La Media Naranja

José Alcalá Galiano


Novela corta



Capítulo 1

— Confiesa que te quejas de vicio, querida Clara. Con tus veintiocho años de edad, tu hermosura, tu independencia de viuda, tus ochenta mil duros de renta y tus ochenta mil adoradores, con este precioso palacito, tus carruajes, tu elegancia y tu fama, no hay derecho á quejarse de la vida y venir con esos argumentos traidos por los cabellos, y con esas románticas declamaciones, á quererme probar que eres desgraciada. ¡Já, já! ¡Desgraciada tú! ¡Que lo dijera yo!… ¡Pero tú!…

— Qué quieres: pues lo soy, y mucho. Hay momentos en que me cambiaria por ti, y eso que me estás siempre queriendo convencer de que eres la más infeliz de las mujeres.

— Es que yo lo soy de veras. Yo soy pobre y tú no sabes lo que esta palabra significa cuando se tienen mis veinticinco años, algunas pretensiones y ambición de brillar en el mundo. Tú no sabes lo que es creerse guapa y encontrarse pobre; ver que el bolsillo no responde á las exigencias del espejo.

— Yo he sido pobre, Emilia, y sin embargo, te lo juro, hay veces que cambiaria esta riqueza por la modesta posición que tenía ántes de casarme.

— Que te quejases de casada, lo comprendo. Cuando te casaron eras casi una niña y no habias tenido ocasión de conocer el mundo, sus encantos y sus exigencias. Saliste de un colegio, y á los catorce años recien cumplidos te casaron con un viejo de sesenta. Tú, sin voluntad ni experiencia, te dejaste seducir y convencer, y fuiste [ pág. ]al altar como una oveja al matadero. Cuando pudiste abrir los ojos habias caido ya en las redes; cuando pudiste medir la trascendencia del paso que habias dado y el término á que conducia aquel camino de oro por donde tu marido en su opulencia te llevaba, ya era tarde: eras víctima, eras esclava, y no te quedaba más que resignarte; pero después…

— ¿Y sabes tú los tormentos de aquella resignacion? ¿Sabes tú lo que yo lloré al ver mi libertad perdida, al verme en la flor de la juventud encerrada en una jaula de oro, en una soledad opulenta, forzada á soportar un amor de sesenta años, unas caricias de hielo, unos celos importunos, una vigilancia humillante? ¡Ah! Lo que yo tengo llorado en secreto en los diez años de casada, teniendo que ocultar mis lágrimas al hombre que habia comprado el derecho, la propiedad de mis caricias, ó, como si dijésemos, la finca de mis atractivos. Magdalena la pecadora no lloró sus pecados más arrepentida que yo el de mi ambición y el de mi debilidad ante lo que mis padres llamaban mi interés, mi porvenir, mi fortuna. ¡Qué caras cuestan algunas palabras retumbantes!

— Bien, yo comprendo tus tormentos en los diez años de casada, viviendo aislada en una casa de campo, sin trato, sin amigas, en medio de una inútil riqueza y en compañía de un viejo celoso. Pero confiesa que tus suplicios de casada están de sobra recompensados con tus triunfos de viuda. Cuatro años llevas de vivir en Madrid: no hay hombre que no se crea obligado á rendirte el corazón; mujer que no crea un mérito imitar tus trajes; crónica madrileña que no honre las columnas de un periódico hablando de tus recepciones. ¿Qué más puedes apetecer?

— ¡Pues ahí verás! Es verdad que el mundo me rinde un culto capaz de halagar la vanidad más exigente. Si yo fuera una mujer frívola y sin corazón, te confieso que me deslumbrarían, que me infatuarían las alabanzas de que soy objeto; pero el incienso que queman en los altares de mi riqueza no puede trastornarme la razón. Tengo demasiado juicio y claridad de entendimiento para comprender que esas alabanzas, esas declaraciones, no van á mí, sino á mi fortuna: todo eso es una adulación comprada: el mundo es un cortesano que dobla el espinazo ante el mejor postor; ante el cetro que brille con más relumbrones.

— Comprado ó conquistado, el triunfo es triunfo. Un cetro será cetro mientras doble las cabezas y dicte leyes. [ pág. ]— Cuando considero que si mañana un golpe de la suerte me arruinara, las crónicas no volverían á hablar de mí; esas que hoy imitan hasta las extravagancias de mis caprichos, se burlarían de mis cuatro trapos, y esos adoradores tan rendidos, no volverían ni á dejar una tarjeta de atención á la puerta de mi sotabanco; cuando considero esto, créelo, siento una pena profunda.

— Romanticismo puro. Cómo se conoce que te has empapado en aquellas novelas de Jorge Sand que á escondidas te enviaba yo á la quinta de Valdeluz. Así te se ha llenado la cabeza de sueños y quimeras imposibles. Soñarás con un amante poético, sublime, que te proponga huir á un desierto, vivir en un chalet junto á un torrente, despreciando á la humanidad; un amante que lleve un veneno ó un puñal en el bolsillo.

— Nada de eso; nada me carga tanto como ese ridículo amor sacado de quicio. Yo quiero el amor de la novela de la vida. No quiero ese amor de torrentes y puñales; pero tampoco ese amor trivial, insulso; ese amor de frac y corbata blanca. No deseo un amante que quiera vivir en un desierto; pero tampoco un amante que antes de declararse haya sumado cuánto hacen al dia mis ochenta mil duros de renta. No soy romántica, soy apasionada. Quiero que me quieran como yo soy capaz de querer: con alma, vida y corazón.

Me basta un hombre honrado, cariñoso, que en sus palabras me diga sólo lo que siente su corazón, y que al casarse conmigo…

— Eso es imposible, Clara. Los hombres son una cáfila de trapalones, y es imposible saber lo que piensan. No hay más que, ó taparse los oidos para no escucharlos, ó si no, creerlos bajo palabra y hacerse la ilusión de que es verdad todo lo que nos dicen. ¡Vaya usted á saber la intención de un hombre!

— Eso digo yo; ese es mi tormento, Emilia. Esa intención es la que yo no puedo saber jamas. Tú puedes saberlo, Emilia. Tú sabes que Antonio te quiere, porque él sabe que tú no tienes nada, y sin embargo espera que le asciendan á veinte mil reales el sueldo para casarse contigo. Casarse con tan corto sueldo con una mujer que no lleva nada, ¿qué mayor prueba de cariño puede darse?

— Es verdad: yo creo que Antonio me quiere; pero tú misma también puedes conocerlo. ¿Dudas tú de que Alfonso está enamorado de tí?

— Si no lo dudara, ¿crees tú que á estas horas no habría yo [ pág. ]acogido sus apasionadas declaraciones? Es joven, guapo, elegante, de buena familia; tiene talento, gracia; pero hay, sin embargo, una frivolidad en el fondo de estas cualidades que me asusta. Alfonso no me parece capaz de comprender mi corazón, sencillo, pero apasionado. Me parece que me quiere; pero ¿y si me engaña? ¿Y si en sus gustos fastuosos y en su carácter derrochador se propone casarse conmigo para satisfacer sueños ambiciosos?

— Me parece que le juzgas mal. Yo creo que Alfonso está ciego por ti. Su conducta es la del más enamorado de los hombres; su lenguaje… .

— El mismísimo de todos. Parece que los hombres, al estudiar la gramática en el colegio, han aprendido de memoria una declaración para encajarla en todas ocasiones. Todos dicen lo mismo; todos se mueren por ti; te dicen que no duermen, que no comen, que sueñan contigo; te llaman ángel, diosa, y luego en la mesa del café se rien de su farsa y de tu credulidad, ¡Cuántas veces su comedia suele ser nuestro drama!

— Alfonso no es de esos hombres. Cuando me habla de ti… .

— Se acuerda de que eres mi mejor amiga.

— Podrá ser; pero entónces, ¿cómo va uno á conocer el corazón de un hombre?

— Esa es mi manía. Si yo supiera el modo de poner á prueba el corazón del hombre, ¿crees tú que me mortificarían las ideas que hoy me hacen desgraciada? Me creo capaz de inspirar amor á un hombre; pero, inter nos, sé también el amor, la vehemencia, el entusiasmo que inspiran al corazón, digo mal, á la lengua, ochenta mil duros de renta.

— Psss… . la cosa es para dudar efectivamente. Pero, en fin, desecha esas ideas pesimistas que hoy te asaltan. Son las tres. Vé á vestirte, y en la Fuente Castellana te dejarás tus románticas tristezas. Hoy estamos demasiado filósofas; hemos hablado como libros; ahora divirtámonos como mujeres.

— Tienes razón; no hay nada más triste que la filosofía para una mujer. Voy á vestirme.

— Y yo, entre tanto, voy á tocar el piano, — dijo Emilia levantándose precipitadamente y pasando al salón inmediato al elegante gabinete en que las dos amigas entablaban la conversación que hemos sorprendido.

Clara de Monte-Real, que así se llama la hermosa viuda cuyo [ pág. ]corazón hemos podido comprender por sus confidencias á Emilia, quedó sumergida en profunda meditación.

Ahora que, absorta en sus pensamientos, no se da cuenta de lo que le rodea, aprovechemos, lector, la ocasión de observarla minuciosamente. Por lo mismo que no se cuida de que la miran, podemos sorprenderla en su natural belleza, sin temor de que sus artificios ni coqueterías contribuyan á dar un realce engañador á sus gracias y á sus encantos. Veámosla de la cabeza á los pies.

Los pies! ¿Dónde los has visto más lindos, pequeños, cambrés, y más graciosamente calzados con dos elegantes y caprichosas zapatillas escotadas? Ahora que tiene cruzada una pierna sobre otra, agáchate un poco, y por la torneada fracción de pantorrilla que descubre calcula las admirables formas de toda la unidad de esa criatura. — Basta! no te agaches más, lector, no me comprometas! Ya has visto demasiado.

Observa las encantadoras formas que se modelan entre su finísima y ceñida bata de merino blanco con adornos color de rosa. Mira sus manos que parecen arrancadas de un cuadro de Van-Dick. Contempla por la incitante abertura del escote, su tabla de pecho y su cuello, blanco sonrosado como el de un cisne al reflejo de los rojizos rayos de la aurora. Si entiendes de arte, fíjate en la maravillosa perfección de sus líneas; en el admirable óvalo de su frente, en la corrección de su nariz, en la gracia de sus rojos labios, dignos de besar sólo á los dioses; mira la suavidad y frescura de su cutis; sus pequeñísimas orejas, nacidas sólo para oír música y palabras de amor; su barba redonda y todos los detalles de su rostro. Admira el elegante contorno de su cabeza y la abundancia de sus brillantes y sedosos cabellos castaño claro. Ahora que levanta los ojos, mira entre las largas pestañas, qué pureza, qué brillo, qué expresión de inteligencia, pudor, ternura y pasión tienen sus pupilas luminosas, animadas y lánguidas, dulces y llenas de expresiva energía.

Contente, lector, que te veo ya fascinado y con tentaciones de arrojarte á los pies de esa beldad. Si como yo la hubieras visto reír descubriendo sus pequeñísimos dientes, de ese marfil más fino que el de los colmilludos elefantes; si la hubieras oido hablar, reflejando en su rostro el rayo de su inteligencia, el fuego de su corazón; si la hubieras visto en pié, alta, majestuosa como una reina, esbelta como una ondina, ideal como una maga; si hubieras [ pág. ]admirado su porte, su elegancia, su lujo delicado, sus modales; su discreción, su amabilidad, su distinción, su modestia unida á su viveza chispeante; si todas estas y otras mil cualidades hubieras podido verlas en esa mujer que ahora contemplas en su inmóvil meditación de estatua, yo te respondo que te hubieras enamorado perdidamente, y á estas horas acaso estarlas en Leganés. Pero por lo que tú ves y lo que yo te aseguro, comprenderás cuan legitima éra la royaute de Clara en los salones madrileños.

¡Y aquella diosa habia pertenecido á un viejo setentón! También Venus fué esposa de Vulcano. ¡Cosas del mundo! ¡Cosas del Olimpo!

Por fortuna Clara, al casarse, no habia perdido la virginidad de su corazón, la inocencia de su alma, la flor de sus ilusiones. Las caricias de un viejo habian dejado intacto como en precioso estuche el tesoro de sus sentimientos y pasiones. Clara no habia amado y necesitaba amar; pero, ¿á quién? ¿Quién era el hombre capaz de realizar sus sueños?

Tal es el objeto de su reflexión; no la distraigamos, porque está evocando las sombras de todos sus adoradores, recordando las palabras que la han murmurado al oido, y en este análisis filosófico está buscando la síntesis de un amor verdadero.

Se muerde los labios ligeramente, arquea las cejas, menea un pié con impaciencia. ¡Pobre filósofa! La síntesis de su filosofía es terrible. Se llama la duda.

Emilia entre tanto ha abierto el magnífico piano del salón y empieza á tocar la romanza de tenor del tercer acto de Fausto.

Al llegar á aquella deliciosa frase

Quanta dovizia in questa povertá

In quest'asil quanta felicitá.

Clara que lo oye dá un suspiro, sacude la cabeza como para desprender la duda que la persigue, se levanta, abre un pequeño álbum que hay sobre una mesita de mosáicos de nácar, le abre, contempla un retrato de hombre que la distancia no permite ver, hace un gesto de desdeñosa desconfianza, cierra y suelta con un ligero ademan de despecho el álbum, levanta una cortina de seda y desaparece.

Si observamos el gabinetito que Clara acaba de abandonar, adornado de azul y blanco; los preciosos muebles reflejando [ pág. ]exquisitos y opulentos caprichos; el ligero perfume, ese perfume sui generis, que deja tras de si una mujer elegante; si contemplamos el nacarado interior de la concha de aquella Venus, pues el boudoir es la concha de todas las Venus que, salen de la espuma del mar de la opulencia, comprenderemos toda la poesia de la riqueza; esa poesia del dinero transformado en arte, en encantos, en vida.

Pero ¡ay! si recordamos lo que Clara ha dicho á su amiga Emilia, y si nos fuese dado penetrar en el fondo de su corazón atormentado por la duda, entonces bien podemos llamar al cuadro que hemos contemplado:

Tormentos de la opulencia.

Capítulo 2

Por franca que sea la entrada en todas partes que tiene un novelista, hay una puerta ante la cual debe detenerse. Ante la puerta del tocador de una mujer. Los misterios eleusinos del tocador sólo el espejo debe saberlos: allí la mujer hace un paréntesis en su vida y en sus pensamientos, y todas las imágenes de su memoria se borran ante la que el azogado cristal ofrece á sus egoistas ojos.

Dejémonos, pues, á Clara entregarse á si misma, y abandonando su elegante palacito de la calle de Tragineros, número (el lector puede averiguarle) — vámonos un momento al Café Suizo, pues nos interesa.

Sentado en una mesa, tomando una botella de limonada gaseosa y fumando una excelente breva de Cabañas está Alfonso de Acuña.

En el revés del sobre de una carta está escribiendo con un lápiz, y en la atención con que mira al papel ó fija los ojos en el techo, atormentándose la perilla, en la distracción con que se rasca la cabeza, cuenta con los dedos y se apresura á fijar con el lápiz una idea luminosa, se comprende claramente que está haciendo una cuenta, y que no es el amor á las matemáticas, ni las abstracciones del álgebra las que tan preocupado le tienen. No hay en su rostro la serenidad de la ciencia sino la agitación de la vida.

Cualquiera que al agachar la cabeza observase su finísima raya y el brillo de sus cabellos flexibles y ligeramente ondulados, y al levantarla viese su rostro varonil, su frente despejada, sus cejas arqueadas, sus ojos inteligentes, expresivos, negros, penetrantes, aunque brillando á través de un lente correctamente montado en una fina nariz aguileña; quien hubiese observado su fresco y sano colorido blanco mate; el esmero y limpieza de su afeitado rostro; la suavidad de su sedoso bigote y perilla; la blancura de sus aristocráticas manos; la tersura de la pechera de su camisa; la elegancia y gusto de su traje de mañana; el lustre de su sombrero, el puno de su bastón, y sobre todo, la gallardia de su figura graciosa, llena de vigor y juventud, no exenta de cierta petulancia y de cierta expresión de orgullo y osadía; quien todo esto hubiera examinado con minuciosidad, habria pronto comprendido que aquel hombre elegante no era un Newton calculando la gravitación universal, ni un Pascal resolviendo los problemas de Euclídes.

Aquel matemático, en efecto, se ocupaba de esas matemáticas vivas, de esos cálculos tan concretos, que suelen dar con un hombre en el Saladero. Con las tablas logarítmicas de sus acreedores, trataba de resolver las progresiones aritméticas y geométricas de sus deudas. Buscaba la solución del binomio de sus apuros, estudiando las raíces y potencias de los polinomios de sus cantidades negativas é imaginarias; se atormentaba por resolver las ecuaciones bicuadradas de sus despilfarros y necesidades crecientes.

La incógnita, la X de todos aquellos problemas se resolvían siempre en esta fórmula matemática:

X = Clara
Clara = 80.000 duros.

La X no podía ser más magnífica. El problema no podía ser más infame.

Guardó Alfonso el sobre, lleno de números, en el bolsillo, y el lápiz en su cartera de piel de Rusia; miró su reló, y al ver que eran las tres y media, hizo un movimiento de impaciencia, y entre dientes dejó escapar una interjección, desahogo natural de todo español por culto y bien nacido que sea.

Mientras encendía su cigarro, que se le había apagado durante los cálculos aritméticos, y con la mano se sacudía las mangas de la levita, que en su distracción de matemático había llenado de ceniza, se abrió la puerta del café y entró un joven alto, delgado, de barba negra, esmeradamente vestido y con cierta intrepidez y ruidosa precipitación de calavera.

Diantre! — dijo el recien llegado: — por no hacerte esperar vengo echando el alma.— Y limpiándose el sudor de la frente, y llamando al mozo con tres estrepitosas palmadas, se montó en uno de los banquillos, que acercó con estruendo á la mesa de Alfonso.

— Creí que ya no vendrías; — dijo éste — son las tres y media dadas.

— Ese posma de D. Pablo me ha detenido casi toda la mañana. Tu no sabes los esfuerzos de elocuencia y de dialéctica que he necesitado para sacar al muy condenado los cuatro mil reales. Cuatro mil muelas que le hubiera arrancado, no le hubieran dolido más. Maldito! Pero al fin cayó en las redes, firmé mi gran pagaré y, aquí tienes los trofeos de mi victoria. Estamos en paz.

— Bien! Ernesto, eres un héroe, un César, un Alejandro, — exclamó Alfonso tomando, sin contar, un paquete de billetes que Ernesto le entregaba con la arrogante y cómica solemnidad de un verdadero triunfador. Ahora dame esos cinco.

— Bien puedes agradecérmelo, porque tú no sabes lo que es ese perro judío.

— ¿Qué si te lo agradezco? No lo sabes tú bien. Seis reales sólo tengo en el bolsillo desde anoche que perdí al treinta y cuarenta los veintisiete únicos duros que me quedaban, y para consuelo, esta mañana me envió el sastre una cuenta con un apremiante recadito; fueron á cobrar el pupilaje de mi caballo, y por fin, y aquí entra lo bueno, mi fámulo me entregó esta deliciosa carta de Málaga, en la que mi padre me niega toda ayuda, me llama mal hijo, su asesino, y me abandona al furor y justicia de mis acreedores. Toma y lee. ¡Encántate! ¿De qué le sirven á uno los padres?

— ¡Horror! ¡Terror! ¡Furor! exclamó Ernesto, así que hubo leido la carta del sobre lleno de números que Alfonso le entregó.

— ¿Qué te parece?

— Que no te queda más que apretar las clavijas á la viudita; de lo contrario los alanos, vándalos é ingleses te se echan encima y dan contigo en tierra.

—Pues ese es mi apuro. Si esos canallas malditos me apremian, no me queda más que declararme en quiebra, empeñar hasta el reló y vender el caballo.

— Si; pero entonces, la hermosísima Clara, se apercibe de que eres pobre, de que estás entrampado, y de que vas sólo á caza de sus millones. Entonces, adiós leche, dinero, huevos, pollos, lechon, vaca y ternero: te planta bonitamente y tout est perdu, hasta el honor.

— Si fuese sólo el honor, pase; pero ¿y el dinero? ¿Tú sabes lo que me tiene costado el amor, digo mal, la deferencia de esa mujer? Sólo en seguirla á paseos, teatros y baños de mar, he gastado un dineral, y si ya que mis artificios la hacen creer que soy rico, y que no llevo mira interesada, ahora se descubre el pastel, he hecho un negocio redondo.

— ¡Diablo, no! non, questo non sará. Es preciso que Clara sea tu mujer, y lo será.

— Así lo espero: pero no acaba de decidirse: yo creo que está enamorada; pero ¡es tan desconfiada!

— ¡Qué injusticia!

— Yo hago mi papel á las mil maravillas. Si oyeses mis declaraciones, verías que admirablemente lo hago. Ni Rossi, ni Salvini me igualan: Qué pasión! Qué fuego! Qué vehemencia! Pero nada, no acabo de arrancarla una contestación terminante; una muralla de desconfianza impide que mis palabras penetren en su corazón blindado, y eso que con lo hermosa que ella es, con lo que alhaga mi amor propio ser dueño de su hermosura y de su fortuna, te aseguro que estoy de veras inspirado, y casi, casi hablo como un poeta.

— Hombre! ahora que hablas de poeta. ¿Por qué no la escribes unos versos? Tú no sabes lo que pueden unos versos en el alma de una mujer. Haz la declaración más sublime, da las mayores pruebas, escribe las más apasionadas cartas, y nada producirá el mágico efecto de cuatro redondillas. Las mujeres son prosaicas, pero les gusta la poesía: cuanto más prosaicas, más les gustan los versos, porque imaginan que la poesía consiste en los renglones cortitos. En viendo su nombre entre cuatro rimas, se creen ya una Laura inmortalizada por un Petrarca. Sigue mi consejo: hazla unos versos.

— No me da el naipe: no encuentro consonante á hermosa.

— Qué importa? Yo tampoco sé hacerlos, y sin embargo, como sé muchos de memoria salgo fácilmente del apuro. Precisamente ahora recuerdo unas redondillas muy expresivas, que te vienen como de molde.

— A ver?

— Allá van.

¿Dudáis de mi amor, señora?
¿Pensais que mi labio miente
Y que el corazón desmiente
A la lengua engañadora?

¿Con qué es en vano, exhalar
Suspiros, ayes, lamentos,
Y solemnes juramentos
Que el viento se ha de llevar?

¿Quereis pruebas? las daré.
Pedid las pruebas más rudas,
Que disipen vuestras dudas
Y despierten vuestra fé.

Pedidme, en vuestros antojos,
Del esclavo la obediencia
Y arrastraré con paciencia
Por cadenas vuestros ojos;

Pedidme que manche mi honra
Y aunque me escupan al rostro,
Vereis que ante vos me postro
Honrado con mi deshonra;

Pedidme que en cruda guerra
Vaya del peligro en pos,
A conquistar para vos
El dominio de la tierra;

Pedid que beba un veneno
Mostrando alegre sonrisa,
O que con mano sumisa
Clave un puñal en mi seno;

Pedid que me dé la muerte;
Y á vuestras plantas muriendo
Espiraré sonriendo
Y bendiciendo mi suerte.

La muerte no da pavor
Al pecho firme y constante:
Sólo es verdadero amante
El que muere por su amor…

Pedid… .

— Basta, Ernesto, no prosigas. Soberbios! magníficos! admirables! — dijo Alfonso entusiasmado. — Eso le dará una alta idea de mi talento y de mi sensibilidad.

Y arrancando una hoja en blanco de la carta de su padre, y dándole un lápiz Alfonso, exclamó:

— Cópiamelos aquí.

Una estrofa le faltaba ya para terminar á Ernesto, cuando Alfonso le interrumpió.

— Espera! Estos versos, son de autor conocido? Porque no me vaya á ver en un compromiso.

— Quiá! Son de un poetilla desconocido, de un incompris de bohardilla que se llama… . se llama… . Gonzalo Aguilar.

— Bien: me tranquilizo. Ah! Pero están publicados?

— Si.

— Diantre! Entonces no sigas: puede haberlos leido.

— No tengas cuidado. Un señor muy aficionado á versos le costeó el año pasado una edición de quinientos ejemplares, que sólo repartió á sus amigos, pues lo que es vender … . Dios guarde á usted muchos años. Yo tengo un ejemplar que me prestó un amigo mió, y que me he apropiado. Tiene bonitos versos; pero casi nadie los conoce.

— Siendo asi, vengan, — dijo Alfonso tomando el papel. — Voy á ponerlos en limpio, y esta misma tarde los entrego, y me servirán de pretexto para promover una gran escena. Hoy ha de cantar claro, ó poco he de valer.

— Courage! Si pescas la viudita, quién te tose? ¡Ochenta mil duros! Una hermosura de primissimo cartello! Qué ganga! ¡Qué suerte tienes!

— Desgraciado en el juego

— Andiamo: — dijo Ernesto llamando con estrépito al mozo, á quien pagó tuteándole. — Mañana veremos el resultado de mis versos.

— Será decisivo.

— Guira!

— Guiro!

Entre estas y parecidas humoradas salieron del café, y en las Cuatro Calles se separaron aquellos Pilades y Orestes, dándose un bastonazo en las pantorrillas y en la copa del sombrero.

— A rivederci! bonne chance! good by, — gritó Ernesto desde lejos.

Alfonso hizo un significativo ademan de triunfo, y precipitadamente se escabulló entre la multitud.

¿Dónde se hubieran ido las dudas de la hermosísima Clara si hubiera presenciado aquella escena que podríamos llamar: Miserias de la ambición?

Capítulo 3

La escena representa una habitación pobremente amueblada.

Cuatro paredes blancas de yeso, un techo idem y un suelo de gastados ladrillos vienen á constituir la jaula donde, como un pajarillo, prisionero de la pobreza y con alas para cruzar el cielo, vive, piensa, medita, sueña, escribe, canta y llora el poeta Gonzalo de Aguilar y Wolf.

Una cama de hierro pintado de azul, una cómoda bastante deteriorada, una mesa de noche, coja, una percha donde hay pendiente alguna ropa, un pié de palangana, un espejo colgado, un pequeño estante de pared atestado de libros, cuatro sillas de Vitoria, un sillón con el asiento hundido y el respaldo roto, una mesa de despacho llena de libros y papeles, una fosforera y un tintero de cristal azul, hé aqui el inventario de todos los bienes raices muebles é inmuebles del literato Gonzalo.

Y sin embargo, Gonzalo es rico, inmensamente rico. Su fortuna la lleva escondida debajo de su frente, dentro de su corazón.

Si se tasaran sus muebles, apenas llegarla su precio á unos cuantos duros.

Pero si hubiera tasador capaz de valorar los inmensos pensamientos, las infinitas aspiraciones, los éxtasis, las visiones, los sueños, las esperanzas, los latidos generosos del corazón, las nobilísimas ambiciones del habitante de aquella jaula; si ese tasador leyese con detenimiento los manuscritos, fragmentos de prosa y poesía que atestan los cajones de su mesa; si leyese un tomo de sus poesías que hay sobre la mesa de noche, tan primorosamente encuadernado, que desentona con su lujo la modestia del escenario que hemos pintado; si hablase con Gonzalo y conociese á fondo sus sentimientos levantados á la altura de sus ideas, ese tasador tasarla á Gonzalo como uno de los hombres más ricos de corazón y de inteligencia; como un Creso de cualidades morales.

Riqueza de corazón y de inteligencia. Valiente puñado!…

Y ¿qué quieres? lector; Gonzalo no tiene otra riqueza. Vive de su pluma y por eso es pobre, pero su talento vale un dineral. Yo te lo aseguro.

El oro andaba por los suelos entre los Indios; y no por eso dejaba de ser oro. Por una cuenta de vidrio daban los Indios un puñado de aquel oro, en tiempo de la conquista, se entiende.

El oro del entendimiento anda en España por los suelos, pero no deja de ser oro, por más que los poetas, como los Indios, vendan por una migaja de pan los puñados del oro de su corazón y de su frente.

Pero esto no es culpa nuestra, ni del lector, ni del pobre Gonzalo que trabaja como un negro para vivir como un blanco.

Cuántas veces, en medio de sus trabajos, se encarama sobre la mesa que tiene colocada delante de la elevada y pequeña ventana situada á una cuarta más alta que su estatura. Esa ventana cae sobre el jardin de un precioso palacito; desde allí Gonzalo aspira el aroma de las flores, cuando las hay, contempla el Prado, el Botánico, el Retiro, que á su vista se extienden, absorbe el soplo vivificador de la naturaleza, se empapa en la alegria de un rayo de sol, en la poesía flotante del aire azul y trasparente, y entonces, con nuevas fuerzas, vuelve á su trabajo, más animado, más consolado, y escribe con el vértigo inspirador de la desesperación y de la esperanza, que ambas antitesis caben en la extraña síntesis del alma de un poeta.

Sorprendamos á Gonzalo en la intimidad de sus soledades.

Apuesto á que el lector espera ver un poeta sucio, mugriento, raido y melenudo.

Nada de eso: las relucientes botas de charol que calzan sus pequeños pies, el bien cortado y fino pantalón claro que modela sus artísticas formas; el chaleco negro que ciñe su cuerpo esbelto y elegante; la blancura de su bien planchada camisa; el gracioso nudo de su flamante corbata de seda azul oscuro; la corta bata encarnada que tiene puesta, la fina levita y el sombrero que hay sobre la cama, todo indica que Gonzalo puede en elegancia competir con un milord, y presentarse en cualquier parte; todo revela que rinde al mundo el exigido culto, que tiene el pudor y el orgullo de su pobreza; y que al cerrar la puerta de su cuarto, encierra en él el secreto de su vida y se lanza á un mundo que hoy no pregunta á nadie, quién eres? ni, de dónde vienes? sino, cómo vienes? Quizás la corbata le costó un dia de ayuno; pero en dándole su corbata de reglamento, el mundo no tiene derecho á saber más, ni le importa un bledo.

Gonzalo es la limpieza y el esmero personificados. Es verdad que su hermosa figura se merece eso y mucho más.

Alto, flexible y esbelto como un Apolo, su cuerpo tiene una elegancia artística unida á esa delgadez robusta de una constitución nerviosa y muscular. Hijo de español y alemana, brilla en su rostro la energía meridional y la dulzura germánica; el sonrosado de sus mejillas y la blancura casi femenina de su cutis, se armonizan con unas facciones varoniles, correctas y llenas de expresión. Sus hermosos ojos claros, serenos y de dulce mirar, como los del madrigal de Gutierre de Cetina, tienen sin embargo una expresión meditabunda, intensa, apasionada. La cabellera de un rubio oscuro y la barba de un rubio de oro alemán tostado por el sol de Andalucía; la cabeza pequeña, primera condición para ser artística, destellando nobleza é inteligencia en todos sus lineamientos, todo esto hace de Gonzalo lo que se llama vulgarmente un arrogante mozo. La dulzura y la nobleza; la vivacidad de fantasía y la idealidad de sentimiento; la pasión y la melancolía, todo en Gonzalo revela su naturaleza hispano-germánica; el rayo del sol del Mediodía, coloreando la flotante bruma del Norte.

Miéntras yo he contado estos detalles al curioso lector, Gonzalo ha revuelto todos los cajones de su mesa y de su cómoda, todos los libros de su estante, y después de una inútil pesquisa, se ha dirigido á la mesa, y en una carta recien escrita ha puesto la siguiente postdata:

«No puedo enviarte el ejemplar de mis poesías, que me pides, aporque he regalado todos y no me queda más que uno de los seis tirados en papel vitela que me regaló el impresor, y que con mi fotografía unida hice encuadernar lujosamente para dedicarlos á las personas de mayor preferencia.»

Iba Gonzalo á cerrar la carta, cuando la desdobló para leerla de nuevo.

Aunque sea de mala educación leer lo que otro lee, sin su permiso, seamos por esta vez mal educados, y colocándonos detrás de Gonzalo, leamos lo que dice en esta carta de gran valor para nosotros.

La carta escrita con elegante y corrida letra inglesa, decia así:

«No te rias, querido Enrique, si te digo que cada dia estoy más ciego, más enamorado, más loco y frenético por la divina Clara. Desde la ventana que tú llamas mi observatorio astronómico, me paso las horas enteras contemplando su jardin y sus ventanas. Con la ayuda de mi excelente anteojo la veo unas veces cuidando sus flores, otras leyendo un libro y otras bordando detrás de los cristales de su gabinetito. En esos momentos me parece que tengo un anteojo mágico que ofrece las visiones del cielo; detengo la respiración, siento que mi corazón estalla, que mi sangre hierve y que mi alma abandona mi cuerpo para volar á los pies de aquella adorada y pura imagen. Qué hermosa es! ¡cuánta poesía, idealidad y sentimiento hay en su rostro de ángel! ¡qué elegancia, qué noble sencillez en su artística figura! Si la vieras, Enrique, lejos de burlarte de mi, quedarlas tan enamorado como yo, porque es imposible ver á esa sublime criatura sin adorarla.

»Cuando borda, cuando se asoma á su ventana, cuando toca el piano ¡qué agena está esa mujer de que hay dos ojos de fuego que la miran incesantemente y la devoran con el deseo, y dos oidos que escuchan sus acordes como si fuesen las arpas de los querubines; de que hay un alma rindiéndola, la adoración estática de una secreta idolatría, un pensamiento nutriéndose de su contemplación, una imaginación rebosando en inspiraciones por ella! Ah! si pudiese establecerse un hilo misterioso entre el corazón de esa mujer y el mió, esa mujer caería como herida por el rayo al recibir todo el fluido de mi corazón.

»Unas cuantas varas me separan de esa mujer, y sin embargo, qué inmensa distancia nos divide! Ella es inmensamente rica; yo soy miserablemente pobre… . Para encontrarnos tendrá ella que bajar al precipicio de mi pobreza, ó yo tendría que subir á la cumbre de su opulencia; cosas imposibles. El polo Norte no dista más del Sur que yo disto de esa mujer: la pobreza y la riqueza son los dos eternos antípodas del mundo social.

»Ay! tú no sabes lo que es tener que hacer de mi silencio mi única virtud; de mi anteojo mi único tesoro: vivir amando en secreto, exhalando sólo en unos cuantos versos ignorados el dolor de tan infinita pasión.

»Siento en el alma toda la desesperación de Werther, y una pistola me sonríe como único remedio á mi mal. Cuando considero que la riqueza de esa mujer es el mayor obstáculo, quisiera como el Sardanápalo de Byron prender fuego á ese palacito y morir en los brazos de Clara, devorado por las llamas, menos horribles que la que me abrasa el corazón. Si, Enrique; por una hora de amor en los brazos de esa mujer, moriría risueño, porque esa hora seria la concentración de todas las dichas de mi vida.

»Me aconsejas que busque modo de hacerme presentar á Clara y que pruebe fortuna. ¡Imposible, Enrique, imposible! ¿Qué adelantaría yo con ello? Mi posición y mi orgullo me impedirían revelarle este amor, que su riqueza haria sospechoso. Estaría condenado á la humillante rivalidad de hombres de más posición, osadía, frivolidad y descaro que yo; sentiría los celos más horribles, sin el consuelo de castigar la insolencia irritante de adoradores afortunados. Además, quién sabe si esa Clara en quien hoy mi fantasía se complace en concentrar todas las perfecciones del tipo ideal, me aparecería frívola, coqueta y sin corazón, como suelen ser las mujeres hermosas, y vanidosa, arrogante y depravada, como suelen ser las mujeres opulentas.

»Nada, Enrique, esa mujer es una fruta prohibida para mi, y jamas extenderé una mano atrevida. Me contentaré con adorarla desde mi observatorio, con enviarla el suspiro de mi eterna tristeza, y si otro hombre conquista el corazón y la mano de esa mujer, me sepultaré en vida en cualquier rincón esperando que la muerte termine mis tormentos y el olvido esconda la ignorada historia de mi infortunio.

»He oido decir, que Alfonso de Acuña la hace la corte y obtiene una marcadísima preferencia por parte de Clara. Alfonso es aquel jerezano tan calavera y jugador que conociste en Sevilla, y que andaba á caza de mujer rica, fiado en su buena figura. Si se casa con Clara, probará que los más perdidos son siempre los más afortunados.

»Esta noticia me tiene abatido y celoso, y á confirmarse, no respondo de no pegar una paliza á ese botarate para romperle ó que me rompa el alma.

»Adiós, Enrique: compadece á tu infeliz é invariable

Gonzalo.»

Cerró Gonzalo la carta, se puso la levita y el sombrero, que había sobre su cama; tomó el bastón, miró la hora en su reló y salió precipitadamente de su cuarto.

Una hora después, Gonzalo se paseaba por las alamedas de la derecha de la Fuente Castellana, donde ya quedaban pocos carruajes y menos gente.

Caminaba lentamente, y en la curiosidad con que de vez en cuando miraba al paseo de los carruajes, se conocia que buscaba alguno de ellos con afán.

De repente se detuvo medio ocultándose detrás de un árbol. Habia visto una magnífica carretela abierta, forrada de azul y tirada por dos soberbios caballos, color de canela, y en la hermosa mujer que iba en ella habia reconocido á su adorado tormento, á Clara.

Su corazón palpitó con una emoción profunda, que se tornó én despecho cuando vió un elegante joven que, montado en una esbelta yegua inglesa, negra, caminaba al lado del carruaje, inclinado, y hablando con gran intimidad y vehemencia con Clara, que le sonreía graciosamente.

Era Alfonso de Acuña.

Gonzalo le vio sacar un papel del bolsillo y entregárselo á Clara, que le recibió con la mayor coquetería, aunque recatándose para que no la vieran.

Como la carretela caminaba al paso, al cruzar por delante de Gonzalo, éste pudo oir perfectamente á Alfonso, que decia á media voz:

— Los versos son muy malos, es la primera vez que los hago, pero son la expresión de lo que siento.

— Yo creo lo contrario — dijo Clara, riéndose; — creo que los versos serán muy bonitos; pero ni más ni menos que lindísimas mentiras.

— Siempre lo mismo! … . En fin, ya hablaremos, y se convencerá Vd. de su injusticia. Hasta la noche.

Y dando la mano afectuosamente á Clara, picó espuelas y salió á trote largo, con aire arrogante y satisfecho.

— A casa! — gritó Clara al cochero, que con un latigazo hizo partir la carretela como una flecha.

Gonzalo la siguió con la vista. Lanzó un suspiro tan hondo, que casi era un rugido.

— Tienen razón! — exclamó, echando á andar precipitadamente y mirando al suelo.

Al llegar frente á la Casa de la Moneda, se apercibió de que había hecho girones los guantes.

Se los quitó con rabia, los arrojó al suelo, y continuó avanzando por los jardinillos de Recoletos.

Si pudiésemos ver las ideas que bullian en su frente, bien podríamos llamar á la escena que hemos presenciado:

Tormentos de la pobreza.

Capítulo 4

Antes de continuar nuestra historia, detengámonos un instante á reflexionar sobre las tres escenas que hemos presenciado y los tres personajes que hemos conocido.

Clara es una mujer hermosa y con un corazón más grande que su fortuna.

Alfonso es un elegante libertino, con menos corazón que dinero; lo cual equivale á decir que no tiene corazón, pues ya sabemos que está tronado y es un perdido en todos conceptos.

Gonzalo es tan rico de inteligencia y de corazón como pobre de bolsillo.

Clara y Alfonso son una disonancia, una antitesis moral, que el mundo y la suerte quieren unir y armonizar, lo cual prueba que la suerte es ciega.

Clara y Gonzalo son la disonancia de la pobreza y la opulencia; pero son la armonía sublime, el acorde perfecto de dos almas; dos poesías hermanas; dos consonantes deseando rimar el verso de la felicidad. Y sin embargo, la suerte los separa, se interpone entre la atracción natural de sus almas.

A Clara y á Gonzalo les bastaría un minuto de hablarse para identificarse en un solo amor, en un solo ser.

Pero hay distancias de cuatro varas que una locomotora no podría recorrer en diez años: la distancia de la posición no se mide por kilómetros sino por inmensidades.

Clara y Gonzalo viven tan cerca y tan lejos! Podrían hablarse desde sus ventanas, y empero él vive en Pekín y ella en Filadelfia.

Ah, lector! Los hombres son desgraciados por no poder entenderse: una palabra bastaría á veces para hacer nuestra dicha, y esa palabra es quizás de todas las del Diccionario la única que nos está vedada. ¿No es horrible considerar que Clara piense siquiera en dar su mano al hombre que hemos oido hablar en la mesa del Suizo, teniendo á cuatro pasos á su tipo ideal? ¿Por qué Clara no ha podido leer con nosotros la carta de Gonzalo?

Ese es el mundo: una serie de engaños, una serie de contrastes y una serie de fatalidades.

Como esa caprichosa providencia que se llama la casualidad no lo remedie, mucho me temo que Clara sucumba á los engaños y fascinaciones del pérfido Alfonso.

Si asi sucede, un ambicioso habrá realizado sus planes; una mujer habrá sacrificado su felicidad; un poeta habrá perdido su ideal.

La dicha humana está pendiente de un cabello, sujeta á un soplo y ligada á un minuto.

Como la casualidad no venga en su ayuda, entonces si que podemos decir:

Pobre Clara! Pobre Gonzalo!

Capítulo 5

La Luna, ese astro romántico y melancólico que se pasea de noche solitario, tomando el sol por la inmensidad del cielo; ese satélite cortesano de la tierra, amigo de los poetas, protector de los amantes, lámpara de las ruinas y de los sepulcros; ese testigo nocturno, á quien los tristes y enamorados le cuentan sus cuitas y dirigen sus lamentos, que, dicho sea de paso, como tienen que atravesar, sesenta y siete mil leguas, no llegan á los oidos del astro, sordo por añadidura; la Luna, en fin, estaba comme un point sur un i sobre el pequeño y lindo jardin del palacio de nuestra amiga Clara de Monte Real.

La noche estaba deliciosa; las estrellas brillaban sobre uno de esos nocturnos cielos madrileños de otoño que hacen meditar y que parecen dejar entrever, al través de su trasparencia, los misterios del Infinito. El rumor de un vientecillo tibio, el murmullo de las fuentes del Prado, el ladrido de alguno que otro perro y el taconeo de algún transeúnte, era lo único que interrumpía el silencio de que, según Virgilio, es tan amiga la Luna.

Sólo nuestro poeta Gonzalo, apoyado en su ventana, contemplaba meditabundo la magnificencia del cielo y la calma de la tierra.

Su ventana estaba sumida en sombra, lo que le permitía contemplar el cielo, los astros y el jardin más cómodamente, sin que el rayo directo de la luna hiriese demasiado sus ojos ni le denunciase á los indiscretos que pudieran sorprender su meditación.

Para las almas tristes y pensadoras, un baño de luna es una medida higiénica, un rayo de estrella es un bálsamo precioso. Las misteriosas contemplaciones de la noche dan al espíritu una serenidad, una beatitud angélica que el ruido de la vida no consiente; una lágrima vertida á la faz de los astros ¡redime de tantas bajezas! ¡consuela de tantos dolores! Un suspiro lanzado al infinito ¡eleva tantas esperanzas!

Ese baño celeste era el que tomaba Gonzalo en el momento en que el reló del cuartel de artillería del Retiro acababa de dar las once.

Gonzalo serenaba su corazón de la impresión dolorosa que recibió en paseo. Se bañaba en la claridad nocturna; con alas de poeta, nadaba por el espacio. Sobre el rayo de cada estrella veía mecerse la sombra pura y esplendente de Clara, y sonreía. Entre las copas de los árboles veia surgir la sombra de Alfonso, y lloraba.

Qué lágrimas y qué sonrisas tan amargas!

El jardin de Clara estaba tan poético, que aquel escenario estaba pidiendo á voces la estética presencia de dos amantes para completar el cuadro.

El ruido de una puerta que se abría hizo á Gonzalo bajar del cíelo á la tierra y fijar sus ojos en una mujer que apoyada en el brazo de un hombre bajó una corta escalinata, y por una alameda central se dirigió á una pequeña plazoleta con una estatua de Diana en el centro y dos bancos verdes á cada lado; plazoleta que justamente caía debajo de su ventana.

Gonzalo se bajó de la silla en que estaba encaramado, y á tientas, pues estaba sin luz, tomó su anteojo, que tenia sobre la mesa, volvió á subirse en la silla, y aplicando su telescopio de amor á las dos personas del jardin que ya se habían sentado en uno de los bancos, le graduó hasta que el cristal le permitió reconocer perfectamente á la hermosa Clara y al esbelto Alfonso.

— Son ellos! Maldición! — exclamó el infeliz poeta arrancándose un mechón de pelo, rechinando los dientes, apretando convulsivamente el anteojo y temblando de ira como un azogado.

No había en el cielo dos estrellas más chispeantes que sus dos ojos. El desesperado astrónomo veia á través de su telescopio todas las constelaciones del tormento, todas las nebulosas de los celos.

Veia á Clara que en cuerpo, con un elegante vestido de seda gris perla, un sencillo medallón de oro al cuello, una pulsera lisa, y dos flotantes tirabuzones cayendo por su espalda aparecía iluminada de lleno por la Luna, como la maga de la noche, el tipo de sus ensueños de poeta.

Y á su lado veia arrogante, gallardo, diabólicamente hermoso y vestido de negro á su rival, á su enemigo, al infernal conquistador, al elegante Alfonso, que manoteando con vehemencia y hablando con una intimidad y calor más que amistoso, demostraba que requería de amores á la adorada mujer de sus platónicos devaneos.

Aquel cuadro le parecía un vampiro devorando á un ángel. Gonzalo sentia el vértigo de la desesperación: hubiera querido convertir en pistola aquel anteojo y en bala su ardiente pupila que apuntaba al corazón de aquella sombra maldita.

Aplicaba el oido para ver si oia lo que hablaban, y hubiera querido ser Júpiter Tenante para castigar al Cefirillo juguetón y á Neptuno, Apolo y Cibeles que con el rumor importuno de sus fuentes le impedían distinguir las palabras de aquellas dos sombras, por más que á veces sacaba casi todo el cuerpo fuera de la ventana, con peligro de caer de cabeza en el jardin.

Pero ya que Gonzalo, por más que se encarame y ahuecando la mano y aplicándosela al oido intente en vano improvisar una oreja de Dionisio, no hemos de quedarnos nosotros sin saber lo que con tanto interés hablan Clara y Alfonso.

Si Gonzalo bajase al jardin, seria peligroso; pero nosotros podemos bajar sin peligro de cometer una imprudencia, y situarnos escondidos detras del pedestal de la estatua de Diana.

Desde allí se oye perfectamente lo que dicen y se ve lo que hacen.

— Los versos son preciosísimos, — decia Clara — y la verdad es que si Vd. es capaz de sentir y hacer lo que en ellos dice, bien puede llamarse dichosa la mujer que sepa inspirar tan profunda pasión y tan generosos sentimientos; pero… .

— Siempre ese pero, siempre esa duda! Vd. no sabe, Clara, el martirio que me causa con esa sencilla palabra. Esa simple preposición pero, me hace más infeliz que si Vd. me dijese que me aborrece. Cada sílaba de esa palabra parece una punzante espina de cada uno de esos labios, nacidos sólo para decir esta palabra: creo.

— Creo! já, já! ¿y quién es la mujer que puede decir esa palabra sin peligro de engañarse miserablemente?

— Usted, Clara, Vd. es esa mujer. Usted que enamora, que fascina con su hermosura, con su elegancia, con su talento, con sus incomparables gracias á quien la mira un instante. Usted que me ha vuelto loco, que me ha hecho perder la tranquilidad, el sueño, la alegría, la felicidad: Vd. que podria devolmerme todo eso con una sola palabra más corta que esas dos sílabas de incrédula con que me está atormentando. Tanto le cuesta á Vd. creer, Clara! La duda se ha hecho para el hombre: la fé es el tesoro de la mujer!

— Fé! ¿Y Vd. cree que yo no la tendría, si tantos ejemplos de la falsedad de VV. los hombres, no me hiciera mirarlos con desconfianza, cuando nó con horror? Las palabras cuestan tan poco! Sin pasar por jactanciosa me creerá Vd. si le digo que quizás puedo contar por docenas el número de hombres que me han hablado como Vd. me habla en este momento. Para atenuar el vanidoso alarde que pudiera envolver esto que le digo, le confesaré, que he tenido el modesto buen sentido de decirme siempre como Hamlet: palabras! palabras! palabras!

— Sólo con mirarla á Vd. comprendo el continuo mosconeo amoroso que atormentará sus oidos. Pero dígame Vd., Clara, ¿no tiene el verdadero amor un sello para acreditar su legitimidad? ¿No hay en los labios del verdadero enamorado las vibraciones del corazón conmovido? ¿No brilla en sus ojos algo que refleje la pureza y sinceridad del alma?

— Cuando Vd. va al teatro, ¿no ve Vd. todo eso en la voz y en los ojos del actor? ¿No pinta éste todos los dolores más intensos del corazón, y, al entrar entre bastidores, quizás prorumpe en una carcajada y se burla de las lágrimas que ha hecho derramar al público? Los hombres son VV. casi todos excelentes cómicos.

— Menos cuando amamos de veras. El verdadero amor no se confunde con nada.

— El verdadero amor no tiene más que dos pruebas infalibles.

— Cuáles?

— Las lágrimas ó los sacrificios.

— Lágrimas! ¡Si Vd. viera, Clara, las que tengo derramadas en secreto llorando su ingratitud; si hubiera Vd. visto las que he derramado al escribir esta tarde esos versos que el amor sólo me ha inspirado, convirtiéndome hasta en poeta; esos versos en que Vd. no reconoce la voz de mi alma!… . Qué más? Si Vd. viera las que en este instante quieren brotar de mis ojos, y por vergüenza de tal debilidad estoy conteniendo… .

— Si yo le viera á Vd. llorar, dudaria algo menos de sus palabras; el hombre sólo llora por amor ó por orgullo.

Alfonso sondeó su corazón á ver si encontraba alguna lágrima perdida para forzarla á salir como de un pozo artesiano á sus enjutos lagrimales. Aquella lágrima hubiera sido de gran efecto; pero hacia más de diez años que se habia secado el raudal en el desierto de su corazón ambicioso y egoísta.

— Yo no lloraré, Clara, porque esto es indigno de un hombre; pero exíjame Vd. pruebas y todo género de sacrificios, y me hallará dispuesto á hacerlos por este amor que me mata y desespera. Ojalá pudiera arrancar de mi corazón la imagen adorada de Vd.! ¡Ojalá pudiera ahora mismo arrojarla con desden á los pies de usted y decirla: ahi tiene Vd., ingrata; soy libre, son feliz, nada le debo á Vd., ni aun el sacrificio de una credulidad, ni aun la esperanza de una correspondencia! Amar y no ser amado es un tormento, Clara; pero amar y no ser creído es una crueldad que Vd. no puede comprender. ¡Es Vd. terrible, Clara: no tiene Vd. corazón!

Pronunció Alfonso estas palabras poniéndose la mano sobre el pecho, y con expresión tal de verdad y tristeza, que Clara conmovida respondió:

— No, Alfonso, no es que no tenga corazón; es que tengo demasiado corazón, y un desengaño sería para mí una herida mortal. El día en que yo creyese en el amor de un hombre, no habría en el mundo mujer más apasionada, más vehemente, más ciega: mi amor, mi locura, mi felicidad no tendría límites. Este corazón, que Vd. llama de hielo tantas veces, abrasaría al hombre que me lo arrancara con su mano.

— Y ¿no llegará ese día en que crea en mí?

— Yo quiero creer que es verdad lo que me dice. Lo creo.

— Oh, Clara!… .

— Lo creo bien, si; pero no basta. No me basta creer en la verdad del afecto que Vd. me manifiesta; necesito creer en otra cosa.

— En qué?

— En su constancia.

— Mi amor es eterno! invariable! inf… ..

— De eso no puede responder ni Vd., ni ningún hombre. Yo quiero creer que Vd. me quiere como dice. Pero ¿puede Vd. responder de que no es una de esas llamaradas pasajeras de un corazón impresionable?

— No, Clara; esta es una de esas pasiones inmensas, profundas, que resumen toda la vida y llenan la historia de un hombre.

Clara vacilaba y Alfonso adivinó su emoción.

— Clara, por piedad, no me deje Vd. morir de desesperación! No me cree Vd. merecedor siquiera de una esperanza?

— Si Alfonso; le confieso á Vd. que le aprecio mucho, que me es Vd. el más simpático de todos mis amigos, y que á lograr vencer esta duda horrible… .

— Duda horrible! — se dijo para si Alfonso, — me ama!

Duda horrible! ah! Clara: ¡más horrible que esa duda es mi ansiedad! No destroce Vd. por más tiempo mi corazón con su incredulidad y sus perpetuas ironías. Quíteme Vd. de una vez esas vagas esperanzas que mil veces sus diferentes preferencias me han hecho concebir: desahucíeme Vd. con una terminante negativa, y me iré ocultar y morir en cualquier rincón ignorado del mundo. Pero si Vd. me cree un caballero incapaz de mentir, si Vd. cree todas mis cualidades dignas de aprecio, y mi amor digno de correspondencia, exíjame pruebas y sacrificios; pero déme una palabra terminante que me dé valor para consumarlos. En mis versos le digo á Vd. que el verdadero amor es el que arrostra la muerte: pídame que muera á sus pies; ni un puñal, ni un veneno me asustarían, con tal que al beber ese veneno ó clavarme ese puñal oyese de sus labios un dulcísimo sí, por respuesta á esta pregunta que por última vez juro dirigir á Vd.: Clara, me ama Vd.?

Alfonso era un actor consumado; al hacer esta pregunta cayó de rodillas ante Clara con una expresión tan suplicante, tan apasionada, tan delirante; cogió las manos de ella con una ternura, se las llevó al corazón con un ademan tan noble; levantó los ojos al cielo con una efusión de amor tal, que Clara se enterneció y sus dudas se desvanecieron. El hielo se fundía: la fé descendía al alma de la hermosa escéptica.

Por primera vez creía de lleno en aquel hombre. Le contemplaba con dulzura. Un sí fatal, un sí de perdición, sentencia de muerte para su tierno corazón, flotaba ya en los trémulos labios de aquella mujer conmovida; lo agitado de su respiración, el brillo de su mirada, el temblor de su mano indicaba que las palabras de Alfonso habian invadido su corazón y conmovido sus cuerdas más secretas y sensibles.

El vampiro iba á devorar al ángel.

Alfonso esperaba con ansiedad aquel sí: triunfo de su orgullo, pedestal de su ambición y premio de su perfidia.

Tomaba ya aliento Clara para pronunciar aquel sí, cuando un grito de Alfonso convirtió aquel adverbio afirmativo, en otro grito de susto y de sorpresa.

Al dar aquel grito inesperado, Alfonso se llevó las manos á la cara, el lente se le cayó de la nariz, y un objeto cuadrado vino á caer á los pies de Clara, que en su asombro no sabia qué pensar de aquella brusca intervención en su diálogo.

— Qué ha sido?

— Algún infame que se quiere divertir con nosotros; pero yo juro que me las ha de pagar, — exclamó Alfonso furioso poniéndose en pié y sacando un pañuelo que se llevó á la nariz y en un momento manchó de sangre.

— Está Vd. herido? — exclamó Clara asustada.

— No, es sangre de la nariz: me han tirado no sé qué; pero caro le ha de costar á quien haya sido: daré parte á la autoridad y si es hombre… .

Y al decir esto se dirigia á las espaldas de la casa que caia al jardin buscando en las ventanas con furor algún ser humano á quien provocar y en quien vengar aquella doble herida en el rostro y en la honra; una que le manchaba de sangre, otra que le cubria de ridículo.

— No hay nadie, pero ya averiguaré yo quién es! Veamos qué es lo que han tirado.

Clara se agachó y cogió un objeto que yacia en el suelo junto á un pié del banco.

— Es un libro primorosamente encuadernado. — Y abriéndole dijo en voz alta:

— Poesías de D. Gonzalo de Aguilar y Wolf.

Alfonso quedó petrificado; se acordó del nombre del autor de los versos que copió Ernesto en el café; vio en un segundo lo comprometido de su situación: aquel libro denunciaba su falsedad, patentizaba sus engaños, le cubría de ridículo y le arrancaba su esperanza en el momento en que iba á coger el fruto de su trabajo. Una bomba que hubiera caido á sus pies, le hubiera causado menos espanto que aquella bomba que iba á estallar matándole con el ridículo.

Tuvo intenciones de echar á correr y salir de aquella situación embarazosa; pero reponiéndose y comprendiendo que aquel libro era su perdición, exclamó con furor:

— Déme Vd. ese libro, Clara, y hoja por hoja se le he de hacer comer al que así se burla de mí.

— No, Alfonso; yo averiguaré quién es el que se ha querido divertir con nosotros. Cálmese Vd., esto corre de mi cuenta.

— Déme Vd. ese libro, Clara; se lo pido en nombre de mi honra; se lo pido á Vd. por cuanto más ame en el mundo.

— Nunca, Alfonso; está Vd. acalorado, puede haber un disgusto y sobre todo un escándalo, que yo deseo, más, que yo exijo, que evite Vd.

Alfonso no tenia razón que oponer; pero intentó arrancar aquel libro infernal.

— Doy mi palabra de no hacer nada; pero déme Vd. ese libro: le necesito, Clara.

— Alfonso: hace un instante me decia Vd. que pusiera á prueba su cariño, que le exigiese un sacrificio. Pues bien: ahora le exijo á Vd. la prueba de su sumisión, el sacrificio de su justa cólera, No lo merezco ?

— Si, Clara, pero…

— Ahora soy yo quien prohibo esa preposición que Vd. quería prohibirme. Júreme Vd. no hacer nada y dejar este asunto sólo á mi cuidado.

Clara no comprendía las angustias de aquel hombre; le parecía natural su resistencia, pero por lo mismo quería poner á prueba el cariño y sumisión de Alfonso.

  • ¿No dice Vd. en una estrofa de sus versos


Pedidme en vuestros antojos
del esclavo la obediencia
y arrastraré con paciencia
por cadenas vuestros ojos?



Pues bien: sólo pido que acredite Vd. la verdad de esa estrofa para creer en las otras. Con que jure Vd.

El argumento era irrefutable; la exigencia no era desmesurada, y la resolución de Clara firme. Resistir era tan peligroso como acceder: asi que Alfonso, cogida su palabra en la tenaza de tan apurado dilema, no tuvo más que responder:

— Bien, Clara, juro no hacer nada; pero déjeme Vd. siquiera saciar en ese libro mi cólera y romperle en mil pedazos. ¿Qué menor venganza?

— No: este es el cuerpo del delito y el hilo de mis averiguaciones.

— Como Vd. quiera! Adiós, Clara,— exclamó Alfonso tratando de salir cuanto antes de tan ridícula y falsa posición, y alejándose bruscamente.

— Pero espere Vd., Alfonso; lávese Vd. la cara.

— No, gracias, no es nada.

Y Alfonso, avergonzado y corrido, se alejó casi sin despedirse de Clara; tomó su sombrero y salió del palacito, y no paró hasta el pilón de la fuente de las Cuatro Estaciones, donde se lavó la cara y las manos, y con el agua refrescó un tanto sus ideas. Entonces le ocurrió si aquella aventura sería alguna broma pesada de las que el calavera Ernesto solia dar, y se dijo: «Voy á su casa, y como no me enseñe su ejemplar de esas poesías, le meto una bala en el cuerpo.» Y con esta idea comenzó á caminar como un desesperado.

Clara no extrañó la brusca despedida de Alfonso, atribuyéndola á su turbación y natural coraje, y aun quedó satisfecha de la sumisión que habia mostrado al fin á su mandato en la primer prueba que le habia exigido. Con el libro en la mano abandonó el jardín, y se dirigió á su gabinetito, donde habia un quinqué encendido.

Ya comprenderá el lector que el libro habia sido lanzado por la celosa mano de Gonzalo.

En efecto, al ver á Alfonso arrodillarse ante Clara, los celos le cegaron de tal modo, que cogió el primer objeto que tropezó á tientas, y le arrojó con toda la fuerza de su ira y todo el tino de su venganza. Cuando vio el efecto de su proyectil y reflexionó en su imprudente arrebato, conoció que habia arrojado el tomo de sus poesías, y sólo dijo estas palabras:

— Buena la he hecho!

Buena era, en efecto, por más que la intención fuese mala, la acción que habia cometido Gonzalo.

Sin saberlo libraba á Clara de una eterna desgracia, arrancaba al ángel de las garras del vampiro en el momento en que iba á ser devorado.

El libro de Gonzalo cayó tan á tiempo, que cortó una palabra que encerraba todo el destino de aquella hermosa mujer.

En todas las líneas de los ferrocarriles hay puntos de enlace, en que la via se divide. Un simple movimiento de un guarda-aguja puede hacer que un tren vaya á parar al cabo de Creux ó al de Finisterre.

La vida humana es también un ferro-carril. Hay momentos supremos en que todos llegamos al guarda-aguja: allí un simple movimiento de la mano de la suerte nos dirige á la cumbre de la fortuna ó al escarpado promontorio de la miseria.

Clara habia llegado al guarda aguja del ferro-carril, mejor dicho, del auro-carril de su vida.

El tren de su destino iba á encarrilarse hácia la estación de la Desgracia.

La mano salvadora de Gonzalo acaso le encaminaba hacia esta otra estación enteramente opuesta:

La Felicidad.

Por supuesto, lector, que si te parece prosaico y anti-estético interrumpir una escena de amor con un porrazo en la nariz, no olvides que esa es la vida humana.

La realidad es brutal, ciega y anti-artística, y mezcla, sin reglas, lo cómico y lo ideal; interrumpe lo sublime con lo grotesco; sorprende lo ridículo con lo bello; se complace en las antitesis y en los contrastes; nos hace despertar de sueños, ó nos saca del estercolero de Job á los esplendores de Salomón.

No me acuséis si he dado á Alfonso con el libro en las narices, cuando tantas veces y en mejores ocasiones la realidad suele darnos con la puerta en los hocicos.

Capítulo 6

Conmovida con la apasionada declaración de Alfonso, sorprendida é indignada por la extraña interrupción de su diálogo amoroso, Clara, después de haber hecho por sus criados algunas averiguaciones acerca de la vecindad de la casa contigua á su jardin, y después de haber dado algunas instrucciones conducentes á la de aclaración del caso, entró en su elegante gabinete y se sentó junto á un velador donde lucia un quinqué con pantalla.

Su primer operación fué abrir con curiosidad el libro de poesías que tenía en la mano, después de admirar su primorosa encuadernación.


Sorprendióse al encontrar en la primera hoja una fotografía, que supuso del autor, y estuvo largo tiempo contemplando la noble y varonil hermosura de aquella fisonomía, revelando inteligencia, pasión y bondad.

No habia pasado muchas hojas del libro, cuando la violenta contracción de sus facciones, su ceño, su agitación, demostraban que habia sufrido una sorpresa grande, profunda y dolorosa.


En efecto: acababa de leer, casi sin creerlo, c por b la poesía mismísima que Alfonso le entregara como la expresión más pura y sincera de su alma, y asegurándola que la habia escrito con lágrimas en los ojos. Aquellos versos la habían penetrado en el corazón, y precisamente en el momento de su mayor credulidad; en el momento en que se libraba del tormento de la duda é iba á abandonarse á la dulzura de la fe y á la expansión de sus afectos, aquellos versos impresos en el libro la revelaban la falsedad de Alfonso: le hacian dudar de sus palabras, de sus protestas y juramentos.


El desengaño era terrible: su corazón, su dignidad, su orgullo, todo se sintió herido ante aquella farsa manifiesta.

— Es un infame! Un falso! Se burla de mi! Me engaña! Dios mio! En quién creer? Esto es horrible! Tonta de mi! Haber creido ! Cómo se estará riendo!…

Y el encarnado de sus megillas, y el brillo de sus ojos, revelaban su cólera, su asombro, su vergüenza y su resentimiento.

Lo que vulgarmente se llama echar un jarro de agua ó caerse el alma á los pies era lo que experimentaba Clara, y en verdad que el agua de aquel desengaño era capaz de apagar el mismo Vesubio que hubiera ardido en su corazón.

Repuesta de su impresión continuó leyendo el libro con avidez, con deleite, con encanto. Con frecuencia marcaba con la uña al margen infinidad de pensamientos, en que hallaba formuladas admirablemente sus propias ideas. Aquellos versos parecían escritos para ella, cual si el poeta hubiera penetrado en el fondo de su corazón y de su mente.

A cada poesía que leia miraba el retrato y sentia una irresistible simpatía hacia aquel poeta tan idéntico á ella, tan apasionado, tan tierno, tan elevado de ideas y sentimientos.

La sonora campana de un reló de sobremesa dando las tres la hizo volver en sí. Se hallaba en la última página del libro; le había devorado casi hoja por hoja, y sentia una especie de calma indecible. Aquellos versos habían templado su ira, serenado sus ideas. La poesía, que es el consuelo de las grandes almas, había mitigado el dolor de su herida.

Reflexionó sobre lo que había leído y construyó mentalmente la historia del poeta, narrada en dulcísimos versos. Sacó en limpio que Gonzalo era guapo, joven; que era noble, huérfano y pobre; que tenía un gran corazón y una gran inteligencia; que era vehemente, tierno; que lloraba y padecía; que ambicionaba la gloria; que adoraba á una mujer hermosa y opulenta, y que su pobreza le obligaba al tormento del silencio y la resignación: historia tan sencilla como frecuente en el mundo.

Unas doscientas páginas le habían hecho íntima amiga de Gonzalo de Aguilar. Hubiera querido en aquel momento poder hablar con él, y se proponía buscar modo de conocerle.

— Si fuese verdad todo lo que este poeta dice, este hombre sería mi média naranja; pero…

Aquel pero contenia toda la desesperada filosofía de Clara, que levantándose y preocupada se acostó sin hablar, contra su costumbre, con su doncella Pilar, quien revelaba en sus soñolientos ojos que habia leido las poesías de Morfeo mientras su ama las del vecino poeta.

Cuando Clara quedó á oscuras, sus ideas, sus dudas, surgieron con nueva fuerza en su imaginación. Después de abrumar de improperios mentales á Alfonso, pensó si quizás no era tan falso como parecia; si habría copiado los versos como expresión de sus sentimientos, y aquella mentira inocente era disculpable por la intención.

Fluctuaba su pensamiento entre los nombres de Alfonso y Gonzalo, y en su tremenda duda se acordaba de esta estrofa :

La muerte no da pavor

Al pecho firme y constante,

Sólo es verdadero amante

El que muere por su amor.

— Habrá algún hombre capaz de morir por amor? Todos lo dicen: ¿habrá alguno que lo haga? Tendrá razon este poeta? Será esta la única prueba del verdadero amor?

Si; indudablemente para mi ya no hay otra prueba posible. Yo necesito saber si hay algún hombre capaz de matarse por mí. ¿Será Alfonso capaz de esta prueba? Cómo haría yo para saberlo?

Ah! mañana lo sabré, — se dijo después de cavilar un rato. — La prueba es chistosa y atrevida, pero… . mañana sabré si merece mi amor ó mi desprecio. Mañana creeré, ó quedaré vengada de su engaño.

Y dando una vuelta se acurrucó, y después de agitadas reflexiones que la desvelaban, logró quedar profundamente dormida.

Casi al mismo tiempo que ella, se dormían en sus respectivas camas, Alfonso después de meditar sobre su comprometida y difícil situación; Gonzalo después de deplorar su arrebato, apurar la hiel de sus celos, é idear el modo de recuperar sin peligro su querido y único tomo de poesías.

Mientras ellos duermen, filosofemos nosotros un instante, lector, y si no te gusta la filosofía, duérmete tú también con la lectura de algunos renglones de metafísica que quiero aquí dedicarte.

Hay en los admirables diálogos del gran Platón uno, más interesante que muchas novelas, titulado El Banquete. Uno de los concurrentes al banquete de Ágathon desarrolla la singularísima teoría de los Andróginas; mito que supone que al principio los hombres eran dobles. Cada hombre se componía de dos hombres, y cada mujer de dos mujeres, unidos por la piel del vientre: había, además, otra raza en que cada criatura se componía de hombre y mujer, igualmente unidos. Estas razas eran tan fuertes que intentaron, como los gigantes, escalar el cielo, y Júpiter, para castigarlos y debilitarlos, los dividió por la mitad, encargando á Apolo que curase y arreglase aquellos desperfectos, como en efecto lo hizo aquel celeste cirujano, sin exigir un cuarto por tan difícil operación.

Desde entonces cada cual somos una mitad de hombre que ha sido separada de su todo. Nuestra naturaleza era una; eramos un estado completo, y el amor no es otra cosa que el deseo, la prosecución de este antiguo estado.

El hombre, en realidad, es un numerador que busca su denominador mujer para formar la unidad de la criatura. Cualquiera que sea el valor de un número, poniéndole su igual por denominador formará la unidade

El hombre es Adan-Eva: la pareja es el entero.

La teoría platónica es sobre todo aplicable al alma. Todos tenemos en el mundo nuestra mitad, nuestro acorde, nuestro complemento. El amor es sólo una armonía. Si encontramos un alma más ó menos afine con la nuestra, somos más ó menos dichosos.

Sólo cuando hallamos el alma idéntica, alcanzamos y realizamos la suprema armonía de la felicidad perfecta.

Así como toda enfermedad tiene una medicina que la torna en salud, así la dolencia innata del espíritu se resuelve en placer al contacto amoroso de un espíritu hermano.

Todos de niños hemos solido partir cortezas de pan, y uniendo las dos mitades que quedan completamente adheridas hemos preguntado: ¿por dónde está partido?

Esta infantil puerilidad es la verdadera imagen de la unión de dos almas: ser dos y parecer una; unirse sin que se conozca el vínculo ni la trabazón; identificarse sin perder cada cual su respectiva unidad.

Toda esta metafísica está contenida en la frase titular de esta historia: La média naranja.

Gonzalo habia presentido en Clara su média naranja.

Clara habia vislumbrado en Gonzalo su média naranja.

Un hilo de arana existia ya entre aquellas dos mitades. Un tropiezo podia romperle; una casualidad podia convertir el hilo en cadena de acero.

Se unirán las dos médias naranjas?

Allá lo verémos.

Entre tanto, perdón por esta filosofía y vamos al cuento, que es lo que nos interesa.

Capítulo 7

Para entrar en la estancia de una mujer elegante y hermosa parece que hasta el sol limpia sus rayos y los purifica al pasar por el cristal de una primorosa ventana.

Limpio, fijo, y más lleno de esplendor que el lema de la Academia, caia un templado rayo del sol sobre la blanca esfera de un reló de bronce dorado, colocado sobre una chimenea de mármol blanco, y hacía relucir las manecillas, que señalaban las doce y media.

Una vez allí dentro, el rayo de sol se complacía en comerse el azul de la lujosa sillería, en pasar al través de las colgaduras, que se trasparentaban con vigorosos claro-oscuros; en trazar caprichosos vivos, cortados por sombras rectangulares, sobre la preciosa alfombra; en descomponerse en mil iris á través de los objetos de cristal; en reflejarse en los espejos; en brillar en todos los dorados y pulidas maderas; en reproducir en sombra por suelos y paredes, graciosamente desfigurados, mil caprichosos objetos que llenaban las mesas y etagéres; en trepar por las paredes, avivar los matices, templar la atmósfera, juguetear con el azulado polvillo que se agita en el espacio y es acaso el cuerpo de nuestros abuelos ó el gérmen de nuestros nietos; y por último, en rodear de reflejos, calor y vida á una hermosa mujer que estaba sentada en una butaca situada frente al reló.

Clara era aquella mujer, y hasta su nombre luminoso parecía adecuado á su hermosura, clara y esplendente como la del enamorado rayo de sol que la acariciaba.

Vestida con un sencillo vestido de glacé negro que dibujaba con más vigor la esbeltez de su cuerpo; con una cinta de seda azul graciosamente enlazada en su cabeza, un cinturon negro con broche de acero y un par de hermosas perlas por pendientes, Clara estaba encantadora en su sencillez, romántica sin afectación.

Hallábase sentada frente al reló de la chimenea, y el mármol, reflejando el rayo de sol, le enviaba á su rostro, que aparecía doblemente blanco resaltando sobre su negro vestido.

El rostro de aquella hermosa criatura revelaba emoción, inquietud, ansiedad, y al mismo tiempo una imperceptible sonrisa y contracción de sus labios le daban una expresión como de ironía, orgullo y atrevimiento. Unas leves ojeras denunciaban la agitación de un insomnio y le daban un tinte melancólico y picante al mismo tiempo El conjunto de su expresión era imposible de definir; pero en su rostro se trasparentaban grandes pensamientos, secretas luchas y supremas resoluciones.

Un par de copas llenas de agua y colocadas en una bandeja de plata labrada estaban sobre la mesa, y cada vez que Clara las miraba, una extraña sonrisa, que degeneraba en meditación, se pintaba en su fisonomía.

— Ahí está ya! — dijo Clara al oir un timbre que anunciaba la llegada de una persona; y dominando una visible emoción que hacía palpitar su corazón, arregló su falda, dió un ligero toque á su cabello, se dió, en fin, ese pase de mano que, como las pinceladas de un gran artista, dan el tono, la gracia, el chic, la afinación, á esos encantos imperceptibles al examen y decisivos para la supremacía de una mujer hermosa y elegante.

Abrióse la puerta que comunicaba con el salón, y apareció Alfonso, elegantemente vestido. Su ligera palidez indicaba una secreta emoción; pero al mismo tiempo la mirada firme, arrogante, casi provocativa, demostraba una voluntad avasallando todas las emociones íntimas, y resuelta á afrontar todas las situaciones, á fingir todas las mentiras, ó á oponer el descaro como última defensa del que ya ha perdido todas las armas de la razón.

Después de los saludos de ordenanza, y de preguntarse mutuamente por su salud, Alfonso se sentó en una butaca, que acercó á la de Clara.

— Amigo: se fué Vd. anoche tan bruscamente, que creí que habiamos perdido las amistades, á pesar de lo insignificante de mi exigencia.

— Perdone Vd., Clara; pero la cólera me tenía ciego, y para cumplir su mandato preferí ser descortes y marcharme, antes de exponerme á perder la sangre fria y desobedecer á Vd. Mi descortesía era sumisión… .

— Si es así, gracias, Alfonso, y no hablemos más del caso. Olvidemos, más, riámonos de la escena de anoche, que no tiene importancia alguna ni merece su cólera de Vd.

— Sin embargo… .

— No fué nada: apénas Vd. salió, vino un criado de esa casa contigua al jardín á pedir el libro, que devolví en el acto sin inconveniente, pues según dijo, todo se había reducido á que una señora muy severa sorprendió á su hija leyendo aquel libro, y como la tiene prohibidos novelas y versos, en su concepto perniciosos, le quitó aquel libro, que llena de enfado arrojó por la ventana.

Aunque la invención de Clara era un tanto inverosímil, Alfonso se la tragó, sintió quitársele un peso del corazón, sus esperanzas renacieron, y resolvió continuar la escena del jardín, interrumpida á lo mejor como la plana de un folletín de periódico.

— Siendo lo que Vd. dice, consiento en tomar á risa la extraña casualidad, y hablemos de cosa que más nos interesa.

— Precisamente por eso le he avisado á Vd. temiendo que no viniera. Anoche me hizo Vd. una pregunta, y casi me alegro de la circunstancia que me ha dado tiempo de reflexionar más y confirmarme en mi respuesta.

— Piense Vd., Clara, que de esa respuesta depende toda mi felicidad ó mi desgracia.

— Dígame Vd., Alfonso, ¿Vd. no ha mentido nunca?

— Clara!…

— No se ofenda Vd.: cuando una mujer va á dar respuestas que contienen su destino, no extrañe Vd. que vacile, que aclare todas sus dudas y apure todos sus escrúpulos.

— Clara: le juro á Vd. por mi honor, solemnemente, que jamas ni de pensamiento, palabra ni obra he manchado mi conciencia con la más leve mentira. Le he dicho á Vd. que la amo con locura, y recuerde Vd. si hay un sólo acto mío que desmienta mis palabras.

— Es verdad!

— Pues bien, ahora mismo, aquí, le juro por cuanto hay sagrado en la tierra, que la amo como no ama nadie en el mundo. Ponga Vd. á prueba mi cariño; pídame Vd. todo género de sacrificios: la muerte, si es preciso, y me verá morir ahora, aquí mismo, á sus pies.

Alfonso estaba sublime de expresión.

— No sabe Vd., Alfonso, el inmenso bien que me hace con esas protestas y juramentos. Creo en ellos, si, creo, y sólo esta creencia me da valor para pronunciar la respuesta que mil veces la desconfianza y la duda han helado en mis labios. Al fin me atrevo á pronunciar el que tantas veces me ha pedido y que ahora le doy, llena de fe, como premio de su amor, como pacto de nuestra felicidad.

— Clara de mi vida! — exclamó Alfonso radiante de pasión y alegría, y tomando con efusión una mano que Clara le abandonó con graciosa confianza.

— Está Vd. satisfecho de mí?

— Clara; la felicidad que me embriaga no se expresa con palabras humanas; era necesario poseer un lenguaje sobrenatural, divino, para decir lo que yo siento en el alma.

— Bien, Alfonso; ya que nuestras dos almas se han comprendido y se han abrazado para siempre; voy á exigirle á Vd. una prueba y á hacerle una revelación.

— Exíjame todo, Clara idolatrada; no hay sacrificio que no esté dispuesto á hacer; mil vidas que Vd. me exigiese se las ofreceria… .

— Es que la prueba es tremenda.

— A todo estoy dispuesto.

— Lo jura Vd.?

— Lo juro!

— Pues bien, escúcheme Vd. atento y mida bien sus fuerzas.

Hubo una pequeña pausa.

— Mi experiencia propia y agena, mis meditaciones y mis lecturas han llegado á persuadirme de que de todas las cosas que los hombres han inventado para atormentarse, la más terrible, la que termina en la desesperación, la que viene á ser el resumen de toda la infelicidad humana, es la institución del matrimonio.

El asombro que se pintó en el rostro de Alfonso rayó en la estupefacción.

— Comprendo su sorpresa de Vd., Alfonso. De fijo en este momento he perdido en el concepto de Vd., y en este instante me toma Vd. por una mujer extravagante, por una libre pensadora, una sectaria de Jorge Sand, una… .

— No, Clara… .

— Si, Alfonso, lo comprendo; es natural que piense Vd. mal de mí; pero ante todo soy sincera, y si hasta hoy le he ocultado mi pensamiento, hoy que me abandono á su confianza creo mi primer deber abrir mi alma, y arrojar todo disimulo. Por eso le confieso á Vd. que después de maduras reflexiones he resuelto firmemente no casarme nunca.

Esta revelación de Clara desconcertó á Alfonso. Todos sus proyectos y esperanzas caian por tierra. Esta mujer me quiere para amante, se dijo entre sí, y aunque esta idea halagaba su amor propio, sus sueños y sus ambiciones se hundían. Cosa rara: aquel calavera deseaba casarse con aquella mujer hermosa; jamas le ocurrió la idea de seducirla. Iba con lo que el mundo llama buen fin, lo cual prueba que los más buenos fines suelen obedecer á los más malos principios; que no siempre es casarse lo más honrado, y que hay mil maridos más viles en su virtud que los seductores en su depravación.

Alfonso sondeó rápidamente su corazón; Clara le pareció una calavera, y él se creyó un hombre de bien; pero comprendió que una vacilación de su parte podia avivar las dadas de Clara, y por lo pronto resolvió apoderarse de su corazón, abandonarse á la lógica de aquella situación, y más adelante ver de casarse honradamente con aquella mujer que, al parecer, pretendía ser su querida.

Todo esto lo meditó Alfonso en un segundo, y con exajerada vehemencia respondió:

— Clara: su revelación de Vd., lejos de hacerme formar la mala idea que supone, me hace ver que Vd. es la mujer de mis sueños; la mujer que no sólo responde á mi modo de sentir, sino á mis pensamientos. Nunca la hubiera á Vd. dicho mi modo de pensar por temor de aparecer inmoral á sus ojos; pero ya que su declararación de Vd. responde en todo á mis doctrinas, le diré á Vd. que creo que el matrimonio, no sólo es una infelicidad sino hasta un atentado á las leyes de la naturaleza. No hay más vínculo entre dos almas que el amor, ni más ley que la voluntad, ni más deber que la conciencia. Nada hay para mi tan inícuo como esos enlaces en que al esclavizar el cuerpo, lo primero que se hace son los contratos de una venta mútua, y se habla de los intereses… . Ah! Clara, eso es repugnante! El amor sólo ha de vivir de sí mismo, ha de sobreponerse á todos los intereses mezquinos; ha de tener alas para volar libre y elevarse sobre la común bajeza. El amor es el abandono de la tierra, la posesión del cielo en la libre identificación de dos almas. Clara! Clara! Vd. es sublime! Vd. es grande! Vd. me comprende!

Alfonso desbordaba en una oratoria que su misma perfidia le inspiraba. Su elocuencia y su acción llegaron á un punto que hubo de alarmar á Clara y ponerla en guardia contra una verbosidad que iba degenerando en atrevimiento, y un romanticismo que empezaba á rayar en sensualidad. Alfonso tuteaba ya á Clara.

— Basta, Alfonso, creo todo lo que Vd. me dice: nuestras dos almas han celebrado su eterna unión; pero no me abandonaré á las expansiones de este amor, hasta recibir la prueba que le he exigido.

— Exígela, Clara mia; pídeme hasta la vida!… .

— Sería Vd. capaz de morir por mí?

— Ahora mismo! aquí mismo, á tus pies!

— De veras?

— Lo juro!

Clara se levantó con solemnidad; se dirigió á la puerta, echó el pestillo, y volviéndose á sentar, clavó sus hermosos y penetrantes ojos en los de Alfonso, que la miraba con ansiedad y sin saber qué pensar.

— Estás resuelto á todo, Alfonso?

— A todo!

— Pues bien: ¡necesito que mueras!

Alfonso quedó petrificado. Habia protestado y jurado, no imaginando que pudieran exigirle el cumplimiento de sus solemnes palabras. Sintió frió, calor, espanto, risa; estaba sorprendido, embobado, cogido; no sabía ni qué pensar, ni qué decir, ni qué hacer; jamas se habia visto en una situación más cómica y terrible, más ridicula y seria, más apurada y peligrosa. ¡Maldito romanticismo! — se decía — Morir! Cá! eso no!

— Vacilas! — exclamó Clara viendo la turbación de Alfonso. — Acuérdate de tus propios versos:

"Pedid que me dé la muerte
Y á vuestras plantas muriendo
Espiraré sonriendo
Y bendiciendo mi suerte."

— Es cierto, Clara, que el verdadero amor es el que arrastra la muerte; ¿pero á qué viene morir sin necesidad cuando ningún obstáculo nos separa, cuando somos dueños de nuestra voluntad y de nuestros actos? Qué motivo hay para morir? Si yo muriera á tus pies, ¿de qué te servirla luego mi cadáver? Sería un sacrificio inútil y sin recompensa.

Aquí Alfonso superó á Demóstenes, Cicerón y á todos los oradores y poetas antiguos y modernos, clásicos y románticos, para convencer á Clara de que morir si giovane, en la flor de la edad, de la ilusión y la esperanza; dejar el sol, la vida y los placeres, era ni más ni menos que una solemne y mayúscula barbaridad.

Y tenia razón de sobra.

— Es verdad, Alfonso, — dijo Clara. — Sé que morir en la flor de la vida es una locura; sé que obrando como la mayoría de las gentes, lo natural era casarnos y legitimar nuestro amor; pero yo no soy una mujer como todas, ni puedo avenirme á la prosa y al servilismo del matrimonio. Mi corazón es extraordinario. Alfonso: un desengaño, una ingratitud, una infidelidad me daria la muerte. Sé lo que son los hombres, y por eso sólo seré del que sea capaz de morir por mí. Quiero reconcentrar en una hora todas las dichas del amor, toda la fuerza de la vida; quiero una hora de unión, sacrificio, identificación, embriaguez, y que después de esta quinta esencia de vida, la muerte venga á dar el descanso antes que el desengaño, el hastio, amargue tanta felicidad.

Alfonso estaba asustado de la elocuencia de Clara, quien ponía á contribución todas las reminiscencias de sus lecturas de novelas. Buscó una solución que la sacase del aprieto y sólo le ocurrió usar las mismas armas de Clara.

— Clara! poco me importa morir ahora mismo á tus pies, sin honra y sin gloria; morir en tus brazos es una dicha inmensa. Pero conozco la veleidad del corazón de la mujer, y quizás mañana olvidarias mi sacrificio en brazos de otro hombre. Esto sería horrible. Yo moriria aquí mismo, por una hora de amor, si supiese que tú también morias en mis brazos, que la muerte celebraba nuestra unión, que el sepulcro encerraba nuestra fidelidad, y que la historia consignaba nuestro ejemplo.

— Alfonso! y podías imaginar que yo te exigiera tamaño sacrificio sin corresponder á él? No, Alfonso; yo quiero morir también en tus brazos, abandonar un mundo mezquino que aborrezco y… .

Me has fastidiado! se dijo Alfonso, á quien aquella ternura abrumaba. Sudaba y cavilaba, y no sabía cómo salir del atolladero. Él imaginaba á Clara una mujer sencilla, y se encontraba con una loca romántica capaz de erizar el cabello á la misma musa de Víctor Hugo.

— Bien, Clara: si tú mueres, moriré también, — dijo maquinalmente.

— Gracias, Alfonso! Pronto seré tuya, y seremos los seres más felices de la tierra.

— ¡Buena felicidad! — se decia Alfonso.

Clara sacó de su bolsillo un frasquito de cristal con tapón de oro: le destapó, y con cierta solemnidad vertió una corta cantidad de un licor en cada una de las copas, volviendo á guardarse el frasquito.

Alfonso tiritaba á pesar de estar sudando. Su garganta estaba seca, y sus sienes latian con violencia.

— Alfonso, — dijo Clara: — en estas copas hay un precioso veneno asiático. Hasta una hora después de bebido no se sienten sus efectos: al cabo de esa hora un irresistible sueño se apodera de la persona. Sus efectos narcóticos son tan poderosos, que se duerme uno… y… no se vuelve á despertar!

La serenidad de Clara estremeció á Alfonso.

— Bebe, Alfonso!

Alfonso tomó maquinalmente la copa que Clara le presentó. Contempló á aquella hermosa criatura, que cogiendo la otra copa le dirigió una mirada tan penetrante, que tuvo que desviar los ojos para disimular su espanto.

— Tienes miedo, Alfonso? ¿Tendrá una mujer que enseñarte fortaleza?

— No, Clara; ¡yo miedo! Pero morir tan jóvenes!…

— Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?

A no haber estado en tan duro trance, Alfonso hubiera soltado la carcajada: pero entónces aquel verso le parecía una sentencia de muerte. Su egoísmo le inspiró la última prueba.

— Bebe, Clara, bebe tú primero, y te imitaré, — dijo, confiando en que á ella le faltaría el valor.

Sin decir una palabra, llevó Clara la copa á sus labios, y con la mayor serenidad apuró más de la mitad del contenido.

Alfonso con el cabello erizado se levantó á impedirlo.

— Qué horror, Clara! estás loca? Voy á llamar á un médico! ¡Oh, Clara mia!

— Bebe! — dijo Clara señalando la otra copa con ademan imperioso.

— Si, Clara, yo beberé; pero ahora pensemos en salvarte. No imaginé que harías tal locura. ¡Muera yo; pero sálvese tu preciosa vida! Clara, Clara!

— Bebe, Alfonso: ¡una hora tengo de vida! No perdamos un instante; ¡bebe, Alfonso mio! — Y agarraba á Alfonso por las manos.

— No; Clara, ante todo quiero salvarte. ¡Por piedad, déjame avisar á un médico!

— No hay contraveneno contra este veneno. ¡Bebe, y pensemos sólo en morir amándonos!

Alfonso, lleno de terror, hizo un esfuerzo para desasirse de Clara, que le apretaba las manos con una fuerza convulsiva.

— Ingrato! — dijo Clara con amarga desesperación, y sentándose en la butaca; — ¡me dejas morir sola! Pues bien; yo me vengaré de tu ingratitud; yo diré al morir que tú me has envenenado, y ya que no muera en tus brazos, tendré el placer de saber que expiarás tu ingratitud sobre un patíbulo.

La angustia de Alfonso llegó á su último límite; y para salir de aquella terrible y violenta situación, no le ocurrió más medio que dirigirse á la puerta, descorrer el pestillo, y salir precipitadamente.

Al llegar á la mitad de la sala contigua, oyó á Clara que le gritaba:

— Alfonso! Por piedad! Oye la última palabra!

La circunstancia de haber dejado olvidado en el gabinete su sombrero, que, á más de serle indispensable, podia comprometerle si Clara cumplía su amenaza, le movió á acudir á la voz de aquella mujer, y volvió al gabinete.

Por grande que fuese su espanto, mucho mayor fué su asombro y turbación cuando al entrar oyó una estrepitosa y prolongada carcajada de Clara, que, como vulgarmente se dice, se desternillaba de risa, y en vano intentaba hablar.

— Esta mujer está loca, — dijo Alfonso entre inquieto y avergonzado.

— Qué es eso, Clara? De qué te ries?

— No es nada, Alfonso. Está Vd. temblando de miedo. Cálmese Vd. No tengo nada, estoy buena, perfectamente curada. Esto que cree Vd. veneno es, por el contrario, un remedio que me ha curado de una enfermedad que empezaba á padecer.

— Qué enfermedad?

— La credulidad. Ayer tuve un ataque de credulidad; empecé á creer en sus palabras de Vd., en sus protestas, en su amor; pero Vd. mismo me dio la receta. En sus versos me indica Vd. el modo de poner á prueba el amor de un bombre. He querido ver si habia un hombre capaz de morir por una mujer; pero he visto, lo que ya sabia; que son VV. muy ligeros de lengua y muy pobres de corazón.

— Luego, todo esto ha sido una burla?

— No: ha sido que he querido pagar su amor de Vd. en la misma moneda. Usted me representó anoche una comedia al dirigirme una pregunta, y he contestado con otra comedia.

— Clara! le juro á Vd

— Basta de farsa, Alfonso. Usted ha demostrado que es un gran actor cómico; pero como Vd. vé, yo soy mejor actriz dramática. Usted no logró engañarme, y yo, confiese Vd. que le he hecho temblar de miedo. No es verdad? Si Vd. quiere, en mi teatrito podemos representar, porque somos dos admirables actores.

Alfonso estaba corrido, abrumado bajo el peso de aquella ironía.

— Convengo en que Vd. ha fingido admirablemente; pero ¿quién le ha dicho á Vd. que yo he mentido?

— Usted mismo.

— Yo!

— Usted Alfonso: Vd. me dijo que sus versos eran la expresión más pura de su alma: empezaba á creerlo, cuando un libro, llovido del cielo, si, del cielo sólo pudo venir, llegó para descubrirme la falsedad de Vd. Usted quiso reírse de mi; pero yo me he reído más á costa de Vd.

Y Clara, sacando un papel del bolsillo, se le entregó á Alfonso, diciendo con risa burlona:

— Tenga Vd. sus versitos para engañar á mujeres más inocentes y crédulas. Yo no los necesito, porque ya me han curado, y además los tengo aquí impresos en letras de molde.

Y sacando de un cajón de la mesa, el tomo de poesías que ya conocemos, le abrió por una página señalada, y se la presentó á Alfonso, que colorado como un tomate, á pesar de su habitual desfachatez, no sabia qué replicar.

— Confieso, Clara, que en este punto he mentido; pero estos versos expresan tan bien mis sentimientos, que me atreví á cometer un engaño que mi intención disculpa.

— Eso me ocurrió, y por eso, cuando vi que no eran de Vd. esos versos, quise probar si á lo menos era Vd. capaz de cumplir lo que expresan. El veneno asiático que he echado en estas copas, se reduce á unas cuantas gotas de un agua de los dientes. Un sorbo que Vd. hubiera bebido, hubiera disculpado el engaño, hubiera borrado mis dudas, me hubiera hecho ver en Vd. un hombre capaz de hacer lo que dice; un hombre sincero y apasionado, capaz de morir por mí, cosa que todos dicen. En medio de esta escena tan cómicamente seria, un sorbo de Vd. me hubiera decidido á darle mi mano y mi corazón en pago de tan sublime prueba. Esta comedia, que hubiera podido titularse «mis bodas», la titularé «mi desengaño.»

Alfonso hubiera querido beberse una tinaja entera de aquel agua milagrosa, pero ya, ni toda la del Jordán lavaba la mancha de su bajeza. Intentó algunas torpes disculpas, pero todas se estrellaron contra la cortante ironía de aquella mujer, primera que le ponia colorado y le hacía bajar los ojos; primera que le había engañado como á un chino, y se vengaba abrumándole con el ridículo y castigándole con la ruina de todas sus esperanzas.

Una mujer inocente habia vencido, derrotado á un calavera consumado. Aquel hombre no podía reírse de ella en las mesas de un café: ella podía reírse de él á casquete quitado.

El ángel habia derribado al vampiro.

Abochornado, humillado, acribillado por los dardos epigramáticos, plastroné por los golpes á fondo que Clara le asestó, el conquistador Alfonso tuvo que abandonar su castillo en el aire, el palacio de Clara.

Tan turbado y confuso estaba, que al salir á la calle ni siquiera advirtió la terrible mirada que le dirigió Gonzalo, quien á la puerta del palacio se paseaba como esperando á alguien.

Alfonso tomó precipitadamente hacia la calle de Alcalá, con las orejas gachas, como el raposo de la fábula, y Gonzalo le siguió largo tiempo con la vista, quedando al fin apoyado en el quicio de la puerta.

La infelicidad se alejaba de casa de Clara.

Acaso la felicidad esperaba á su puerta.

Capítulo 8

Clara habia quedado dueña del campo, vencedora, erguida, soberbia. Para parecer una Judit sólo le faltaba la cabeza de un Holoférnes en la mano.

Se habia vengado, habia jugado, y se habia reido del hombre que habia, querido abusar de su credulidad y de la inocencia de su corazón.

El desprecio, la ironía, la arrogancia daban á su rostro una expresion inusitada, y á sus ojos un brillo fatídico. Sobre su rostro de ángel brillaba una mirada de diablo; y es que la levadura diabólica, innata en el corazón humano, habia, por un momento, desencadenado el orgullo y la venganza en su pecho bondadoso.

Que no hable la mujer de su debilidad. En todas las luchas de amor, en proponiéndoselo, la mujer sale de fijo vencedora. Si es vencida, de seguro es que prefiere la derrota al triunfo, y simula una defensa para dejar á salvo la responsabilidad de su honra.

Ante una mujer valiente todo hombre es cobarde.

Clara, vencedora, se reía de la derrota de Alfonso, pero al mismo tiempo en el combate habia recibido la herida dolorosa de un desengaño.

La única vez que habia creído en el amor de un hombre, habia sido miserablemente engañada. En quién creer en adelante? ¿Cómo convencerse del amor de un hombre?

Clara no era de esas hermosas que necesitan saciar su vanidad con el pasto de las declaraciones; no se complacía en esa prostitución del espíritu que exige la moneda diaria de suspiros fingidos: al contrario, esa especie de manoseo moral de las flores y alabanzas que los hombres prodigau á las mujeres frívolas, le parecía una profanación de la dignidad, y casi una ofensa por lo que tiene de pueril ó de atrevido.

La única flor, la única alabanza, la única declaración que deseaba era esta: la verdad.

Por desgracia, en el mundo la verdad anda escondida, por los rincones disfrazada con los nombres de filosofía, ciencia y franqueza, mientras que la mentira anda por calles, plazas y salones, disfrazada con los brillantes nombres de educación, galantería, etiqueta, y otros mucho más hipócritas todavía.

Clara deseaba oir la voz de la verdad; pero ¿cómo conocerla?

Esta duda la hizo escéptica en puntos de fe mundana, y se hizo sectaria de la filosofía de Santo Tomás.

Necesitaba ver para creer.

Había oido tanto!

Sumergida estaba en sus amargas meditaciones; acaso sus carcajadas se iban á trasformar en una lágrima, cuando interrumpió aquella elaboración químico-psicológica una joven alta, esbelta, blanca y rubia, fresca, linda y limpia como el oro, que entró precipitadamente en el gabinete donde Clara filosofaba.

Era Pilar, la doncella de Clara.

— Señora: ya sé todo lo que Vd. me encargó averiguar. Sé quién es el dueño del libro, y cómo y por qué le arrojó al jardín.

— Bien por tu habilidad! ¿Y cómo te has compuesto para averiguarlo?

— No he necesitado hacer nada. Hace un rato, apenas acababa de entrar el señorito Alfonso, Juan el portero me avisó diciéndome que había un joven que deseaba hablarme. Bajó al portal, y ¿quién creerá Vd. que era?

— Quién?

— El mismo que está retratado en él libro. El autor de esas poesías. ¡Qué guapo es y qué amable!

— Y te ha explicado por qué fué?…

— Calle Vd., señora: se va Vd. á asombrar cuando lo sepa. Me dijo que le hiciera el favor del libro, y que se le diera sin que Vd. supiera nada. Me lo pidió de tal modo y encargó tanto el silencio, que le pregunté la razón, y á fuerza de habilidad he logrado hacerle cantar.

— Pero por qué arrojó el libro?

— Toma! Porque está enamorado de Vd.

— Enamorado de mí!

— Enamorado es poco: está loco, señora: le he visto llorar al contarme lo que está pasando por Vd.

— Ha llorado? Y qué te ha dicho? Cuéntame.

— Calle Vd., si casi me ha hecho llorar á mí. Me ha dicho que la ventana de su cuarto cae al jardín de casa. Que desde allí la ha visto á Vd., y que hace dos años que no vive; que está adorándola á Vd. en secreto; que con un anteojo la está á Vd. mirando siempre; que todos sus versos están dedicados á Vd.; que es el hombre más desgraciado de la tierra; que aunque es caballero es pobre, y esto le imposibilita de pensar siquiera en hablar á Vd.; que moriría contento por pasar una hora al lado de Vd… .

— Todo eso ha dicho? — exclamó Clara con una emoción y curiosidad simpática.

— Todo eso y otras muchas cosas que no recuerdo; pero lo decia de una manera, que se me saltaban las lágrimas. Pobrecillo! Por supuesto que me ha pedido poco menos que de rodillas que no diga á Vd. nada. Me dijo que me lo contaba porque no podia contenerse y sentia consuelo en contármelo á mi que vivo al lado de Vd.

— Y cómo fué arrojar el libro?

— Ah! A eso voy. Dice que habia oido decir por ahí que se casaba Vd. con el señorito Alfonso. Que él sabe quién es el señorito Alfonso; que le conoce de Andalucía; que es un botarate, un calavera; que está tronado y hace tiempo anda á caza de mujer rica.

Clara estaba estupefacta: sus sospechas se confirmaban.

— Me dijo, — continuó Pilar, — que la idea de que cayese Vd. en las garras de ese pillo (son sus palabras), y los celos, le cegaron de tal modo, que al verle con Vd. en el jardín cogió lo primero que encontró á mano, y cuando reflexionó en su imprudencia cayó en que habia arrojado el único ejemplar de sus poesías. Por eso ha venido á pedírmelas, con condición que Vd. no se entere de nada. Ah! Me ha dicho que el dia que sepa que Vd. se casa con ese ó cualquier hombre se pega un tiro, pues no puede vivir viéndola á Vd. en brazos de hombres incapaces de quererla á Vd. como él la quiere.

Por centenares podían contarse las apasionadas declaraciones que Clara habia escuchado indiferente é incrédula, y sin embargo las palabras de su doncella hacían vibrar como descargas eléctricas todas las fibras de su corazón. El silencio de aquel hombre que la adoraba en secreto fué para ella más elocuente y persuasivo. Su corazón y su pensamiento se reconcentraron para absorber, pesar y comprender cada una de las palabras de Pilar. Por primera vez Clara creyó escuchar la voz de la verdad, y quedó como estática.

— Con que, señora, — dijo la linda doncella, — déme Vd. el libro que le está esperando.

— Está ahi?

— A la puerta.

Clara tuvo un instante de agitada meditación. Dio algunos paseos balbuceando algunas palabras, y al fin con la entereza del que adopta una suprema resolución exclamó:

— Pilar, di á ese caballero que suba.

— Señora! Entonces va á conocer que lo he contado, y me ha suplicado tanto el secreto!… .

— Razón de más. Haz lo que te mando. Aquí le espero.

Pilar, apurada y arrepentida de su charlatanería, salió. Clara, inquieta, nerviosa, agobiada por una impresión desconocida, trataba de ordenar sus pensamientos y dominar su agitacion.

— Será verdad tanto amor? ¿Podré creer siquiera en el silencio? Resistirá ese hombre á la prueba? — se preguntaba llena de ansiedad.

Y después de mirarse al espejo, hizo un esfuerzo para dominar sus opuestas emociones y prepararse á otra prueba más decisiva que la anterior.

Antes habia hecho el análisis químico de la mentira.

Ahora iba á hacer el análisis de la verdad.

Su suerte pendia de aquellos dos cómico-dramáticos estudios del corazón humano.

Capítulo 9

Difícil sería decir á quién le palpitaba más el corazón, si á Clara mientras esperaba á Gonzalo ó á éste mientras, poco menos que forzado por Pilar, subia la magnifica escalera de mármol y á través de lujosos salones se dirigia al gabinete de su adorado tormento.

Cuando la hermosa viuda y el jóven poeta se hallaron frente á frente, después de saludarse con graciosa severidad, se contemplaron mutuamente con una de esas miradas que, por decirlo asi, absorben el objeto contemplado.

Como el que mirase una hermosa estatua de mármol herida por el sol se deslumbraria, así Clara y Gonzalo se deslumbraron recíprocamente al contemplarse tan hermosos y tan esplendentes de frescura, juventud y magestad.

Apolo y Vénus, vestidos por Caracuel y Honorina, no serian más hermosos que aquella gallarda pareja nacida para reproducir la perdida raza de los dioses mitológicos; los tipos de Fídias y Praxíteles.

En una mirada analítica y sintética aquellos dos seres se dieron el abrazo de la voluntad, el beso del alma, más puro y duradero que el de los labios. El fluido de la simpatía tendió sus invisibles redes y fundía en uno sólo aquéllos dos corazones hermosos, inmaculados y palpitantes.

Jamas la naturaleza ideó un acorde más perfecto que el de aquellas dos hermosas criaturas.

Por supuesto que todo esto lo sintieron Clara y Gonzalo en un instante, y sin pararse á analizar lo que nosotros hemos analizado.

Así que Gonzalo hubo tomado asiento, y después de una breve pausa en que ambos trataban de dominar su emoción, Clara hizo como un esfuerzo y rompió el silencio.

— Extrañará Vd. que sin tener el gusto de conocerle me haya tomado la franqueza de molestarle y hacerle subir.

— Señora; me extraña, en efecto, porque jamas creí merecer tanta bondad de parte de Vd., y empiezo por agradecer ese favor que Vd. llama molestia y yo llamo una honra altísima.

— He dicho mal al decir que no le conocía á Vd., pues un libro que, según me ha dicho mi doncella, se le cayó á Vd. por casualidad á mi jardín y que Vd. ha venido á reclamar, me han hecho conocer de Vd. precisamente lo más noble y estimable de toda persona: sus sentimientos y su inteligencia privilegiada.

— Señora; esa calificación me confunde más por lo inmerecida que por lo satisfactoria.

— Ah, no! no es inmerecida. He leído el libro de Vd., y el hombre que escribe tan admirables versos, el que siente tan hondamente y piensa con la elevación que Vd., ese hombre vale mucho; ese hombre merece aprecio y admiración, y por eso le he llamado á Vd., porque deseo ofrecerle, como le ofrezco, mi casa y mi más cordial afecto.

— Si algún valor he podido atribuir á mis humildes composiciones, crea Vd. que desde hoy me parecerán inestimables y preciosas, pues á ellas debo las alabanzas que más han satisfecho mi corazón y la amistad que más me enorgullece.

— Hay en su libro de Vd. una circunstancia que le da doble valor á mis ojos.

— Cual?

— Que en él encuentro admirablemente interpretados mis pensamientos. Responde todo de un modo tal á lo que yo siento, pienso, creo y sueño, que si yo supiese hacer versos me parece que hubiera escrito al pié de la letra lo mismo que Vd.

— Puede Vd. imaginar, señora, la alegría que yo sentiré al encontrar un alma que á lo menos me comprende. Yo á veces he llegado á creer que soy una especie de excepción de la regla común. Mis amigos me llaman soñador, loco y hasta salvaje, y todo ¿por qué? porque sueño en la gloria, hoy que todos sueñan en el interés; porque siento á lo poeta, mientras todos sienten á lo hombre; porque busco ideales, mientras ellos explotan las realidades; porque digo sólo lo que siento; porque lloro mientras ellos rien, y sobre todo porque amo como ellos son incapaces de amar. Cuando les digo que para mi el amor es el único bien de la vida, es el ideal, el delirio, la felicidad; que amar es entregar toda su alma, abdicar de la voluntad; concentrar todo el pensamiento en la persona amada; que el amor es el desinterés, el sacrificio, la muerte; cuando todo esto les digo, porque así lo siento, sueltan una carcajada; me dicen que busco el imposible, que me vaya á la luna á buscar mi tipo ideal, porque en la tierra no hay más que mujeres frívolas, coquetas é inconstantes y de carne y hueso. Tales cosas me han dicho, que he llegado á creer que tienen razón, y á pensar si realmente seré un loco soñando lo imposible. Pero ahora sus palabras de Vd. me prueban que no estoy loco, ni soy extravagante, puesto que encuentro otra persona que piensa y siente lo mismo que yo. Permitame Vd. volver á estrecharle la mano, porque al fin en Vd. he hallado tornado realidad lo que creí un sueño; quiero sentir que la carne humana puede contener la esencia de mis ensueños; quiero morir habiendo palpado lo que creí una sombra impalpable.

Clara estrechó la mano que Gonzalo le tendia con respetuosa efusión, y ambos se extremecieron.

La pila de Volta rebosaba de electricidad erótica.

— Yo también quiero palpar la realidad de lo que creí imposible. Cuando yo digo á mis amigas que busco un hombre apasionado, generoso, capaz de comprenderme, capaz de todos los sacrificios; un hombre que me abandone el alma para siempre, que no vea ni piense más que en mi, y que se identifique conmigo, se rien también; me llaman novelesca, romántica, y me dicen: Vete al cielo á buscarle; en la tierra, los hombres son muñecos de barro rellenos de egoísmo. Sus versos de Vd. me han probado que no es necesario ir tan lejos para encontrar ese tipo que iba ya creyendo imposible. Por eso le he llamado á Vd.; por eso, aunque sólo llevamos cinco minutos de tratarnos, veo en Vd. el más íntimo y más digno de mis amigos.

— Gracias, señora! — dijo Gonzalo fuera de siíy pareciéndole que soñaba. Tuvo que contener las palabras que, como cerveza en botella, estaban fermentando y querían hacer saltar el tapón de la prudencia.

— Puesto que ya somos dos íntimos y antiguos amigos, — dijo Clara con significativo y bondadoso acento, — podemos hacernos mutuas confianzas.

— Nadie más digna que Vd. de toda la mía.

— Entonces ¿estoy autorizada para ciertas preguntas que sin su autorización fuera imprudencia hacer?

— Pregunte Vd. Es Vd, mi confesor, y para Vd. no hay secretos. En cinco minutos me ha inspirado Vd. una confianza sin límites.

— Pues bien; sus versos de Vd. me han despertado una curiosidad propia de nuestro sexo. Dice Vd. en sus poesías que está Vd. enamorado de una mujer joven, hermosa y opulenta. Yo tengo varias amigas en quienes concurren estas circunstancias, y siento una inmensa curiosidad por saber si es alguna de ellas casualmente la que ha tenido la dicha de inspirarle á Vd. tan ideal y extraordinaria pasión. Dígamelo Vd., y quién sabe si yo podré ponerle á Vd. en posesión de sus sueños de oro.

La Sublime Puerta Otomana no es más ancha que la que Clara le abria á Gonzalo. Micromegas pasaría perfectamente por ella; pero la modestia y la reserva de nuestro poeta era mayor que la estatura del volteriano habitante de Syrio.

— Siento tener que faltar á la confianza en este pecado de mi confesión. Precisamente me ha preguntado Vd. por el único secreto que no puedo revelar. No le ocultaré á Vd. que he encontrado mi ideal; que hay una mujer sublime á quien adoro con toda el alma, por quien daría la vida; esa mujer es mi dicha y mi tormento; pero me separa de ella tanta distancia como de la tierra al cielo; está tan alta que sólo puedo desde mi bajeza alzar los ojos enamorados hacia ella y contemplarla como una aparición divina, como un ángel á cuyo paraiso me está vedado llegar.

— No tiene Vd. confianza en mi para revelarme su nombre? ¿Me cree Vd. incapaz de corresponder con mi secreto á su confianza? Tanto desconfia Vd. de su confesor?

— Ese nombre, señora, le guardo como mi mayor virtud y le callo como mi más mortal pecado. Ese nombre no le sabrá nadie… .

— Y si yo le averiguase?

— Imposible! Tendría Vd. que abrirme el corazón para leerle.

— Y si yo supiese leerle sin necesidad de eso?

— Dónde puede Vd. leerlo?

— Dónde? En sus ojos de Vd. Míreme Vd. atentamente.

Y al decir esto, Clara clavó sus admirables ojos llenos de pasión y ternura en los de Gonzalo. Algunos segundos se contemplaron en silencio. Gonzalo se sentia fascinado, magnetizado; se abrasaba, temblaba, deliraba y casi desfallecía, Clara se apoderaba, con aquella mirada, del alma de Gonzalo, entregaba la suya, se enamoraba, se estremecía. La elocuencia de aquella doble mirada era un poema de amor. Una cadena invisible ligaba aquellas dos almas. Aquellos segundos fueron un año de felicidad.

— Estoy leyendo el nombre! — dijo Clara .

— Cómo se llama? — dijo Gonzalo fuera de sí.

— Se llama por casualidad esa mujer… . Clara?

Dijo Clara estas palabras con una dulzura, con una gracia, con una pasión tan tierna y penetrante, que Gonzalo como herido por un rayo de amor divino cayó á los pies de aquella mujer, fascinado.

— Si, Clara, ese es su nombre! Y puesto que Vd. ha leido en mis ojos un secreto imposible de guardar ante Vd.; puesto que sabe toda la historia de mi vida, y una mujer ligera ha vendido mi secreto; puesto que es Vd. la única mujer á quien adoro y adoraré hasta la muerte, otorgúeme Vd. un favor antes de abandonarla para siempre… .

— Abandonarme para siempre! Y por qué razón?

— Clara: le amo á Vd. demasiado para poder ser sólo su amigo; es Vd. demasiado virtuosa para imaginar ser su amante; soy demasiado modesto y caballero para pretender ser su marido. No pudiendo ser ninguína de estas cosas, ¿qué hago yo al lado de usted sino morir de dolor, de desesperación y de celos? Puesto que ya sabe Vd. mi secreto, júreme Vd. guardarle, y yo me iré á ocultarle lejos, muy lejos de Vd., donde, á lo menos, pueda llorar en libertad los dolores y tristezas de esta pasión desesperada.

Dos lágrimas brillantes se escaparon de los dulces y tristes ojos de Gonzalo. Clara las recogió en su corazón; eran las primeras que veia en los ojos de un hombre, y la enternecieron de amor y gratitud. Las dos magníficas perlas de sus pendientes eran menos preciosas que aquellas dos lágrimas furtivas; perlas de ese océano infinito del corazón humano.

— Gonzalo: esas dos lágrimas que en vano quiere Vd. ocultarme, me deciden á abrir mi corazón sin reserva. No me abandone usted, se lo suplico. No quiere Vd. aceptar mi amistad? Pues bien; yo le ofrezco más; ¡le ofrezco mi amor!

Hay expresiones que ni el pincel ni la pluma pueden reproducirlos. Una de estas fué la que se pintó en el rostro delirante de Gonzalo. Alegría, sorpresa, felicidad, pasión, locura, éxtasis; todos los iris del alma resplandecieron en él y sublimaron su natural hermosura.

— Clara, Clara! La felicidad me mata! Por toda contestación déjeme Vd. concentrar mi tormento, mis esperanzas y mi silencio de dos años en estas lágrimas que no puedo contener.

Y de rodillas ante Clara tomó una de sus manos que inundó de dulcísimas lágrimas.

La vehemencia espontánea y natural de aquel hombre, que ni le habia dirigido una flor siquiera, ni le habia importunado con declamatorias declaraciones, y que por toda elocuencia bañaba sus manos en lágrimas de amor y gratitud; la sinceridad que revelaba el rostro, y las palabras de Gonzalo conmovieron hondamente á Clara, y le arrancaron también lágrimas. Aquel llanto era la fusión de dos grandes almas que se encontraban y comprendian y se armonizaban.

— Gonzalo: comprendo todo lo que significa su silencio y sus lágrimas de Vd.: ellas han penetrado en mi alma, y le han dado á Vd, el dominio de mi voluntad. Pero por lo mismo que Vd. es el único hombre en quien he creido, el único que en unos minutos se ha apoderado de mi corazón, voy á revelarle á Vd. un secreto, y á exigirle á Vd. una prueba terrible, á la que acaso no resista el amor que Vd. me manifiesta.

— Exíjame Vd. todo, Clara: la vida que Vd. me pidiese, no vacilo ni un instante en dársela.

— Pues bien, Gonzalo; puesto que Vd. tiene un alma extraordinaria, un alma de poeta capaz de comprender las pasiones sobrenaturales, voy á hacerle una declaración, aunque me tome por loca y extravagante. Aqui donde Vd. me ve, joven, halagada de la suerte, gozando todos los dones de la opulencia, soy la mujer más infeliz del mundo. Estoy harta del lujo, de los placeres mundanos que sólo halagan la vanidad; he buscado un alma igual á la mia, y hasta este momento creo no haberla encontrado. He oido mil declaraciones, y sólo la de Vd. me ha parecido sincera, y, sobre todo, desinteresada. Como Vd. decia: yo también he palpado la sombra de mis sueños.

Pero no me basta esto, Gonzalo: por lo mismo que por primera vez en mi vida creo en el amor de un hombre, me espanto de mí misma. El más leve desengaño, la sombra de una infidelidad, del más mínimo enfriamiento, me destrozaría el corazón, sería para mi peor que la muerte. Buscar esa constancia inalterable en un hombre, es buscar lo imposible. Usted mismo, ¿puede responder de amarme siempre como ahora?

— Sí.

— No lo creo; y porque no puedo creerlo, he adoptado una resolución terrible, bárbara, extravagante, que Vd. va á calificar de locura, que le va á espantar cuando la oiga. Yo quiero concentrar en una sola hora de amor inmenso, infinito, todo el amor de mi vida; la quinta esencia sin mezcla de celos, desengaños, perfidias y desencantos. Hasta ahora he sido fria é insensible como una estatua: pues bien; yo seré toda en cuerpo y alma, toda amor, delirio y frenesí para el hombre que, como yo, quiera concentrar en una hora de amor toda la dicha de la tierra, y después morir en mis brazos. Morir en un abrazo, dejando el mundo y sus miserias, amándose como Isabel y Diego, Abelardo y Eloísa, Julieta y Romeo, Adriana Cardoville y Djalma. Esta es mi extravagancia, mi locura, mi romanticismo, mi originalidad. Como sé que no hay hombre capaz de semejante sacrificio, no he amado á nadie; y como Vd. sería incapaz de tan inmensa prueba…

— Incapaz? Clara! por su amor de Vd. no hay sacrificio que no haga. Quiere Vd. que muera? Pues moriré: aunque sea locura, barbarie, crimen, para mi sólo tendrá este nombre: felicidad.

— De veras?

— Lo juro!

Habia tal firmeza en el acento de Gonzalo, que Clara le miró con efusión, y sacando del bolsillo el frasquito que ya conocemos, hizo la misma operación que antes con Alfonso.

La serenidad de Gonzalo era heroica y sublime.

— Gonzalo, — dijo Clara, — si es Vd. capaz de imitarme y beber lo que hay en esta copa, seré suya y no habrá delirio comparable al mio. Este veneno precioso nos deja una hora de vida, y al cabo de ella, un sueño, sin dolores ni agonías espantosas, nos dará la muerte. Si Vd. no tiene valor para hacerme dichosa, entonces aléjese Vd. y júreme no revelar el secreto de esta escena, que Vd. comprende, pero de la que el mundo se reiria, abrumándome de ridículo.

Gonzalo amaba poco la vida, adoraba á Clara, estaba fascinado y subyugado por aquella mujer extraordinaria; un vértigo de amor le enajenaba la razón; la idea de una muerte embriagadora, y de la admiración que causarla á las gentes su sin igual himeneo, todo esto constituía la lógica de su desvario, la racionalidad de la locura, y le hizo sobreponerse á todo temor y á todo egoísmo: así es que, sin vacilar, dijo con resolución:

— Clara mia: en este vaso beberé con deleite, no la muerte, sino la felicidad de toda mi existencia. Sólo pido un momento para dejar mi testamento, mi despedida al mundo, y en seguida arrostraré sin vacilar una muerte que por ti será vida.

Y levantándose, sacó de su bolsillo una cartera, y de ella un medio pliego de papel; tomó una pluma de un tintero que habia sobre la mesa, y sereno, sin temblar, escribió algunos renglones. Clara le miraba escribir, asombrada de aquella calma heroica y de tan sublime abnegación: hubiera querido abrazar á aquel hombre sin igual; pero quiso consumar la prueba, y se contuvo.

Gonzalo dobló el papel, y entregándosele con asombrosa calma á Clara, y tomando una de las copas en la mano, exclamó:

— Mujer adorada! por una hora de tu amor voy á beber la muerte. Antes que tú hagas lo mismo, te suplico que leas ese papel, donde consigno mi última voluntad. Voy á entregarte mi vida.

Clara, llena de asombro, le vió apurar la copa como quien bebe lo que en realidad bebia, un vaso de agua. Al acabar la última gota, Gonzalo, con imperioso acento, dijo á Clara: lee.

Clara leyó los siguientes renglones:

«Declaro al mundo y á la justicia que voluntariamente me doy la muerte con veneno á los pies de Clara de Monte Real, á quien adoro y por quien muero contento, ya que no puedo merecer su amor.

»Que nadie la culpe, y que la justicia no la acuse, pues es inocente de mi muerte, y ella misma ignorará que estoy envenenado hasta verme caer á sus pies, en la primera y última entrevista que he tenido con esta mujer.

»Que ella y el mundo me perdonen.

»Soy poeta y amante, y Clara es mi amor y mi ideal.

»Yo la bendigo al morir por ella.

»Adios!… .

Gonzalo de Aguilar y Wolf.»


Al levantar Clara sus divinos ojos arrasados de lágrimas hacia Gonzalo, vió que, durante su lectura, éste se habia apoderado de la otra copa, y que al terminar ella la carta, él arrojaba el contenido de la copa al suelo, exclamando con delirante pasión:

— Clara mia! tú no debes morir! ¡He vertido esta copa porque no quiero que tú mueras! Guarda esta carta, que te salva de toda responsabilidad, y cuando la muerte se apodere de mí, después de gozar tus ansiadas caricias, llama, y dí que soy un loco que muero por tus desdenes. Salva así tu honra y tu vida, y déjame á mi solo morir de amor en tus queridos brazos.

— Ven á ellos, hombre sublime y generoso! — dijo Clara abriendo sus brazos, en los que se precipitó Gonzalo. Ven á ellos, sí; pero no para morir, Gonzalo, porque no estás envenenado; no es más que agua clara lo que has bebido. Ven; no á morir, sino á vivir para siempre en mis brazos, sobre mi pecho enamorado. Has bebido sólo agua, pero tú no sabías que te he engañado, para ver si hay un hombre capaz de morir por mí, capaz de sacrificarme todo. Necesitaba ver para creer; tú me has curado del tormento de la duda; tú eres el único hombre que merece mi corazón. Gonzalo, ¡yo te amo ! Unos instantes han bastado para que te entregue toda mi alma y mi destino. No eres mi amigo, no eres mi amante; eres mi esposo. Mi mano, mi casa, mi fortuna, mi nombre, todo es tuyo. Gonzalo, aquí te presento mi mano de esposa: ¿quieres aceptarla?

Los dos amantes dudaban de la realidad de aquella escena, y estaban sublimes de hermosura y pasión

Gonzalo tomó la blanquísima y ardiente mano que Clara le presentaba, y después de imprimir en ella un casto y prolongado beso, llevándosela al corazón, exclamó.

— Clara! Siento que no sea en realidad un veneno lo que he bebido para probarte mi amor. Esta mano que me ofreces contiene todos mis sueños, mis dichas y esperanzas; pero, ¡ay! no puedo aceptarla.

— Por qué?

— Mi posición y la tuya, ¿no pueden hacer dudar de la pureza de este amor? Esta opulencia que te rodea, me veda la posesión de esta mano adorada y generosa.

— Esta opulencia es pobreza al lado de lo que tú me ofreces. Sin tu amor, la desprecio. Renunciaré á ella y te seguiré á una buhardilla; tu corazón vale más que toda mi fortuna. ¿Es obstáculo ella? pues bien, Gonzab, yo renuncio á todo, me nivelaré con tu modesta posición. ¿No me has sacrificado tú la vida? pues yo te sacrifico mi opulencia, que es ya miseria sin tu cariño.

— Ah, no, Clara! Yo no puedo aceptar ese sacrificio. Soy tuyo y tú me conoces; con que tú me hagas justicia, despreciaré el mal concepto de las gentes,

— Las gentes!… . En un marco de oro colocaré yo esta carta, que es nuestro contrato de bodas. Si alguien duda de tí, no tiene más que leerla y admirarte.

Este tomo de poesías, que me ha salvado de la desgracia y me ha traido la fé y la dicha, es tu regalo de bodas.

— Clara! Tú te confias asi, sin conocerme… .

— ¡Seas quien seas, conozco tu amor y me basta para entregarte el mío! ¡Gonzalo de Aguilar! ¿quieres otorgarme el dulce nombre de marido?

— ¡Si!… … … … Y á aquel sí siguieron tales expansiones, emociones, efusiones, palpitaciones, adoraciones, declamaciones, declaraciones, aclaraciones, explicaciones, etc., etc., etc., que la pluma abandona su pintura imposible y prolija, y se refugia en el supremo recurso de los puntos suspensivos.

La prueba de Clara le parecerá al lector extraña, absurda , inverosímil, imposible; y la abnegación de Gonzalo, imposible, inverosímil, absurda y extraña.

Pues eso es precisamente la originalidad: hacer lo que nadie hace.

Las novelas de la vida son las rarezas, las aberraciones; lo extraordinario, lo extravagante, lo ridículo, lo heroico, lo criminal, lo grandioso, lo sublime; todo menos lo común, lo vulgar, lo diario.

Que un hombre quiera á una mujer, que un cura los eche la bendición, y tengan hijos, nietos y biznietos, esto sucede cada dia, y no merece las ciento cincuenta cuartillas de esta historia.

Pero que dos almas grandes, dos criaturas superiores se encuentren, se comprendan, se identifiquen y se sometan á una prueba extraordinaria, esto no es frecuente, es raro, y lo raro es novelesco.

No faltará lector que me acuse de mal psicólogo al ver á Clara enamorarse en algunos minutos de Gonzalo.

Shakspeare era el primer psicólogo y conocedor del corazón humano. Pues bien, su Romeo y Julieta se enamoran en menos tiempo, y el joven Montechi, hasta olvida al punto á su amada Rosalina.

No es esto compararme con Shakespeare.

Capítulo 10

Poco me importa que se tache de absurda la prueba de Clara para conocer el amor de un hombre.

Gracias á ella, dos meses después, y por una apacible tarde, la sociedad elegante de Madrid saludaba á una pareja humana, radiante de hermosura, juventud y felicidad, que paseaba en una magnífica carretela.

Eran Clara y Gonzalo.

O mejor dicho, eran dos medias naranjas que habian realizado la suprema y difícil unidad platónica.

Una naranja entera rodaba por el mundo. Yo que la vi pasar, maravillado, decidí escribir esta historia del casual encuentro de las dos mitades.

Al ver á Clara y Gonzalo tan felices, reflexioné, que cuando la suerte quiere elaborar la verdadera felicidad, no tiene más que esta receta:

Coge una criatura, la analiza, y después, por esos mundos tan grandes é intrincados, le busca y entrega su média naranja.

Adiós, lectores, y quiera la suerte depararos á cada cual vuestra média naranja.


Publicado el 17 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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