Los Hombres de Pro

José María de Pereda


Novela



I

Docena y media de casucas, algunas de ellas formadas en semicírculo, a lo cual se llamaba plaza, y en el punto más alto de ella una iglesia a la moda del día, es decir, ruinosa a partes, y a partes arruinada ya, era lo que componía años hace, y seguirá componiendo probablemente, un pueblo cuyo nombre no figura en mapa alguno ni debe figurar tampoco en esta historia.

En el tal pueblo todos los vecinos eran pobres, incluso el señor cura, que se remendaba sus propios calzones y se aderezaba las cuatro patatas y pocas más alubias con que se alimentaba cada día.

Los tales pobres eran labradores de oficio, y todos, por consiguiente, comían el miserable mendrugo cotidiano empapado en el sudor de un trabajo tan rudo como incesante.

Todos dije, y dije mal: todos menos uno. Este uno se llamaba Simón Cerojo, que había logrado interesar el corazón de una moza de un pueblo inmediato, la cual moza le trajo al matrimonio cuatro mil reales de una herencia que le cayó de repente un año antes de que Simón la pretendiera.

Era Juana, que así se llamaba la moza, más que regularmente vana por naturaleza, a la cual debía algunos favores, no muchos en verdad; pero desde los cuatro mil de la herencia, fué cosa de no podérsela aguantar. Parecíale gentezuela de poco más o menos toda la que la rodeaba en su pueblo, y se prometió solemnemente morir soltera si no se presentaba por allí un pretendiente que, a la cualidad de buen mozo, reuniese un poco de educación, algo de mundo y cierto aquel a la usanza del día.

Simón Cerojo, que acababa de recibir su licencia de soldado, que sabía un poco de pluma y había corrido media España con su regimiento, de cuyo coronel fue asistente cinco años, y era, además, un mocetón fresco y rollizo, se creyó con todas las condiciones exigidas por la vanidosa muchacha; y se atrevió a pretenderla, no sin llevar encima, por memorial y a mayor abundamiento, en su primera visita, un reloj de cinco duros y alguna de la ropa que, como prenda «de una buena estimación y una fina amistad», le había regalado su coronel al despedirle. Aceptó Juana la pretensión de buen grado, y se celebró en su día la boda, con la posible solemnidad; y como Simón, huérfano de padres años hacía, y sin pizca de parentela en el mundo, poseía en su pueblo, por herencia, una casuca con su poco de balcón a la plaza, trasladóse a ella el flamante matrimonio.

Como Simón manejaba la brocha casi tan bien como la pluma y la azuela, dando un pellizco al caudal de su mujer, blanqueó la fachada principal, pintó de verde el balcón y las ventanas y una cruz del mismo color sobre cada hueco; puso por veleta en el tejado, después de retejarle convenientemente, un guardia civil de madera, apuntando con su fusil (obra admirable y admirada, que él mismo talló), y arregló el cuarto del portal, que hasta entonces había estado sirviendo de cubil. Colocó en él, según lo previamente pactado y convenido con su mujer, un mostrador y una estantería que improvisó con cuatro tablones viejos, e invirtió el resto de la herencia en aceite, aguardiente de caña, hormillas, hilo negro, cordones de justillo y otras baratijas por el estilo. Distribuyóse todo convenientemente entre el mostrador y la anaquelería; sentóse Juana detrás del primero, muy grave y emperejilada; colocó Simón sobre la puerta principal, y mirando a la plaza, un letrero verde en campo rojo, que decía:

Abacería de San Quintín,

en memoria del regimiento en que él había servido, y quedó abierto al público aquel establecimiento, tan necesario en un pueblo que hasta entonces había tenido que surtirse en la villa, a dos leguas de distancia, de los artículos más indispensables.

Por eso se celebró el acontecimiento como uno de los de más transcendencia, por aquellos sencillos habitantes, y fueron los tenderos, durante algunos días, el objeto de la admiración de todos sus convecinos; admiración que recibieron los admirados con toda la dignidad del caso: Simón, con los brazos remangados hasta el codo, de pie, y con el índice y el pulgar de cada mano apoyados sobre el mostrador; Juana, sentada detrás de éste, con el hocico plegado y los párpados muy caídos. Así al principio; y luego, con bastante más sencillo ceremonial, fueron los de la tienda recaudando poco a poco las roñosas economías de aquellos campesinos, a cambio de sus bebidas y chucherías, no cobrando siempre al contado, pero cuidando, en las fías, de sacar hasta los intereses al vencer los plazos.

Por esta razón, la casa de Simón Cerojo era la única que en el pueblo de que se trata ofrecía un aspecto bastante risueño ..., si bien se nublaba un tantico los días festivos, por reunirse en ella más gente de la que dentro cabía, a jugar a las cartas y a beber algo que no se parecía al agua sino en el color. Mas eran éstas ligeras nubéculas que trataba de disipar el señor cura con algunas pláticas oportunas desde el altar mayor, aunque sin conseguirlo; pero que jamás (sea dicho en honor de aquellas buenas gentes) dieron que hacer cosa alguna al juzgado de primera instancia.

Ya irá comprendiendo el lector por qué al decir que todos los vecinos del consabido pueblo comían el pan amasado con el sudor de su rostro, exceptuamos a Simón Cerojo.

Es de advertir que éste era la persona más notable del pueblo, no solamente por su condición de comerciante, de hombre de pluma y de campanudo consejo, sino por estar agarrado a buenas aldabas, o séase por privar con gente de mucha soflama.

En efecto: ya se ha dicho que Simón fué durante cinco años asistente de su coronel, y que le despidió colmándole de atenciones, y, al decir del licenciado, de pruebas «de una buena estimación y una fina amistad». Pues sépase ahora, y es la verdad, que a pesar de haber sido ascendido a general en menos de dos años, por no sé qué ni cuántos pronunciamientos, el tal señor coronel no se desdeñaba de responder muy atento a las cartas en que Simón le enviaba la enhorabuena, ni le escaseaba las ofertas de hacer algo por él cuando fuese necesario; ofertas que cumplió en dos ocasiones, en las cuales el ex asistente le puso a prueba, no muy dura por cierto, en beneficio de dos convecinos suyos que se creyeron atropellados por la Administración de Hacienda.

—Y ¿cómo Simón—se nos preguntará—estaba al tanto de esos ascensos y de esas evoluciones de su antiguo jefe, viviendo en aquel humildísimo rincón?

Para responder a esta pregunta, hay que poner de manifiesto algo que Simón no mostraba a sus convecinos; y como yo había de denunciárselo al lector más tarde o más temprano, lo haré en este momento, y eso tendremos adelantado.

Había en la naturaleza de Simón algo refractario a lo imposible. Para él, dentro de lo humano, todos los hombres eran capaces de todo; y si cuando le tocó la suerte de soldado alguien le hubiera dicho en broma «adiós, mi general», él, encogiéndose de hombros, de seguro habría contestado muy serio para sus adentros: «¿Quién sabe?...»

No por esto le asustó su condición de soldado raso mientras sirvió de asistente a su coronel. El cómo y el cuándo no preocupaban a Simón gran cosa. Gustábale mucho viajar de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad; y viendo aquí y escuchando allá, fue familiarizándose con ciertas cosas y acontecimientos, pero sin enamorarse de ellos. De este modo, al tomar su licencia en Madrid, salió hacia su pueblo sin penas ni alegrías; y al mirar a la corte desde lejos, envióle una despedida que tanto podía significar «adiós para siempre», como «hasta la vista».

Sentía, sin embargo, dentro de sí mismo, aunque muy poco pronunciada, una afición especial: la política; y el temor de perderla de vista, era lo único que le hacía poco placentero el recuerdo de su pueblo. No necesito decir que la política que amaba Simón era la callejera, la política de las noticias. Esta le embelesaba tanto, que haciendo una calaverada, como él decía, invirtió una parte de la rumbosa gratificación que le hizo el coronel al despedirle en la suscripción a un periódico noticiero y baratito, que no le faltó un solo día después de llegar a su casa. He aquí por qué estaba al tanto de los ascensos de su coronel.

Era Simón de voz sonora, reposado en el hablar, de palabra rebuscada y frase difícil; pobre de imaginación, por ende, y no muy sutil de entendimiento; muy aficionado a perorar, y liberal de conveniencia, si es que tenía alguna opinión política. Y digo de conveniencia, porque en sus expansiones con el coronel solía decirle: «Me gustan los liberales porque con ellos hablan todos y de todo cuanto les da la gana. No estoy yo, como los otros, porque sólo hablen de ciertas cosas los que lo entienden.»

Instalado Simón en su pueblo, como sabemos, se guardó muy bien de ocuparse en otra cosa que en su familia y su negocio. Pero ¿le tomó tanto cariño a este último, que estuviese resuelto a seguir explotándole mientras a ello se prestase? No por cierto. Antes al contrario: a medida que se iba haciendo independiente, iba mirando con menos apego los reducidos horizontes de la aldea.

No se acentuaba en él una ambición determinada, quizás porque se creía capaz de todo, en teniendo alas con que volar. Pero todavía no le atormentaba la prisa; y esto podía consistir en que tenía que ocuparse en refrenar la que devoraba incesantemente a su mujer, que volaba en ambiciones mucho más alto que él. Simón, cuando menos, tenía la habilidad o el privilegio ingénito de saber disimular. Juana, por el contrario, se había hecho insufrible. Despachaba detrás del mostrador con más humos que un ministro en su poltrona, recibiendo a sus parroquianos con un hocico y unos dengues como una señorona de horca y cuchillo. Indignábale la osadía de los muchachos que, a veces y por curiosear, asomaban la cabeza dentro del establecimiento, y prohibía severamente a su hija, niña de tres años, jugar con sus conocidas, por no haber entre ellas ninguna de su parigual.

Un día dijo a su marido, que estaba meditabundo, sentado junto a ella detrás del mostrador:

—Simón, la verdad es que esto se va poniendo cada vez más inaguantable.

—¿Eh?—respondió Simón, un tanto azorado, como si le hubieran descubierto un secreto.

—Quiero decir que tú y yo estamos siendo los cerineos de todo el pueblo, y que el oficio no tiene nada de divertido.

—Pues no te entiendo, Juana—repuso Simón, disimulando el placer con que entraba a discutir aquel punto.

—Digo que esta casa es el paño de lágrimas de toda esa gentuza. Que un vecino no tiene que comer; pues aquí a empeñar la manta o el jergón. Que otro necesita un par de pesetas; aquí a vender el grano. Que otro quiere un empeño para allá arriba; aquí a buscar la carta tuya. Que a una le pega el marido una paliza; aquí al vuelo a llorar la lástima. Que me echo yo un refajo nuevo; aquí en seguida a saber lo que me costó, y en qué tienda de la villa le compré.... Que el medio cuarterón de aceite, que los dos cuartos de hilo, que la moneda roñosa, que la fía.... Vamos, Simón, que esto es un laberiento que acaba conmigo.

—¿Y nada más?—díjola Simón con mucha flema.

—¿Y te parece poco?

—Pues ven acá, mal pecao, y dime: sin ese cuarterón de aceite, y esos dos cuartos de hilo, y ese grano comprado a lance, y el empeño de la manta, y el servir a todo el que se presenta, si se puede y vale la pena, ¿qué sería de nuestros intereses? Acuérdate que cuando nos establecimos, apenas había en casa cuatro mil reales mal contados. ¿Te dejarías hoy ahorcar por treinta mil?

—Cierto es eso, Simón, y no me quejo yo de la fortuna.

—Pues ¿de qué te quejas entonces?

—Quiero decirte que sin tanto trabajo como el que aquí tenemos, podíamos hacer más ..., pinto el caso, en otra parte.

—¡Conque en otra parte!... Y ¿cómo? ¿Se te figura a ti que estos cuatro cachivaches que uno tiene en casa van a producir más en otro lado, donde haya que pagar la tienda y hasta el agua que uno beba?

—Claro que no. Pero decía yo que si con esto que ya tenemos y, pinto el caso, un estanco que te sacara el general ... en la villa....

—Aguárdate un poco—dijo Simón, fascinado de repente con la indicación de su mujer—. No había dado yo en lo del estanco.

—Y de este modo—continuó Juana, explotando aquella favorable actitud de su marido—podríamos enseñar algo a la niña para el día de mañana, si la suerte quiere favorecerla con un buen acomodo.... Porque aquí, ya ves tú que nada bueno puede aprender.

—¡Que estamos conformes, mujer!... Pero....

Y Simón se rascaba la cabeza y fruncía la boca.

En esto entró el señor cura, venerable viejecito, a comprar dos cuartos de hilo negro para recoserse la sotana.

—Más a tiempo no podía usted llegar, señor don Justo—le dijo Simón.

—Pues ¿que ocurre?—preguntó el cura.

—Algo muy serio para nosotros—respondió Simón ingenuamente.

—Que no le importa un rábano a nadie de fuera de esta casa—saltó Juana con acento brusco, temiendo que la intrusión de un tercero pudiera torcer la marcha de aquel asunto que tan a su gusto caminaba.

—Pues quedaos con Dios—dijo el señor cura, que ya conocía el humor de Juana, disponiéndose a salir de la tienda.

—Poco a poco, señor don Justo, y usted perdone—dijo Simón deteniéndole—, que para estas ocasiones son los consejos de los hombres de saber.

—Pues aconséjate de tu mujer—repuso el cura—, que parece no necesitar consejos de nadie.

—Mi mujer, que quiera que no, tomará el que usted le dé—añadió Simón mirando con firmeza a Juana.

Hizo ésta un gesto de desagrado, y continuó su marido:

—Es el caso, señor cura, que quisiéramos trasladarnos a la villa con la tienda y algo más que pudiéramos añadirla.

—Si ese es vuestro gusto—dijo el cura,—¿quién os lo ha de impedir?

—No se trata de eso, sino del temor que yo tengo de que cambiemos, como el topo, y usted perdone la comparanza, los ojos por el rabo.

—Pues si temes eso, ¿por qué te quieres mover de aquí?

—Es que, por otra parte, parece que nos conviene ir a la villa.

—Pues entonces id benditos de Dios.

—No me explico bien, señor don Justo.

—Pues explícate mejor.

—Voy a hacerlo sin rodeos. A usted ¿qué le parece? ¿Nos conviene o no nos conviene salir de aquí?

—Antes de responder a esa pregunta, necesito que tú me respondas a otra.

—A cuantas usted quiera, señor cura.

—Pregunto, pues: ¿es sólo el deseo de acrecentar vuestras ganancias, extendiendo el comercio y la parroquia, lo que os mueve a abandonar este pacífico rincón, o hay en vosotros alguna otra ambición de distinto género?

Al sentir esta estocada al pecho, Simón miró a Juana, Juana miró a Simón; y el señor cura, mirando al uno y a la otra, adivinó lo que, al cabo de un rato y después de sonreír y vacilar mucho, contestó Simón en estas palabras:

—Ya veo, don Justo, que para usted no hay secretos ni disculpas. La verdad es que tenemos una niña que no puede educarse aquí como nosotros quisiéramos. Por otra parte, Juana, como no ha nacido en este pueblo, no le tiene gran ley que digamos.... Además de que también yo tengo acá en mis adentros cierto escarabajeo que ... en fin, señor cura, ya sabe usted que la paloma no vuela a su gusto en el palomar.

—No te hacía yo pájaro de tan alto vuelo, Simón—dijo don Justo con sorna.

—Es un decir, señor cura—añadió Simón algo confuso—. Por lo demás, esto es todo lo que tenía que decirle a usted. Conque hágame el favor de darme su parecer sin reparos ni miramientos.

—Pues sin miramientos ni reparos voy a dártele desde el fondo de mi corazón, en vista de lo que me dices ..., y de lo que te callas, y, sobre todo, de que me le pides:

Lleváis aquí cuatro o cinco años de establecidos, y en ese tiempo habéis hecho una fortuna que os permite ser las personas más independientes del pueblo. Todos en él os necesitan, casi todos os respetan y muchos os envidian. Dejar esto, que es seguro y positivo, por la esperanza ilusoria de otra cosa mejor, téngolo por verdadera temeridad a más de insigne ingratitud. Dados vuestros antecedentes, vuestra procedencia, vuestra educación, concededme, y no os ofendáis por ello, que lo probable, lo racional, lo seguro, es que no hagáis en parte alguna papel más alto y más airoso que el que hacéis aquí. Y en cuanto a la educación de vuestra hija ..., ¿qué he de deciros? Yo tengo para mí que el mejor colegio para una niña es una buena madre; especialmente cuando la niña, como la vuestra, se ha envuelto en toscos pañales y no conoce otras grandezas que las que Dios ha impreso en sus obras. Tal es mi parecer, en substancia; y si aún os resulta largo, os le condensaré en dos axiomas, que no por ser vulgarísimos, dejan de ser muy dignos de que meditéis sobre ellos:

La piedra movediza no cría moho.

Más vale ser cabeza de ratón que cola de león.

Pensativo dejó al matrimonio el desengañado parecer de don Justo; pero todavía se atrevió Simón a hacer este pequeño reparo:

—En todo caso, señor cura, siempre nos quedará el recurso, si nos pinta mal fuera de esta casa, de volvernos a ella con los trastos.

—¡Por supuesto!—dijo con ironía don Justo—. Al salir de aquí dejáis a la fortuna clavada detrás de la puerta, hasta que vol váis a decirla que os ampare. ¡Como si no hubiera otros que se aprovecharán de ella en cuanto vosotros la abandonéis! ¡Inocentes!

Volvió a mirar Simón a su mujer, como preguntándola: «¿qué te parece de esto?»; pero con tal mirada y tal semblante le contestó Juana, que, no pudiendo aquél resistirla sereno, volvió sus ojos al señor cura, y le dijo por decir algo:

—Lo pensaremos, señor don Justo.

—Y haréis bien—replicó éste.

Y como había leído muy claro en la última mirada de Juana a su marido, comprendiendo que estaba allí de más, concluyó con estas palabras:

—Conque, hijos míos: dicho lo dicho, me largo a mis quehaceres; pero conste que no me he mezclado en vuestros asuntos hasta que lo habéis solicitado, y no dudéis que aquí o dondequiera que la fortuna os coloque, no han de faltaros mis pobres oraciones ni mis deseos de que Dios, autor y dispensador de toda felicidad, os la dé tan cumplida como duradera.

—¡Amén!—dijo Juana en un arranque de despecho, mientras salía de la tienda el santo varón.

Simón se quedó pensativo.

Iba, de fijo, a promoverse un altercado entre la mujer, que estaba dominada por el demonio de la impaciencia, y el marido, que no lo estaba tanto, cuando entró la niña llorando en la tienda.

—¿Qué tienes, hija del alma?—le preguntó Juana entre iracunda y alarmada.

—Te me peló ... Titina ... la del Toco.... Hi, hiiii ...

—¿Que te pegó Cristina la del Cojo, hija mía?—dijo Juana, único intérprete capaz de traducir al castellano aquellas palabras, dichas por la media lengua de la inocente—. ¿Y por qué te pego, ángel de Dios?

—Hi ... hiii.... Polque telía tugal tomigo, y yo ..., hi, hiii ..., no telía tugal ton ella, y ... y ... y la llamé piojosa.

—¡Hiciste bien en llamárselo, hija mía! ¿Quién es ella para ponerse a jugar contigo?—exclamó, en un sincero arranque de soberbia, la mujer de Simón—. Y si después de esto no saca tu padre al suyo los ojos, o el dinero que le debe, te digo que no tendrá sangre ni vergüenza. ¡Miserables! ¡Tras de que si no fuera por uno, se morirían de hambre!... ¡Y todavía hemos de andar aquí en contemplaciones, pedriques y gazmoñerías, para hacer lo que nos dé la gana de nuestra hacienda! |Ah, si yo tuviera los calzones!...

Disponíase a responder Simón a Juana desde la puerta, contra la cual estaba recostado, mirando a la calle, cuando salió botando, de hacia la cocina, un perrazo de áspero y sucio pelaje, con una morcilla chorreando caldo entre los dientes. Iba a enfilar la puerta como una exhalación; pero viéndola ocupada por el amo, saltó sobre el mostrador, sin duda para que le sirviera de trampolín; y derribando y haciendo añicos media docena de vasos y una botella, cruzó el espacio como un cohete; pasó, sin tocar, sobre la cabeza de Simón; cayó en la calle, sin soltar la morcilla, por supuesto, y desapareció en la calleja inmediata.

—¡El perro del sacristán!—gritó Simón al verle, disponiéndose a coger una tranca.

Pero todo fue inútil: la aparición del animal, el desastre del mostrador, el salto sobre Simón y el desaparecer en la plaza, fué obra de un solo instante.

Juana alcanzaba el cielo con las manos al contemplar los destrozos causados por el perro ladrón.

—¡Y esto es de todos los días!—gritaba fuera de sí.

—Yo te aseguro—gruñía Simón—que he de hacer pagar caro a su amo este estropicio.

—¡Sí!—decía Juana—; como la media libra de tocino que te robó de entre las manos el otro día ese mismo demonio de animal! ¡Como el pollo que me sacó de la tartera antes de ayer el gato del enterrador! ¡Como el grano que se zamparon ayer en el desván las gallinas del vecino! ¡Como tantas otras cosas que se nos van por arte del demonio!

Y como todo lo convertía al punto en substancia aquella impetuosa mujer,

—¡Cuando te digo—concluyó—que no se puede vivir en este pueblo!, ¡que nos han de dejar en él sin camisa y sin salud!

—La verdad es—refunfuñó Simón—que se le acaba a uno la paciencia para bregar con esta gente.

—Eso te estoy predicando yo todos los días, y no me haces maldito el caso.

—Más de lo que a ti se te figura.

—Poco se te conoce.

—Porque me gusta más hablar a tiempo que hablar mucho.

—Pues ¿a qué esperas, alma de hielo?

—A que me saque el general el estanco en la villa, que voy a pedirle hoy mismo.

—¡Acabaras, con dos mil demonios!—exclamó Juana en un desahogo de insensata alegría.

—Las cosas, mujer, han de seguir su marcha natural—dijo Simón con acento solemne y reposado, como si hubiera consignado una gran sentencia—. Te aseguro—añadió en tono aún más campanudo—que esto del perro me ha llegado al alma, y que me pesa en ella mucho más que las palabras del señor cura.

No hay que reírse de esta ocurrencia de Simón, que a razones de igual peso suelen agarrarse ciertas pasiones para triunfar del corazón humano cuando éste desea ser vencido.

Algunos días después vió el vecindario dos carros enrabados a la puerta de la abacería; luego vió cargar en uno de ellos las aceiteras, los barriles, los cacharros, las chucherías de la tienda, ¡hasta los estantes y el mostrador!; vió en seguida cómo en el otro carro se colocaron los colchones, las camas desarmadas, la batería de cocina ..., todo el ajuar de la casa de Simón; cómo se acomodaron en un hueco dejado al efecto sobre los colchones, Juana y su niña, después de haberse restregado la primera los zapatos contra el suelo repetidísimas veces, mirando al mismo tiempo a todas partes, cual si quisiera, con alarde tan necio, dar a entender que hasta el polvo de aquel suelo la ofendía; vió la gente también cómo, después de sacar hasta la escoba, cerró Simón la puerta y se guardó la llave en el bolsillo, y luego ponerse en movimiento los carros, a los cuales seguía Simón, saludando con gravedad a cuantas personas le despedían desde lejos con un movimiento de cabeza; no vió una sola vez asomar la de Juana fuera del toldo bajo el cual iba; y vió, por último, que los dos carros y Simón, que marchaba siempre junto a ellos, después de atravesar la plaza, tomaron el camino de la villa y desaparecieron en él.

II

Esta villa era como todas o la mayor parte de las villas de España: un mal remedo de ciudad, sin dejar de ser aldea; o mejor, todo lo malo de la aldea y de la ciudad, sin tener nada de lo bueno de ellas. No tenía de la aldea la holgura, ni la independencia, ni el horizonte, ni el aire puro, ni el sol esplendoroso, ni los aromas, ni el plácido aislamiento; pero sí sus miserias, sus vecindades, su escasez de recursos, su soledad, su desamparo, su pequeñez. No tenía de la ciudad los monumentos, los espectáculos, la policía, la provisión de todo, la cultura, las comodidades; pero sí sus etiquetas, sus necesidades, sus estrecheces, su esclavitud, sus pestilencias. Regía allí la ley de razas, si no por colores, por posiciones o categorías, y se guardaban las distancias hasta en la casa de Dios, único punto de la tierra en que es un hecho la decantada igualdad social, menos cuando se trata de esos ridículos términos medios entre la confusión de las grandes poblaciones y la tranquila sencillez de la vida campestre.

Remedo de aquella presuntuosa sociedad era el pueblo mismo. Lleno de tiendas de gran fachada, no se vendía en ellas lo más indispensable para la vida que allí hacía la gente encopetada; gruñían y se revolcaban los cerdos en las calles mal empedradas; pastaban las aves de corral en las grietas de las aceras y en los rincones de la plaza, y en el campo inmediato, mitad jardín y huerta, mitad de labranza, ni esponjaban las flores, ni maduraba la fruta, ni el trigo espigaba, ni el heno crecía.

Por todo este conjunto desentonado y angustioso, habían trocado Simón y Juana su pintada casita de aldea, sus hermosos horizontes y sus floridos linderos, cuatro años antes del momento en que el lector y yo entramos en la villa de que se trata.

Corría el mes de mayo a la sazón, y el follaje, los pájaros, las flores y el céfiro que los columpiaba, llenaban toda la campiña. De todos estos primores de la naturaleza, sólo alcanzaba a la villa tal cual penacho de mortecinas flores, que algunos frutales raquíticos dejaban ver sobre los mohosos lomos de esta y de la otra tapia, aun en las calles más céntricas, como anuncio burlesco de una fruta que no había de llegar a la madurez.

Tenía aquel pueblo también, como todos los pueblos, como todos los hombres, su especialidad, su fatalidad invencible, su anankée insuperable, como diría Víctor Hugo. Este anankée era un regato, el cual regato nacía en un cerro vecino; y dejando morirse de sed durante el verano a la pobre campiña que atravesaba, tenía la desvergüenza de inundar varias veces cada invierno, y merced a las aguas que le prestaban las lluvias y las destilaciones del cerro, la parte más baja de la villa a cuya proximidad pasaba.—Aquel regato, los desmanes de aquel regato, el partido que podía sacarse de aquel regato encauzado convenientemente, eran la pesadilla y el tema sempiterno de todos los municipios de la villa y de sus más reposadas deliberaciones.

La cuestión del regato reaparecía nueva y palpitante de interés entre el vecindario a cada Congreso que se constituía en Madrid, a cada municipio que se elegía en la villa, a cada gobernador que se cambiaba en la capital de la provincia. Y dicho queda con esto que la tal cuestión apenas se olvidaba un punto.

¡Y era de oír cómo se hablaba entre aquellas gentes de canalizar, de fecundizar, de obras de fábrica, del curso del río, de empalizadas, murallones y otras magnitudes por el estilo, ni más ni menos que si trataran de dar nuevo cauce al Amazonas, o de poner un dique a los furores del Atlántico, cuando, en rigor, todo estaba reducido a retorcer el cauce del regato, junto a la villa, en un trayecto de cuarenta varas, de dos de anchura por otras tantas de profundidad!

Esta era la necesidad más apremiante; y era otra, bastante urgente, la de abrir algunos canales de riego, por los cuales se distribuyera convenientemente el caudal del arroyo en invierno, a fin de que empapase toda la campiña por igual, de modo que en verano conservara alguna frescura, ya que en tan calorosa estación todo canal era inútil, puesto que se secaba el regato hasta su origen, y no corrían por su cauce otras cosas que las nubes de polvo que levantaba el viento, las lagartijas y las cucarachas.

Cabalmente el día en que nosotros entramos en la villa con esta narración, había en las Casas Consistoriales reunión de contribuyentes para tratar de este perdurable asunto, con motivo de haber ido a las Cortes un diputado natural de un pueblo inmediato, al cual representante iba a encomendarse la tarea, no floja, de conseguir del Gobierno la protección tantas veces intentada en vano por el vecindario de la villa.

Estaba el salón de bote en bote, como decirse suele; pero figurando en los bancos de preferencia, inmediatos a la comisión, el se ñorío, o sea la gente de levita, aunque allí la gastaban casi todos.

Abierta la sesión, y después de leída la exposición de razones que se elevaba a la consideración del Gobierno, dijo el presidente:

—Creo, señores, que en esto todos estaremos conformes. Que las crecidas del río perjudican a la población, y que el canalizarle aprovecharía a la campiña no puede negarlo nadie.

—Conformes—dijeron todos.

—Medios que se proponen para llevar a cabo esta empresa—continuó el presidente—: Que pague el Gobierno la mitad de los gastos calculados, y la otra mitad el pueblo.

—Conformes—contestó la concurrencia.

—Recursos con que cuenta el pueblo para pagar su parte, y cuya aprobación solicita—añadió el presidente hojeando la instancia en borrador, que estaba sobre la mesa—. Primero: la demolición de la capilla de San Roque que se halla a la vera del río ... Señores—dijo volviéndose al auditorio, en ademán resuelto—: La comisión ha tenido presente, al hacer esta proposición, la proximidad de la capilla al sitio en que ha de abrirse el nuevo cauce; los sillares y la madera que puede darnos para la obra de fábrica que está indicada allí mismo, y el dinero que han de valernos los ornamentos y las esculturas, sacados oportunamente a remate. Se me dirá por algunos que en esa capilla se dice la primera misa en los días festivos, por lo cual es, hasta cierto punto, una necesidad para el vecindario la conservación de ese pequeño templo; pero, señores, lo cierto es también que esa necesidad es puramente moral, al paso que la otra se toca y se palpa, y afecta a la hacienda y hasta a la vida de muchos de nosotros; de nosotros, señores, que somos muy liberales.... Digo, por tales os tengo ... (Voces estrepitosas: ¡Sí, sí!) Pues bueno: si, como liberales que somos, no nos pagamos de ciertas preocupaciones añejas ... (Voces: ¡No, no!), ¿a qué desechar ese recurso, cuando con él podemos remediar en gran parte la calamidad que nos aflige cuatro, cinco y seis veces cada invierno, y, en sentido inverso, todo el verano? (Muchas voces: ¡Abajo la capilla de San Roque! ¡Abajo los curas!) ¡No tanto, señores, no tanto!; con la capilla hay bastante por ahora. (Bravos frenéticos en la sala.) Ábrese discusión sobre este asunto.

Momentos de silencio, durante los cuales pudo creerse que todos estaban conformes con la opinión del presidente, o que nadie se atrevía a manifestar otra distinta.

Creyendo lo primero, iba a dar la comisión por aprobada la base, cuando se levantó un pobre cura, viejo ya, y achacoso como viejo, que había obtenido voz, pero no voto, en el salón, por una especial merced de los congregados, a protestar contra las palabras del presidente. Demostró, en voz cascada y lenta, pero impávido, primero: que era una superchería lo de que la demolición de la capilla pudiese proporcionar los recursos a que se refería el presidente; que no había en el edificio más sillares que los pequeñísimos y carcomidos de la puerta; que los ornamentos no valdrían, en subasta, dos pesetas, y que no llegarían a treinta reales las esculturas del pobrísimo y desmantelado altar. Esto lo demostró como dos y dos son cuatro. Segundo: que aun en el caso de ser ciertos los risueños cálculos del presidente, la fe de un pueblo católico, las santas tradiciones, las exigencias del culto divino, el respeto al derecho de los demás y a la ley común, exigían que no se procediese tan de ligero en un asunto tan grave, siquiera porque no se dijese por algún malicioso que se obedecía a un resabio de partido más bien que al rigor de una apremiante necesidad.

Todo lo cual valió al pobre sacerdote una tempestad de murmullos, entre los cuales tuvo que sentarse, abandonando en seguida el salón, por no autorizar con su presencia la discusión de un punto para él indiscutible.

Por segunda vez iba a darse por terminado el asunto, cuando pidió la palabra un hombre joven, rechoncho, de escasa frente, pero de mucha cara, abultado de pecho, ancho de espaldas, muy atusado de pelo y crespo de bigote, grueso de manos y amanerado en el vestir. Aquel hombre era Simón Cerojo, que tenía ya toda la gordura y todo el lustre, y aun todo el traje, propios de un tratante en caldos que va en próspera fortuna, pero que no ha llegado todavía a la mitad de su carrera.

—Señores—dijo Simón, después de carraspear mucho y de atusarse el pelo no poco—: Yo, el más incompetente y el más ... y el más ineto (Risas hacia los bancos de la comisión), y el más ineto, digo, de los presentes que aquí estamos, me levanto a terciar en este debate, ya que nadie ha querido hacerlo después que usó de la palabra el dino señor cura. (Risas y jujeos a su lado.) Sí, señores, dinísimo ... (Risas generales.) ¡Dinísimo digo, y circunspecto añado. (Carcajadas.) Pero voy al caso. Dice el señor presidente que el interés moral no es quién contra el interés material y del momento. No diré que no tenga razón el señor presidente; pero tampoco diré que la tenga. (Más jujeos.) Me explicaré, señores; que, por lo visto, aquí todos son eruditos y saben latinidades. (Risas de levita y aplausos de chaquetón) Que es respetable la necesidad de echar el río por otra parte, y respetable la cantidad que valga la ermita después de derribada, y respetables los materiales que proporcione para la obra: concedido. Pero se dice: «No es respetable el interés moral.» Yo no diré que lo sea; ¡pero las aparencias tan siquiera, señores; las aparencias! (Risotadas acá y allá.)

Reirvos lo que queráis, si eso vos engorda, que yo por ello no he de ser ni menos contingente ... (Asombro), ni menos liberal. (Sensación.) Decía, señores, que debemos salvar las aparencias, ya que no pueda salvarse la ermita de San Roque. Yo soy cristiano, tan cristiano como el que más ... Rumores. Sí, señores, tan cristiano como el que más; pero más liberal que el primero que se presente. (Estrepitosos aplausos.) Y claro está que mi concencia no se asusta porque haiga una iglesia más o menos ...; ¡porque yo no soy de esos fariseos que especulan con la religión!... Frenéticos aplausos, ¡ni tampoco de esos otros que no quieren nada con ella! (Rumores.) Me gusta vivir bien y ser tolerante con todos. Por eso soy buen cristiano ... (Murmullos), ¡buen católico!... (Risas) ¡y buen liberal! (Aplausos. El orador se limpia la cara con el pañuelo, y pide un vaso de agua con anisete, que no le sirven.) Repito que si el derribo de la capilla es tan necesario como se dice, que se lleve a efecto; pero que no se desoigan las palabras del señor cura, que, al cabo, todavía hay muchas almas que le escuchan. ¿Cómo yo había de oponerme a ningún proyecto de interés general? Que caiga la ermita, si está de Dios que ha de caer; pero que caiga con el respeto debido a los que se oponen a ello. Esto es lo que quería yo decir ..., porque yo soy muy contingente, muy tolerante y muy liberal. He dicho. (Aplausos, risotadas y murmullos. El orador recibe las felicitaciones de algunos colegas; vuelve a limpiarse el sudor con el pañuelo, y escupe pegajoso varias veces en medio de la sala.)

No habiendo quien quisiera ilustrar más el asunto, púsose a votación, y fué aceptado casi por unanimidad lo propuesto por la comisión.

Y continuó el presidente:

—Segundo medio de arbitrar recursos: «Se autoriza al municipio para imponer a los artículos de beber y arder un recargo de seis por ciento.»

—Eso no, ¡voto al demonio!—dijo Simón Cerojo, poniéndose de pie sobre el banco y echando espumarajos de ira por la boca, contra su mesura, su tolerancia y su contingencia acostumbradas.

—¡Lo mismo digo!—gritaron otras muchas voces alrededor de Simón—. ¡Fuera ese artículo! ¡Abajo la comisión!

—¡Orden!—gritaba el presidente dando bastonazos sobre la mesa.

—¡Afuera la canalla!—vociferaban los señores propietarios, encarándose con la masa tabernera.

—¡Abajo los tiranos!—gritaban algunos caldistas desde lo último de la sala—. ¡Viva el pueblo que trabaja!

—¡Viva el duque de la Victoria!—gritó un zapatero.

—¡Orrrden!

—¡Abajo los de arriba!

—¡A la calle los de abajo!

—¡Orrrrrdeeennn!

Y nadie se entiende allí, porque todos gritan y se revuelven y manotean, armándose un tumulto tan espantoso, que me río yo de los que se promueven cada día en el «templo de nuestra Representación nacional».

Al cabo de media hora, y sin duda por cansancio, se calma la tempestad.

—Es digno de observación, señores—dijo entonces el presidente—, lo que acaba de pasar aquí. Un hombre que, según él mismo nos ha dicho, es todo tolerancia, todo moderación y todo contingencia (Risas), es cabalmente quien ha amotinado el salón en cuanto ha visto que se tocaba al pelo, no más, de sus intereses particularísimos. (Simón Cerojo pide la palabra para una alusión personal.) ¡Así es, señores, el patriotismo de algunos hombres! Y no digo más.

—Señores diput ..., digo circunstantes: cumple a mi hombría de bien, a mi lealtad y a mi ... contingencia (Risas) dejar bien claro este punto. Yo no me he rebelado contra la base que se ha leído sólo por lo que toca a mis intereses, sino por lo que no toca a los de los demás. (Murmullos.) Me explicaré. Se trata de hacer una obra que beneficie los terrenos que hoy cruza el río, y se propone que la paguemos, en su mayor parte, los que tratamos en artículos de beber y arder ..., precisamente los que no tenemos media libra de tierra en la campiña. Contra esto me rebelo, porque no es justo. Pero tampoco es nuevo en este pueblo ese modo de proceder, y por lo mismo que no es nuevo, y ya estoy cansado de arrimar el hombro para que otros suban a lo alto, es por lo que me rebelo con más empeño. (Aplausos hacia abajo. Murmullos hacia arriba.) Yo soy muy liberal, pero no consiento que nadie me pise y me atropelle; y también muy tolerante, pero no a costa de mis intereses, que son el pan, y el sustento, y la ... contingencia intelectual ... (Jujeos) de mi familia. Yo pagaré la parte que me corresponda para echar el río por otro lado, de modo que no toque a la villa, que al cabo, y bien sabe Dios por qué, en ella vivo; pero el que quiera buenas tierras y bien regadas, que lo sude de su bolsillo. (Aplausos entre los caldistas.)

—El señor Cerojo—dijo con retintín un personaje muy soplado de la sección de propietarios—, y los demás taberneros que le rodean, no son muy partidarios de que se aleje el río, o mejor dicho, el agua que lleva, de sus establecimientos. No me extraña.

—Oiga usté, sió pendón—respondió un caldista, asaz mugriento y desengañado—, ¿piensa usté que, aunque pobres, vivimos aquí de estafar a inocentes, como hace algún señorón que yo me sé?

—¡Al orden, señores!—gritó el presidente deseando torcer el sesgo peligroso que tomaba el debate.

—Yo no sé cómo piensan en esto mis cólegas—objetó Simón, afectando desdén hacia las palabras del propietario—; pero sé cómo pienso yo, y por eso he dicho lo que dije; y ahora añado que siempre somos la carne de pescuezo en este pueblo, los pobres artistas; que lo bueno, lo cómodo y lo de lustre, allá se lo reparten los manates. Entonces no se cuenta con nosotros ni para un triste saludo de cortesía, porque lo tienen a menos; pero cuando se trata de sacar dinero ... (Protestas de arriba), se nos busca y se nos mima. (Aplausos abajo.) Y esto es insufrible, inominioso para nosotros; y yo reniego ya hasta del día en que puse los pies en la geografía de este pueblo.

—¡Señor Cerojo, señor Cerojo!—gritó el presidente sin poderse contener por más tiempo—, esas palabras son indignas de este sitio y de esta concurrencia, y yo espero que usted las retirará espontáneamente.

—Yo no tengo nada que retirar más que a mi persona, que voy a retirarla de aquí ahora mismo.

—No será sin que antes le demuestre yo, con una prueba sencillísima, todo lo importuno que ha sido su enojo, todo lo inconveniente que ha sido su conducta, ya que no se lo ha dado a entender la muy diferente y digna que han observado otros señores comerciantes que se hallan aquí presentes.

—Es que a esos señores no se les ha pedido nada.

—Eso es lo que usted no sabe.... ¡Señores, para que se comprenda toda la intemperancia del señor Cerojo y sus amigos, baste saber que de la base que tanto le ha sulfurado, no se ha leído más que la mitad! (Atención general.) La otra mitad dice así: «... y otro recargo de tres por ciento sobre la clavazón y quincalla (Protestas de los quincalleros), paños del reino.... (Enérgicos rumores entre los pañeros), y otros artículos de vestir y calzar.» (Alaridos en varias partes del salón.)

—¡Ahora no soy yo el intemperante, señor presidente!—vociferó Simón, dominando con dificultad el tumulto que empezaba a reinar en la sala.

—¡Orrrdeeen, señores!—gritó el presidente.

—¡Justicia era mejor!—le contestaron muchas voces.

—¡Catalana hay que hacerla en este pueblo!—añadieron otras.

—¡Orrrrdeeeen!

—¡Afuera esa gentuza!—gritaron otra vez los propietarios.

—¡Abajo la comisión!

—¡Y los que quieran engordar a la sombra de ella!

—¡Vivan los pobres honrados!

—¡Viva el duque de la Victoria!—volvió a gritar el zapatero.

—¡Orrrdeeen!

—¡Canalla!

—¡Ladrones!

Y se repite el tumulto, y la cosa se pone seria, y los prudentes desaparecen, y el presidente, enronquecido ya, sube sobre la mesa y logra hacerse oír breves momentos.

—Señores—dice—: Por la centésima vez en mi vida presencio este espectáculo, hijo de la misma causa que hoy le ha promovido. Esto me demuestra que los habitantes de este pueblo estamos condenados a sufrir cobardemente, y por los siglos de los siglos, los desafueros de ese mal regato. La comisión, al comprenderlo así también, hace respetuosa renuncia de su cargo y levanta la sesión.

Silbidos, denuestos, un estrépito espantoso y alguna que otra bofetada, fueron el resultado inmediato de esta arenga, y el término de aquella reunión.

III

Mientras tales cosas pasaban en las Casas Consistoriales, ocurrían otras de bien distinta naturaleza junto al mismo regato de que se ha tratado, a la escasa sombra que proyectaba el aún no bien formado follaje de dos cortas hileras de chopos, a las cuales se llamaba en la villa la Alameda grande.

Como el día era de trabajo y la hora la menos a propósito para el descanso, eran dueñas absolutas de todo el paseo, para correr por él sin estorbos ni tropiezos, hasta media docena de niñas, de nueve años la más esponjada; todas risueñas, todas ágiles, todas hechiceras, como son todas las niñas a esa edad, cuando no están cohibidas por la opresión del vestido de gala o de las botitas recién estrenadas.

Tras aquellas niñas tan alegres, que corrían y gritaban sin cesar un punto, no corría, sino andaba a lentos pasos, mustia y como recelosa, otra niña no menos agraciada y no más entrada en años que ellas. Había, sin embargo, notables diferencias entre una y otras. De éstas, las que no eran rubias eran muy blancas; aquélla era morena. Las que corrían eran ágiles como cabritillas, y al correr parecía que no tocaban el suelo con sus diminutos pies; la que las seguía con la vista, era de formas más abultadas y de movimientos menos suaves y graciosos; y aunque vestía lo mismo que ellas en forma y calidad, en la combinación de los colores y en el aire de su vestido había algo que no era del mejor gusto. Indudablemente aquella niña no pertenecía, como las otras, al buen tono de la villa, y por eso no tomaba parte en sus juegos más que con la intención.

He observado muchas veces que las niñas de corta edad son muy exigentes en la elección de amigas, por lo cual difícilmente se familiarizan con las que no sean de su categoría social, o de otra más alta si es posible. Los niños son todo lo contrario: parece que tienen a gala asociarse, para sus juegos y empresas, a todo lo más perdido y desarrapado que encuentran en la calle.

La niña rezagada de nuestra historia seguía siempre, y aunque de lejos, las evoluciones de las que corrían, y frecuentemente, al encontrarse con alguna de ellas, corría también, como si se forjara la ilusión de que la perseguían al escondite o la disputaban el sitio a las cuatro esquinas.

Y como estas libertades se las había permitido varias veces, en una de ellas la niña con quien tropezó se detuvo jadeante; y echándose atrás los rizos con ambas manos, exclamó en el tono más desdeñoso que pudo:

—¡Qué plaga de moco, hija!... ¡Cómo se agarra!

—Eso es de familia—dijo otra, que se paró a su lado.

—Pues vamos a decirla una fresca—añadió otra—, a ver si se va.

—¡Si yo creo que hasta debe de tener miseria, mujer!—apuntó una delgadita como un mimbre, que oscilaba mucho al andar y se chupaba un dedo en cuanto se paraba—. ¡Cómo se arrasca!

—Oye, tú—dijo al oído de la anterior, abriendo mucho los ojos y enarcando las cejas, una pequeñuela, muy nerviosa y asombradiza—. ¡Si traerá la navaja!

—¿Qué navaja?—preguntó la delgadita, no muy segura de su valor.

—Una muy grandona que tenía en la mano el otro día, a la puerta de su casa.

—¿Y qué nos haría con ella, tú?...

—¡Madre de Dios!... Como estamos aquí solas y en medio de este bosque...

—¿Quieres que nos vayamos a casa?...

— ¡Para ella estaba!—dijo con desenvoltura una mayorzuela que había oído estas observaciones—. ¡Miedosas, más que miedosas!...

—¡Pues juega tú con ella si no!

—¡Como no juegue yo con ese pendón!... Primero iba y se lo decía a mi papá.

—¿Vamos a buscar el perro que tenemos nosotros en la huerta, y a hinchársele aquí mismo?—propuso la miedosa.

—¿Y si se la come toda?

—Que se la coma. Mi papá es alcalde ...

—Sí; pero eso lo castiga Dios ..., y puede que nos caiga algo malo.

—Pues ¿qué hacemos si no?

—Vámonos a aquel rincón, a ver si se queda aquí sola y después se marcha.

Y esto dicho, las vanidosillas fueron desfilando lentamente y mirando hacia atrás con el rabillo del ojo; llegaron a un ángulo de la alameda, y allí se acurrucaron en el suelo, formando estrecho y apretado círculo.

A todo esto, la pobre desdeñada niña, que había estado observando a las otras durante su breve diálogo, mirando de reojo y mordiéndose las uñas, cuando las vió sentadas se dirigió hacia ellas paso a paso, con la cabeza gacha; y al estar a media vara de las desdeñosas, se dejó caer al suelo lentamente y se puso a deshojar las florecillas del césped, sin arrancarlas, flechando ojeadas de través de vez en cuando al grupo, y sorbiendo muy recio el aire con las narices.

—¡Hija, qué peste de chica!—exclamó impaciente la mayorzuela al verla a su lado otra vez—. ¡Ni aunque fuera de engrudo!

—¡Así ella se pega!—observó la más cachazuda.

—¡Si el otro día la vi yo limpiarse las narices con la enagua!—dijo muy admirada la delgadita, sonándose las suyas con los dedos.

—¿Vamos a arañarla?—propuso la nerviosa, crispando los suyos.

—Eso no es de tono, hija—respondió la mayor—. Mejor es otra cosa, ahora que me acuerdo.

—¿Qué cosa es?

—Darla mate, para que rabie de envidia.

—Pues empieza tú.

—Verás qué pronto. Amigas de Dios—continuó muy recio, de modo que lo oyera la intrusa—: mi papá vino de las Indias el año pasado ..., y trajo cinco fragatas cargadas de onzas ..., y un negrito para que le sirviera el chocolate ...; y es tan rico, que se cartea con el rey de las Indias ...; y a mí me da dos reales cada vez que es su santo ..., y yo los echo en lo que me da la gana ...; y tengo tres muñecas de resorte, y un muestrario de botones que le regaló a mamá para mí una modista que quitó la tienda ...; y tengo dos marmotas de lana para ir al colegio en el invierno ..., porque yo voy al colegio, y no a la escuela de zurri-burri, como algunas infelices ... que yo conozco ..., y puede que no estén muy lejos de aquí. Yo voy a cumplir siete años; y cuando los cumpla, me dará mamá una pechera de imitación, que ella ya no pone, para hacer unos encajes a la muñeca grande; y un señor que viene a casa, me da dos cuartos todos los domingos; y si yo quisiera, me regalaría una almohadilla de coser, con su llave de oro y su dedal de plata ..., y ... y ... (Ahora tú)—dijo a la nerviosa, que la seguía por la derecha; la cual, después de estremecerse y de mirar con ojos espantados a la solitaria niña, continuó:

—Pues mi papá es alcalde de toda la villa, y tiene tres casas como tres palacios, y un primo en la corte del rey; y mi mamá tiene una doncella que es hija de condes, y siete vestidos para cada hora que da el reló, y una cadena así, así, así de larga, que le costó un millón a papá cuando estuvo en París de Francia. Y cuando yo sea grande, me comprarán tres vestidos cada mes, y un reló con diamantes y botas a la emperatriz. Yo voy también al colegio con ésta; y en mi casa se come principio todos los días, y los domingos se toma café; y mi papá tiene un perro en la huerta que muerde a las tarascas pegotonas.

—Yo soy hija de juez—dijo la que seguía a la nerviosilla—; y siendo hija de juez, a mi papá le sirven cuatro alguaciles, de levita, y le llaman usía; y además le pagan una onza cada día todos los españoles; y cuando va a Madrid, vive en los palacios del rey; y la otra noche me dijo en la mesa que si le tocaba la lotería me iba a comprar una caja de música. Y mi mamá compra los garbanzos por mayor: ayer compró tres libras; y por Navidad nos regalan pavos los señores que van a casa porque tienen pleitos; y yo tengo muchos vestidos, más de tres, y dos pares de botas, con las que tengo puestas y otro par que me harán para San Pedro, si le cae a papá la lotería; y mi papá es tan poderoso, que manda a la cárcel a todo el que quiere, u le manda ahorcar, como ya lo ha hecho otras veces; y si yo le dijera que metiera en la cárcel a una pegotona que yo sé, en seguida la metía.

—Pues en mi casa—continuó la delgadita, dejando de chuparse el dedo—todo es un puro merengue. Mi mamá no come más que pastelillos; mi papá, bizcochos; y yo, jalea; y mi hermana Carmen, suspiros. No queremos puchero, porque no es de tono; y por eso a las muchachas les damos hojaldre. Y mi papá recibe todos los años, de renta, más de doce sacos de harina, quince arrobas de manteca y dos cajas de azúcar de la Habana.... Porque mi papá es indiano, y trae todas las noches mucho dinero a casa, cuando viene de la tertulia, adonde va también el juez, el papá de ésta; y si no comieran tanta inmundicia algunas niñas zanguangas que yo sé, no estarían tan pringosas y tendrían mejor educación.

—Toda mi casta—dijo la más seria y conceptuosa—viene de reyes; y en mi casa las camas son de oro y las ropas de seda de la India; y si mi papá gana el pleito que le defiende el papá de ésta, ensanchará la huerta en más de otro tanto ...; y como soy tan fina por principios, cuando me apesta una niña ordinaria, se lo digo, y al sol.

—Pu ... pu ... pues yo—concluyó la sexta, que era bastante tartamuda—ta ... ta ... ta ... tamién....

Oír esto y soltar la carcajada la niña, hasta entonces taciturna y desdeñada, fué una misma cosa.

—¡Y se chancea!—exclamaron admiradas las otras.

—¡Ta ... ta ... ta!—repetía entre carcajada y carcajada la burlona.

—¡El demonio de la ...!

—¡El diantre de ...!

—¡Miren si ...! ¡Atreverse a burlarse de una niña fina!

—Y sí; y me río. ¿Y qué? «Ta ... ta ... ta....»

—Ahora mismo voy a decírselo a mi papá—exclamó la que nos dijo ser hija del juez.

—Y dile de paso que pague los doscientos reales que debe a mi padre—replicó con desgarro la amenazada.

—¡Ay, qué atrevida!

—Déjate, que yo traeré el perro—dijo la nerviosa.

—¡Fachenda traerás tú! Y no tendrás tanta cuando le ajusten las cuentas a tu padre en el Ayuntamiento.

—¡Ay, qué bribona!

—¡Chismosas!

—¡Pegotona, aceitera!

—¡Hambronas! ¡Tramposas, más que tramposas!

—¡Aldeana! ¡Tarasca!

—¡Golosas! ¡Relambidas!

—Ta ... ta ... ta ... tab ... tabernera!—logró decir la tartamuda, después de un esfuerzo desesperado.

—¡Tar ... tar ... tartajosa!—la contestó, remedándola, la otra.

En esto se oyeron muy cercanos los ladridos de un perrazo. La del alcalde, pensando que era el de su huerta, que venía a vengarla, comenzó a gritar:

—¡Aquí, chucho, aquí!... ¡Éntrala, éntrala!...

—¡A ella, chucho, a ella, que aquí está!—gritaron a coro sus amigas.

La amenazada chica comenzó a mirar, asustada, en todas direcciones, y aunque no se veía el perro, como los ladridos se oían cada vez más cerca, dió a correr desesperadamente, buscando la entrada de la villa por un atajo.

—¡A ella, chucho!—seguían gritando las otras—. ¡Cómela, cómela!

Y viendo que el perro no aparecía, siguieron a la fugitiva arrojándole piedras, con una de las cuales la descalabraron al fin.

—¡Que me matan!—gritó la pobre chica llevándose las manos a la cabeza.

Pero cuando, al retirarlas, las vió manchadas de sangre, su espanto no tuvo límites, y sus alaridos pudieron oírse desde media legua.

Entonces retrocedieron aterradas las perseguidoras, cuya intención no alcanzaba más que a meter miedo a la fugitiva; pero al volver a la alameda, se hallaron con el perro que, por desgracia, no era el del alcalde. Acabaron de aturdirse en su presencia, y huyeron a la desbandada; mas el animal, «a una quiero y a la otra la dejo», hartóse de romper vestidos; y sabe Dios qué más hubiera roto, si a los gritos y a los ladridos no hubieran acudido algunas personas que ahuyentaron a palos a la fiera, y condujeron al pueblo a las inocentes criaturas, bien merecedoras del susto que pasaron si se les toma en cuenta lo que hicieron padecer a la pobre descalabrada.

IV

Esquina a la plaza y a una de las calles que desembocaban en ella, había una casa más pequeña que cuantas la seguían en la fila. Debajo del balcón del único piso que tenía, y sobre la puerta principal, se leía, en un largo tablero coronado con las armas de España, lo siguiente:

ESTANCO NACIONAL

ESTABLECIMIENTO DE SAN QUINTÍN

LÍQUIDOS Y OTROS COMESTIBLES

Penetrando por aquella puerta, se veía la razón del letrero en un mostrador sobrecargado de cacharros menudos; en una gran aceitera con canilla, y algunas botellas blancas, llenas de aguardiente de otras tantas denominaciones; en una estantería espaciosa, ocupada con paquetes de cigarros y de cajas de cerillas, libritos de fumar, grandes pedazos de bacalao, tortas de pan, madejas de hilo, garbanzos y otros artículos, tan varios en su naturaleza como reducidos en cantidad; en algunas mesas simétricamente colocadas fuera del mostrador; en tal cual barrica o hinchado pellejo que se vislumbraban entre la obscuridad del fondo ..., y en otros mil detalles propios de semejantes establecimientos, los cuales conoce el discreto lector tan bien como yo.

Detrás del mostrador estaba sentada, haciendo media, nuestra antigua conocida Juana, la mujer de Simón Cerojo. Como éste, había engordado y echado mejor pellejo, y dado a su vestido cierto corte presuntuoso. Pero, al revés que en su marido, su entrecejo se había ido frunciendo, y todo su semblante agriando, a medida que la suerte fué favoreciéndolos. Porque la suerte los había favorecido. Para convencerse de ello, bastaba echar una mirada a su establecimiento, en una sola de cuyas secciones había más capital empleado que el que representaba toda la antigua abacería ..., y permítaseme una corta digresión a este propósito.

Merced al estanco que obtuvo Simón sin dificultad, a los ahorros que trajo de la aldea y al crédito, aunque muy limitado, que no tardó en abrírsele en algunos depósitos al por mayor, en el primer año de estable cido en la villa duplicó su capital. En el segundo se dedicó, por extraordinario, a hacer ligeros préstamos, bien garantidos, a un interés variable, según las personas y las circunstancias: entre una peseta por duro a la semana, si el menesteroso era jugador de afición bien puesta, y treinta por ciento al año, si era artista establecido convenientemente. Esta nueva industria le permitió ensanchar un tanto sus negocios principales; con tan buena mano, que al concluir los dos años de su estancia en la villa, se encontró con un capitalito de más de seis mil duros, libre y desempeñado. Entonces se hizo caldista de veras; es decir, no se anduvo con parvidades de aceite, vino y aguardiente, sino que surtió de estos artículos su establecimiento, por mayor; lo cual le permitió hacer préstamos más en grande, más a menudo y en condiciones de mayor atractivo.—Resultado de estas y otras combinaciones: que el día en que nos hallamos con Simón en las Casas Consistoriales y con Juana en su establecimiento, eran dueños de la casa que éste ocupaba, de lo que la tienda contenía y de un respetable sobrante en continuo movimiento; todo lo cual representaba un valor de muchos miles de duros.

Por este lado, pues, los asuntos de Simón y de Juana habían marchado viento en popa. No así los demás; es decir, aquellos que se relacionaban íntimamente con la vanidad de Juana, y las no más cortas, aunque más disimuladas, aspiraciones de Simón.

Todos los esfuerzos de la primera, todas sus meditaciones, todos sus desvelos y todas sus consultas al espejo antes de darse a luz en los sitios más públicos de la villa, hecha un brazo de mar y cargada de relumbrones, no lograron colocarla en jerarquía más alta que la correspondiente al nombre de la tabernera, con el cual se la designó desde el primer día en que se hizo notar por sus humos estrafalarios. Aunque poco avisada, no desconoció que este descalabro la alejaba para siempre, en aquel centro, de la altura a que había querido trepar de un salto. El primer efecto de una presentación jamás se olvida en la sociedad, máxime cuando ésta es reducida y presuntuosa.

Bien penetrada de esta verdad, Juana la sintió en su alma, como un toro siente en el morrillo el primer par de banderillas; hízose más áspera y brutal que de costumbre, y se prometió arrollar cuanto hallara por delante, creyendo demostrar así, mejor que con dulzura y sencillez, que era tan digna como la más encopetada de ocupar el puesto que no se le concedía.

Con esto consiguió adquirir en la villa cierta celebridad que acabó de exasperarla. Un solo ejemplo dará la medida de la altura a que había llegado la insensatez de Juana. Menudeaban allí los bailes y las recepciones entonadas, a maravilla; y, naturalmente, nadie se acordaba de invitar a la tabernera. Pues estas desatenciones sacaban de quicio a Juana.—Yo bien conozco, decía, que no estoy todavía al corriente de esas ceremonias, y me guardaría mucho de concurrir a ellas; pero la voluntad es lo que se agradece. ¿Por qué no se tiene para mí un mal recado de atención, por lo mismo que soy forastera? ¿Se les caería la venera a algunas de esas fachendosas por acordarse de mí, que soy más rica que muchas de ellas? ¡Pues no parece sino que todas son marquesas! ¡Y el marido de la una vende paño de Munilla y sogas de esparto, y el de la otra pecajuana y engüento de soldado, y me debe a mí hasta la sal con que sazona lo poco que come!... Pues vinos y jabón vende mi marido. ¿Qué más da lo uno que lo otro?

Saturada también de estas máximas su hija, apenas comenzó a concurrir al entonado colegio en que quiso darle educación su madre, hubo que retirarla de él. Era ya la niña medio montuna por naturaleza, y con las predicaciones de Juana llegó a hacerse indomesticable.

En los cuchicheos, en las sonrisas, hasta en los juegos más inocentes de sus compañeras, veía burlas y desprecios; y en esta creencia, las ponía a todas como ropa de pascua; se pegaba con algunas, y concluía por volver a su casa, todos los días, llorando soñados agravios hasta de sus maestras. De este modo la niña se hizo tan antipática a sus condiscípulas, como su madre a cuantos se la aproximaban. Por eso la retiraron del colegio y la enviaron a la escuela pública, donde, según el parecer de Juana, no la enseñaban tanto, pero se la miraba «con el respeto debido».

Más de tres años de martirio llevaba la mujer de Simón al encontrarnos con ella de nuevo, no porque se fijase en que en la villa se hacía con ella lo que ella había hecho con los demás en la aldea, ni porque suspirara por volver a recuperar su pequeño trono abandonado; no, en fin, porque le atormentasen la memoria los atinados consejos del anciano señor cura, sino porque deseaba un campo más ancho en que explayarse, otro mundo más revuelto en que campar por lo que se era y no por lo que se había sido. Y un día y otro día predicaba a su marido la conveniencia de establecerse en grande en la capital de la provincia, donde, según ella, ni los ricos eran vanos ni los pobres envidiosos.

Oíala Simón sin soltar prenda, y aun haciendo como que no la oía; pero la verdad es que en el fondo de su corazón detestaba de la villa tanto como su mujer.

Simón no podía perdonar a aquella gente el que se le tratase como a persona de poco más o menos, «en los momentos más críti cos para la vida de los pueblos, y, por consiguiente, para la de los ciudadanos», como él decía en más de un monólogo que no llegó a oír su mujer. Se pagaba muy poco de que no se acordasen de él para invitarle a un baile particular, o a una tertulia de más o menos tono; pero que nunca hubiera para su nombre un hueco en las candidaturas de concejales; que no se le agregase jamás a una comisión de respeto que había de representar ciertos intereses del pueblo en el Gobierno de la provincia, o en Madrid, o ante el Municipio mismo de la villa; que no se buscase, ni aun se tolerase de buena gana, su opinión en tal cual corrillo formado en la plaza por personas de importancia, en que no entraba él sino a fuerza de brazo, como quien dice, o poco menos; que se le tuviera, en fin, por un tabernerillo de tres al cuarto, cosa era que le hacía perder su serenidad habitual, y le ponía a pique de echarlo todo a trece, aunque no lo vendiera, y largarse a otro terreno menos ocasionado a esas «miserias de aldea». Pero Simón, que no era tan insensato como su mujer, guardaba estos sentimientos en el fondo del pecho, y, entretanto, iba ocupándose en adquirir alas con que volar.—Por eso se le veía atender con tanta asiduidad a su taberna y a su estanco ... y a sus préstamos garantidos. Odiando tanto como Juana aquella sociedad inaguantable, sólo trataba de redondearse lo preciso para darle un adiós de despedida y caer en medio de otra mejor; pero de tal modo, que no lastimasen en lo más mínimo su importancia de actualidad las reliquias del pasado. Estaba convencido de que, sin una precaución por el estilo, en todas partes serían él y su mujer los taberneros de marras, por grandes que fueran sus caudales. Se ve, pues, que, en el fondo de la cuestión, estaban perfectamente de acuerdo Juana y su marido.

Y dejando esto bien consignado, porque importa, volvamos a tomar el hilo de nuestra historia.

V

Así que la niña descalabrada en la alameda notó la presencia del perro entre sus implacables ofensoras, por los ladridos del uno y por los gritos de las otras, contuvo su llanto, y con íntima complacencia, se volvió para presenciar los destrozos que el enfurecido animal parecía estar haciendo en las ropas y pellejo de aquellas mal aconsejadas criaturas. Fuera aquél el perro del alcalde o dejara de serlo, era lo cierto que a todas las trataba por igual, y que de todas la estaba vengando a ella cumplidamente.... Pero ¿no era posible que después de concluir con las seis desventuradas niñas la emprendiese con la séptima, por lo mismo que a nadie conocía ni en remilgos se paraba?

Esta consideración tan cuerda, que asaltó de pronto la mente de la pobre chica, hízola retroceder; y menudeando los pasos cuanto pudo, y tornando a recordar su herida y a llorar, por ende, llegó a la villa y no paró de correr hasta el estanco que conocemos, en el cual entró momentos después que nosotros, y al mismo tiempo que llegaba también, aunque por distinto sendero, Simón Cerojo, demudado el semblante y apretando los puños de ira. Tanta, que ni siquiera reparó en la niña, que, por haberse limpiado las lágrimas con las manos después de oprimirse con ellas la cabeza, tenía la cara manchada de sangre. Pero Juana sí, y al punto arrojó la obra en que se ocupaba; saltó por encima del mostrador sobrecogida de espanto, y tomando a la niña en sus brazos,

—¡Hija mía!—gritó—. ¿Qué sangre es ésa?

Entonces se fijó Simón en la niña; y olvidando por un momento sus disgustos, corrió también hacia ella.

—¿Te has caído?—la preguntó con cariñoso anhelo—. ¿Te han pegado? ¿Por qué sangras?... ¡Habla, hija mía, por Dios!...

La niña, después de sollozar un rato, refirió, punto por punto, cuanto la había ocurrido.

--- ¡Conque la hija del juez, y la del indianete, y la del alcalde—exclamó Simón en seguida, con rencoroso acento—son las que más te han injuriado, porque tenían a menos jugar contigo!... ¡Las hijas de esos personajes que me adulan y me soban cuando necesitan un par de duros para comer aquel día, o media docena de onzas para apuntarlas a una carta, o pagar una trampa que podría ponerlos en vergüenza ..., si alguna les queda!... ¡Pero yo les juro que, por poca que ella sea, he de sacársela a la cara ..., y a algunos más también!

Juana, maldiciendo a su vez de todos y de todo, comenzó a lavar con agua fresca la herida de su hija, que, por cierto, era insignificante.

Y tranquilo ya sobre este punto, Simón refirió a su mujer cuanto había ocurrido en la junta que acababa de celebrarse en la Casa de Ayuntamiento recargando un poquillo los colores, a fin de que resultasen más justificado su enojo y de más efecto sus discursos, que repitió al pie de la letra.

—¿Y qué piensas hacer después de tanto desengaño como vas sufriendo y de tanto disgusto como vamos llevando de estos niquitrefes de levita?—preguntó Juana, que no desperdiciaba ocasión de hablar de su pleito.

—¿Qué pienso hacer?—dijo Simón con su poquito de rescoldo—. Lo que estoy pensando tres años hace, desde que conocí que en esta recua siempre había de tocarme ir a la cola; lo que hubiera hecho entonces a tener el remedio entre las manos, como le tengo hoy: sacar a más de cuatro fachendosos a la vergüenza pública, y largarme en seguida con la música a otra parte.

Juana vio el cielo abierto.

—¡Lo mismo que yo te he dicho tantas veces!—exclamó, retozándole la alegría en el semblante—. ¿Qué necesidad tenemos nosotros de sufrir lo que aquí estamos sufriendo? Con lo que ya conocemos este trato, ¿cuánto no podríamos ganar estableciéndole en la ciudad?

—¡No, Juana, no!... ¡Basta de taberna! Si con ella entráramos en la ciudad, taberneros seríamos hasta el fin de los siglos. Y si con ser taberneros, aunque ricos, nos conformáramos, yo no saldría de esta villa, donde he ganado en cuatro años una riqueza, y podría ganarla mayor en poco más. Pero hay una noble ambición que manda en ti y en mí con mayor fuerza que los tres ochavos de una buena ganancia; y esa ambición está reñida con las manos manchadas de vino tinto y con las ropas que huelen a anisado. Así, pues, ya que las alas me lo permiten, saldremos de aquí volando por alto, para que en la ciudad se vea cómo caemos, pero no de dónde venimos. Este es el modo; que, según yo llevo observado, desde nada a bastante están los ascos y los reparos; desde bastante para arriba, ya todos somos iguales, y todo nos está bien.... Nosotros tenemos lo bastante: ¿quién será capaz de probar que no tenemos hasta de sobra? No sé lo que diría a esto el cura de mi pueblo; pero llevo corrido ya mucho mundo y tratados muchos hombres, y a mi experiencia me agarro.

Lo que Simón ignoraba con respecto al señor cura, lo sabemos nosotros. Cuando alguno de sus feligreses le decía:

—¿Sabe usted, don Justo, que Simón se va saliendo con la suya?..., ¿que ya es hombre rico?

—No lo dudo—contestaba el santo varón—. Pero ¿le dan más importancia?..., ¿es más feliz que aquí? Este es el problema.

VI

Para volver a encontrar al protagonista de esta verídica historia, no nos bastaría ya la luz del candil de su taberna. Tal se ha borrado la huella de sus pasos en los quince años que van corridos (y perdonen ustedes el modo de señalar) desde que le oímos hablar lo que fielmente consta al final del capítulo anterior.

Pero es el caso que tenemos que hallarle; y como podría llevar muy a mal que lo intentáramos indagando aquí y allá por los pelos y señales de su vida pasada, lo cual, por otra parte, no nos conduciría al fin que nos proponemos, ya que, por especial privilegio que gozo, me es posible dar con él a la primera tentativa, véngase el lector conmigo para acabar más pronto y evitar un mal rato a nuestro personaje.

Estamos en la ciudad, en una de sus calles principales y frente a un portal no muy limpio, pero sí muy espacioso; subimos el primer tramo de la ancha escalera que de él arranca; atravesamos, sin detenernos, la puerta del entresuelo, en la cual se lee, sobre bruñida chapa metálica, el siguiente letrero: SIMÓN C. DE LOS PEÑASCALES; prescindimos de cuanto se halla a nuestro paso al entrar en un salón largo y estrecho; cruzámosle en toda su extensión, y nos detenemos a la puerta de un gabinete. Allí hay un alto escritorio de caoba, sobrecargado de libros y papeles; algunas banquetas de gutapercha, dos mapas, un barómetro, un aguamanil y pocas cosas más por el estilo. Adjunta al escritorio hay una butaca, y embutido en ella, un hombre como de cincuenta años de edad, frescote, de cara ancha y risueña, con recortadas patillas grises, gorro de terciopelo azul, lujosa bata, blanca pechera y leve corbata de raso negro sobre holgadas y relucientes tirillas. Ese hombre, lector amigo, absorto a la sazón en el examen de algunos papeles llenos de números de varios colores, es, para ti y para mí ... (pero ¡cuidado con que se lo cuentes a nadie!), Simón Cerojo; para la sociedad en que vive, el señor don Simón de los Peñascales, y para la plaza mercantil en que figura en primera línea, SIMÓN C. DE LOS PEÑASCALES. Aquella carpeta y aquel gabinete son su despacho; y esas personas que trabajan silenciosas en modestos atriles en el salón en que estamos, los dependientes de su casa.

Pero aun hay más. Cuando don Simón suspende, dos veces al día, sus tareas, sube al primer piso; y atravesando alfombradas estancias, alfombradas, así como suena, entra en un gabinete lujosamente amueblado también, y allí se cambia la bata por un elegante traje de calle; se quita el gorro de la cabeza, en la cual ocasión puede vérsela coronada por una calva nada aristocrática por cierto, y se pone el grave, reluciente sombrero de copa. Antes de salir a la calle pasa a otro gabinete frontero al suyo, con la aparatosa sala por medio; y allí encuentra, ordinariamente solas, y rara vez con visitas, a una señora tan gruesa como él, dura de semblante y rica aunque charramente vestida, y a una joven como de veintidós años, ancha de hombros y caderas; bien destacada de pecho; de ojos y cabellos negros como el azabache; de blancos dientes y moreno cutis; bien proporcionada y airosa de talle, y vestida con todo el rigor de la moda ...; una buena moza en toda la extensión de la palabra. Estas dos señoras son la esposa y la hija, respectivamente, de don Simón; dícelas éste «adiós» desde la puerta, si están solas, o saluda cumplidamente a las personas que las acompañan, y sale en busca de sus amigos para dar el acostumbrado paseo. Si no se trata de salir a la calle, sino simplemente de almorzar o de comer, usa el mismo ceremonial, pero sin quitarse la bata ni el gorro; y cuando una doncella avisa que está la sopa sobre la mesa, pasa la familia al elegante comedor, y allí se hace servir una bien sazonada comida; después de la cual, echa don Simón una hora de siesta sobre la cama; descabeza el sueño su señora en una butaca, y medita, o lee, o mira por los cristales a la calle la repolluda muchacha.

Y en este tono todo lo demás inherente a la vida doméstica y social de esta respetabilísima familia.

* * *

Amigo lector, me cargan las digresiones; pero hay casos en que no puede prescindirse de ellas, y éste es uno de esos casos. Tú serías el primero en negar la verosimilitud de esta última transformación del abacero de marras; y yo quiero que no se dude de la realidad de mis personajes, sobre todo cuando escribo historia pura. Conque ármate de paciencia, y escucha, que yo procuraré ser breve y hasta entretenido.

VII

Firme en sus manifestados propósitos de abandonar la villa tan pronto como le fuera posible, Simón Cerojo, desde el día en que le oímos hablar de ello con su mujer, se consagró exclusivamente a realizar, pero con mucho pulso, sus existencias y créditos; indispensable tarea que le ocupó algunos meses.

Cuando tuvo su caudal entero en el bolsillo, como quien dice, y después de haber sacado a la vergüenza pública a algunos de sus deudores que más le habían atormentado el amor propio; después, repito, de haber puesto en evidencia ante la villa entera los apuros de unos y las perpetuas trampas de otros, dejando, de este modo, encendida una guerra civil entre muchas de aquellas encopetadas familias, tomó de su caudal una pequeña parte, y se dijo:—Esto (el caudal) para las alas, y esto (el pico) para pintar las.—En seguida se metió con su familia y con su tesoro en la diligencia, y se largó a Madrid; buena escuela, como él decía, para tomar aire y tono que lucir después en la ciudad.

Ya en la corte, puso a su hija en un buen colegio, con promesa de no sacarla de él mientras no estuviera completamente instruida en cuanto podía saber la señorita más encopetada; y con este fin, pagó rumbosamente, por adelantado, las estancias de un año, y prometió hacer lo mismo en los sucesivos.

Libre de este cuidado, consagróse a recorrer con Juana paseos, teatros y toda clase de espectáculos, estudiando aquí las exigencias de la moda, y allá la manera de lucirlas. Pero su entretenimiento favorito era el Congreso; y ya con su mujer, ya solo, rara era la sesión que él no presenciara desde la tribuna pública.—No se habrá olvidado que Simón era muy dado a la política y a la elocuencia.—Por eso buscaba allí una buena escuela en que nutrir sus inclinaciones; no precisamente porque esperase utilizarla algún día desde aquellos lujosos escaños, como padre de la patria, sino porque un buen decir le juzgaba él indispensable para entrar con desembarazo en el terreno al cual pensaba trasplantarse en breve.

Y como si la suerte se complaciera en allanarle todos los caminos que emprendía, dale la corazonada de jugar un billete a la lotería, y le cae, como quien nada dice, más de medio millón.

Este golpe inesperado le puso a pique de desbaratar sus maduros proyectos, excitándole a darse por satisfecho de los mimos de la suerte, y a quedarse a vivir de sus rentas en Madrid. Pero como en Simón había algo ingénito que le obligaba a caminar siempre, aunque sin fijarse en el punto de parada, desechó la tentación fundándose en que Madrid era demasiado grande para que nadie reparara en un hombre como él; y él quería, por más que no lo intentara en una forma concreta, descollar, un poquito siquiera, sobre el común de las gentes que le rodearan.

Lo único que hizo, que no había pensado hacer al salir de la villa, fué permanecer en Madrid cuatro meses en lugar de uno, y adquirir esos tres grados más de civilización que lucir en la ciudad.

Cuando, tanto él como su mujer, creyeron bastante borrados en sus personas los rastros de la taberna, tomó Simón letras sobre la capital de su provincia; y bien provistos de ropa los baúles, salió con Juana de Madrid, dejando muy recomendada a la niña en el colegio.

Su única pena al abandonar la corte fué el no haber podido encontrar en ella a su general, que, sin duda, se hubiera alegrado al conocer la rápida transformación ocurrida últimamente en la fortuna del humilde asistente; pero Su Excelencia había andado aquella vez más torpe que de costumbre en el pronunciamiento que fraguaba para adquirir honradamente el segundo entorchado; sorprendióle el Gobierno, y le desterró a Filipinas, pocos días antes de llegar Simón a Madrid.

Calculen ustedes el efecto que causaría en una plaza mercantil de segundo orden la aparición de un hombre que se anuncia con letras de cambio, a cargo de las principales casas de comercio, por valor de ochenta mil duros, pagaderos a tocateja. Excitada vivamente la pública curiosidad, hablóse largamente del suceso, suponiéndose, no sin fundamento racional, que persona que tales recursos traía a la mano, mucho más debía de tener en reserva. Hubo quien, puesto ya el caso en el terreno de las indagaciones, aseguró haber oído algo muy parecido a lo que el lector y yo sabemos de la historia de nuestro personaje; pero como los nombres de uno y de otro no coincidían exactamente, y había quien aseguraba muy formal que el recién llegado era un rico negociante de Madrid que había trasladado su residencia, calló la murmuración y tomósele de buena gana, a pesar de ciertos resabios de mal género que de vez en cuando le asomaban, y sobre todo a su mujer, por un señor de importancia, muy rumboso además y muy atento.... Y esto sí que era la verdad pura.

Veamos ahora por qué no coincidían los nombres del Simón de la ciudad y los del Simón de la aldea.

Observó éste, viviendo en la villa, que cuando su apellido Cerojo (sinónimo de ciruelo en el país) se pronunciaba recio en ciertas solemnidades, causaba en el público un efecto desgraciadísimo; y queriendo evitar en lo sucesivo los inconvenientes a que esta circunstancia pudiera dar lugar, resolvióse, al salir de la villa, a firmar en adelante con otro apellido que, sin dejar de ser de su familia, fuera menos vulgar que el primero de los de su padre. Tarea harto difícil, en verdad; pues al pasar revista, de memoria, a toda su ascendencia por ambas líneas, se encontró con que ésta parecía formada en un bosque virgen, según eran sus antepasados Carrascas, Bardales, Cajigas y Abedules. Al cabo, entre lo más remoto de su progenie, halló ciertos Peñascales que le convinieron, pues sobre salirse este apellido de la rutina forestal de los demás, amén de ser muy sonoro, tenía sus ribetes de empingorotado. Pero no era cosa de prescindir totalmente del que había usado hasta entonces, por más de una razón que tuvo presente. Así es que, en sus propósitos de conciliario todo, resolvióse a adoptar en adelante, para todo documento de carácter particular y privado, la firma a secas de Simón de los Peñascales; y para los que tuvieran relación con su vida pública, es decir, para nombre de guerra, el más aparatoso de Simón C. de los Peñascales.

Como el ya don Simón no conocía bien al pormenor el carácter de la plaza mercantil en que se había establecido, dedicóse el primer año, y mientras la estudiaba a fondo, a descuentos ventajosos y préstamos sobre fincas; negocios que le proporcionaron cómodas y pingües utilidades. Al siguiente, ya se matriculó como comerciante capitalista. Al tercero, botó dos barcos a la mar. Al cuarto, todo lo anterior, más dos magníficas casas en construcción en lo mejorcito de la ciudad. Al quinto, era su firma una de las más respetables de la plaza, y de las más respetadas fuera de ella.

Entonces le avisaron de Madrid que su hija estaba al corriente de cuantas materias de utilidad y adorno podían enseñarse a una joven de la buena sociedad, y fué con su señora a recogerla. Mas en lugar de volver directamente a casa, hicieron los tres un rodeo por París; y con la disculpa de que el padre deseaba resarcir a su hija de la larga reclusión en que la había tenido, estuvo la madre un invierno entero perfeccionando su civilización en la capital de Francia, escuela que no desaprovechó el marido para tomar nuevas tinturas de hombre del día.

De retorno de este viaje es cuando, verdaderamente, se ve darse a luz a la familia de don Simón.

Éste, muy afecto siempre a estudiar en el libro de su experiencia, recordando lo ocurrido en la villa con las intemperancias de su mujer, trató de que, en lo posible, no se reprodujera en la ciudad. Y digo en lo posible, porque demasiado conocía el ex tabernero que, a pesar de todas las podaderas de la civilización, doña Juana había de soltar las bellotas en cuanto se la sacudiera un poco. Proponíase don Simón sacar partido del caudal de nociones de cultura que indudablemente traería su hija del colegio para dar a sus salones y a su señora cierta entonación que doña Juana no podía prestarles, y tener siempre en la joven una especie de tribunal de consulta para los casos de apuro.

Quiero decir que hasta la vuelta de París de toda la familia, no se estableció ésta a la altura de sus recursos, ni don Simón consintió a su mujer que abriese sus salones ni adquiriese otras visitas que las más indispensables. Por supuesto que, así y todo, por debajo de los damascos de la gran dama asomó más de una vez el mandil de la taberna. Pero ¿qué se le había de hacer? En cambio, se declaró aquella casa, desde entonces, el centro de la buena sociedad del pueblo; y a doña Juana se le caía la baba de placer con las atenciones de que era objeto: sinceras unas, es verdad, por tratarse de gentes no mucho más avisadas que ella, e hijas otras de la diabólica intención de dar pábulo a las majaderías de la encumbrada lugareña; pero interesadas todas, porque, al cabo, en aquella casa se bailaba mucho y se cenaba bien, lo cual en ninguna parte se desdeña en estos tiempos.

Felizmente, Julieta (no sé si he dicho antes de ahora que así se llamaba la niña) era sumamente precoz en su desarrollo físico, y no atrasada en el intelectual; de modo que su madre tuvo en ella, no sólo un auxiliar activo, sino un prudente consejero para hacer los honores de su casa desde el momento en que ésta se declaró, como se ha indicado, centro del buen tono de la ciudad.

Y así fueron corriendo los años. Don Simón, acrecentando en cada uno prodigiosamente su caudal, sin duda por aquello de «dinero llama dinero»; doña Juana, sudando placer y vanidades por todos los poros de su cuerpo, y Julieta transformándose en una arrogante moza, desesperación de imberbes, codiciada de talludos y obsequiada de todos.

En esta época floreciente es cuando el carácter de don Simón hace crisis; o mejor, cuando don Simón entra en carácter.

Ya no es hombre que ama las situaciones eminentemente liberales «porque en ellas cada uno puede hablar de cuanto le acomode, aunque no lo entienda»; al contrario, es apasionado defensor de los gobiernos de orden, que sin negar al tiempo las libertades que le corresponden, sostengan a cada uno en su esfera, y no alimenten, en ciertas clases, insensatas ambiciones. Odia toda suerte de tiranías; y por lo mismo, no dejándose imponer de sus braceros y empleados, después de regatearles cuarto a cuarto sus jornales, les paga religiosamente lo convenido. También es filántropo; y si no se le ve pródigo con los pobres que llegan a su puerta, no es por falta de buen deseo, ni por sobra de economía, sino porque no quiere alimentar vicios ni fomentar la vagancia. Cree en el progreso moral de los pueblos; pero bajo la dirección paternal de los gobiernos, y con el esfuerzo ... de los años. En cuanto al progreso material, le protege rumbosamente; pero alrededor de su casa, como, en su concepto, debe hacer todo ciudadano, a fin de que el progreso llegue a sentirse y a palparse en todas partes.—Ha comprado muchas tierras en su aldea, y las ha distribuído entre sus antiguos convecinos ... a renta; pero dispensando a éstos el favor de no embargarles la manta de la cama cuando, por bien probada necesidad, dejan de pagarle ... un año; al segundo ya varía de conducta, si el abuso se repite; y esto, únicamente por respeto a su derecho, no porque necesite para nada las míseras economías de aquellos pobres campesinos. No ha reformado con una mala teja su antigua casita de la plaza, ni ha vuelto a poner en ésta los pies; y se comprende en un hombre de sus circunstancias; muerto el señor cura, don Justo, ¿qué otra persona quedaba allí con quien «pudiera entenderse» él?

Por lo demás, continúa siendo el hombre dado a las grandes frases y al aplomo en el decir, y no ha enriquecido su erudición ni reformado su ortografía; pero aquélla no la necesita en la vida que trae, ni ésta le es indispensable, dictando, como dicta, hasta su correspondencia particular. Y en cuanto a sus peroraciones frecuentes, ¡vayan ustedes a conocer que aquellas palabras culminantes de su oratoria, que son su delicia, las escribe con q!

Lejos de perjudicarle esto en su importancia, todo el mundo se la concede para todo; así es que, al creer lo que afirma la opinión pública, don Simón es una gran persona, es decir, prudente en el consejo, elocuente en emitirle, rico de hacienda, honra del comercio, provecho de la ciudad, benemérito patricio, y cuanto ustedes quieran. Añádase a esto que sonríe muy poco, y que jamás se ríe; que se afeita todos los días, y gasta una ropa muy fina y muy holgada; muy destacados el pecho, los cuellos y los puños de su camisa, y muy abarquilladas las alas del sombrero; añádanse, digo, estas gravísimas circunstancias, y se comprenderá mejor por qué don Simón ha llegado a ser, en la región que habita, el hombre indispensable: indispensable en las juntas, indispensable en las comisiones de dentro y fuera, e indispensable en el Municipio, que ya no sabe qué hacerse si él no lo preside.

Don Simón, pues, es ya todo UN HOMBRE DE PRO; y para que nada le falte, hasta tiene la conciencia de su importancia.

Y la tiene, no porque se lo dicen los que le inciensan, sino porque una vez, viéndose tan alto, dió en mirar a su alrededor, y observó que así en la plaza como fuera de la plaza, los hombres que daban vida a los pueblos modernos e imprimían carácter a la época, ni eran de más noble estirpe, ni más sabios ni más ricos, ni tenían mejor ortografía que el. Entonces, penetrado de la grandeza de su alta jerarquía, perdió hasta aquellos pocos arranques que le quedaban de expansiva franqueza, y se hizo solemne y ceremonioso aun en los actos más triviales de su vida.

Y aquí enlaza, lector amigo, el asunto de que tratábamos en el capítulo anterior; es decir, concluye la digresión y continúa la historia.

VIII

Había en aquella ciudad, como hay en casi todas, un centro o círculo o casino para esparcimiento del espíritu de ciertas personas que pasaban la vida bregando por enderezar la varia suerte de los negocios de lucro; y había entre los socios muchos que, no gustando del juego, aunque lícito, ni de otras recreaciones toleradas en el establecimiento, formaban una camarilla sui generis, especie de senado moderador de la ebullición que reinaba constantemente en gabinetes y pasillos; el cual senado, auctoritate propria, se instalaba siempre en el salón principal. Componíanle los hombres más serios de la banca, del foro y de la propiedad urbana; y con decir que eran muy serios, dicho queda, conforme al rigorismo de la moderna bourgeoisie, hasta qué punto era entre ellos poco menos que un pecado mortal la risa franca y desenvuelta. Pero no así la sonrisa, que la conocían y la usaban, aunque sobriamente, en todos sus caracteres y expresiones. Porque es de advertir también que aquellos señores no aceptaban más que el justo medio de todas las cosas.

Con esto creo excusado decir que en político eran todos «hombres desapasionados, de orden y de progreso racional», implacables enemigos de toda afirmación absoluta, o según su lenguaje, «de toda exageración». De esto se desprende, a su vez, que esa misma política sólo la aceptaban como un motivo más de conversación en sus expansiones amistosas. Y para que la tarea les fuera aún más fácil, tomaban por base de sus disertaciones los ingeniosos conceptos de cierto periódico, al cual habían subordinado ciegamente su criterio. El tal periódico no asentaba jamás un principio sin un pero; no mostraba un color que no pudiera confundirse con otro a la más leve interposición de una frase artificiosa, que nunca faltaba a la mano. Pasaba por reaccionario entre los liberales, y entre los reaccionarios por liberal; no había situación política bastante buena para él mientras imperasen sus ideas, ni bastante mala cuando no imperaban. Era su estilo ampuloso, sonoro, claro en apariencia, turbio en el fondo, meloso siempre y seductor por estudio; y saltaban a la vista, en el momento de fijarla en sus columnas, las palabras orden, progreso, paz, religión y patria ... Era, en substancia, la representación escrita del espíritu yerto de la época en que se daba a luz; pero hasta el punto de dudarse si procedía de tal padre, o, al contrario, si era él quien había formado ese espíritu; quien alimentaba y nutría el alma de esa nueva raza, verdadera plaga del siglo que corre; raza sin convicciones, sin fe, sin entusiasmo; que llaman orden a todo cuanto le garantiza una tranquila digestión, y progreso a cuanto redunda en aumento de su caudal; que entiende por patria su hogar doméstico, y por sociedad, un conjunto de ciudadanos matriculados para vender y comprar, tranquilamente, fardos de algodón, harinas de Castilla o papel del Estado; raza que transige con todo, menos con que se suba un cuarto la libra de pan.

A esta raza pertenecían los hombres de la citada camarilla, en la cual se daba siempre a don Simón la butaca de preferencia, no tanto por la importancia mercantil de éste, cuanto porque nadie leía mejor que él, con voz más recia y sonora, ni con mejor sentido, los artículos de fondo del periódico, todas las noches, a los congregados.

Pero vamos al caso. Aquellos hombres, que habían visto sin alarmarse, durante muchos años, cómo cundían y se propagaban ciertas tendencias niveladoras, y cómo se iba rebajando poco a poco el carácter nacional, corrompiendo aquel conjunto de cualidades que un día hicieron del tipo español «el modelo proverbial de los caballeros»; aquellos hombres, digo, que habían visto todo esto y mucho más, sin temblar por el día siguiente, observaron una vez que las predicaciones, que las tolerancias, que las concesiones, que toda aquella política de ancha base que encomiaban a destajo y en la cual creían sin conocerla, estaba dando ya sus frutos naturales y lógicos; que aquellas muchedumbres por las que nada habían hecho ellos nunca, y de las que jamás se habían acordado sino para explotar su trabajo a cambio de uu mezquino pedazo de pan, se alzaban imponentes, en virtud de las alas que les prestara una libertad mal entendida; que aquella canalla, como ellos llamaban a la multitud desheredada cuando ésta era dócil, se aprestaba, con la tea en la mano, a imponerse al mundo entero y a transformar, en un instante dado, el modo de ser de la familia y de la sociedad.

¡Y allí fué el temblar de la voz y el crujir de los dientes!... Porque temieron por sus casas, por sus campos, por sus fábricas, por sus tesoros; es decir, su Dios, su patria, su alma.

—¡Pero es preciso defenderse!—exclamaron, resueltos a hacer una hombrada.

Y ¡poder del egoísmo! Aun en aquella triste situación, pensaron, ante todo, en sacar la sardina con la mano del gato.

Nada diré del temple del arma que eligieron para tan ruda batalla. El lector va a conocerle, y dirá de él lo que mejor le parezca. Yo, mero historiador, a los hechos me atengo, y ésos voy a referirle.

Abríase, a la sazón, una campaña electoral para padres de la patria; y, según los sujetos de quienes vamos tratando, nada más eficaz contra la tormenta que les amenazaba, que enviar al Parlamento hombres de orden, de progreso racional, enemigos implacables de toda exageración, y ricos e independientes, por contera.

Pero, concretándose a aquella localidad, ¿quién, entre todos ellos, era bastante rico, bastante abnegado, bastante generoso, y aun bastante elocuente, para aceptar tamaño compromiso con buen éxito, y capaz de abandonar, sin partírsele el alma, la dirección de los propios negocios y las comodidades de su casa?

Ni siquiera se puso en tela de juicio: don Simón, y nadie más que él.

Una noche se le hizo la proposición en plena tertulia; y, francamente, no podía habérsele hecho otra que más le halagara. Quizá se anticipaban sus amigos a un deseo que le embriagaba el alma mucho tiempo hacía. No se olvide que don Simón se creyó siempre capaz de todo; y téngase presente que cuando llegó a la posición social en que ahora le hallamos, los límites de sus aspiraciones se perdieron de vista. Por lo demás, que en el fondo de su conciencia se creía agudo, elocuente, sutil y travieso, ya lo sabemos. ¿Cómo dudar que fué el primero en comprender que nadie era más digno de ejercer el cargo que quería confiársele? Pero se guardó muy bien de darlo a conocer.

Al contrario, hízose el pequeño y el indigno, y hasta pidió toda aquella noche para reflexionar.

Cuando volvió a su casa, llamó a su mujer y le dijo solemnemente:

—Juana: la patria reclama mi cooperación, y necesito hacer por ella el sacrificio de prestársela.

—¿Que la patria te reclama ..., qué?...—preguntó la oronda señora, dudando si la palabrilla se comía o se sembraba.

—Que el país desea que yo le represente en las Cortes—añadió don Simón con parsimonia.

¿Y qué es eso?

—Pues bien claro está, mujer. Se trata de que yo sea diputado por esta provincia.

—¡Carácholes!—exclamó, fuera de sí, la gran dama, olvidándose en aquel instante de todos los miramientos que la esclavizaban desde que era rica.

Frunció el entrecejo el marido al oír aquella interjección espontánea en boca de su mujer, y dijo a ésta severamente:

—Te alvierto que esa palabra no es del mejor gusto para dicha por una señora de tus ... contingencias.

—Déjate ahora de eso, que ya se arreglará—repuso doña Juana con un desdén admirable—. Y dime: si llegas a ser diputado, ¿te sentarás en aquellos bancos de terciopelo que veíamos desde la trebuna?

—Es claro.

—¿Y te llamarán de Usía?

—Naturalmente.

—¿Y te codearás con los ministros?

—Es de razón.

—¿Y viviremos en Madrid?

—Regularmente.

—¿Y nos publicarán en los papeles?

—Puede que sí.

—¿Y casaremos a Julieta con un embajador?

—No te diré que no, si a mano viene.

—¡Ajaá! Y con eso espantaremos de una vez tanto moscón como nos zumba aquí alreguedor de las talegas de tu hija.

—Ese será uno de los motivos que más me animen a llevaros conmigo.

—Pues mira, Simón: por si se vuelve atrás y no te ves en otra, coge a ese país por la palabra.

Y como don Simón opinaba lo mismo que su mujer, no durmió aquella noche, contando las horas que faltaban hasta la en que pudiera presentarse al país para decirle que aceptaba su proposición ... «por no desairarle».

Amaneció al cabo; y como los instantes son preciosos en tales ocasiones, nuestro personaje no esperó a la noche para ver a sus amigos. Buscólos en sus casas acto continuo; citáronse para el mediodía en la del candidato, y en ella se discutieron ampliamente los preliminares de la batalla.

Para darla con mejor éxito se eligió un distrito rural; designóse a cada uno el puesto que le correspondía, conforme a sus relaciones en aquellos pueblos, o a sus influencias, y se disolvió el cónclave, a fin de poner en práctica, sin pérdida de un solo momento, el discutido plan.

IX

Los trabajos preliminares fueron un aluvión de cartas que inundó el distrito. Para todos hubo: para el que debía, para el que deseaba y para el que valía, y a cada cual se le hablaba en el tono conveniente.

Las que escribió don Simón, menos relacionado que sus auxiliares con la gente del distrito, venían a decir, salvas ciertas contingencias y otras pequeñeces de estilo, lo siguiente:

«Muy estimado amigo y señor mío: Las aflictivas circunstancias por que atraviesa la nación, obligan a los hombres independientes y de recta voluntad a hacer grandes sacrificios. En tal concepto, y cediendo además a las exigencias de mis amigos y de otras muchas personas de saber y de arraigo, me he decidido a presentarme candidato independiente para diputado a Cortes por ese distrito, en las próximas elecciones; y como usted es uno de los hombres que más legítima influencia ejercen en ella, a usted acudo en demanda de su cooperación, en la esperanza de que me la prestará cumplida; por lo cual le anticipa las gracias y se ofrece nuevamente de usted afectísimo amigo y seguro servidor q.b.s.m.,

SIMÓN DE LOS PEÑASCALES.»

Las respuestas más placenteras que obtuvieron estas y otras cartas, fueron como la siguiente:

«Muy señor mío y amigo de toda mi consideración y respeto: Grande ha sido mi complacencia y la de mis amigos al tener conocimiento, por su grata del tantos de los corrientes, de que usted se presentaba candidato por este distrito; y desde luego puede contar con nuestra escasa importancia. Pero debo advertirle, para su gobierno, que ya se le han anticipado a usted otras influencias que pesan mucho entre esta gente, por lo cual temo que el éxito de nuestra batalla no sea tan cumplido como deseara.

»De todas maneras, y por aquello de que «al ojo del amo engorda el caballo», será muy conveniente que usted se decida, sin pérdida de un momento, a recorrer el distrito. A este fin, y para cuanto le ocurra, me ofrezco de usted, como siempre, afectísimo amigo y seguro servidor q.b.s.m.,

CELSO LÉPERO.»

Hecho el primer estudio del terreno por medio de estos y otros datos parecidos y no más lisonjeros; oído el dictamen del centro electoral, y corridos los indispensables propios con las necesarias cartas e instrucciones, arregló don Simón la maleta; rellenó todos sus huecos con cigarros del estanco; vistióse un traje coquetón de camino, hecho ad hoc; adornó las manos con sus sortijas más voluminosas; echó sobre el pescuezo la cadena más larga, más gorda, más relumbrante de cuantas tenía; y cabalgando en un rocín de mal pelo, pero de mucha resistencia, partió de la ciudad al amanecer de un día, quince antes del en que habían de dar comienzo las elecciones.

Llegó al primer pueblo del distrito, y allí le esperaban, a la puerta de un viejo mesón, a cuyos postes y rejas estaban atados otros tantos caballejos enjaezados a la usanza del país, hasta seis agentes electorales de nota. Recibiéronle los seis sombrero en mano; alargó don Simón la suya a cada uno, con el aditamento de afectuosa sonrisa; y abriéndole después ancha y respetuosa calle, obligáronle a pasar, delante, al comedor, donde había una mesa preparada para docena y media de convidados, y hasta doce nuevos personajes envueltos en burdas capas, que, al ver entrar al candidato, se levantaron y se descubrieron. Estos doce eran los edecanes, como si dijéramos, de los otros seis, que bien pudieran llamarse el estado mayor del aspirante a diputado.

Olía el salón aquel punto peor que una caballeriza; pues de esencia de ella, de aguardiente, de tabaco de hoja común y de otras no más suaves ni voluptuosas, se componía el ambiente que allí se mascaba; pero de ámbar y ambrosía le pareció a don Simón, juzgándose ya electo con el esfuerzo de aquellos auxiliares, todos famosos en el país por sus gloriosas campañas electorales.

Dióse al candidato, por aclamación, la presidencia de la mesa, y sentáronsele a cada lado tres de su estado mayor y seis de los subalternos. Cumplido este requisito, y dichas las indispensables agudezas, y hechos los acostumbrados restregones de manos, sirvió una Maritornes, en abismo de sopera, media arroba de fideos; vertióse negro y abundante mosto en los vasos al efecto; circuló el cucharón de estaño de plato en plato; y entre sorbos, resoplidos, eructos y taconazos, dióse comienzo a la discusión del punto que allí reunía a tan insignes personajes.

Según las noticias traídas por los doce encapotados, que conocían el distrito como la palma de la mano, y acababan de recorrerle todo, cumpliendo previas y acertadas instrucciones de los seis jefes, presentes también, la batalla iba a ser muy reñida, y ofrecía un éxito muy dudoso.

Tres eran los candidatos que habían de luchar. Uno ministerial, otro de oposición radical, y otro, don Simón, indefinido, independiente. El primero, aunque desconocido en el país y sin arraigo en ninguna parte, era el más temible, porque con la tenaza del Gobierno tenía cogidos por los cabezones a casi todos los Ayuntamientos. El de oposición se llevaba las grandes masas inconscientes; y en cuanto a don Simón, no contaba en aquel instante más que con lo que le rodeaba; pero así y todo, bien sabía él que no era el más desamparado de los tres. Había sonrisas a su lado que valían media elección, y gestos y caras y, sobre todo, antecedentes que, cuando menos, le garantizaban una lucha a muerte y una derrota gloriosa.

Hízosele saber, como dato muy importante, que el candidato de oposición daba, a cada elector que le votara, media libra de pan y un trago de vino. Del ministerial nada se sabía, porque corría la elección por cuenta de los Ayuntamientos, al decir de la fama. Era, pues, necesario, para ganarse simpatías y prosélitos, hacer por los electores un poquito más que el más rumboso de los candidatos; y como don Simón era rico, y en ciertas ocasiones no se paraba en barras, autorizó a sus agentes para que hiciesen saber en el distrito que él daba a sus votantes lo mismo que el candidato de oposición, más dos docenas de castañas, y, en caso de apuro, un cigarro de dos cuartos.

Estas larguezas, en opinión de sus auxiliares, podían facilitar algo más el triunfo. Pero si, en último caso, la batalla ofrecía ciertas dificultades, ¿no era don Simón candidato independiente? ¿No podía, sin mengua de su dignidad, declararse, in extremis, adicto, y obtener de este modo los auxilios del poder, que se los daría con preferencia al otro candidato, simple aventurero político?

En éstas y otras, y devorados por los comensales, amén de los pucheros bien atacados, dos docenas de pollos en salsa, media arroba de carne estofada y una calderada de arroz con leche, repartió entre ellos don Simón un mazo de puros del estanco; encargó a cada uno de los doce subalternos el mayor esmero en el cumplimiento de la comisión que se les había dado; los favoreció con un afectuoso apretón de manos; pagó la comida a los diez y ocho, y los piensos de otros tantos caballos, más algunas herraduras que hubo que poner a tres o cuatro de los últimos; y seguido de la consabida media docena de personajes que formaban su estado mayor, bajó al corral. Allí montaron los siete, y partieron a trote menudito, entre las sombreradas de los que quedaban en el mesón y la afanosa curiosidad del vecindario, que había acudido en masa a las inmediaciones de la venta para conocer al candidato, de cuya riqueza se contaban maravillas en el pueblo.

Allí empezaba para don Simón, si no lo más difícil, lo más penoso de la campaña electoral.

X

Según lo acordado en la mesa, en ciertos pueblos del tránsito no había necesidad de apearse, pues no ofrecían la menor dificultad; a lo sumo, detenerse un momento a saludar, por una atención que sería muy agradecida, a tal cual influyente. Pero, en cambio, había que echar el resto en aquellas localidades dudosas o adictas al enemigo.

Y con estos propósitos, caminando en ala los siete donde el terreno lo permitía, o en hilera si el sendero no daba más de sí, pero ocupando siempre don Simón el puesto de preferencia, ensanchábasele el pecho al pobre hombre a impulsos de su vanidad, creyendo de buena fe que todas aquellas deferencias con él guardadas eran hijas de una adhesión espontánea y desinteresada a su persona. ¡Y estaba cansado de oír hablar de ciertos caciques de aldea, perpetuos muñidores electorales, para quienes es una fiesta acompañar candidatos, y comer acá, y cenar allá, y desayunarse en el otro lado con ellos y a sus expensas, y frecuentemente un negocio cada elección después de cada paseo! Pues de todo esto se olvidaba don Simón al verse rodeado de tanto caballero.

Dirigía la cabalgata uno de los seis caciques, hombre enjuto, moreno, largo de nariz y penetrante de mirada; casi imberbe, aunque ya picaba en viejo; poco hablador, pero al caso, y desconfiado hasta de su sombra. Conocía, uno a uno y con sus méritos, vicios, resabios y necesidades, a todos los electores del distrito, y, por consiguiente, el modo de interesarlos o de reducirlos. Esta circunstancia era la que más fuerza y realce le daba como muñidor incomparable e irresistible. Era, además, alcalde perpetuo de su pueblo, y consejero nato de media docena de Municipios limítrofes, y estaba muy bien relacionado con gentonas de Madrid, que le debían favores semejantes al que estaba dispensando a don Simón. Llamábase don Celso Lépero, y era el autor de la carta que dejamos reproducida más atrás.

Los otros cinco auxiliares eran por el estilo; pero no tan famosos ni tan fuertes, aunque lo eran mucho, como don Celso.

Y volvamos a la historia.

Al pasar cerca de un pueblecillo, después de tres horas de marcha continua, dijo Lépero a don Simón:

—Aunque a esta gente la conceptúo nuestra por completo, será muy conveniente que se detenga usted un instante a saludar al que la maneja a su gusto. El tal Mayorazgo, que así se le llama, es hombre algo bruto, pero muy pagado de que le mimen y le soben. Al despedirse, dele usted un cigarro; no de los que nos ha repartido en la mesa, sino de los que lleva usted en la petaca para su uso particular.

Sin fijarse don Simón en la indirecta de don Celso, púsose a sus órdenes; dejaron todos la senda que llevaban, y se encaminaron hacia la casa del Mayorazgo, que estaba en lo más escondido del pueblo. Salió a abrirles la puerta del corral un muchacho muy sucio, que se asustó al ver tanto caballero; y entre limpiarse los mocos con una mano y rascarse las nalgas con la otra, les dijo de mala gana que su padre estaba en el cierro.

Dióle las señas de éste como pudo; y los expedicionarios tuvieron que desandar parte de lo andado, trepar por un escarpado, y subir a la meseta de una montaña, donde hallaron al Mayorazgo presidiendo la roturación de un gran terreno que acababa de adquirir en aquellas alturas. Era hombre joven todavía y de rostro desengañado. No mostró gran curiosidad al verse acometido por el pequeño escuadrón. Limitóse a con testar fríamente al caluroso saludo que le dirigió don Celso en nombre de los demás, y especialmente de don Simón, a quien presentó al impávido, diciendo:

—El señor es nuestro candidato, don Simón de los Peñascales; persona ilustrada, con treinta mil duros de renta y mucho talento. Viene exprofeso a dar a usted las gracias por el apoyo que ha de prestarle en las elecciones, mientras tiene ocasión de pagarle su atención de otra manera.

—Para servir a usted—dijo lacónicamente el Mayorazgo, mirando hacia el presentado.

—Muy señor mío—respondió don Simón, descubriéndose la cabeza y tendiendo su diestra al del cierro—. ¿Está usted bueno?

—Yo bien, gracias a Dios—dijo el Mayorazgo sin hacer un gesto.

—¿Usted fuma?—le preguntó el candidato sacando la petaca.

—Algunas veces, si el tabaco es bueno—respondió el otro.

—Pues ahí va uno de la Vuelta de Abajo.

—Se estima—refunfuñó el obsequiado mordiendo la punta.

—Y ¿qué tal andamos por acá?—preguntóle el candidato, deseando arrancar siquiera un gesto de interés a aquel pedazo de bárbaro.

—Pues ... allá veremos—contestó éste, gastando media caja de fósforos en encender el puro al aire libre.

—Eso no hay que preguntarlo, don Simón—observó Lépero—, que de cuenta del señor corre dejar a usted satisfecho.

—Pues en ese caso—repuso don Simón comprendiendo a don Celso—, y toda vez que nos falta mucho que andar hoy todavía, ya que he tenido el gusto de conocer al señor, sólo me resta ofrecerme a sus órdenes para cuanto desee, ahora y siempre.

—Lo mismo digo—murmuró el Mayorazgo, tocando apenas con una mano la que le tendió don Simón, y volviendo a mirar a sus cavadores.

Cuando la cabalgata se alejó de allí, don Simón no pudo menos de decir a don Celso, con desencanto:

—Si éste es de los que me apoyan en el distrito, ¿cómo serán los que me combaten? ¿Qué puedo prometerme de los dudosos?

—No haga usted caso de palabras ni de semblantes, señor don Simón—respondió don Celso—. Ese hombre, como usted le ve, donde pone la intención mete la cabeza. Esté usted seguro de que en este Ayuntamiento han de votarle a usted hasta los difuntos. ¡Algo más duro de pelar es el otro mozo que vamos a visitar en seguida, en ese pueblo que se ve a la derecha! Es hombre que no da nunca el brazo a torcer, ni se decide hasta el último momento.... Y a propósito: ¿tiene usted alguna buena recomendación para la Audiencia del territorio?

—Absolutamente ninguna.

—¿No conoce usted a nadie que conozca a alguno de los magistrados?

—Le digo a usted que no.

—¿Ni siquiera a un mal portero?

—Aguarde usted.... ¡Pero quiá!

—Siga usted, siga usted ...

—Calle usted, hombre, ¡qué majadería! Recordaba ahora que estando paseando, tres meses hace, con un amigo, llegó a saludarle un forastero; y al separarse éste de nosotros, supe que era un primo tercero de la cuñada de un amigo del regente.

—Pues tenemos cuanto nos hace falta.

—¿Para qué, don Celso?

—Ya lo verá usted. Ahora tenga presente que la persona que vamos a saludar es muy arisca y muy agarrada; pero que se lleva a las urnas a todos los electores del Ayuntamiento, y a algunos más.

—¿Y de qué procede esa influencia?—preguntó don Simón con curiosidad.

—De que el sujeto ése vende vino y tabaco; razón por la que no hay un vecino que no le deba algo; como no le hay del Mayorazgo que no se lo deba a éste por razón de arrendamiento o de préstamos ..., o de otra cosa peor. Así se ejercen en los pueblos las grandes influencias, y con ese criterio se hacen siempre las elecciones, como usted irá viendo poco a poco. Pero vamos al caso. Como nuestro hombre es avaro, conviene que se quite usted los guantes para que brillen bien las sortijas, y que se desabroche las solapas para que relumbre la cadena.

Don Simón comenzó a obedecer como un recluta, y luego dijo:

—¿Y cree usted que será conveniente que yo pronuncie algún discursito?

—¿Trae usted alguno bien estudiado?

—¡Hombre!, estudiado precisamente ...—repuso don Simón un tanto resentido—. Pero creo que no me saldría del todo mal.

—Pues si es bueno, diga usted poco.

—¿Y el cigarro?

—También de los de la petaca; que para malos, ya los tiene él, como estanquero.

En éstas y otras, y después de trasponer un breñal casi inaccesible y de vadear un río y de saltar tres estacadas, llegó la comitiva a la primera casa del pueblo que se buscaba; la cual casa mostraba lo que era, más bien por el ramo que ostentaba sobre la puerta, que por el rótulo ilegible que se había trazado con almazarrón y alguna escoba, en un lienzo de la fachada.

—Aquí es—dijo don Celso.

Al mismo tiempo apareció a la puerta de la taberna, y la tapó casi toda, un hombre, especie de tonel de grasa, en forma, tamaño y aseo.

Hundía los brazos hasta los codos en los enormes bolsillos de sus mugrientos pantalones, y asomaban entre sus gruesos amoratados labios las húmedas y requemadas hebras de una punta de cigarro, que destilaba, por la barbilla abajo, un regato de negruzca saliva, y, en tanto, fijaba el tal, con expresión estúpida, sus ojuelos verdes en los recién llegados.

—Ese es nuestro hombre—dijo don Celso por lo bajo a don Simón.

Y mientras éste se echaba las solapas hacia atrás y destacaba cuanto podía sus dedos cuajados de anillos, don Celso, apeándose, abrazó al tabernero, que apenas se movió del sitio en que estaba, ni sacó las manos de los bolsillos. Echaron pie a tierra también los otros cinco de la comitiva; y cuando lo hubo hecho don Simón, tomóle don Celso de la mano, y dijo, mostrándosele al hombre gordo de la puerta:

—El señor es el candidato a quien votan todas las personas decentes del distrito. Se llama don Simón de los Peñascales; es de arraigo, como a usted le gustan los hombres; tiene treinta mil duros de renta, y además mucho talento.

—¡Ya, ya!—gruñó por toda respuesta el tabernero.

—El señor—dijo don Celso, señalando a éste y hablando con don Simón—es don Zambombo, como le llamamos los que nos honramos con su amistad íntima, o don Jeromo Cuarterola, como le llaman en el pueblo y fuera de él cuantos le conocen y le quieren, porque se lo merece; y por eso le sirven a ojos cerrados.... En fin, que el señor es el jefe electoral de toda esta comarca.

—¡Ya, ya!—volvió a gruñir el tabernero.

—Muy señor mío y mi dueño—díjole don Simón, doblándose, descubriéndose y tendiéndole una mano; atenciones a las cuales correspondió Cuarterola tocando apenas el ala de su grasiento sombrero hongo con la extremidad del índice de su diestra, que sacó perezosamente del bolsillo, volviendo a hundirla en él en seguida.

—Nosotros—añadió don Celso, atropellando la humanidad de don Zambombo—tenemos que hablar despacio, y nos colamos como Pedro por su casa. Conque venga la mejor habitación y el mejor vino, y síganme todos, caballeros.

Siguiéronle, en efecto, los aludidos, después de amarrar afuera, como mejor pudieron, las cabalgaduras; y precedidos de Cuarterola, instaláronse ante una mesa larga, estrecha y sucia, que se sostenía mal en el interior de la taberna, cerca del mostrador, sobre el cual no había más que una vasera de hoja de lata con cuatro jarros de arcilla; una aceitera, capaz de media arroba; un pedazo de yeso para apuntar; dos vasos para aguardiente, y un botellón de cristal conteniendo vino tinto. Detrás del mostrador se alzaba penosamente un mal estante con media docena de mazos de cigarros, envueltos en papel de estraza; algunos libritos de fumar, y un paquete de cerillas.

Mientras los recién llegados se sentaban en los duros y estrechos bancos contiguos a la mesa, don Zambombo entró en la bodega, de la que salió al cabo de un cuarto de hora con un gran jarro de vino blanco en una mano, y en la otra un vaso de vidrio sucio.

—Aquí hay que hacer un esfuerzo, don Simón—dijo Lépero mientras el tabernero volvía—. Es preciso, aunque sea con repugnancia, beber, y beber de largo.

—Pero, hombre—respondió don Simón asustado—, ¡si yo no pruebo jamás el vino!

—Es que nunca ha sido usted candidato.

—En fin, haremos un esfuerzo—exclamó éste con heroica resignación.

Llegó al cabo don Zambombo, y puso lentamente sobre la mesa el jarro y el vaso. En seguida volvió a meter las manos en los bolsillos, y se colocó de pie a un lado de la mesa, haciendo descansar su panza sobre el tablero.

Entretanto, don Celso escanció el primer vaso de vino y se le presentó al candidato, que, cerrando los ojos, se le bebió sin resollar. El segundo fué para el tabernero, a quien dijo, mientras éste apuraba el líquido, mitad por el gaznate y mitad entre cuero y camisa:

—Señor don Jeromo, el mundo está perdido; los tunantes se nos suben a las barbas, y los hombres de bien andamos por los suelos. Es preciso que la cosa cambie, ¡y cambiará! Para conseguirlo, contamos con usted.

—¡Ya, ya!—gruñó por tercera vez don Zambombo.

—En efecto, señor de Cuarterola—dijo don Simón enredando con su larga y gruesa cadena de reloj, de modo que se vieran a un tiempo ésta y los anillos de sus dedos—: la sociedad se desquicia si pronto no se le busca el remedio. Los pueblos gimen agobiados por los impuestos más insoportables; la familia está amenazada de un cataclismo, porque las leyes se hacen y se interpretan por gentes sin arraigo, sin moralidad y sin ... contingencia. Es preciso, pues, llevar al Parlamento hombres de recta voluntad, de posición; hombres verdaderamente ..., ¿cómo lo diré más claro?..., hombres, en fin ..., contingentes, que no vayan allí a hacer su propio negocio, sino la felicidad de los pueblos.... Ahora bien: para que un hombre de estas condiciones eche sobre sí carga tan pesada, no basta la abnegación más patriótica; se necesita también el concurso de los demás hombres que como él piensan. Yo, señor don Jeromo, no he tenido inconveniente en sacrificar al bien de mi país la tranquilidad de mi hogar, y hasta el lucro de mis negocios particulares; pero será estéril mi abnegación si los hombres influyentes, de arraigo, de convicciones sólidas y saludables, de contin gencia, en fin, como usted, me niegan su apoyo en estos instantes supremos. He dicho.

—¡Bravo! ¡Bravo!—gritó a coro su estado mayor.

—¡Ya, ya!—gruñó por cuarta vez el tabernero, sacando una mano del bolsillo para rascarse el cogote sin quitarse el sombrero.

—¡Esto es hablar como un libro, don Jeromo!—exclamó Lépero—. ¡Que vaya este hombre a las Cortes; que vayan muchos como él, y España se pone camisa limpia!

—¡Ya, ya!... Pero ...—murmuró Cuarterola.

—Pero ... qué, ¡hombre de Dios! ¿Acabará usted de romper a hablar?—le dijo Lépero ya exasperado.

—Vamos a ver qué tiene que objetar el bueno de don Jeromo—añadió don Simón afablemente.

—Pues digo—repuso el tabernero perezosamente y con voz aguardentosa—que todo lo que usted dice está muy bien dicho ...

—En tal caso ...

—Sólo que—continuó don Zambombo—es lo mismo que me han dicho todos los candidatos que me han pedido el voto.

—Sin embargo ...—replicó don Simón algo resentido.

—Y luego que han sido diputados—concluyó Cuarterola—, si te he visto, no me acuerdo.

—Pues precisamente porque eso que usted dice es cierto, los hombres de mi carácter y de mi posición nos lanzamos esta vez a la lucha, resueltos a que sea una verdad el sistema representativo.

—¡Ya, ya!—volvió a gruñir Cuarterola.

—Conque, amigo don Jeromo—saltó aquí don Celso, persuadido de que toda preparación era ociosa con aquel bárbaro—, estamos al cabo de la calle y nos hemos entendido. Me consta que a usted, de buena o de mala gana, le siguen a las urnas todo el vecindario y algunos votantes más.

—¡Ya, ya!...

—Díganos usted cuántas candidaturas impresas necesita, para que se las enviemos oportunamente; y no se hable más del asunto.

—¡Ya, ya!...

—Y antes que se me olvide: ¿cómo va el pleito?

—¿El pleito?... ¡Ya, ya!

—¿Está en segunda instancia?

—¡Ya, ya!... Ya va para tiempo.

—Pues ¿en qué consiste la parada?

—A la vista está.... Soy pobre, no tengo arrimos ...

—¡Y me habían asegurado a mí que se le había ofrecido a usted la absolución libre a cambio de sus votos para el candidato del Gobierno!...

—¡Ya, ya!... Ofrecer, bien ofrecen; pero ...

—¿Pero qué?

—Que quiero yo cobrar adelantado, y ellos no quieren pagar hasta el día siguiente.

—Justo, para dejarle a usted en blanco, después de haberlos servido ... ¡Si anda ahora una pillería!...—concluyó Lépero, fingiendo cierta indignación, como si quisiera conmover al tabernero.

—Y ¿qué pleito es ése?—preguntó don Simón.

—¡Una verdadera infamia!—le respondió Lépero guiñándole el ojo—. Un supuesto contrabando, por el cual han formado causa a este pobre hombre, y le están arruinando miserablemente.

—¡Eso digo yo!—suspiró don Zambombo, bamboleando de un hombro a otro su monstruosa cabeza.

—Pues, amigo mío—dijo don Celso—, jamás hallará usted mejor ocasión que ésta para salir airoso en su empeño. Cabalmente tiene usted delante al mejor amigo del regente de la Audiencia.

Al oír esto, don Zambombo abrió los ojos cuanto se lo permitía la carne de los párpados, y clavó la mirada en don Simón.

Este se quedó como quien ve visiones. Y no era extraño.

—Pero, don Celso—dijo sin poderse contener—, ¿cómo es eso?...

—En efecto—repuso Lépero atajándole—: no es el mismo regente a quien usted conoce, sino a la persona que más le domina.

—Repare usted, don Celso ...

—Nada, nada, amigo don Jeromo—continuó Lépero desentendiéndose de los escrúpulos del candidato ...—Y advierta usted que esto no va como favor, ni mucho menos. Es usted un amigo a quien aprecio muchos años hace, y esto nos basta al señor don Simón y a mí para prestarle de buena gana este ligerísimo servicio. Conque traiga usted papel y tintero, que vamos a escribir una carta, que puede ser la fortuna de usted.

Como nada perdía en ello el tabernero, movióse perezosamente para complacer a don Celso.

Entretanto, dijo éste a don Simón:

—Tiene usted que poner dos letras a aquella persona que saludó a su amigo de usted tres meses hace, y que es pariente de la cuñada de un amigo del regente.

—¡Pero don Celso!...

—¡Pero don Simón!...

—¡Si ni siquiera sé cómo se llama!

—¡Diablo!

—¡Ni dónde reside!

—¡Demonio!... Pero no importa. Antes al contrario, es mejor así.

—¿Cómo que no importa?

—Lo dicho. Escriba usted a Juan Pérez o a Luis Fernández, y háblele como si realmente existiera.

—¡Don Celso!... Y ¿he de firmar yo una superchería semejante?

—Y ¿por qué no? Sobre que la carta no ha de salir de la administración adonde vaya a parar.... ¡Pregunte usted en Madrid o en Barcelona por un Juan Pérez, sin más señas! El asunto es engatusar a este bodoque.

—¡Pero eso es indigno de una persona seria como yo!

—¡Ay, ay, ay!—exclamó con sorna don Celso—. ¿Esas tenemos? ¿Con escrúpulos de monja nos venimos? Pues cuente usted desde ahora con que le han de ocurrir en el distrito doscientos lances por el estilo, y si usted está resuelto a hacerles ascos a todos, ya puede volverse a su casa en la seguridad de no sentarse en los bancos del Congreso.

—La verdad es que ser diputado a ese precio ...

—¿Pues a qué precio cree usted que son diputados los demás?

Terciaron en la porfía, auxiliando a don Celso, sus cinco camaradas; y al cabo lograron reducir a don Simón, en el instante en que ponía Cuarterola sobre la mesa un tintero de cuerno con pluma de ave, y medio pliego de papel con lamparones de aceite.

Entregóselo todo a don Simón, que, a regañadientes, tuvo que escribir lo que sigue, dictado muy recio por don Celso, no tanto para que lo oyera bien Cuarterola, cuanto para llenar una exigencia del candidato, que de este modo creía echar menor responsabilidad sobre su conciencia:

«Señor don Pedro Gutiérrez.

Madrid.

Mi queridísimo amigo y pariente: Como sé que también lo eres del señor regente de la Audiencia de este territorio, y que es raro el paso que da en el cumplimiento de sus altos deberes sin oír tu dictamen, espero que le recomiendes con todo empeño la pronta y favorable resolución del pleito que pende ante aquélla, contra don Jeromo Cuarterola, de esta vecindad, y persona de todo mi aprecio, sobre un supuesto contrabando.

Te anticipo las gracias, y espero que esta vez, como otras muchas, valga, en cuanto deseo, la recomendación de tu afectísimo amigo y pariente,

SIMÓN DE LOS PEÑASCALES.»

—¡Esto es infame!—dijo don Simón por lo bajo, al cerrar la carta.

—Pero muy conveniente—le contestó don Celso, echando polvos en el sobrescrito.

En seguida se la puso en la mano al tabernero, que se quedó mirándola, como distraído, y dándole vueltas.

—Repito—le dijo don Celso, un tanto quemado con aquella actitud—que esta carta no es un favor que queremos vender a usted.... La hemos escrito porque ..., porque nos ha dado la gana; y nosotros somos así.

—¡Ya, ya!... Pero....

—Pero ¿qué?...

—Que sin sello no correrá ..., me parece a mí.

—Verdad es—dijo don Celso riéndose—. Me olvidaba de que esto es también estanco donde se venden los sellos de franqueo. Traiga usted uno por nuestra cuenta.

Obedeció Cuarterola. Volvió con el sello; pególe a la carta Lépero, y al devolvérsela al tabernero, le dijo:

—Ahora veamos cuánto se le debe a usted por todo.

Quedóse el botarga mordiendo la carta por un pico y murmurando:

—Dos del papel, y cuatro y medio del sello ..., siete ...; siete ..., y por la tinta.... Por la tinta, nada. Y luego, el vino: dos azumbres a siete ...

Pero enredándose en estos líos muchas veces, fué al mostrador; llenóle con la tiza de números como la palma de la mano; los borró dos veces con saliva y la manga del chaquetón; escribiólos de nuevo, y al fin volvió a la mesa, diciendo en seco:

—Tres pesetas, con la estaca.

La estaca era, lector, el estar los caballos amarrados afuera, aunque sin haber roído un mal grano, ni haber hecho un céntimo de gasto ni de desperfecto.

Echó don Simón un duro sobre la mesa.

—Quédese usted con la vuelta—dijo don Celso, que mandaba hasta en los deseos del candidato.

Guardó el avaro la moneda; pero no dijo una palabra.

—Conque, en resumen, don Jeromo—concluyó Lépero, poniéndose de pie, en lo que le imitaron los demás de la partida—: quedamos en que, en igualdad de circunstancias, preferirá usted nuestra candidatura a las otras dos, y en que probablemente la votará usted con toda su gente.

—¡Ya, ya!—respondió con su muletilla de costumbre el tabernero.

—¡Si usted tuviera la bondad de ser un poco más franco!—se atrevió a decirle don Simón.

—¡Pssée!—refunfuñó don Zambombo—. ¡Como tampoco ustedes lo son!...

—¿Cómo que no?

—Es la verdad. Y si no, a verlo vamos. Yo me comprometo a votarle a usted con todos mis amigos ...

—Muchas gracias, señor don Jeromo.

—Con tal de que usted se comprometa a otra cosa.

—Nada más justo, señor de Cuarterola. ¿Ve usted cómo al cabo nos vamos entendiendo?

—Ahora lo veremos. Lo que yo quiero es que se haga en todo este año una carrete ra desde esta misma puerta al camino real, que no va muy lejos de aquí.

—Nada más justo, señor don Jeromo; y desde luego me comprometo, si llego a ser diputado, a hacer cuanto pueda por conseguirlo ..., y lo conseguiré, de seguro.

—¿Lo ve usted? Pues esto me van diciendo todos los diputados que me han pedido el voto de diez años a esta parte.

—¡Ya! Promesas vanas.

—Como las de usted.

—¡Hágame usted más favor, señor mío, que yo soy una persona de formalidad!

—Que el día en que sea diputado tendrá cien mil cosas en qué ocuparse, más formales que este pobre camino.

—Cuando yo doy una palabra ...

—Mire usted, señor don Simón: el camino costará, según presupuesto que se ha hecho, sobre tres mil duros. Deposite usted esa cantidad donde mejor le parezca y con condición de que se ha de emplear en esa obra, y yo le doy a usted la votación de todo el ayuntamiento ..., y algo más.

—Eso es desconfiar de mí; y sobre todo, yo no puedo pagar tan cara mi elección.

—¿No me ha dicho usted que está seguro de que el camino se hará si yo le voto?

—Si llego a ser diputado.

—Que es lo mismo, según yo voy observando. Pues bueno. El día en que el Gobierno, o la provincia ..., o el demonio, haga el camino, recoge usted su depósito ... y en paz.

—Se pensará, señor don Jeromo, se pensará—dijo don Celso cortando aquel diálogo, con el cual se iba amoscando algo el inexperto don Simón, y con el fin de no desahuciar por completo al tabernero.

—Pues aquí estoy siempre a sus órdenes—concluyó éste—, con la condición que he dicho. Si conviene, bueno; y si no, tan amigos como siempre.

—Esa es la fija, y hasta la primera—contestó don Celso montando a caballo.

—Quede usted con Dios, buen hombre—añadió el candidato, montando también, abrochándose las solapas y poniéndose los guantes, señal de que nada se prometía ya del brillo de sus alhajas para mover el ánimo de aquel pedazo de bruto, con costras de taimado ... y de sebo....

Cabalgaron también los otros cinco auxiliares; y bajando callejones, y resbalando sobre lastras, y vadeando regatos, salieron a una senda que se llamaba camino real, por el que continuaron su marcha a obscuras; porque es de advertir que había anochecido una hora antes, y además caía una lluvia menudita que enfriaba hasta los huesos.

XI

Debían los expedicionarios ir a pernoctar a un pueblo que aún distaba tres horas, y a cierto caserón medio feudal, perteneciente a un hidalgo solitario que le habitaba. Era éste persona de bastante prestigio en aquel país, aunque de escasas rentas, y estábale don Simón muy recomendado por algunos amigos de la ciudad. Conocíanle además todos cuantos le acompañaban en la expedición, por otras análogas. Y dicho está que el tal hidalgo era experto en los intríngulis electorales. Pero era muy diplomático antes de comprometerse con ninguno. En cambio, una vez comprometido, no podía hablársele más del asunto. Esto lo sabía muy bien don Simón; y para mayor pesadumbre, ignoraba, a aquellas horas, la actitud en que el hidalgo se hallaba con respecto a él; pues la única carta en que había contestado a las muchas que se le escribieron desde la ciudad pidiéndole su apoyo, tanto tenía de dulce como de amarga.

Y caminando siempre, y meditando sobre este y otros puntos, y rara vez hablando, el agua seguía cayendo espesa y muy fría, y el candidato no veía chispa ...; digo mal, veía las que sacaban las herraduras del caballo que precedía al suyo, al resbalar sobre los morrillos; y esto sucedía frecuentemente al borde de un precipicio, en cuyo fondo se despeñaba rugiendo un torrente, cada vez más impetuoso con el caudal de la lluvia. Veinte años antes, Simón Cerojo no se hubiera fijado siquiera en estos imponentes detalles, y hubiera caminado impávido a la misma hora y por el mismo sendero, entonando unas seguidillas, a pesar de la lluvia y del frío. Pero la vida regalona y el apego a las comodidades del rico Peñascales, habían enervado los bríos y arrugado el corazón del apuesto cortejante de la arisca Juana. Don Simón, pues, era, enfrente de todo peligro serio, tímido como una liebre. Por eso se estremecía de espanto al considerar la facilidad con que él y su apreciable candidatura podían ir en un momento a contar la campaña al otro mundo. Y no bastaban a tranquilizarle las seguridades que le daban sus compañeros, fundándose en el instinto y la firmeza de las cabalgaduras.... ¡No era mucho, a la verdad, semejante ga rantía, única con que, de tejas abajo, contaban en ciertos pasos peligrosos!

Aterrábale otra vez la tenebrosa soledad de un bosque, impenetrable a la tenue claridad del firmamento, única luz que hasta entonces había visto desde que anocheciera. Asaltábanle allí toda clase de miedos, a los ladrones principalmente; pero de éste se sacudía con alguna facilidad, considerando que hasta para robar era cruel aquella noche, aun en el supuesto de ser creíble que en semejantes soledades habitaran los que viven a expensas de lo que tienen los que jamás pasarían por allí, a no estar tentados del demonio, o del afán de ser diputados a Cortes, que tanto monta. Del miedo a las fieras le curaban sus acompañantes, asegurándole que el lobo y otros animalitos por el estilo no hacen caso del hombre como tengan bestias en que cebarse; y los viajeros llevaban, por de pronto, siete caballos que ofrecer a la voracidad del soñado enemigo.

Con estos y otros consuelos, don Simón hasta se atrevía a toser sin taparse la boca, cuando el frío de la noche le obligaba a ello.

De pronto se encontraba en una poza con el agua hasta las cinchas.

—¡Afloje usted las riendas—le gritaban desde atrás—, y deje al caballo que siga la calzada!

—Es decir—pensaba, aterrado, don Simón—, que este animal sigue a tientas y por instinto cierta calzada que está cubierta por el agua. De modo que si se sale de ella, porque el instinto no le alcanza, o si tropieza y cae.... ¡Dios eterno!... Y todo, ¿por qué? ¡Por ir a buscar unos cuantos votos que, de fijo, no han de darme, para una elección que, de todos modos, y si no me agarro a otras aldabas, he de perder, y con el fin de ejercer un cargo que maldita la falta me hace!

Y el buen señor, sincero y cuerdo en aquellos instantes, renegaba de la hora en que se resolvió a luchar en semejante terreno, y se acordaba del amor de su familia y de la paz de su hogar.

Pero salía del atolladero por un esfuerzo de su cabalgadura y un milagro de la Providencia, y hasta que se metía en otro más apurado no volvía a ser cuerdo ni razonable.... Así nos hizo Dios, y no hay que darle vueltas.

De vez en cuando se distinguía una luz muy a lo lejos.

—¿Es allí?—preguntaba con ansia el candidato, que ya no podía sostenerse en el caballo, de frío, de miedo y de cansancio.

Un poco más allá—le respondían siempre.

Y para hacer más llevadera su impaciencia, encontrábase de pronto en una hoz, cuyos taludes de escuetos peñascos parecían juntarse sobre la cabeza del aturdido expedicionario, y cerrarle la salida en todas direcciones. Oía los mugidos del río que pasaba a su izquierda; tocaba los jaramagos que brotaban entre las rendijas a su derecha, y sentía en el rostro el fango con que le salpicaban los caballos que le precedían, y el aire sutil y nauseabundo, como el de una caverna, que silbaba al pasar por aquel tubo retorcido y caprichoso. Pero nada veía, si no era la espantosa representación de su cadáver, magullado por las peñas del río y dando tumbos con la corriente.

Salíase también de aquel mal paso, y otra luz se ofrecía a la vista del asendereado candidato.... Pero ¡tampoco era allí!

Al cabo, perdiendo en cada luz una esperanza, como Colón antes de ver la tierra que buscaba; salvando nuevos precipicios y lloviendo siempre y haciendo cada vez más frío, llegó la expedición a puerto de seguridad.

Estaban los viajeros delante de la casa del hidalgo.... Pero esto lo supo don Simón porque se lo dijeron; pues tal era la obscuridad, que, por no ver nada, ni siquiera veía las orejas de su caballo. Oyó que alguien aporreaba una puerta, o cosa así, con algo tan duro como un morrillo, y que a cada golpe respondía, adentro, un ladrido tremebundo. Estos porrazos duraron cerca de un cuarto de hora, y otro tanto los ladridos. Al cabo de este tiempo percibió un rechinamiento, como el de una gran llave dentro de una inmensa cerradura; después el sonido de un barrote de hierro rebotando por un extremo sobre otro cuerpo menos duro; después el chirrido de unos goznes roñosos ..., y, por último, vió la luz de un farol muy ahumado, a cuyos débiles resplandores pudo observar que se había abierto enfrente una portalada.

Preguntó el jayán que alumbraba quiénes eran los de afuera; respondieron éstos cumplidamente, y los hizo entrar en una corralada, donde fueron recibidos por un perrazo que se adivinaba por los feroces ladridos, que no cesaban un punto, y por el crujir de la cadena con que estaba amarrado, pues la luz del farol no alcanzaba tres varas más allá del hombre que le sostenía.

En esto apareció en el ancho soportal, con otro farol en la mano, una especie de fantasma envuelto en un largo ropón, y cubierta la cabeza con una gorra de pieles. Al ver al aparecido los acompañantes de don Simón, corrieron a él; y con el acento del más afectuoso interés, dijeron a una:

—¡Señor don Recaredo!...

Mirólos éste despacio, arrimando el farol a la cara de cada uno; y cuando los hubo conocido,

—¡Tanto bueno por acá!—exclamó—. Ya me esperaba yo la visita.

—¿Se la han anunciado a usted, acaso?

—¿Qué más anuncio que la proximidad de las elecciones?

—¡Je, je, je!... ¡Qué don Recaredo éste!

—¡Siempre el mismo!

—¡Qué célebre!

—Y a propósito de elecciones—dijo don Celso—: tengo el gusto de presentar a usted a nuestro.... ¡Calle! ¿Dónde está don Simón?

—¡Aquí está!—respondió desde el corral una voz débil y enronquecida.

Corrieron allá los seis caciques, y encontraron al candidato haciendo los mayores esfuerzos para apearse, ayudado del jayán.

El pobre hombre estaba entumecido, yerto.

Bajáronle entre todos del caballo, y medio suspendido en el aire le llevaron al portal.

—El señor—dijo don Celso continuando la interrumpida presentación a don Recaredo—es nuestro candidato; persona ilustradísima y de gran arraigo, y se llama don Simón de los Peñascales.

—¡Conque el señor es don Simón de los ...! ¡Hombre, hombre! ¡Pues no me le han recomendado poco mis buenos amigos de la ciudad! ¡Cómo había yo de sospechar que venía entre tanta buena pieza!... Pero ¿se siente usted mal, señor don Simón?

—Nada de eso, mi señor don Recaredo—respondió con dificultad el interrogado—; sino que con una jornada tan larga a caballo, y la falta de costumbre ..., y luego el frío ..., ¿está usted?... Pero, ante todo, le ruego que excuse mi poca cortesía al corresponder a sus atenciones, en vista de la dificultad que ...

—¡Pues no faltaba más sino que anduviéramos ahora en cumplidos! Lo que usted necesita es un buen fuego y un regular alimento, y de todo le proveeremos al punto, si Dios quiere. Conque, señores, vamos arriba, que de las cabalgaduras ya cuidará el mozo.

Guió don Recaredo a los expedicionarios por una vieja, ancha y sucia escalera de pocos tramos, y llegaron a un gran pasadizo, cuyo tillado, carcomido a trechos, se cimbreaba al andar sobre él. A uno de sus extremos estaba la cocina, en la cual entraron todos detrás del hidalgo.

Ardía en ella una hoguera enorme, y esta hoguera estaba encerrada por el alto poyo del fondo y tres largos bancos, más un sillón de madera que ocupaba el sitio de preferencia. La cocina era inmensa, y la hacía parecer mayor aún de lo que era el negro brillante de sus paredes, que no permitía ver líneas ni contornos, ni, por consiguiente, dónde concluían el techo y el pavimento y comenzaba la obscuridad del vacío. ¡Y grande necesitaba ser aquella pieza para contener lo que contenía!

Además de la espetera y medio bosque de leña y otros objetos propios del lugar, se veían allí una montura completa de caballo; dos escopetas, una carabina, un cuchillo de monte y un morral de caza; un banco de carpintero con todas las herramientas; dos ruedas de carro, a medio hacer; madera labrada para otras tantas; tres sacos llenos de grano; una gata con seis hijuelos recién nacidos; varias pieles de oso; una piedra de afilar, de una vara de diámetro, montada sobre su pilón correspondiente ..., y ¡qué sé yo cuántas cosas más! En ciertos pueblos se vive en la cocina durante el invierno, y el invierno duraba ocho meses en aquel pueblo. No es extraño, pues, que la de don Recaredo fuera tan grande y estuviera tan provista.

Despojado don Simón de cuantas prendas llevaba encima de sí contra la lluvia, sentáronle en el sillón de preferencia, a media vara del fuego. Sus amigos y el hidalgo, después de dar a sus criados algunas órdenes, se colocaron en los bancos. Y bien lo necesitaban los seis caciques; pues, menos provistos de impermeables que don Simón, estaban calados de agua hasta el pellejo.

Era don Recaredo hombre que pasaba ya de los sesenta; alto, musculoso, de rostro atezado, medio cubierto por una barba muy cerrada y fuerte, pero casi blanca, o más bien amarillenta; el pelo, que conservaba tan espeso como en su juventud, era mucho más blanco que la barba, así como las pestañas y las cejas. Al verle don Simón a la luz de la fogata, con aquella cara, con aquel birrete de piel y envuelto desde el cuello hasta los pies en un capotón de monte, creyó estar contemplando a uno de los magos que él había visto salir alguna vez por escotillón en el teatro, entre llamaradas de resina. Pero, lejos de ser un personaje siniestro, don Recaredo era todo lo contrario: afable, hospitalario y benévolo como pocos.

Unico resto de una familia antiquísima del país, y poco aficionado a las delicias matrimoniales, había dejado pasar los mejores años de su vida entre los placeres de la caza y las atenciones de su hacienda, que le daba lo necesario para vivir hecho un señor en aquellas soledades. Respetábanle los campesinos por su carácter ... y por sus fuerzas, y también por ciertas convidadas que sabía darles oportunamente. Todo sinceridad y franqueza, no se le conocía vicio ni repliegue que tratase de ocultar a sus vecinos; aunque no faltaba mala lengua que asegurase que el tal hidalgo menudeaba demasiado las visitas a cierta cuba de lo añejo que conservaba en la bodega; pero lo cierto es que nadie pudo probarlo ..., no el vino, sino el hecho. Sus verdaderas aficiones, bien notorias, eran la carpintería y la caza. Como carpintero, hacía primores; como cazador, no tenía rival en el país. Amaba la garlopa y el escoplo, y se pasaba días enteros sobre el banco; pero amaba mucho más su escopeta y su puñal. Ir al monte con sus sabuesos; seguir la pista del oso; llegar a verle, apuntarle, herirle, ¡oh placer!..., y, sobre todo, rematarle a puñaladas, luchando con la fiera cuerpo a cuerpo, brazo a brazo, solo, sin más testigos que sus perros, sin otro auxilio que el de su corazón impávido, su puño de bronce y su puñal de acero. ¡Oh embriaguez sublime! Estos lances, de los que contaba muchos en la vida, eran todo su orgullo, toda su gloria.

Por eso creo yo que no debía de ser verdad lo del vino ..., ni lo que también se murmuraba sobre ciertos mocetones del pueblo, que, a más de parecérsele en figura como un huevo a otro, recibían de él frecuentísimos agasajos y deferencias, y le llamaban padrino sin haberlos sacado de pila. ¡Buen caso hacía don Recaredo de esas debilidades de la naturaleza!

Como hombre de rancia progenie, estaba muy relacionado en toda la provincia, aunque se pasaba años y años sin salir de su aldea; y como elector de empuje, era uno de los más mimados del distrito. De aquí la intimidad que parecía haber entre él y los acompañantes de don Simón. Todos eran veteranos del mismo ejército.

Cómo pensaba el hidalgo antes de comprometerse en una elección, jamás se supo; y mal podía saberse cuando él mismo lo ignoraba. Y lo ignoraba, porque no era hombre de inclinaciones políticas. Salvos ciertos resabios de estirpe, cualquier color, y aun forma de gobierno, le eran indiferentes; porque, después de todo, para él no presentaba la historia más que un rey digno de haberlo sido: don Fabila; y mientras el tiempo o las circunstancias no trajeran a reinar otro idéntico, y capaz, no sólo de luchar con el oso, sino de vencerle, no pensaba afiliarse en ningún bando.

Por estas y otras razones, o no votaba a nadie cuando de elecciones se trataba, o se iba con el primero que supiera pedirle su apoyo con cierta habilidad.

En el caso de que vamos tratando, ¿se había comprometido con alguno seriamente antes de visitarle don Simón? Esta era la duda.

En vano intentaron aclararla el candidato y sus amigos, confortado ya el primero y secos los segundos al calor de la lumbre. El hidalgo no se franqueaba. Esto era un mal síntoma para ellos.

Mientras los unos persistían en el tema, aunque con ciertos rodeos y miramientos, y el otro escurría el bulto, como decirse suele, una mocetona preparaba al fuego un perol de sopas de ajo, media arroba de lomo y otras menudencias por el estilo, que siempre abundaban en casa de don Recaredo.

Cuando la cena estuvo pronta, condujo éste a los huéspedes a un salón tan grande como la cocina, pero no tan amueblado. Allí estaba preparada la mesa. Era alta, de tijera, y supongo que tallada, porque lo estaban, hasta con escudos y motes, los dos bancos de respaldo a ella adjuntos. Cubríala un mantel blanquísimo y fino, pero demasiado raído por el uso; y se conocía por el tamaño, por el peso y por la forma, que también eran de abolengo los cubiertos y dos cucharones de plata que brillaban sobre el mantel, a la luz de un velón de cuatro mecheros que pendía de una tablilla, clavada por un extremo en una vigueta del techo. Con el auxilio de esta luz, cuyo alcance no pasaba de la mesa, parecía distinguirse allá en lontananza, entre las sombras del fondo, dos grandes cuadros al óleo, un armario y un reloj de caja.

Durante la cena, se habló largamente de las aficiones de don Recaredo, de sus ascendientes, de las peripecias del viaje, del tiempo ..., de todo, menos de las elecciones.

Concluída la cena, hubo para cada huésped una cama, no muy blanda, pero sí muy limpia, y la mejor para don Simón.

En buena justicia, ¿qué más había de pedir éste al hidalgo, sin ser un grosero? Acostóse, pues, sin saber lo que deseaba; dur mióse al cabo ... y amaneció el nuevo día, tan frío, tan lluvioso y tan desagradable como el anterior.

¡Y había que continuar el viaje!; ¡y cuanto más se anduviera, mayor altura se ganaría, y mayores, por consiguiente, serían los rigores de la intemperie!

Con estas reflexiones, se le erizaban a don Simón los pocos pelos que tenía.

Cuando acabó de vestirse salió en busca de su gente; pero se extravió en un laberinto de salones y pasadizos desmantelados y sin orden ni concierto. Por casualidad tropezó con la cocina al cabo de un buen rato, y allí encontró a sus amigos calentándose a la lumbre y almorzando sopas en leche, acompañados de don Recaredo, cuyo sitial de preferencia tuvo que aceptar.

Nada se habló tampoco en aquella ocasión de lo que más interesaba al candidato, por mucho que éste y sus acompañantes buscaron la lengua al hidalgo.

Y el tiempo apremiaba, y era preciso dejar sin tardanza el hospitalario albergue.

Y se dió la orden para que se aparejaran los rocines; y llegó el caso de que los expedicionarios bajaran al portal con las espuelas calzadas; y montaron todos ..., ¡y todavía no se cruzaron entre don Simón y don Recaredo otras palabras que no fueran lisonjas, cumplidos y finezas!

Por fin, al ponerse en marcha la gente en el corral, y teniendo entre las suyas el hidalgo una mano de don Simón, dijo al segundo el primero:

—Crea usted, amigo y señor mío, que mi satisfacción hubiera sido cumplida, si al honor que recibo hospedándole en mi casa, pudiera añadir el placer de servirle en cuanto desea.

—¿Tan invencibles son los obstáculos que se lo impiden a usted, mi señor don Recaredo?—preguntóle don Simón, en tono compungido y casi con lágrimas en los ojos.

—No tanto como de ordinario—respondió el hidalgo—, porque la verdad es que a ninguna elección me he ligado con menos fuerza que a ésta.

—Entonces—repuso don Simón, apretando más y más las manos de don Recaredo—, ¿me será lícito esperar que logre usted romper, o desatar, esos compromisos de tan poca consistencia?

—Para mí, señor don Simón—dijo el hidalgo con cierta solemnidad—, tratándose de compromisos de mi palabra, lo mismo son las ligaduras de hierro que las de estambre.

—Entonces no insisto—replicó don Simón, aflojando su mano hasta soltar las de don Recaredo.

—Vaya usted en la inteligencia—díjole éste con cierta sonrisilla y dando dos pasos atrás—de que para hacer por usted cuanto me fuera posible, bastaban las cartas de sus amigos.

Si esto fué una pulla, jamás se supo, pues don Simón, que era a quien más interesaba averiguarlo, ni lo intentó siquiera; y en cuanto a sus acompañantes, bien cenados, bien dormidos y bien almorzados en casa y a expensas del hidalgo, ¿qué diablo les importaba una frase más o menos, por intencionada que fuese?

Al salir de la corralada tuvo don Simón la curiosidad de fijar la vista en la fachada del caserón. Era de piedra amarillenta, y estaba cubierto de blasones, de musgo ... y de rendijas; el alero se caía, y los balcones se desmayaban. Allí no se había gastado un real en reparaciones durante muchos años. ¿Estaría don Recaredo decidido a que fenecieran juntos el solar y el solariego? Todo era creíble en su carácter.

XII

La marcha de aquel día fue más penosa que la del anterior; pues a los inconvenientes de la víspera hubo que añadir los que ofrecían una capa de nieve de más de media vara de espesor, con que se hallaron a las pocas horas de camino, y la que continuaba cayendo. Frecuentes veces tenían que apearse los viajeros para descender rápidas pendientes. Entonces, sueltos los caballos y buscando los jinetes los pasos menos inseguros, solían rodar unos y otros, y cada cual por su lado, como troncos inertes; lo que no divertía gran cosa a don Simón, aunque hacía reír más de una vez a sus acompañantes.

Estas peripecias y otras análogas duraron tres días, hasta que, vueltos los expedicionarios al llano, encontraron una regular temperatura, mejores caminos y un sol radiante.

En sus diversos altos y paradas, que disponía siempre aquel de los seis caciques más conocedor del terreno electoral que iba a pisarse, no encontró siempre don Simón un albergue tan placentero como el del hidalgo, ni muchos tipos que se le parecieran en la nobleza del carácter. ¡Cuánto abundaban los traficantes en votos y los especuladores en candidaturas!

Durante el largo trayecto de algún punto a otro, departían calurosamente los expedicionarios sobre los azares de la elección, o discreteaban los acompañantes de nuestro candidato, o le pintaban muy lisonjero el desenlace de la campaña, con el fin de hacerle el viaje más divertido. Pero ¡ni por ésas! Don Simón, nuevo en el oficio, hallaba en cada trámite casos y cosas que le aburrían, quizás más que las dificultades materiales del camino.

Tenía encargo especial de su estado mayor de saludar cortésmente a todo viandante que se cruzara con ellos, y así lo hacía el santo varón, por aquello de que «donde menos se piensa se adquiere un voto».

Una vez se le decía, al pasar junto a una choza miserable y solitaria:

—Es preciso que haga usted una visita a la persona que vive ahí.

—¡Pero si no la conozco, hombres de Dios, ni aunque la conociera valdría el trabajo de detenernos!—observaba don Simón, con repugnancia.

—Déjese usted de remilgos, don Simón, y considere que esta choza, entre padres, hijos y allegados, vale más de cinco votos.

¡Y allí tenían ustedes a todo un capitalista, cargado de oro y diamantes, apeándose entre puercos, terneros y mastines, descubriéndose humildísimo, dando la mano y preguntando por la señora y demás familia a un rústico destripaterrones, que olía a boñiga y aguardiente, y apenas se dignaba responder como sabía a tantas deferencias, no obstante haberle sido presentado el candidato con los títulos consabidos de «persona independiente, con treinta mil duros de renta y mucho talento!.

Otra vez se encontraban en el camino con un par de reses y su conductor.

—Es preciso—se le decía entonces—que pondere usted mucho y muy recio esos animales.

—¿Para qué?—preguntaba asombrado don Simón.

—Para que lo oiga el que va con ellos.

—¿Y qué tengo yo que ver con él?

—¡Friolera!... ¡Es un elector!

—¡Aunque sea el preste Juan de las Indias!... ¡Yo no hago esas tonterías!

—El que algo quiere, señor don Simón, algo tiene que sufrir.

—Ya, ya; ¡pero hay cosas!...

—¡Mire usted que cada uno de nosotros es viejo en el oficio, y cuando le aconsejamos algo, con su cuenta va!

Y el soplado personaje, que se sentía dominado por aquellos seis diablillos en cuanto se relacionara con su empresa electoral, no tenía más remedio que parar su caballo cuando se le acercaban los animales, fijarse en ellos, y comenzar a gritar como un energúmeno:

—¡Oh!... ¡Magníficos! ¡Qué gallardía! ¡Qué cuarto trasero! ¡Qué anchos! ¡Soberbia raza! ¿Son de usted, buen hombre?—preguntaba por remate al conductor.

—Para servir a usted—respondía el interrogado, con cara de recelo.

Acto continuo le asaltaban los caciques; y después de abrazarle y sobarle mucho,

—Tenemos el gusto—le decían—de presentarte a nuestro candidato, el señor don Simón de los Peñascales, «persona independiente, con treinta mil duros de renta y mucho talento».

—Muy señor mío—añadía don Simón, quitándose los guantes, abriendo las solapas y dando un cigarro al campesino, para lucir tres cosas de un golpe: su rumbo, su cadena y sus diamantes.

Tomaba el buen hombre el cigarro, sin hacer gran caso de lo demás; y mientras chupaba para encenderle, decía con mucha calma:

—De la que yo entendí a un señor tan prencipal como éste alabarme tanto las bestias, dije para mí: «¿por qué será?» ¡Mil demonios si me acordaba de la eliciones!

—Pues ya te las han recordado ...

—Como si callaran; que nosotros, los probes, vamos por onde nos llevan, ¡y gracias que así y todo!... Conque ¡ea!, se agradece el osequio y la alabanza, y hasta otra.

—¡Pero oye un momento!...

—No puede ser, que se me van las bestias, y temo que hagan alguna que me cueste los cuartos.

—¿Lo ven ustedes?—decía don Simón, muy amoscado, volviéndose hacia sus consejeros.

Pero éstos se le reían a las barbas por toda respuesta; y llevados del mejor deseo, y fundados en su experiencia, ni se arrepentían ni se enmendaban.

XIII

Si el objeto exclusivo de estas páginas fuera pintar los azares y fatigas de un candidato en vísperas de su elección, yo siguiera paso a paso al de mi historia en su peregrinación por el distrito; pero como son varios los asuntos que abarcan estos capítulos mal pergeñados, me limitaré a decir, en compendio y para gobierno del inexperto lector, que por dondequiera que iban nuestros expedicionarios, hallaban con frecuencia el terreno electoral rebelde a su cultivo, y el más propicio no pasaba del aspecto dudoso que ofrecía el del Mayorazgo. En todas partes aparecían huellas de la influencia moral del Gobierno. Aquí se había ofrecido un juzgado de primera instancia; allá, una carretera; en el otro pueblo, la aprobación de sus cuentas municipales, ¡que ya tenían que ver!; en el del otro lado, la tala de un monte, y en el de enfrente, el repartimiento, entre los vecinos, de ciertos terrenos de propios.

En vano don Simón saludaba hasta a los perros, y mostraba varas de cadena y adoquines de diamantes, y se desgañitaba don Celso para demostrar a las gentes reacias, con el recuerdo de otras muchas elecciones, que el poder oficial hace esas y otras muchas ofertas, y jamás las cumple aunque consiga su objeto. Los jefes de los diversos grupos electorales preferían ser engañados sirviendo al Gobierno, a ser servidos a medias por un charlatán con el desacreditado título de candidato independiente. En cuanto a las masas de electores, que eran los verdaderos árbitros de la contienda, nadie se cansaba en pedirles su parecer: irían como dóciles rebaños a depositar en las urnas una candidatura que se les entregaría cerrada; y ni más sabían ni más sabrán en los siglos de los siglos, aunque siglos dure, que lo dudo, esta comedia.

Siempre que la expedición hacía un alto, y muchas veces mientras caminaba, recontaba los votos seguros, añadía los recaudados últimamente, y acababa por formar un estado general, cercenando una tercera parte de los probables y añadiéndoselos al enemigo, para ponerse don Simón en el peor caso imaginable. El último cómputo que se hizo dejaba muy dudoso el éxito de la lucha; y tener duda en tales casos, equivale a una derrota segura.

Bajo esta triste impresión, y, además, molido, sucio, desgarrado y con la cara roja como un pimiento, volvió don Simón a su casa, ocho días después de haber salido de ella.

Para colmo de angustias, cuarenta y ocho horas más tarde supo por don Celso (que había quedado con sus cinco compañeros recorriendo el distrito, el cual no abandonarían hasta que votará el último elector; tenacidad incomprensible para todo el que no sepa con qué encarnizamiento se lucha en tales batallas), supo, repito, que el Mayorazgo se había pasado al enemigo con armas y bagajes, a cambio de no sé qué ensanche que la administración le permitía dar al cierro que conocemos; otra falange segura de votos se iba detrás de cierto cacique, seducido a última hora con la resolución favorable de un expediente escandaloso; don Recaredo decididamente no le votaba, y tres Ayuntamientos, hasta entonces seguros, habían pasado a la categoría de muy dudosos, merced a ciertas garantías de favores ofrecidas por el candidato ministerial. Y lo peor de todo era que sólo faltaban tres días para dar principio a la elección; y en tan corto plazo no podía conjurarse el conflicto, aunque don Simón echara la casa por la ventana.

Don Celso concluía su carta diciendo que había que decidirse o por la derrota o por transigir con el Gobierno. Según él, esto último era lo más conveniente; pues, bien mirado, el Gobierno no era mejor que otros muy malos, pero tampoco era peor; y, al cabo, para hacer algo por el país, mejor se estaba al calorcillo ministerial, que en el infierno de la oposición o en el limbo de los independientes.

Repugnábale a don Simón perder este último carácter que tanto le halagaba; pero no podía resignarse a no ser diputado, ya que estaba con las manos en la masa. En tan apurado trance, consultó a sus amigos, quienes, por unanimidad, opinaron como don Celso.

A consecuencia de este acuerdo, mediaron negociaciones en ciertos centros oficiales, y don Simón fue admitido en ellos hasta con palio. Jugó el telégrafo; supo el Gobierno que acababa de hacer la adquisición de «uno de los personajes más importantes del país»; dijéronlo así al punto los periódicos oficiosos de la corte; súpolo toda España; desapareció la candidatura del pobre aventurero, a quien se dió en pago una credencial de primera, que es cuanto él ambicionaba, y se le dijo a don Simón:

—Puede usted ir a descansar tranquilo. Ya es usted diputado.

Y así fué. Verificadas las elecciones, y mientras se verificaban, se habló mucho de palizas, de urnas suplantadas, de electores presos, de muertos que votaban, y aun de algunos vivos que por votar murieron; de casas que ardían, y de otros recursos tan usuales y lícitos como éstos, empleados en beneficio de la candidatura de don Simón; pero lo cierto es que a éste se le proclamó diputado electo por el distrito, y se le entregó un acta que así lo declaraba, limpia como el oro.

Diéronsele, pues, las consabidas serenatas por todas las murgas de la población; recibió las acostumbradas felicitaciones, y, ¡oh fuerza de la vanidad satisfecha!, llegó a creerse merecedor de tanto obsequio, y hasta legítimo representante de la libérrima voluntad de sus electores. Y lo creía tanto, que, días después de elegido, se indignaba, con la mejor buena fe, al hablar de las coacciones ejercidas contra él por el pobre candidato de oposición durante las elecciones. ¿Qué más podía pedirse a don Simón?... Estaba en perfecto carácter de diputado independiente.

A todo esto, doña Juana estaba como niño con zapatos nuevos. En cuanto su marido recibió el acta de su elección, se lanzó a la calle y encargó a la modista tres vestidos de lo mejor, y uno de media cola ... Iría al Congreso, a las tribunas de preferencia, muy a menudo; a palacio alguna vez; daría rumbosas fiestas a los hombres de Estado; obsequiarían a su hija ministros y embajadores ...; ¡quizás obtendría un título de Castilla!...

Todo esto, y mucho más que antes pasaba lentamente y como una ilusión por su fantasía, vió en un momento, palpable y como ya realizado, ante sus ojos. ¡Menudo sofocón iban a pasar las señoras provincianas que habían hecho mofa de sus resabios de lugareña! Pues ¿y cuando La Correspondencia anunciara sus idas y venidas? ¿Y cuando La Epoca historiase sus recepciones entonadas?

Bajo impresiones tan embriagadoras, vestida con lo mejor que tenía, y su hija con lo más elegante de su bien provisto ropero, estuvo una semana haciendo visitas que siempre había desdeñado, y pagando otras que debía de muy atrás, sólo por buscar ocasiones de anunciar su salida para Madrid, adonde la llevaba el delicado cargo con que el país había honrado a su marido.

Entretanto, ordenaba éste sus asuntos mercantiles, para dejarlos bajo la dirección y al arbitrio de un dependiente de su confianza.

XIV

Lo que resta de la presente historia, con ser lo más importante por lo que al protagonista afecta, ha de ser lo más soporífero para el lector, que, de seguro, conoce a palmos el terreno que vamos a pisar, y ha de anticiparse con la memoria a mucho de lo que yo le refiera. Y no será poca mi suerte si no me interrumpe más de una vez para decirme: «Y a mí ¿qué me cuenta usted? ¡Si me lo sé de corrido mucho ha! ¡Si ese tipo y cuantos con él se rozan viven en mi calle!...» ¡Desdichado inconveniente que toca todo aquel que falto de ingenio, como yo, para inventar personajes y escenas del otro mundo, busca el asunto de sus prosaicas relaciones en los hechos vulgares y tangibles de la vida real y práctica de los hombres y de los pueblos!

Pero ¿ha de impedirme esta razón, que en mí pesa mucho, seguir narrando los sucesos hasta el fin de la comenzada historia? No a fe; que, después de todo, no está mandado por ninguna ley que siempre que se cuente algo hayan de ser maravillas.

Prosiguiendo, pues, sin más preámbulo el suspendido relato, encontramos ya a Periquito hecho fraile; es decir, a don Simón en Madrid con su augusto carácter de diputado a Cortes, y a su familia acomodada con él en una de las principales calles, y no en la peor de sus casas.

Pero aún no había tomado asiento en el Congreso el flamante político, y ya estaba convencido de una, para él, triste verdad, a saber: que para brillar en Madrid como brillaba en su provincia, no bastaban el caudal del rico negociante y las demás preeminencias que sobre éste habían ido recayendo una tras de otra.

La Correspondencia había anunciado su llegada a Madrid, no solamente como diputado, sino como una de las personas más importantes y beneméritas del país; y no se había sacudido el polvo del viaje, cuando el ministro de la Gobernación, en un atento B.L.M., le había citado a su despacho. Allí, S.E. le había llenado de incienso, asegurándole, entre otras cosas, que con el concurso de hombres tan respetables e ilustrados como el señor de los Peñascales, todos los conflictos políticos y económicos se conjuraban, y España estaba de enhorabuena.

Y a pesar de estas y otras deferencias que, dicho sea de paso, él creía merecer, don Simón se echaba a la calle, de intento a pie, y nadie le saludaba ni le miraba con curiosidad.

Iba al Congreso en los días que precedieron a su solemne apertura, y en sus alfombrados salones y pasillos, y en cada uno de los infinitos grupos de diputados, periodistas, altos funcionarios y otras gentes de mucha nota, que se formaban aquí y allá, hablábase de todo menos de su llegada, de su caudal o de su importancia. Y, sin embargo, allí no había muchos gabanes más flamantes que el suyo, ni muchas camisas más limpias, ni muchas botas más aplomadas. Al contrario, abundaban los paños raídos, los pantalones con rodilleras, las camisas de tres días y los tacones de medio lado.

¿En qué consistía, pues, la indiferencia con que se le miraba allí y fuera de allí? Quizá se necesitase en Madrid algo más que dinero para brillar; tal vez un poco de osadía, o muchas conexiones de familia, o algún triunfo ruidoso; elementos todos hijos del tiempo y las circunstancias, que él adquiriría indudablemente. Pero lo cierto era, y esto le contristaba hondamente, que su caída en Madrid no había hecho el menor efecto en el público. Tenía, pues, que ganar en la corte, grado a grado, la altura que en la ciudad ganó de un brinco. La empresa, a la verdad, era superior a las fuerzas de don Simón; pero él no lo creía así, y esto le consolaba un poco.

Entretanto, se regodeaba con las distinciones que le correspondían por su investidura. Mientras las puertas del Congreso estaban cercadas por una multitud de papanatas, a quienes se prohibía hasta aproximarse a la acera, él las atravesaba erguido entre las reverencias de los porteros, que, al abrirle respetuosamente la mampara de rojo terciopelo, le decían:

—Pase Usía.

Una vez adentro, podía tocar el botón eléctrico que se le antojase, para pedir a un ujier lo que tuviera por conveniente; pasear en el salón que mejor le pareciese; sentarse en el diván más cómodo; escribir en los gabinetes al efecto; pedir en secretaría el expediente más difícil de hallar, y en el archivo el libro más extraño; en fin, hasta beber, de balde, un vaso de agua con azucarillo en la cantina de la casa.

El ministro continuaba citándole frecuentemente a su despacho con otros diputados de la mayoría, y allí, mano a mano y como en familia, se contaban las fuerzas y se discutían las batallas que, por de pronto, necesitaba dar el Gobierno, sin perjuicio de otras más rudas que tendría que librar más adelante.

No se apuraba don Simón por esto, pues no paraba mientes en tan poca cosa. Fijábase únicamente en las distinciones con que se le honraba en aquella alta región. El ministro le pasaba la mano por el lomo; le llamaba «mi excelente don Simón», y hasta le daba un cigarro o se le pedía; y los porteros del Ministerio, esos proverbiales cancerberos, bruscos y desabridos hasta la ferocidad con todo simple mortal, con él se descoyuntaban a reverencias y cortesías.

Muy envanecido con estas y otras parecidas distinciones, a falta de las más populares y solemnes que aguardaba para más adelante, considérese el efecto que le causaría la noticia que se le dió una vez en los pasillos del Congreso, de que las oposiciones iban a hacer una guerra implacable a las actas ministeriales, y que la suya figuraba en primer término como la más escandalosa. Don Simón no había perdido aún la fe en el, para entonces, desacreditado aforismo: «de la discusión nace la luz». No contenía el acta una mala protesta, ni él creía lo que se contaba de su elección sobre atropellos cometidos por sus auxiliares; pero tales cosas podrían decirse en el Congreso; de tal modo podrían presentarse los hechos, que al fin vacilaran los ánimos y se pusiera todo el mundo de parte del vencido, lo cual equivalía a echarle a él de allí y obligarle a volverse a su cosa, como un Juan particular, sin haber llegado a ser inviolable. Esta consideración le aterró; y sin pérdida de un solo momento, acudió con la noticia y sus temores al ministro.

—¡No haga usted caso, santo varón!—díjole riendo S.E.

—¡Es que se asegura mucho!

—¿Y qué?

—Que si realmente me la atacan, tales cosas podrán decir, aunque sean inventadas, que extravíen la opinión.

—¿Y para qué sirve la mayoría?

—No entiendo ...

—Fíjese usted bien. La comisión será nuestra.

—Bueno.

—Y presentará el acta entre las más limpias.

—Bien; pero luego la atacarán ...

—Corriente; y hablarán contra ella una hora, dos horas ..., ¡tres meses, si usted quiere!

—¡Canastos!

—Pero vendrá al cabo la votación, y como somos tantos contra tan pocos....

—¡Ah, ya!.. Pero como yo creía que al discutirse una cosa, para algo serviría esa discusión ...

—¡Medrado estaba el Gobierno entonces, amigo mío!... ¡Cómo se conoce que usted es nuevo en la casa!

—Todo eso es verdad; pero yo tendré que defenderme.

— ¡No, señor! Eso sería dar importancia a un asunto que no la tiene. La comisión se basta y se sobra para dejarle a usted en buen lugar.... Para que usted debute, ya le buscaremos un motivo verdaderamente digno de su carácter y de su talento.

—¡Oh!, mil y mil gracias, señor ministro—dijo don Simón cayéndosele la baba—; pero yo no merezco ese concepto ...

—¡Vaya si le merece usted!—replicó S.E. con una sonrisilla y un retintín que acabaron de emborrachar a don Simón; retintín y sonrisa que en aquel personaje y en aquella ocasión venían a significar un pensamiento que podía traducirse en estas palabras:—¡Qué hermoso suizo!

A todo esto, doña Juana y su hija Julieta, luciendo cada día un traje nuevo en paseos y espectáculos, no pasaban de ser, en espectáculos y paseos, dos señoras más, muy bien vestidas, lo cual halagaba poco la vanidad de la ex tabernera, que aspiraba a mayores triunfos.

XV

Corrieron los días, y se aprobó el acta de don Simón, como se lo tenía prometido el ministro; se constituyó el Congreso, y dieron comienzo los primeros debates políticos, apareciendo en escena los guerrilleros parlamentarios, como en avanzada de los expertos capitanes que habían de salir más tarde a dar las batallas decisivas. Ya para entonces nuestro diputado había conseguido vencer el estupor en que vivió los primeros días, efecto de la alta idea que se había formado del mérito de cuantos le rodeaban en el salón; idea que le acoquinaba hasta el punto de no atreverse a mirar a nadie a la cara, por si le aludían y le obligaban a tomar la palabra de repente, lo cual le hubiera hecho el efecto de un rayo sobre la mollera. Sereno, pues, y en completa posesión de sí mismo, todo se volvió ojos y oídos.

Podía ver y oír de cerca a aquellos hombres extraordinarios que sabían pronunciar discursos como los que él había leído tantas veces en las reseñas de las sesiones; discursos llenos de substancia y elocuencia; discursos que le revelaban oradores de majestuosa apostura y de irresistible autoridad, hasta en el menor de sus ademanes. De sus labios estaría pendiente el Congreso entero, unas veces convencido, otras veces indignado; pero siempre bajo la influencia poderosa de aquel chorreo de elocuencia.

¡Inútil afán el suyo! Cuanto más miraba y más quería oír, menos hallaba lo que iba buscando. Había allí verdadera fiebre habladora; pero ¿quién de los que hablaban valía el trabajo de ser oído diez minutos con paciencia? De aquí que no se sorprendiera maldita la cosa al observar que mientras un orador de mala facha y peor estilo se desgañitaba echando pestes por la boca, manoteando sobre el banco delantero y tragando vasos de naranjada, entre consulta y repaso a sus apuntes, los poquísimos diputados que quedaban en el salón se entretuviesen en hacer pajaritas de papel, en despachar su correspondencia o en chupar los caramelos del presidente; dulzuras de que provee a este personaje abundosamente el Estado, teniendo en cuenta, quizá, que para soportar la amargura de ciertas horas, no basta un muelle sitial de terciopelo, por muy elevado que se ponga.

De vez en cuando oía don Simón conceder la palabra a un diputado cuyo nombre le era bastante conocido. «Vamos—pensaba—, ahora irá lo bueno.» Pero tampoco le salía la cuenta, porque se levantaba una figura ruin y mal trajeada, que, con voz de grillo mal emitida, soltaba un aluvión de párrafos enmarañados que nadie se tomaba la molestia de desenredar; o un finchado presuntuoso, que entre período y período de su discurso ponía una eternidad de paseos en corto, estirones de chaleco, montaduras de lente y mares de agua con azúcar; ya un perezoso desaplomado Adán, que parecía sacar las pocas y desmadejadas frases que decía a fuerza de restregarse contra el banco y de tirar de sus bragas hacia arriba; o un mozo encanijado y presumido, que sin ciencia, sin virtudes, sin voz y sin palabra, quería convencer como los sabios y convertir como los justos; ya un osado boquirrubio, cuyo único afán era medir sus fuerzas con las de los padres graves del Parlamento, que se guardaban muy bien de replicarle; ya un viejo atrabiliario, cuyos furores causaban risa y cuyos chistes hacían llorar de compasión; ya una especie de cuáquero mugriento, demagogo impenitente, que vociferaba sobre justicia y amor al prójimo, no en nombre de Dios, a quien negaba, blasfemo, sino de una razón que parecía faltarle a él, ya que no a los que en santa calma le escuchaban .... De todo, en fin, veía y oía, menos lo que era de esperar, dada la reputación de ciertos nombres aceptados por la opinión pública, si no como tribunos de primera fuerza, cuando menos como oradores distinguidos. ¡Qué valdrían cuando don Simón se creía capaz de terciar en un debate con el más guapo de todos ellos!

Verdad es que el afán, que empezaba a comerle, de echar su cuarto a espadas, le hacía ver las cosas más a su alcance de lo que en rigor estaban.

Desde luego era para él evidente, y en esto no se equivocaba, que la redacción del Diario de Sesiones se encargaba de convertir en un discurso perfecto la más completa sarta de desatinos. Y suplida con este auxiliar su carencia absoluta de nociones retóricas y hasta gramaticales, ¡quedábanle tantos estímulos que le aguijoneaban! ¡Había en el Parlamento unos detalles tan seductores para él!... Aquellos galoneados ujieres, llevando sobre la argentina bandeja el vaso de agua azucarada para el orador, tan pronto como éste comenzaba a hablar; aquellos taquígrafos, anotando, escrupulosos, cuanto se dijera y se accionara; aquellos diálogos entre la presidencia y el diputado, sobre la intención de cierta frase; aquellos discreteos entre las mismas dos potencias, con los cuales terminaba siempre el altercado; aquellas tribunas atascadas constantemente de aficio nados, que seguían sin pestañear todos los incidentes de una sesión; aquellas señoras tan elegantes, entre las que podían figurar su mujer y su hija; aquellos diplomáticos, que tal vez se apresuraran a comunicar por telégrafo a sus respectivos Gobiernos el efecto de un discurso pronunciado a tiempo y de cierta manera ..., no imposible para él, si se le daba punto conveniente y no mucha prisa, y por último, y sobre todo, aquel país que le contemplaba, y que al día siguiente había de comenzar a pronunciar su nombre y a enterarse del asunto y a tomarle por lo serio.... ¡Cielos, y cómo envidiaba a los que, más osados o más prácticos ..., o más apremiados por las circunstancias, se lanzaban desde luego a la pelea! ¿Qué importaba allí el temple de los argumentos? ¿Qué más daba que fuesen éstos de acero que de cartón? ¿Decidían acaso las razones aquellos debates? Mal podía ser así, cuando sólo se enteraban de ellos los taquígrafos y algún que otro curioso por observar, no lo que se dijera, sino el modo de decirlo.

—¿Qué se vota?—era la pregunta obligada de todo diputado al entrar en el salón de sesiones, después de oír la campanilla que anuncia fuera a los dispersos que ha concluido de discutirse un asunto y va a comenzar una votación nominal; y según que el sustentante fuera de los suyos o del enemigo, se le respondía:

—«Vote usted que SÍ», o «vote usted que NO.»

¡Con semejante criterio se resolvían (y continúan resolviéndose) los asuntos de más trascendencia para la patria!

¿Tan insensatas eran, teniendo esto en cuenta, las pretensiones de nuestro diputado?

Poco a poco, aquella mar ligeramente agitada comenzó a encresparse rugiendo; soplaron los huracanes de la pasión política, y se desencadenó la tempestad. Entonces se dejaron ver los dioses mayores de aquel Olimpo, los cuales, como Júpiter en el de la Mitología, nunca aparecen sino entre rayos y centellas. ¡Peregrina misión la suya!

Durante aquel período turbulento, ¡qué escenas presenció don Simón!, ¡qué refriegas!, ¡qué motines!, ¡qué escándalos!

Una vez eran dos atletas del Parlamento, que del uno al otro lado del salón se lanzaban mutuamente los dardos más agudos y los dicterios más envenenados: partido sin pudor, grupo faccioso, hombre funesto, pandilla hambrienta ...

Tales piropos eran lo menos que se decían, entre el silencio más absoluto de la Cámara y la curiosidad febril de las tribunas, de las cuales se desbordaban racimos de humanas cabezas con los ojos fijos en los combatientes, las cejas arqueadas y la boca abierta. Y cuando don Simón, pasada la tempestad, los veía salir del salón por diferente puerta, «esos hombres—pensaba—van a matarse ahora». Y salía tras ellos azorado; y se los hallaba ... comiendo, en un mismo plato, sendos pasteles de crema en el ambigú de la casa.

Lejos de continuar allí la batalla empezada adentro, parecían, con sus cáusticas sonrisas, decir de la nación entera lo que del público aquellos dos cómicos al pararse jadeando entre bastidores, después de haber cruzado en la escena sus aceros, y de salir el uno persiguiendo al otro, entre frenéticos aplausos y gritos de indignación:

—«¡Estúpidos! ¡Veinte veces nos han visto hacer lo mismo, y todavía no se convencen de que todo ello es una farsa!»

Otra vez eran dos fracciones políticas que, bramando de ira, se levantaban en masa, la una contra la otra.—¡Facciosos!—gritaba la de la derecha.—¡Pancistas!—respondía la de la izquierda. Y los gritos y las amenazas, y el estruendo de doscientas voces y de dos mil porrazos llenaban el Santuario de las leyes, y hasta las figuras pintadas en el techo parecían temblar y querer despegarse del lienzo para romperse el cráneo contra los mármoles del hemiciclo. Pero aquella tempestad no se había revuelto porque la fracción de un partido inutilizara propósitos de otro, encaminados a proporcionar algún bien a los pueblos. Cuando de esto se trata ba, ya sabía don Simón que los bancos se quedaban desiertos y el presidente dormitando. Semejantes tumultos siempre eran provocados por alguna palabra suelta que no era del agrado de la fracción a la cual se dirigía.

En ocasiones se discutían hechos, o se desenterraban expedientes, tras de los cuales aparecía la honra de algún diputado enemigo en el mismísimo traje que llevar suelen a la cárcel o a presidio los reos vulgares. Y aquellas discusiones provocaban otras parecidas en son de represalias; y siempre acusando los unos y respondiendo los otros «más eres tú», llegaba a dudar don Simón si aquello era el patio de un correccional, o, como se le aseguraba, una respetable Asamblea de legisladores.

Entretanto, ¿era el noble afán de purgar aquella atmósfera de ciertas impurezas lo que movía a los acusadores a descubrir tales gatuperios? No por cierto: era siempre el espíritu de partido; o mejor, el odio de partida; pues frecuentemente se promovían estos edificantes debates entre dos agrupaciones que, juntas y en amigable inteligencia, habían saboreado poco antes las dulzuras del presupuesto. Probábalo también la curiosa circunstancia de que, pasada la refriega, quedábanse en sus bancos los acusados tan padres de la patria como el más caballero; y tan frescos y descansados como la madre que los parió.

Lo que estos escándalos y aquellos tumultos y los otros motines atolondraban a don Simón, no hay para qué decirlo, conociendo, como conocemos, su sencilla buena fe.

Pero más que los mismos sucesos le admiraba el poco rastro que dejaban en aquella casa. Buscándole con afán, se iba el buen hombre de pasillo en pasillo y de salón en salón; mas no hubiera dado con él ni la nariz de un sabueso. Se gritaba en unos corrillos, se cuchicheaba en otros y se agitaban todos ..., y bullía entre ellos el redactor de La Correspondencia con el lápiz en una mano y las cuartillas de papel en la otra, apuntando lo que se decía, lo que se pensaba y hasta lo que no se había soñado; y don Simón, tomando de cada grupo las frases necesarias, sólo sacaba en limpio que todo aquel hervidero humano era un puro cabildeo para tirar un día más en el poder los que mandaban, o para hacérsele soltar los que le querían. En cuanto a la nación, en cuanto a la moralidad, en cuanto a lo ocurrido adentro ..., ¡como si habláramos de la China! Ya nadie se acordaba de esas pequeñeces.

—Me parece—se atrevía a decir entonces don Simón a algún compañero más viejo que él en el oficio, pero no más entusiasta del sistema—que no se observa aquí la mayor formalidad.... Quiero decir que con estos enconos políticos, el país no gana cosa mayor.

—¡El país va al abismo, señor de Peñascales!

—¿Qué me cuenta usted?

—La verdad, compañero. Esto es una farsa, créalo usted.

—¡Hombre!..., no me atrevía yo a decir tanto.

—Pues atrévase usted, aquí que no nos oye la patria.

—Luego, es decir, que todo esto de Parlamento ...

—Es una calamidad. Aquí no hay más que ambiciones personales, con las que es imposible todo gobierno.

—Tiene usted mucha razón.

—¡Y siempre sucederá lo mismo!

—De manera que si esto, que es notoriamente malo, se suprimiese ...

—¡Jamás!—gritaba entonces el veterano enardecido.—¡Yo soy muy liberal!

--- ¡Oh, en cuanto a eso, también yo!—replicaba el novel, contoneándose, y hasta mirando con cara de lástima al primer tradicionalista que casualmente pasara a su lado frotándose las manos.

—¡Vivir sin Parlamento es vivir fuera del siglo!, ¡caer en la abyección!

—¡Y en la iznorancia!—concluía, ahuecando la voz, el ilustrado Cerojo, que en su vida había gastado media peseta en libros que no fueran «rayados, para cuentas».

XVI

Don Simón de los Peñascales, como todo diputado, y a mayor abundamiento ministerial, recibía por docenas y cada día las cartas de sus amigos y electores, y en todas ellas le pedían algo estos apreciables caballeros, desde un destino hasta un sombrero; desde una recomendación para el otro mundo, hasta la colocación de una nodriza[5]. Porque a un diputado se le considera en su distrito capaz de los imposibles, y, por ende, se le cree, y se le hace, el mejor y más barato agente de negocios en Madrid. El de nuestra historia, que creía darse importancia correspondiendo a tantas y tan raras exigencias, destinaba dos días de la semana a aquellas que tuvieran que ver con los centros oficiales, y encomendaba las de más baja estofa al cuidado de doña Juana.

¡Era de ver lo que pasaba en los Ministerios cuando don Simón entraba en ellos, a las horas marcadas por los Ministros para recibir a los diputados, cargado de pretensiones y atacados sus bolsillos de memoriales!

Sus compañeros que siempre madrugaban más que él, habían caído ya sobre el terreno como nube de langostas. Uno quería un gobierno de provincia para su hermano; otro, una alcaldía en la isla de Cuba para sí mismo; otro, un juzgado para su pueblo; otro, una administración de aduanas para un primo arruinado por la causa de la libertad; otro, la destitución de un funcionario probo que se oponía tenazmente a ciertas pretensiones de su familia; otro, un ascenso; otro, una cátedra ...; en fin, por pedir, se pedia allí hasta la luna; y el Ministro, o el Subsecretario en su deseo de complacerlos a todos, tecleaba sin cesar sobre los botones de las campanillas, a cuya música iban apareciendo los altos empleados que podían entender en aquel cúmulo de solicitudes.

—Es imposible—se oía decir en un lado.—No hay plaza vacante.

—Pues créela usted.

—No lo consiente el presupuesto.

—Haga usted un cesante en tal parte.

—Es un empleado antiquísimo e inteligente.

—Mi recomendado es un consecuente liberal.

—Tiene siete hijos.

—Que los mande a una casa de Caridad.

En fin, le complaceremos a usted.

* * *

—¿Y de que procede esa cantidad que se reclama?

—De inicuas cesantías sufridas en tiempos de gobiernos reaccionarios.

—No es bastante motivo; y aun cuando lo fuera, no estamos facultados....

—Es una friolera todo ello.

—¿A cuanto asciende la indemnización?

—A setenta mil reales.

—Imposible.

—¿Por qué?

—Porque no hay fondos de qué sacarlos.

—Yo digo que sí.

—¿De cuál?

—Del de calamidades públicas, por ejemplo.

—Está agotado; y además, tenemos al clero y a los maestros de escuela sin pagar, medio siglo hace.

—Y a mí ¿qué me importa? Lo que usted debe tener presente es que mi recomendado es en su pueblo el mejor agente de la política del Gobierno; que es un incansable propagandista de ella, y que tal vez a sus esfuerzos heroicos debo yo mi elección.

En fin, hablaré con el jefe, y trataremos de complacerle a usted.

* * *

—¿Y cómo va mi asunto?

—Regularmente.

—No basta eso.

—Hay un obstáculo muy difícil de vencer.

—¿Cuál?

—El fallo del Consejo de Estado, enteramente contrario ...

—¡Demonio! ¿De cuándo acá?

—Desde esta mañana. Aquí está a la aprobación de S.E.

—¡Es preciso que se revoque ese fallo!

—No lo veo fácil.

—Pero yo lo veo necesario. Con él se perjudican los intereses de mi familia hasta un punto que usted no puede concebir.

—Todo eso está bien; pero ...

—No hay pero que valga.

En fin, hable usted con el jefe, que, si quiere, mucho puede hacer.

* * *

Todos estos diálogos, y otros muchos por el estilo, oía don Simón a su entrada en los Ministerios, mientras se abría paso entre aquel enmarañado laberinto de pretendientes y otorgantes; y en semejante ocasión, como era bastante novel en el tráfico para haber perdido el rubor por completo, solían saltarle a la cara algunas chispas de él ..., lo cual no le impedía llegar con sus peticiones al punto en que habían de ser atendidas. Verdad es que él no iba a pedir nada para sí ni para su familia; pero también es cierto que pedía para sus amigos o protegidos, y que jamás, al pedir, preguntaba: ¿es justo?, sino ¿es posible?

El rubor, pues, de don Simón no dejaba de ser algo farisaico.

Pocas de estas visitas a aquellas verdaderas casas de contratación necesitó para conocer el ingrediente con que se adherían de una manera tan tenaz las huestes ministeriales al poder. Ciego hubiera sido para no verlo, y aun para no distinguir entre la nube invasora más de un rabioso oposicionista que tocaba el cielo con las manos cada vez que, fuera de allí, oía hablar de destinos concedidos al favor, o del caudal de la patria despilfarrado. Porque resulta que los gobiernos al uso, ya porque se les defiende, ya porque no se les pegue con mucha fuerza, lo mismo necesitan ser rumbosos con sus huestes que con las enemigas.

Lo que nunca vió bien claro don Simón fué lo repugnante del papel que él mismo desempeñaba entre aquellos hombres, de cuya conducta, y con razón, se escandalizaba. Muchos de ellos no vivían, sin embargo, de otra cosa, ni adivinar les era fácil de qué vivirían cuando en el cargo cesaran, o los suyos cayeran.

Pero él, hombre rico, mucho más, infinitamente más de lo que necesitaba para el sostenimiento, muy lujoso, de su corta familia, ¿por qué cobraba en credenciales y en preferencias de los Ministerios un apoyo a todo trance que daba al Gobierno, sin más criterio ni mayor dignidad que si fuera un suizo asalariado?

Y no es extraño que no lo viera. Merced a esos procedimientos, se plantan de un salto junto al poder supremo, y son dueños de echar por la ventana la casa de la nación, muchos hombres que, fuera de ella, no tienen una triste buhardilla en qué albergarse, y otros que, teniendo mucho más, necesitan subir a grande altura para conseguir que alguien los contemple y acaso los envidie. Don Simón, como sabemos, era de estos últimos. En él podía la vanidad lo que la ambición o el hambre en otros muchos.

Y si esto no fuera cierto, ¿por qué habían de hacerse las elecciones a garrotazos casi siempre? ¿Por qué un diputado, cuantas más veces lo es, con más afán desea volver a serlo?

Pues qué, ¿tanto abunda el verdadero patriotismo que sea necesario conquistar a tiros la molestia y el pesar de abandonar la propia casa y la familia y los negocios, por ir a cuidar de los ajenos?

XVII

Sabemos ya que don Simón, aunque muy halagado con la importancia que le concedía su propio cargo en las altas regiones en que éste pesaba algo, no estaba satisfecho. Su ambición de lustre abarcaba mucho más. ¿Qué era él todavía en la corte? ¿Quién hablaba del señor de los Peñascales, ni de la familia del señor de los Peñascales? ¿Qué periódico había cantado su opulencia, o la severa dignidad de doña Juana, o los atractivos de Julieta? Por ventura, aquellas resmas de prospectos, o aquellas circulares de industriales que «acaban de recibir el surtido para la estación», o las esquelas mortuorias, o los folletos insulsos que diaria y profusamente le llegaban por el correo interior y que al principio creyó muestras de una especial deferencia a su persona, pues le eran desconocidos los remitentes, ¿no se le enviaban a título de diputado a Cortes? ¿No los recibían igualmente todos sus colegas, muchos de los cuales no tenían sobre qué caerse muertos? Y fuera de estas distinciones y las que también conocemos, ¿de qué otras había sido objeto hasta allí?

Decididamente necesitaba hacer algo extraordinario en sus dos conceptos de hombre político y acaudalado personaje. Por ejemplo: pronunciar un discurso en las Cortes y dar un baile en su casa.

Sumido en tales meditaciones, paseábase una tarde en el salón de conferencias, solo y cabizbajo, cuando se le acercó un mozo de lustrosas patillas y retorcido bigote, agradable de rostro y pulcramente vestido, diciéndole con la mayor solemnidad:

—¡Saludo al señor de los Peñascales!

Volvióse éste y miró al otro atentamente; y como no lo conoció, quedóse sorprendido.

—A los hombres públicos—añadió el intruso, viendo la sorpresa de don Simón—les pasa mucho de esto. ¡Como son conocidos de tantos a quienes ellos jamás han visto!... Pero a bien que a mí, el temor de una fría respuesta no ha de quitarme el placer que recibo al estrechar la mano de una persona digna de todo mi respeto.

—Un millón de gracias por mi parte—dijo entonces don Simón, un poco envanecido con semejantes lisonjas, y aun recelándose si sería él más popular de lo que creía.

—No las admito, señor mío—contestó el mozo quebrándose a cortesías—. Deseaba estrechar su mano de usted; acabo de verle pensativo y solo, y he elegido esta ocasión.... Y a propósito de cavilaciones, ¿va usted a hablar mañana, quizá?

—¿Mañana?... ¿Mañana, dice usted?... Hombre, precisamente mañana, no ...—respondió don Simón desconcertado, por dos razones: porque le habían leído parte de su pensamiento, y esto no le gustaba, y porque se le hacía desde luego capaz de hablar en el Congreso, lo cual le halagaba sobre toda ponderación.

—Se me había figurado, no sé por qué—añadió el intruso—. ¡Como los periodistas estamos tan avezados a discutir hasta las fisonomías!...

—¿Conque es usted periodista?—exclamó don Simón más y más satisfecho.

—Hasta cierto punto, señor de los Peñascales.

—No comprendo ...

—Quiero decir—continuó el otro, afirmándose los lentes sobre la nariz—que soy periodista de devoción, no de profesión. Más claro: mato mis ocios y mis hastíos escribiendo la parte de política palpitante en un periódico batallador. Por lo demás, por inclinación y por carrera, soy diplomático.

—¡Hola!—dijo don Simón abriendo mucho los ojos—. ¿Agregado, quizá, a alguna embajada?

—Un poquito más.

—Secretario acaso ...

—Un poquito más, si a usted le parece.

—¡Caramba!—gritó aquí Peñascales, acordándose hasta de su hija—. En este caso—añadió—, ¿estará usted con licencia?

—No, señor: jubilado.

—¡Y tan joven!

—Señor de los Peñascales, la política no reconoce edades ni servicios.

—Verdad es.

—Sobre todo, cuando los funcionarios tenemos carácter y dignidad.

—También es cierto. Pero ¿no piensa usted volver a ejercer?...

—Lo veo difícil con este Gobierno, con el que no me reconciliaré jamás mientras yo observe que da al favor lo que debe al mérito.

—Según eso, ¿se cree usted postergado?

—Sólo sé, mi respetable amigo, que por mis antecedentes, por mis servicios prestados hasta el día en que cesé, me correspondía hoy una embajada de primera clase ...

—Y quizá le han ofrecido a usted ...

—Una indignidad, señor de los Peñascales ... lo que puede desempeñar un cónsul de tres al cuarto.

—¡Qué atrocidad!—exclamó don Simón sinceramente escandalizado.

—Pues así va todo, amigo mío. Pero a bien que no me extraña, porque soy viejo en esta casa, y conozco hasta sus menores escondrijos.

—Habrá usted sido diputado varias veces ...

—No he querido serlo ... o mejor dicho, han tenido siempre los gobiernos buen cuidado de hacerme en las urnas cuanta guerra han podido. ¿No ve usted que a los gobiernos como los de España no les conviene en el Parlamento hombres como yo?... Ahora me ofrecieron un distrito; pero era con el fin de hacerme olvidar, ¡mentecatos!, el desaire de la embajada, y especialmente para atar mis manos en la prensa: pues ya saben ellos que tienen cada día la existencia pendiente de mi pluma.

—¿Luego es usted de oposición?

—Le diré a usted: observo una actitud expectante. Amenazo de vez en cuando; transijo al ver que ceden, y vuelvo a la benevolencia.... Porque conozco que el país no está para escándalos ni para caídas ruidosas. ¡Ah ..., pues si no fuera por este patriotismo que me esclaviza!...

Y se dio dos golpecitos con el junquillo en una pantorrilla, mientras volvía a afirmar los lentes sobre la nariz. Don Simón, que le creía como artículo de fe, no cesaba de regodearse con la idea de que un hombre de tanto valer le conociera, le admirara y le juzgase capaz de hablar allí como el más guapo. Bajo esta impresión le dijo, pasados breves instantes de silencio:

—Pues volviendo a la pregunta con que me hizo el honor de saludarme, ha de saber usted que me sorprendió, tanto más, cuanto que estuvo a dos dedos de mi pensamiento.

—Naturalmente. Diplomático y periodista, ¡figúrese usted qué se me ocultará a mí!

—No es esto decir que mañana precisamente ...

—Es lo mismo, señor don Simón. Será pasado mañana, o dentro de unos días ...

—Podrá ser.

—Y ¿sobre qué va usted a hablar?—preguntó el periodista, sacando de su cartera unas cuartillas y un lápiz.

Aquí se vio cogido don Simón, que aún no había madurado el cuándo ni el asunto.

—Pues, hombre—respondió por decir algo—, pienso hablar ... sobre ... Ya se ve, ¡son tantas las cosas que uno ...!

—Vamos, ya le comprendo a usted. Versará el discurso sobre algún asunto importante para la provincia que usted representa.

—Cabalmente—exclamó don Simón, mientras el otro escribía con el lápiz en una cuartilla, sobre el mármol de la contigua chimenea.

—A ver si es esto—dijo a poco rato el periodista, leyendo al diputado lo que había escrito.

«Dentro de algunos días tratará en las Cortes el opulento diputado don Simón de los Peñascales un asunto de vital interés para el distrito que representa. La autoridad de que, por su brillante posición social, está revestido este digno miembro de la Cámara, y el talento que le distingue, hacen creer que la discusión será una de las más interesantes que, en su género, se promuevan en la presente legislatura.»

Don Simón se quedó extático. Cuando aquel párrafo se publicara, su nombre comenzaría a sonar tan recio como él deseaba; pero, una vez publicado, adquiría el compromiso de hablar, de hablar mucho, y de no hablar mal del todo. Así es que no pudo menos de decir al periodista:

—¡Canario, canario!... Usted me favorece mucho; pero ...

—¿Cree usted que le lisonjeo? ¡Bah!... Dejando aparte que usted se lo merece, y mucho más, aquí no se gasta otra cosa.

—Ya lo observo; pero así y todo.... ¿Y cómo se llama su periódico de usted?

El Ariete.

—Muy conocido, en efecto.

—¡Oh!, de primer orden. Desde mañana lo recibirá usted en su casa.

—Tantas gracias.

—Cabalmente son suscriptores también todos los hombres notables de la política y de la Bolsa. Sólo usted nos faltaba, como quien dice.

—En ese caso—dijo don Simón comprendiendo entonces la intención del periodista, que no era seguramente la de regalarle el periódico—, envíeme usted el recibo.

—A su tiempo, señor de los Peñascales. Con hombres como usted guarda la administración ciertos trámites de confianza. No los guardaría ciertamente con muchos de sus colegas de usted. ¡Aquí hay que tener más ojos que los de Argos!

—¡Hombre, usted exagera!

—¿Quiere usted que le trace algunas biografías? Le aseguro a usted que serán deliciosas.

—No hay para qué, no hay para qué—se apresuró a responder don Simón, como si temiera comprometerse con la oficiosa espontaneidad del diplomático; el cual añadió inmediatamente:

—Y su apreciable familia de usted, ¿se divierte en Madrid?

—Pshé.... Como todavía no conocen el terreno bien, por más que tenga muchas y buenas relaciones ...

—Cierto: faltan la intimidad de las provincias, el roce continuo, ciertas reuniones de confianza.... Y a propósito: creo haber entendido que pensaba usted dar algunas.

—¡Es usted el mismo demonio!—saltó don Simón, admirado de que también le hubiese leído su segundo pensamiento.

—¿Luego es cierto?

—Pshé ...—volvió a responder el pobre hombre, sonriendo de gusto.

—¡Magnífico dato para la Crónica de salones!—dijo el periodista, sacando sus avíos de nuevo y escribiendo a escape en otra cuartilla de papel.

Mientras esto hacía, admirábale más y más don Simón, no tanto por su extraño desenfado, cuanto por las consideraciones reverentes que parecía merecerle. Sin saber por qué, todo le interesaba en aquel hombre; por lo cual ardía en deseos de saber cómo se llamaba, y (¡vean ustedes qué curiosidad!) si era soltero.

Acabó de escribir el periodista, y leyó acto continuo a don Simón lo siguiente:

«Muy en breve contará la buena sociedad de Madrid con otro centro de amenidad y de elegancia. El opulento capitalista y diputado a Cortes don Simón de los Peñascales, y su distinguida familia, se disponen a recibir a sus numerosos amigos en sus espléndidos salones de la carrera de San Jerónimo.»

—¡Pero usted me compromete!—dijo don Simón, trémulo de gusto, al recibir aquella rociada de piropos-. ¿Y si no llego a dar esas reuniones?

—No habrá nada de lo dicho, y en paz. Pero ¿qué ha de hacer usted sino darlas? Los hombres ricos e ilustrados y que, como usted, tienen además una señora modelo de elegancia y de agrado, y una hija, conjunto de todos los hechizos imaginables ...

—Pero ¿qué sabe usted de todo eso?—preguntó don Simón hecho ya un caramelo.

—¿Ha podido usted acaso creer—respondió el diplomático, explotando a su gusto la candidez del diputado—que personas de la significación de usted pasan inadvertidas en ninguna parte? ¡Bah! Se le conoce a usted en Madrid casi tanto como en su provincia.

—¡Cielos, si será verdad!—pensó el bolonio; y añadió en voz alta—: Usted me lisonjea, sin duda.

—No es ese mi carácter, señor de los Peñascales—respondió el tuno haciéndose el ofendido.

—Quiero decir ...—se apresuró a rectificar el primero.

—Hagamos punto sobre ello, amigo mío.

—Puesto que usted lo desea, hagámosle. Y ¿podría saber su gracia?

—Arturo Marañas; y por añadidura, andaluz y soltero.

—¡Soltero también!—exclamó don Simón sin poder disimular su alegría.

—¿Y qué le choca?

—Nada, nada—rectificó, aturdido, el candoroso diputado—; sino que, como lo decía usted a continuación de su apellido, ¡ja, ja, ja!, me hizo mucha gracia.

—¡Ja, ja, ja!... Yo soy así—dijo el diplomático siguiéndole el humor—. Como nada debo, ni nada ni a nadie temo, doy todo mi pasaporte cuando me preguntan cómo me llamo.... Pero observo—dijo, interrumpiéndose de pronto y consultando su reloj—que con el placer de estar a su lado, olvido uno de mis deberes. Así, pues, si usted me da su permiso, vuelvo a mi tribuna a tomar algunas notas sobre la sesión de hoy.

—¡Pues no faltaba más sino que yo ...! Corra usted, amigo mío; y mil gracias por tantas bondades.

—Señor don Simón ...

—Señor don Arturo ...

—Hasta la vista.

—Hasta la primera.

Marchóse el mozo, y quedóse Peñascales hecho un papanatas. Aquel encuentro le parecía providencial. Un diplomático, y diplomático soltero; un periodista que anunciaba su futura peroración y sus reuniones en proyecto, y un probable encomiador de ambas cosas en la prensa. Todo esto en una pieza y a sus órdenes. Porque ya le era indispensable echar el discurso y abrir sus salones. Cierto que el nombre del diplomático, a quien tendría que convidar a las fiestas de su casa, no le sonaba a conocido; pero ¿estaba él en la obligación de conocer a todos los personajes políticos, hoy que tanto abundan?

En esto se oyó la campanilla de marras, y un su colega de la mayoría, que, por su apresuramiento y cara de vinagre, más parecía cabo de comparsas.

—¡Vaya usted a votar!—le dijo en tono desabrido.

—¿Qué voto?—le preguntó don Simón, disponiéndose a obedecer.

—Que —le respondió el otro, pasando de largo y rebuscando ansioso callejuelas y rincones, como pastor que junta su rebaño.

XVIII

Continuaban doña Juana y Julieta divirtiéndose cuanto podían en Madrid, pero no satisfaciendo por completo sus aspiraciones. Estaban lo bastante relacionadas para no concurrir solas al teatro, y para asistir de vez en cuando a algunas reuniones de medio carácter; pero no lo suficiente para figurar entre lo más rechispeante del buen tono madrileño, que era lo que ellas deseaban.

Esto entendido, calculen ustedes su asombro y descomunal alegría cuando don Simón las sorprendió con el periódico en el cual se estampaban los dos sueltos que conocemos, y con la noticia de que el autor de ellos era un elegante joven con sus barruntos de embajador.

Aquel día no se comió ni se hizo nada de traza en la casa. Leíanse los fascinadores párrafos cien y cien veces, arrebatando el pe riódico a Julieta doña Juana; a doña Juana don Simón, y a don Simón Julieta; y así una hora y dos horas, y toda la mañana y toda la tarde, sin cruzarse una palabra entre los tres individuos de la familia; pero riéndose todos, como idiotas, a cada instante; tal vez pensando en el efecto que estarían causando en el público las noticias, y ¿a qué negarlo?, en el elegante periodista.

Cerca ya del anochecer, y cuando empezaban a volver en sí los extasiados personajes, propuso doña Juana que se adquiriesen algunas docenas de aquel número de El Ariete, y que se inundaran con ellas el distrito de su padre y la capital de la provincia; proposición que fué aceptada con entusiasmo, por lo cual pasó el resto de la noche la apreciable familia empaquetando periódicos y escribiendo tantos sobres cuantas personas notables de su país recordaba.

No era todo, sin embargo, miel sobre hojuelas para don Simón; pues si lo de las fiestas era realizable desde luego, por ser los obstáculos vencibles con dinero, lo del discurso no dejaba de tener tres bemoles, dado que, hasta aquel instante, ni había probado sus fuerzas parlamentarias, ni siquiera elegido asunto para su estreno.

Escribíanle con frecuencia sus amigos de la ciudad y los electores del distrito, pidiéndole no sólo lo que ya hemos visto que él les conseguía sin dificultad en los Ministerios, sino otra multitud de gangas en forma de privilegios o de mejoras materiales, que no podían otorgarse sin el parecer de las Cortes. De la ciudad, por ejemplo, se le pedían franquicias más o menos latas para el comercio o la navegación, a título de no sé qué méritos contraídos por la plaza en determinadas crisis políticas ... o meteorológicas, pues cuando se trata de pedir, toda razón se alega por motivo justo: del distrito le exigían carreteras o canales; y tal cual elector, porque había perdido la cosecha, por obra de no sé qué plaga, pretendía que se le perdonara la contribución de aquel año, amén de dársele grano para la nueva siembra, y de declarar desde luego exento del servicio militar a un su hijo que debía entrar en el sorteo próximo.

En este arsenal de pretensiones pensó siempre inspirarse, para su discurso, nuestro diputado: con doble motivo había de pensarlo desde que el suelto del periódico le comprometía a hablar de asuntos de interés para su provincia. Pero entre tantos y tan varios como se ofrecían a su vista, ¿cuál era el más a propósito para lucirse el orador, ya que no el más atendible por su naturaleza?

Esta fué su gran cuestión durante algunos días, desde el en que palpó la necesidad de formalizar su antes vago propósito.

Tremendas y muchas fueron sus cavilaciones con este motivo. Al fin, y como aquel niño que, de repente, halla el resorte que imprime fácil movimiento a una máquina, hasta entonces inmóvil ante los más desesperados esfuerzos, hizo una zapateta y se dió tres manotadas sobre las nalgas, faltando así, por primera vez después de muchos años, a la compostura y circunspección que guardaba hasta con su propia persona.

Había logrado resolver la dificultad muy sencillamente. En lugar de elegir entre tantos un asunto solo, y de pedir una sola cosa, era preferible pedirlas todas y algo más. Esto, sobre proporcionar mayores bienes a su país, abría más ancho campo a su fantasía. Presentaría, pues, una proposición al Congreso pidiendo las franquicias para el comercio y la navegación, solicitadas por sus amigos; una carretera para cada pueblo, enlazadas con la general, y la exención de pago de contribuciones pecuniarias y de sangre a toda la provincia, por el año próximo venidero, en virtud de los méritos de la consabida plaga ... y de otras muchas razones que él sabría exponer, de tal modo, que no solamente llevaran al ánimo de los diputados el convencimiento, sino también el espanto y la consternación.

Firme ya en su propósito, comenzó a estudiar su papel, escribiendo a ratos y buscando en otros los gabinetes más solitarios de la casa, para manotear a su gusto y ensayar posturas interesantes delante de un espejo y detrás de una silla, en cuyo respaldo apoyaba sus manos para imitar en lo posible la posición que ocuparía en el Congreso el día en que hablara.

Su mujer y su hija, entretanto, con el parecer, la habilidad y los recursos prestados de un tapicero de fama, preparaban su casa para dar cuanto antes la primera reunión con el lujo que el público tenía derecho a exigir de «los opulentos señores de los Peñascales».

Cuando el templo estuvo convenientemente decorado, y las sacerdotisas bien vestidas, y el ambigú rumbosamente surtido, por consejo de personas conocedoras de las aficiones más exigentes de la buena sociedad, y las invitaciones repartidas, El Ariete publicó la siguiente noticia:

«En conformidad con lo que dijimos en nuestro número del tantos, en la Crónica de salones, esta noche inaugurarán los suyos los señores de los Peñascales. Sabemos que en ellos todo será digno, así de la brillante concurrencia que ha de llenarlos, como de la proverbial amabilidad y del exquisito gusto de las señoras de la casa, y de la bien acreditada prodigalidad del opulento patricio y esclarecido anfitrión.»

Y se abrieron, y se llenaron, en efecto; que para eso, a más de las intimidades de familia, había convidado don Simón a todo el Congreso de diputados, autorizándolos de paso para llevar a sus señoras, los que las tuvieran, o a las personas de su confianza; y en parte alguna del mundo civilizado se desaira una fiesta que, por remate, ofrece ocasión de regodear el estómago de balde.

No abusaré de la paciencia del lector contándole punto por punto lo que pasó en aquélla, ni le diré tampoco cuántos padres de la patria llevaban el frac mal sentado, como si no estuviera cortado a su medida, ni cuáles señoras de estos insignes patricios iban hilvanadas con las marchitas rebuscaduras del baúl, ni qué familias visibles de la corte estaban representadas allí por apuesto mancebo o seductora dama. De algo de esto y mucho más dieron detallada cuenta al día siguiente los periódicos que lo tienen por costumbre, y en ellos consta todavía.

Unicamente debo dejar consignado que Julieta estaba hecha una real moza, y que no se separó de ella un solo instante el consabido diplomático de El Ariete; que doña Juana no cabía en la casa, de satisfecha, soplada y bullidora; que don Simón se desvivía por obsequiar a todo el mundo, a pesar de hallarse algo contrariado por la circunstancia de que un inesperado Consejo de Ministros había impedido a alguno de éstos honrar la casa con su presencia; y, por último, que la concurrencia, deseando corresponder de un modo digno a tantos obsequios, bailó de firme; registró toda la casa; murmuró en cada rincón de la simplicidad del dueño y de la estrepitosa cursilería de su señora; desafinó el piano; desgajó, con parte de los tabiques, dos cortinones; se chupó o se embolsó medio millar de ricos habanos, y dejó el ambigú como si sobre él hubiera pasado un huracán. Ni migas quedaron allí.

Por la razón apuntada más atrás, no reproduzco algunos párrafos de los dedicados a la fiesta por El Ariete al día siguiente, en los cuales se decían de Julieta cosas peregrinas a propósito de sus ojos negros, sedosas pestañas, morena tez y túrgido seno; pintándola como la realidad del sueño más oriental, y poniéndola por encima de todas las sultanas habidas y por haber. Claro está que estos piropos eran hijos de la ardorosa fantasía del joven diplomático.

Pero en defecto de estas y otras sabrosísimas lucubraciones, he de transcribir una carta que doña Juana escribió a cierta su amiga íntima de la ciudad, al día siguiente de la fiesta, y que, corregida por mí, únicamente en lo más indispensable de la ortografía, para mejor inteligencia del lector, al pie de la letra decía así:

«Ya habrá usted visto por los papeles, cómo pensábamos dar en casa reuniones de tono. Pues, amiga de Dios, todo lo que allí se dijo fue pantomina, comparado con lo que resultó anoche. ¡Ay, doña Regustiana de mi alma! Déjeme tomar aquí vientos, porque, de resultas, tengo la cabeza como una zambomba, y el palagar en carnes vivas. Pues, como la decía, lo de la noticia primera fué alcuerdo de un embajador soltero, que viene mucho a casa (y esto resérvelo en secreto, por si acaso), que además escribe en papeles públicos. Pues, amiga, la gente que aquí vino anoche, fué mucho de todo. Le digo a usted que los coches no cabían en la calle; y del ruido que metían entendí que el padimento se polvatizaba.

»Como mi marido es tan vistoso en las Cortes, y de los que más figuran, vinieron horror de diputados con sus familias; y estuvo en un tris que no vinieran dos ministros, íntimos amigos de Simón. Pero otro día vendrán, si Dios quiere; que estas funciones han de repetirse. Pues a lo que la iba. Tumultos de gente vinieron también de fuera de las Cortes, y todas las amigas de casa, y mucha sociedad del buen tono que ya nos trataba.... Hija, no es alabanza; pero ¡cómo cantó este mal demonches de Julieta, y qué manos las suyas para teclear el peano! Le digo a usted que la casa se despampanaba después con el palmoteo. El embajador estaba enflático de entusiasmo. No sé en lo que parará esto del embajador; pero (y encúltelo mucho) si va de la que va, le digo a usted que no sé en qué va a parar.

»Pues estaba la casa adornada con mucho gusto; pues le aseguro a usted que en Madrid se consiguen los imposibles en hubiendo dinero largo. Teníamos hasta gúfaros (búcaros querría decir doña Juana), y llegaban hasta el portal la alfombra y las estautas.

»Aunque todo era gente muy circunspuesta, gloria daba ver cómo se divertían bailando e hiciendo miles diabluras toda la santa noche sin resollar. Pues lo que estaba manífico era el amegud que nos puso el fondista en el comedor; pues como no le regateamos el precio, puso el hombre allí de cuanto Dios crió, con su pastalagrás (paté foie-gras, sin duda), y su pavo tupé (truffé). Así es que la gente decía, a voz en cuello, que otra como ella no se había visto en Madrid en jamás de los jamases. Pues le aseguro a usted, doña Regustiana, que por bien empleado dábamos el dineral que nos costaba, al ver cómo todo aquel señorío tan principal se lo iba envasando al cuerpo sin más ni más. Pues no sé de ónde ha salido el dicho de que esta gente fina gasta remilgos para comer; que, por cierto y mi vida, le aseguro a usted que mayor franqueza que en mi casa tuvieron en la mesa, no la tendrán en la suya. Mire usted, doña Regustiana, que al ver cómo despachaban cuanto había por delante, y al no conocer lo principal y regalona que era aquella gente, cualisquiera creería que mucha de ella había venido a mi casa a matar el hambre. Pues vea usted si había franqueza en la reunión. Así es que cuarto que gaste usted en Madrid, en seguida luce. Da gusto, hija. Conque hemos quedado muy animados a poner otro amigud al primer baile que tengamos, que será luego, según de satisfechos que quedamos.

»Hoy no hablan de otra cosa los papeles, y ahí le mando una docena de ellos para que reparta a las amigas, a más de los que mandará Simón por el correo.

»¡Mucho, mucho papel hacemos aquí, y mucho más nos espera si a Simón le sale bien la soflama que va a echar en Cortes! Lo que es él mucho manotea en los ensayos que tiene en su cuarto consigo mismo. Siempre levantará en cuajo a algún menisterio, y le obligará S.M. a tomar cartera. Pues yo lo sentiría, porque el hombre está ya demasiado contrito de trabajo; y aunque con ello tendría una más inflas, y podría ir a palacio como a su casa, la salud es lo primero, doña Regustiana; que a perro ladrador, la cebada al rabo.

»Pues Julieta estrenó un vestido de color de huevo estrellado, con sobrefalda de puf, y un enderezo de rubines y trompacios. Yo llevaba cuerpo alto y falda de media cola.... En fin, ya lo verá usted en los papeles, que lo relatan sin quitar un pelo.

»Pues desearé que me diga usted lo que se cuenta por ahí de nosotros con estos triunfos tan atroces.

»Julieta no escribe, porque está durmiendo. A mí se me caen los pálpagos de sueño, porque, hija, no he pegado el ojo desde antanoche; y por eso no soy más opípara en esta carta. Otra vez la contaré lo que ahora me callo, que le aseguro a usted, doña Regustiana, que es mucho y bueno.

»Conque reciba usted muchos besos de Julieta y atentos osequios de mi esposo; y con expresiones a las amigas, se despide hasta otra esta su servidora, que de veras la estima,

JUANA ALUBIÓN DE LOS PEÑASCALES.»

XIX

Pasaron días, y con ellos fueron creciendo las intimidades entre Julieta y el diplomático, hasta el punto de vérselos como la sombra y el cuerpo en calles, paseos y espectáculos; siendo de advertir que don Simón, no solamente lo consentía, sino que lo fomentaba con reiteradas atenciones hacia aquél, y con desmedidos elogios de sus prendas cuando de él hablaba en familia. En cuanto a doña Juana, era madre, y además tonta, y además vanidosa. ¿Cómo no había de entusiasmarse con aquel joven que, sobre ser un personaje, la llenaba a ella y a toda su casta de incienso en los periódicos y de lisonjas en la conversación? ¿Cómo no pagarle con todo género de deferencias la popularidad que iba dando en Madrid a la familia Peñascales? Y ¿qué podría suceder al cabo? ¿Que Julieta y Arturo llegaran a mirarse como nacidos la una para el otro? Pues mejor que mejor. ¿No era ella rica? ¿No era él un personaje? ¿No era joven? ¿No tenía talento y elegancia?

Verdad es que, hasta aquella fecha, con ninguna credencial había demostrado el embajador que lo hubiera sido real y efectivamente; pero ¿no bastaban su aserto, y, sobre todo, las familiaridades que se permitía con ministros y diputados en el salón de conferencias?

De todas maneras, ya pensaba don Simón pedir, con cierto tino y cuando cayera la pesa, los necesarios informes a persona que pudiera dárselos.

Por de pronto, consultaba con él algunos puntos que debía tocar en su discurso, y aceptaba agradecido las enmiendas que le hacía y los consejos que le daba acerca del uso de ciertas frases y determinados arranques.

Presentado había ya su proposición a las Cortes, cuando fué llamado con gran urgencia por el Ministro de la Gobernación, su especial amigo.

Acudió a la cita más que de prisa; encerróle S.E. en el camarín más oculto de su despacho; y después de pasarle la mano por el lomo y de regalarle una breva,

—¿Cómo anda usted de fondos en Madrid?—le preguntó en seco.

Don Simón se quedó petrificado. Aquella pregunta, después de los otros preparativos, le hizo temer que el Ministro le buscara la bolsa. Conoció éste, como si se los leyera en la cara, sus recelos, y se apresuró a decirle, soltando la carcajada:

—No lo pregunto para pedírselos prestados, señor don Simón.... Amigo, los hombres ricos tienen ustedes la tranquilidad en un hilo.

Volvió a petrificarse entonces don Simón; pero fue de abochornado al ver descubierta su ruin sospecha; y como para enmendarlo, respondió con grandes aspavientos:

—¡Ah, señor Ministro! Me juzga usted muy mal. Ya usted sabe que cuanto soy y tengo está a su disposición.

—Muchas gracias—contestó con sorna su excelencia—. Pero, felizmente, no se trata ahora de eso, sino de todo lo contrario.

—¡Cómo!—exclamó Peñascales abriendo mucho ojo.

—En una palabra, deseo demostrar a usted que el Gobierno es buen amigo de sus amigos, revelándole, en confianza, la ocasión de hacer un buen negocio.

—¡A ver, a ver!—dijo con ansia don Simón, arrimándose más al Ministro.

—Ya usted sabe—continuó éste—cómo estamos autorizados, por un rasgo de confianza que nunca agradeceremos bastante a las Cortes, no solamente para arbitrar recursos con los cuales podamos vencer los gra vísimos obstáculos que entorpecen la marcha desembarazada del Tesoro, ínterin se discuten los nuevos presupuestos, sino para decidir a nuestro gusto el cuándo y el cómo; en fin, que se nos han dado amplias facultades para contratar.

—Conformes.

—Pues bien: el Gobierno tiene ya su plan formado, su resolución hecha.

—Adelante.

—Y como usted es uno de sus mejores amigos, mis colegas y yo deseamos enterarle, antes que al público, de ciertos pormenores, a fin de que, como hombre de negocios, se prepare ... y ... ya usted me entiende.

—¡Tantísimas gracias! Pero esos pormenores....

—Voy allá. El Gobierno.... Y ¡por Dios!, sea usted en esto reservado como una mazmorra; el Gobierno va a hacer un empréstito por suscripción. Emitirá papel con un interés anual de veinte por ciento.

—¡Aprieta!

—Mis colegas y yo hemos creído que un cebo semejante es el mejor atractivo. Las oposiciones dirán que lo hacemos porque está el Tesoro en quiebra, y porque el que se ahoga no mira el agua que bebe; pero le aseguro a usted que quien tal diga no estará en lo cierto. Por su parte, el Ministro de Hacienda se compromete a demostrar a usted que el empréstito, a pesar de ese interés, se hace en condiciones ventajosísimas para el Estado.

—Posible es—observó don Simón arrugando la cara.

—No he concluído todavía—añadió su excelencia—. El papel se emitirá a setenta por ciento.

—¡Santa Bárbara!

—¡Otra ventaja para el suscriptor!

—¡Ya, ya!—refunfuñó don Simón.

—¿No le parece a usted bastante claro todavía el negocio?—preguntóle con picaresca sonrisa el Ministro.

—No es eso precisamente—respondió indeciso el diputado—. Es que, por regla general, no me gustan los negocios en papel.

—Pero cuando el papel produce un veinte y se compra con un descuento de treinta ...

—Bien, ¿y qué?

—Que con el cebo de ese interés extraordinario ..., ¡figúrese usted!

—Sí; pero no veo yo garantías ...

—¿Qué más garantía que el favor del público?

—Además, señor Ministro, y ésta es la pura verdad: yo no tengo en Madrid más fondos que los estrictamente indispensables para cubrir mis atenciones de familia, ni puedo distraer de mi casa de comercio grandes sumas.

—Pues si usted tuviera que hacer eso— dijo entonces el Ministro, encareciendo mucho sus palabras—, ¿qué importancia tendría la consideración que quiere guardar a usted el Ministerio?

—No comprendo ...

—¡Si cabalmente se trata aquí de que haga usted la jugada sin desembolsar un cuarto, o poco más!

—Si usted se explicara ...

—¿Cree usted, alma de Dios—continuó el Ministro exagerando el tono declamatorio de su discurso—, que un papel que se emite a setenta con un interés de veinte, no subirá otros veinte ..., diez, siquiera, al siguiente día de cubierto el empréstito ..., al abrirse éste quizá? Pues vende usted en el acto, y de este modo hace usted en un par de días el negocio del siglo.

—Sí: eso es el a b c del oficio—dijo don Simón con un poquillo de desdén—; pero ¿y si en vez de subir baja?

—Amigo, ¡si se cae el cielo!... Pero ¿cómo ha de bajar un papel semejante en cuatro días?

No era don Simón tan tirolés en negocios como en política; por lo cual estuvo largo rato defendiéndose de los desinteresados apremios del Ministro.

Pero la verdad es que le halagaba no poco la consideración de que, si bien se corrían riesgos al tomar un papel tan barato y de tan pingües rendimientos, en cambio, si llegaba a mantenerse firme, se hacía el negocio más bonito que pudiera imaginarse. Y como tanto le empujaba el estímulo como le detenía el temor, faltábale energía para adoptar una resolución terminante.

En estas dudas le sorprendió S. E., que leía en su cara como en un libro abierto.

—¿Conque resueltamente no se anima usted?—le dijo, en su afán de obligarle más y más.

—El caso es arduo—respondió don Simón mirándose las puntas de los pies.

Conociendo S. E. que por aquel camino no llegaba al fin que se proponía, se resolvió a echar por el atajo, y, en consecuencia, se expresó así:

—Debe usted considerar, además, que el tomar ese papel será un acto eminentemente patriótico, atendidas las circunstancias extraordinarias que obligan al Gobierno a crearle.

—Sin duda alguna; pero ...—respondió don Simón, sin dar más lumbres.

—Tan patriótico—añadió el Ministro—, que, teniéndolo en cuenta el Gobierno, ha resuelto ..., ¡y esto sí que ha de ocultarlo usted hasta de su propia sombra!

—Por de contado—dijo don Simón, sintiendo excitada su curiosidad—. Y ¿qué es lo que ha resuelto?

—Distinguir de una manera honrosa a los seis mayores suscriptores.

—Y ¿cuál es esa manera?—preguntó don Simón entonces, cegado ya por la vanidad.

—Se trata—respondió el Ministro, hablando muy bajo y mirando alrededor, como si temiera ser oído—de repartir entre los seis citados suscriptores cuatro títulos nobiliarios y dos grandes cruces.... Y ésta es otra de las razones que yo he tenido, por encargo de mis colegas, y aun de S.M., para hablar a usted antes que a nadie; pues nos consta que el empréstito va a tener muchos golosos, y nosotros deseamos que sus ventajas recaigan en hombres tan dignos de ellas como usted.

Mucho amaba don Simón a su caudal; pero no hasta el punto de no ser capaz de sacrificar una gran parte de él a cambio de una corona para sus membretes y carruajes, y de un pergamino que le elevase al nivel de la más encopetada aristocracia. No podía el Ministro, por consiguiente, haberle puesto un cebo más estimulante. ¿Lo sabía S.E.? Yo no lo diré, aunque bien pudiera. Lo que me cumple consignar es que a don Simón se le llenó la boca de agua; le palpitó el corazón con inusitada violencia; le temblaron las piernas, y, como por encanto, le desaparecieron aquellos reparos que antes le impedían ver en la compra del papel un negocio ventajoso. ¿Por qué había de bajar el papel y no subir? Y si bajaba, ¿qué valdría toda la pérdida? Y de todas maneras, ¿cómo desairaba él a S. M. que, por lo visto, tenía empeño en ennoblecerle?

Todo esto y mucho más se le ocurrió a don Simón en un solo instante; y de tal modo influyó en su ánimo, que sólo le tuvo para decir al Ministro, con mucho miedo de parecer demasiado exigente:

—Si usted me permitiera meditar un poco sobre el particular ..., aplazar mi respuesta hasta dentro de unos días ...

Demasiado conocía el Ministro que semejante proposición era un modo, como otro cualquiera, de ocultarle don Simón que le había convencido la promesa del título nobiliario. Así es que, accediendo con gusto a su petición, le dijo después, para obligarle más:

—Una sola cosa debo añadir a usted, por remate de nuestra conversación; y es que el Gobierno, gracias al concurso de hombres tan importantes como usted, está asegurado para mucho tiempo, y que mientras viva, ese papel ha de merecerle una protección decidida.

—Mi apoyo—repuso don Simón, más blando que un guante—no ha de faltarle mientras yo le vea dispuesto a velar por los intereses del país.

—Mañana le daré a usted otra prueba más de que el bien del país es su único afán ...

—¿Mañana, dice usted?

—En el supuesto de que apoye usted su proposición ese día, como asegura hoy El Ariete.... Y a propósito: tiene usted buenos amigos en la Prensa.

Don Simón, que no había leído todavía la noticia que le citaba el Ministro, rindió en el fondo de su corazón un nuevo tributo de gratitud al incansable celo del diplomático, y respondió:

—Favor inmerecido que me dispensan.

—Justicia que se le hace a usted, amigo mío. Y aun me atrevería a asegurar a quién se la debe.

—¿De veras?—preguntó don Simón con ansiedad, creyendo llegada la ocasión de saber lo que deseaba acerca del joven Arturo.

—¡Es el mismo diablo ese chico!—dijo sonriendo S.E.

—Luego ¿le conoce usted?

—¿Y quién no le conoce en Madrid?... Digo, en el supuesto de que sea el que yo creo, como me lo dan a entender el periódico, el estilo de los sueltos y sus frecuentes paseos con usted en el salón de conferencias.

—¿Luego usted alude ...?

—Al insigne Arturo Marañas.

—En efecto, le conozco, pero superficialmente ...; quiero decir, que no hay entre nosotros ...

—Por supuesto, amigo mío. ¿Cómo había yo de creer que había otro género de tratos entre un hombre como usted y una persona semejante?

—Pues yo le creía un ... medio personaje—replicó don Simón, disimulando el mal efecto que le causaron las últimas palabras del ministro, que añadió:

—Hoy lo parecen todos, señor de los Peñascales.

—Y aun jurara—insistió éste—que le había oído decir que pertenecía al cuerpo diplomático.

Su excelencia soltó la carcajada.

—Luego ¿no es cierto?—exclamó don Simón—. Luego ¿no ha representado nunca a España en ninguna corte extranjera?

El ministro volvió a reírse con toda su alma.

Don Simón entonces soltó también su poco de carcajada; pero su risa era la del conejo. Después exclamó:

—Pero ¿es posible que con tal descaro se mienta?

—¡Si cabalmente lo que más gracia me hace en ese hombre—dijo al cabo S.E.—es su especial habilidad para mentir sin faltar por completo a la verdad!

—No comprendo ...

—¿A usted le ha dicho, quizá, que ha sido embajador?

—Poco menos ...; y que los gobiernos han combatido siempre en las urnas su candidatura, por el miedo que les inspiraba.

—¡Ja, ja, ja!

—Por lo cual no ha logrado todavía salir diputado.

—¡Ja, ja, ja!

—¿Conque no es cierto, eh?

—¡Ni con cien leguas!

—¡Qué demonio de chico!—exclamó entonces don Simón, pellizcándose los muslos.

—Recuerdo—continuó el ministro—que una vez se le dió una comisión extraordinaria, que nadie había querido aceptar, para la costa de Africa, con motivo de unos náufragos que estuvieron a punto de ser engullidos por aquellos bárbaros; y me consta que varias veces le han sido rechazadas sus pretensiones de presentarse en un distrito como candidato ministerial. A esto llama él, sin duda, pertenecer al cuerpo diplomático y ser temible a los gobiernos.

—¡Evidentemente!

—¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja!—repitió a regañadientes don Simón, creyendo saber ya demasiado y poniéndose en pie.

—¡Si hay cada gato en Madrid—díjole el ministro, levantándose también—, que se pierde de vista!... Y no lo digo precisamente por el joven Arturo, de quien, en honor de la verdad, nada sé que pueda afrentarle, aparte de ese afán que muestra siempre de darse una importancia que no tiene. Pero abundan otros pájaros de mucha cuenta, de los cuales hay que huir como de la peste.

—¡No me duermo yo sobre la paja!—observó don Simón, queriendo decir un chiste.

—Por lo demás—añadió S.E. llevándole hasta la puerta de su despacho—, excuso recomendarle de nuevo el asunto que aquí nos ha reunido, y la más completa reserva por unos días.

—En cuanto a reservado—dijo don Simón hinchándose mucho—, no es por alabarme; pero soy lo mismo que un alcornoque.

—Me consta, amigo mío—repuso el ministro sonriendo, quizás sin segunda intención.

Y nuestro diputado bajó las escaleras echando chispas. Se le figuraba que tardaba demasiado en llegar a su casa para cerrar las puertas de ella al diplomático de pega. Si el día antes hubiera hecho las averiguaciones que acababa de hacer respecto de este personaje, en el acto habría roto con él todo género de relaciones: ¿cómo no proceder así desde el momento en que estaba abocado a ser título de Castilla? ¿Qué diría la aristocracia vieja si le veía cultivando el trato de un charlatán semejante?... Pero ¿sería tiempo todavía de evitar algo que sospechaba? ¿Estaría Julieta tan resuelta como él a cortar todo trato con aquel hombre?... Pero si no lo estuviera, ¿cuándo mejor que entonces habían de servirle de algo sus derechos de padre y de jefe de familia?

En estas y otras cavilaciones, llegó a casa; tan oportunamente, que se encontró en ella al joven Arturo en íntima conversación con Julieta, mientras doña Juana se hacía la desentendida, removiendo sillas y muñecos que estaban muy en su lugar.

—Señor don Arturo—dijo sin otro ceremonial don Simón, al aparecer en escena—, tengo que hablar con usted, a solas unas cuantas palabras.

El interpelado, tan fino como siempre y no sospechando lo que iba a sucederle, tomó el sombrero que tenía sobre una silla, se levantó de la que ocupaba, y dijo al recién llegado:

-Estoy siempre a la disposición de usted.

Don Simón le condujo hasta el vestíbulo; y echando una mano al pasador de la puerta de la escalera, le dijo muy serio:

—Como yo nunca miento, creo siempre a los hombres por su palabra. Creyendo las de usted, le abrí mi corazón y las puertas de mi casa. Hoy he sabido que no es usted digno del uno ni de la otra, y le planto de patitas en la calle.

Y abrió la puerta de par en par.

Arturo, de pronto, se puso pálido; pero recobrando en seguida su serenidad, calóse el sombrero, y respondió con descaro y cierta altivez:

—Nada hay en mi vida cuyo recuerdo pueda abochornarme; por lo tanto, le exijo a usted una explicación de esas palabras que me ha dirigido en son de afrenta.

—¡No necesito dar más explicaciones que ésta!—dijo don Simón, empujándole hasta la escalera y cerrando en seguida la puerta.

Arturo, al verse tratado así, rugió de ira; y no sabiendo qué partido tomar en momentos tan críticos, satisfízose, por de pronto, con arrimar la boca al ventanillo y gritar con todas sus fuerzas:

—¡Estúpido!... ¡Tiembla por ti!

Y bajó en seguida la escalera, como si le llevaran los demonios.

Pero don Simón oyó la amenaza y tembló; no de miedo a la muerte, sino de horror a la palabra ¡estúpido! con que le bautizaba aquel hombre, el mismo que tantas veces había ponderado su talento. ¿Cuándo le había dicho la verdad?

Aturdido por esta duda, se dirigió al gabinete en que habían quedado su mujer y su hija; y sin tomar nuevo aliento, les refirió lo que acababa de hacer y lo que, como causa de ello, le había contado el ministro. Doña Juana se quedó hecha una estatua; pero a Julieta le centellearon los ojos. Pocos momen tos después se enredaba una agitadísima discusión entre aquella familia, hasta entonces modelo de paz y de armonía. Don Simón estaba resuelto a que Arturo no volviera a poner los pies allí. Julieta, que había sabido por multitud de respuestas, arrancadas a su padre, que en la conducta de aquél no había de censurable más que el afán de darse importancia, protestaba contra una medida tan violenta; y doña Juana apoyaba a su hija. Don Simón insistía en sus propósitos, y se abroquelaba en sus indiscutibles derechos.

Pero Julieta era más difícil de someter de lo que a su padre se le había figurado hasta entonces. Bajo aquella capa de glacial desdén, se ocultaron siempre un corazón fogoso y una voluntad de hierro. Sólo había faltado a estos elementos, para dejarse sentir en toda su fuerza poderosa, algo que los estimulara. Este estímulo le tenía ya en Arturo, en su recuerdo gratísimo.

—En la ciudad—dijo, entre otras cosas, Julieta a su padre—, todos los pretendientes a mi mano le parecieron a usted indignos de ella, por juzgarlos hombres de poca importancia; y como ninguno me interesaba, renuncié a ellos sin grande esfuerzo. En Madrid, parecía haberse hallado el tipo del marido que me convenía. Presentáronmele, hiciéronme conocer su talento y su hermosura; y cuando ha llegado a interesarme, cuando quizá ... le amo, se le arroja para siempre de mi lado por un delito que es cabalmente, aunque en otra forma, el pecado capital de mi propia familia. ¡Y se pretende ahora que con la facilidad con que se le cierran las puertas de esta casa, le cierre yo las de mi corazón!... ¡Esto es imposible!

Don Simón no supo qué responder a esta parrafada. Estaba admirado de su hija, a quien jamás había creído mujer de tal tesón ni de semejante elocuencia. En cuanto a doña Juana, no sólo la aplaudió con todas sus fuerzas, sino que la dió un apretado abrazo.

Entonces comprendió don Simón que no bastaban sus propios elementos para conjurar los que se le ponían enfrente, y se decidió, como los malos predicadores, a sacar el Cristo para conmover más fácilmente. Así, pues, confió a su mujer el secreto del fascinador título nobiliario, y la preguntó en seguida, con el acento más dramático que pudo, si le parecería regular proteger los amores de su hija con un perdulario semejante, cuando estaba próxima a ceñir sus sienes ... acaso con la ducal corona.

No se engañó don Simón, en cuanto al efecto que se prometía, en su mujer a lo menos, de este argumento; pues doña Juana, como si le hubiera recibido en medio de la nuca, descompuesta y febril, comenzó a fulminar tempestades sobre su hija, porque, con sus locos amores, quería desautorizar a su familia ante la ilustre clase a que ya se daba por perteneciente.

Al ver tan loca intemperancia, Julieta, por toda respuesta, miró a su madre con un gesto que daba la medida exacta de la capacidad de doña Juana; lanzó otra ojeada no menos expresiva ni más lisonjera a su padre, y salió del gabinete para encerrarse en el suyo, en el cual devoró en silencio muchas lágrimas de ira, y tal vez echó los cimientos de algún propósito rebelde.

Y como don Simón no tenía mucho tiempo que perder, se fué a su despacho, desprendiéndose a duras penas de su mujer, que no se cansaba de preguntarle cómos y cuándos, y se puso a escribir al encargado de su casa de comercio, ordenándole que, a vuelta de correo, le librase cuantos fondos tuviera disponibles y le dijera con qué otros podría contar y en qué fechas.

En seguida se dedicó a repasar su discurso, el cual debía pronunciar al día siguiente. Pero ¡con qué ánimos ensayaba! La discordia había entrado ya en su casa, y el hombre que debía ser su panegirista al otro día, acababa de llamarle ¡estúpido! a sus barbas, y probablemente se lo repetiría muy luego en letras de molde. ¡Oh!..., ¡si le hubiera sido posible retirar del Congreso su proposición! ¡Si el demonio no le hubiera tentado para presentarla! ¡Si, a lo menos, los compromisos de su posición jerárquica le hubieran permitido retardar unos días el rompimiento!... Pero ya no tenía enmienda. El abismo estaba abierto, y era preciso lanzarse sobre él. A bien que al otro lado le esperaban un ilustre pergamino, objeto de las ambiciones de la mitad de su vida, y la gloria de su nombre en la admiración del país. ¿No era corto el espacio comparado con las alas?

XX

Y llegó el instante fiero.

Un secretario leyó en el Congreso la proposición de nuestro diputado, y el presidente dijo en seguida:

—El señor de los Peñascales tiene la palabra para apoyarla.

Jamás oyó el aludido un estruendo tan horripilante como el que formaron estas palabras en sus oídos.

La proposición, por sus extraños términos, había adquirido cierta celebridad en el Congreso, y el orador se estrenaba con ella. Todo esto contribuyó a que los diputados, contra lo que esperaba don Simón por único consuelo, permaneciesen en sus bancos. El trance en que se le ponía era superior a sus fuerzas. Y para acabar de perderlas, en el momento de levantarse para hablar, vió en la tribuna de periodistas, que tenía en frente, a su jurado enemigo, de pie, en primer término, con el lápiz en una mano y el papel en la otra, mirándole con ojos de basilisco. Más que a tomar nota de las palabras del diputado, parecía dispuesto a dibujar su caricatura. Las demás tribunas, llenas como siempre. Felizmente su familia se había quedado en casa, por no querer Julieta salir de ella.

Pálido como la muerte, y trémulo de espanto, se levantó don Simón de su banco, y se apoyó con ambas manos en el delantero. Quiso hablar y le faltó la voz. Pidió por señas un vaso de agua, y mientras se le traían, se limpió la boca con el pañuelo; tosió e hizo cuanto es de rigor en casos de angustia semejante. Un ujier se le acercó con dos vasos llenos en una bandeja. Bebióse el contenido de uno sin resollar. Poco después halló voz en su garganta, y dijo: «Señores diputados.... » ¡Nueva dificultad! No se le oía. Quiso decirlo más recio, y lo dijo a gritos. (Risas.) Bajó de tono, pero no se puso en el conveniente. Así recorrió todos los de la escala, y no dió con la tessitura hasta la séptima embestida. Pero había perdido en el tanteo la poca serenidad que le quedaba. Entonces se tragó el segundo vaso de agua; y al ver desocupados los dos, el ujier puso a su lado otra bandeja con otros tres. (Carcajadas en escaños y tribunas.) Don Simón sintió entonces trocarse su angustia en desesperación. Hizo un esfuerzo supremo, y se tiró de pechos al asunto, como pudiera haberse tirado desde un balcón a la calle, si junto a sí le hubiera tenido abierto. ¡Así salió ello! En su vértigo desatentado, trocó todos los frenos; y viendo las cosas del revés, pidió que se abriera un canal en cada habitante de su provincia, y que se eximiera del pago de la contribución a todas las carreteras de aquel país, como era justo ... y contingente, según pensaba demostrarlo. Pero la ebullición del Congreso llegó entonces a parecerse a una tempestad, y el honorable diputado, sintiendo hundirse el suelo bajo sus plantas y desplomarse el techo sobre su cabeza, cortó de pronto el hilo de su enmarañado discurso, y concluyó en seco. Levantóse en seguida en el banco azul su amigo el ministro de la Gobernación, a asegurar al aturdido diputado que el Ministerio estaba dispuesto a secundar, en cuanto le fuera dable, el propósito contenido en la proposición que acababa de apoyarse; mas a pesar de esto y de haber sido tomada en consideración por el Congreso, don Simón no pudo consolarse. La corrida que acababan de darle había sido mayúscula, y temblaba también por la que le daría «el país» si leía su discurso tal cual había sido pronunciado.

Por ver si tenía enmienda, se fue más tarde a la redacción del Diario, y allí le tranquilizaron un poco. Siguiendo la costumbre establecida, se le dijo que se pondría lo que él quisiera, para lo cual dejó sobre la mesa todo su discurso, tal como se le había corregido Arturo cuando aún era su amigo.

Del mal, el menos.

Aquella noche se acostó temprano y no durmió; pero, en cambio, sudó copiosamente.

Al otro día no tuvo valor para hojear los periódicos de oposición; pero una fuerza irresistible le hizo fijarse en El Ariete. Primero leyó su discurso en el extracto de la sesión, y se admiró al ver qué bonito estaba. En seguida clavó su vista en la Crónica parlamentaria; y entonces estuvo a pique de morirse de repente, al leer, entre otros, nada lisonjeros para él, estos renglones:

«La proposición del diputado Peñascales, célebre desde ayer en los fastos parlamentarios, es una verdadera monstruosidad en la forma y en el fondo; y bien seguro es que no hubiéramos dicho de ella lo que dijimos al anunciarla, si la hubiéramos conocido entonces como la conocemos ahora. Esa misma monstruosidad hace muy difícil, si no imposible, que se la pueda presentar a la Cámara como hija de una verdadera necesidad de los pueblos, a cuyo beneficio se encamina. Para empresa tan colosal no bastan las fuerzas del más hábil tribuno. ¡Qué efecto había de causar ante las Cortes, apoyada por un ignorante ridículo, que cree que es lo mismo sumar columnas de guarismos qué hablar ante la representación del país! Responda por nosotros la sesión de ayer. Y cuenta que no sentimos lo ocurrido en ella por la gloria del orador, corrido allí como una liebre, pues por muchas que sean sus presunciones, no debe, en su estulticia ingénita, aspirar a mayores triunfos; sino por el prestigio del Parlamento y por la dignidad del Ministerio, que acogió bajo su amparo un asunto que pasó los límites de lo grotesco.»

Cuando tales cosas decía de él un diario ministerial, que poco antes le había puesto en los cuernos de la luna, ¿qué no dirían los que, amén de ser de oposición, no tenían que guardarle miramiento alguno? Jamás supo el pobre hombre hasta qué punto le maltrató aquel día la prensa de todos matices. Y no fué poca su suerte en ignorarlo, pues la sospecha de ello solamente le tuvo tres días en la cama, a caldo colado.

Cuando se levantó, entre la montaña de cartas que se le habían aglomerado en la mesa de su despacho, halló tres que merecieron su preferencia. La una era de sus amigos de la ciudad, que le felicitaban por el triunfo obtenido en las Cortes al defender tan brillantemente los intereses de su país. «Con este golpe—le decían entre otras co sas—, ha tapado usted la boca a los que aquí se permitían murmurar de su ciego ministerialismo, bien probado con el voto que dió al Gobierno en la cuestión del empréstito.»

Revivió con esta incensada el amortiguado espíritu de don Simón, y en el acto se puso a contestar a sus amigos, dándoles las gracias y asegurándoles que en la ya próxima discusión de los presupuestos demostraría a sus murmuradores cuán leve era su adhesión al Ministerio, comparada con su amor al país que representaba.

La segunda carta era de su apoderado. Le remitía letras por valor de veinte mil duros, y ponía a su disposición cuarenta mil más para dentro de quince días, y otros veinte mil para fin de mes, fechas en las cuales tenía la casa esos vencimientos que cobrar de las acreditadísimas A ... y B ..., y cubiertas todas sus atenciones del momento.

La tercera carta era del ministro, el cual le participaba, en confianza, que el empréstito estaba a punto de abrirse.

El caso era de apuro para don Simón. Resuelto a hacer una hombrada en lo del empréstito, los ochenta mil duros de que podía disponer le parecieron poca cosa, y, por consiguiente, una miseria los veinte mil del momento. ¿Qué valían éstos para aspirar él, como principal suscriptor, a la ofrecida recompensa? ¡Habría tantos banqueros que le aventajarían por triplicado! Podía ir comprando papel a medida que le fueran remitiendo fondos; pero ¿y si se cubría el empréstito el primer día? ¡Adiós título nobiliario entonces!... No le quedaba otro remedio que hacer dinero a todo trance; y lo más sencillo le pareció girar a cargo de su casa las cantidades, y a las fechas marcadas por su apoderado, y negociar las letras en la Bolsa.

Y así lo hizo.

XXI

Don Simón consiguió muy fácilmente ser, no de los primeros, sino el primero entre los primeros suscriptores, porque el empréstito tuvo pocos golosos. Pero el Ministro no le concedió el ofrecido premio. Al abrirse aquél, volvió a combatirle, desbordada, la prensa de oposición; probó, sin gran dificultad, que semejante operación era el síntoma más evidente de la bancarrota que amenazaba; cundió la desconfianza, y del primer tirón bajó el papel diez por ciento. ¿Cómo había de colocarse el resto? Y no colocándose todo, ¿cómo había de saber el Gobierno quién merecía los títulos de nobleza y las grandes cruces?

Pero ¡bueno estaba el Ministerio para pensar en tales fruslerías! Al desastre del empréstito había seguido otro no menos grave para los Ministros. Una contradanza de gobernadores y una hornada de altos funcionarios se habían hecho indispensables en aquellos días; y como las vacantes eran menos que los diputados ministeriales, hubo entre éstos disgustos, discordias y desavenencias, ya por razón de despecho, ya por razón de estómago; cundió la indisciplina, y de la noche a la mañana se halló el Gobierno en grave riesgo de perder la mitad de sus huestes. Entonces tomó la política ese aspecto edificante, que es la delicia de los hombres libres y la mostaza del sistema. Cabildeos por acá, reuniones por allá, ofertas de este lado, súplicas del otro, grupos en aquel rincón, voces en este pasillo, citas a deshora, carruajes que van, personajes que intervienen.... Y entretanto, la prensa hablando de crisis; refiriendo idas y venidas; resultados que se esperan; fines que se temen; bofetones que se dieron, y lances de honor que se arreglan.

Para colmo de complicaciones, había empezado en el Congreso la discusión de los presupuestos, ¡cosa rara!; y el Gobierno, que había prometido dejar la cuestión libre a sus diputados, como las oposiciones le cercenaban los ingresos y el empréstito no se cubría, no tuvo más remedio que hacer cuestión de gabinete la aprobación de ciertos capítulos.

Entonces fué cuando Peñascales perdió la serenidad y se echó de bruces en el agitado mar de la política.

Su situación no era para menos. Por compromiso adquirido con sus amigos y aun con su propia conciencia, debía votar todo aquello que tendiera a aliviar las cargas de los agobiados pueblos.... Y cabalmente iba a darse la batalla primera en los artículos que recargaban desatentadamente la propiedad territorial, ya de muy antiguo gravada con impuestos insoportables. Y él era representante de un distrito rural! Pero tenía comprometida la mitad de su fortuna, acaso toda ella al día siguiente, en un negocio cuya única garantía era la conservación del Ministerio que le había metido en el ajo; Ministerio a la sazón tan inseguro por las deserciones ocurridas en sus filas, que un solo voto de más o de menos podía salvarle o perderle. ¿Cómo votaba él con la oposición?...

No vaciló siquiera. Con cuerpo y alma se dedicó, y con mayor empeño a medida que el día funesto se acercaba, a predicar la paz y la concordia entre las fuerzas disidentes. ¡Loco intento el suyo!... Aquellos políticos, al revés que él, cuando más hundido veían a un Gobierno, con menos interés le miraban; y en cuanto le consideraban moribundo, como ya nada podía darles, corrían a agruparse en derredor de los hombres indicados para sucederle en el poder.

Cuando don Simón se hubo penetrado de esta ya vieja teoría parlamentaria, se dió a los demonios, y hasta se atrevió a decir iracundo a algunos desertores:

—Pero ¿qué patriotismo es ése? ¡Ayer apoyando al Gobierno, como al mejor de los posibles, y hoy combatiéndole por una nimiedad!

—Y ¿qué patriotismo es el de usted?—le contestaron.—¡Votar contra los intereses de los pueblos, por salvar los que tiene usted comprometidos con esta gente!

La réplica no tenía vuelta; y ya sudaba don Simón por falta de una, cuando el Ministro se le acercó. Insinuándosele éste con un discreto tirón de la levita, le llevó hasta el pasillo más obscuro, y allí le dijo muy callandito:

—¡Animo, amigo mío! La cosa marcha bien. ¡Firme con ellos, y cuidado con dejarse seducir por esa patulea de hambrientos! Su título de usted está firmado ya, y el empréstito cubierto, a juzgar por las últimas noticas transmitidas al Gobierno.

Y dejando a don Simón más turulato de lo que estaba, cogía S.E. a otro diputado y le decía algo que pudiera halagarle; mientras a Peñascales le agarraba un disidente, y pintándole con vivos colores la situación de la patria, y ofreciéndole en nombre de su partido torres y montones, ponía al Ministerio y a los ministeriales como trapos de fregar.

Y en estas vertiginosas evoluciones, todo el Congreso durante muchos días; el Ministerio prolongando el debate cuanto le era dado para alejar la votación hasta tanto que pudiera ganarla, o convencerse de que la tenía perdida; la prensa desatada, y los centros administrativos cruzados de brazos, esperando la resolución de la inminente crisis que acabaría con un cambio completo del personal; en el cual caso, ¿para qué dar una plumada más?

Entretanto, la muerte del Gobierno era inevitable. Los diputados que le quedaban fieles, lo eran a causa de haberse visto complacidos en aquello mismo en que habían sido desairados los disidentes. ¿Cómo atraer a éstos y no perder a los otros, no habiendo cebo para todos?

Y el día de la votación avanzaba rápido, a pesar de los subterfugios del Gobierno; y los periódicos se desgañitaban descomponiendo en cifras las fracciones del Congreso. Según el cálculo más lisonjero que podían hacer los ministeriales, el Gobierno iba a ser derrotado ¡por tres miserables votos!

—¿Para cuándo son las pulmonías y los cólicos cerrados?—exclamaba, al leerlo, don Simón en su despacho, y sin pararse ya en barbaridad más o menos.

¿Reflexionaba así el Ministerio? Tal vez; pero no se le traslucía. Nada más fácil a éste que inutilizar media docena de diputados hostiles por medio de otros tantos autos de prisión, o de falsos telegramas que los alejasen de Madrid el día crítico; pero ¿estaba él seguro de que apelando a estos extremos, aunque muy parlamentarios, nada buenos, no le exterminasen las oposiciones otros tantos auxiliares, con una paliza, por ejemplo?

No había, pues, otro remedio que tomar los acontecimientos como se presentaran.

Y llegó así el día fatal; y aunque los cabildeos y la efervescencia no cesaron un instante, y don Simón votó con tal ira y tal ímpetu que arrancó carcajadas a las tribunas, el Gobierno perdió el pleito; y como no tenía a la mano un decreto dado por la regia prerrogativa, dióse por muerto y presentó su dimisión.

Peñascales entonces, creyendo ver un abismo abierto a sus pies, cayó con un síncope, entre la rechifla de las huestes victoriosas.

XXII

El nuevo Ministerio parecía complacerse en deshacer cuanto su predecesor había hecho. Eran ambos de una misma familia; y sabido es que las guerras intestinas son tanto más encarnizadas cuanto más afines son los beligerantes. Los periódicos ministeriales sacaron a la luz de la publicidad todos los trapillos del Gobierno caído, y hubo especial empeño en hablar de los cuatro títulos de nobleza y las dos grandes cruces consabidas, y en trastear particularmente a don Simón, como a novillo bravo.

Con estas tendencias del nuevo Ministerio, el papel del empréstito bajó hasta la mitad de su valor.

Tal fué el primer caldo que tomó Peñascales al convalecer del sofocón que le tumbó en el Congreso al caer el Gobierno que le protegía.

El segundo caldo fue todavía más amargo.

Faltaban dos días para vencer los primeros giros que había hecho a cargo de su misma casa, y seguía bajando desastrosamente el papel en que había invertido aquellos fondos, cuando recibió el siguiente lacónico telegrama de su apoderado:

«Casa A ... suspendió pagos; necesito fondos vencimientos pasado mañana. Consternación plaza

Este golpe era terrible para don Simón. Se recordará que con lo que debía entregar la casa A ... a la suya contaba ésta para pagar los cuarenta mil duros girados por aquél. ¡Qué desquiciamiento no sufriría la máquina de sus negocios, para llenar tan enorme vacío con recursos destinados a otras atenciones indispensables! ¡Qué serie de complicaciones no podría traer la quiebra de una casa tan importante como la que acababa de suspender los pagos! ¡Cómo se presentarían las cosas a fin de mes, época en que vencían los otros giros! Y entretanto, ¿qué hacía él para ayudar a su casa, con ochenta mil duros invertidos en un papel que no valía diez mil, vendido en el acto?

¡Entonces sí que maldijo con todo su corazón la hora en que salió de su casa, y el momento en que se decidió a pisar el campo de la política y a dejar las apacibles tareas de sus fáciles negocios; a trocar el prestigio y la consideración de que gozaba entre los prohombres de su país, por una ilusión de grandeza, que, en realidad, sólo le había valido desengaños, y empezaba a amenazarle con la ruina y la miseria!

No cabiéndole el susto en el corazón ni hallando sus pulmones aire bastante en el recinto de su despacho, salió en busca de su familia para desahogar con ella una parte siquiera de la angustia que le asfixiaba; pero no tuvo necesidad de recorrer mucho camino, porque a la mitad de él se tropezó con doña Juana, que venía buscándole, pálida, con la boca abierta, las manos sobre el cogote y los ojos extraviados. Creyéndola enterada del desastre por alguna noticia particular, la dijo con el mayor desaliento:

—¿Conque ya lo sabías?

—¡Hace diez minutos nada más!—respondió doña Juana, trémula y tartamudeando.

—¿Quién te lo contó?

—Nadie.

—No puede ser eso. Alguno te ha dicho ...

—Repito que nadie. Viendo yo que no salía de su cuarto a la hora acostumbrada, fuí allá para ver si estaba enferma. Entro, y no la hallo; la busco por toda la casa, y no parece; llamo a la doncella, y tampoco está en casa; vuelvo a su gabinete, y veo la cama sin deshacer, su ropero en desorden y vacío el cofrecillo de sus alhajas.

—Pero ¿de quién me estás hablando?—gritó el infeliz Peñascales, dominado de pronto por una horrible sospecha.

—De Julieta—respondió con igual asombro doña Juana—; de Julieta, que debe de haber huído de casa anoche o esta mañana muy temprano.... Pues ¿de qué otra cosa venías a hablarme tú?

Doña Juana no obtuvo respuesta a esta pregunta, porque su marido cayó al suelo como un tronco, sin soltar el telegrama que llevaba en la mano. Apoderóse de él doña Juana, por ver si hallaba un poco de luz en tan pavorosa obscuridad; y aunque no comprendió por la lectura de las desvencijadas frases toda la verdad, temió lo más malo; y como en todo era extremosa, se desplomó sobre su marido, formando los dos cuerpos en el suelo un solo montón, y no pequeño.

Poco después de volver ambos en sí, entregaron a don Simón una carta, con sello del correo interior. Era de Julieta, y decía:

«Cuando ustedes reciban ésta, hará muchas horas que he abandonado esa casa, amparada por el elegido de mi corazón; el mismo a quien ustedes arrojaron de ella. Estoy en la de una persona de toda respetabilidad, hasta tanto que no se me conceda el más cordial beneplácito para unirme ante Dios al que ya es dueño de mi libertad. Si este mi deseo vivísimo les merece una respuesta favorable, diríjanmela por el correo, que yo cuidaré de recogerla en la lista. Si con el silencio me responden, me acogeré al derecho que me da la ley, pues estoy resuelta a todo, menos a renunciar a un enlace en el cual fundo toda la felicidad de mi vida.

»Comprendo la magnitud del dolor que a ustedes causará la forma violenta de mi inquebrantable resolución, y le lloro con el alma, porque es muy grande el amor que les profesa su desgraciada hija,

»JULIETA.»

¿Necesito pintar el efecto que produjo esta carta en el atribulado matrimonio? Seguramente que no. Don Simón y su mujer podrían ser todo lo bestias que se quisiera para no comprender la inminencia de ciertos peligros en un carácter como el de Julieta; pero, al cabo, eran padres de ésta, y la amaban con delirio.

En su afán de recobrarla, pensaron en poner en juego a la policía, dando parte del suceso hasta al Gobierno, si fuese necesario; pero ¿no equivaldrían estos pasos a publicar su propia deshonra? Preferible era proceder de otra manera más sigilosa para hallar la oveja descarriada. Pero vuelta ésta al redil, sola, y en el supuesto, nada aventurado, de que el suceso hubiese transcendido, por muy honrada que volviera, ¿habría muchas perso nas que lo creyesen, y, entre éstas, una que se atreviera a pedir su mano? Más aún: ¿se atrevería a concederle la suya el mismo hombre que la había robado, si llegaba a advertir que el caudal de la fugitiva estaba expuesto a deshacerse como la nieve al sol?

Todas estas y otras análogas reflexiones se hicieron al instante sus acongojados padres, que al fin se decidieron a poner en el correo una carta, según la cual accedían «de buena gana» a los deseos de Julieta, con la condición de que ésta tornase pronto al paterno hogar.

Hecho esto, procedió don Simón a vender de cualquier modo el papel que tenía del empréstito y a remitir a su casa su mezquino valor.

XXIII

Pocos días después se celebraron las bodas de Julieta y Arturo, hechas las paces y prometida de ambas partes la más cordial intimidad para lo futuro. Pero don Simón, al mostrarse afable y complacido en la fiesta, sólo reía con la cara. Su corazón estaba herido por el desengaño triste que le había dado la violenta resolución de su hija, y por el no más alegre que le costaba la mitad de su fortuna. Doña Juana estaba hecha una simple, y tan pronto reía como lloraba. Arturo y Julieta eran, en cambio, completamente felices en aquellos momentos. Pero ¿qué novios no lo fueron el día de la boda y aun algunos después?

Que El Ariete habló largamente de la boda de la «hermosa Julieta de los Peñascales con nuestro compañero el distinguido escritor y diplomático don Arturo Marañas», no hay para qué decirlo, porque se supone fácilmente; pero, ¡ay!, a don Simón no le pasó de las narices aquel incienso: conservaba mucho más adentro el recuerdo martirizador de la palabra estúpido, con que le había calificado el mismo que quizá redactaba aquellos lisonjeros párrafos, y sabía de memoria los que había dedicado la misma pluma a su desastre parlamentario. Doña Juana era la que todavía se pagaba mucho de esas cosas, y las aceptaba con entusiasmo, por el efecto que harían en la ciudad, para la cual anunciaba El Ariete la inmediata salida de los recién casados, con toda su familia.

XXIV

Y salieron, en efecto; mas no como principio de un largo viaje de recreo, según afirmaba el periódico, sino porque a don Simón le urgía mucho volver a su casa para enterarse del verdadero estado de sus negocios, y prevenirse, si le era dable, contra nuevos desastres.

A su llegada tuvo visitas sin cuento, felicitaciones sin número, y hasta serenatas; pero todo ello le supo a rejalgar; porque la quiebra que le había cogido los cuarenta mil del pico, había hecho vacilar a otras casas, con las cuales tenía también la suya no pocas relaciones, resultando de semejante complicación que se vió muy mal para llenar sus compromisos a fin de mes.

Cumpliólos al cabo; pero no sin ver mermada su fortuna en más de dos terceras partes, y, lo que fué aún más triste, su crédito comprometido.

Entonces enteró a su yerno de cuanto le ocurría; y Arturo, que se había propuesto brillar en el ancho campo de la política a expensas de su suegro, halló más conveniente, si no más placentero, pedir a éste un atril en su escritorio y ayudarle con todas sus fuerzas a levantar el edificio que parecía desmoronarse.

Aceptó la oferta de buen grado don Simón; y como el otro no era tonto, ayudado de su interés particular, ya que no de sus inclinaciones naturales, que eran bien opuestas al comercio, hízose en poco tiempo un pinche de primera fuerza, y llegó a ser un comerciante en toda regla.

Las últimas noticias que yo tuve de esta apreciable familia, la pintaban en camino de recobrar la hundida fortuna, pero muy lejos todavía de conseguirlo; doña Juana se había quedado mema de un aire perlático; Julieta tenía dos hermosos niños; Arturo dirigía la casa de comercio, y don Simón había sido expulsado del Casino por haber dicho en pleno Senado, en una de sus tertulias más borrascosas, estas sencillísimas palabras, hijas legítimas de sus desengaños, que tan caro le costaban:

—El mal no está en que, por casualidad, salga de un mal tabernero un buen ministro, o un gran alcalde, o un perfecto modelo de hombres de sociedad; la desgracia de España, la del mundo actual, consiste en que quieran ser ministros todos los taberneros, y en que haya dado en llamarse verdadera cultura a la de una sociedad en que dan el tono los caldistas como yo.


Publicado el 10 de agosto de 2017 por Edu Robsy.
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