada y deforme, daban al conjunto un cierto parecido a la cabeza de un burro en estado de meditación. A orillas del pueblo y por todos lados, había huertos, y allá al Oriente se extendía, coqueto y azul, un lago formado por las vertientes de las sierras que se levantaban en círculo en derredor del pueblo.

Aquel día, el pueblo, el lago, las llanuras, los trabajadores que en grupos veía entre las sementeras, los ganados que pastaban en los ejidos y que estaban divididos de aquéllos por una gran cerca de piedra, que se extendía serpenteando entre los arroyos, todo me parecía iluminado con una nueva luz. Había alma en ese cuadro antes mudo. Si alzaba la cabeza para contemplar el cielo, lo veía azul, radiante y risueño, con sus nubecillas blancas y transparentes que se tendían en el espacio formando figuras caprichosas.

Yo sentía que se elevaba por todas partes un himno melodioso y solemne, que despertaba en mí sensaciones desconocidas.

¡Ay! El himno se elevaba dentro de mi propio corazón. El amor es un sol que anima con sus rayos todo lo que se halla en derredor nuestro, y a cuyo contacto todos los objetos, semejantes a la antigua estatua de Memnon, producen un sonido armonioso.

Yo amaba, y eso era todo.

Después de mi primer arrobamiento en aquella soledad, mis ojos se dirigieron, como es de suponerse, hacia el lugar en que aún estaba Antonia, hacia aquellas dos pequeñas colinas que apenas se distinguían entre el mar de esmeralda del llano.

Apenas las había distinguido, cuando me acometió el irresistible deseo de volar a aquella parte, y sentí no tener alas para hacerlo con la rapidez del pensamiento, y aun envidié a las águilas, que levantándose en enormes espirales, dominaban majestuosamente el espacio que cubría aquel lado del valle.

Sin embargo, y a pesar de la distancia y de la hora, bajé de prisa de mi peñasco, y con la ligereza de mi edad y de mi organización de montañés, me puse en el instante en la llanura y tomé una vereda que debía conducirme en la dirección de las deseadas colinas.

El sol declinaba ya, cuando llegué al gran camino que conducía de aquellos lugares al pueblo, y fui encontrando a numerosos trabajadores, que con sus instrumentos de labranza se dirigían a sus hogares, aunque no era muy tarde.

Avancé, no sé si con temor de encontrar a la familia de Antonia, pero sí arrastrado de un frenético deseo de volver a verla, como si aún dudara de que existía, y necesitara contemplarla de nuevo para convencerme de que la entrevista de la mañana no había sido un sueño de mi fantasía juvenil y ansiosa.

De repente, y al dar vuelta a un recodo, oí voces y me detuve, porque el corazón me palpitó de una manera terrible. Tuve necesidad de apoyarme en el débil tronco de un arbusto para no caer desplomado.

No tardó en aparecer un grupo. Por delante, y montado en una gran mula venía el viejo padre de Antonia, labrador robusto y frescote que a pesar de sus sesenta años presentaba un aspecto bastante vigoroso. Estaba vestido como los labradores y rancheros riquillos; con su zamarra de cuero rojo adornada con agujetas de plata, calzón corto de panilla azul, botas de campana, también de cuero rojo, y mangas de paño azul cruzadas en la silla y forradas de indiana de grandes flores. Detrás de él venía la madre de Antonia, gruesa matrona de cincuenta años, pero que montaba muy lista una yegua de pasito. Y al último apareció Antonia, que montaba una jaquita muy ligera, trayendo en las ancas a un hermano pequeño. A pie y a los lados caminaban dos mancebos, trabajadores en el maizal.

Antonia estaba vestida como en la mañana, sólo que venía calzada con zapatos bajos de mahon verde, lo que hacía encantador el piececito que pude ver posado en el estribo. Traía la cabeza descubierta y flotando sobre sus hombros sus cabellos ensortijados y negros. Platicaba con sus padres y reía alegremente.

Al distinguirme medio cubierto por el arbusto, la mula del viejo, pajarera como lo son la mayor parte, se detuvo, y aun se hizo atrás con cierta brusquedad; el viejo arrugó las cejas, clavó sus grandes espuelas de rodaja con campanillas en el vientre del estúpido animal, y siguió adelante, no sin echarme una mirada de curiosidad.

— Parece loco ese muchacho —dijo a su mujer que me contempló a su vez.

Yo no veía sino a Antonia. Esta, sin embargo, pasó delante de mí en su jaquita ruborizándose imperceptiblemente, pero sin dirigirme siquiera una mirada. El muchacho, su hermanito, me arrojó una fruta silvestre, y se cogió riendo de la cintura de Antonia.

Yo no pude caminar más; y ¿para qué? Quedéme triste otra vez y más aún que en la mañana, porque ni había tenido el consuelo de ser gratificado con una sonrisa por mi amada. Ella se había visto obligada a disimular, evidentemente, pero a mí me pareció desprecio el disimulo. ¡Necio de mí! Desde entonces, y a pesar de mi conocimiento del mundo y de las mujeres, y de la necesidad en que se ven las pobrecillas de cubrir sus sentimientos bajo la impasible máscara de la serenidad, yo no he podido acostumbrarme a su disimulo, y siempre me hace mal. Figúraseme que tienen el deber de publicar por todas partes su amor, y que deben anteponer mi satisfacción a todas las consideraciones sociales. ¡Impertinencia del orgullo! El caso es que a todos los hombres nos sucede lo mismo, y que amamos siempre más a la mujer que, atropellando todo, nos hace dondequiera que nos encuentra una distinción, aunque la comprometa. No es sino en circunstancias muy especiales cuando preferimos el más profundo misterio, y nosotros mismos, menos aptos para disimular, las ayudamos con todo nuestro esfuerzo a enmascarar su semblante.

Aquella mañana había tenido mi primer goce amoroso; aquella tarde también tuve mi primera contrariedad, y cuando el sol acabó de trasponer las montañas y me vi obligado a volver al pueblo, ya inclinaba yo con inquietud la frente y sentía en mi corazón la primera gota de amargura. Veía acercarse la noche con impaciencia, pero abrigaba ya el mal pensamiento de hacer sufrir un poco a Antonia por aquel disimulo que, a pesar mío, no podía perdonarle.

IV

En efecto, sonó el toque de oración en el campanario del pueblo, en una de aquellas torres que parecían orejas de asno. Yo acompañé a rezar hipócritamente a las personas de mi casa; después comí de mala gana la colación de la noche, y al oír la queda fingí recogerme, pero me salí calladito de mi casa y me dirigí por el camino más corto, a la de Antonia, a tiempo en que el pueblo entero dormía y el silencio no era turbado mas que por el ladrillo de los perros. Ya se sabe que en los pueblos del campo, la gente se acuesta a la misma hora que las gallinas.

De puntillas, y conteniendo la respiración por miedo de los perros y del viejo de la mula, que se me figuró formidable para dar una paliza, me arrimé junto a la cerca de la casa patriarcal donde vivía Antonia, allí esperé acurrucado que ella saliera a buscarme.

Tenía yo un miedo atroz; ese miedo hace siempre muy voluptuosas las entrevistas; es la mostaza del manjar que se devora ansiosamente después. En tales momentos, el hombre es el débil, la mujer es la que tiene la fuerza protectora de su parte. No se tranquiliza uno hasta que no la ve.

Yo esperé una hora, lo menos. La noche estaba oscura; en la casa no se veía ya una sola luz. Aquella gran cabaña, con sus anchos camarines, sus trancas y sus árboles y flores, me causaba terror. Dentro de ella dormía el viejo de la mula que me causaba el efecto de un ogro.

Cuatro perros, que me parecían una legión entera de diablos, dormían acurrucados por allí cerca, y cada gruñido que se les escapaba en su sueño o al menor ruido de las bestias que había en la cuadra, me hacía saltar el corazón.

¡Qué difícil se me figuró aquella entrevista! ¡Cómo me pareció blando y tranquilo el lecho que había abandonado en mi casa por andarme arriesgando en aquellas aventuras peligrosísimas! Sentí que el amor era una cosa muy mala, puesto que tenía uno que esconderse así de las gentes.

Pero un rumorcillo, que apenas distinguió mi oído alerta, hizo circular mi sangre apresuradamente; el corazón me ahogaba.

Me pareció escuchar que se abría quedito una puerta y que se volvía a cerrar lo mismo. Luego distinguí entre las sombras un bulto que andaba cautelosamente, después los perros gruñeron, pero volvieron a callarse, el bulto se dirigió por el lado en que yo estaba, y se detuvo y percibí que me hacían con los labios:

— ¡Pst! iPst!

Yo respondí de la misma manera y entonces el bultito corrió apresuradamente hacia mí.

— ¿Jorge?

— ¿Antonia?

— No hagas ruido; mi padre ha estado malo de la cabeza y no ha podido dormir bien. Creí que no vendrías.

— ¡Cómo no! —contesté—; y mira, pensaba yo no venir porque estaba yo sentido. Ni siquiera me viste hoy en la tarde.

— ¡Ah! ¿Cómo querías que te viese? ¿No iban allí mi padre y mi madre? ¡Dios me libre de verte y de hablarte delante de ellos! ¿Y por eso te enojaste?

— Por eso.

— ¡Tonto!

Y diciendo esto, la muchacha me abrazó con ternura. Yo me desenojé, la enlacé al cuello los brazos y le di muchos besos. Volví a insistir en mi deseo de besarle la boca. Pero ella se apartó bruscamente y me dijo:

— No; todavía no, todavía no.

— ¿Pues hasta cuándo?

— Hasta que seas mi marido. Mi madre dice que no se debe uno besar la boca hasta que sea casada, porque si no, peca uno.

— ¿Y por qué?

— Yo no sé, pero peca uno.

— Pues mira, será pecado, pero yo tengo muchas ganas de hacerlo.

— ¡Jesús! ¿Quieres condenarte? ¿No ves que es el diablo el que te da esas ganas?

Antonia se puso seria. Yo callé: a esa edad, en ese pueblo, con aquella educación y a semejante hora, tal argumento me parecía poderoso. Pero debo decir en descargo de mi conciencia, que se me figuraban más terribles los perros, y sobre todo, el viejo de la mula, que el diablo. Así es que aguardé un poco. Mientras, abrazaba a la joven que se había sentado sobre la cerca y junto a mí. Tal aproximación me incendiaba, y no sabía yo, lo digo candorosamente, lo que deseaba y lo que quería hablar.

— Oyes —me preguntó Antonia—, y qué ¿quieres mucho a doña Dolores? —Así se llamaba mi amiga la solterona.

— Sí la quiero —respondí—, platica conmigo mucho y me hace regalos.

— Es mi madrina de confirmación —me replicó— y no la voy a ver porque mi padre está enojado con ella; pero si tú quieres iré allá seguido, para que nos veamos con más segundad, y así será mejor.

— ¡De veras! —contesté alborozado—, como ella vive sola, podemos vernos en el patio, en la huerta, en la sala, cuando ella vaya a visita o esté rezando, y así estaremos mejor.

— Pues hasta mañana —me dijo, y abrazándome, buscó mis labios con los suyos carnosos y ardientes, y los oprimió de tal modo, que temí desmayarme. ¡Tal fue la sensación que experimenté y que jamás había adivinado! Ella también se puso como temblorosa y se quedó callada y respirando con dificultad. Yo me repuse primero, y le dije:

— ¡Qué te pasa!

— Quién sabe —respondió—; déjame.

— Y ¿el diablo?

— ¡Ah! —dijo bajándose de la cerca— ¡El diablo! ¡De veras! ¡Jesús! Hasta mañana, hasta mañana.

El acento burlón con que Antonia hizo estas exclamaciones, me hizo comprender desde entonces que las mujeres no convierten sus escrúpulos en fantasmas sino para darse el gusto de reírse de ellos en la primera ocasión.

La muchacha corrió a meterse en su casa: los perros la conocieron y no hicieron ruido; pero yo, todavía agitado por aquel beso terrible, no puse mucho cuidado al bajarme de la cerca de piedras; rodaron algunas, y los perros que no necesitaban tanto para confirmar sus atroces sospechas, se dirigieron hacia mí como demonios, ladrando furiosamente. El terror me volvió con toda su fuerza; fié a mis piernas mi salvación, y corrí como un desesperado; pero los perros me alcanzaron y tuve que arrojarles mi sombrero para satisfacer su rabia. Llegué a mi casa jadeando y medio loco; pero una vez acostado y después de saborear todavía el dejo punzante y desconocido de aquel beso, me dormí, no sin dar terribles saltos a cada momento soñando que los perros afianzaban mis pantorrillas.

V

Si es verdad que el amor florece muchas veces mejor a la sombra protectora de un confidente, también es cierto, por desgracia, que otras, y son las más, se marchita y muere pronto. Es difícil hallar un amigo desinteresado que no venga con su influencia a envenenar el sentimiento que se nutre con la savia de dos corazones puros.

Antonia y yo pensábamos encontrar en la casa de la solterona, mi amiga, un santuario para nuestro amor naciente. Yo creí encontrar en ella una protectora, puesto que había yo sido el depositario de algunos de sus más caros secretos.

Pues bien, Antonia y yo nos engañábamos.

Al día siguiente de nuestra sabrosa entrevista nocturna, la muchacha fue a visitar a su madrina, y pasó en su compañía la tarde. Yo me hice el aparecido también, con cualquier pretexto, y fingí no conocer a mi amada, a quien contemplé, sin embargo, con mucha atención, entablando con ella una de esas conversaciones de muchachos, que establecen desde luego una gran intimidad.

Antonia estaba más bonita que nunca aquella tarde, pues se había puesto muy maja, y aún su madrina le elogió su belleza creciente y su lindo traje aldeano. Antonia estaba ligeramente pálida, y bien se conocía que había dormido mal. Era claro; debió haber sentido las mismas novedades que yo, después de nuestro coloquio sobre la cerca de su casa.

Ese día, sin embargo, ni la solterona tuvo nada que observar de extraordinario en nosotros, ni le dimos tampoco motivo para alimentar una sospecha, pero Antonia siguió visitándola asiduamente, y daba la casualidad de que yo concurría a la casa a la misma hora, y que me retiraba pocos momentos después de que Antonia había partido.

La joven alegaba como pretexto para sus frecuentes visitas, el cariño que tenía a su madrina; pero ésta era demasiado perspicaz para no ver en aquella ternura inesperada un motivo diverso. Además, estudiaba nuestros ojos, que se buscaban a cada instante; que se inflamaban con la llama del amor, que entablaban entre sí esos diálogos que los amantes inexpertos creen indescifrables, pero que son claros, clarísimos, para quien ha usado de ellos durante veinte años.

Dolores adivinó fácilmente lo que había entre nosotros, y dejándonos solos varias veces a fin de tendernos un lazo, en el que caímos por supuesto, pudo cerciorarse de nuestra intimidad. Nunca quiso sorprendemos, porque eso no le convenía; de modo que nosotros nos avanzamos hasta a creer que nos protegía decididamente, y le tributamos por ello una candorosa y sincera gratitud.

Sin embargo, ella parecía preocupada frecuentemente, y algunos días su mal humor inmotivado me causó una viva impresión. Antonia me confió por su parte, que varias veces la había recibido con extraña frialdad, a la que había seguido luego un arranque de afecto entusiasta. Atribuimos, como era natural, esta variedad de humor, a los cuidados y pesares que debía tener una señora como ella, que se permitía conservar relaciones amistosas con un amante que venía a verla cada mes como un fantasma, y que partía a la media noche galopando en un caballo negro, como lo había yo visto muchas veces.

Siempre al otro día de cada una de estas entrevistas tenebrosas, la solterona padecía jaquecas y nos hablaba poco; y aunque es verdad que esto no solía prolongarse por mucho más tiempo del acostumbrado, nosotros queríamos creer que no había otras causas que las ya mencionadas.

Y seguíamos confiados cada vez más en nuestra intimidad, a la que debía yo diariamente nuevas concesiones que no traspasaban, sin embargo, los límites de la inocencia infantil.

Antonia era menos candorosa que yo, pero era candorosa; y a los quince años, aunque presentía todas las exigencias que puede tener el amor, no las conocía, ni yo que era menos instruido que ella podía hacérselas comprender. A los trece años se hace más comúnmente el papel de Pablo que el de don Juan, y he ahí precisamente en lo que consiste la desgracia de los amantes muy jóvenes, y lo que hace insípido, soso y deleznable el primer amor.

La niña busca un preceptor en su amante. Sólo cuando ha llegado al otoño de su vida amorosa, gusta algunas veces, como Calipso, de encontrar un educando; pero esta afición extraña acusa infaliblemente un estado de decadencia en la mujer. La vieja, desdeñada ya por los Ulises, se refugia en los Telémacos. Es la peor desgracia que puede acontecer a una mujer galante. Pero, lo repito, la jovencita busca el atractivo punzante de lo desconocido; y como el inocente que ha prendado su corazón por la primera vez no puede ofrecérselo, ella espera siempre con inquietud al que vendrá en seguida; es decir, al perito en las cosas de amor. De manera que un primer amante joven es siempre un interino.

Entonces lo supe, bien a costa mía.

Tenía yo en contra esta circunstancia, y además otra no menos poderosa y que descubrí con terror, cuando no podía evitarla ya. La solterona, nuestra mentida protectora, me quería. Había entrado ya al maldito período en que las mujeres sienten con la llegada de su invierno un deseo insensato de rejuvenecerse. En tal momento, ¡ay del polluelo que se halle al alcance de una cotorra!

La mía tenía un amante, es verdad, pero éste no la encontraba ya ni bella, ni amable seguramente. Dolores lloraba, pasaba días enteros hundida en el tedio y en el desaliento; había agotado inútilmente todos los recursos con que una mujer experimentada y sagaz cuenta siempre para retener a un hombre. Pero el espectro aquel que apenas habíamos entrevisto algunas noches, se le iba de los brazos, y las últimas entrevistas eran los adioses de un amor fatigado.

La cotorra se resignaba a pesar suyo, y pensó en mí.

¡Pensó en mí! Y todas sus cavilaciones tuvieron desde entonces por objeto desbaratar el frágil castillo de mis amores inocentes con Antonia. No era muy difícil la empresa, y la casualidad ayudó maravillosamente a la solterona.

VI

Era el mes de octubre del año venturoso de 1847, y algunas tropas del ejército se retiraban a los Estados, orgullosas y satisfechas de dejar la capital en poder de los yankees, que no debían desocuparla, sino en virtud del Tratado de Guadalupe que les dio media República.

Acertó entonces a pesar por mi pueblo una cursi brigada mandada por un generalote de aquel tiempo, de los más allegados a Santa Anna, y que en unión de tan famoso capitán había hecho prodigios de valor en la campaña contra los americanos. Era el tal, a lo que pude juzgar en aquella época, uno de esos espantajos del antiguo ejército, que fueron por mucho tiempo el coco del pueblo bobalicón, y que debía sus ascensos, a lo que he averiguado después, a los gloriosos títulos de haber dado el ser a una hermosa joven que el dictador encontró digna de su gracia. Ya se sabe que en las administraciones de Santa Anna esto no era un caso raro, y que numerosas bandas rojas y verdes fueron ceñidas a los talles de hermanos y papás por las manecitas blancas de varias niñas, cuyos nombres asentó en sus registros el implacable lápiz de la maledicencia pública.

Pues bien, mi general, el que pasó con gran pompa a la cabeza de su brigada victoriosa, por mi pueblo, era uno de esos papás. Y no solo, sino que tenía un hijo a quien probablemente las mismas manos condecoraron con una banda de coronel. Era un joven de treinta años, gallardísimo, y mandaba un croquis de batallón compuesto de doscientos soldados macilentos y haraposos, que ellos sí llevaban retratada en el semblante la historia íntegra de las desdichas de la patria. Y digo ellos sí, porque el coronelito parecía muy orondo, muy fanfarrón, muy pagado de sus hazañas; y quien hubiera creído ver un boletín en su cara de mata—moros, habría leído en él el orgullo de cincuenta victorias obtenidas a lo hombre, como dicen los malditos.

La verdad es que semejante fisonomía y aspecto tan belicoso, fue común entonces a todos los generales, jefes y oficiales que corrieron; y lo que más me asombra es que hasta hoy, los que aún quedan para dar fe de la grande utilidad de aquel ejército llamado permanente, todavía se enorgullecen de haber pertenecido a él, y se ponen muy ufanos cuando recuerdan aquella época de gloria y de honor.

Ni entonces, siendo yo chico, ni ahora que tengo el chirumen ya maduro, he podido comprender nunca el verdadero motivo de tan descompasada soberbia. La historia me dice que hubo héroes en esa campaña que sellaron con su sangre bendita la honra de México; pero la historia me dice también que esos héroes no se cuentan por centenares, al menos entre los caudillos del ejército, que eran los responsables directos del éxito de la guerra.

Pero repito, esto no impedía que el señor general y el señor coronel, su hijo, se diesen al entrar en mi pueblo toda la importancia de los antiguos vencedores romanos, a quienes el Senado concedía los honores del triunfo.

Así es que cuando se anunció su llegada, todo fue alboroto en el vecindario. El desventurado alcalde, con sus regidores y ministriles, corría por todas partes preparando alojamientos y señalando a los vecinos la cuota con que habían de contribuir para el préstamo, las raciones para los soldados y el forraje para la caballada. Además, obligaba a todo el mundo a adornar el frente de sus casas con ramas verdes, guirnaldas y cortinas; y cuando todo esto se halló listo, la tambora sonando en la plaza convocó a los individuos que componían nuestra mala murga, llamada música de viento, la cual música, por más señas, tocaba sólo cinco sonatas que estaba yo oyendo desde que tuve orejas.

Como es natural, aquella novedad me causó un alborozo indecible, lo mismo que a todos los muchachos de mi edad; y como mi casa estaba en un barrio lejano, corrí luego a la de mi amiga la solterona, que estaba situada en la calle Real, por la que debía pasar la tropa.

Cuando llegué a ella, encontré a Doloritas afanada en preparar los adornos con que debían engalanarse las ventanas, y Antonia le estaba prestando un auxilio eficaz. Habían hecho guirnaldas con las flores del huerto, y arcos con ramas de fresno y con manojos de trébol. La solterona había sacado de su ropero dos colchas y una sobrecama lindísima, con largos flecos. Todo ese adorno rústico y urbano iba a colocarse en puertas y ventanas con el mejor gusto posible, y yo fui el artífice a cuyo ingenio se confió semejante tarea.

Lo hice muy bien; encaramándome en una escalera me estuve una hora larga amarrando y clavando aquellas colas, dirigido por la solterona, y cuando bajé, tanto ella como Antonia parecieron satisfechas de mí.

A las once pasó la comitiva del pueblo que iba a recibir al señor general. El digno alcalde, el señor cura, el vicario, el administrador de rentas, los regidores, dos o tres dueños de tienda y otros honrados vecinos que se habían puesto sus mejores ropas, precedidos por la música y por los alguaciles que llevaban sendas gruesas de cohetes, atravesaron la calle Real y se dirigieron a la orilla del pueblo por donde debía entrar la tropa.

Un momento después, estos cohetes, los tamborazos desaforados que se oyeron, y el sonar de las cometas, anunciaron que la columna llegaba; la gente se apiñó en las bocacalles y en puertas y ventanas, que como las de la casa de Doloritas, estaban hechas un altar de Viernes de Dolores. Las campanas de la parroquia repicaban a vuelo y todo era alboroto y expectativa en la calle.

La comitiva de las autoridades y de los particulares venía por delante, trayendo en medio al señor general, viejo sargentón bigotudo y terrible, vestido con un dorman azul, en el que se ostentaban las enormes divisas, y montado en un caballo magnífico y que parecía buen corredor. La música venía dando unos pitazos descomunales; y como los ciudadanos que lo componían andaban a pie y al paso de la cabalgata, aquellos sonecitos salían de los demonios.

La comitiva se dirigió a la plaza, y el general fue alojado en la casa de un rico tendero, que era la mejor.

Pero la brigada venía atrás, y era a ella a la que esperaban con mayor ansiedad las gentes. Se me olvidaba decir que Doloritas se había puesto de veinticinco alfileres, y aun creo que se había encajado en los cabellos algunas viejas flores de trapo que eran el tesoro de su tocador. Esperaba seguramente llamar la atención de los oficiales, y atrapar a alguno de esos galanes de uniforme grasiento, que son el encanto y la delicia de las románticas de los poblados y aun, de las ciudades.

En cuanto a Antonia, estaba como siempre, linda, con su fisonomía virginal, sonrosada y fresca, y con su traje sencillo y gracioso. Ella no necesitaba flores de trapo para sus cabellos negros y brillantes. Sus quince años eran una corona de rosas que poetizaba su frente juvenil. Sus ojos grandes y curiosos animaban su semblante, y su boquita sensual y encarnada lo hacía irresistible.

Decididamente, la solterona había escogido una mala compañera para mostrarse.

La primera banda de tambores y de cometas pasó frente a nosotros, y detrás de ella ¡oh! detrás de ella venía el citado coronel, hijo del general, mandando la columna y acompañado de su ayudante y de su cometa de órdenes.

Ya se supondrá que el bravo militar venía mirando a todos lados con extremada insolencia, guiñando el ojo a las muchachas buenas mozas, con aire conquistador, y haciendo caracolear su caballo tordillo como un centurión en Jueves Santo. También se supondrá que las mujeres se fijaban en él de preferencia. Traía su cachucha, una levita militar, pantalón con franja y botas fuertes. Todo estaba lleno de bordados, y empuñaba con suma bizarría la valerosa espada que él se imaginaba teñida en sangre de invasores.

El carmín de la navidad tiñó las mejillas de la solterona luego que distinguió al garboso coronel. Alisóse el cabello, arregló su pañoleta, y con un descaro singular dijo a Antonia, estirándole el vestido:

— ¡Ay, Antonia, mira qué coronel tan buen mozo! ¡Y qué garbo! ¡Y qué ojos!

El coronel, que notó que se fijaba en él con admiración, lanzó a la solterona una mirada flechadora; le dirigió una sonrisa; pero reparando luego en la linda aldeana, se sorprendió visiblemente, la devoró con ojos de tigre y no pudo menos que señalarla a su ayudante con una sonrisa preñada de amenazas.

Antonia, al verse mirada así, se ruborizó y se cubrió el semblante con su chal, pero mi coronel, aún cuando se alejaba con su columna, volvía la cara frecuentemente para seguir mirando.

La solterona, irritada al ver esta preferencia, disimuló, sin embargo, y dijo a la joven:

— ¡Ay! Antonia, ¡cómo me mira el coronel!

Antonia no dijo nada; pero yo, ardiendo ya de celos, había comprendido perfectamente que no era a la jamona a quien veía el pícaro militar, sino a la muchacha de quince años que me pertenecía.

¡Entonces conocí por primera vez el sabor delicioso de este rico manjar que el mundo llama celos, y que te deseo, ¡oh lector! para que endulces con él tu querida existencia!

Desde ese momento me pareció que rugía sobre mi cabeza algo como una tempestad. Probablemente era el zumbido de los oídos que ocasiona la sangre alborotada de todos los celosos. Vi a Antonia, me estremecí, la odié, y tuve ganas de que se muriera. Es seguro que la solterona sintió lo mismo que yo, aunque no por la misma causa. En ella había la vanidad herida de la coqueta vieja; en mí había la horrorosa inquietud del amor alarmado.

¡Ay! ¡pobre del que tiene corazón!

VII

Después de haberse acuartelado las tropas, alojádose el general y oído con una cara de Federico el Grande el discurso elocuente que el Secretario del Ayuntamiento le dirigió en nombre del vecindario, felicitándole por las glorias de la Patria, los jefes y oficiales se diseminaron por la población para buscar sus alojamientos y comenzar sus conquistas.

Yo no sé cómo diablos se arregló el coronel con el alcalde, pero el caso es que le tocó de alojamiento la casa de Doloritas. De manera que aún no había transcurrido media hora de la entrada y estábamos todos nosotros en las ventanas, cuando vimos llegar a un ayudante seguido de asistentes, caballos y mulas de carga. Un alguacil traía la boleta de alojamiento, y notificó a la solterona, de orden del alcalde, que recibiera en su casa al señor coronel.

Cualquier otra persona se habría puesto de mal humor, calculando las molestias que aquella carga le imponía; pero la jamona, todavía no enteramente desengañada acerca de las intenciones del coronel, recibió sonriendo al ayudante, y ordenó a sus criados que indicaran a los asistentes la cuadra y los demás departamentos de la casa, yendo ella misma a preparar su recámara para que sirviera al militar.

Como es de suponerse, Antonia fue ocupada por su madrina en estas faenas, y yo, temblando de inquietud y de cólera, me aproveché de tales momentos para acercarme a mi amada y decirle casi llorando:

— Oye, te suplico que luego que acabes te vayas a tu casa, y no vuelvas aquí.

— ¿Sí? ¿por qué? —me preguntó ella con aire burlón.

— ¿Cómo por qué? Pues qué, ¿no tienes miedo a los soldados?

— Yo no… ni tantito.

— ¿Ni tantito? ¿Es posible Antonia? ¿Y si te roban?

— ¡Qué me han de robar! No seas tonto.

— Oye: he oído decir que los soldados son muy malos; ese coronel te miró con unos ojos…

— ¿A mí? No… sería a mi madrina.

Ahora era la niña la que ocultaba la verdad, que había comprendido tanto como nosotros.

— No, fue a ti —repuse colérico—; a ti que eres más bonita que doña Lola.

— ¿De veras?

— ¡Oh! Antonia, no me hagas enojar; vete para tu casa, por vida tuya.

Yo dije esto saltándoseme las lágrimas. La muchacha pareció sorprenderse al notar mi sentimiento, y enternecida me dio un beso, deciéndome:

— No tengas cuidado, no tengas cuidado.

Pero en ese instante oímos un ruido ocasionado por la llegada del coronel, que como todos los animales de su especie, no entraba jamás a una casa sin causar un estrépito escandaloso. Pisaba con brutalidad para que sus acicates repiquetearan, y arrastraba su sable de cubierta metálica para producir un curioso terror en las mujeres y en los niños. Además, hablaba con voz de esténtor y de una manera imperiosa e insolente, tratando a todo el mundo como trataba a sus reclutas. Todos los que hayan conocido al antiguo ejército recordarán este tipo, que va perdiéndose de día en día, pues aunque algunos oficiales de esta época, a los que se han incrustado por hambre en las filas liberales, pretenden algunas veces reproducirlo, nuestras burlas lo hacen insostenible.

Antonia me abandonó para ir a la sala. Yo la seguí. Ya la solterona estaba haciendo los honores al coronel, que aún no tomaba asiento. Parecía que buscaba algo. Luego que vio a Antonia, sonrió con satisfacción y la saludó con una familiaridad descarada.

— ¡Hola! ¡Qué linda niña! ¿Es algo de usted, señorita? —preguntó a Dolores.

— Es mi ahijada, señor coronel.

— ¿Ahijada de usted?

— Sí; era yo muy niña cuando la confirmé. Es muy encogidita, porque ya sabe usted lo que son las gentes del pueblo. Yo también así soy, aunque me he educado en México.

— ¿Ha estado usted en México, eh?

— Sí; desde chica, allí estuve en un convento, y después con mi familia hasta que mamá, que estaba curándose, tuvo alivio, y nos vimos obligados a venirnos a este pueblo donde papá tenía sus fincas. En aquel tiempo murió papá.

— ¿Y su mamá de usted vive todavía?

— No señor, a consecuencia de la muerte de papá nos vimos enredadas en un pleito, y mamá, quizá a causa de las pesadumbres que tuvo y de las infamias que nos hicieron, murió también —la solterona aquí suspiró y se llevó el pañuelo a los ojos.

— Vamos, no se entristezca usted, señorita, con esos recuerdos —dijo con aire indiferente el militar.

— ¡Ay, señor coronel! ¡cuán desgraciada he sido! Pues señor, desde entonces vivo aquí sola, lejos del mundo, sin distracciones, porque ¿qué distracciones quiere usted que haya en este poblacho? Y hasta me estoy volviendo tonta; me ha de encontrar usted muy tonta, acostumbrado como estará usted a tratar a las señoritas de la Capital.

— ¡Oh! no lo crea usted, la encuentro muy amable y muy graciosa, y me alegro de encontrarme por estos rumbos una joya como usted, cuyo trato me recuerda la sociedad en que he vivido siempre. Además, la hermosura de usted…

— Coronel —repuso la jamona mirando tiernamente al jefe—, usted es muy galante, usted me hace mucho favor… ¡Yo hermosa! ¡Si en estos pueblos se pone una harto fea, y luego los pesares… ! ¡Si estoy inconocible… !

— Y ¿esta niña vive con usted? —preguntó el coronel que había estado mirando frecuentemente a Antonia.

La solterona hizo una mueca de disgusto y se apresuró a contestar:

— No; no vive aquí sino con su padre que es un labrador; y de veras, Antonia se me pasaba decirte que ya es tarde y te estarán aguardando en tu casa; no vayan a regañarte.

— ¡Cómo! —dijo impaciente el militar—, ¿esta niña nos abandonará cuando es tan graciosa, señorita? Espero que no me privará usted de su presencia.

Yo devoraba a señas a Antonia, pero esta bribonzuela respondió con mucha seguridad, aunque ruborizándose.

— No, madrina, mi padre me dijo que podía yo estarme todo el día con usted.

Dolores hizo una mueca nueva, el coronel movió la cabeza con satisfacción, yo me desesperé y quise arrancarme los cabellos.

— Ya lo ve usted, señorita —añadió el soldado—; está autorizada, y por consiguiente comerá con nosotros y nos platicará. ¡Qué candorosa es! ¿Cuántos años tienes linda?

— Quince, señor, ya los cumplí.

— ¡Quince! —repitió él, atusándose los bigotes con marcada fatuidad—. ¡Muy bien… ! —y la devoró con una mirada de sátiro.

No había remedio: la solterona, al oír hablar de comer, se había levantado para dar sus órdenes.

— Usted dispensará, coronel, la asistencia; va usted a comer muy mal.

— ¡Oh, señorita, no lo creo así! Pero no se moleste usted por mí; cualquiera cosa; un soldado como yo se contenta con nada… ¡con tal de que ustedes me acompañen, me parecerá divina cualquier cosa!

Este ustedes acabó de malhumorar a Dolores, que se marchó llevando el diablo adentro. En cuanto a Antonia, quedóse mirando de soslayo al guapo militar, y poniéndose colorada a cada momento. El coronel la hizo señas de que se sentase junto a él; Antonia obedeció, y sentóse en el canapé jugando con los flecos de su chal. Yo me arrimé también.

— Y este picarillo, ¿es tu hermano?

— ¿Quién? ¿Este? No, no es nada; es Jorge, un muchacho de aquí que viene a ver a mi madrina.

Ni la negación de San Pedro me pareció tan infame como esta negación de mi amada.

El coronel, mirándome con burla, me dijo:

— ¡Qué bueno estás para tambor, muchacho! ¿Quieres irte con la tropa?

Yo me encogí de hombros confuso y aterrado. ¡Tambor! Esa es una amenaza terrible para los muchachos de pueblo.

— Vamos, te voy a llevar de tambor; ¿no te enojarás tú, linda mía? ¿Qué dices?

— Si él no ha de querer —contestó sonriendo Antonia.

Esa fue la única observación que se le ocurrió.

Yo me olvidé por un momento de mi amor, de mis celos y de Antonia, por no atender más que al peligro que estaba corriendo. El coronel me miraba como un tigre; sentí correr hielo en mis venas a la sola idea de que me cogiesen de tambor y me quebrasen las manos, como me habían dicho que se hacía con los muchachos. Así es que, espantado y sacando los ojos, me escurrí poco a poco de la sala; y sin decir adiós a nadie, eché a correr con todas mis zancadas en dirección de mi casa, y busqué el rincón más oscuro para acurrucarme.

Hasta que estuve en salvo, no reflexioné que había yo dejado a la tórtola en las garras del gavilán.

VIII

Decir cómo pasé aquel día maldito, es inútil. Transcurridos los primeros momentos de cólera y terror, reflexioné con profunda humillación que estaba yo derrotado física y moralmente.

¿Qué podía yo hacer, pobre muchacho, aldeano insignificante, contra aquel militar, superior a mí bajo mil aspectos, y que se me figuraba un semidios o algo semejante? Tan grande era mi impotencia, y tal la distancia que la casualidad había querido establecer entre mi rival y yo.

Naturalmente, esta distancia y esta impotencia se marcaban dolorosamente a mis ojos, a propósito de mi amor a Antonia; porque en otro caso, y con otro motivo, la comparación no me habría preocupado un solo instante.

En el mundo tiene uno, día a día, y momento a momento, ocasiones de comprender la inferioridad de su situación, si la compara con la de otras gentes más afortunadas; pero estas observaciones rápidas y comunes no inquietan el ánimo para nada, y sigue uno su camino indiferente y resignado, sin sentir las amarguras de la desigualdad social.

Pero llega un momento en que, a causa de algún asunto que interesa vivamente al orgullo, esta desigualdad toma proporciones colosales a nuestra vista, y entonces se siente todo el dolor, toda la indignación de la debilidad humillada. En tal ocasión, los espíritus débiles miden temblando sus fuerzas, y encontrándolas miserables, sufren la agonía de la desesperación y mueren en el abatimiento. Son atletas afeminados que se doblegan al primer empuje, y caen en la arena cubriéndose la cara con las manos. Pero los espíritus altivos y templados para la lucha, sienten entonces nacer o despertarse en ellos algo desconocido y terrible que los transforma y les hace comprender su fuerza. Es el gigante del orgullo, que nace desafiando al mundo con una mirada, y que desde su cuna, como Hércules, alza los puños para ahogar entre sus manos a las serpientes que le amenazan.

Aquel instante decide el porvenir. Basta un arranque de esos para romper las cadenas de la debilidad humana, y emprender con paso firme los caminos más difíciles de la vida.

Esa revolución se operó en mí aquel día, y le doy gracias; porque habiéndome hecho conocer mi debilidad, despertó en mí la ambición de ser algo más que un pobre aldeanito, asustadizo y expuesto a ser tratado con desprecio por el primer sayón insolente que quisiera divertirse con él.

Mis propensiones a la independencia y a otra vida superior, largamente acariciadas, se fortificaron entonces de tal manera, que mi resolución quedó tomada irremisiblemente. ¿Cómo iba yo a ponerla en práctica? No lo sabía, y esperé con ciega confianza que el destino, por uno de sus agentes misteriosos, me tomase por los cabellos como al profeta Ezequiel para colocarme en mi nuevo camino.

Por lo demás, tuve el buen sentido de comprender que en el asunto de Antonia había otros mil motivos fuera del de mi humilde posición, para que ella me juzgase inferior al coronel. El primero era seguramente mi edad. Tenía yo trece años; mi rival treinta. El prestigio que ejerce la virilidad cuando está en plena florescencia sobre el corazón femenil, me faltaba por completo. Yo era un niño inexperto y candoroso, y esta inexperiencia y este candor que tienen tanto atractivo para la vieja, no son más que virtudes sosas y desabridas para la joven.

Y si ésta siente una repugnancia invencible por el anciano, o por el hombre cuya edad está en gran desproporción con la de ella, en cambio adora y se somete al hombre que reúne en su persona el ardor de la juventud con la energía de la madurez. Esta década de treinta a cuarenta años, que suele prolongarse en las organizaciones privilegiadas, es la poderosa en los hombres y peligrosa para las mujeres.

Yo no me explicaba esto tan claramente como hoy, pero comenzaba a comprenderlo, merced a una rara y precoz disposición a reflexionar.

Los otros motivos de mi inferioridad eran mi humilde posición y lo insignificante de mi carácter. Pero cuando yo pensaba en ellos, era cuando se sublevaba mi indignación contra Antonia, porque era entonces, también, cuando consideraba yo que su fragilidad no tenía razón alguna para hacerse perdonar. Yo la amaba y mi amor era bastante para llenar ante sus ojos los vacíos que la casualidad había puesto en mi vida. Ella me había correspondido; es decir, me amaba, me encontraba digno de ella y debía encontrarme preferible a todos los demás. Haberme sacrificado en la primera comparación, era una cosa infame, era indicarme o que su amor era mentido, o que su corazón que así desalojaba el cariño, no valía un ardite.

Como es natural, cualquiera de estas conclusiones me ponía fuera de mí y me obligaba a formar proyectos de venganza a cual más disparatados.

Entonces sentía yo una necesidad irresistible de confiar a alguno mi pena y mis deseos; pero ¿a quién abrir mi corazón? La solterona era rival de Antonia, cuando no su cómplice, y por ese momento también ella se hallaba demasiado ocupada en hacer la conquista del coronel para que tuviese tiempo de consagrarme su atención. A ningún otro me resolvía yo a darle participio en aquel asunto.

Así es que me encerré en un silencio sombrío y triste, y como siempre, fui a buscar en la soledad el oráculo que debía guiarme.

— Mañana —decía yo—, seré otra cosa; procuraré salir de la esfera humillante en que me hallo, y no correré el peligro de que me amenacen con hacerme tambor; podré ver frente a frente a los fanfarrones y a los soberbios de la estofa de este militar; pero entretanto, ¿qué haré con Antonia? ¿Cuál debe ser mi conducta con ella después de haber renegado de mí?

— Después de todo —añadía yo como para consolarme—, tal vez estoy construyendo sobre arena el edificio de mi propia desgracia; tal vez estoy atormentando con fantasmas mi pobre imaginación. ¿Pues qué, porque mi amada con la timidez de su edad no ha podido dar otras respuestas que las que le he oído, y ha sonreído avergonzada a un soldado buen mozo y terrible, puedo creer ya que se ha dejado conquistar y que me ha sido infiel? Antonia y yo somos unos niños apenas. ¿Qué sabemos nosotros de estos asuntos? Yo, sobre todo, soy un injusto en pensar así, y este sentimiento de cólera contra mi amada es una cosa ruin. Por la primera vez, como lo he dicho, conocía yo los celos, y es una verdad que el corazón que jamás los ha sentido, los rechaza siempre avergonzado cuando brotan por primera vez. La credulidad lucha desesperadamente antes de sufrir la primera derrota.

De manera que al tremendo arranque de celos, de cólera y de tristeza, sucedió luego un momento de confianza y de sabrosa tranquilidad. Renació mi cariño hacia Antonia, y a su impulso me dirigí ya adelantada la noche y con paso seguro, a la casa de la solterona, donde supuse que aún encontraría a mi amada.

IX

Eran las nueve de la noche cuando penetré en la casa por el zaguán, dirigiéndome al pequeño patio que estaba todo sembrado de flores, para observar desde allí un momento lo que podía verse en las piezas de asistencia.

Con ese objeto entré de puntitas y sin hacer el menor ruido. Lo primero que oí fue el punteo de una guitarra y el principio de una canción ridícula, entonada con voz tabernaria. Era un ayudante del señor coronel que procuraba en la sala lucir sus talentos musicales delante de la solterona. Era probable también que ésta hubiese cantado algunas antigüedades que sabía, y con las cuales estaba hechizando a la gente de mi pueblo desde hacía diez años. De manera que se divertían, y no pude dejar de reírme, figurándome los esfuerzos que la vieja coqueta estaría haciendo para parecer amable. Pero a todo esto, ¿y el coronel dónde estaría? Y Antonia ¿qué había sido de ella?

Apenas acababa de hacerme estas preguntas, cuando oí sonar a mi espalda dos magníficos besos tan tronados, según se dice aquí, como los que dan las nodrizas a sus nenes.

Volví la cara con rapidez, y me quedé helado. Era el coronel que parecía perseguir a Antonia, que la había alcanzado, la había cogido por el talle; y le había aplicado en la boca aquellos dos ósculos escandalosos.

La muchacha presentó muy leve resistencia, y murmuraba por fórmula algunas palabras que el militar ahogó con sus labios.

— ¡Oh! déjeme usted, déjeme usted —dijo ella al coronel que aún la enlazaba con sus brazos.

— Espérate, mi vida, espérate linda… —le decía éste— estoy enamorado de ti y voy a robarte.

— Sí, ¿verdad? y ¿mi madrina? ¡también está usted enamorado de ella!

— ¡Qué he de estar! ¿de esa vieja? Vamos, no seas tonta… ven.

— No, no; suélteme usted.

Y acabando de desasirse, la muchacha corrió medio desmelenada a refugiarse en la sala. El coronel la siguió a paso lento, y un instante después le oí puntear a su vez la guitarra y entonar una canción amorosa con una voz de sochantre endemoniada.

Sabido es que los valientes del antiguo ejército eran muy aficionados a cantar, acompañándose con la vihuela, lo cual constituía uno de sus principales atractivos a los ojos de las mujeres de aquella época. Lo hacían de los perros casi todos, pero ellos sabían sacar partido de esta cualidad, por más que presentasen una abominable figura, vestidos de uniforme y con sendos bigotes, abriendo una boca enorme para entonar con voz áspera y forzada una tonadilla generalmente desapacible. Ya se acabó también esta familia de trovadores, y los pocos miembros de ella que aún quedan, tienen la boca desamueblada por los años, y no cantan ya.

Pero volvamos a Antonia. Si al lector (lo cual no sería raro) le ha acontecido alguna vez presenciar la escena desgarradora que yo presencié, puede formarse una idea de mi indignaci6n y de mi desaliento.

Acababa yo de sentir en mi alma una ardiente reacción cariñosa en favor de Antonia, merced a las razones tranquilizadoras que yo mismo me di para alejar mis sospechas. Venía yo dispuesto a repetirle que la seguía amando, y a arrancarla, si era posible, de los peligros que la cercaban. Pero al ver lo que vi, toda aquella expectativa risueña se había disipado. Volví a caer en un abismo.

Es verdad que lo que oí me indicaba que aún la joven no había concedido cosa mayor al coronel, y éste había tenido que sorprenderla para arrebatarle aquellos besos; pero también me constaba que la muy bribona se había dejado alcanzar fácilmente, y no se había muerto de ira al sentir sobre la suya la boca atrevida del militar; lejos de eso, ni siquiera había gritado pidiendo socorro; y sobre todo, a las solicitudes del coronel sólo había contestado con una frase de celos y de reproche.

¡También está usted enamorado de mi madrina! había dicho. Eso indicaba que para ella no había más obstáculo ni más razón de resistir, que la doble galantería de su seductor. Y ese obstáculo que entonces sólo era un pretexto a mi modo de ver, hoy que lo analizo con mayor experiencia, era justamente un incentivo más para la muchacha, como para toda mujer.

Arrebatarle un amante a una amiga, a una parienta, a una conocida siquiera, he aquí el manjar de los dioses para el orgullo femenil.

Todas estas amargas reflexiones hechas después que salí de mi dolorosa estupefacción, me produjeron un arrebato tal de cólera, que determiné marcharme a mi casa sin volver siquiera la vista hacia aquella casa odiosa que escondía a tan miserable criatura.

Pero en este momento el coronel había acabado de cantar y recibía los aplausos de la vieja coqueta, cuya voz chillona recorría todas las notas de la adulación.

Seguramente se acercaba la hora de la cena, porque inmediatamente después, Doloritas salió de la sala y se dirigió con paso ligero a la cocina. Yo me le atravesé en el camino.

— ¡Ah! ¿eres tú, Jorge? —me dijo al verme—, ¿qué andas haciendo?

— Venía a ver qué se le ofrecía a usted.

— ¿Sí? pues precisamente te estaba deseando. Corre a la casa de Antonia, y dile a su padre de mi parte que venga por ella. Ya es de noche y es tiempo de que se vaya. Además, yo no quiero ser responsable de lo que le suceda a la muy…

— ¡Cómo! —exclamé yo, haciéndome el asombrado—, ¿pues qué le pasa algo?

— Le pasa que es una indecente, una provocativa. Ha estado haciendo todo el santo día los ojos tiernos al coronel, y éste que no se hace de rogar va a acabar por trastornármela; pero no será en casa, ¡no faltaba más! ¡Como si yo no hubiera quedado ya más que para eso!

— Pues yo creí a Antonia muy buena muchacha, muy candorosa.

— Linda está tu candorosa y tu buena muchacha… tiene unos modos que, ¡Dios me ampare! pero va a parar en… ¡Cállate boca! Anda, anda Jorge, dile a su padre que venga por ella en el instante, y que le mando llamar porque hay ahora soldados en el pueblo, no me atrevo a enviarla sola, ni contigo. Ya es hora de cenar, y no quiero que se siente con nosotros a la mesa.

Yo volé con las alas de mis celos, alegre de poder pagar a Antonia con la contrariedad que iba a sufrir, el mal que me había hecho.

X

Di el recado de Doloritas al viejo de la mula, y el buen hombre, encontrando muy cuerda la disposición de su comadre, se envolvió en su manga y se dirigió, en unión mía, a la casa en que se hallaba su picarona hija.

Yo quise hacerle aguardar en el zaguán; pero él, contra lo que yo esperaba de su timidez de campesino, quiso entrar para conocer a los oficiales, como él decía, y se entró muy ceremonioso en la sala.

— Santas noches, mi señora comadre —dijo saludando a la solterona—: ¿dónde está ese señor coronel para que yo le salude?

El coronel estaba tan pegadito a Antonia y tan entretenido, que el ranchero se admiró de aquella familiaridad. El coronel, contra su carácter, se levantó muy atento y vino a abrazar al viejo, cuando supo que era el padre de la muchacha.

— Amigo —le dijo—, tengo muchísimo gusto de conocer a un tan honrado vecino y padre de una niña tan hermosa como Antoñita.

— ¡Ah! sí, señor —respondió el estúpido—, eso sí señor, muy hombre de bien, es lo único que yo tengo; y en cuanto a la chica, es regular, señor, regular, no hay que alabarla. ¡Válgame María Santísima, señor coronel! Y su merced ha estado platicando con esta mocosa de mis pecados, que no tiene palabra, ni modos… Fuera mi comadrita, señor, esa sí que lo entiende, como que se ha criado en la capital y se ha rozado con caballeros y con licenciados, y con frailes y demás gente copetona. Esa sí, señor, que se la recomiendo deveritas; porque no es porque sea mi comadrita, pero aquí es la que hace raya…

El coronel se reía abrazando burlescamente al ranchero; la solterona hacía muecas de desagrado, aparentando sumo despejo para con el militar; Antonia procuraba ocultar la cara, y los ayudantes se reían de la figura y de las palabrotas del viejo. Sólo yo examinaba aquel cuadro con simple curiosidad. El viejo entabló después conversación con el coronel. Este, que tenía interés en familiarizarse con el padre de Antonia, le prodigó mil frases lisonjeras, en las que, sin embargo, se podía notar una mofa mal disimulada. A las preguntas que el ranchero hizo sobre la campaña con los Norteamericanos, cualquier hombre pundonoroso se habría visto singularmente embarazado; pero el coronel, como todos los hombres de su clase, no tenía sino una idea muy mediana de la vergüenza militar; y en consecuencia, comenzó a ensartar con el mayor desenfado del mundo, tantas y tan estupendas mentiras sobre su propio heroísmo y el de su ilustre padre, que todo el auditorio escuchaba en silencio y asombrado, como el auditorio de Eneas. Sólo el ayudante sonreía a hurtadillas, lo que observado por el valiente narrador, no le inquietó sin embargo.

Antonia escuchaba extasiada. Figurábasele su nuevo amante uno de los doce pares de Francia. Muy lejos estaba de pensar la pobre aldeanilla que el tal coronel no era más que un solemne embustero, gran figurón de parada, y más, gran corredor todavía a la hora de los cañonazos.

En cuanto al ranchero, movía la cabeza de cuando en cuando en señal de admiración, y en su boca enormemente abierta, y en su semblante todo, que presentaba las señales de la petrificación, se traslucía el rústico entusiasmo de que estaba poseído el muy bestia.

Doloritas, que por su trato con los militares en México, sabía ya a qué atenerse respecto del valor temerario de que hacían gala siempre, no se mostraba muy convencida; pero en su empeño de hacer la conquista de aquel héroe, aparentaba creer todas sus hazañas, y a cada peligro que refería el valiente haber corrido, ella se estremecía, juntaba las manos con angustia, para concluir, al oír el desenlace afortunado, lanzándonos un ¡ah! tiernísimo, respirando como un fuelle, y gratificando al coronel con una mirada y una sonrisa dignas de la Gran Duquesa. La misma Dido no hizo tantas coqueterías escuchando la narración del héroe troyano, como la jamona, mi amiga, oyendo los embustes del gallinón de mi coronel. Por mi parte, debo declarar que en esa época no tenía yo la más ligera idea de lo que valían realmente estos Fierabrás del ejército, a quienes apenas conocía por su aspecto arrogante y por sus fechorías en los pueblos inermes. Pero por simple instinto había yo comprendido que todo lo que había confiado nuestro paladín, era un tejido de mentiras apropósito para embaucar a la muchacha, al viejo, a la solterona y a mí.

Y me asaltaron vivísimos deseos de reírme a carcajadas y de decirle al coronel que no era más que un podenco, pero me contuvo el temor de exponerme a una paliza soberana, y de ir a aumentar la banda de haraposos y hambrientos tambores que había visto entrar al frente del batallón que mandaba su señoría.

A esta sazón, el ranchero, como si coincidiera conmigo en pensamientos, o bien reflexionando con su rudo buen sentido, que el resultado de todas aquellas heroicidades no era precisamente el que debía esperarse de ellas, se atrevió a decir con voz en la que la duda se traslucía a leguas:

— Bueno, señor coronel, usted es muy valiente, y todos los que andan con usted son muy valientes, y así me gustan los hombres; pero dígame usted, mi señor, dispensando la llaneza, y no haga usted caso de mis palabras, porque yo soy un animal que no rebuzno porque Dios es grande, dígame usted ¿por qué con todas esas redotas que les ha pagado usted a los yankees, ellos se han metido hasta México y ustedes andan por aquí? Tal vez será para cogerlos a toditos acorralados; eso me pienso yo; pero quiero que usted me saque de ese engaño, para mi gobierno.

El maldito viejo había dado en el clavo, y el coronel se fastidió de aquella pregunta, mientras que el maligno ayudante tarareaba una cancioncilla para no reírse tal vez.

— Amigo —respondió el héroe—: usted no entiende de cosas militares, y sería inútil que yo le explicara cómo está eso; pero sépase usted que así está bien hecho, y que lo que ha dispuesto el gobierno es muy hábil. Ha pensado usted algo de lo que va a suceder. Los yankees, derrotados como están, y en tierra ajena, y en medio de una población que no los puede ver, van a llevar su merecido. Ni uno solo ha de salir de México, yo se lo aseguro a usted; pero el cómo no puedo decírselo a usted, porque eso sólo nosotros los soldados lo sabemos.

— Cabal —repuso el viejo—, usted me convence. Ya le dije a usted que yo soy un animal; pero me alegro de haber acertado en parte. Con eso me sobra. Con que quiere decir que los yankees, aunque parece que están ganando, están perdiendo. Pues bendita sea su boca, señor coronel, que eso que nos dice es precisamente lo que deseamos saber para nuestro consuelo. Ahora, si su señoría me hace la honra de ir por aquella mi casa, yo se lo estimaré mucho. Es una casa de rancheros, pero su señoría será recibido como quien es, y no faltará por allí una pobre comida que ofrecerle. Quién sabe si le gustará la carne de los pobres.

— ¡Ah! —se apresuró a responder el coronel—, y cómo si me gusta la carne de los pobres. Yo la prefiero muchas veces a la carne de los ricos, porque es más sazonada y se come con mejor apetito y con menos peligro de indigestarse. Figúrese usted, amigo, si no habré comido la carne de los pobres en esta carrera militar, en que tiene uno que contentarse con lo que encuentra más a mano. Le he tomado gusto y le probaré a usted con cuánto placer acepto sus ofertas. Mañana pasaré el día con usted.

— Corrientes —concluyó el ranchero, levantándose—; pues mañana aguardo a su señoría a almorzar, y si gusta echaremos una correría por esos campos, en que tengo mis labores, y mi rancho y mi huerta. Se divertirá usted.

— ¿Y nos acompañará Antoñita?

— Nos acompañará, mi señor, que ella para andar a caballo es tan buena como un hombre; usted la verá.

— Muy bien, Antoñita, hasta mañana, yo seré el caballero de usted en ese paseo, que espero será delicioso. No sabe usted, amigo, cuánto me ha simpatizado su hija.

— Favor de usted, mi señor, ella no merece.

— Compadre —interrumpió la solterona, que había escuchado este capítulo de cumplimientos con el más visible enfado—, ¿y a mí no me invita usted?

— Con mucho gusto, comadrita, y le mandaré ensillar a usted aquel caballito canelo que tanto le gusta.

Entonces el ranchero y su hija se despidieron; Doloritas abrazó a su compadre y a su ahijada con un mal humor infernal, el coronel se restregó las manos, pensando en el día siguiente, y yo seguí a Antonia con un puñal clavado en el corazón.

El viejo, cuya locuacidad se había despertado con la conversación del coronel, charló en el camino de una manera fastidiosa. Antonia, preocupada, apenas contestaba una que otra vez, y yo caminaba en silencio mordiéndome los labios de cólera.

Al llegar a la casa, el viejo me invitó a entrar, pero yo rehusé, pretextando que era muy tarde; el viejo se metió, y Antonia iba a hacer lo mismo, cuando la detuve temblando de ira y de celos.

— Antonia —le dije—, ¿ya no cuento contigo, no es verdad?

— ¿Por qué? —me preguntó a su vez con una frialdad que me la hizo odiosa.

— ¿Cómo por qué? ¿Y lo que he visto esta noche, y esos besos que te dio el coronel, y el paseo de mañana? Tú estás enamorada de él, y va a perderte.

— ¡Qué me ha de perder… ! no seas tonto. En lo que has visto esta noche no tengo yo la culpa, y bien viste que corrí para que no me abrazara; lo del paseo fue cosa de mi padre, ¿qué quieres que yo haga? No estoy enamorada del coronel: pues qué ¿somos iguales? El es un señor muy caballero, yo soy una pobre muchacha: ¿qué caso me había de hacer? Mi madrina es a la que él va a querer; ya verás.

Antonia dijo estas palabras con una cierta tristeza de muy mal agüero para mí.

— Además —añadió pensativa—, si al coronel le parezco bonita, y quiere hacer de mí una cosa que no convenga, yo sé cuidarme, y eso de que él me dejara así, para que fuera yo después la burla del pueblo… ¡no! ¡eso no!

— Antonia, cuídate —le dije tomándole la mano y próximo a llorar—. Mira que si te sucede algo me voy a morir.

— ¿Tú… ? —replicó la joven, como interrumpiendo sus reflexiones—. ¿Tú morirte? ¡Vaya que tienes unas cosas, Jorge! ¿Y por qué te habías de morir si me sucediera algo?

— Porque te quiero con todo mi corazón, Antonia; porque no quiero que seas de otro.

— Vamos, vete a acostar, no seas tonto, no tengas cuidado. ¡Hasta mañana!

— Oye una palabra. ¿Quieres que venga yo mañana para ir con ustedes al paseo?

Antonia pensó un momento y me contestó resueltamente:

— No: será mejor que no vengas, porque el coronel ha dado en que te ha de meter de tambor, y no se le vaya a antojar mandarte desde mañana. Además, nosotros iremos a pasear a caballo, y tú no podrías venir a pie. No nos veremos hasta pasado mañana.

— Está muy bien —dije yo derramando lágrimas de indignación.

Antonia se entró a su casa; yo me alejé desesperado para ocultar en las tinieblas mi primer tormento de celos. ¡Ay! Las horas de esa noche fueron las primeras en que el insomnio calcinó mis ojos y mi cerebro por causa de una mujer.

Aquel quebranto de mis primeros amores, exprimió la primera gota de duda en el blanco cáliz de mi alma.

XI

Al día siguiente me levanté muy temprano, y fui a situarme a una huerta vecina de la casa de Antonia desde donde podía observarlo todo sin ser visto.

En la casa se hacían los preparativos correspondientes al rango de la ilustre visita que venía a honrarla. Los criados iban y venían muy afanados. El viejo comprendía, quizá por instinto, que los héroes ordinariamente están dotados de una voracidad bestial, y con esa convicción mandó sacrificar un buen número de víctimas. Gallinas, pavos, carneros, lechoncitos, todo esto se asaba en el horno, se freía en sendas cazuelas o se cocía en las ollas; amén de la nata que los vaqueros habían traído del rancho y que se ostentaba en grandes fuentes, de los dulces de leche que la madre de Antonia preparaba con cierto orgullo, y de las sabrosas y aromáticas frutas que la joven colocaba con esmero en limpios canastillos.

Aquello parecía un banquete de bodas.

El viejo bonazo aparecía de cuando en cuando por el patio dando órdenes a sus criados para el arreglo de la casa. Habíase puesto sus mejores ropas: su camisa llena de randas y bordados; su corbata de colores chillantes atada con una sortija, calzoneras con grandes botones de plata, chaqueta de paño oscuro, y botas de venado color verde olivo.

Antonia también apareció acompañada de algunas primas que estaban ayudándola en sus tareas. Para mi desesperación, la muchacha estaba más linda y más provocativa que nunca. Su vestido tenía siempre la sencillez encantadora, que ella, por un instinto de buen gusto, sabía dar a todo lo que se ponía. Había colocado hábilmente entre sus espesas y negras trenzas, algunas flores del campo rojas y exquisitas. Sobre su camisa de finísimo lino y para cubrirse el seno, se había cruzado el más precioso pañuelo de punto que puede imaginarse; sus mangas bordadas y llenas de encajes dejaban en toda su desnudez sus hermosos y torneados brazos, adornados de hoyuelos y cubiertos de un vellito suave y apenas perceptible, como el de un melocotón. (Aunque no pude ver por la distancia esto último, me lo figuré; ¡había yo besado tantas veces esos pícaros brazos!)

Sus enaguas eran de seda de bonitos dibujos y colores, y como en aquel tiempo precisamente no se usaban largas, dejaban ver a la perfección unos pies arqueados y pequeños, calzados con zapatitos de raso verde, y el principio de dos piernas que había yo visto, ¡ay! la primera vez desnudas en su mayor parte, pero que entonces se me figuraron desconocidas y por lo mismo terriblemente hermosas. ¡Lo que es la privación!

Yo me mordía los puños y los brazos, como debió sucederle a Tántalo siempre que tenía delante la fruta provocadora que no podía devorar. Ardientes lágrimas surcaban mis mejillas, y ardía en mi corazón una sed de venganza espantosa.

¡Antonia, Antonia, perdóname si más tarde la ejercí con una crueldad tan terrible! ¡Sufrí tanto entonces, que nunca creí que pudiera llegar hasta la saciedad y el arrepentimiento!

Pero no anticipemos: yo continué observando desde la atalaya que me había formado entre los árboles y arbustos de la huerta susodicha.

Las viejas campanas y rotos esquilones de la iglesia parroquial daban las doce, cuando llegó a la casa de Antonia la gran comitiva.

Componíase ésta del valiente general, a quien había invitado su hijo el bizarro coronel, de algunos oficiales y de Doloritas, a quien ofrecía galantemente el brazo el viejo jefe, y que venía emperejilada con todos los ridículos arreos que una vieja coqueta, ignorante de la moda de la ciudad, se envanece de ostentar en un poblacho.

El padre de Antonia salió a recibir a sus visitantes con profundas cortesías, y la linda muchacha se sonrió, poniéndose como una grana al ver al coronel.

Este se sorprendió al encontrar tan bella a Antonia, y la devoró con una mirada de sátiro. No se contentó con eso, sino que pasando de la contemplación más impertinente a la familiaridad más indebida, ciñó con sus brazos el talle de la niña y levantándola hasta la altura de su rostro, la estrechó contra sí, de un modo que hizo dar un brinco al viejo, lanzar un chillido a la jamona, reír a los oficiales y decir al general con una severidad zumbona:

— ¡Hombre! ¡Hombre!

Pero ya estaba hecho: el coronel tomando las manos de la aldeanita, se entró con ella en la casa seguido de los demás, y para mí cayó la horrorosa cortina de lo invisible, tras de la cual iban a ocultarse misterios cuyo solo presentimiento me hacía temblar y oprimírseme el corazón. Caí desplomado sobre mi asiento de yerba; los árboles que me rodeaban me parecieron odiosos, y aun aquella luz del mediodía, que tomó a mis ojos un color verdoso, no logró calentarme los huesos. La bilis comenzaba a mezclarse en los asuntos del corazón.

Así quedé por espacio de dos horas, enderezándome a veces al oír las carcajadas de los militares, la risa chillona de Doloritas, o la voz armoniosa de la infame aldeana, que me punzaba como un puñal agudo.

A las tres de la tarde concluyó la comilona; y debieron haber bebido bastante aquellos sujetos porque, cuando salieron al patio en espera de los caballos, algunos de ellos, particularmente el general y el viejo de la mula, vacilaban y reían como insensatos.

Los caballos llegaron un momento después. Los de los militares, que habían sido traídos por asistentes, venían ricamente enjaezados. El caballito canelo prometido a Doloritas, y cuya silla plateada estaba cuidadosamente envuelta por un blando cobertor para que no se lastimara la gordinflona, fue sacado en triunfo por el viejo ranchero, que levantó en sus robustos brazos a su comadrita y tardó diez minutos en acomodarla.

La madre de Antonia no era de la partida, porque tenía que recoger el campo del festín; pero la joven, habiéndose colocado un gracioso sombrerillo de paja, de alas anchas, montó con gallardía y ligereza, y sin ayuda de nadie, en un potro retinto de hermosa estampa y de mucho brío, que apenas sintió su carga cuando comenzó a caracolear impaciente.

— Ajá —exclamó el general con voz de borracho—. ¿Con que esas tenemos, eh? ¡Caramba, y qué bien monta la chica! Pues es un tesoro de gracias la bribonzuela, amigo; debe usted estar vanidoso con semejante alhaja.

— Mil gracias, mi general; usted la pondera, señor. Es regular, no hay que alabarla —contestó el ranchero con su fraseología de siempre.

Después de lo cual montó a su vez en un caballo magnífico, el mejor de sus dehesas seguramente, y se puso a la cabeza de la comitiva para guiarla.

Entonces yo, como todos los celosos, deseando apurar el cáliz hasta la última gota, sin haberme desayunado, pero fuerte con mi cólera, puse los pies en alas de mis celos, y seguí a la cabalgata hasta llegar a orillas del pueblo. Allí, adivinando adonde se dirigía, tomé un camino de través, me hundía en un bosque contiguo a la casa del rancho. Luego, trepando a veces en las rocas que elevaban sus picos por sobre la cima de los grandes árboles, procuraba yo encontrar con la vista a la comitiva.

Esta llegó a la casa, descansó en ella un momento, y volvió a salir para continuar el paseo, pues ya pardeaba la tarde.

El viejo ranchero se había apoderado del general y le mostraba todas sus riquezas agrícolas y pecuarias, cosa que maldito lo que importaba al sargentón, haragán de oficio y poco afecto al honrado trabajo de los campos, del que no tenía noticia sino por los productos que muchas veces había saqueado durante su honrosa carrera militar.

Yo procuré colocarme cerca del camino que tenía que atravesar la comitiva, a fin de cerciorarme por mis propios ojos de la liviandad de Antonia. No tardé en satisfacerme.

Apenas me había escondido entre la grieta que formaban dos riscos, y que estaba oculta bajo una cortina de maleza, cuando pasaron el ranchero y el general, después Doloritas, en compañía de los oficiales. La jamona venía muy encarnada, y sus cabellos flotaban en desorden bajo su gorrito viejo de terciopelo, del que pendía un gran velo descolorido.

Al último, y una distancia considerable, caminaban paso a paso Antonia y el coronel, conversando, al parecer con extraordinaria animación.

Después de sentir un horrible estremecimiento, causado por el temor y el disgusto, fijé sobre ellos una mirada de odio. Venían muy juntos, al grado de que los caballos parecían encadenados estrechamente el uno al otro. El coronel se había puesto, como era natural, del lado en que podía contemplar a su sabor la parte inferior del cuerpo de Antonia, y aun tomarse algunas libertades, sin riesgo de ser visto.

Ella parecía abandonarse a las caricias del militar libertino, con todo gusto. De repente vi una mano de éste coger una cosa blanca que estrechó y atrajo, de manera que imprimió con esta acción un movimiento oblicuo al caballo de su compañera. La cosa blanca era el pie de Antonia calzado todavía con el zapato de raso verde, y que pertenecía a la pierna que iba cruzada en la cabeza de la silla.

La muchacha sonrió soltando las riendas, lo que permitió al coronel atraerla hacia él y estamparle el beso más voluptuoso en la boca, beso que ella correspondió con un entusiasmo superior a sus conocimientos. Esto hizo que se le cayera el sombrerillo de paja. El coronel, después de repetir sus ósculos, se bajó para alzar el sombrero.

Entonces no pude reprimir mi cólera, y encontrando a mano un guijarro, lo lancé con la destreza que me era habitual, y con tal fuerza, que silbando como una bala fue a estrellar precisamente aquella mano atrevida que acababa de acariciar el hermoso pie de mi infiel amada.

El movimiento que el coronel hizo al sentir aquella pedrada maestra, fue tan grotesco, que me obligó a lanzar una carcajada, la cual aumentó la sorpresa y la confusión de los dos amantes. Antonia lanzó un grito; el militar, engarabatado todavía por el dolor, y sacudiendo frenético la mano lastimada, alcanzó a duras penas su caballo, lo montó y echó a correr como si una legión de diablos le persiguiese. Antonia, menos asustada, porque probablemente me había visto, se apresuró a seguirlo, sin embargo, procurando tranquilizarlo.

Yo no creí conveniente continuar mi persecución, temiendo que el viejo ranchero viniese a buscarme; y alejándome por una vereda escabrosa, me alejé de aquel lugar, sin querer entrar tampoco en el pueblo hasta que fuese de noche.

Hice muy bien, porque al acercarme a mi casa a cosa de las ocho, distinguí junto a las puertas a una patrulla de soldados, y una criada de mi familia me detuvo por el brazo tan pronto como me conoció.

— Jorge, por Dios, anda, vete —me dijo temblando—; esos soldados vienen a cogerte para tambor, y te andan buscando por todas partes los alguaciles. Dice tu madre que te huyas al monte hasta que se vaya la tropa. ¡Corre!

Todo lo comprendí; la traidora Antonia había seguramente descubierto que era yo el que había herido al coronel. Habían venido al pueblo rabiosos y me perseguían. No pensé ya entonces más que en salvarme.

Me apresuré a ganar una montaña vecina; y sería la medianoche, cuando habiendo llegado a lo más escarpado de aquella sierra, resolví descansar, pues estaba ya fuera del alcance de mis perseguidores. Rendido por la fatiga y el sueño, dormí, como se duerme a esa edad, y cobijado por el manto de la madre Naturaleza.

XII

A los primeros albores de la mañana siguiente, desperté, y pude darme cuenta de mi situación. No era, en verdad, muy favorable. En mi casa ignoraban el rumbo que había yo tomado; no tenía provisiones, y me hubiera sido difícil dar con un camino que me condujera a alguna ranchería. Pero mi carácter enérgico y el peligro que estaba corriendo, sostuvieron mi ánimo, y no desesperé.

Vagando entre las selvas pasé dos días, manteniéndome como el Bautista, con frutas y miel silvestre, que se convertía en rejalgar cuando pensaba yo que Antonia, a esa hora, pertenecía ya al coronel.

En la mañana del tercer día logré encontrar un sendero que iba a parar hasta lugares conocidos, y respiré cuando distinguí la torre de la iglesia, el caserío del pueblo y los jardines que lo rodean.

Contemplaba yo con una emoción gratísima este espectáculo, del que me parecía haber estado ausente por muchos años, cuando al mirar abajo de la colina montuosa en que estaba yo situado, distinguí primero una polvareda y luego una columna de tropa que serpenteaba subiendo por un camino ancho y cercano al lugar en que yo estaba.

Era la brigada; vi brillar las armas, conocí los uniformes, aunque no pude, por la lejanía, distinguir a las personas. Mi primer deseo fue el de correr para salvarme de mis enemigos; pero después, comprendiendo que nada podían hacerme en aquel terreno, me atreví a acercarme hasta llegar a un flanco del camino para examinarlo bien todo. Poco a poco, y aprovechándome de los accidentes de la montaña, me acerqué tanto, que pude ponerme a algunos pasos de la columna.

El general marchaba por delante con algunos oficiales y precedido de una pequeña guerrilla. Luego seguían los croquis de batallones, y a retaguardia, venía mi coronel; pero, ¡oh rabia! no venía solo, sino con Antonia, que ya vestida con una túnica mal forjada y cubierta la cabeza con un sombrero gris y un paño de sol, montaba un gran caballo flaco y amarillento de su ilustre raptor.

No me habían engañado mis celos. El pícaro militar había acabado por robarse a la muchacha, que firme en sus principios, no había prometido entregarse sino a condición de ser sacada de la casa paterna y del pueblo.

Así pues, al desventurado viejo de la mula, el estúpido anfitrión que había tenido a mucha honra el ofrecer un banquete a aquellos soldados cobardes, había él mismo preparado su deshonra, y a aquella hora lamentaba la desenvoltura de su hija y la ingratitud infame del coronel.

Pero sobre todo, yo estaba furioso. Jamás había sentido el dolor punzante que sentí al ver a mi primera amada huir con su raptor.

¿Conque así se cumplían las promesas? ¿Así se guardaba la fe jurada? ¿Esto ocultaban aquellas palabras tranquilizadoras de la última noche?

¡Pérfida! ¡Infame!

Y pasaba junto a mí, platicando con su aborrecido amante, que aún traía envuelta en un pañuelo la mano herida por mí. Yo no pude contenerme, y asomé el cuerpo de tal manera, que lo dos me reconocieron. Antonia palideció. El coronel, enfurecido, sacó una pistola, me apuntó y disparó; pero no era un buen tirador, y la bala pasó lejos de mí.

Entonces gritó a sus asistentes:

— ¡Ea, pronto, a coger a ese bribón! Ahora verás si te escapas de llevar el tambor o de que te cuelgue de un árbol…

Yo quise responder algo terrible que tradujese mi odio y mi cólera; pero no encontré más que esta frase, muy de mi edad y de mi inexperiencia:

— ¿Yo tambor? grité… ¿Sí? ¡Su madre!

El coronel se torció de ira, los asistentes quisieron lanzarse en mi persecución, pero el flanco del camino era montuoso, muy escarpado y lleno de cortaduras. A caballo era imposible seguirme; a pie, tenía yo ventaja. Así es que me alejé lentamente y con toda seguridad, aun cuando oí algunos tiros sonar a mis espaldas. La columna entera había hecho alto, comunicóse la novedad al general en jefe, pero después de haber reconocido este ilustre veterano la imposibilidad de perseguirme con buen éxito, y de haberme contemplado con su anteojo suficientemente, mandó continuar la marcha con gran despecho de su valeroso hijo, que dos veces se había visto burlado por un chico delante de su joven dama.

Sin embargo, de este triunfillo, que me envaneció por algunos momentos y calmó algo mi dolor, cuando desde una nueva altura miré perderse a lo lejos la columna, me sentí desfallecer; me senté sobre una piedra, incliné la cabeza y lloré.

Todo el mundo, en mi caso, al conocer que está consumada la primera perfidia de la mujer que se ama, se pregunta con voz sorda y ahogada por una convulsión dolorosa: ¿Es posible? Yo también me pregunté ¿Es posible?

¡Ay! Largos años de perfidias y decepciones iban a responderme en seguida, que para las mujeres todo es posible.

XIII

Por la tarde bajé por fin al pueblo, y lo encontré mudo, triste y vacío. No estaba allí Antonia.

La mujer querida es la que alegra y hace vivir todo en derredor nuestro. El pueblo, mi casa, mi familia, todo me parecía insoportable. Apenas la ternura de mi buena madre que me creía salvado de un gran peligro, y la severa bondad de mi padre que me dio muchos consejos, pudieron derramar un poco de bálsamo en las heridas de mi corazón.

Después de algunos días en que anduve arrastrando por las soledades mi tristeza, me sentí con deseos de ver a la solterona para hablar con ella de mi mal.

Doloritas me recibió sonriendo y al parecer satisfecha.

— No te aflijas, Jorge —me dijo—, prodigándome extrañas caricias; ya has conocido cuán bribona era la Antoñita; yo me alegro de que te hayas desengañado.

— ¿Se alegra usted? —le pregunté sorprendido.

— Naturalmente, hijito, porque tú eres un buen muchacho, muy amoroso, muy tierno, muy niño, y no merecías a esa perdularia, que lo que deseaba era que se la llevara el diablo, como se la llevó, con un militar que va a dejarla en el primer pueblo del camino. Tú mereces otra cosa, tú mereces un corazón que sea siempre tuyo, que te quiera como tú deseas y que no sea capaz de dejarte por el primer advenedizo. Además, tú eres muy jovencito, y aún no conoces bien lo que es verdaderamente amor. Déjate de miraditas, de suspiros y de niñadas que no tienen objeto, y que no te han de traer más que tristeza y fastidio. Hay otras cosas en el amor que tú no conoces, y que necesitas que te enseñen… Pero eso no puede hacerlo una criatura que todavía tiene la leche en los labios. Te hace falta una mujer que tenga más experiencia que tú. Yo te aseguro que con ella olvidarás a tu Antonia en el término de tres días, y hasta te reirás de haberla sentido tanto.

— Pero, Lola —le respondí—; si eso es verdad, ¿en dónde encontraré ese corazón de que usted me habla? ¿dónde está esa mujer de experiencia que necesito para consolarme? Si ella me prometiera curarme, yo la amaría toda mi vida…

Doloritas se puso como una amapola; sus ojos despedían llamas, su boca estaba seca, y su pecho se agitaba. Abrió los brazos, me estrechó contra su corazón, y me dijo con voz trémula:

— ¡Ah! si tú me prometieras ser reservado, si tú me quisieras como querías a Antonia.

— ¿A usted? —le pregunté azorado.

Por más señales que hubiese visto antes, de la extraña afición que la jamona me tenía, mi inexperiencia y mi amor a Antonia me habían impedido darles su verdadero carácter. Aquella tía me inspiraba una repugnancia invencible. Además, yo la creía muy culpable en el rapto de Antonia.

A mi brusca interpelación, la jamona me alejó de sí; pero pareció calmarse, y leyendo en mi semblante mi absoluto desamor y mi sorpresa, que no ocultaba mi repulsión hacia ella, me respondió:

— Sí, a mí, niño, a mí para ser tu consejera en estos asuntos, para que no te vuelvan a engañar. Te digo que sería necesario que me quisieras como a Antonia, porque así nada me ocultarías y tendrías suma confianza en mí. No lo digo por otra cosa, Jorge, ni tú lo vayas a entender de otra manera, porque bien sabes que yo, teniendo otra edad que tú, y habiendo querido mucho (aquí suspiró) a un hombre digno de mí, no puedo querer ya a nadie, ni menos a un niño como tú.

Respiré. Doloritas se replegaba, ahorrándose un compromiso ridículo. Aquella declaración llevada hasta su último extremo, me hubiera causado horror.

Me alejé y no volví a la casa de la solterona, que por otra parte, lejos de extrañarme, me tomó ojeriza. Sabido es que las mujeres se convierten en enemigas, después de una contrariedad de esta naturaleza.

Seguí viviendo triste en aquella aldea, por espacio de ocho a diez meses, sin querer dedicarme a nada, ni trabajar en nada.

Mi familia estaba alarmadísima, hasta que mi pobre padre, llamándome un día, me preguntó:

— Hijo, ¿quisieras irte a estudiar a México?

Yo di un salto de gozo, jamás me hubiera atrevido a solicitar semejante cosa, pero la verdad era que esa idea me halagaba desde hacía tiempo.

— ¿A estudiar? ¿Y en dónde?

— En un colegio; aunque somos pobres, aplicándote, te podemos sostener y serás lo que tú quieras.

— Con mucho gusto, padre. Ese es mi deseo.

— Pues arreglado; partiremos pronto.

Desde aquel día no pensé en otra cosa. Dar a mi espíritu una ocupación conforme con mis esperanzas y mis ambiciones; ir a México, entrar en otro mundo, poner el pie en los primeros peldaños de una escala que yo había soñado… ¡qué orgullo y qué dicha!

Quince días después, acompañado de mi padre y de algunos parientes, y montado en un caballejo pacífico y meditabundo como yo, me dirigía a la famosa capital de la República, con la cabeza llena de ilusiones y el corazón casi enfermo por las constantes palpitaciones de alborozo.

Los yankees habían evacuado ya la República, y la vida mexicana iba volviendo a su curso normal.

A medida que me aproximaba a la gran ciudad, nuevas sorpresas y más bellas ilusiones acariciaban mi joven imaginación. Un recuerdo me asaltó al entrar en la hermosa calzada que debía conducirnos hasta las puertas de México.

¡Antonia!

Este amor no se había apagado enteramente, y de sus cenizas tibias aún brotaban de cuando en cuando algunas chispas. Antonia tal vez estaba en México; tal vez iba a encontrarla. ¡Qué curioso estaba yo de conocer su nuevo estado! ¡Qué deseos abrigaba de vengarme de ella!

¡Desgraciada!

El destino iba a ponérmela delante más tarde. ¡y de qué manera iba yo a verla otra vez!

Pero esa segunda parte de esta historia de mi adolescencia, pertenece a otro tiempo, y allí tendrá su lugar.

Mi padre me sacó de mi meditación cuando estábamos frente a la garita, y veíamos las grandes calles de la capital por las que hormigueaba la gente. Diome un golpecito en el hombro y me dijo:

— Muchacho, ¡ya estamos en México!

Mis recuerdos y preocupaciones se disiparon como por encanto, en presencia de este espectáculo terrible para un niño de aldea. ¡MÉXICO!

3. Beatriz. Idilios y elegías

I

In Venice do let heaven see the oranks. They dare

not show their husbands; their best conscience.
Is, not to leave undone, buy keep unknown
.

Shakespeare Othello

Other women cloy. The appetites they feed,
but she makes hungry.
Where most she satisfies: for viles things.
Become themselves in her; that the holy priest.
Bless her when she is riggish.

Un destino singular, semejante a un guía burlón, iba a iniciarme desde muy temprano en todos los misterios de la vida, y lo que es más extraño aún, por una serie maravillosa de contrastes, que hacían para mí doble el tiempo y más rápido el aprendizaje. Mi primer amor fue un lampo de aurora; mi segundo amor fue un incendio. Todavía atónito por las volubilidades de la cervatilla, me encontré, cuando menos lo pensaba, en las garras de la tigre. Mi corazón, excitado apenas con el aroma de la margarita silvestre, se atosigó bien pronto con el perfume letal de la rosa, reina de los jardines.

He dicho que Antonia, en su calidad de niña, necesitaba un mentor que fuese niño. A mi vez, yo no sé si la necesitaba; pero el hecho es que, como Juan Jacobo Rousseau, me encontré con una mamá; ya sabéis que así llamaba él a la buena Madame de Varens.

Mi maestra era una mujer cuyo tipo existe todavía, como un resto edificante de la antigua educación que recibió esta sociedad cuando era colonia, y que se encargó de modificar la vida moderna.

Pero no anticipemos, y hagamos la historia desde el principio.

Estudiaba yo; ya recordaréis que mi buen padre me trajo a México con la intención de meterme en un colegio. Así lo hizo, y por dos años me estuve inocentemente estudiando, confesando y comulgando, como lo acostumbraban los jóvenes que en aquel tiempo tenían la dicha de ilustrarse en esa especie de redil que se llamaba, pomposamente, un colegio.

¡Un colegio! ¡qué mundo de recuerdos evoca este nombre para mí! Tristes y alegres, gratos y fastidiosos, todos pasan en tropel por el campo de mi fantasía en las horas silenciosas de la noche en que escribo esto. Yo en el colegio fui alternativamente feliz o desdichado. Allí dejé el pelo de la dehesa, allí comencé a deletrear en el gran libro del mundo, allí contraje numerosas amistades de las que he perdido muy pocas, y allí por último se me apareció entre las sombras de la meditación, la encantadora imagen de Beatriz, como una realización inesperada de mis deseos juveniles.

Es preciso decir lo que era entonces un colegio, para hacerla conocer bien a los muchachos que hoy disfrutan el beneficio de educarse a la moderna, y más todavía a los que mañana no encontrarán en las escuelas ni un solo espectro de los que espantaban a los jóvenes de mi época, ni una sola ranciedad de las que nos fastidiaron a nosotros sin lograr por eso hacernos amar a las antiguallas.

Un colegio era una gran casa parecida a un convento, y en la que bajo la advocación de un santo cualquiera, se enseñaban las ciencias a la juventud. Esta gran casa tenía un aspecto amable, y el más propio para cautivar el espíritu de los muchachos y hacerles gustar del estudio.

Figuraos tres o cuatro patios generalmente sombríos, más bien a causa de la altura del edificio y del color de las paredes y de los corredores, que de la falta de luz. El hermoso sol de nuestra tierra no penetraba allí sino velado; los hombres de aquella época juzgaban a propósito pintar de negro los nidos, para no hacer peligrosa la alegría de los gorriones que en ellos se educaban.

En estos tres o cuatro patios, circuidos todos por oscuros corredores, se alojaba aquel mundo que se llamaba un colegio. Arriba vivían los estudiantes; abajo estaban las cátedras, el refectorio, la capilla, el general, la cocina, la despensa, los cuartos de criados, etc.

Las habitaciones de los estudiantes eran magníficas, pues se hallaban modeladas según las que se destinaban a los criminales en las cárceles de aquel tiempo. Consistían en una pieza pequeña que comunicaba con el corredor por una puerta, y que además solía tener una ventanilla con una reja de hierro.

En esa pieza vivían generalmente cuatro o cinco estudiantes. A veces el número era mayor, aunque el de puertas y ventanas era el mismo, de manera que la ventilación era excelente.

La higiene preocupaba muchísimo a los directores de semejantes establecimientos, y no pocos de los antiguos educandos deben la robusta salud de que disfrutan hoy a los solícitos cuidados de que fueron objeto, y a la sana alimentación que recibieron en la época feliz de su juventud.

Por lo demás la vida de colegio era encantadora, como que estaba enteramente calcada sobre la vida monástica, la de los tiempos de la Tebaida, se entiende, porque ni por todo el oro del mundo se nos hubiera permitido imitar la edificante conducta de los virtuosos anacoretas que en ese tiempo honraban nuestra santa religión con sus evangélicas virtudes.

Así pues, nuestra vida giraba en el eterno círculo del ayuno, del rezo, del estudio, de la contemplación y de la taciturnidad. A las cinco de la mañana, en el verano como en el invierno, el toque de una campana nos despertaba del sabroso y pesado sueño de la juventud. Una mano poco ceremoniosa abría la puerta de nuestro cuarto, y la cabeza de Medusa del padre maestro o prefecto de estudios, abrigada bajo un birrete negro y grasiento, se introducía para gritarnos con voz cascada, el sacramental ¡arriba!

A esta palabra nos levantábamos sobresaltados, nos poníamos de prisa los desgarrados vestidos del colegial, y nos lanzábamos al corredor a recibir al agradable fresquecillo de la mañana. En algunos de esos colegios donde los estudiantes dormían en un largo salón, el susodicho padre maestro o prefecto obligaba a todo el mundo a saltar del lecho a medio vestir, persignándose y rezando en voz alta el himno aquel:

Jam lucis orto sidere
Deum precemur supplices
Ut in diurnis actibus
Nos servet a nocentibus, etc.
,

…después de lo cual salíamos a los corredores a murmurar con voz soñolienta y tiritando de frío, nuestra lección del día. A las siete, poco más o menos, otro campanazo nos mandaba ir a misa. Bajábamos a la capilla de dos en dos, en silencio, y con una compunción que nos habría envidiado un claustro de capuchinos. En la capilla nos aguardaba ya el capellán, revestido y acompañado de sus acólitos, muchachuelos escogidos entre los más decentes del colegio. Nos poníamos de rodillas bajo la mirada paternal y tierna del prefecto, y presenciábamos el santo sacrificio, sin que nos fuera dado sentarnos una vez siquiera en las bancas, que para mortificar nuestro miserable cuerpo se colocaban a nuestro lado. Algunas pelotillas de pan lanzadas por alguna mano irreverente sobre el augusto altar, y que por acaso solían pegar en el cerviguillo del venerable ministro, eran un pretexto suficiente para castigar al colegio privándolo del desayuno. Estos castigos eran las gangas de la mayordomía.

De misa, cuando no había castigo, pasábamos al refectorio. El padre maestro decía el benedicete, y luego nos sentábamos; circulaban entonces los portaviandas con las jícaras de chocolate, de un chocolate suculento de pepita de calabaza, capaz de nutrir el estómago más rebelde; un panecillo sabroso e invariable, era el compañero del fingido soconusco, y después de devorar todo eso, salíamos a hacer nuestra toilette que consistía, como es de suponerse, en arreglarnos pasablemente los cabellos, y en anudárnoslo más graciosamente posible el descolorido arambel que nos servía de corbata.

Después, la campana otra vez nos prescribía el estudio. ¡El estudio! ¡Ah! entonces sí que se estudiaba; entonces sí que se conocían los buenos libros, y no se era, como ahora, erudito a la violeta. Los estudios preparatorios debían ser, y eran, en todos los colegios, los siguientes: gramática latina, por Nebrija o por Iriarte; este estudio estaba dividido en cuatro clases, a saber: mínimos, menores, medianos y mayores. Todo hombre que deseara tener una carrera científica, debía comenzar entonces por saber latín. El latín era indispensable, y aun los ricos, los viejos ricos que pretendían hacer de sus herederos alguna cosa grande en el mundo, opinaban como el Mr. de la Jeannotiére de Voltaire, que debían éstos saber su poco de latín. Por supuesto que el tal latín no era el conocimiento de la literatura latina, ¡ca! no; reducíase a algunas traduccioncillas que se aprendían automáticamente, a algunos retruécanos que venían repitiéndose desde el tiempo de Luis Vives, y algunos diálogos que hubieran hecho exclamar a Pedro Gringoire, con más razón que en los tribunales del viejo París: ¡Eheu! ibassa latinitas! Del latín se pasaba al estudio de la lógica.

Stuart Mill no había aún publicado su método, y si hubiera sido conocido, habría quedado quemado por la mano del portero, entre la rechifla de aquellos grandes sabios. Se estudiaba entonces Lógica por Jacquier; por Bouvin; y los más ilustrados profesores escogían por texto la Lógica de Heineccius. Aquello sí que enseñaba a discurrir. Meses enteros se consagraba uno a la gravísima cuestión de las ideas innatas, resolviéndola lindamente por medio de los silogismos en Bárbara o en Celarent, Darii, Feriioque, Baralipton. El ergotismo enfrentaba los indiscretos ímpetus del espíritu, y entonces sí que no se conocía la palabrería de la actualidad; la charla estaba proscrita, y al concluir el estudio de la lógica podía uno muy bien vanagloriarse de no haber fatigado en vano ni su lengua ni su garguero.

Ya que estaba uno convertido en cocuyo con la luz de la lógica, se lanzaba atrevidamente en los tenebrosos abismos de la metafísica. ¡Oh, la metafísica! ¡Qué ciencia tan positiva y tan útil! ¡Cómo siento que nuestros legisladores inficionados por el veneno de los principios modernos, hayan suprimido en las escuelas nacionales el estudio de la metafísica que por tantos años había sido la antorcha del género humano! ¡Qué discusiones aquéllas sobre los entes! ¡Qué argumentos en favor de la existencia de Dios, como que sin ellos era imposible decir una palabra razonable sobre el asunto! ¿Y la Psicología? Si después de aquellas lecciones sentía uno de veras el alma del cuerpo… ¿y el tratado de los ángeles? ¿y el otro sobre el alma de las bestias? Todo era admirable. Medio año se empleaba en adquirir tan bellos conocimientos, y aún parecía poco; así lo decían los profesores, así lo repiten aún hoy los espíritus ilustrados que han emprendido la buena obra de querer volvernos a aquellos tiempos, y así lo creo yo también, que me hallo muy satisfecho de haber consagrado los mejores días de mi juventud a esas graves materias, de que saqué un indisputable provecho.

Por este orden seguían los demás estudios: la Moral, la Ideología, un poquillo de Matemáticas, como que era lo que menos se necesitaba para ser ilustrado en aquel tiempo, y aún hoy, según he oído decir recientemente a algunos diputados en el Congreso de la Unión. Así opinaba el excelente ayo de Jeannot, hijo. Después venían la Física en dosis homeopática y sin necesidad de tener un gabinete; la Geografía en diez lecciones, y no más. Tales eran los estudios preparatorios, de los cuales he querido hablar porque la historia que va a seguir tuvo su curso durante ellos; de modo que los recuerdos del colegio en esa época, están inevitablemente ligados con los recuerdos de una mujer y de una serie de sucesos íntimos inolvidables.

Pero aún no está concluida la descripción de la vida de colegio.

Quedamos en el estudio de la mañana. Una vez concluido éste, entrábamos a cátedra. Allí un profesor lleno de sabiduría nos explicaba el texto bostezando, y nos ponía de rodillas de cuando en cuando, si no sabíamos la clase, o bien nos hacía encerrar en una cárcel, o nos ponía a pan y agua. En algunos Colegios, como en San Gregario, el castigo era todavía más enérgico. Se aplicaban al alumno, cualquiera que fuese su edad, sendos latigazos, correctivo de que, sea dicho en verdad, no tuvimos el gusto de ser partícipes.

De cátedra salíamos a tener un rato de solaz. Se conversaba entonces, se reía, se jugaba. Algunos muchachos que amaban la lectura sacaban entonces librillos sabrosos para devorarlos; novelillas francesas, y algunos poetas españoles hacían el gasto. En casi todos los colegios había una biblioteca más o menos grande y buena, pero en ninguna de ellas se permitía leer a los estudiantes un solo libro. ¡Feliz aquél que a hurtadillas podía recrearse con un clásico, griego o latino! Los estudiantes no debían saber más que lo que se les quería enseñar. Recuerdo que una vez, durante nuestro estudio de latinidad, un amigo mío fue encontrado leyendo un bello ejemplar de Tibulo. ¡Horror! El libro le fue arrebatado de las manos, y el pequeño criminal fue encerrado, ni más ni menos que como un conspirador contra el orden público. El rector creía muy peligrosas para la imaginación de un joven, las ardientes elegías consagradas por el más sensible de los poetas del tiempo de Augusto a la hermosa Delia. En cambio, nada encontraba el severo pedagogo de reprensible en la famosa bucólica de Virgilio, que comienza:

Formosus pastor Corydon ardebat Alexim
Delicias domini, ne quid speraret habebat.

Y tenía razón, puesto que una mano venerable y consagrada había colocado expresamente este bello modelo en la colección de los autores latinos, que se había escogido, como el mejor texto, para la juventud.

Al mediodía, otra vez la campana invitaba al colegio a pasar al refectorio, donde una comida suculenta esperaba al alumno para restaurar sus fuerzas. La bondad de este banquete diario es todavía un motivo de recuerdo delicioso y grato para los que se educaron en otro tiempo. En la cuaresma se comía rigurosamente de vigilia, como era debido.

Después de comer se estudiaba, porque precisamente a esa hora el espíritu, sobre el cual para nada influye la materia, se hallaba en la mayor aptitud para pensar y retener. Las cátedras vespertinas eran iguales a las de la mañana. En la noche se escuchaba devotamente en la capilla la vida del santo del día, después de la cual se rezaba el rosario con su correspondiente letanía, antífonas, etc., etc. Con esta devoción se cerraban los trabajos del día y se acostaba uno a las nueve o diez de la noche en medio del mayor recogimiento.

Los domingos se salía a la calle después de misa, y se entraba al colegio a las oraciones de la noche. Afortunadamente los días de fiesta eran frecuentísimos, de modo que en todos ellos se encontraba el apetecido descanso. Cada mes se comulgaba, consagrándose dos días antes a preparar la conciencia, a cuyo efecto se ponía en manos de los jóvenes el piadoso libro del padre Jaen, cuyas lecciones acababan de aclarar prontamente las dudas que hubieran podido abrigar los muchachos sobre ciertas materias. Los ejemplos del padre Jaen completaban en castellano las lecciones latinas de Virgilio, y aun ilustraban la conciencia juvenil sobre nuevos y más complicados asuntos.

De esta manera se iba ascendiendo en la escala de los conocimientos humanos, y pasando de la infancia a la adolescencia, de la adolescencia a la pubertad. Cuando solía uno entrar en los círculos mundanos, ya iba armado con un arsenal de teorías. La imaginación podía descarriarse antes de la salida al mundo, pero la devoción había sido enseñada como un antídoto infalible, de modo que entonces la inmoralidad no hacía estragos, y si los hacía, quedaban conjurados con las poderosas armas de la fe.

No debe olvidarse que estoy hablando de un colegio tal como era antes de 1857, época en que, sin embargo, ya los principios modernos habían inficionado la enseñanza. Allá, al comenzar el siglo, el régimen escolar era todavía más agradable, y sobre todo, más ajustado a las santas reglas de la honestidad.

Como unos diez años antes de ese famoso en que se proclamó la Constitución, y como lo he dicho en otra parte, poco después de la invasión norteamericana, yo hacía mis estudios preparatorios en el colegio de… en la manera y forma que dejo apuntadas.

II

Mi padre, previendo que yo necesitaría en México de algún amparo, y sobre todo, de una persona a quien respetar y a quien acudir en demanda de consejo, me recomendó, al dejarme en el colegio, a un pariente suyo, eclesiástico venerable y que por su saber y sus virtudes había obtenido una canongía en la Colegiata de Guadalupe.

Este santo personaje, que había sido cura en el Estado de Veracruz hacía cosa de treinta años, poseía junto a mi pueblo precisamente, un rancho de los mejores del rumbo y unos grandes terrenos en que sembraba tabaco, todo lo cual había sido el fruto de sus trabajos en el cuidado de las almas.

Como el canónigo residía en México, había confiado a extrañas manos la administración de aquellos cuantiosos bienes que le producían una renta pingüe, pero había tenido que acudir muchas veces a la honradez de mi padre para que en su calidad de inteligente campesino, ranchero, y pariente suyo, le arreglase varias dificultades y ejerciera cierta vigilancia sobre los administradores. Así es que debía grandes consideraciones a mi padre, y éste pudo, en esa virtud, solicitar de su respetable pariente protección para mí.

El señor prebendado la ofreció muy amplia, no sin exigir de mi padre que cuidase, a su vez, de los becerros, de la ordeña, del herradero y de las cosechas de tabaco. Así es que en virtud de este contrato facio ut facias, como diría un jurista, hubo encargo recíproco de tutelas, y yo quedé bajo la del piadoso sacerdote.

Era éste un grave personaje de cincuenta y tantos años, de elevada talla, robusto, coloradote y bien conservado. Mantenía, como todos los hombres de su profesión y de su posición, numerosas relaciones en México con las grandes familias y los más famosos próceres de la política. Así es que, cuando él no pasaba el día en el seno de una familia aristocrática, recibía en su casa a un gran número de personas: generales, senadores, diputados, jueces, ricos tenderos españoles, agiotistas célebres, opulentas y viejas devotas, y otras muchas gentes de ambos sexos.

De manera que en las primeras visitas que le hice, me formé una gran idea de su influencia y de su saber, y desde su antesala, en que aguardaba con mi timidez de catorce años a que me llamara para disfrutar el honor de… saludarle, y viendo pasar delante de mí a una tan abigarrada falange de cortesanos y cortesanas, me figuré buenamente que el señor canónigo era un semidios.

Por supuesto que las audiencias que me concedía eran brevísimas, y en ellas respondía yo en pie a las tres o cuatro preguntas que hacía sobre mis estudios y alimentos, después de lo cual me observaba un momento fijando en mí una mirada altanera a través de sus oscuros anteojos de oro y bajo sus espesas cejas grises, y concluía recomendándome que fuese devoto, y amenazándome con la ira de mi padre si no obedecía.

¡Qué impresión tan terrible me producían estas audiencias! El canónigo me inspiraba al principio una especie de terror místico. Yo comprendo que esto provenía de su sequedad al hablarme y del aparato de que le veía yo rodeado, porque me recibía en su gabinete de estudio, que estaba arreglado a la manera eclesiástica. Era amplio, pero iluminado débilmente por una ventana estrecha y cuyos cristales estaban cubiertos con cortinas descoloridas y sucias; el tapiz era también oscuro y viejo; el mueblaje consistía en seis grandes libreros de madera negra llenos de pergaminos in folio y de otros libros viejos eclesiásticos de pastas desagradables. Algunos sillones antiguos de cuero mostraban sus cojines y respaldos destripados junto a una gran mesa cubierta con una carpeta de bayeta verde, sobre la cual se mostraba el enorme e indispensable tintero de plomo o de cobre con su haz de plumas de ave, y en medio de libros colocados simétricamente, y de papeles, y de cuadernos forrados en badana oscura, se destacaba un enorme crucifijo de madera chorreando sangre, pero adornado con su corona y potencias de plata, con su cendal de lino, encarrujado y sucio, y sus flores de trapo manchadas de tinta. Esta mesa estaba colocada junto a un librero, y entre éste y ella se hallaba el gran sillón del canónigo, en el que se mostraba el austero personaje medio oculto entre las sombras de aquel santuario. Descansaba generalmente los brazos sobre una carpeta de hule, a cuyas orillas se mostraba abierta una petaquita grasienta rellena de grandes tabacos, o bien una gran caja de oro para polvos, el braserillo de plata con su pequeño cono de ceniza ocultando la braza, y junto a él un gato enorme, el favorito de su reverencia.

Sobre los estantes de libros colgábanse diez o doce cuadros espantosos, y no sé si de la escuela española o mexicana, pero que representaban suplicios de vírgenes desmelenadas, frailes desollados, escenas de la Pasión, y quién sabe cuántos horrores más, pero que según los peritos en el arte de la pintura, eran de un gusto excelente.

Tal era el cuadro no menos desapacible ante el cual me encontraba yo, casi todos los domingos en que iba a saludar al venerable prebendado de la Villa.

¿Qué extraño, pues, que yo saliera de allí hastiado y sintiendo oprimido el corazón? Parecíame, al respirar el aire libre de la calle, que salía yo de una cueva.

Así pasaron dos o tres años, y durante ellos jamás me vino el menor deseo de pedir consejo sobre nada a tan santo varón. Me hubiera llevado el diablo más bien que acercarme a aquel pozo de sabiduría que se me presentaba rodeado de ortigas, a aquella seráfica virtud metida en el zurrón de un jabalí disecado. Por otra parte, el viejo canónigo, asaz ocupado con sus compañeros de conspiración contra el orden público (porque era conspirador) y con sus viejas devotas, maldito el caso que hacía de mí, y nunca se dignó humanizarse hasta el grado de invitarme a comer una vez siquiera. En vano yo, por orden de mi señor padre, le hacía partícipe de los regalos que solía enviarme al colegio, y consistían en sendos ponites de mangos y de plátanos de Orizaba, o en algunas docenas de aromáticas piñas de Córdoba, o en algunas arrobas de carne cecina de Nopalapan, obsequios todos muy apreciados en esta capital. El glotón prebendado se contentaba con enseñarme un diente, formulando una especie de sonrisa protectora, mandaba recibir el obsequio, que se apresuraba a devorar en unión de sus hijas de confesión; hablándome de las frutas que le llegaban a él del mismo rumbo, y me despedía con su frase de siempre ¡aplicarse! ¡aplicarse!

Y en tanto, mi confiado y laborioso padre, creyendo que el canónigo me dispensaba mil consideraciones, se afanaba para captarse más su voluntad, y aun descuidando sus propios intereses, en cuidar los becerros, la ordeña y el herradero en los ranchos del egoísta viejo, y yo me guardaba bien de escribir al autor de mis días dándole la noticia de la benevolencia con que trataban a su recomendado. Por otra parte, yo no había ido a pasar las vacaciones a mi tierra, prefiriendo mi padre, según me decía, privarse de verme en todo ese tiempo, con tal de que me quedara divirtiéndome en México y pasándome buena vida en la casa del canónigo, donde él suponía que yo habría tenido el buen gusto de ir a alojarme. Entretanto, yo soportaba los tristes días de diciembre encerrado en el colegio, en unión de los pocos muchachos perdidos que se quedaban allí, castigados por su holgazanería durante el año escolar.

Pero un domingo de los primeros del mes de enero, al hacer mi visita de costumbre al prebendado, éste, desarrugando el ceño y encendiendo un enorme puro, me mandó sentar en uno de los destripados sillones, y me habló así, con un acento un poco meloso:

— Jorge, deseaba que vinieras para decirte que mañana entrará en tu colegio un niño muy decente, muy bueno, muy juiciocito, hijo de padres muy recomendables, y a quien yo quiero con entrañable cariño. Como tú eres antiguo allí y debes conocer el modo y tener muchos amigos, te lo recomiendo mucho, muy mucho, para que seas su protector, su defensor, y no permitas que le hagan las maldades que acostumbran con los niños nuevos. Tú eres fuerte, tengo idea de que te haces respetar, porque seguramente te pareces en el genio a tu padre y a tus tíos, a quienes he conocido en otro tiempo como hombres valientes y resueltos, ¿no es verdad?

— Señor —le respondí—, al principio yo padecí mucho como todos los colegiales nuevos, con la guerra que me hacían los antiguos, pero como no han logrado dominarme, acabaron por ser mis amigos, y yo le respondo a usted de que no le harán nada al niño de que usted me habla.

— ¡Magnífico! —replicó el canónigo— Cuento entonces contigo, y me alegraré de poder escribir a tu padre diciéndole que te portas bien en todo lo que te mando. Como te iba diciendo, el niño que va a entrar es inocentísimo, y no ha oído en su vida ni una mala palabra, porque los ejemplos que ha visto en su casa son todos de virtud, de recato y de temor a Dios; de modo que cuidarás de que no tenga malas amistades y de que no oiga conversaciones pecaminosas; además, como es un niño muy fino y muy delicado, es preciso que lo cuides mucho; evítale trabajos y sírvele como de hermano mayor. Sus padres y yo te lo agradeceremos mucho, y su mamá, que es una santa, un ángel del Señor sobre la tierra, se tranquilizará sabiendo que hay en el colegio quien proteja al niño, y aun te protegerá en lo que pueda.

Mañana, yo mismo lo llevaré en compañía de su mamá, y te llamaremos para presentártelo. Se llama Luisito.

Yo prometí al canónigo cuidar de Luisito con esmero, y después de esto, el viejo me despidió más bondadosamente que de costumbre, diciéndome como siempre:

— ¡Vaya, pues, hasta luego, y aplicarse, aplicarse!

III

Maldita la cosa que me importaba a mí el tal Luisito, tanto más, cuanto que había visto que la protección del eclesiástico no me había servido de nada, pero me proponía, sin embargo, cumplir lo ofrecido, siquiera para aprovechar la oportunidad de proteger al débil. Era la primera ocasión que se me presentaba de prestar mi apoyo contra la indolencia característica de los colegiales, y en defensa de una criatura enclenque.

Al siguiente día me desperté con cierta curiosidad. Los colegiales estaban llegando de vacaciones, y hacían meter en sus cuartos respectivos la clásica cama de madera pintada de verde, el baúl forrado de cuero peludo, la cómoda llena de raspaduras, el colchón sucio y enrollado, la sombrerera de cuero, y otras zarandajas que formaban su pobre menaje. Los recién llegados saludaban con efusión a los que les habían precedido, y se contaban mutuamente sus aventuras de vacaciones. Esta vuelta de las vacaciones es uno de los recuerdos más risueños del que ha sido estudiante, y pocos hay que no sientan conmoverse aún su empedernido corazón al volver los ojos al pasado y recordar aquellos días de enero en que se esperaba con impaciencia la llegada de los hermanos de colegio, hermanos quizá más queridos que los hermanos de sangre. Colocábanse generalmente los colegiales en el patio, para ver entrar a los amigos y a los nuevos. Los cargadores, que eran los primeros en entrar con el susodicho equipaje, hacían palpitar de curiosidad a los que esperaban. A poco llegaba el amigo riendo estrepitosamente, gritando por sus nombres y apodos a sus amigos y abrazándolos de una manera ruda. Todo era risotada, tumulto y barahúnda a cada entrada de estudiante.

Con los nuevos era otra cosa. Si se veía llegar un equipaje recién comprado y flamante, se comprendía luego que pertenecía a un nuevo: éste llegaba como azorado, como espeluznado, mirando por todas partes y recelando de todo, pegándose mucho a su padre o tutor, que generalmente le servía de patrono para entrar en la terrible casa. Los colegiales fisgaban, criticaban sin piedad, discutían los apodos que iban a ponérsele y concertaban las espantosas travesuras de que iban a hacer víctima al susodicho nuevo.

Esa mañana de que estoy hablando llegaron muchos antiguos y algunos nuevos, pero no aparecía aún Luisito, y eran las diez de la mañana.

Fuéronse todos a estudiar, pero yo me di maña para quedarme esperando en el primer patio, seguro de que el canónigo no tardaría en llegar con el chico.

En efecto, a las once oí acercarse un carruaje; el empedrado de la calle resonaba con las herraduras de dos caballos frisones, y un momento después, éstos se pararon frente a la puerta del colegio. El carruaje era magnífico y revelaba pertenecer a una familia opulenta. El cochero y el lacayo vestían una lujosa librea. Los soberbios frisones tordillos rodados ostentaban guarniciones riquísimas.

Yo me asomé a la puerta para ver bien: el lacayo bajó del pescante, abrió, descubriéndose, la portezuela, bajó y aguardó inclinado. Entonces el canónigo salió recogiéndose el luengo manto de paño, apoyando con cuidado el largo pie calzado con chinela de hebilla de oro en el estribo, y sacando con dificultad el gran sombrero acanalado, todo lo cual formaba el hermoso arreo de los ministros del Señor en aquella época, arreo por lo cual suspiran todavía algunos aficionados a las usanzas carnavalescas.

El canónigo, luego que se hubo colocado su gran sombrero a la don Basilio y acomodándose los anteojos de oro, fue a ofrecer galantemente la mano a una dama, para ver a la cual todo yo me volví ojos.

¡Ah! y valía la pena. ¡Qué aparición! ¡Qué mujer! ¡Cómo me sonríe todavía esta encantadora imagen después de tantos años, y de tantas vicisitudes, y de tantas mujeres!

La dama era hermosísima y vestía lujosamente a la española, como la mayor parte de las grandes señoras de México en aquel tiempo. Yo no vi por lo pronto más que un bello rostro que se inclinaba para ver el estribo, una rica mantilla negra que ondeaba sobre los hombros y velaba el semblante y el cuello blanco y majestuoso, una ancha falda de moaré negro que crujía al desplegarse fuera del coche; una manga también negra, de la que se destacaba entre un círculo de finísimos encajes un puño de alabastro, rematando en una mano aristocrática cubierta con un guante color de caña y llevando un devocionario con pasta de marfil y un rosario de pequeños corales entre los dedos. Otra mano igual se alargó al canónigo buscando su apoyo; luego asomó entre la falda un hermoso pie calzado con zapato bajo de seda (no usaban botitas entonces) de color oscuro, con lindas cáligas; después el principio de una pierna robusta y elegante, cubierta con una media bordada de seda color rosa. Y luego sufrí una especie de vértigo: la sangre juvenil, mi sangre virgen y ardiente me había puesto una venda roja en los ojos. Creí que iba a caer. Ni vi bajar al niño, ni me importaba después de haber visto a aquella diosa.

Detuviéronse un instante para que la dama arreglase su tocado y el jovencito su chaleco, pantalones y corbata. En este tiempo pude reponerme y colocarme, desde mi escondite pude contemplar a mi sabor a la dama. Tendría de treinta y cinco a treinta y ocho años; sí señor, era una beldad, un po matura, como entre el claroscuro de un corredor, de modo que no fui visto por ninguno. Pero dice Mephistófeles en la ópera, pero ¡qué hermosa! y ¡qué fresca! y ¡qué provocativa! Tenía todos los encantos punzantes de las frutas del trópico en plena sazón.

Conducida por el canónigo atravesó el primer patio para dirigirse a la sala rectoral, y entonces pude admirar toda la esbeltez de su talle que le hubiera envidiado una joven de quince años, toda la gracia, toda la soupplesse de sus movimientos, toda la opulencia de sus formas, perfeccionadas por el genio de la voluptuosidad. Volvió por casualidad el semblante hacia el lado en que yo me encontraba, y al mirarlo de nuevo, me pareció más bello todavía. Cabellos rizados sobre una frente blanca y tersa; ojos negros, dulces y apasionados, revelando inteligencia y energía; nariz altiva; labios de granada, sensuales y húmedos; un cuello erguido; todo, en fin, me hizo conocer por instinto que aquella mujer no era vulgar. Sentí desfallecer mi corazón. ¿Qué significaba eso?

¡Qué diablo! Siempre que alguna mujer ha tenido que influir algo en mi vida, me ha producido al verla semejante impresión. ¿Es el aviso misterioso del Destino? ¿Es el aletazo de esa procelaria invisible que se llama el agüero? No lo sé, pero la experiencia me ha enseñado a conocerlo, y jamás ha fallado.

El señor rector, avisado de la llegada de tan extraordinaria visita, salió a recibirla apresurado, y la condujo a su sala. Algunos momentos después fui llamado.

Era la primera vez que iba a verme frente a frente de una dama distinguida y hermosa, y se apoderó de mí una emoción terrible. El corazón me palpitaba fuertemente, la sangre me subía a la cabeza y se me doblaban las piernas. A esta primera turbación sucedió rápidamente una especie de miedo; debí haber palidecido espantosamente. Así me acerqué a la puerta de la sala rectoral, y toqué.

— ¡Adentro! —dijo con voz imperiosa el rector.

Y me encontré entonces frente al temible grupo, al cual no pude distinguir; tal fue el vértigo que sufrí; apenas pude inclinarme y balbucir un saludo incomprensible.

— Jorge —me dijo el rector—, el señor canónigo ha llamado a usted para presentarle a este niño.

— Vamos —añadió el eclesiástico—, aquí tiene usted a Luisito.

El chico se quedó viéndome como un imbécil y nada habló, permaneciendo sentado en el sofá entre su mamá y el canónigo.

— Niño —dijo entonces la dama—, abraza a tu amigo, al que va a ser tu amigo y tu compañero en el colegio.

Luisito se levantó y vino a abrazarme. Yo correspondí con una amabilidad automática. La presencia de la bellísima señora, el sonido de su voz dulce y penetrante me tenía arrobado.

Yo no sabía más que mirarla e inclinar la vista dominado por aquellos ojos ardientes y lánguidos.

— El señor doctor me ha dicho —añadió ella—, que usted es un niño muy bueno y muy aplicado, y eso me ha dado mucho gusto, porque Luis tendrá en usted un amigo como yo lo deseo; ¿no es verdad que lo va usted a querer mucho?

— Sí señora, mucho —respondí con vivacidad—: en mí va a tener un hermano, y ustedes, no se arrepentirán jamás de haber confiado en mí.

— Gracias, gracias, jovencito —replicó la dama—; estoy muy tranquila.

Y luego, volviéndose al rector y al canónigo, les dijo en voz baja, pero de modo que yo lo oyese:

— ¡Qué simpático es!

Evidentemente aquella frase había sido dicha para halagarme; iba a ser el amigo y el protector de su hijo, y natural era que procurara captarse mi voluntad; el hecho es que yo me sentí dulcemente lisonjeado, y al acabar de pronunciar ella aquellas palabras, le dirigí una mirada muy atrevida para un colegial de dieciséis años.

— No tenga usted cuidado, Beatriz —dijo el canónigo—: este Jorge es un excelente muchacho; él sabe que me está recomendado por su padre, que es un honrado amigo mío y pariente; de manera que viéndome a mí como su protector, en México, él hará por darme gusto todo lo posible en favor de Luisito.

— En cambio, yo seré para él una amiga tierna, una madre que lo querrá mucho y que procurará hacerle menos amarga la ausencia de su familia.

Beatriz, que se levantaba, dijo esto con acento conmovido y mirándome dulcemente; me alargó una de sus manos hechiceras que yo me apresuré a tomar entre las mías trémulas, y aun la habría besado mil veces si la presencia de aquellos dos viejos no me hubiera quitado en el acto la tentación fuerte que me vino. Luego me preguntó:

— ¿Usted tiene aquí alguna familia conocida en cuya casa pase los domingos y días de fiesta?

— No señora —respondí—; la única persona respetable a quien estoy recomendado en México es el señor canónigo, a quien visito todos los domingos un momento, y me vuelvo al colegio.

— Usted sabe, Beatriz —interrumpió el canónigo—, la casa de una persona como yo, que vive sola… no puede ofrecer atractivos a un joven deseoso de distraerse, de pasear… por eso no detengo jamás a Jorge, que preferirá pasear un poco.

— Pues bien, Jorge —dijo la dama—, desde hoy sabe usted que tiene una casa en la calle de… número… y espero a usted en ella todos los domingos. Vendrá el coche por usted y Luis, y por nada deje usted de acompañarle. Señor rector, yo espero que usted no tendrá inconveniente en permitir a Jorge que vaya con mi hijo a casa, ¿no es verdad?

— Ciertamente, señora —contestó el rector— y yo me alegro de que este muchacho tenga la oportunidad de frecuentar una casa tan respetable como la de usted, en la que se encontrará siempre un círculo de personas distinguidas, con cuyo trato irá familiarizándose con la sociedad, puliendo sus maneras y dejando ese encogimiento que es propio de un joven campesino. ¡Oh! es una fortuna para usted, Jorge, esta que se le ofrece, y yo espero que sabrá usted agradecerla y aprovecharla.

— Sin duda, señor rector, yo agradezco con todo mi corazón tamaño bien, y procuraré hacerme digno de él —contesté yo inclinándome ante la señora.

Entonces ésta, con los ojos inundados de lágrimas, abrazó a Luis y le besó en las mejillas, diciéndole:

— Tú te quedas, mi Luis; dentro de una hora te enviaré tus cosas.

El rector indicó que podíamos Luis y yo acompañar a la señora hasta la puerta referida. Allí Beatriz volvió a abrazar y a besar a su hijo, procurando ocultar el llanto, y luego volviéndose a mí con una amable sonrisa, aunque con las lágrimas temblando en sus largas pestañas, me dijo apretándome la mano:

— Hasta el domingo, Jorge; mire usted que le espero. ¡Le dejo a usted a mi hijo!

Una de aquellas lágrimas había caído en mi mano; yo la llevé a mis labios, y apenas pude responder:

— No tenga usted cuidado, señora, no tenga usted cuidado.

El canónigo se despidió también de nosotros, abrazó a Luis y me dio la mano; pero yo apenas le hice caso, absorto como me hallaba, siguiendo con una mirada de profundo cariño a la hermosa Beatriz que entró en su coche apoyada por el rector.

Despidióse éste del canónigo; aún se asomó la dama para darnos el último adiós, y el carruaje partió dejándome como petrificado.

La voz del rector me sacó de mi éxtasis amoroso, mandándome que llevase a Luis al estudio y que le indicara cuáles eran los deberes que tenía que cumplir.

Luisito era un muchacho de doce a catorce años, de modo que era poco menor que yo, raquítico y revelando en todo su carácter al niño mimado y orgulloso, pagado de su aristocracia y de su dinero. Conmigo se mostraba amable, confiado y expansivo, y aun comprendió desde luego que él iba a ser la yedra y yo el olmo, que su debilidad tenía que buscar apoyo en mi fuerza, y que era perfectamente inútil que allí mantuviera los humos de niño rico, que son tan ridículos y que de nada sirven en un lugar en que el primer rango está reservado a la inteligencia. Así, pues, desde el primer instante se plegó ante mi energía y mi superioridad.

En cuanto a mí, a las dos horas de hablar con él, había yo reconocido que Luisito era un solemne bestia.

IV

Inútil es decir que esperé el domingo siguiente con una impaciencia extraordinaria. Mientras, Luisito se encargó de entretenerme informándome confidencialmente acerca de todo lo que yo deseaba saber y no me atrevía a preguntarle. Así, supe que su papá se llamaba don Salustiano Rodríguez, que era rico, dueño de casas, viejo, de mal genio, que usaba peluca y dentadura postiza, que estaba poco en casa, adonde iba nada más a comer y a dormir ya muy tarde, que tenía numerosos amigos de todas clases, algunos de muy mala catadura, que solía ausentarse de México por bastante tiempo, que tenía muchos caballos en sus caballerizas, y varios carruajes, entre los que el más lujoso era el que usaba siempre la señora, y el más grande, uno de camino que tenía su cochera aparte; que su amigo más íntimo y a quien guardaba más consideraciones era el canónigo, quien se pasaba días enteros en la casa y solía mandar como amo en la ausencia del verdadero; que la señora era devota, muy devota, que tenía oratorio en la casa, un oratorio muy bonito, donde a veces venía un capellán a decir misa; pero que la señora prefería oírla en una iglesia, por lo cual salía todas la mañanas; que al mediodía también acostumbraba salir a rezar, bien a Catedral, bien a Santo Domingo o a otras iglesias frecuentadas por la gente decente; que en las tardes iba siempre al Paseo de Bucareli, y en las noches solía ir al Teatro Nacional, en el que tenía un palco; y cuando no había función, recibía numerosas visitas de señoras, de jóvenes, de clérigos y de personajes importantes, pero que el que iba más frecuentemente y a varias horas, era su médico, un señor muy seco, muy orgulloso y muy presumido, a quién él (Luis) no quería, a pesar de que era amable con él y solía traerle algunos regalillos; que la susodicha señora, su mamá, salía también a expedicionar por los barrios, sola o con una costurera, para socorrer a los pobres; que las Hermanas de la Caridad (entonces recién llegadas a México) no se quitaban de la casa, en la que recibían mucho dinero; y que por último, su repetida mamá tenía muy buen carácter, aunque a veces se pasaba largas horas sin querer hablar con nadie; que él había estado desde que tenía seis años en un colegio de instrucción primaria, como medio pupilo, es decir, que comía allí y sólo venía a dormir a su casa; pero que en ésta tenía toda clase de libertades; que recibía a sus amiguitos en sus departamentos o se iba a pasear con ellos los días de fiesta, y que en los ordinarios, se divertía con las niñas que estaban de visita, o se recogía temprano, después de rezar el rosario y otras devociones en unión de las criadas viejas y jóvenes, quienes no le dejaban hasta que se hallaba profundamente dormido.

Que ya más grandecito, esto es, cuando cumplió diez años y estuvo más adelantado en la escuela, le compraron su caballo, su silla plateada, su vestido charro y su reloj de oro, y le dedicaron a él solo un criado para que le sirviera y le acompañara al paseo: Desde entonces había tenido varias novias entre las niñas que visitaban su casa y otras que él se proporcionaba, pues teniendo un caballo, un vestido charro, un reloj de oro y dinero en el bolsillo, claro es que podía ir a hacer el oso por la calle que quisiera y enamorar a la muchacha que le gustara. Su camarista llevaba las cartitas a las novias mediante las propinas que le daba para él y para seducir a los criados de ellas, y en su casa, en una cómoda que tenía muy lujosa, guardaba la colección de esas cartitas, las trencitas de pelo y algunas otras cositas que les había arrancado. En la actualidad tenía dos novias, una hija de un español muy rico y amigo de su papá, otra pobretoncilla, sobrina de un fraile amigo de su mamá, y además, estaba en relaciones de muchísima confianza con una de las recamareras de su casa, muy bonita, llamada Paulina, quien los domingos, cuando le tocaba salir, se vestía de túnico y tápalo, se ponía medias y zapatos de raso verde y le daba citas en la plazuela de las Vizcaínas, donde vivía una tía suya.

Pero a quien él amaba, era a la hija del español. Concha, una niña de doce años, muy linda y muy elegante, que tenía dos coches y siempre hablaba de ellos: que ya iba a los bailes de la Lonja y sabía tocar el piano, y tenía muchos pretendientes, pero que lo había preferido a él, al grado de que una vez, mientras rezaban las mamás sus devociones en el oratorio, le había dado un beso muy largo y muy sabroso y lo había abrazado como trastornada.

En fin, el niño Luisito era un redomado pillastre.

Pero su conducta poco me interesaba, y me puse a reflexionar profundamente sobre la de Beatriz, de esa mujer encantadora y terrible cuya imagen me perseguía tenazmente desde el día en que la había visto aparecer ante mis ojos, como una maga, como la condensación de algunos de mis sueños de púber.

Porque me es preciso decir que después del desengaño que sufrí con Antonia, había yo llegado a concebir una repugnancia invencible por las ingenuas del campo o de la ciudad. Figurábanseme todas pérfidas, todas dispuestas a traicionarme por el primer calavera de más edad que yo, que se les presentase. Conocía yo, además, tal vez por instinto, que no era entre ellas donde debía buscar, yo joven, yo inexperto, yo ignorante, a la mujer que debía abrirme las puertas misteriosas de la vida, esas puertas que ocultan a la vista del niño tantas revelaciones apenas entrevistas al través de las brumas del deseo.

Por otra parte, habían pasado ya más de tres años desde que dejé mi aldea. Esa edad crítica que se llama la pubertad, en pleno desarrollo, ejercía en mí los terribles efectos de su influencia natural. Harto precoz se había mostrado ya en mi pueblo, y cuando apenas rayaba yo en los doce años, el tiempo legal, pero en el que la naturaleza no acude vigorosa al llamamiento de la ley, sino en casos excepcionales. Pero en la ciudad, habiendo saboreado ya los primeros goces del amor, sintiendo aún en los labios, por decirlo así, los amargos e irritantes dejos de una voluptuosidad rudimentaria, con tres años más, es decir, con mi sangre encendida en el calor de una triple hornaza, dentro de aquellos muros del colegio, es decir, bajo la presión de cien capas de granito, mis sentimientos se hallaban en una ebullición plutoniana… no había término medio… la erupción o la muerte.

Me era preciso amar.

Pero en tal situación, Pablo y Chactas, esos dos tipos poéticos creados por dos cerebros admirables, pero fríos, son dos modelos imposibles. El natural, el real, el único, es el de Dafnis.

Virginia y Atala me hubieran vuelto loco; pero Cloé me salvó, y ¡qué Cloé!

Repito que durante los tres años que acababan de transcurrir, yo había sufrido. Todo el cortejo de la pubertad me había asaltado furiosamente. Los sueños que siempre condensaban sus absurdos en una sola forma —la mujer—; las meditaciones de cuyos sombríos abismos siempre surgía una imagen luminosa y provocativa —la mujer—; las esperanzas, magas risueñas que siempre conducían entre nubes de rosa o un ángel —la mujer—; la tristeza, oscuridad y fatiga al comenzar el camino, y que hacía buscar el único apoyo y la única luz —la mujer—; la desesperación, revuelto océano en que el único cable que me parecía atar a la roca de la vida era la mujer; por último, el deseo, fiebre mortal, sed angustiosa que me hacía suspirar por un oasis de encantadas y cristalinas fuentes: ¡la mujer!

Cuando en la estación de la primavera, en esa pubertad siempre renovada de la tierra, salía yo a pasear al campo y veía en mi derredor a las flores abrir su cáliz con un estremecimiento de voluptuosidad, a los árboles agitarse con su diadema de verdes frondas, como bajo el peso de una embriaguez de juventud, a las colinas cubrirse de grama como para sonreír al cielo; cuando aspiraba un aire impregnado de aromas irritantes, cuando en fin, sentía a la tierra palpitar enamorada bajo los besos del sol, yo también sentía en el corazón todas estas ansiedades, todos estos latidos, todo este martirio, toda esta agonía indecible y sensual del amor que se despierta exigente.

Me era preciso amar, mejor dicho, amaba ya, amaba sin saber a quién, amaba como aquellos púberes que acudían impacientes de los confines del Asia, para iniciarse en los misterios de los sentidos, en los jardines sombríos de la Venus y Mylita. Era una sacerdotisa velada el objeto de mis aspiraciones. Mi fantasía se había complacido en dotarla con todos los atractivos de la belleza, de la experiencia, de la gracia y del ardor apasionado. Mi despecho no había querido revestirla con la maligna candidez de Antonia; mi inexperiencia me hacía temer la edad inconsciente de aquella aldeana, y por eso la duplicaba mi deseo. Necesitaba yo ser iniciado y no pontífice, discípulo y no maestro, y me acercaba yo al recinto del augusto templo, palpitando de curiosidad y de zozobra.

La había encontrado, a la sacerdotisa de la diosa, a la maga desconocida y ardientemente deseada.

Hacía tres años que la estaba adivinando, siempre oculta entre las sombras. Por fin, el destino me acercó a ella, levantóse, arrojó su velo y un rayo de sol iluminó su semblante.

Mi sueño se convertía en realidad y mi fantasía de mancebo, que como el cincel de Pigmalion, había estado creando durante tres años una estatua… la vio de repente animarse y vivir.

Sí; era Beatriz, Beatriz que, como si hubiese sido la creación de mis malditos deseos de pubertad, reunía todas las dotes que yo necesitaba.

Ahora lo importante era, ¡oh terrible incertidumbre! saber si me amaría, ella, la gran señora, la aristócrata, la vigilada por esa lechuza de canónigo, a mí, un muchacho miserable, tímido, ignorante del mundo. ¡Imposible… ! ¿Imposible?

Y el insomnio, el insomnio de amor, como un demonio cuya ira se aplaca, comenzó a alejarse de mí sonriendo y guiñándome el ojo. Mis párpados comenzaban a cerrarse, pero aún oí al pícaro gnomo que saliendo por la ventana de mi cuarto, decía, con acento burlón y apagado: ¡Estúpido aldeano… ! ¡En amor no hay imposibles! ¡Las mujeres son absurdas! ¡Mañana!

Yo me dormí suspirando.

Cuando desperté, la luz de la mañana penetraba en mi cuarto, el prefecto con su grosería de costumbre, metía la enorme cabeza para despertarnos, y las campanas de la gran ciudad repicaban alegremente llamando a la misa del domingo.

¡Pobre e imbécil corazón mío! ¡Cómo te alborozaste en ese día condenado!

4. Atenea

I

…Tas! Esto es lo que siento en torno mío, y también es lo que siento dentro de mí. Ningún asilo podría convenir más a mi espíritu en el que ha cerrado ya la noche de la desesperación. Si hubiese ido para ocultar mis penas y apurar el amargo cáliz de mi dolor, a buscar un abrigo en la soledad de mis bosques americanos, allí no habría encontrado el reflejo de mi alma, porque en ellos rebosa la vida de la virgen naturaleza, porque sobre ellos se mece la Fortuna con las promesas del porvenir, porque el seno de esa tierra parece estremecerse con los ruidos tumultuosos del trabajo y de la lucha, mientras que aquí en Venecia, sólo se siente el aliento de la agonía, y el Destino se ha alejado, hace tiempo, con fatigado vuelo, de la predilecta de sus amores. No: la América no es el desierto en que deseo vivir los negros días de marasmo y de tedio que no me atrevo a abreviar todavía, porque lo creo inútil, convencido de que son ya pocos.

¡Venecia! ¡Venecia es la ruina y el sepulcro! Aquí encuentro los vastos palacios con las apariencias de la vida y que no son más que mausoleos; en ellos puedo meditar y agonizar, reclinando mi frente enferma, en cualquiera de esas ojivas de mármol en las que parece reinar el genio del silencio y de la muerte.

II

Venecia, mayo 16.

…Y sin embargo, ¡cuán hermosa es todavía esta antigua señora del mar! Paréceme una reina destronada, envejecida, triste y pobre, pero que conserva en su desamparo y en su miseria todos los caracteres de su majestad nativa y todos los reflejos de su belleza inmortal.

Pasé la mañana escribiendo y arreglando papeles. Después tomé el excelente almuerzo de este hotel Bernardo, uno de los mejores de Venecia, y dormí algunos minutos arrullado por el rumor de las góndolas, por las pláticas y cantos de los gondoleros y por el cercano ruido de las olas del Adriático. Todo aquí es extraordinario; los sonidos llegan al oído, velados y suaves; el antiguo misterio de la vida veneciana parece conservarse en las conversaciones, en los rumores lejanos, y en el silencio profundo que ellos interrumpen apenas, de momento en momento.

En la tarde, una hermosa tarde, de cielo sin nubes, decidíme a salir, para echar la primera ojeada a la ciudad soñada tanto tiempo y en la que pienso vivir y morir.

Metíme en una bella y ligera góndola y dije al gondolero, inteligente y gallardo joven, que yo era un extranjero que veía por primera vez a Venecia, y que fuera mostrándome, mientras nos dirigíamos al Lido, todo lo que creyera digno de mención.

El gondolero, decidor, como todos, me respondió que en su ciudad todo era notable, todo encerraba recuerdos históricos y gloriosos, y añadió dando un suspiro:

— Señor, en Venecia, todos no son ya más que recuerdos.

— Como en mi corazón, me respondí interiormente.

Preguntóme después, si no prefería ir desde luego a conocer la plaza de San Marcos. Para los venecianos, la Plaza de San Marcos es lo primero.

— No, amigo mío, le repliqué; mañana visitaremos San Marcos. Hoy deseo ver el Lido.

— Como gustéis, me dijo, y apoyándose apenas en el remo, comenzamos a atravesar las calles monumentales de esta ciudad poética y grandiosa, y empezó a señalarme palacios y templos, mezclando a sus breves descripciones no pocas frases de singular dialecto veneciano poco inteligible para mí, pero que no tenía interés en comprender tampoco. Me había sumergido en una reflexión melancólica y profunda. Veía y no miraba; oía sin comprender, y no escuchaba más que la voz quejosa de mi alma atormentada por implacables recuerdos. ¡Oh, si ella estuviera aquí! Pero ella no vivía ya, y yo cruzaba, solitario y meditabundo, aquellas calles iluminadas por el sol de la tarde, pero en que las sombras de los palacios comenzaban a enlutar las aguas de las lagunas. Pensaba en ella, como siempre… sentía mi soledad, mi hastío; y mi espíritu se enlutaba también.

Pronto llegamos al Lido. Mi objeto no era pasear en él, no era mezclarme en esa lengua de tierra pintoresca y encantadora, gracioso recuerdo de los paseos de las ciudades construidas en tierra firme, sino verlo, conocerlo, forjarme la ilusión de que veía pasar, corriendo el caballo, a Lord Byron, el enamorado de Venecia, y evocar las memorias de los antiguos días de la soberbia República, cuando aquella juventud rica y poderosa se daba allí cita, entre los jardines, y se mezclaban en las muchedumbres embajadores y consejeros, guerreros y artistas, orientales y europeos, princesas y damas enmascaradas, haciendo de aquel paseo una fiesta continua, alegre, misteriosa, dramática, con todos los atavíos del lujo y todos los encantos de la leyenda.

Así, poblando aquel lugar pintoresco y animado, con los cuadros de mi imaginación, el Lido me pareció hechicero. De otro modo habríalo encontrado pálido y triste, comparándolo con los paseos de las demás ciudades europeas. Sin embargo, su aspecto no es vulgar, no se ve en ninguna parte, aquella tierra, como surgiendo del seno de mar; limitando sus perspectivas, por un lado, la ciudad, como un bosque de palacios y de cúpulas, y por el otro, las montañas y el mar azul, extendiéndose como un espejo infinito.

Después de un rato de contemplación, regresamos a fin de aprovechar las últimas luces del crepúsculo que en Venecia, y en una tarde primaveral como aquélla, es encantador. El sol doraba apenas con sus rayos moribundos las cumbres de los Alpes Julianos, y se difundía en la atmósfera, cubriéndolo todo, un vago color de amatista, opalino y dulce.

Cien góndolas, rápidas unas, lentas y rezagadas las otras, nos precedían, nos flaqueaban o nos seguían en ese regreso por el Canalazzo, pero mi gondolero dejó aquella corriente animada, y tomando algunas calles de través, y haciéndome pasar por varios puentes, se detuvo delante de un grande y majestuoso edificio de elegantísima arquitectura.

Ecco il palazzo Capello —me dijo con ademán solemne.

Yo alcé los ojos. En efecto, nos hallábamos delante de aquella mansión aristocrática y célebre sobre la cual flota, como una aureola luminosa y eterna, la romanesca historia de amores de Bianca Capello, de aquella mujer hermosa y apasionada cuya vida, como la tierra, tiene la mitad bañada por la luz y la otra mitad envuelta por la sombra.

— Conocéis, supongo, la historia de Bianca Capello —me dijo el gondolero.

— Sí —le contesté; y para impedir que me contase lo que ya sabía, y para evocar a mi sabor, aquellos poéticos recuerdos, le hice señas de que me dejase, y me puse a contemplar el palacio con religiosa atención.

La vaga claridad del crepúsculo me permitía observar todos sus detalles, admirar su belleza arquitectónica, examinar sus ventanas de forma antigua y sus balcones suntuosos, en los que me complacía en fingir la bella figura de la joven veneciana, como en actitud de expectativa.

De repente, y al pasar mis ojos de una a otra de aquellas grandes ventanas adornadas de magníficos relieves, descubrí una encantadora forma de mujer. Sí; no era ilusión, no era la alucinación hija del recuerdo, que me representaba allí la animada imagen de la virgen de la leyenda; era una mujer real, alta, enlutada y hermosa, que reclinaba su lánguida cabeza en su mano de marfil, y que sumergida en melancólica contemplación fijaba sus miradas en las aguas oscuras del canal.

Entonces, todavía sin soltar un extremo de la leyenda de Bianca, mi espíritu, aleteando volvió a la vida real.

Aquella aparición era ciertamente una bella mujer, triste, joven, tal vez desgraciada como yo, que la contemplaba curioso, desde el fondo de mi góndola, sin darme cuenta de por qué súbitamente mi corazón latía con violencia.

¿Quién era, pues? A las últimas ráfagas del crepúsculo que iba cediendo su dominio a la noche, podía examinarla. Como las antiguas venecianas, medio orientales, era blanca y pálida, y sus cabellos joyantes y abundosos eran negros. El cuello, hoy inclinado, era altivo, y el talle esbelto y mejestuoso.

Pero ¿por qué guardaba esa actitud obstinada de inmovilidad y de tristeza? ¿Por qué no la distraían en su meditación ni las bromas de los gondoleros que atravesaban el canal lanzándose pullas en su dialecto agudo y pintoresco, ni el grito cercano de la muchedumbre agolpándose en los puentes, ni las dulces armonías de la música que salía en ondas de las ventanas vecinas, juntamente con las ráfagas de luz artificial que comenzaba a encenderse? La noche cerraba, y la joven no se movía de su puesto. ¿Acaso era una amante que esperaba una cita? ¿Acaso una extranjera, ausente? ¿Acaso una esposa que se aburría?

Preguntar algo a mi gondolero, era fácil. Considerándome enteramente absorto en una meditación histórica, el muchacho me había vuelto la espalda y se apoyaba en su remo, tarareando una eterna canción, una especie de berceuse del gondolero veneciano, tan conocida de los viajeros. Pero no quise cometer una impertinencia, porque después de todo, ¿qué podía saber aquel gondolero? Calléme, pues, y esperé un instante. La inmovilidad de nuestra góndola y el canto del joven, más perceptible a medida que cesaba el ruido de los paseantes, acabaron seguramente por llamar la atención de la hermosa meditabunda, que alzó la cabeza y fijó los ojos en la góndola. Entonces pude verla en toda la esbeltez de su talla. Era alta y erguida, su cuello sustentaba con altivez una cabeza llena de juventud. Pero ¡ay!, las sombras envolvían ya el palacio y no pude distinguir sus facciones. La imaginación me las representaba bellas y ¿cómo no serlo? Aquel talle, aquel cuello, aquella mano, aquellos cabellos anunciaban la belleza y la inteligencia del semblante. Yo me lo forjé encantador, y aun vislumbré en él una sonrisa tímida y triste.

La humedad de la noche obligó a entrarse a la joven, y el palacio Capello se quedó mudo para mí. Lo que me pasaba era raro. ¿La curiosidad produce a veces los fenómenos mismos del amor?

Di orden al gondolero de regresar al hotel, y un momento después entraba yo en mi cuarto. No quise bajar a la mesa y no tuve apetito. Sentía una emoción extraña, inquietante e indecible. ¿Qué me pasaba?

Me había creído lleno de dolor, de un dolor inmenso, infinito, que no dejaba lugar a otra especie de afecto, ni aun a la viva curiosidad del viajero. Nacían dentro de mi alma algunas inquietudes, algunos síntomas de pasión, algunos afanes pasajeros, pero como los frutos de un árbol sin savia, que caen luego al nacer; como los relámpagos que pasan en una noche oscura, caían y pasaban, dejándome siempre el desmayo eterno, la noche interminable.

¿Sería ahora, esta sensación extraña como aquellos afanes, y como aquellas inquietudes? Yo estaba temiendo que no. Ese violento palpitar del corazón que había experimentado, un momento hacía, al contemplar a aquella mujer, aquella sombra apenas entrevista entre las vagas claridades del crepúsculo; aquella atracción irresistible que había ejercido sobre mí, tan pronto como pude fijarme en ella, esta zozobra que ahora sentía, el goce intensamente voluptuoso y amargo que parecía saborear mi corazón despedazado y doliente, ¿no era acaso más que las corrientes galvánicas que conmovían un cadáver?

Pero de todos modos era la primera vez, después de mucho tiempo, que me sentía así; era la primera vez que una figura de mujer persistía algunas horas en mi recuerdo, y que de verla me quedaba en el corazón este dejo, en que se mezclan a la par el absintio y la miel, produciéndome la embriaguez o el desvanecimiento.

Pero sobre todo, ha envuelto mi espíritu después una nube sofocante y oscura; una especie de desengaño punzante y abrumador que me obliga a filosofar sobre los grandes afectos del alma. Pues qué ¿lo que yo creía definitivo no sería acaso más que un estado transitorio del espíritu, algo como la enfermedad que postra hasta la agonía y que sin embargo no acaba por extinguir la fuerza de la vida? ¿No es cierto que se ama sólo una vez? Pero esta pregunta es extemporánea y prematura. Pues qué ¿amo ya de nuevo? Un estremecimiento debido quizá al estado irritable de mi organización nerviosa, a la influencia mágica de un recuerdo poético, a la fascinación inconsciente, ¿puede ya calificarse como un sentimiento nuevo? Sombras pasajeras, formas del cerebro que se disipa a la luz de la realidad. Ilusiones del vacío. No: ¡todo esto es un sueño! Con el sol de mañana vendrán otra vez el hastío, el desencanto eterno, el tedio de la existencia, y la imagen crepuscular que se me apareció ayer, se disipará como se disipan los fantasmas que se complace la imaginación en forjar con las formas de la niebla.

Esperemos a mañana.

III

Venecia, mayo 17.

Heme aquí desfallecido y casi espantado. La obsesión de la imagen de anoche se ha hecho cada vez más obstinada e intensa.

Dormí mal; me despertaba a ratos, como presa de una inquietud febril. Atribuía esto a mi irritabilidad nerviosa. Acaso también sea cierto que Venecia, a pesar de su ponderada salubridad en la que creen algunos viajeros, sea realmente tan malsana, como lo son todas las marismas. ¿Por qué las lagunas del Adriático habían de ser la excepción? Hay viajeros que han sido atacados aquí de fiebres palúdicas, y la verdad es que la humedad nocturna aquí ocasiona frecuentes enfermedades, especialmente a los que no están aclimatados. Tal vez mi inquietud, mi insomnio, no serían más que los síntomas de esas fiebres paroxismales que suelen anunciarse así en las costas de mi América.

Pero, entonces, ¿por qué al despertar, en vez de pensar en este peligro, he pensado en la joven alta y enlutada del palacio Capello?

Luego volví a dormirme con un sueño pesado y bochornoso, y aún soñaba; ¿qué?, la misma imagen inclinándose en su balcón y contemplándome con sus ojos que brillaban en la sombra.

¡Por fin amaneció! Y en el primer rayo de sol que al través de los cristales y de las cortinas alcanzó a penetrar hasta los pies de mi cama, no vi más que la misma imagen pertinaz y hechicera.

Diríase que tenía yo la visión fija en los ojos, como en los lentes del pobre enamorado de Hoffmann.

Vestíme y salí. No puedo ocultar que me preocupaba esta idea fija, más bien dicho esta imaginación que me complacía en acariciar, y que me causaba por instantes el calosfrío del miedo.

Después de un desayuno fortificado pero tomado con mediano apetito, ocupé mi góndola.

Giorgio, así se llamaba el joven gondolero, me esperaba desde temprano, pues lo había prevenido el día anterior. Debíamos hacer nuestra visita a la Plaza de San Marcos y examinar la hermosísima y famosa basílica bizantina enriquecida con los despojos y riquezas del mundo oriental.

¡Ah!, no vaya llenar cien páginas con la descripción de las maravillas que contemplé. ¿Qué podría yo decir de nuevo ni de bello después de tantos? Yo me sentí deslumbrado, admiré y me extasié en presencia de cada una de aquellas maravillas de arte, pero ¡ay!, también delante de cada una de aquellas maravillas, delante de cada columna, de cada altar, de cada bóveda, de cada primor escultural, de cada cuadro de los más famosos maestros, la imagen de mi bella desconocida se interponía arrancándome un suspiro.

¡Por donde quiera ella y siempre ella! Pero ¡cosa rara! Aún no había podido ver claramente su rostro y éste tomaba una forma vaga e indeterminada que mi imaginación no lograba precisar, no contentándome con darle la hermosura ni la expresión de las madonas del Tiziano y de Pablo, el Veronés.

Era otra cosa, y esa otra cosa yo la sentía así, lejanamente, confusamente, como algo que se quiere distinguir en medio del delirio o entre los vagos recuerdos de la niñez.

Salí luego y recorrí la Plaza de San Marcos, iluminada por un bello sol de primavera; me mezclé entre la muchedumbre y traté de aturdirme y de libertarme de una especie de opresión que iba apoderándose de mí.

Presa de esta sensación extraña visité el Palacio Ducal, contemplé la Escalera de los Gigantes, la Escalera de Oro y la Sala del Gran Consejo, llena de cuadros maravillosos de Tintoretto, del Veronés, de Palma, de Zaccari, de Contarini y del Tiziano, cuadros que he visto de prisa, reservándome para otra ocasión admirarlos por largo tiempo.

Estaba yo como impulsado por un deseo de locomoción irresistible, y a causa de él, salí del Palacio Ducal y fui al famoso café Florián a tomar un refresco. Allí encontré una multitud de venecianos, de extranjeros y de hermosas damas, tomando ya una limonada, ya la bebida de anís tan predilecta de las venecianas. Si ella hubiera estado allí, de seguro que no la habría reconocido. ¡Imposible! Lo que yo tenía fija en mi imaginación era la imagen de una mujer joven, envuelta en la sombra crepuscular, y reclinada en los marmóreos balcones de un antiguo palacio. Todo lo demás no era nada para mí.

Por fin me separé de allí al mediodía, y regresé a mi alojamiento; demasiado cercano, en la riva Schiavoni, a pocos pasos de la Plaza de San Marcos.

Y me eché en un sillón, triste, pensativo, cada vez más inquieto. Por fin, ¿qué era aquello que yo sentía? ¿Amor o locura? Para el amor era demasiado pronto y demasiado raro. El amor es hijo del hábito, decía yo; es preciso haber sido envuelto por la nube magnética que se desprende de la persona amada, para sentirse preso y encadenado. Pero esto ¿es una verdad constante? ¿No se puede amar de súbito y como víctima de un deslumbramiento? ¿El dardo de la fábula no puede clavarse en un instante, también en la vida real? ¿Acaso el amor no es una enfermedad que se contrae en una sola mirada, al escuchar un acento, al estrechar una mano? Todas estas ideas desfilaban ante mí como extrañas paradojas en que nunca había parado la atención. Yo no había amado así nunca, pero ¿es que se ama siempre del mismo modo? ¿En el amor, el procedimiento es siempre igual?

En resumen, si esto no era amor, seguramente era locura. Mi pobre cerebro, ocupado constantemente con un pensamiento solo; nublado siempre por las sombras de un pesar intenso, irritado por la desesperación, habría acabado por desorganizarse. Esta sola idea hacía circular por todo mi cuerpo un calosfrío que me helaba y que me hacía sentir, como un puñal clavado en el corazón. Pero si era locura, ¿no era lo natural, puesto que también en la locura hay lógica, que se tradujese en el sentido de mi preocupación y de mi enfermedad moral? ¿Por qué, pues, la imagen antes adorada se había sumergido en el océano oscuro de mi memoria, y sólo surgía en él luminosa, tenaz y querida, la imagen entrevista ayer?

De todos modos, hay algo de consolador en medio de este extravío que sufro. Yo he venido aquí para buscar refugio a mis dolores, para morir lentamente, para extinguirme como una lámpara, poco a poco, lanzando los últimos y pálidos fulgores de la razón.

Y si encontrase algo que me hiciese vivir, que reanimase mis esperanzas, que me hiciese sufrir, que con nuevos tormentos sobrexcitase mi sangre debilitada y mi fuerza moral decaída, ¿no sería un remedio? Remedio ¿para aliviarme?, ¿para apresurar el fin?

Acabé por tener fiebre y me adormecí, desfallecido.

IV

Por la noche.

Un criado vino a anunciarme, a las cuatro, que Giorgio, mi gondolero, me estaba esperando. Yo me sentía mal, pero aquel sueño intempestivo y que seguramente era ocasionado por mi vigilia en la noche anterior, había reparado un poco mis fuerzas. Mi frente, sin embargo, ardía, mi garganta estaba seca; tenía ansia de aspirar el aire libre, y sed. Mojé un bizcocho en un vaso de Burdeos que apuré después, de un trago, y salí.

La góndola me condujo al puente de Rialto, que tenía muchos deseos de conocer. Allí vagué entre la muchedumbre, entré en las tiendas, compré baratijas, pensé a ratos en el Mercader de Venecia de Shakespeare, y busqué instintivamente a Shylock. Tales entretenimientos me distrajeron, pero cuando el crepúsculo comenzó a cubrir con su sombra tenue y violácea el Gran Canal, y las luces artificiales empezaron a brillar en las puertas de las tiendas, como movido por un resorte irresistible, me lancé a la góndola y dije apresuradamente a Giorgio:

— Al palacio Capello.

— …¿Al palacio, señor? —me preguntó, mirándome con extrañeza.

— Frente al palacio, donde estuvimos ayer; quiero contemplarlo de nuevo.

— ¡Ah! —replicó inclinándose sobre su remo y dirigiéndose rápidamente al lugar indicado.

Quería yo verla de nuevo; creía yo firmemente, que como el día anterior, ella debía estar allí, otra vez, inclinado el semblante hacia las aguas del canal, inmóvil y silenciosa, como la imagen de la tristeza enamorada. Ni la menor duda venía a enturbiar esta convicción pueril; ella debía estar allí. Como toda la noche y todo el día la había visto en mi imaginación del mismo modo, se había producido en mí la seguridad de que así estaba siempre, como una santa que hubiese visto en un altar, como las vírgenes que había visto esa mañana en la iglesia de San Marcos y en el Palacio Ducal.

Así es que llegué al sitio deseado, palpitando de emoción, como un enamorado a una cita. Iba a verla; tal vez hoy podría examinar a todo mi sabor su semblante, su semblante que había dotado con la hermosura vaga y confusa de mi delirante ideal. Y alcé los ojos, pero no había nadie en los balcones.

El crepúsculo no era todavía tan oscuro como el día anterior, reconocí perfectamente el palacio Capello con sus cuatro pisos y sus ventanas de forma antigua. No me engañaba; era él, y sin embargo, dudé.

— ¿Pero estamos en el mismo sitio que ayer? —pregunté a Giorgio.

— En el mismo, señor, ¿queréis que lo cambiemos?

— No, amigo mío —me apresuré a responder—; sólo que me parecía que no era el mismo edificio.

Giorgio sonrió.

— Lo conozco demasiado, señor, —replicó—; es el palacio Capello; lo conozco por fuera y por dentro.

Esta última afirmación me sobresaltó agradablemente. Tal vez este muchacho conocería a las gentes que hoy habitaban el palacio; tal vez él podría decirme… pero callé, y me puse a contemplar de nuevo el palacio con impaciente ansiedad. Mas esperé en vano. La joven no salió al balcón. Es indecible el tormento que sufrí. Ya entonces era inútil preguntarme si la curiosidad producía también los fenómenos del amor, porque evidentemente lo que yo tenía era amor, a no ser que fuese locura.

Así pasé largo rato. Al cabo de él y cuando comenzaba a cerrar la noche, me decidí a preguntar a Giorgio algo que pudiese, si no disipar mis dudas, al menos darles otro giro. Yo sentía la necesidad de la confidencia, de la exteriorización. Aquel pensamiento encerrado en mi alma, me ahogaba.

— Conque estáis muy seguro, amigo mío, de que éste es el sitio en que permanecimos ayer tarde un momento, ¿eh? —pregunté al gondolero.

— ¡Oh!, muy seguro —contestó Giorgio, mirando otra vez sorprendido—, señor excelentísimo; éste es el palacio Capello, todos lo conocemos perfectamente en Venecia; he aquí a un lado al santo Apollinaire, he allí el ponte Storto y si queréis asomaros un momento a la boca del canaleto —dijo—, mostrándome la entrada de un canal angosto, veréis el bello jardín de ese otro palacio moderno y las guirnaldas de rosas que forman bóvedas de un lado a otro, es el Carampane. ¡Vaya si lo conocemos! Yo he vivido en el palacio Capello, añadió con aire sonriente.

En efecto, reparé en todo lo que me señalaba y que no había visto el día anterior, absorto como quedé en la contemplación de la joven.

Esto último era lo que me interesaba y ¿cómo preguntarlo? No parece sino que él me adivinó.

— En esas ventanas —me dijo señalando aquellas en que estaba asomada la joven el día anterior—, se ponía Bianca a hablar con Buonaventuri, ya sabéis, su amante, el que se la llevó a Florencia; conocéis la historia…

— Sí, pero no sabía cuál era la ventana, ¿ésa que está enfrente de nosotros?

— Cualquiera de esas —replicó—, porque todas pertenecen a las habitaciones del viejo Bartolomé y de su familia. Pero la tradición cuenta que Bianca escogía de preferencia esa que ocupaba ayer una señora vestida de negro, ¿la visteis?

El corazón me dio un vuelco; yo no había visto otra cosa.

— Sí la vi —contesté—. Era en esa ventana que está frente a nosotros. Creo que allí estaba ella asomada y reclinándose en un brazo.

— Justamente, y era bella la señora; bellísima; yo la vi también…

— ¿Será la dueña del palacio ahora? —me atreví a interrogar.

— No lo creo, excelencia —respondió vivamente el gondolero—, me parece extranjera. Además, conozco a los dueños, a los habitantes del Palacio; he vivido en él —repitió.

— ¡Ah! ¿los conocéis…?

— Son venecianos, viejos venecianos; varias familias que allí habitan son venecianas. Pero esa señora de ayer no pertenece a ellas. Seguramente es extranjera; tiene el aspecto; o vendría a visitar.

Por insegura que fuese esta información de Giorgio, que aun habiendo vivido en el palacio, no podría conocer familiarmente a todo sus habitantes, yo experimenté al oírlo una terrible opresión de pecho. Algo me decía que era cierto lo que me afirmaba, y entonces… la noche, que ennegrecía ya las aguas del canal, no era tan oscura como la que velaba mi esperanza. No volvería a ver a la joven. Aquella aparición había sido casual y me había enamorado de un fantasma pasajero…

Volví a alzar los ojos y no descubriendo a nadie, incliné desesperado la cabeza y di la orden de regresar.

— ¿Al hotel Danieli?

— Sí —contesté maquinalmente—; al hotel Danieli.

Es este antiguo palacio Bernardo en que estoy alojado.

Y me he arrojado en el lecho, más sombrío, más inquieto, más enfermo que ayer… Aquella visión no se separa un momento de mi fantasía, y una ansiedad loca se apodera de mí. Quizá es la demencia; me parece que tengo fiebre… Siento una especie de terror y comienzo a comprender en todo su peso la expatriación y la soledad. ¡He llamado!

Entre las cartas de recomendación que he traído de París, hay una para el doctor Gerard que vive ahora en Venecia. Este médico es francés, pero ha pasado muchos años en Santiago y en Buenos Aires, y ha contraído allí numerosas relaciones y estima grandemente a los americanos. Uno de mis amigos me dio esta carta. La he hecho llevar a su dirección y espero, verdaderamente preocupado con mi enfermedad.

V

Venecia, 20 de mayo.

Hasta ahora puedo escribir: no he estado gravemente enfermo, pero el médico me ha obligado a guardar cama dos días.

Excelente hombre es este doctor Gerard. Desde que lo he visto, me parece que no estoy expatriado y que no me hallo solo en el mundo. Es un amigo y, lo que es mejor aún, amigo viejo. Ha vivido muchos años en la América del Sur; conoce a todo el mundo y conserva buenos recuerdos de aquellos países. Ama a los americanos como a sus compatriotas y me ha querido desde luego, como a un hijo. Es un hermoso viejo de sesenta años, fresco y vigoroso, en la plenitud de la vida intelectual.

Acudió con presteza a mi llamamiento, me pulsó, me interrogó, y seguramente concluyó por creer que mi enfermedad era más bien moral que física, pero complicada, sin embargo, con algo de calentura cerebral. Recetó alguna poción calmante y me previno el reposo.

— Esto no será nada —me dijo—; pero es preciso que reposéis dos días, por lo menos; yo vendré a veros mañana.

Así lo he hecho; he pasado estos dos días en medio de una languidez extrema, pero dulce. Diríase que he sufrido un largo desmayo, en el que, sin embargo, he tenido alguna conciencia de mi estado.

¡Y no he dejado de pensar en ella!

Hoy el doctor me ha mandado levantarme, me he sentido con mayores fuerzas y he comido con algún apetito.

Luego el doctor ha venido a hablar conmigo en la tarde, y hemos conversado una hora, recordando la América. Conoce nuestra situación y nuestras costumbres perfectamente. Juzga de nuestros asuntos con singular acierto, y le es familiar nuestra historia contemporánea. Analiza con criterio sereno nuestras instituciones y el carácter de nuestros hombres públicos, y habla con lucidez de nuestras aspiraciones y de nuestro porvenir.

Después de esa conversación de generalidades, procuró con delicadeza penetrar en los asuntos de mi vida. No le fue difícil. A pesar de que no gusto de hablar de mis recuerdos íntimos, no hago siempre misterio de ellos, y cuando encuentro a un hombre de mundo y de carácter inteligente y generoso, como el doctor, me dejo examinar. Además, él lo necesitaba para su diagnóstico y para su aplicación medicinal.

Pudo, pues, traslucir que yo había estado bajo la influencia de un pesar profundo, de uno de esos pesares que consumen la savia del corazón, que agotan la fuerza moral, y que hacen imposibles las esperanzas. Que viajaba por distraerme y aturdirme, y que buscaba, si no el remedio de mis males, sí una manera de darles término lo menos tristemente posible. No lo negaré. El supo entonces que yo había amado, como pocas veces se ama en la vida, apasionadamente, haciendo consistir en aquel amor toda mi dicha y todo mi afán en la tierra, y que este amor correspondido con toda plenitud, y que había envuelto mi vida, durante algunos años, como una nube densa que me había alejado del mundo, se había desvanecido repentinamente, como un sueño, como una bruma, como una visión … ¡la muerte había venido a interponer sus sombras en medio de este cuadro de felicidad!

El objeto de mi pasión había sido arrebatado por esta segadora implacable, y con ella habían desaparecido también mis esperanzas y mis únicas creencias. El mal, pues, que atosigaba mi espíritu, era incurable. La ansiedad luchaba con el imposible, y el culto de aquel recuerdo pertinaz me atraía paso a paso a la tumba. Para enfermos de esta clase la ciencia no tiene medicina. Sólo la religión suele ofrecerla como un consuelo a los creyentes, o el Destino concederla, como un milagro.

El doctor, hasta aquí, permenecía pensativo e inquieto. Quizá atribuía en gran parte mi estado actual a esa larga lucha de vigor moral agotado con mis implacables dolores. Pero estaba muy lejos de pensar que había habido un nuevo sacudimiento en mi alma; que tal vez el milagro del Destino había operado aquella revolución que me postraba, o que el estado de sobreexcitación de mi espíritu que hacía peligrosísimo cualquier nuevo sentimiento, había producido, por una transformación extraña, aquel abatimiento final.

Nada le dije acerca de mi preocupación de los últimos días; temí francamente que me creyera loco. La causa de mis pesares pasados era muy explicable, muy natural, en una organización impresionable, vehemente, apasionada como la mía. Mi existencia se había como saturado en aquel sentimiento que me había poseído por completo; todo esto era lógico. Pero decirle que al llegar a Venecia, cuando traía el corazón como cubierto con el espeso escudo de mi dolor… apenas vi, y eso envuelta en las sombras del crepúsculo, a una mujer desconocida, cuando fui presa de una especie de obsesión tenaz y de una ansiedad indecible… esto era abordar la demencia, cuando no la puerilidad. Temí que un hombre tan grave, tan sabio y tan formal como el doctor, en vez de creerme el hombre de gran carácter que le revelaban mis pasados sentimientos, me juzgase uno de esos frívolos sujetos de espíritu exaltado y fugaz que pasan fácilmente de un afecto a otro, engañándose a sí mismos, y que son indignos absolutamente de la atención del fisiólogo, y de la piedad del amigo.

De manera que callé y dejé al doctor a oscuras acerca del estado de mi alma. Además, aunque yo sentía que ésta era la causa inmediata de mi postración actual, quizá me equivocaba; quizá en efecto no se debía sino a causas más inveteradas, más definitivas. ¿Qué sabía yo de esto? ¿Qué sabe uno de los misterios de su propio corazón?

El corazón es una esfinge eterna, cuyos problemas se renuevan sin cesar.

Así pues, he pasado este día. Mañana, si la obsesión continúa, si mi ansiedad se acrecienta, tal vez me vea obligado a decir algo al médico y al amigo.

VI

Venecia, 21 de mayo.

Me siento dichoso; dichoso como hombre que ha soñado cinco días, que han sido siglos, y que ve su sueño convertido en realidad.

Experimento una alegría loca, mezclada con las punzantes y amargas voluptuosidades de la expectativa. ¡Una expectativa que me impacienta! ¡Qué carácter el mío! No se aviene con las lentitudes de la vida normal, con la lógica de los sucesos. Sufrir, para mí, es morir; esperar, para mí es una tortura. No tengo la noción del tiempo; mi pasión es siempre mi clepsidra.

Pero narremos.

Vino el doctor temprano y me hizo alistarme para salir.

— Ahora tengo tiempo —me dijo—, y voy a acompañaros a dar un largo paseo. Lo necesitáis. Iremos primero a los jardines de la Punta della Motta. Aspirar el aire de la mañana bajo los árboles y el gran aire del mar os hará bien. Luego reposaréis y en la tarde visitaremos la Giudecca.

Efectivamente, dimos un largo paseo en el jardín y aspiré a bocanadas aquel aire cargado de sales, que fue un banquete para mis pulmones debilitados. Regresamos después y almorzamos con excelente apetito.

El doctor me abandonó un momento para ver a algunos de sus enfermos y a las cuatro volvió a reunírseme. Nos deslizamos a lo largo del canal de la Giudecca y visitamos este lugar, uno de los más pintorescos y característicos de Venecia.

Pero al descender la tarde y como el doctor quisiera mostrarme la Dogana del Mare y otros edificios, al entrar en el Gran Canal, yo rogué que fuésemos al palacio Capello, que era el objeto de mis ansias no aplacadas, sino antes bien exacerbadas por una clausura de tres días.

Pareció tal demanda extraña al doctor, pero sin oponerse a ella, me preguntó si tenía alguna mira especial en ello.

Yo dando orden a Giorgio de que tomase aquella dirección, le respondí:

— Hace tiempo, desde América me ha interesado la historia romanesca de Bianca Capello y he pensado hacerla asunto de una leyenda poética. Ahora que estoy en Venecia, deseo conocer el palacio y estudiar lo que puede llamarse el color local. ¿Qué os parece?

— Muy bien —contestó el doctor—. Perfectamente; yo os mostraré las ventanas de Bianca, la casa en que estaba situado el banco de los Salviati, tíos del pobre joven Pietro Buonaventuri. Después tendréis que ir a Florencia para conocer la casa en que sirvió de escondite a los amantes y el palacio de los Médicis, en donde se operó la transformación de la ardiente joven veneciana. Es una historia singular ésa… y que ofrece un estudio terrible del corazón de la mujer. ¿Cultiváis la poesía?

— Algunas veces —le respondí—; como una distracción de mi tristeza.

— Es un consuelo, en efecto —repuso el doctor—, pero a veces se convierte en tósigo. Para los caracteres poéticos, cuando son desgraciados, la poesía se convierte en el buitre de Prometeo. Es la pena de los inmortales.

— Ciertamente, y ¡cuánto tiempo hace —le dije—, que he conocido esa verdad cruel! Tal vez la exaltación de mis sentimientos y de mis dolores no se deba sino a ese extraño privilegio del Destino. Pero es ineludible, como la muerte.

Así, departiendo amigablemente sobre los peligros y ventajas de nuestros respectivos caracteres, llegamos frente al palacio, un poco antes de la hora de los días anteriores. El sol no se ponía aún.

Giorgio hizo alto en el sitio en que habíamos estado la última vez, y a tiempo que el doctor me señalaba los pórticos del palacio, observé en el principal una góndola grande, decorada con lujo y montada por dos gondoleros que al descubrir a Giorgio se pusieron a hablar con él.

En ese mismo instante también, el doctor saludaba respetuosamente a alguien que estaba en las ventanas. Alcé los ojos; mi hermosa desconocida se hallaba en el balcón, inclinándose como la vez primera. No pude contener una exclamación de sorpresa y de alegría que pasó inadvertida, sin embargo, para el doctor; pero no para Giorgio, que se volvió para verme con cierta malicia.

¡Por fin había vuelto a verla; y en la plenitud de su belleza y de su gracia! Apenas pude contemplarla; me sentía bajo la impresión de un deslumbramiento, y por otra parte la palpitación de mis sienes y de mi corazón me impedía mirar y comprender. Estaba atónito.

A pesar de eso, reparé en que la joven no se hallaba sola. Acompañábala un hombre joven, pálido, de aspecto serio y arrogante, que hablaba con ella.

¿Quién sería?

Y como la hoja aguda de un cuchillo penetraron los celos en mi corazón. Decididamente; era mi suerte que aquel amor naciera en mi alma con todo el cortejo que lo hace poderoso e irresistible.

— ¡Hermosa dama! —dije al doctor que seguramente había notado los cambios sucesivos de mi semblante.

— ¡Oh!, sí —respondió—; una de las más bellas de Venecia, pero sin duda la más inteligente. Es una mujer de gran talento, de gran instrucción y de un carácter extraordinario; y ¡cosa singular!, es casi vuestra compatriota.

— ¡Cómo! —repuse, sorprendido—, ¡mi compatriota!

— No precisamente, pero casi, por su origen y por sus sentimientos. Ya os diré… —añadió, viendo la góndola del palacio que acababa de ser ocupada.

En efecto, volví a alzar los ojos, y la joven ya no estaba en el balcón. Acababa de entrar en la góndola, acompañada de una hermosa señora de cierta edad y del joven serio y pálido que estaba con ella en la ventana.

La góndola pasó rápidamente junto a la nuestra; sentí como una corriente de fluido que me envolvía, y apenas pude ver, palpitando, el semblante risueño de las dos damas que volvían a saludar al doctor con ademán amistoso.

— Continuad, continuad doctor, —murmuré impaciente, viendo que la góndola que se llevaba el objeto de mis delirios, se perdía rápidamente a lo largo de aquel canal.

— Pues bien —continuó el doctor—; esa joven…

— ¿Es americana?

— No; es veneciana, pero es hija de americana. Su madre es de Buenos Aires. Su padre, era veneciano también, y después de haber seguido las vicisitudes de Garibaldi, ejerció durante mucho tiempo, el comercio en el Plata. Ganó mucho dinero; allí casó con una joven distinguida y regresó a su país, retirándose de los negocios. Desde entonces residió en Venecia; aquí nació Atenea; así se llama esa joven, pero su padre, desde que era muy pequeña, la envió a educarse en Londres y en París, hasta que ya formada la hizo volver al seno de su familia, pocos años antes de que él muriese. Hace uno que murió y, como veis aún lleva luto. De modo que ahí tenéis una mujer enteramente europea por su educación; pero en quien domina, según mis observaciones, el fondo del carácter americano. Naturalmente esto debe atribuirse más que al origen, al influjo de la madre, que es una de esas adorables mujeres argentinas y uruguayas en quienes se unen en extraño conjunto, la dulzura inefable de las vírgenes indias, con cierta fiereza salvaje que les da el aire de leonas cuando las agita la pasión.

Ese tipo es único en el mundo, y era, cuando viví en América, el objeto constante de mi estudio y de mi admiración.

Yo no conocí a la madre de Atenea en Bueno Aires. Ya estaba ella en Europa cuando residí algunos años en aquella ciudad. Pero conocí a sus parientes con quienes cultivé estrecha amistad. Nos encontramos después en París y en Roma, cuando viajaba en unión de su marido y de su hija, y naturalmente, sabiendo que yo había residido largamente en su país natal, que conocía a su familia y que amaba a su patria, pronto nos hicimos amigos. Más tarde decidí fijarme en esta ciudad que es la de su residencia habitual, y llegué a ella desgraciadamente cuando el pobre viejo moría… Desde entonces, como debéis suponer, soy uno de sus íntimos amigos, y a fe que su amistad es uno de los mayores encantos que tiene para mí la vida veneciana. Viven muy cerca de vuestro hotel… en la rica Schiavoni; reciben con gusto a los extranjeros; con amistad y regocijo a los americanos; su círculo es pequeño, pero escogido.

— ¡Ah!, doctor —le interrumpí—; sería yo muy dichoso si quisierais presentarme.

— Iba a proponérselo; nada podría seros más grato que esta relación en la que encontraréis la hospitalidad familiar de vuestro país, juntamente con las gracias de la elegancia europea. Hablaréis español con la madre y todas las lenguas de Europa con la hija. Hablaréis de las pampas, de las montañas, de los ríos y del sol, con vuestra compatriota, y de los filósofos, de los poetas y de los novelistas con Atenea. Vos sois un poeta; ella es una extraña soñadora; un carácter irregular como mujer, pero sorprendente como pensadora.

— ¿Irregular como mujer? —pregunté, no comprendiendo bien la calificación.

— Sí —contestó el doctor—; irregular si queréis ajustarla a la norma común. Ella es excepcional. Su organización, su talento altísimo, su educación verdaderamente extraordinaria, sus viajes, el género de sus estudios, le han dado un carácter independiente, tan raro, pero tan adorable en su rareza, que si la tratáis, vais a ir caminando de sorpresa en sorpresa, como si marcharais en un país nuevo y extraño.

— ¿Pero, sabéis, doctor, que habláis de esa joven como de una maravilla?

— Maravilla, no, precisamente. No he querido deciros eso; pero novedad, sí; es una mujer digna de estudio. Su tipo peculiar la hace interesante; podrá causar extrañeza, pero siempre admiración. Es un astro que no recorre la órbita ordinaria, pero que tiene mayor luz que los otros.

— Bien, me habéis hablado de su talento y de su carácter. Pero en cuanto a su corazón, porque en fin, es una mujer, y debe dar el interés que todas al amor, al gran asunto del alma.

— Esa es la órbita común —repuso el doctor sonriendo—; en esto, como en todo, Atenea es extraordinaria. A su edad, las mujeres han consagrado su atención al amor, porque también el amor les ha hecho sentir sus leyes, su yugo incontrastable, puede decirse. Pues bien, Atenea se ha escapado de esa servidumbre… Es realmente la severa Palas Atenea, la bella diosa de cuello blanco y erguido que nunca se ha doblegado.

— Pero es singular.

— Muy singular; prodigioso… Ese es un profundo abismo de su carácter. ¿Quién podría asomarse con una antorcha para sentir lo que hay en él? Yo soy viejo; conozco algo el mundo, he tratado a bastantes mujeres, y algunas de ellas muy fuertes; conozco mucho a Atenea. Pues bien, os aseguro que en lo que sé de ella no hay una debilidad, quiero decir, algo que encadene sus sentimientos a la vida común. Estoy seguro de que no ha amado, de que no cree que pueda amar.

— Pero ¿es escéptica por sistema?

— Tal vez, sólo por el sistema y la convicción podría explicarse una imperturbabilidad tan olímpica, como ésta.

— Pero, ¿cómo podéis asegurar que allá en su tierna juventud, en Londres, en París, en Viena, no haya alimentado alguna vez un sentimiento que dejara hondas huellas en su corazón?

— En efecto, penetrar en tales intimidades sería aventurado; podría desmentirme el hecho, un hecho recóndito y oscuro; un hecho que viniese en el fondo del espíritu; velado como el secreto de un crimen. Pero no lo creo, secretos como esos escapan a los ojos del extraño, pero se revelan cien veces cada día ante la mirada experta del amigo, del fisiólogo y del confidente. Yo soy el amigo viejo de la casa; soy un padre para Atenea, más todavía soy un amigo íntimo, el amigo que consuela en las horas de sombra y de tristeza indefinible que suelen nublar aun a los espíritus más serenos. ¡No; esa joven no ha amado jamás…!

— ¿Y ese caballero que la acompaña…?

— ¡Ah! —dijo el doctor, encogiéndose de hombros—, ése es justamente una piedra de toque. Es un abejorro que se quema en la llama. Es un enamorado, un banquero…

— ¿Un banquero?

— Sí, un banquero; pero nada más que un banquero que busca una mujer hermosa para casarse con ella y ostentarla, como su palacio, sus cuadros, sus joyas y sus riquezas… ¡Un necio afortunado! Atenea no es capaz de amar, pero en todo caso, no amaría a un hombre que nada significa sin su caja. No es rica y aun puede llamarse pobre en Europa, donde el lujo crea necesidades diarias y donde se despiertan apetitos insaciables. La fortuna que le dejó su padre es pequeña, y con ella sólo puede obtenerse la independencia, pero Atenea es una mujer para quien el dinero es lo último en la vida, lo cree seguro siempre, porque confía en ella. Observad que las mujeres de talento que poseen conocimientos variados y extraordinarios no dan gran importancia al dinero. Eso se queda para las huérfanas del trabajo y de la inteligencia, para las ricas ociosas que vegetan en la ignorancia y que, ávidas de lujo, tiemblan sin embargo al sólo pensamiento de que pueda faltarles alguna vez la herencia del padre o la caja del marido. Atenea sabe que su tesoro es su talento y que lo salvaría en cualquier naufragio, como Simónides. Por otra parte, su vida es sencilla, como la de una anacoreta. Para su refinamiento le bastan un libro o una conversación inteligente… De suerte que el apreciable banquero pierde sus días y agota sus miradas inútilmente.

Mi corazón se alivió de un gran peso, oyendo hablar así al doctor… Respiré. No había por qué tener celos. Pero un océano de imposibles amenazaba sumergir mis esperanzas. ¡Ese carácter! ¡Qué hondo misterio!

Por lo demás, esta mujer no puede ser más hermosa, ni más interesante, ni más irresistible. Si hubiera de elevar nuevos altares a un nuevo dios ¿qué numen más digno de mi adoración y del sacrificio de mi vida?

VII

Venecia, 22 de mayo.

He dormido poco y mal, pero mi insomnio ha sido grato y dulce. Ha sido una mezcla de alborozo y de curiosidad. Me acuerdo que cuando niño, sentía algo semejante la víspera de alguna gran fiesta, en la que esperaba ser feliz ¡ay!, con los inocentes y fáciles goces de aquella edad.

En la tarde, ha venido el doctor a prevenirme que esta noche seré presentado en casa de Atenea. Me ha anunciado como un compatriota que ha sufrido mucho y que viaja por distraerse y por curarse.

Y soy esperado con cierta curiosidad afectuosa.

Tiemblo de emoción y me irrito contra mí mismo por estas puerilidades. Siento una timidez rústica. ¿Adónde se ha ido el hombre de mundo?

Es el vértigo del abismo, quizá. No importa, me arrojo en él, cerrando los ojos. Figúraseme que el ocaso me sonríe en las tinieblas.

VIII

Venecia, 23 de mayo.

¡Qué dolor tan punzante en el corazón! ¡Qué nieblas en el alma! ¡Qué dejo de ambrosía y de veneno en los labios! La he visto; le he hablado; he oprimido sus manos entre las mías; su acento melodioso y blando ha penetrado en todo mi ser y lo ha enfermado. Me siento fatigado y doliente como después de un sacudimiento eléctrico.

No sé que hacer.

No puedo ni pensar. Soy todo sentimiento físico; circula por mis venas un fluido extraño que me postra y me agita al mismo tiempo.

Pero, ¿quién es esta mujer? Y ¿qué encanto tienen sus ojos, sus palabras, su sonrisa?

No sé; pero nunca he podido concebir cosa semejante. ¿Es una maga realmente?, o ¿soy yo, con mis prevenciones apasionadas, con mi espíritu enfermo, con mi soledad de tantos años, quien ha forjado esta influencia satánica o celeste que así me trastorna?

No sé; no quiero averiguarlo. Estoy medio loco y necesito embriagarme y dormir, olvidarme, reparar en un reposo absoluto mis fuerzas extinguidas…

Un vino espeso y generoso, y un sueño pesado me harán bien.

IX

Venecia, 25 de mayo.

Venecia presenta el aspecto de una fiesta matinal. El cielo está azul y transparente como si fuera un inmenso zafiro. El sol brilla alegre sobre el Adriático; corre una brisa tibia y juguetona que hace ondular las aguas azules, las velas de los barcos y las cortinas de las ventanas y de las góndolas. La gente circula riendo y murmurando en los puentes, en las calles y en los canales, como regocijada… Todo canta y todo brilla. Y hay fiesta también dentro de mi corazón.

Acabo de verla un momento en sus ventanas; arreglaba una planta trepadora que festona sus balcones de mármol con racimos de flores blancas y rojas. Me detuve a contemplarla. Ella examinó las flores y luego tendió la vista al mar, que se dilataba a su frente, azul, tranquilo, inmenso. Después me ha visto; una sonrisa graciosa entreabrió sus labios y me saludó, inclinando la frente.

Y yo sentí, al ver aquella sonrisa, la frescura y la claridad del alba en mi espíritu.

Y entré en mi hotel con insensata alegría. Ahora es un placer para mí, escribir.

Antes de anoche fui presentado a ella. ¡Con qué alborozo verdaderamente infantil me preparé a este acto solemne y en el que yo esperaba algo definitivo para mi existencia! ¡Con qué gravedad y recogimiento religioso me acercaba a su casa! Pero ¡con qué timidez casi rústica penetré en ella! Diríase que jamás había yo pisado un salón; que acababa de abandonar la vida del campo y de los bosques para entrar por vez primera en la sociedad. Tal fue la opresión de pecho que sentí; me acometió una especie de entumecimiento y de parálisis. El doctor reparó seguramente en mi emoción.

— ¿Qué os pasa? —me preguntó.

— Nada —le contesté—; un ligero malestar, vestigio tal vez de la enfermedad pasada.

— Y sin embargo, os sentíais muy bien antes de salir.

— En efecto, y esto no es nada; la humedad tal vez me ha causado una ligerísima impresión. Ya estoy bien.

Diciendo esto, subíamos las magníficas escaleras de mármol que conducen al primer piso en que se halla la habitación de Atenea.

El doctor se anunció; mi corazón comenzó a palpitar fuertemente. Se nos hizo entrar y se oyó la voz dulce y clara de la señora que decía en el fondo del salón:

— Buenas noches, doctor Gerard.

En cuanto a mí, estaba como deslumbrado y me había avanzado manteniéndome como oculto tras el doctor. El salón, aunque forma parte de un edificio de carácter antiguo, como todos los de Venecia, es por sus dimensiones y por su aspecto un salón enteramente moderno. Ni pequeño, ni grande, decorado con gran gusto; alta chimenea artísticamente labrada, espejos, esos famosos espejos que no tuvieron rival en el mundo, jarrones antiguos con admirables flores naturales, flores por dondequiera, y bellas pinturas antiguas y modernas. Todo pude abarcar a la primera ojeada y a la luz de hermosas lámparas de gas que pendían del techo artesonado con primor. Es un salón en que el lujo se asocia bien con el gusto artístico.

Había allí cuatro o cinco personas. El doctor me presentó a la señora, que me recibió con una amabilidad y distinción de gran dama. Luego se avanzó hacia donde estaba Atenea junto al piano, de cuyo asiento acababa de levantarse. Así es que pude contemplarla en toda la gallardía de su talle majestuoso y esbelto. Pero estaba yo ofuscado y apenas pude verla y murmurar un cumplimiento respetuoso, a pesar de que ella me animaba con una sonrisa encantadora. El pálido banquero, el inseparable banquero se hallaba a su lado, y no sé, pero a pesar de las seguridades que me había dado el doctor, de nuevo un sentimiento de celos punzadores me atravesó el corazón. Me propuse desde luego hablar y ver a la joven lo menos posible, y como si un velo de sombras hubiese venido a oscurecer mi espíritu súbitamente, se apoderó de mí una tristeza áspera y amarga, que me obligó a adoptar un carácter reservado y frío.

Esto era impertinente de mi parte; lo sé, pero no estuvo en mi mano impedirlo. Había algo del salvaje americano en mi actitud.

Sin embargo, la señora me había atraído a su lado, y comenzó a hablarme de América, de mis viajes, de sus recuerdos y de todo cuanto se pregunta, generalmente, a un viajero a quien se ve por vez primera. La joven aparentaba hablar con el banquero y con alguna otra persona que estaba a su lado, pero me escuchaba con curiosa atención. Yo no la veía sino por instantes y al soslayo. Pasados algunos momentos, y habiéndose levantado la señora para hablar con el doctor, Atenea aprovechó esa oportunidad y vino a sentarse a mi lado. Entonces había desaparecido ya enteramente mi primera impresión, y pude mirar y examinar con detenimiento a la hermosa y temida joven.

¡Lo que son las prevenciones abultadas por la fantasía! El doctor Gerard me había hecho una pintura tal del carácter de Atenea que no puede menos que figurármela tan altiva y desdeñosa como una inmortal que no está sujeta a las leyes humanas. Por lo menos, en mi imaginación preocupada y temerosa la joven se me presentaba como una viva imagen de aquellas soberbias mujeres antiguas de Venecia, que creían ser reinas y que veían a sus pies un mundo de adoradores: una Loredano, una Toscari, una Morosini, por ejemplo, hijas de aquellos mercaderes cuyas galeras dominaban los mares y a cuyos palacios no se acercaban los reyes mismos, sino con la frente inclinada. Ni atenuaba semejante imaginación el que la humilde y apasionada Desdémona hubiese nacido también en Venecia, puesto que Atenea no estaba sujeta a las sublimes flaquezas de esta heroína incomparable del poeta inglés.

De modo que mi sorpresa fue tan grande como grata, al encontrarme frente a frente de la mujer que había sido un problema para mí durante ocho días. Es hermosa, eso sí, con esa hermosura que tiene algo de penetrante y de hechicero luego que se siente y que se ve. Diríase que una hermosura de esta clase exhala un aroma, que embriaga el alma, o más bien que está circuida de una atmósfera magnética que subyuga. Blanca y morena, como nuestras morenas de América, con un cutis de raso en que la sangre se colora y se transparenta como al través de un pétalo. Los ojos oscuros y profundos revelando el abismo, un abismo de pasión y de inteligencia; la nariz recta; la boca ni pequeña ni grande, pero con los extremos dirigidos levemente hacia arriba, como la boca de las Junos y de las Venus griegas; los labios rojos, carnosos y frescos; cabellos y cejas también oscuros; el cuello erguido y poderoso como el de Palas, y las manos y el antebrazo como de marfil. El cuerpo ondulante y gracioso revelando juventud, movimiento y fuerza. Así la vi en mi rápido examen que ella observó con cierto placer, como todas las mujeres bellas, y que acentuó con una sonrisa que me dejó entrever una gracia extrema, a saber: unos dientes blancos y brillantes. Era una sonrisa en que había luz. Entretanto me hablaba. Su voz era dulcísima y melodiosa, con ese acento suave veneciano que parece hijo del silencio de la ciudad, del rumor de las góndolas, del suspiro del viento entre los palacios o del lejano murmullo de las ondas. Esa voz era un canto, y modulándola así, con las inflexiones de la curiosidad, y acentuándola con sus leves sonrisas y con el alternativo adormecimiento o brillo de los ojos, Atenea realmente era una maga fascinadora.

Y, sin embargo, nada tenía de altiva, de desdeñosa, de irónica. Era una joven de altísima educación, pero casi tímida, benévola, dulce; el doctor decía bien: como las vírgenes indias de nuestra América. Podía califacársela, como Horacio en Hamlet calificaba a Ofelia, criatura suave.

Ni el menor rasgo de curiosidad, ni de orgullo, ni siquiera la conciencia de su prestigio. Era una niña grande, predispuesta a las sorpresas, interrogando a la vida, pero mirándola de frente, sin miedo; segura de su bondad y de su fuerza.

Conversamos largo tiempo y casi nos olvidamos de las gentes del salón. Hacía diez minutos que hablábamos y ya viajábamos juntos en alas del espíritu por los espacios celestes, por los mares tormentosos de América o por las selvas vírgenes de que ella oía hablar frecuentemente. ¡Cómo excitaba su curiosidad nuestra vida republicana, guerrera y salvaje! ¡Cómo deseaba conocer las maravillas de los Estados Unidos del Norte! Pero ¡cómo la interesaba también el carácter de nuestros pueblos primitivos! Ella enteramente europea, no podía ocultar su sangre americana, y se deleitaba pensando en la América como en una leyenda en cuyas brumas luminosas se perdía su alma, en infantil meditación.

Nos fue preciso volver a la realidad. Nos habíamos aislado completamente, y el pobre banquero, el otro personaje y el doctor, habían tenido que acercarse en torno de la señora, dejándonos libres en aquel diálogo en que por turno Atenea y yo nos dejábamos extraviar por el numen de la conversación.

Se servía el té. La joven, con aquellas manos que yo contemplaba con arrobamiento, me presentó una taza.

— ¡Oh!, sigamos hablando —me dijo—. Me parece que despierto a un mundo nuevo. Yo hablo con muchos americanos que pasan por aquí, pero se van pronto o preguntan mucho, y nuestras conversaciones tienen que ser el complemento de sus Guías. Yo deseo hablar de América. ¿Permaneceréis vos, algún tiempo en Venecia?

— Pienso —respondí—, residir aquí toda mi vida.

— ¿Toda vuestra vida? —me dijo con sorpresa— ¿Pero es esto cierto?

— ¡Oh!, no es broma —exclamó el doctor, interrumpiendo—. Mi amigo ha venido a morir a Venecia. Al menos me consta que ésa ha sido su intención desde que llegó.

— ¿A morir? —repuso ella con un leve fruncimiento de cejas en que se mezclaba el dolor y la sorpresa.

— Sí: a morir —respondió el doctor—; a morir cuando el cielo lo disponga, pero eso no quiere decir que piensa no moverse de aquí hasta que llegue esa hora fatal. Ya os explicaremos eso, mi hermosa amiga.

— ¡Es singular! —dijo muy seria Atenea.

— De modo —añadió la señora—, que abandonáis nuestra América como yo.

— Precisamente, señora —repliqué.

— Pero ¿no tenéis familia allá?

— Tengo parientes, lo mismo que he tenido el honor de oíros, que lo tenéis vos. Pero familia íntima, padres, hermanos, esposa, hijos, todo lo que forma un lazo que enlaza a uno al suelo, eso ha desaparecido. Soy solo, allá como aquí.

— Y sin embargo… ¡La Patria! —concluyó la señora tristemente.

— Es cierto, señora, la Patria es bastante; pero hay ocasiones en que es preciso despedirse de la Patria como es preciso despedirse de la vida…

— Lo adivino —dijo en voz baja Atenea al doctor—; allá pasan cosas horribles que también vemos en Europa… aunque con menos frecuencia… La proscripción política…

— Sí —contestó el doctor también en voz baja—, pero esta vez no es la política lo que proscribe a mi amigo… Es otro poder más terrible… ¡es el dolor!

— ¿El dolor…? —preguntó ella con vivo interés.

Pero el doctor conoció que había ido demasiado lejos, que quizá había cometido una indiscreción, y pidiéndome perdón con los ojos, se alejó de la joven… Esta se acercó de nuevo a mí.

— ¿Pero es cierto —me preguntó—, que habéis venido con la resolución de vivir aquí para siempre?

— Muy cierto, señorita —le contesté; y le dije brevemente cuáles eran los motivos que me habían hecho escoger a Venecia para residir en ella, ocultándole, por supuesto, el de que me parecía una ciudad de ruinas. Le referí en seguida el cómo la había conocido hacía ocho días, ocultándole también que había sido objeto constante de mi preocupación. Sí, le añadí, que en aquella hora y pensando en aquella leyenda veneciana, su imagen me había hecho soñar, me había hecho perderme en una meditación poética…

Ella me escuchó pensativa. De repente, como saliendo de un éxtasis, murmuró:

— ¡Es singular!

Y luego añadió con timidez y curiosidad:

— Con que ¿sois presa de un pesar inmenso?

— ¿Cómo sabéis…?

Iba a responderme, cuando la señora la interrumpió…

— Puesto que os proponéis vivir en Venecia, espero que contaréis con nuestra amistad y que nos veréis frecuentemente.

— Todas las veces que pueda y que me lo permitáis. Será una felicidad para mí.

— Siempre que tengáis tiempo: sois un compatriota; necesitáis hablar de nuestra Patria común; yo también lo necesito. Así es que podéis venir todos los días. Estamos siempre en casa a esta hora.

Y nos despedimos, llevando yo no sé si la felicidad o la muerte en el alma. Di la mano a Atenea con timidez y respeto. Ella me la estrechó, como una amiga afectuosa. ¿Será su manera? ¿Cómo saberlo?

Pero después de todo, ¿qué importa un apretón de mano más o menos estrecho? Sólo un delirante como yo, puede dar importancia a un detalle tan común en Europa. Además, este apretón de mano puede sólo haber existido en mi imaginación.

— ¿Qué os parecen vuestra compatriota y su hija? —me preguntó el doctor al salir.

— Estoy encantado, doctor; la señora es un ángel; la joven, una maga.

— Peligrosa, ¿es verdad? Pero a bien que estáis perfectamente blindado contra esa influencia. El pesar es una cota de bronce.

¡Ay! ¡El doctor no sabía, o aparentaba no saber, cuán débil es el corazón apesadumbrado!

Volví a mi alojamiento en el estado que ya he descrito. Pero logré dormir; el sueño de la embriaguez y de la fatiga.

Ayer pasé la mañana meditabundo y triste, ansioso de soledad y de silencio. He recordado una y cien veces las menores palabras de Atenea, su acento, sus miradas, su actitud. Todo lo he comentado de mil maneras, desde la más natural hasta la más extravagante; desde creer que está enamorada del banquero hasta pensar que no le he sido indiferente y que va a abrirse para mí una era de lucha y de felicidad.

¡Presunción y locura muy explicables! Todos los enamorados proceden así. Mientras ignoran, la felicidad se acerca a ellos o se aleja, como los mirajes que finge en el desierto la imaginación calenturienta.

En la tarde vino el doctor y yo le consulté seriamente si podría visitar también esta noche a nuestras amigas.

— Es claro, amigo mío, puesto que os han autorizado y lo deseáis…

— Nada me será más grato, doctor. Yo no voy al teatro ni tengo aún conocimientos en Venecia; y aun cuando los tuviera, no los encontraría tan encantadores, como éste que vuestra bondad me ha proporcionado.

— Pues bien, iremos, después de comer y de hacer un paseo; podréis entretanto recorrer esta poética ciudad, poco a poco.

Efectivamente, hicimos nuestra visita, y como la noche anterior, fui recibido cordialmente.

Pero encontramos mayor concurrencia; había varias señoras a quienes fui presentado. Atenea tocó en el piano admirablemente y en diversas ocasiones el banquero, que parece ser un aficionado, estuvo cerca de ella, volteando las hojas del papel de música.

¡Oh!, ¡Qué odio me inspiró la música!

Al fin Atenea me consagró unos instantes.

— Perdonad —me dijo—; anoche creí encontrar en algunas palabras del doctor Gerard la seguridad de que no erais un proscrito político, como yo me figuraba…

— Efectivamente, no estoy proscrito de mi país.

— Y por otra parte, debí haberlo comprendido desde luego, por vuestra resolución de residir definitivamente en Venecia. Los proscritos políticos viajan —añadió sonriendo—, mientras que sus enemigos dominan; pero se mantienen siempre pendientes de sus esperanzas, y no bien cae el gobierno proscriptor, cuando vuelan a su país.

— Es cierto, y yo no pienso volver al mío.

— Pero entonces, ¿habéis sufrido algún inmenso pesar que os hace buscar el olvido, en tierra extranjera…?

— El olvido no sería bastante…

— Pues entonces…

— Habría algo más definitivo y más eficaz.

— ¡La muerte! —exclamó palideciendo y asombrada— Pero ésa es la desesperación…

— Es simplemente la convicción; es el tedio. El tedio es como un océano amargo, cuyas ondas, al llegar a los labios, hacen desear la muerte, como un refugio.

— ¡Me espantáis…! Y no me atrevo a preguntaros la causa de tan terrible dolor, pero me interesa vivamente.

— Y sin embargo, señorita, nada hay más sencillo y menos misterioso… y que menos pudiera impresionaros. Os puedo contar todo, a vos, un ángel.

— ¡Ah!, contadme, contadme, pero no ahora, hay muchas gentes; nos distraerían y la confidencia es un misterio sagrado. ¿Podéis venir mañana en la tarde? Estaremos solas mi madre y yo. Me interesa vuestra historia.

— Pero, os repito, no es una historia de complicación romanesca, ni de peripecias dramáticas… es una historia íntima, callada, oscura, en que no hay más resortes que el sentimiento, ni más personajes que dos corazones que se aman, ni más tiranos que el Destino.

— ¡Ah!, ¡y decís que no es interesante! Pero con eso sólo se hacían las tragedias antiguas y se hacen las historias que conmueven. Yo creí que en nuestro siglo no existía ya eso, sino en la imaginación de los poetas. Pero vosotros los americanos tenéis cosas nuevas; sois primitivos; es preciso conoceros para creer en sentimientos que han desaparecido de nuestro viejo suelo de Europa, agotado por la civilización.

— No opino yo así, señorita, y atribuyo vuestro modo de ver a vuestra juventud y tal vez a vuestra educación elevadísima, al medio en que habéis vivido, a vuestra inexperiencia complicada con vuestra instrucción. El amor vive aún en Europa, como dondequiera…

— Bien: ya hablaremos de eso; vendréis mañana ¿no es verdad?

— Vendré, aunque no sea más que por la esperanza de que creáis en la realidad, al mirarla en el fondo del abismo.

— Y aunque no soy un ángel, como decís… yo procuraré, que recorráis conmigo las alturas serenas de otra región en que no domina.

— ¿El amor?

— El amor, es posible; pero no la desesperación.

Y se separó de mí, con una sonrisa de diosa.

¿Será verdad lo que el doctor me ha dicho?

¡Oh! Pero esta mujer es una niña. No ha sentido, y eso es todo.

¿Qué va a decirme a mí, al tronco carbonizado por el fuego?

Tengo impaciencia por verla esta tarde.

X

Venecia, 26 de mayo.

La he visto y le he hablado. Estaba sola con su madre, que nos abandonó un gran rato, diciéndonos que necesitaba escribir.

Le he relatado mis sufrimientos. Los ha escuchado atenta y pensativa. A veces sus ojos se han llenado de lágrimas, pero otras, sus labios, esos labios benévolos y risueños se han plegado con un gesto de amargura y de contrariedad. ¿Qué puede haberla disgustado? Y sin embargo, nada hay innoble, ni pequeño, ni mezquino en cuanto le he contado. ¿Será que esta historia echa por tierra sus teorías? ¿Será que encuentra demasiado frágil el corazón de la mujer, y que esto le causa pena?

No lo sé, pero la impresión que le ha quedado es indescifrable. No sé qué idea tiene de mí. Tal vez en el fondo me juzga un loco, un visionario.

Nos despedimos al oscurecerse la tarde, y ella me habló poco; parecía taciturna y se excusó de no hablarme acerca de la filosofía especial del amor, porque se sentía mal de la cabeza.

Yo sentí oprimido el corazón. Algo me dice que la historia íntima de mis pesares no satisfizo el interés que ella mostraba por oírla. Fue vulgar, quizá, en su concepto.

No iré esta noche a verla, como es natural, después de haber pasado con ella la tarde, y sabiendo que sufre de su neuralgia y me acuesto contrariado y sin apetito. Después de todo, Venecia para morir es igual a cualquier otra población. ¡y si escogiera yo Roma!

XI

Venecia, 27 de mayo.

Acabo de llegar de su casa. Estaba concurrida como la última noche. Había varios jóvenes, entre ellos un poeta que recitó bellísimos versos que ella aplaudió bastante.

Estuvo alegre, decidora, dulcemente irónica y hasta burlona. Hizo mil distinciones al banquero, que se manifestó muy sensible, y cuyas esperanzas tuvieron una alza que él se encargó de hacer perceptible a todos.

Yo me encontraba hablando con la señora.

Al despedirnos, más temprano que de costumbre y dejando allí al banquero y a los demás, ella me dio la mano fríamente. No era aprehensión mía su apretón de las noches anteriores, porque hoy, disgustada conmigo, me dio la mano con flojedad y la retiró con rapidez.

Decididamente salgo de Venecia porque no me siento con fuerza para esta nueva lucha.

XII

Venecia, 30 de mayo.

…Pero anunciarles que parto para Roma, después de haber asegurado que mi resolución inquebrantable era la de residir aquí hasta morir, francamente es ridículo.

Tengo que asistir, pues, todavía durante muchos meses a este combate en que yo hago el papel de vencido sin haber entrado en lucha.

Ha vuelto mi apatía y con ella mi esperanza de morir pronto. Ahora lo querría más que nunca.

XIII

Venecia, 31 de mayo.

— Os veo triste y enflaquecido —me dijo anoche, llevándome a una ventana, mientras tocaba al piano una de sus amigas—. ¿Acaso seguís minado por la desesperación?

— Por el tedio, Atenea —le respondí—; en las resoluciones impremeditadas se corre siempre el riesgo de engañarse. Yo no conocía Venecia y creí que era la ciudad que me convenía para pasar los últimos días de silencio y de quietud.

— Y ¿no os encontráis a gusto?

— Encuentro que esta ciudad es como otra cualquiera de las de Europa. Sólo tiene diverso el ruido de las calles. Por lo demás, igual bullicio, iguales exigencias de vida social. Y es que para los anacoretas de la religión o del fastidio, sólo convienen los desiertos.

— Efectivamente, y lo que es ahora, difícilmente encontraríais en los desiertos mismos de Asia o de África ese silencio absoluto —añadió con cierto tono burlón—. De modo que para el caso, lo mismo es Venecia que cualquier otro punto de la tierra. Quedaos y os convenceré de que si sufrís así, lo debéis a vos mismo, a vuestra imaginación privilegiadamente exaltada y, sobre todo, a una circunstancia en que he pensado mucho…

— ¿A cuál? —pregunté ansioso.

— Temo decíroslo, pero razonamos como fisiologistas y me lo perdonaréis: Si vuestro amor hubiera sido ideal, si hubiera tenido las puras alas del espíritu con las que se eleva hasta las alturas celestes, si no hubierais hecho consistir vuestra felicidad en los goces pasajeros de la tierra, las esperanzas de la unión eterna impedirían con un rocío benéfico que se secara vuestra existencia, abrasada hoy por la desesperación.

— Pero, ¿qué queréis decirme? ¿Que mi amor ha sido sólo sensual, sólo impuro, que he sacrificado a un ídolo de barro?

— Yo digo que la intimidad en que vivisteis, que la contracción de todos vuestros sentimientos, de todas vuestras creencias en ese amor absorbente y dominador, ha sido causa de que al desaparecer el objeto único de vuestras aspiraciones, os deje como un árbol sin savia… No habéis alimentado en el alma nada que fuera inmortal, como ella, y que viviera en vos todavía, consolándoos y aun haciéndoos partícipe de felicidades que no conocéis, porque no las habéis buscado.

— Atenea —le respondí—, tenéis ideas acerca del amor muy singulares. De seguro no lo conocéis; puesto que habláis así. Lo habéis visto en vuestros libros y tal vez en vuestro pensamiento de niña; pero no lo habéis sentido jamás.

— Es cierto… jamás lo he sentido. Pero así lo concibo solamente.

— El mundo y el tiempo se encargarán de modificar vuestras opiniones.

— Y bien: ¿queréis que hagamos una cosa? No podemos hablar aquí de esa materia largamente. Escribidme vuestras teorías; tendré gusto en discutir con vos y os escribiré a mi vez mis opiniones. Yo soy una estudiosa y si no os parece extravagante mi petición, obsequiadla. ¿Me escribiréis?

— Os lo prometo.

— ¿Cuándo?

— Muy pronto. Es demasiada honra la que me hacéis, para declinarla, y la acepto, aunque tengo miedo de confirmar la mala impresión que os he causado con mi confidencia.

— ¿A mí?

— A vos; he creído descubrir en vuestra conducta para conmigo y a pesar de la admirable delicadeza con que la habéis velado, un sentimiento de disgusto, algo glacial que me ha llegado aquí —dije señalando el corazón.

— ¡Oh!, ¿yo disgustada? —me respondió con sorpresa—. Seguramente no lo habéis comprendido. ¡Dios mío! ¿y habéis estado estos días bajo semejante impresión?

— Sí, ¡impresión indecible! —añadí tartamudeando—. Me perdía…

— Mirad —me dijo tratando de separase—. En todo caso, no es disgusto lo que vuestra confidencia me ha causado. Ha sido asombro; ha sido una revolución completa en mis ideas preconcebidas, ¡qué sé yo…! Perdonadme, podéis causarme terror, pero nunca disgusto… Escribidme y traedme vuestra carta en la tarde.

— Pero, ¿no me escribiréis vos también?

— También, pero necesito hablaros antes.

Y me dejó sumergido más que nunca en un océano de reflexiones.

Para no dar pábulo a las observaciones, sobre todo del banquero con mi taciturnidad, hice señas al doctor y nos despedimos, no sin que Atenea al apretarme la mano, me dijera:

— Pronto, ¿no es verdad?

— Muy pronto —repetí.

XIV

Venecia, 2 de junio.

¡Qué singular capricho! Discutir conmigo acerca del amor. Es casi una extravagancia de su parte. ¿Exigirá lo mismo de todos sus amigos? ¿Pensará reunir en un volumen todas las opiniones acerca del amor? Esta sería una obra como la del cardenal Bembo. Sin embargo, yo sentiré placer en esta correspondencia y la comienzo. Es una manera de hablar con ella frecuentemente.

He aquí mi primera carta:

Atenea:

No habéis amado nunca y esto me coloca en un terreno estrecho y difícil para hablaros de amor. Queréis conocer mis ideas acerca de este gran asunto de la vida, y ya habéis sabido antes no sólo cuál es mi teoría, sino cuál ha sido la terrible realidad de que he sido prueba, a costa seguramente de mi existencia toda.

Es decir, queréis que yo haga correr el raudal de mi pensamiento por el angosto y suave cauce que hay que recorrer para llegar hasta vuestra juventud y vuestra inexperiencia, cuando necesita el hondísimo y ancho que lo conduzca hasta despeñarse como catarata incontenible. No puede ser, y no escribiría si no fuese porque deseo siquiera desvanecer en parte, la idea que hayáis tenido de mi carácter, que creéis culpable por causa de mí mismo.

Me resigno pues, y hago un esfuerzo comprendiendo que no puedo deciros todo. No sois más que una niña, a pesar de vuestros estudios, de vuestro talento que quizá os lleva hasta la adivinación; a pesar de vuestra edad en la que podríais estar iniciada en los misterios de la vida; os lo repito: no habéis amado nunca y sois una niña. La teoría, pues, con vos, no puede ser un estudio fisiológico; tiene que limitarse a ser una exposición razonada y débil sin el apoyo de la experiencia; primer fundamento de la convicción.

Vuestra inteligencia elevada y pura es como esas nieves que coronan las cimas de los Alpes. Dominando la tierra, permanecen serenas y vírgenes en su intachable blancura, y sólo ven la nube que pasa besándolas humildemente, el sol que las acaricia con sus primeros rayos, la luna que refleja en ellas su mirada melancólica, y el cielo que las cubre amoroso con su manto azul. Hasta ellas no llega el polvo de los valles, ni la espuma impura de los torrentes, ni los rojos fulgores del incendio, ni los rugidos de las fieras, ni los clamores desesperados de las víctimas humanas.

Pertenecen al mundo, pero no contemplan sino la parte más bella de él, no presencian sus tristes espectáculos, sus atroces desgarramientos; no escuchan los ayes y no ven las lágrimas de las cosas. Hállanse colocadas sobre la cabeza del titán, pero ignoran las tremendas agitaciones de su corazón.

Así es vuestra inteligencia, Atenea, así me parecéis cuando me habláis de ese amor ideal que puede sustraerse al dolor, que vuela en regiones etéreas y serenas, que puede vivir fuerte y sobrevivir a las pruebas del tormento y de la muerte.

Pero ¿qué significa ese amor ideal de que habláis y de que os habéis forjado una idea fantástica?

Perdonad; al estudiarlo para escribiros, me preparo religiosamente. Yo bien sé que vuestra alma blanca y virginal debe ser respetada, como una tierna flor. Ni el aliento siquiera de una teoría desoladora debe marchitar sus pétalos. El sentimiento mismo debe pasar trémulo y humilde sin opacarlos y sin lastimarlos. Pero la luz, una luz velada y tibia no puede hacerle mal, y la verdad es la luz. Mi profundo respeto pondrá el velo en ella, y mis dolorosos recuerdos mitigarán su fuego bajo la ceniza.

¿Qué cosa es el amor ideal, Atenea? Si es un amor que nace y se desarrolla en el cerebro, todo amor es ideal. Si sólo debe darse este nombre al amor que en el estilo místico se llama puro, y que por una abstracción incomprensible se desliga de los sentidos, entonces el amor ideal es una quimera, cuando no una locura. Quimera, sí, que han inventado las religiones sin saber bastante lo que inventaban; quimera que ha producido extrañas aberraciones y que ha dado lugar a no pocos errores.

La religión la hizo vivir en el fondo del sentimiento místico, como una esperanza contra la cual protestaban siempre el pensamiento que no la comprendía y la organización que se revelaba contra ella.

El amor místico ha sido en la Edad Media, y aún después, aún hoy, el cáliz vacío en cuyos bordes han quemado sus labios sedientos todas sus víctimas, sin lograr arrancarle una sola gota en que apagar su sed. Pensadlo bien: pensad en esas pobres vírgenes enamoradas del ideal y que se arrancaban voluntariamente a las leyes de la naturaleza del mundo para encerrar en un claustro su corazón rebosando juventud y fuerza, y su alma llena de aspiraciones infinitas que sólo creían satisfacer en el silencio de la contemplación y en la comunicación directa con el cielo.

¿Qué han encontrado allí? El mutismo cruel en que se envuelve la vida monástica no ha podido revelarnos las desesperaciones frenéticas, los arrepentimientos sombríos, las maldiciones en voz baja que se han estrellado millones de veces contra las frías losas del altar o contra los altos y callados muros que las separaban de la vida social. Pero a falta de estas revelaciones múltiples y constantes, la experiencia ha podido recoger los sufrimientos para comprobar la existencia de esos dolores ocultos, que cuando no han conducido a la locura han producido el aniquilamiento moral, y la ciencia con estos datos y con los que recoge del estudio humano, ha podido concluir también que las teorías que contradicen la ley común de la naturaleza no pueden nunca sobreponerse a ésta, ni se ponen en práctica impunemente.

Pero ya me parece oíros decir, que no habéis querido hablarme de ese amor ideal cristiano, producto de una época y que se resolvía en un ascetismo monástico y en consunción física y moral.

Pero entonces, Atenea, ¿de qué amor ideal habéis querido hacer mención? ¿Acaso del amor que Platón inventó, como una teoría, y que deriva de él su nombre, de amor platónico?

Pero ese amor del alma, casto e inefable, existe como sentimiento, cualquiera que sea la clasificación psicológica que se le atribuya, y como principio. Pero hacer consistir en él toda la aspiración del alma y todo el objeto de la existencia, es una utopía.

Se necesitaría no ser humano para creerlo realizable. Precisamente el cristianismo neo—platónico fundó en esta teoría loca su amor místico, y ya vemos que ha extraviado a la humanidad.

Pero el cristianismo, al menos, pretendía arrancar las aspiraciones humanas de la tierra, y elevarlas sólo a las esperanzas eternas de una vida mejor. Las miradas del enamorado místico, debían apartarse para siempre del mundo y fijarse sólo en Dios, buscándolo siempre entre las nubes del éxtasis o entre las ficciones de la alucinación.

Pero aplicar estas exigencias al amor humano, eso, lo comprenderéis, Atenea, con vuestro altísimo talento, es absurdo porque es imposible.

El alma enamorada de un objeto de la tierra, puede vivir soñando mientras que espera, mientras que aguarda. Pero la desesperación no tiene sueños consoladores, y un objeto de la tierra no tiene a su disposición un paraíso más allá de la muerte, para hacer esperar a sus amantes. El amor sin esperanza acaba por convertirse en tósigo o por desvanecerse.

Ahora bien, ¿qué esperanza es ésta que es la única eficaz para dar vida al amor? Pues esa esperanza es la misma que alienta el amor místico… la posesión. Sólo que en ésta es la de los goces eternos con la vida inmortal, y la de aquél, es la posesión del objeto amado. Posesión, perdonadme, no es una palabra indigna, aunque el vocabulario vulgar la haya desnaturalizado.

Posesión en el amor, es la conciencia de ser correspondido, y de haber fundido en otra alma los sentimientos de la nuestra. Esto basta para poseer.

Pero para producir semejante convicción se hacen indispensables los medios, y estos medios son precisamente los que marcan el límite entre la falsa teoría del amor ideal y la verdadera del amor conforme a la ley humana, a la ley de la naturaleza.

En vano se buscará la expresión del amor en otro medio. El origen mismo de él no puede residir más que en los sentidos. Para dejar el estilo nebuloso de la abstracción, supongamos, Atenea, que yo estoy enamorado de una mujer. ¿Quién es esa mujer? ¿Una mujer ideal? Entonces es un sueño poético; y aun así, ese ideal ha tenido su origen en la contemplación de la mujer real. El objeto no es definido, no tiene nombre, no existe; como sujeto en la tierra, es puramente subjetivo. Pero semejante mujer no podría producir un sentimiento que mereciese el nombre de amor. Sería, cuando más, el capricho de un pintor o la fantasía de un poeta. No debemos tomarlo en cuenta. Más positivo, aunque pertenezca a la fábula, sería el amor delirante de Pigmalión a su Galatea de mármol. Al fin, era un objeto viviendo fuera de la imaginación.

Y la prueba de que la desesperación no puede hacer vivir el amor es que la poesía antigua, filosófica ante todo, fingía que los dioses mismos se habían conmovido ante la pasión terrible del escultor griego, y que habían, para satisfacerla, hecho el prodigio de animar la estatua.

Últimamente, un joven sabio alemán se enamoró de Cleopatra, pero este amor retrospectivo e imposible, fue una locura, que a lo sumo debe tomar en consideración la arqueología, a la cual produjo algunos resultados.

No: semejantes manías son otras tantas aberraciones que no pueden contradecir la ley general. El amor vive de los sentidos, ellos suministran su savia al árbol; ellos soplan el fuego de la hoguera. Sin ellos, el árbol se seca y la llama se extingue.

Y no quiero decir que sea necesario que el sensualismo en amor llegue al extremo, no. Basta que él mantenga su influjo físico lo suficiente para atar con él, como un lazo, esa cosa sin la cual todo muere y que se llama la esperanza.

Destruid ésta, desvanecedla para siempre, arrancadla del alma con la muerte, con la ausencia, con el imposible, y veréis lo que sucede con el alma enamorada, privada así de toda expectativa. O la vida se hace insoportable, o la locura viene a inundarla con sus tinieblas, o se produce en ella una especie de petrificación, peor mil veces que el aniquilamiento o que el extravío.

Pues bien, Atenea, ¿habéis querido hablar de este amor ideal que no alimenta esperanzas y que no vive de los sentidos? Entonces es imposible. Es un amor absurdo y que no puede comprenderse.

Al contrario ¿habéis querido sacrificar así al amor, que aunque habiendo tenido su origen en la fuente común y alimentándose de la contemplación física, de las miradas, del acento, del contacto, aunque sea leve e insignificante, de la persona amada, no aspira, sin embargo, a la posesión suprema y no funda en ella su felicidad absoluta? Entonces ese amor, rigurosamente hablando, no es ideal; será casto, pero es sensual. Los amores castos tienen también una escala infinita de goces puramente sensuales. Desengañaos, inexperta niña; el amor no puede ser más que sensual. Las bellas y poéticas idealidades que se forman en el éxtasis del alma enamorada han nacido en los sentidos; como las blancas nubes que se elevan a las alturas del espacio, han tenido su origen en los vapores de la tierra.

Ahora bien: ¿me condenáis aún? ¿Pensáis que he traspasado las leyes del amor inmortal? ¿Creéis todavía que me he arrastrado como un gusano en el cieno de los sentidos y que no he querido volar, por los espacios etéreos, como no sé qué águilas maravillosas que habéis soñado en vuestra fantasía juvenil e inocente?

Yo he amado, sí, he amado con toda la energía de mi alma, porque he sentido con toda la energía de mis sentidos. Si he tenido algún privilegio ha sido el de sentir de una manera extrañamente poderosa, lo que organizaciones frías o vulgares no habrían experimentado. Pero también concededme que esto no puede ser una monstruosidad. Sólo que unos lo obtienen con exceso, mientras que otros no traspasan ciertos límites que les marca su organización peculiar.

También os ruego que me concedáis otra circunstancia atenuante. No todos los seres inspiran un sentimiento igual. Los hay de tal modo privilegiados, que no pueden menos que inspirar pasiones extraordinarias. Aun me atrevo a creer que este fenómeno es más bien objetivo que subjetivo. No se puede atribuir un gran carácter al que no lo tiene. No se puede forjar una diosa con una simple mortal. Algún día (que el cielo os libre de ello) experimentaréis por vos misma que no todos los hombres son superiores, y que los fantasmas que a veces finge nuestra ilusión o que anima nuestro deseo, no se sostienen, sino cuando la realidad, una realidad que está fuera de nosotros, los apoya y los confirma.

El dios que nosotros elevamos y que no impera por su poder propio, corre el peligro todos los días, de ser derribado de sus altares por nosotros mismos. Nada más frágil que lo que crea nuestra imaginación, pero nada más fuerte y más irresistible que lo que se impone por su propia grandeza.

Y bien: yo os aseguro, por triste que sea la idea que tengáis de mi carácter, que no me habría sentido subyugado por un poder creado por mí, que mi espíritu escéptico y orgulloso no habría tributado culto a un ídolo salido de mis manos, en fin, que mi criterio, hijo siempre del análisis, no habría tomado nunca la ilusión por realidad. ¡Ah, no!, ¡Atenea, no! He amado porque era necesario que amase, porque se imponía con todas las fuerzas fatales de la inteligencia extraordinaria, de la hermosura, de la gracia y, sobre todo, de la bondad. El dios existía fuera de mí, e imperaba por su propio prestigio.

Ya os referí cómo se apareció en mi camino; cómo luché por sacudir su influencia absorbente, aunque dulce; cómo sufrí y cómo pensé. Pero fue lo ineludible y caí postrado, como un creyente, primero, y como un fanático, después.

Viví ¡ay!, de los sentidos, es cierto, ¿pero de qué había de vivir sino de ese amor, incandescido siempre por la intimidad de todos los días, que había llegado a ser para mí el culto y la ocupación exclusiva de la existencia, que me había hecho olvidar de todas las preocupaciones de la vida social, que me había hecho indiferentes las aspiraciones de la política, las comodidades del bienestar, incluso de los goces de la gloria misma, que había matado en mí la previsión, que en la embriaguez de mi felicidad había tomado de mi pensamiento la idea de la muerte?

Ella, la implacable y la inesperada, pudo sólo volverme a la realidad. Ved pues, si no he vivido años enteros en el mundo ideal, a que me habían elevado los sentidos.

Ellos solos no hubieran podido sumergirme en ese océano azul y luminoso que cubría con sus ondas la vida entera y cuyas playas confinaban con el infinito inmenso de la eternidad. Fue amor del alma ése; amor que no se disipa, que vive en las ideas y que se arranca con la vida.

¿Concederéis ahora que fue un amor ideal? Pero amor ideal que nació en los sentidos, que creció bajo su influjo, que allí desarrolló sus alas para volar a regiones superiores, y que si hoy me mata no es porque no sueñe a veces con esperanzas eternas, sino porque siendo para mi espíritu, como aire vital, faltándole aquí en la tierra, mi espíritu se asfixia y aletea agonizante.

Ya sabéis, ahora, cómo ha sido sensual esta pasión de mi vida. Ya sabéis ahora cómo ha dependido de mí el dejar algo a las esperanzas inmortales; cómo se comprende y se siente el amor en la tierra, aun por las almas soñadoras como la mía. Toca después a la experiencia enseñaros la verdad de mi teoría, y toca a vuestro propio corazón el confirmarla. No lo deseo, por vos misma. Querría que pudiérais sustraeros a esa ley irresistible, porque os ahorraríais un mundo de dolores, de inquietudes y tal vez de desesperación. Tenéis un alma poética y elevada. Sufriríais mucho. En amor el talento se convierte en una corona de espinas que desgarra el corazón. Da la felicidad, felicidad única, pero en cambio ¡qué cáliz hace beber si se disipa como un sueño! Ese veneno es superior en amargura, al sabor inefable del néctar que no hace más que tocar los labios.

Quedad libre de semejante peligro; soñad, sed dichosa, y no me condenéis. Al contrario, compadecedme.


Publicado el 1 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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