La Alhambra

Manuel Fernández y González


Cuento, Leyenda


Leyendas árabes
LEYENDA I. EL REY NAZAR
I. LA COLINA ROJA
II. LA CASITA DEL REMANSO
III. LA DAMA BLANCA
IV. BEKRALBAYDA
V. UNA HISTORIA MUY SENCILLA
VI. EL REY NAZAR VISTO POR EL LADO HISTÓRICO
VII. EL REY NAZAR VISTO POR EL LADO DE ADENTRO
VIII. LA VENTA DE UNA MUGER
IX. DE CÓMO EL PRÍNCIPE MOHAMMET ESTUVO Á PUNTO DE SER AHORCADO POR LADRON
X. LA TORRE DEL GALLO DE VIENTO
XI. DE CÓMO EL REY NAZAR COMPRENDIÓ QUE NO PODIA SER FELIZ
XII. EL PALACIO DE RUBIES
XIII. LA SULTANA LOCA
XIV. LO QUE SE VEIA DESDE LA TORRE DEL GALLO DE VIENTO
XV. UNO PARA CADA ALMENA
XVI. UNO PARA CADA CAUTIVO
XVII. ¡EL REY NAZAR SE HA VUELTO LOCO!
XVIII. ¡EL REY NAZAR ES UN SABIO!
XIX. EL SURCO DEL REY NAZAR



LEYENDA II. EL MIRADOR DE LA SULTANA
I. ¿SULTANA Ó ESCLAVA? ¿AMANTE Ó HIJA?
II. LA MEJOR NOCHE DEL REY NAZAR
III. DE CÓMO LA SULTANA WADAH CREYÓ EN LA RESURRECCION DE LOS MUERTOS
IV. EN QUE YSHAC-EL-RUMI HACE PENSAR AL REY NAZAR
V. CELOS Y MISTERIO
VI. MISTERIOS
VII. EL PERGAMINO SELLADO
VIII. EN QUE SE DA FIN Á ESTA MARAVILLOSA HISTORIA



LEYENDA III. EL ALMA DE LA CISTERNA



LEYENDA IV. LA PUERTA DEL JUICIO
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII



LEYENDA V. LA TORRE DE LA CAUTIVA. CONTINUACION DE LA ANTERIOR
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI



LEYENDA VI. LA TORRE DE LOS SIETE SUELOS. CUYO FINAL SIRVE DE EPÍLOGO Á LAS
DOS ANTERIORES.
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
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XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
XXXIX
XL
XLI
XLII
XLIII
XLIV
XLV
XLVI
XLVII
XLVIII
XLIX
L
LI
LII
LIII
XLIV
APUNTES HISTÓRICOS
I
II
III
V
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV



LEYENDA VII. EL PATIO DE LOS LEONES
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X. LA SULTANA ZORAIDA
XI. EL SULTAN BOABDIL
XII. LAS CAÑAS SE VUELVEN LANZAS
XII. LA BATALLA
XIV. EL CIPRES DE LA SULTANA
XV. LA CÁMARA DE LOS LEONES
XVI. EL JUICIO DE DIOS
XVII. LOS PRONÓSTICOS
XVIII. SIGUEN LOS PRONÓSTICOS
XIX. EL TRIUNFO DEL AVE MARIA
XX. LA AGONIA DE GRANADA
XXI. LA TOMA DE GRANADA
XXII. EL SUSPIRO DEL MORO
EPÍLOGO
CRONOLOGÍA DE LOS REYES DE GRANADA

Leyendas árabes

LEYENDA I. EL REY NAZAR

I. LA COLINA ROJA

Por los tiempos en que acontecian los sucesos que vamos á referir, esto es: por los años de 1240 de la era cristiana, y 637 de la Hegira, el monte en que se levanta la Alhambra, tenia un aspecto enteramente distinto del que hoy tiene.

No se veian las esbeltas torres orladas de puntiagudas almenas, con sus estrechas saeteras y sus bellos ajimeces calados; ni los robustos muros que enlazan estas torres; ni las cúpulas destellando bajo los rayos del sol los cambiantes de sus tejas de colores; ni la torre de la Vela con su campana pendiente de un arco, ni el palacio del Emperador, ni el bellísimo Mirador de la Sultana, ni mucho menos la modesta torre de la iglesia de Santa María: ni siguiendo la ladera del monte de la Silla del moro, el verde y florido Generalife con sus galerías aéreas, y su altísimo ciprés de la Sultana, ni más allá, sobre el Cerro del sol, el famoso y resplandeciente palacio de los Alijares.

Nada de esto existia aun: solo se veía una colina áspera, pedregosa, de color rogizo, cubierta de retamas y espinos; en el estremo occidental, de esta colina se alzaba únicamente una vieja torre, especie de atalaya de origen y antigüedad dudosos; pero que conservaba algunos vestigios de haber andado en su construccion los fenicios; y en la parte media de la colina, en la direccion de Este á Sur, las ruinas de un templo romano consagrado á Diana.

Esta colina se llamaba la Colina Roja.

A escepcion de las ruinas del templo y de la atalaya, ninguna otra habitacion humana se veía en ella, y en cuanto á los montes que mas adelante se llamaron la Silla del moro y el Cerro del sol, estaban completamente abandonados á los lagartos y á los grillos.

En las ruinas del templo no habitaba nadie, como no fuese momentáneamente algun bandido ó cazador furtivo, ni en la atalaya vivian mas que algunos soldados moros, que desde aquella altura observaban la Vega y las fronteras, para avisar el peligro en el caso de que los cristianos fronterizos hiciesen alguna entrada.

No era, sin embargo, esta la única torre fuerte que existía en Granada: en la colina que entonces se llamaba de Albunest, y hoy de los Mártires, se alzaba el castillo de las Torres Bermejas, dentro de cuya jurisdiccion murada, se encerraba una pequeña poblacion llamada Garnat-Al-Jaud, ó Granada la de los judíos, y sobre la colina en que se estendia el Albaicin, teniendo á sus faldas el Zenet y el barrio del Hajeriz se alzaban los fuertes muros y las torres chatas, cuadradas las unas, redondas las otras, de la alcaza Cadima, y mas allá el antiguo palacio que antes de la construccion de la Alhambra habitaban los emires árabes, y los primeros reyezuelos moros de Granada, construido por Aben-Habuz, y llamado por él mismo Casa del Gallo de viento.

Pero á pesar de la aridez y soledad de la Colina Roja, el panorama que desde ella se descubria era encantador; procuraremos describirle, si es que pueden describirse aquel cielo radiante, que parece transparentar en su límpido azul la luz de los ojos de Dios: el verdor inmarchito de aquella tierra de bendicion: la nítida blancura del manto de nieve de las montañas y su puro matiz de cobalto, procuraremos hacer sentir á nuestros lectores la belleza sin igual de aquel jardin de delicias, que sirve de alfombra mágica al trono de la hermosa ciudad á quien llamaban los moros, la cándida y la clara.

Levántase al Oriente una montaña altísima, siempre cubierta de nieve, á la que sirven de base, grupos de montañas azules, escalones maravillosos de aquella maravillosa pirámide construida por la palabra de Dios: esta montaña es Sierra Nevada: nace en ella el Genil, que torciéndose entre valles odoríferos, bajo la sombra de los álamos, orlado de flores, arrastra su clara corriente sobre arenas de plata, y desemboca en la estendida Vega, atravesándola en toda su estension hasta los montes de Loja, aumentando su corriente por el raudal del humilde Darro, que se une á él á los pies de Granada, habiendo atravesado antes, desde su nacimiento, pintorescos valles, y dividido la Colina Roja del barrio del Hajeriz, con sus ruidosas linfas, que ruedan sobre arenas de oro.

Y esta magnífica llanura que se llama la Vega, que nace á los pies de Sierra Nevada y se estiende hasta la volcánica Sierra Elvira, deja ver desde la Colina Roja, bajo el diáfano horizonte que recortan las lejanas sierras al Poniente, sus mil aldeas blancas como nidos de tórtolas, con los humildes campanarios de sus iglesias, con los leves penachos de humo de sus hogares, entre bordaduras de colores, que tales parecen las alamedas con su verde esmeralda, los olivares con su verde oscuro, los riachuelos y las acequias que brillan entre los sembrados, cuya diversidad de matices hace parecer á la Vega, valiéndonos de una frase muy usada por nuestros poetas, un chal de colores bordado de plata, y luego levantándose en anfiteatro sobre aquella Vega, á la derecha y á la izquierda de la Colina Roja, dos montes cubiertos por la poblacion mora; y en esta poblacion brotando entre las casas, como ramilletes en su búcaro, grupos de cipreses, de naranjos, de limoneros; y entre estas casas con sus pardos tejados, y entre estos ramilletes de verdura con sus vivos esmaltes, torreones altivos y robustos muros, campanarios y miradores: y sirviendo de dosel á todo esto el Cerro de Santa Elena, y el del Aceituno, y la Silla del moro y el Cerro del Sol; y sobre este, al otro lado de un Occéano de aire y de luz la Sierra Nevada, que viene á ser el diamante del magnífico anillo de montañas que rodean á Granada y á la Vega.

Quien no ha visto el cielo de Granada no puede comprender hasta qué grado de luz y de esplendor alcanza el dia: quien no ha visto sus árboles, no puede saber á cuanta fuerza de esmalte alcanza la vegetacion, quien no ha dormido entre flores, al lado de una fuente, en los cármenes del Darro, no puede formar una idea de hasta donde puede ser armonioso, ese himno que consagra la creacion al Creador, en el magnífico acorde de los pájaros que cantan, las frondas que zumban, los arroyos que murmuran, los insectos que vuelan, el aura que suspira en largas é indolentes ráfagas. Andalucía es el jardin del mundo, y Granada es el edem de Andalucía.

Pues bien: esas sierras blancas ó azules, esa vega matizada, esas aldeas que salpican esa vega, esos rios que la atraviesan, esas colinas cubiertas de casas, de jardines, de torreones, y el firmamento azul que alumbra con su radiante luz todo este maravilloso conjunto, es el panorama que se veía hace mas de seis siglos desde la Colina Roja, y que se ve hoy, aunque modificado en la parte de poblacion por los cambios que el tiempo efectúa en las obras de los hombres.

Por la situacion de la colina en que ha sido construida, por el panorama que desde ella se descubre, por el cielo que la alumbra, la Alhambra es el alcázar mas bellamente situado del mundo.

En 1240, si bien Granada era ya la perla de los musulmanes españoles, si tenia cuanto bello y maravilloso puede producir la naturaleza, la faltaba el magnífico acrópolo que debia ser la corona de magestad de la reina de Occidente.

Este acrópolo debia ser la Alhambra, y lo fué.

Hemos contraido el empeño de relataros la historia de ese alcázar maravilloso: no esa historia árida y severa que solo se ocupa de sangrientas conquistas y horrorosas catástrofes; no la historia de la construccion con su lento desarrollo y la insoportable descripcion del edificio, detalle por detalle, sino la historia romancesca, con todo su palpitante interés: queremos recoger, compilar en un solo libro, los dramas que en el recinto de aquel alcázar se han representado; queremos recoger en una copa todas las lágrimas que en él se han vertido; queremos haceros sentir, aspirar, los estremecimientos, los latidos de los corazones que allí han amado, que allí han odiado, que allí han sufrido; queremos consignar las hazañas y las traiciones que allí han tenido lugar; queremos hacer pasar delante de vuestra vista, como los espectros de una linterna mágica, los reyes, las sultanas, las esclavas del harem, las leyendas de encantamentos, los misterios de cada uno de aquellos retretes, las citas de enamorados en aquellos sombrosos y floridos jardines, al rayo de la luna; queremos levantar delante de vosotros generaciones muertas, y presentároslas llenas de vida, con su generoso valor, sus amores, sus ódios, su civilizacion y su grandeza; queremos, en fin, que sepais cuánto vale el pasado de ese alcázar que se asentaba sobre cuatro montes, y del cual solo queda hoy una pequeña parte mutilada.

Tal es el difícil empeño que hemos contraido: para llevarle á cabo, es necesario que nos anticipemos á la construccion de la Alhambra.

Por eso os hemos llevado al sitio en que fué construida.

Por eso al llevaros á la Colina Roja, os la hemos presentado árida y desierta.

II. LA CASITA DEL REMANSO

Era el oscurecer de una lánguida tarde de primavera.

Los soldados moros que hasta entonces habian vagado alrededor del viejo torreon de la Colina Roja, habian penetrado en él; se habia cerrado su puerta de hierro, y poco despues una espiral de humo habia aparecido saliendo de una saetera junto á las almenas.

En las ventanas de las casas de la Villa de los judíos y del Albaicin, empezaba á verse acá y allá el reflejo de las lámparas en el interior de las habitaciones.

La luna llena, con su bello color nacarado, asomó sobre la cumbre de la Sierra Nevada, se elevó lentamente é inundó con su blanda luz las distantes montañas, perdidas tras la neblina, la vega cubierta con un velo de vapores, y la ciudad que levantaba como fantasmas sobre las colinas sus torreones y sus alminares.

La Colina Roja estaba desierta; pero un momento despues de la salida de la luna, quien hubiera estado oculto entre las retamas y los jaramagos que cubrian las ruinas del templo de Diana, hubiera visto aparecer por entre una oscura grieta, enteramente cubierta de espinos, una forma humana.

Miró con recelo en torno suyo, y cuando vió que la Colina estaba completamente desierta, adelantó recatadamente, y deslizándose por entre las escabrosidades del terreno, atravesó la cima y bajó á la carrera por la vertiente que iba á concluir en el valle del Darro.

Luego siguiendo la corriente del rio arriba, atravesando con frecuencia su escaso raudal, que serpeaba entre los altos barrancos que se llaman todavía las Angosturas del Darro, continuó su marcha por espacio de una hora, y no se detuvo sino en un lugar donde el rio hacia un profundo remanso, apilando su corriente como en un estanque, en una ancha y profunda hondonada del terreno.

El lugar en que el incógnito se habia detenido, era sumamente pintoresco; anchas y tupidas cortinas de yedra cubrian las cortaduras de aquel ensanchamiento circular que tenia la forma de un gigantesco anfiteatro. Las dos estrechas aberturas por donde entraba y salia el rio, estaban unidas como por un pabellon flotante, por cortinages de enredaderas que descendian hasta la corriente: sobre los bordes de las cortaduras, como verdes cabelleras, se levantaban las frondas odoríferas de los árboles frutales; brillaba la luna en la tranquila agua del remanso, y en los blancos muros de una casita que se veia en la márgen opuesta entre álamos y cipreses: delante de esta casa se veia un jardin, el perfume de cuyas flores traia consigo el aura de la noche, y un ruiseñor enamorado cantaba entre la espesura uniendo sus cadenciosos trinos al monótono murmullo del rio.

Al lado opuesto en la estrecha faja de arena pedregosa que dejaba libre el remanso, se veia una negra abertura entre la maleza, que servia sin duda de entrada á una gruta.

El incógnito miró en torno suyo, y despues de contemplar indolentemente cuanto le rodeaba, se sentó sobre una gruesa piedra á la orilla de las aguas.

La luna le iluminaba de lleno con su blanca luz.

Era un mancebo como de veinte años: por su apostura, por la espresion de su semblante y por lo rico de sus vestidos y de sus armas, podia decirse que pertenecia á una poderosa y nobilísima familia mora.

Examinémosle, puesto que la luna nos alumbra, y la soledad y la belleza del sitio nos convidan al reposo.

Era blanco como la espuma de las aguas, y de formas delicadas y hermosas como las de una dama: sus ojos negros brillaban en una mirada indolente, pero fija, poderosa, audaz; ni el mas ligero bozo asomaba en su semblante de niño, á pesar de que su aventajada estatura, y lo robusto y desarrollado de sus miembros representaban á un hombre: un casco de plata con arabescos de oro y esmaltes de colores cubria su cabeza: ceñía su pecho un coselete de Damasco, bajo una túnica corta de brocado, sujeta á la cintura bajo una faja de la India: en esta faja se veian atravesados un largo yatagan y un puñal; vestia calzas de grana, y ceñian sus pies borceguíes de cuero de Marruecos bordados de oro: por último, llevaba pendiente de su costado izquierdo una aljaba con flechas, y se apoyaba en un largo arco de acebo.

Este jóven á la luz de la luna relumbraba: parecia en aquel lugar tan ameno, tan fresco, tan lánguidamente sonoro, un antiguo caballero encantado por una hada celosa.

Sentado sobre la piedra, apoyado el estremo del arco en la arena, afirmada la mano en el arco y reposando la cabeza en el brazo, el mancebo estuvo mirando fijamente la blanca casita que entre los álamos y los cipreses se veia al otro lado del remanso al rayo de la luna.

Ni el mas leve ruido salia de ella; ni en sus galerías ni en sus ajimeces se veia el reflejo de una luz.

O aquella casa estaba inhabitada, ó sus moradores, á pesar que era el principio de la noche, se habian entregado ya al reposo.

Pero de repente, una voz de mujer, mas dulce que la del ruiseñor que cantaba en la espesura, mas grave que el murmurio del rio, mas suspirante que el gemido de las brisas, cantó poco despues de la llegada del mancebo como para demostrar que todos los habitantes de aquella casa no estaban entregados al sueño.

Hé aquí el romance que aquella voz cantó al son de una guzla; romance cuyas palabras llegaron claras, distintas y tentadoras á los oidos del mancebo.

Del encantado palacio—de las Perlas soy el genio,
y esperando mis amores—envuelta en su encanto duermo.
Guárdanme como la joya—del avaro entre el misterio
de tenebrosos conjuros—velada en niebla y silencio.
Ven, ¡oh, lumbre de mis ojos,—que me abrasas en tu fuego,
y para tí mi hermosura—y mis alcázares tengo!
Soy virgen y de mi frente—dicen que mata el destello,
en dulce encanto de amores—ó en triste penar de celos.
Son mis alcázares reales—la maravilla del tiempo,
y en motes de amor tu nombre—está en dorados letreros
en cintas de azul y grana—escrito en sus aposentos.
Regaladas alkatifas—para tu descanso tengo,
y velarán blancas gasas—de tus amores el sueño.
¡Ven, esposo de mi vida!—¡Regalado sol que anhelo!
¡Ven! mis alcázares tienen—para tí sombra y silencio,
y en ellos con mis amores—luz de mis ojos te espero.

El jóven escuchó trasportado este romance, sus ojos se animaron gradualmente, y cuando la voz cesó, se levantó de una manera nerviosa, dejó caer el arco, y estendió sus brazos hácia la blanca casita.

—¡Oh! tú quien quiera que seas, esclamó, muger ó hurí, fruto bendito de una muger, ó arcángel del sétimo cielo; héme aquí que es la tercera vez que abandonando á mis guerreros vengo en tu busca: héme aquí ciego sin la luz de tu hermosura, y si no apagas con tu amor la sed de mi corazon, moriré como la triste florecilla á quien faltan los rayos del sol.

Apenas habia pronunciado el jóven estas palabras, cuando revoló, viniendo no sabemos de donde, alrededor de su cabeza un enorme buho. Al sentir el ruido de sus alas el mancebo se estremeció: al verlo recogió el arco que habia dejado caer, armó en él una flecha y la asestó al pájaro nocturno; este se precipitó en un largo vuelo sobre la casita blanca, y penetró en ella por el oscuro arco de un ajimez; la flecha disparada por el mancebo penetró por aquel mismo ajimez en la casita.

Entonces el jóven creyó oir una carcajada leve, que al parecer salia de la casa; carcajada burlona, intencionada, cruel, en que habia algo de desesperado, algo de insensato.

—¡Siempre! esclamó: ¡siempre ese pájaro maldito! ¡en mi torreon de Loja, en las ruinas del templo romano, aquí! ¡y esa carcajada que me hiela la sangre y que me parece una amenaza!... ¡Una amenaza! ¿y por qué?

En aquel momento cayó á los pies del jóven, enviada sin duda de la casita, la misma flecha que habia disparado; en las plumas de la flecha se veia enrollado un pergamino.

Recogió la flecha el jóven, desató el pergamino, le desenvolvió, le leyó á la luz de la luna, y vió que decia:

«Si me amas y vienes por mis amores, encaminate á la gruta que tienes á tus espaldas.»—Bekralbayda.

El jóven besó la carta; arrojó otro beso á la casita, puso la flecha en la aljaba, y se dirigió hácia la oscura gruta esclamando:

—¡Oh! ¡bendito sea el buho, por quien ha penetrado mi flecha hasta la doncella de la frente pálida!

III. LA DAMA BLANCA

Pero cuando el mancebo llegó á la entrada de la gruta, se vió precisado á romper con su yatagan, para abrirse paso, las tupidas zarzas que la cubrian.

Despues penetró de una manera resuelta en el oscuro antro.

Por algun tiempo descendió en línea recta por una estrecha y resvaladiza rampa: luego se vió obligado á volver y revolver oscurísimas sinuosidades, por una pendiente mayor y mas resvaladiza, y al fin la inclinacion del terreno se hizo tal, que perdió los pies, resvaló y se sintió descender de una manera violenta.

Entonces se acordó del buho, de la carcajada, de cien supersticiosas consejas musulmanas: se retiró, é invocó á Dios: hubo un momento en que creyó que el terreno le faltaba, que caia despeñado en un abismo, dió un grito de espanto y perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí se encontró en un magnífico lecho de pieles de tigre y respiró una atmósfera impregnada de perfumes: lo primero que vió ante sí fué una alta figura blanca que estaba de pié é inmóvil delante de él á los pies del lecho.

Era una muger.

Pero una muger hermosísima, irresistible á pesar de que habia pasado de su primera juventud.

Sin embargo, y aunque parecia contar mas de treinta años, su semblante blanco, nacarado, pálido, un tanto demacrado, exhalaba de sí tal fuerza de vida, que hacia bendecir á Dios que habia creado una criatura, en la cual parecia haberse estacionado la juventud mas brillante.

Sus negros ojos fijos en el príncipe, con una espresion ardiente y melancólica, brillaba con no sabemos qué fuego dulce, concentrado, bajo la sombra de sus negras y convexas pestañas: su boca entreabierta, por la que parecia salir una alma llena de sufrimiento y de dolores en un continuo suspiro, dejaba ver sus voluptuosos labios contraidos por una triste sonrisa y pálidos como sus megillas: por último, sus largos y brillantes cabellos caian en flotantes rizos sobre sus hombros y sobre sus espaldas, y era alta, esbelta, magestuosa, y vestida únicamente con una larga túnica de lana blanca, sujeta en el cuello, de mangas perdidas y suelta enteramente hasta cubrir los pies, ocultando las formas de aquella singular belleza bajo su ancha plegadura.

Ni un solo adorno, ni una joya, ni una flor se veia sobre esta muger.

En su mano derecha tenia una lámpara de plata.

Jamás habia visto el jóven una figura tan hermosa, tan imponente; de aspecto tan sencillo, á un tiempo.

La habitacion en que se encontraba era tambien severa y sencilla, pero rica; cuatro paredes labradas de arabescos dorados sobre fondo blanco, y una cúpula de estalácticas, blancas tambien, con filetes de oro: la puerta de arco de herradura estaba cubierta por una cortina blanca de seda y oro, y de seda blanca y oro eran tambien los divanes que orlaban las paredes, y la alfombra que cubria el pavimento.

Debemos advertir que en aquellos tiempos entre los moros, el vestir completamente de blanco era una señal de luto, y que se admitia en el luto el oro, como se admite ahora en los negros túmulos de las iglesias y en las lápidas de las tumbas.

Esta estraña muger y esta habitacion, produjeron en el jóven el mismo efecto que produciria en nosotros una persona enteramente vestida de negro, en una habitacion enteramente negra tambien con adornos dorados.

La impresion de todo esto al volver en sí preocupó al jóven; pero lo que mas le preocupó, cuando de la dama enlutada pasó su vista á la habitacion, fué ver sobre sus armas, que estaban en un divan, un buho enorme que dormia sobre una de sus patas, teniendo escondida la otra entre su plumage.

El jóven se incorporó violentamente y fijó una mirada vacilante en la dama enlutada, cuyas negras pupilas estaban fijas en él, destellando en su oscuro foco, una chispa de fuego intenso y opaco.

—¡Oh! ¡hermoso! ¡hermoso como su padre! esclamó aquella muger con una voz tan ardiente que el jóven se estremeció.

—¿Quién eres tú, que has nombrado á mi padre? esclamó.

—¡Yo soy la maga de las humbrías! contestó la enlutada.

—¡La maga de las humbrías! esclamó el jóven.

—Sí, dijo la dama sonriendo tristemente; yo soy la maga de las humbrías.

Hubo un momento de solemne silencio, durante el cual continuaron cruzándose y confundiéndose las miradas de la dama y del jóven, que se sentia arrastrar por un poder desconocido hácia aquella muger.

—No, tu no eres maga, la dijo: tu no eres un espíritu maldito: la amargura con que me has contestado me lo prueban, tu eres una muger que sufres y lloras.

—Las lágrimas han hervido en mi corazon y se han secado, respondió aquella muger.

El jóven se levantó, se acercó á la dama, la tomó una mano que ella no retiró.

—¿Por qué quieres engañarme? la dijo con dulzura; en el momento en que abrí los ojos me aterró esta desolacion; el luto que te cubre, el que reviste estas paredes: creí haber cerrado los ojos á la vida; que el puente de Sirat que todos hemos de pasar, se habia abierto para mí, y que me encontraba en las regiones de la eterna sombra: ¡y luego ese buho!

—Ese buho es mi compañero.

—Ese buho ha revolado tres veces en derredor de mi cabeza cuando me encontraba junto al remanso del rio.

—El desdichado sale de noche, vuela, se pierde entre las espesuras, asusta á los murciélagos y se vuelve á dormir.

—Ese buho se precipitó en la casa blanca que está al otro lado del remanso, entre los cipreses.

—En esa casa le conocen y le aman.

—Tras ese buho entró en esa casa por un ajimez una flecha mia.

—¡Hé aquí la maldad humana! ¡el hombre destruye por el placer de destruir! ¿Qué daño le habia hecho ese pobre pájaro?

—Antes de que te conteste respóndeme á una pregunta: ¿me conoces tú?

—No te he visto hasta ahora y sé tu nombre.

—¿Por tu ciencia de maga?

—Sí, por mi ciencia, dijo la dama repitiendo la estraña sonrisa que le era peculiar.

—¿Y quién soy yo?

—Tu eres el príncipe Sidy Mohammet-Abd'Allah, hijo y compañero en el mando del poderoso Sultan de Andalucía, Nazar-ebn-Al-Hhamar el magnífico.

Y el acento de la dama, al pronunciar el nombre del Sultan de Granada, era amargo y doloroso.

—Sí, yo soy; pues bien: voy á decirte ahora por qué me horrorizan los buhos.

La dama hizo un leve mohin de impaciencia.

—Dicen nuestros viejos que el dia en que nació mi padre, en la fiesta de las buenas hadas, cuando todos los circunstantes estaban alegres y regocijados, un buho entró en la sala y apagó las luces: aquella noche mi abuela murió á consecuencia del alumbramiento.

—¡Ah!

—Siendo mozo mi padre, salió la primera vez en algara contra cristianos: era de noche: un buho revoló tres veces alrededor de su cabeza, y mi padre fué gravemente herido en el combate.

—¿De modo que tu padre, el poderoso sultan Nazar, dijo con profundo acento la dama; el invencible, el fuerte, acabó por estremecerse al nombre solo de una de esas alimañas?

—Déjame continuar. Conoció mi padre allá en los años de su juventud una princesa africana (esto me lo ha contado muchas veces con las lágrimas en los ojos) que habia ido á Córdoba á buscar en la ciencia de sus sabios la curacion de una grave dolencia.

—¿Y de qué adolecia esa princesa? preguntó con indolencia la dama que conceptuando que la relacion seria larga, puso la lámpara en un nicho calado y se sentó en un divan.

—La princesa africana adolecia de tristeza, contestó el príncipe sentándose á los pies del lecho: del mismo mal de que adolezco yo.

—Ocupémonos ahora de la dolencia de la princesa, que tiempo tendremos de llegar á la tuya. Continúa.

—La princesa, mejor dicho, la sultana Leila-Radhyah habia ido á Córdoba acompañada por uno de los wacires de su padre, Mohamet Al-Mostansir-Billah, rey de Tlencen y servida por un número considerable de hermosas esclavas.

—Por lo que veo tu padre el poderoso Nazar tiene harto presente el nombre de esa sultana. ¿Cuándo te refirió tu padre esa historia?

—Hace un año, al proclamarme su heredero, y hacerme su partícipe en el gobierno del reino.

—Continúa.

—Ya te he dicho que la sultana Leila-Radhyah, habia ido desde Tlencen á Córdoba, á buscar alivio á su dolencia: pues bien, la noche antes de que la princesa llegase á las fronteras de Córdoba, un buho entró por la ventana del aposento donde dormia mi padre, batió las alas sobre su cabeza y le despertó.

—¿Y qué desgracia aconteció al noble Al-Hhamar?

—Mi padre vió huir al buho por la ventana, y se acordó del buho que habia girado en derredor de su cabeza la noche antes de la batalla en que tan peligrosamente le hirieron, y de aquel otro buho que apagó las luces en las fiestas de su nacimiento. Pero lo tuvo á casualidad y sin pensar mas en ello se durmió de nuevo, cuando hé aquí que le despertaron las voces de sus soldados. Levántase mi padre, sale de su aposento y pregunta al primero que encuentra.—Las atalayas de la frontera hacen señal de que los cristianos han entrado por la tierra y la llevan á sangre y fuego: entre las sombras de la noche se ven las llamas de las alkarias incendiadas:—Y el que esto le contesta corre á donde están ya sus compañeros armados.—Mi padre llama á sus esclavos, se arma tambien, reune á sus soldados alrededor de su bandera y parte con ellos de Córdoba el primero, con su valiente taifa de ginetes, en busca del cristiano.—Otros muchos walíes salen tambien de Córdoba con sus gentes armadas, pero mi padre les lleva la delantera y al amanecer encuentra á los cristianos.

—¿Y qué desgracia aconteció á tu padre?

—Mi padre venció en la primera embestida á los infieles, los puso en fuga y les quitó la presa que habian hecho. Entre la presa iba una doncella mora de maravillosa hermosura. Aquella doncella era la sultana Leila-Radhyah.

—¡Ah! ¡era la sultana!

—Sí; al llegar á la frontera, la encontraron los cristianos, mataron al wacir del rey de Tlencen, á los esclavos que la acompañaban, y la hicieron cautiva con sus esclavas.—Mi padre mandó que la condujesen en un palanquin á Córdoba, y fué conversando con ella todo el camino.—Era tan hermosa, tan pura y tan resplandeciente como un dia sereno en un valle del Hedjaz.—Mi padre se enamoró de ella...

—¿Y ella?

—Amó á mi padre.

—¡Murió sin duda la desdichada! dijo la dama blanca con una profunda amargura; porque de no, tu padre que es noble y generoso la hubiera hecho su esposa.

—No, dijo el príncipe bajando los ojos.

—¡La envió sin duda á su padre el rey de Tlencen!

—No; mi padre la amaba demasiado para no temer perderla, y mi padre entonces no podia aspirar á que una sultana fuese su esposa.—Nuestra familia es humilde: mis abuelos fueron labradores, y este es el mayor orgullo de mi padre: haber llegado á tan alto habiendo nacido tan bajo.—Mi padre cuando se apoderó de la sultana Leila-Radhyah, era walí; tenia riquezas y una bella casa en Córdoba.

—¿Pero qué hizo tu padre de la sultana Leila-Radhyah?

—La llevó á su casa.

—¡Ah! tu padre dijo: los cristianos se llevaban esta doncella para hacer con ella una ramera: ¿por qué no he de hacerla yo mi esclava? lo que el guerrero encuentra en el campo es suyo. ¡Hizo tu padre bien! Pero continúa: la sultana, por mejor decir, la esclava, debió morir de vergüenza.

—No: un año despues de sus amores con mi padre desapareció de su casa, encontróse sangre en su aposento, y mi padre, que la amaba, lloró su pérdida y la llora todavía.

—¿Y no te ha contado tu padre mas acerca de la sultana esclava?

—No; pero cuando me contó esos amores cuya desgracia anunció sin duda el buho, mi padre lloraba.

—¿Y qué otras desgracias le anunció ese buho tan terrible?

—Le vió la noche antes de la funesta batalla de Hins-Alacab. Le vió la alborada en que Córdoba cayó en poder de los cristianos: la noche que precedió al dia de la pérdida de Sevilla, le vió tambien, y por último, la misma noche en que murió asesinado por el walí de Almería el desdichado Aben-Hud.

—¿Y no ha vuelto á ver tu padre á ese terrible buho?

—Sí, hace poco tiempo: precavido ya con las desventuras que le habian acontecido, mi padre llamó á sus sabios y les consultó.

—Ese buho te anuncia una nueva desgracia, le dijeron los sabios.

—¿Y qué desgracia es esa?

—Necesitamos consultar las estrellas para responderte.

—Consultadlas, pues, dijo mi padre.

Los sabios pasaron tres noches mirando el cielo, y dijeron á mi padre.

—Aparta de Granada al príncipe Mohammet Abd'Allah.

—¿Y por qué? preguntó mi padre.

—Apártale, contestaron los sabios.

—¿Pero qué tengo que temer acerca de mi hijo?

—Las estrellas nos han dicho que amenazan á tu hijo y á tí lo mismo, grandes desgracias si el príncipe continúa en Granada durante la luna de las flores.

Mi padre mandó á los sabios que consultasen de nuevo las estrellas.

Pero una, dos y tres veces, las estrellas guardaron un profundo misterio acerca del peligro que nos amenazaba, y solo repitieron que debia yo huir de Granada.

Entonces mi padre me envió á Alhama.

Yo estaba triste. Mi corazon tenia sed. Mi alma anhelaba un misterio: pasaron para mí los dias sin luz y las noches sin reposo. Yo me sentia morir.

En vano mis ginetes lidiaban toros, y justaban y corrian cañas y sortijas: mi enfermedad, mi misteriosa enfermedad crecia: la tristeza me mataba: mis esclavos no lograban arrancarme una sonrisa; ni sus danzas me alhagaban, ni sus cantos me entretenian, ni como otras veces, me adormia en su regazo: hasta me olvidé de la oracion, llevando solo mi cuerpo á la casa de Dios, pero no mi alma.

Yo palidecia, yo enlanguidecia.

—¡Como la sultana Leila-Radhyah!

—Sí; como la sultana. Súpolo mi padre, y vino á Alhama sin que yo lo supiese y preparó grandes fiestas para ver si yo me distraia. En el mismo punto en que mi padre entró en Alhama, segun supe despues, un buho entró en mi retrete y apagó la lámpara.

—Veamos la desgracia que te anunciaba ese buho.

—Al dia siguiente me sorprendió bajo mis ventanas una inusitada y alegre música de dulzainas, guzlas y atabaljos que tañian en un son concertado. Abrí un ajimez, entró por él un dorado rayo de sol de la mañana. Era el primer sol de la luz de las flores. El jardin parecia reir: parecian reir sus fuentes; parecia que sus flores, y sus árboles, y sus pájaros cantaban todos juntos; y que cantaba el cielo, y que cantaba el sol. Hermosas esclavas danzaban y tañian cuando yo aparecí en el ajimez, entonando un romance de amores en loor mio.

Estuve contemplando aquello durante un corto espacio, y luego me separé del ajimez con los ojos llenos de lágrimas.

Al volverme encontré delante de mí á mi padre que me miraba con tierno cuidado.

—¿Por qué estás abatido mi hermoso leoncillo? me dijo: ¿por qué vierten tus ojos lágrimas y están pálidas tus megillas?

—No lo sé, le contesté: mis ojos no tienen luz ni alegría mi alma: la vida me pesa como la losa de una tumba.

—¿Amas á alguna muger? si amas, dímelo; y esa muger será tuya, ya sea una humilde labradora ó una poderosa sultana, me dijo.

—Ninguna muger entristece mi alma, esclamé arrojándome entre sus brazos.

Mi padre procuró alegrarme, me mandó vestir mis mejores galas, montar uno de mis mejores caballos, y así, él á mi lado y seguidos de lo mas resplandeciente de la córte, salimos de los muros, y llegamos á un ameno campo, donde durante aquella noche habia hecho levantar mi padre una plaza de madera cubierta de paños de púrpura y oro.

Dentro de aquella plaza debian correrse toros, cañas y sortijas, y las graderías y los estrados estaban henchidos de hermosas damas cubiertas de galas menos resplandecientes que su hermosura.

En cuanto entré en la plaza, mis ojos se volvieron como si les hubiese obligado á ello el deseo, á un estrado puesto junto al estrado real, y se fijaron en una muger.

Aquella muger estaba, como tú, vestida de blanco; sin joyas como tú, y mas jóven que tú, aunque no mas hermosa.

Aquella muger era una doncella como de veinte años, pálida y triste como la luna, y hermosa y magnífica como el sol: tras de ella habia un hombre alto, flaco, viejo, vestido tambien enteramente de blanco, con los ojos relucientes como carbunclos que se fijaban en mí y en mi padre de una manera que me espantaba.

Pero la doncella alegraba mi alma con su hermosura, la embriagaba con su mirada, sentia ante ella que una nueva vida me hacia fuerte y poderoso, y me volví á mi padre para decirle:—allí está la hurí que yo amo, la alegría de mi alma, la paz de mi sueño, la vida de mi vida; es necesario que esa muger sea mia, esclava ó sultana, dama ó labradora.

Pero cuando miré á mi padre, ví sus ojos fijos, absortos, asombrados, en la doncella.

Ví en sus ojos amor, un amor ardiente. Tuve miedo y callé.

—¡Ah! ¡tu padre se habia enamorado como tú de la doncella blanca!

—Hé ahí, hé ahí la desgracia que me habia anunciado el buho.

Las fiestas fueron para mí muy tristes. Mi padre no volvió á preguntarme mas acerca de mi tristeza. Estaba absorto en la contemplacion de la doncella blanca á quien yo no me atrevia á mirar por temor á mi padre.

Al dia siguiente mi padre se volvió á Granada.

¿Se habria llevado consigo á su harem á la hermosa doncella?

Tuve celos: celos horribles porque eran celos de mi padre.

Pregunté á mis wacires, á los alcaides, á los kadis de Alhama, si conocian á una dama enlutada que con un viejo enlutado tambien, habia asistido á las fiestas.

El alcaide del alcázar me contestó que un viejo enlutado habia estado hablando mucho tiempo con el rey antes de su partida y que despues no le habian vuelto á ver. Que aquel viejo era forastero y que nadie le conocia en Alhama.

¿A qué preguntar mas?

Mi padre habia comprado aquella doncella sin duda, y por su amor se habia olvidado de su hijo.

Pero me resigné con la voluntad de Dios.

Volvió mi tristeza mas dolorosa, mas desesperada, y volvieron ó mas bien continuaron mis noches sin sueño.

Yo veia siempre delante de mí á la doncella blanca, de dia en las nubes, en las flores, en el fondo de las aguas: de noche en la luz de la lámpara, en los ángulos de mi cámara, escondida tras las cortinas de mi lecho: luego cuando el buho entraba y apagaba la luz, en medio de las tinieblas iluminándolas con el resplandor de su hermosura.

Yo me volvia loco.

Al tercer dia de la partida de mi padre, al entrar en mi cámara de vuelta de un solitario paseo por los jardines, encontré sobre mi divan una gacela enrollada y perfumada en que estaban escritos con elegantes caractéres azules los siguientes versos:

La perla de las perlas;
la cándida y la pura;
el sol de las hermosas;
la rosa del Eden;
la vírgen de tus sueños;
tu sueño de ventura,
espera á su adorado
cuando á la noche oscura,
los trémulos luceros
fulgor y sombra dén.
Si buscas de sus ojos
la fúlgida mirada;
si de su aliento quieres
la esencia respirar;
si es vida de tu vida;
si es llama consagrada,
alma del alma tuya,
que para tí guardada
Dios tiene en sus misterios
sobre escondido altar;
si quieres encontrarla;
si anhelas sus amores,
ven, príncipe, la noche
te brinda con su amor:
las márgenes del Darro
la guardan entre flores,
y en el silencio arrulla
su sueño de dolores,
trinando en los cipreses,
el triste ruiseñor.

Detúvose el príncipe, reclinó la cabeza entre sus manos, y exhaló un ardiente suspiro.

—¿Era de ella? preguntó la dama.

—No lo sé, contestó el príncipe levantando la cabeza: solo sé que tanto leí los versos, que los aprendí de memoria, y luego... ella me llamaba: llamé al alcaide de mi palacio y le dije que durante siete dias no permitiese entrar á nadie en mi cámara.—Luego mandé que me ensillasen un caballo, y salí aquella misma noche de Alhama por un postigo de la alcazaba.

La gacela me decia que la doncella blanca moraba entre flores en los cármenes del Darro; aguijé, pues, mi caballo hácia Granada, á la que llegué antes del amanecer, rodeé por el cerro de Al-Bahul, trepé á la falda del cerro del Sol, bajé á la cumbre de la Colina Roja y me oculté con mi caballo en las ruinas del templo romano. Vino el dia; yo veia á lo lejos su luz por entre las grietas de las ruinas: un dia largo como una eternidad, en que la impaciencia me hizo olvidarme de mí mismo hasta el punto de no tocar á las provisiones que llevaba conmigo. Al fin se estinguió la luz y la reemplazó otra mas pálida: salí de las ruinas: era de noche: la luna iluminaba los montes: me arrastré por entre la maleza, para evitar que me viesen los soldados de la atalaya, y ganando la vertiente de la Colina, bajé al lecho del Darro, contra cuya corriente subí: anduve largo espacio: yo miraba á los cármenes; pero no veia cipreses; no escuchaba el trino del ruiseñor, sino á lo lejos y perdido en el silencio de la noche: al fin ví delante de mi un remanso en que brillaba la luz de la luna; al otro lado del remanso y mas allá de un jardin una casita blanca, y tras de ella un bosque de cipreses entre los cuales cantaba un ruiseñor.

Allí debia morar la doncella blanca: la hermosura del sitio era digna de su hermosura; su encanto digno de su encanto; su melancólico reposo compañero de su tristeza.

Esperé contemplando la casa y el jardin: esperé con el corazon ansioso, pero llegó el alba y nada ví; nada mas que la luna que desapareció: nada oí, nada mas que al ruiseñor que cantaba y que calló cuando los gallos anunciaron la mañana.

Me volví á las ruinas del templo mas triste y mas enfermo que nunca.

Pasé otro dia mas largo, mas terrible, y volví al remanso del rio; pasé delante de él, y como la noche anterior no ví mas que la luna brillando en las aguas, no oí mas que al ruiseñor cantando entre los cipreses.

Al fin, esta noche cuando ya desesperado llamé á la doncella blanca, un buho revoló alrededor de mi cabeza, me aterré, pretendí matarle, el buho se lanzó en la casita blanca, y mi flecha como te he dicho entró tras él.

Luego esta misma flecha cayó á mis pies trayendo entre sus plumas esta gacela que me envia á tí.

Y el príncipe sacó de entre su faja el pergamino, y le mostró á la dama.

—¿Y á pesar de que el buho anunciador de desdichas á tu familia ha revolado alrededor de tu cabeza, quieres ver á Bekralbayda?

—¡Oh! ¿aunque me costase la salvacion de mi alma? esclamó el jóven juntando los manos.

—¡Tú la amas!

—Como el arroyo al rio, como el rio al mar, como las flores á los céfiros, como el dia al sol.

—Príncipe, dijo solemnemente la dama: pues lo quieres, ven.

Y tomó la lámpara que habia dejado en el nicho, y salió de la cámara guiando al jóven.

IV. BEKRALBAYDA

Despues de haber atravesado algunas pequeñas habitaciones en las cuales el príncipe no reparó por efecto de su preocupacion, de haber subido una estrecha escalera y de haber salido por una pequeña casita á un jardin, la dama hizo pasar al príncipe al otro lado del rio por un estrecho puente formado con troncos de árboles.

La dama habia dejado su lámpara en la pequeña casa por donde habian salido á la parte alta de la cortadura en cuyo fondo corria el Darro.

Solo les alumbraba la fantástica luz de la luna.

Vista á su rayo la dama con su larga túnica flotante, con sus negros cabellos sueltos, que agitaban las brisas de la noche, tenia algo de sobrenatural, de estraordinario.

Cuando hubieron atravesado el puente rústico, se encontraron en un jardin frondosísimo; las copas de los árboles se unian hasta el punto de no dejar paso á los rayos de la luna; la estrecha calle por donde marchaban estaba cubierta de cesped, y á uno de sus costados corria un arroyo que dejaba oir su melancólico y monótono murmurio; el ruiseñor continuaba cantando.

Las parras y las enredaderas, y la madreselva y la yedra, y los jazmines silvestres, cruzándose de árbol en árbol, formaban una magnífica bóveda natural bajo la que solo podian comprenderse el reposo y el amor.

La dama y el príncipe adelantaban bajo aquella enramada en medio de una luz opaca y lánguida: la tortuosa senda se hizo al fin recta y ancha: se encontraban á la entrada de una verde sala, ancha, elevada, tapizada de flores y revestida de un oscuro follage en cuyos mil aromas se impregnaba el viento.

Al entrar en aquella galería el príncipe se detuvo y dió un paso atrás: su corazon latió violentamente y lanzó una esclamacion ardiente, inarticulada.

Al fondo de aquella galería habia visto una sombra blanca iluminada enteramente por la luna que penetraba por un claro de la espesura.

—¿Qué sombra es aquella? dijo alentando apenas el príncipe á la dama.

—Es Bekralbayda que te espera, contestó la dama.

—¡Bekralbayda! ¡ella! ¡esperándome en medio de la noche y del silencio en este lugar de delicias! esclamó el jóven que se sentia morir.

Cuando el príncipe se volvió á buscar á su hermosa guia, esta habia desaparecido.

Estaba solo.

Delante de él, inmóvil, blanca, bajo el rayo de la luna, permanecia Bekralbayda.

El ruiseñor cantaba: el arroyo murmuraba; el viento agitaba levemente el follage.

El príncipe adelantó hácia Bekralbayda, dudando de sus ojos, de su razon; creyéndose entregado á un sueño.

Sin embargo, aquel no era sueño.

Llegó al fin junto á ella.

La jóven estaba al lado de una fuente.

Tenia la cabeza baja, la vista fija en el césped, y el príncipe á pesar de la luna creyó ver teñido de rubor su semblante.

—¡Alma de mi alma! esclamó el príncipe contemplándola estasiado.

—¡Alma de tu alma! esclamó Bekralbayda levantando sus lucientes ojos negros y posando su mirada sobre el príncipe: ¡alma de tu alma, yo!

—¡Oh! ¡sí! desde el dia en que te ví no aliento: desde el dia en que te ví te guardo en mi memoria, como un consuelo y como un infierno: desde el dia en que te ví, lo he olvidado todo para no pensar mas que en tí: no he vivido sino para tí: solo por tí he esperado.

—¿Y dónde me has visto, señor?

—¡Ah! ¿has olvidado, sultana, el lugar donde te he visto?

—Solo una vez, dijo Bekralbayda, he visto damas cubiertas de joyas y galas; caballeros resplandecientes cabalgando en briosos corceles; soldados y banderas; fiesta régia; alegre música, toros y cañas: me habian hablado mucho de ello, habia leido poemas en que se contaban todas estas grandezas, me habian dicho que sería un dia sultana: pero yo no he salido nunca de aquí; ni he visto nunca mas que...

Bekralbayda se detuvo.

—¿Mas que á quién? dijo con cierto celoso anhelo el príncipe.

—Yo no puedo decir quien es la persona á quien veo junto á mí desde mi infancia.

—Pero esa persona...

—Es un hombre...

—¿Un hombre viejo?...

—Sí, un anciano.

—¿El que te acompañaba en las fiestas de Alhama?

—Sí.

Tranquilizóse el príncipe.

—¿Y no recuerdas haberme visto en las fiestas?

—No reparé en nada; aquella magnificencia, aquel esplendor, aquella multitud de damas y caballeros me aturdian.

—Pues en esas fiestas te conocí y te amé.

—¡Amor! ¿y qué es amar? dijo Bekralbayda.

—¡Oh! ¿no sabes lo que es amor?

—¡El amor! le he visto en palabras en los poemas: he comprendido que amar es morir.

—El amor es la vida cuando el ser que amamos nos ama.

—¿Y cuando no somos amados?...

—El amor es la muerte.

—¡Ah! ¿el amor es muerte y vida?

—Escucha: dijo el príncipe asiendo una mano á Bekralbayda y llevándola á un banco de cesped donde se sentaron: el amor es la vida, cuando se satisface: el amor es la muerte cuando se desea sin esperanza.

—No te entiendo.

—Entonces si no me entiendes, ¿cómo has escrito la gacela en que que llamabas y que me has arrojado con mi flecha?

—¡Ah! ¡tu flecha! esclamó estremeciéndose Bekralbayda.

—¿Por qué tiemblas alma mia?

—¡Tu flecha!... estaba yo reclinada en mi divan: acababa de cantar un antiguo romance de los amores de una hada.

—¡Ah! ¿con que ese romance no lo cantabas para mí?

—No, hace mucho tiempo que lo sé de memoria, contestó sonriendo Bekralbayda.

Sofocó un suspiro de despecho el príncipe.

—Acababa de cantar, continuó Bekralbayda, cuando entró precipitadamente por la ventana Abu-al-abu.

—¿Y quién es Abu-al-abu?

—Es un buho á quien por viejo he puesto yo ese nombre. Tras Abu-al-abu entró una flecha, que cortó la rosa que yo tenia prendida en los cabellos y se clavó detrás de mí en la pared.

Estremecióse el príncipe con aquel relato: al querer matar al buho habia cortado con su flecha la corona de flores de la muger de su amor.

Los moros eran muy supersticiosos, y tenian una gran sutileza para aplicar una causa á un acontecimiento algo estraordinario: Mohammet Abd-Allah creyó que no habiendo acertado al buho con su flecha, y habiendo estado á punto de matar con ella á Bekralbayda, se esponia á causarla la muerte si mataba no ya á Abu-al-abu, sino cualquier otro buho.

Los buhos, pues, se hicieron sagrados para el príncipe.

Por nada del mundo hubiera disparado sobre un buho.

Pero el amor y la hermosura de Bekralbayda, le habian inspirado una consecuencia sumamente lógica, considerada la cuestion bajo el punto de vista en que su supersticion le habia colocado; la consecuencia era esta:

Si habia tal paridad, tal union vital y estraordinaria entre los buhos y Bekralbayda, y siendo los buhos fatales á su familia, Bekralbayda debia serle tambien fatal.

Tan cierto es que el hombre no vé mas que lo que quiere ver.

Dominóse sin embargo el príncipe, y dijo á la hermosísima Bekralbayda:

—¿Y quién arrancó la flecha de la pared?

Bajó los ojos Bekralbayda como aquel que no estando acostumbrado á mentir se ruboriza antes de pronunciar una mentira, y contestó:

—Yo arranqué la flecha.

—¿Y pusiste en ella la gacela?

—Sí, yo escribí la gacela, yo la puse en la flecha, yo la arrojé á tus pies.

—Y dime... ahora que lo recuerdo: ¿quien se rió dentro de la habitacion donde se refugió el buho?

Fijó Bekralbayda sus grandes y candorosos ojos en el príncipe, los bajó y contestó sonriéndose:

—El que dió aquella carcajada fué Abu-al-abu.

—¿El buho?

—Sí; ¿no has leido los poemas de Antar?

—Sí.

—¿Y en ellos no hablan los animales?

—Sí, pero...

—Pues bien Abu-al-abu es uno de los animales que hablan como hablaban en tiempos de Antar.

Las respuestas de Bekralbayda que mas adelante comprenderemos, asustaban al príncipe.

Para él era indudable, que un alma condenada encerrada en el cuerpo de un buho perseguia á su familia.

—Y si no conoces el amor, si no me amas ¿cómo en nombre de tu amor me has llamado? ¿te lo aconsejó acaso Abu-al-abu?

—Sí.

—¿Y fué tambien Abu-al-abu el que llevó tus versos á mi alcazaba de Alhama?




Te he llamado para ser tu esclava.

—Sí.

—¿Pero para qué me has llamado?

Bajó los ojos de nuevo Bekralbayda, su rostro se cubrió de un rubor vivísimo, tembló y quiso en vano pronunciar algunas palabras.

El príncipe insistió, y entonces ella, levantó el bello y purísimo semblante, miró frente á frente con ansiedad al príncipe y contestó.

—Te he llamado para ser tu esclava.

Y luego se cubrió el rostro con las manos, y procuró en vano contener su llanto.

—Aquí hay un misterio que no comprendo, luz de mis ojos: ¡tú mi esclava! ¡tú, que eres la señora de mi alma! ¡tú, por quién únicamente vivo! ¡tú lloras por mi causa! ¿qué misterio es este, sol de hermosura? ¿qué maldicion pesa sobre nosotros que así te aflije mi presencia? ¿Será acaso que Eblís se ha puesto entre nosotros, encerrado en el cuerpo de Abu-al-abu?

Al pronunciar el príncipe estas palabras sonó á alguna distancia de él, á sus espaldas, la misma carcajada acerada, fria, sarcástica, burlona, que habia escuchado antes.

Bekralbayda volvió azorada el rostro á donde habia sonado la carcajada, y el príncipe se puso violentamente de pie.

—¡Ah! dijo la jóven á media voz, como para sí misma. Ya lo sabia yo. ¡Estaba ahí!

—¿Quién estaba ahí? preguntó el príncipe que habia escuchado estas palabras.

—Abu-al-abu, contestó la jóven en el mismo tono.

—¡Oh! ¡buho maldito! esclamó el príncipe.

Entonces resonó otra vez la carcajada pero lejana, muy lejana.

Entonces asió con ánsia Bekralbayda las manos del príncipe.

—¡Oh! esclamó con acento ardiente y precipitado: ¡estamos un momento solos! ¡quien se rió antes, quien se ha reido ahora: no es el buho, es Yshac-el-Rumi: el viejo que me guarda!

—¡Ah! esclamó el príncipe.

—El fué quien me llevó á Alhama: él quien me hizo reparar en tí: él quien comprando á uno de tus esclavos, introdujo en tu cámara unos versos; él quien arrancó la flecha; quien puso en ella la gacela... él quien te ha traido aquí.

—Pero...

—Necesitamos aprovechar el tiempo; yo te amo, te amo, príncipe, como me amas tú; y...

La jóven se detuvo, miró entre la espesura á un ajimez de la casita blanca y esclamó con alegría.

—¡Estamos libres, enteramente libres! ¡podemos hablar cuanto queramos sin temor de ser escuchados! ¡podemos comprendernos!

—No te entiendo.

—¿Ves aquel ajimez?

—Sí.

—¿Ves un hombre que esta apoyado en él, y tras el cual se vé el reflejo de una lámpara?

—Sí.

—Pues bien, aquel es Yshac-el-Rumi.

Dicho esto Bekralbayda respiró libremente como quien descansa de una larga jornada, guardó algun tiempo silencio y luego dijo al príncipe.

—Escúchame, te voy á contar una historia.

El príncipe escuchó con toda su alma.

V. UNA HISTORIA MUY SENCILLA

Una alborada de primavera subió Yshac-el-Rumi, al terrado de su casa.

En él encontró un canastillo de palma primorosamente labrado, y cubierto de hermosas flores.

De entre las flores salia el vaguido de una criatura al parecer recien nacida.

Yshac quitó las flores y encontró debajo una niña vestida de blanco.

Pendiente del cuello de la niña se veia un amuleto, y á su lado un pergamino en que estaban escritas estas palabras:

«Una sultana la ha dado á luz. Las buenas hadas la han llamado Bekralbayda.

»Que ojos humanos no vean su hermosura, porque seria desgraciada y lo serias tú.»

Yshac, me sacó del canastillo, llamó á una nodriza y me crió secretamente.

Porque aquella niña, como te lo ha dicho mi nombre, era yo.

No recuerdo los primeros años de mi infancia.

Sin embargo, algunas veces como un sueño lejano, confuso, creo recordar á una muger.

Recuerdo tambien confusamente que era muy jóven y muy hermosa.

Yshac afirma, sin embargo, que no me vió otra muger que mi nodriza, que era una rústica que nada tenia de hermosa, mientras que la muger que yo creo recordar era hermosísima.

Pasaron los años.

Este jardin, estos árboles, estas fuentes han visto mi infancia y mi juventud; fuera de ellos yo no habia visto nada, ni persona humana, mas que á Yshac-el-Rumi, que se ocupaba en cultivar mi espíritu.

Parecia que viviamos solos.

Yo no escuchaba en la casa ruido alguno.

Y á pesar de esto bastaba con que yo estuviese durante algun tiempo fuera de mi retrete, oyendo la sabia palabra de Yshac, que me sujetaba todos los dias á muchas horas de estudio, para que al volver viese renovadas las flores en los búcaros, renovado el fuego y los perfumes de los braserillos, limpio y arreglado el lecho.

Yshac no se habia separado de mí; luego alguien, á quien yo no sentia, á quien yo no veia, nos acompañaba en la casa.

Yo preguntaba á Yshac, pero Yshac callaba.

Cuando insistia solia responderme.

—Aun no es tiempo.

Yo me entristecia al pensar en el misterio que me rodeaba.

Porque Yshac me habia enseñado á leer, á escribir, á componer frases valiéndome de las flores, y me habia dado libros en que se hablaba de un mundo que yo no conocia, de un mundo en que habia poderosos y nobles reyes, hermosas sultanas, valientes caballeros, enamorados, damas, fiestas, aventuras, amores.

¡Oh! yo ansiaba conocer todo esto, y cuando espresaba mi deseo á Yshac me decia:

—Aun no es tiempo.

—¿Pero cuando llegará ese tiempo? le dije cansada ya de tan misteriosa contestacion.

—Cuando hayan pasado sobre tu vida veinte años: cuando el amor haya hablado á tu corazon.

—¿Y cuándo hablará en mi corazon eso que tú llamas amor?

—Aun no es tiempo, me contestaba Yshac.

Me resigné al fin y pasé mi vida entre flores y fuentes; entre la armonia del canto de mis ruiseñores y de mi guzla.

Yo no conocia á otra persona que á Yshac; no tenia mas amigo que á Abu-al-abu.

El viejo buho habia sido mi compañero desde la infancia: en cuanto oscurecia entraba por una ventana ó por un ajimez en la habitacion que yo me encontraba, se posaba sobre mi hombro, ó sobre mis rodillas, ó sobre un almohadon del divan: esponjaba su plumaje, batia levemente las alas, y lanzaba de tiempo en tiempo un ténue silvido; Abu-al-abu queria sin duda decirme algo; pero yo no comprendia su lenguaje.

Cuando yo le acariciaba pasando mi mano sobre sus alas, Abu-al-abu se estremecia y repetia sus silvidos mas ténues, mas dulces y esponjaba mas su plumaje y acababa por dormirse.

Yo amo á ese pobre viejo; él y mis pájaros y mis flores, son los únicos que tienen para mí demostraciones de afecto; y sonoros cantos y suaves perfumes.

Yshac está siempre sombrío, hosco, me mira con sobrecejo, habla conmigo muy pocas palabras, y con mucha frecuencia en medio de la noche, me estremece su risa, esa risa dolorosa y terrible, esa risa de condenado.

Pasaba así mi vida; llegó al fin un dia en que me sentí llena de una vida nueva; sentia en mi corazon una ansiedad lenta, dulce, pero que á pesar de su dulzura me atormentaba, cuando leia los hermosos poemas de Antar: cuando leia que un caballero enamorado iba venciendo peligros en busca de una dama encantada, yo me decia:

—¿Cuál será el caballero que me saque de mi encanto?

Yo quiero que sea blanco como las cándidas rosas de mi jardin; que tenga los ojos negros como el fondo de las grutas del rio; que sea mas gentil que el álamo, mas amoroso que el ruiseñor cuando trina: yo quiero que mi amado sea valiente, leal y buen caballero: yo le quiero ver en el esplendor de su poder y de su juventud.

—Y yo preguntaba al buho:

—¿Dónde está el amado de mi alma?

Y el buho silvaba dolorosamente.

Y preguntaba al ruiseñor, y el ruiseñor callaba.

Y preguntaba á las flores, y las flores parecia que querian apartarse de mí volviéndose sobre su tallo.

Y preguntaba á Yshac, y él me contestaba:

—Aun no es tiempo.

Y al escuchar estas desconsoladoras respuestas, mis ojos se llenaban de lágrimas y en mi pensamiento despierta, y en mis sueños dormida, veia yo al mancebo de mí amor, mas enamorado, mas valiente, mas generoso, enlazadas mis manos á las suyas, viviendo en su vida.

Y—Yo le amo, yo le espero, decia al buho y al ruiseñor y á las fuentes y á las flores.

Y todos ellos me contestaban de una manera dolorosa como si hubieran querido decirme:

—El amor de tu amado será fatal para tí.

Y empecé á ponerme pálida, como los claveles cuando les falta el rayo del sol.

Y empezó el sueño á huir de mis noches, y la paz desapareció completamente de mis dias.

Todo era triste para mí.

El cielo y la tierra: el sol y las nubes: y las flores.

Un dia... hace muy poco tiempo, Yshac me dijo:

—Ha llegado la hora.

—¿La hora de conocer á mi amado?

—Sí, me contestó.

Al dia siguiente me montó en un asno sencillamente enjaezado y cubierta con un haike, y él detrás, cubierto con su albornoz, me sacó del jardin; seguimos el rio abajo, atravesamos una hermosa ciudad, salimos a una deliciosísima vega y caminamos por ella hácia donde se pone el sol.

Aquella noche llegamos á otra ciudad rodeada de fuertes muros y altísimas torres.

¿Qué ciudad es aquella, pregunté á Yshac, que brilla como plata bajo la luz de la luna?

—En esa ciudad está el amado de tu alma, me contestó.

Y no dijo mas palabra, por mas que le pregunté.

Dormimos aquella noche en una casa, junto al rio, cerca de la ciudad.

Mejor hubiera dicho que pasamos la noche, porque yo no dormí.

En medio de mi vela me sorprendió el ruido de un aleteo.

Era Abu-al-abu que entraba por la ventana.

El pobre viejo nos habia seguido.

Se posó sobre mi hombro y estuvo largo rato silvando á mi oido de una manera lastimosa: luego se precipitó por la ventana y desapareció.

Al amanecer, Yshac me hizo montar en el asno y me llevó... al lugar donde te ví.

Cuando entramos, él mismo me quitó el haike y quedé con el rostro descubierto.

Todos me miraban, damas y caballeros.

Todos estrañaban, sin duda mi luto y el de Yshac.

Yo miraba á todos los mancebos que pasaban junto á mi ó que estaban á mi lado: ninguno era el de mis sueños, el ser á quien yo amaba sin conocerle.

Pero de repente sonó una música poderosa de trompetas y atabales, de dulzainas y añafiles, y entró el rey en la plaza.

A la derecha del rey venias tú.

Al verte mi corazon se estremeció, fijé en tí mis ojos y ya no los aparté mas.

Porque tú eras el hombre de mi amor. Mi corazon me lo dijo.

Pero tú me miraste un momento, y luego... apartaste de mí los ojos y no me volviste á mirar mas.

En cambio otro hombre me miraba tenazmente.

Era el rey.

Yo apartaba los ojos del rey, los fijaba en tí y no veia nada de lo que tenia alrededor.

Y las fiestas se acabaron y tú desapareciste, y yo quedé ciega y desdichada, con el corazon frio y los ojos llenos de lágrimas.

Al dia siguiente Yshac me trajo otra vez al jardin.

Al entrar en él me dijo:

—Tu amado vendrá y tú serás sultana.

Yo te esperaba.

Hoy me dijo Yshac:

—Tu amado vendrá esta noche: tú saldrás á su encuentro: las flores y las fuentes y las enramadas serán vuestros únicos testigos. Sé su esclava.

Yo quise hablar pero Yshac me dijo con fiereza.

—El destino lo quiere: la esclava debe esperar á su señor: pero que su señor no sepa la historia de su esclava; porque si la supiera moririas tú y moriria él.

Yshac no nos escucha, añadió Bekralbayda: está en aquel ajimez, y yo he podido contarte mi historia, he podido decirle te amo, soy tu esclava; tú eres la sed de mi corazon, el sol de mi vida; te veo, me escuchas y soy feliz.

Mientras Bekralbayda habia contado su sencilla historia al príncipe, la luna habia descendido y se habia ocultado al fin: la sombra habia cubierto árboles, fuentes y flores: despues que calló Bekralbayda, no se vió mas que la sombra de Yshac-el-Rumi en el ajimez en que lucia un resplandor opaco, ni se oyó mas que el murmullo de las fuentes y el aleteo de un buho que revolaba entre la enramada.

VI. EL REY NAZAR VISTO POR EL LADO HISTÓRICO

Mohammet-ebn-Abd-Allah-ebn-Juzef-ebn-Al-Hhamar-al Nazar, el vencedor y el magnífico, sultan de Granada, era un poderoso rey, valiente y justiciero, que habia logrado reunir dentro de los muros de Granada, de la ciudad rival de Damasco, todos los restos dispersos del pueblo moro español, que las conquistas del santo rey Fernando III habian arrojado sucesivamente de Sevilla, de Córdoba, de Ubeda, de Baeza y de Jaen.

Granada, pues, habia reconcentrado en una reducida estension de terreno una poblacion inmensa: sus villas se habian ensanchado; la Vega, las vertientes de Sierra Nevada y las Alpujarras, se habian salpicado de aldeas, alquerías y castillos, y la misma Granada habia visto aparecer rápidamente sobre las laderas de sus montes, los barrios del Zenete y del Albaicin, fundados por los fugitivos de Baeza.

Granada en un dia de combate arrojaba por sus puertas ochenta mil ginetes, que juntos con los caballeros y gente ligera de la Vega y de las montañas componian un ejército de doscientos mil hombres fuertes y prácticos en la guerra contra el cristiano.

Fernando III, por la parte de Castilla y Andalucía, y don Jaime de Aragon por la de Valencia y Murcia, se vieron contenidos por aquella última barrera en que habian concentrado su pujanza los restos vencidos de los moros españoles.

Como cabeza de este reino de esta última esperanza de los moros en España, se veia al poderoso Ebn-Al-Hhamar-al-Nazar.

Digamos algo de este rey, el primero de la dinastía Nazerita, y fundador de la Alhambra.

Al-Hhamar era descendiente de la tribu de los beni-al-Ansari, un pariente ó sobrino de un Ansari que acompañó á Mahoma en su fuga de Medina á la Meca, llamado Ebada, habia venido de la Arabia á establecerse en España en los tiempos de la conquista de los árabes sobre la Península. De este Ansari, pues, descendia Al-Hhamar.

Pero fuese por las vicisitudes de la fortuna ó por otra causa cualquiera, los padres de Al-Hhamar eran labradores de Arjona, entonces populosa y rica villa de la Andalucía oriental.

A pesar de la escasa fortuna de sus padres, Al-Hhamar fué educado ventajosamente.

Era de despierto ingenio, y le enviaron á la universidad de Córdoba.

Gallardo, galan, fuerte y valiente causaba ya en su mocedad temor á los alentados, y habiendo demostrado aficion al ejercicio de las armas; su padre le dió una bolsa, una lanza y un caballo, le predicó un sermon que duró una hora larga acerca de la generosidad, del valor y demás deberes de un caballero, y le envió á buscar fortuna por el mundo.

Fuése á Córdoba con algunas cartas de recomendacion que habia recogido de sus parientes de Arjona y hubo de resignarse, por el momento, no á entrar con un cargo en el ejército, sino á desempeñar algunos oficios administrativos. Al fin, aprovechando las disidencias y las guerras civiles en que habia caido el califato de Córdoba, bajo el gobierno de los emires sucesores de Juzef-Amir Al-Mumenin, sirviendo ya al uno ya al otro, pero atendiendo siempre á la justicia de la causa á cuya defensa se decidia; ganada una y otra victoria, adquirió muy pronto en el ejército el dictado de Al-Nazar que debia dar nombre á la dinastía fundada mas tarde por él.

Empezaba á menguar la sangrienta luna de los almoravides; el califato de Córdoba se habia hundido; la guerra civil le despedazaba: los Almohades predicando su doctrina religiosa que los almoravides llamaban herética, habian irrumpido de Africa sobre España, y Lotawak-Aben-Hud, último de los emires almoravides, luchaba con todas sus fuerzas.

Al-Hhamar sirvió á Aben-Hud, pero muy pronto volvió las armas contra él: tomó á Jaen por asalto, se apoderó de Arjona, de Guadix, de Baeza, y se hizo proclamar en los pueblos sujetos á su señorío, sultan y altísimo emir de los fieles.

Quedóse aislado Aben-Hud.

En aquellas circunstancias los reyes de Castilla y de Aragon, don Fernando el Santo y don Jaime el Conquistador, emprendieron á un tiempo su espedicion de conquista sobre los moros, el uno por la parte de Andalucía, el otro por la de Valencia.

Sorprendida Córdoba en una lluviosa noche de invierno, por Domingo Muñoz, alcaide de Andujar, vé ocupado su barrio de la Ajarquia sin poder echar de él á los audaces cristianos que se han fortalecido dentro de la ciudad. Avisan á Aben-Hud para que acuda con su ejército, pero ha acudido antes el rey de Castilla. La traicion de un prisionero castellano que Aben-Hud envia á reconocer al ejército enemigo, le hace creer que las fuerzas de este son infinitamente superiores á las suyas, y se retira dejando en libertad á Fernando de estrechar á Córdoba entregada á sí misma.

En su retirada encuentra Aben-Hud á un mensagero del emir de Valencia que le pide auxilio contra el rey de Aragon que le estrecha; se decide Aben-Hud á prestárselo, pero en el camino, una noche en el castillo de Almería, es ahogado por el walí Abderraman, que proclama á Al-Hhamar.

Huérfana Granada asimismo de emir por la muerte de Aben-Hud, proclama al afortunado caudillo, y encuéntrase por lo tanto Al-Hhamar, rey del estado mas considerable de la dominacion musulmana sobre España, despues del califato de Córdoba.

Esta ciudad, Valencia, Murcia y despues Sevilla, han caido en poder de los cristianos, lo que resta á los moros en España, es ya la única y esclusiva monarquia del rey Nazar.

Sin embargo, se vió obligado á aliarse con Fernando III, á ayudarle con un cuerpo de caballería á la conquista de Sevilla, á declararse su vasallo rindiéndole pleito homenage y á pagarle un tributo anual.

Esto no aconteció sino despues de haberse visto obligado Al-Hhamar á rechazar una entrada de los cristianos, y hacer despues levantar el estrecho sitio que puso sobre Granada el mismo Fernando III.

Tal era la historia del rey Nazar. Valiente, sabio, religioso, defendió su reino, fundó en él escuelas y mezquitas, y se dedicó á la proteccion de las artes y de la industria.

Sin embargo, este gran rey moraba aun en la antigua casa del Gallo de viento; no tenia un alcázar digno de su grandeza y de su poder; Al-Hhamar-al-Nazar antes que en la suya propia, habia pensado en la felicidad de sus vasallos.

VII. EL REY NAZAR VISTO POR EL LADO DE ADENTRO

Habia nacido Al-Hhamar en Arjona, el miércoles 9 de la luna de Xaban del año 591 de la hegira; contaba pues, cuarenta y cinco años en el momento en que le presentamos á nuestros lectores.

Era sin embargo, muy hermoso; sus cejas estaban negrísimas y pobladas y en su larga barba bermeja, semejante al oro, no asomaba una sola cana; sus megillas blancas y brotando el color de la salud, no tenian arrugas; sus ojos brillaban con la fuerza de la juventud y tenian el reflejo de la prudencia: la toca blanca que envolvia su cabeza, dejando ver las puntas de oro de su corona, y su largo caftan negro, daban una gran magestad á su aspecto.

El rey Nazar era todavía hermoso, y sino era jóven no parecia viejo.

Aun podia pensar en el amor.

En amores habia sido muy desgraciado Al-Hhamar.

Su primera esposa, Zobeya, madre del príncipe Mohammet-ebn-Abd-Allah, habia muerto al dar á luz á este príncipe.

La segunda, que no habia sido su esposa, sino su cautiva, su esclava, la princesa Leila-Radhyah, habia desaparecido dejando un rastro de sangre en la casa de Nazar.

La tercera, Wadah, era una muger terrible, una africana hermosísima, madre de su segundo hijo el príncipe Juzef, de la cual hacia mucho tiempo que le tenia apartado una repugnancia invencible, una antipatía mortal.

Wadah, la soberbia africana, le amaba; y sus celos eran un continuo tormento para Al-Hhamar.

Y sin embargo, Wadah no tenia razon alguna para tener celos del rey Nazar.

No amaba á ninguna muger.

Ni aun pasaba de las puertas de su harem.

El rey Nazar hubiera podido pasar por un morabitho á no ser por sus academias con sus sabios y poetas, ó por sus continuas escursiones por sus estados para asegurar con su presencia el amor de sus vasallos y la fidelidad de sus alcaides y walíes.

Gozaba Nazar de una profunda paz como rey: en su reino todo florecia: sus ejércitos eran inumerables: tenia satisfecha su ambicion.

Pero como hombre estaba en una contínua guerra con un deseo misterioso, con una sed no satisfecha: estaba solo en el mundo: el amor de sus hijos no era bastante para satisfacer aquel deseo.

Necesitaba otro amor.

La sultana Wadah no podia tampoco satisfacerlo: un contínuo y sombrio disgusto que se veía impreso en su semblante, y su soberbia siempre provocadora, siempre agresiva, la separaban del rey.

Y luego habia dos fantasmas ardientes en forma de muger que se levantaban dentro de su alma.

Lejano, perdido allá en la inmensidad de los recuerdos el uno; cercano, candente, abrasador, el otro.

La una muger era la sultana Leila-Radhyah.

Al-Hhamar no habia podido olvidarla.

Podia decirse que la sultana Leila-Radhyah habia sido su primer amor.

La habia buscado en vano, en vano habia gastado sus tesoros para descubrir su paradero.

Una circunstancia terrible le hacia recordar de una manera sombría su pérdida.

Durante sus amores con Leila-Radhyah, Al-Hhamar habia contraido con Wadah uno de esos casamientos que se llaman de conveniencia. Wadah era poderosa.

Se la atribuia un poder mágico.

Ya hemos dicho que los moros son muy dados á la supersticion.

Cuando conoció Al-Hhamar á Leila-Radhyah, mejor dicho, cuando se apoderó de ella, era simplemente walí; su cautiva era una doncella de sangre real hija de un poderoso emir de Africa.

Al-Hhamar que al verla habia sentido por ella un amor voráz, necesitando de consuelo por la muerte de su esposa Zobeya, madre del príncipe Mahommet, ni se atrevió á devolver la doncella real á su padre, porque esto era perderla, ni á casarse con ella, porque sabia demasiado que el rey de Tlemcen no se avendria á dar por esposa á un simple walí una sultana hija suya.

La ocultó, pues, en su casa, gozó sus amores, é hizo feliz durante algun tiempo á la pobre jóven que le amaba y todo lo posponia á su amor.

Pero llegó un dia en que Al-Hhamar se casó con Wadah, quedando reducida Leila-Radhyah á la posicion de una concubina, de una esclava que ningun derecho tenia.

Poco despues desapareció como hemos dicho Leila-Radhyah, dejando en su aposento sangrientas señales. El rey la creyó muerta y la lloró.

Aquella misma noche, Al-Hhamar escuchó en las habitaciones de su esposa, la hermosísima Wadah, terribles gritos, gritos semejantes á rugidos de leona.

Cuando entró en aquellas habitaciones, encontró á Wadah medio desnuda, destrenzados los cabellos, delirante, frenética, buscando acá y allá, levantando tapices, asomándose á los ajimeces, mirando al oscuro fondo de los patios y gritando sin intermision:

—¡Asesinos! ¡asesinos! ¡asesinos!

Wadah mostraba en sus manos un pequeño lienzo cuadrado de seda manchado de sangre.

Cuando vió á Al-Hhamar, guardó el paño entre sus ropas descompuestas y lanzó una horrible carcajada.

En vano la preguntó Al-Hhamar acerca de sus gritos, de aquel lienzo ensangrentado, de aquel desvarío: Wadah guardó el mas profundo silencio.

Al dia siguiente Al-Hhamar supo por los alcaides de su harem, que dos esclavos habian desaparecido.

El uno era Leila-Radhyah, el otro un cautivo cristiano.

Wadah desde aquella noche no volvió á sonreirse ni á hablar: amaba á Al-Hhamar con delirio, pero le rechazaba con horror; algunas veces en el mismo punto en que se estremecia de placer entre sus brazos le rechazaba gritando:

—¡Asesino! ¡asesino! ¡asesino!

Al-Hhamar habia llegado á sentir horror hácia Wadah, y á recordar con mas intensidad á su perdida Leila-Radhyah.

La otra muger cuyo recuerdo se levantaba próximo, ardiente, tentador en el alma del rey Nazar era Bekralbayda.

Desde tres dias antes que la habia visto en las fiestas de Alhama no habia podido olvidarla.

Nunca habia sentido un deseo mas exigente.

Aquella niña llenaba su alma, pero sin destruir el amor que sentia hácia Leila-Radhyah.

Habia llamado en vano á Yshac-el-Rumi.

Yshac le habia contestado:

—Aun no es tiempo.

—¿Pero de qué familia es esa niña?

—No es tiempo, replicaba Yshac.

—¿Es libre ó esclava? añadia el rey.

Y como si solo se hubiera provisto de una sola respuesta Yshac, repetia:

—Aun no es tiempo.

Y sin pronunciar otra palabra el sabio se despidió del rey, dejándole envenenada el alma.

Por eso el rey se paseaba triste, sombrío, apenado, por una de las estensas y sonoras cámaras de su palacio del Gallo de viento.

Por eso de tiempo en tiempo murmuraba exhalando un profundo suspiro:

—¡Aun no es tiempo que yo sea feliz!

VIII. LA VENTA DE UNA MUGER

Era ya tarde.

En medio de su distraccion escuchó el rey Nazar el ruido sonoro de las pisadas de alguno que se acercaba.

Entonces compuso su semblante para que nadie pudiese comprender por él lo que pasaba en su alma.

Levantóse el tapiz de una puerta, y un esclavo negro magníficamente vestido con un sayo de escarlata y con una argolla de oro al cuello, se prosternó y dijo con voz gutural y respetuosa:

—¡Magnífico sultan de los creyentes! un viejo enlutado solicita arrojarse á tus plantas: dice que vá en ello mas de lo que puede pensarse.

Al oir el rey Nazar que le buscaba un hombre enlutado, se apresuró á mandarle introducir, lo que en aquella hora no hubiese hecho por nadie, ni aun por sus mismos hijos.

Entró en la cámara algun tiempo despues un hombre alto, pálido, enteramente cubierto por un turbante blanco, y por un ancho alquicel, blanco tambien, sin dejar descubierto mas que un semblante huesoso en cuyas profundas órbitas se revolvian dos ojos brillantes como carbunclos.

Aquel hombre no se prosternó ante el rey Nazar: por el contrario adelantó hácia él, rígido, enhiesto, sin producir ruido al andar, como un fantasma, y con la mirada candente y fija en el rey Nazar, que retrocedió.

—¡No me conoces, Al-Hhamar, el vencedor y el magnífico! dijo deteniéndose á poca distancia del rey.

—Tú eres el viejo que acompañaba á la doncella blanca, dijo el rey Nazar sin poder dominar su fascinacion.

—Sí, yo soy el astrólogo Yshac, contestó aquel hombre permaneciendo inmóvil en el sitio donde se habia parado.

—Tú eres el que me dijiste, cuando yo te ofrecia montañas de oro por la doncella blanca: aun no es tiempo.

—Yo soy.

—¿Y á qué vienes?

—Vengo á venderte á Bekralbayda.

—¡A vendérmela! pide cuanto desees, cuanto quieras.

—Yo no quiero dinero.

—¿Qué quieres pues?

—Dos cosas solas.

—Habla.

—Quiero que Bekralbayda sea doncella de tu esposa.

—¡Ah! ¡poner junto á la terrible Wadah, á ese arcángel del sétimo cielo! ¿Sabes tú quién es Wadah?

—Soy astrólogo y mago: lo sé.

Tembló imperceptiblemente el rey Nazar.

Ni uno ni otro se habian movido del sitio donde se habian parado.

Vistos á cierta distancia parecian dos sombras; la una blanca, y la otra negra, que no se atrevian á unirse, que se rechazaban.

—¿Sabes que la sultana Wadah está loca?

—Lo sé.

Por un cambio natural en la disposicion del ánimo del rey, preguntó con ansia á Yshac.

—¿Sabes por qué causa está loca la sultana?

—Sí.

—Dímelo.

—Aun no es tiempo.

El rey se estremeció de nuevo.

—¿Y sabiendo que está loca la sultana quieres poner á su lado á Bekralbayda?

—Sí.

—¿Pero cómo pueden satisfacerse mis amores estando Bekralbayda al lado de la sultana?

—Ese es negocio tuyo.

—¿Y qué mas quieres para entregarme esa doncella aunque sea de ese modo?

—Ser tu astrólogo: vivir en tu alcázar.

—¡Y nada mas pides! esclamó con asombro el rey Nazar.

—Nada mas quiero, contestó con voz cavernosa el astrólogo.

—Puedes traer mañana á Bekralbayda al alcázar.

—Pues bien; mañana la traeré. A Dios.

Y salió tan silenciosamente como habia entrado, dejando fascinado y mudo al rey Nazar.

IX. DE CÓMO EL PRÍNCIPE MOHAMMET ESTUVO Á PUNTO DE SER AHORCADO POR LADRON

Bekralbayda era feliz.

Es verdad que aun no sabia el nombre de sus padres, pero sabia el de su amado.

Las sombras y el silencio habian protegido el delirio de sus amores con el príncipe.

El príncipe, por su parte no podia ser tampoco mas feliz: la muger de su amor era suya en cuerpo y en alma.

Los dos amantes se habian separado antes del amanecer, dándose cita para la noche siguiente.

Yshac-el-Rumi habia pasado la noche en vela, inmóvil, apoyado en el alfeizar del ajimez.

La dama blanca habia dado salida al príncipe por el portillo de una cerca.

Bekralbayda, embellecida por un nuevo encanto, se habia dirigido á su retrete, se habia arrojado en su lecho y habia dormido un sueño de amores.

El príncipe se habia encaminado á la Colina Roja, y se habia ocultado en las ruinas del templo de Diana.

Pero antes de entrar en ellas, habia arrojado una mirada al frontero Albaicin á la casa del Gallo de viento, y habia esclamado al ver el reflejo de una luz en un ajimez del retrete del rey Nazar:

—¿Porqué velará á estas horas mi padre?

Pasó el dia: un diáfano y radiante dia de primavera.

Llegó la noche.

Una noche serena, lánguida, tranquila, sin luna, pero dulce y misteriosamente alumbrada por los luceros.

El príncipe salió de las ruinas del templo, bajó á la márgen del rio y se encaminó á la casita blanca del remanso.

A la casita donde, sin duda, impaciente y estremecida de amor como él, le esperaba Bekralbayda.

Pero esperó una hora y nada interrumpió el silencio y la soledad de aquellos lugares.

Pasó aun mas tiempo y nadie vino á llevar al príncipe junto á su amor.

Encaminóse á la oscura gruta y penetró en ella, pero en vano procuró dar con la pendiente entrada por donde habia resvalado la noche antes, y que le habia llevado al palacio de la dama blanca.

Por todas partes, en todas direcciones, encontraba la roca tajada, áspera, húmeda y nada mas.

—¿Me habré engañado? se preguntó.

Y volvió á salir.

Pero aquella era la estrecha grieta cubierta de maleza por donde habia penetrado la noche anterior.

Para confirmarle en ello estaban allí las ramas que habia cortado con su yatagan para abrirse paso.

Sin embargo, aunque penetró una y otra vez, solo halló una estrecha escavacion en la roca, en la cual no habia ninguna abertura.

Desesperado, abandonó aquel lugar y subió á las cortaduras del rio y rodeó por los cármenes, buscando el postigo por donde le habia dado salida la dama blanca.

Pero no halló la cerca.

En cambio se perdió en un laberinto de enramadas, que se intrincaban mas á medida que el príncipe se revolvia mas en ellas.

Llegó un punto en que quiso salir y no pudo. No encontraba la salida, ni aun lograba dar con el rio cuya corriente le habia guiado.

—¿Habrá aquí algun encantamento? dijo.

Y apenas habia hecho esta esclamacion, cuando oyó un ronco ladrido, y poco despues se vió acometido por un enorme perro campestre y por una ronda de labradores armados de chuzos, uno de los cuales llevaba una linterna.

Cuando esto acontecia habia pasado ya largo tiempo. Era la media noche.

—Hé aquí el ladron de nuestras hortalizas...

—El talador de nuestras flores.

—El caballero que se divierte en matar nuestros perros y seducir nuestras hijas, esclamaron en coro aquellos hombres, con gran sorpresa del admirado príncipe.

La verdad del caso era, que como aquellos honrados labriegos tenian mugeres y parientas hermosas, algunos jóvenes caballeros habian dado en la flor de ir á meterse en vedado por aquellos frondosos cármenes, pisando las flores que encontraban á su paso, pero con la cautela y la malicia del ladron, favorecidos por alguna de las flores pisadas, y el príncipe Mohammet pagaba sin culpa las culpas de otros.

—¿Qué decis de vuestras flores y de vuestras hijas? dijo el príncipe: yo no vengo ni por las unas ni por las otras: me hé perdido en vuestros cármenes y os ruego que me saqueis de ellos.

—¿Qué te saquemos? pues ya se vé que te sacaremos: esclamaron los rústicos, pero será para llevarte preso al rey que nos hará justicia.

Estremecióse el príncipe.

—Vosotros no hareis eso, dijo, cuando sepais quién soy yo.

—Seas quien fueres, por ladron te tenemos ¿no has pasado nuestros términos de noche sin nuestra licencia?

—Yo no he encontrado cerca alguna.

—Tu has escalado la cerca: por lo mismo morirás ahorcado.

En efecto el príncipe habia saltado una pequeña tapia.

—¿Y para qué queremos llevarle al rey? dijo otro: nosotros podemos ahorcarle, ¿acaso no es un ladron armado? ¿no sabeis que el que coje á un ladron armado puede ahorcarle allí donde le pille?

—Pero yo no he hecho resistencia: esclamó el príncipe.

—¿Y quién sabe si la has hecho ó no? ¿lo dirás tú despues de muerto?

—Si vosotros me ahorcárais, mi padre os descuartizaria vivos, contestó con altivez el príncipe.

—Es que nosotros tenemos un padre que nos defenderá del tuyo por poderoso que sea: porque nuestro padre es el poderoso y justiciero rey Nazar.

—Pues bien de rodillas ante su hijo el príncipe Mohammet, dijo con altivez el jóven.

—¿Tú el príncipe Mohammet, el valiente y virtuoso hijo del rey Nazar? dijeron los rústicos: no puede ser; ¿qué tiene que buscar nuestro buen príncipe por estos sitios y á estas horas?

—Es un mal caballero que miente por salvarse.

—Un burlador de la justicia del rey y de nuestra honra.

—Un libertino.

—Un infame.

—Ahorquémosle.

—No; casémosle con la muger que vendrá á buscar y que sin duda es hija de uno de nosotros.

—Yo no conozco á vuestras hijas: os repito que soy el príncipe Mohammet.

—Pues bien; te llevaremos al rey, y el rey dirá si eres príncipe ó no.

Y arremetiendo á él, y sin que el príncipe pudiera valerse, le arrastraron consigo, le llevaron al otro lado del rio, y por el camino y la puerta de Guadix le metieron en el Albaicin.

X. LA TORRE DEL GALLO DE VIENTO

Aun velaba el rey la misma noche en que habia dado audiencia á Yshac, cuando un esclavo, el mismo que le habia anunciado la llegada del astrólogo, le anunció que unos labradores traian preso al príncipe Mohammet.

Porque el príncipe habia sido reconocido en el alcázar, y se habia detenido á los labradores, que estaban aterrados por su torpeza en haber preso al príncipe.

Nublóse el semblante de Al-Hhamar.

Era el primer disgusto que le daba su hijo.

Mandó que introdujesen al príncipe y los labradores.

El príncipe se presentó confuso.

Los labradores aterrados se arrojaron á los pies del rey Nazar.

—Perdon, señor, perdon, esclamaron: nosotros no conocíamos al esclarecido príncipe, tu hijo.

—El nos dijo quien era.

—Pero nosotros no le creimos.

—Porque los caballeros de Granada se entran de noche en nuestros cármenes.

—Y nos roban las flores...

—Las flores de nuestra alma.

—Nuestras esposas y nuestras hijas.

—Y creimos que el príncipe fuera uno de estos ladrones.

—Porque le encontramos dentro de nuestros cármenes.

—Que están cercados.

—Que están guardados.

—Nosotros no sabiamos que era el príncipe.

Impuso el rey Nazar silencio á los labradores, que hablaban á un tiempo y en coro, impulsados por el miedo, y preguntó á su hijo:

—¿Es cierto lo que estos dicen?

—Me han encontrado en los cármenes, señor, contestó el jóven.

—¿De noche y armado?

—Si señor.

—¡Idos! dijo el rey á los labradores.

Estos no esperaron á que el rey repitiese su mandato, y salieron en tropel como una jauria espantada, no sin sufrir algunos latigazos de los esclavos y de los soldados en su tránsito por el alcázar.

El rey Nazar se habia quedado solo con el príncipe, y le miraba ceñudo.

—¿No estabas en mi castillo real de Alhama? dijo al fin Al-Hhamar.

—Si señor, constestó el príncipe.

—¿No te habia mandado que no vinieses á Granada?

—Si señor.

—¿Por qué has venido? ¿qué causa grave tienes que alegar en tu disculpa?

El príncipe sabia que su padre estaba enamorado de Bekralbayda, y no se atrevió á confesar la verdad.

—Tu hijo no tiene disculpa ninguna, poderoso sultan de los creyentes, contestó.

—Si uno de tus walíes abandonase un gobierno que tú le hubieses encomendado, si su gobierno estuviese en la frontera enemiga, ¿qué harias?

—Mandaria cortar la cabeza al walí, contestó con mesura, pero con firmeza el príncipe.

—¿Porque el walí habria sido traidor y rebelde?

—Si señor.

—¿Tú eres príncipe: tú eres mi compañero en el mando? tú eres casi el sultan de Granada: tu culpa por lo mismo es mayor. ¿A qué has venido á Granada?

—Estaba triste en Alhama.

—¿Y tienes aquí tu alegría?

—Si señor.

—¿Y... tu alegría cómo se llama?

—Mi alegría no tiene nombre.

—¿Pero por qué has venido á Granada desobedeciéndome? ¿por qué has abandonado mi estandarte en la frontera?

—Por respirar las auras de la noche en los cármenes del Darro.

—¡Oh! yo sabré tu secreto, dijo el rey.

Y llamando á dos de los mas ancianos y prudentes de sus wazires les mandó que encerrasen al príncipe en lo mas alto de la torre del Gallo de viento.

Esta antiquísima torre, cuadrada, alta, maciza, en la cual no se veia mas que estrechas saeteras y una ventana en cada frente, junto á las almenas, estaba largo tiempo hacia inhabitada y protegida por el terror supersticioso que inspiraba.

Decíase que habitaba en ella el alma del rey Aben-Habuz el sabio.

Esta torre estaba situada en el centro de un patio del palacio á que daba nombre, y en su parte inferior no tenia puerta. Entrábase en ella por su altura media, por un pasadizo cubierto, en forma de puente que la unia con uno de los lados del patio.

Aquel pasadizo tenia una puerta de hierro macizo y mohoso, cuyos cerrojos y candados era fama que no se habian abierto en centenares de años. Despues de aquel pasadizo y en el corazon de la torre, que parecia maciza tambien, se retorcia una estrecha escalera de caracol, iluminada apenas por la escasa claridad que penetraba cansada por estrechas y profundísimas saeteras, y en lo mas alto de la torre terminaba la escalera, en una cámara de ocho pies en cuadro, baja de bóveda y envejecida mas que por el tiempo por el humo de un hornillo que se veia como escondido en uno de los rincones.

En esta cámara á nivel del pavimento resquebrajado y sucio, una compuerta de hierro cerraba la escalera, y cuatro ventanas semicirculares se abrian en direccion á los cuatro puntos cardinales.

Además del centro ó clave de la bóveda descendia hasta la parte media de la altura de la cámara un eje de hierro, del que estaba suspendido un pequeño ginete de hierro tambien, con el caballo en actitud de correr y con la lanza baja.

Aquel eje se volvia obedeciendo á la veleta de la parte superior, y la punta de la lanza del caballero señalaba á la parte donde iba el viento.

Contábanse de esta torre cosas estupendas: decian que algunas noches se veia por sus altísimas ventanas un resplandor rojo como de infierno, y por entre sus almenas un humo luminoso: y de lo que mas se hablaba, era de un buho enormísimo, tan grande como la mas grande águila que anidaba junto á las almenas; y á propósito del resplandor, y del humo, y del buho, se contaban tales cosas, que bastaban para aterrar á los muchachos y hacerlos callar cuando se obstinaban en el llanto, para lo que tambien bastaba nombrar simplemente el alma de Aben-Habuz, fundador de la torre y del palacio que tenia á sus pies.

Por una coincidencia singular, el patio en que esta torre se levantaba, era el mas alegre y bello del palacio: esbeltas columnitas sostenian sus galerías, flores, fuentes y estanques se veian en su terreno, y en él vagaban las hermosas esclavas de la servidumbre de la sultana Wadah.

Porque en aquel patio estaban las habitaciones de la esposa del rey Nazar.

Veíase, además desde las ventanas de la torre toda Granada, la Vega, las sierras hasta los distantes confines: en una palabra, aquella torre era una escelente atalaya.

Los wazires condujeron hasta allí con un profundo respeto al príncipe, y este, que al asomarse á una ventana habia visto la Colina Roja, dijo á los wazires:

—Ahí, en el cercano monte, en las ruinas del templo romano, está mi caballo: no es justo que dejemos perecer á nuestro compañero de batalla; haced que le vayan á buscar.

Los wazires se inclinaron profundamente, y salieron dejando solo al príncipe, que á los primeros rayos del sol de la mañana se puso á contemplar desde su altura el estrecho valle por donde el Darro atravesaba á Granada.

Porque en las márgenes del Darro, moraba su vida y la mitad de su alma: Bekralbayda.

XI. DE CÓMO EL REY NAZAR COMPRENDIÓ QUE NO PODIA SER FELIZ

Al-Hhamar habia quedado profundamente triste.

A la tristeza por sus amores, se unia la que le causaba la rebeldía de su hijo.

Porque su hijo (sus ojos de padre se lo habian dicho) guardaba dentro de su alma un secreto.

¿Y qué secreto era este que no queria revelar á su padre?

Y mientras el rey Nazar se deshacia en conjeturas, la solucion del secreto entraba en su palacio con el caballo del príncipe, que los wazires habian ido á recojer en persona á la Colina Roja.

Uno de los wazires se presentó al rey.

Llevaba en las manos unas pequeñas pero pesadas alforjas de seda, bordadas, en cuyas bolsas se contenia sin duda dinero.

—Esto hemos encontrado sobre el caballo del príncipe, señor, dijo el wazir presentando las alforjas á Al-Hhamar.

El rey puso las alforjas sobre el divan y despidió al wazir.

Apenas se vió solo examinó con una impaciencia febril las dos bolsas de las alforjas; por su contenido esperaba deducir el objeto de la secreta venida del príncipe á Granada.

Pero solo encontró una razonable cantidad de dirahmes de plata, lo que bastaba para un caballero, pero que era insuficiente para pagar una rebeldia: además encontró un pequeño envoltorio de seda.

Dentro de él halló dos cartas y un rizo do cabellos negros, sedosos, brillantes, largos, pesados, que exhalaban un delicioso perfume.

—¡Ha venido á Granada por una muger! ¡ama! ¿pero quién es esa muger? ruin debe ser cuando me la recata: estas cartas me lo dirán:

Abrió la primera que estaba escrita en verso y decia así:

«La perla de las perlas,
la cándida y la pura...»

Era en fin la carta que el príncipe habia encontrado en su retrete en Alhama, la que le habia servido de medio para encontrar á Bekralbayda.

La segunda carta mas esplícita, era la que habia sido enviada al príncipe en su misma flecha desde la casita blanca.

Al leer el nombre de Bekralbayda que firmaba esta carta, el rey se sintió herido en el corazon.

—¡Con que se aman! esclamó: y acaso, acaso... sí... indudablemente: esta carta es una cita: y luego este rizo de cabellos...

El rey quedó profundamente pensativo, y se puso á pasear á largos pasos á lo largo de su cámara.

—Pero ellos no han podido conocerse, no han podido verse sino consintiéndolo ese viejo enlutado, ese Yshac-el Rumi, ese hombre estraño que me hace temblar. Pero si ese miserable sabe que mi hijo y Bekralbayda son amantes, ¿por qué me vende esa muger? ¡y con tan estrañas condiciones! no me ha pedido oro... únicamente que Bekralbayda esté al lado de la sultana Wadah, de esa terrible loca, y estar él á mi lado, ser mi astrólogo: ¡oh poderoso señor de Ismael! ¡tú dador de la ciencia! ¡tú misericordioso! aquí hay un misterio que no alcanzo á esplicarme: ¡ilumíname tú, señor, tú que amparas á los que en tí creen!... ¡ábreme camino, porque yo me siento cegar!

Y el rey siguió en su paseo, con la mirada escandecida, el aliento ardiente y entrecortado, las megillas pálidas, el paso incierto.

Luchaba dentro de sí de una manera espantosa.

—¡Oh? dijo al fin: Dios castiga en mí algun pecado de mi raza: yo no puedo ser feliz.

Y siguió paseando.

—¿Y por qué no? dijo de repente: ¿quién sabe? acaso...

El rey volvió á su paseo.

Anunciáronle que un viejo y una dama enlutados querian hablarle.

El rey Nazar hizo un movimiento semejante al de quien despierta de un sueño al impulso de una mano estraña; tomó un pergamino y escribió en él durante un breve espacio: luego dobló el pergamino y le selló.

—Que entren el viejo y la muger, dijo.

Poco despues entró Yshac-el-Rumi llevando de la mano y sin velo á Bekralbayda que inclinaba ruborosa la cabeza.

Entrambos se prosternaron ante el rey Nazar que los alzó.

—¿Sabes á lo que vienes á mi palacio? le preguntó Al-Hhamar.

—Sé que me han vendido al poderoso sultan de Granada, dijo con acento trémulo Bekralbayda.

—¿Pero no te han dicho que el sultan Nazar que te ama, quiere tu amor y no tu sumision?

Bekralbayda calló.

—Vas á servir á la poderosa sultana Wadah: está enferma: procura aliviar con tus consuelos sus dolencias: en cuanto á mí en ocasion mejor te diré cuánto eres grata á mis ojos. Entre tanto pon aquí tu nombre.

El rey la presentó el pergamino que habia escrito y sellado poco antes.

—¿Y qué es esto, señor? dijo con recelo Yshac-el-Rumi.

—Aquí, salva la voluntad de Dios, está decretado invariablemente el destino de Bekralbayda. Sellado con mi sello, signado con su nombre, nadie abrirá ese pergamino hasta que ella misma le abra.

Y llamando el rey á sus esclavos les mandó que llevasen á Bekralbayda á las habitaciones de su esposa.

Yshac-el-Rumi se quedó entre los sabios y astrólogos que vivian en el palacio del rey.

XII. EL PALACIO DE RUBIES

Habian pasado muchos dias.

El rey habia tenido muchas entrevistas con Bekralbayda.

El príncipe continuaba preso.

Yshac-el-Rumi empezaba por su ciencia á privar con el rey.

Ninguno mejor que él descifraba los sueños del rey, ni respondia mejor á sus dudas.

El rey Nazar empalidecia.

Comprendíase que minaba algo su existencia.

Sus ojos empezaban á tener cierto brillo fosforescente como los de la sultana Wadah.

Dormia poco, y aun así de una manera inquieta.

En medio de sus sueños, quien hubiera estado cerca de él, le hubiera oido pronunciar el nombre de su hijo y de Bekralbayda.

Una noche el rey velaba.

Tenia junto á sí en una pequeña mesa un cuadrante y un pergamino estendido.

El rey marcaba con tinta roja sobre el pergamino líneas y compartimientos, los media con un compás, y volvia á meditar y á marcar líneas y puntos y á tomar medidas.

Quien le hubiera visto entonces, no le hubiera creido el sultan de Granada, el poderoso Nazar, sino un alarife que se ocupaba en formar el plano de un palacio.

El rey se ocupaba profundamente de su trabajo.

Pero de repente le interrumpió un ruido inesperado.

El batir de las alas de un pájaro.

El rey Nazar se estremeció y miró.

Vió un enorme buho que revolaba en su cámara.

El rey Nazar se puso mortalmente pálido, y se levantó en busca de su arco.

Pero el buho estrechó su vuelo sobre la mesa, apagó la lámpara y escapó por la ventana.

Entonces resonó á alguna distancia una carcajada hueca.

El rey Nazar dió voces: entraron sus esclavos con luces.

El rey Nazar hizo que encendiesen la lámpara, que cerrasen las celosías de los ajimeces y las puertas, y que trajesen al momento al astrólogo Yshac-el-Rumi.

Poco despues el viejo estaba delante del rey Nazar y á solas con él.

—Siéntate, le dijo el rey.

El astrólogo se sentó con la misma altivez que si hubiera sido otro rey.

—¿Sabes lo que me sucede? le dijo.

—Yo lo sé todo, dijo con autoridad el mago.

—Veamos.

—En primer lugar estás cada dia mas embriagado por los encantos de Bekralbayda.

—Es verdad.

—La sultana Wadah lo sabe y tiene celos.

—Es cierto.

—Bekralbayda quiere antes de ser tuya poner á prueba tu amor.

—¿Y me exige grandes sacrificios?

—Sé que á pretesto de que este palacio es triste, en lo que no la falta razon, te ha pedido que construyas para ella sola un alcázar.

—Es verdad.

—Tú te has puesto esta noche, poderoso sultan, á idear ese alcázar, y un buho ha entrado por la ventana y ha apagado la lámpara.

—¿Y por qué ese buho?...

—Porque ese buho quiere que ese alcázar se construya en el lugar donde está construido invisiblemente, el encantado Palacio-de-Rubíes.

—¡El Palacio-de-Rubíes!

—Sí, en la Colina Roja.

—Esplícame, esplícame eso.

—Escucha.

Reclinóse el astrólogo indolentemente en el divan, y empezó despues de algun tiempo de meditacion de esta manera:

—Allá en los primeros años despues de la conquista de los árabes sobre España, era señor de Granada Abu-Mozni-el-Zeirita.

Este rey, siendo ya viejo, murió y dejó su herencia, esto es, el señorío de Granada, á un sobrino suyo, viejo tambien, que residia en Africa, y que se llamaba Aben-Habuz.

Cuando Aben-Habuz vino á Granada á recojer la herencia de su viejísimo tio, solo halló un negro y carcomido castillo, puesto sobre la cima de un monte, al pie de las vertientes de una sierra, y en el castillo algunos cientos de feroces guerreros que miraban el ataud de roble de su señor, apoyados en las picas con la misma espresion que el perro de montería que pierde al amo que le arrojaba sobre el rastro.

Aben-Habuz no conocia á Abu-Mozni, y por lo tanto no se entristeció. Humillóle, sí, que un pariente suyo fuese llevado á la sepultura sin embalsamar y con un ataud y unos vestidos tan humildes, porque Abu-Mozni habia gastado el dinero de sus tierras y de sus vasallos, en perros y murallas, y no habia pensado ni una sola vez en su vida en tener un alcázar ni un harem, ni en proveerse de un lecho de piedra en donde dormir el último sueño.

Aben-Habuz mandó á sus médicos que embalsamasen los restos de su feróz tio: hizo quemar el ataud de roble y el sayo de lana, le encerró vestido de púrpura en un féretro de brocado, dentro de un sepulcro de mármol sobre el cual hizo esculpir un pomposo epitafio, largamente meditado por sus sabios, y despues de estos últimos deberes, satisfechos mas bien que á la memoria de su tio, á su orgullo de rey, se lanzó con los tostados africanos que encontró en su herencia y con el ejército que habia traido de allende el mar, sobre los enemigos, que aprovechándose de la muerte de Abu-Mozni-el-Zeirita, habian invadido su territorio; y despues de haber corrido las fronteras tras ellos, de haberles incendiado castillos y aldeas, y robádoles ganados y mugeres, se tornó á su alcazaba; repartió el botin entre los soldados, encerró las mugeres en una torre, y se echó á buscar un sitio donde edificar una residencia mas digna de un rey, que el ahumado torreon donde habia pasado largas veladas, tendido sobre una piel de tigre, el primer señor árabe de Granada.

Llamó á sus faquies y á sus astrólogos, y estos, despues de haber consultado las estrellas, le llevaron á la cresta de la colina poco distante de la torre de la alcazaba, y le dijeron:

—Aquí señor debes alzar tu alcázar y la atalaya de tu reino; porque desde esta loma se vén la estendida vega y las distantes fronteras, y porque un rey debe estar siempre atento á la defensa de su pueblo.

Y Aben-Habuz hizo un alcázar y levantó una torre altísima en el lugar que le dijeron los faquies y los astrólogos, y sobre la torre puso un caballero de hierro con la lanza en ristre y girando á todos los vientos, y en la adarga del caballero mandó pintar un gallo y poner debajo esta leyenda:

Dice el sabio Aben-Habuz,
que así se defiende el Andaluz.

Porque el viejo rey tenia por una de sus mas preciosas máximas la de que un guerrero debia ser vigilante como un gallo, ligero como el viento, para volverse y correr á la parte por donde amenazase el peligro, y por esto y por otras razones que á nadie dijo, llamó á la torre de su alcazaba, torre del Gallo de viento.

Y encerrábase en ella el viejo rey, y se dormia al rechinar de la veleta, y la consultaba cada vez que soplaba el viento de la tormenta, y allí donde el caballero tenia asestada la punta de su lanza, corria con sus gentes, y hacia Eblís que siempre encontrase enemigos á quienes destrozaba volviéndose cargado de presas á su castillo.

Y sucedió que una de estas veces, en vez de encontrar enemigos solo halló un viejo astrólogo, que al ver llegar al rey entre aquella muchedumbre de guerreros, se prosternó por tierra, pidió amparo á Aben-Habuz, y le prometió si le dejaba la vida, edificarle un alcázar tal, que fuese maravilla de los siglos venideros.

Rióse el rey del temor del astrólogo, hízole cabalgar á la grupa de uno de sus africanos, le trajo á Granada, y se encerró con él en la torre del Gallo de viento, sin dar oidos á otras palabras que á las del astrólogo, ni salir de la torre mas que para hacer las azalaes en la mezquita.

Y aconteció que el rey olvidó la guerra por la astrología, y pasaron lunas enteras sin que saliese contra los cristianos; á pesar de que estos, mal escarmentados siempre, corrian la tierra haciendo talas y desaguisados, y los habitantes de las villas fronterizas, temerosos de ellos, corrieron á encerrarse tras los muros de la alcazaba Cadima y de la villa de los Judios.

Cansóse el caballero de la torre de avisar el peligro, y desde entonces no volvió á inclinar su lanza al lugar por donde aparecian enemigos, y perdió su virtud el talisman, mientras el rey pasaba las noches en claro en la torre del Gallo de viento á la luz del hornillo donde el sabio hervia en sus vasijas de vidrio brevajes repugnantes.

Al fin una noche el sabio y el rey salieron de la alcazaba por un postigo del muro, bajaron al valle formado por el Darro, y subieron á la Colina Roja.

Era la noche oscura y la tormenta hacia rechinar la veleta de la torre del Gallo de viento: la lanza del caballero señalaba entonces á la Colina Roja donde estaba el astrólogo con el rey.

Hay quien dice que el astrólogo solo queria vengarse del rey por haberle este arrebatado una hermosa doncella hija suya de la villa de los Judios y que habia dado al rey un filtro que habia secado su cerebro tornándole loco.

Sea como quiera, el astrólogo encendió una hoguera en la parte oriental de la Colina Roja en el mismo sitio donde estaban las ruinas de una antigua alcazaba, y arrojó al fuego, pronunciando palabras misteriosas, unos polvos mágicos fabricados por él delante del rey. Entonces la tierra tembló, condensóse el aire, tomó formas el humo de la hoguera y aparecieron cuatro hadas hermosas, apenas cubiertas con velos de seda, batiendo sus trasparentes alas de mariposa.

Aquellas hadas que por el poder del conjuro del astrólogo habian sido arrancadas del quinto cielo, eran los genios del Palacio-de-Rubíes.

Llamábase la una Aliento-de-las flores, la segunda Eco-de-las-armonías; la tercera Suspiro-de-amor; la cuarta Espejo-de-Dios.

Al aparecer las cuatro hadas, se habia levantado como por encanto alrededor del rey un alcázar de incomparable hermosura: el astrólogo habia desaparecido: solo quedaban las cuatro hadas revolando alrededor del rey que corria frenético por las galerías y los retretes y las cámaras y los patios del alcázar encantado; de aquel magnífico alcázar fresco, riente y sonoro, con el canto de sus aves, la fragancia de sus flores, el murmullo de sus fuentes y el eco de sus armonías.

El rey corria, y corria, y lanzaba grandes carcajadas.

Aben-Habuz tenia un alcázar de oro y pórfido, era astrólogo y sabio, pero habia perdido el juicio.

El judío se habia vengado.

Las hadas giraban alrededor del rey, danzando unas veces, revolando en las cúpulas otras, perdiéndose en el fondo de los estanques, ó deshaciéndose en vapores perfumados entre las esbeltas columnatas de las galerías.

Y Aben-Habuz seguia corriendo con la barba descompuesta, la túnica flotante, la toca deshecha, riendo siempre, de una manera insensata, y las hadas repetian su risa de loco; deteníase cansado y las hadas se replegaban silenciosas en sus lechos de algas y flores; de perfumes y oro: de repente volvian á aparecer ante el rey y escitado Aben-Habuz por su hermosura corria en vano tras ellas; y el insensato reia de pena, y sufria riendo, y en vano queria contener aquella risa fatal que salia á su pesar de su pecho.

Y tornábase con la aurora á la torre del Gallo de viento, y en vano pretendia ver desde sus almenas el palacio donde habia pasado la noche; la Colina Roja se presentaba á su vista escueta y árida, como antes del ensalmo del astrólogo, y el rey se impacientaba y preguntaba á sus cadíes y á sus wazires, si veian sobre la Colina las torres, los muros y los minaretes de un alcázar.

Los sabios de su corte se entristecian y tenian al rey por loco, porque nada veian.

Todas las noches Aben-Habuz subia á la Colina Roja, y entonces el alcázar se presentaba ante él soberbio con sus altísimas torres, sus enhiestas almenas reales, sus cavas profundas y sus puertas de hierro, que se abrian para darle entrada hasta el Palacio-de-Rubíes, donde tornaba á su insensata alegría y á su risa cruel.

Y cada noche que el rey penetraba en el palacio encantado parecíale este mas hermoso, mas diáfano, y mas rico de resplandores y de armonía; miraba su nombre escrito con oro entre los lazos de las atauxias y de los alicatados y le enardecian las leyendas de amor, en que hablaban para él, con el lenguaje del paraiso huríes invisibles.

Y el desdichado sufria, reia y tornaba á su castillo, cada vez mas insensato, cada vez mas débil.

Su vida se consumia como una lámpara á la que falta pávilo, y aquel terrible rey tan fiero y justador á su llegada á Granada, solo era ya una sombra de lo que habia sido: un cadáver animado.

Llegó á hacerse su locura terrible: azotaba á sus mugeres, reventaba á sus perros, cortaba la cabeza á sus sabios, y se reia siempre; y al eco de su risa huian todos, porque habia llegado á ser un eco de muerte.

Una noche se ciñó su corona de rey sobre su frente de loco, y salió como acostumbraba, de su castillo al que, por fortuna de sus vasallos, no debia volver sino en hombros de los señores de su córte.

Rugia la tormenta y el huracan zumbaba entre las quebraduras de los cerros.

Aben-Habuz subió impávido el repecho de la Colina Roja, llegó á la puerta de hierro del alcázar encantado, que se abrió ante él, y llegó hasta el fondo de un magnífico patio, entre cuyas galerías se habian refugiado las cuatro hadas huyendo de la tormenta.

Cuando el rey Aben-Habuz las vió á la diáfana luz que alumbraba el alcázar, emanada del mismo, soltó una sonora carcajada, abrió con entrambas manos su alquicel para que las hadas no pudiesen escaparse, y se fué hácia ellas pretendiendo abrazarlas.

Pero Espejo-de-Dios, pasó sobre él deshaciéndose en lluvia; Aliento-de-las-flores huyó, envolviéndole en perfumes; Eco-de-las-armonías se deslizó junto á él, rozando sus vestiduras y haciéndole escuchar cantos perdidos; y Suspiro-de-amor le burló infiltrando en su corazon ardientes deseos.

Tras esta burla las hadas fueron á posarse en un ángulo distante, y Aben-Habuz corria tras ellas, riendo siempre y empeñándose en aquel juego fatal que agotaba sus fuerzas y su vida.

Y desaparecian y tornaban á aparecer, y las columnas y los arcos, los muros y las cúpulas, parecian girar, uniéndose á aquel baile terrible, y las leyendas escritas con oro y colores, y los mármoles y los alicatados, lanzaban lánguidos destellos y repetian enamorados cantares y parecian exhalar céfiros lascivos impregnados de suavísimos perfumes.

Y el desdichado loco reia, y cada carcajada era mas desgarradora y sus pasos cada vez mas inciertos y vacilantes: y el alcázar continuaba girando alrededor de él y acreciendo en destellos, en fragancia, en armonía.

Al fin, Aben-Habuz vaciló, sentóse fatigado sobre el pavimento, sus ojos se nublaron, la muerte voló en torno suyo, y volvió á la razon.

Entonces cesó su risa: quiso levantarse y no pudo, y miró á las hadas con los ojos inyectados de sangre:

—¡Malditos génios! dijo con voz espirante: ¡habeis hecho insensato á un rey, pero este rey es sabio y se vengará! Dormid aquí, con mi corona y mis amores, hasta que un rey poderoso, descendiente del compañero del Profeta venga con el poder que le presta á la ciencia, á despertaros de vuestro sueño.

Y cayó por tierra, y sus ojos se cerraron y la muerte fué con él.

Al mismo tiempo se derrumbó con estruendo el alcázar, y las hadas quedaron sepultadas entre sus ruinas.

—Yo soy descendiente del Ansari, dijo sin poderse contenerse el rey Nazar.

—Sí, sí, tu eres el destinado á mostrar á las gentes el Palacio-de-Rubíes, dijo Yshac-el-Rumi: por eso, cuando por complacer á Bekralbayda, has pensado en hacer un alcázar, ese buho ha entrado y ha apagado tu luz.

—¡Pero ese buho!...

—El rey Aben-Habuz, fué encontrado muerto sobre la Colina Roja: y conducido á su castillo fué sepultado en una tumba magnífica. Pero el alma del rey Aben-Habuz, ha quedado sobre la tierra, encantada en el cuerpo de un buho.

—¿Y quién te ha rebelado ese misterio y esa maravillosa leyenda? dijo el rey Nazar; temeroso de que aquel relato fuese una impostura de Yshac-el-Rumi.

—Hace mucho tiempo, señor, dijo el viejo de una manera inalterable, que he consultado tu horóscopo con las estrellas.

—¿Y mi horóscopo cual es?




y desaparecian y tornaban a aparecer.

—Tú serás el fundador de ese alcázar que admirarán las gentes, que construirás por el amor de una muger, y al que darás tu nombre.

—¿Y ese alcázar existe?

—Existe encantado.

—¿Y puedo yo verle?

—Sí, poderoso señor, pero enloquecerías y moririas como el rey Aben-Habuz.

—¡Y bien! sino puedo verle, ¿cómo he de construir en el lugar donde se encuentra, un alcázar semejante?

—Yo te traeré pintado en pergamino el alcázar; medido y dispuesto desde lo mas chico hasta lo mas grande, de modo que los alarifes y los oficiales solo tengan que labrar la piedra y la madera.

—¿Y cuando me traerás ese pergamino?

—Pasada una luna.

—¡Una luna todavía!

—Necesito ese tiempo para visitar el alcázar encantado, y puesto que tanto amas á mi hija, aprovéchate tú para reducirla á tu amor.

—Dentro de una luna te espero, dijo el rey Nazar: vete.

—Dentro de una luna yo te haré conocer el Palacio-de-Rubíes. ¡Que el Altísimo y Misericordioso quede contigo, rey Nazar!

Y el astrólogo salió.

—¡Oh! esclamó el rey Nazar; ¡el sabio rey Aben-Habuz, encantado en un buho! ¡este buho inspirándome el amor de Bekralbayda! ¡ella pidiéndome un alcázar en cambio de sus amores! ¡ese viejo contándome un estraño encantamiento! ¡mi hijo enamorado de ella, guardando su secreto, y ella, enamorada de mi hijo y ocultando tambien su amor! y luego: ¡yo conozco á ese viejo: yo le he visto alguna vez! pues bien: ¡dejemos correr la cosas, y Dios me guiará!

Fortalecido y tranquilo por su confianza en Dios, el rey Nazar se reclinó en su diván, se envolvió en su alquicel y se durmió.

XIII. LA SULTANA LOCA

¡Qué hermosa era aquella muger á pesar de su locura!

Negros sus ojos y sus cabellos, como los ojos y los cabellos del ángel de la noche, su frente, su cuello y sus hombros eran mas blancos que la espuma de un torrente, cuando la ilumina la luz de la luna.

¡Qué hermosa era la sultana Wadah!

Las flores palidecian de envidia al verla, y los ruiseñores cantaban estremecidos de amor cuando ella pasaba lenta y pensativa bajo las enramadas de los jardines del alcázar.

Muchas veces pasaba largas horas sentada á la márgen de las corrientes, mirando abstraida el contínuo trenzar y destrenzar de las aguas ó con la mirada absorsta y fija en esas estrañas figuras que forman las nubes cuando las agrupa y las amontona el viento.

Otras veces se la sorprendia escribiendo sobre la arena con una varita acabada de arrancar á un box, estrañas figuras y caracteres ininteligibles, ó ya retirada en sus retretes, entonando un cántico monótono y misterioso.

Nadie la habia visto reir, pero nadie tampoco la habia visto llorar.

Y á pesar de su enagenacion, y de lo estraño de sus palabras y de sus acciones, nadie á escepcion del rey Nazar la creia loca.

Por el contrario la creian maga, y poseida por un espíritu invisible.

Sus esclavos estaban con terror á su lado y aprovechaban la primera ocasion para huir de ella.

De ella que era tan hermosa.

Pero la mirada de sus negros ojos tenian una fijeza tal, parecian tan hambrientos que aterraban.

El mismo rey Nazar habia acabado por espantarse de ella.

La sultana no lloraba, pero cantaba cada dia de una manera mas triste.

Y aquel canto era la lluvia de lágrimas de su alma.

Hacia muchos años, casi veinte, desde el nacimiento del príncipe Juzef-Abdallah, segundo hijo del rey Nazar, que la sultana Wadah, estaba loca, ó como lo pretendian sus aterrados esclavos, poseida por un espíritu invisible.

Wadah amaba al rey Nazar con un amor desesperado; muchas noches se la escucha llamando de una manera desesperada á Al-Hhamar, y otras abalanzándose y pretendiendo forzar las puertas que conducian á las habitaciones de su esposo.

Otras veces se la oia rugir como una leona, y cuando acudian los esclavos encargados de sujetarla en aquellos accesos, la veian ir de acá para allá levantando tapices corriendo á todos los lugares oscuros, revolviéndolo todo como si buscase algo.

No habia duda: la desdichada sultana Wadah, estaba poseida de un espíritu invisible.

Un dia se abrió la puerta dorada de su retrete.

Wadah exhaló un grito de alegría.

Por aquella puerta solo podia venir el rey Nazar.

El rey entró y cerró de nuevo.

La sultana se abalanzó á él.

—Yo te amo, te amo siempre, esclamó.

Y le besó en la boca.

El rey Nazar contestó estremeciéndose á aquel beso, con un beso trémulo.

—Tú te aterras junto á mí, dijo Wadah, tú me temes ¿por qué temes á tu amada?

El rey no supo qué contestar.

—¿Has visto acaso otra muger mas hermosa que yo? dijo la sultana fijando su terrible mirada en Al-Hhamar.

—¡Oh! no: esclamó el rey: tú eres la muger mas hermosa de la tierra.

Y el rey Nazar se estremecia, porque las megillas de la sultana temblaban, y una leve espuma empezaba á blanquear sus labios rojos, como una banda de grana.

—Sí, sí: esclamó Wadah corriendo hácia un gigantesco espejo de plata y arrancándose sus vestiduras hasta quedar medio desnuda: yo me veo ahí; yo soy cada dia mas hermosa: yo embellezco las joyas y doy brillo á los diamantes: yo soy mas blanca y mas nacarada que las perlas: y yo le amo, yo le amo y él me abandona: ¿habrá visto á otra muger mas hermosa que yo?

El rey Nazar conoció que habia ido á ver á la sultana en uno de sus mas graves momentos de locura.

Wadah continuó delante del espejo, destrozándose los cabellos y arracándose las joyas que la cubrian.

—Sí, sí; soy muy hermosa, Nazar; mírame, amado mio, mírame y ámame; solo he perdido el color de mis megillas: me he quedado blanca, blanca como la luna: pero... eso fué desde un dia...

Destellaron un relámpago salvaje los ojos de la sultana, se estremeció toda, lanzó un grito horrible, y casi desnuda, arrastrando su larga túnica de brocado, destrenzados los larguísimos cabellos, flotando sobre los tersos y redondos hombros, empezó á buscar por los rincones de la cámara, á revolver los almohadones del divan, á levantar los tapices de los retretes.

—¡Mi rosa blanca! gritaba: ¡mi rosa blanca! ¡yo la tenia escondida y me la han robado!

Y luego se sentó en el suelo, cruzó sus manos sobre sus rodillas y se puso á cantar una melodía vaga, sin palabras, triste y lánguida como un suspiro.

El rey Nazar la contemplaba inmóvil, y lágrimas de compasion asomaban á sus ojos suspendidas sobre sus megillas.

¡La rosa blanca!

Jamás Wadah habia pronunciado una sola palabra que aclarase el misterio de la causa de su locura.

¡La rosa blanca!

Hé aquí lo único que se la oía pronunciar en medio de su delirio.

El rey habia preguntado á sus sabios, y estos se habian esforzado en vano por descifrar aquel misterio.

En una ocasion se habia puesto una magnífica rosa blanca, en una copa de oro, oculta tras un tapiz, y el mismo rey Nazar habia observado á su esposa escondido.

Llegado el acceso, la sultana habia buscado, segun costumbre, por todas partes, y al encontrar la rosa, se habia arrojado sobre ella y la habia despedazado esclamando.

—Mi rosa era mas blanca, y mas pura, y mas fragante.

El rey habia renunciado ya á conocer el misterio de la locura de su esposa.

Y habian pasado años y años.

Sin embarco, Wadah no habia olvidado su perdida rosa blanca.

Seguia sentada en el suelo cruzadas las manos delante de sus rodillas, y entonando su triste y lánguida melodía.

—¡Wadah! la dijo el rey.

—¿Quién me llama? esclamó la sultana escuchando con atencion.

—Soy yo... dijo el rey, yo que te amo.

—¡Ah! dijo la sultana, el rey Nazar: el rey Nazar es un ingrato; cuando yo le conocí, solo tenia una pequeña, una pobrecilla bandera y doscientos esclavos, ginetes en yeguas negras y armados de lanzas: era un pobre walí... pero yo le amé y fué poderoso.

Wadah pronunciaba estas palabras con una cadencia lenta, gutural y tenia fija la vista en las bovedillas doradas de la cúpula.

—Yo era maga... un mago me habia traido de las montañas donde nace el Nilo.

Yo amaba entonces solamente á mi rosa blanca, y la escondia para que nadie la marchitara con sus miradas.

Pero ví á Al-Hhamar y le amé; le amo tanto como á mi rosa blanca.

Le favorecí con mi poder; le dí un amuleto que le hizo invencible, y Al-Hhamar se apoderó primero de un pueblo y luego de otro y se hizo rey, rey fuerte, y sus soldados le llamaron el vencedor y el magnífico.

La rosa blanca tuvo celos de mi amor al rey Nazar y me abandonó.

Y el rey Nazar me abandonó tambien, á pesar de que sabia que era mi alma.

El rey Nazar amaba á otra muger.

¡Leila-Radhyah! ¡ah! ¡Leila-Radhyah! ¡pero tú tampoco has gozado los amores de Nazar! ¡yo sé que Nazar llora por tí!

Estremecióse Al-Hhamar. Era la primera vez que la sultana Wadah nombraba á la princesa africana.

¿Sabria Wadah lo que habia sido de ella?

Pero no se atrevió á preguntarla.

Continuó callando y escuchando con toda su alma.

Wadah permaneció sentada en el suelo con la mirada fija en la cúpula y hablando como si estuviese sola.

—El rey Nazar es un ingrato: me lo debe todo y me vé morir y no tiene compasion de mí. Una sola palabra suya seria para mí como el rocío de la alborada para las flores marchitas, y no pronuncia esa palabra.

Al-Hhamar se acercó á Wadah, la levantó en sus brazos, la estrechó en ellos y la besó en la boca.

Wadah se estremeció; dió un grito, miró de hito en hito al rey Nazar, y rompió á llorar.

Era la primera vez que lloraba despues de veinte años.

Su mirada lúcida, radiante, se posó en el rey y sus labios sonrieron.

—¡Ah, eres tú, tú! ¿cuanto tiempo hace que no te he visto? esclamó: ¡ah! ¿quién me ha arrancado mis vestiduras, quién ha destrenzado mis cabellos?... ¿has sido tú?

No: no; es imposible, tú tienes abandonada á tu esposa, tú no la amas.

—¡Wadah! ¡Wadah! esclamó el rey, ¿por qué dudas de mí?

—Dime: continuó Wadah, ¿por qué has traido á mi lado una doncella que yo no conocia, una hermosísima doncella á quien enamoras?

—Bekralbayda es una esclava que he comprado para tí.

—Sí; es verdad, dijo Wadah: tambien Leila-Radhyah, era una esclava, y sin embargo tú la amabas, Nazar.

—¡Leila-Radhyah! dijo el rey: dejemos en paz á los muertos.

—¡Sí es verdad, dijo Wadah: dejemos en paz á los muertos! pero tú la amabas, Nazar.

—Yo no he amado á ninguna mas que á tí: tú en cambio amas á un fantasma, á un misterio, mas que á tu esposo.

—¡Yo!

—Sí; tú amas mas que á mí á tu rosa blanca.

—¡Oh! esclamó la sultana Wadah, y en sus negros ojos brillaba la razon: ¡cuán torpes son los hombres! ¿No has comprendido cuál era mi rosa blanca?

—No, nunca lo has esplicado.

—La rosa blanca... era mi alma... mi alma que me la han robado los que me robaron tu amor: yo hé debido estar loca, Nazar.

—Acaso Dios lo haya permitido.

—Yo recuerdo, como sueños confusos, sueños horribles.

—Es necesario no recaer mas en esos sueños, amor de mi alma, dijo el rey estrechándola entre sus brazos.

—Necesito el amor y la compañía de mi esposo, dijo Wadah.

—Y bien, la tendrás.

—Necesito que vivas á mi lado.

—Viviré.

—Quiero que tu hijo el príncipe Mohammet...

—¿Qué sabes tú del príncipe?

—Sé que está preso.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Bekralbayda mi esclava, que le vé lodos los dias asomado á un ajimez en lo alto de la torre del Gallo de viento.

Palideció levemente el rey Nazar y Wadah aspiró aquella palidez.

—Mi hijo ha cometido un delito de inobediencia y es necesario que le castigue.

—¿Y no habla por él en tu corazon el amor de su madre?

—¡Wadah!

—Perdónale, señor, perdónale... aunque no sea mas que por la memoria de tu perdida Leila-Radhyah.

Pronunció la sultana con tal sarcasmo estas palabras, que el rey empezó á sospechar lo que nunca habia sospechado: que su esposa hubiese tenido parte en la muerte de la princesa.

Y como si Wadah solo hubiese recobrado por un momento la razon para aterrar al rey Nazar, volvió á su violento estado de locura.

El rey salió aterrado de la cámara.

Apenas se perdió el ruido de las pisadas del rey, cuando Wadah se alzó del suelo donde de nuevo se habia sentado, sombría, terrible: en sus ojos habia vuelto á aparecer la razon.

—¡La ama! ¡ama á esa doncella! esclamó: ¡ha palidecido al saber que Bekralbayda ama á su hijo! Pues bien: ¡mis celos mataron á Leila-Radhyah! ¡mis celos matarán á Bekralbayda!

Y acabó de componer el desórden de sus ropas: recogió sus cabellos y salió lenta y fatídica de la cámara dorada, por una puerta opuesta á aquella por donde habia salido el rey.

XIV. LO QUE SE VEIA DESDE LA TORRE DEL GALLO DE VIENTO

Mientras pasaba la luna fijada por plazo por Yshac-el-Rumi para mostrar al rey la reproduccion de las maravillas del Palacio-de-Rubíes, acontecian en el palacio del Gallo de viento pequeños sucesos pero graves, y que no son para pasados en olvido.

El príncipe se desesperaba en la prision de la torre.

Encerrado allí como una águila en su jaula sufria esa tortura lenta del prisionero, que vé los azules horizontes, la gente que vá y que viene, que entra y que sale, y la envidia, porque su paso no puede estenderse mas allá de los muros de su prision.

Inaccion forzada, terrible, que irrita, que desespera, que desalienta, y tanto mas cuando no se conoce el término de ese estado aflictivo, cuando no se sabe si se saldrá de la prision para la tumba ó para el destierro.

Y cuando el que está preso ama como amaba el príncipe: cuando se tienen celos como el príncipe los tenia: cuando se vé desde la prision lo que el príncipe veia lodos los dias, la vida llega á hacerse insoportable.

Al amanecer, por medio de las calles de cesped de un jardin que veia el príncipe desde su empinada prision, atravesaba una forma blanca, leve y gentil y se perdia entre la espesura de los bosquecillos.

Aquella forma, aquella muger hechicera, era Bekralbayda.

Poco despues una forma negra, lenta, grave, magestuosa, se perdia por el mismo lugar por donde habia entrado la jóven.

Aquella forma negra, aquel hombre de andar reposado y magestuoso, era el rey Nazar.

Pasaba el tiempo: el príncipe devorado de celosa rabia contaba por cada instante un siglo.

Al fin el rey y Bekralbayda salian del bosquecillo, atravesaban juntos el sendero y se perdian bajo los pórticos.

No era solo el príncipe el que veia esto.

Lo veia la sultana Wadah, estremecida de rabia desde sus miradores.

Veíalo tambien estremecido de una cruel alegría desde una torrecilla del muro, el astrólogo Yshac-el-Rumi.

Llegó al fin el plazo prefijado por el astrólogo.

Una noche entró en la cámara del rey con un voluminoso rollo de pergaminos.

Hízole sentar Al-Hhamar y le dijo:

—Estoy impaciente por construir ese alcázar: mi amor hácia tu hija es cada dia mas grande.

—Mi hija es muy afortunada, poderoso señor.

—Pero tu hija se obstina en no corresponder á mi amor sino cuando haya construido para ella un alcázar.

—Aquí tienes las trazas de él, magnífico sultan, cuadra por cuadra, rico y magestuoso, como ha querido hacerle Dios.

El astrólogo estendió uno por uno todos los pergaminos.

En él estaban pintadas primorosamente las habitaciones del alcázar, los patios, las fuentes, las galerías caladas, las blancas columnatas de mármol, los claros estanques, los techos de oro, rojo y azul, las cúpulas estrelladas; una gran inmensidad de esquisitas labores, de alicatados maravillosos, de labradas maderas, de celosías, de puertas: aquello era un prodigio que maravilló al rey.

—Mira, señor, le decia el astrólogo, cuán bello es este patio: sus columnatas forman un espeso bosque cuando se le mira desde sus galerías, y los graciosos arcos parecen las copas de jóvenes palmeras que se cruzan; mira cuán magnífica es esa fuente que se sustenta sobre esos doce leones: pues las cuatro salas que rodean el patio, parecen robadas del paraiso: sus cúpulas son cielos estrellados y sus ajimeces parecen tan hermosos como los ojos de una hurí.

—Indudablemente Dios es grande sobre todas las grandezas, decia el rey, y este alcázar es una de sus maravillas.

Sus arcadas son tan ligeras, que parece que ha de hacerlas mover la brisa; sus columnas son tallos de azucenas en búcaros de nacar.

Sus estanques son espejos de Dios, y cada uno de sus jardines parecen el chal de una hurí.

¿Qué hombre podrá realizar tanta maravilla?

Ya no estraño que el rey Aben-Habuz se volviese loco al ver tanto prodigio.

—Tú realizarás esta obra admirable, poderoso sultan Nazar, dijo el astrólogo.

—Yo he construido en mi Granada cien mezquitas y doscientos algibes, dijo el rey: yo he abierto á la ciencia multitud de escuelas: yo he rodeado el recinto de muros que orlan mil y treinta torres y treinta mil almenas: yo he invertido ciertamente en todas esas obras grandes tesoros: ¿pero qué tesoros bastarian para construir este alcázar, maravilla de las maravillas?

—El palacio en que vives no es digno de tu grandeza.

—Sea feliz y próspero mi pueblo, que yo tengo bastante con una torre para morar y una piel de tigre para reclinar mi cabeza, como el viejo rey Abu-Mozni-el-Zeirita.

—Tú amas á mi hija.

Calló el rey.

—Mi hija no te concederá su amor, sino cuando hayas construido para ella este rico alcázar.

—Tu hija me pide mucho. Es una esclava demasiado cara.

—Mi hija será sultana.

Se estremeció el rey.

—Mi hija es mas hermosa y mas preciada que ese alcázar que tanto te enamora.

Meditó un momento el rey, y luego dijo levantándose de una manera decidida.

—¡Construiremos el alcázar de las maravillas, Yshac! ¡yo te lo juro!

XV. UNO PARA CADA ALMENA

Y es de advertir que cuando el rey Nazar formó la resolucion de construir aquel magnífico alcázar, no tenia una sola dobla en su tesoro.

Porque el rey Nazar invertia sumas cuantiosísimas en la construccion de hospitales, mezquitas, escuelas, y otros establecimientos, y en pagar sabios que enseñasen al pueblo.

El rey habia concebido un proyecto, para llevar el cual á cabo, envió cartas á todas las villas del reino, llamando á todos los caballeros sus vasallos.

Ocho dias despues hervia Granada en forasteros.

Deslumbraban las galas y el aparato con que aquellos habian venido á la córte, y las posadas estaban llenas, y se preguntaban los unos á los otros para qué habria hecho el rey aquel llamamiento.

Al fin un dia los convocó el rey Nazar á su palacio de la torre del Gallo de viento, y cuando todos estuvieron reunidos, salió vestido magníficamente en un caballo cubierto de paramentos de brocado, llevado de las riendas de púrpura por dos wazires, rodeado de sus sabios y de sus walíes y seguido de los esclavos negros de su guardia.

Precedian al rey Nazar timbaleros y trompetas, y de este modo, llevando tras sí á todos los nobles que habia convocado, bajó por Al-Acab á la calle de Elvira, y atravesando el barrio que poblaba la tribu de los Gomeles, subió á la Colina Roja.

En el centro de la cumbre habia una magnífica tienda de seda y oro levantada para el rey.

Delante de la tienda habia un trono.

Cuando el rey Nazar llegó junto al trono, descabalgó y descabalgaron los de su comitiva, y de igual manera descabalgaron los caballeros.

El rey subió sobre el trono, rodeándole los de su séquito, y luego delante del trono y en media luna se estendieron todos los nobles, que pasarian de cuatro mil.

El rey Nazar paseó por ellos una mirada orgullosa.

La mirada de un rey que contemplaba delante de sí una caballería tan rica, tan noble y tan valiente.

—Os he llamado, dijo el rey, para concederos una gracia.

Salió una aclamacion unánime de las bocas de los caballeros.

—Todos sois nobles y valientes, y la paz en que estamos con el cristiano, os tenia ociosos y disgustados, convertidos en labradores.

Contestaron al rey unánimes señales de asentimiento.

—Mirad las distantes sierras: aquellas son las fronteras de nuestro territorio: de una parte hácia la tramontana tenemos á Murcia, de otra á Jaen, de otra á Córdoba, y allá al frente á Africa.

Volviéronse las miradas de los caballeros á las distantes fronteras con una avaricia feroz.

—Vosotros volariais sobre vuestros caballos y sobre vuestras almadias, atravesariais esas fronteras y ese mar, y hariais la guerra si yo os lo permitiese.

—¡Sí, sí, sí! gritaron enardecidos de entusiasmo todos los caballeros.

—Pero yo no puedo permitiros la guerra; tengo asentadas las paces con los reyes de Castilla y Aragon y con los emires de Africa.

Nublóse el atezado rostro de todos aquellos bravíos guerreros.

—Mi estandarte real no puede ir delante de vosotros, añadió el rey Nazar.

—¿Y cómo hemos de pasar las fronteras cristianas y embestir las riberas de Africa, tienes asentadas paces con los emires moros y los reyes cristianos? dijo uno de los caballeros.

—Yo no puedo permitiros la guerra: pero vosotros podeis hacer una sola algarada.

Volvió á brillar la alegría en el rostro de los caballeros.

—¿Una algarada á todo trance, señor? dijo el mismo anciano.

—Sí, respondió el rey.

—¿A la redonda en las fronteras del reino?

—Sí.

—¿Y contra las riberas de Africa?

—Sí.

—¿Y ningun daño nos parará, poderoso señor?

—Ninguno; pero atended lo que os voy á decir.

Creció el silencio entre los caballeros.

—Os permito una algarada de sol á sol contra las fronteras de Córdoba, Jaen, y Murcia, y contra la ribera opuesta de Africa frente á nosotros. Una algarada de sol á sol y nada mas. ¿Me entendeis bien?

—Sí, sí, poderoso señor.

—Pero entended mejor lo que os voy á decir: dentro de ocho dias me habeis de entregar en Granada treinta mil cautivos.

—¡Treinta mil cautivos! esclamaron con asombro los caballeros moros.

—Sí, treinta mil cautivos, dijo el rey: uno para cada almena.

—¿Pero dónde encontraremos tantos cautivos, poderoso señor?

—Buscadlos; y... al campo vuestras banderas; á la mar vuestras fustas: pasados ocho soles, me habeis de entregar en Granada treinta mil cautivos, uno para cada almena.

Y el rey despidió á sus caballeros y se volvió á su castillo.

—¡Treinta mil cautivos! decian poco despues aquellos feroces guerreros galopando por los caminos en busca de sus villas y alquerías.

—¡Uno para cada almena! murmuraban otros pensativos.

—¿Qué pretenderá hacer el rey Nazar? añadian todos.

XVI. UNO PARA CADA CAUTIVO

Maravilláronse los sabios y aturdiéronse los ignorantes con la estraña resolucion del rey Nazar.

¿Para qué queria aquellos treinta mil esclavos?

¿Qué treinta mil almenas eran aquellas de que habia hablado?

No se murmuraba de otra cosa en la córte.

Pero creció la maravilla cuando el rey llamó á ciertos oficiales que se ocupaban en labrar piedras, y encerrado con ellos en su castillo, les dijo:

—Yo tengo en la sierra canteras de preciosos mármoles: mio es el blanco y brillante, que al marfil semeja: mia la serpentina verde como la esmeralda: mio el granito rojo, verde y azul, y el manchado, que imita á la piel del tigre: ¿cuánto me dareis si os dejo sacar mármoles por dos años de esas canteras?

—Te daremos diez mil doblas marroquíes, señor, dijo el principal de aquellos menestrales.

Movió el rey la cabeza.

—Te daremos veinte mil doblas marroquíes.

Repitió el rey su movimiento negativo.

—Te daremos treinta mil doblas marroquíes.

—Dadme treinta mil morteros de granito negro, dijo el rey, uno para cada cautivo.

—¡Ah! señor, ¿y con qué compraremos el granito?

—Tomadle de mis canteras.

—¿Y cómo traeremos tanto mortero?

—Dejadlos al pie de las canteras.

—¿Y en cuánto tiempo, señor, hemos de arrancar el granito y labrarlo?

—En quince soles.

—¡Ah, poderoso señor! ¡tú quieres que hagamos maravillas!

—Vuestro es el mármol de todo género que podais arrancar durante dos años de mis canteras: pero habeis de entregarme dentro de quince soles treinta mil morteros de granito negro con su maza, uno para cada esclavo.

Consultaron algun tiempo entre sí los menestrales.

—¿Y si dentro de los quince soles nos faltase algun número de morteros, señor?

—Entonces perdereis los que hallais fabricado y no os daré nada.

Volvieron á consultar entre sí los mecánicos.

—Dentro de quince soles, señor, dijeron, tendrás al pie de las canteras de la sierra, treinta mil morteros con su maza.

—Sí, sí, dijo el rey: eso es, treinta mil: uno para cada cautivo.

Los menestrales salieron maravillados:

—¿Para qué querrá el rey, se decian, treinta mil morteros?

XVII. ¡EL REY NAZAR SE HA VUELTO LOCO!

Uno de los que mas se maravillaban y mas recelosos andaban con la determinacion del rey Nazar, era el mismo que le habia metido en la tentacion de construir el Palacio-de-Rubíes.

Yshac-el-Rumi.

Aquel estraño viejo daba en vano vueltas á su imaginacion para adivinar los proyectos del rey.

El destino que queria dar á aquellos treinta mil esclavos y el objeto á que destinaba aquellos treinta mil morteros, eran dos acertijos.

Sin embargo, aquellos dos acertijos, como veremos mas adelante, eran de muy facil resolucion.

A pesar de la facilidad de esta resolucion, Yshac-el-Rumi no daba con ella.

Lo que demostraba que tenia mas de charlatan que de astrólogo.

Sin embargo, Yshac-el-Rumi, como veremos mas adelante no era un hombre malo.

Se habia propuesto motivar un gran acto de justicia, y para ello se habia valido como medio de lo maravilloso, porque sabia demasiado lo dados que eran á la supersticion los musulmanes.

Y cuando decimos los musulmanes, como separando de ellos á Yshac-el-Rumi, parece que decimos que Yshac no era musulman.

En efecto, no lo era originariamente: su mismo sobrenombre de Rumi lo decia.

Si ahora os contáramos la historia de Yshac-el-Rumi, perderia gran parte de su interés nuestro relato.

Básteos saber que Yshac-el-Rumi no era astrólogo mas que en la charla, que el cuento del rey Aben-Habuz habia sido una invencion suya para maravillar al rey, que el encantado alcázar de Rubíes era una mentira, y que los hermosos planos, dibujos y vistas que habia mostrado al rey y que tanto le habian encantado, los habia comprado á un alarife africano que habia muerto en la miseria, sin lograr que ningun emir de oriente quisiese gastar sus tesoros en la construccion de aquel magnífico alcázar con el cual habia soñado veinte años de su vida, invertidos en la composicion, distribucion, trazas y adornos que estaban demostrados en los pergaminos.

El alarife moribundo, vendió á Yshac-el-Rumi aquellos planos, dibujos y trazas mediante á una estraña condicion, fundada en una historia de amores y desgracias, y por algunos dirahmes de plata con los cuales debia ser comprada una sepultura de piedra.

El alarife habia entregado todos los sueños de su vida á Yshac-el-Rumi, á trueque de una estrecha vivienda donde dormir por toda una eternidad.

Además, el alarife habia entregado á Yshac-el-Rumi una muger y una niña.

La muger era hermosísima, la niña daba señales de serlo.

Fiel Yshac á su juramento, habia embalsamado y puesto en su lecho de piedra al africano: se habia consagrado á aquella niña y á aquella muger, y estaba á punto de realizar los sueños del difunto.

El rey Nazar conocia á la niña.

El príncipe Mohammet la amaba.

Porque aquella niña era Bekralbayda.

El alcázar maravilloso iba á construirse.

Pero no podia Yshac-el-Rumi sacar en claro para qué queria el rey Nazar aquellos treinta mil cautivos y aquellos treinta mil morteros.

Y no era solo Yshac-el-Rumi el que andaba pensativo y confuso por aquel misterio: llegó á interesarse en él todo el reino.

Porque autorizados los walíes, capitanes y arrayaces vasallos del rey Nazar para entrar en algara por las tierras cristianas y las riberas de Africa, empezaron á tomar gente á sueldo, y no se veian por do quier mas que escuadrones armados y banderas tendidas, atravesando la Vega y los desfiladeros de las montañas: y por otra parte los alarifes y labradores de mármol, buscaban cuantos oficiales podian, y pagándolos á precio de oro, se los llevaban á las canteras del rey, donde trabajaban de dia y de noche.

Entre tanto el rey Nazar hacia frecuentes escursiones con Yshac-el-Rumi, y llevando consigo los maravillosos pergaminos, á la Colina Roja.

—Pero aquí no cabe este alcázar, decia á su falso astrólogo: será necesario subir con los muros por la ladera del cerro, y correr por su cumbre, y bajar despues á la Colina de Al-Bahul, cerrando las dos alas del alcázar como con un herrete, con una muralla que cierre el barrio de los Gomeles. ¡Oh! ¡quién tuviera vida para ver terminada esta maravilla!

Yshac se maravillaba de que el rey Nazar pidiese á Dios vida y no tesoros para construir aquel alcázar.

—Muy rico debe ser el rey, decia para sus adentros.

—Cien torres y treinta mil almenas en ellas y en los muros, decia el rey Nazar contemplando los planos: un cautivo para cada almena, un mortero para cada cautivo: treinta mil dirahmes de oro cada un dia; ¡sí, sí, por Allah! hay lo bastante para construir una nueva Damasco. ¡Treinta mil cautivos! ¡uno para cada almena! ¡treinta mil morteros! ¡uno para cada cautivo! ¡treinta mil dirahmes de oro cada un dia!

Yshac-el-Rumi se contristó, porque creyó que el rey habia perdido el juicio, y esto echaba á tierra todos sus proyectos.

Y no era solamente Yshac el que pensaba de esta manera.

Los habitantes de Granada decian tambien, pero en voz baja por temor de ser castigados:

—¡El rey Nazar se ha vuelto loco!

XVIII. ¡EL REY NAZAR ES UN SABIO!

Pasaron los ocho dias que el rey habia concedido á los caballeros del reino para un solo dia de algarada alrededor de las fronteras y al frente de la costa.

El mismo dia en que se cumplia el plazo, amanecieron delante de las puertas de Granada los cuatro mil caballeros, con sus banderas y sus taifas en número de cincuenta mil hombres.

En el centro del aduar ó campamento formado por cada una de estas taifas, se veian las presas hechas en las fronteras cristianas y en la ribera de Africa, consistiendo la mayor parte de estas presas en cautivos.

Notábase que todos estos cautivos eran hombres y hombres robustos; si los caballeros habian hecho cautivas, se habian abstenido sin duda de llevarlas á Granada, enviándolas con algun ligero resguardo á sus posesiones.

El rey Nazar que esperaba, no sin fundamento, que sus caballeros cumplirian fielmente su promesa, estaba preparado, y cuando le avisaron de la presencia de aquellas gentes de la Vega, salió de su castillo rodeado de su córte y seguido por los mismos esclavos de su guardia.

Cuando el rey salió á la Vega por la puerta de Elvira, las dulzainas, las trompetas, los tambores, los atabales y las atakeviras de sus caballeros, tocaron la zambra, á la que contestaron los músicos del rey.

Al pasar por medio de los cerrados escuadrones, los soldados gritaban:

—Al-Hhamar le galib.

A lo que el rey Nazar contestaba, sonriéndose benévolamente, á walíes y soldados.

—¡We! ¡le galib ille Allah!

El rey llegó al fin acompañado por los xeques de las tribus, y de los principales walíes, á una magnífica tienda alrededor de la cual habia amontonado un botin inmenso.

—Hé ahí poderoso y magnífico señor, dijo el mas anciano de los xeques, señalándole los despojos amontonados, la quinta parte de nuestra presa que te corresponde como emir y sultan de los creyentes.

Y empezó á poner de manifiesto la presa.

Consistia esta en dinero, en oro y plata, en cálices, copones, viriles, cruces, ornamentos y otros objetos sagrados robados á las iglesias, y por último, en una multitud de armas y de alhajas de uso particular.

—Buena grangería habeis hecho, dijo el rey.

—Nos ha costado en cambio mucha sangre, señor.

—Si los cristianos se dejasen entrar á saco sin resistencia, las algaras serian el mejor entretenimiento del mundo: todo tiene su precio: la presa de las algaras se paga.

—Allá quedan sobre la sangrienta frontera centenares de muslimes y millares de infieles.

—Pero no es esto lo que os he pedido.

—Espera, espera, señor; dentro de la tienda está la presa que han hecho los que han pasado á Africa.

Entró en la tienda el rey Nazar.

Estaba enteramente cubierta de telas de brocado: la mirra, el aloe y el incienso, formaban grandes montones; brillaban, dentro de cajas, diamantes y perlas y otras piedras preciosas. Veíanse en gran número pieles de leon y de tigre, y en el centro una gran caja llena de doblas marroquíes.

—Pero yo no os he pedido oro, ni perfumes, ni alhajas, ni preciosidades, dijo el rey Nazar: y ¡ay de vosotros, si solo esto habeis traido!

—Es, dijo el xeque, que entre africanos y españoles, te traemos justos y cabales los treinta mil esclavos.

—¡Los treinta mil esclavos! esclamó el rey.

—Sí, poderoso señor.

—¿Y todos fuertes y robustos?

—Sí, magnífico señor, porque hemos matado á los viejos, á los niños y á los enfermos.

—¡Treinta mil cautivos! esclamó el rey: ¡un dirahme de oro cada un dia por cada cautivo!

—¡Treinta mil dirahmes de oro cada un dia! murmuraron por lo bajo los circunstantes. ¿Y de dónde vá á sacar ese tesoro el rey Nazar?

—El rey Nazar está loco.

—¿Y dónde teneis esos treinta mil cautivos? dijo con ansia el rey Nazar.

—Al punto van á pasar por delante de tí, magnífico sultan.

Y saliendo algunos walíes, se oyó poco despues la música tañendo la zambra.

El rey Nazar, en la puerta de la tienda, á caballo, rodeado de su córte, á ambos lados los xeques y los walíes espedicionarios, empezaron á pasar por delante de él entre ginetes moros escuadronados, los cautivos.

Iban delante los africanos atezados y fieros en medio de su vencimiento: todos jóvenes, todos robustos, todos bravíos: su número llegaria á diez mil: venian despues los cautivos españoles, avergonzados por su derrota, pero al mismo tiempo altivos: conocíase que pertenecian á todas las clases y condiciones, desde el orgulloso noble hasta el humilde pechero: todos fuertes, todos robustos, todos jóvenes; pero impresas en las frentes de todos la desesperacion de la desgracia.

El rey Nazar contempló los esclavos trasportado de alegría.

En aquellos tiempos estos azares de la fortuna eran tan comunes, que la desolacion de un esclavo no conmovia á nadie.

Aquella época endurecia el corazon.

Por lo tanto nada tenia de repugnante la alegría del rey Nazar.

Cuando hubieron acabado de pasar los cautivos, el rey Nazar se volvió á los xeques y á los walíes, y les dijo:

—Guardaos vuestra presa por completo: yo no os he pedido oro sino cautivos; me los habeis traido y estoy satisfecho.

Y haciendo que se encargasen de la guarda de los cautivos los walíes de los seis mil de su guardia negra, se fué con su presa la Vega adelante.

—¡No quiere oro! esclamaban maravillados los espedicionarios: ¡y le hemos ofrecido una riqueza inmensa! no hay duda: ¡el rey Nazar está loco!

Entre tanto el rey, llevando consigo su córte y sus treinta mil cautivos, custodiados por sus seis mil esclavos negros, rodeó por fuera de los muros, llegó al lecho del rio Darro, y siguió por su corriente arriba.

Siguiéronle la córte, los esclavos y los cautivos.

El rey atravesó la ciudad, se metió por las angosturas del rio, y siguió adelante.

—¿A dónde irá el rey? se preguntaban los señores de su córte.

Pero el rey seguia caminando en silencio y aguijando su caballo, siempre contra la corriente del rio.

El rey avanzaba, el sol habia llegado á su mayor altura, y el rey seguia aguijando á su caballo.

Habian quedado atrás los frondosos cármenes y las alegres alquerías, y empezaron á marchar por las anchas ramblas de la montaña, cerca del nacimiento del rio.

Al fin el rey dejó el lecho del rio, y trepó por el repecho de una colina deprimida y estrechísima.

En la cumbre de ella se detuvo.

—¡Mi buen alarife Kathan-ebn-Kaleb! dijo el rey Nazar dirigiéndose á un anciano que iba entre su córte.

—¿Qué me mandas, poderoso señor?

—¿Ves aquellos pinares que sombrean la sierra?

—Los veo, señor.

—¿Ves esas piedras que se amontonan sobre el lecho del rio?

—Sí señor.

—Pues bien, derroca esos pinos, levanta esas piedras, y haz aquí el aduar de los cautivos.

Despues revolviendo su caballo, gritó:

—¡Ah del alcaide de mi guardia negra!

Adelantó un africano atlético.

—Te dejo seis mil soldados: guarda con ellos mis cautivos, y ten presente, que si te falta uno solo de los treinta mil que te entrego, te corto la cabeza: ahora mis buenos amigos á Granada.

Y solo con su córte se volvió al Albaicin.

—No hay duda, decian los wazires y los sabios en vista de todo aquello: el buen rey Nazar se ha vuelto loco.

Se levantó una ciudad rústica en la colina que habia señalado el rey por aduar de sus cautivos.

Los pinos habian sido derrocados de la montaña, y las piedras alzadas del lecho del rio.

La poblacion habia sido dividida en cuarteles.

Al frente de cada cuartel habia un alcaide encargado de vigilar á los cautivos y de cuidar que trabajasen.

En solo cuatro dias el aduar habia sido levantado.

Los cautivos ya no tenian nada que hacer, y sus guardianes se preguntaban:

—¿Querrá el rey levantar en estas solitarias breñas una ciudad?

Y volvian á recaer en la opinion de que el rey se habia vuelto loco.

Se acercaba el dia que el rey Nazar habia fijado á los mecánicos para que tuviesen concluidos los treinta mil morteros de granito negro con su maza.

Dos dias antes, el rey Nazar convocó su córte, salió con ella de su palacio del Gallo de viento, y tomó el camino de la sierra.

Al llegar á Dar-al-Huet, encontraron los que le acompañaban escuadronados sobre una loma los treinta mil cautivos custodiados por seis mil esclavos negros de la guardia del rey Nazar.

A una señal del rey la guardia y los cautivos siguieron tras de la córte, y caminaron hasta que llegaron á unos altísimos barrancos, sobre los cuales brillaba el sol en cortados mármoles de mil colores distintos: aquellas eran las ricas canteras de la sierra, las canteras del rey Nazar: una maravilla de la mano de Dios.

Aquellos lugares, famosos hoy por sus mármoles, se llaman el barranco de San Juan.

Muchos de los que iban con el rey no habian visto aquel prodigio, y les maravilló su hermosura. Pero lo que mas les maravilló, fué ver en el fondo del barranco una interminable sucesion de filas de morteros de granito negro con su maza.

Los canteros, los menestrales, orgullosos con su gigantesca obra, salian á recibir al rey Nazar tocando sus dulzainas y atabalejos, como celebrando una gran fiesta.

—¿Están los treinta mil? preguntó con anhelo el rey.

—Sí señor, contestó el que hacia de cabeza de los mecánicos: sin faltar ni sobrar uno.

El rey mandó que cada cautivo tomase sobre sus hombros un mortero, y se notó que solo quedaba un mortero, cuando llegó el último cautivo.

Cuando al dia siguiente entró el rey en Granada con aquella estraña procesion, todos se confirmaron en que habia perdido el juicio.

—¿A no ser, decian algunos, que quiera moler á todos sus vasallos?

Pero cuando los curiosos vieron algunos dias despues que á lo largo del rio Darro, desde Granada hasta su nacimiento, se estendian los treinta mil cautivos machacando arenas sacadas del rio hasta reducirlas á polvo; cuando vieron que lavadas aquellas arenas dejaban en el fondo de los morteros partículas de oro; cuando supieron que el oro obtenido por este medio por cada esclavo, ascendia al valor de mas de una dobla, entonces el desprecio se trocó en admiracion, y todos, chicos y grandes, esclamaron:

—¡El rey Nazar es un sabio!

XIX. EL SURCO DEL REY NAZAR

Y tenian razon.

El rey Nazar habia podido muy bien, para proporcionarse tesoros, oprimir á sus vasallos con impuestos; pero el rey Nazar sabia muy bien que los pueblos oprimidos suelen acabar por hacer pedazos á la mano que los oprime.

El rey Nazar sabia esto porque habia estudiado la historia de los tiempos y conocido las catástrofes causadas por los tiranos.

Además de esto, el rey Nazar queria ser amado por sus súbditos, y un rey para ser amado, necesita ser el padre de su pueblo, no su verdugo.

Habia preferido, pues, arrancar sus tesoros á la tierra de promision de que era rey.

Leyendo en una ocasion un antiguo libro romano, habia encontrado la manera de sacar el oro y la plata de las arenas de los rios.

El Darro era abundantísimo de oro, y el rey recurrió á él.

Hubiera podido tambien, estremando la tiranía, haber obligado á sus vasallos á aquel áspero trabajo de machacar arena durísima.

El rey prefirió que aquel rudísimo trabajo cayese sobre cautivos tomados en la tierra de sus enemigos.

Así es, que ningun sacrificio costaban los tesoros del rey Nazar á los naturales del reino de Granada.

Era, pues, un rey bueno y sabio.

Es verdad que las correrías de sus caballeros sobre las fronteras de los reyes con quien tenia ajustadas paces, produjeron algunas enérgicas embajadas; pero el rey Nazar contestó que no estaba en su mano el evitar aquellos sucesos, que en otras ocasiones los cristianos fronterizos hacian lo mismo con los moros, y despues de muchas idas y venidas no se volvió á hablar mas del asunto; los tratados de paz continuaron en su fuerza y vigor, y los cautivos machacando arena en las márgenes del Darro.

El rey Nazar era un gran rey.

Pero se preguntaban los que diariamente iban á ver trabajar á los cautivos:

—¿En qué empleará el rey Nazar tanto oro?

Porque todos sabian que el rey no era avaro, ni queria sus riquezas mas que para invertirlas de una manera útil y beneficiosa á su reino.

Habian pasado dos meses desde el dia en que los cautivos habian empezado á estraer oro de las arenas.

Los canteros, que por la labranza de los treinta mil morteros, habian obtenido el derecho esclusivo durante dos años á los mármoles de las canteras de la sierra, habian recibido del rey la órden de cortar grandes trozos á propósito para columnas, pavimentos y otras piezas de fábrica.

Aquel mármol habia sido pagado á gran precio por el oro del Darro acuñado en la Casa de la moneda.

—¿Qué obra irá á hacer el rey Al-Hhamar? se preguntaban los curiosos.

Al-Hhamar entre tanto hacia frecuentes escursiones con Yshac-el-Rumi á la Colina Roja.

La recorria en toda su estension, subia el repecho del monte, se estendia hasta el Cerro del Sol, bajaba hasta la Colina de Al-Bahul, y observaba todos los diferentes puntos de vista que se ofrecian desde estas alturas.

Al fin, un dia, se vió salir de la casa del Gallo de viento á Al-Hhamar seguido de su córte. Pero lo que mas se estrañó fué que entre la córte iban dos hermosos bueyes ayuntados, cubiertos de paramentos de seda y oro, y de penachos y campanillas de plata, y arrastrando un arado.

Cuando llegaron á la Colina Roja, el rey descabalgó y descabalgaron todos; el walí que guiaba la yunta la llevó por órden del rey á la parte estrema occidental de la colina; entonces el rey volvió sobre la tierra la corva punta del arado, y apoyándose fuertemente en la mancera, dijo clavando el hierro en la colina:

—¡Aquí será mi alcazaba!

Y los bueyes siguieron adelante guiados por el walí; y el rey tras ellos afirmado en la mancera y abriendo un profundo surco.

Asomaba el sol por cima de la Sierra Nevada, cuando la yunta empezó á andar en direccion de occidente á oriente.

El walí seguia guiando la yunta.

El rey se apoyaba en la mancera, y levantaba pedazos de tierra, acaso jamás tocada por el arado.

Detrás seguia la córte admirada.

Al llegar á la parte media de la Colina Roja, frente por frente del alto y distante monte de Aynadamar, el rey se detuvo y esclamó:

—¡Aquí se levantará mi trono de justicia!

Y luego siguió adelante.

—El rey Nazar vá á construir un alcázar, dijeron entre sí los cortesanos. ¿Pero por qué no lo construye allá arriba en lo alto del cerro?

La yunta siguió, y al llegar á un barranco torció á diestra mano, siguió la configuracion de la Colina hácia oriente, siguió torciendo á diestra mano, y al llegar á la parte media oriental de la Colina, se detuvo y dijo:

—¡Aquí abriré la puerta de mi alcázar sobre una torre de siete bóvedas!

Y siguió adelante.

Y los cortesanos repitieron:

—¿Por qué el rey no construye su fortaleza en lo mas alto?

Siguió la yunta marchando hácia la parte media occidental de la Colina al mismo punto donde el rey habia empezado el surco, pero antes de llegar á aquel punto se detuvo otra vez y dijo:

—¡Aquí se alzará la torre de la puerta por donde entrarán los que hayan menester justicia! ¡Torre y puerta del juicio se llamarán!

Y continuó.

—Pequeño alcázar construye el rey, murmuraron los cortesanos: ya han pasado los tiempos en que un Abd-el-Rahman construia la ciudad de Azarah.

Pero cuando el rey hubo llegado al punto de donde aquel surco habia partido, mandó que volviesen la yunta hácia el estremo occidental, del frontero cerro de Al-Bahul.

Habia que descender por un áspero repecho, bajar hasta la puerta donde empezaba el barrio de los Gomeles, y subir otro repecho para llegar á la Colina de Al-Bahul.

El walí, la yunta y el rey descendieron; cuando el rey llegó á la puerta de los Gomeles, se detuvo otra vez:

—¡Esta será la puerta de mis alcázares y castillos: aquí el siervo sacudirá su calzado para entrar en la morada real de su señor!

Y trepó por el opuesto repecho.

Y señaló con un surco á la redonda el cerro de Al-Bahul, y luego por la parte de oriente del cerro, abrió de nuevo el surco, trepó al cerro del Sol, siguió en un estensísimo círculo, rodeó su cumbre, abrió otro surco en el pequeño valle que separa al cerro del Sol del cerro que domina la Colina Roja, y al llegar á su estremo esclamó:

—¡Esta será la Silla del rey moro, su fortaleza y su atalaya, desde donde se verán sus jardines, su harem, el campo de escaramuza de sus ginetes, sus bosques y su alcázar; cascadas de aguas cristalinas se derrumbarán por las laderas, cubriendo de flores y de verdor esta tierra bravía y árida; cien torres con sus muros y treinta mil almenas, serán la coraza de esta maravilla, y sobre las ruinas del templo de los ídolos, se alzará la aljama dedicada al Dios Altísimo y único!

Los cortesanos no se atrevian á creer las palabras del rey, porque solo veian dentro del estendido surco que el rey Nazar habia abierto, una tierra rogiza, árida y pedregosa.

El rey descendió por la ladera de la Silla del moro hasta la Colina Roja, y cuando llegó á ella el sol trasponia en el occidente.

Al amanecer del dia siguiente un número incalculable de trabajadores, dirigidos por alarifes, á los cuales mandaba el alarife del rey, que obedecia á Yshac-el-Rumi, abrian profundos cimientos de torres y muros sobre el cerro, y una numerosa multitud de curiosos seguian maravillados aquella línea, que comprendia dentro de sí cuatro montes.

Granada estaba orgullosa con su rey.

Y eso que hasta entonces solo habia visto el surco del rey Nazar.






LEYENDA II. EL MIRADOR DE LA SULTANA

I. ¿SULTANA Ó ESCLAVA? ¿AMANTE Ó HIJA?

Empezaron á cruzar por Granada centenares de pesadas carretas de bueyes, cargadas de mármoles labrados.

Veíanse las delgadas columnas de alabastro jaspeado y brillante y los bellos capiteles labrados de arabescos, y las primorosas fuentes, y las durísimas losas de mármol.

Acarreaban la piedra, y el ladrillo, y el estuco, y la cal.

En toda la estension que habia marcado el surco del rey, iban creciendo los muros y las torres, y levantándose los compartimientos, formando un verdadero laberinto.

Veíanse bajo tinglados de madera multitud de moros teniendo delante otros pedazos de madera, en que trazaban con el compás y con la escuadra las peregrinas labores que habian de enriquecer la obra maravillosa del rey Nazar.

Yshac-el-Rumi andaba entre ellos corrigiendo al uno, advirtiendo al otro, estimulando con alabanzas á los mas.

Por todas partes se trabajaba y la obra se veia crecer; un número incalculable de albañiles y de alarifes se empleaban en ella.

Los treinta mil cautivos continuaban robando su oro al Darro, y la Casa de la moneda no cesaba de acuñar aquel oro que inmediatamente se repartia entre los industriales de Granada.

Los cuatro montes se veian cubiertos de gente activa é incansable, y por todas partes resonaba el martillo, y por todas partes se escuchaba el sordo y contínuo ruido del pison de hierro, que hacia con tierra murallas de piedra.

El rey Nazar se levantaba con el alba, iba á buscar á Bekralbayda, se perdia con ella entre los bosquecillos de los jardines del harem de la casa del Gallo de viento, causando mortales angustias á su hijo el príncipe Mohammet que los veia desde su alta prision, y horribles celos á la sultana Wadah, que acechaba escondida tras las celosías de los miradores.

Despues de una hora de soledad con Bekralbayda, el rey Nazar iba á sentarse en su trono en la puerta de justicia del palacio del Gallo de viento: oía las quejas y las peticiones de sus súbditos; las castigaba ó premiaba, y despues de esto y de una ligera comida se trasladaba á la Colina Roja donde permanecia hasta la puesta del sol que se retiraban los trabajadores.

Entonces el rey se volvia á la casa del Gallo de viento, hacia su segunda comida, se encerraba en su cámara, y pasaba la noche hasta una hora avanzada leyendo antiguos libros, ó estudiando y comentando leyes.

La obra del Palacio-de-Rubíes crecia, pero su estraordinaria magnitud la hacia mas lenta de lo que el buen rey Nazar hubiera querido.

—¡Oh, señor Dios! esclamaba contristado: ¿no tendré yo vida para ver terminada y resplandeciente esta maravilla?

Pero habia una parte de la obra en que se habian agolpado cuantos trabajadores podian funcionar sin embarazarse los unos á los otros: los muros habian sido levantados en muy pocos dias; el interior habia sido embaldosado, alicatado, pintado, dorado y artesonado tambien en muy poco tiempo: al fin, un dia el sol pudo arrancar fúlgidos destellos de los vidrios y de las tejas de colores y de la aguja dorada de su cúpula.

Aquel era un pequeñito alcázar, al que el rey Nazar habia dado el nombre de Mirador de la sultana.

Se componia de una torrecilla que en su parte superior tenia una elegante columnata de alabastro, cerrada por la parte interior con celosías doradas.

Una galería con columnas semejantes é iguales celosías: tres pequeños retretes con alhamíes ó alcobas, pavimentadas de mosáicos, con las paredes labradas de preciosa y menuda labor: con leyendas del Koram y versos amorosos en sus inscripciones, con techos en que la madera imitaba de una manera maravillosa el cedro, el sándalo, el nacar, el marfil, la plata y el oro, entrelazados, combinados, dispuestos de una manera tal, que recreaban la vista y la perdian en cambiantes de luz, y en cien ingeniosas labores, formaban aquel delicioso apartamento.

Una escalera de mármol estrecha y como construida por el genio del misterio, conducia á otros no menos lindos compartimientos bajos, que daban á una galería semejante á la galería superior, de arcos calados sostenidos en columnas, y de aquella galería se pasaba á un jardin formado de repente, con árboles y flores trasplantados de los cármenes del Darro.

Las copas de los árboles frutales que se cruzaban; las galerías de cipreses y laureles que se estendian formando bóvedas, y que iban á concurrir en una cúpula de verdor, bajo la cual, en medio de un suelo cubierto de cesped, se veia una fuente de mármol de la que saltaba un rico surtidor, hacia que desde ninguna parte pudiese verse á las personas que vagaban por aquel jardin tan freco, tan sombroso, entre cuyas ramas estaban escondidos en jaulas ruiseñores y gilgueros y cuantos pájaros tienen un canto melodioso.

Al menos, dijo el rey Nazar cuando vió terminado aquel pequeñito alcázar, ya no moriré sin haber visto una de las maravillas de esta obra del hombre: ahora es necesario que venga á ser su alma una de las maravillas de la obra de Dios.

Y mandó poner en el alcázar alfombras y divanes y pabellones de oro, y cuando todo estuvo preparado, y en cada cámara una esclava, en la parte esterna; y en la parte que correspondia á los adarves de la fortaleza soldados de guarda, y en el jardin eunucos mudos, mandó trasladar á aquella primera construccion á Bekralbayda.

Vióse, pues un dia subir á la Colina Roja un palanquin cerrado, conducido por cuatro esclavos, y rodeado de una numerosa guardia mandada por un walí, que acompañaba al alcaide de los eunucos del rey.

Aquel palanquin pasó por medio de los trabajadores y fué á perderse en el pórtico del Mirador de la sultana.

Poco despues una jóven, cuya hermosura resplandecia mas que el deslumbrador brocado de su túnica; mas blanca que las gruesas perlas del collar que rodeaba su cuello; con los ojos mas resplandecientes que los diamantes que entrelazaban sus negrísimas trenzas, entró en las magníficas habitaciones bajas del Mirador de la sultana, acompañada del alcaide de los eunucos.

Aquella muger cuya hermosura resplandecia de tal modo, era Bekralbayda.

A pesar de lo anchuroso de los pliegues de su túnica de brocado, un ojo un tanto observador, hubiera notado que Bekralbayda estaba en cinta.

Este estado de maternidad, y la dulce palidez de sus megillas y lo apasionadamente melancólico de su mirada, en que ardia un fuego recóndito y casi divino, la hacian parecer mas hermosa.

—El poderoso, el invencible, el magnífico rey Nazar, dijo el alcaide, quiere que el lucero del amor, el sol de la hermosura, la sonrisa de Dios, el ramillete de dulzura, la esclarecida sultana Bekralbayda, vea si la contenta el alcázar que ha construido para ella.

—Yo no puedo llamarme ya Bekralbayda, dijo suspirando la jóven, por única contestacion á las hiperbólicas alabanzas del eunuco.

—Venturoso aquel, dijo inclinándose profundamente el eunuco, á quien dés una hermosa prenda de tus amores, estrella de las sultanas: á quien dés un príncipe poderoso ó una sultana tan hermosa como su noble madre.

—¡Me llamas sultana! dijo con acento de estrañeza y de gran interés Bekralbayda; ¡saludas á lo que nacerá si Allah lo permite, príncipe si es varon y sultana si es hembra! ¿Sabes tú, acaso, algo acerca de mi destino?

—Solo Dios sabe lo oculto, contestó inclinándose de nuevo y mas profundamente el alcaide de los eunucos.

—Me han puesto vestiduras régias, perlas sobre el seno, diamantes y esmeraldas en los cabellos; han puesto arracadas de gran valor en mis orejas, y ajorcas de oro, cuajadas de piedras preciosas en mis brazos; antes me han bañado en aguas olorosas, han vertido sobre mí esencias: ¿no se engalana así á las esclavas del harem á quien el señor elije para sus placeres?

—Pero el alcaide de los eunucos solo acompaña á las sultanas: solo las sultanas pueden llevar la piadosa empresa del rey Nazar (y el eunuco señaló con una mirada respetuosa, un roseton de diamantes y rubíes que Bekralbayda llevaba cerrando su riquísimo caftan sobre su medio desnudo seno, en el centro de cuyo roseton se veia el escudo real de Al-Hhamar, con su empresa en que se leia en caracteres africanos ¡solo Dios es vencedor!) Solo las sultanas son servidas por esclavas doncellas, y guardadas por esclavos negros: y una perla del jardin de Hiram, un rayo desprendido del sol, no puede ser esclava. Por eso te llamo sultana, alegría del mundo; por eso me humillo ante tí, lucero de los luceros.

Y se inclinó de nuevo.

—¿Pero nada seguro puedes decirme?

—Solo Dios sabe lo oculto, repitió el eunuco.

—¿Es decir que solo me acompañas para mostrarme este alcázar?

—Para que el esclarecido y poderoso sultan sepa si te agrada.




Contempló profundamente conmovido à Bekralbayda

—Dí al noble y magnífico sultan Nazar, que para quien tiene el alma triste nada hay alegre; que para quien llora no hay nada hermoso mas que su esperanza, y que la soledad y las lágrimas son los mejores compañeros de un desventurado.

—Tú se lo dirás al señor, noble sultana, porque el señor se acerca: ya oigo la zambra que le saluda: el siervo no puede permanecer aquí; que Allah te acompañe y te cubra de prosperidad, luz de los cielos.

Y el alcaide de los eunucos hizo una profunda reverencia, se retiró andando para atrás y repitió su reverencia otras dos veces antes de desaparecer por la puerta.

Bekralbayda se sentó en un divan, y se replegó en sí misma, acongojada y pensativa; una dulce luz dorada que penetraba lánguida y vaga por las celosías de la cúpula, hacia brillar los diamantes de su prendido y daba un tono incitante y lascivo á la blancura de su cuello y de sus hombros desnudos; el blanco humo de un pebetero estendiéndose delante de ella, la hacia aparecer dulcemente velada y mas hermosa, con una hermosura eminentemente fantástica.

Y luego, aquella niña tan incitantemente hermosa, tan deliciosamente pura, con su tristeza de amor, con sus lágrimas de desconsuelo, con lo elocuente de la mirada de sus negros ojos, que se elevaban al cielo como implorando la misericordia de Dios, era una poesía viva, una poesía humana, colocada en medio de otra poesía inmóvil, muda, pero resplandeciente, como animada por la luz que hacia brillar sus arabescos dorados, sus alicatados de colores, su alfombra de oro y seda, mientras á través de una puerta se veia un fondo oscuro y misterioso, y á través de la otra las enramadas tupidas y verdes de los cenadores de jazmines y laureles, amortiguando la luz del dia, y dejando ver por alguna abertura un pedazo de cielo resplandeciente, azul, diáfano, incomparable.

Sintiéronse leves pasos por la parte de la puerta del fondo oscuro, y poco despues apareció en la puerta un hombre y se detuvo, se cruzó de brazos y contempló profundamente conmovido á Bekralbayda.

Ella ni habia sentido sus pasos ni le habia visto.

Un silencio profundo envolvia la cámara, silencio que solo rompian de una manera vaga por la parte del jardin, los lejanos y cadenciosos trinos de los pájaros; por la otra parte el zumbido unísono, ténue, perdido de los trabajadores.

El hombre que de una manera tan afectuosa, tan llena de interés, contemplaba á la jóven, era el rey Nazar.

Venia sencillamente vestido; únicamente brillaban en su cabeza entre su toca, las puntas de su corona, y la empuñadura de su espada entre su faja.

Durante algun tiempo permaneció inmóvil en su benévola contemplacion; luego adelantó y fué á sentarse silenciosamente en el mismo divan en que estaba replegada Bekralbayda, pero á cierta distancia.

Entonces la jóven pareció despertar de un sueño, se estremeció, levantó la cabeza, fijó una mirada ansiosa en el rey Nazar, y cruzando la manos, esclamó:

—¡Ah, señor!

—¡Yo te amo! dijo negligentemente el rey Nazar.

Bekralbayda se puso de pie, mas pálida aun que lo que estaba, aterida, muda, como aniquilada; guardó durante algunos momentos silencio, y luego esclamó:

—¡Pero yo no puedo amarte... no!... ¡no puedo amarte como tú quieres que te ame... no! ¡Allah, el grande, el poderoso Allah lo sabe: no puedo amarte así!

—Cuando te confesé mi amor, dijo reposadamente el rey Nazar, tú me contestaste...

—¡Mentí! ¡mentí! esclamó toda asustada Bekralbayda.

—Cuando te confesé mi amor, continuó impasible el rey, me dijiste, quiero ser sultana.

—¡Ah, misericordioso Dios! ¡Mentí!

—Yo te dije: en buen hora sea: Dios te ha dado en sus bondades una hermosura superior á la de las mugeres de la tierra; eres una hurí que el Altísimo ha permitido aliente en las entrañas de una muger: digna eres de ser sultana: mi esposa la sultana Wadah, ha enloquecido... está apartada de mí: tú ocuparás el lugar de la sultana Wadah, que por su locura se la puede considerar muerta.

—¡Ah, poderoso señor!

—Tú sabes que la locura de la sultana Wadah es verdad.

—La sultana Wadah es muy desdichada: la sultana Wadah llora una hija perdida.

—¡Una hija! esclamó, levantándose aterrado, trémulo, herido como por un rayo por aquella terrible revelacion, el rey Nazar. ¿Quién te ha dicho que la sultana Wadah ha perdido una hija?

—¡Qué! ¿no has perdido tú tambien tu hija, poderoso señor? esclamó aterrada por su imprudencia Bekralbayda.

—Yo no he tenido de la sultana Wadah mas que un hijo: el príncipe Juzef, contestó con voz cavernosa el rey Nazar.

—¡Oh! ¡yo me he engañado! ¡yo me he engañado! esclamó trémula la jóven.

—Tú no sabes mentir: dijo severamente el rey.

—¡Ah, señor!

—Tú eres cándida y pura como la azucena de los valles.

—Yo me he engañado.

—Pero... ¿por qué te has engañado?

—Yo he visto á la sultana buscar una rosa blanca.

—¡Ah!

—Yo la he escuchado decir...

—¡Oh! ¿qué has escuchado?...

—¡Mi rosa blanca! ¡la rosa de mis entrañas!

—¿Y no has escuchado mas?

—¿Y á qué puede llamar una muger la flor de sus entrañas, sino á su hija? esclamó cubriéndose de un vivísimo rubor Bekralbayda.

—Sí, sí, te has engañado, dijo el rey Nazar reprimiéndose, volviendo á la tranquila y benévola espresion de su semblante, y sentándose de nuevo en el divan: ¡la rosa blanca! esa es una manía de la sultana.

—¡Infeliz! murmuró Bekralbayda.

—La locura de la sultana Wadah me obliga á tomar otra esposa, te dije: puesto que quieres ser sultana, lo serás.

—¡Yo mentia! repitió Bekralbayda.

—Luego, continuó el rey, añadiste: no me basta ser sultana: yo quiero que me dés un alcázar tan hermoso como no le hayan visto ojos humanos: cuando me dés ese alcázar seré tuya.

—¡Ah! ¡no! ¡no!

—Yo he mandado fabricar este alcázar, una de cuyas pequeñísimas partes es la que ocupamos...

—¡Pues bien! acaba ese alcázar, señor... y entonces...

—Este alcázar, que será la maravilla de las gentes, no puedo terminarlo yo, ni lo verá terminado mi hijo ni mi nieto; si para cuando esté terminado este alcázar has de darme tus amores... seria preciso que Dios parase para nosotros solos el tiempo y que le apresurase para los demás.

—Pero lo que yo te he prometido no me obliga hasta que hayas cumplido tu promesa: hasta que hayas terminado el Palacio-de-Rubíes: si para entonces hemos muerto, la culpa no es mia.

—¡Cuán mal parece la mentira en boca tan hermosa! dijo el rey Nazar.

Ruborizóse Bekralbayda.

—¡Ah señor! si yo miento, esclamó arrojándose á sus pies, es porque la mentira es la única arma que tengo para defenderme de tí.

El rey Nazar la levantó dulcemente y la sentó junto á sí.

—¿Piensas, la dijo, que si yo quisiera te podrias defender de mí?

—El generoso, el grande, el vencedor, el magnífico Nazar, no puede ni debe amar á una desdichada que no puede amarle.

—Y... ¿por qué no puedes amarme?

—¡Porque amo á otro! esclamó con desesperacion Bekralbayda, ¡porque mi alma está en la suya! ¡porque llevo en mis entrañas la flor de mis amores!

Y Bekralbayda se cubrió el rostro con las manos y rompió á llorar.

El rey Nazar sintió que sus ojos se arrasaban: se dominó, apartó las manos de la jóven de su rostro, y no pudiendo contenerse, inflamado de un amor inmenso, no á la muger, sino á la madre de su nieto, la atrajo á sí y la estrechó entre sus brazos esclamando conmovido:

—¡Ah! ¡hija mia! ¡hija de mi alma!

Y luego, como pesaroso de haberse dejado arrastrar de su corazon, separó de sí á Bekralbayda, compuso su semblante, recobró su impasibilidad, aunque aparente, y dijo:

—¿Amas á un hombre y eres madre?

—Tú me has llamado hija, señor; esclamó con ansiedad Bekralbayda.

—¡Yo! ¡que yo te he llamado hija! ¡no sabes que te quiero para esposa!

—¡Y serias tú, poderoso sultan de los creyentes, esposo de una muger que ama á otro hombre, que ha sido suya, y que es madre!

—Yo te amo sobre todas las cosas: no importa que ames, si morando en mi alcázar no vuelves á ver al hombre á quien amas, no importa que seas madre... porque todos creerán que ese hijo es mio: eres mi esclava.

—¡Me matarás! ¡puedes matarme! ¡pero no puedes hacer que yo olvide mi amor, que yo le ofenda! ¡no! ¡no! esclamó Bekralbayda desesperada.

—Escucha, dijo el rey: te cubriré de oro y perlas: te daré esclavas á millares: te rodearé de cuanta grandeza puede disponer un rey tan poderoso como yo.

—¡No! esclamó con energía Bekralbayda.

—No volverás á ver á ese hombre.

—Pero le guardaré su amor, mi pureza dentro de mi alma como en un santuario.

—Yo buscaré á ese hombre y le mataré.

—El querrá morir mejor que verme en tus brazos.

—Cuando nazca tu hijo te lo quitaré.

—Me volveré loca como la sultana Wadah, y llamaré en mi delirio á la flor de mis amores, pero no seré tuya.

El rey Nazar se estremeció.

—¿Y si yo matase á tu hijo?

—Por la vida de mi hijo no mataré á su padre.

—¿Pero estás segura de que ese hombre merece tu amor?

—¡Oh! yo soy para él la luz, la alegría, la vida.

—¿Y si por acaso no pudiera ser tu esposo?

—Seria su esclava.

—¿Quién es ese hombre á quien tanto amas? esclamó afectando un furor que no sentia el rey Nazar, como no ignoraba que el hombre á quien amaba Bekralbayda, era su hijo el príncipe Mohammet.

—El hombre á quien amo... es un mancebo humilde... pobre... pero yo le amo así... y no le cambiaria por todos los sultanes de la tierra...

—¿Qué, amas así á?...

El rey Nazar se detuvo; iba á decir, ¡á mi hijo!

—Quítame, señor, dijo la jóven, estas galas de sultana, estas alhajas; no me dés para vivir este rico alcázar; no me saques de la condicion de esclava: déjame sola, pobre con mi amor, y te bendeciré.

—Tú serás sultana, dijo el rey Nazar.

—¡Ah señor! ¡ten compasion de mí!

—Tú serás sultana, repitió el rey Nazar y salió.

Bekralbayda quedó anonadada.

En tanto el rey murmuraba saliendo:

—Es digna de mi hijo: digna de la corona de Granada: sultana será y sultan mi hijo... ¡pero esa hija perdida de Wadah!... ¡ese misterio! ¡si Allah me ayuda, ese misterio ha de aclararse ante mis ojos!... y si fuera... ¡ah! ¡si fuera ella!... ¡si Bekralbayda fuera esa hija!

El rey Nazar se perdió poco despues entre los trabajadores del alcázar.

II. LA MEJOR NOCHE DEL REY NAZAR

El rey se encaminó á la tienda que desde que principiaron las obras se habia levantado para él en la Colina Roja.

Entró en ella, arrojóse en un divan, y quedó profundamente pensativo.

—Desde el momento en que descubrí, murmuraba, que mi hijo era el amante de Bekralbayda, el horror que me inspiró el solo pensamiento de robar á mi hijo su amante, me curó de todo punto del amor que tenia hácia ella. Es verdad que la he enamorado, que he pretendido probar si es digna de ser sultana de Granada... y ha respondido á la prueba: ahora la amo como si fuera mi hija; y despues que he sabido que es madre... ¡oh! el amor de otro nuevo hijo de mi sangre... de un descendiente de mi raza, que será como ella hermoso, y valiente y gallardo como él, porque será un príncipe, Dios me favorece: pero esa revelacion de Bekralbayda... ¡lo que ha vuelto loca á la sultana Wadah, es la pérdida de una hija!... una muger vé mejor que un hombre en el alma de otra muger: ella no se engaña: yo recuerdo... el dia en que desapareció de mi lado Leila-Radhyah, se encontraron en sus habitaciones manchas de sangre: aquel mismo dia desapareció uno de mis esclavos y Wadah se volvió de repente loca: desde entonces han pasado diez y siete años... la edad de Bekralbayda... Yshac-el-Rumi es un hombre misterioso. De una manera misteriosa me ha entregado á Bekralbayda... ese hombre á quien he hecho seguir, ha sido visto alguna vez en los cármenes del Darro acompañado de una muger... ¡oh! ¡esta misma noche! sí... sí... ¡esta misma noche!

El rey esperó con impaciencia á que el sol traspusiese: se fué como de costumbre á su palacio de la torre del Gallo de viento, y exhaló un suspiro cuando vió el reflejo de la luz en las ventanas de la torre donde continuaba preso el príncipe Mohammet.

Luego entró en su cámara, comió como de costumbre, se quitó la corona y las vestiduras reales, púsose unos vestidos cortos y sencillos, se rebozó en un albornoz, y salió de su palacio por una puerta escusada y solo.

La noche era oscura: el rey, embozado en su alquicel negro, se deslizó como una sombra junto á los muros de la alcazaba Cadima, llegó al barrio del Hajeriz, descendiendo por sus pendientes calles, llegó al valle donde corre el Darro y siguiendo su corriente arriba, se metió por las angosturas.

Muy pronto llegó á la casita del remanso.

—Aquí es: este me han dicho es el sitio donde Yshac-el-Rumi desaparece por la entrada de una cueva y vuelve á aparecer allá arriba sobre las cortaduras, acompañado de una muger enlutada como él; es necesario buscar la entrada de esa cueva: frente á la casa del remanso me han dicho que tiene la entrada: pero la noche es demasiado oscura... no importa, Dios me guiará; Dios que conoce el pensamiento que me trae aquí.

En efecto, el rey encontró despues de algun tiempo la entrada de la cueva que buscaba.

Pero al penetrar por ella oyó un sordo ruido; el batir de las alas de un pájaro que pasó junto á él rozándole el rostro con las estremidades de las plumas.

El rey se detuvo y se estremeció:

—¡El buho! ¡siempre ese pájaro maldito que me persigue! pero no importa, añadió sobreponiéndose á su terror: el Altísimo y único, el amparador de quien le confiesa y le adora me ayudará.

Y penetró resueltamente en la cueva.

Al entrar en ella, vió á sus pies como en el fondo de una sima, una línea de luz como la que puede verse un momento á través de una puerta que se cierra.

—¡Oh! esclamó el rey, aquí moran séres humanos. He visto cerrarse allá abajo una puerta, y he creido escuchar despues los pasos de la persona que ha cerrado esa puerta que se alejaban. ¡Oh, señor, fuerte y misericordioso! ¡ampárame!

Y el rey Nazar palpó, encontró la entrada de una estrecha comunicacion subterránea, y al poner el pié en ella, notó que el piso era pendiente y resvaladizo.

El rey Nazar se asió á las escabrosidades naturales de uno de los costados de aquel pasage tenebroso, y descendió ayudando con las manos, que se asian fuertemente á la roca, á los pies que resvalaban sobre la pendiente.

Al fin, despues de haber descendido algun espacio, tropezó con la roca áspera y cortada que le cerraba el paso.

El rey Nazar palpó: la escavacion ó el seno terminaba allí: no tenia continuacion.

—Aquí debe haber una puerta oculta, dijo el rey; yo he visto cerrarse esa puerta. Pues bien, suceda lo que quiera, no he de retroceder.

Y desnudando su puñal dió un fuerte golpe con su pomo sobre una piedra saliente que estaba incrustada en la roca.

Pero en vez de sonar como piedra al toque del rey Nazar, respondió un sonido vibrante, metálico como el de una campana.

—¡Oh poderoso señor! esclamó el rey, ó aquí hay encantamento, ó he dado por acaso en un lugar que sirve para llamar á los que conocen el secreto: encantamento ó realidad preparémonos.

Y el rey se desprendió rápidamente parte de la toca blanca que ceñía su cabeza, y la cruzó sobre su rostro, no dejando mas que un estrecho resquicio para su ojo derecho.

Acababa el rey de encubrirse, cuando resonaron leves y casi perdidos al otro lado de la roca, pasos de muger: oyóse luego un rechinamiento áspero, como el del hierro sobre la piedra, brilló entre la oscuridad una línea de luz, y se abrió una puerta.

Delante del rey Nazar, con sus flotantes cabellos negros, sus ojos, su mirada profunda y melancólica, y su ancha y suelta túnica de lana, estaba la Dama blanca con una lámpara en la mano.

El rey se estremeció: contuvo un grito y un movimiento, y permaneció inmóvil.

—¿A quién buscas? dijo la Dama blanca.

—A tí, contestó el rey con acento conmovido y alterado.

—¿Quién te envia?

Detúvose un momento el rey, y meditando que acaso aquella muger no conocia otra persona que al astrólogo, contestó.

—Me envia el sábio Yshac-el-Rumi.

—Ven conmigo, dijo la Dama blanca.

Y siguió adelante por una estrecha mina abierta en la roca.

Poco despues llegaron á una puerta forrada de hierro, que empujó la dama, y al fin se encontró con ella el rey Nazar en la misma cámara blanca y dorada, donde el príncipe habia vuelto en sí algun tiempo antes.

—Espera aquí, dijo la Dama blanca dejando sobre un nicho calado la lámpara que tenia en la mano y desapareciendo por una puerta.

—¡Oh poderoso señor, esclamó el rey cuando se vió solo, y cuán incomprensibles son tus decretos! ¡por cuán torcidos caminos llevas al hombre de la mano!

Y el rey se sentó en el lecho y quedó meditando profundamente en la estraña aventura en que se encontraba empeñado.

Pasó un largo rato: al cabo oyó el rey el paso de una muger acompañado del crugir de una túnica de seda; abrióse al fin la puerta y apareció la Dama blanca, ó mas bien una hurí descendida del paraiso.

El rey se puso de pié de una manera involuntaria, y dió un paso hácia la dama como si le hubiera atraido su hermosura.

Porque la Dama blanca se habia transformado: es verdad que su semblante y su cuello y sus hombros aparecian un tanto enflaquecidos, sumamente pálido su semblante, estraordinariamente melancólicos sus ojos, pero esto aumentaba su hermosura, dándola el encanto del sufrimiento.

Y luego su peinado, y sus joyas y sus magníficas vestiduras...

Las anchas y largas trenzas de sus cabellos, brillantes por sí mismos, aumentado su brillo por las piedras preciosas que los salpicaban, estaban entrelazadas alrededor de una riquísima diadema de sultana: pendia de su cuello un ancho collar de rosetones de diamantes y perlas; cubria apenas su seno la parte superior de una túnica finísima de lino bordado con plata; sobre esta túnica llevaba otra de seda verde, recamada de bordaduras de oro, ancha, flotante, larga hasta tocar el pavimento, cayendo sobre él en una magnífica plegadura; sobre esta túnica tenia otra larga, solo hasta las rodillas, de brocado blanco, con bordaduras de aljófar, ciñéndose sobre la redonda y esbelta cintura de la dama, por un joyel de pedrería y cerrándose sobre el pecho con herretes de esmeraldas; por último, un caftan ó sobretodo que no pasaba de las rodillas, de anchas mangas perdidas de seda roja cubierta de arabescos negros, dos magníficas ajorcas ó brazaletes de pedrería, y unas ricas y deslumbrantes arracadas completaban el atavío y el prendido de la Dama blanca, transformada por su maravilloso traje en sultana.

—Estoy pronta, dijo la dama tomando de sobre un divan un ancho albornoz de lana blanca y cubriéndose con él enteramente hasta el punto de que solo se veia bajo él la orla de la rozagante túnica verde: estoy pronta y te sigo.

—Sácame antes de aquí, dijo el rey Nazar, cuya voz se mostraba á cada momento mas conmovida.

—Ven conmigo, dijo la dama.

La dama tomó la lámpara, atravesó, precediendo al rey Nazar, algunas habitaciones, subió por unas escaleras, y en fin, por los mismos lugares por donde habia conducido en otra ocasion al príncipe Mohammet, salió al aire libre, atravesó una calle de árboles, llegó á una cerca, abrió un postigo, salió con el rey, cerró el postigo, y dijo:

—Estamos en el campo: cúmpleme tu promesa.

—¿Qué te ha dicho que yo he prometido Yshac-el-Rumi?

—Me ha dicho, contestó con una estrañeza recelosa la dama, que tú me llevarias al alcázar que ha construido el rey para Bekralbayda.

—Cumpliré mi promesa, dijo el rey, pero ásete á mi brazo, sultana: la noche está oscura.

—Pero pronto saldrá la luna, dijo la dama, y es necesario aprovechar la oscuridad.

Y se asió al brazo del rey.

—¿Por qué me has llamado sultana? dijo la dama.

—¿Por qué?... porque puedes y debes ser la sultana de la hermosura.

—Conócese, dijo con alguna severidad la dama, que estás acostumbrado á adular á las esclavas de tu señor.

—En alabarte no hay adulacion: el lenguaje de los hombres no puede ponderar tu hermosura.

—¿Eres tú el alcaide de los eunucos del rey Nazar? dijo creciendo en recelo la dama.

—Sí, contestó el rey sin vacilar.

—¡Es estraño! murmuró ella.

Y guardó silencio.

—¿Dónde me llevas? dijo al fin: paréceme que nos alejamos en direccion opuesta á la Colina Roja, donde el rey Nazar ha construido ese alcázar donde enamora á Bekralbayda.

—Voy á ganar la espesura por cima de los cármenes, dijo el rey, toda precaucion es poca.

—Pero este terreno es muy áspero.

—Apóyate bien en mi brazo, sultana, y si no bastare, yo te llevaré sobre mis hombros.

—¡Oh! ¡no! ¡sigamos! ¡anhelo llegar!

—¡Anhelas llegar! ¿puede un esclavo atreverse á preguntarte?

—¿Acostumbran los esclavos del rey á entrometerse en los secretos de su señor, ó es que no basta el oro que te se ha dado y necesitas mas para ser respetuoso?

—¡Oh Dios misericordioso! ¡perdona si te he ofendido, sultana!

La dama siguió andando y no contestó.

—Dime, dijo al cabo de un breve espacio de silencio: ¿el rey ama á Bekralbayda?

—No.

—¡Que no la ama!

—El rey no puede amar á la que destina por esposa á su hijo el príncipe Mohammet.

—¡Ah! ¿te ha dicho eso el rey?

—El rey me favorece con su confianza.

—¡Pero... si el rey enamora á Bekralbayda!

—El rey solo ha querido probar si Bekralbayda es digna de ser esposa de su hijo, y la ha finjido amores, y la ha prometido tesoros. Bekralbayda aunque ignora que el rey sabe sus amores con el príncipe, ha resistido á todas las tentaciones. ¡Oh! ¡sí! ¡es digna de ser sultana, y lo será!

Guardó de nuevo silencio la dama.

—¿A quién ama el rey Nazar? dijo.

—A una muger por quien llora hace diez y siete años.

—Mientes; mas de diez y siete años hace que el rey Nazar hizo su esposa á la sultana Wadah: la adoraba; ha tenido de ella...

—Ha tenido de ella un hijo, y ese hijo tiene ya veinte años. Hace diez y siete que la sultana Wadah está loca, y que el rey llora á sus solas, cuando nadie puede burlarse de su llanto, por una muger.

—Pero se consuela con las esclavas de su harem.

—El rey Nazar tiene harem porque es rey; pero jamás pasa sus puertas: el rey Nazar tiene el alma cubierta de luto.

—¿Por la muger que le arrebataron hace diez y siete años? dijo alentando apenas la dama.

—El rey encontró sangre en el retrete de la luz de sus ojos, del alma de su alma, de su adorada Leila-Radhyah; pero su alma habia desaparecido: el rey lloró y llora: el rey daria su grandeza y su vida por volverla la existencia.

La dama no contestó una sola palabra.

—¿Dónde me llevas? dijo con cuidado la dama viendo que el rey se alejaba cada vez mas: la luna empieza á salir.

—Allí hay un bosquecillo de avellanos, contestó el rey; necesito hablarte donde nadie nos pueda oir.

—¡Ah! ¿necesitas hablarme? ¿pues qué, hay alguna dificultad para lo que deseo?

—Tal vez.

—¿Por qué tiemblas?

—¡Ah! ¿y quién no temblará á tu lado, asido á tu brazo, reina del amor?

—¿Qué esto? dijo la dama con terror y con orgullo, ¡tú no puedes ser el enviado de Yshac-el-Rumi!

—¡Oh! ¡la luna sale! ¡espera, espera á que descubra enteramente su disco y te contestaré!

—No daré ni un paso mas, dijo con terror y con cólera la dama, ¿quién eres? tú no eres el alcaide de los eunucos, ó si lo eres, eres un miserable, un traidor.

—¡Oh! ¡la luna! ¡la luna!

—¡Vuélveme, vuélveme á mi asilo! esclamó la dama pugnando por desasirse del rey que la detenia.

—¡Volver, volver á donde otros puedan verme á tu lado! ¡oh! Dios me ha traido hasta ti: Dios quiere que solo él sea testigo de lo que vá á suceder entre los dos.

—¿Y qué puede suceder?.. esclamó con terror la dama.

—¡Oh! ¡mi amor y tu hermosura! ¡Dios misericordioso! ¿y cómo podia esperar yo tanta felicidad?

—¿Qué dice este hombre? esclamó en el colmo de su terror la dama.

—¡La luna! ¡héla allí, llena y resplandeciente que se presenta en toda la plenitud de su belleza, para alumbrar á mis amores, para brillar una vez sobre mis lágrimas de alegría, como ha brillado tantas otras sobre mis lágrimas desesperadas!

—¡Ah! ¡has cambiado de voz, fingías el acento! ¡yo... yo recuerdo tu acento!.. ¿quién eres? esclamó trémula la dama.

—¿Te has engalanado para deslumbrar con tu hermosura al rey Nazar, no es verdad, luz de mis ojos? dijo el rey.

—¡Quién eres! dijo la dama con doble ansiedad.

—Y el rey Nazar sentiria romperse su corazon de gozo, de felicidad, aunque solo te hubieras presentado ante él, con tu hermosa crencha negra suelta, y suelta tu túnica de luto, alma de mi vida, mi infortunada, mi hermosa, mi sultana, Leila-Radhyah.

La dama dió un grito de sorpresa, de angustia, de ansiedad, y arrancó la toca de sobre el semblante del rey en que reflejó de lleno la luz de la luna.

—¡Ah!.. ¡ah!.. ¡Dios poderoso!.. ¡Nazar!

Esclamó y se desmayó entre los brazos del rey.

Encontrábanse junto á una fuente á la entrada de una espesura de avellanos, en una meseta de la montaña; veian desde allí á lo lejos el Albaicin y la parte de la Colina Roja donde se alzaba el pequeñito alcázar habitado por Bekralbayda.

El rey Nazar llevó á Leila-Radhyah, á la única muger á quien habia amado, á la que habia llorado muerta, á la que habia cambiado su nombre por el de Maga de las humbrías, al lado de la fuente y la roció el rostro con agua.

Pero Leila-Radhyah no volvia en sí; gemia como si demasiado comprimido su corazon estuviese próximo á romperse.

El rey estaba aterrado y redoblaba sus esfuerzos para hacerla volver en sí; al fin, Leila-Radhyah abrió los ojos, se incorporó entre los brazos del rey Nazar, le miró faz á faz, y se pasó las manos por la frente como si hubiese pretendido volver en sí de un sueño.

Luego esclamó con un acento profundamente conmovido, ardiente, enamorado, loco:

—¡Oh! ¡señor, señor! ¡es él! ¡es él! ¡mi Nazar!

Y se arrojó á su cuello, le retuvo en sus brazos, y rompió á llorar; pero en un llanto de alegría.

—¡Oh! esclamaba entre sus lágrimas con un acento indefinible, de amor y de alegría, ¡me ha creido muerta y no me ha olvidado!

—Yo ví sangre en tu retrete, contestó el rey Nazar.

—¡Oh! sí, dijo Leila-Radhyah: fué una noche horrible... horrible... mira rey mio, señor de mi alma: mira.

Y Leila-Radhyah se abrió con una mano trémula de impaciencia la túnica interior y mostró al rey las señales de tres anchas puñaladas.

—¡Oh! ¡qué horror!.. y... ¿quién fué? preguntó con acento cobarde el rey...

—¡Ella, ella, la hechicera, la maldita!.. contestó Leila-Radhyah.

—¡Wadah! murmuró el rey.

—¡Sí, sí, Wadah, esa terrible hechicera sedienta de sangre! ¿Y sabes tú para qué me he puesto yo estas ropas, estas joyas, esta diadema?..

—¡Oh! ¡no!

—Para impedir un nuevo crímen.

—¡Un nuevo crímen!

—Sí: para impedir que se lleve á cabo una venganza horrorosa: para impedir que Wadah asesine á Bekralbayda.

El rey se alzó pálido, terrible.

—¡Qué, Wadah pretende asesinar á Bekralbayda! esclamó.

—¡Ah! ¡tú amas á esa doncella! esclamó Leila-Radhyah.

—¡Bekralbayda ha sido amante de mi hijo! esclamó el rey.

—¡Ah! esclamó Leila-Radhyah.

—¡Pero ese asesinato! esclamó el rey que estaba desencajado, ¡el pronóstico del buho maldito!

—¿De qué buho hablas?

—De uno que me persigue, que salió de la cueva por donde llegué hasta tí rozando mi rostro con sus alas.

—Era Abu-al-Abu, á quien yo solté para que volase, como todas las noches, fuera del subterráneo.

—Ese buho me predice una desgracia horrible.

—Pero esa desgracia no será la muerte de Bekralbayda, yo te lo juro; te lo juro por el Dios Altísimo y Unico.

—¿Pero esta horrible traicion?...

—¿Cómo has venido á mi asilo, al asilo donde he estado oculta desde que eres rey de Granada? ¿te lo ha revelado á caso el alcaide de los eunucos?

—No, no, Dios es el que me ha traido junto á ti: pero el tiempo vuela...

—Empieza ahora la noche, y hasta que medie, Wadah no irá al alcázar que has construido para Bekralbayda. Pero es necesario que me lleves á él; que me ocultes; que te apoderes del alcaide de los eunucos para que no pueda revelar nada.

—¿Y quién introducirá á Wadah en el Mirador de la sultana?

—Yshac-el-Rumi.

—¡Yshac-el-Rumi!...

—Sí, sí, pero vamos, rey mio, vamos y tú mismo sabrás, tú mismo verás lo horrible del ódio de Wadah: tú sabrás en lo que consiste su locura: tú sabrás que tu Leila-Radhyah, tu sultana, es digna de tí. Ven.

—Sí, sí, vamos, dijo el rey.

Leila-Radhyah se envolvió en su albornoz, se asió al brazo del rey, y ambos, siguiendo la ladera de la montaña, se encaminaron á la Colina Roja.

III. DE CÓMO LA SULTANA WADAH CREYÓ EN LA RESURRECCION DE LOS MUERTOS

Arrojaba la luna su blanca luz sobre la Colina Roja.

Solo se veian los paredones en construccion, los andamios, el Mirador de la sultana, que se levantaba silencioso al norte, y los guardas que vagaban entre las obras, cantando para no dormirse.

En el vestíbulo del Mirador de la sultana, apoyado en una columna, se veia un moro envuelto en un alquicel blanco.

Aquel hombre esperaba sin duda, porque miraba de tiempo en tiempo con impaciencia á la desembocadura de un callejon formado por dos trozos de muralla en construccion.

Al cabo aquella sombra blanca se afirmó sobre los piés, y salió al encuentro de dos sombras que desembocaban por el callejon.

Era la una una muger; la otra un hombre.

Al salir el que esperaba al encuentro de los dos que venian, retrocedió.

—Tú no eres el alcaide, dijo al hombre.

—Yo soy el rey, dijo Al-Hhamar con voz tonante.

—¡El rey! esclamó el que les habia salido al encuentro.

—Y se inclinó profundamente.

—Levántate y llévame á donde llevarias á esta dama si la hubiera traido el alcaide.

—¡Señor! murmuró aterrado el moro.

—Levántate y guia, añadió con acento de amenaza el rey.

El moro se levantó, se encaminó al vestíbulo, torció á la derecha, abrió un pequeño postigo y entró por él.

—Esto está oscuro, dijo el rey.

—Así me han mandado tenerlo, señor.

—Busca una luz...

El moro obedeció, y volvió con una lámpara de los guardas.

Subieron por unas escaleras, atravesaron una galería y entraron en un precioso retrete.

—Cierra esa puerta, dijo el rey al moro.

El moro cerró.

—Descúbrete, le dijo el rey Nazar.

El moro echó atrás la capucha de su albornoz con la que hasta entonces habia tenido cubierta la cabeza.

—¡Ah! ¡eres mi walí Aliathar! ¡mi bravo africano! ¡el walí de la guarda de este alcázar en quien yo depositaba mi entera confianza! ¡y te has atrevido á hacerme traicion!

El walí cayó de rodillas.

—No quiero saber el precio en que me has vendido: solo quiero que obres como si no me hubieras encontrado, y te perdono.

—¡Ah, poderoso señor!

—Que nadie sepa que yo estoy aquí.

—¡Ah, señor!

—Cumple fielmente con lo que te han encargado aquellos á quien te has vendido.

—Solo tengo que esperar á la media noche á que se presenten un hombre y una muger para introducirlos aquí.

—Pues bien, introdúcelos, y cuando estén dentro, no los dejes salir.

—Así lo haré, señor.

—¿No está contigo en la guardia el walí Abd-el-Melek?

—Si señor, pero no sabe nada.

—No importa; dí al walí Abd-el-Melek, que vaya con cuarenta hombres á las Angosturas del Darro; que en el ensanchamiento donde está el primer remanso, busque la entrada de una cueva, que se oculte en ella, que prenda al hombre que entre y que le lleve á las mazmorras de la Alcazaba.

—Asi lo diré á Abd-el-Melek, magnífico señor.

—Dí á esta dama lo que tengas que decirla.

—Por esta celosía, se vé la cámara donde reposa la sultana Bekralbayda, dijo Aliathar que temblaba de terror.

En efecto, por una celosía dorada se veia una pequeña cámara octógona, donde se veia un ancho divan de brocado á la opaca luz de una lámpara.

—Por esta puerta, añadió el walí, señalando una pequeña situada en un ángulo, y por unas escaleras estrechas se baja á un alhamí que está cerrado por una puerta de cedro.

—Basta, dijo Leila-Radhyah, que permanecia encubierta: lo demás ya lo se.

El walí se inclinó profundamente.

—Oye ahora, dijo el rey, y cumple fiel lo que voy á mandarte; vé y espera á ese hombre y á esa mujer; pero en el momento que entraren, haz una señal leve: para poder percibirla, voy á trasladarme á la cámara que está sobre el vestíbulo.

—Yo sé silvar como un buho, dijo el walí.

Se estremeció el rey.

—Bien, bien, no importa, silva cuando ese hombre y esa muger hayan entrado: y no les avises, porque si no sucede aquí esta noche lo que debe suceder, te arrojo á mi verdugo para que me arroje tu cabeza.

—¡Ah, señor!

—Y sobre todo, que Abd-el-Melek, vaya á ocultarse en la cueva del rio, y cumpla las órdenes que te he dado. Vete.

El walí salió estremecido de miedo.

—Ven conmigo, alma de mi alma, dijo el rey tomando la lámpara y asiendo de la mano á Leila-Radhyah.

Atravesó con ella un estrecho corredor, abrió una puerta y entró en un pequeño y bellísimo retrete.

—¿Quién diria que la tosca lámpara de hierro de un guarda de las obras de mis alcázares habia de alumbrar mi felicidad?

Y dejó la lámpara sobre el alfeizar de una ventana.

Despues estremecido de pasion arrancó el albornoz á Leila-Radhyah.

—¡Oh santo Dios de Ismael y qué hermosa me la vuelves! ¡qué hermosa y qué enamorada! añadió al ver la mirada candente, lúcida, que Leila-Radhyah posaba en sus ojos.

—¿Te olvidas, señor, por tu pobre esclava, del motivo que nos trae aquí? dijo Leila-Radhyah, cuyas megillas cubria un leve y dulce matiz de púrpura.

—Siento que mi cabeza se desvanece: en mis oidos resuena una música regalada: la fragancia que me rodea me embriaga: ¡y es el resplandor de tu hermosura que me ciega! ¡es tu voz que resuena en mi alma! ¡es tu aliento que respiro! ¡ah! ¡y qué misericordioso y qué grande es Dios!

—¡Oh! ¡rey, rey mio! esclamó Radhyah exhalando estas palabras entre un suspiro.

Hubo un momento de silencio.

—¡Oh! ¡qué feliz, qué feliz soy!.. ¡la felicidad que siento, me comprime el corazon, me mata!.. esclamó Leila-Radhyah: ¡oh! ¡mi Nazar! ¡oh! ¡mi alma!

—Tu amor ha consagrado este alcázar, luz de mis ojos: esclamó el rey mirando con delicia á la princesa africana: ¡oh! ¿por qué tenemos mas en qué pensar que en nuestro amor?

—Oye, rey mio... ¿no es verdad que yo para tí no soy sultana ni esclava? ¿no es verdad que no soy para tí mas que Leila-Radhyah?

Al-Hhamar la estrechó entre sus brazos.

—Para esa infame hechicera, para esa Wadah fatal, justicia: para tí, mi noble mártir, mi amor, mi vida, mi alcázar y mi corona.

—Y para tí mi alma, esclamó Leila-Radhyah exhalando toda su alma en una divina sonrisa.

Callaron entrambos dominados por su amor, porque un amor que, comprimido, desgarrado, cubierto de luto y de dolores durante diez y siete años, estallaba al fin inmenso.

—Oye, dijo Leila-Radhyah: quiero contarte mi historia.

—¡Tu historia! ¡una historia de desdichas!

—No, porque ha habido dos nobles y generosos hombres que me han protegido, que se han consagrado á mí: mi historia es muy sencilla y muy breve.

—¡Oh! te escucho: tu voz es para mí tan dulce y tan amada como puede serlo la voz de los arcángeles al Señor.

—¿Te acuerdas del dia en que nos conocimos?

—¡Oh! esclamó el rey Nazar.

—Nos rodeaba el horror del combate: estaba yo cercada de cadáveres despedazados: los cristianos que me habian robado en la frontera cuando me dirigia á Córdoba, que habian muerto al wacir que me acompañaba, á mis doncellas, á mis esclavos, habian sido muertos á su vez por tus soldados y yo lloraba desolada porque me veia cautiva cuando empezaba mi juventud: ¿te acuerdas?... apenas tenia doce años, y ya era una muger: ya mi corazon languidecia de amor.

—¡Hija de Africa, alentada por el viento del desierto! esclamó con entusiasmo Al-Hhamar: ¡oh! ¡y qué hermosa eras ya! pero ahora eres mas hermosa: yo nunca hubiera creido que ojos de muger pudieran brillar tanto, arder tanto, exhalar tanta dulzura... ¡oh! entonces eras una hermosa doncella... que llorabas... ahora eres un arcángel de fuego...

—Pero el dolor ha enflaquecido mi cuerpo y empalidecido mis megillas.

—¡Oh, Dios mio! y si la felicidad, si mi amor te embelesan, dime... ¿quién tendrá vida bastante fuerte para resistir tu hermosura, cuando en estos momentos tu hermosura mata?

—¿Y si eso fuese, si yo llegase á ser tan hermosa, tan resplandeciente como una hurí del Señor, no creerias mi hermoso, mi valiente Nazar, que el Altísimo empezaba á recompensarte sobre la tierra? Pero es que tu amor me embellece á tus ojos: hace diez y ocho años... ¡oh! ¡entonces si que era hermosa!.. pero tú entonces eras mas hermoso que yo... me acuerdo, ¡oh! me acuerdo como si hoy mismo me estuviera sucediendo, que vi de repente junto á mí un jóven caballero en una yegua ensangrentada hasta el petral de acero: me acuerdo que cuando vi fija en mi mirada la mirada absorta de aquel mancebo, sentí inundada mi alma de una alegría, de una felicidad inmensas; lo olvidé todo: que me encontraba sola, esclava en tierra estraña. Y ¿te acuerdas, Nazar, rey mio, con cuánta alegría me arrojé en tus brazos cuando tú me dijiste yo te amo? ¿te acuerdas de ese tiempo de amor en que fuí toda tuya en cuerpo y en alma, sintiendo no tener mas vida para consagrártela, para confundirla con la tuya? ¡oh! ¡y cuánto te amé desde el punto en que te ví! ¡oh! ¡cuánto he llorado, sufrido, odiado, deseado y maldecido desde el momento en que te perdí!... ¡oh! ¡cuán dichosa, cuán llena de insensata alegría, cuán enamorada, cuán transportada al cielo, ahora que te veo, que te hablo, que eres mio, mio para no volverte á separar de mí! porque ahora... tú eres poderoso, Nazar, tú eres un gran rey, tú amas á tu Leila-Radhyah y no habrá poder humano que pueda separarme ya de tí.

—¡Oh! ¡no! tú serás mi sultana... tú la alegría de mis alcázares; tú el genio del amor y de la armonía, que vivirá eternamente en ellos en el lugar que ocuparon, cuando el tiempo, que todo lo destruye inflexible, los haya destruido.

—Cuando en los primeros dias de nuestro amor vagábamos en las claras noches de luna por los jardines de Córdoba, yo creia que jamás podia tener fin mi ventura: ¿te acuerdas? tú hijo el príncipe Mohammet aun estaba en la cuna: yo le amaba, yo le mecia sobre mis rodillas, yo quise reemplazar á la madre que habia perdido.

—¡Ah! esclamó el rey Nazar:

—Acuérdate cuán feliz era yo: por tí habia olvidado mi padre, mis alcázares de Fez, mi altivez de sultana: á tu lado no deseaba nada, en nada pensaba mas que en tí: si me cubria de galas, era por agradarte: si tañia la guzla y cantaba, era para hacer mas lánguido el sueño que dormias reclinada tu cabeza en mi regazo: si sonreia era por tí y para tí. ¡Oh señor! yo creia que aquella felicidad iba á ser eterna.

—Satanás se puso en medio de nosotros.

—¡Oh! no recordemos eso: no lo recordemos: tú no dejaste de amarme, no, no: tú me amabas con mas fuerza: te habian dicho que Wadah era una poderosa maga... y tú... Wadah te vió y te amó, y compró á un hombre y vendió á otro, por ser tuya, ó mas bien, porque tú fueses suyo.

—¡Qué, compró á un hombre y vendió á otro! esclamó Al-Hhamar.

—Sí, compró á uno de tus mayores amigos, á un pariente de tu padre, á David-ebn-Kotham, cuyos consejos seguias tú ciegamente.

—¡Oh! no, te engañas, Leila mia; el noble David-ebn-Kotham no podia venderse: era el mejor caballero de Córdoba.

—Cada hombre tiene su precio: Wadah hizo creer á David en su poder y en su ciencia, y en que el hombre que fuese su esposo llegaria á ser un rey valiente y vencedor. David la creyó y se vendió á ella por amor á tí: te hizo conocerla de una manera misteriosa, y tú... pero no hablemos mas de eso, esa maldita muger te hechizó.

—¿Y quién fué el hombre á quien vendió Wadah?

—Un hombre á quien amaba y del cual tenia una hija.

—¡Ah! ¡con que es cierto!..

—Sí.

—¿Y esa hija es Bekralbayda?

—Sí.

—¿Pero cómo pudo Wadah ocultarla?...

—Bekralbayda pasaba por hija de una de sus esclavas.

—¡Ah!

—De ese modo podia tenerla junto á sí en tu misma casa: pero no se atrevió á tener del mismo modo á su antiguo amante, á quien vendió, porque su amante era un esclavo africano.

—¿Y cómo se llamaba ese esclavo?

—Daniel-el-Bokarí.

—¡El alarife!...

—Sí, el gran alarife que ideó el Palacio-de-Rubíes, el maravilloso alcázar que tú estás construyendo.

—Continúa.

—El Bokarí fué vendido, por fortuna, á un amo piadoso: este, al verle triste y abatido, con las señales de la desesperacion mas profunda, quiso saber el secreto de sus penas. El Bokarí, celoso, furioso contra Wadah, se las reveló: entonces su amo le dijo: ¿qué sabrás tú hacer que valga el precio que he dado por tu alma?—Yo soy alarife, dijo el Bokarí.—Pues entonces hazme un palacio en una de mis huertas del Guadalquivir y eres libre.

El Bokarí construyó el palacio y labró los jardines en la huerta, y tan satisfecho quedó su dueño, que no solo le dió la libertad, sino otro tanto valor como el que habia pagado por él á Wadah.

Habia pasado un año desde tu casamiento con Wadah. Yo estaba abandonada en un apartado aposento de tu casa. Nadie se cuidaba de mí; tú me habias abandonado enteramente, hechizado por esa maldita; solo me servia una esclavilla, una pobre niña etiope: pasaba desesperada mis largas noches sin sueño, y de dia me iba á pasear acompañada de la esclava por las riberas del Guadalquivir por los lugares mas solitarios.

Allí, meditando en mi desventura, recordando mi infancia, mi juventud, mis alcázares, las esclavas que allí me habian servido de rodillas, y mi padre que se miraba en mis ojos, lloraba y me entristecía: pero nunca habia pensado en vengarme ni de tí ni de Wadah.

Una tarde, ya se habia puesto el sol, me volvia á Córdoba, cuando un jóven se aproximó á mí.

—Allah te guarde y te recompense, me dijo, si te dignares escucharme.

—¿Y qué tendrás tú que decirme? le respondí con despego.

—Estás triste y lloras, repuso.

—¿Y qué te importa eso? repliqué.

—Yo tambien estoy triste y lloro.

—Déjame seguir en paz mi camino, le dije con enfado.

—Una misma persona causa nuestra tristeza y nuestro llanto, añadió: la hechicera, la maga, la esposa de Al-Hhamar.

Cuando esto me dijo, ya le escuché de buen grado, y si entonces se hubiera separado de mí, yo le hubiera detenido.

—¿Y qué tienes tú que ver con Wadah? le dije.

—No es este sitio para hablar de esas cosas. Viene contigo esa esclava. Pero si quieres ayudarme y que yo te ayude contra esa muger, espérame esta noche.

—Te esperaré.

—A tus habitaciones da un patio que tiene un postigo sobre el rio.

—Es verdad.

—Pues bien, yo llegaré esta noche al mediar con una barca por ese postigo.

—¿Y fué? dijo el rey Nazar.

—A la media noche, repuso Leila-Radhyah: yo escitada por lo que aquel hombre me habia dicho, le franqueé el postigo.

Hacia una noche tempestuosa y oscura, llovia, tronaba.

Aquel hombre me dijo:

—Espérame en tu aposento, sultana.

Y sin esperar á mas se perdió por uno de los arcos del patio.

Yo absorta sin saber qué hacer, dudé un momento acerca del partido que debia tomar: pero no se por qué me habia inspirado una gran confianza el Bokarí, que él era, y fuí á esperarle en mis habitaciones.

Apenas habia entrado en ellas, cuando se abrió una puerta y apareció el Bokarí; traia entre su alquicel una niña como de dos años, dormida.

—He tenido mas suerte de la que esperaba, me dijo: he encontrado abierto el aposento de mi hija y á su nodriza dormida.

—¡De tu hija! esclamé.

—Sí; esta niña es hija mia y de Wadah.

—¡Ah!

—Ahora, si tú quieres, sultana, sígueme.

—¿Que te siga?

—Sí; ¿qué pretendes esperar aquí? Al-Hhamar, fascinado por Wadah, ni aun se acuerda de tí: cuando Wadah eche de menos á su hija, creerá que tú eres quien se la ha robado, y pretenderá vengarse de tí: aquí estás en peligro, huye.

—No me separaré de la casa donde vive Al-Hhamar, le contesté.

—Pero esa muger es terrible y sanguinaria.

—No importa: llévate tu hija; yo me quedo aquí.

En vano el Bokarí pretendió convencerme: yo no podia separarme del lugar en que, aunque sin verte, estaba próxima á tí.

Al fin cansado de la inutilidad de sus esfuerzos, y viendo que la noche avanzaba, el Bokarí salió.

—Deja abierto el postigo, me dijo, hasta el amanecer.

—¿Y á qué propósito?

—Déjale abierto, sultana, porque yo quiero velar por tí.

No se qué estraña confianza me inspiraba aquel hombre, que cedí y dejé abierto el postigo.

Cuando entré en mi aposento me aterré: Wadah desmelenada, pálida, desceñida la túnica, buscaba por todas partes en mi aposento y rugia y lloraba.

Al verme se abalanzó á mí como una leona.

—¡Dáme mi rosa blanca, miserable! ¡dámela! gritó.

—¡Tu rosa blanca! esclamé, ¡tu hija!

—¡Sí! ¡mi hija! ¡dáme á mi hija que me has robado! gritó.

—Dáme tú mi Al-Hhamar, repuse.

—¡Qué! ¿no me darás mi hija, ladrona? esclamó Wadah palideciendo.

—¡Tu hija! ¡tu hija! esclamé, saboreando aquella venganza inesperada que me habia procurado el Bokarí: ya no volverás á ver á tu hija, hechicera.

—¡Ah! ¡ni tú volverás á ver el sol! gritó.

Luego sentí tres golpes terribles sobre el pecho; despues nada: una densa niebla habia cubierto mis ojos; mi cabeza se habia hecho pesada, como de plomo.

Cuando volví en mí me encontré en una habitacion humilde, pero limpia y alegre.

Un hombre estaba á mi lado contemplándome con interés.

Era el Bokarí.

—¡Ah! ¡Dios sea loado! esclamó: creí que no volverias á la vida, sultana.

Quise hablar, pero me hizo señal de que callase, y él mismo guardó silencio.

Algunos dias despues, como yo le preguntase por qué razon estaba en su poder me contestó.

—Yo quise que dejaras abierto el postigo para protegerte: poco despues oí los gritos de Wadah y los tuyos; me precipité en tu socorro, pero llegué tarde. Wadah habia desaparecido, y tú estabas por tierra ensangrentada y sin sentido. Cargué contigo; te llevé á mi barca, te restañé la sangre de la mejor manera posible, y apartándome con mi barca de aquel lugar maldito, te he traido aquí. Tenias tres puñaladas en el pecho que me hicieron temer por tu vida: pero la misericordia de Dios no ha querido que mueras.

—¡Ah! ¿y para qué quiero yo vivir?

—¿Te has olvidado de tu padre, sultana?

—Mi padre no me recibirá.

—¿Quién sabe?

—Mi padre me pedirá cuentas de mi honra.

—Que se las pida á Al-Hhamar. ¿Acaso Al-Hhamar no te hizo su esclava? En el momento que tus heridas lo permitan iremos á Africa. Es necesario que tu poderoso padre te vengue de Al-Hhamar.

Pasó así algun tiempo.

El Bokarí, salvas algunas horas de la tarde y de la noche, estaba á mi lado refiriéndome alegres cuentos para entretener mi tristeza.

Lo demás del tiempo lo pasaba encerrado.

—¿Qué estás haciendo? le dije un dia.

—Estoy haciendo un alcázar tan maravilloso, que no habrá rey que se atreva á construirle.

—Pero si le haces tú, no hay necesidad de que le haga un rey.

—Sí, pero yo le hago imitado en gacela, y para levantarle, para que se toque con las manos como ahora se toca con la vista, serian necesarios grandísimos tesoros.

—¡Y no me enseñarás ese alcázar! le dije.

—Ven conmigo, me contestó.

Llevóme á una torrecilla, y en ella colgados de las paredes y estendidos por el pavimento, vi una multitud de pergaminos, sobre cada uno de los cuales habia pintada una maravillosa habitacion ó un patio incomparable ó un jardin deleitoso.

—Este es el Palacio-de-Rubíes, sultana, me dijo el Bokarí: el rey que posea este alcázar, será el rey mas poderoso de la tierra.

Cuando el Bokarí dijo esto, mi pensamiento se fijó en tí, mi valiente Nazar, y dije.

—El llegará á ser rey, él será un rey grande y poderoso: él construirá este alcázar.

—¿Quién sabe? dijo el Bokarí, pero para cuando Al-Hhamar sea rey, ya habré yo muerto. Es necesario buscar otro rey que pueda construir esta obra. Necesitamos pasar á Africa.

—Cuando quieras, le dije: nada espero aquí.

Algunos dias despues llegábamos á Málaga, y nos embarcábamos en una galeota de un amigo del Bokarí.

Llegamos al fin á Tlencen.

El Bokarí, bajo pretesto de mostrar á mi padre el Palacio-de-Rubíes, logró que le recibiese en su alcázar.

Maravilló tanto á mi padre la riqueza de la obra que habia pintado el Bokarí, que no teniendo tesoros bastantes para realizarla, quiso al menos que en su alcázar hiciese algunas habitaciones semejantes el Bokarí.

Pasó algun tiempo.

El Bokarí iba todos los dias á los alcázares de mi padre á labrar las nuevas habitaciones.

Mi padre habia llegado á tenerle ya amor.

Atrevióse al fin un dia á decirle el Bokarí:

—¿Dónde quieres que ponga esta inscripcion que acabo de labrar?

La inscripcion á que el Bokarí se referia era mi nombre.

—¡Leila-Radhyah! esclamó mi padre demudado: ¿quién te ha dicho su nombre?

—Es el de una dama muy hermosa que yo conozco, dijo el Bokarí.

—¿Y qué edad tiene esa dama?

—Diez y siete años.

Creció la palidez de Al-Mostansir.

—¿Y dónde has conocido á esa dama?

—En Córdoba: es cautiva de un valiente walí.

—¡Ah! dijo mi padre; ¿no mas que cautiva?

—Poderoso rey, dijo el Bokarí, la cautiva ama á su señor.

—¿Y su señor la ama á ella?

—Se ha casado con otra.

—¿Cómo se llama ese walí, que se casa con una muger teniendo en su poder otra que se llama Leila-Radhyah?

—Se llama Mohammet-ebn-Juzef-Al-Hhamar.

—Pero Al-Hhamar no es ya solamente un valiente walí; es un rey.

—¡Rey!

—Si por cierto: el califato de Córdoba se hunde: cada walí se cree bastante poderoso para declararse rey: Aben-Hud acabará mal; su corona se divide en muchas coronas.

—¿Y dices, señor, que Juzef-Al-Hhamar es rey?

—Sí; rey de Jaen, Guadix y Baeza. No hablemos mas de esto.

—¿Pero esta inscripcion?

—Rómpela.

—¿Olvidais que es el nombre de Leila-Radhyah?

—Rómpela.

—¿Pero por qué tanta severidad, señor? ¿No os digo que Al-Hhamar?...

—No hablemos mas de esto; esa desdichada ha debido morir... y no ha sabido morir. Rompe su nombre, y no le vuelvas á poner delante de mis ojos ni á enviarlo á mis oidos.

—¡Ah Leila, Leila de mi alma! esclamó el rey Nazar: ¡y cuán culpable he sido para contigo!

—Eso ha sido un sueño, una pesadilla que ha pasado, dijo Leila-Radhyah sonriendo tristemente: déjame continuar.

El Bokarí no volvió á hablar mas de mí á mi padre hasta que se concluyeron las obras. Cuando mi padre le hubo pagado, el Bokarí se atrevió á decirle:

—Voy á España, señor: ¿qué diré á la desdichada que en aquella region llora?

—Cuéntala lo de la inscripcion; le respondió mi padre.

El Bokarí salió triste y acongojado de los alcázares de Al-Mostansir Billah, porque me amaba y habia concebido esperanzas de que mi padre me volveria su afecto.

Pero ni una palabra me dijo acerca de esto, sino cuando un año adelante le ví próximo á la muerte.

Entonces me lo reveló todo; y un amigo suyo, un renegado español, quedaba encargado de mí, de Bekralbayda y del Palacio-de-Rubíes.

Daniel-el-Bokarí murió al cabo, y entonces conocí á Yshac-el-Rumi.

Ya le conoces tú.

Su historia es muy breve.

Se halló en la batalla de Alarcos, como soldado del rey Alonso de Castilla, y fué hecho cautivo, vendido y traido á Africa.

En Africa estudió toda la ciencia que poseia su amo, que era astrólogo, y se enamoró de una hermosa hija que el astrólogo tenia. Ella se enamoró tambien de él, y sin que su padre lo supiese se comunicaban. Pero un dia se apercibió de ello el viejo y quiso matarlos á entrambos.

—Me casaré con ella, dijo Yshac.

—Tú no puedes casarte con mi hija, dijo colérico el viejo: porque eres cristiano.

—Me haré musulman.

—Pero eres mi esclavo.

—¿Y qué, no vale nada la honra de tu hija?

El astrólogo, á pesar de su codicia, cedió; Yshac se hizo musulman y se casó con su amante.

Pero la infeliz murió poco despues al dar á luz una criatura que nació muerta.

—Ahora comprendo, dijo el rey Nazar, la razon de la sombría tristeza de ese hombre: pero lo que no puedo comprender es la conducta que ha seguido y sigue conmigo.

—¡Ah! ¡pues es muy fácil de comprender! Yshac me ama.

Frunció el entrecejo el rey Nazar.

—Me ama como un padre ama á su hija, y quiere vengarme y vengar al pobre Daniel-el-Bokarí, de quien fué grande amigo.

—¿Y por qué entonces el misterio de que te ha rodeado y la especie de traicion de haber arrojado á Bekralbayda en los brazos de mi hijo Mohammet, y habérmela vendido despues?

—Yshac-el-Rumi y yo amamos á Bekralbayda como si fuese nuestra hija: Yshac la llevó á Alhama para que el príncipe la viese y la amase: yo quise que tú la conocieses tambien.

—¿Y para qué?

—Para que tuviese celos Wadah.

—Pero los celos de Wadah matan.

—Te juro que no matarán á Bekralbayda. ¿No estaba á tu lado en tu alcázar Yshac-el-Rumi?

—No comprendo bien esto.

—Antes de mucho lo comprenderás.

—¿Pero esa diadema, esas joyas, esas galas que te cubren y que valen un tesoro, Leila?

—¡Ah! ¡desconfias de mi!

—No, no desconfio: pero en tu habitacion de Córdoba se encontraron todas tus joyas, joyas que yo he conservado, como un precioso tesoro de mi corazon, porque creí que esas joyas y esas ropas eran lo único que me quedaba de tí.

—Despues de la muerte de el Bokarí, permanecimos algunos meses en Tlencen; pero al fin, yo que ansiaba volver á Andalucía, porque en Andalucía estabas tú, escité á Yshac á que viniésemos á vivir á Granada, y cediendo á mis deseos Yshac dispuso el viaje.

Al dia siguiente un esclavo de mi padre entró en nuestra casa.

—Te llamas Yshac-el-Rumi, dijo á este.

—Sí, contestó.

—El poderoso rey Al-Mostansir Billah te ordena que vayas á su alcázar.

Yshac fué.

Al-Mostansir Billah le dió un cofre de hierro muy pequeño y una carta, y le dijo:

—Entrega esto á Leila-Radhyah.

Al-Mostansir Billah cuando hubo entregado el cofre y la carta y dicho estas palabras á Yshac, le volvió la espalda.

Yshac me entregó el cofre y la carta.

Abrí la carta antes que el cofre y ví que decia:

«Un rey tenia una hija:

Y esta hija del rey era muy hermosa.

Y tan hermosa era, que los sabios le habian dicho:

Tu hija será causa de crímenes y desdichas.

El rey encerró á su hija; pero la princesa empezó á languidecer.

El rey llamó á los sabios y les mostró la princesa:

¿Qué enfermedad padece mi hija? les preguntó.

Y los sabios le respondieron:

Tu hija languidece de amor.

Nosotros no nos atrevemos á volverle la salud; pero hemos consultado las estrellas, y las estrellas nos han dicho:

Allá en el Andalucía, del otro lado del mar, en la hermosa Córdoba, la hija del rey encontrará alivio á su dolencia.

Y el rey que amaba mucho á su hija la envió á Córdoba.

Pero su hija no volvió.

Han pasado muchos años.

Tú que vas á Córdoba, señora, busca á Leila-Radhyah y dála esas joyas.

Pero no la digas que su padre la dá un tesoro, porque Leila-Radhyah no tiene ya padre.

No la digas que venga, porque si su padre la vé delante de sí, la matará.»

—Tu padre fué demasiado severo contigo, dijo el rey Nazar.

—Mi padre me ama, dijo Leila-Radhyah con los ojos arrasados de lágrimas.

—¡Te ama, y á pesar de tu inocencia no te ha recibido!..

—Mi padre me ha enviado hace pocos dias otra carta.

—¡Otra carta!

—Sí, mírala.

Leila sacó de su seno una bolsita de seda verde y oro, y de ella un pergamino enrollado.

El rey Nazar leyó:

«Leila-Radhyah, decia aquella carta:

He tenido nuevas que han reanimado mi esperanza.

Un walí granadino, me ha dicho que la sultana Wadah está loca.

El rey Nazar puede, pues, apartarla de sí.

El rey Nazar puede ser tu esposo.

Te envio joyas y galas de sultana.

Si quieres tener padre y hermanos, consiente en ser la esposa de Nazar.

Si consientes, yo te enviaré servidumbre y esclavos y guardas, para que puedas presentarte en Granada, como debe ser vista la hija de un rey.

Tu padre te ama, Leila-Radhyah, pero no puede abrazarte hasta que laves tu deshonra.

Procura ser esposa de Al-Hhamar.»

—¿Y qué has contestado á tu padre? dijo el rey Nazar.

—No le he contestado todavía; pero mi respuesta la llevará un embajador tuyo: un embajador que le diga: tu hija Leila-Radhyah, es sultana de Granada.

—¡Oh! ese embajador partirá para Tlencen, antes que salga el sol del nuevo dia.

En aquel momento se oyó fuera un ténue silvido, un silvido semejante al de un buho.

El rey y Leila-Radhyah salieron del retrete donde se encontraban y se trasladaron á oscuras á aquel desde donde se veia la cámara de Bekralbayda.

Veamos lo que pasaba en esta cámara.

Estaba desierta.

Bekralbayda velaba en el jardin, mirando desde sus espesuras la torre del Gallo de viento, que se veia á lo lejos allá en el distante estremo del Albaicin bajo la luz de la luna, y en cuyas ventanas se veia el reflejo de una luz.

Bekralbayda creia ver en aquella ventana al príncipe que velaba como ella.

Estaba abstraida, absorta en su amor, cuando un esclavo se acercó á ella, se prosternó, y la dijo con voz humilde:

—Poderosa sultana, la noble sultana Wadah acaba de llegar y desea verte.

—¿Y dónde está la sultana? esclamó con cierta alegría Bekralbayda, porque amaba á Wadah.

—Te espera en tu cámara, señora, contestó el esclavo.

Bekralbayda se encaminó precipitadamente hácia su cámara.

En ella, sentada en el divan que servia de lecho, estaba Wadah, indolente, hermosa, mas hermosa que nunca, y muy sencillamente vestida.

Al ver á Bekralbayda, se levantó, corrió á ella y la besó en la boca.

—¡Oh! esclamó: ¡qué hermosa estás, hija mia! ¡cuánto he sufrido desde el dia en que te sacaron del palacio del Gallo de viento! porque yo te amo, ya lo sabes.

—¡Ah, señora! esclamó Bekralbayda: ¡y vienes á visitar á tu esclava!

—¡Esclava! ¡no! ¡tú no eres esclava! ¡tú eres sultana! escucha; vengo á revelarte un secreto que te va á llenar de placer: el rey...

Bekralbayda palideció.

—¡Oh! ¡y cómo le ama! pensó Wadah conteniendo mal su celosa rabia: el rey piensa casarte... con...

—¿Con quién?... esclamó pálida Bekralbayda.

—Con mi hijo: respondió la sultana.

—¡Con tu hijo! ¡con el príncipe Juzef-Abdallah!

—¿Qué, no te parece bastante hermoso mi hijo?..

—¡Ah! ¡sí! si señora, pero es muy jóven... demasiado jóven.

—¡Ah! ¿tú quisieras para esposo un hombre de la edad de su padre?

—Yo... no... ya es demasiado.

—¡Jóven el uno! ¡el otro viejo!

—¿Pero qué importa eso, señora? ¿por qué ha de pensar el rey en casarme? te equivocas... te equivocas... sultana: yo sé que el rey no quiere casarme con nadie.

—¡Ah! ¡no quiere casarte con nadie! ¡pues mira, yo habia creido!.. el otro dia me dijo: Wadah, estoy pensando en casar á nuestro hijo.—¿Y con quién, señor?—Con una doncella jóven, hermosa, pura, á quien tú conoces.—¿Que yo conozco?—Sí, pero quiero sorprenderte y no te diré su nombre.—Y no me lo dijo: pero al dia siguiente te sacó del alcázar, y te trajo á este otro alcázar: puso junto á tí eunucos, esclavos y guardas... magestad de sultana, y yo... yo creí que era porque te destinaba á nuestro hijo... al príncipe Juzef. ¡Y no amas tú á mi hijo!

—¡Ah, señora! le respeto... pero amarle... no.

—¿Y á quién amas?

—Yo... á nadie.

—¡A nadie!.. ¿y el estado en que te encuentras, pobre niña?

Y la mirada de Wadah se fijó de una manera marcada en Bekralbayda.

La pobre jóven se cubrió el rostro con las manos.

—Ha sido una violencia, una horrible violencia...

—¡Del rey!

—¡Del rey! esclamó asombrada Bekralbayda.

—¿Por qué tiemblas?...

—Has dicho que el rey...

—Es tu amante.

—No; no; y cien veces no.

Wadah habia dejado al fin su continente tranquilo.

Sus ojos arrojaban llamas.

Estaba trémula de cólera.

—¿Pues si no ha sido el rey, quién ha sido? añadió con la voz opaca por los celos y por el ódio Wadah.

—¿Pero qué te he hecho, señora, para que me trates así? esclamó Bekralbayda.

—¿Qué me has hecho? ¿qué me has hecho? ¿Pues no te ama el rey Nazar?

—¡Dios mio!

—¿No eres tú su esclava querida?

—Soy su esclava... sí, es verdad, pero...

—No, tú no eres su esclava: tú eres su señora.

—Yo... ¿pero tú estas loca, sultana?

—¡Loca! ¡loca! ¡sí, es verdad! ¡loca de celos! ¿sabes tú quién soy yo?

—¡Ah! ¡Dios mio! esclamó Bekralbayda levantándose y pretendiendo huir.

Wadah la asió de un brazo y la atrajo á sí:

—¡Socorro! gritó la jóven: ¡socorredme!.. ¡libradme de esta muger!

—Nadie puede oirte: están cerradas las puertas y los que te sirven alejados; nadie te oirá.

—¡Oh! ¡Señor, Señor de misericordia! esclamó la jóven cayendo de rodillas.

—Sí, sí, prostérnate, dijo Wadah; porque así debes estar delante de mí: delante de la esposa á quien has injuriado.

—Yo os juro que no amo al rey.

—Pero él te ama.

—Yo no puedo impedirlo.

—Pero no se ama á los muertos.

—¡Ah! ¡qué dices! ¡pero no, tú no piensas así!.. ¡tú no quieres asesinarme!.. ¿no es verdad? yo no tengo la culpa... no... yo no amo al rey... yo no he sido suya... no puedo ser suya... antes la muerte... no... no puedo ser suya.

—Te obligará.

—¡Oh! ¡no! porque si quiere violentarme, yo le diré: soy amante del príncipe Mohammet: el hijo que llevo en mis entrañas es tu nieto.

—¡Mientes! ¡mientes! ¡quieres salvarte! ¿qué? ¿no te he visto yo perderte en los bosquecillos con el rey?

—Pero yo no tengo la culpa...

—Escucha: en otro tiempo otra muger me disputaba los amores de Nazar... yo maté á aquella muger.

—¡Oh, Dios mio!

—Pero la maté á puñaladas y su sangre...

Wadah se detuvo.

—Yo veo su sangre corriendo siempre delante de mí como un torrente: yo me estremezco de noche y me tapo la cabeza para que no caiga sobre ella la sangre de aquella muger, la sangre de Leila-Radhyah. Yo no quiero ver mas sangre y no te mataré á puñaladas.

—¡Matarme! ¡matarme! ¡pero eso no puede ser! señora... no... yo te amaba...

—¡Que me amabas!

—Sí... como amaría á mi madre.

—¡A tu madre! ¡á tu madre! ¡Oh! yo tenia una hija: una hija que tendria tu misma edad: y aquella miserable Leila-Radhyah la mató... la mató: yo encontré sus ropas ensangrentadas... por eso maté á esa miserable muger que se me presenta todavía á cada paso delante de los ojos, hermosa y pálida como un espectro... por eso la dí de puñaladas: pero á tí no: yo te mataré de modo que no salga fuera de tu cuerpo una sola gota de sangre... no... tú no te presentarás ante mí en mis sueños, en mis soledades, roja de los pies á la cabeza... yo soy sábia... yo conozco las yerbas que matan y las yerbas que enloquecen: mira.

Y mostró á Bekralbayda un frasquito de oro.

—¡Ah! ¿y qué es eso?... esclamó aterrada la jóven.

—Esto... esto es... mira, tú beberás esto.

—Yo... yo no beberé... no... yo resistiré... yo gritaré...

—Resistir... ¿piensas acaso que puedes resistirme?... gritarás... ¿te escuchará alguien? tú beberás...

—¡Oh Dios poderoso!

—Beberás y sentirás entorpecidos tus ojos, pesada tu cabeza... te dormirás y no despertarás... no despertarás... y yo no tendré celos, porque no se ama á los muertos, y Al-Hhamar me volverá su amor.

Bekralbayda miraba fascinada á Wadah.

Wadah se habia replegado en un ángulo del divan como una pantera, y fijaba sus ojos estraviados y escandencidos en Bekralbayda.

—¡Oh! ciertamente que eres muy hermosa... solo he conocido una muger que á tu edad fuese tan hermosa como tú, y esa muger la veia en mi espejo, porque esa muger era yo... pero ella, mi rosa blanca, seria mas hermosa que tú... sí, mas hermosa... y la mataron... ¡la mataron!... yo maté á su asesino, á la infame... á la miserable Leila-Radhyah... ahora tú me robas á Al-Hhamar... ¡has matado el amor que Al-Hhamar me tenia, y morirás... morirás tambien!

—¡Oh! ¡señora! ¡yo no amo al rey! ¡te lo juro! no le amo.... el rey me aterra, me persigue, me enamora... pero yo... yo no puedo amar al rey... yo no puedo ser suya... yo he sido de su hijo... de su hijo, lo entiendes... de su hijo que está perseguido y aborrecido de su padre porque me ama.

Wadah miraba á Bekralbayda con una espresion letal.

La jóven continuó:

—Soy muy desgraciada, dijo, y poco me importaria morir... pero él me ama; él moriria si yo muriese...

—¡El! y ¿quién es él? gritó Wadah levantándose furiosa: ¿quién es el que tú amas y morirá si tú mueres?

—¡El príncipe Mohammet! esclamó con angustia Bekralbayda juntando sus manos.

—¡El príncipe! ¡el príncipe! ¡tú me engañas!

—No; no te engaño: escucha: busca al príncipe, pregúntale: pregúntale á quien ama, el te dirá: yo amo á Bekralbayda.

—¡Ah! ¡no! ¡no! ¡eso no es verdad!

—Sí, sí, pregúntale: ¿ha sido tu esclava Bekralbayda? y él te contestará: pregúntalo á los bosquecillos de la casita del remanso: pregúntalo á las fuentes, á las flores, á la noche silenciosa y oscura y ellos te dirán: nosotros hemos sido testigos de su felicidad, se aman, se aman, y Bekralbayda lleva en su seno la vida de su amor.

—¡Mientes! ¡mientes! gritó Wadah.

—¡Oh! no, no miento; y si defiendo mi vida... espera, espera algun tiempo, sultana; espera que nazca mi hijo, y mátame despues: pero no mates á mi hijo, no... mi hijo es inocente.

—Inocente era tambien mi hija y la mataron.

—¿Pero tienes las entrañas de pedernal? esclamó desesperada Bekralbayda.

—¡Tengo celos! ¡estoy loca! ¡Al-Hhamar me desprecia, y me desprecia por tí!

Y Wadah pálida, terrible, convulsa, adelantó hácia Bekralbayda.

La jóven cayó de rodillas.

—¡Perdon! esclamó: ¡perdon! yo no tengo la culpa.

—¡Bebe! esclamó Wadah con voz ronca asiendo violentamente de un brazo á Bekralbayda y presentándola el frasquito de oro.

—¡No! ¡no! gritó Bekralbayda ronca de terror y de desesperacion rechazando el pomo.

—¡Bebe! repitió con acento mas concentrado y terrible Wadah.

—No, gritó con toda la fuerza de su alma la jóven.

—¡Ah! ¡no quieres beber! ¡será preciso que corra otra vez sangre!

—¡Sangre! ¡piadoso Allah! ¡sangre! gritó Bekralbayda: no, no: tú no serás tan infame: yo no te hecho ningun mal.

—¡Que no me has hecho ningun mal y te ama Nazar, y por tí me desprecia, como me despreciaba por Leila-Radhyah!

Y arrastraba furiosa á la jóven que oponia una resistencia desesperada.

De repente Bekralbayda dió un grito agudísimo; uno de esos gritos que el terror arranca del alma: habia visto brillar un puñal en la mano de Wadah, la muerte en sus ojos.

Pero en aquel momento sonó una voz grave, acentuada, terrible, voz que parecia salir de la eternidad, que contuvo el brazo de Wadah y la hizo temblar.

—¡Wadah! habia pronunciado aquella voz.

Y al mismo tiempo se habia abierto con estruendo una puerta frente á Wadah, y habia aparecido en ella Leila-Radhyah.

Wadah dió un grito horrible, dejó caer el puñal y quedó como petrificada, mirando con estupor, con espanto á Leila-Radhyah.

—¡Ella! ¡siempre ella! esclamó con voz sorda: ¡siempre su sombra ensangrentada!

—Sí, sí, yo soy que vengo á impedir un horrible crímen, dijo Leila-Radhyah con acento solemne.

Y adelantó y asió á Bekralbayda que la miraba asombrada, la levantó en sus brazos y la besó en la boca.

—¡Ah! ¡hija mia! esclamó: ¡pobre hija mia!

—¡Su hija! esclamó Wadah con asombro.

—¡Mi hija! ¡crees que es mi hija! ¡pues bien, mira! dijo Leila-Radhyah.

Y desabrochando rápidamente la túnica de Bekralbayda, la descubrió el hombro derecho y mostró á Wadah un lunar rojo que Bekralbayda tenia sobre el hombro.

—¡Mátala si te atreves! esclamó Leila-Radhyah.

Pasó una espresion de indecible angustia por el semblante de Wadah, su frente se cubrió de sudor, sus ojos se dilataron, se puso la mano sobre el corazon, cayó de rodillas y se abalanzó á Bekralbayda; la abrazó y la besó llorando y riendo.

—¡Mi rosa blanca! esclamó: ¡mi hija!

—¡Tu hija! esclamó Bekralbayda rechazándola: no, tú no eres mi madre: si fueras mi madre, la sangre te lo hubiera dicho, no hubieras querido matarme; ¡mi madre tú!

—¡Sí, sí, yo soy tu madre! esclamó arrastrándose á sus pies Wadah: mírame mírame bien... yo tuve una hija... yo creí que la habian matado... pero




¡mátala, si te atreves!

no... no, eres tú... yo te conozco ahora... ese lunar que tienes sobre el hombro, ese lunar que yo besaba cuando eras pequeñita y te tenia sobre mis rodillas: ¡oh! ¡sí, sí! ¡tú eres mi hija: mi hermosa hija; mi preciosa rosa blanca!

Y abrazaba las rodillas de Bekralbayda que se retiraba constantemente de ella.

—¡Esa muger está loca! dijo Bekralbayda.

—¡Oh! sí, sí, dijo Wadah, he estado loca por tí, hija mia; porque te lloraba muerta: pero he vuelto á encontrarte y ya no estoy loca, no... ¿no es verdad que no estoy loca Leila-Radhyah? ¿no es verdad? díselo tú, díselo, dile que es mi hija... no te vengues de mí porque te maté... yo te maté porque creí que habias matado á mi hija... ¡perdóname! ¡perdóname! ¿qué hubieras tú hecho con la muger que hubiera matado á tu hija?

—Tú no me mataste Wadah: el Dios Unico y Misericordioso no quiso que yo muriese: yo he vivido para ser la madre de tu hija.

—¡Ah! esclamó Wadah levantándose y pasándose ambas manos por la frente como si hubiera pretendido arrancar de su cabeza una vision de sangre; ¿con que no eres un espectro? ¿con que eres tú... tú... la amante de Al-Hhamar viva delante de mí? ¿con que lo que sucedió aquella noche fué un horrible sueño?

—Sueño que ha durado diez y siete años, dijo profundamente Leila-Radhyah; pero yo no sé vengarme, sultana: vete, vete, has querido matar á tu hija sin conocerla, y yo he impedido ese crímen.

—¡Mi hija! esclamó Wadah y lanzó una horrible carcajada: ¡mi hija amante de mi esposo! ¡ah! ¡ah!

Wadah volvia a su locura.

—¡Mi madre! esclamó Bekralbayda volviendo de su sorpresa, ¡es mi madre!

—Sí, tu madre es, dijo Leila-Radhyah.

—¡Y es hijo suyo el príncipe Mohammet! esclamó con espanto Bekralbayda.

—No, dijo el rey Nazar entrando en la cámara: el príncipe Mohammet es hijo de Sobeya mi primera esposa.

—¡Nazar! ¡Nazar! ¡perdóname! ¡perdóname! esclamó Wadah, que tornó por un fenómeno del sentimiento á la razon: perdóname Nazar: yo te engañé; pero yo te amaba... estaba loca por tí... yo te encubrí mi historia, yo te oculté la existencia de la hija de mis entrañas.

—Esto ha sido un sueño, un sueño sombrío, dijo Al-Hhamar.

—¡Un sueño!

—¡Sí! yo no te he conocido Wadah: tú no has existido para mí, vete.

—¡Me arrojas, me arrojas de tí como una esclava! esclamó llorando Wadah.

—No, no te arrojo, dijo el rey Nazar: vivirás en mi alcázar, te servirán esclavos, pero no me volverás á ver.

—¡Oh! ¡no!.. ¡rechazada por mi hija, rechazada por tí... sola y desesperada!.. ¡no... no... Nazar! ¡yo no puedo vivir así!

—Yo soy la que debe desaparecer, dijo Leila Radhyah: quedaos vosotros y sed felices.

—El embajador que ha de anunciar á tu padre que eres sultana de Granada ha partido ya, dijo Nazar.

—¡Sultana de Granada tú, Leila Radhyah! esclamó en el colmo del dolor Wadah; sí, sí, sélo en buen hora, pero yo no lo veré.

Y antes de que ninguno de los que la acompañaba pudiera evitarlo ni impedirlo, apuró el contenido del pomo de oro.

—¡Qué has hecho! esclamó horrorizado el rey Nazar.

—¡Morir! contestó Wadah, arrojándose sobre el divan y cubriéndose el rostro con las manos.

—Esta es la justicia de Dios, dijo una voz sonora á la puerta de la cámara.

Era la voz de Yshac-el-Rumi que entró.

—¡Ah! vienes á tiempo, esclamó el rey: tú eres sábio, tú eres astrólogo: tú encontrarás un medio de salvar á esa desdichada.

—Mira, sultan Nazar, dijo Yshac-el-Rumi, apartando las manos de Wadah de su semblante que estaba pálido é inmóvil.

—¡Muerta! esclamó el rey Nazar.

—Sí, muerta: era necesario que fuesen vengados Leila-Radhyah y Daniel el Bokarí.

—¿Y has sido tú?

—Sí, yo he sido el brazo de la justicia de Dios.

—¡Y tú, tú acaso tambien!... esclamó el rey mirando con ansiedad á Leila-Radhyah.

—¡Oh! ¡no! esclamó horrorizada Leila-Radhyah: ¡yo no se asesinar!

—He sido yo, dijo Yshac-el-Rumi, y salió lentamente de la cámara.

El rey Nazar huyó de ella.

Leila-Radhyah levantó á Bekralbayda y se la llevó consigo.

El cadáver de Wadah quedó allí solo y abandonado.

IV. EN QUE YSHAC-EL-RUMI HACE PENSAR AL REY NAZAR

Pasaron algunos dias.

Wadah habia sido enterrada con toda la pompa que corresponde á una sultana.

La córte del rey Nazar llevó luto.

El mismo dia en que se sepultó á Wadah, apareció en un palo en la plaza de Raab-Abayda en el Albaicin la cabeza del alcaide de los eunucos.

El rey habia llamado á Yshac, y Yshac se le habia presentado.

—Toma mi cabeza, señor, si te place, le dijo: yo he hecho lo que he debido hacer: he cumplido la última voluntad de Daniel-el-Bokarí: le he vengado de esa infame Wadah, he casado su hija con tu hijo; porque tú los casarás sultan, y te he obligado á construir, por tu amor á Bekralbayda, el Palacio-de-Rubíes: además de eso te he devuelto tu amada Leila-Radhyah.

—¿Y si yo hubiese sido amante de la amante de mi hijo? esclamó severamente el rey.

—Yo sabia que Bekralbayda no podia amarte; que no seria tuya sino por la violencia, y que tú eras demasiado noble y grande, para valerte de la violencia contra una débil muger.

—¿Pero si me hubiere enloquecido el amor?

—Yo te he seguido como tu sombra: en el momento preciso yo me hubiera puesto entre tí y Bekralbayda y te hubiera dicho: es la esposa de tu hijo: es la hija de tu esposa.

—¿Y por qué antes no me lo has revelado todo?

—¿Ha podido Wadah concluir de una manera mas justiciera y en que menos parte hubieras tú podido tener en su muerte?

El rey se puso á pasear lentamente por su cámara.

—Has jugado imprudentemente con el leon, dijo.

—Toma mi cabeza, señor, en buen hora: pero tómala despues que yo haya visto á Bekralbayda esposa de tu hijo: á Leila-Radhyah esposa tuya.

—Tu cabeza me hace suma falta, dijo el rey alzando á Yshac que se habia prosternado á sus pies.

—No en vano te llaman los tuyos el justo y el magnífico; esclamó Yshac.

—No se, no se, si soy bastante justo dejando de castigarte: pero á tí debe mi hijo una esposa noble, pura, digna de él: á tí debe mi Granada, el alcázar que construyo, y yo en fin te debo el amor de mi alma: la muger á quien nunca debí haber abandonado, la hermosa sultana Leila-Radhyah. No me atrevo, pues, á tocar á tu cabeza.

—Tú eres grande y justo, repitió Yshac.

—Mañana dijo el rey, se harán en el alcázar dos bodas; consulta las estrellas, Yshac.

—Las estrellas son mudas, dijo el anciano.

—¡Mudas! sin embargo, tú me has hablado en nombre de ellas.

—Me preguntaba tu supersticion.

—¿Es decir que la astrología es mentira?

—Pregunta á un astrólogo cuando vá á morir.

—Tú me has contado cosas maravillosas.

—Era necesario usar contigo de todos los medios para llegar al punto donde hemos llegado.

—Me has contado la historia maravillosa del rey Abuz-Aben-Huz el sábio.

—Ha sido un cuento inventado por mí.

—¿Y el buho, ese terrible buho que me persigue?

—En Granada hay muchas torres, y en sus mechinales anidan muchos buhos: es muy fácil encontrar de noche esas alimañas.

—¿Con que es decir, que la ciencia es mentira?

—Sí; la ciencia, que quiere soberbia y vana sobreponerse á la voluntad de Dios, que ha querido que el hombre no conozca mas que lo que pueda conocer, es una mentira y un pecado.

—¡Seria necesario, pues, castigar á los astrólogos!

—No seria prudente, porque el vulgo los cree inspirados por Dios, y te demandarian de impiedad.

—Déjame solo, dijo el rey que se habia quedado profundamente pensativo.

Yshac salió.

El rey continuó paseándose por su cámara.

—¡Con que la ciencia de lo infinito es una mentira! ¡con que solo Dios conoce lo oculto! esclamó el rey: y sin embargo, nos dejamos arrastrar por las imágenes de la astrología; ¡con que es decir que el hombre camina á tientas por un sendero de tinieblas al borde de un abismo, y solo la virtud puede servirle de guia segura é impedirle que caiga! No sé qué pensar de ese Yshac: su mirada erraba sombría cuando hablaba conmigo; parecia poseido de una tristeza profunda y de una aguda desesperacion. Y sin embargo, no se por qué desconfio de él: hasta ahora no me ha hecho mas que bien.

El rey siguió paseando.

De repente se detuvo y llamó á su wacir.

Presentóse el anciano.

—Irás á las habitaciones de la sultana Bekralbayda.

—Iré señor.

—La dirás que tú, sabiendo que ama al príncipe Mohammet, quieres conducirla á su prision.

—¿Y la conduciré?

—Sí; esta noche.

—¿Y cuánto tiempo permanecerá allí la sultana?

—Déjalos solos y avísame.

El wacir se inclinó y salió.

El rey Nazar atravesó algunas cámaras, llegó á una puerta y la abrió.

Una muger se arrojó en sus brazos.

Aquella muger era Leila-Radhyah.

V. CELOS Y MISTERIO

Era la media noche.

El príncipe Mohammet velaba en su alto calabozo de la torre del Gallo de viento.

La veleta rechinaba.

Sin embargo, la lanza del caballero no se fijaba en ningun punto.

El príncipe, para entretener su tristeza, leia los amores del poeta cordobés, Abu-Amar, que tenian mucha semejanza con los suyos.

De tiempo en tiempo se asomaba á una ventana y miraba á un ángulo del patio á un ajimez donde se veia el reflejo de una luz y delante de aquel reflejo una sombra de muger.

Pero una de las veces que el príncipe miró á aquel ajimez, le encontró oscuro.

Pasó algun tiempo, y el ajimez permaneció abandonado.

Al fin, vió luz en la galería inferior y aparecieron una muger que iba enteramente cubierta con un velo, acompañada de un anciano que la alumbraba con una lámpara.

A pesar de ir tan cuidadosamente encubierta la dama, el príncipe la reconoció.

—¿A dónde irá á estas horas y acompañada de un viejo Bekralbayda? esclamó con celos y con rabia.

La muger y el viejo atravesaron el patio y desaparecieron por otra parte de la galería.

El príncipe continuó abstraido en la ventana.

Poco despues se oyó un ligero ruido en la escalera de la torre.

Luego la llave de los cerrojos de la compuerta.

Al cabo la compuerta se alzó, y apareció una muger.

Volvió á caer la compuerta y la muger quedó sola é inmóvil aunque estremecida delante del príncipe.

El príncipe creyó reconocerla de nuevo y la arrancó el velo.

No se habia engañado.

Era Bekralbayda, pero de luto.

A causa de la sencillez de su trage, estaba mas hermosa.

El príncipe fué á arrojarse en sus brazos.

—Detente, dijo ella, la desgracia nos separa.

—¡La desgracia! esclamó el príncipe.

—Sí; tu padre no consiente en nuestra union.

—¡Ah! esclamó el príncipe; me habia olvidado, es verdad.

—Y... ¿qué es verdad?

—Tú no puedes ser mi esposa, porque...

—¿Por qué?

—Yo te he visto perderte con mi padre en los bosques de los jardines.

—¿Y has creido acaso?

—Yo sé que mi padre te ama.

—Sí, es verdad; el rey Nazar me ama.

—Cúmplase la voluntad de Dios.

—Pero yo no he sido del rey Nazar.

—¡Ah! ¡tú me engañas!

—Dios no ha permitido que yo sea del rey Nazar, porque no ha querido que se cometan dos crímenes.

—¡Dos crímenes!

—Yo hubiera muerto de vergüenza y dolor si el rey Nazar me hubiera hecho suya por la violencia; y el rey Nazar haciéndome suya hubiera cometido un incesto.

—¡Un incesto!

—Sí, ¿no vés mi luto?

—¡Ese luto!

—Este luto es por mi madre.

—¡Por tu madre! ¿y quién es tu madre?

—La sultana Wadah.

—¡La sultana Wadah! ¡la esposa de mi padre!

—Sí.

—¿Eres acaso mi hermana?

—No: Dios no lo ha querido.

—¿Pero si eres hija de la sultana Wadah...?

—Yo habia nacido antes de que el rey Nazar conociese á mi madre.

—¡Ah! ¿y sabe el rey mi padre que tú eres hija de su esposa?

—Sí.

—¡Ah! de modo que...

—Sí... sí... el rey Nazar no me perseguirá mas; pero...

—Te encerrará, te guardará, tendrá celos...

—¿Tendrá celos de tí?

—¡De mí! ¡Dios mio! yo sabia que mi padre te amaba, y aunque en los primeros momentos he tenido celos, despues estos celos me han horrorizado: mi padre es mi señor, yo soy su hijo y su siervo: él puede hacer de mí y de lo mio lo que mejor quiera: yo no puedo dejar de amarle y respetarle.

—Por lo mismo, Mohammet, yo he aprovechado la buena voluntad de un wacir de tu padre que se ha brindado á traerme aquí.

—¿Y para qué vienes?

—Para decirte que es necesario que me olvides.

—¿Me olvidarás tú?

—¡Ah! esclamó Bekralbayda.

Y se echó á llorar.

—Tu padre te tiene preso por mi amor: añadió la jóven.

—Mi padre me matará quitándome tu amor: esclamó el príncipe.

—Hemos nacido muy desgraciados.

—Que se cumpla la voluntad de Dios.

En aquel momento se oyeron en las escaleras pasos de muchos hombres armados.

—¡Oh! ¡Dios poderoso! esclamó el príncipe, viene gente á mi prision y es necesario que te ocultes.

—¡Que me oculte! ¿y dónde?

—¡Ah! es verdad, esclamó con desesperacion Mohammet, cúbrete con tu velo.

Bekralbayda se cubrió precipitadamente.

Poco despues se oyeron los cerrojos de la compuerta que se abrió.

Apareció un walí, que se prosternó ante el príncipe.

—¿Qué quereis? le dijo este.

—El poderoso y magnífico sultan tu padre me manda llevarte á su presencia con las personas que se encuentren contigo.

—¿Lo manda así el sultan?

—Así lo manda.

El príncipe se encaminó á las escaleras y las bajó resueltamente.

Bekralbayda le siguió.

Tras él iban el walí y los soldados silenciosos.

Cuando estuvieron en la parte del alcázar habitada por el sultan Nazar, el walí abrió la puerta de una cámara donde dejó solos al príncipe y á Bekralbayda.

VI. MISTERIOS

Aquella cámara era de las mas bellas del palacio del Gallo de viento.

Un ancho divan de seda y una lámpara velada convidaban al reposo.

Búcaros de flores se veian por todas partes.

Braserillos de oro quemaban deliciosos perfumes.

A lo lejos, entre el silencio, se oia una guzla á cuyo son cantaba una voz de muger una cancion de amores.

El príncipe y Bekralbayda estaban de pié en medio de la cámara.

Esperaban.

Pero pasó el tiempo... mucho tiempo y nadie apareció.

Bekralbayda se sentó, al fin cansada, en el divan.

El príncipe fué á apoyarse en silencio en el alfeizar de un ajimez.

No se atrevian á acercarse ni á hablarse por temor de ser oidos y escuchados.

Pasó la noche y llegó el alba.

El príncipe oyó el ruido de los añafiles y de las atakebiras que despertaban á los soldados del rey Nazar.

Poco despues vió pasar bajo el ajimez caballos magníficamente enjaezados, esclavos deslumbrantemente vestidos, banderas y soldados.

—¿Qué fiesta irá á celebrarse hoy? pensaba el príncipe al ver todo aquello.

Bekralbayda, que no habia dormido, oia tambien todo aquel tráfago y se maravillaba.

De repente se abrió la puerta de la izquierda de la cámara y apareció el nuevo alcaide de los eunucos.

—Poderosa sultana, dijo prosternándose ante Bekralbayda, ven si quieres á que tus esclavas engalanen tu hermosura.

—¿Lo manda el sultan?

—El esclarecido y magnífico sultan Nazar quiere que arrojes de tí la tristeza, luz de los cielos.

—Cúmplase la voluntad del señor: dijo Bekralbayda y se levantó y siguió al alcaide de los eunucos.

El príncipe vió salir á Bekralbayda con inquietud.

En aquel punto se abrió la puerta de la derecha y apareció el alcaide de los esclavos de palacio.

—Poderoso príncipe y señor, dijo prosternándose, ven si te place á que tus esclavos te cubran de las vestiduras reales.

El príncipe salió.

La cámara quedó desierta.

Fuera crecia á cada momento el ruido de las gentes de armas, de las pisadas de los caballos, y del toque de añafiles y timbales.

Asomaba por el oriente un sol esplendoroso y todo anunciaba un gran dia.

VII. EL PERGAMINO SELLADO

Aun no habia acabado de levantarse el sol sobre la cumbre del Veleta, cuando el rey Nazar departia mano á mano con Yshac-el-Rumi.

—Estoy satisfecho de ellos, le decia, y soy feliz.

—¡Ah señor! tú has nacido para la gloria y para la fortuna: esclamó Yshac tristemente.

—¿Paréceme que te pesa de mi felicidad? dijo con recelo el rey.

—¡Ah! no, no señor: es que soy tan desgraciado que la alegría me entristece, y hoy hasta el dia es alegre.

Hubo un momento de silencio:

—Pero esto no importa, continuó Yshac; lo que yo queria lo he conseguido, Leila-Radhyah y Bekralbayda son felices; ¿qué mas puedo yo desear?

—A propósito, es necesario que vayas á traer á Bekralbayda; el camino es por aquí.

Y el rey abrió una puerta secreta.

Cuando salia Yshac, entraba por otra puerta una muger magnífica y resplandeciente: era Leila-Radhyah.

—¡Ah! ¡luz de mis ojos! esclamó el rey: al fin luce para nosotros el dia de la felicidad.

—Y para nuestros hijos tambien.

—¡Oh! ¡y cuán lejos está de sospechar su ventura mi hijo!

—¡Y cuán digno es de ser feliz! ¡pobre niño! tres meses encerrado con su amor y su desesperacion en aquella torre.

—Eso le hará mas querido á su esposa, y le enseñará á respetar mas mis órdenes; pero ve, ve tú por él, vida de mi vida: quiero que tú seas quien me le traiga á mis pies para que le perdone.

Leila-Radhyah sonrió de una manera enloquecedora, lanzó un relámpago de amor de sus negros ojos al rey, y desapareció por una puerta.

Al-Hhamar el magnífico, sacó entonces de un arca un pliego cerrado y le puso en una bandeja de oro sobre una mesa.

Pasó algun tiempo, y al fin aparecieron por dos puertas distintas Leila-Radhyah, trayendo de la mano al príncipe Mohammet; Yshac-el-Rumi, llevando del mismo modo á Bekralbayda.

Al verse los dos jóvenes delante del rey, palidecieron y temblaron.

No sabian lo que iba á ser de ellos.

El rey adelantó hácia Bekralbayda, la besó en la frente, la asió de la mano y la llevó hasta su hijo, á quien abrazó.

—Tú amas á Bekralbayda, dijo el rey Nazar al príncipe Mohammet.

El príncipe bajó los ojos, creció su palidez y mirando al fin á su padre con temor le dijo con acento trémulo:

—Tanto la amo, que por ella he provocado tu enojo, señor.

—Y tú, tú tambien amas al príncipe mi hijo, Bekralbayda.

—El destino ha querido que sea suya mi alma, contestó Bekralbayda.

—Tú, dijo el rey Nazar dirigiéndose á su hijo, has tenido celos de tu padre.

—¡Ah señor! murmuró el príncipe.

—Y tú, añadió el rey, volviéndose á Bekralbayda te has creido amada por mí.

Bekralbayda calló.

—Es verdad dijo el rey que yo he buscado tus amores.

Leila-Radhyah palideció intensamente al oir esta confesion del rey y dió un paso hácia adelante.

—Pero antes de pedirte amores, continuó el rey Nazar, escribí lo que se contiene en ese pergamino que está cerrado sobre esa bandeja y sellado con mi sello. Tú Bekralbayda escribiste tu nombre sobre el pergamino cerrado ¿le conoces?

El rey tomó el pergamino y le mostró á Bekralbayda.

—Sí señor, dijo la jóven, este es el pergamino que tú escribiste la primera vez que hablaste conmigo, que cerraste y sobre el cual me mandaste escribir mi nombre.

—¿Recuerdas esta circunstancia, Yshac-el-Rumi? añadió el rey volviéndose al viejo.

—Sí señor, dijo este, tú escribiste ese pergamino y le sellaste y mandaste que pusiese sobre él su nombre á Bekralbayda, la primera vez que hablaste con ella.

—Rompe el sello de ese pergamino, Bekralbayda, desenróllale y léele en alta voz.

La jóven obedeció, desenrolló el pergamino y leyó con voz trémula lo siguiente:

«He conocido una doncella blanca de ojos negros.

Es hermosa como las huríes que el Señor promete á sus escogidos, y pura como la violeta que se esconde entre el cesped á la márgen de los arroyos.

Mi hijo primogénito, el príncipe Mohammet Abd-Allah, mi sucesor y mi compañero en el gobierno de mis reinos, la conoce tambien y la ama.

Por ella ha desobedecido mis órdenes, ha dejado abandonadas en el castillo de Alhama mi bandera y mis gentes de guerra, y se ha venido á Granada enloquecido de amor.

Yo debo castigar al príncipe y le castigaré.

Pero yo tambien debo hacer su felicidad y procuraré hacerla.

Ama con toda su alma á Bekralbayda.

Bekralbayda será esposa de mi hijo si es digna de su amor.

Yo rodearé á Bekralbayda de cuantas seducciones pueden enloquecer á una muger.

Me fingiré enamorado de ella.

La ofreceré mis tesoros, y si esto no bastare, la ofreceré mi trono.

Si resistiere á esto, procuraré aterrarla.

Si Bekralbayda no resiste á la ambicion, la alejaré de mi hijo.

Porque una muger que ama, y que ha pertenecido á otro hombre debe despreciarlo todo por el hombre de su amor.

Si resistiere á la ambicion y sucumbiere al miedo, la apartaré tambien de mi hijo, porque una muger que ama, debe morir antes que ofender al hombre de su amor.

»Pero si Bekralbayda conservare la fé que ha jurado al príncipe mi hijo, á pesar de mis dádivas, de mis promesas y de mis amenazas, será esposa del príncipe, porque será digna de él.

Yo por mí mismo pondré á prueba la virtud de Bekralbayda, porque tratándose de la felicidad de mi hijo, de nadie me fio mas que de mí mismo.

Despues de haber adoptado esta resolucion he escrito esta gacela, que enrollaré y sellaré, y sobre la cual pondrá Bekralbayda su nombre.

De este modo, ya la entregue á mi hijo, ya la separe de él, podré hacerla comprender cuáles han sido mis intenciones al pedirla amores, y no podrá dudar de mi nobleza y de mi fé como caballero y como rey.»

Bekralbayda habia leido lentamente y con acento trémulo este escrito; durante su lectura el corazon del príncipe y de la sultana Leila-Radhyah habian latido violentamente.

—Ya lo habeis oido, dijo el rey: necesitaba saber si Bekralbayda era digna de mi hijo, y la he sujetado á grandes pruebas: Bekralbayda ha salido de ellas victoriosa: Bekralbayda es la esposa de mi hijo.

Y asiendo á la jóven de la mano, la arrojó en los brazos del príncipe.

Los dos jóvenes se arrojaron á los pies del rey Nazar, llorando de alegría.

Leila-Radhyah lloraba tambien.

Yshac-el-Rumi, estaba pálido, trémulo, con la vista fija en el suelo.

En aquel momento resonó fuera una alegre música, y luego alto alarido de trompetas y ronco doblar de timbales y atambores.

—Ha llegado la hora, dijo el rey Nazar: hoy serán las bodas del sultan de Granada con la noble y hermosa sultana Leila-Radhyah, y las de su hijo el príncipe Mohammet, con el sol de los soles la sultana Bekralbayda.

Y asiendo de la mano á Leila-Radhyah, salió de la cámara, seguido de su hijo y de Bekralbayda, á los que seguia con paso lento y á alguna distancia con la cabeza inclinada Yshac-el-Rumi, que murmuraba en acento ininteligible:

—¡Todos son felices! ¡todos menos yo!

VIII. EN QUE SE DA FIN Á ESTA MARAVILLOSA HISTORIA

Y hubo aquella noche zambra en el alcázar en celebridad de aquellas dobles bodas, y durante ocho dias justas, sortijas, toros y cañas en Bibarrambla.

Se dieron cuantiosas limosnas á los pobres, y se pusieron en libertad centenares de cautivos.

Todo el mundo estaba alegre.

Granada disfrutaba de una paz inalterable bajo el justo y sábio dominio del sultan Nazar; crecia en comercio y en industria, y por lo tanto en riqueza, y en aquellas alegres y felices bodas veian los súbditos de Al-Hhamar el augurio de nuevas prosperidades.

Solo un hombre asistió triste y silencioso á aquellas bodas, á pesar de que el rey le habia honrado y favorecido nombrándole wacir y concediéndole grandes mercedes.

Aquel hombre era Yshac-el-Rumi.

Terminadas las fiestas, Yshac desapareció sin despedirse del rey ni de Leila-Radhyah, ni del príncipe ni de Bekralbayda.

En vano el rey movido de piedad, porque creia comprender la causa de la desaparicion de Yshac, ofreció una fuerte cantidad al que le encontrase.

Nadie supo lo que habia sido de él.

Entretanto la construccion del Palacio-de-Rubíes continuaba.

Nazar le habia dado su nombre.

Aquel alcázar que prometia ser maravilloso, se llamaba la Alhambra.

Al-Hhamar habia terminado la Alcazaba que mira al occidente, donde se levantan aún la torre de la Vela, la del Homenage y los Adarves; la plaza de las Cisternas, colocadas entre el muro interno de la Alcazaba y la fachada principal del alcázar, y toda la parte de este, desde la plaza de las Cisternas (hoy de los Algibes) hasta la torre de las Siete Bóvedas, y la de las Infantas; lo restante del recinto crecia: levantábanse ya sobre la ladera del monte los muros de Djene-al-Arife, mas arriba los del castillo de la Silla del Moro, mas allá, en el cerro del Sol, los del palacio de los Alijares, y por último, sobre la colina de Al-Bunets (hoy de los Mártires), crecian los muros del recinto de las Torres Bermejas.

Pero Al-Hhamar no pudo ver terminado su alcázar; solo habia visto parte de él: la torre del Juicio; la parte en que hoy se alza el palacio del emperador Cárlos V; la gran mezquita en cuyo mirab habia ocho columnas con capiteles de oro, en cuyo lugar se levanta hoy la iglesia de Santa María; la mezquita del palacio que aun se conserva; el patio del Mexuar ó del Consejo (hoy del Estanque ó de los Arrayanes); la sala de Comares y el Mirador de la sultana.

Los demás retretes, cámaras, patios, jardines y departamentos estaban únicamente comenzados, trazados, preparados, pero en embrion.

Sus nietos debian terminar aquella maravilla.

Su hijo, su nieto y su biznieto continuaron lentamente su construccion.

Su tercer nieto Ismail Abul-Walid concluyó el delicioso palacio del Generalife; por último, su cuarto nieto Juzef-Abul-Hhedjadj, vió al fin completo aquel acrópolo inmenso que cubria cuatro montes, compuesto por la Alhambra, por el Generalife, por el palacio de la Silla del moro, por el de los Alijares y por las Torres Bermejas.

Por el año de la Hegira 650, durante la luna de Xawan, unos labradores trajeron al rey Nazar, que ya contaba sesenta años, una caja de lata cerrada, sobre la cual se leia.

«Solo el poderoso sultan Nazar ó su hijo, si ha muerto, cuando se encuentre esta caja deben ver, so pena de traicion de quien la encuentre, lo que en ella se contiene.»

Aquella caja se habia encontrado en lo profundo de una gruta del rio Darro, cuya entrada correspondia á un ensanchamiento en que habia un remanso, entre las ropas podridas de un esqueleto humano.

El rey Nazar mandó abrir aquella caja, y dentro se encontró un pergamino muy bien conservado, en que se leia lo siguiente:

«Yo amaba con toda mi alma á la sultana Leila-Radhyah.

Pero jamás conoció esta mi amor.

Leila-Radhyah amaba á un poderoso rey.

Yo la vengué de su enemiga, cuya sombra lívida acompaña á mi espíritu condenado, y la entregué al rey á quien amaba y la hice dichosa.

He cumplido la última voluntad de Daniel-el-Bokarí: su hija será sultana y el Palacio-de-Rubíes se levantará sobre cuatro montes.

Pero no he podido sobrevivir á mis celos.

No he podido ver á Leila-Radhyah entre los brazos de otro hombre.

He preferido la muerte, y un tósigo me ha abierto las puertas de la region de las sombras.

Para que se sepa cuánto he amado á Leila-Radhyah, y cuánto he sufrido por ella; para que se sepa hasta qué punto me he sacrificado por cumplir el último y ardiente deseo de mi único amigo, dejo escrito este pergamino que algun dia se encontrará sobre mi cadáver.==Yshac-el-Rumi.»

El rey se enjugó una lágrima y mandó poner en un sepulcro de mármol los restos de Yshac-el-Rumi con esta inscripcion.

«En el nombre de Dios piadoso y misericordioso: el sultan Nazar á los restos del mártir del amor y de la amistad. Que Dios, el Altísimo y Unico tenga compasion de su alma.»

El Mirador de la sultana permaneció cerrado y deshabitado mientras vivieron los que tenian memoria de la desastrosa muerte que habia sobrevenido en él á la terrible sultana Wadah.

Hay quien cree que durante las oscuras noches de tormenta se ven vagar dos sombras blancas y diáfanas que exhalan de sí una claridad ténue, mate y pálida, por las galerías del Mirador de la sultana, precedidas de un buho que vuela lentamente en derredor de las columnas.

¿Serán las sombras de la sultana Wadah y de Yshac-el-Rumi? ¿de la víctima y del verdugo?

¿Será aquel buho Abu-al-Abu?

¿Será, en fin, todo esto una ilusion causada por una tradicion romancesca?

Nosotros, sin embargo, conociendo la tradicion hemos entrado algunas noches en las galerías del Mirador de la sultana, cuando la tempestad rugia en el espacio: ninguna sombra, ningun buho hemos visto, mas que las blancas columnas que aparecian un momento á la fugitiva luz del relámpago.

¿Será acaso que la tradicion haya mentido, ó que al coronar la cruz, las cúpulas de la Alhambra, hayan desaparecido de ella fantasmas y encantamentos, quedando solo y abandonado el Mirador de la sultana?






LEYENDA III. EL ALMA DE LA CISTERNA

Nos hemos propuesto relatar á nuestros lectores todas las maravillosas leyendas de las tradiciones árabes de la Alhambra.

Revolviendo un dia unos antiguos papeles encontrados en un desvan en una casa del Albaicin, hallamos uno que se decia traslado del arábigo al romance, de una historia árabe en que se esplicaba la causa por qué de tiempo en tiempo durante la noche, solia oirse un tristísimo suspiro saliendo por los brocales de los algibes de la Alhambra y muy semejante al gemido de un espíritu condenado.

La traduccion, aunque pesada y hecha bajo el mal gusto literario de la mayor parte de los prosistas españoles del siglo XVII, es tan bella en el fondo, tiene tal sabor oriental, que no hemos podido resistir al deseo de intercalarla entre las leyendas tradicionales é históricas referentes á la Alhambra.

Es un asunto fantástico; en él figuran hadas, conjuros y encantamentos, y aunque es un tanto embrollado y oscuro nosotros hemos procurado darle claridad.

Este cuento ha sido inspirado sin duda á algun poeta moro por la Alhambra, porque los árabes siempre buscan á las cosas que les impresionan por bellas ó por terribles un orígen maravilloso.

Antes de empezar á trascribir el cuento que llamaremos El alma de la cisterna, debemos describir esta cisterna que aun existe hoy con el nombre de los Algibes de la Alhambra.

Son estensísimos, como que ocupan todo el terreno comprendido entre la Alcazaba, y el lugar donde empezaban los muros de la fachada del alcázar, en un espacio como de cien pasos de anchura y trescientos poco mas ó menos de longitud.

Se componen de dos arcadas sostenidas en el centro por dos hileras de pilares, y se baja á ellos por dos escaleras situadas á sus dos estremos.

Junto á la escalera del estremo que mira al Albaicin están los dos anchos brocales por donde se saca el agua.

El techo es muy elevado y el muro interior por la continuacion del contacto del agua durante centenares de años, está cubierto de un fuerte revestimento de risco.

Conocidos los algibes, veamos la tradicion árabe fantástica que los supone habitados por un espíritu maldito.

En los primeros tiempos de la Hegira, cuando Mahoma estendió el conocimiento del Dios Altísimo y Unico entre su pueblo, el cielo de Granada no era tan resplandeciente, ni su tierra tan fértil como ahora; su cielo era de color de plomo, cargado continuamente de oscuros nublados; en sus vastos eriales solo crecia el espino y el cardo silvestre, y en las altas y peladas crestas de sus sierras, jamás se vió blanco manto de nieve, ni corrió por sus vertientes raudal fecundador: era una tierra muerta, azotada por furiosos huracanes y el fuego de Dios brotaba por entre las anchas grietas de sus montañas volcánicas.

Pasaban sobre ella, forzando su vuelo, las viajeras golondrinas que huyendo del invierno se lanzaban de Gecira-Alandalus á las costas de Africa, y nadie la habitaba, sino los moradores de Gebel-Elveira, que sufrian la esterilidad de la tierra y la tiranía de los godos, y habitábanla solo acaso porque el poderoso Allah ha dispuesto que no haya tierra sobre la que no fije el hombre la huella de su planta.

Tierra de muerte era para las razas dominadoras de Gecira-Alandalus, y la sangre de las batallas habia enrogecido muchas veces sus secos campos y sus peladas crestas.

Y nunca el caliente aire del estío habia oreado en ella las espigas de las mieses, ni las auras de la primavera habian volado entre la blanca y aromática flor de sus almendros.

Por aquellos tiempos existia ya la vieja torre, que se levanta hoy en el estremo occidental de la Colina Roja y delante de ella una profunda cisterna construida por los romanos.

Es tradicion que salian de la cisterna profundos gemidos, que bramaba en su seno haciendo retemblar la tierra un viento impetuoso, y que todas las noches salian de las oscuras bocas de aquel infierno, sombras medrosas que vagaban sobre la colina, y danzaban y flotaban en los aires bajo el rayo sombrío de una luna sangrienta, dejando oir tristes cantos de amor desesperado, y largos y profundos gemidos.

Nunca tornó á su tienda ó á su hogar cazador imprudente ni errante peregrino, que durante las sombras se atreviese á poner su planta sobre la Colina Roja, ni nadie, durante las horas mas claras del dia, asomó la frente á cualquiera de los profundos brocales de la cisterna sin que fuese tragado por él.

Y desaparecieron ginetes y guerreros, y damas y doncellas, y poderosos señores y ruines esclavos, y llegó á inspirar tal horror la cisterna maldita, que ningun mortal, ave ó fiera, se aventuró á pasar junto á ella sino á la distancia de una legua á la redonda.

Cuentan antiguas historias, que por los tiempos en que los romanos dominaban á Gecira-Alandalus, esta tierra era tan rica de fuentes y de verdor como ahora, sombrios bosques cubrian su tierra, y las amantes palomas anidaban en las grietas de las rocas sobre los frescos manantiales.

Y la ciudad, tendida hoy allá á lo lejos en ruinas sobre la peñascosa Gebel-Elveira, era rica y floreciente y venian á ella gentes de todas las naciones y la enriquecian dejándola su oro á trueque de sus mercaderías.

Y entre los estranjeros vino un hombre mago, y corrió la tierra, y fundó la torre que aun hoy existe en la parte occidental de la Colina Roja, y la cisterna para proveerla de agua, valiéndose de la alquimia para pagar á los alarifes romanos que construyeron la cisterna y la torre; y en lo mas alto de la torre labró un aposento hecho con tal virtud, que á través de una abertura de su bóveda, se veian de dia claro las estrellas.

Desde entonces empezó á decaer el comercio de Elveira, y sus mugeres, antes puras y honestas, se entregaron á la licencia y al desenfreno, y los hombres faltaron á sus pactos y volvieron unos contra otros sus armas, y la miseria y el hambre les afligieron como un azote de Dios.

El mago causador con sus conjuros de tantos males era un réprobo vendido á Satanás y la tierra sobre la cual habia puesto sus plantas, habia sufrido un terrible castigo.

Y este hombre á quien Satanás habia dado su poder, quiso en su soberbia ser como Dios, y vivir con los tiempos y gozar de cuanto alumbra el sol en la tierra y en los aires, y pensó edificar un palacio mágico, cuya hermosura atrajese á todas las gentes, comparable solo al jardin de Hiram, y en el cual hubiese un pozo de aguas tan milagrosas como las del pozo Zemzem.

—Yo fundaré, dijo, un palacio maravilla de las maravillas, y le enriqueceré con todas las hermosas flores que Dios crió, y regaré estas flores con aguas olorosas; y arderán en el palacio dia y noche aceites aromáticos en lámparas de oro, y sobre sus pavimentos de pórfido pondré alfombras de resplandores, y envolveré sus muros y sus cúpulas en un blanco velo de suaves perfumes, y arrancaré para que le habiten, sus hadas al quinto cielo, y á él vendrán las mugeres mas hermosas del mundo, y sus mesas se cubrirán con los manjares mas esquisitos, y me alhagarán los mas hermosos sueños, y tal será el paraiso que yo haga para mí sobre esta tierra, que me mirarán con envidia los arcángeles del sétimo cielo.

Y el mago encendió sus hornillos, y sacó del jugo de yerbas estrañas filtros poderosos y escribió con ellos sobre pieles de serpiente signos cabalísticos formando terribles conjuros, y evocó á las hadas del quinto cielo, y cuando las vió ante sí, adoró su propio poder, sin alcanzar en su ciencia, ciego por su soberbia, que no hay poder que no venga de Dios, ni obra que no sea obra de su voluntad.

Cuando el mago vió en torno de sí á las hadas, repitió sus conjuros, y el palacio mágico se levantó sobre la Colina Roja, y las hadas fueron á esconderse en sus retretes, en sus jardines, en sus cúpulas y en sus estanques.

Entonces el mago fué á la cisterna que estaba á las puertas del palacio y la conjuró tambien.

Sus aguas se hicieron mágicas, é infiltraban en quien las bebia pensamientos impuros; les hacia olvidarse de su alma por los placeres de su cuerpo, y el mago llegó á ser un ídolo adorado por cuantos atraidos por la fama del palacio maravilloso, venian á la Colina Roja, y abrasados por la sed bebian el agua de la cisterna maldita.

Y así pasaron muchos años hasta la venida de Mohamet-ebn-Abd-Allah á difundir la luz de la verdad y el conocimiento de la ley alcoránica entre el pueblo de Ismael.

Moraba en aquel tiempo en las llanuras del Yemen un Ismaelita, hombre de gran ciencia y virtud.

Bajo su tienda de pelo de camello, encontraba hospitalidad el peregrino, pan el pobre, remedio á sus dolencias el enfermo; la bendicion de Dios era sobre su raza, y sus innumerables rebaños, jamás eran acometidos por las panteras, ni robados por los errantes árabes del Hedjaz.

Nadab, que este era el nombre del justo, no dejaba ningun dia de bendecir á Dios por sus beneficios, y nunca dejó de prosternarse y de adorar su omnipotencia, cuando el sol aparecia tras la alborada, ó cuando se dejaba ver el lucero de la tarde precediendo á la noche.

Y era muger de Nadab, Sarah, y de ella habia tenido una hija única que habia consagrado á Dios, llamándola Yémina.

Y Yémina creció y con los años su hermosura llegó á ser maravillosa y á medida que su edad avanzaba era mas y mas lozana su juventud, mas tersa su frente, mas radiantes sus ojos, mas frescas sus megillas y mas húmedos y sonrosados sus lábios.

Nadab, que adoraba á su hija, y empezaba á olvidarse por ella de su adoracion á Dios, dejó de ser pastor nómada, vendió sus rebaños, abandonó las llanuras del Yemen y subió á las montañas del Hedjaz, sobre una de las cuales fabricó un bello palacio, adoptó la religion del Islam para poder ser rey de los pueblos comarcanos y lo fué, vertiendo su oro entre los xeques de las kabilas cercanas.

Hacia esto por Yémina; por ella se habia olvidado de Dios; por ella habia querido ser rey, y lo era para que Yémina fuese princesa.

Y corrió la fama de la hermosura de Yémina, y poderosos reyes de paises lejanos fueron al palacio de su padre á ofrecerla ricos presentes y á demandarla por esposa; pero ella no sentia el amor y rechazaba los presentes y se negaba á las pretensiones.

Y se tornaban los mensageros con los ricos regalos, y Yémina se mostraba cada dia mas jóven, mas hermosa y mas agena al amor.

Nadab llegó, al fin, por el amor de su hija á la idolatría, olvidándose de la ley de Dios, y lo que era peor, despreciándola; adoró á su hija, y levantó en su reino su estátua de oro, ante la cual hizo sacrificar víctimas segun el uso hebreo.

Y su impiedad trajo sobre él la justicia de Dios.

Ofendidos los reyes que habian sufrido la repulsa de Yémina, vinieron con poderosas huestes sobre el reino de aquel hombre, hecho rey por su soberbia y por sus tesoros, le acometieron, le vencieron y solo por permision de Allah, que le tenia reservado para otros fines, pudo salvarse con alguno de los suyos, pobre, disfrazado de pastor, llevando consigo á Yémina sobre un camello.

Y así, curando él enfermedades malignas y diciendo el horóscopo, viviendo de limosna y perseguido siempre do quiera que ponia la planta, atravesó el Africa y llegó al estrecho de Gebal-Tarik donde se vió detenido por el mar, sin medios para embarcarse y espuesto á los rigores de su destino.

En tanto el mago de la Colina Roja, que por sus conjuros, al evocar ante sí á la muger mas hermosa del mundo, habia visto la imágen de Yémina, supo su llegada al otro lado del estrecho y consultó las estrellas.

—Esa muger que es tan pura, tan jóven y tan hermosa, guarda tu destino, le contestaron las estrellas.

El mago las contestó con una impía carcajada.

—¿Acaso tengo yo destino? dijo: el porvenir es mio y será mi voluntad.

—Esa muger, repusieron las estrellas, causará tu destino sino te ama y traerá la esterilidad sobre esta tierra, porque así está escrito. Pero si logras sus amores serás inmortal y será tambien inmortal ella y eterno con vosotros el palacio mágico que has construido.

El mago avivó el fuego de sus hornillos, arrojó en ellos unos polvos mágicos, pronunció un conjuro, y en aquel momento Nadab y su hija fueron trasladados por un poder oculto, mientras dormian, á la Colina Roja.

Al despertar Nadab y su hija se miraron con asombro.

—¿Qué tierra es esta tan fértil y tan hermosa, dijo Nadab: y qué palacio de maravillas el que tenemos ante los ojos?

—Tierra de bendicion es ciertamente, padre mío, dijo Yémina.

—Siento sed y una sed devoradora, dijo Nadab.

—Yo tengo los labios áridos y secos, dijo Yémina.

En aquel momento vieron el agua límpida y trasparente que brotaba por encima de los brocales de la cisterna maldita.

Hija y padre se precipitaron á los brocales y apagaron su sed bebiendo largamente de aquel agua envenenada.

Nadab sintió como todos los que antes que él habian bebido, abrasarse su corazon en un fuego impuro, arder su sangre y dilatarse su ser.

Yémina que no se habia contaminado con el insensato orgullo de su padre, que habia conservado su piedad, su fé en el Dios Altísimo y Unico, y la inmaculada pureza de su alma, bebió tambien, pero protegida por la mano de Dios, aquella agua terrible que hacia olvidarse de sus mas sagrados deberes á los justos y temerosos de Allah, solo sirvió para acrecentar en ella la pureza y la virtud, y para realzar su hermosura harto resplandeciente como la de una hurí.

Cuando el mago la vió ante sus ojos, sintió abrasarse su alma en el fuego eterno, quiso tocar la túnica de Yémina, y sus manos se secaron, quiso hablarla y quedó mudo, quiso anegar sus ojos en su hermosura y cegó.

El mago habia levantado altares á su hermosura y moría esterminado por su mismo deseo.

La sentencia de las estrellas de que se habia burlado el mago, se habia cumplido.

Y á la presencia de Yémina, huyeron las impuras rameras que poblaban el palacio mágico, y desaparecieron los viles esclavos, y las hadas libertadas del encanto volvieron al quinto cielo.

Y el ángel Azrael, tendió sus negras alas sobre el palacio, agitó su espada de fuego, y el palacio se hundió reduciéndose á polvo.

Y las antes claras y engañosas aguas de la cisterna maldita se cambiaron en turbias y cenagosas.

Y el ángel dijo:

—¡Maldito mago, que tu espíritu condenado more desde ahora en la cisterna de las aguas maravillosas, y que solo puedas salir de su infierno durante las tinieblas de la noche!

El espíritu condenado del mago fué á morar en la cisterna, escondido en un oscuro ángulo, y el cielo antes tan diáfano se convirtió en un cielo de color de plomo, y la tierra antes tan fértil en un erial infecundo donde solo brotaban abrojos.

Nadab y Yémina quedaron solos, errantes en medio de una tierra desierta y maldecida por Dios.

Nadab llevando de la mano á su hija atravesó la pedregosa llanura, antes risueña vega, y en vano quiso salir de aquel pais donde sufria el castigo de su impiedad y de su soberbia: llegaba á los distantes valles, á las peladas montañas, pero montañas y valles presentaban para él y para su hija abismos insuperables que detenian su marcha, y les obligaban á tornar al punto de donde habian partido.

Desesperado Nadab y no encontrando otro albergue que la torre situada en la Colina Roja junto á la cisterna maldita, hizo en ella para Yémina una pequeña habitacion, y se dedicó á estudiar en el cielo y en la tierra las virtudes de las yerbas y de los reptiles ponzoñosos.

Y llegó á ser astrólogo estudiando en los libros cabalísticos del mago que habia encontrado en la torre, y conoció las virtudes de todas las yerbas y alcanzó á hacer filtros para matar, para enamorar y para enloquecer.

Si alguna vez un viajero errante ó un cazador estraviado penetraban en aquella tierra, cuya entrada y salida solo eran inaccesibles para Nadab y su hija; si este viajero ó este cazador entraban por acaso en la modesta vivienda de Yémina y veian su hermosura durante la ausencia de Nadab, este, sabedor de ello por sus conjuros, evocaba al desventurado, que enloquecia ó desaparecia tragado por la cisterna maldita.

Y crecia en encantos y en fuerza de juventud Yémina á pesar de que habian pasado muchos años desde el dia de su nacimiento.

Llegó el año 92 de la Hegira.

Reinaba en Damasco sobre las tierras de oriente el califa Walid-ebn-Abd-el-Melik, y era emir de Africa Muzay-ebn-Nosir, caudillo de gran fama, conquistador de Magreb desde las regiones del poniente hasta los desiertos del mediodía, que pasó el estrecho de Al-Zacab ó de las Angosturas realizando el ensueño de Ocba, gran guerrero que veinte y cinco años antes, no teniendo mas tierras que conquistar allende el mar, llegando á su orilla se metió en él con su caballo hasta las cinchas, y dijo:

—¡Oh! ¡Señor Allah! ¡si estas profundas aguas no me detuvieran, yo seguiría para llevar mas adelante el conocimiento de tu ley y santo nombre!

Muza pasó en cien galeotas el estrecho, y su caudillo Tarik taló la Bética, y siguió hollando á los duques godos, arrasando sus castillos e incendiando sus ciudades.

Y no iba solo, como capitan de la hueste, Tarik.

Acompañábale un godo traidor, un conde miserable, que por vengar á una hija deshonrada, vendia la libertad de su patria, abriendo á los árabes la puerta de Gecira-Alandalus.

Aquel conde traidor se llamaba don Julian.

Su hija Florinda.

El hombre que habia deshonrado á su hija, don Rodrigo.

Don Rodrigo era rey de los godos.

Su último rey.

Esperad, esperad: vamos á contaros una leyenda maravillosa.

Despues volveremos á la cisterna maldita.

El destino nos llevará á ella.

Era don Rodrigo de noble sangre goda.

Antes que don Rodrigo habia reinado Witiza.

Witiza el maldito.

El que hacia sus concubinas á las mugeres y á las hijas de sus vasallos.

El que martirizaba á los sacerdotes que le reprendian por sus vicios; el que desangraba con tributos á sus pueblos para labrar alcázares de oro para sus mancebas.

Pero los nobles se avergonzaron de servir á tal rey y se sublevaron contra él.

Con los nobles se sublevó todo el reino.

Witiza fué vencido y muerto y elegido rey don Rodrigo.

Pero una vez rey don Rodrigo, dió el torpe ejemplo de los mismos ó mayores vicios que Witiza.

Sórdido y avaro acreció los tributos y no respetó nada.

Se entregó á los placeres, pasó la vida en las orgías sin apercibirse del poder árabe que desde la cercana ribera del Africa amenazaba á su reino ansioso de su conquista, y lo olvidó todo entre los festines y las monterías, sin tener en cuenta que habia subido al trono por la destitucion de Witiza, cuyos vicios y desórdenes continuaba, aumentándolos.

Era ya don Rodrigo hombre anciano, y á pesar de su avanzada edad, habia tomado por esposa á Aylat (Egila) noble doncella, hermosa y prudente; admirábanla sus vasallos, amábanla los mancebos y dolíanse todos, aun los mas adictos al rey, de que aquella hermosa flor, entonces en todo el brillo de su pureza, partiese su alhamí y su divan, con aquel hombre ya caduco, gastado por los escesos de su juventud, en los cuales no habia cesado, y con un pié ya al borde del sepulcro.

Don Oppas, arzobispo de Sevilla, que fué grande amigo del rey Witiza en los tiempos de su prosperidad, era uno de aquellos que creian una gran desdicha para Aylat, su union con don Rodrigo, hombre que por su carácter y por sus ideas no podia menos de hacerla desdichada. Creyó por lo mismo que la noble señora sería sensible al alhago de otros amores, y ansioso de envenenar el corazon de don Rodrigo, rodeó de asechanzas á Aylat, la puso delante hermosos mancebos y tentaciones infernales, y procuró, en fin, por todos los medios herir en el corazon á don Rodrigo.

Pero Aylat, pura y virtuosa, comprendió que su deber era sacrificarse al lado de aquel árbol viejo y corroido sin herirle por el pié, y desesperado don Oppas de vencer la virtud de Aylat, tomó otro camino para herir al rey.

Moraba por entonces en Tanja (Tanger) una raza de árabes hebraizantes venida del Yemen, que desde muchos años atrás moraban en el Magreb; aquella raza sujeta á la dominacion goda en la Mauritania Tingitana, habia sufrido grandes persecuciones desde el tiempo del rey Egica, se habia visto injuriada, despojada de sus haciendas, vendida por esclava, insultada en sus hijas y en sus esposas, y á trocar sus creencias musulmanas por la religion de Cristo.

Era una raza cautiva, llena de ódio, ansiosa de venganza y pronta á tomarla de los godos á la primera ocasion.

Dominando á esta raza estaba de gobernador de los godos en Tanger un hombre nobilísimo.

Llamaban á este hombre el conde don Julian.

Era costumbre entonces, que los que iban á gobernar por el rey tierras distantes y mal seguras, dejasen en la córte sus hijos como en rehenes.

Segun esta costumbre, el conde don Julian tenia en la córte del rey don Rodrigo, en rehenes, pero como doncella de la reina Aylat, á la única hija del conde don Julian.

Esta doncella se llamaba Florinda.

Nacida y criada en Tanger, Florinda tenia en su trage y en sus costumbres, por mas que fuese de pura sangre goda, mucho de las costumbres de los árabes.

Florinda no entraba en Toledo mas que cuando sus obligaciones la llamaban al lado de la reina; lo demás del tiempo vivia en un estrecho valle poco distante de la ciudad situado entre dos montañas bajo un cielo triste y sombrío; por medio de este valle pasaba el Tajo, lamiendo los cimientos de una altísima torre sombría y solitaria; su gran puerta de hierro estaba cubierta de signos estraños y en sus muros renegridos por los vientos y por las lluvias, no se veian ni un ajimez, ni una ventana; en torno de ella crecia la maleza tupida y enmarañada, sin señales que demostrasen que pié humano habia llegado á la puerta de la torre en centenares de años.

Contábanse acerca de esta torre terribles consejas: creíanla construida por Satanás, durante una tormenta, á la aparicion de las razas del norte sobre las tierras del mediodía, y que guardaba, por un poderoso ensalmo, el destino del pueblo godo: habia quien aseguraba que el dia que se abriese aquella puerta, unas gentes guerreras venidas de la parte del mundo por donde aparece el sol, acometerian la Europa por el estrecho de Hércules y se harian dueños de España.

Fuese por horror ó abandono, ningun rey se habia atrevido á abrir aquella puerta, y la terrible torre era aun en el año 92 de la Hegira, un objeto de terror.

Frente á ella, bañando sus muros en las aguas del Tajo, se alzaba un recinto almenado, defendido por cuatro torrecillas: la construccion de aquel castillejo era estraña: sus almenas puntiagudas, sus puertas ojivas, sus ajimeces calados y sus agudas agujas la hacian parecer tanto goda como árabe.

Aquel castillejo que pertenecia al conde don Julian, habia sido en efecto construido por árabes hebraizantes, enviados por el conde á Toledo con el solo objeto de esta construccion.

En aquel castillejo vivia Florinda, acompañada de un viejo servidor de su padre, y servida por algunas doncellas y esclavos.

A pesar de ser doncella noble de su esposa Aylat, el rey don Rodrigo no conocia á Florinda.

Pero conocíala por su desgracia don Oppas, que la habia elegido para ser el instrumento de perdicion del rey.

—¿Por qué está triste el noble señor, gloria de los godos? decia una tarde de verano al trasponer el sol, el obispo don Oppas á don Rodrigo, mientras paseaba con él por las frondosas huertas de Toledo.

—Mi espíritu está triste, dijo el rey; en vano busco el agua que ha de calmar la sed de mi alma; en los festines, en las mugeres mas hermosas, solo encuentro un tósigo abrasador que aumenta mi sed y devora mis entrañas.

A tal punto habia llegado la corrupcion de aquellos tiempos, que un rey que debia representar la justicia de Dios sobre la tierra, y un hombre que debia ser todo virtud y santidad, hablaban sin avergonzarse de tales asuntos.

—Tal vez encontraremos, señor, algo que consuele tu tristeza, dijo don Oppas: algun raudal fresco y puro que temple tu sed sin abrasar tus entrañas.

—¿Y dónde está ese manantial milagroso? dijo con ánsia el rey.

—¿Conoces á las doncellas nobles de tu esposa? dijo don Oppas.

—Conozco á la hermana del conde Arnoldo, á la hija del duque de Cantábria, á la sobrina del marqués Euríco...

—¿Pero no conoces á la hija del conde don Julian?

—No; respondió con ánsia el rey, y dicen que es muy hermosa.

—¡Ah! es un sol de Africa: sus miradas queman, su sonrisa embriaga, cuando canta adormece el alma, cuando danza arrebata los sentidos: no es rubia, ni tiene los ojos azules como nuestras mugeres hijas del norte: sus cabellos y sus ojos son negros como la desesperacion de un enamorado, y su frente blanca y cándida como el primer sueño de amor de una virgen. ¿Pero para qué me esfuerzo? tú mismo puedes verla dentro de un momento.

—¡Yo!

—Sí, tú, poderoso señor, y verla como no la ha visto hombre alguno.

—¡Cómo!

—Allá abajo entre aquellas espesuras se baña con sus doncellas en un remanso del Tajo.

—¿Y cómo sabes tú eso? ¿la has visto tú? dijo con acento celoso don Rodrigo.

—No, no me he atrevido ni aun á poner mis ojos en la que ha de ser la alegría y la ventura de mi señor, contestó servilmente don Oppas: pero he comprado á una de sus doncellas y sé el lugar donde se baña: para que puedas mirarla sin que turbes el sol de su hermosura te hé inclinado á que vengas á estos lugares, señor.

—¿Y dónde? ¿dónde dices que se baña esa hermosura?

—Toma por aquel sendero entre los árboles, señor, y pronto darás con el lugar oculto que ha elegido para sus baños Florinda.

El rey tomó á gran paso por el sendero que don Oppas le habia señalado, y este quedó sonriendo de una manera horrible porque veia el principio de la realizacion de sus proyectos, que tenian por objeto vengar á Witiza y poner sobre el trono de los godos á sus hijos.

A poco que anduvo don Rodrigo por el sendero, llegaron á sus oidos risas y cánticos femeniles.




El rey permaneció inmóvil y fascinado.

Guiado por ellos adelantó y llegó al fin á un lugar sombrío donde sin ser visto vió un espectáculo encantador.

En un remanso tranquilo y trasparente del rio, vió á una muger, mejor dicho, á una niña, en el momento de salir del baño.

Sus doncellas la esperaban con las ropas entendidas para cubrirla, pero no la cubrieron tan pronto que don Rodrigo no sorprendiese un tesoro de hermosura desnudo.

Por un momento el rey permaneció inmóvil y fascinado. Luego cuando Florinda y sus doncellas se perdieron entre los árboles, se volvió demudado, enloquecido, en busca de don Oppas.

—¿La has visto, señor? le preguntó sonriendo de una manera infame don Oppas.

—¡Oh! pluguiera á Dios que no la hubiese visto, porque he cegado, dijo el rey.

—Florinda te matará, murmuró de una manera ininteligible don Oppas y luego añadió en voz alta: esta noche puedes ser huesped de esa hermosura.

Era la hora del crepúsculo de aquella misma tarde.

El castillo del conde don Julian, la morada de su hija Florinda, aparecia iluminada por una leve luz rojiza á las orillas del Tajo.

En una habitacion reducida del castillo habia en aquellos momentos un hombre y una muger.

La muger era de gran hermosura y muy jóven; sus cabellos negrísimos estaban entrelazados á una faja de oro que ceñia su cabeza; la blancura de su frente se confundia con la de su velo, y sus cejas dilatadas, negrísimas y suavemente arqueadas coronaban sus ojos negros, grandes, brillantes, á que daban sombra y fuerza sus larguísimas pestañas; vestia una túnica larga hasta cubrir sus pies; baja lo bastante para dejar descubiertos en su parte superior un cuello deslumbrante de blancura, sus redondos hombros y el nacimiento de su seno; sus brazos, sus admirables brazos desnudos, estaban adornados con ajorcas de oro y perlas; un cíngulo, de oro tambien, rodeaba á su reducida cintura su túnica de lana blanca, y entre este cíngulo relucia el pomo de un puñal.

Esta jóven, que apenas contaria quince años, era Florinda, la hija única del conde don Julian, la hermosura á quien habia sorprendido en el baño el rey don Rodrigo.

El hombre dormia en un ángulo distante, ó fingia dormir, tendido sobre unos almohadones; era un nubio, negro como el ébano, y estaba envuelto en un ropon rojo; aquel hombre era sin duda un esclavo, á juzgar por la argolla dorada que tenia al cuello.

Este esclavo se llamaba Kaib.

Florinda hilaba sentada junto á un mirador desde donde se veia el rio, de tiempo en tiempo arrojaba una mirada distraida al lugar donde el esclavo estaba reclinado, y al sentir la mirada de Florinda, de los entreabiertos párpados del nubio salia un relámpago de amor desesperado, que ó no notaba Florinda ó fingia no notar.

Empezaba á oscurecer; Florinda dejó su rueca, se levantó del sillon de roble donde estaba sentada, fué á apoyarse en la balaustrada del mirador y fijó su mirada distraida en la corriente del Tajo.

La luna llena empezaba á salir entre las quebraduras.

El nubio se levantó lentamente y fué á apoyarse en la balaustrada donde se apoyaba Florinda.

—Hija de don Julian, la dijo señalándola el poniente teñido aun con las últimas ráfagas del crepúsculo; el cielo está ensangrentado, la muerte y el estrago adelantan por el oriente y el buitre olfatea ya los cadáveres. ¡Vírgen de los godos, nacida bajo el sol del Africa! ¡menguado fué el dia en que abriste los ojos á la luz! ¡hora de maldicion aquella en que mis ojos te vieron!

Florinda callaba aterrada por lo solemne de las palabras del esclavo, porque no era aquella la primera vez que la hablaba de tal modo, y le tenia por sábio y aun por hechicero:

—¡Oh! ¡cuánto arnés roto, y cuánto caballero muerto, hija de don Julian! continuó Kaib: el oriente vendrá sobre el occidente y las gentes del norte empaparán con su sangre las campiñas del mediodia. ¡Oh! ¡y cuánto arnés roto! ¡cuánto caballero muerto!

Florinda siguió callando.

—¡Huye, hija de don Julian! ¡huye! continuó Kaib despues de un instante de silencio: ¡huye! ¡yo te salvaré! ¡tú serás la reina allá en mi patria distante, y yo seré el último de tus esclavos! ¡huye, huye conmigo, hija de don Julian, porque el cielo mana sangre, y el buitre olfatea ya los cadáveres!

—¿Qué me quieres anunciar Kaib? dijo Florinda volviéndose gravemente al esclavo.

—El imperio de los godos se hunde, y tú serás la causa, contestó Kaib.

—¡La causa yo!

—Sí, un hombre funesto ha visto tu hermosura: ese hombre te hará su manceba.

—¡Yo! ¡manceba yo de nadie, vil esclavo! esclamó con indignacion Florinda: ¡y así te atreves á insultarme porque te trato con misericordia!

—¡Mata al esclavo, señora! dijo Kaib fijando de una manera poderosa sus resplandecientes ojos en Florinda: ¡mata al esclavo, pero escucha antes al sabio!

Florinda tembló.

—¿Me amenaza algun peligro? dijo.

—Tú serás profanada por un hombre funesto, y tu profanacion producirá torrentes de sangre vengadora.

—¡Tú me amas! dijo con altivez Florinda.

—Mi corazon y mi alma son tuyos, dijo Kaib: mis amores no tienen esperanza: sé que amas á Belay, al noble Belay, y que él te ama: sé que sino te salvas caeré contigo, y que tu Belay te perderá.

—¿Pero se salvará Belay?

—El será el único príncipe godo que se salve del estrago: él será rey por la virtud de su espada: él será el primero de los salvadores del pueblo español.

—¡Oh! ¡si Belay se salva me salvaré con él!

—¡Dudas de mi ciencia y la desprecias! dijo profundamente Kaib: pues bien, cuando desesperada y loca me llames en la hora de la desgracia, me tendrás á tu lado: esa hora se acerca: ¡hasta entonces, hija de don Julian!

Y el esclavo se apartó de la balaustrada y se perdió en el interior de la habitacion.

—¡Oh! murmuró Florinda: ¿qué puedo yo temer amándome Belay, mi valiente Belay?

Y permaneció en el mirador, inundada por la luz de la luna, y resplandeciente de hermosura.

Entretanto, viniendo de Toledo avanzaba una cabalgata hácia el castillo de don Julian.

Al frente de aquella cabalgata venia el arzobispo don Oppas.

Florinda, que permanecia en el mirador, vió acercarse á aquellas gentes con un espanto instintivo.

Muy pronto resonó la voz de una vocina bajo los muros del castillo.

Entonces, Lotario, el antiguo servidor del conde don Julian á quien este habia confiado la guarda de su hija, se asomó á los adarves.

—¿Qué quereis? dijo á los que llamaban.

—Somos cazadores que nos hemos estraviado, contestó don Oppas, y esperamos de tí hospitalidad por esta noche.

—La paz del Señor sea con vosotros, contestó Lotario en un acento que por lo bravío desmentia lo amistoso de sus palabras: voy á ordenar que se os abran las puertas.

Poco despues Kaib dejaba caer el puente sobre el foso, y entraban en el castillo don Oppas y dos gallardos mancebos, con sus monteros: estos últimos entraron en los aposentos bajos del castillo, y don Oppas y los dos jóvenes entraron en los aposentos de Florinda, acompañados de Lotario y seguidos del receloso Kaib: poco despues el esclavo cubria de viandas una ancha mesa, alumbrada por lámparas de bronce.

Lotario como huesped y Kaib como esclavo, empezaron á servir á don Oppas y á los dos jóvenes que se habian sentado en sillones de roble.

Era don Oppas un hombre como hasta de cincuenta años: vestia una túnica y un manto pardos, y bajo ellos se veia el reluciente hierro de un arnés, cuyo capacete cubria sus cabellos ya grises.

La espresion del semblante de este hombre era noble y benévola; dábale autoridad su barba larguísima y entrecana, y dificil era comprender en sus ojos una espresion de astucia y de doblez, que pasaba por ellos de tiempo en tiempo como un relámpago: don Oppas observaba con astucia desde que entró en el castillo, mientras sus compañeros observaban tambien, aunque con reserva, cuanto pasaba en torno suyo.

Lotario observaba tambien con la misma reserva, á los mancebos: vestian estos clámides de escarlata, sandalias de riquísimo cuero, capacetes, armas y acicates de oro: los dos eran tan semejantes, que vistos cada uno de por sí se les hubiera tomado al uno por el otro: como en sus trages y sus armas, habia mucho de régio en los semblantes de los mancebos: sus miradas eran fijas, severas, llenas de imperio y una nube fatídica parecia cubrir sus frentes magestuosas y rodearlas de una aureola.

Todos, los de adentro y los de afuera guardaban silencio: todos observaban y eran observados.

—Muy rico eres, dijo al fin don Oppas como por decir algo á Lotario, levantando una copa de oro llena de vino: oro es este mas acendrado que el del tesoro de don Rodrigo, y tu vino es vino de las Galias.

—¡Don Rodrigo! dijo Lotario: es verdad: el oro de la copa en que bebes, es mas acendrado que el de la copa del rey, como es mas acendrada la lealtad del conde don Julian mi señor, cuya es la copa que tienes en la mano, que la de los magnates que rodean al rey en la córte: bebed hijos de Witiza: bebed el vino del conde don Julian y comed su pan; bebed y reposad y preparaos, porque se acerca el dia en que cada cual pruebe su lealtad.

Los dos jóvenes se levantaron, tomaron dos copas, las chocaron y las apuraron de una sola vez.

Don Oppas bebió lentamente la mitad del contenido de la suya y ofreció el resto á Lotario.

Este rehusó.

—He jurado al Señor, dijo, no beber mas que agua hasta que llegue el dia del esterminio.

—¿Quién eres tú, le dijo el mayor de los hijos de Witiza, que conoces nuestro nombre, y nos auguras el porvenir?

Lotario miró al esclavo nubio, como si esperase de él la inspiracion de sus palabras; el esclavo le miraba de una manera fija y singular.

—Escuchad, dijo: yo aunque me llamo Lotario, no soy godo; aunque me confieso cristiano, mis padres no lo fueron; yo he nacido en una tierra muy distante de España, bajo un cielo ardiente, sobre un suelo siempre bañado por los rayos de un sol rojo y brillante: me he criado allí, he amado allí; mi único deseo ha sido reposar en aquella tierra bendita, en la fosa de mis padres y de mis hermanos: los sectarios de Mahoma me han arrojado de ella con mi raza hasta las regiones de occidente, y nos hemos visto pobres, desnudos, sujetos á la religion y á las costumbres de los godos en la Mauritania Tingitana; allí he conocido y he servido al conde don Julian, y de allí he venido para guardar y proteger á Florinda, la hija de mi señor.

—¡Florinda! dijo como si escuchase un nombre estraño don Oppas: no la conozco.

—Pluguiera á Dios que no la hubieseis conocido, dijo con profundo acento Kaib; ella será el pretesto de una guerra terrible; un pueblo vendrá sobre otro pueblo y ella será la llave que abra al conquistador las puertas del Tanja. La cabeza del tirano caerá, pero sobre ella se levantarán otros tiranos, y el nombre de la Kaba zumbará en la posteridad como un eco de traicion. La hija de don Julian ha nacido en mal hora á la luz, porque su nombre será maldito y maldita la raza de los suyos y maldita la generacion de ellos.

Era terrible y solemne el acento de Kaib; sus ojos radiantes parecian tener fija su mirada en el porvenir, su negro rostro parecia dar una fuerza sobrenatural á su discurso.

—¿Y acaso no pueden evitarse tantas desdichas? dijo don Oppas dirigiendo la palabra á Lotario, como en desprecio de Kaib.

—Lo que está escrito en los astros se cumplirá, dijo Kaib, aunque las palabras no se habian dirigido á él: has venido á ver á la hija de don Julian: hé aquí que el destino te la trae: mira.

Florinda habia aparecido en la puerta de la cámara.

—Pronto el conde don Julian tendrá una injuria que vengar: pronto la puerta de aquella torre se abrirá ante un rey, añadió dirigiéndose al mirador y señalando la torre solitaria que se veia al otro lado del rio iluminada fatídicamente por la luz de la luna: al abrirse aquella funesta puerta respetada por los hombres y por los siglos, las tribus del oriente caerán sobre el occidente; afilad vuestras espadas, hijos de Witiza y vengad á vuestro padre asesinado por don Rodrigo, pero olvidad su trono, porque está escrito que la raza de los godos sea esterminada: y huid: habeis venido creyendo encontrar hombres que se vendieran á la traicion: cuando tengamos que vengar una injuria la vengaremos ó la vengarán los que nos sobrevivan, pero no será una venganza vendida la que caiga sobre el causador de la injuria.

Kaib mas que un esclavo parecia el señor del castillo.

Florinda permanecia inmóvil en la puerta.

Don Oppas miraba con cólera al esclavo.

Los hijos de Witiza con asombro.

—Hemos venido, dijo don Oppas, á pediros hospitalidad, no insultos: la voz del esclavo ha resonado insolente en nuestros oidos: sea en buena hora: habeis llamado la tempestad sobre vuestras cabezas: vuestra será la culpa si las hiere el rayo.

Kaib no contestó á don Oppas, arrojó una triste mirada sobre Florinda y murmuró con voz ronca y conmovida:

—¡Hija de don Julian, en mal hora nacida á la luz, lo que está escrito se cumplirá!

Despues añadió:

—Nada teneis ya que hacer aquí: el buitre ha visto á la paloma y afila sus garras: ¡idos!

—¡Idos! repitió Lotario.

—¡A Dios! dijo don Oppas levantándose: nos has dado hospitalidad é injurias; la hospitalidad y las injurias serán pagadas. A Dios.

Y salió con los hijos de Witiza.

Florinda permanecia inmóvil en la cámara.

—Hija del conde don Julian: cuando llegue la hora de la desgracia me tendrás á tu lado, dijo Kaib.

Y salió lentamente de la cámara.

Don Oppas y los hijos de Witiza regresaron á Toledo.

Los dos mancebos se perdieron por las altas y estrechas callejuelas de la ciudad, y el obispo, seguido de los monteros, llegó al palacio, descabalgó delante de la puerta de los Leones, y á través de la guarda, que se inclinó respetuosamente á su paso, se encaminó á la cámara del rey don Rodrigo.

Ante su puerta, jóvenes godos con mantos de púrpura y oro y hermosas mugeres con los cuellos y los brazos desnudos, departian de amores y cacerías, de galantes aventuras, de ruidosos banquetes; los soldados se apoyaban en sus lanzas, inmóviles como estátuas de hierro, á lo largo de los muros de la gigantesca antecámara, y los esclavos se veian tras ellos entregados á un silencio estúpido.

Poco tiempo antes de la llegada de don Oppas al palacio, se abrió la puerta frontera á la de la cámara real, y apareció en ella un viejo, alto, flaco, pálido, con escasos cabellos grises y barba blanca, cubierto por una hopalanda parda.

Este hombre adelantó hasta el centro de la antecámara, y sin dirigirse á persona alguna, dijo con acento grave y sonoro:

—Yo soy Gutz, el hebreo.

Agitóse el círculo de damas y caballeros, y de entre ellos adelantó hasta el recien llegado un noble cubierto con un arnés de guerra, caudillo al parecer, de la guarda del rey.

—¿Eres tú el joyero de la calle del Sol? preguntó á Gutz.

—Yo soy, contestó el viejo.

—¿El hechicero?

—Sí.

—¿Te espera el rey?

—Sí.

Tras estas breves palabras el noble adelantó hasta la puerta de la cámara real, levantó su tapiz y dijo:

—¡Señor! ¡Gutz el hebreo, joyero y hechicero!

Una voz gutural y débil, aunque imperiosa, contestó desde adentro.

—Mi leal Singiberto, deja entrar á ese perro infiel.

Singiberto hizo una seña á Gutz, y este, pasando con desden é insolencia entre los cortesanos, se perdió tras el tapiz que cubria la puerta de la cámara real.

Era tan frecuente entonces la entrada de embaucadores y magos en el palacio, que nadie tomó en aprecio la llegada de Gutz, y jóvenes y damas siguieron las pláticas interrumpidas.

A punto dos escuderos, uno de los cuales llevaba una adarga blasonada, y otro una espada, penetraron en la antecámara, precedidos por un faraute, que con no menos insolencia que Gutz, se detuvo en el centro, y dijo en alta voz:

—El noble y poderoso señor don Oppas, arzobispo de Sevilla.

Singiberto anunció de nuevo, é hizo seña al faraute de que don Oppas podia entrar en la cámara real.

Una antorcha de oro, alimentada con aceite aromático, alumbraba la cámara de don Rodrigo. Sus paredes estaban revestidas de riquísimos tapices, en los que se veian pintadas mugeres hermosas desnudas en el baño, mancebos reclinados en la sombra de verdes enramadas entre los brazos de náyades, trofeos de amor é impudentes pinturas de deleite.

Sentado sobre una silla de marfil de preciosa labor, estaba don Rodrigo envuelto en una clámide de púrpura, y ceñidos sus blanquísimos cabellos por una corona de hierro.

Plegado sobre sus rodillas, envuelto en su ancha clámide, solo se podia juzgar de su semblante pálido y de espresion noble, aunque degradada é indolente: sus ojos azules conservaban aun el brillo de la juventud y una de sus manos blanca y tersa como la de una dama, se ocupaba en levantar hasta su nariz recta y afilada un pomo de oro lleno de esencias aromáticas que aspiraba con deleite, y de las cuales dejaba caer de tiempo en tiempo algunas gotas sobre su barba plateada y profusa, rizada con mas esmero que la cabellera de una muger.

A un lado, junto á la silla en que reposaba don Rodrigo, habia una mesa de la cual partian reflejos deslumbrantes arrancados por la luz de la antorcha. Segun las crónicas de aquel tiempo, la tabla de esta mesa era una sola esmeralda encontrada por Fatimah la santa junto al pozo Zemzem, y sus piés, fabricados por los genios, eran de oro macizo, de una labor sorprendente, y cuajados de perlas y diamantes.

Esta joya de inestimable valor era la famosa mesa de Salomon: habia pasado en herencia á la tribu de Heber y fué robada á sus descendientes por el rey Egica, cuando sujetó á feudo y tributo á los árabes hebraizantes, desterrados del Yemen y refugiados en el Magreb. Esta misma mesa fué la que mas tarde, despues de la conquista de Gezira-Alandalus por los árabes, produjo fatales desavenencias entre el emir Muza-ebn-Noser, y su walí, el valiente sin par, Tarik-ebn-Ziad.

Sobre esta mesa estaba como un adorno la espada de don Rodrigo, y sobre su empuñadura se posaba un azor sujeto á la mesa por una sutil cadena de oro.

Todo revelaba allí el hombre sensual, degradado y envilecido.

Aquella arma de caballero, arrojada como al acaso sobre aquella mesa, era un contraste estraño, un mudo reproche á tanta degradacion, á tanto abandono.

Cuando resonaron sobre la cámara real, al andar de don Oppas, las piezas de su arnés, el rey que, á pesar de la presencia de Gutz, que estaba prosternado á sus pies, no habia salido de su inmovilidad, se estremeció al áspero rechinar del acero, y levantó la cabeza arrojando en torno suyo una mirada inquieta que tornó á ser indolente cuando reconoció al obispo.

—¡Ah! ¿eres tú, don Oppas? dijo: en verdad que te esperaba. ¿Qué perro es ese que se tiende á mis pies? añadió reparando en Gutz.

—Lo ignoro, señor, contestó don Oppas.

—Es Gutz tu esclavo, poderoso rey, contestó el hebreo sin levantar la frente de la alfombra.

—¡Ah! ¿eres tú? dijo don Rodrigo: levántate esclavo, te he mandado llamar no me acuerdo para qué. ¿Eres hechicero?

—Tal dicen, señor; pero solo Dios sabe lo oculto.

—¿Y crees tú, don Oppas, dijo don Rodrigo dirigiéndose al arzobispo, en el poder de la hechicería?

—Tanto creo, señor, contestó don Oppas, que, si saber mi destino quisiera, me dirigiria sin vacilar á uno de esos sabios que, alejados del mundo, han estudiado el lenguage de las estrellas.

—Pues hé aquí que á mi vez he tenido ese deseo, repuso el rey, y he mandado buscar á uno de esos buhos que pasan la noche en vela mirando al cielo.

Don Oppas cruzó una mirada de inteligencia con Gutz.

—Dime tú, sabio, dijo don Rodrigo con indolencia: ¿dónde está el límite de mi vida? yo la siento fuerte y vigorosa dentro de mi cuerpo envejecido, y mi alma se revuelve ardiente como en los dias de mi lejana juventud: pero mis noches sombrías, mis sueños apenadores, mis deseos insensatos: yo veo en lo recóndito de mi espíritu una muger hija de mi fantasía á cuya hermosura no alcanzan las mas hermosas de mis concubinas. Aun mas, yo he visto hoy, esta tarde á esa muger, viva, desnuda delante de mis ojos, saliendo como Venus de la espuma de las aguas. Yo la amo; mi corazon se quema por ella. ¿Qué puedo yo esperar de esa muger?

Gutz inclinó profundamente su cabeza, dejó caer los brazos á lo largo de su cuerpo y sus ojos se cerraron como dominados por un sueño profundo: levantóse su pecho dilatado por una respiracion poderosa, contrajéronse los músculos de su semblante, y se borraron las profundas arrugas de su frente.

Don Rodrigo, replegado aun sobre su silla de marfil, miraba al hebreo con la ávida atencion de un niño; estaba hastiado y la espectativa de un acontecimiento cualquiera le divertia.

—Pronto, esclavo, dijo con impaciencia: dime lo que puedo esperar ó temer de esa muger.

Gutz abrió los ojos, levantó con altivez la cabeza, miró frente á frente á don Rodrigo y dijo con voz ronca y acentuada:

—Tu destino ¡oh rey! es incierto: una nube oscura colocada delante de mis ojos, no me deja ver claramente tu horóscopo, pero esa nube tiene ráfagas rojas; la sangre y el fuego habitan en ella.

Don Rodrigo se irguió: las palabras del hebreo le aterraban vagamente: su mirada antes glacial se habia animado, y sus labios se agitaban en una imperceptible convulsion.

—Lo que me has dicho es muy oscuro, esclamó el rey, con acento convulso é irritado; yo quiero que tus ojos descifren mi porvenir: habla, hechicero.

—Poderoso señor, dijo el hebreo: has que tus trompetas de guerra llamen tus gentes al combate: despliega tu bandera de rey y desnuda tu espada, por que yo veo estrañas gentes cabalgando en batalla contra tu pueblo, y el lugar de tu sepultura espera ya tus restos ensangrentados.

Don Rodrigo se lanzó de su silla al lugar donde se encontraba el hebreo, y asió furioso su túnica.

—Perro infiel, gritó: sino mientes, haz que yo vea mi horóscopo; rasga delante de mí el velo que cubre el porvenir: vea yo esas gentes que cabalgan contra mi pueblo, ó por el Dios de Moisés y de Abraham, que he de poner tu cabeza sobre la aguja mas alta de la torre mayor de mi castillo.

—¡Rey! continuó el hebreo sin inmutarse alentado por una segunda mirada de don Oppas: lo que escribe la mano de Dios es siempre un misterio para los ojos mortales: en el valle, cerca de tu palacio, sobre las riberas del Tajo, hay una torre misteriosa cuya terrible puerta jamás ha sido tocada por la mano de un rey; si tu mano toca esa puerta, ella se abrirá, y dentro de la torre encontrarás tu destino.

—Pero esa torre, dijo el rey palideciendo, guarda una tradicion oscura: segun esa tradicion, el rey que la abra ó morirá ó será tan rico, tan sabio y tan poderoso como el rey Salomon; esa torre fué construida durante una tempestad por los magos que acompañaban á Attila, y desde aquel terrible rey hasta mí, ninguno ha osado penetrar en ella.

—Y tú mismo, rey, nada verás en la torre, añadió Gutz, obedeciendo á una tercera mirada de don Oppas, sino llevas contigo el triunfo de la pureza de una vírgen.

—¿Y qué vírgen es esa?

—Esa vírgen es Florinda, la hija del conde don Julian.

—¡Pues bien! esclamó don Rodrigo, Florinda será mia, y luego mi mano tocará la puerta de la torre; buscaré en ella, en su recinto mas tenebroso, el misterio de mi porvenir y arrostraré con valor mi destino. ¡Hola Singiberto!

El noble á quien el rey llamaba, apareció en la puerta de la cámara.

—Llévate á ese hebreo, le dijo, y guárdale en la torre mas fuerte del palacio.

—Gutz adelantó hácia Singiberto y salió con él.

—Debo triunfar de la pureza de Florinda, antes de ir á la torre misteriosa, esclamó el rey. Y bien, ¿has reconocido ya la vivienda de la hija de don Julian? añadió dirigiéndose á don Oppas.

—Sí, si señor; y si tú quieres, esta misma noche Florinda será tuya.

—¡Oh! ¡esta noche! ¡esta noche! esclamó el rey.

—Para vencerla será necesario que apeles á malas artes.

—¡Cómo!

—Si Florinda se viese sujeta á un letargo...

—¡Ah!

—Toma, señor, dijo don Oppas sacando de entre sus ropas un pomo de oro.

—¿Y qué es esto?

—Aquí se guarda el zumo de una yerba que produce un sueño delicioso.

El rey guardó con ansia el pomo.

—Florinda será tuya, señor, y despues...

—Sí, despues entraremos en la terrible torre: pero quiero que para entrar en ella me acompañen mis nobles, mis magnates: quiero entrar en la torre con toda mi grandeza de rey. Haré que estén preparados mis magnates, mis soldados y mis esclavos. Tú vendrás conmigo. Vete y vuelve al punto.

Don Oppas salió de la cámara murmurando:

—Dentro de poco se verá obligado á vengar una injuria el conde don Julian.

Poco tiempo despues, como lo habia ordenado don Rodrigo, multitud de nobles godos á caballo y armados de guerra, penetraron en el átrio del palacio.

Don Oppas con escuderos y esclavos de su casa llegó el primero, paró bajo el pórtico y entró en el palacio.

Poco despues, sin acompañamiento, sin galas, con clámides oscuras sobre los arneses, cubiertas las cabezas con bonetes de acero, anchas espadas al cinto, y cabalgando en caballos de batalla, llegaron al átrio, viniendo de distintos puntos tres mancebos.

Los soldados y las gentes del pueblo, que estaban agolpados á la puerta del átrio, abrieron paso á los tres ginetes inclinándose respetuosamente ante ellos, y los nombres de Belay, Teodomiro y Favila corrieron de boca en boca mientras todos los ojos se fijaban en los tres príncipes que, sin descabalgar, fueron á situarse en silencio en un oscuro ángulo del átrio.

Multitud de pajes, ricamente vestidos, giraban en todas direcciones enrojeciendo los muros con la luz de sus antorchas, y venciendo con ellas la blanca y tranquila luz de la luna.

Un rumor confuso de voces contenidas por el temor, se levantaba mas allá de los pórticos esteriores del palacio, donde la plebe, contenida por los soldados del rey, se agolpaba curiosa y asombrada.

Habíase estendido, girado y penetrado en las plazas, en los barrios, y en las callejas mas apartadas de Toledo, una noticia pavorosa. Decíase que la misteriosa torre que todos los reyes antecesores de don Rodrigo habian respetado: la terrible torre nunca abierta, tras cuyos muros se guardaba el destino del pueblo godo, iba á ser profanada por la planta del rey: un terror semejante al que causa el amago de una calamidad que no se conoce, habia dominado todos los corazones, y cristianos y judios abandonando sus casas, llenos de ansiedad, se agolpaban y se estrechaban hacia algun tiempo ante los pórticos del palacio.

Los arcos, los miradores, las balaustradas de las calles circunvecinas, estaban llenos de gentes que maldecian en voz baja y contenida por el temor á don Rodrigo, al par que hablaban con el acento de la esperanza á los tres príncipes Belay, Teodomiro y Favila, cuyas nobles frentes no se habian manchado con los vicios de la córte.

El pueblo los habia visto armados de guerra en medio de los otros príncipes y magnates cubiertos de galas, y en esto habian comprendido una valiente promesa.

Al fin, tras una larga espera, se abrieron las puertas del palacio, y el rey cubierto con un manto de púrpura, ceñida la cabeza con la corona de hierro, pendiente de su costado la espada de oro, apareció sobre su blanco caballo Orelia, al que llevaban de las riendas dos nobles con túnicas y bonetes de escarlata; á su derecha cabalgaba don Oppas, á su izquierda Singiberto; precedíanle pajes con antorchas y le rodeaban cien esclavos negros de su guarda africana.

Los nobles que esperaban en el átrio, se unieron á la comitiva, á la cual, tristes y silenciosos, siguieron al lento paso de sus caballos Belay, Teodomiro y Favila.

La córte se abrió paso por medio del pueblo que se agitaba sombriamente, sin que una aclamacion de amor ó de respeto llegase á los oidos de don Rodrigo.

La cabalgata bajó del palacio, atravesó la ciudad, y penetró en el valle, á cuyo fin, una frente á otro, teniendo en medio el Tajo, se alzaban la torre misteriosa y el castillo de don Julian.

Cabalgaba delante el rey; su caballo galopaba con ardor como impulsado por una fuerza mágica; los pajes y los peones seguian jadeando á la carrera la rápida marcha de los ginetes; alguna vez un paje ó un esclavo caian cansados, y el caballo del rey pasaba sobre ellos como hubiera podido pasar por cima de un monton de hojas secas.

Florinda, en el mirador de su cámara, apoyada en su balaustrada, veia impasible, pálida, inmóvil, descender aquellas antorchas por la vertiente del valle, adelantar, llegar y parar al fin, ante el foso de su castillo.

Sonaron las trompetas y la voz de Singiberto gritó:

—¡Vasallo! ¡abrid al rey!

Crugieron las cadenas del puente y don Rodrigo, don Oppas, Singiberto, y los dos nobles que llevaban las riendas de Orelia entraron en el castillo.

Poco despues arremetieron tambien por la poterna, Belay, Teodomiro y Favila.

Las demás gentes del rey rodearon el castillo.

Florinda permanecia en el mirador, siempre pálida, siempre impasible.

Pasó algun tiempo, y al cabo una sombra oscura apareció en el mirador junto á Florinda.

—Ha llegado la hora, dijo sombriamente Kaib.

Florinda se volvió á él y le contempló gravemente.

—¿La hora de qué? dijo.

—El rey don Rodrigo es tu huesped, señora.

—Y bien: que sirvan al rey; que mis manjares cubran su mesa; que el vino llene los jarros de oro; que le sirvan mis esclavos.

—Segun antigua costumbre, el señor del castillo debe servir al rey.

—Mi padre le está sirviendo en Tanja.

—Por lo mismo; en ausencia de tu padre tú estas obligada á servir al rey, repuso sombriamente Kaib.

Guardó por un momento silencio Florinda; una espresion singular pasó por sus ojos; acreció su palidez, y al fin dijo:

—Ruega al rey me perdone si le hago esperar mientras me engalanan, para servirle dignamente, mis esclavas.

Y volviendo las espaldas á Kaib, se encaminó lentamente á una puerta, por la cual desapareció.

Kaib tuvo fija en ella, mientras pudo verla, una mirada profundamente conmovida.

Luego esclamó con acento tembloroso:

—¡Que se cumpla lo que está escrito!

Y fué á llevar el mensage de Florinda al rey.

El rey se paseaba impaciente por una magnífica cámara.

Trofeos de guerra, arrancados á los enemigos en diferentes épocas, ennoblecian los muros, atestiguando el valor de los ascendientes del conde don Julian.

Una ancha mesa, cubierta con paños de púrpura, dejaba ver humeantes viandas en platos de oro, y jarros del mismo metal, rodeados de anchas copas, rebosaban el vino.

Cuatro candelabros de oro alumbraban la mesa.

Todo demostraba la gran riqueza del dueño del castillo.

Delante de la mesa solo habia un enorme sillon cubierto con un dosel: el sillon del castellano cedido al rey.

Don Oppas, Belay, Teodomiro y Favila, estaban agrupados y en silencio á cierta distancia del rey, medida por el respeto.

No tuvo que esperar mucho don Rodrigo.

Abrióse una puerta y apareció Florinda resplandeciente con su juventud, su pureza, su hermosura, sus joyas y sus magníficas galas.

Adelantó lentamente, arrastrando su pesada y brillante túnica de seda y oro, con la frente alta y ceñida con la diadema de las nobles godas.

A alguna distancia del rey se detuvo.

—Bien venido seas, señor, dijo con voz reposada y grave, al hogar del conde don Julian.

Don Rodrigo, mudo de asombro ante tanta hermosura, no le contestó mas que con la elocuente sorpresa de su semblante y la encendida mirada de sus ojos.

Florinda silenciosa, inmóvil, imponente, fijaba en el rey una mirada altiva y severa.

Parecia que no veia á las otras personas que habia en la cámara, aunque entre ellas estaba Belay, el amado de su alma.

El rey temblaba; con la mirada fija en Florinda; la llama de un amor infernal se habia apoderado de su alma, y lo habia olvidado todo; el descontento de sus vasallos y los funestos amagos del porvenir que guardaba para él la terrible torre que se levantaba escueta, solitaria y muda al otro lado del Tajo.

Las primeras palabras que pronunció don Rodrigo representaban su deseo.

—Salid, dijo á don Oppas y á los tres príncipes, salid y esperad afuera.

—¡Que salgamos! esclamó obedeciendo á la voz de sus celos Belay.

—¿Quién habla cuando el señor manda? gritó el rey.

—Esa doncella, esclamó adelantándose Belay, es mi esposa.

—¡Tu esposa, Florinda! esclamó palideciendo mortalmente el rey y temblando de cólera.

—Me ha jurado la fé de su amor ante Dios.

—¡Ah! ¿y no es mas que eso? príncipe: yo creí que en efecto la hija de don Julian era tu esposa... pero no lo es... ni lo será, porque yo que soy tu señor no te la concederé.

—Dicen, rey don Rodrigo, observó con un marcado acento de amenaza Belay, que para tí nada hay respetable mas que tu voluntad: que allí donde tus ojos se fijan van la impureza y la deshonra.

—¿Y quién dice eso, mi leal Belay, mi buen pariente, mi hermoso príncipe? dijo el rey dominando mal su cólera.

—Lo dicen las desdichadas que has deshonrado, los viejos cuyas canas has escarnecido, las madres á quienes has arrojado cubiertas de vergüenza las hijas de sus entrañas.

—¡Ah! ¿y no te han dicho que el rey castiga de muerte á los traidores que se atreven á insultarle? dijo don Rodrigo adelantando furioso hacia Belay, que puso la mano sobre la empuñadura de su espada.

Don Oppas cubria con una frialdad hipócrita la alegria de su alma; veia al hasta entonces leal y respetuoso Belay, revelado contra don Rodrigo; veia al rey decidido á todo; sabia que para que cayese la ira de un vasallo poderoso, del conde don Julian, sobre don Rodrigo, bastaba con que este tocase solamente á la orla de la túnica de Florinda; veia ya rebosar de Tánger millares de combatientes salvages, los veia atravesar el estrecho de Alzacac, poner las plantas en Calpe, devastar la Bética y prestar una poderosa ayuda á los hijos de Witiza.

Veia acercarse el momento en que el conde don Julian seria injuriado por don Rodrigo en Florinda.

Belay lo veia del mismo modo y esperaba al rey con la mano puesta en la empuñadura de su espada.

Florinda se interpuso.

—El rey lo manda; dijo con acento dominador: salid príncipes, el rey está en el hogar de un noble vasallo, y tiene derecho á ser obedecido en él. Salid: la hija del conde don Julian cumplirá con lo que debe á su sangre.

Belay vaciló, pero una mirada de Florinda le decidió á obedecer; salió, y tras él salieron Teodomiro y Favila y, al fin, don Oppas que apenas podia contener su feroz alegria.

Florinda y el rey quedaron solos.

—Sentaos, señor, sentaos, dijo la jóven; estais bajo un techo amigo: honrad la copa de mi padre bebiendo en ella.

Y Florinda llenó de vino una ancha copa de oro.

El rey fijó una mirada codiciosa en la copa, mientras que revolvia en su mano entre sus ropas, el pomo que le habia dado don Oppas.

¿Pero cómo verter el contenido del pomo en la copa sin que lo notase Florinda?

Una idea surgió en el pensamiento del rey.

—Me han dicho, dijo, que cantas de una manera maravillosa.

—¿Y quién te ha dicho eso, señor?

—No recuerdo bien: ¡ah! sí, algunas noches he oido el son de una lira en los aposentos de la reina: el sonido de aquella lira me ha arrebatado, ha resonado dulcemente en mi corazon, y la voz que ha cantado unida á aquella lira me ha parecido la voz de un arcángel; por la mañana he preguntado: ¿quién era la muger que tan dulces armonías exhalaba en los aposentos de la reina Aylat? y me han contestado.—Era la hermosa hija del conde don Julian.

—Te han engañado, señor, contestó Florinda. Nunca he cantado en los aposentos de mi señora.

Tembló el rey temiendo que Florinda no supiese tañer la lira.

—Pero si quieres, señor, dijo la jóven, cantaré para tí.

El alma del rey se dilató.

—Espera un momento, señor; voy á pedir á mis esclavas mi lira de marfil.

Apenas hubo vuelto Florinda la espalda, cuando don Rodrigo trémulo, dominado por una ardiente y próxima esperanza, vertió el contenido del pomo que le habia dado don Oppas en la copa que habia llenado Florinda.

Poco despues la jóven volvió preludiando de una manera mágica en las cuerdas de oro de una magnífica lira de marfil.

El semblante de Florinda estaba triste y apenado como si un funesto presentimiento oprimiera su alma, y permaneció de pie preludiando en su lira á poca distancia del rey.

—¿No bebes, señor? le dijo despues de un momento de silencio ¿recelas acaso de la copa de tu vasallo?

—Es antigua costumbre que el vasallo beba primero cuando ofrece la copa á su rey, dijo don Rodrigo.

Y presentó la copa á Florinda.

La jóven sostuvo con su brazo izquierdo su lira, tomó la copa y bebió un sorbo.

—La libacion completa, dijo el rey sonriendo, esa es la costumbre.

Florinda apuró la copa.

—¡Ah! murmuró el rey: tu hermosura es mia.

—¿Qué dices, señor?

—Que me llenes otra vez la copa.

Llenóla Florinda y el rey la apuró.

Fuese que el pequeño resto que habia quedado en la copa inficionase el vino nuevamente echado en ella por Florinda, fuese que le embriagase la hermosura de la jóven, el rey sintió en su cabeza un vago y delicioso delirio; parecióle que la hermosura de Florinda se aumentaba y crecia hasta hacerse sobrenatural; que las luces se amortiguaban, y que solo quedaba la luz de la hermosura de Florinda: luego vió como en un sueño fijos en los suyos los ojos de la jóven que le decian amores: la vió tomar un escabel, sentarse á sus pies, mirarle sonriendo, como solo mira á un hombre la muger que le adora, y al cabo escuchó un canto dulcísimo.

Creyóse arrebatado al paraiso, y luego cesar la música, rodear su cuello los frescos brazos de Florinda, y posarse en sus labios áridos unos labios húmedos y ardientes.

Florinda resplandecia; Florinda le embriagaba, y en medio de su embriaguez y de su delirio, no pudo escuchar el rey estas palabras, pronunciadas con acento terrible por una voz ronca tras el tapiz de una puerta de la cámara:

—¡Lo que estaba escrito se ha cumplido: el oriente avanza contra el occidente, y el buitre se cierne ya sobre el campo de la matanza esperando los cadáveres!

Entretanto el rey, que habia salido del castillo, seguido de don Oppas, de Belay, de Teodomiro, de Favila y de sus cortesanos, atravesó el Tajo en barcas que estaban preparadas, y llegó cerca de la torre situada en la otra orilla, hasta la cual habian abierto paso algunos esclavos rompiendo con sus espadas la maleza.

El rey descabalgó al fin delante de la puerta de la torre.

Todos temblaron en aquel momento solemne: el rey de impaciencia, don Oppas de esperanza, los demás de la comitiva de terror.

Solo Belay y los dos príncipes sus nobles amigos no temblaron, pero invocaron á Dios con las manos puestas en las empuñaduras de sus espadas.

Porque á la llegada del rey, dentro de la torre, en torno de ella, cerca y lejos, en los aires y en las entrañas de la tierra se habia oido un rumor lejano y confuso de batalla; lentamente aquel rumor creció; oyóse al fin de una manera distinta el choque del hierro contra el hierro, los gritos de guerra, los clamores de los moribundos, el relinchar de los caballos, el alarido de las trompetas, el silvo de las flechas, el áspero rechinar de las ruedas de los carros y el doblar de los tambores y atabales.

Sin que nadie tocase á la puerta, esta se abrió con estruendo, y una luz pálida, sin oriente ni ocaso, alumbró el interior.

Al abrirse la puerta el estruendo creció; parecia que el valle lanzaba guerreros en todas direcciones; mugió sordamente el Tajo, condensóse la niebla, tembló la tierra bajo los cascos de millares de caballos, el aire vibró herido por innumerables y salvajes gritos de guerra, y un cálido y nauseabundo olor de sangre lo envolvió todo.

Y en medio de aquel estruendo pavoroso, dominándole como el bramido del huracan domina al ruido del aguacero en la tormenta, una voz cavernosa retumbó dentro de la torre, que vaciló al sonido de aquella voz sobre sus fortísimos cimientos.

—¿Quiénes sois y qué quereis? dijo la voz.

—Soy don Rodrigo, rey de los godos, contestó el rey.

Al escuchar estas palabras, salió de la torre una esplosion de carcajadas y un coro infinito gritó:

—¡Es el rey don Rodrigo! ¡el último rey! ¡el último rey de los godos!

Y al mismo tiempo avanzaron hácia la puerta, pero sin pasar de ella, sombras envueltas en flotantes velos, pálidas y macilentas como cadáveres insepultos, y los ojos de todas las sombras se fijaban en el rey que estaba fascinado, y las bocas de todas las sombras le saludaban con insolentes carcajadas, y los brazos de todas las sombras se estendian hácia él.

Y sus calvas cabezas relucian, y sus monstruosos cuerpos se retorcian, y sus infernales bocas chillaban, gritaban, ahullaban, rugian, y á la vista de aquella espantosa vision la comitiva del rey huyó aterrada hasta las márgenes del rio y hasta los remotos confines del valle.

Solo quedaron, delante de la puerta de la torre, el rey con los cabellos herizados de espanto, detenido por un poder superior, y Belay, Teodomiro y Favila, á pié, envueltos en sus clámides rojas, con las espadas desnudas en las manos diestras, las siniestras sobre el corazon y el nombre de Dios en los lábios.

El rey, aterrado, trémulo, fijaba la inmóvil mirada de sus ojos en la tremenda vision; los tres príncipes sentian latir en sus venas su sangre de valientes sin miedo y sin tacha.

—¡Adentro, señor! gritó Belay adelantando con la espada en alto: ¡adelante, hermanos mios! ¡ya que hemos llegado hasta aquí, es preciso que las artes de Satanás no detengan á cuatro príncipes cristianos!

Y asió de don Rodrigo, y seguido de Teodomiro y Favila penetró en la torre.

La vision desapareció, como por ensalmo, apenas el rey y los tres príncipes pisaron el interior de la torre; apagóse la claridad lívida que antes la habia alumbrado y solo quedó el ténue reflejo de la luna.

—¡Una antorcha! gritó Belay.

Desde la márgen del rio adelantó uno de los pajes mas atrevidos, y entregó una antorcha al príncipe.

El noble godo adelantó aun mas, dentro de la torre, y la reconoció á la luz de la antorcha.

Era la torre inmensa, tétrica, bastante á imponer terror por sí sola, sin la ayuda de sus apariciones, al corazon mas valiente: formábala una bóveda circular sustentada en el centro por un gigantesco pilar; la altura de esta bóveda se perdia en la oscuridad, y sobre sus muros y en torno de la pilastra, se veian, labrados en la roca, mónstruos informes, reptiles horribles, esqueletos de gigantes; todo allí, como petrificado por un conjuro ó por una maldicion; oscuras inscripciones orlaban los muros en fajas de piedra, con letras de sangre, y sangre parecia brotar el pavimento húmedo y resbaladizo.

Belay conduciendo al rey y seguido de Teodomiro y Favila, recorrió la torre y solo se detuvo ante una especie de nicho en el cual habia un arca de hierro mohoso.

Al verla don Rodrigo, ya mas sereno por la desaparicion de las sombras, que, siempre incrédulo é impío habia juzgado un delirio de su razon, dió un grito de alegria.

—¡Abrid! ¡abrid! dijo á los príncipes: ¡allí debe encerrarse un riquísimo tesoro, ¡abrid!

Belay levantó la pesada tapa y alumbró el interior del arca.

Don Rodrigo lanzó dentro de ella una mirada codiciosa.

Pero en vez de joyas solo vió veinte y cinco coronas de hierro atadas en una cadena; su blason real roto y manchado, su espada enmohecida y su manto real hecho girones y ensangrentado.

Un libro escrito en caracteres árabes, el Korán, estaba puesto sobre la Biblia abierta y deshojada, y el verde pendon del Profeta, envolvia en sus pliegues otro objeto.

Belay sacudió la bandera y de ella, una cabeza humana cayó sobre el pavimento.

Aquella cabeza separada de su tronco era tan semejante á la que aun vivia sobre los hombros de don Rodrigo, que los príncipes se estremecieron y el rey tembló, y sintió correr por sus venas el frio de la muerte.

—¡A las armas, hermanos mios! gritó Belay: ¡corramos á nuestros castillos! ¡que el pueblo godo se levante á tu voz, señor, porque la tradicion se cumple y en esta torre fatal está encerrado tu destino!

—¡Los árabes! esclamó don Rodrigo levantando por primera vez su cabeza en un movimiento de energía: ¡pues bien! ¡que vengan! ¡las canas no me impedirán cubrir mi cabeza con mi capacete coronado, y bajo la púrpura vestiré la lóriga! ¡la corona en la frente y la espada en la mano cabalgaré delante de mi pueblo, y si está escrito que hayamos de sucumbir, sucumbiremos como valientes! ¿no es verdad príncipes?

Los tres príncipes se miraron con estupor. Habian creido hasta entonces que el rey habia muerto para el valor y que solo vivia para la molicie y para la corrupcion.

—Venid, mis valientes caudillos; pronto mis huestes y las de mis nobles, probarán si es incontrastable lo que está escrito por el destino. Entre tanto, á Dios.

Y salió delante de ellos de la torre, cabalgó en su corcel y llamó en voz alta á don Oppas.




Sacudio la bandera, y cayo al suelo una cabeza humana.

Don Oppas se acercó temblando.

—A Toledo, dijo el rey con acento sombrío.

Poco despues la brillante cabalgata aterrada, triste y silenciosa volvió á entrar en la ciudad.

Antes del amanecer salió de ella á pie, por la puerta de los Leones un hombre envuelto en una clámide roja, y en silencio y á gran paso se encaminó al valle del Tajo.

Desde que salió el rey del castillo del conde don Julian, Florinda pálida, pintada en el semblante una espresion de despecho y de desesperacion horrible, habia permanecido en su mirador, dejando brillar las lágrimas, que corrian silenciosamente por sus megillas, á los rayos de la luna.

Recordaba de una manera confusa una cosa horrible; se sentia lacerada en el cuerpo y en el alma, y su pensamiento pasaba tan pronto del rey don Rodrigo, su infame burlador, á Belay, el amado de su alma.

Florinda no comprendia la razon de su momentáneo delirio entre los brazos del rey: la desdichada no sabia que habia sido embriagada por un filtro terrible.

Conocia sin embargo su vergüenza y anhelaba venganza, una venganza cruda.

Hubo un momento en que una horrible decision se pintó en su semblante, se apartó bruscamente del mirador; corrió á su cámara, tomó un pergamino y escribió en él apresuradamente algunas líneas.

Despues llamó á Kaib.

Este apareció de improviso como si hubiese estado detrás de la puerta.

—Ha llegado la hora de la tribulacion, Florinda, y me has llamado, héme aquí: ¿qué quieres?

—Es necesario que lleves esta carta á mi padre á Tanja.

—Iré, dijo Kaib.

—Pues bien, vete y que el nuevo sol te vea cabalgando hácia el oriente.

—Antes de partir es necesario que yo te deje segura y libre del infame.

—¡Ah! esclamó Florinda cubriéndose de rubor: ¿sabes?...

—Lo sé todo: yo soy mago.

—¿Y habias previsto la horrible desgracia que me iba á acontecer?

—Sí.

—¿Y por qué no me salvaste? esclamó con desesperacion Florinda.

—Estaba escrito que tú fueses sacrificada, para que el pueblo godo fuese destruido.

—¡Ah!

—Pero yo no puedo dejarte abandonada. El infame don Rodrigo arde en tus amores, su delirio por tí crece, siempre tendrá para enloquecerte un filtro, un ensalmo. La ciencia se vende al oro. Pero ven: yo te daré un amuleto que te libre de las asechanzas del rey. Ven hija de don Julian: ven.

Arrastrada por el acento solemne del esclavo, Florinda le siguió: salieron del castillo por un postigo, atravesaron el Tajo en una barca y llegaron á la torre maravillosa, apenas se habian alejado de ella el rey y sus gentes.

Kaib desnudó su puñal y tocó con el pomo en la gran puerta de hierro.

El eco despertó, como de las profundidades de un abismo, el ruido causado por la mano del hombre.

Una voz pujante como á la llegada del rey, gritó desde adentro.

—¿Quiénes sois y qué quereis?

—Somos Florinda y Kaib, contestó el esclavo.

Entonces la puerta se abrió en silencio y por sí misma.

Una claridad lívida iluminaba el interior.

—No tiembles, Florinda, dijo con voz segura Kaib, porque si tiemblas, esa puerta se cerrará y no volverá á abrirse mas para nosotros.

Florinda procuró dominarse y lo consiguió, á pesar de que vagaban con paso lento, en torno suyo, sombras envueltas en sudarios blancos, pálidas y sombrías, como cadáveres insepultos; cada una de ellas fijaba sus hundidos ojos en la jóven de una manera horrible y cruel.

—Todos estos han llamado como nosotros á esta puerta, dijo Kaib: todos ellos han sucumbido al pavor y velan encantados aquí: mira, hay valientes guerreros y hermosas damas; todos han venido en busca del tesoro que encierra esta torre y ese tesoro está guardado para tí.

Florinda sentia dentro de su espíritu un poder superior; su corazon dominaba todos aquellos terrores; su vista se estendia sin vacilar por los ámbitos de la torre, abarcándolos con su mirada serena y poderosa.

Y era porque Florinda estaba desesperada, y no podia aterrarse porque tenia sed de venganza, y aquella ansiosa rabia la daba valor.

Kaib, llevando de la mano á Florinda, avanzó hasta el pié de la pilastra que sostenia la bóveda de la torre y puso la mano sobre la cabeza de un horrible jorobado de piedra, que estaba como incrustado al pié de la pilastra.

—Yo he leido en los astros, dijo: yo soy mago: los astros me han revelado que tú guardas un amuleto que defiende á las mugeres de la impureza de los hombres y de su propia impureza.

El enano rugió sordamente, levantó la cabeza y volteó en sus órbitas, mirando á Kaib y á Florinda, sus torbos ojos de piedra, que por un momento parecieron de fuego.

Ninguno de los dos tembló.

Entonces el jorobado se arrancó de la pilastra y caminó delante de los dos, haciendo resonar sobre el pavimento las secas pisadas de sus enormes piés de mármol.

—Hé aquí la piedra de los siete sellos, dijo deteniéndose en la parte oriental de la pilastra; si esa muger es la sentenciada por el destino á causar la ruina del pueblo godo, su mano romperá el encanto, y el precioso talisman será suyo.

Sobre la losa que servia de puerta á un arco, habia á cada lado tres signos, y otro en el centro: aquellos siete signos eran enteramente iguales entre sí, y parecian láminas de oro sobrepuestas al mármol; consistian estos sellos en dos triángulos cruzados, dentro de los cuales se leia en caracteres caldeos: ¡dios!

Florinda tocó con su dedo el signo del centro, que desapareció absorvido por el mármol, como una gota de agua que cae sobre una plancha de hierro caldeado.

Tocó el segundo, el tercero, hasta el sétimo y todos desaparecieron de igual modo.

—Hé aquí la Kaba de los árabes, dijo el enano: lo que estaba escrito se ha cumplido.

Y asiendo la piedra por uno de los bordes, la separó, á pesar de su enorme peso, con la misma facilidad que si hubiera levantado la hoja seca de un árbol.

Entonces quedó descubierto un precioso arco árabe de oro, calado, esmaltado y cincelado, que daba entrada á un pequeño retrete resplandeciente.

Una luz brillantísima emanaba de una caja de esmeralda, colocada sobre almohadones de púrpura, oro y piedras preciosas.

—En esa caja está el amuleto; dijo el enano: la muger que le tenga pendiente de su cuello, estará libre de la impureza, pero no de las desgracias, de las injurias, ni de la muerte.

Muger consagrada á Dios será y la muerte y la condenacion caerán sobre el hombre que ponga en ella su mano, mientras tenga sobre su seno el amuleto.

—Escrito está, murmuró Kaib: ¡cúmplase la voluntad del Dios grande y justo!

Florinda abrió la caja.

Dentro habia un collar de gruesas perlas y de inestimable precio y en el centro de él, pendiente de la perla mas gruesa, habia una manecita negra de ébano, sobre la cual y de una manera imperceptible, estaba grabado el sello de Salomon, en cuyo centro en caracteres caldeos, se leia la palabra ¡dios!

Nada teneis que hacer ya aquí, dijo el enano: el decreto del destino se ha cumplido: la Florinda de los godos, la Kaba de los árabes, ha roto los siete sellos que guardaban la ruina de un pueblo. Idos.

El jorobado fué á enclavarse de nuevo en el lugar que habia abandonado, tornando á su marmórea inmovilidad.

Florinda fué á ceñirse el amuleto.

—Espera, dijo Kaib: yo te amo.

Florinda miró con los ojos arrasados de lágrimas al esclavo.

—Yo te amo, continuó Kaib, como ama el hermano á la hermana, la madre á la hija, el dia al sol; pero Kaib no ha encontrado gracia en tus ojos, hija de don Julian; amas á un hombre que no puede ser tu esposo, y tu pureza ha sido arrebatada por un infame á quien no podias amar. Nos vemos por la última vez, Florinda.

—¡Por la última vez!

—Sí; yo moriré pronto, moriré junto á tu padre que vendrá á vengarte.

—¡Y mi padre!

—Morirá tambien.

—¡Oh! ¡Dios mio! ¿y mi pueblo?

—Será esclavo.

—¡Y todo por mí!

—¡Estaba escrito!

—Pero el destino es injusto.

—Dios te ha elegido por víctima.

—Pues bien, que se cumpla la voluntad de Dios.

Y Florinda levantó la frente radiante de magestad y de valor.

—No volveremos á vernos mas, dijo Kaib: abrázame, hija de don Julian.

Florinda se arrojó entre los brazos del nubio, como pudiera haberse arrojado entre los brazos de su padre, y lloró sobre su robusto pecho.

Kaib la besó en la cabeza sobre los cabellos y la separó de sí.

Florinda rodeó á su cuello el amuleto.

Entonces pareció que su hermosura crecia: sus ojos brillaban con un resplandor sobrenatural: la blancura de su tez se habia hecho deslumbrante: el amor volaba en torno suyo, irresistible, impregnado de ambrosía y de pureza.

Kaib sintió abrasarse su corazon en un fuego infinito y voraz: Florinda no era entonces una muger: era mas que una hurí; era un arcángel.

A su vista se agitaron los millares de mónstruos enclavados en los muros y en la pilastra, y en la bóveda de la torre, sobre sus alveolos de piedra, chocaron sus duras cabezas, y un grito de guerra retumbó inmenso en las concavidades.

Pero lentamente volvió el silencio á dominar la torre, se apagó el crepúsculo frio y nebuloso que la iluminaba, y solo quedó el reflejo de la luz de la luna que penetraba blanca y débil por la ancha arcada de la puerta, por la que salieron los jóvenes.

La puerta se cerró inmediatamente.

—He cumplido con lo que me prescribian el destino y el amor, dijo Kaib. ¡Hija de don Julian! ¡un poder superior te protege, y en vano quiere envolverte en sus alas el negro espíritu de los amores impuros!

Florinda callaba; sus ojos, fijos en la luna, estaban llenos de lágrimas.

Parecia que su vista alcanzaba á leer en la inmensidad el porvenir.

—A Dios, dijo Kaib.

—¿Cómo? ¿me abandonas aquí, sola, junto á esta terrible torre?

—Siento los pasos de un hombre que se acerca, y ese hombre te acompañará: ese hombre es Belay.

—¡Belay! esclamó Florinda alentando apenas.

Y aprovechando su sorpresa y su conmocion, Kaib se alejó.

Poco despues apareció á los rayos de la luna un hombre.

Florinda habia quedado inmóvil junto á la puerta de la torre.

Por un secreto instinto, al acercarse aquel hombre, le reconoció.

—¡Ah! ¡Belay! ¡Belay! ¿á dónde vas? le dijo.

—¡Florinda! esclamó el jóven príncipe alentando apenas al escuchar la voz de su amada.

—Sí, yo soy.

—¿Qué haces aquí?

—¿A qué vienes tú?

—Vengo á penetrar en esta terrible torre; vengo á evocar al espíritu maldito que la habita: á preguntarle lo que debemos temer ó lo que podemos esperar. ¿Y cuando vengo aquí anhelando la salvacion de mi patria, te encuentro, Florinda, sola, junto á esta tremenda torre?...

—Yo no soy ya Florinda... tu Florinda, la que debia ser tu esposa... soy la manceba del rey don Rodrigo.

—¡Tú! gritó Belay exhalando su corazon hecho pedazos en su grito: ¡tú, la manceba del rey!

—¡Dios lo quiere!

—¡Que Dios quiere que tú mancilles la honra de tus abuelos! esclamó Belay: ¡esa es una horrible blasfemia! ¡tú estás loca, Florinda!

Florinda aceptaba su destino de una manera heróica: amaba á Belay, y por lo mismo queria apartarle de ella: aborrecia de muerte al rey, y por lo mismo queria unirse á él.

¿No la habia dicho aquel terrible jorobado de piedra, que el hombre que pusiese sobre ella sus manos impuras, mientras tuviese pendiente de su cuello el amuleto de Salomon, perderia su cuerpo y su alma?

Florinda, por vengarse, queria buscar al rey; embriagarle con sus amores; ser su manceba; ser, en fin, para él un doble tósigo para su cuerpo y para su alma: el cuerpo ensangrentado: el alma condenada.

—Yo amo al rey, dijo con voz lánguida Florinda.

—¿Y así olvidas tus promesas, mi amor, mi vida?

—Ama á otra hermosura.

—¡Ah Florinda! ¡Florinda! ¡tú estás loca!

—¡No, no! ¡recuerda bien! ¡esta noche!...

—¡Ah! ¡esta noche!...

—El rey vino á mi castillo.

—Es verdad.

—El rey pretendió que yo le sirviese la copa.

—Es verdad.

—Tú quisiste oponerte á que yo quedase sola con el rey.

—Sí, sí, es verdad.

—Pues bien; yo habia llamado al rey.

—¡Tú!

—Sí, yo. Yo que le serví la copa de mis amores.

—¡Oh! ¡maldita seas tú, muger, que has herido de un solo golpe la honra del padre y el corazon del amante!

Y fuera de sí se volvió á la puerta de la torre, se arrojó contra ella y la golpeó con las manos.

La puerta se abrió y Belay se precipitó dentro.

Cuando salió empezaba á amanecer.

La frente de Belay se mostraba radiante de valor.

—¡Que la causa de su pérdida es Florinda! esclamó con acento profundo: ¡que su padre el conde don Julian será traidor, que los árabes vencerán á los godos, y que yo, yo, Belay, duque de Cantábria seré el primer rey de otro árbol de reyes! ¡Oh! ¡hagamos callar nuestro corazon; ahoguemos en él la voz de nuestro amor y de nuestros celos; la patria necesita nuestro brazo, y nuestro amor es todo entero de la patria!

El generoso mancebo se encaminó á Toledo.

En aquellos momentos, Florinda engalanada como una reina, y sonriendo de amor, entraba en la cámara de don Rodrigo, y se arrojaba entre sus brazos.

Kaib galopaba sobre un potro negro, atravesando la España para ir á llevar al gobernador de Tanja, al conde don Julian, la carta en que Florinda le avisaba de su deshonra.

El sol habia descendido y aparecido ocho veces desde que Kaib habia partido con la carta.

Habia llegado al monte Calpe, á la ribera del estrecho de Alzacac, y habia entrado en una nave de mercaderes para trasladarse á Tanja.

Muy pronto la nave se acercó á las riberas de Africa.

Al lejos, Kaib inmóvil y de pié sobre la proa, vió en el horizonte de un mar abrillantado por los rayos del sol, una ciudad agarena, cuyos altos minaretes parecian desafiar á las tempestades.

Aquella ciudad era Tanja.

Fuera de los muros, junto á la espuma de las aguas, se veian levantadas algunas tiendas: multitud de árabes á caballo armados de lanzas, caracoleaban al rededor de las tiendas, ejercitándose en sus armas, como soldados que se disponen á una empresa cercana.

Mas próxima al mar que las otras, habia una tienda, sobre la cual ondeaba un pendon de seda roja y verde; á la puerta de esta tienda dos hombres paseaban amigablemente y miraban al mar, en cuyo lejano horizonte aparecia un punto negro.

Aquel punto negro era la nave que conducia á Kaib.

La edad de los hombres que paseaban delante de la tienda, parecia ser la de cincuenta años. Los dos mostraban en su semblante el sello de dominio que la costumbre del mando imprime en los caudillos.

El uno llevaba el capacete de oro y la clámide de púrpura de los nobles godos; su semblante pálido y triste parecia reflejar el presentimiento de una gran desgracia, y su paso era lento, grave y magestuoso.

El otro hombre que con él paseaba, era un árabe hijo de Damasco, cuya frente atezada, estaba cubierta por una toca roja y verde: causaba terror la mirada incontrastable, salvaje, cruel, de sus ojos negros como el ébano; vestia un alquicel blanco, un caftan rojo, y una lóriga de guerra; en su ancha faja de Persia escondia un corvo puñal, y sujetaba una larga espada con empuñadura de hierro.

Este árabe era Muza-ebn-Nosir, vasallo del califa Walid y conquistador del Magreb, hasta la Mauritania Tingitana.

Muza y el conde don Julian hablaban de gravísimos asuntos.

—Inútil es cuanto te esfuerzes, emir, en convencerme á que haga traicion á mi rey, decia el conde. Por él tengo el gobierno de la Mauritania Tingitana, y la defenderé á todo poder contra tí y contra todos los que enviare el califa tu señor. No me pidas que te abra las puertas de mi patria, que no vengo de raza de traidores, ni hay oro bastante en el mundo para obligarme á ser traidor.

—Nobles y leales son tus palabras, conde, y leal y noble eres, y es por cierto grande lástima que tan buen caballero sirva á un rey tan tirano como don Rodrigo.

—El reino le castigará como á Witiza y pondrá otro rey en su lugar, dijo el conde, si necesario fuese: por lo mismo, si yo te he recibido de paz, es porque de paz has venido, y porque yo siempre tenderé mi mano á los prudentes y á los esforzados.

Muza no insistió al ver la firmeza del conde, pero no dejó de mirar con anhelo, y sin saber por qué causa, á la nave que conducia á Kaib.

Durante algun tiempo el godo y el árabe continuaron paseando y hablando de sus respectivas patrias, señalando y ponderando cada uno las escelencias de la suya, como si hubieran sido los amigos mas grandes del mundo.

Entre tanto la nave habia llegado á la ribera y de ella habia saltado en tierra Kaib, que al ver á su señor corrió hácia él.

Una palidez sombría cubrió las megillas de don Julian al ver la precipitacion con que se acercaba á él uno de sus esclavos que habia reconocido.

Kaib no tardó en arrojarse á los pies de su señor.

—¿Qué nuevas me traes? dijo alentando apenas el conde don Julian.

—Esta carta de tu hija te las revelará, señor, dijo Kaib sacando del seno el pergamino que le habia encomendado Florinda y entregándolo al conde don Julian.

Este rompió los sellos y leyó.

—¡Oh! ¿que es esto, Dios, poderoso Dios? dijo el conde dejando caer el pergamino apenas le hubo leido, y llevándose las manos á la cabeza como si hubiese temido que se le escapase.

Muza recogió el pergamino, pasó la vista por la escritura, y luego, sonriendo con un gozo cruel, leyó en voz alta el contenido.

Decia así:

«Padre: la cólera de Dios ha caido sobre nuestras cabezas.

»El destino se cumple y la muerte acecha.

»Nuestro hogar ha sido profanado.

»El infame rey don Rodrigo ha mancillado, valiéndose de malas artes, la pureza de tu hija.

»Tu Florinda está deshonrada y morirá de vergüenza.

»Padre: desnuda tu espada, desnúdala y venga á tu hija.»

Mientras el árabe leia, los ojos de Kaib se inyectaban de sangre.

Al fin esclamó con una voz semejante á un rugido y como si hubiese ignorado lo que contenia la carta.

—Mientes tú, perro infiel; es imposible que esa carta diga lo que tú supones que dice.

Al verse insultado el soberbio Muza de tal modo por un esclavo, una palidez de muerte cubrió su semblante y desnudó trasportado de cólera su puñal.

Kaib no tuvo tiempo de huir ni de defenderse; el árabe le habia herido de una puñalada.

Kaib cayó murmurando:

—Estaba escrito.

Y espiró.

—¡Oh! ¿que es esto? dijo don Julian volviendo en sí.

—Esto es, dijo Muza mostrándole la carta, tu hija deshonrada y tu esclavo muerto.

El conde don Julian arrebató el pergamino á Muza y se alejó frenético.

El emir entró en su tienda murmurando.

—Lo que no han hecho la ambicion ni el oro, lo hace la venganza, Gecira-Alandalus será esclava del Islam.

Pocos dias despues el conde don Julian decia á Muza en un aposento de su palacio de Tanja:

—¡Emir de Africa! ¡caudillo del poderoso Walid, reune tus soldados! yo te abro las puertas de Tanja; yo te doy los galeones de los godos! ¡emir del poderoso Walid! ¡pisa las playas de España! ¡adelante, al galope de los caballos de tus feroces árabes! ¡yo voy contigo! ¡yo que voy por la cabeza de don Rodrigo!

Muza sonrió de una manera horrible y esclamó:

—¡Estaba escrito! ¡lo que no pudo hacer la ambicion lo hace la venganza!

Algunos dias despues un ejército árabe pasaba en cien galeones el estrecho y pisaba las playas de la Bética.

Antes el walí Tarik-ebn-Zyad, con una caballería escogida, habia pasado en cuatro grandes barcos de Tanja á Sebta y de Sebta á Andalucía con éxito venturoso.

Tarik habia devastado algunas comarcas de la Bética y habia avisado á Muza de que podia pasar con su ejército.

Cuando el príncipe godo Tadmir supo esta invasion: escribió á don Rodrigo la carta siguiente:

«Señor: aquí han llegado gentes enemigas de la parte de Africa, yo no sé si del cielo ó de la tierra; yo me hallé acometido de ellos de improviso, resistí con todas mis fuerzas para defender la entrada, pero me fué forzoso ceder á la muchedumbre y al ímpetu suyo: ahora, á mi pesar, acampan en nuestra tierra. Ruégote, señor, pues tanto te cumple, que vengas á socorrernos con la mayor diligencia y con cuanta gente se pueda allegar; ven tú, señor, en persona, que será lo mejor.»

El espanto cundió entre los godos, y el rey don Rodrigo se levantó aterrado de entre los brazos de Florinda, donde le sorprendió la noticia.

El sangriento vaticinio de la horrible torre empezaba á cumplirse.

La corona de los godos y la cabeza de don Rodrigo estaban amenazadas.

Don Oppas veia con placer acercarse el dia en que fuese derrocado el enemigo de Witiza.

Los hijos de aquel rey gozaban ya con su venganza.

Florinda miraba ya próximo el momento en que el infame tirano caeria ensangrentado á los pies del conde don Julian.

Don Rodrigo, reuniendo cuantas gentes pudo, partió para la Bética y llegó con un innumerable ejército á Sidonia.

Tarik, la valiente espada del Islam, le salió al encuentro.

El trono de los godos cayó por tierra en la batalla de Wad-al-Lette.

Don Rodrigo cayó muerto á manos de Tarik.

El traidor don Julian cayó tambien horrorizado de haber vendido á su patria por lavar su honor.

Pero Florinda estaba vengada.

Los árabes, por haber sido ella la causa de la pérdida de un reino, la llamaron la Kaba.

Los árabes siguieron adelante en su triunfo, y la bandera del Islam tremoló sobre Toledo.

Solo quedaron algunos godos reunidos por Belay en las montañas de Asturias, sin rendir homenaje á los vencedores.

Las gentes de Damasco vinieron á buscar la tierra fértil de Gecira-Alandalus, y se dirigieron á la Bética, y en ella buscaron á Iliberis.

Porque así estaba escrito.

Y quiso Dios que cuando asomaron, viniendo de la parte de las marinas por la cumbre de un monte, á cuyo pie tiempo adelante se levantó la villa de Al-Padul, voló el arcángel de la vida y de la alegría con sus alas de oro y su flotante túnica celeste recamada de estrellas, sobre la tierra árida y seca de Iliberis y disipó los vapores que la cubrian, y dijo con una voz dulce y sonora como el murmurio de las auras entre las flores.

«Vuelve á ser lo que eras, tierra maldita, antes de la impiedad de tus antiguos moradores.

»Cúbrete de praderas y de fuentes, de bosques y de sotos.

Alégrate animal viviente y ave voladora.

Y cúbranse tus sierras de nieve.

Y tus montes de verdura.

Y muéstrate riente y engalanada bajo tu cielo azul.

Porque Dios te bendice para que seas el paraiso de su pueblo.

Pero quede en tí la señal de su maldicion, como recuerdo de una historia pasada.

Y que la parda sierra donde es Iliberis, no produzca ni yerba ni fruto.

Ni de asilo sirva á ave ni á fiera, sino á inmundo reptil y á vívora ponzoñosa.»

Y dicho esto, el ángel batió su ligera y dorada pluma.

Y se deshizo en lluvia de flores y aromas.

Y se alegró el cielo y regocijóse la tierra.

Brotaron las fuentes de las alturas y corrieron los rios.

Y columpiáronse las auras en las verdes frondas de las arboledas.

Y cantaron los pájaros.

Y balaron las ovejas en los altozanos.

Pero allá en el confin opuesto á Geb-el-Solair quedó la sierra de Iliberis infecunda y triste, despoblada de gentes y de animales y desnudas de verdor sus ásperas crestas, entre cuyas grietas asomaba su amarillenta luz el fuego de los volcanes.

Y cuando los de Damasco llegaron á la cumbre del alto del Padul, se creyeron trasladados á un jardin de delicias.

Y fijaron sus ojos asombrados en el monte de la Alcazaba, y en la Colina Roja y en la villa de los judíos.

Y al ver los castillos sobre los montes, al pié de otros montes mas altos.

Y la corona de nieve de la sierra.

Y la estendida alfombra de verdura de la vega, esclamaron:

—¡Allah Kuakbar este es el Jardin-de-Delicias.

Y la ciudad de los castillos sobre los montes Al-Garb-Nat.

Y llamaron desde entonces á la Alcazaba, y á la Colina, y á la villa, Garbnat.

Y las ocuparon y edificaron en ellas sobre las ruinas romanas torres y muros y una aljama á Dios dentro de los muros y defendida por las torres.

Y llamaron al monte de Iliberis Gebel-Elveira, á causa de su esterilidad.

Y llamaron al castillo antiguo que encontraron Hins-al-Roman.

Y construyeron frente á él, al otro lado de la fortaleza, otro que se llama hoy alcazaba Cadima.

Y labraron esta alcazaba el año 148 de la Egira, en tiempos de Ased-ebn-Abd-el-Rajman-el-Schevaní, primer walí de Granada.

Nadab, á la llegada de aquellas gentes estrangeras, escondió mas á Yémina, trasladándola á una escabacion abierta en la cisterna de la Colina Roja, receloso de aquellas tribus de oriente que con las lanzas teñidas aun en la sangre de los godos, avanzaban á la carrera de sus caballos de Africa, en direccion á las montañas.

Y Ased-el-Schevaní era un sirio feroz, que, mancebo aun, habia venido con el caudillo Ocba-ebn-Nafe-el-Farih, sobre las tierras del Magreb, y habia ensangrentado su caballo hasta las cinchas en sangre berberisca treinta y cinco años antes de la conquista de España por los árabes.

Y así es que, al tiempo en que los de Damasco allegaron á las tierras de Granada, las nieblas del invierno y el sol del estío habian pasado ochenta veces sobre su cabeza.

Y era su barba blanca y su tez roja.

Y mostraba gran cuerpo y fuerza á pesar de sus muchos años.

Y era respetado por sabio y por valiente entre los mas doctos y esforzados de su tribu.

Nunca habia tenido mugeres, ni habia amado.

Ased-el-Schevaní decia que el amor era una enfermedad del espíritu, y la muger el demonio tentador que Allah ha arrojado sobre el camino del hombre para hacerle débil y apartarle de toda fuerza y merecimiento.

Pero como el amor es ley invencible, yugo inevitable, luz del cielo sin la cual el hombre seria una fiera, y la muger la antorcha de oro y perlas donde ha puesto Dios el resplandor de su hermosura, estaba escrito que Ased-el-Schevaní habia de arder alguna vez en su fuego.

Y ardió; pero de una manera voraz, insensata.

Hasta el punto de consumir en aquel fuego su corazon, y bajar á la tumba débil, desesperado y loco.

Y sucedió así.

Sobre la cumbre del monte fronterizo á la Colina Roja, los de Damasco, huyendo de la esterilidad de Elvira, buscando aires puros y aguas saludables, tierra fértil y pabellones de verdura; habian levantado la torre que hoy se vé ruinosa cerca de la plaza de Bib-al-Bonut, mirando al cerro donde mas tarde se levantó la torre del Aceituno.

En aquella torre, labrada por cautivos cristianos, moraba el walí de Granada, y desde ella veia, durante el dia, levantarse lentamente las fuertes murallas de la Alcazaba Cadima y vigilaba las Torres-Bermejas, y se dejaba caer desde ella sobre los enemigos de su tierra, que en medio de las disensiones que habian empezado á arder entre los hijos del Islam, apenas conquistada España, corrian sus fronteras en algaras devastadoras, y pretendian encender la guerra civil, que mas tarde debia arrancar la España del dominio de los califas de oriente.

Velaba una noche Ased-el-Schevaní.

Apoyado en las almenas de su fuerte morada, contemplaba al lejos la altísima sierra ostentando su cándido velo de nieve á los rayos de la luna, y la Vega, dormida bajo el dulce reflejo, y silencioso todo en torno como si el genio del sueño hubiera batido sus blancas alas sobre Granada.

Recordaba Ased-el-Schevaní el apacible cielo de la Siria, sus fértiles campos; la luna, alumbrando blandamente las cúpulas y los almenares de la soberbia Jerusalem, su patria; suspiraba en su orgullo de guerrero porque no veia ante sí otras torres y otros muros semejantes en que la luna quebrase sus rayos, y el viento sus alas, y la sombra su manto de oscuridad.

Y parecióle cuando esto pensaba que en la cumbre de la Colina Roja se levantaba tromba de niebla, y que la niebla se condensaba y tomaba formas de muros y torres, que mostraban tras sus ajimeces luces y sombras, regocijo de zambra y ecos de armonía.

Creyó ver ginetear al rededor de aquel castillo, sobre la pelada vertiente de la colina hasta el lecho del rio, multitud de caballeros que parecian vagar en los aires como sombras, y esconderse en oscuras grietas como reptiles; parecióle que una aureola de luz coronaba aquel alcázar de los sueños, y de las hadas, y de los encantados, y llamó á su katib, que dormia en su aposento sobre una piel de camello.

—¿No ves Aruhm, le dijo, una corona de perlas y rubíes sobre la cabeza de aquel monte? parece que un manto de oro y resplandores se ha estendido sobre él, y que las hadas del quinto cielo han descendido á la tierra en una fiesta del Edem.

El viejo Aruhm se frotó los ojos y nada vió.

Porque estaba escrito que solo los señores de Granada alcanzarian á ver con sus ojos de hombre el Palacio-de-Rubíes.

—Yo nada veo, señor, contestó el katib; sino las ruinas del templo romano y una opaca luz que brilla entre sus pórticos destrozados.

Y así era la verdad: velando entre las ruinas, el sabio Nadab pronunciaba el conjuro que hacia ver á Ased-el-Schevaní aquellas maravillas.

Porque Nadab necesitaba atraer á la Colina Roja y á la cisterna donde estaba escondida Yémina á Ased-el-Schevaní.

Este comprendió al fin que en la vision perenne ante sus ojos se encerraba un misterio; despidió ágriamente á Aruhm, y tomando su alquicel, su arco y su aljaba, salió con recato de la torre, bajó el repecho de la Alcazaba, atravesó el rio sobre un puente romano, y empezó á trepar por la vertiente de la Colina Roja.

Cuando salió del bosque que la rodeaba y miró á su cumbre, nada vió: la Colina solitaria solo mostraba las ruinas, la torre y los anchos brocales de la cisterna.

Pero Ased-el-Schevaní andaba impulsado por el destino, y avanzó hasta la cumbre; parecióle escuchar un dulce y perdido canto de muger en las profundidades de la cisterna, y cuando puso el pié sobre el brocal mas inmediato, sintió sobre su cabeza un ruido sordo y ténue, semejante al que produce una tienda de seda que se despliega; brilló en sus ojos un resplandor vivísimo; alhagó sus oidos una música armoniosa sobre todas las armonías, aspiró un ambiente saturado de perfumes, y lánguidas y frescas brisas agitaron su barba y el flotante estremo de su toca.

El invisible Palacio-de-Rubíes se habia levantado en torno suyo con todo su esplendor oriental, pero mas bello, mas delicado, mas rico, que cuantos alcázares habia visto hasta entonces el Schevaní.

Aquel maravilloso palacio parecia ser una profecía de lo que con el tiempo serian los alcázares de la Alhambra, y el walí contemplaba absorto sus jardines, sus galerías, sus retretes, con todas sus galas, sus labores de oro, sus leyendas de amor y su voluptuosidad, y escuchaba con delicia sus blandos é incitantes rumores, que parecian emanar de huríes invisibles.

Ased-el-Schevaní, absorto de admiracion, avanzó por aquellos encantados ámbitos precedido de hermosas mugeres que bailaban la zambra al son de guzlas de marfil, y rodeado de silenciosos esclavos y seguido de feroces guerreros.

—¡Oh señor Allah! esclamó Ased-el-Schevaní: ¿qué alcázar de luz es este que guarda tantas maravillas, sino es el jardin de Hiram que ve en sueños el justo cuando atraviesa el desierto en su peregrinacion á la santa ciudad? Yo le he visto una vez, señor, y no era tan fresco, ni tan sonoro como este, ni eran sus flores tan bellas, ni sus aguas tan claras, ni sus retretes tan magníficos. ¡Oh, señor Allah! ¿Qué quieres de tu siervo el Schevaní?

Calló el anciano porque cerca de él, á través de un arco primorosamente calado, escuchó unas voces juveniles que le nombraban departiendo alegremente.

—Sí, hermanas mias, decia una de ellas, Ased-el-Schevaní es un leopardo de Africa que siempre ha resistido á los alhagos del amor.

—Pero no resistirá á los encantos de la hermosura de Yémina, repuso otra de ellas.

—Ni á los filtros de su padre Nadab, añadió una tercera.

—Ni á las locuras de su ambicion, dijo otra.

—Os engañais, repuso la primera que habia hablado, escuchándonos está y no llega, porque aborrece á la muger.

—Por la muger enloquecerá.

—No.

—Sí.

Y aquellas mugeres, que con voz tan incitante hablaban, aparecieron de repente ante el Schevaní.

Plegó el árabe su poblado y cano entrecejo al ver ante sí una turba de muchachas de ojos negros, vestidas de blanco y coronadas de flores, que le sonreian y le provocaban bailando voluptuosamente en torno suyo, y envolviéndole en deleites que nunca habia sentido.

Pero en vano quiso luchar; dominóle tanta fascinacion, y cayó desvanecido sobre un divan.

—¡Guala! dijo vencido enteramente estendiéndose con molicie sobre el divan: ¡guala! he sido un necio en dejar correr mi vida sin buscar el amor.

Y cayó en un sueño dulce, ardiente y lleno de encantos, de alegría y de felicidad.

Cuando despertó, miró en torno suyo y se creyó encerrado en una prision; era el ambiente húmedo, los muros tristes, profundas las grietas donde arraigaban plantas parásitas, y sobre altos pilares romanos, en la cóncava y oscura bóveda, á través de la cual, contínuas infiltraciones dejaban caer sobre el pavimento, anchas gotas de agua, que producian un ruido monótono y solemne sobre los turbios charcos corrompidos, en cuyo fondo se revolvian reptiles acuáticos; en la oscura bóveda, repetimos, parecian vagar fantasmas sombríos.

Sintió por la primera vez el feroz Ased-el-Schevaní pavor en el corazon; sus dientes se entrechocaron de frio, y sintió comprimida su alma por una angustia desconocida para él.

—¡Por Allah, dijo estremeciéndose, que mis enemigos se han valido de malas artes para encantarme y estoy en poder de Eblís!

—No, dijo una voz dulcísima resonando en la oscuridad: no; sino en poder del amor.

—¡Amor! esclamó el wali con desden, y ¿qué es el amor para mí, espada del Islam, que hé vencido al desierto su espalda de arenales y hecho mis abluciones con sangre de enemigos?

—¡Recuerda! dijo otra voz.

El árabe tembló: por primera vez sentia el remordimiento delante de un recuerdo terrible.

—Aun brota sangre la tumba de la desdichada hija del conde don Julian, repitió la voz.

El árabe irguió la cabeza.

—¡Era una vil ramera! gritó.

Entonces, y contestando al Schevaní, la voz cantó:

»Tres veces el sol ha trasmontado los horizontes de Gecira-Alandalus entre nubes rojas.

Tres veces vapor de sangre ha enrojecido mas a aquellas nubes.

Y el sol ha dorado tres veces las bravías frentes del árabe y del godo, cuyos brazos no han cesado de herir.

¿Qué ginete es aquel que se envuelve en la pelea?

Su caftan está ensangrentado y rompe entre los enemigos hiriendo en ellos con el asta de una bandera del Islam.

¡Avanza, Ased-el-Schevaní! ¡tus feroces siros te siguen!

¡Aprieta el hierro en tu mano, y desgarra los hijares de tu corcel!

¡Los árabes cejan, y la victoria empieza á batir sus alas sobre los godos!

¡Aprieta el hierro en tu mano, Schevaní!

¡Que los godos de vencedores se conviertan en vencidos!

¡Que no quede uno!

¡He allí á Tarik! ¡á Tarik el valiente, el del caballo negro y la sangrienta espada!

¡Tarik, el genio del combate!

¡Adelante, muslimes! ¡adelante!

Tarik ha enrojecido su espada en la sangre de don Rodrigo.

Del último rey de los godos.

El valiente Orelia ha huido asombrado con la muerte de su real ginete.

¡Un esfuerzo mas!

¡Los godos huyen!

El implacable Wad-al-Lette les cierra el paso ó los ahoga en sus ondas.

¡Un esfuerzo mas! ¡Gecira-Alandalus, es esclava del Islam!

Tarik el invencible, ha hollado la púrpura de los godos.

A sus pies, sobre una alfombra de cadáveres, revuelve tos ojos espirantes el infortunado don Rodrigo.

¡Enviad su cabeza al califa!

Una cabeza de rey es el mejor presente que puede enviarle un muslim.

¡Cortadla!

¿Por qué tú, Tarik, tan valiente y tan fiero, no cercenas la cabeza de tu enemigo?

Tú no eres verdugo.

Pero hé allí á Ased-el-Schevaní.

Ased-el-Schevaní; el leopardo de oriente insaciable de sangre.

El hombre cuya amada es la muerte y cuyo mejor alcázar es el campo de la pelea.

¡Hélo que llega!

¡Oh! el yatagan de Ased-el-Schevaní, se ha teñido en la sangre del moribundo don Rodrigo, y su siniestra mano muestra entre un círculo de guerreros horrorizados, la cabeza de un rey sin fortuna.

¡Paso al verdugo!

¡Paso á Ased-el-Schevaní!»

Y la voz que así cantaba, lanzó una estridente carcajada.

Y á impulsos del terror, la carne del walí se despegó de sus huesos.

Y la voz siguió su canto.

—«La luna brilla.

La tienda del árabe se eleva en la llanura.

Allá en los altos duerme una ciudad.

¡Corona de un imperio poderoso! ¡córte de cien reyes! ¡Tolaitola!.

¡Cómo alzas tus robustas torres en medio de las brumas de las sombras y de las nieblas del Tajo!

Pero tu puerta de Zocodover se abre.

Una muger sale por ella, desciende al llano y llega á la tienda del árabe.

Es hermosa, pero está pálida y triste como una flor cortada de su tallo.

Con ella va su desventura.

Es Florinda, la infeliz hija del conde don Julian.

La Kaba de los árabes.

Su túnica está rasgada y cubierta de lodo.

Sus rubios cabellos destrenzados, flotan en torno de su semblante, en que aparece la terrible espresion de su locura.

Muchos dolores han pasado por ella.

Ha visto morir á su padre y á los suyos.

Está sola, sola en el mundo.

Sola con su deshonra y su desventura.

Y las mugeres árabes la siguen, arrojándola lodo y gritando:

¡Esa es la Kaba!

Una mano amiga ha abierto para ella las puertas de la ciudad.

Y la desventurada corre por el campo.

Corre y la luna alumbra su pálido semblante y los ecos nocturnos repiten sus insensatas carcajadas.

¡Ay de la gacela que huye!

El leopardo acecha.

Acecha sediento de sangre, y se estremece de placer al sentir los pasos de una nueva víctima que se acerca.

El tapiz de la tienda se abre.

Y Ased-el-Schevaní fija su sombría mirada en Florinda.

Y el hombre de hierro se estremece.

Porque aquella muger es muy hermosa, y su túnica descuidada, muestra su incitante desnudez.

¡Acuérdate, Ased-el-Schevaní!»

Cesó por un momento la voz que cantaba, como para dar tiempo á Ased-el-Schevaní de recoger sus recuerdos, y acreció su temblor y un sudor frio corrió á lo largo de su cuerpo, y fantasmas vengadoras tomaron formas para él en el oscuro fondo de la cisterna.

Recordó una noche de luna, en que, volviendo de Damasco con la cabeza del rey don Rodrigo canforada, dentro de una caja de sándalo, se detuvo á poca distancia de Toledo, para entrar en él ostentando clavado en el hierro de su lanza, el hediendo y miserable despojo.

La luna brillaba.

Los árabes que acompañaban al Schevaní dormian junto á sus caballos.

Y él velaba.

Medió la noche y una sombra blanca y vaga adelantó entre las brumas, se acercó vacilante, y entró en la tienda del walí.

A la luz de la lámpara que la alumbraba, Ased-el-Schevaní vió una muger hermosísima, pálida é inmóvil delante de él.

Sus hombros y su seno, deslumbrantes de blancura, estaban desnudos, suelto el cabello de oro, y al rededor de su cuello se veia un collar de diamantes del cual pendia un amuleto.

Aquel amuleto era una manecita de ébano engastada en oro.

Era la mano mágica, símbolo del Islam, que pendia de la esmeralda cabalística de Salomon.

—Yo soy Florinda, dijo la hermosa acercándose al walí y mirándole con los ojos vagos y estraviados, yo soy un arcángel del sétimo cielo, castigado por Allah y convertido en muger.

La infeliz estaba en uno de sus momentos de locura.

—Mira: yo soy muy hermosa, dijo al Schevaní: por mí un pueblo ha venido sobre otro pueblo, y han corrido rios de sangre; por mí el pueblo de Ismael es señor de los godos de occidente, y ese pueblo me insulta porque dice que soy ramera.

—Y mienten, añadió Florinda, asiéndose estremecida á los hombros del Schevaní, mienten: yo soy vírgen, y mis hermanos los arcángeles vienen á acompañarme en mis sueños; pero mis piés están heridos por los abrojos y mi túnica desgarrada, y tengo hambre y frio.

Y la infeliz temblaba: una palidez mortal cubria con un velo terrible su semblante.

Y Ased-el-Schevaní no tuvo compasion de ella.

—¡Ah! la dijo: ¡tú eres Florinda! ¡la manceba de don Rodrigo!

Su horrible boca dejó ver en una feroz sonrisa sus blancos y agudos dientes de tigre.

—En verdad que es muy hermosa esta muchacha, murmuró sintiendo por primera vez un deseo amoroso. ¡Está loca! ¡la noche es solitaria! ¡mis guerreros duermen! ¡nadie podrá arrojarme á la cara una debilidad! ¡y luego!...

El Schevaní lanzó una sombría mirada á Florinda poniendo la mano en el pomo de su puñal.

Florinda le contemplaba con la curiosidad fria y vaga de los insensatos.

—Mira, le dijo: yo amo á un hombre y ese hombre es generoso, noble y valiente.

Yo guardo su nombre y su recuerdo en mi corazon, y temo que se me escape y quedar sola; sola, porque ese recuerdo me acompaña y duerme conmigo.

Déjame reclinarme en tu divan y guárdame, porque me persiguen.

Si mi amado estuviera aquí, él velaria mi sueño, porque me ama.

Los celos y la envidia irritaron al Schevaní al ver el amor que hácia otro hombre resplandecia en la mirada de la pobre loca.

—Tu amante es un cobarde, dijo, un perro traidor que te abandona en tu miseria.

—No, no es cobarde, dijo con voz dulce Florinda: ¡Si tú supieras su nombre!...

Y la desdichada miró en torno suyo con espanto, como el avaro que teme que le roben su tesoro.

Pero su mirada se tranquilizó: nadie habia que la escuchase, mas que Ased-el-Schevaní.

Florinda llevó al wali á un ángulo de la tienda.

—Mi amado es príncipe, le dijo: mi amado es hermoso como los arreboles de la tarde; mi amado conquistará palmo á palmo las tierras que ha conquistado en Gezira-Alandalus el Islam, y me vengará de los que me insultan llamándome ramera. ¡Ay del Islam ante la espada de Belay! el vendrá de Asturias como un vendabal y aportillará los muros de Tolaitola y pondrá los pendones de la cruz sobre sus almenas: entonces yo seré reina, pero no moriré como Aylat. ¡Ay! ¡la mataron sin compasion estas gentes feroces! ¡la mataron sobre mi seno, y aun las negras manchas de su sangre están sobre mi túnica! ¡Defiéndeme tú, hasta que venga Belay, porque me van á matar como á Aylat!

Ased-el-Schevaní, palideció de cólera, irritóse su ojo voraz y un caliente hálito de sangre le embriagó: la crueldad rebosaba de su corazon, y tomó la caja de sándalo que guardaba la cabeza de don Rodrigo.

—Mira, la dijo: abriendo la caja y mostrándola la cabeza del rey: hé ahí la suerte que espera á tu Belay.

Florinda dió un grito: habia reconocido al rey en aquel sangriento despojo, y la habian horrorizado sus cabellos blancos manchados de negra sangre coagulada.

Por un momento desapareció su locura y miró á Ased-el-Schevaní á la luz de la razon.

—¡Ah! ¡Eres tú, tú el verdugo!... ¡tú, el que yo ví en Tolaitola llevando en tu lanza la cabeza del rey! ¡tú, á quien desde aquel dia no he podido olvidar!... ¡Déjame huir de tí! ¡tu mano no se cansa de herir, ni tus ojos de mirar la muerte! ¡apártate de mi camino, porque tu mirada me hiela, y me das horror! ¡Mas horror que los árabes que me insultan y me llaman la Kaba!

—Florinda, amante de Belay, dijo Ased-el-Schevaní, dejando á un lado la caja que contenia la cabeza del rey don Rodrigo, y mirando con el gozo de la crueldad á la jóven: ¡oh! yo mancharé tu pureza y te enviaré deshonrada al hombre de tu amor. ¡Oh! ¡Belay! ¡el insensato que levanta aun una bandera cristiana delante del Koram y se atreve á llamarse rey de Gecira-Alandalus! ¡Oh! ¡y te tengo en mi poder! ¡y él te ama! pues bien; serás la esclava de mis esclavos, y dormirás en mis caballerizas entre los pies de mis corceles, junto á la jaula de mi pantera de Africa.

Y Ased-el-Schevaní, midió con una feroz ojeada á Florinda y se lanzó sobre ella.

Pero Florinda no retrocedió: un poder superior la protegia.

En vano el Schevaní pretendia llegar hasta ella.

Entonces sus ojos se inyectaron de sangre como los de un lobo rabioso, tomó una azagaya y la lanzó á la desdichada: la terrible arma se abrió paso á través de su seno, brotó de la herida un ancho surtidor de sangre, los ojos de Florinda se empañaron, y cayó murmurando entre su suspiro de agonía el nombre de Belay.

Una vez dado el primer paso de crueldad, el Schevaní no se contuvo; Florinda se revolvia sobre un lecho de sangre y el talisman se desprendió de su cuello.

El génio del horror y de la impureza se posó sobre la tienda del Schevaní, y Dios arrojó sobre ella su maldicion.

La Nat de los hebraizantes, la Florinda de los godos, la Kaba de los árabes, habia caido bajo su funesto horóscopo: sus miembros desgarrados fueron abandonados en el lugar que ocupaba la tienda, y el poderoso talisman recogido por Ased-el-Schevaní, habia aumentado el valor de su tesoro.

Ased-el-Schevaní no conocia la virtud de aquel poderoso talisman: le creia solo una alhaja de gran valor.

El Schevaní, despues de aquella noche, olvidó aquella historia de horror, y pidió al califa le concediese una tierra en Gecira-Alandalus para sus gentes de Damasco.

El califa le concedió la tierra de Iliberis.

Pero estaba escrito que seria castigado, y su crueldad con Florinda y su codicia en conservar como un rico despojo el amuleto que llevaba al cuello la jóven, fué la causa de su castigo.

Nadab, el padre de Yémina, sabia que el amuleto estaba en el tesoro de Ased-el-Schevaní; sabia que aquel amuleto tenia la virtud de defender de la impureza agena á la muger que lo llevase sobre sí, y quiso apoderarse de aquel talisman valiéndose para ello de la misma Yémina.

Para atraerle le habia hecho ver, valiéndose de sus conjuros, el encantado Palacio-de-Rubíes.

Ased-el-Schevaní estaba transido de horror.

Veia la macilenta cabeza del rey don Rodrigo y á Florinda, fria, impasible, pálida, ensangrentada, atormentándole con el recuerdo de su ser.

—Y ¡acuérdate! repetia la voz dulcísima que parecia venir de la bóveda de la cisterna, y en la cual creia recordar el árabe la dulce voz de Florinda.

—¡Ah! ¡sí! ¡yo te amo Florinda! esclamó arrojándose por tierra el feroz walí.

—¿Por qué dijiste, pues, contestó con sarcasmo la voz, que no conocias el amor?

-¡Oh! ¡piedad! ¡piedad, Florinda! esclamó el walí: ó haz que lo que ha




Mira, la dijo, mostrandola la cabeza del rey.

sucedido sea un sueño, ó quita de delante de mis ojos esta terrible vision que me atormenta.

Y como si aquella voz solo hubiese resonado para despertar los remordimientos en el alma de Ased-el-Schevaní, quedó la cisterna muda y oscura; desaparecieron los fantasmas, y Ased-el-Schevaní se atrevió á adelantar buscando la salida.

Entre las sombrías penumbras, encontró una puerta y entró en una cámara tan rica y tan bella como las del Palacio-de-Rubíes, alumbrada por una lámpara, á cuya luz se veia dormida sobre un lecho una muger.

Era Yémina.

Al verla el viejo y feroz walí tembló.

Creyó ver ante sí á Florinda, pero radiante de hermosura, sonriente de felicidad; la jóven despertó y fijó de una manera intensa la mirada de sus grandes ojos celestes en el walí.

—Tú eres Ased-el-Schevaní, dijo la jóven sin levantar la cabeza del almohadon donde la tenia reclinada.

El árabe tembló, pero no de terror.

Un amor inmenso, un amor de los cielos, inundaba su alma; porque Yémina, como lo decia su nombre, era la felicidad.

Sus ojos azules, límpidos como el cielo, lucientes como él, como él hermosos, le sonreian y le acariciaban.

Sintió Ased-el-Schevaní dentro de sí una vida nueva; encontróse jóven, ardiente, feliz.

Sus lábios murmuraron armónicos versos exhalados de su alma como el mas escelente poeta pudiera haberlos exhalado delante de la hermosísima vírgen de sus amores.

—Yo te amo hurí, esclamó; te amo y por tí me siento capaz de todo.

Eres para mí mas preciada que la clara y fresca fuentecilla que brota entre flores á la sombra del oasis del desierto para el cansado y sediento caminante.

Tú eres la luz y la vida, el sueño de paz y la esperanza de ventura.

Por tí seria yo capaz de conquistar los cielos, aunque defendiese su puerta el arcángel de fuego.

—No quiero tanto, dijo Yémina: si me concedes lo que voy á pedirte, creeré que me amas y te amaré.

—¿Y qué puedes pedirme que yo no te conceda, luz esplendorosa de mi alma?

—¿Te acuerdas de una muger á quien amaste?

—¡Ah! ¡Florinda! ¡Florinda! esclamó el Schevaní; ¿por qué me recuerdas mi crímen? Era una noche triste y sombría: la luna estaba velada por vapores de sangre: tú estabas delante de mí, pálida, loca aunque hermosa, manchada de lodo la túnica: no estabas tan hermosa como ahora, sultana de las huríes: no, yo... me irrité... yo no habia amado... escitaste mi furor... pero yo no te he olvidado... yo he llorado tu muerte... porque no creí que volveria á encontrarte tan resplandeciente, tan hermosa como la mayor de las hermosuras. ¿Por qué me recuerdas mi crímen y me despedazas el alma?

—Yo no soy Florinda, dijo Yémina: si á tus ojos la represento, es porque Dios quiere en castigo de tu crueldad que tú veas siempre á Florinda en la muger que ames. Tú ves mis cabellos dorados y mis ojos azules. Pues bien, mira por un momento.

Se transformó Yémina y se presentó á Ased-el-Schevaní con sus cabellos negros y brillantes, sus ojos negros y deslumbradores, su frente cándida y purísima y su boca purpúrea, exhalando ambrosía.

Aquella vision duró un momento.

Deslumbró á Ased-el-Schevaní como si en sus ojos hubiera brillado el sol.

Y pasó como un relámpago y volvió á ver en Yémina á Florinda.

Ased-el-Schevaní empezó á enloquecer, y soltó una insensata carcajada.

—¡Oh! ¡yo te amo! ¡yo te amo! esclamó: ámame y seremos los dos seres mas felices de la tierra. ¿Por qué no me amas tú tambien? ¿Acaso me conservas rencor?

—Yo te amaré si me das lo que te pida, repuso Yémina.

—Y bien, ¿qué quieres? respondió anhelante Ased-el-Schevaní.

—Acuérdate: cuando mataste á Florinda la quitaste un collar de perlas que llevaba sobre su seno.

—¡Ah! ¡ah! ¡el rico collar de perlas! esclamó Ased-el-Schevaní lanzando una larga carcajada.

Y luego tomando una guzla de marfil con cuerdas de oro, que se veia junto á Yémina, se sentó á sus piés y cantó, con la voz fresca y pura como un jóven, él, que nunca habia hecho versos ni habia cantado, el romance siguiente:

«Hermosa de las hermosas,—flor preciada, luz del cielo:
¿Para qué quieres las joyas,—si sus pálidos reflejos
han de amenguar lo brillante—de tus dorados cabellos?
envidia tendrán las perlas—si las posas en tu seno,
porque es nacar animado—que de amores guarda incendios.
No hay zafir como tus ojos,—ni diamantes de alto precio
que se atrevan á igualarse—en lo luciente con ellos.
Eres búcaro de flores—que para el amor nacieron,
y de Hiram en los jardines—de Dios las meció el aliento.
Eres joya de su mano—pura, como allá en los cielos,
la nubecilla que pasa—al leve impulso del viento,
ante el sol que la colora, en lumbre de amor traspuesto.
Que Allah, hermosa, te bendiga,—pues eres cerrado huerto,
que para tu amante guardas—de tu pureza el misterio.

Ased-el-Schevaní dejó la guzla y lanzó otra insensata carcajada.

Su locura crecia.

—Quiero el collar de Florinda, dijo Yémina con voz dulce acariciando con sus rosados dedos la larga barba blanca del Schevaní.

—¡El collar de Florinda! esclamó el árabe: ¡un collar que vale muchos cuentos de doblas!

La locura y el amor no habian logrado dominar la codicia del Schevaní.

—No te amaré, dijo Yémina.

—¡Que no me amarás! esclamó con fiereza el árabe.

—No, repuso reposadamente Yémina.

—¡Acuérdate! dijo á su vez el árabe.

—¡Tú heriste á Florinda! esclamó con desprecio la jóven.

Ciego de cólera ante aquel desprecio el feroz siro, un pensamiento de sangre pasó por su alma y desnudó fuera de sí su puñal.

Pero cuando descargó el golpe sintió un agudo dolor en la mano y se encontró...

En su lecho en la alcazaba del Albaicin.

—Ha sido un sueño, dijo; he creido que heria á aquella muger y he dado con el puño en el muro; ¡pero que sueño tan horrible y tan hermoso!

Ased-el-Schevaní no logró volver á dormirse.

Veia delante de sí, radiante de hermosura, á Yémina.

A la noche siguiente volvió á subir á la plataforma de la torre mas alta de su castillo, y como la noche anterior se apoyó en las almenas.

Entonces volvió á ver sobre la cumbre de la Colina Roja el esplendoroso alcázar, y los caballeros que giraban á su al rededor en los aires y en la tierra y oyó la distante y armoniosa música de la zambra que se exhalaba por los calados ajimeces del alcázar.

—No, pues ahora no sueño, poderoso Allah: esclamó Ased-el-Schevaní; yo afirmo los piés en mi castillo y mis manos en sus almenas: yo veo la luna triste y pálida que sigue lentamente su curso; el viento de la noche refresca mi frente, y allí, allí, sobre la Colina Roja, se levanta ese alcázar maravilloso y se agitan aquellos caballeros sobrenaturales, y se escucha esa armonía incomparable. ¡No, no es un sueño, poderoso Señor!

Y como la noche antes salió de su alcazaba por un postigo y se trasladó á la Colina Roja.

Y como la noche antes vió el Palacio-de-Rubíes, y escuchó la voz de sus remordimientos en el fondo de la cisterna, y vió á Yémina, y la enamoró; y Yémina le volvió á pedir el amuleto de Salomon que habia robado á Florinda, y como la noche anterior se irritó y quiso herir á Yémina como á Florinda habia herido, y volvió á sentir su mano lastimada y á encontrarse en su lecho en la alcazaba del Albaicin.

Durante siete noches se repitió este prodijio, y durante estos siete dias Ased-el-Schevaní, se presentaba á sus vasallos mas loco y mas feroz.

Al fin á la octava noche, el árabe no subió á la plataforma de la torre, sino que bajó á un profundo subterráneo de su castillo donde tenia su tesoro.

Abrió un enorme cofre de hierro, y de entre otras muchas joyas, tomó el collar de perlas de Florinda, y se encaminó á la Colina Roja.

El amor y el deseo habian dominado en él á la codicia.

Cuando entró en el Palacio-de-Rubíes, no resonó en sus oidos la voz de su remordimiento, ni descendió á la oscura cisterna.

Le protegia el talisman.

Yémina salió á su encuentro y le sonrió.

—¿Me traes el hermoso collar? dijo.

—Sí, contestó todo trémulo Ased-el-Schevaní sacándole de su seno: vale un tesoro, pero mi vida vale mas, y sino me amas moriré. ¿Me amarás tú, si te doy esta inestimable joya?

—¡Oh! ¡sí! ¡te amaré siempre! dijo la jóven.

E inclinó su hermosa cabeza delante de Ased-el-Schevaní.

El árabe puso el talisman alredor del cuello de Yémina, y cuando se le hubo puesto quiso abrazarla.

Pero le rechazó una fuerza incontrastable.

—Sí, sí, dijo Yémina, te amaré siempre como ama el remordimiento al crímen. Yo apareceré á cada momento mas hermosa ante tí; seré tu eterna desesperacion, tu infierno.

Y al decir Yémina estas palabras, Ased-el-Schevaní se encontró entre las tinieblas y el ambiente húmedo de la cisterna, y vió delante de sí como un cuerpo lúcido, y cada vez mas hermosa á Yémina.

Si queria acercarse á ella, parecia que un muro invisible le contenia.

Si pretendia herirla, su puñal encontraba un cuerpo duro é impenetrable como el diamante; si desesperado, no pudiendo resistir el martirio de la vista de tanta hermosura, pretendia huir, el terrible fantasma se le ponia siempre delante, cada vez mas hermoso, cada vez mas incitador.

Yémina se habia convertido en el infierno de Ased-el-Schevaní.

Porque Ased-el-Schevaní habia muerto.

Sus wazires habian encontrado su cadáver en su lecho, y le habian enterrado con gran pompa en el panteon de la alcazaba.

Lo que quedaba sufriendo penas eternas en la cisterna era el alma de Ased-el-Schevaní.

De Ased-el-Schevaní, el alma condenada de la cisterna de la Alhambra.

Algunas noches oscuras, frias, tempestuosas, salen por los brocales de la cisterna gritos débiles, perdidos, desesperados.

Son los gemidos de desesperacion de Ased-el-Schevaní.

Del verdugo del rey don Rodrigo.

Del infame asesino, del torpe profanador de Florinda.

Otras serenas y tranquilas noches de luna, cuando todos duermen, hasta los guardas de los adarves, se percibe un canto dulcísimo y perdido.

Es la voz de Yémina que escita la desesperacion de Ased-el-Schevaní.

Pero ya sea la noche oscura ó apacible; ya la alumbre la verde luz del relámpago ó el pálido reflejo de la luna, si pasais junto á los brocales de la cisterna y escuchais ya un gemido, ya un canto, no os asomeis al oscuro brocal, porque puede tragaros el abismo y haceros probar el mismo infierno que prueba hace centenares de años Ased-el-Schevaní.

Esta es la historia maravillosa del alma de la cisterna.

Sed, pues, justos, buenos y caritativos, porque Dios, Altísimo y Unico, condena al pecador con lo mismo con que pecó.

He aquí la tradicion referente á los algibes de la Alhambra.

¿Dónde pudo tener origen?

¿Escuchó algun poeta moro, durante una noche melancólica el derrumbe del agua en los algibes, ó algun gemido del viento en sus altas bóvedas romanas y de ello tomó asunto para escribir una bella leyenda árabe?

No lo sabemos.

Pero sabemos sí, que muchas noches oscuras y tempestuosas nos hemos asomado á uno de los brocales de la cisterna y hemos escuchado atentamente.

Solo hemos oido el crugir de las gotas de la lluvia sobre el agua allí depositada, pero nunca nos hemos podido hacer la ilusion de que aquel ruido procediese del gemido de un alma condenada, ni del canto de un ser sobrenatural.

Esto acaso consiste en que nuestra imaginacion es menos impresionable que la del poeta moro autor de la leyenda El alma de la cisterna.




LEYENDA IV. LA PUERTA DEL JUICIO

I

Cuando se pasa de la puerta de los Gomeles, y de las tres pendientes avenidas que se presentan á la vista, bajo los tupidos toldos de verdura de las frondas de los álamos que se cruzan, se toma la mas pendiente, la de la izquierda; ya cerca de su terminacion se encuentra un cubo de fortificacion á la usanza del siglo XVI, y mas allá, apoyándose en este cubo, una magnífica fuente greco-romana del gusto del renacimiento, denominada Pilar del emperador Cárlos V.

Siguiendo adelante á lo largo del muro en que está esculpida la decoracion de la fuente, y torciendo á la izquierda, se levanta de improviso ante los ojos, como una sorpresa, la magestuosa Puerta del juicio, entrada principal del alcázar de la Alhambra.

Esta puerta, formada por dos torreones, unidos en la parte media de su altura por un gigantesco arco de herradura, tiene en su fondo un muro en el cual se abre una puerta mas pequeña de arco de herradura tambien, labrada en rico mármol blanco de la sierra, y sustentado por dos bellas columnas con caprichosos capiteles, y galanamente ornamentado con flores y cintas entrelazadas.

Sobre la clave del arco mayor se ve esculpida una mano estendida y vuelta la palma; sobre la del arco menor hay esculpida una llave.

En los tiempos á que nos referimos en la leyenda que empezamos á relatar á nuestros lectores, esto es, en el año 724 de la Hegira, y 1325 de Jesucristo, cuando se pasaba de la puerta de los Gomeles, fuertemente torreada y defendida por adarves, se veia una larga avenida de edificios chatos, de un solo piso, que servian de cuarteles á los soldados de la guardia del rey, en la vertiente del pequeño valle comprendido entre la Alcazaba, y las Torres Bermejas, y por ambos lados hasta el pie de los muros, la escarpadura desnuda sin árboles que pudiesen encubrir á los enemigos que lograsen forzar aquel primer puesto fortificado de la puerta de los Gomeles.

Siguiendo aquella ancha avenida, siempre poblada de soldados y esclavos, se llegaba en lo mas alto, á la torre de las Siete bóvedas, entrada principal de la Alhambra y su mas magnífica; pero antes de llegar á esta torre, en la parte media de la avenida, á la izquierda, se encontraba un camino llano orlado de cipreses y laureles, desde cuyo principio se veia levantarse al fondo, sencilla y magestuosa la torre del Juicio, entrada principal del alcázar de los reyes moros.

Entonces, delante de esta torre solo se veia una bella plazoleta circular rodeada de jardines; no existian ni el pilar del Emperador ni el cubo de fortificacion, existiendo solo por la parte que este cubo ocupa un adarve que iba á dar sobre la escarpadura de la fortaleza por aquella parte.

El muro que se apoya hoy á la derecha sobre la torre del Juicio, no era, como ahora, un muro de tierra y piedra, sino de brillante y tersa argamasa roja que dejaba comprender su dureza marmórea, y en cuya parte superior corria la columnata de una galería que correspondia á un jardin del alcázar.

En el segundo arco de la Puerta del Juicio, entre sus adornos, se leia entonces como ahora la inscripcion siguiente: Dios sea loado: no hay otro Dios que Dios y Mahoma su profeta: no hay fortaleza sin Dios: y sobre este arco y estos adornos, en una ancha faja de estuco, con caracteres cúficos entrelazados de flores y cintas se leia esta otra inscripcion: Mandó labrar esta portada, llamada judiciaria, con la cual Dios Altísimo haga dichosa la ley de los hijos de salvacion, Abul-Giux-Nazar-ebn-Abdallah-ebn-Nazar, mantenga Dios en las morismas sus obras pias y caritativas. Labróse á 27 dias de la luna de Maulud el engendradizo, año de 647.

De modo que en los tiempos de nuestra leyenda, solo hacia setenta y siete años, desde que se habia terminado la torre del Juicio ó al menos desde que se habia hecho su portada.

Llamábase la puerta principal del alcázar torre del Juicio, porque habiendo seguido los árabes y continuádola los moros la costumbre de los tiempos primitivos, el rey en persona ó en representacion suya el cadí de los cadíes ó justicia mayor del reino, oian en aquella puerta en audiencia pública las quejas de los súbditos, y dirimian sus contiendas y pleitos de una manera ejecutiva.

De contínuo aquella puerta estaba cerrada, con sus dos grandes hojas forradas de hierro y fuertemente claveteadas, y por fuera de ella, como en respeto de la autoridad real, se veian los esclavos de la guardia berberisca ricamente vestidos y dando la guardia.

Solo se abria un postigo para la entrada de los magnates y caballeros; de par en par solo se abria la puerta para dar salida ó entrada al rey ó á los embajadores de reyes; cuando aquella puerta se abria enteramente pasaba siempre bajo ella el estandarte real, acompañando al rey ó á los embajadores, y despues la puerta cerraba sus dos tremendas hojas de hierro.

Todos los giumas (viernes), á la hora de la salida del sol, aquella puerta se abria, y aparecia tras ella un espectáculo sorprendente: el trono de justicia, con su dosel rojo, sus almohadas de púrpura y brocado, y sus siete gradas cubiertas con una alfombra de Persia: á los piés de estas gradas, á la derecha, el alférez mayor del reino con el estandarte real, y al otro lado el alguacil mayor con la espadada de justicia, y walíes, y arrayaces, y caballeros, y eunucos: en lo alto, el rey sentado en los almohadones, y delante de la puerta, en semicírculo, para contener al pueblo que asistia á la audiencia, los esclavos berberiscos con sus largas lanzas, sus bruñidas armaduras y sus turbantes rojos.

Cuando en vez del rey hacia justicia el cadí de los cadíes, sentábase este en un almohadon en la primera grada, y en vez de la córte que acompañaba al rey, le acompañaban ciertos funcionarios del órden judicial, pero nunca faltaban el estandarte real y la espada de justicia, como representantes de la autoridad regia.

Un katib (secretario), colocado en el centro del semicírculo determinado por los esclavos berberiscos, llamaba por su órden á los que habian pedido audiencia, y los dejaba pasar hasta los piés del trono de justicia.

Despues que esta habia acabado de administrarse, la puerta se cerraba, y el rey, la córte y el trono desaparecian tras ella.

¿Quién podria comprender ahora, á la vista de aquella puerta abandonada, de aquel torreon cuyas almenas reales ha derrocado el tiempo, y á las cuáles ha sustituido el conquistador con un desnudo pretil, con una especie de grosero ribete de mampostería, el magnífico esplendor de que en los tiempos de la dominacion mora se vió rodeado, y el profundo respeto con que los musulmanes de Granada miraban aquella puerta, lugar sagrado, donde en nombre de las leyes podia ir el mas pobre, el mas abyecto á ejercitar su derecho?

Hoy un centinela indiferente, provisto de una prosáica consigna, se pasea con el fusil al brazo ó se apoya en él de pié é inmóvil, sin sospechar siquiera la grandeza pasada de aquel lugar, y en el sitio donde hace cuatro siglos se levantaba el trono de justicia de los reyes de Granada, se ve hoy la mezquina mesa cubierta con una manta de lana donde escribe sus partes el sargento de la guardia.

El tiempo, que todo lo muda, que todo lo empalidece, que todo lo gasta, que todo lo pulveriza, ha convertido en un desnudo esqueleto de lo que fué, á la torre del Juicio, ó de justicia de los reyes de la Alhambra.

Por eso, nosotros que somos exageradamente entusiastas, no hemos podido pasar nunca bajo el arco de mármol de la torre del Juicio, de la hermosa y poética puerta del alcázar moro, sin sentir algo de respeto, sin creernos trasportados á otros tiempos y á otras gentes, como si hubiese pasado junto á nosotros rozándonos la cabeza con sus alas el genio de lo que fué.

Además, para que nosotros sintamos una conmocion indefinible al pasar bajo aquel arco, al pisar aquel dintel de mármol, existe una razon poderosa.

Nosotros sabemos que sobre aquel dintel, al pié de su trono de justicia, cayó asesinado un rey de la dinastía nazerita.

Su sangre ha caido allí, y allí acaso la vé aun la justicia del cielo.

Porque el rey asesinado era un buen caballero, un corazon leal, lleno de caridad y de justicia.

Aquel rey era el sultan de Andalucía y de Granada, Abul-Walid-Ismail-Abul-Said, quinto descendiente coronado del Magnífico rey Nazar.

II

El dia ocho de la luna de Regeb del año 725 de la Hegira, despues de la oracion de azobih, á punto que se dejaban ver en el oriente las primeras ráfagas rosadas precursoras del sol, los berberiscos que daban la guardia de la puerta del Juicio, acudieron presurosos, llamados por los atabales, y se formaron en dos filas formando calle á ambos lados de la puerta.

Poco despues la puerta se abrió, salió un tropel de ginetes armados sobre caballos de guerra, entre los cuales ondeaba el estandarte real, y tras estos caballeros, en medio de una córte resplandeciente, apareció el rey Abul-Walid, armado con un arnés esmaltado de oro y colores, con corona en la cabeza y manto de púrpura sobre los hombros, cabalgando en un poderoso corcel con paramento de brocado sobre sus lórigas de acero.

Piafaba el soberbio bruto hijo de las llanuras de Baeza, orgulloso de su ginete; y en verdad, que nunca las moras granadinas habian visto, ocultas tras las celosias, un hombre mas hermoso ni de aspecto mas noble y régio que el sultan de Granada Abul-Walid-Nazar.

Era blanco y mostraba la barba bermeja, como su quinto abuelo Al-Hhamar, el vencedor; sus ojos tenian en su mirada la dulzura de la gacela cuando contemplaban la hermosura, ó el sombrío y aterrador fuego de los del leon irritado cuando los revolvia entre el combate; cuando nada le distraia ó le irritaba mostraba su semblante una melancolía vaga, una ansiedad profunda, una sed insaciable, pero sed de felicidad: el poderoso Abul-Walid no era feliz.

Sentia remordimientos, y no habia encontrado venturas en el amor.

Sus remordimientos le recordaban á su tio el rey de Granada, Abul-Giux-Nazar á quien habia destronado.

Digamos algo acerca de la historia de Abul-Walid.

Para que se comprenda bien esta historia, necesitamos remontarnos á los tiempos del sultan Mohammet-ebn-Abdalah-ebn-Nazar hijo de Al-Hhamar el Magnífico.

El rey Al-Hhamar el Magnífico, el primer rey independiente de Granada, el fundador de la dinastía nazerita, habia muerto de un accidente estraño, y segun algunos por tósigo, á las puestas del sol del viernes 29 de giumada postrera, del año 671 de la Hegira. Honrado por amigos y enemigos este gran rey, fué consolado en su último trance por el infante don Felipe, hermano del rey Alfonso de Castilla que le acompañaba.

Murió cerca de Granada, en su tienda, en ocasion en que iba en persona á reprimir la rebeldía de los walíes de Málaga, Guadix y Comares.

Hé aquí el epitafio que su hijo el sultan Mohammet II hizo esculpir sobre su sepulcro, y que pudieron ver nuestros abuelos en el panteon de la Alhambra:

«Este es el sepulcro del sultan alto, fortaleza del Islam, decoro del género humano, gloria del dia y de la noche, lluvia de generosidad, rocío de clemencia para los pueblos, polo de la secta, esplendor de la ley, amparo de la tradicion, espada de verdad, mantenedor de las criaturas, leon de la guerra, ruina de los enemigos, apoyo del estado, defensor de las fronteras, vencedor las huestes, domador de los tiranos, triunfador de los impíos, príncipe de los fieles, sábio adalid del pueblo escogido, defensa de la fé, honra de los reyes y sultanes, el vencedor por Dios, el ocupado en el camino de Dios. Abu-Abdalah-ebn-Juzef-ebn-Nazar-el-Ansarí: ensálcele Dios al grado de los altos y justificados y le coloque entre los profetas, justos, mártires y santos, y complázcase Dios en él y le sea misericordioso, pues fué servido que naciese el año 591 y que fuese su tránsito dia giuma (viernes) despues de la azala de alazar á 29 de la luna giumada postrera, año 671. Alabado sea aquel cuyo imperio no fina, cuyo reinado no principió, cuyo tiempo no fallecerá, que no hay mas Dios que él, el Misericordioso y Clemente.»

Sucedióle su hijo Mohammet, mancebo animoso y valiente, y que á pesar de la grandeza de su padre, encontró el reino ya un tanto dividido en bandos y amenazado por las rebeldías de algunos walíes, aunque por lo demás próspero y floreciente.

Apenas proclamado rey se trasladó á la córte de Alfonso X, á renovar la alianza que su padre habia mantenido con Castilla, y tan simpático supo hacerse al sabio rey cristiano, que quiso armarle y le armó por sí mismo caballero.

Pero Mohammet no habia hecho de buen grado esta alianza; contribuia á su disgusto el que la reina doña Violante, esposa de Alfonso le comprometió, abusando de su galantería, á que se aviniese con los walíes de Málaga, Guadix y Comares.

Aprovechando Mohammet II la ausencia de los reyes de Castilla y Aragon para asistir al concilio de Leon, alentó el proyecto de recobrar la Andalucía entera. Pareciéndole, sin embargo, demasiado árdua la empresa para él solo, entró en tratos de alianza con el emir de Marruecos, Abu-Juzef, jefe de la poderosa tribu de los Beri-Merines; aceptó Juzef, y vino de Africa con una poderosa hueste de caballería á Algeciras donde le esperaba el rey de Granada.

Acometida la empresa por la parte de Jaen, el adelantado de la frontera don Nuño, murió en la jornada como valiente, pereciendo además ocho mil cristianos.

Abu-Juzef envió la cabeza del adelantado al rey de Granada, y al verla este, que habia tratado mucho en vida á don Nuño, se cubrió el rostro con ambas manos esclamando.

—¡Guala, mi buen amigo, que no me lo mereciais!...

Por otra parte, don Sancho, hijo del rey de Aragon, arzobispo titular de Granada, acometió á los moros con un formidable ejército, pero el rey Mohammet le desvarató y le hizo á él mismo prisonero, siendo ocasion esta presa de don Sancho para que se pusiesen á punto de volver sus armas los moros los unos contra los otros, porque los africanos querian enviar al cautivo al emir de Marruecos, y los andaluces al rey de Granada; pero el arraez Ebn-Nazar, infante de la casa de Granada, que presenciaba la contienda, arremetió hacia el cautivo don Sancho esclamando:

—No quiera Dios que por un perro se pierdan tantos buenos caballeros como aquí están.

Y pasándole de una lanzada, de la que el infeliz cayó muerto, le mandó le cortasen la mano derecha y la cabeza; envióse la mano con su anillo al rey de Granada, y la cabeza al emir de Marruecos.

¡Tremenda manera de obviar la cuestion!

Supo Alfonso de Castilla en Leon, esta brava acometida de los moros, y abandonando por entonces el negocio de su coronacion como emperador de Alemania, para lo que únicamente habia ido al concilio, volvió en defensa de la ya poseida corona de Castilla, y firmó con el emir de Marruecos, y con el rey de Granada un armisticio de dos años.

Mas adelante, puesto por Alfonso sitio á Algeciras, y destrozada su armada en el mar y su ejército en tierra, levantóse contra él, en su propio reino, una tempestad terrible; coligáronse contra él la reina su esposa, los infantes sus hijos, sus magnates; y el infante don Sancho, su primogénito, se hizo el caudillo de esta conspiracion contra su padre, y se apoderó de su corona.

El infeliz Alfonso, vencido, fugitivo, abandonado de todos, pidió sucesivamente ayuda á los reyes de Portugal, de Aragon y de Francia, que se escusaron, como asimismo el papa, que se limitó á decirle que se resignase; desesperado entonces Alfonso recurrió á la ayuda del emir de Marruecos, su enemigo, que se encontraba fortificando á Algeciras, y que al recibirle en medio de su ejército le puso á su derecha y le dejó oir estas memorables palabras.

—Te trato así porque eres desgraciado, y me uno á tí para vengar la causa comun de todos los reyes y de todos los padres.

La alianza del rey destronado con el emir de Marruecos impuso terror al hijo rebelde, y al fin se humilló, devolvió la corona á su padre, y obtuvo su perdon.

Entretanto el rey de Granada, para consolidar y robustecer su reino, aprovechaba las disidencias entre los reyes cristianos del resto de España. El rey de Aragon estaba en guerra con Francia por la posesion de Sicilia, y Sancho IV, que habia heredado al fin el trono de Castilla por muerte de Alfonso, se veia obligado á reprimir las sediciones de sus vasallos.

Dominó Mohammet los elementos rebeldes de su reino, se hizo respetar del emir de Marruecos, que pretendia tener predominio en los asuntos de los moros en España. Recobró ciudades y villas á los cristianos, y al fin, cubierto de gloria murió el domingo 8 de la luna de jaban del año 701.

Dejó tres hijos; Mohammet su primogénito y compañero, el que le sucedió en el trono.

Farax, que conspiró contra la vida de su hermano.

Y Nazar, que reinó tambien.

Fué proclamado Mohammet III, con el nombre de Abu-Abdalah Mohammet.

Era este rey hermoso sobre toda ponderacion; y tan dado al cuidado de los negocios, que no habia wazires que pudiesen estar á su lado tanto tiempo como él trabajaba.

Este trabajo asiduo le hizo perder la salud.

Otros contratiempos vinieron á agravar sus cuidados.

Apenas habia subido al trono, cuando un pariente suyo, Abul-Hegiag-ebn-Nazar, se le reveló en la ciudad de Guadix, donde era walí, y se negó á venir á Granada á su solemne jura de rey: reprimió al fin esta rebeldía, y se concertó con el rey de Aragon don Jaime.

Tomó á Ceuta en Africa y otras villas y lugares en España, y ya respetado de unos y de otros, se dedicó á hermosear á Granada y á continuar la obra de la Alhambra.

Sacóle de repente de esta pacífica existencia el rey don Jaime, que rompiendo la tregua vino con un formidable ejército sobre la ciudad de Almería y la sitió.

El rey de Castilla cercaba en tanto á Algeciras.

Avínose con este último, que levantó el cerco mediante la cesion de otras villas y castillos, pero el rey de Aragon, mas tenaz, se fortificó en su campo y continuó el cerco sobre Almería.

Mientras el rey Mohammet se ocupaba del gobierno y de la defensa de su reino, su hermano Nazar, á quien aguijoneaba su ambicion, se hizo un fuerte partido en Granada, y pretendió abiertamente la corona.

Daba por pretesto para su pretension que el rey estaba enfermo de los ojos, que necesitaba fiarse de los agenos, y que no podia confiarse prudentemente el cuidado del reino á un rey ciego.

Concertóse la conspiracion con tal reserva, que nada pudo traslucirse de ella hasta el último dia de Rhamazan, en que al amanecer los conjurados cercaron el alcázar con muchas gentes del pueblo bajo, que sin pretender entrar y sin armas, se limitaban á gritar:

—¡Viva el rey Nazar! ¡viva el rey Nazar!

Otro número inmenso del populacho acudió á la casa del wazir Abu-Abdalah-el-Lachmi, que por su severidad estaba aborrecido de los magnates que ayudaban en la conjuracion á Nazar, y echaron las puertas abajo y penetraron dentro robando oro, plata, vestidos, armas, caballos, destruyendo sus alhajas, sus libros y sus muebles.

Luego corrieron al alcázar, y con pretesto de apoderarse del wazir, que se habia refugiado en él, atropellaron la guardia, entraron furiosos sin respetar al rey Mohammet que les salió al paso, y en su presencia mataron al wazir y saquearon el mismo alcázar de la Alhambra.

Mohammet se vió obligado á huir, pero le cercaron en una torre y le intimaron á que abdicase en su hermano Nazar.

Viéndose solo y desamparado Mohammet, abdicó aquella noche solemnemente la corona en su hermano Nazar, que no quiso verle y le envió al palacio del Príncipe, fuera de Granada, y despues á la fortaleza de Almuñecar.

Nazar fué jurado rey.

No tardó mucho el rey Nazar en verse tratado de la misma manera que él habia tratado á su hermano.

Un sobrino suyo, Abul-Said, hijo de una de sus hermanas y del walí de Málaga Ferag-ebn-Nazar, andaba procurándose parciales con harta ambicion; mandóle prender Nazar, pero el mancebo fué avisado y huyó de Granada; escribió el rey á su cuñado Ferag para que corrigiese á su hijo, pero el walí de Málaga le contestó severamente que si su hijo le destronaba, no haria mas que imitar la conducta que él mismo habia observado con su hermano el rey Mohammet.

Aconteció por este tiempo al rey Nazar un accidente de apoplegía; tuviéronle por muerto: divulgóse como cierta esta noticia, y los parciales del destronado Mohammet III corrieron á la fortaleza de Almuñecar, le sacaron de ella y le llevaron á Granada.

Pero ¿cuál fué la sorpresa de estos cuando al entrar en Granada supieron que el rey Nazar habia recobrado la salud, y que Granada ardia en fiestas por su restablecimiento? El buen Mohammet pretestó que su venida habia sido á visitarle sabiendo el quebranto de su salud. Nazar afectó creerle, y le mandó volver á Almuñecar y que le acompañasen los que le habian traido.

Por aquel tiempo entró Fernando IV de Castilla en tierras de Granada, y puso sitio á Alcaudete. Gentes hubo que atribuyeron esta entrada del castellano á sugestiones del destronado Mohammet, aunque el desgraciado estaba completamente ageno á ella.

Pero cuando el rey de Castilla se ponia sobre Martos, emplazado por unos hermanos llamados los Carvajales á quienes habia mandado dar injustamente muerte, murió cabalmente en el mismo tiempo en que los hermanos le habian citado ante el tribunal de Dios.

Por esa razon llamóse desde entonces á Fernando IV de Castilla el Emplazado.

Por aquel tiempo á principios de la luna de jawal del año 713, murió en Almuñecar el desterrado Mohammet, y su hermano Nazar, mandó trasladarle al panteon de la Alhambra y poner sobre su sepulcro la siguiente inscripcion:

«Este es el sepulcro del sultan virtuoso, príncipe justo, sábio en el temor de Dios, uno de los reyes virtuosos, sufrido en los trabajos, laborioso en el camino de Dios, el apacible, el austero, el temeroso de Dios, el humilde, el resignado en Dios en las desventuras y en las prosperidades, morador de los dos paraisos con su meditacion y sus alabanzas, el que encaminaba á las criaturas y mantenia la justicia, camino patente de la confianza y de la bondad, mantenedor del pueblo en su honra con victorias ganadas con propio valor, justicia del trono, decoro y luz resplandeciente del estado, puerta de la ley y de la fé, constante loador de Dios en sus males y en sus desgracias, lucirá en el dia de la cuenta, exacto en la tradiccion y en las obras de la ley y en las altas purificaciones: el dispuesto siempre contra infieles con paso de firmeza y meritorio, observador de la justa medida, carta franca de humanidad, amparador de los templos, defensor de la religion, el escogido, el ínclito, el heredero de los Nazares, heredero de sus estados y de su justicia y laborioso celo en la defensa y gobierno de los pueblos, y en acrecentar sus ventajas y utilidades, el clemente rey, príncipe de los muzlimes, honor de los creyentes, domador irresistible de los incrédulos, el vencedor por la gracia de Dios, Abu-Abdalah, hijo del príncipe de los fieles el sultan escelso, prefecto de la direccion, nube de rocío, vida de la tradicion, apoyo de la secta, el laborioso en el camino de Dios, amparador de la ley de Dios, Abu-Abdalah, hijo del príncipe de los fieles, el vencedor por Dios Abu-Abdalah-ebn-Juzef-ebn-Nazar, honre Dios su mansion y sea venturoso por su bondad: nació, complázcase Dios de él, en dia miércoles tres de jaban honrado del año 655, y murió, santifique Dios su espíritu, y refrigere su sepulcro con las copas suaves de su benignidad, en dia lunes tres de jawal del año 713. Llévele Dios á las mas altas mansiones de los justos, por la verdad de la ley, y bendiga á los que quedan de su casa. Bendiga Dios á nuestro señor y á nuestro dueño Mohammet, y á los suyos con bendicion cumplida.»

Por el otro lado de la piedra se gravó una inscripcion en verso en que se rogaba á Dios le concediese el premio de sus virtudes; que refrigerase con benignas auras su sepulcro; que le regase con apacible rocío y liberales nubes de clemencia; que le vistiese y adornase de las preciosas vestiduras de su misericordia, y que le colocase en las eternas y felices moradas del paraiso.

Parecia que ocupando ya Abul-Giux-Nazar legítimamente el trono por la muerte de su hermano Mohammet III, debian desaparecer los partidos; pero no fué así; la codicia del mando y de los altos empleos del gobierno, traian enemistados y divididos á los principales caballeros de Granada, y vueltos todos contra el wazir ó primer ministro del rey Mohammet-ebn—Alí-al-Hagib, hombre astuto y cruel, causa de las grandes alteraciones que hubo en su tiempo, y particularmente de la ruina del rey Nazar.

Porque Al-Hagib, en su desmedida ambicion, tenia alejados del palacio á los principales señores de Granada, para que ninguno se procurase la gracia del rey, y desterraba á los unos é injuriaba á los otros, hasta el punto de que fueron ya tantos los ofendidos que formaron bando para destruirle, y destruir, si era necesario, al rey Nazar que le protegia.

Volvieron otra vez á alentar las pretensiones del jóven hijo del walí de Málaga, cuñado del rey y le ofrecieron la corona.

Abul-Walid aceptó; se puso en inteligencias con los conjurados, y el walí su padre envió á Granada ciertas gentes que levantaron un motin, pidiendo la cabeza del wazir Al-Hagib.

Pero el rey le amaba; salió, habló á los amotinados y pudo por el momento conjurar el peligro. Castigóse imprudentemente á algunos, y esto fué origen de una sedicion mas respetable. Muchos caballeros de Granada huyeron á Málaga, incitaron al walí á que se rebelase contra Nazar, y al fin lograron que su hijo, Abul-Walid, partiese contra Granada, acaudillando una hueste numerosa.

Al saberse esto, Granada se dividió en bandos; robábanse y matábanse los unos á los otros, y saciaban mútuamente sus ódios y sus venganzas. Una noche entera duró este conflicto, y al amanecer los que llevaban la peor parte, abrieron las puertas del Albaicin á Abul-Walid, que se apoderó de la alcazaba vieja.

Abul-Giux-Nazar se fortaleció en la Alhambra, donde le cercaron los soldados de Abul-Walid.

Viéndose perdido Nazar, envió cartas al rey don Pedro de Castilla que se encontraba en Córdoba, pidiéndole socorro; pero por pronto que el rey castellano entró en tierras de Granada, tuvo tiempo el walí de Málaga para estrechar á Nazar y obligarle á rendirse, con la condicion de que su sobrino Abul-Walid-Abu-Said, ya rey, le concediese la ciudad de Guadix y su comarca, y seguridad y perdon para los que habian seguido su bando.

Concediólo todo en la alegría del triunfo el nuevo rey; partió Nazar para Guadix, y el rey don Pedro de Castilla, sabiendo estas nuevas, y que ya su ayuda era inútil á Nazar, se volvió; pero no sin talar y saquear cuanto encontró á su vuelta, apoderándose de la fortaleza de Huete.

Nazar vivió tranquilamente en Guadix algunos años sin dar oidos á los consejos de los que le incitaban á que procurase recobrar su corona, y murió tranquilo, resignado con su suerte.

Trajeron su cadáver al panteon de la Alhambra, y el rey mandó se le dedicase esta inscripcion:

«Este es el sepulcro del sultan alto, poderoso, ilustre, de muy gran casa, descendiente de los reyes muy nobles, y de la mas preciada prosapia de los escelentes Al-Ansaríes, el mas alto de linaje, esplendor real y defensa invencible de los suyos. El cuarto de los reyes de Beni-Nazar, defensores de la ley y de la direccion, escogidos celadores laboriosos en el camino de Dios, el rey clemente con los hombres, liberal entre los liberales, en su bondad noble, generoso, bien intencionado, santo, misericordioso, Abul-Giux-Nazar, hijo del sultan alto, amparador, ilustre defensor, rey justo, ínclito, humano, defensor de la ley del Islam, aniquilador de los idólatras, el favorecido, el vencedor, el piadoso, el santo príncipe de los fieles Abu-Abdalah, hijo del sultan noble, rey, honor de los hombres, caudillo de los fieles, rey de los que temen á Dios, y de los bien intencionados, depósito fiel de la tradicion y palabras del Islam, amparo de la religion y de la fé, el vencedor por Dios, el victorioso por la gracia de Dios, el santo, el misericordioso príncipe de los muzlimes, Abu-Abdalah-ebn-Nazar; sálvele Dios, y cúbrale con su misericordia y su clemencia, colóquele en morada de santidad, escríbale entre aquellos con quienes se complace. Fué su nacimiento dia lunes 24 de la luna de ramazán el grande, año de 686. Fué jurado en dia viernes 2 de jawal año de 708, y murió, sepultado la noche del miércoles 6 de la luna de dilcada, año 722. Alabado sea el rey de la verdad, el claro heredero de la tierra y de lo que hay sobre ella, que él es el mejor de los herederos.»

Y por el otro lado se leia la siguiente inscripcion en verso:

«¡Oh sepulcro del generoso! sobre tu polvo caigan nubes celestes de amparo, de misericordia y de paz; en tu estrado se oiga siempre la bendicion á un rey noble, generoso de los mas generosos; delicia del género humano, bondad de corazon sobre todas las criaturas; caridad, manantial perenne de gloria, seas feliz con Nazar, el cuarto de los reyes de Beni-Nazar, defensores del Islam. Desde la salida del lucero de la religion, desde el alba de la ley, fué su trono de ellos, el mejor amparo de las criaturas. ¡Oh señor de la bondad y de la humanidad! tu casa fué mina de juicio, de prudencia, de virtud y de beneficencia, y hallaron en tí lo que deseaban cuantos tuvieron la suerte de conocerte y acercarse á tí, la nobleza y escelencia del orbe; el resplandor de la bondad en su cara, como la luz del dia que quita las sombras. Nunca estuvo la luna en mas perfecto y hermoso plenilunio: los altos méritos de Abul-Giux dan de sí olor vivo como el mosco precioso se descubre aun en sellado bote. Cúbrale Dios con su misericordia, con lo cual se sirva ponerle en la eterna morada de las delicias.»

Abul-Walid-Abu-Said no pudo destruir los bandos á beneficio de cuya lucha habia subido al trono: habianse acostumbrado los magnates de Granada á disponer del poder real y á no concederlo sino á aquel que mas favorecia su ambicion: pero como eran muchos y los altos empleos del reino no bastaban para contentar á todos, se dividian, se hacian la guerra, andaban en perpétuas intrigas y conspiraciones, y el rey para entretenerlos se veia obligado, ya que no podia darles otra cosa, á llevarlos contínuamente contra las fronteras cristianas, de las cuales se volvian generalmente cargados con una rica presa.

Pero esto tenia sus inconvenientes: no siempre los de Granada alcanzaban la victoria: habíanselas con los fronteros cristianos, que de padres á hijos estaban avezados á la guerra: entre estos desastres fué uno la batalla de Hins-Ailai, por otro nombre de Fortuna, donde los fronteros de Martos hicieron un horrible destrozo en los moros de Granada, y poco despues los castellanos tomaron con horrible estrago la fortaleza de Tiscar, obligando á rendirse con mil y quinientos hombres al valiente alcaide Muhamad-Hamdum.

Con tales reveses, con los partidos cada dia mas enconados dentro de su reino, Abul-Walid empezó á recelar de su fortuna y á sentir remordimientos.

Parecióle que lo que le acontecia no era otra cosa que un castigo de Dios por la traicion que habia obrado con el otro rey Abul-Giux Nazar, que le estaba reservada igual suerte, y que solo venciendo á los enemigos de Dios podria alcanzar el perdon de sus pecados.

Por eso el rey estaba triste: por eso de una manera tan sombría, en medio de la pompa de su magestad, salia por la Puerta del Juicio de su alcázar de la Alhambra contra los cristianos.

III

Tenia además el rey Abul-Walid otra razon para estar triste y apenado.

Esta razon era un sueño.

Un sueño tenaz de amores.

Durante siete noches consecutivas, y despues de un letargo profundo, habia visto brillar un punto rojo en medio de las tinieblas de su letargo, ensancharse aquel punto, estenderse como un velo de sangre, y luego aquel velo ir cambiando de color hasta volverse de color de rosa, y trocarse al fin en un espacio diáfano circundado de una luz blanca, radiante y dulce.

En medio de aquel espacio habia visto cada una de las siete noches aparecer una figura muy pequeñita, y apenas perceptible, acercarse, crecer, mostrar al fin las formas de una doncella jóven y hermosa que se acercaba con la túnica flotante como una nube impelida por el viento, al divan donde reposaba el rey.

A medida que la doncella se acercaba, el rey sentia ir creciendo un delicado y fresco perfume que parecia emanado de ella, y luego veia claramente sus ojos negros amorosamente fijos en los suyos y sus flotantes cabellos que semejaban ebras de oro, y su frente blanca como el marfil, y cándida y pura como la mirada de la jóven tortolilla que aun no ha amado: veia sus hombros y su garganta desnudos, nacarados, palpitantes, sus manos y sus brazos cruzados en una actitud de pudor sobre su seno, y sus pequeños pies que cubria y descubria caprichosamente la flotante halda de la túnica.

Luego el semblante de la doncella, con los ojos nublados de amor y la fresca y fragante boca entreabierta en un leve suspiro, se acercaba al semblante del rey; pero cuando el rey iba á besarla, la virgen desaparecia y solo quedaba ante el rey, brillando entre las mas densas tinieblas, una cruz de sangre y fuego.

IV

A la primera noche que el rey vió esta vision, despertó encendido de amor y transido de terror.

Túvolo al fin por delirio de su pensamiento, y volvió á reclinarse en los almohadones de su divan.

Pero no logró dormirse.

Veia fijos en él los ojos de la doncella soñada; aquellos ojos que le brindaban amor, y su boca, aquella boca que le prometia delicias.

Al alba se levantó, y ansioso de olvidar aquel sueño que le atormentaba, salió de caza: pero en el monte y en el valle, en la selva y en el altozano, en las márgenes del rio y en el arenoso fondo de los barrancos, en el fondo melancólico de las espesuras, y en el oscuro antro de las grutas, allí, en todas partes veía á la hermosa doncella flotando delante de él; y cuando irritado por la vision tendia hácia ella su arco en el furor de su delirio, la vision de amores desaparecia y quedaba en su lugar una cruz de sangre y fuego.

Durante siete noches el rey vió en sueños á la doncella misteriosa cada vez mas pura, cada vez mas enamorada, cada vez mas resplandeciente.

Durante siete dias que salió á caza pretendiendo borrar la impresion de su sueño en medio de la luz y del aire de los campos y de las montañas, vió en la luz á la doncella enamorada, en la sombra la cruz de fuego, y el aire le trajo el perfume suavísimo, que como emanacion de la doncella misteriosa, respiraba en sus sueños.

V

Vivia en la torre de las Siete bóvedas, en una habitacion alta que le habia concedido el rey, un astrólogo viejísimo; y tanto, que nadie se atrevia á calcular los años de su vida.

Era calvo; tenia el semblante arrugado como un pergamino viejo, sobre el cual ha secado el sol la lluvia: sus ojos pequeños y redondos apenas se veian cubiertos por las largas cerdas de sus cejas, que de una manera estraña caian delante de ellos como un velo; su nariz larga y afilada sobresalia duramente de unas megillas salientes, cubiertas de una piel árida y de color verdoso; su barba era larguísima, cana, de color impuro, y su túnica caia hasta cubrir sus pies en una larga plegadura, como podia haber caido sobre un armazon de caña.

Aquel viejo no habia venido de ninguna parte, ó á lo menos no se sabia de dónde habia venido.

Una noche los guardas de la torre de las Siete bóvedas vieron en los ajimeces de la parte mas alta de la torre un resplandor sanguíneo, y vieron á la luz de la luna salir un humo espeso y luminoso por las ventanas de la cúpula.

El alcaide de la torre avisó de ello al alcaide de palacio, el alcaide de palacio al wazir del rey, el wazir á Abul-Walid.

El rey mandó á su wazir Masud-Almoharaví que fuese á ver lo que era aquello, y fué el wazir; y cuando llegó á la parte alta de la torre encontró al viejísimo astrólogo, que meditaba sobre un cuadrante tendido en una estera.

Maravillóse el wazir de ver aquel espectáculo, y de la misma manera se maravilló el alcaide de la torre.

Aquel viejo imponia espanto.

Además las alfombras, los pebeteros, los divanes, las labores de aquella rica habitacion donde el rey solia pasar algunos momentos, habian desaparecido: quedaban en su lugar unas paredes negras y lustrosas, cubiertas de pinturas de estraños animales y de caracteres desconocidos, rojos los unos; blancos, verdes ó azules los otros: en tablas á lo largo de los muros se veian redomas, cráneos y hosamentas de hombres y animales, arrugadas pieles de serpiente, y enormes libros amarillos apilados en los ángulos y arrojados por el suelo.

A un lado habia un hornillo, y sobre los carbones apagados se veía una enorme ampolla de vidrio, que contenia un licor negro y viscoso.

—¿Qué hombre es ese? preguntó el wazir que era muy soberbio al alcaide desdeñándose de dirigir la palabra al viejo: ¿cómo ha entrado aquí? ¿por qué has permitido que haga tal trasformacion en este aposento que era una alegría?

—¿Sabes tú cómo ha venido tu alma á tu cuerpo ó cómo se separará de ella? dijo el viejo con voz ronca sin levantar los ojos de su cuadrante, y mientras el alcaide guardaba un silencio de asombro.

—¿Es decir, dijo Masud-Almoharaví, que tú has venido á ser el alma de la torre?

—¡Tú lo has dicho! esclamó el viejo.

—¿Pero cómo le habeis dejado entrar tú y los tuyos? dijo con irritacion el wazir al alcaide.

—Nosotros, escelente señor, no hemos visto á este hombre ni yo ni mis soldados. Como has visto, las escaleras y las puertas que hasta aquí conducen estaban cerradas: las llaves las tiene el rey, y tú has traido esas llaves: ese hombre solo ha podido entrar aquí por el aire, y aun así invisible; porque ni yo ni los mios le hemos visto entrar.

—¿Quién eres? dijo con desabrimiento el wazir al viejo.

—Quiero contestarte, dijo el viejo levantándose y dirigiéndose al wazir, aunque tu soberbia merecia que no te diese contestacion: yo soy Abu-Jacub-Al-Hakem-Bilah.

—¿De dónde has venido?

—¡De la eternidad! contestó huecamente el sabio.

Irritóse el wazir porque no era hombre á quien se dominaba con facilidad, y acostumbrado á la adulacion de los mas grandes señores, le sentaba muy mal la audaz manera de aquel viejo decrépito.

—¿Será que quieras que yo te envie á la eternidad haciéndote morir azotado por los frenos de los caballos de la torre?

—De la eternidad vengo y á la eternidad voy; dijo el viejo sin dar muestras del mas leve temor: y no serás tú ciertamente el que á la eternidad me envie. He venido aquí, porque esta es la única parte del mundo que me quedaba que visitar, y deseaba ver este alcázar maravilloso y esta ciudad de delicias: me he aposentado donde me ha convenido, y me he hecho huesped del rey de Granada, sin meterme á averiguar si le placeria ó no: como estoy acostumbrado á vivir á mi gusto y me desagradaban los adornos afeminados y las inscripciones de amor que se veian en esta cámara, la he preparado para mi uso como mejor me ha convenido. Además, como me gusta conocer las personas en cuya casa vivo, me ocupaba en levantar el horóscopo del rey de Granada, y en averiguar cuánto tiempo estará levantado este alcázar sobre la tierra. Por lo demás, todo lo que pretendas contra mí es inútil; quédate ó vete, como mejor te plazca, y si quieres puedes decir al rey que si viene á visitarme le recibiré, y que si no quiere venir iré á buscarle. Te he dicho cuanto te tenia que decir.

Y el viejo se reclinó de nuevo en la estera, y volvió á consultar su cuadrante.

—¿Qué haces? dijo con irritacion el wazir; ¿así crees que puedes burlarme?

—Estoy leyendo una parte oscura de tu pasado; dijo el viejo sin levantar los ojos del cuadrante. Por ejemplo, estoy leyendo el nombre de Abul-Fath-Nazir-el-Ferih, tu predecesor en el empleo de wazir del rey.

Púsose pálido Masud-Almoharaví, y mandando al alcaide que se retirase, se quedó solo con Al-Hakem-Bilah.

—Sí, continuó este: veo el nombre del pasado wazir, sobre una tumba, acompañado de pomposos elogios; la enemistad no pasa del sepulcro, y la hora de la muerte de un hombre es tambien la hora en que le elogie su enemigo. Veo dentro de esa tumba un cadáver corroido por un tósigo voraz; averiguando de donde ha salido ese tósigo, veo un cerbatillo humeante, sobre una fuente de plata; esta fuente está puesta sobre una mesa, en que hay pan candeal y frutas y confituras, y licores malditos por Dios y prohibidos á sus creyentes. A ambos lados de la mesa veo dos hombres; el uno es el muerto del sepulcro, pero vivo y lleno de salud y robustez; es Abul-Fath-Nazir-el-Ferih: el otro es un hombre pálido, soberbio, que se domina mal, que encubre mal el ódio que siente hácia el que está sentado frente á él: ese hombre eres tú, tú mismo; pero diez años mas jóven. La habitacion donde estos dos hombres están, forma parte de un hermoso cármen situado en las angosturas del Darro; por último, un hermoso sol de primavera hace pasar sus rayos por los cristales de colores de las ventanas de la cúpula, bajo la cual estais sentados, teniendo en medio una mesa, tú y el anterior wazir.

La altivez de Masud-Almoharaví se habia desplomado, y pálido y convulso escuchaba, sin ser poderoso á pronunciar una sola palabra, al sábio Jacub.

—Es mucho, es mucho lo que veo, añadió el viejo sin mover los ojos del cuadrante; en un bellísimo retrete del mismo cármen hay reclinada en un divan, y sencillamente vestida, una niña de quince años.

¡Y qué hermosa es!

¡Pero tambien cuán terrible!

El espíritu del mal ha llenado su corazon, y en su boca, que todavía no han marchitado los años, es ya fingida la sonrisa.

El hombre que habla con el wazir Abul-Fath-Nazir-el-Ferih, tú, es un envenenador que se finge amigo de su víctima: la niña que allá en su retiro revuelve pensamientos ambiciosos, es una envenenadora, una parricida, un arcángel condenado, que ha servido tranquila á su padre el plato funesto y se ha retirado despues.

El temblor de Masud-Almoharaví crecia; su palidez se habia hecho lívida.

—De los dos amigos, el uno comió del manjar envenenado; el otro se disculpó con haber satisfecho con los otros manjares anteriores su apetito y no comió.

Al dia siguiente apareció muerto en su lecho el wazir Abul-Fath-Nazir-el-Ferih, y sus asesinos, afectando gran sentimiento, se presentaron vestidos de luto al rey Abul-Walid.

Tú llevabas á Ketirah, á la parricida, asida de la mano; tú fuiste quien levantaste de su frente de vírgen maldita el velo tras el cual debia ver el rey Abul-Walid la condenacion de su alma; porque el rey se enamoró de Ketirah.

Pero Ketirah era ambiciosa, y exigió el puesto de la sultana.

Tú á quien el rey habia hecho su wazir, tú que eras el tercero en los amores del rey con la hija del difunto wazir, hiciste que aquel obstáculo desapareciese: la sultana Aleidah, murió por haber aspirado demasiado la fuerte fragancia de un ramillete de flores.

Ketirah fué sultana; pero no sé que señales vieron los parientes de la sultana Aleidah en su semblante, que sospecharon y sospecharon de tí... porque tú eras quien habias presentado al rey la hermosa Ketirah, la tentadora hija del wazir difunto, y Ketirah por muerte de Aleidah habia llegado á ser sultana.

Los bandos de Granada se han aumentado con un bando mas: con los parciales de Mohammet-ebn-Ismail, hijo del walí de Algeciras, primo del rey Abul-Walid, y primo tambien de la difunta sultana Aleidah.

Para desdicha tuya, y digo desdicha, porque tus enemigos son temibles, el jóven Mohammet es ambicioso; hace mucho tiempo que tiene puestos los ojos en la corona de Granada, y amaba además de una manera desesperada á la difunta sultana Aleidah; tú eres un obstáculo á su ambicion, y sabe ó cree que tú eres el asesino de Aleidah.

De modo que es muy posible que en vez de morir yo al rigor de los azotes con que querias castigar en mi un pretendido delito, caigas tú bajo el puñal de los que ven en tí al causador de dos infames y cobardes asesinatos.

¡Es mucho! ¡es mucho lo que he visto al consultar tu horóscopo!

—¿Y me matará el hijo del walí de Algeciras? dijo con acento trémulo el wazir.

—No; morirás como has matado.

—¡Ah! ¿y cuándo?

—Tendrás tiempo para poner en el trono al hijo primogénito de tu señor.

—¿Pues qué, va á morir el buen rey Abul-Walid?

—¿Acaso pretendes que el rey sea eterno?

—Pero es jóven.

—La muerte no cuenta los años.

—¿Y cómo morirá el rey?

—Mas te importa saber cómo morirás tú.

—¿Y yo?..

—Ya lo sabrás.

—¿Nada mas me dirás?

—Nada.

—¿Qué quieres que diga al poderoso Abul-Walid?

—Dile que en su alcázar está quien es mas poderoso que él.

—¿Quieres esclavos que te sirvan, muchachas de ojos negros que te deleiten, perfumes que te embriaguen, manjares que te regalen?

—A lo que vengo vengo, y Dios no me ha enviado á encenagarme en torpezas; ¿crees tú que si yo deseára la muger mas hermosa de la tierra, no la tendria con solo pronunciar una palabra? ¿Y qué son para mí las mugeres de la tierra, ni los arcángeles del cielo, ni las huríes del paraiso?

—¿Con que nada puedo darte?

—¿Has visto que alguna vez dé el esclavo al señor, el pobre al rico, el débil al fuerte? yo soy un águila, tú eres un vencejo. Vete.

El wazir salió sin saber lo que le acontecia y transido de terror.

Dominóse sin embargo, durante su tránsito hasta palacio, y encontrando en él al rey en la magnífica sala de las dos Hermanas, le habló pomposamente del sábio Abu-Jacub, le encareció las maravillas de la transformacion que habia notado en la torre, y tanto que cuando el rey quedó solo dijo profundamente pensativo:

—Dicen los hombres de Dios, y yo lo tengo por cosa cierta, que Satanás anda siempre alrededor de los palacios de los reyes, y que algunas veces se aposenta en ellos y se hace visible.

¿Será ese astrólogo Satanás?

¿Y si es, qué quiere?

¿No soy un rey temeroso de Dios?

VI

Abul-Walid fué á visitar aquella noche al viejo astrólogo que de una manera tan estraña, y sin pedirle licencia, se habia aposentado en la mejor cámara de la torre de la puerta de su castillo real, y que tan á su gusto habia transformado el interior de aquella cámara.

Abu-Jacub-Al-Hakem habia prometido en una y otra entrevista al rey levantarle figura y descifrarle su horóscopo: pero con el pretesto de que las conjunciones planetarias no eran propicias, alegando otras veces escusas plausibles, el rey no habia logrado saber ni una sola palabra acerca de su destino por boca de Abu-Jacub.

Pero cuando se vió afligido por la ardiente vision, que tentadora y misteriosa se habia repetido para él siete noches consecutivas, el rey, no pudiendo resistir mas, se trasladó una noche á la torre de las Siete bóvedas, y se entró resueltamente en la vivienda de Abu-Jacub.

—Sé á lo que vienes, dijo este.

—Pues bien, puesto que te he honrado en mi córte, que todos te reverencian y que te llamas mi astrólogo, descíframe mi sueño.

—Ese sueño es una tentacion, rey Abul-Walid; una tentacion que pone á prueba tu nobleza y tu caridad.

—No te comprendo.

—Vas á comprenderme.

Y el sabio abrió uno de los ajimeces.

—Ven acá, dijo al rey.

El rey fué al ajimez.

—Mira hácia el poniente.

—Nada veo, es la noche muy oscura.

Abu-Jacub tocó los ojos del rey.

—Vuelve á mirar, dijo.

—Veo las fronteras de mi reino y la villa fronteriza de Martos.

—Mira aun.

—Veo una casa de solar cristiana: sobre su puerta, en un blason, hay una cruz roja.

—¿No has visto una cruz roja en tu sueño?

—Sí.

—¿Y no crees que esa cruz roja que se vé sobre el blason de la casa del corregidor Sancho de Arias tiene relacion con tu sueño?

—Sí; ¿pero qué quiere decir esa cruz?

—Esa cruz quiere decir que una cristiana causará tu muerte, poderoso rey Abul-Walid.

—¿Es acaso esa cristiana la doncella que yo he visto en sueños?

—Sí.

—Quiero verla.

—Vas á verla en una ocasion solemne: mira.

El rey miró.

—Veo un ancho dormitorio: en aquel dormitorio un enorme lecho; en aquel lecho un caballero anciano, con la cabeza cubierta por un vendaje sangriento, y espirante.

A un lado del lecho hay un faqui cristiano leyendo en una Biblia; al otro lado una muger sencillamente vestida, vuelta de espaldas, que parece orar y tener asidas las manos del herido.

—No veo á la muger de mi sueño; dijo el rey.

—Si por cierto: es esa que está vuelta de espaldas; como se encuentra replegada sobre el lecho no puedes admirar su gentileza; pero tiempo tendrás de verla.

—¿Y qué significa lo que allí sucede?

—Significa que el buen corregidor Sancho de Arias muere á consecuencia de heridas.

—¡Heridas!

—Sí, heridas recibidas hace tres dias en las fronteras de tu reino.

—No tengo noticia de ningun encuentro con los cristianos.

—Tu alcaide de Loja, que intentó una algara sobre la frontera, ha sido vencido, y como prudente no te ha dado noticia de su desastre: ha dejado sobre la frontera cristiana la flor de sus caballeros muertos á manos de los vecinos de Martos, á quienes acaudillaba su corregidor; pero el desdichado no gozó el triunfo; recibió algunos hachazos en la cabeza de manos del tremendo Alí-Athar, tu alcaide en Loja, y hélo ahí espirante. Escucha lo que se habla en esa habitacion.

—Nada oigo; dijo el rey: la vega y las montañas están envueltas en el mas profundo silencio.

Tocó Abu-Jacub los oidos del rey y repitió:

—Escucha.

—Oigo al faqui cristiano rezar en rumy; oigo el sobrealiento y la fatiga del herido que está dominado por un letargo.

—Escucha aun.

—La muger llora.

—Y el herido despierta y parece que cobra aliento, como si le ayudára la mano de Dios.

El rey siguió escuchando.

Hé aquí lo que el rey oyó:

—Padre, dijo el herido: sé que voy á morir, y que necesito de vuestro auxilio y de vuestra presencia: pero veo á mi lado á mi hija; siento su mano sobre mis manos, y recuerdo que antes de morir necesito confiarla un importante secreto, que solo sabe Dios... y yo; y que solo ella debe saber. Dejadnos solos, padre mio, que cuando haya concluido con este último deber que me prescribe mi conciencia, volveré á ampararme de vos.

El fraile salió.

Quedaron solos el anciano que moria, y la jóven que de verle morir lloraba.

VII

—Levántate y siéntate al lado de mi lecho, María, dijo Sancho de Arias.

Al levantarse María, al sentarse, dejó ver al rey Abul-Walid su semblante.

—¡Es ella! ¡es ella! la hermosísima y casta vírgen de mis sueños de amores: esclamó el rey.

—Escucha, dijo secamente Abu-Jacub-Al-Hakem.

—Tienes quince años, María, dijo el moribundo.

—Pluguiera á Dios que no hubiera nacido, señor, si habia de veros en tan miserable estado.

—Muero como debe morir un cristiano y un caballero; dijo Sancho de Arias: defendiendo á mi Dios, á mi patria y á mi rey. Además que ya mis años son muchos, y confio en que Dios en su misericordia me reciba en su seno: como hombre he cumplido con arreglo á la ley de Dios; como ministro del rey, la vara de la justicia no se ha quebrado ni torcido en mis manos; respecto á mis semejantes, tú eres una prueba de que he tenido caridad hasta para con mis enemigos.

—¡Yo, señor!...

—Sí; ha llegado el solemne momento en que lo sepas. No eres mi hija.

—¡Pués de quien soy yo hija, señor! esclamó María.

—Eres hija de moro, de un infiel del reino de Granada.

—¡Ah! ¡señor!

—La verdad es dura, pero es necesario que la sepas. Hace diez años era yo alcaide por el rey del castillo de Alcaudete. Tenia una buena esposa y dos hijas tan hermosas como tú, tan puras como tú, como tú tan buenas. Llamóme por entonces el adelantado de Jaen, y obedeciendo como debia, acudí á su llamamiento.

Apenas habia llegado á las puertas de Jaen, cuando la campana del castillo fronterizo de la Guardia empezó á tocar apresuradamente á rebato.

Poco despues, y cuando acababa de entrar en casa del adelantado, llegó un corredor cubierto de sudor, de polvo y de sangre, y mi corazon al verle se heló. Era un vecino de Alcaudete: los moros habian pasado la frontera en número formidable, habian embestido la villa y el castillo, y los habian entrado á sangre y fuego; los vecinos, sorprendidos, apenas habian tenido tiempo de huir, y los que quedaron dentro fueron degollados.

A aquella noticia, los vecinos de Jaen, los de la Guardia, los de los lugares cercanos, corrieron á las armas, juntóse un escuadron de infantería con cuatro banderas y doscientos rocines, y todos marchamos desalados en socorro de Alcaudete.

Pero llegamos tarde: los fugitivos que se nos unian nos daban noticias aterradoras: los moros habian saqueado la villa, la habian puesto fuego, habian degollado á los hombres y á las mugeres viejas, y se habian llevado cautivas á las mugeres jóvenes y á las niñas.

Cuando yo entré en el castillo, lo primero que encontré fué el cadáver de mi esposa: mas allá mis dos hijas abrazadas y muertas al pié del muro debajo de una ventana: segun las señales, las desgraciadas se habian arrojado por aquella ventana, prefiriendo la muerte de los mártires á la deshonra y al alejamiento de la ley de Jesucristo entre los infieles.

El anciano pronunciaba estas palabras con voz lenta y lúgubre, pero de una manera terrible, sin derramar una sola lágrima.

El rey Abul-Walid, desde la torre de las Siete bóvedas, avanzado al ajimez, pálido, anhelante, con los ojos inmóviles, presenciaba aquella escena que pasaba tan lejos de él, de la misma manera que si hubiera estado en el aposento donde el corregidor de Martos moribundo hacia aquella revelacion á la misteriosa virgen de sus sueños, y lo oia y lo veia todo por virtud de la ciencia de Abu-Jacub-Al-Hakem.

—Yo juré, continuó el anciano, sobre la sangre de las prendas de mi alma, vengarlas de los infieles; y desde entonces, acometí en continuas correrías las fronteras del reino de Granada; asalté aldeas, las puse á sangre y fuego, y no me hartaba, no me hartaba de sangre, porque toda me parecia poca para vengar la de mi esposa y la de mis hijas.

Una noche... una noche lóbrega y terrible, pasé la frontera y me acerqué por atajos y trochas á la villa de Yllora.

En su castillo habia fiesta: un príncipe moro habia ido á aquel pueblo á gozar de la pureza de sus aguas y de sus aires y á recobrar la salud quebrantada: le divertian con una zambra.

Los moros descuidados, sin recelar que hubiese peligro en una fortaleza en que se encerraban centenares de hombres llevados por el príncipe infiel en su guarda, no velaron como debian en las murallas: mis buenos fronteros arrimaron en silencio sus escalas á los muros, y treparon y saltaron dentro del castillo y yo delante de ellos.

Un momento despues los cantos moriscos se habian convertido en gritos de combate y ayes de agonía. Sorprendidos los moros creyendo tener sobre sí todo el ejército de Castilla, huyeron despavoridos; y yo y mis gentes nos cebamos en su alcance. Fué una buena carnicería de infieles, que llenó de luto á Granada, y la presa magnífica; porque el príncipe moro habia llevado consigo grandes riquezas en muebles, en tapices, en joyas y en dinero. Pero el principal tesoro que encontré, fuiste tú, María.

—¡Yo! esclamó la jóven.

—Sí; cuando ya cansados de matar y de amontonar riquezas nos retirábamos, al pasar por delante de una cámara, oí el triste llanto de un niño abandonado.

Entré. En una magnífica cuna, cubierta de amuletos segun el uso moro, ví una niña que al acercarme yo me tendió sus bracitos.

Y ¿qué daño ha hecho á nadie esta infeliz criatura? me dije. No permita Dios que yo tiña mis manos en sangre inocente, ni que robe un alma al cielo.

Y te tomé en mis brazos y te llevé sobre el caparazon de mi caballo á Alcaudete; y te mande bautizar, y te llamaste María en ofrenda á la santa Vírgen, y te adopté por hija, y pensando yo en que algun dia serias muger, y amarias...

—¡Ah, señor!

—Sí; que amarias... y has amado; amas.

—Es verdad.

—Amas á un buen hidalgo, á un valiente: á un mozo temeroso de Dios, á Gonzalo Nuñez.

—Es verdad, dijo María ruborizándose.

Al escuchar Abul-Walid que María amaba, los celos, y unos celos crueles, vengativos, llenaron su alma.

—¡Ama! esclamó roncamente: ¡ama la hermosa vírgen de mis sueños!

—Pero tú matarás su amor; dijo con un acento singular el sombrío Abu-Jacub.

—Escuchemos, escuchemos, dijo el rey.

Sancho de Arias y María habian guardado por un breve espacio silencio: él como quien cansado reposa para tomar nuevas fuerzas; ella dominada por lo solemne de la revelacion del anciano moribundo.

—Amas, y yo apruebo tu amor: Gonzalo Nuñez es digno de tí, y tú eres digna de él. Yo he conocido vuestro amor, aunque me lo has ocultado.

—¡Ah, señor! él es muy pobre, y esperaba á que el rey le diese un oficio para poder casarse conmigo.

—Si él es pobre, tú eres rica, María.

—¡Rica yo!

—Sí; ya te he dicho que cuando te adopté pensé en que un dia serias muger, en que amarias, en que te casarias, y quise que tuvieses una buena dote: pensando en esto, guardé para tí un tesoro que encontré en la habitacion donde habias quedado abandonada.

—¡Un tesoro!

—Sí; y un tesoro de inestimable valor. Busca debajo de mi almohada. Encontrarás una bolsa.

—Héla aquí: dijo María sacando de debajo de la almohada una bolsa de seda á manera de saco, cerrada por dos cordones.

—Abre la bolsa y toma una llave que encontrarás en ella.

María sacó de la bolsa una pequeña llave.

—Abre ahora aquel armario, dijo el anciano señalándola uno que habia al fondo de la alcoba.

La jóven se levantó, fué al armario y le abrió.

—Está vacío: dijo.

—No importa, tira hácia tí de la primera tabla; sácala.

María desencajó la tabla.

—Mira bien al fondo del armario, dijo Sancho de Arias. ¿Qué ves?

La jóven miró con cuidado.

—Veo un cajon muy encajado y muy disimulado, y en el centro de él un agujero.

—Mete la misma llave del armario y tira.

María tiró.

—Saca lo que encuentres dentro.

María metió la mano en el cajon, y encontró otra bolsa de seda pero mas grande que la que habia encontrado bajo la almohada y pesadísima con relacion á su volúmen.

Aquella bolsa estaba tambien cerrada con un cordon y en un papel cosido á ella estaban escritas estas palabras. «Dote de María.»

Además la bolsa estaba recamada con arabescos de oro y plata.

—Abre la bolsa, dijo el moribundo, y mira lo que contiene.

Abrió la bolsa María, metió la mano, encontró un objeto, y le sacó.

Era un largo y pesado collar de gruesas perlas, con broche de diamantes y rubíes, y en el centro pendiente de la perla mas gruesa, una cruz de oro, cubierta de diamantes.

—¡Oh, Dios mio! dijo la jóven, ¿y habeis pasado estrecheces, señor, teniendo esta rica joya?

—Era parte de tu dote, pero aun queda mas.

La jóven metió la mano y sacó dos magníficos brazaletes, cincelados, esmaltados, cuajados de pedrería, que estaban unidos el uno al otro por una cinta de seda.

María miró sin codicia aquellas dos admirables joyas, como sin ella habia mirado el collar y las puso junto á este á los pies del lecho del moribundo.

Volvió á meter la mano y sacó dos arracadas tan ricas y tan maravillosas como el collar y los brazaletes; sucesivamente sacó veinticinco sortijas de grande precio atadas en una cinta, dos ajorcas y un ceñidor de oro, perlas, diamantes y rubíes.

El aderezo completo por último de una mora riquísima, de una sultana.

Todas aquellas joyas puestas sobre el lecho de Sancho de Arias brillaban, relucian, arrojaban destellos fúlgidos al recibir la móvil luz de la lámpara que alumbraba el dormitorio.

—Como ya te he dicho, continuó el moribundo, esas joyas las encontré en la misma habitacion en que tú estabas, en una arca en que habia ropas de muger, que no tomé por embarazosas. Su valor me maravilló; pero lo que me maravilló mas, fué el ver en la casa de un infiel la hermosa cruz del collar. ¿Qué muger podia haber llevado aquella alhaja? Sábelo Dios; pudo ser tú madre.

—¡Mi madre!

—Dios lo sabe.

—¿Pero no sabeis quienes fueron mis padres?

—Por la habitacion en que te encontré, por la cuna en que estabas, por los amuletos que te cubrian á la usanza mora, juzgué que debias ser hija de aquel príncipe moro, que habia escapado al verse sorprendido por mis fronteros... Pero despues nada supe. ¿Y qué te importa? vale mas que pases como hija de un hidalgo honrado y cristiano, que no que sepan que eres hija de un infiel, por mas que este infiel fuese príncipe, rico y poderoso. Este secreto debe quedarse entre nosotros. Conmigo le guardará la tumba. Guárdale tú si no es que quieres, cediendo á la soberbia humana, aparecer como hija de uno de los grandes de la tierra, por mas que ese grande, como infiel, esté desheredado del cielo.

—¡Ah! no, no; yo no tengo vanidad, padre mio: y esas joyas...

—Servirán para asegurar el pan á tus hijos si te casas con Gonzalo Nuñez.

—¡Gonzalo Nuñez! sabe Dios lo que habrá sido de él. Hace un año, padre, que se despidió de mí: he recibido una sola carta suya allá desde la frontera de Murcia, donde estaba sirviendo el rey de Aragon, y... no he vuelto á tener noticias suyas. Acaso ha muerto buscando fortuna para ser mi esposo.

—¡Muerto! ¿quién sabe? y en fin, si ha muerto, ha muerto como bueno, como muero yo.

—¡Oh, Dios mio! ¡si eso fuera cierto!..

—Si fuera cierto, seria asunto de sentirlo, pero no de desesperarse. Eres jóven, hermosa y rica, y no te faltaría un nuevo amor.

—Pero yo no puedo, yo no debo amar á otro mas que á él.

—¡Que no debes!... ¿acaso, María, has sido débil? ¿acaso has olvidado lo que no debe olvidar jamás una doncella honrada?

—¡Ah! ¡no, no, padre mio! repuso la jóven poniéndose densamente encendida. Vuestra hija no ha olvidado jamás lo que debe á vuestra honra, ni él jamás ha pretendido de mí nada deshonroso.

Al escuchar estas palabras el rey Abul-Walid respiró recio como aquel que se vé libre de una carga, y aprovechando un momento en que guardaron silencio el moribundo y la jóven, dijo á Abu-Jacub sin apartar la vista de aquel remoto dormitorio de Martos.

—Amor de niños; amor que pasa con la ausencia; que no sobrevive al amante muerto. Y es posible que su amante haya muerto.

—No, no ha muerto, dijo con acento seco y duro Abu-Jacub: aparta por un momento la vista de María y de Sancho de Arias y fíjala en el camino de Castilla, á la frontera, cerca de Martos.

—Está la noche muy oscura y no veo, dijo el rey.

—Mira: dijo el mago tocando de nuevo los ojos de Abul-Walid.

Entonces el rey, á pesar de la oscuridad, vió un largo y estrecho camino y galopando por él, cerca de Martos, dos ginetes armados de todas armas, caladas las viseras, las lanzas en las cujas, y llevando cada uno de ellos sobre la grupa de su caballo una maleta.

—¿Vienen acaso esos cristianos, dijo el rey, de la frontera de Murcia á avisar á María de que su amante vive?

—Mas que eso: el que cabalga delante con arnés tranzado y espuela de caballero, es el mismo Gonzalo Nuñez; el que cabalga detrás, su escudero; lo que llevan en esas dos maletas, oro puro. El amante de María vuelve armado caballero por el rey don Jaime II de Aragon, honrado por sus hazañas y rico por las presas que ha hecho á los moros de Murcia. Síguelos, y verás cómo sin vacilar entran en la villa, cómo antes de ir á su propia casa Gonzalo Nuñez llega á la casa del corregidor Sancho de Arias y llama á grandes aldabadas; María le abre, un escudero le dice que su amo está espirando, y el jóven á pesar de lo embarazoso y pesado de la armadura, sube á saltos las escaleras, cruza y atraviesa la sala; ya entra en el dormitorio y se queda helado de espanto al ver la situacion en que se encuentra el que cree padre de su amada.

Escucha ahora y mira.

—¿Qué es esto, señor? dijo Gonzalo Nuñez levantándose la visera: ¿cómo os encuentro así?... ¿pero Dios no querrá?...

—Dios lo quiere, y llegais muy á tiempo, Gonzalo: Dios os trae; la vida se me acaba y mi hija va á quedar huerfana.

—No lo será mientras yo viva, señor.

—Sí, vos sereis su esposo.

—¡Cómo, señor! ¿sabeis?

—Lo sé todo; sé que por su amor habeis ido á buscar fortuna á cambio de vuestra vida.

—Y la he encontrado, señor, vuelvo rico, y alentando la esperanza que vos habeis realizado de que María fuese mi esposa.

—Sí; hijos mios, sí, y escuchad: casaos inmediatamente.

—¡Cómo! dijo María mientras Gonzalo guardaba un silencio de asentimiento egoista; ¿caliente aun vuestro cadáver?...

—Lleva por mí tu luto en el corazon, no en los vestidos, María; no esperes huerfana y doncella por cumplir con el juicio de las gentes el que pase un año despues de mi muerte. Únete á él, y para que tengas una obligacion de hacerlo... acercaos, hijos mios, acercaos.

Los jóvenes se acercaron y el anciano asió sus manos y las unió.

Entonces los dos jóvenes cayeron de rodillas.

—Vuestro padre moribundo os une, dijo Sancho de Arias con voz conmovida y cada vez mas débil: que os bendiga Dios, hijos mios, y que apenas muerto yo... ¿pero á qué esperar mi muerte?.. ¿no hay en la casa un sacerdote?...

Pero como si Dios no hubiera querido que Sancho de Arias llevase á la tumba este consuelo, fatigado en demasia por la conversacion que habia sostenido, le atacó una tos violenta, se le abrieron las heridas, y arrojó un vómito de sangre: tras el vómito vino la muerte.

—¿A qué quieres presenciar los llantos y la desolacion de esa casa? dijo el mago borrando la vision de los ojos del rey que solo vieron el fondo oscuro de la noche.

—Pero se casará la vírgen de mis sueños con ese cristiano? dijo pálido y convulso Abul-Walid.

—No, si tú quieres, dijo el mago: pero para evitarlo será necesario que levantes tu estandarte, que reunas tus gentes de guerra y que caigas como una tempestad sobre la villa fronteriza de Martos.

—Caeré, caeré, gritó Abul-Walid, y la doncella de la frente pálida no será de otro que será mia.

Y arrojando su bolsa al mago, salió de su morada y se precipitó rápidamente por las escaleras de la torre.

—Vé, vé, Abul-Walid-Abu-Said, dijo soltando una carcajada horrible el mago: eres mio: vas á buscar tu condenacion en esa muger.

Incitado, pues, por el amor de María, y con el pretesto de hacer una algara en las fronteras cristianas, salió el rey Abul-Walid por la Puerta del Juicio de la Alhambra, desplegado su estandarte de guerra y rodeado de sus caballeros.

VIII

¡Qué hermosa está una virgen cuando se atavia para sus bodas!

¡Qué bello sobre su frente de azucena, el encendido color del clavel, que enciende un enamorado y misterioso pensamiento!

¡Oh! ¡y cuán hermosa estaba María!

Han pasado tres dias desde la muerte de Sancho de Arias, y el dolor que esta muerte la ha causado, dá á sus ojos, á sus megillas, á su boca, una dulce languidez que la hace mas hermosa.

La impaciencia de Gonzalo ha triunfado, ayudada por el último deseo de su padre, y acaso tal vez por una impaciencia de que ella no quiere darse cuenta.

Se está engalanando: se está poniendo sobre sus galas las magníficas joyas que habia guardado para ella Sancho de Arias.

Los espera el altar: despues caerá sumisa y enamorada entre los brazos de su esposo, y al dia siguiente guardará aquellas joyas y aquellas galas para vestirse un luto justo.

Pero la vírgen no debe ir al altar enlutada: seria un casamiento demasiado lúgubre, al que pareceria asistir como un testigo invisible la muerte.

Una anciana, que la ha servido de nodriza, la engalana llorando.

Porque la esperiencia fria dice á la anciana que cuando una muger se casa, entra en una nueva via á cuyo fin puede encontrar el mayor de los infortunios.

El infortunio del corazon.

Nadie mas asiste al atavío de la hermosa.

Sus cabellos destrenzados, sus hombros y su seno desnudos, no la obligan á avergonzarse, porque quien la vé es casi su madre: ha visto nacer aquellos encantos; nada hay en María que la sea ageno: la cree su hechura, y la jóven no cree que la ven los ojos de otro, porque los ojos de la anciana son como si fueran sus ojos.

Y sin embargo, hay una espresion de orgullo en los ojos de la nodriza, y,

—¿Qué hermosa eres? esclama: ¿dichoso el hombre para quien Dios te ha criado? ¡Oh! ¿qué feliz será?

Y la jóven se sonrie y se ruboriza.

Y entre tanto el hombre que vá á ser feliz, espera impaciente en otra habitacion, rodeado de sus deudos y de sus amigos, á que la desposada acabe de ataviarse, y cuenta el tiempo por los latidos de su corazon, y en cada ruido que llega hasta él, cree percibir el ruido de los pasos de su amada.

Hace un hermoso dia: Dios le bendiga.

El sol ha amanecido mas puro que nunca.

Parece que el sol ama tambien y toma parte en las bodas.

La campana de la iglesia llama á la oracion.

Los pájaros cantan en el huerto.

Las brisas de la mañana agitan con blando ruido las enredaderas del balcon.

¡Oh! ¿qué dia tan hermoso?

Y las jóvenes que van á la iglesia á oir la primera misa, dicen con acento de enamorada codicia á su vecina:

—Hoy se casa María, la hija del difunto corregidor.

—¿Con quién se casa? dice una vieja.

—Con el hijo de Nuño Nuñez, con Gonzalo.

—¡Oh! ¡bendígalos Dios! dice la vieja: ¡tal para cual!

Y la noticia cunde por la villa, y hay quien deja el trabajo por ver casarse á la doncella mas hermosa de la frontera, con el galan que en toda la frontera se conoce por mas gentil y mas bravo.

Y hay quien añade:

—El difunto corregidor no ha querido que le entierren hasta que esté casada su hija con Gonzalo Nuñez.

Y otro dice:

—Y ha querido que su hija vaya hecha un ascua de oro, con ciertas alhajas que él allá en otro tiempo tomó á los moros. Ya vereis, ya vereis como María viene hecha una imágen.

La iglesia se va llenando de gente: y los monaguillos suben á la torre, para repicar cuando asomen los novios allá por lo último de la calle Real, y el sacristan saca el terno mas lujoso para el señor beneficiado, y luego cubre de blandones el altar mayor, y manda avisar al organista.

Porque el señor Gonzalo Nuñez ha vuelto rico de la guerra, y quiere casarse como un rey, con música y luces, y la iglesia colgada de damasco rojo con espejuelos.

Y cada vez van acudiendo mas muchachas engalanadas, y la iglesia se llena y todos esperan.

Y el rey Abul-Walid-Abu-Said, desgarra entre tanto los hijares de su corcel, y blande la lanza de dos hierros, y mira ansioso el camino adelante, y tras él van sus moros de Granada, sus moros, que cubren el camino como una larga serpiente herizada de lanzas, y que corren, corren, vuelan como el semoum, detrás de su rey que cabalga el delantero, y de su estandarte real, que ondea junto al pendoncillo de la lanza del rey.

—Y ¡corre, corre que el sol sube! grita Abul-Walid á su caballo; ¡corre que tocan á fiesta las campanas de Martos, y ese toque me espanta! ¡corre, Lucero mio, y te regalaré un pretal de oro, y te coronaré de garzotas de diamantes! ¡corre, Lucero mio, corre, que me roba el cristiano la vírgen de la frente pálida!

Y cada moro dice á su caballo:

—¡Corre, corre, que el rey vuela! ¡corre, que allí están la doncellas cristianas y la rica presa, y los cautivos que se truecan por oro! ¡corre, corcel mio, corre, que el rey vuela, y allí en la cercana villa, están el amor y la fortuna!

Y pasan como un torbellino y zumban como el huracan, y los labriegos al verlos acercarse huyen despavoridos hácia los muros gritando:

—¡Los moros! ¡al arma la tierra! ¡los moros de Granada vienen en busca de nuestras mugeres y de nuestra plata!

Y allá van los campesinos que huyen, y el rey moro que vuela, y la gente que le sigue.

Y las campanas de la villa siguen repicando.

Y el sol inundando la tierra con su primer esplendor de la mañana.

Y los pájaros cantando en las arboledas.

Y entre tanto por la calle Real de la villa, hácia la plaza, vá María, hermosa y resplandeciente, modesta y pálida, los ojos en el suelo, agitado el seno, pensando á un tiempo en su amor y en su padre muerto, y en aquel otro padre moro á quien no conoce, y en las alhajas que la adornan cree sentir el espíritu de su madre.

Y el amor, y el dolor, y la duda, y la ansiedad, hacen correr de tiempo en tiempo dos lágrimas tranquilas por sus megillas.

Y la rodean dueñas y doncellas, y se asoman á las ventanas para mirarla, y los que la miran y los que pasan por la calle, se paran; la bendicen.

Y las mugeres miran con envidia al novio, y á María y á sus alhajas.

Y los hombres fijan una mirada de deseo en la novia y otra de envidia en el novio que vá tras de María, con los ojos fijos en ella, al lado de su padre, rodeado de sus hermanos y seguido de sus amigos y parientes.

Ya llegan á la iglesia, atraviesan con trabajo por entre la gente, se acercan al presbiterio y se arrodillan en los almohadones.

Y empieza la misa.

Todos callan: todos están de rodillas.

Solo se oye lento y grave el canto del sacerdote y el órgano que le acompaña.

Pero de repente otro ruido horrible se sobrepone á la voz del beneficiado y á la del órgano.

Un trueno seco, poderoso, concentrado, que retumba en el espacio, y luego otro y otro.

Todos se levantan sobrecogidos, todos se revuelven, todos se confunden, todos quieren huir á un tiempo.

Porque aquel trueno, seco, rápido, poderoso, es la voz de las máquinas de esterminio.

Los hombres corren á las armas; las mugeres van estremecidas de espanto en busca de sus hijos para huir con ellos, y las jóvenes siguen á sus madres estremecidas como el cerbatillo que siente la trompa del cazador y el ladrido de los perros.

La fiesta se ha trocado en combate.

Los fronteros de Martos, á medio armar, sorprendidos, pelean en las calles, desde las casas, desde las torres, con los moros que avanzan, que van llegando hasta el corazon de la villa como un torrente que nada puede contener.

Zumba roncamente la jara y crujen secas y desapacibles las cuerdas de las ballestas.

Oyése el chasquido de la honda y la piedra lanzada por un brazo vigoroso, hiende los aires produciendo un ronco mugido, y va á abollar las jacarillas templadas con las aguas del Genil.

Algunos vecinos pretenden atajar el paso á los moros, pero Abul-Walid rompe por ellos y los arremolina y los holla, arrojándolos muertos á ambos lados de su paso; como el javalí se abre una senda por medio de la maleza que rompe con sus colmillos.

—¡Y pisa, pisa á esos perros! gritó Abul-Walid á su caballo: ¡avanza, Lucero mio, avanza; báñate en sangre hasta las cinchas, que yo te regalaré un pretal de oro, y coronaré tu cabeza con garzotas de diamantes! ¡Avanza, Lucero mio, avanza! ¡holla á esos perros! ¡la vírgen de mis sueños dirige mi lanza, que por sus negros ojos, esparce entre los cristianos las sombras de la muerte!

Y el valiente Lucero embravecido por el combate, avanza gallardo y feroz, y salta sobre los cadáveres y lleva á su real ginete allí donde los fronteros están mas apiñados.

Y los venablos, y las piedras, y las jaras rebotan sobre la armadura dorada del rey como sobre una roca, y Abul-Walid, con la lanza baja y la mirada sangrienta é impaciente avanza siempre, hiriendo cuanto encuentra y gritando sin cesar á su caballo:

—¡Písalos, Lucero mio, písalos: y yo te honraré poniendo sobre tu espalda la hermosa vírgen de las crenchas de oro!

Y como ha sido el delantero en el camino el rey, es el delantero en el combate.

Y como por el camino le han seguido sus moros, le siguen por las calles de la villa.

Sus moros, los feroces africanos de su guardia que llevan los alquiceles rojos para que no los manche la sangre.

¿Pero quién es aquel otro ginete que por la otra parte de la villa avanza llevando tras sí una taifa de caballeros abencerrajes entre los cuales ondea un estandarte verde?

Monta en una yegua blanca como la aurora; ciñe lucientes armas, y sobre su casco ondean plumas azules y encarnadas.

Y hermoso, y jóven, y valiente, y fiero.

Brilla en sus ojos algo de régio que impone respeto, y algo de sombrío que espanta.

Su semblante es dorado como el sol, y su rizada y negra barba, remeda sortijas de ébano.

Es Mohammet-ebn-Ismail, infante de Granada, primo del rey, hijo del walí de Algeciras.

Bien se conoce en su semblante y en sus proezas la autoridad de su persona, y en la bravura con que hiende por los cristianos lo guerrero de su raza.

Es muy jóven, y sin embargo ya ha ceñido muchas veces la sangrienta corona de la victoria, y acompaña en esta ocasion al rey de Granada, porque un caballero que tanto vale no puede quedarse en la ciudad adormido al son regalado de las zambras, mientras su rey oye el alarido de la pelea.

Pero Mohammet solo busca nuevos triunfos, mientras el rey amores: Mohammet grita mientras el rey invoca á la vírgen de sus sueños.—¡Solo Dios es vencedor!

Y Dios fortalece su brazo, y le convierte en un rayo que destruye cuanto toca.

¡Ay de los fronteros de Martos!

Sus hombres y sus mancebos han caido bajo los pies de los caballos de los moros vencedores.

Los viejos huyen y se esconden, y en la fuga los encuentra la implacable espada, y en el lugar donde se han escondido es el fuego no menos implacable.

Solo quedan en Martos niños y mugeres.

Mugeres y niños que los moros sacan cautivos á vuelta de la presa.

Las telas, las ropas, el oro, la plata, los ornamentos y los vasos sagrados, van á amontonarse revueltos sobre charcos de sangre.

Y los esclavos van cargando en las bestias que encuentran en la villa el botin que de la villa arrebatan los moros y lo llevan al campo para hacer el reparto.

Nadie hay que resista ya.

Y sin embargo, una gran casa, se defiende aun del infante Mohamet-ebn-Ismail y de sus gentes que la cercan.

Cada ventana, cada tronera, cada rendija de aquella casa dá salida á la muerte.

Los abencerrajes la embisten una y otra vez y son rechazados.

El infante Ebn-Ismail ruge como un tigre irritado, y avanza hacha en mano hácia la puerta.

Otro jóven, de la familia mas esclarecida de los abencerrajes, Aben-Osmin, se adelanta armado de otra hacha junto á él.

Gime, cruge la puerta; resiste algunos instantes y al fin cede.

Una nube de venablos sale del zaguan, y el infante Ebn-Ismail, oye á su derecha un grito de muerte.

El bravo Aben-Osmin ha caido á su lado atravesado el pecho por una vira.

Y al verle caer, el infante gritó á los suyos:

—Pensaba hacerles gracia de la vida por valientes, pero mi caudillo Osmin ha muerto; que no quede uno, ni hombre, ni muger, ni niño.

Y se lanza hambriento de venganza en la casa.

¿Pero qué le detiene de repente?

Ha entrado en una gran sala.

Aquella sala está colgada de negro.

En medio de ocho blandones hay un cadáver.

El cadáver de un cristiano armado, cubierto por una bandera mora, y á cuya noble y cana cabeza sirve de pabellon otra bandera.

Pero no es esto lo que detiene al infante; sus esclavos que han entrado á la par con él, que han escuchado su grito de esterminio, se apoderan de una hermosísima doncella, cubierta de galas y de joyas, cuya hermosura aumenta el terror que lucha débilmente con los esclavos, y sobre la cual se levantan los corvos alfanges.

Y un grito de horror del infante detiene á los esclavos y el infante llega y mira á la doncella.

Y apenas ha tenido tiempo de mirarla, cuando salvo de las armas de los fronteros, se siente herido en el corazon por los ojos de aquella niña.

Y tiembla, y palidece, y tartamudea, y dice al fin á la hermosa asiéndola dulcemente una mano.

—No tiembles gacela de oro, flor de la humbría, lucero de la tarde, sol de la hermosura.

No tiembles porque no has nacido para morir sino para matar.

No para ser cautiva sino señora.

Yo entré aquí libre y bravo, y héme cobarde y cautivo.

Yo vivia y muero.

Yo veía y he cegado.

No tiembles gacela de oro, rocío del alba, luz de los cielos.

Quien tú has muerto te dá vida.

Quien te ha cautivado te hace señora.

Aunque el moro sabe el habla castellana, trasportado por su amor la habla en árabe.

Que cuando amamos, cuando queremos comunicar todo nuestro amor al alma que nos lo inspira, no encontramos otro lenguaje mas elocuente que el dulce lenguaje de la patria.

La doncella solo comprende que el jóven príncipe la enamora, porque el acento del amor se hace entender á todas las gentes, se ruboriza, palidece, baja los ojos y prorrumpe en llanto.

Entonces el infante mas repuesto habla en castellano.

—¿Por qué lloras? la dice, ¿acaso has perdido á tu madre?

—¡Mi padre ha muerto! dice María, señalando el cadáver de Sancho de Arias, ¡mi padre ha muerto!

—Yo honraré su cadáver, y le seguirán arrastrando los pendoncillos de sus lanzas por el polvo en señal de luto mis caballeros abencerrajes.

—¡Mi esposo ha debido morir tambien! El uno ayer, el otro hoy ¡oh! ¡que os maldiga Dios!

—¡Tu esposo! ¡amabas á un hombre!

—Y le amo, esclamó llorando María.

El infante se pone pálido y luego dominándose dice apartando á un lado á María.

—¿Estás segura que tu esposo ha muerto?

—Sí, porque me tienes en tu poder y no le veo, contesta María.

—¿Estaba contigo aquí en esta casa?

—Sí.

—Escucha, amor de los cielos; oyéme y no me mires como á un enemigo. No sé por qué te amo, te amo como si fueras alma de mi alma, y no tengo celos de ese hombre á quien amas. Escúchame, sultana de las huríes; por enjugar tu llanto, daria yo mi nombre y mis riquezas, y mis victorias y mis frondosos cármenes del Darro, y mi castillo de Al-Padul; y mi libertad y mi vida. Escúchame: buscaremos á tu esposo, le buscaremos, y si vive yo le protegeré á todo mi poder, y si está herido yo haré que mi sábio médico le cure, y si ha muerto... ¡oh! ¡que haré yo para secar tu llanto, luz de mis ojos, hermana mia!

—¡Oh! ¿es verdad lo que decís, señor? esclama María no acertando á comprender en un moro á quien mira con ódio tanta generosidad.

—¡Que si es verdad! mentira sea la luz del sol y el azul de los cielos y quede mi alma en tinieblas si te engaño. ¿Y á qué habia yo de engañarte, lucero de mi vida? ¿No te tengo en mi poder? ¿quién podria defenderte de mí, si yo mismo no te defendiese?

—¡Oh! ¡señor! ¡Dios os bendiga! dice María arrojándose á sus pies.

—Escucha: la contesta alzándola el infante; eres muy hermosa, y si el rey te vé podrá codiciarte. ¡Ay entonces del rey! ¡ay entonces de mí! las joyas que te engalanan traerian sobre tí todas las miradas, dame esas joyas sultana; yo te las guardaré, y te las daré dobladas; si son de tu madre yo te daré la mitad de las joyas de la mia. Pero pronto, que se oyen los atabales; dame esas joyas, envuélvete en tu velo y sígueme.

María se quita una tras otra las joyas y las entrega al infante Mohammet que las guarda en su escarcela, luego se cubre con su velo y el infante la ase de la mano y dice á sus esclavos:

—Quedaos aquí y guardad ese honrado cadáver que duerme el sueño de los valientes bajo los trofeos de la victoria. Que nadie se atreva á insultarle. Sígueme sultana, es necesario ponerte cuanto antes en salvo, entre mis ginetes. Yo te rodearé de lanzas como de un muro, y mi caballo de batalla se convertirá en cordero del amor.

—¡Y mi esposo! dice acreciendo en llanto María.

—¡Oh! ¡es verdad! ¿decias que estaba en esta casa?

—Sí.

—¿Que la defendia?

—Sí.

—¡Oh! ¡quiera Dios!.. y el infante se detiene temeroso de que las palabras lastimen el corazon de María.

Y la lleva consigo, y recorren todos los aposentos mirando los cadáveres que vuelven los esclavos.

Y—¡Ese era su padre! ¡ese era su hermano! ¡ese era su amigo! esclama á cada uno que vé, anegada en lágrimas María.

Pero de repente, en el zaguan la infeliz á la vista de un caballero ensangrentado é inerte, dá un grito horrible.

—¡El es! esclama.

Y cae desvanecida entre los brazos del infante.

—¡Ese! ¡ese mancebo era su esposo! esclama con compasion y con ira al mismo tiempo Ebn-Ismail. ¡El! ¡el matador de mi amigo, de mi hermano Aben-Osmin! ¡El! ¡á quien en venganza de la sangre de mi hermano de guerra, abrí yo las puertas de la muerte con mi hacha!

Y es verdad: Gonzalo Nuñez tiene la cabeza herida de un hachazo.

—¡Oh! ¡el matador de Aben-Osmin! esclama el infante. Sí, le conozco bien á pesar de la sangre que le cubre el rostro. El fué el primero á quien encontramos cuando se abrió la puerta. Y si no ha muerto, ¿he de salvar yo á este hombre? Y bien: esta infeliz le ama: seamos generosos y caritativos en nombre de Dios Altísimo y misericordioso, y que él tenga compasion de nuestra alma, añade arrojando una mirada de amor desesperado á María.

—Que venga al punto mi sabio médico Ayub, añade: buscadle: él me sigue siempre en el combate.

Y—Aquí estoy, noble señor, responde un anciano de luenga barba blanca, vestido sencillamente con una túnica parda, y ceñida la cabeza con una toca blanca.

—¿Hay un soplo siquiera de vida en ese caballero? le dice el infante.

—Sí, si señor; dice el sabio despues de haber observado profundamente a Gonzalo. Vive; pero solo Dios que sabe lo oculto, sabe si sobrevivirá á la herida.

—¡La ciencia es hija de Dios! ¡Ayub: alienta esa vida! ¡aliéntala como si fuera la de mi hermano, y si le salvas te llamaré mi padre! Partamos de aquí antes que el tumulto crezca: partamos á mi castillo de Al-Padul antes que sobrevenga el rey. Ocultémosla á sus ojos. Salvémosla para su amor.

Y dejando momentáneamente á María en brazos de un wazir de sus abencerrages, cabalga sobre su caballo, que le tienen de la rienda dos esclavos, y luego toma sobre el arzon á María, y parte rodeado de sus caballeros.

Pero al salir de la villa los esclavos de la guardia del rey le detienen.

—Soy el infante de Granada Sidy-ebn-Ismail, esclamó con altivez. Paso esclavos.

Y los esclavos, inclinados y respetuosos, pero con firmeza, le contestan:

—El rey manda que ninguna muger salga de los reales.

Y Abal-Walid, ébrio de amor y de desesperacion, porque no la encuentra, busca entre tanto por todas partes de la villa á María; levanta los velos de todas las mugeres, y las entrega irritado á su soldadesca: entra y sale en las casas hasta en las que están arruinadas; hace revolver las ruínas y nada halla; pasan las horas y crece la desesperacion y la cólera del rey, y al fin llega la tarde sin haber encontrado á María.

Y cuando el sol estaba próximo á ponerse, cuando ya desesperado iba levantar el campo, un esclavo le dice:

—Tú buscas, señor, á una hermosa cautiva.

Y el rey le responde:

—Sí: ¿la conoces tú?

—Hé visto una hermosísima cristiana, entre las gentes del infante Ebn-Ismail.

—¿Tiene los cabellos rubios?

—Como el oro.

—¿Y la frente blanca?

—Como el alba.

—¿Y los ojos negros?

—Como la noche.

—¿Y dices que esa doncella está en poder del infante Ebn-Ismail?

—Entre sus taifas de abencerrages la he visto, magnífico sultan.

El rey arroja su garzota de diamantes al esclavo, y mira ansioso al lugar del campo donde ondea el estandarte rojo de los Beni-Serag.

Y entonces vé, que saliendo de las enfiladas tiendas, un caballero ismaelita adelanta llevando de la mano á una cristiana á un cercano bosque, y el rey, apartándose bruscamente de los suyos, aprieta los acicates á su valiente Lucero, se dirige por otro lado al bosque, descabalga, y sin cuidarse de atar su caballo, que le sigue como un perro, se pierde solo en la espesura.

IX

Y entre tanto el infante Ebn-Ismail y María se dirigen al bosque.

Ella vá enteramente cubierta con el velo, y bajo él corren las lágrimas y se oyen sollozos ahogados.

—No llores, hermana mia, dice Ebn-Ismail: tu llanto me despedaza el corazon: no sé por qué te amo como amaba á mi madre: no llores, el hombre á quien amas acaso no ha muerto, acaso yo pueda volvértele; y tu padre, sus nobles restos, serán respetados y honrados.

María continúa sollozando.

—Escucha, la dice el infante: muy pronto ese bosque nos habrá ocultado del rey que podria cegar ante tu hermosura: ¡ay del rey si pretendiera hacerte su esclava! pero no temas; tú y yo y algunos de los mios esperaremos aquí ocultos, y cuando el rey haya partido yo te pondré en salvo.

Y María continúa callando.

—Mira, repite el infante; yo tengo en una aldea cerca de Granada, en la Azubia, un hermoso y retirado palacio: allí hay hermosos jardines, frescas fuentes, apartamentos misteriosos que te ocultarán á las miradas de todos, y ni el sol te verá, si no quieres que el sol te vea. ¿Por qué lloras, pues, hermana mia? ¿pretendo yo ser tu tirano?

—¡Mi padre! ¡mi esposo! esclama la infeliz María, acreciendo en sus lágrimas.

—Tu padre está en el lugar que el Altísimo concede á los honrados y á los valientes: tu esposo... ¿sabes tú si algun dia le encontrarás?

—¡Oh! ¡pluguiera á Dios, para que se secáran mis lágrimas! dice María.

De repente el infante se detiene y pone mano á su espada.

Un hombre ha aparecido de improviso en una revuelta de la espesura, y adelanta como un tigre hambriento hácia el infante y hácia María.

—¿Por qué te detienes? dice esta al infante.

—¡El rey! murmura el infante con voz estremecida por la cólera.

—¡El rey! repite María, y sin saber por qué se estremece y tiembla.

X

—¡Guárdete Allah, mi valiente primo! dice el rey acercándose. ¿A dónde llevas á esa cristiana?

—Es mi esclava, dice Ebn-Ismail: el apoderarme de ella me ha costado mucha sangre de mis escuadrones, y la pérdida de mi amigo Aben-Osmin, que se cuenta entre los mártires de la victoria. ¿Acaso pretendes, señor, que yo no tenga potestad sobre esta esclava?

María calla y tiembla.

—¡Mio es el quinto de las presas! esclamó con voz temblorosa el rey: ¡mia la potestad de elegir entre la presa lo que mejor quiera! ¡Yo soy el señor y tú eres el esclavo! ¿Te atreverás á oponerte á mi voluntad?

—Tu siervo soy y lo confieso, dice Ebn-Ismail conteniéndose á duras penas, porque por el lado por donde habia venido el rey empezaban á asomar esclavos de su guardia africana: tu siervo soy; ¿pero no merecen mí valor y la sangre que por Dios y por tí he vertido en una y otra batalla, que me concedas esta esclava?

El rey entonces adelanta hácia María y la levanta de sobre el rostro el velo; y al verla tan hermosa, con el semblante cubierto de rubor, inclinado á la tierra, y temblando de espanto, la reconoce; su corazon se abrasa en un fuego impuro, y grita fuera de sí:

—¡Esta es mia!

—¡Tuya! esclama el infante en el colmo de su furor.

Pero los esclavos africanos llegan; el infante está solo; medita que una resistencia inútil solo servirá para privar á María de un defensor generoso, y contesta:

—Tuyo es, señor, cuanto es de tu siervo: llévate á la cristiana, y si en ello crees que hay un sacrificio por mi parte, sirva para aumentar en uno los sacrificios que por tí he hecho.

Y sin decir mas palabra se vuelve desesperado, se aleja dejando en poder del rey á María, llega á sus abencerrages, y,

—¡A caballo! les grita; ¡á caballo y á Granada!

Y el valiente escuadron de los abencerrages, plega las tiendas, cabalga y parte en silencio y á la carrera tras de su caudillo, que lleva un infierno en el alma.




¡Esta es mia!.

XI

Han pasado tres dias.

Es la noche del tercero.

En el real Generalife hay una alegre zambra.

Las damas cubiertas de pedrería, y de galas y de brocados, mas hermosa la mas fea que el rubí mas precioso, bailan con gentiles mancebos, que tres dias antes estaban cubiertos de sangre desde el acicate hasta el creston del capacete.

Las dulzainas, y las leilas, y las bandolinas, y las guzlas llenan la noche de armonías.

Dentro de las cámaras se estiende el blanco y aromático humo de los pebeteros que agitan las brisas nocturnas, que penetran por los ajimeces y por las galerías, y llevan consigo la fragancia que han robado á las flores de los jardines.

Algunos enamorados discurren fuera de las cámaras, entre las sombrosas enramadas, diciendo su amor á la hermosa de su alma, entre el misterio del silencio y de la noche.

La luna brilla tranquila en los estanques, y todo es paz, todo es melancolía, todo es amor.

Solo hay dos caballeros en el Generalife que no participan de la alegría de los otros; que vagan tristes, y solos, y silenciosos.

Son el rey Abul-Walid, y el infante Ebn-Ismail.

El infante sigue al rey como una sombra, y el rey está tan abismado en sus pensamientos, que no vé al infante que le sigue.

El rey piensa en María, y el infante siguiéndole, piensa tambien en ella.

María es para el rey un arcángel de fuego.

Su recuerdo le quema el alma.

La memoria de su desden le desespera.

La Alhambra, tan hermosa, tan alegre, tan resplandeciente, se ha tornado en una tumba para el rey.

Porque María es su vida, y María le desprecia.

Porque el rey la adora, y María cuando le dice su amor calla, fria y muda como una estátua.

Y el rey ha puesto á sus pies su corona, y la ha ofrecido la mitad de su tálamo y el nombre de sultana.

Pero María tiene allá su corazon en el humeante Martos: y entre sus ruinas ensangrentadas, vé contínuamente el cadáver de su padre, y el de su amado Gonzalo.

Y María llora inconsolable, y cuando el rey la habla de amores le vuelve la espalda.

Por eso el rey está triste.

Por eso cuando piensa en María, (y está siempre pensando en ella) su corazon se abrasa en un fuego volcánico, y se revuelven en su cabeza sombríos pensamientos.

Por eso el rey no danza, ni sonrie á las damas, ni se acompaña de nadie.

Por eso el fresco, riente y perfumado Generalife, no tiene para él ni mugeres hermosas, ni armonías, ni sombrosos jardines, ni los tersos espejos de sus estanques, ni la luz de la luna, ni el cielo azul, ni los trémulos luceros que en los estanques reflejan.

Por eso, Generalife el hermoso, Generalife el engalanado, Generalife el de las zambras, es para el rey una tumba, como lo es tambien su magnífico y resplandeciente alcázar.

Porque María es para el rey un terrible arcángel de fuego.

Y el infante Ebn-Ismail, piensa de otro modo en María.

María es para él la fresca fuentecilla, que brota á la sombra de las palmeras del desierto, con su raudal trasparente y puro, á cuyo lado, sobre la verde yerba, se reclina el viagero cansado, y se aduerme el fuerte camello.

Ebn-Ismail, vé á través de la pura y candorosa mirada de María su alma, como pudiera ver el fondo tranquilo de la fuentecilla del desierto, á través de su límpida superficie.

Y Ebn-Ismail no ha pensado siquiera en enturbiar ni aun con su hálito aquella pura fuente, pero vé al leon sediento que vaga en torno de ella y ruge, y centellea miradas de fuego, y á quien solo la voluntad de Dios contiene para que no enturbie la fuente purísima, con su espumosa y ardiente boca.

Por eso, silencioso, sombrío, escondida la mano bajo su jaqueta, y manoseando impaciente el pomo de su puñal, sigue al rey.

Al rey que abandona triste, solo y mudo el sarao, y se pierde en los jardines.

El infante se pierde tambien bajo su sombra tras el rey.

Y el rey vá tan absorto pensando en María, que no siente que el infante le sigue.

Y avanza.

Avanza su paso precipitado como el que se impacienta por la distancia que le separa del objeto de su deseo.

El rey baja por una escalinata oscura, al estremo de uno de los jardines, y entra en una ancha arcada oscurísima.

Pero sigue por ella su paso seguro y rápido á pesar de la oscuridad, como quien conoce bien el lugar por donde camina.

Sirven de guia al infante los pasos del rey, y la oscuridad le inspira proyectos horribles.

Pero el rey adelanta con tal rapidez, que el infante, cuyo paso es inseguro, no logra alcanzarle.

Dios no quiere que se cometa un regicidio entre las tinieblas.

Quiere que todos vean el rostro del asesino.

Y el rey, protegido por Dios, se salva aquella noche.

El infante sigue aun sirviéndole de guia los pasos del rey; se le acerca: ya es pequeña la distancia, y el infante desnuda su puñal.

Pero de improviso suena una llave en una cerradura, se abre y se cierra instantáneamente una puerta, resuena otra vez la llave cerrando por dentro, y el infante queda perdido en la oscuridad.

Piensa volverse, y adelanta palpando con las manos estendidas.

Al fin una dulce claridad brilla á un estremo de la mina, apresura su paso el infante, llega á una escalinata, la sube y se encuentra á la luz de la luna en un pequeño espacio, al lado de un foso, entre altos muros, y al pie de una torre orlada de puntiagudas almenas.

El infante quiere en vano reconocer aquella torre: se parece á otras muchas de la Alhambra, y nunca ha estado en aquellos sitios.

En la parte media de la torre hay un mirador, al que dá paso un ajimez calado, por entre cuyo doble arco se vé el interior de una magnífica cámara iluminada por una lámpara que luce colgada en el centro de ella como una luna opaca.

El infante, sin saber por qué, fija los ojos en el mirador, y escucha con toda su alma.

Pero nada turba el silencio mas que á lo lejos los sonidos de la zambra de Generalife, repetidos débilmente por los ecos, y cerca la voz de los guardas de los muros que de tiempo en tiempo lanzan un grito de vigilancia.

Pero de repente se oyen fuertes pasos, pasos de muger en la cámara á que corresponde el mirador, y aparece en este una forma blanca, que se ase á la balaustrada y vuelve con fiereza su rostro al interior.

Tras aquella forma blanca, gentil, hechicera, que inundan los rayos de la luna, aparece una sombra oscura, en la que el infante cree reconocer al rey.

Al acercarse aquella forma sombría á la forma blanca, esta se avanza á la balaustrada y esclama con un acento desesperado, que llega entero á los oidos del infante.

—Si dás un solo paso mas hácia á mí, me arrojo al pie del muro.

Y el infante oye una horrible maldicion que parece salir de la boca del rey, y luego vé que la sombra oscura se retira.

La sombra blanca permanece en el mirador asida á la balaustrada.

Pasa algun tiempo y el infante avanza, llega al pie del muro y permanece por un breve espacio silencioso, oculto en la penumbra.

—¡María! dice al fin: ¡María!

Y la blanca sombra al escuchar aquel nombre dos veces repetido, se inclina sobre la balaustrada y busca con la vista en el lugar de donde ha salido la voz á la persona que ha pronunciado aquel nombre.

—¿Quién eres? dice con la voz alterada aun por el terror la muger.

—Soy... tu hermano el infante Ismail.

—¡Oh! ¡pues si verdaderamente eres mi hermano, sálvame, sálvame de este hombre! ¡lo temo todo!... ¡esta noche ha podido defenderme la muerte!... ¡pero mañana!... ¿quién sabe?

—¡Mañana! ¡mañana la muerte te habrá defendido! dice con voz ronca el infante.

—¡La muerte! ¡no te comprendo!

—¡Mañana el rey no te amará!

—¡Ah! esclama María comprendiendo al infante: ¡siempre la muerte en torno mio!

—Pero Gonzalo vive.

—¡Que vive Gonzalo! esclama con un acento de inmensa alegría la jóven.

—Sí; y cuida de él mi sabio médico allá en mi castillo de Hins-haleux, en la frontera.

—¡Que Dios te bendiga! esclama llorando de gozo María.

—Y á Dios, dice el infante: nada temas; mañana el rey no te amará.

—¡Dios te bendiga! repite María y desaparece.

—¿Y cómo piensas valerte para que mañana el rey no ame á esa doncella? dice una voz áspera, bronca, cavernosa, al mismo tiempo que una mano descansa en su hombro.

El infante Ebn-Ismail se vuelve y vé delante de sí un viejo horrible, envuelto en una túnica estraña, alto, seco, espantoso.

Aquel viejo es Abu-Jacub-al-Hakem-Billah.

—¿Quién eres tú? dice el infante que no le conoce.

—Yo soy quien puedo ayudarte, contesta el mago.

—¡Ayudarme! ¿y para qué necesito yo tu ayuda?

—Pretendes matar al rey.

—Y le mataré mañana mismo.

—Ciertamente; para matar á un hombre basta otro hombre: pero cuando se trata de matar á un rey, si el hombre que le mate no quiere morir, necesita parciales que le ayuden.

—¿Y qué se me dá de morir ó no despues de vengarme?

—Recuerda que en tu castillo de Hins-haleux, hay un pobre herido que necesita de tu proteccion.

—¡Es verdad! dice el infante.

—Recuerda aun que en esa torre está tu hermana.

Y el mago pronuncia esta última palabra de una manera singular, hasta el punto de que repara en ello el infante.

Y como si el mago adivinara su pensamiento, añade:

—Muestra las joyas que tu hermana llevaba el dia en que la encontraste en Martos, y muéstralas á tu padre el walí de Algeciras.

—¿Esplícame?...

—Tu padre te lo esplicará. Por ahora lo que mas importa es proteger á María: si tú mueres por haber matado al rey, María quedará sola y abandonada, y no habrá dejado de ser cautiva de Abul-Walid, sino para serlo de su hijo. María es hermosa...

—¡Es verdad!

—Comprende, pues, por qué debes procurar que la muerte del rey no cause la tuya.

El infante inclina la cabeza y permanece pensativo.

—¿Y qué hacer? dice al fin.

—El wazir del rey Masud-Almoharaví tiene muchos enemigos.

—Es soberbio, iracundo y rapaz; ofende contínuamente á los mas poderosos, apartándolos del rey, y trata como á sus esclavos á los vasallos del rey.

—Por lo mismo esta noche están congregados algunos caballeros tratando de su muerte; pero no se atreven á ella, porque les falta una cabeza poderosa, un infante de Granada, como tú por ejemplo.

—¿Y dónde se reunen esos caballeros?

—En las cuevas de Dinadamar: si tú los buscas, ellos te acogerán con alegría; y ayudado por ellos podrás matar al rey impunemente.

—¿Será necesario sublevar á Granada contra el wazir?

—Busca el medio mas seguro: eso es de cuenta tuya. Ya te he dicho bastante. Quédate en paz.

Y el mago, sin que el infante pudiera esplicarse cómo, desaparece de sus ojos.

—Ebn-Ismail permanece algun tiempo inmóvil, despues levanta la cabeza, fija la vista en el mirador, y esclama:

—¡Mañana el rey no te amará, hermana mia! ¡A las cuevas de Dinadamar!

XII

Fuera de sí el infante, busca de nuevo las escaleras y la mina; llega á Generalife, y para que no puedan sospechar de su ausencia anterior ni de la que deba seguirla, se deja ver en la zambra.

Y no solo se deja ver, sino que se dirige á la sultana Ketirah, y como infante de Granada la dice:

—¿Primavera de flores que no se marchitan, alegría del mundo, alma del alma del magnífico y vencedor sultan de Andalucía, querrás honrar á tu esclavo, con la honra mayor de la tierra, y hacerle dichoso con la felicidad mayor de la vida, bailando con él esta zambra?

La sultana le mira, y su semblante antes frio, severo, que parece empañado por una nube funesta, se dilata, sonrie y tiende su mano al infante.

—¿Y no palidecerá de celos, le dice de modo que nadie pueda oirlo, al verme danzar contigo la amada de tu alma?

—La amada de mi alma vive en mi corazon, responde el infante con voz insegura y temblorosa, y no puede tener celos de tí, sultana.

Y el infante al pronunciar estas palabras, recuerda dolorosamente á su perdida sultana Aleidah, envenenada por Masud-Almoharaví, para poner en el trono á Ketirah.

Aleidah, el arcángel de paz que amaba á Ebn-Ismail en el misterio de su alma, como Ebn-Ismail la amaba á ella, que jamás le confesó su amor ni con un relámpago de sus negros ojos, ni con un suspiro de su alto seno, ni con una sonrisa de su purpúrea boca.

Aleidah, la honesta, la cándida y la pura, que bajó á la tumba llevando con ella el secreto de su amor.

—¿Y sabe la amada de tu corazon que vive en él? dice Ketirah con voz desfallecida, abandonándose lánguidamente á la zambra entre los brazos del infante, que se sorprende á aquellas palabras porque no las espera.

Pero en aquel momento comprende que Ketirah le ama, que puede herir el alma de Abul-Walid en su honra antes que herir su cuerpo, y se propone engañar el amor de la sultana, que espera su respuesta, fijando en sus ojos la ardiente y lánguida mirada de sus ojos garzos.

El rey, que ha vuelto á la zambra, y que vaga sombrío y ceñudo por los salones, vé de improviso la mirada que se cruza entre la sultana y el infante; nota su conversacion en voz baja, cree adivinar sus palabras, y su honra ofendida, sino su amor; porque el que siente por María le impide amar á otra muger; rugen en violenta lucha en su corazon, y abarca en una mirada de ódio salvage á los dos imprudentes que osan mancillar su nombre.

Y Ketirah no nota aquella mirada, porque hace mucho tiempo que ama en secreto á Ebn-Ismail, desesperada, y la primera palabra de amor del infante la ha enloquecido.

Nada vé, nada oye, nada siente mas que la traidora mirada de Ebn-Ismail, y el brazo con que este estrecha fuertemente su cintura.

Ketirah lo ha olvidado todo, no vive mas que para el infante.

Pero el infante observa al rey, y le vé trémulo, terrible, dudando.

—No te atreverás á deshonrarte delante de tu córte, dice para sí el infante: procurarás vengarte, porque comprendes que porque me has robado á la cautiva cristiana, te robo yo tu esposa. Yo no sabia que tu esposa me amaba, pero ya que me ama, mi venganza será completa: primero tu honra, despues tu vida. Cuando quieras vengarte será tarde.

Y sigue danzando con la sultana, con la sultana que le sonríe amorosa, mostrándole por sus entreabiertos labios, que dan salida á ardientes suspiros, perlas mas blancas, mas puras, mas frescas que la del rico collar que al compás de la danza se agita en su cuello de nacar sobre su alto y palpitante seno.

Ketirah es muy hermosa.

Sus negros cabellos flotan perfumados como una nube negra y densa en medio de la cual, pálida de amores, brilla la luna llena en toda su hermosura; una luna en que hay dos soles que despiden rayos.

Su cintura es redonda y mórvida y cimbradora, y la falda de la túnica dejaba ver, al flotar, un pie por el que envidiarian ser pisadas las flores.

Y no se balancea con mas gracia una palmera al impulso de las auras que la gallarda sultana en la danza, entre los brazos de Ebn-Ismail.

Y hay un momento en que el infante á pesar de su eterno amor á su per dida Aleidah, se siente embriagado como el que ha bebido con esceso el nectar prohibido á los creyentes.

Todo lo que hay en torno suyo vaga, gira confuso, y no vé nada; nada mas que los ojos y la boca de Ketirah.

¡Ketirah! ¡el demonio tentador! ¡el tósigo libado en copa de oro! ¡la maga maldita de la tentacion!

¡Ketirah! ¡á quien para ser comparada á una hurí solo la faltan los ojos negros, y que hace suspirar al creyente, porque sabe que en el paraiso no encontrará una hurí que tenga los ojos garzos como Ketirah!

¡Ketirah! ¡que atrae á sí los corazones y los abrasa con un leve relámpago de sus ojos!

¡Ketirah la envenenadora! ¡Ketirah la adúltera!

¡La adúltera!

Vedlos: se pierden en los jardines.

Ved al rey que los sigue.

Ved despues que ellos tornan, y sus miradas son mas amantes y guardan un destello de felicidad.

—¿Y por qué no? dice el infante vacilando de su virtud: muger mas hermosa no he conocido, y me ama como las flores al sol. ¿Por qué no amarla? ¿No he sido bastante tiempo fiel, á mi malogrado, á mi ignorado amor por Aleidah? ¿me amaba ella acaso? ¿era acaso mas hermosa, mas enamorada que Ketirah?

Satanás se ha apoderado del infante, solo á Ketirah vé, solo á Ketirah ama, solo por Ketirah vive.

Ha olvidado á su hermana, á la pobre María.

—¡Oh! ¡si el rey muriese y tú fueras rey! dice en un momento de pasion Ketirah.

—¿Y no aborrecerias tú á quien matase á Abul-Walid? dice el infante.

—Yo le daria mis joyas, porque con la muerte del rey me habria dado la joya de mi corazon que eres tú, amado mio, luz de mi alma, sueño de mi sueño. ¡Oh! ¿cuánto he sufrido amándote sin que tú comprendieras mi amor? Creía que Dios me castigaba dándome un infierno. Y esta noche, esta noche cuando me has pedido la honra de bailar contigo, cuando me has llamado respetuosamente sultana, he llorado dentro de mi corazon, porque no me creias tu esclava, como lo crees ahora. Porque tú sabes que soy tu esclava, que mi voluntad es tu voluntad, mi alegría tu alegría y un suspiro de amor de tu boca el suspiro de mis suspiros. Mata á Abul-Walid, mátale. Yo no le amo: me uní á él por ambicion, y le aborrecí y aborrecí su grandeza cuando fuí suya. Mátale, y sino te atreves á matarle, le mataré yo.

Ebn-Ismail recordó entonces la conjuracion de los enemigos de Masud-Almoharaví en las cuevas de Dinadamar, y recordó á María.

—Mañana morirá el rey, dice con voz segura á Ketirah.

—¡Mañana!

—Sí; pero para que mañana muera, es necesario que me separe de tí esta noche.

—¡Oh! pues si nuestra separacion ahora, ha de procurarnos una union eterna, vé, amado mio, vé, mañana te espero.

El infante se separa de la sultana y pasa sereno y tranquilo delante del rey.

—¡Oh! dice Abul-Walid: no diré á nadie mí deshonra, pero me vengaré: primero tú infante de Granada, para que el corazon de esa infame que te ama se rompa, y luego ella para que te acompañe... en la muerte.

Y el rey disimulando su rabia se acerca á la sultana, la saluda y la sonrie.

XIII

Ebn-Ismail entre tanto, sale de Generalife por la parte alta, desciende rápidamente por la falda de la Silla del Moro, llega á los cármenes del Darro, atraviesa el rio, trepa por la opuesta vertiente, recorre una ladera y se encuentra en el barranco donde están las cuevas de Dinadamar.

Pero reina un silencio profundo: la luna ilumina en paz desde lo mas alto del cielo el barranco: todas las cuevas están cerradas y oscuras.

—¿Me habrá engañado el viejo que encontré en el castillo? dice Ebn-Ismail adelantando por el barranco: ¿aquí no hay señal alguna de conspiracion ni de conspiradores?

Pero no ha acabado aun de pronunciar el infante estas palabras, cuando de detrás de una breña salta un moro cubierto el rostro con la toca, y le pone al pecho una ballesta armada y le dice:

—Detente sino quieres morir.

Y el infante se detiene y se alegra, porque en aquel hombre que le amenaza, vé un indicio de la conspiracion.

—¿Quién eres? le pregunta el moro encubierto.

—Soy el infante Ebn-Ismail, que busco á los caballeros que conspiran contra el wazir Masud-Almoharaví.

—¿Sabes los nombres de esos caballeros, ó siquiera el de uno solo de ellos?

—No lo sé.

—Pues entonces debes morir.

—No; mas bien llévame entre ellos: vengo solo, nadie me sigue: si soy traidor mas seguro estaré entre los conjurados, y si me matas, la conjuracion no tendrá efecto, porque yo soy el que la ha de alentar y hacer posible.

Parecian contener al moro estas palabras, dá un silvido y acuden otros moros; habla con ellos algunas palabras en voz baja el primero, y los otros van á reconocer los alrededores. Cuando se convencen que nadie hay en ellos, que el infante viene solo, vuelven, asen del infante, le vendan los ojos, le levantan en alto y le llevan: el infante siente abrir una puerta, bajar despues á los que le conducen unas escaleras, atravesar un largo espacio pendiente, detenerse y adelantarse uno de ellos solo. Poco despues escucha los pasos de aquel hombre que llega á los otros, habla en voz baja con ellos y siguen con el infante y le dejan en tierra y se retiran.

Entonces oye una voz que le dice:

—¿Eres tú el infante Mohammet-Ebn-Ismail, hijo del walí de Algeciras y primo del rey?

—Sí, contesta el infante.

—¿Quién te ha dado noticias de que estábamos aquí reunidos?

—Un astrólogo á quien he consultado.

—Has sido imprudente.

—El astrólogo no nos hará traicion.

—¿Y te conjuras tú contra el rey?

—Sí, quiero matarle.

—¿Por qué razon?

—Me ha quitado una cautiva en la toma de Martos.

—Y crees tú que se pueda matar al rey.

—Yo, si me ayudais le mataré mañana.

—¡Mañana!

—Sí, yo mismo, por mi mano.

—¿Será preciso que se amotine el pueblo?

—Se le amotina.

—No tenemos bastante dinero para ello.

—Le tengo yo, dice el infante: y se arranca la venda de los ojos.

XIV

Encontróse en un ancho subterráneo de negra bóveda y de muros húmedos.

Aquel subterráneo presenta por todas partes señales indudables de que es una cisterna.

Alrededor hay de pie multitud de moros, algunos de los cuales tienen hachas encendidas en las manos.

El infante vé que la mayor parte de aquellos caballeros son amigos suyos.

—¿Por qué, pues, habeis desconfiado de mí? dice.

—Se vé el rostro de los amigos, contesta el que antes habia hablado, pero no se vé el corazon.

—Aprovechemos el tiempo, replica el infante: ya es alta la noche, y yo pienso matar al rey mañana cuando esté en su trono de justicia.

—¿Y tambien al wazir Masud-Almoharaví? preguntan algunos.

—Al wazir tambien, dice el infante.

—Si nos dás el oro que sea necesario, aun nos queda tiempo bastante para pagar la gente aventurera, los mendigos y los alborotadores, y producir un motin, dice otro.

—Oro tendreis cuanto sea necesario, replica el infante.

—Pero, si hemos de matar al rey, dice el que primero ha hablado, es necesario que pensemos en quién ha de sucederle.

—¿Y quién ha de sucederle mejor que su hijo y de la sultana Aleidah? dice el infante.

—El príncipe Mohammet es muy jóven aun, dicen la mayor parte de los conjurados.

Y—No faltará quien gobierne durante su juventud, dice el infante.

Trátase al fin el negocio, líganse unos á otros con juramentos, dánse señas, salen de la cueva, y dos de ellos acompañan al infante á su casa á recibir el dinero con que habia de pagarse la sublevacion del populacho.

El infante queda solo.

Pero no se recoge al lecho.

Pasa lo que resta de noche paseándose por su cámara, delirando como un ébrio, y encendida el alma con el ardiente recuerdo de las caricias de la tentadora sultana Ketirah.

XV

Al dia siguiente el infante Ebn-Ismail, su hermando Yshac, y como hasta cincuenta caballeros parciales suyos, aparecen en la Puerta del Juicio de la Alhambra dentro del círculo de los guardas, y al pie del trono de justicia.

Su nobleza les concede aquel lugar que nadie les ha disputado.

Aun no ha salido el sol, y el rey no se ha sentado en el trono de justicia.

Pero ya están allí el estandarte real, y los guardas, y los que esperan para esponer sus quejas.

Nótase algo de sombrío en el semblante de Ebn-Ismail y de los caballeros que le acompañan.

Sus miradas inquietas parece que esperan la aparicion de algo que tarda, y sus oidos atentos un rumor que no suena.

Y no es el rey lo solo que esperan. No es el alarido de las trompetas que anuncian su llegada el ruido único que ansían escuchar; porque sus miradas y su atencion tanto parecen dividirse entre el interior del alcázar y el esterior de él.

Al fin suena un alto alarido de trompetas, añafiles y atakebiras en la parte de adentro, y el infante Ebn-Ismail y los caballeros que le acompañan se inquietan y palidecen.

El rumor se acerca mas.

Nuevas guardias rodean el trono de justicia, y al fin aparece el rey Abul-Walid, que se sienta en medio de su magestad en el trono, y,

—¿Qué quieren mi noble primo y mis caballeros? dice con voz ronca al infante y á los que le rodean al pie del trono.

El infante mira á los suyos, y estos como que parecen decirle con sus miradas espera; y,

—Venimos á pedirte justicia, señor, contesta Ebn-Ismail: pero los pobres y los menestrales esperan tambien: juzga sus agravios antes que los nuestros, invencible sultan.




Muerte de Abul-Walid

Masud-Almoharaví, que acompaña al rey, mira con recelo al infante y á los suyos, pero no se atreve á espresar sus temores, porque no son por la vida del rey, sino porque espera que aquellos caballeros se quejen de él amargamente al rey, y el segundo wazir, que tambien al rey acompaña, permanece en su puesto y sin recelar nada, grave é inmóvil.

Empieza la audiencia, y sigue, y es larga, porque son muchos los querellosos que acuden al rey.

Quedan sin embargo pocos, y los conjurados no oyen el rumor que esperaban, y que debe ser la señal para consumar su delito.

En fin, el último de los del pueblo es oido, y no habiendo ya mas á quien juzgar, el rey dirige severamente la palabra á Ebn-Ismail.

—¿De qué tienes que quejarte, mi noble primo? le dice.

En aquel momento suena un rumor sordo en la parte de la ciudad, allá abajo, que aumenta y zumba.

El semblante de Ebn-Ismail palidece aun mas; sus ojos centellean, y dice adelantando hácia el trono.

—Me querello de tu tiranía, dice sin inclinarse, con la frente alta y terrible acento de amenaza.

El rey palidece y tiembla de cólera; salta abajo del trono empuñando su espada, y se dirige furioso á Ebn-Ismail apellidándole traidor.

Pero Ebn-Ismail mas pronto, ó mas afortunado, ase al rey por sus vestiduras, le arroja contra la puerta, saca un puñal de la manga de su aljuba, y dice con voz terrible hiriendo al rey:

—¡Tú me robaste en Martos una doncella cristiana, y yo te robo la vida!

Y en el mismo punto, y cuando el rey cae exánime, y el segundo wazir, que ha pretendido defender al rey, cae hecho pedazos por los conjurados, el rumor, los gritos que se acercan, resuenan ya distintos, y se escucha á una turba inmensa que adelanta hácia el alcázar gritando:

—¡Muera el wazir Masud-Almoharaví! ¡muera el tirano!

Y la confusion cunde, y los guardas se arremolinan, y Ebn-Ismail y los suyos se abren paso con sus espadas entre la revuelta y sorprendida guardia africana, y se reunen al populacho que llega sediento de la sangre del wazir, escitado y pagado por los caballeros de la conjuracion, y gritando cada vez con mas furor:

—¡Muera el wazir Masud-Almoharaví! ¡muera el ladron! ¡muera el tirano!

Y en aquel momento terrible, el wazir amenazado, ase al rey moribundo, le carga sobre sus hombros, y se pierde con él en el interior del alcázar, despues de gritar á los de la guardia africana:

—¡Cerrad las puertas! ¡á los muros los ballesteros! ¡sígame, siga al rey el que no sea traidor!

Y la puerta cierra sus dos hojas de hierro antes que puedan llegar los conjurados, que sacian su corage despedazando á los africanos que han quedado fuera, y combaten inútilmente durante todo aquel dia el alcázar, del cual son rechazados.

XVI

Todo es confusion dentro y fuera de palacio.

El rey moribundo ha sido conducido á la cámara de la sultana Ketirah, cuya alma se alegra, pero á cuyos ojos asoman lágrimas.

Arrójase sobre el rey, llora, gime, se mesa los cabellos y pretende cerrar con sus labios sus heridas.

Y el rey moribundo vuelve á ella los turbios ojos, la reconoce y grita:

—¡Esta! ¡esta! ¡la infame adúltera, es la causa mi muerte! ¡Apartadla, apartadla de mí, y descabezadla! ¿No lo oís? ¿No soy yo el rey? ¿Nadie me obedece?

Pero con la sultana y con el rey solo está Masud-Almoharaví: el cómplice del parricidio de Ketirah, el envenenador de la sultana Aleidah, y no se mueve.

—¿Es verdad lo que el sultan moribundo dice? pregunta el wazir á Ketirah.

—Sí, sí: amo al infante Ebn-Ismail, dice Ketirah la terrible muger que no sabe conservar mucho tiempo el disimulo: le amo y me ama. ¿Qué me importa todo? yo no negaré nunca mi amor.

Masud se estremece y mira si hay alguien que los escuche.

Pero nadie hay en la cámara.

—¡Silencio, imprudente! grita poniendo una mano en la boca de la sultana. ¡Si alguien te oyera rodarian nuestras cabezas! ¡Pero ese hombre está espirando! añade mirando al rey: ¡Granada está alborotada! ¡Es necesario prevenir el primer ímpetu de la irritada muchedumbre! ¡Voy!... ¡es preciso que yo salga de aquí! ¡Quédate tú; no te separes de él; está espirando; pero si antes de espirar entrase alguien!... ¡antes de que hable, Ketirah!...

Ketirah lanza una mirada terrible al rey, que dice á Masud que ella le ha comprendido y Masud sale.

Y el rey que lo ha oido todo, que ha comprendido lo horrible de su situacion, pretende levantarse y prorrumpe en gritos.

Pero Ketirah sofoca sus gritos, cubriéndole la cabeza con su almaizar, y el rey lucha, y con la lucha sale á borbotones la sangre de las heridas.

El rey ya no puede gritar, nadie puede oirle.

Ketirah continúa sofocándole, implacable y terrible con el almaizar.

Y el rey continúa luchando.

Y la sangre brotando de las heridas.

Satanás se sonrie escondido en la cúpula.

XVII

Entre tanto Masud-Almoharaví sale al patio á sosegar á la guardia que está revuelta, y la gente que se agolpa fuera del alcázar, y les dice:—Que el rey está vivo, que sus heridas son leves, y que pronto le verán sano y salvo.

Para sincerarse, ó mas bien para evitar toda sospecha respecto á Ketirah, manda prender de órden de la sultana á algunos de los que habian estado en el motín, y de órden de la sultana los descabeza en el acto y manda poner sus cabezas en las almenas de la Puerta del Juicio.

Despues entra de nuevo en la cámara de la sultana.

El rey habia muerto.

La sultana le miraba friamente.

Acababa de espirar, y Ketirah tenia las manos teñidas en sangre.

—¡Oh! ¡qué es eso! esclama Masud al ver las rojas manos de la sultana.

—Una puñalada mas; responde friamente Ketirah. Tardaba mucho en morir, sentí pasos que se acercaban, y no sabiendo que eran los tuyos, sentí miedo.

Y Ketirah se encamina á la fuente que surge en el centro de la cámara y lava tranquilamente sus manos y su puñal, que cuando está limpio envaina y guarda entre su ceñidor de púrpura.

—Yo amo al infante Ebn-Ismail, dice poniendo las manos en los hombros de Masud y acariciándole con su mirada. Quiero que sea sultan. Quiero ser su sultana.

Masud se estremece.

—¡Imposible! esclama: hé mandado cortar las cabezas de algunos paciales del infante Ebn-Ismail, y este anda huyendo.

—¿Y por qué has ajusticiado á esos hombres?

—Para que el pueblo no nos hiciera pedazos.

—Quiero que el amado de mi alma sea sultan, y yo ser sultana; replica con doble insistencia Ketirah.

—El pueblo no recibirá un rey que tiene teñidas las mano en la sangre de Abul-Walid, á quien amaba. El pueblo mirará con horror á la esposa de Abul-Walid entre los brazos de su asesino.

—¿Y qué hemos de hacer? ¿hé de perder yo á mi amado?

—Gozar puedes sus amores sin zozobra y en secreto, siendo gobernadora del reino conmigo á nombre del príncipe Mohammet.

—¡El hijo de Aleidah!

—¿No murió su madre?...

—Sí.

—¿No es débil de salud el príncipe?

—Sí.

—Si dentro de un año, pasado ya el horror que hoy siente el pueblo por el infante Ebn-Ismail, muriese el rey Mohammet...

—¿Entonces mi adorado podria ser proclamado rey?

—Quién lo duda.

—¿Y seré yo entre tanto gobernadora?...

—Conmigo.

—¡Vé entonces, vé, Masud! ¡yo me quedo guardando al rey muerto! ¡vé tú á proclamar al rey vivo!

Vuelve á salir Masud de la cámara de Ketirah, y dice á la guardia berberisca y á su caudillo Ozmin que el rey vá muy bien.

Luego sale por la ciudad, habla á sus amigos y les dice que vayan á palacio para autorizar y defender lo que conviene al bien comun y particular de todos ellos.

Trae á cuantos amigos puede á palacio, los deja en el patio con la guardia, y entra en la cámara de la sultana.

Poco despues envia un mensage al caudillo Ozmin y á todos los caballeros diciéndoles que pasen al salon, que el rey, mas restablecido, les quiere hablar.

Entran todos en el salon de Embajadores, y cuando toda la nobleza de la córte está junta, se presenta la sultana Ketirah doliente, llorosa y enlutada, llevando de la mano al príncipe Mohammet, niño de poca edad.

Masud les anuncia la muerte del rey, y los compele á que juren al jóven príncipe.

Amigos los unos del rey difunto, sobrecogidos otros, aunque no faltaban ambiciones, juran á Mohammet-ebn-Ismail-ebn-Nazar por su rey y señor.

Luego toda la nobleza y la guardia salen por las calles y repiten en Granada la proclamacion del nuevo rey.

Pero aquella noche una sombra se desliza por la cuesta que rodea las espaldas de la Alhambra, llega al pie de una torre y hace una señal; cae una escala, y el bulto trepa por ella hasta un ajimez.

Luego se escucha un beso entre el silencio, y el ajimez se cierra.

El asesino y su cómplice la adúltera, están entregados á su amor, y Masud-Almoharaví, el infame, vela sus placeres.

XVIII

El desdichado rey Abul-Walid fué sepultado en la randa ó panteon del alcázar junto á sus abuelos.

Sobre su tumba se puso la inscripcion siguiente:

«Este es el sepultcro del rey mártir, conquistador de las fronteras, defensor de la religion, el ínclito, el escogido, el reparador de la familia de los Nazares, el príncipe justo, el amparador, el denodado, el héroe de la guerra y de las batallas, el noble, el generoso, el mas afortunado de los reyes de su dinastía, el mas aventajado en piedad y celo de la honra de Dios, espada de la guerra santa, muro de los pueblos, fortaleza de los caudillos, amparo de los nobles, alivio de los pobres, el compasivo con los que temian, el domador de los soberbios, laborioso en el camino de Dios, vencedor por la gracia de Dios, príncipe de los Muzlimes Abul-Walid-Ismail, hijo del amparador escelso, del vencedor, escogido, noble, vengador, engrandecedor de la familia Nazaria, columna de la dinastía Algalibia, el piadoso, el compasivo Abu-Said-Ferag, hijo del noble y esclarecido defensor de los defensores del Islam, decoro de los príncipes algalibes, honor, alteza de la prosapia, el santo, el piadoso Abul-Walid-Ismail-ebn-Nazar, santificado sea su espíritu en bienaventuranza, sea refrigerado con el rocío de la misericordia, séale concedido ámplio galardon por premio de sus certámenes meritorios, por su martirio, pues lo hizo Dios conquistador de pueblos, debelador de soberbios reyes enemigos suyos, y fué atesorando méritos hasta el dia señalado que Dios le destinó para que llegado el plazo sellase sus dias con buenas obras; recíbale y colóquele en lugar de retribucion y honra, lugar que tenia preparado por su santo celo: murió, Dios le perdone, á traicion, pero con gloria y en la firme pura confesion de los reyes sus antepasados, y fué elevado á las moradas de eterna felicidad: nació, complázcase Dios de él, en hora bienaventurada entre manos del alba del dia giuma diez y siete de la luna de jawal, año seiscientos setenta y siete: fué jurado dia jueves veinte y siete de jawal, año setecientos trece, y fué muerto en dia lunes veinte y seis de la luna de regeb insigne, año setecientos veinte y cinco. Alabado sea el rey verdadero, que mientras todas las criaturas acaban y se suceden, permanece eterno é inmutable.»

La leyenda que acabamos de relataros es la referente á las manchas sangrientas de la Puerta del Juicio del alcázar de la Alhambra.




LEYENDA V. LA TORRE DE LA CAUTIVA. CONTINUACION DE LA ANTERIOR

I

Si cuando os encontrais en la plaza de los algibes de la Alhambra os volveis hácia el palacio del emperador Cárlos V, y siguiendo á lo largo de su fachada meridional, torceis á la izquierda entre este mismo palacio y la iglesia de Santa María, y seguís luego un pequeño paseo plantado de titos, continuando por el camino que conduce á la puerta de Hierro, os encontrareis al poco espacio delante de la torre de los Picos.

Por cima de los adarves del muro que se apoya en la torre, vereis sobre el monte frontero, verde con el eterno verdor de sus laureles, las blancas torrecillas y las galerías de Generalife: á la izquierda se estenderá vuestra vista en un espacio mas ancho; vereis el monte de San Miguel con el verde pálido de sus nopales, y la ermita del santo Arcángel en la cima, y mas allá, dominándole, el alto y árido cerro de Ainadamar.

Pero si volveis la vista á la derecha encontrareis á pocos pasos un muro revestido de espesa yedra, que se apoya en la torre de los Picos, y en el cual hay un porton de tablas.

Llegad, llamad á aquel porton, y pedid que os dejen pasar por favor, porque aquella es una propiedad particular.

Una vez dentro, encontrareis un arroyo ruidoso que corre junto á las banquetas de los adarves, por la izquierda, entre yerbecillas y violetas, á la derecha árboles frutales y hortalizas, y entre estas y el arroyo el estrecho sendero por donde marchais.

A poco que adelanteis encontrareis una pequeña torre, la torre del Tesoro, abierta por el lado que mira á la parte de adentro del muro, dejando ver los tramos cortados y ruinosos de su estrecha escalera árabe, sus bóvedas grieteadas y su plataforma que amenaza un hundimiento. Seguid adelante, y á medio tiro de fusil encontrareis la torre que vamos buscando.

La torre de la Cautiva.

Entrase á esta torre por una puerta baja de herradura, situada al norte: despues de un desmantelado ingreso, se entra en un patio sostenido en pilares de ladrillo, patio cuya luz es tan estrecha, que mas que patio parece una chimenea: al fondo de este patio sombrío está una pequeña puerta, á la que se llega dejando á la izquierda la estrecha escalera que conduce, ascendiendo, á la plataforma, descendiendo, á una habitacion inferior y despues á los subterráneos.

Abierta la pequeña puerta del fondo que hemos citado, se penetra en una cámara destrozada, pero que por los restos que en ella quedan de estucos labrados, de alhamies, de ajimeces, de la cúpula de estalácticas; por la faja de mosáico que orla la parte inferior de las paredes, se comprende que debió ser tan magnífica como cualquiera otra de las hermosas cámaras del alcázar.

Pero sus adornos están ahumados por el fogon de la pobre familia que tiene por albergue miserable un alcázar destruido: tabiques que sirven de compartimientos alteran el plano; los ajimeces están tapiados y cubiertos por miserables ventanas de tablas tendidas; el pavimento destrozado, polvoroso; la cúpula agujereada, rota por la lluvia que se filtra por la desnuda plataforma, en la cual brota la yerba. Con la Alhambra se han cometido y se están cometiendo barbáries inauditas: no parece sino que se tiene empeño en que desaparezca, en que se destruya. ¡Como si fuera una cosa fácil y hacedera el construir una Alhambra!

Algunas tardes de invierno, envueltos en nuestra capa, cubierto el rostro con un ancho calañés, bajo un cielo densamente nublado, bajo la lluvia, hemos pasado por el sendero de esa huerta, junto á las torres de los Picos, de la Cautiva y de las Infantas, y por las puertas y por las ventanas de todas ellas hemos visto salir un humo espeso que arrebataba incesantemente el viento, y que incesantemente se reproducia. Era que las pobres familias habitantes de esas torres infortunadas, se calentaban con la leña húmeda y verde que acababan de arrancar de los desnudos árboles de la huerta.

Era que una nueva capa de ollin caia sobre los arabescos.

Y al ver esto, rebosaba de nuestro pecho un hondo suspiro, porque no éramos bastante ricos, bastante poderosos para arrancar á aquellas torres de su ignominiosa esclavitud.

II

Pero en 1325, época de la muerte del rey Abul-Walid, era distinto el estado y el destino de esta torre.

Entonces la puerta, que correspondia á un pequeño y bello jardin, era de graciosa herradura, ornamentada, embaldosado de mármol blanco el ingreso, cerrada por dos hojas de alerce labrado con labores y cintas caprichosamente entrelazadas; aquel patio de paredes blancas y brillantes tenia mas luz; aquella cámara, en fin, con su preciosa puerta estucada, con sus tres alhamies con ajimeces al fondo, con sus paredes resplandecientes y matizadas como el mas bello brocado, con su cúpula de estalácticas, estrellada como un cielo, con su lámpara de ágata pendiente de la cúpula, con su alizar ó faja de mosáicos, con su pavimento de mosáico tambien, semejante á una rica alfombra, y en el centro del cual corria clara y murmurante el agua de una fuente; aquella cámara, repetimos, era un apartamento delicioso, donde solo podía pensarse en el amor.

Debajo de esta cámara habia otra mas pequeña, menos alumbrada, pero con una luz mas vaga, mas misteriosa; habia en entrambas la misma riqueza; en entrambas orlaban las paredes blandos divanes, en entrambas los braserillos de plata consumian continuamente los perfumes mas preciados: aquella torre tan severa por la parte esterior, tan desnuda como un guerrero revestido de su coraza, en su parte interna, era un nido de amor.

Era en fin el retiro donde el rey Abul-Walid habia encerrado á María, y por esta razon la torre se llama, desde entonces, torre de la Cautiva.

III

Aun estaban calientes los restos de Abul-Walid, aun llevaba por él luto la corte, cuando dos sombras cuidadosamente encubiertas salian del alcázar, atravesaban pegados á los adarves la parte alta de la Alhambra, llegaban á la torre de la Cautiva, y una de ellas abria su puerta, entraban las dos sombras y la puerta tornaba á cerrarse.

Entonces á la luz de una lámpara que iluminaba el patio de la torre se veia que estas dos personas, que se habian despojado ya, seguras de no ser vistas, la una de su velo, la otra del capuz de su almaizar, eran la sultana Ketirah y el wazir Masud-Almoharaví.

Los dos infames cómplices.

Ella bajo su ancho haike iba deslumbrantemente engalanada.

El mostraba brocados bajo su ancho almaizar.

El wazir bajaba con la sultana por las escaleras á la habitacion inferior de la torre.

Luego subia otra vez las escaleras, llegaba á la puerta de la habitacion superior, la abria y entraba.

La sultana cuando se quedaba sola, abria una ventana que daba sobre el pendiente barranco que rodea la espalda de la Alhambra.

Y allí, ya fuese la noche serena, oscura, solo alumbrada de una manera vaga é infinita por el débil resplandor de los luceros, ya la pálida luna inundase la torre, la ventana, y la frente, tan maldita como hermosa de Ketirah; ya la tormenta bramase en los aires, y el relámpago rasgase las tinieblas, y la lluvia azotase su frente, y el huracan desordenase sus cabellos, la sultana permanecia inmóvil, anhelante, con el corazon estremecido, con la mirada candente y fija en lo profundo del oscuro barranco.

Y pasaban algunas veces horas perezosas, largas, apenadoras, sin que la sultana oyese mas que el zumbar del viento, ó el suspirar de las auras entre las frondas del cercano Generalife, ó el retumbar del trueno ó el dulce canto de los ruiseñores enamorados.

Y Ketirah no tenia oidos ni ojos mas que para el infante Ebn-Ismail, y parecíale estar escuchando su voz enamorada, y estar viendo siempre su hermoso semblante, pálido de amor, y sus negros ojos fijos en los suyos.

Solo habia un ruido que la sultana percibia desde muy lejos aunque silvase el viento y gotease la lluvia y rebramase el trueno; y este ruido era el de los pasos de un hombre que, invariablemente, tardando mas ó menos, subia por el barranco, adelantaba, se detenia al pie de la torre y lanzaba un ténue silvido.

Y entonces la sultana trémula de impaciencia, y estremecida de amor, enloquecida, trasportada, arrojaba una larga escala fuera de la torre, afianzaba cuidadosamente sus garfios en el alfeizar de la ventana, y avanzaba el cuerpo hácia afuera solícita y cuidadosa.

Poco despues la escala se atirantaba, balanceaba, y un hombre subia, llegaba al alfeizar y saltaba dentro de la habitacion entre los brazos de la sultana.

La lámpara que ardia lánguidamente en la cámara, alumbraba la frente del que habia entrado.

Aquel hombre era el infante Ebn-Ismail.

El infante que aun estaba fascinado por los tentadores encantos de Ketirah.

El infante que estaba vendido á Satanás.

IV

Entre tanto el wazir Masud-Almoharaví, estaba delante de María.

De María; la amante de Gonzalo, la cautiva del malaventurado Abul-Walid, la pobre huerfana abandonada, olvidada por el infante Ebn-Ismail.

Una noche, la noche siguiente á la en que el infante la habia prometido salvarla de los amores del rey, María, replegada en el ángulo de un divan, inmóvil y silenciosa, lloraba.

Y no cesaba su llanto, y un secreto temor la oprimia el alma, y triste y apenada, no se atrevia á pensar en Gonzalo.

Porque no sabia si le perderia porque la muerte se lo arrebatára, ó porque su desdicha la arrebatára á Gonzalo.

Porque María estaba resuelta á morir antes que otro hombre la robase al amado de su alma.

Durante el dia habia oido gritos tumultuosos al otro lado de la Alhambra por la parte de mediodía: habia visto correr á los soldados hácia el oriente por los cercanos adarves, y el eunuco mudo que la servia se habia olvidado de llevarla la comida.

Del mismo modo se habia olvidado de encender la lámpara.

La cámara estaba iluminada solo por el reflejo de la luna que entraba por un ajimez, y por los trasparentes de estuco de la cúpula, en rayos plateados.

Nunca tan fantástica aquella cámara; nunca mas hermosa María que entonces, apenada, doliente, anegada en llanto, al reflejo pálido de aquella luz fantástica.

Y, como hemos dicho, á pesar de que era la estacion de los calores, María sintió un frio mortal, un terror vago, profundo, una inquietud horrible; la parecia que no estaba sola, que habia junto á ella alguien á quien no veia, y que á pesar de no verle le parecia un ser horrible, sobrenatural, maldito.

María, de tiempo en tiempo y como atraida por una fuerza invisible fijaba sus ojos en el fondo oscuro del arco de la puerta de la cámara.

De repente pareció que en aquel fondo oscuro brillaba como humo débilmente luminoso, una forma indeterminada, que aquella forma vaga se condensaba, que tomaba al fin la figura de un hombre alto y negro.

Aquel hombre, ó aquella sombra adelanta lentamente hácia María.

Y María no gritó porque hay terrores que ahogan la voz, que hielan la sangre, y que si duran mucho tiempo, matan.

Aquella sombra se detuvo en el centro de la cámara, debajo de la lámpara, y estendió el brazo hasta ella y la tocó.

Y sin saber María cómo podia ser, porque no habia visto luz en las manos de aquel hombre, al tocar aquella mano á la lámpara, la lámpara ardió.

Entonces María vió á un viejo horrible.

En una palabra, al mago Abu-Jacub-Al-Hhakem-Billah.

—Estás estremecida de espanto, dijo el sabio, y es necesario que no temas, ¿y por qué has de temer? Cuando los hombres se olvidan de tí, Dios me envia á salvarte.

Y María como si su alma obedeciese á una voluntad poderosa, perdió su temor y miró, tranquila ya, á Abu-Jacub.

—¿Quién eres? le pregunta.

—¿Quién soy yo? replicó el viejo, ¿y qué te importa? no era mas natural que me dijeses: ¿quién soy yo?

—Yo soy una desdichada que muere apartada de cuanto la era amado en el mundo: la muerte me arrebató a mi padre...

—¡Tu padre! ¡hé aquí lo que son los hijos del hombre! ¡para ellos el corazon y la conciencia no es mas que la costumbre! ¡Tu padre! ¿sabes tú quién es tu padre?

—He conocido un noble anciano, que me llamaba su hija, que me amaba como á su hija, á quien yo amaba como a mi padre.

—¿Y crees tú que era menos noble, el padre que te dió el ser?

—¿Le conoceis vos?

—¿Qué si le conozco? ya lo creo.

—¿Y os envia él?

—No, ya te lo he dicho, me envia Dios. Hoy me envia á esta cámara, mañana me enviará debajo de esta cámara.

—No os comprendo.

—Ni te importa nada el no comprenderme en esta parte. Hablábamos de tu padre.

—¡Oh! ¿si habeis conocido á mi padre, conoceriais tambien á mi madre?

—Cierto que la conocí...

—¡Ah! ¿decidme?...

—Tu madre; doña Catalina de Cardona...

—¡Ah! ¿era castellana?...

—Era catalana...

—¿Pero los catalanes son cristianos?

—Sí ciertamente, y cristiana era tu madre, y noble, y pura, y hermosa; la muger mas hermosa de la córte de Aragon.

—Mi padre, el noble caballero que me ha criado y á quién no puedo menos de llamar mi padre, me dijo que me habia encontrado muy niña en mi primera infancia en una villa del reino de Granada en poder de infieles. ¿Será que acaso los moros me robaron á mis padres?

—No: dijo Abu-Jacub, me obligas á contarte una historia y voy á hacerlo.

Escúchame, pues.

Y Abu-Jacub empezó de esta manera.

V

Hace veinte años, el rey de Granada envió una ostentosa embajada al rey de Aragon.

Era embajador del rey de Granada un valiente, noble y hermoso mancebo infante de la casa real, que se llamaba Abd-el-Rahhaman-el-Ferih.

Se trataba de asentar unas treguas, y el rey de Granada escogió á su primo Abd-el-Rahhaman, porque era persuasivo, dulce, sabia ganar las voluntades de todo el mundo, y era además valiente y discreto.

Con Abd-el-Rahhaman envió el rey de Granada al de Aragon un riquísimo presente; se contaban por cientos las piedras preciosas, por docenas los caballos de arabia, y las alfombras de Persia y los perfumes y las barras de oro y plata.

Entre estos presentes iba una doncella de sangre real, que con un crecidísimo dote enviaba el rey moro al rey cristiano, ya para que la tomase por suya, ya para que la casase, como en honra, con el caballero de su corte que mas le viniese en agrado, ó con cualquier caballero que aunque no fuese natural de sus reinos fuese vasallo suyo.

Walidé, que así se llamaba la infanta granadina, habia salido del harem donde la habian criado sus ayas, con alegría: hasta entonces no habia visto mas gentes que las mugeres del harem, ni mas hombre que el rey su tio, y los silenciosos eunucos, ni se habia espaciado su vista mas que en el azul firmamento: que, en cuanto á la tierra, no habia podido pasar de los muros de los jardines del harem.

Ni amaba, ni sabia lo que era amor.

Tenia solo catorce años, y el amor dormia aun desconocido para ella en su alma.

Era á pesar de su juventud una muger poderosamente hermosa, blanca, gentil, modesta; pura la dulce sonrisa de sus ojos, pura la tranquila y cándida sonrisa de su boca.

Cuando Walidé se vió fuera de la Alhambra, sobre las amugas de brocado de su blanca hacanca, rodeada de guardas negros á caballo y acompañada de Abd-el-Rahhaman, que solícito no se apartaba de ella un punto, sonrió al primer hombre hermoso que veia.

Y Abd-el-Rahhaman, á pesar de haberse casado cuatro años antes y de tener un hijo, se estremeció ante aquello primera sonrisa de amor casi virgen, ante aquella dulce y tranquila mirada que decia amor sin saberlo.

Y luego, cuando Walidé salió por la puerta de Elvira de la ciudad, y vió estenderse ante ella la ancha vega con sus mil colores, con sus mil aldeas, con sus lejanas montañas azules, sonrió y miró con amor á aquel verdor riente, engalanado, magnífico con sus vapores dorados bajo el sol de la mañana, como habia sonreido y mirado con amor al hermoso y gentil infante Abd-el-Rahhaman.

Walidé empezaba á vivir.

Empezaba á abrir su alma al amor, pero de una manera tranquila, inocente, como era tranquila é inocente su alma.

En mal hora el rey su tio, necesitado de paces con el cristiano, habia fijado su mirada fria en la cándida hermosura de la infanta, para enviarla casi esclava á una tierra estraña, á ser la esposa de alguno de los zafios montañeses, vasallos del rey de Aragon.

Porque el rey de Aragon no podia como cristiano tener mas que una esposa, y siendo presentada de una manera solemne y pública en su corte Walidé, no podia hacerla su manceba sin grave escándalo.

El rey de Granada enviaba, pues, una doncella casadera, hermosa, noble y rica, para que su suerte se jugase á la suerte: para que deshojase aquella flor delicada el rudo choque con un montañés bravío.

Y la desdicha mayor fué, que el embajador del rey de Granada, su primo el infante Abd-el-Rahhaman, se enamorase ciegamente de Walidé, hasta el punto de que hizo para sí el razonamiento siguiente:

—Mi primo el señor rey de Granada, envia á la infanta al rey de Aragon para que la tenga para si ó la dé en matrimonio á uno de sus vasallos. El rey de Aragon no guardará para sí la infanta: sus costumbres cristianas se lo vedan: pues bien; antes de dar mi embajada al rey de Aragon, le rendiré pleito homenage por mis castillos de la frontera de Murcia, me declararé su vasallo... y despues... aunque sea necesario escitar su interés con algunos miles de doblas, procuraré que yo sea el vasallo que el rey de Aragon elija para esposo de la infanta.

Y fiando demasiado en sus cálculos el enamorado embajador, se dedicó á enamorar á Walidé.

Cuando llegaron á Tarazona, donde tenia su córte por aquellos dias el rey de Aragon don Alonso IV, ya Walidé y Abd-el-Rahhaman se amaban mútuamente, y lo que es mas, se lo habian concedido todo.

Porque el infante habia dilatado cuanto habia podido el viaje, haciendo jornadas muy cortas y deteniéndose á veces en un pueblo tres dias. Walidé se habia enamorado del infante desde el momento en que le habia visto, y Abd-el-Rahhaman no habia sido el mas fiel depositario.

Los primeros dias Walidé fué llevada por su hacanca, pero al poco tiempo, con la ocasion de pasar un rio cuyo puente se habia roto, por un vado, el infante, para asegurar á la infanta de un tropiezo y de una caida al agua, la puso sobre un cogin sobre el arzon delantero de su caballo, y la rodeó la redonda y esbelta cintura con un brazo tembloroso.

Walidé se estremeció y esperimentó una sensacion dulce, infinita.

Hasta entonces ella y él solo habian hablado con los ojos.

Era el principio de la noche: la numerosa embajada del infante, con sus ginetes y con sus acémilas, atravesaba una ancha sábana del Guadalquivir.

La luna reflejaba en las aguas, y se duplicaba en los dos brillantes ojos de Walidé, que se fijaban en ella con una dulce y pensativa melancolía, mientras el infante, conduciéndola en el arzon de su caballo, estrechaba enamorado su cintura, y bebia con su ardiente mirada, la mirada de la infanta fija en la suya.

Y entonces la infanta, que estaba entregada á un sueño de amor, oyó junto á sí una voz dulce, ardiente, trémula, que la decia:

—Yo te amo.

Te amo como la noche á la luna que la dá su blanca y dulce luz: te amo como el alba al sol que tiñe sus megillas de púrpura.

Te amo como á la tierra el mar que contínuamente la besa, y como el viento á la palmera que contínuamente la mece.

Amame tú, maga de mis sueños, á quien yo he amado antes de ver tu hermosura.

Amame tú, sino quieres que mi alma esté lóbrega como una noche sin luna, fria como una alborada sin sol, silenciosa como la tierra á quien el mar no besa, y triste y mustia como una palmera á quien no acaricia el viento.

—¿Y qué es amor? dijo Walidé apartando su mirada de la luna y fijándola cándida y enamorada en el infante. ¿Es por ventura el amor ese tranquilo afan del alma, que sueña y vé en sus sueños un hombre? ¿Es por ventura un dulce fuego que llena el alma y la aduerme en una delicia sin fin, junto al hombre del sueño? ¿Es por ventura el amor el que estremece la cintura de la muger cuando el hombre que ha soñado la rodea con su brazo? ¡Oh! si ese es el amor que acaricia al alma, y la consuela, y la dilata, y la enciende en un dulce fuego; si es el amor el que dá á los ojos de la muger un alma cariñosa, y dulce por los ojos de un hombre, yo te amo, señor; yo te amo como la noche á la luna, como el alba al sol, como el mar á la tierra, como el viento á la palma. Si amar es no vivir, ni pensar, ni alentar mas que para un hombre, yo te amo, señor, yo te amo.

Y Walidé reclinó la cabeza sobre el hombro de Abd-el-Rahhaman, que la besó en la frente.

Walidé se estremeció de una manera mas poderosa, y murmuró:

—Yo te amo: mi vida es tu amor, si me falta tu amor yo moriré.

Cuando llegaron, pues, á Tarazona ella y él eran los amantes mas dichosos de la tierra.

Abd-el-Rahhaman, en cuanto anunció su embajada á Alonso IV de Aragon, le pidió permiso para verle particularmente, y el rey se apresuró á concedérselo: al atravesar el infante una galería del alcázar, cruzó por delante de él una dama cristiana, y se detuvo un momento y palideció.

El infante sintió tambien á la vista de la dama no sé qué estraño presentimiento.

La dama siguió adelante murmurando:

—¡Oh! ¡qué moro tan gentil!

Y el infante siguió diciendo para sus adentros:

—¡Oh! ¡qué cristiana tan hermosa!

Pero ella amaba á otro hombre, y él amaba á Walidé.

Aquella dama que habia cruzado como una tentacion la galería, era doña Catalina de Cardona, doncella noble de la reina de Aragon.

—¡Era mi madre!

—Sí, tu madre era: respondió el mago, y despues de un momento de silencio continuó.

VI

Pero á pesar del amor que el infante sentia hácia Walidé habia quedado fija en su memoria, y en su corazon, sin poderse esplicar con qué deseo, con qué afan vago y misterioso, el recuerdo de doña Catalina de Cardona.

Era muy hermosa esta dama: blanca y pálida, con hermosos cabellos rubios como el oro, con hermosos ojos negros como el ébano y lucientes como el carbunclo, y magestuosa y gentil, y esbelta á maravilla: era muy jóven y su frente resplandecia de pureza.

Y el infante adelantaba hácia la cámara donde el rey de Aragon le esperaba, murmurando sin ser poderoso á otro pensamiento:

—¡Oh! ¡qué cristiana tan hermosa!

Y sin embargo el amor que sentia por Walidé permanecia vivo, ardiente en su corazon.

Cuando entró á la presencia del rey, el infante dobló una rodilla.

—Poderoso sultan de Aragon, dijo: el esclarecido, el vencedor, el magnífico sultan de Granada y del Andalucía, mi señor, á tí me envia: pero antes de notificarte el objeto de mi embajada, quiero declararme vasallo tuyo, no embargante el vasallage que confieso al rey mi señor natural el noble sultan de Granada, y á rendirte pleito homenaje, por mis villas y castillos de la frontera de Murcia.

Maravilló al rey de Aragon el vasallaje de un infante moro á quien no conocia y con el cual nunca habia tenido amistad ni guerra, pero se lo agradeció, lo aceptó, mandó llamar á su canciller, solemnizóse el pleito homenaje, y el rey de Aragon le abrazó y le besó en la megilla, mandando escribir su nombre entre los de los grandes vasallos de sus reinos.

—¿Por qué me habrá rendido vasallaje este moro? dijo para sí Alonso IV, cuando Abd-el-Rahhaman salia de la cámara.

Y Abd-el-Rahhaman murmuraba saliendo:

—Solo me falta satisfacer la codicia del consejero favorito del rey cristiano: yo averiguaré quién este consejero sea: le daré cuanto oro sea necesario, y Walidé será mia.

Y á seguida murmuraba suspirando:

—¡Oh! ¡y cuán hermosa! ¡cuán hermosa es aquella cristiana!

VII

Dijeron al infante que el favorito del rey de Aragon, era un noble caballero muy valiente y muy bravo, llamado Men Roger de Cardona.

El infante envió á Men Roger un caballo de Arabia, un arnés de Damasco, una lanza de dos hierros con pendoncillo de brocado, un rico capellar y una túnica de púrpura.

Men Roger recibió el presente creyendo que se trataba de que influyese con el rey de Aragon para el feliz éxito de las pretensiones del rey de Granada.

Men Roger, el soberbio rico-hombre de Aragon, convidó á comer al infante moro.

Al dia siguiente al sentarse á la mesa, vió junto á sí Abd-el-Rahhaman á la hermosísima cristiana que habia encontrado en el alcázar dos dias antes, y se turbó: ella se turbó tambien y bajó los ojos.

—Es mi hermana doña Catalina, dijo Men Roger al infante.

Y durante las cuatro horas que aquella comida duró, el infante habló de las magnificencias de la córte de Granada, y ponderó sus caballeros y sus damas, pero al ponderar á estas añadió:

—Y sin embargo, no he visto en Granada ni en todo su reino ni en las Alpujarras, ni en Murcia, ni en Almería, ni en Algeciras, mi patria, una dama tan hermosa como la que ví en el alcázar del rey cristiano la primera vez que entré en él.

Y doña Catalina al oir esto miró al moro, y el moro vió amor en la mirada de doña Catalina, y Men Roger no vió nada, porque estaba gravemente ocupado en trinchar un faisan.

Y al recibir la mirada de doña Catalina, dijo para sí el infante:

—¡Oh! ¡si yo no amase tanto á Walidé!

Y doña Catalina dijo tambien para sus adentros:

—¡Oh! ¡sino fuera moro este mancebo!

VIII

Cuando concluyó la comida, doña Catalina se retiró y el baron catalan y el infante granadino quedaron solos.

Despues de hablar de varios asuntos, Abd-el-Rahhaman dijo á Men Roger:

—Tú eres valido del rey tu señor.

—El noble rey don Alonso conoce mi lealtad y la premia concediéndome su confianza, contestó el aragonés con cierta reserva porque no sabia á donde iba á parar el moro.

—¿De modo que si tú pidieras una gracia para mí al rey tu señor, para mí que desde ayer soy su vasallo?...

—¿Y qué gracia es esa?

—Una muger.

—¿Una vasalla del rey?

—Sí; mas que eso aun; una sierva.

—¿Para hacerla tu esposa?

—Sí.

—¿Y quién es?... ¡sierva del rey! ¡no puede ser noble!

—El rey puede concedérmela.

—Te prometo que si concedértela puede, te la concederá.

El infante estrechó la mano del baron catalan, y poco despues se separó de él.

IX

Al dia siguiente se presentó Abd-el-Rahhaman con toda la ostentacion de su embajada al rey de Aragon.

Le precedian los presentes del rey de Granada.

Entre ellos iba Walidé maravillosamente vestida y cubierta con un velo de gasa que sin cubrir su hermosura la aumentaba, como una ligera nubecilla aumenta la belleza de la luna.

El infante adelantó con ella llevándola asida de la mano y la presentó al rey, levantando su velo con una mano y dando con la otra á Alfonso IV una cédula en pergamino, en que constaba la voluntad del rey de Granada respecto á su sobrina la infanta Walidé al presentarla al rey de Aragon.

Un interprete leyó aquel pergamino.

Al escuchar los caballeros de la córte de Alfonso IV, que estaban presentes, que el rey de Aragon podia dar en matrimonio, con su rico dote aquella muger, aquella niña de tan maravillosa hermosura, todas las miradas se fijaron con codicia en Walidé, especialmente la de Men Roger de Cardona.

Despues Abd-el-Rahhaman notificó al rey el objeto de su embajada.

Las treguas que el rey de Granada pedia, convenian tambien al de Aragon, y fueron concedidas y estipuladas sin dificultad. Cuando el tratado estuvo concluido, Abd-el-Rahhaman dijo á Alonso IV:

—Recordarás noble y poderoso rey que soy tu vasallo.

—Es cierto, dijo el rey de Aragon: hace tres dias me rendiste pleíto homenaje, y yo le recibí: ¿pero por qué me recuerdas eso?

—El rey de Granada al entregarte la infanta Walidé, ha sido con la condicion de que la tengas para tí, ó de que la dés por esposa á uno de tus vasallos. Ahora bien: ¿guardas tú para tí á la infanta?

—Yo no tengo ni tendré mas que una esposa, dijo el rey.

—Pues entonces, señor, replicó el infante, yo te pido por esposa á la infanta Walidé.

Y antes de que el rey pudiese contestar, Men Roger de Cardona adelantó pálido y trémulo hácia el dosel del rey y esclamó:

—Y yo la pido tambien á vuestra señoría, yo que soy rico-hombre de solar, y que he vertido mi sangre en cien batallas matando moros.

—¡Ah! ¡tú eres un perro traidor, sin fé y sin lealtad en sus palabras! dijo el infante á Men Roger.

—Pídeme mi hermana y te la daré, infante, dijo el baron catalan: pero yo pido al rey esa doncella.

—Y me la pides tú tambien infante de Granada, mi vasallo? dijo Alfonso IV.

—Sí, si señor, esclamó con toda su alma Abd-el-Rahhaman: es mi prima, la amo y ella me ama.

La incertidumbre hacia temblar á Men Roger.

—Yo os la concedo á los dos, dijo el rey: á tí canciller de mis reinos, valiente y leal vasallo mio, á tí infante de Granada mi noble vasallo.

—Pero señor, esclamó Abd-el-Rahhaman, la infanta no puede dividirse en dos: sobra pues uno.

—Dices bien, esclamó todo descompuesto Men Roger: sobra uno de los dos.

—Pues caballeros, dijo el rey, que Dios y San Jaime decidan vuestra contienda: dentro de tres dias en la Tela, en un palenque cerrado, obtendrá por premio de su victoria la infanta de Granada, cualquiera de los dos que venza.

Y el rey despidió á su córte, y Walidé se quedó en el alcázar del rey, y Abd-el-Rahhaman y Men Roger salieron cada cual por su lado, convertidos en los enemigos mas implacables del mundo.

X

Pasaron los tres dias del plazo.

Fuera de los muros de Tarazona se habia levantado un palenque.

Aquel palenque era el campo cerrado donde las armas debian dirimir la contienda de dos hombres enamorados de una muger.

Aunque el plazo habia sido breve, la fama del duelo habia cundido; gran número de damas y caballeros de las ciudades y villas cercanas á Tarazona habian acudido á presenciar aquel raro litigio entre un cristiano y un moro, que debia sentenciarse por Dios y por San Jaime.

Desde muy temprano los estrados y las barreras estaban llenos de gente: en los primeros se veian hermosas damas, hidalgos, caballeros y mesnaderos, todos engalanados, todos impacientes porque llegase la hora del trance. En las barreras se agolpaba el popular ruidoso, que á cada momento crecia, y los ballesteros del rey guardaban aquellas barreras y aseguraban el palenque.

A un estremo de él estaba un tablado cubierto de hermosos tapices, y sobre aquel tablado dos doseles; el uno mas rico y mas bello que el otro.

Pero es de advertir que en el dosel menos rico estaban recamadas las armas de Aragon, y en el otro mas adornado, mas bello, se veia entre flores una aljaba, un arco y un cendal, armas del amor.

Al pie de estos dos doseles habia una larga gradería cubierta de almohadones rojos y alfombras á los pies, donde debian sentarse, en la primera grada las damas de la reina, en la segunda y tercera los oficiales de la casa del rey.

A la derecha de estos dos doseles, habia un estrado cubierto por paños rojos; aquel estrado debian ocuparle los jueces del campo, los heraldos, los farautes, los persevantes, los escuderos y demás oficiales de armas: á la izquierda se levantaba otro estrado cubierto de paños turquíes con estrellas de plata, donde debian presenciar el duelo los caballeros granadinos que habian venido acompañando en su embajada al infante Abd-el-Rahhaman.

Al otro estremo del palenque habia dos tiendas de las mejores que se habian visto en mucho tiempo, aunque diferentes entre sí: la una era cuadrada, de tafetan verde con galones de oro, y sembrada toda de un blason rojo con cuatro vástagos de oro, armas de la casa de Cardona, lo que demostraba que aquella tienda, en la cual habia guarda de hombres de armas con el mismo blason que se veia en la tienda al pecho, estaba destinada á Men Roger de Cardona, rico-hombre de Aragon y gran privado del rey Alonso IV.

La otra tienda era redonda y resplandecia por su tela de oro y seda recamada de ricas labores arabescas y rodeada de una alfombra de Persia: á su puerta habia, dando la guarda, esclavos negros con marlotas y capellares rojos y arneses dorados, lo que decia claro que aquella era la tienda del infante de Granada Abd-el-Rahhaman.

Y todo esto, los dos nobles doseles, los estrados, las graderías, las tiendas, la arena igualada y estendida dentro de las barreras, la multitud noble y plebeya que llenaba andamios, estrados y graderías: las galas de las damas, las empresas de los caballeros, el aspecto feróz de los ballesteros aragoneses, las brillantes armaduras de los hombres de armas y escuderos de Men Roger, y los ostentosos trages y las armaduras doradas de los esclavos del infante de Granada, ofrecian vivos matices, y brillantes destellos, y cien cambiantes de color y de luz, bajo el sol que salia por un horizonte azul y despejado.

XI

Apenas habia asomado el sol en el oriente, como si aquella fuese una señal, oyóse fuera del palenque una ruidosa y alta trompetería, á cuyo sonido todos los que esperaban desde el amanecer rompieron en una aclamacion ruidosa.

La corte se acercaba.

Al fin se abrió una poterna y entraron cuatro reyes de armas á caballo, con sus estoques dorados en las manos.

Seguian detrás cuatro heraldos con sus dalmáticas de terciopelo rojo guarnecidas de oro, y con sus mazas al hombro.

Luego una turba de farautes, persevantes y escuderos, á caballo tambien, despues diez y seis trompeteros y otros tantos timbaleros, ginetes en caballos blancos, tocando á un tiempo sus instrumentos:

Luego el Condestable con la espada real, y junto á él el Alférez mayor con el estandarte de Aragon, y todos los oficiales de la casa del rey.

Luego en unas andas muy vistosas, cubiertas de paños de brocado y flores, y deslumbrantemente engalanadas, precedida de muchachas vestidas de blanco, que bailaban acompañándose de sus panderetas, rodeada de doncellas nobles de la reina, en hacancas blancas, llevada cada una de la rienda por un caballero, entró Walidé, confusa y ruborosa, suspendiendo á los hombres y haciendo morir de envidia á las mugeres con su hermosura.

Despues venian á caballo el rey y la reina, él en su corcel de batalla, ella en su blanco palafren; los rico-hombres, los pages, los escuderos, y por último un escuadron de hombres de armas.

Toda esta comitiva atravesó lentamente el palenque; cuando llegaron á la gradería del estrado donde estaban levantados los doseles, el mismo rey en persona descabalgó, fué á las andas en que era llevada la infanta Walidé, que bajó de ellas, y conducida de la mano por el rey, subió la gradería, y fué á ocupar el trono del amor en medio de los murmullos y de las aclamaciones que arrancaban á todos los presentes la hermosura y las resplandecientes galas de que iba cubierta Walidé.

Al pie del dosel se estendieron pages y doncellas, y cuando la infanta de Granada se hubo sentado, el rey bajó de nuevo la gradería, y llevó su esposa al trono, donde se sentó á su lado; los rico-hombres, los mesnaderos, los pages, se estendieron á los pies de la grada, donde estaban sentadas en almohadones las damas de la reina, los jueces del campo y los reyes de armas, y los demás oficiales ocuparon el tablado que les estaba destinado, y la comitiva mora del infante Abd-el-Rahhaman el suyo.

Entonces á una señal del rey don Alonso, el rey de armas Cataluña, á caballo, seguido de sus oficiales de armas y precedido de los trompeteros y timbaleros, dió una grida ó pregon en que manifestó á todos los circunstantes:

«Cómo el rey moro de Granada habia enviado al señor rey de Aragon una doncella mora, infanta de su casa, para que la casase con aquel de sus vasallos que mas le pluguiese.

»Otro sí: cómo habiendo venido por embajador del rey de Granada el noble infante, su primo, Abd-el-Rahhaman, el infante habia rendido pleito homenaje y vasallaje al señor rey de Aragon.

»Otro sí: cómo el infante de Granada Abd-el-Rahhaman, y el noble, alto y poderoso señor Men Roger de Cardona, vasallos ambos del señor rey de Aragon, habian pedido á un tiempo á dicho señor rey les concediese por esposa la infanta Walidé, que se hallaba presente en el trono de la hermosura.

»Y finalmente, que el susodicho señor rey de Aragon habia ordenado que para no ofender á ninguno de los dos pretendientes, riñesen á la infanta Walidé, en palenque cerrado de poder á poder, en trance de muerte, si necesario fuese, ante Dios y el bienaventurado apóstol San Jaime.»

El rey de armas Cataluña repitió este pregon en los cuatro ángulos del palenque, y luego leyó los capítulos del combate.

Segun ellos se tendria por vencido:

«El que se saliere del palenque dejando en él á su contrario.

»El que cayere del corcel al suelo.

»El que pidiere suspension del duelo.

»El que usare de malas artes, prohibidas por las leyes de la caballería.

»El que hiriere de mala manera á su contrario.»

Y otros muchos y prolijos capítulos que se leian en tales ocasiones, y que estaban autorizados por la ley y por la costumbre.

Despues de esto se dió otro pregon para que nadie fuese osado, por cosa que sucediere á cualquiera de los dos caballeros, á dar voces ó aviso, ó á hacer seña con la mano, so pena de que al que hablare se le cortaria la lengua, y al que hiciere seña se le cortaria la mano.

A seguida se retiraron el rey de armas y sus oficiales, y los jueces del campo mandaron tocar las trompetas y los timbales, á cuyo son salieron cada cual de su tienda á caballo y armados, el infante Abd-el-Rahhaman y Men Roger de Cardona, rodeados cada cual de sus escuderos y caballeros.

Llevaba el infante de Granada un bonete forrado de oro ricamente labrado, y coronado por una garzota de plumas verdes en señal de esperanza; un arnés tunecino redoblado, forrado de tela de oro; una túnica de brocado de rica labor, y un capellar de grana con flecos y borlas de oro; montaba en un caballo andaluz poderoso, que hacia retemblar la tierra bajo sus cascos; embrazaba una adarga de cuero de Marruecos, perpuntada y bordada de oro y seda, y empuñaba una lanza de ébano, de dos hierros, de Toledo.

Men Roger mostraba las resplandecientes armas, la marlota y la lanza de dos hierros que le habia regalado el infante, y montaba el hermoso caballo de Arabia que habia acompañado á aquel regalo, lo que el infante tomó por insolencia, y el rey y todos los circunstantes por descortesía, porque aquello era lo mismo que decir al infante:

—Te combato con tus propias armas.

El infante tomó por un lado de la liza, y el aragonés por el otro, y al pasar por delante de los reyes y de la infanta Walidé, para saludarlos, se cruzaron, y despues fueron á ponerse uno frente al otro, cada uno á un estremo de la liza.

Entonces bajaron los jueces del campo y les partieron el sol, reconocieron sus armas, las dieron por buenas, y les tomaron juramento por su honor de que no llevaban sobre sí amuletos ni hechizos en daño de su contrario, despues de lo cual se retiraron.

Entonces, cuando los caballeros habian quedado en sus puestos, teniendo el freno de cada uno de sus caballos un faraute, el rey hizo una señal con su baston y las trompetas y los timbales rompieron en alto alarido.

A este primer son los caballeros pusieron sus lanzas en los ristres, se adargaron é inclinaron el cuerpo sobre el arzon delantero.

Entonces sonó el toque de arremetida, los farautes soltaron los frenos, y el moro y el catalan partieron el uno contra el otro como dos rayos, y se encontraron con terrible pujanza y estruendo en medio de la liza.

Las dos lanzas se rompieron contra las adargas, sin que ninguno de los dos adversarios se descompusiese.

Pasaron y todos aplaudieron, porque entrambos, el moro y el cristiano en aquella primer carrera, habian sido muy buenos caballeros.

Los escuderos del campo les dieron nuevas lanzas, y volvieron á partir y á encontrarse.

El infante de Granada hizo dar un rodeo al catalan, falseándole la adarga é hiriéndole ligeramente por la parte falsa del arnés, debajo del brazo, y el catalan pasó sin tocar al moro.

La ventaja estaba de parte del infante.

La sangre corria á borbotones de la herida de Men Roger, y los que habian apostado por su triunfo empezaron á dar por perdido su dinero. Pero de repente el caballo del infante, sin que nadie pudiera dar con la causa, se inquietó, empezó á encabritarse, mordió el freno, y escapó de la liza sin que pudiese estorbarlo su ginete.

Todos lo tuvieron á hechicería, tal vez á malas artes del baron catalan; pero como uno de los capítulos del duelo era que el caballero que se saliera de la liza fuese declarado vencido, fúelo el infante, y el rey declaró que Men Roger de Cardona habia ganado buena y lealmente á la infanta, y se la concedió por esposa.

Al saber esto Walidé, palideció intensamente y murmuró:

—No ha vencido al amado de mi alma sino valiéndose de Satanás, que le ha ayudado con malas artes. Pues bien, esposo mio, yo te juro, no solo no ser tuya, sino vengar al infante de la traicion que has obrado con él.

Y todos se engañaron en lo de las hechicerías; la verdad era que al errar el golpe el catalan habia herido sin quererlo en un hijar al caballo del infante, y este irritado por el dolor de la herida habia partido.

XII

Entre tanto Abd-el-Rahhaman, sin poder contener á su caballo, era llevado por él con la velocidad del huracan á través de los campos.

Nadie supo en Tarazona lo que habia sido del infante.

A los tres dias los caballeros y las gentes y los esclavos que habian acompañado á Abd-el-Rahhaman en su embajada, partieron de Tarazona.

El rey, antes de que partiesen, les preguntó por el infante.

—No sabemos lo que ha sido del bravo Abd-el-Rahhaman, señor, respondió un xeque que habia acompañado al infante.

—Dios le ayude, dijo el rey de Aragon, porque es un buen caballero.

XIII

Tres dias despues se efectuaron las bodas de Men Roger de Cardona y de la infanta Walidé.

La hermosa jóven se habia presentado alegre y riente, dejadas sus ropas moras por otras magníficas á la usanza de los cristianos, y mas hermosa que nunca.

Men Roger llevaba vendado el brazo izquierdo, y suspendido de una venda de seda que se sujetaba en su cuello.

La infanta, por medio de un intérprete, declaró que voluntariamente se instruiria en la religion cristiana y se bautizaria apenas estuviese instruida, todo por amor á su esposo.

—¡Lo que son las mugeres! esclamó para sí el rey al ver que tan pronto olvidaba sus amores la infanta. ¡Una aragonesa se hubiera dejado matar!

XIV

Pero al dia siguiente dieron una terrible nueva al rey, por la cual no supo decir si la infanta amaba como toda muger debe amar, ó si amaba demasiado.

En la cámara nupcial, se habia encontrado muerto, cosido á puñaladas, á Men Roger de Cardona.

Sobre su pecho, sujeto por un puñal, se veia un pergamino y en él escrito en árabe lo siguiente:

«Las moras de Granada matamos ó morimos, cuando nos entregan á un hombre á quien no amamos.»

El rey se aterró por la muestra que habia dado de sí aquel amor terrible, y mandó prender á la infanta.

Pero la infanta habia desaparecido.

Y lo que era mas estraño; la hermosa doña Catalina de Cardona, la hermana del difunto, habia desaparecido tambien.

XV

—¿Y cómo aconteció eso? dijo María, que escuchaba con sumo interés al mago.

—De una manera muy sencilla. El infante cuando pudo dominar á su caballo, comprendió la situacion en que se encontraba: no le cupo duda de que su enemigo habia sido declarado vencedor y de que se le habria entregado la infanta Walidé.

Al pensar esto, la venganza lució como un relámpago sombrío en el alma del infante.

—¡Oh! dijo, tú me has robado mi amante, yo te robaré tu hermana, la hermosa doncella de las crenchas de oro.

Y desde que el infante adoptó esta resolucion, como que le pareció menos dolorosa la pérdida de Walidé.

Pero para ello era necesario ser muy prudente. Se encontraba en medio de los campos y se dirigió sin vacilar á un caserío.

Un labriego le salió al encuentro.

—Tú eres pobre: le dijo el infante, que hablaba bien el español.

—Ni pobre ni rico, le contestó el labriego.

—Pero no te vendria mal que yo te cambiase este hermoso caballo mio por uno de tus rocines.

—No por cierto, señor.

—Ni que yo trocase todas mis galas por un vestido tuyo.

—¡Ah! no por cierto.

—Pues bien, dijo el infante descabalgando, entremos en tu casa.

Allí se efectuó el cambio.

—Escucha, le dijo el infante: cura á este caballo, la herida es ligera, y bien merece por hermoso y bravo que se cuide de él.

—¡Ah! si señor, dijo admirado el labriego.

—Oye aun: mete este caballo en tu establo y guarda estas armas y estas ropas; mañana vendrán á comprártelo todo, y te darán por ello un monte de oro.

—¡Ah! señor.

—Y á persona viviente digas que me has visto.

—Descuidad, señor.

Y el infante montando en el rocin de labor que le habia cambiado el campesino por su magnífico caballo de batalla, y vestido como un rústico, se alejó hácia Tarazona; esperó á que cerrase la noche, y cuando esta hubo estendido su sombra entró en la ciudad, sin que nadie reparase en él á causa de su disfraz y se entró en la casa donde estaban las gentes de su embajada.

—Abdelamar: dijo á uno de sus escuderos favoritos, tú no me has visto: guarda un profundo secreto, y búscame una de esas viejas embaucadoras que dicen que hay en todas las poblaciones de los cristianos.

Abdelamar salió y poco despues volvió con una de esas viejas que viven de ser corredoras del amor, y favorecedoras de doncellas y galanes.

El infante se encerró con ella, y la dijo:

—Amo á una noble dama de esta ciudad y no puedo decirla mi amor: ¿quieres tú, buena muger, encargarte de llevarla un mensage mio?

Y puso en manos de la vieja un bolsillo.

—¿Y cómo se llama esa doncella, hermoso señor?

—Doña Catalina de Cardona, contestó el infante.

—¡Ah, señor! ¡que es mas dura que una peña! ¡tiene amores con un caballero muy noble y muy rico, que se llama Men Jorge de Ariza, y diz que se vá á casar con él; muchos enamorados me han encargado de lo mismo que vos me encargais; pero aunque la he hablado, porque yo tengo un compadre que es escudero de su hermano, no he podido recabar nada de ella: ni aun siquiera que se asome á los miradores para que la vea el enamorado!

—No importa, dijo el infante: id, puesto que podeis hablarla y decidla que un caballero estrangero á quien vió hace cinco dias en el alcázar, y que hace cuatro comió á su mesa con ella y con su hermano, muere por ella; que no ha podido olvidarla un momento y que la ruega le permita la ventura de hablarla á solas.

—Iré, hermoso señor, iré; pero mucho me temo que mi ida sea en vano como tantas otras.

Y la vieja salió, y el infante se quedó entregado á su rabia y á su duda, y despues de haberse dado á conocer á los principales caballeros de su embajada, de haberles recomendado el secreto, y de haberles mandado que se despidiesen del rey de Aragon, como si él no hubiese parecido, se encerró en un aposento y se acostó para no dormir.

Al dia siguiente al medio dia, Abdelamar avisó al infante de que la vieja que habia hablado con él la noche anterior estaba en el zaguan.

El infante mandó que tragese á la vieja y se encerró con ella.

Revosaba la alegría del semblante de aquella muger.

—¡Ah, señor! esclamó: ¡y qué dichoso sois! ¡doña Catalina os ama! ¡una doncella tan noble, y tan hermosa, y tan rica! ¡oh! ¡qué buena ventura os acompaña, señor!

—¡Que me ama! ¡os lo ha dicho ella! esclamó el infante cuyo corazon se habia abrasado al recibir aquella noticia, en un fuego para él desconocido.

—Ella no me lo ha dicho, señor, dijo la vieja: pero yo no necesito que me digan las cosas: cuando la dí vuestro recado me contestó poniéndose muy pálida:—¿Es un caballero jóven, moreno, que tiene los ojos negros?—El mismo, señora mia, la contesté.—¿Y decis que quiere hablarme?—Por veros muere.—Guardó algun tiempo silencio aquella luz de los cielos, y luego poniéndose muy colorada me dijo:—Id y avisadle, que aprovechando el estar mi hermano en el lecho guardando una herida, le veré esta noche por la reja del huerto, á la media noche. Que venga solo y disfrazado.—Y cuando yo oí esto vine deshalada á avisároslo, mi hermoso señor.

Informóse el infante de las señas del lugar de la cita de doña Catalina, dió otro bolsillo á la dueña y la despidió.

Cuando llegó la hora de la cita, que el infante esperó con una impaciencia mortal, salió, atravesó las calles desiertas iluminadas á medias por la luz de la luna, y llegó á un lugar, despues de haber andado mucho, donde en una tapia, por cima de la cual se veian árboles frutales, vió una ancha reja.

Pero aquella reja estaba cerrada.

Acercóse á ella el infante y esperó muriendo de ansiedad.

Pasó algun tiempo y ya temia que la vieja le hubiese engañado, cuando sintió por dentro de la reja unas pisadas de muger, que se acercaron, y detrás de la reja se detuvieron.

Al fin, y pasado un corto espacio rechinaron los postigos, se abrieron y apareció á la luz de la luna una muger vestida de blanco.

Era doña Catalina.

XVI

—¡Oh! ¡hermoso lucero de mi oscura noche! esclamó el infante asiéndose á la reja y mirando con ansia á la hermosísima doña Catalina.

—Mirad no os equivoqueis caballero, dijo con seriedad la doncella, y no digais esas palabras creyendo que yo soy la hermosa infanta que habeis traido de Granada.

—¡Oh! no: no: se que sois vos: vos la alegría de mi alma, el agua regalada que mi sed desea.

—Si vuestro caballo no se hubiera espantado, hubiérais vencido á mi hermano, hubiera sido vuestra la infanta, y no os hubiérais acordado de mí. Sin duda que me hablais de amor por vengaros de mi hermano, y si yo he consentido de veros ha sido para deciros por mí misma, que os habeis engañado torpemente al elegirme por medio para vuestra venganza.

—¡Ah! ¡partiérame una lanza el corazon antes de que yo escuchára de vuestros hermosos labios tan crueles palabras!

Pronunció el infante de una manera tan doloroso estas palabras, que doña Catalina repuso dulcificando su acento:

—¿Me amais en efecto, no me engañais, puedo fiar en vuestro honor de caballero? ¿y si me amais, cómo es que habeis reñido en duelo la mano de la hermosa infanta granadina?

—Porque creia amarla, señora; pero me engañaba: yo no he amado hasta que os he visto, no: os lo juro por la santa piedra de la Kaba, por el arcángel Gabriel, por Dios, por mi alma. ¡Ah! yo no sabia lo que era morir por una muger hasta ahora; no, no, os lo juro.

—¡Es singular! dijo doña Catalina: yo amaba á un hombre.

Y doña Catalina se detuvo ruborosa.

—Seguid, alegría de mi vida, seguid: dijo con anhelo el infante.

—Sí; continuó doña Catalina con la voz trémula: yo amaba ó creia amar pero... si es cierto lo que decís... me ha sucedido lo mismo que á vos...

Doña Catalina se detuvo de nuevo.

—¡Me amais como yo os amo! esclamó el infante loco de alegría: hemos nacido el uno para el otro, vos cristiana yo moro, y al vernos hemos comprendido lo que es el amor; que no habiamos amado hasta que nos hemos visto.

Doña Catalina guardó silencio.

—Hablad, hablad, dijo el infante: ¿no veis que muero?

Y Abd-el-Rahhaman se asía á la reja para sostenerse y temblaba.

—Yo os amo, dijo doña Catalina con la voz apagada.

El infante reclinó su cabeza en la reja y rompió á llorar porque las lágrimas acompañan tanto á las grandes alegrías como á los grandes dolores.

Y al ver llorar á un hombre tan valiente y tan bravo, las entrañas enamoradas de doña Catalina se abrieron.

—Somos muy desgraciados, dijo.

—¡Desgraciados! esclamó el infante levantando á doña Catalina los ojos nublados por las lágrimas en que reflejaba la luna. ¡Desgraciados! ¿y por qué?

—Vos sois moro; yo soy cristiana.

—Para los que se aman no hay mas Dios que el amor.

—Sois enemigo de mi hermano.

—Le perdono.

—Mi hermano no os perdonará.

—Le diré: amo á vuestra hermana, soy hijo de reyes.

—Mi hermano os pedirá lo que yo no os pido.

-¡Qué!

—Que renegueis de vuestra patria y de vuestro Dios.

—¡Oh! ¡no! ¡nunca!

—Lo sé y por eso os amaré siempre: yo no podria amar á quien por mí se envileciese.

Guardaron entrambos silencio.

—¿Me pediriais vos que renegase de mi Dios? dijo doña Catalina.

—¡Oh! ¡no! respondió el infante.

—Pues bien, amémonos: dijo doña Catalina.

El infante quiso en la locura de su alegría asir una mano que la hermosísima cristiana tenia apoyada en la reja.

Doña Catalina la retiró.

—Amémonos pero desde lejos: guardemos cada uno dentro de nuestra alma, como en un santuario, nuestro amor.

—¡Amarnos desde lejos! ¿y por qué no unirnos?

—No lo quiere Dios: vos sois moro, yo soy cristiana.

—Vos seguireis siendo cristiana y yo seguiré siendo moro.

Pronunció de una manera tan sentida estas palabras el infante, que doña Catalina no contestó.

Permaneció por un momento en silencio dominada por el amor que el infante la inspiraba.

—¿Y cómo, cómo, dijo al fin, no separarnos?

—Seguidme.

—¡Que os siga! ¡qué habeis dicho!

—Necesito veros contínuamente, teneros contínuamente a mi lado para vivir: sin vos los cielos no tienen luz para mi ni el sol resplandores, ni brillan las estrellas, sin vos moriré... ¡ah! ¡vos cuando os negais á seguirme no me amais!

—Amo antes que á vos á mi honra, contestó con voz severa doña Catalina.

Pero su voz temblaba.

—En fin, ¿no sereis mia? ¿no partireis conmigo á mi Granada?

—¡No! esclamó doña Catalina.

Y guardando silencio por un momento, dijo:

—¡A Dios!

—¡A Dios! ¿es decir que me dejais?

—Me aparto de vos.

—¿Y no volveremos á vernos?

—No nos debemos ver: á Dios.

—Esperad, esperad, vida de mi vida, ved que desdeñando mis amores, me matais.

—A Dios, repitió doña Catalina.

Y cerró la reja.

Abd-el-Rahhaman permaneció algunos momentos delante de aquella reja, mudo, y anonadado y luego alzó con resolucion la cabeza, y dijo:

—Por el Dios Altísimo y Unico, hermosa cristiana que has de ser mia.

XVII

—¿Y lo fué? preguntó María con gran interés al mago.

—Sí; ¿no te he dicho que tú eres hija de doña Catalina de Cardona?

—¡Ah!

—El infante de Granada insistió, suplicó, lloró, y al fin como tu madre estaba enamorada, se rindió.

—¿Huyó con mi padre?

—Sí, con el infante de Granada Abd-el-Rahhaman, la misma noche en que se celebraban las bodas de Men Roger de Cardona, con la infanta Walidé. Asistamos á las bodas, voy á presentártelas. Mira.

Iluminóse el fondo de la habitacion, y María vió una sala rica, colgada de banderas y tapices, y reluciente de luces: al fondo de la sala habia un altar: á un lado del altar habia multitud de damas y al otro gran número de caballeros.

Se abrió una puerta, y entró una dama ya de edad provecta llevando de la mano á otra dama muy jóven, muy hermosa y magníficamente ataviada.

La una dama era la reina de Aragon, la otra la infanta Walidé.

Se abrió otra puerta y apareció otro caballero llevando á otro de la mano.

El que le llevaba, era el rey de Aragon: el que era llevado, Men Roger de Cardona.

Seguian á la reina y á la novia, multitud de damas: al rey y al novio, gran número de caballeros.

Cuando la infanta y Men Roger estuvieron delante del altar, se arrodillaron en unos almohadones.

Luego por una puertecita situada junto al altar, salió el obispo de Tarazona con sus clérigos y su báculo de oro, hizo una plática á los novios y despues les echó la bendicion nupcial.

Y á seguida, en otra cámara mas estensa y mas rica empezó el sarao, que duró hasta muy entrada la noche.

Al fin la reina asió de la mano á la desposada y la condujo á la cámara nupcial donde la dejó sola.

El rey llevó á aquella misma cámara al desposado y se despidió de él á la puerta.

Men Roger y la infanta Walidé quedaron solos.

La infanta no comprendia el dialecto aragonés, pero comprendia sí el lenguaje de los ojos.

Men Roger adelantaba hácia ella pálido de deseo.

La infanta estaba en medio de la estancia, delante del gran lecho nupcial, cruzada de brazos y con la vista inclinada al suelo.

Men Roger se acercó á ella y la abrazó.

Ella no resistió el abrazo.

Pero de repente, cuando Men Roger fué á estampar un beso en la boca de Walidé, dió un grito y cayó de espaldas. Walidé al ser abrazada le habia herido en un costado con un puñal que tenia prevenido, y luego cuando cayó, Walidé, horrible con su venganza, dió de puñaladas al infeliz, sacó de su seno un papel, y con la última puñalada le clavó sobre el pecho de Men Roger.

Aquel papel decia en letras arábigas:

—Las moras de Granada matamos ó morimos cuando nos entregan á un hombre á quien no amamos.

XVIII

—Pero lo que hizo aquella muger fué infame, dijo María.

—Escucha, escucha, continuó el mago, y verás hasta dónde puede llegar el amor de una mora.

María escuchó de nuevo y el mago continuó:

—Cuando Walidé vió ante sí muerto y ensangrentado á Men Roger, tuvo miedo. Buscó una puerta, y huyó á la ventura, atravesó una galería, llegó á unas escaleras, las bajó, se encontró en un huerto; iluminado por la luna, le recorrió buscando otra salida y encontró un postigo.

Aquel postigo tenia la cerradura rota y corridos los cerrojos.

Estaba abierto.

Walidé se lanzó, á la ventura siempre, por aquel postigo.

Pero de repente se encontró con un hombre.

La luna daba de lleno en su semblante, y Walidé arrojó un grito de alegría.

Porque aquel hombre era el infante Abd-el-Rahhaman, que mientras sus gentes ponian en salvo á doña Catalina, que habia huido, se habia quedado con algunos de los suyos cubriendo por sí mismo la salida, y resuelto á todo.

Del mismo modo que Walidé habia reconocido al infante, este la reconoció á ella.

Una intensa alegría inundó el alma de entrambos.

La de ella, porque se veia al fin salvada por el hombre que vivia en su alma; la de él, porque se vengaba de una doble manera de la falta de fé de Men Roger.

Walidé comprendió que no debia decir á su amante que habia matado á su esposo.

Abd-el-Rahhaman comprendió que debia encubrir el motivo porque se encontraba allí á tales horas.

—¡He huido! ¡he huido, amado mio, aprovechando la confusion de la fiesta de mis bodas! dijo Walidé ¡pero vámonos de aquí, vámonos porque dentro de poco nos perseguirán!

—¡Ah! dijo el infante asiendo de Walidé y llevándola consigo: yo creia que te habian avisado que encontrarias franco el postigo del huerto, y que yo te esperaba fuera para salvarte.

—¡Oh! nadie me ha dicho nada, dijo Walidé siguiendo á buen paso al infante, al que á medida que adelantaba se iban incorporando sus gentes, que estaban apostadas en las calles inmediatas: pero antes de ser de otro hombre lo arrostré todo; sino te hubiera encontrado, sino hubiera podido huir, me hubiera dejado matar antes que faltar á tu fé.

—¡Alma de mi alma! esclamó el infante.

Pero al pronunciar aquella esclamacion mentia: su amor hácia Walidé habia pasado vencido por el amor de doña Catalina de Cardona.

El infante y los suyos iban vestidos á la aragonesa: la infanta para no hacerse reparable, si por ventura los encontraban los guardas de la ciudad, se habia despojado de sus joyas y habia cubierto su rico trage con la capa del infante. Además de esto Abd-el-Rahhaman y los suyos llevaban puestas las manos en las empuñaduras de las espadas.

Muy pronto, franqueada por los guardas pagados una de las puertas de la ciudad, los fugitivos se encontraron en el campo.

El infante llamó á parte Abdelamar.

—Oye, le dijo: sigue tú adelante, muy adelante con la cristiana, de modo que durante el camino hasta Granada no pueda verla la infanta Walidé, con la cual seguiré yo el mismo camino. Que ninguno de los tuyos se quede atrás y pueda decir que contigo vá una muger. Adelante, adelante y á la carrera.

Y montando á caballo, tomó sobre el arzon á Walidé, y partió.

Muy pronto los fugitivos se perdieron entre el silencio y las brumas de la noche.

En vano el rey de Aragon quiso saber lo que habia sido de la infanta mora, y de la rica-hembra cristiana.

Parecia que el mar se habia tragado á Walidé y á doña Catalina.

Alonso IV, pues, hubo de contentarse con hacer unas ostentosas exequias á su favorito.

Hablóse de ello durante muchos dias en la córte, y al fin todos se olvidaron de Men Roger, de su hermana y de la infanta Walidé.




¡He huido! ¡he huido, amado mio.!

XIX

Durante una hermosa noche de verano, una sombra blanca, acompañada de otra sombra negra, penetraron por el claro de un vallado, en uno de los bellos y frondosos cármenes del Darro.

Los rayos de la luna, se detenian en la fronda de los árboles frutales, y bajo ellos encontraban un camino oscuro y oculto, la sombra blanca y la sombra negra.

Cuando las dos sombras llegaron á un punto desde el cual se veia una blanca casa en medio de un jardin iluminado enteramente por la luz de la luna, se detuvieron.

—Te habia prometido, dijo la sombra negra á la sombra blanca, traerte al lugar donde tu esposo viene á pasar las noches entre los brazos de una muger.

—Si me lo haces ver seré tuya, dijo con voz irritada y ronca la sombra blanca.

—¿Ves aquella luz que brilla detrás de aquel ajimez?

—Sí.

—Pues allí reposa la cristiana que sacó de Tarazona el infante Abd-el-Rahhaman, la misma noche en que te libró de tu mal destino.

—Para condenarme á otro peor, dijo Walidé que ella era; para condenarme á la desesperacion de verme despreciada por otra muger. ¿Y es esa muger hermosa?

—Como el lucero de la tarde al principiar una noche de primavera.

—Pues bien, Abdelamar, despues de que haya visto á mi esposo salir de esa casa, quiero conocer á esa muger.

—Será necesario gastar algun oro.

—¿Y qué importa? dijo la infanta: ¿no estoy muriendo de celos? ¡la vida que me pidieses la daria por vengarme!

—¡Oh! ¡y cuánto amas al infante! dijo suspirando Abdelamar.

—Te juro que le aborrezco.

—¿Y por qué no huyes de él y le desprecias?

—Quiero vengarme.

—¡Ah! ¡mal haya la hora, dijo Abdelamar, en que el infante me puso á tu lado para servirte! ¡un dia y otro dia he dominado mi amor, que un dia y otro dia ha ido en aumento.

—¿¿Y no te amo yo?

—¡Tú no puedes amar á nadie!... ¡tu alma no es tuya!

—Cuando me hayas vengado te convencerás de que el amor del infante ha pasado para mí.

—¿Y por qué deseas la muerte de esa cristiana y no la del infante? dijo Abdelamar.

—Porque el infante la ama tanto, que preferiria morir á perderla: porque la pérdida de esa muger le desgarrará el corazon, y su recuerdo le quemará eternamente el alma. ¡Morir! ¡qué es morir! ¡un dolor breve! ¡una breve agonía! No: ¡yo quiero que viva! ¡yo quiero que llore! ¡yo quiero que sepa que me he vengado!

Walidé, aquella niña tan inocente, tan cándida, tan pura, tan dulce en otro tiempo, se habia convertido en un demonio por el amor.

Abdelamar, el amigo mas que el siervo de Abd-el-Rahhaman, puesto por él al lado de Walidé, enloquecido por la hermosura de la infanta, habia hecho traicion á su señor: él era el que habia revelado á Walidé los amores del infante con doña Catalina de Cardona, él era quien habia prometido, en cambio de su amor, á Walidé una venganza terrible; él era, en fin, quien la habia llevado á aquel frondoso y apartado cármen, donde ignorada de todos vivia doña Catalina, ardiendo en el amor del infante y de su pequeña hija.

Porque tú María, añadió el mago, acababas de nacer.

—¡Ah! ¡Dios mio! ¡y mi madre! ¡qué fué de mi pobre madre! esclamó María.

—Tu madre cayó ante los celos de Walidé.

—¡Cómo!

—Walidé no pudo tener duda de que el infante amaba á otra: le vió salir de aquella casa acompañado de una muger, que llegó con él hasta cerca del bosquecillo donde estaba oculta con Abdelamar. Oyó hablar á su esposo y á aquella muger un habla estrangera, vió á la luz de la luna la incomparable hermosura de doña Catalina, y se decidió á todo.

Algunos dias despues, cuando el infante trasportado de amor fué una noche á embriagarse entre los brazos de tu madre, la encontró muerta.

—¡Muerta!

—Sí: Abdelamar habia comprado á fuerza de oro á la esclava cocinera de doña Catalina, y la infeliz fué envenenada. Tú misma estuviste á punto de muerte, y fué necesaria toda la ciencia de los mas famosos médicos para salvarte.

—¡Yo!

—Sí: tú te habias alimentado del pecho de tu madre despues de haber sido esta envenenada.

—¡Ah! ¡Dios mio! ¡Dios mio! ¡y quedó sin castigo tanto crímen!

—El crímen continúa en la raza de Walidé.

—¡En la raza de Walidé!

—Sí; en su hija Ketirah.

—¡En su hija! ¿Y dónde está esa muger?

—En los brazos de tu hermano: en la cámara que está bajo esta.

—¡Mi hermano! ¿y quién es mi hermano?

—El generoso caballero que te amparó en Martos: el que recogió á tu amante, á tu Gonzalo, y le hizo conducir á Hins-aleux donde vive, y muere de impaciencia pensando en tí.

—¡Que vive Gonzalo! esclamó trémula de alegría la jóven.

—Sí, vive, y te rescatará y será tu esposo: pero es necesario para ello que tú misma contribuyas á tu libertad.

—¡Dios mio! ¿y cómo? ¡sola, abandonada!

—Oyendo los amores de Masud-Almoharaví.

—¡Oh! ¡nunca! esclamó María.

—Engáñale, domínale...

—Yo no sé mentir.

—Tu mentira servirá para castigar el crímen.

—¿Para castigar el crímen de quién?

—De la muger que está entre los brazos de tu hermano, de la miserable que por ser sultana, se unió en una infame alianza con un hombre miserable y ambicioso y mató al que creia su padre.

—¿Pues quién era el padre de esa muger?

—Esa muger era hija de Walidé y del infante Abd-el-Rahhaman.

—¡Pero entonces, el infanta Ebn-Ismail, esa muger y yo, somos hermanos!

—¡Ya se vé, tienen los moros tantas mugeres! Dos años antes de conocer á Walidé, tuvo Abd-el-Rahhaman un hijo de su primera esposa: ese hijo es el infante Ebn-Ismail: poco despues de su vuelta de Aragon con Walidé y con tu madre, tuvo Abd-el-Rahhaman una hija de Walidé que se llamó Ketirah, y algunos años despues de sus amores con tu madre, que resistió mucho tiempo á sus deseos á pesar de su amor, y que á pesar de su amor pasó tambien algunos años sin darle hijos, naciste tú. De modo que tu hermano Ebn-Ismail, infante de Granada, tiene veintisiete años; Ketirah, veinticinco, y tú quince, y todos sois hermanos hijos de un mismo hombre y de distinta madre cada uno. Zobeya la primera muger de Abd-el-Rahhaman, murió al dar á luz á su hijo: doña Catalina, tu madre, fué envenenada por Walidé, y al envenenarla, Walidé huyó, temiendo verse vendida por Abdelamar su cómplice sino cedia á sus amores: huyó y se refugió en la casa de un pariente suyo, wazir del difunto rey Abul-Walid, que se llamaba Abul-Fath-Nazir-el-Ferih. Ocultóla este, tuvo amores con ella, y viéndola triste, porque era madre, y no tenia consigo á su hija, la robó de los palacios de Abd-el-Rahhaman, la ocultó tanto como habia ocultado á su madre, y Ketirah, cuando asesinó á Abul-Fath-Nazir-el-Ferih, creyó que asesinaba á su padre.

—Pero esa es una sucesion de crímenes horrorosa.

—Ketirah estaba maldita en su madre, que habia muerto al fin devorada por el remordimiento; Ketirah es el demonio bajo la figura de un arcángel: si Ketirah sabe que su amante, su hermoso Ebn-Ismail, te libró del rey Abul-Walid y le mató por tí, en sus celos, en su rabia, te matará.

—¿Y quién puede decir eso á esa muger?

—Masud-Almoharaví, si le desprecias.

—Yo la diré que soy su hermana.

—Aunque te creyese, ¿piensas que se detendria mucho en matar á su hermana, la que no se detuvo en matar al que creia su padre?

—¡Oh! ¡qué muger tan horrible! ¡parricida, incestuosa!...

—Y adúltera.

—¿Y cómo salvarme de ella?

—Primero escribiendo á tu padre.

—¿A mi padre?

—Sí, al walí de Algeciras, el noble, el poderoso, Mohammet-Abd-el-Rahhman.

Y Abu-Jacub, sacó de entre su hopalanda un pergamino enrollado, y un tintero.

—Pero yo no sé escribir.

—No importa: yo escribiré por tí. Al fin, yo llevaré tu mano para que escribas tu nombre.

María estaba fascinada, pendiente de las palabras del mago que desenvolvió el pergamino y se puso á escribir sobre sus rodillas.

Lo que escribia el mago, era la historia de la sorpresa de Illora por los fronteros de Alcaudete acaudillados por Sancho de Arias: el robo por este de la hija de doña Catalina, y la existencia de las alhajas de aquella infortunada en poder del infante Ebn-Ismail.

«Además, señor, decia la carta: solo con verme me conocereis; porque los que conocieron á mi madre, á quien tanto amasteis, dicen que soy una viva imágen suya.»

La carta concluia diciendo al walí de Algeciras el peligro en que se encontraba su hijo penetrando todas las noches en la Alhambra para ver á la sultana Ketirah, y esponiéndose si era visto á ser preso y muerto como asesino del rey Abul-Walid.

—Firma: dijo el mago, cuando hubo leido esta carta á María.

—Pero ya os he dicho que yo no sé escribir.

El mago se apoderó de la mano de la jóven, y la hizo escribir al pie del pergamino y con caracteres arábigos su nombre.

—Tu padre vendrá á salvarte, dijo el mago, y tu hermano te entregará á tu amante.

—¿Pero quién llevará esta carta á mi padre?

—La recibirá dentro de un momento, dijo el mago guardándola entre su ropon talar.

—¡Qué! ¿está mi padre en Granada?

—¿Y qué te importa? Lo que te importa, es entretener con esperanzas á Masud-Almoharaví para dar tiempo á que llegue tu padre.

—No.

—Acuérdate de Gonzalo.

—¡Ah! ¡Dios mio!

—Acuérdate de que tu hermano, amando á la sultana Ketirah, está entregado á Satanás.

—Pues bien; mentiré.

—Pues es preciso que te prepares, porque siento ya los pasos de Masud-Almoharaví que se acerca. A Dios.

Y el mago se levantó, adelantó hácia la puerta, y se desvaneció en su penumbra.

María quedó entregada á una fascinacion incomprensible.

XX

Apenas el mago habia salido ó desaparecido, cuando se abrió la puerta, y deslumbrante de galas y de brocados, entró Masud-Almoharaví.

María se estremeció; pero recordando las últimas palabras del mago dominó su conmocion.

—Hermosa sultana del amor, dijo Masud-Almoharaví; que Allah te guarde y te bendiga. Héme ante tí, que vengo á ofrecerte mi amor y mi alma.

—¡Tu amor y tu alma! lo mismo me dice el rey, y tú eres su siervo.

—El rey ha muerto, dijo con voz lúgubre el wazir.

—¡Que ha muerto el rey!

—¿No has oido hoy rumor de combate?

—Sí.

—¿No has visto correr los esclavos negros por los adarves?

—Sí.

—¿Y nada has sospechado?

—He creido por un momento que los cristianos...

—¡Llegar los cristianos á la Alhambra! ¡cuando los cristianos lleguen á sus muros, los montones de cadáveres serán mas altos que las sierras, y la Vega se habrá convertido en un mar de sangre!

—¿Y quién ha matado al rey?

—Yo, dijo Masud-Almoharaví, mintiendo porque no queria decir á María que el infante Ebn-Ismail habia matado por ella al rey.

—¿Y por qué le has matado? dijo María.

—¡Le amabas!

—¡Amarle yo! esclamó con horror María.

—Agradéceme entonces su muerte, porque con ella te he librado de una suerte horrible.

María, recordando siempre las últimas palabras del mago, se dominó.

—Sí, sí, es verdad, dijo: el rey Abul-Walid era un tirano. Anoche... ¡oh que horror!... pero siéntate, siéntate junto á mí.

Masud-Almoharaví se sentó trasportado de deseo junto á María.

Y la jóven, con el magnífico trage musulman que la habia obligado á vestir el rey Abul-Walid, quitándola sus ropas castellanas; con sus ricos cabellos rubios agrupados en anchas y largas trenzas; con su blancura nacarada, con sus resplandecientes ojos negros, y con el encendido color que asomaba á sus megillas, escitado por la situacion difícil en que se encontraba, era el hermosísimo trasunto de un sueño de amores.

Masud-Almoharaví contrastaba enérgicamente con ella: era ya viejo, estaba pálido y demacrado: sus enormes ojos, en que se traslucia la raza africana, tenian un no se qué de terrible, de fiero, de amenazador, aun cuando querian dulcificarse y espresar el amor ó la amistad: sobre su frente habia impreso una profunda arruga el remordimiento, y sus ricas galas hacian contrastar esta fealdad del cuerpo y del alma que aparecian en su semblante.

Masud-Almoharaví no habia amado hasta entonces mas que á su ambicion; pero desde un dia en que acompañando al rey Abul-Walid vió á María, su corazon se abrió al amor, y á un amor tan violento cuanto habia tardado en conocerle su corazon.

En el breve espacio que habia pasado entre el dia en que el rey Abul-Walid habia traido de Martos á la jóven, hasta que el rey murió, Masud-Almoharaví la habia visto algunas veces.

La última la habia hablado de amor.

María le rechazó.

Por esta razon María conocia a Masud-Almoharaví.

Por el anterior desdén de María, el enamorado wazir se maravillaba de que la jóven le sonriese y le hubiese mandado sentar á su lado.

—La muger, como el hombre, dijo para sí Masud, tiene ambicion: cuando el rey la enamoraba, esta rosa de Hiram rae despreció: ahora que el rey ha muerto es distinto: yo puedo ser para ella el prendido de perlas que ciña su cabeza, los perfumes que suavicen su cuerpo, las telas brillantes que realcen su hermosura: yo daré á esta doncella cuanto quiera, y será mia.

Y obedeciendo á este pensamiento, Masud la dijo:

—Esta torre es muy triste, ¿no es verdad?

—No, no señor; dijo María: por el contrario, ¡es tan bella esa quebrada que serpea al pie de la torre! ¡suena tan blandamente el arroyo que por esa quebrada se despeña! ¡cantan con una música tan regalada los ruiseñores que anidan en los laureles del cercano monte, y es esta torre tan hermosa! Desde aquella ventana veo salir el sol, y por esa otra le miro ponerse: la luna parece mas hermosa en medio de este silencio: solo estaría mejor que en esta torre....

—¿En dónde?

—En los lugares donde nací... ó al menos donde me crié, añadió María recordando que habia nacido en uno de los cármenes de Granada.

—¡Oh! ¿vivirias mas alegre en Martos? dijo Masud.

—¡Oh! si señor, allí reposan los restos de mi padre.

Y los ojos de María se llenaron de lágrimas á la memoria del buen Sancho de Arias.

—¿Y no dejaste allí un amante?

María se acordó de las palabras del mago, y replicó sin vacilar:

—¡Ah! no señor; nunca he amado.

—¿No has amado tampoco al rey Abul-Walid?

—¿Si le amara, no lloraria por su muerte?

—El rey era hermoso y jóven aun, y galan y enamorado: dijo Masud-Almoharaví dominando un estremecimiento, porque no podia alejar de sí el recuerdo del instante en que vió ante sí á Ketirah, lavando el puñal con que habia acabado de malar al rey.

—Sí, sí, dijo María; el rey moro era hermoso, y tierno y enamorado: ¿pero no era yo su cautiva? ¿no me habia arrancado de mi patria? yo no puedo amar lejos de mi patria: yo mientras esté en prisiones solo puedo gemir como el ruiseñor, aun cuando esté encerrado en una jaula de oro.

—Pues bien; si solo en tu patria puedes amar, cristiana, yo acaudillaré mis ginetes é iré á apoderarme de Martos, construiré en él para tí un alcázar, y vivirás en él.

—¿Pero Martos no estaba en poder de los moros?

—El rey Abul-Walid dejó en él poca guarda y los fronteros de Alcaudete y de Jaen han vuelto á apoderarse de la villa. Pero no importa, yo llevaré á Martos mi bandera, yo reduciré de nuevo aquella villa, te llevaré á ella y viviré á tu lado.

Presentóse de repente á la vista de María, Martos entregado de nuevo al degüello y al incendio, sus viejos y sus niños muertos, sus doncellas, las que hubiesen quedado del rebato anterior, hechas cautivas, y se estremeció.

—No, no, dijo: creo que lo que me impide amar, no es el estar separada de mi patria, sino el dolor que siento por la muerte de mi padre.

—¡Oh! esclamó Masud: yo seré á un tiempo para tí, tu padre, tu esposo, tu hermano, si tú quisieres: yo haré venir para tí de Oriente los perfumes mas preciados, la púrpura mas encendida, las telas de oro y plata, cuantas preciosidades crió Dios y descubrieron los hombres; yo te daré mi alma, y tú serás mi arcángel y mi hurí, sobre la tierra.

—Espera, dijo María.

—¡Que espere! ¡tú no sabes lo que es esperar cuando se ama! ¡tú no sabes lo que es vivir muriendo en la duda! yo no lo sabia tampoco hasta que te ví, cristiana; pero desde que le he visto, en mis sueños, en mi vela, donde quiera que estoy me persigue tu imágen: por tí vivo y por tí muero: sin tí el mundo me es odioso y triste; contigo la mansion mas lóbrega seria para mí un paraiso.

—¡Espera! repitió María.

—¿Y llegará un dia en que me ames?

—Yo no he amado nunca, dijo María recordando las palabras del mago.

—Pues bien; yo haré tanto, que tú me amarás, dijo Masud.

Y enamorando á María, y contenido por un poder incomprensible, pasó con ella gran parte de la noche hasta que oyó tres palmadas.

Era la seña de la sultana Ketirah, que le avisaba de que ya era hora de volver al alcázar.

Empezaba á alborear.

Masud-Almoharaví salió, prometiendo á María que volveria á la noche siguiente.

Cuando María se quedó sola, se arrodilló y oró á Dios, primero por el alma de su madre, luego por la de Sancho de Arias, y al fin por su Gonzalo y por su amor.

XXI

Y pasaron algunas noches, y todas ellas la sultana fué á la torre de la Cautiva á recibir entre sus brazos al infante Ebn-Ismail, y Masud á decir sus amores á María.

El infante se mostraba cada vez mas enamorado de Ketirah.

María decia siempre á Masud:

—¡Espera!

Y la sultana moria de amor entre los brazos del infante, y Masud de impaciencia y de amor al lado de María.

Habia llegado aquella noche, en que, como dijimos al principio de esta leyenda, Masud estaba delante de María.

De María, que mas pálida y mas triste que de costumbre, doblegaba la cabeza bajo uno de esos presentimientos oscuros que nos oprimen el corazon, porque no sabemos si vá á acontecernos una gran ventura, ó una gran desgracia.

La sultana Ketirah, por su parte, en la habitacion inferior, estaba consternada.

Al entrar el infante por el ajimez la habia rechazado, y su semblante estaba lívido y sombrío.

Para que nuestros lectores comprendan lo que pasó aquella noche en la torre de la Cautiva, es necesario que retrocedamos á la noche aquella en que el mago tuvo su última entrevista con María.

XXII

Pero al retroceder vamos á encontrarnos, no en la Alhambra, sino en la cámara de un fuerte castillo; no en Granada, sino en Algeciras.

Es ya tarde.

Los atalayas del muro entonan de tiempo en tiempo un grito de alerta.

La luna se sepulta en el mar, que abrillantado por su reflejo, parece una inmensa llanura de plata.

A lo lejos se vé á Gibraltar saliendo como un negro fantasma sobre las ondas.

En la magnífica cámara de la torre del homenage del alcázar de Algeciras, sobre un divan de pieles de tigre, duerme un hombre.

Es ya casi anciano, pero hermoso todavía.

Su sueño parece agitado, y la cercana luz de la lámpara deja ver la contraccion de su semblante.

Sueña, y su sueño le tortura el alma.

Sueña con su hijo.

Con el infante Ebn-Ismail.

Porque el hombre que duerme es Mohammet-Abd-el-Rahhaman, infante de Granada y walí de Algeciras.

El amante de Walidé y de doña Catalina de Cardona.

El walí sueña con su hijo:

Con su hijo, que despues de haber muerto al rey de Granada, no se sabe dónde para.

Su padre cree verle entre los brazos de una muger.

Y aquella muger le horroriza.

Porque cree conocerla, aunque no la ha visto nunca.

En la hermosa frente de aquella muger le parece leer una maldicion.

Y que su hijo, uniéndose á ella, está maldito.

Y el sueño vá condensándose en la imaginacion del walí, hasta convertirse en una horrible pesadilla.

Parécele que aquella muger devora á su hijo... que mas que una muger es un vampiro, una mala hada.

El walí despierta aterrado y salta del divan.

Y para refrescar la fiebre de su frente con las auras nocturnas, se asoma á un ajimez.

La luna ha acabado de ponerse; el mar no brilla, la noche ha quedado densamente lóbrega.

—Asi está mi alma, dice el walí; sin luz, sin alegría, como esta noche: pero esta noche pasará, y primero la blanca aurora, y despues el esplendente sol brillarán en la mar, y todo estará alegre menos mi corazon.

El walí suspira.

—¡Oh! continúa: ¡desde el dia en que la ví muerta! ¡mi cristiana, mi amor!

El walí inclina la cabeza, doblegado por el pesar.

—¡Han pasado catorce años, y no he podido olvidarla! aun soy jóven y ya mi barba está blanca, y arrugadas mis megillas. Es que el llanto las ha blanqueado, es que al pasar por mis megillas ha dejado en ellas un surco de fuego.

Calló un momento Abd-el-Rahhaman y lanzó su mirada al inmenso espacio, como pretendiendo anegar en él su alma.

—¡Mi hija! ¡mi pobre hija! esclamó; no la hija de aquella muger maldita; de aquella terrible Walidé, que era tan horrible como su madre; sino la hija de mi cristiana, de la luz de mi alma, de mi perdida Catalina: la hija de mis entrañas; mi hermosa María.

Calló de nuevo el infante.

—Su madre, continuó, quiso que se llamase así, que fuese cristiana.... y yo la hice bautizar en secreto por un sacerdote cautivo, á quien dí la libertad... y me robaron á mi pequeña María en aquella funesta sorpresa de Illora. ¡Oh! ¿qué habrá sido de ella?

El walí se retiró de la ventana y se puso á pasear agitado por la cámara. De repente, sus ojos se fijaron en un objeto blanco que habia sobre el diván.

Se acercó y lo tomó: era un pergamino enrollado.

Acercóse á la luz de la lámpara, tomó aquel pergamino, y le leyó.

A medida que le leia, una conmocion profunda le agitaba, y se ponia cada vez mas pálido.

—¡Mi hija! ¡mi hija! esclamó: ¡conque mi hija vive, y está cautiva en la Alhambra de Granada, y mi hijo se aduerme entre los brazos de esa sultana adúltera! ¡Oh! ¡es necesario correr, volar, salvarlos á los dos! ¡Zuleka! ¡Zuleka!

Y á la voz del walí se abrió una puerta y apareció un moro.

—Pronto, Zuleka, mi caballo, el tuyo, cien ginetes: vamos á partir ahora mismo á Granada.

Zuleka desapareció: poco despues, el walí Abd-el-Rahhaman, su katib ó secretario Zuleka, y cien esclavos, cavalgaban á la carrera por un oscuro camino.

XXIII

Al tercer dia de viage, el walí Abd-el-Rahhman entró en el reino de Granada por la parte de la frontera de Murcia.

Era un caloroso crepúsculo de verano: el sol, que ya habia traspuesto, habia dejado anchos girones rojos en el horizonte: relámpagos producidos por el calor, se mezclaban momentáneamente á aquel color rogizo, tiñendo con él el espacio y las montañas, en cuyos altísimos picos reflejaba el postrer rayo del sol, que ya se habia ocultado para los valles.

Negros nubarrones avanzaban por el mediodía, impulsados por un viento abrasador, y roncos y pesados truenos retumbaban en la inmensidad.

—¡Arriba, arriba, señor! esclamó Zuleka dirigiéndose al walí y tomando con su caballo uno de los repechos de la montaña: la tormenta avanza, y muy pronto la rambla será un torrente. ¡Arriba, arriba, señor!

Abd-el-Rahhman, que iba profundamente distraido, tornó en sí á la voz de Zuleka, vió que el cielo se ponia rojo; vió las negras nubes que avanzaban en escuadron cerrado; escuchó los roncos bramidos del trueno y el sordo silvar del viento, y empezó á trepar por la ladera en que se habia aventurado ya Zuleka.

Los cien ginetes de su resguardo le siguieron.

Trepaban por la tortuosa senda de una asperísima montaña.

Aquella senda que serpeaba por la falda no llegaba hasta la cumbre, sino que iba á parar á la oscura boca de una caverna, situada á la mitad del acceso.

Los caballos trepaban con trabajo.

Los del walí y Zuleka, iban mucho mas delanteros que los de los ginetes moros, no porque fuesen mas fuertes, sino porque los moros refrenaban á sus caballos procurando, aunque simuladamente, que no adelantasen.

Lo que producia esta resistencia á adelantar en los ginetes, era una voz que habia corrido entre ellos en el mismo momento en que entraban en el sendero que conducia á la caverna.

—Vamos á la cueva de las trescientas cincuenta y cuatro malas hadas, habia dicho uno de ellos, que era del pais por el cual marchaban á la sazon.

—¡De las trescientas cincuenta y cuatro malas hadas has dicho! replicó otro moro.

—Sí; de las malditas, que salen de noche de su caverna, roban de sus cunas á los niños, los devoran, y á la noche siguiente van á poner sus corazones roidos envueltos en sus ropas ensangrentadas, en las mismas cunas de donde los robaron, para que los vean sus madres.

—Pero nosotros no somos niños, dijo otro de los soldados.

—Pues peor; mucho peor, dijo el que referia: somos hombres... y no sabeis lo que las malas hadas que moran en la caverna hacen con los hombres.

—No.

—¿Qué hacen?

—Cuando un hombre jóven, ó aun cuando no sea jóven, cuando un hombre fuerte, pasa por este desfiladero, la mayor, esto es, la primera nacida de las hadas, sale á la puerta de la caverna y arroja al viento un puñado de sal diciendo: ¡Hermana mia, la tempestad, ven! y apenas la maldita, la condenada de Dios, dice estas palabras, cuando sucede lo que está sucediendo ahora: el viento zumba, las nubes salen no se sabe de donde, retumba el trueno, arden los relámpagos, el cielo se cubre y se pone negro, y cae en medio de las mas profundas tinieblas un aguacero violento que dura á veces algunas horas: cuando pasa, el torrente producido en la rambla por la lluvia parece sangre.

—¿Y para qué llama la hermana mayor de las hadas malas á su hermana la tempestad?

—Y para que el viagero á quien la tempestad sorprende busque albergue en la caverna.

—¡Ah!

—¿Y qué hacen con el viagero?

—Las hadas que moran en esa caverna, continuó el narrador, son los espíritus de trescientas cincuenta y cuatro doncellas, cuyas madres murieron enamoradas de su padre antes de darlas á luz. Sienten una sed de amor rabiosa, que procuran satisfacer sin conseguirlo, con todos los que pasan este desfiladero, y que ignorando el peligro, se olvidan de llevar consigo, para que los defienda de la impureza de las hadas, el sello cabalístico del poderoso Salomon.

—Pues yo no lo llevo.

—Ni yo.

—Ni yo.

—Y acaso tampoco lo lleve nuestro señor, que ya está cerca de la gruta, dijo el narrador.

—¿Y por qué no le avisamos?

—¿Y quién se atreve? Ya sabeis que nuestro señor castiga á sangre á quien le habla cuando él no le pregunta: ya sabeis que dice que el que se entromete á hablar á su señor cuando él no le habla, comete un atrevimiento, y que siervo que se atreve á su dueño, está muy cerca de ser traidor. Si yo le hablara, á la primera palabra me tenderia á sus pies. ¿Le hablaria alguno de vosotros?

—¡No!

—¡No!

—¡No!

—Pues ni yo tampoco. ¡Que Dios tenga piedad de él!

A pesar de que los ginetes refrenaban un tanto sus caballos, habian llegado cerca de la gruta á una especie de plataforma de la montaña.

Zuleka entonces se volvió y dejó oir en medio de los mugidos de la tempestad la voz, de su corneta, que en dos toques consecutivos, mandó á los ginetes hacer alto y echar pie á tierra.

Los ginetes obedecieron, y teniendo de las bridas á los caballos, se agruparon alrededor del que contaba el cuento.

Abd-el-Rahhaman y Zuleka, seguian ya á pie y llevando los caballos del diestro, porque la senda se hacia muy áspera hácia la gruta.

—¿Y qué? ¿qué sucede á los que entran en esa caverna? dijeron algunos.

—¡Oid! ¡oid! ya la tormenta se echa encima y empieza á llover: amparémonos de la saliente de esta roca, y entretengamos la espera con un cuento maravilloso.

—Sí.

—¡Cuento!

—¿Es la historia del encanto de la caverna?

—Si por cierto, la historia de un rey mago, que fué el padre de las trescientas cincuenta y cuatro hadas.

Y los ginetes fueron á ponerse bajo el resalto gigantesco de una roca, y se agruparon en torno del cuentista.

La tempestad descargó entonces en todo su furor, y empezó á oirse el mugido de las aguas que se despeñaban por la rambla y que crecian á cada momento mezclando su bramido cada vez mas ronco y poderoso, al pujante bramido de lo tempestad.

XXIV

—Habeis de saber, amigos, dijo el cuentista, con la importancia y el placer del que tiene pendiente de su palabra la atencion de muchos hombres, que habia en esta tierra, no se sabe cuando, pero sí que hace mucho tiempo, un rey muy poderoso, que habia pasado los años de su vida estudiando la astrología, y la ciencia maldita de lo oculto: era pues, muy sabio, y muy poderoso, pero no era feliz: no tenia que necesitaba, y para procurárselo, conjuró á Satanás.

—¿Y Satanás obedeció?

—Sí, porque el rey habia estudiado los siete libros mágicos de Salomon, y se habia hecho mago.

—¿Y que pidió el rey mago á Satanás?

—¡La felicidad!

—¿Y se la dió Satanás?

—Le dió lo que él creia la felicidad, esto es, riquezas, y vasallos; poder invencible contra sus enemigos, y una juventud y una hermosura inauditas, durante trescientos cincuenta y cinco años.

—¡Oh! ¡y qué rey tan feliz! dijo un ginete de barba blanca: ¡un hombre que durante trescientos cincuenta y cinco años, seria jóven, rico, invencible y hermoso, y no sirviendo á nadie.

—Te engañas, dijo el cuentista: el rey mago era esclavo de sí mismo.

—¡Ah!

—¡Oh!

—¿Y cómo?

—Ya vereis: el rey mago estaba cansado de todo; porque hacia mucho tiempo, que las aves del aire, los animales de la tierra, los peces del mar, y los frutos de todo el mundo le servian por su ciencia de manjares, y no encontraba nada que no le repugnase y que pudiese escitar su apetito.

—¡Ah!

—Además de esto, el mago era soberbio, y queria tener un palacio como no le hubiera en el mundo, y en aquel palacio un harém en que hubiera las mugeres mas maravillosamente hermosas de la tierra. Era además cruel y se gozaba con la sangre, con la muerte y el estrago.

—¡Ah, maldito!

—En el mismo punto en que pactó con Satanás, que durante trescientos cincuenta y cinco años le tendria por esclavo, con la condicion de que pasados los trescientos cincuenta y cinco años, él seria esclavo suyo por toda una eternidad...

—¿Tanto valía el alma del rey mago?

—El diablo habia tratado con él de mala fé, porque si el diablo fuese una vez honrado, dejaria de ser el diablo. Ya vereis. En el mismo punto en que estuvo hecho aquel trato, que se hizo por cierto en aquella gruta, el rey mago, dijo á Satanás:—Quiero tener un alcázar como no lo haya tenido el poderoso Salomon.

Apenas dijo el mago estas palabras, cuando sobre la cumbre de esta montaña, apareció un alcázar... yo no puedo deciros como era el alcázar, porque no hay palabras en lo humano para encarecerle. Pero era mas bello, mucho mas bello que la Alhambra, y eso que dicen que la hicieron las buenas hadas del rey Nazar.

—¡Oh! ¡oh! esclamaron todos los ginetes en coro.

—Y eso que Satanás habia construido el alcázar en un momento.

Repitióse el murmullo de asombro.

—Cuando el rey mago vió aquel palacio tan maravilloso, dijo al diablo:—Satanás, tengo hambre, los frutos y los animales de la tierra me enojan: dame un fruto que no le haya ni en la tierra, ni en el cielo, ni en el infierno.

Y Satanás desapareció por un momento, y volvió á aparecer con una hermosa manzana en la mano. Habia ido por ella al jardin de Hiram y la habia cogido del árbol de la vida.

—¡Ah!

—Cuando el rey mago comió la manzana, su corazon ardió, sus ojos se pusieron rojos, le devoró una sed terrible, y gritó:—Satanás, quiero recrear mis ojos en ver el esterminio; quiero ver los cadáveres hechos pedazos sobre el campo de batalla, y devorados por los buitres; tengo sed, y quiero aplacarla con sangre humana.—En el mismo punto, Satanás tomó al rey sobre sus alas de murciélago, y en un solo instante le condujo á un campo donde se embestian los egércitos de dos reyes enemigos: y cuando el horno de la pelea estaba encendido y bravo, Satanás se mezcló con el rey entre los combatientes, y el rey veia morir, las unas á las manos de las otras, criaturas de Dios: y se recreaba en cada herida, se alegraba con cada muerte, bebia la sangre de los moribundos, y luego, cuando se hubo acabado la batalla y traspuso el sol, vió á los buitres venir en bandadas, caer sobre el campo de batalla y devorar los cadáveres desnudos. Y entonces esclamó:—¡Satanás! la noche empieza; tengo sueño; la sangre me ha embriagado; quiero dormir mi embriaguez entre los brazos de la doncella mas hermosa del mundo; llévame donde yo repose y temple mi sed de amor.—Y como Satanás era su esclavo, le tomó sobro sus hombros y le llevó á una cabaña.

—¡A una cabaña!

—Las mugeres mas hermosas, son las que respiran el aire saludable de las montañas, las que se egercitan apacentando sus rebaños, las que templan su sed con el agua pura de los manantiales, y satisfacen su hambre con los sazonados frutos de los árboles; las que nunca se han pintado con alheña las uñas y los cabellos, las que nunca han oprimido con el ceñidor su cintura, ni con el borceguí su pie; las que no han olido otro perfume, que el de los romeros y el que los vientecillos arrancan de las flores; las que para enamorar no conocen el artificio, ni mienten ni tienen celos, ni las devora la envidia: ¡oh! ¡sí! las montañesas de mi tierra son las mugeres mas hermosas del mundo.—Pues, como decia, el diablo llevó á la cabaña de una de estas vírgenes al mago, y como el mago era hermoso y parecia jóven, y le ayudaba Satanás, la pobre muchacha, aunque estaba enamorada de otro, se enamoró de él y le sonrió amorosa, y el mago satisfizo su sed de amor, y durmió entre sus brazos su embriaguez de sangre; y cuando despertó, dijo á Satanás:—Esta muchacha me enoja; llévame á mi alcázar.—Y el diablo le llevó, y este fué el primer dia del pacto del rey mago con Satanás.—Y cuando la muchacha despertó se encontró sola, y buscó enamorada al rey y no le encontró, y empezó á empalidecer y á enflaquecer, y murió á los pocos dias y con ella murió antes de nacer, y teniendo ya un alma impura, la hija que la desdichada habia concebido en sus breves amores con el rey mago.

Y el segundo dia de su pacto con el diablo, el rey comió otra manzana del árbol de la vida, y vió otra batalla, y bebió sangre, y tuvo otra doncella, y la doncella murió, y con ella una hija no nacida.

Y durante el primer año de su pacto con el diablo, comió el rey mago trescientas cincuenta y cuatro manzanas del árbol de la vida, y vió otras tantas batallas, y se embriagó otras tantas veces con sangre humana, y el diablo le dió otras tantas doncellas, que murieron abandonadas, y con ellas, antes de ver la luz, sus hijas. Y el dia en que se cumplia el año, todas estas hijas no nacidas vinieron al palacio del rey mago convertidas en unas hermosísimas hadas, engalanadas con vestiduras tales, tan sútiles, tan trasparentes y tan ricas, como no hay artífice que las hiciese iguales, y adornadas con oro, perlas y diamantes, como no se encuentran ni en los senos de la tierra, ni en las entrañas de las rocas, ni en los abismos del mar. Y el mago vió alrededor de sí, trescientas cincuenta y cuatro hijas, una por cada año de la vida que le habia concedido Satanás, y todas tan hermosas, tan resplandecientes, tan magníficas como el rey mago no habia podido soñar en sus mas ardientes sueños de deseo. Sucedió que cuando el mago vió delante de sí á su primera hija se enamoró perdidamente de ella, y su hija de él; pero por mas que hacian por unirse, los separaba siempre un muro invisible, impenetrable, que les impedia tocarse: y el mago y la hada gemian y giraban alrededor el uno del otro, siempre separados por un muro tan delgado como un cabello y tan claro como el diamante, y como el diamante tan duro. Y cuando el mago vió su segunda hija mas hermosa que la primera, se obstinó más, y así sucesivamente hasta que, rodeado de las trescientas cincuenta y cuatro, y rodeándose todas ellas, y siempre sin poder tocarse, llamó desesperado á Satanás.—Yo muero, dijo; dame la mas hermosa de mis hijas.—Por cada hija tuya, un año de tu vida, dijo Satanás.—Te lo doy, dijo el mago.—Y Satanás rompió el muro de diamante que le separaba de la primera hija, y el uno y el otro se estrecharon en sus brazos.

—¡Ah, malditos, malditos!

Pero apenas tocó el mago á su primera hija, sintió cansancio de ella y le pareció mas hermosa la segunda.—Dáme mi segunda hija, Satanás, dijo el mago.—¿Me darás por ella otro año de tu vida?—Sí, contestó el mago.—Ten, pues, dijo Satanás, y le entregó su segunda hija. Pero apenas la tocó el mago, la aborreció. Pidió una tercera á Satanás, y Satanás le pidió otro año de su vida.—Y así, pidiendo una á una sus hijas á Satanás, y dándole por cada una de ellas un año de su vida, y aborreciendo á sus hijas apenas las tocaba, desde el anochecer de una noche de horror, hasta el amanecer de un dia de tormenta, el diablo dió al mago sus trescientas cincuenta y cuatro hijas, y el mago gastó sus trescientos cincuenta y cuatro años sin haber apagado su sed de amor, sin haber cometido un solo incesto. Dios no lo quiso permitir, y el diablo se alegró de ello, porque en un año que llevaba de servir al rey mago, habia conocido que su esclavitud era insoportable. Cuando el mago rechazaba á su última hija, cantó el gallo en la alborada.—Eres mi esclavo, dijo Satanás al mago; tus vicios han sido mas poderosos que tu ciencia, y has gastado en una noche de deseo los trescientos cincuenta y cuatro años que yo te dí por tu alma.—Y asiéndose del rey mago, le arrebató consigo á los abismos, y con el rey mago se hundió su negro palacio, y solo quedó esa caverna, donde sedientas de amor, penan las trescientas cincuenta y cuatro hadas malas, sus hijas. Y por su sed de amor, cuando un hombre que no lleva sobre si un amuleto entra en la rambla, las hadas malas llaman á la tempestad, y el viagero, huyendo de ella, trepa á la gruta, y cuando está dentro las hadas se apoderan de él y todas le quieren para sí, y lo despedazan pretendiendo arrebatárselo las unas á las otras, y en el momento en que el desdichado muere, mordido, arañado, sofocado, estrangulado, despedazado, cesa la tempestad y se vé el torrente que se precipita por la rambla, rojo como sangre humana.

¡Y nuestro señor ha entrado en esa maldita caverna!

—Dios tenga piedad de él si no lleva consigo un amuleto.

—¿Y quién te ha contado ese cuento?

—¡Qué! ¿dudareis de él?

—No dudo; ¿pero cómo se sabe lo que pasa en esa caverna, si todos los que entran en ella mueren?

—Yo no sé quien lo habrá contado; algun varon justo y temeroso de Dios.

—Además de eso, ¿crees tú que sea falso un cuento que tiene tan provechosa enseñanza?

—¿Y qué enseñanza es esa?

—Que al hombre le matan sus vicios, le hacen odioso á Dios, y le condenan.

—¡Ah! ¡ah!

—Pero ved que la tempestad pasa y sale la luna.

—Es verdad; pero nuestro señor no sale de la caverna.

—Sí; pero su katib Zuleka, está sentado tranquilamente á su entrada.

—¡No importa! ¡no importa! ¿qué habrá sucedido á nuestro señor?

XXV

¿Qué habia acontecido, pues, dentro de la caverna de las trescientas cincuenta y cuatro malas hadas al walí Abd-el-Rahhaman?

Apenas entró en ella, sintió un vértigo inesplicable y se sentó junto á una piedra.

Poco despues reclinó su cabeza en sus rodillas y se durmió.

De repente sintió que le movian suavemente, y oyó una voz que le dijo:

—¡Despierta! infante Abd-el-Rahhaman.

El walí abrió los ojos, y no se encontró ya en la gruta, si no en un alcázar maravilloso.

Pero aquel alcázar tenia algo de terrible.

Parecia que sus cúpulas estaban perdidas en una niebla vaga, infinita, á través de la cual penetraba una claridad fria.

Los arcos, las galerías, las columnas, estaban abiertos á un espacio nebuloso tambien, infinito, frio, apenador.

El alcázar parecia estar suspendido en el abismo, y flotar sobre él.

Entre los arcos, entre las galerías, entre las columnas, pasaban y cruzaban, y volvian á pasar y á cruzar, confundiéndose, mezclándose, sombras indecisas, que como las nubes, se estendian y cambiaban de forma, dejándose ver á veces cerca y determinadas como mugeres hermosas y ricamente engalanadas, que fijaban por un momento sus ojos negros y relucientes, en Abd-el-Rahhaman, y luego se alejaban como empujadas por el viento, y se confundian en la niebla volviendo á dejarse ver en una nueva oleada.

—¡Oh, poderoso Allah! dijo el walí; ¿qué doncellas son estas, que así vienen y ván, y que así me miran y que no se acercan á mí? Todas son resplandecientes como gotas de rocío á los rayos del sol, y todas hermosas, y todas anhelantes y tristes. ¿Por qué turban mi razon esas mugeres, y me embriagan y avivan recuerdos de mi juventud ya acibarados por los años y por las desgracias?

—¡Abd-el-Rahhaman! dijo una voz que parecia salir de la inmensidad, sonora, vibrante, que puso espanto en el corazon del walí: ¿qué has hecho de tus hijos?

—¡Mis hijos! esclamó Abd-el-Rahhaman: ¡mis hijos, genio invisible, yo no tengo mas que un hijo!

—A más del asesino del rey Abul-Walid, has tenido dos hijas: ¿qué has hecho de ellas?

—La una me la robó su madre; la otra me la robaron los cristianos, contestó el walí.

—Dos de tus hijos están malditos, esclamó la voz.

—¡Ah, perdon para ellos! repuso el walí.

—La última hija tuya, tu María...

—¡Ah! ¿qué es de María? esclamó el walí.

—¡María! corre á la Alhambra, walí, corre á la Alhambra, y salva á María porque la impureza y el crimen la acechan.

—El walí guardó silencio aterrado.

—¿Te acuerdas de tu sobrina Aleidah, la sultana de Granada?

—¡Ah, infeliz!

—Fué envenenada por una muger terrible.

—¿Y quién es esa muger; vive, puedo tomar venganza de ella?

—Esa muger ocupó el tálamo vacío de Abul-Walid; esa muger fué sultana; esa muger envenenó al que creia su padre...

—¿Pues quién fué su padre?

—Su nombre está envuelto en un misterio para tí, porque es necesario que se cumpla una venganza terrible.

—¿Y sabré el nombre del padre de esa muger?

—Cuando la hayas esterminado.

—¡Matadora de Aleidah! ¡envenenadora del que creia su padre!

—Y la condenacion del alma de tu hijo.

—¡De mi hijo!

—Sí; de tu hijo que enloquece entre los brazos de la adúltera: de tu hijo que amaba á su prima la sultana Aleidah, y que al estremecerse de amor entre los brazos de la sultana que mató á su padre y á su esposo, ignora que mató tambien á la anterior sultana.

—¡Invisible genio! ¿me haces esta revelacion para que castigue tantos crímenes?

—Sí; toma.

Un pergamino enrollado cayó á los pies del infante Abd-el-Rahhaman.

—¿Qué es esto, poderoso genio? dijo el infante.

—Esa es la historia de los crímenes de la sultana Ketirah, y de su cómplice el wacir Masud-Almoharaví: dá esta historia á tu hijo.

—¿Y dónde encontraré á mi hijo, poderoso genio?

—Mañana, cuando la noche sobrevenga, en el sendero por donde marches, encontrarás sentado y de frente á tí, un perro blanco de montería. Cuando te llegues á él, el perro se levantará y correrá delante de tí; sigue á ese perro y él te llevará á el lugar de donde todas las noches sale tu hijo para perder su alma entre los brazos de Ketirah.

—¡Poderoso genio!... dijo el walí.

—Yo no soy genio... soy un condenado que vaga sobre la tierra, hasta el dia en que, siendo el vengador de los crímenes de los hombres, alcance mi perdon.

—¡Ah! ¿tú has sido hombre?

—Sí; yo he sido el rey mago, Abu-Jacub-el-Alime, y esas doncellas que ves aparecer y desaparecer entre la niebla y que no te despedazan porque te protejo yo, son mis trescientas cincuenta y cuatro hijas malditas: una por cada dia de pecado.

Y apenas la voz del mago Abu-Jacub, pronunció estas palabras, cuando el alcázar fantástico y sus hadas malditas se desvanecieron en una niebla impura, resonaron gritos horribles, como de mugeres desesperadas que se alejaban, y se perdieron al fin en el silencio, y el rey se puso de pie, y se encontró en medio de la caverna, por cuya abertura penetraba la luz de la luna.

—¡Oh! ha sido un sueño, un horrible sueño: yo habia oido contar muchas veces el cuento de las hadas malditas hijas del mago, pero no sabia que fuese esta la caverna; además, llevo conmigo un anillo mágico que me protege, pero este pergamino, añadió reparando en uno enrollado que tenia entre los pliegues de su faja... ¡Oh! ¡este pergamino escrito!... ¿con que esto ha sido mas que un sueño? ¡Oh, poderoso Allah! ¡que se cumpla lo que está escrito! ¡si encuentro un perro blanco de montería, le seguiré, y si encuentro á mi hijo le daré este pergamino! ¡Oh, poderoso Señor! ¡que se cumpla tu voluntad!

Y saliendo de la gruta, despertó á su secretario Zuleka, que dormia á su entrada.

—¡A caballo! dijo el infante, y prosigamos nuestro camino.

Zuleka se llevó la corneta á los labios y tocó á cabalgar: los cien ginetes salieron de debajo del resalte de la roca, donde se habian acogido durante la tempestad, y poco despues, el infante, Zuleka y los esclavos, cabalgaban á la orilla del torrente rojo que la tormenta habia formado en la rambla.

XXVI

Era la noche del siguiente dia: la luna brillaba en medio del firmamento.

El walí de Algeciras habia soltado las riendas sobre el cuello de su caballo, habia inclinado la cabeza y se habia dormido.

A Zuleka le habia acontecido otro tanto.

Otro tanto á los cien ginetes.

Los caballos seguian uno tras otro por un sendero de la montaña.

De repente el caballo del infante, que iba el delantero, se paró, erguió el cuello, olfateó el aire, rehiló las orejas y lanzó un largo relincho.

Luego partió á la carrera, raudo y pujante como la tormenta, perdiéndose por entre las revueltas de la montaña con la misma valentía con que hubiera corrido por el llano.

Muy pronto quedaron atrás Zuleka y los ginetes, y las rocas y las colinas parecian huir deslizándose junto al caballo.

Y cuando el caballo encontraba una roca en medio del sendero, la salvaba de un salto, y de la misma manera salvaba las cortaduras que se le oponian.

Y el infante, á pesar de la rápida carrera de su caballo, seguia durmiendo.

Súbito se oyó entre las quebraduras un ladrido potente, ronco, prolongado; y como si aquel ladrido hubiera tenido mas fuerza que la violenta carrera del caballo, el infante despertó.

Y al despertar el infante, el caballo se paró de repente, como si le hubiera dominado un encanto.

Y Abd-el-Rahhaman vió delante de sí, en la entrada de un sendero, á la luz de la luna, un enorme perro de montería, sentado y mirándole de hito en hito, con unos ojos que parecian brasas.

El infante invocó á Dios.

Aquel perro era horrible, feróz.

Sus largas lanas blancas arrastraban por el suelo.

Al ver ante sí al infante se levantó, se volvió, y se dió á correr por la montaña.

El infante apretó los acicates á su caballo, que partió tras el perro.

Y el perro siguió corriendo por cortaduras, por precipicios, por ramblas y por desfiladeros.

A cada paso que adelantaban, el paisage se hacia mas agreste y bravio, mas triste y mas opaca la luz de la luna.

Al fin el perro se detuvo en la cumbre de un cerro, delante de una vieja torre de atalaya.

El infante refrenó su caballo.

Y echó pie á tierra.

Cuando buscó al perro, este habia desaparecido.

Por una de las saeteras de la torre se veia una luz rojiza.

La puerta de hierro de la atalaya estaba cerrada.

Cuando el walí de Algeciras se dirigió á ella para llamar, oyó dentro el relincho de un caballo y el crugir de un cerrojo por la parte de adentro de la puerta, que se abrió al fin, dejando ver dos hombres.

Uno de ellos era un esclavo negro: llevaba en la una mano una antorcha, y en la otra tenia del diestro un hermoso caballo árabe.

El otro hombre, era un hermoso y jóven caballero moro.

Al verle, el walí de Algeciras dió un paso atrás.

Aquel caballero era su hijo, el infante de Granada Ebn-Ismail.

El asesino del rey Abul-Walid, el amante de su hermana la sultana Ketirah, el que se habia olvidado de su otra hermana María.

No deben olvidar los que leyeren esta historia, que el mago Jacub-Al-Hakem habia ocultado al walí Abd-el-Rahhaman, que Ketirah era su hija; que el infante Ebn-Ismail ignoraba que fuese su hermana, y que solo conocia este horrible secreto María, que no habia podido revelarlo á nadie recluida en la torre de la Cautiva.

El infante retrocedió á su vez al reconocer á la luz de la luna á su padre.

—Al fin te encuentro, dijo con voz ronca el walí: á tí, que huyes de la luz del sol, de la justicia de los hombres y de la indignacion de tu padre.

—¡Ah, señor! contestó todo trémulo el infante.

—Zenko, dijo el walí al esclavo de su hijo, ténme el caballo, y tú, añadió dirigiendo severamente su voz al infante, llévame á donde podamos hablar sin que nos escuchen mas oidos que los de Dios.

El infante todo confuso, tomó la antorcha de las manos de Zenko, se dirigió al interior de la torre, y subió por unas escaleras.

Se encontraron al fin en un pequeño espacio, en el que ni lecho habia, y el infante Ebn-Ismail puso la antorcha entre una grieta del muro.

—¡Digno albergue de un asesino! esclamó el walí mirando severamente á su hijo: cuadra bien á quien tal crímen ha cometido mancillando mis canas; una vieja atalaya abandonada, por refugio, en lo mas áspero de una montaña.

—¿Sabes tú, padre y señor, por qué maté yo al rey Abul-Walid? dijo Ebn-Ismail levantando los ojos y posándolos en su padre.

—Y aun querrás disculparte de aquel crímen.

—Yo maté á un tirano en medio de su córte, con peligro, y combatí despues la Alhambra; si no pude tomarla no fué mia la culpa si no de la suerte, que me volvió las espaldas.

—Tú mataste al rey, por gozar libremente los amores de la maldita sultana Ketirah.

—¡Ah! no: es cierto que despues la sultana me ha enloquecido, pero... yo maté al rey, porque pretendia deshonrar á una cautiva que me robó en Martos: fué necesario matarle, para que no sacrificase á sus deseos á la infeliz María.

—¡María! esclamó Abd-el-Rahhaman: ¡María! ¿es la cristiana que está cautiva en la Alhambra?

—Si señor; ella es.

—Y dime, hijo mio... ¿has amado tú á esa doncella?

—Sí, si señor, pero de una manera tranquila, pura, como se ama á una hermana.

—¡Oh! ¡gracias! ¡gracias, poderoso Señor, que no has permitido que el hermano deshonre á su hermana!

—¿Qué decís, señor?

—¡Oh! nada, nada. Digo que has hecho muy bien en matar al rey.

—Y habeis dicho tambien que María es mi hermana; eso mismo me dijo una noche de una manera misteriosa, un mago, un astrólogo: la noche que precedió al dia en que maté á Abul-Walid, y cuando quise que el mago me esplicase sus palabras, me dijo: «Muestra á tu padre el walí de Algeciras las joyas que tu hermana llevaba el dia en que la encontraste en Martos.»

—¿Y dónde están esas joyas? dijo con anhelo el walí.

—Aquí, bajo una piedra, escondidas en este mismo aposento.

—¡Oh! ¡muéstrame, muéstrame esas joyas!

El infante fué á un ángulo del aposento, levantó una piedra, socavó debajo de ella la tierra con su puñal, y sacó un talego de seda, que entregó á su padre.

El walí sacó con ansia aquellas joyas y las examinó.

Eran las mismas que Sancho de Arias habia dado á María.

—¡Ah! esclamó el walí; ¡las joyas de su madre!

—¿Y quién era su madre? dijo Ebn-Ismail.

—Su madre no era la tuya; pero ella es mi hija. ¡Y el rey Ismail se habia atrevido á la honra de esa doncella!... Has hecho bien en matarle: has hecho bien, porque le has matado defendiendo á tu hermana.

—¡Mi hermana! ¡mi hermana! esclamó Ebn-Ismail: harto me lo decia el corazon!

—Y sin embargo, respecto á otra muger el corazon te ha sido infiel, dijo Abd-el Rahhaman.

—¡Otra muger!

—La infame sultana Ketirah.

—¡La infame sultana has dicho, padre y señor!

—Sí; la muger que por ser sultana envenenó á su padre.

—¡Oh! ¡Dios mio!

—La que ayudándose de Masud-Almoharaví, y ayudándole á él, mató á tu prima la sultana Aleidah.

—¡La prueba, padre, la prueba! esclamó Ebn-Ismail.

—La conciencia de la sultana Ketirah te dará esa prueba, si quieres, esta misma noche.

—¡Esta misma noche!

—Sí; ¿para qué salías cuando yo llegué de la torre? Para ir á arrojarte en los brazos de Ketirah.

—Es verdad.

Además este pergamino le revelará los crímenes de la sultana y de su cómplice.

Y dió á su hijo el pergamino que le habia dado el mago en la caverna de las hadas malditas.

—Pues bien; vé, añadió el walí, pero vé á vengar á tu prima la sultana Aleidah, á salvar á tu hermana María: yo te acompañaré.

Y tras estas palabras salieron del aposento y bajaron las escaleras, tomaron los caballos y partieron por entre los cerros á la Alhambra, que ya estaba próxima, el padre y el hijo.

XXVII

—Padre, dijo el infante Ebn-Ismail mientras marchaban, ¿quieres la felicidad de tu hija la cristiana?

—¡Qué si quiero su felicidad!... yo la he llorado muerta; yo la he recordado continuamente en mis sueños, sin poder olvidarla; y era que mi hija vivia y su espíritu se hacia sentir del mio. ¡Oh! ¡que si quiero hacerla feliz! ¡Dudarías tú, Mohammet, de que yo desease tu felicidad!

—La felicidad de mi hermana María puede serte muy dolorosa, señor.

—¡Dolorosa! ¿y por qué?

—María ama á un hombre.

—¿Y á qué hombre ama?

—A un cristiano.

Detúvose un instante contrariado Abd-el-Rahhaman.

—¡Ah! dijo, me la robaron los cristianos; ha crecido entre ellos... ha debido, pues, amar á un cristiano.... ¿Y ese cristiano es digno de ella y de nuestra sangre?

—Es un valiente caballero de Martos: el dia en que iba á casarse con María, el rey Abul-Walid acometió la villa, y Gonzalo Nuñez sacó á María de la iglesia, la llevó á su casa, y defendió aquella casa con sus parientes y amigos. Yo la acometia. En la acometida mis gentes cayeron como la mies bajo la hoz del segador, y ese valiente mancebo, Gonzalo Nuñez, el amante de mi hermana, cayó al fin á mis pies.

—¿Y murió?

—No; no lo quiso Dios. Cuando salvé á mi hermana del furor y de la codicia de mis esclavos, porque es muy hermosa y estaba cubierta con las ricas joyas que has visto, padre; cuando la ví llorando, aterrada, trémula, sentí por ella un amor como nunca le habia sentido, dulce, tranquilo. Procuré consolarla, y ella me dijo que habia perdido á su padre y á su esposo. Su padre estaba muerto; pero no se sabia lo que habia sido de su esposo, y le buscamos entre los cadáveres, y le encontramos.

—¡Vivo!

—Con muy pocas esperanzas de vida. Yo le dejé con mi sabio médico y dí órden á mis esclavos de que le llevasen á mi castillo de Hins-Aleux. Despues pretendí salvar á María, pero no pude. El rey la vió, la codició, y me la robó. Algunos dias despues, maté al rey.

—¿Y el esposo de María, vive?

—¡Oh! si señor, vive y está restablecido y fuerte. ¿Quieres hacer feliz á tu hija, señor?

—¡Oh! sí.

—Pues bien, separémonos en la entrada del camino de Granada que ya está cercano: corre tú al castillo de Hins-Aleux. La noche empieza; picando, bien puedes llegar y traer á Gonzalo antes de la media noche, y entregarle tu hija.

—¡Oh! ¡poderoso Señor!

—Yo entretanto, veré á la sultana Ketirah, y si no te han engañado, padre y señor, si ella ha sido la envenenadora de mi perdida Aleidah... ¡oh! yo te juro castigarla, señor, y de tal modo, que cause horror á las gentes.

—¿Y cuando vuelva con Gonzalo, ¿cómo sabré donde está mi hija?

—Entra señor por detrás de la Alhambra y llega hasta la torre de la puerta de Hierro, un esclavo mio te esperará y te guiará. Pero he allí el camino de Granada, señor, yo voy á seguir por los cerros hácia la Alhambra, tú por el camino, gana la Vega y llega á Hins-Aleux. Dí á Gonzalo que eres mi padre, que todo lo sabes y que vas á entregarle tu hija.

—Adios, pues, infante de Granada, hijo mio; adios, pues: ha llegado la hora de comenzar un grande sacrificio y de efectuar una gran venganza.

Y el padre acercó su caballo al de su hijo y le abrazó.

Luego se separó, bajó por un sendero á un ancho camino y partió por él á la carrera.

Ebn-Ismail se lanzó tambien á la carrera por un valle cercano y se perdió en la montaña repitiendo:

—¡La sultana Ketirah, esa hermosura que parece un arcángel del sétimo cielo y á quien yo adoraba, es la infame envenenadora de mi perdida sultana Aleidah! si mi padre no se ha engañado.... ¡oh, mas la valiera no haber nacido!

XXVIII

En una magnífica cámara de un fuerte castillo moro, se paseaba solo un jóven con trage castellano.

Estaba pálido, como acabado de salir de una enfermedad.

Pero era hermoso, muy hermoso, y en la apariencia muy bravo.

Apenas contaría veinte y cuatro años.

De una de las columnas que sostenian la techumbre de cedro de la cámara, estaba colgado un arnés completo castellano, y apoyada en él una larga lanza.

Bajo este arnés se veian los jaeces de un caballo.

El jóven se asomaba de tiempo en tiempo á un ajimez, y miraba á la luna.

Y sus ojos se llenaban de lágrimas.

—¡Oh! esclamaba: ¿te mirará ella á tí, blanca lámpara de la noche, como yo te miro pensando en ella? ¡Oh, María, mi María!

Y el jóven se apartaba del ajimez, y volvia á pasearse por la cámara.

De repente se escuchó en la poterna el sonido de una bocina; se oyó el estruendo del puente y del rastrillo, y poco despues un moro asomó á la puerta de la cámara y dijo:

—¡Cristiano! el padre de mi noble y poderoso señor, el esclarecido é invencible walí de Algeciras, Abd-el-Rahhaman, desea verte.

—¡Oh! que entre, que entre al momento, dijo Gonzalo.

Poco despues entraba en la cámara Ab-el-Rahhaman.

Observó durante algunos segundos en silencio al jóven, y el noble semblante del walí resplandeció con la espresion de la benevolencia.

—Guárdete Dios, mancebo, y te proteja, le dijo: ¿sabes quién soy?

—Sé, segun acaban de decirme, que eres el padre de un caballero moro á quien mi desdicha hizo mi vencedor, y á quien despues me he visto obligado á amar, porque le debo la vida.

—¡Oh! Ebn-Ismail, mi hijo, te ama tambien, cristiano, y á tí me enviía.

—Gracias doy al cielo de haber conocido un tan grande caballero como demuestras ser. Pero ¿qué me quieres?

—¿No deseas nada?

—¡Desear!... sí, si por cierto... deseo la muerte.

—¡La muerte!

—Sí; estoy fuera de mi patria, vencido...

—Pero no eres cautivo. En mi hijo has encontrado un hermano; en mí un padre.

—Dios os lo pague, dijo Gonzalo; ¿pero me podreis dar vosotros lo que yo he perdido?

—Hablas como mancebo, y como mancebo enamorado: sobre tí no han llovido todavía todas las amarguras las nubes de la desgracia. Amas y eres amado, y si por algun tiempo el destino te ha robado mi hija...

—¡Tu hija!... yo no conozco á tu hija, contestó con estrañeza Gonzalo.

—¡Que no la conoces, y mueres por ella!

—Te engañas, señor; yo no he amado mas que á una muger, y esa muger es cristiana.

—Mi hija es cristiana tambien.

—La muger que yo amo tiene el hermoso nombre de la santa Vírgen madre de Dios.

—El nombre de la madre de Jesus, es el nombre de mi hija.

—¡María!

—Sí, María.

—Pero es imposible. La María de mi amor, ha vivido siempre en Martos, y era hija del corregidor Sancho de Arias.

—En Martos ha vivido mi hermosa María, y por hija del corregidor Sancho de Arias pasaba.

—¡Oh! esto no puede ser.

—Dios, que es Todo poderoso, ha querido que sea.

—¡Hija tuya, María!

—Sí; y de una rica-hembra aragonesa.

—¡Oh! no alcanzo á comprenderlo.

—Hace centenares de años que primero los árabes, y despues los moros, estamos en contínuo trato con los cristianos: las razas se han mezclado, porque el amor es mas poderoso que el odio: ya ha sido una hermosa doncella originaria de Africa, cautiva en la entrada de una villa, la que ha dado su sangre á los hijos del cristiano; ya una hermosa cristiana arrebatada á su familia, la que ha dado su sangre á los hijos del Islam. ¿Te parece tan estraño que yo en mis mocedades tomase por esposa á una cristiana, y que la hija, fruto de estos amores, me fuese robada por los cristianos?

—¡Oh! bien puede ser, dijo Gonzalo.

—¿Y amarías tú menos á María porque fuese mi hija?

—¡Aborrecerla! ¿quién habla de aborrecerla? ¿puedo aborrecerla acaso? Y luego, ¿no debo á tu hijo la vida?

—Y tu amor y el honor de María. Si mi hijo no hubiera matado al rey de Granada, ¿qué hubiera sido de ella? ¡Estaria deshonrada, triste y sola en el harem de la Alhambra!

—¡Oh! ¡Dios mio! ¿y ahora dónde está?

—Cautiva en una torre de la Alhambra.

—¿Pero, pura... salvada?

—A que me ayudes á salvarla vengo por tí.

—¡Por mí!

—Sígueme y te entrego á María.

—¡Oh, si te sigo! dijo Gonzalo dirijiéndose á su armadura.

—Voy á ser tu escudero; dijo el infante Abd-el-Rahhaman tomando las piezas de aquella armadura.

—¡Oh! ¡sí; pronto! ¡pronto, si de salvarla se trata!

—¡Salvarla! ¡sí! ¿y crees tú que el salvar á mi hija no me cuesta un inmenso sacrificio?

—¡Un sacrificio!

—Sí, salvarla es hacerla feliz, segun me ha dicho mi hijo, María te ama de tal modo, que no puede ser feliz sino siendo tu esposa. Tú la llevarás contigo, y yo, que hace catorce años que no la veo, que no la he visto crecer, la veré un momento para perderla despues.

—¡Perderla! ¿y por qué no seguirnos, señor?

—¡Seguiros! ¿y á dónde queriais que yo fuese con vosotros?

—A Castilla.

—¡Entre cristianos!

—¿Y no es tu hija cristiana?

—Para darte á María, dijo con severidad el infante; ¿te he pedido yo que te quedes entre nosotros, y que apostates de tu religion?

—¡Ah, señor, perdon!

—¡Alí! ¡Alí! dijo el infante acabando de enhevillar la última pieza del arnés de Gonzalo: un caballo de batalla, y veinte ginetes. Pronto, pronto.

El esclavo que habia aparecido á la puerta, desapareció.

—No hablemos, pues, mas de esto, dijo el infante dirijiendo de nuevo su palabra á Gonzalo. Así lo ha querido Dios, y así es, porque no puede ser que deje de cumplirse la voluntad de Dios. Ahora, cristiano, sígueme y roguemos á Dios que nos proteja, porque la empresa que vamos á acometer es peligrosa.

Y salió con Gonzalo de la cámara.

Poco despues, el moro y el cristiano cabalgaban por el camino de Granada y á gran prisa, seguidos de veinte ginetes moros.

XXIX

Volvamos, pues á la relacion que dejamos interrumpida en el momento en que despues de haber entrado el infante Ebn-Ismail, por un ajimez en la habitacion de la torre de la Cautiva donde le esperaba la sultana Ketirah, rechazó á esta, que como solia, se habia arrojado entre sus brazos.

Esta accion, inesperada, violenta, y la espresion lívida del semblante de Ebn-Ismail, sobrecogieron á la sultana.

—¿Qué te he hecho yo, desdichada de mí, esclamó, para que así me arrojes de tus brazos? ¿en qué te ha ofendido tu esclava, señor de mí alma, ó es que ya no me amas, y quieres abandonarme?

—¡Quisiera Dios que nunca te hubiera amado! esclamó el infante.

—¡Habla! ¡habla! esclamó trémula la sultana: ¡esplícame la razon de tus palabras!

—Aun no es tiempo, dijo el infante; faltan tres personas aquí.

—¿Qué faltan tres personas?

—Sí; haz llamar á Masud-Almoharaví.

—¡A Masud! esclamó la sultana; ¡oh! ¡si fuera verdad lo que sospecho!

—¿Y qué sospechas?

—¡Tú quieres ser rey de Granada!

—¡Yo!

—Sí; sabes que yo te amo antes que á mi alma, sabes que Masud no puede negarme nada y... ansías esa corona...

—Puede ser... esclamó despues de un momento de profunda meditacion Ebn-Ismail.

—Y es el sueño mas ardiente de mi alma, dijo Ketirah: ¡tú sultan de Granada! ¡yo tu sultana! el hijo de Abul-Walid y de Aleidah, la difunta sultana, el rey Mohammet, es débil de salud; puede morir de un momento á otro.

—Llama á Masud-Almoharaví; repitió el infante.

Ketirah se levantó y salió.

Poco despues volvió acompañada del wazir.

—¡Masud! ¡Masud! esclamó Ketirah; ¡ha llegado el momento, quiere la corona de Granada!

—¡Qué quiere la corona de Granada... el infante Ebn-Ismail, el matador del rey Abul-Walid! aun no es tiempo... aun no es tiempo, mas adelante...

—Pero ya es tiempo de castigar vuestros crímenes, dijo Ebn-Ismail que habia corrido á la puerta de la cámara, la habia cerrado, y se habia guardado la llave.

—¡Oh! ¿qué es esto? dijo Masud-Almoharaví, mientras la sultana miraba aterrada al infante: ¿de qué crímenes hablas?

—Aun faltan dos personas; dijo sombriamente Ebn-Ismail.

—Pero yo no te comprendo, no puedo comprenderte, esclamó Ketirah.

—Faltan; mi padre y el esposo de mi hermana.

Y se puso á pasear sombriamente á lo largo de la cámara.

La sultana y el wazir se encontraban en una situacion estraña; en vano le hablaba, le suplicaba la sultana Ketirah: el infante continuaba en su sombrío silencio, y en su paseo inalterable.

En vano Masud-Almoharaví, queria resolver aquella situacion por la fuerza.

El feróz y reconocido valor del infante le contenia.

Pesaba sobre la sultana un presentimiento horrible: el presentimiento de lo desconocido.

Masud-Almoharaví temblaba porque en el semblante del infante aparecia una espresion terrible.

Pasaron así dos horas: el infante paseando, ceñudo, pálido y silencioso murmurando palabras ininteligibles, la sultana y el wazir temiéndolo todo, retirados é inmóviles en un ángulo.

Al fin, sonó abajo, al pie de la torre, un ténue silvido.

El infante corrió al ajimez.

A la luz de la luna, vió al pie de la torre en el barranco, dos ginetes y algunos hombres á pie.

Entonces el infante dió otro silvido en el ajimez, y echó abajo la larguísima escala.

Descabalgaron los dos ginetes, los de á pie tuvieron los caballos, y los que habian desmontado el uno tras el otro, treparon por la escala.

Un momento despues, entraron por el ajimez, Gonzalo Nuñez y el walí Abd-el-Rahhaman, armados de todas armas.

—He aquí que ha llegado el momento del juicio, esclamó Ebn-Ismail dirijiendo su ronca palabra á la sultana y al wazir; adelantad, padre mio; adelantad, hermano mio; he aquí á los asesinos de la sultana Aleidah.

XXX

Al oir aquella acusacion, un grito de espanto se exhaló á un tiempo de las bocas de la sultana y del wazir.

Al escuchar aquel grito, Ebn-Ismail se puso pálido, y avanzó hacia Ketirah y Masud.

—¿Conque son ciertos los crímenes de que os acusa este pergamino? esclamó sacando de entre su faja el que le habia dado su padre.

El infante Abd-el-Rahhaman, se cruzó entre su hijo y los dos miserables que estaban aterrados.

—Donde está el padre el hijo calla, dijo con gran autoridad.

Y apartó á Ebn-Ismail, que se hizo atrás pálido y sombrío.

—Y tú cristiano, mira y escucha como un caudillo moro hace justicia en nombre de Dios.

Gonzalo ante lo que veia estaba profundamente maravillado.

—He ahí, continuó Abd-el-Rahhaman, una muger que parece ser un arcángel, y que dentro de sí tiene el alma de Satanás: he ahí un viejo que debia ser un espejo de justicia y de valor para los vasallos del rey de Granada, y que sin embargo es un miserable zorro, que salió de su oscura madriguera para subir á la luz por la senda del crímen.

—¿Y con qué derecho te atreves á insultarme á mí, á la madre de tu rey, infante de Granada? esclamó la sultana que habia logrado dominarse.

—Con el que me dá la justicia de Dios, contestó el infante; con el que me dán vuestros crímenes.

—¡Mis crímenes! ¿y cuáles son mis crímenes? esclamó la sultana.

—¿Qué hacías aquí, á qué has venido á esta torre, hermosa Ketirah? esclamó con sarcasmo Abd-el-Rahhaman.

—¡Qué á que he venido aquí! esclamó Ketirah con audacia: engañada por tu hijo.

—¿Por mi hijo?

—Sí, tu hijo habia solicitado verme...

—¡Y tú te prestaste á ver al matador de tu esposo, en el solitario aposento de una torre del muro, donde el regicida debia entrar por medio de una escala, para apurar un placer adúltero entre los brazos de una muger infame!

—¡Padre! esclamó confundido Ebn-Ismail.

—Ya que tuviste razones bastantes para matar al rey, ¿has tenido las mismas para consumar unos horribles amores con su viuda?

—¡Padre!

—Silencio cuando yo hablo. He venido á hacer justicia en nombre de Dios, y habrá justicia para todos.

—Sí, para todos habrá justicia, dijo una voz terrible y retumbante al otro lado de la cerrada puerta.

Y sin que aquella puerta se abriese apareció en la cámara el viejo rey mago condenado, Abu-Jacub-el-Alime, el padre de las trescientas cincuenta y cuatro hadas malditas.

Su aparicion aterró á todos, incluso Gonzalo, que nunca habia pensado existiese un viejo tan horrible como Jacub.

—Sí, habrá justicia para todos, esclamó el mago adelantando en medio del silencio general y sentándose en el suelo sobre la alfombra en el centro de la cámara. Para todos habrá castigo y recompensa: tú, cristiano, que no has ofendido á Dios, que no has manchado tus manos con sangre, que no te has vendido á Satanás, tendrás por recompensa á tu buena, á tu pura, á tu inocente, á tu amada María; pero tú, infante de Granada Abd-el-Rahhaman, tú, que amparaste á Walidé cuando la encontraste con las manos teñidas en sangre; tú, que casi renegaste de Dios por los amores de una cristiana; tú, que diste ocasion con tus pasiones á que Walidé se tiñera en la sangre de doña Catalina; tú, que cuando desapareció Walidé huyendo de tu furor y llevándose consigo una hija tuya, olvidaste á tu hija por odio á su madre, y la abandonaste á su destino, y la olvidaste, y has causado su perdicion por tu abandono; tú, que huiste cobardemente de Illora cuando te acometieron los fronteros de Alcaudete y con tu cobardia dejaste entre los cristianos á otra hija tuya, que criada entre otras gentes adoró á otros dioses; tú, que con tu soberbia has ensoberbecido á tu hijo, que ha matado á su rey; tú, que despues no has castigado á tu hijo; tú, infante de Granada, walí de Algeciras, Mohammet-Abd-el Rahhaman, tú serás castigado: pasarás dias de horror y noches de tinieblas y de llanto, y el remordimiento roerá tu corazon, porque tú, por saciar una venganza contra un enemigo, has producido las desgracias de tu familia, maldecida por Dios.

Abd-el-Rahhaman quiso contestar y no pudo: los ojos del rey mago condenado, fijos en él, le helaban la sangre.

—¿Y qué te diré yo, Ketirah, teñida en la sangre del que llamabas tu padre; que ocupaste el trono de Abul-Walid, manchado con la sangre de su esposa asesinada por tí; que despues distes el golpe de misericordia, la última puñalada á tu esposo, asesinado por tu amante, y abriste los brazos á ese mismo amante teñido en la sangre de tu esposo?

Ketirah abrió los labios para contestar, y la palabra se heló en ellos.

El mago se volvió terrible á Masud Almoharaví, que temblaba.

—Y tú, esclamó, amigo traidor del pasado wazir Abul-Fath-Nazir-el-Ferih, tú, el que por sustituirle alhagaste la ambicion e la infame Ketirah, y la impulsaste á que envenenara al que creia su padre....

—¡Pues qué! esclamó Ketirah, ¿no era mi padre Abul-Fath-Nazir?

El mago condenado no contestó á Ketirah, sino que siguió dirijiendo su tremenda palabra á Masud, que estaba doblegado ante aquella terrible acusacion que parecia la voz de su conciencia.

—Tú, tirano, codicioso y soberbio, que ayudaste á Ketirah en la muerte de la sultana Aleidah; tú, que la llevaste al tálamo de Abul-Walid, tú, que has sido el cómplice de los crímenes de esa muger, ¿qué te puedo yo decir sino que la justicia de Dios está suspendida sobre tu cabeza?




Fuga de Maria.

Calló el mago, y todos callaron, y un silencio de muerte dominó en la torre.

—¿Y qué haces tú, infante de Granada Abd-el-Rahhaman, tú que habias venido á salvar á tu hija la cristiana y á castigar á la parricida, á la adúltera, á la incestuosa?

—¡A la incestuosa! esclamó Ketirah adelantando pálida como un cadáver.

—Esperad, esperad, dijo el mago; siento á una persona que se acerca; esa persona es María: Masud, al llamarle Ketirah, se encontraba con María, y por olvido, al bajar ha dejado abierta la puerta de la prision de la cristiana. Ella ha aprovechado esta circunstancia y ha recorrido la torre: pero su puerta estaba cerrada, y al cabo despues de bajar desde el almenar hasta los subterráneos, ha estado ahí tras esa puerta escuchando estremecida de terror. Vé y abre á tu hermana, infante Ebn-Ismail; abre esa puerta y entrégala á su esposo, pero despues que haya pronunciado la revelacion que ha de ser vuestro castigo.

El infante Ebn-Ismail dominado por el acento del mago, fué á la puerta y la abrió: María entró pálida, fatal, aterrada, y adelantando hácia Ketirah dijo con acento solemne:

—¡Yo he oido nombrar aquí á la sultana de Granada! yo he oido una voz de muger, y aquí no hay mas muger que tú: ¿serás tu acaso mi hermana; la hija de Walidé, la segunda esposa de mi padre?

—Yo soy hija de Abul-Fath-Nazir-el-Ferih, dijo con acento de horror Ketirah.

—Abul-Fath-Nazir, esclamó el mago, amparó en su fuga á Walidé, que te llevaba consigo; Abul-Fath-Nazir, gozó los amores de tu madre y te llamó su hija. Metió contigo una vívora en su seno, porque tú le mataste.

Un grito de horror salió de todas las bocas.

Las palabras del mago, tenian tal autoridad, tal acento de revelacion, que nadie dudó de ellas.

María no pudo resistir á tanto horror, y cayó desmayada en los brazos de Gonzalo.

—¡Salvadla! ¡salvadla! ¡apartadla de este infierno! gritó el mago.

Y obediente á su voz, Ebn-Ismail y Gonzalo cargaron con María, fueron al ajimez, salió por él Gonzalo y descendió por la escala llevando consigo á María desmayada.

El infante Ebn-Ismail, aseguraba la escala.

Abd-el-Rahhaman y Masud fijaban una mirada ansiosa en el ajimez por donde habia desaparecido María.

—¡Oh! ¡mi hija! ¡mi hija! ¡ya no volveré á verla! esclamó Abd-el-Rahhaman avalanzándose al ajimez.

De repente Masud, á quien arrastraba su amor tras María, se avanzó tambien al ajimez, saltó por cima del infante Ebn-Ismail, y se asió á la escala recibiendo una puñalada en el pecho de manos del infante.

Y sin embargo, como si el amor hubiera sido para él una segunda vida, se deslizó por la escala y llegó al pié de ella á tiempo que Gonzalo con María, desmayada aun, montaba á caballo.

Masud montó en el otro caballo que tenia del diestro un esclavo, le arrebató la lanza y siguió á la carrera, tras el caballo de Gonzalo que corria barranco arriba.

Y, ¡cosa estraña! delante del caballo que montaba Masud, corria dando horribles ladridos, el lanudo y gigantesco perro que habia guiado al wali de Algeciras aquella misma noche al albergue donde se ocultaba su hijo.

XXXI

Cuando el padre y el hijo se retiraron del ajimez, el maldito rey mago habia desaparecido.

Solo quedaba en la cámara Ketirah, pero en un estado horrible.

Estaba replegada en el diván, muda, sombría, con la mirada estraviada, y jadeante.

Tenia en la mano un pomo de oro.

De aquel pomo, salian algunas gotas de un licor verdoso.

—¡Oh! esclamaron á un tiempo su padre y su hermano corriendo hácia ella. ¿Qué has hecho desdichada?

—¡Adúltera! ¡parricida! ¡incestuosa! esclamó con acento terrible, la sultana Ketirah.

El padre y el hijo cayeron de rodillas.

Ketirah, continuó delirando.

—¡La vida! ¡la vida! ¿para que quiero yo esta vida de horror?

¡Maldito sea mi padre, que me abandonó!

¡Maldito sea mi hermano, que puso los ojos en mi hermosura!

Y Abd-el-Rahhaman y Ebn-Ismail, cayeron de rostro contra el suelo y sintieron sobre sí la mano de Dios.

En vano los esclavos que esperaban á su señor al pie de la torre, esperaron toda la noche; al amanecer, temerosos de ser vistos se retiraron.

La escala quedó pendiente del ajimez.

Pero cuando subieron á la torre, los que entraron en ella, la encontraron abandonada.

El padre y los dos hijos, habian desaparecido.

¿Qué habia sido de ellos?

Nadie volvió á ver mas ni á la sultana Ketirah, ni á Masud-Almoharaví, ni Abd-el-Rahhaman, ni á Ebn-Ismail.

Un profundo misterio habia envuelto su suerte.

En cuanto á la torre, como muchos sabian que en ella habia estado cautiva una doncella cristiana, que habia causado la muerte de Abul-Walid; como habian encontrado pendiente de uno de los ajimeces una escala, y á los pies de la torre las huellas de pisadas de caballos, dióse por segura la fuga de la cautiva cristiana, y por aquella singularidad, llamaron á la torre, y siguen llamándola hasta hoy por tradicion, la torre de la Cautiva.

Algunos pretenden que durante las noches oscuras de invierno, se iluminan con un fuego sombrio los destrozados ajimeces de la torre de la Cautiva; que se vé, cantando lúgubremente sobre ella, una sombra negra envuelta en una nube impura, y que se oyen dentro gemidos y ruido de cadenas.

Nosotros creemos que estas maravillas son hijas de la imaginacion impresionable de los andaluces; bramidos del viento contra la torre, y efectos de la momentánea luz del relámpago que durante la tormenta la iluminan.

Sin embargo, las gentes sencillas creen como en un artículo de fé en la tradicion de la torre de la Cautiva.

¿Pero cómo esplicar la desaparicion de todos los personages del cuento?

Para esplicarla hay que atravesar la parte alta de la Alhambra é ir á buscar otra tradicion en la torre cuyo nombre sirve de título á la leyenda siguiente.




LEYENDA VI. LA TORRE DE LOS SIETE SUELOS. CUYO FINAL SIRVE DE EPÍLOGO Á LAS
DOS ANTERIORES.

I

Si vais á Granada, y en la parte meridional de la Alhambra, veis dos torres rajadas, aportillados los muros, las vides serpeando hasta las almenas, al pie un arroyo, y junto al arroyo flores y árboles; si tropezais en fragmentos desprendidos, en escombros amontonados, aquella parte que veis, teniendo delante un cubo, en que crecen los jaramagos y las malvas locas, y sobre el cubo las dos torres, orladas por una tapia de tierra con aspilleras, y entre las dos torres un muro, y en este muro una puerta tapiada, podeis decir que estais en la torre de los Siete Suelos, entrada principal de la Alhambra en otros dias, y hoy ruina miserable insultada por los hombres y por el tiempo.

Difícilmente puede comprenderse la pasada magnificencia de aquella puerta.

A principios del siglo actual, los franceses, los hijos de ese pueblo ilustradísimo, que vinieron á España con el no menos ilustradísimo, sabio, prepotente colosal Bonaparte, tuvieron el buen gusto de minar la Alhambra y de barrenar sus muros: no podian llevársela como se llevaron otras tantas cosas que aun no han vuelto, y quisieron destruirla; afortunadamente un soldado de los inválidos del castillo, tuvo valor bastante para cortar la mina, pero cuando ya habia volado la magnífica torre del Agua, cuyos vestigios se vén con vergüenza de los civilizadores del mundo en la parte sur de la Alhambra, donde yacen arrojados fragmentos de los muros sobre el barranco. Del mismo modo por la parte de adentro de los muros, junto á la torre de los Siete Suelos, se vé un colosal fragmento de bóveda, surcado por los barrenos, fragmento que debia tener sobre si una inscripcion que dijese:

«No fueron españoles los que esto hicieron, sino los franceses que trajo á España para civilizarla Napoleon el Grande.»

De la misma manera en la torre de los Picos, en la bellísima torre de los Picos, debia escribirse:

«Las balas rasas que dejaron sus señales como se vén en el muro de esa torre, fueron disparadas desde las baterías de la Silla del Moro, por los franceses que acaudillaba el mariscal Sebastiani.»

Y debia añadirse:

«La Alhambra no resistió; esas ruinas fueron hechas con la sola intencion de destruir; las señales de esas balas de treinta y seis, no las recibió en medio del combate la torre de los Picos; los franceses las dispararon inútilmente para destruir la torre, que resistió como un viejo soldado tras su coraza á prueba. La Alhambra tembló bajo la esplosion de las minas, se rajaron sus torres y sus muros, pero resistió, no se destruyó enteramente, como si un génio invisible la hubiera protejido.»

Sin embargo, la torre de los Siete Suelos quedó destrozada, su parte interior y sus adornos volaron, algunos fragmentos de las magníficas enjutas de mármol de su puerta, han parecido ahora entre los escombros, y están en poder de uno de los amigos del autor.

Como si no hubiera sido bastante el bárbaro atentado de los franceses, un dia, durante la última guerra civil, cuando tuvo lugar sobre Castilla y Andalucía la espedicion de Gomez, púsosele en la cabeza á un capitan general de Granada fortificar la Alhambra, y un ingeniero para orlar la torre de los Siete Suelos de una tapia aspillerada, voló su parte superior que los franceses habian rajado.

Ahora, por último, la intendencia de la Casa Real, ha retirado las escasas cantidades destinadas para restaurar la Alhambra; parece, pues, que estraños y propios, montescos y capeletes, han tomado por empresa que la Alhambra desaparezca de sobre la haz de la tierra.

Nosotros al ver esto bajamos la cabeza, y decimos como los árabes:

¡Qué se cumpla lo que esta escrito!

II

Pero en los tiempos antiguos, era distinto.

La torre de los Siete Suelos, era una magnífica torre.

Alzaba con altivez sus muros orlados de almenas reales.

Ostentaba los bellos mármoles labrados de su ingreso, y los ajimeces calados del muro, y sus matacanes y sus ladroneras y su ancho cubo, sobre cuya plataforma vagaban los soldados del rey moro.

El sol al salir alumbraba con alegría aquella puerta.

Pero antes del rey Abul-Walid, la torre de los Siete Suelos, no tenia unida á sí la terrible tradicion que con ella vive.

Esta tradicion es sombría.

Dícese que todas las noches, al dar el reloj las doce, sale de la torre un caballero moro, ginete en un caballo blanco sin cabeza, y precedido por un enorme y lanudo perro blanco, que recorren con la rapidez del relámpago los bosques de la Alhambra, y que al espirar la última campanada de las doce, vuelven á la torre y á su último suelo, del que no vuelven á salir hasta la noche siguiente.

Dícese que el que por acaso vé al Belludo y al Descabezado durante su brevísima escursion nocturna, esperimenta una desgracia.

Añádese, que el moro que cabalga en el Descabezado es un espíritu maldito.

Y preguntad á las buenas gentes de los alrededores, si es verdad lo del perro lanudo y lo del caballo sin cabeza, y os contestarán sin vacilar:

—Yo los he visto, una ó mas veces, y me ha acontecido tal ó cual desgracia.

Habia un guarda en los bosques de la Alhambra que se llamaba por apodo el Coronel: era un escelente hombre y un escelente cazador, y vivia en una cueva casi frente por frente de la torre de los Siete Suelos.

Una mañana de invierno el autor subió á la Alhambra.

Hacia un hermoso dia; pero la noche anterior habia sido una noche de tormenta.

El autor encontró al Coronel sentado tristemente al sol, en el poyo de piedras que habia junto á la puerta de la cueva.

—Eh, Coronel, le dijo; buenos dias: ¿qué hace Vd. ahí tan triste y tan cariacontecido?

—¡Ay, señor de mi alma! me contestó: anoche, cuando mas arreciaba el temporal, me dieron tentaciones de salir, porque de estas noches se valen los matuteros, y abrí la puerta á punto que daban las doce: el Belludo y el Descabezado pasaron junto á mí como alma que lleva el diablo.

—¡Bah! le dije: estaría Vd. medio dormido.

—¡Cá! no señor: hace diez años los ví otra noche, y al dia siguiente murió mi muger.

—¿Y qué desgracia le ha sucedido á Vd. ahora?

—¡Se me ha muerto la lebrela!

Cuando un hombre habla con tanta fé, no hay mas recurso que oir y callar.

Es pues, una tradicion reconocida, creida como un hecho indudable la existencia en la torre de los Siete Suelos de la Alhambra de un caballo sin cabeza y de un perro con muchas lanas.

En cuanto á los Siete Suelos misteriosos no están en la torre, sino en el cubo semicircular de defensa que está situado delante de la torre.

Uno de estos suelos es una galería semicircular, en la cual de trecho en trecho hay una especie de nicho profundo y abocinado que atraviesa el muro, en cuya parte esterior hay una piedra con una abertura obalada y sobre ella una cruz calada.

Aquellos nichos estaban destinados á los escuchas.

En el pavimento, y tambien de trecho en trecho, hay aberturas cuadradas, respiraderos sin duda, de las galerías inferiores.

Cuando se arroja una piedra por uno de aquellos respiraderos, se la siente caer retumbando, como en una sima.

En cuanto á los Siete Suelos, estando cegada la escalera que conducia al tercero, nada puede asegurarse.

Pero cuentan los viejos, que cuando aquellas escaleras no estaban cegadas se bajaba bien al tercer suelo, pero que en el cuarto la atmósfera era espesa; que en el quinto no se podia ya respirar, que se apagaban las luces, por bien preparadas que fuesen, y por último, que los que se habian atrevido á llegar hasta la escalera que conducia al sesto piso, habian oido un estruendo sordo y pavoroso, y se habian vuelto aterrados.

Quede consignado, pues, que en Granada se cree en el Belludo y el Descabezado de la torre de los Siete Suelos; que se cree dominada la torre por un encanto, y que nadie ha bajado ni podria bajar hasta el sétimo suelo.

Veamos ahora la tradicion mora.

III

Allá por los tiempos en que los árabes emprendieron su conquista sobre España, en el sitio donde ahora se levanta la torre de los Siete Suelos, dicen que habia una sima profundísima, en cuya parte interior, naciendo en su borde, se torcia un estrecho, escarpado y peligroso sendero.

Una tarde, á tiempo que el sol trasponia, apareció entre los montes un caballo que llevaba sobre sí una dama.

Aquella dama era negra, pero hermosa, como la reina de Saba; llevaba los cabellos sueltos y desordenados, vestida una flotante y larga túnica de púrpura, y en el cuello y en los brazos, collar y brazaletes de gruesas perlas.

El caballo era blanco é iba en pelo.

Solo tenia un freno de oro y riendas de oro tambien, con las que le regia la dama.

Aquella dama, en la inquietud de la mirada de sus negros ojos, en la sobreescitacion de su alto seno y en el ardiente álito que emanaba de su boca purpúrea y entreabierta, se comprendia que estaba amenazada de un grave peligro, y en la precipitacion con que lanzaba su caballo á través del tortuoso sendero abierto entre el enmarañado bosque que entonces cubria la Colina Roja, la Silla del Moro y el Cerro del Sol, demostraba claro que huia.

Apenas habia la dama llegado al barranco que hoy se llama Peña-Partida, y que está ya próximo al lugar donde hoy se levanta la torre de los Siete Suelos, y donde antes existia la sima que hemos citado, cuando se oyeron roncos ladridos y apareció por el mismo lugar por donde habia llegado la dama, un enorme perro blanco de montería.

Al sentir sus ladridos, la dama se estremeció, y aguijó su caballo que partió por el descenso del barranco, y se dirijió como una flecha al borde de la sima.

Al verle la dama, dió un grito de horror y se arrojó del caballo al suelo, quedando desmayada por la violencia del golpe, junto al borde de la sima.

El caballo se lanzó en ella y desapareció, produciendo con su caida un ruido sordo, terrible, atronador, en las profundidades lóbregas de aquel agujero horrible.

IV

La dama habia quedado suspendida entre los espinos sobre el abismo; el perro llegó al borde, asió con los dientes su túnica y la sacó fuera.

Entretanto llegó un hombre, y dió un puntapié al perro que se hizo atrás, y enseñó sus dientes amenazadores al hombre aquel, pero no le acometió.

Aquel hombre tenia un aspecto terrible.

Era su frente de color cobrizo, su cabellera bermeja, casi roja, como si se la hubiera teñido con sangre, y tan áspera que sus cabellos, mas que cabellos parecian cerdas: del mismo modo, su barba prolongada, revuelta, era áspera y roja, y cubria de tal modo su semblante, que apenas se le veian las narices anchas y romas, y dos ojillos grises, pero móviles, duros, feroces, de espresion cruel y perversa: de su boca y por cima de la revuelta barba, se veian salir cruzados cuatro colmillos blancos y agudos: era de estatura atlética, de miembros fornidos y cobrizos, estaba desnudo y descalzo, y solo cubria una parte de su cuerpo una especie de taparrabo negro de una tela de lana tosca: de la cintura de esta prenda, colgaba un hacha enorme con un astil de hierro muy corto; llevaba á la espalda un arco de fresno largo y poderoso, atravesadas en la especie de cinturon de que pendia el hacha, como hasta una docena de flechas, y se apoyaba en una pica corta y gruesa de roble, en una especie de chuzo, en cuyo estremo superior se veia enhastado un ancho y reluciente hierro de dos filos.

Habia cerrado la noche.

Una luna pálida, opaca, lanzaba un resplandor turbio, sombrío, impuro, casi rojo, en el claro del bosque, en el centro del cual, se abria la boca de la sima.

Aquella luz fantástica, pavorosa en el centro de un bosque solitario, sin oirse otro ruido que el del viento que zumbaba desapacible y frio entre las encinas; aquella dama negra desmayada, aquel hombre singular, bravío, de aspecto feróz, que la contemplaba con una alegria repugnante, y aquel perro sentado, con su enorme estatura, sus larguísimas lanas blancas, y sus ojos amenazadores y relucientes fijos en el hombre, eran un cuadro estraño tras el cual como que se adivinaba una historia sombría y terrible.

De repente, y cuando el hombre rojo se inclinaba sobre la hermosa dama negra, los ecos del bosque repitieron el sonido atronador de una bocina.

A aquel sonido, el hombre rojo se irguió, arrojó á sus pies la pica, se quitó el arco de la espalda, le templó, armó en él una flecha, y miró con fiereza al sitio de donde habia provenido el son de la bocina.

Retumbó un segundo toque mas cercano: el salvage entezó el arco, y esperó aun.

Por tercera vez, y ya á muy poca distancia, se oyó el sonido de la bocina, y apareció una forma humana entre la primera línea de los árboles.

Entonces el hombre rojo estendió el arco, le forzó y dejó ir la cuerda, y una flecha partió silvando, y fué á rebotar como sobre en una roca, en el bulto que adelantaba, que se precipitó á la carrera por la vertiente, de la colina, y llegó al fin al lugar donde estaban el hombre rojo, la dama desmayada y el perro.

V

El hombre nuevamente aparecido, venia completamente armado por un arnés negro y reluciente.

Bajo su casco sin visera, redondo y liso, sin adorno alguno, se veia un semblante blanco, hermoso, melancólico, con unos grandes y lucientes ojos negros.

Pero en el fondo de aquellos ojos habia algo que causaba espanto.

El hombre rojo y el de la armadura negra, se miraron fijamente y en silencio, durante algunos segundos, pero con un odio infinito.

—Te has valido de tus malas artes, y de la amistad que tienes con el diablo, Kaibar, por robar del alcázar del rey Al-bahul, á la hermosa Zairah, dijo el de la armadura negra; pues bien, has trabajado para mí; porque voy á matarte, y despues nadie me preguntará por Zairah, á quien amo.

—¿Y dónde has visto tú á Zairah, Jacub? esclamó con voz ronca y sarcástica Kaibar.

—Me la ha mostrado en sueños el espíritu que me ayuda.

—¿Y cómo sabias tú que existia Zairah?

—Un dia estaba triste, muy triste; dijo Jacub, sentándose sobre una de las asperezas del borde de la sima con la misma tranquilidad que si no hubiera tenido delante un enemigo: velaba yo, apoyado en las almenas en la torre grande de la alcazaba de Cairvan: brillaba como ahora la luna triste y sombría.

Y mi alma estaba envuelta en tinieblas.

—¡Por qué, dije levantando los ojos al cielo, por qué, grande y poderoso Allah, conturbas mi espíritu y le sumerges en sombra!

¿No soy yo hijo del poderoso rey Al-Bahul, el de los ojos de diamante y la barba de oro? ¿No tengo riquezas y esclavos, soldados invencibles, y corazon valiente que no se estremece ante el peligro? ¿Por qué, pues, mi corazon arde en un deseo misterioso como si encerrase un volcán?

Apenas habia pronunciado estas palabras, cuando sonó en mi oido una música regalada, que parecia venir de muy lejos, pero que, sin embargo, yo oia como si sonase junto á mí.

Aquella música parecia provenir de las cuerdas de oro de una guzla, y poco despues la acompañó una voz dulce, dulcísima, que resonó en mi corazon como el arrullo de la tórtola en los oidos de su compañera enamorada.

¡Oh! esclamé al ver que aquella voz templaba el fuego de mi corazon como una dulce lluvia de rocio: ya sé lo que deseo; ya sé lo que siento; yo amo á esa vírgen que canta.

—¿Y qué cantaba la vírgen? dijo con ronca voz el salvage.

—Cantaba un romance muy triste, contestó Jacub.

—¿Y te acuerdas de él? repuso Kaibar.

—Quedó fijo en mi memoria, como el bote de una lanza de Damasco queda señalado sobre una adarga de Kufa.

—Yo quiero oir ese romance, dijo Kaibar, que cediendo á una especie de fascinacion estraña desarmó su arco y se sentó frente á Jacub.

Zairah desmayada aun, estaba entre los dos.

El lanudo perro, tomando parte en aquella escena, miraba alternativamente al uno y al otro.

—Sí, yo quiero oir ese romance, repitió Kaibar.

—Pues óyelo, dijo Jacub.

Y empezó de este modo con voz lenta y cadenciosa.

Libres los vientos—zumbando vagan;
libres navegan—las nubes blancas,
del firmamento—la azul campaña;
libres batiendo—las leves alas
las golondrinas—besan las aguas,
del ancho lago—que riza el aura;
libres las ondas—la curva playa,
amantes orlan—de espumas cándidas;
las mariposas—engalanadas
ora revuelan,—ora se paran,
entre las flores—de mi ventana,
y yo entretanto—me miro esclava,
me cercan muros,—puertas me guardan,
y en mis megillas—el sol vé lágrimas,
cuando aparece—por la mañana,
y aun vé mis ojos—que el llanto empaña
cuando á los mares—cansado baja.

Calló Jacub, y Kaibar que le habia escuchado atentamente, le dijo:

—¿Y qué hiciste despues de oir ese cantar?

—Me pareció que mi alma entera se habia trasladado al lugar desconocido de donde parecia haber venido aquel canto; conoci que la tristeza que antes me aquejaba era una tristeza de amor.

—¿Y amaste?

—¡Con toda mi alma!

—¿Y conociste á la virgen de tu amor?

—Sí.

—¿Y era ella? dijo Kaibar señalando con un ademán enérgico á la dama que aun estaba desmayada.

—Sí, era Zairah, dijo Jacub: con la diferencia de que cuando yo la conocí era blanca como un rayo de la luna, y cuando me dió su amor, cuando fué mia, cuando apuré en sus brazos la sed de mi amor, su tornó negra.

—¡Qué ha sido tuya Zairah! esclamó Kaibar levantándose demudado y feróz, y empuñando de nuevo su arco.

Jacub se levantó y miró con desprecio al salvage.

—¡Vete! le dijo; eres una bestia feróz, Kaibar.

—O me dejas á Zairah, ó tu vida, esclamó el salvage haciéndose atrás y armando de nuevo la flecha en el arco.

—¡Vete! repitió Jacub, ¡vete! y no me obligues á matarte.

El salvage palideció de cólera, entezó su arco, y disparó.

Pero la flecha rebotó en el coselete de Jacub, que se lanzó furioso sobre el salvage y le estrechó entre sus brazos.

Parecia que Kaibar debia ahogar entre los suyos á Jacub: tanto, al parecer, le aventajaba en fuerzas.

Pero no sucedió así.

Como si la armadura de Jacub hubiese tenido vida, fuerza y voluntad, aquella negra y reluciente armadura se movia, estrechaba, sofocaba al salvage.

—¡Oh! tú tambien tienes pacto con Satanás, dijo Kaibar, y Satanás te protege, esclamó redoblando sus esfuerzos.

Pero en aquel momento, Jacub levantó su brazo armado con su puñal y le sepultó por tres veces en el pecho del salvage: á la primera puñalada, los brazos de este dejaron de oprimir á Jacub; á la segunda se doblegó; á la tercera cayó rebotando en la sima, impulsado vigorosamente por Jacub.

El perro lanzó un gruñido horrible y se puso á lamer la sangre de Kaibar que habia quedado entre las piedras.

En aquel momento volvió en sí Zairah.

Ningun vestigio habia quedado del crímen. Kaibar habia desaparecido en la sima; el perro habia lamido su sangre; Jacub habia arrojado al abismo su puñal.

VI

Para que nuestros lectores puedan comprender con claridad la leyenda que otros nos contaron, y que nosotros contamos á nuestra vez, necesitamos dejar á Jacub, á Zairah y al perro, al borde de la sima donde mas adelante se construyó la torre de los Siete Suelos, é ir á buscar la historia de un rey de Africa.

Este rey se llamaba Yaks-Al-Baul.

Este rey no habia nacido de príncipe.

Por el contrario, no se sabia quienes fueron sus padres.

Un dia le encontraron unos cazadores de leones de Tánger, en un antro en el momento en que le amamantaba una leona al par que á un estraño cachorro.

La leona fué muerta, y Yaks-Al-Baul y el cachorro llevados como testimonio de un milagro, al gran faquí de la mezquita mayor de Tánger.

Yaks era un muchacho bermejo como las guedejas de su nodriza, y de mirada feróz como ella, y muy robusto y crecido.

El cachorro tenia tanto de perro como de leon, y era horrible.

El faquí, que era un grande astrólogo, recibió al niño y al perro; oyó atentamente la relacion de los cazadores, y cuando se quedó solo se puso á consultar sus cuadrantes y sus astrolabios.

Comprendió al fin, por lo que sus primeras tentativas astrológicas le revelaron, que nada sabria si no evocaba al diablo.

Estremecióse el bueno de Almedí, porque era religioso y justo, y no le gustaba tratar con los espíritus condenados; pero con la intencion de servir á Dios, se subió á una torrecilla de su casa y conjuró á Satanás.

Apenas habia pronunciado su conjuro, cuando oyó un zumbido sordo y tenáz y vió un moscardon negro y reluciente que habia entrado por la ventana y volaba alrededor de su cabeza.

—En el nombre de Dios altísimo y único, dijo Almedí, ¿eres tú el arcángel rebelde?

—Yo soy, contestó una voz que zumbaba como el vuelo del moscardon.

—¿Y por qué te me presentas en esa forma?

—Porque es la mas á mano que he encontrado.

—Eres mi esclavo.

—Ya lo sé: has pronunciado el conjuro mas terrible de Salomon.

—Toma otra forma, dijo Almedí.

—Esa es una tiranía inútil que le puede costar cara, contestó el maldito.

—Toma otra forma, repitió con doble imperio Almedí.

—Sea, pues que tú lo quieres.

Y no solo tomó otra forma el diablo, sino que la tomó tambien el interior de la torrecilla donde estaba Almedí.

Este vió, primero, una dama hermosa sobre toda ponderacion, engalanada sobre todo encarecimiento, que fijaba en él una mirada enamorada, dulce capaz de volver locos á cien faquíes ascéticos: la habitacion se habia trasformado en un retrete dorado, matizado, resplandeciente, adornado con divanes, con lámparas, con alfombras, como no habia visto ningun Almedí.

El bueno del faquí, en cuanto vió aquella hermosísima niña con sus sedosos cabellos negros sueltos en largos y anchos rizos sobre los desnudos hombros; la rica y doble gargantilla de perlas que rodeaba su cuello de blancura deslumbradora y descansaba sobre un seno medio descubierto; los encantos irresistibles que se veian á través de la magnífica y descuidada túnica, se olvidó de los dos engendros que le habian llevado los cazadores de leones y del deseo de saber su historia. Y sin embargo, la hermosísima jóven tenia en los brazos al pequeño hombre-fiera de cabellos y ojos de leon, y á sus pies, echado en el diván de seda y oro, al estraño animal, monstruosa mezcla de la deformidad del leon y del perro.

Y aquella niña, ó por mejor decir, el diablo, acariciaba á los dos pequeñuelos, y al recibir sus caricias, el niño lloraba y el perro ahullaba.

—¡Eh! ¿qué tal te parezco? dijo el diablo con una voz tan cavernosa, tan estridente, de acento tan cruelmente burlon, que no parecia sino que lo pronunciaba otra persona detrás de la jóven.

—Vete, dijo el faquí creyendo que el diablo se habia escondido tras de la hermosa niña que ocupaba el diván.

Al pronunciar Almedí su mandato, hermosa, diván y retrete desaparecieron, y solo quedaron el niño llorando y el perro ahullando.

Pero Almedí habia perdido su alma.

Se habia enamorado frenéticamente de Satanás, ó lo que era lo mismo, aunque él no lo sabia, de la hermosa doncella.

Y la llamó á voces, descompuesto el semblante, temblándole la larga barba.

Una carcajada mugeril, pero dulce, incitante, tentadora, le contestó.

Almedí corrió al ángulo de la torrecilla donde habia resonado aquella carcajada con los brazos estendidos creyendo que el diablo habia hecho invisible á la hermosa dama.

Pero al llegar á aquel ángulo donde nada encontró, en el ángulo opuesto resonó otra carcajada mas dulce, mas sonora, mas incitante.

El diablo jugaba con Almedí al esconder, y entretanto el pequeño hombre-fiera y el aborto de perro y leon acrecian en su llanto y sus engruñados.

Tenian hambre.

Despues de algun tiempo de inútil lucha, el faquí se sentó en medio de la habitacion agotadas sus fuerzas.

Inclinó la cabeza sobre sus rodillas, cerró los ojos y alimentó el recuerdo de aquella hermosísima vision que habia desaparecido.

Y recordando, vino á recordar que aquella vision se le habia presentado á causa de su conjuro al diablo.

Y como ardia en deseos de volver á ver á aquella seductora doncella, volvió á conjurar á Satanás.

Entonces un sapo negro y verde, como si hubiera caido del techo, cayó sobre la halda de la túnica de lana blanca del faquí y se puso á mirarle frente á frente.

—¿Eres tú, Satanás? dijo Almedí.

—Yo soy, dijo una voz atronadora que no se podia concebir saliese del cuerpo del sapo.

—¿Por qué has tomado esa figura? dijo Almedí.

—¿Qué, no soy yo dueño de tomar la figura que mas me agrade? ¿No dices tú en tus sermones en la grande aljamia: Buenos creyentes, temerosos de Dios; cuando entre en vuestra casa un moscon negro y reluciente, zumbando, zumbando, orad á Dios á fin de ahuyentarle, porque ese moscon es el diablo que viene á susurrar en vuestros oidos palabras de perdicion: cuando veais junto á una fuente un sapo negro y verde, aunque os aqueje la sed no bebais, porque aquel sapo será el diablo que habrá escupido en el agua, y si bebeis os hará suyo? ¿Por qué te quejas, pues, de que yo tome las dos figuras que tú me has supuesto?

—Hazme ver á la doncella blanca de los ojos negros, dijo Almedí, que á duras penas habia tenido paciencia para escuchar la réplica del diablo.

—No quiero, dijo éste; eres un viejo ridículo: ¿qué se ha hecho de tu santidad? Eva la ha desvanecido como el sol desvanece la niebla.

—¿Se llama Eva la doncella hermosa?

—Eva es la muger, ó por mejor decir, el conjunto de tentaciones de todas las mugeres.

—Pues bien, que aparezca Eva.

—Quiero ser generoso contigo; renuncio á tu posesion; no quieras ver á Eva, pues que si la vés eres mio.

—¿Pues no era Eva la que he visto?

—Era Eva, despues de haber hablado conmigo, la Eva del pecado y de la impureza; la que perseguia á Adan por los bosques del paraiso perdido, poniéndose entre él y Dios.

—Mientes; en tiempo de Eva, no se habia descubierto el oro, ni las perlas, ni existia Cachemira, ni Kufa, ni Damasco.

—Pero existen hoy, y yo he vestido á Eva como he querido. Estos sábios son insufribles: ¿si sabré yo lo que me hago?

—No, no lo sabes, porque te estoy pidiendo que me presentes ante los ojos á Eva, y resistes.

—Porque tengo lástima de tí, pobre tonto.

—Me obligarás á que pronuncie de nuevo el conjuro.

—No, no lo hagas, porque el sonido de ese conjuro me hace padecer horriblemente; pero ya que me obligas, voy á vengarme de tí: mira.

Sintió Almedí un sonido semejante al de una tienda de tela sútil y crugiente que se desplegase sobre su cabeza.

Y en efecto, una tienda se habia desplegado.

Tienda tegida de hilos sútiles y resplandecientes de mil colores como los rayos del sol que pasan por la lluvia: compartidos estos colores en labores caladas, en sútiles mallas que dejaban ver una luz resplandeciente, pero de una manera dulcísima, grata sobre todos los alhagos á los sentidos. Sostenian la tienda columnas en que no se veian mas que los resplandores de las piedras preciosas de que estaban cuajadas, y que giraban incesantemente, pareciendo un raudal purísimo que subia del pavimento.

Y aquel pavimento era un relumbrante alicatado (mosáico) de diamantes, de rubíes, de carbunclos, de esmeraldas, de topacios, de amatistas, de perlas negras y de perlas blancas, de cuantas preciosidades encerró Dios en las entrañas de la tierra y en las profundidades de los mares.

Y en medio del pavimento habia una fuente labrada de un solo diamante, y de la fuente surgía un agua clarísima y tan olorosa, tan rica de ambrosía como los manantiales del paraiso donde apagará su sed el justo toda una eternidad con sola una vez que beba una sola gota.

Y mas allá de la fuente, tendida en un lecho cándido y resplandeciente como la luna, habia una muger, mas hermosa que todas las hermosuras de la tierra, mas resplandeciente que la tienda en que se encontraba, y casta y pura como el pensamiento de un niño que murmura las primeras palabras con que su madre procura encaminar su espíritu á Dios.

Y tenia los cabellos, las cejas y las pestañas tan negros, que junto á ellos hubieran parecido blancas las alas de un cuervo de Egipto.

Y eran sus megillas como los arreboles del sol de la mañana.

Y era su carne tan blanca, que junto á ella hubiera parecido negra la nieve de las cumbres donde no se posa planta humana.

Y una túnica riquísima pero trasparente aumentaba los hechizos de aquella imágen de la muger que Dios crió para que fuese como la sultana de las huríes, para hacer feliz á Adan en el paraiso.

Era la imágen de Eva antes del pecado.

Almedí cayó de rostro sobre el pavimento con el alma abrasada en un fuego impuro, y adoró á Satanás en la imágen de Eva.

El niño-fiera, y el cachorro de perro y de leon, el uno entre los brazos y el otro á los pies de la Eva maldita, lloraban, gritaban, ahullaban, rugian con mas fuerza que nunca.

—Levántate, dijo la ronca y temerosa voz del diablo. Eres ya mio; pero quiero concederte un medio de volver á tu libertad. Voy á decirte en una historia, en la historia de esos dos hermanos, á dónde pueden llevar á una criatura el olvido de Dios por la muger, y por los impuros placeres de un amor idólatra.

—Dame á Eva, replicó Almedí.

—Te la daré, si me la pides despues de haber escuchado la historia de esos dos hermanos, y señaló al niño y al perro.

—Dame á Eva.

—Escucha.

Y dominado por un poder oculto y misterioso, Almedí con los ojos fijos en la imágen de Eva, sentado sobre sus rodillas, inmóvil, pálido, atento, escuchó.

Y el diablo le contó una historia.

Y la historia era esta.

VII

Hay allá, en las tierras de occidente, una tierra fértil, de cielo radiante, cubierta de flores y de verdor.

La guardan sierras que la dan su nieve en claros raudales; la surcan rios que fertilizan sus praderas, y sobre la vega y sobre sus montes se ven alquerías blancas y torres bermejas.

Esta tierra, paraiso del mundo, jardin de delicias, huerto de amores, bendita y riente, guardada por Dios para los mas valientes y fervorosos de sus escogidos, estaba entonces en poder de unos cristianos, nietos de unos bárbaros que habian venido á las regiones del mediodia, desde las regiones donde jamás se derrite el hielo.

Aquellos cristianos eran los visigodos.

Corria el año de seiscientos sententa y cuatro.

Era rey de los visigodos Wamba.

Wamba, á quien habian obligado á ser rey.

Este rey era muy bravo.

En los primeros tiempos de su reinado subleváronse algunos de sus mas poderosos vasallos; pero Wamba fué sobre ellos, los venció y les puso en temor y respeto de su nombre.

Entre estos grandes, habia uno que se llamaba Ervigio.

Era mancebo y hermoso á maravilla, y tenia tanta soberbia como hermosura.

Era pariente del pasado rey Recesvinto, y aunque no se atrevia á declarar abiertamente sus intentos, alentaba esperanzas de ser rey y se procuraba en secreto parciales.

Pero luchaba con el temor que imponia la bravura de Wamba, y andaba desalentado y triste.

VIII

Una tarde de primavera, Ervigio se paseaba solo por las huertas del Tajo, á los pies de la altura donde se asienta Toledo.

Iba pensativo, pensando en como haria para arrebatar á Wamba su corona y ceñirla á su cabeza.

El sol trasponia.

Ervigio se alejaba por la orilla del rio.

De repente tropezó en un objeto, y oyó una voz áspera que se quejaba.

Ervigio habia tropezado con un hombre, que estaba sentado al borde de una roca sobre el rio, con una caña de pescar en la mano.

Aquel hombre era muy singular, tan pequeño que apenas llegaba á la cintura de Ervigio, jorobado, patizambo, tuerto y viejo.

Alzóse al ser tropezado en ademán amenazador y puso mano ferozmente á su puñal y se encogió como el tigre para dar el salto sobre su presa.

Ervigio puso mano á su espada.

Pero al verle el enano, se amansó, envainó su puñal, sonrió horriblemente, arrojó su caña al rio, y dijo con acento singular entre burlon y cruel.

—He aquí que el rio no me ha dado ni un solo pececillo, pero la tierra me ha dado una buena pesca. Yo te esperaba.

—¿Qué me esperabas?

—Sí, ella me habia dicho: el dia en que te sentares en la roca, y echares tu anzuelo al rio y no sacares del agua peces, desde que el sol salga hasta que se ponga, aquel dia habrás encontrado al que mi alma adora.

—¡Ah! dijo Ervigio; ¿esa profecía te la habia hecho conocer una muger?

—Sí, poderoso y afortunado señor, una vírgen hermosa.

—Déjame continuar mi camino, dijo Ervigio, que como estaba poseido de la ambicion, rechazaba al amor.

Pero el enano no se apartó del sendero.

—El sol se ha puesto y no he sacado del rio ni el mas pequeño pececillo; tú eres, pues, el mancebo á quien ella ama, yo te esperaba, has venido y yo te he hallado, rey de los godos.

—¡Rey de los godos! esclamó Ervigio.

—Sí, tú serás rey por el amor de ella. Sígueme.

Y el enano saltó de la roca abajo á la selva, y Ervigio, que habia oido saludarle como rey por aquel estraño jorobado le siguió.

IX

Habia en el centro de una oscura selva de encinas, sobre una eminencia, rodeada por un arroyo, una torre triste y solitaria, cubierta de musgo y enmohecida su puerta de hierro.

Nadie, ni una sola persona se veia ni en el claro de la selva, ni al pie de la eminencia donde estaba construida la torre, ni en la torre misma.

Esta no tenia ventanas ni respiradero alguno al esterior.

Ninguna senda se veia en el bosque que condugese á la torre.

Era de noche y brillaba la luna.

Una luna rojiza y opaca.

Dominaba en torno de la torre y en el bosque un silencio de muerte.

Pero en medio de este silencio, se oyó de repente como el ruido de dos espadas que cortaban la maleza.

Poco despues, por un sendero que ellos mismos se habian abierto, aparecieron dos seres humanos.

El uno alto, esbelto, que andaba con gran magestad.

El otro pequeño, contrahecho, monstruoso, que remedaba en su andar al lobo traidor cuando se acerca al redil que guardan los mastines.

Eran Ervigio y el jorobado, á quien habia encontrado pescando en la márgen del rio.

Adelantaron entrambos hasta la torre, y cuando llegaron á su puerta, el enano dijo á Ervigio:

—Si tú eres aquel á quien ella espera, la puerta de la torre se abrirá al tocarla tú.

—¿Hay en esto algun arte de Satanás? dijo Ervigio.

—¿Y qué te importa? ¿no quieres ser rey?

La ambicion habló mas alto que el temor de Dios en el corazon de Ervigio, y tocó con una mano audaz las planchas de hierro de la puerta de la torre.

Apenas la habia tocado Ervigio, cuando la puerta se abrió con un silencio pavoroso.

Dentro no se veian mas que tinieblas.

—Si eres tú á quien ella ama, dijo el jorobado, cuando entres dentro, las tinieblas desaparecerán y oirás maravillas.

Ervigio impulsado siempre por su ambicion, penetró en la torre.

Apenas habia penetrado en el lóbrego dintel, cuando apareció á sus ojos iluminado por un resplandor rojizo, un ancho lago de sangre, en medio del cual habia un palacio rojo tambien, y reluciente.

—¡Oh! esto es horrible, dijo Ervigio.

—Para ser rey es necesario atravesar ese lago.

Una barca negra, á la que nadie guiaba, salió por las puertas del alcázar rojo, que se abrieron, y adelantó hasta tocar á la orilla donde se encontraban Ervigio y el enano.

Entrambos saltaron dentro.

Apenas habia tocado Ervigio la negra barca con sus plantas, cuando ésta se hundió entre un remolino del lago, desapareciendo entre sus rojas ondas.

Y se oyó la voz del enano que rugia en medio del estruendo atronador del remolino.

—La virgen maldita ha encontrado á su maldito esposo, y su generacion es mia.

Y aquellas palabras retronaron, se estendieron, vibraron y fueron repetidas por mil ecos pavorosos.

X

Y ahora, dijo Satanás dirijiéndose á Almedí, quiero que sepas quien era la muger que habia atraido así con sus encantamientos al ambicioso Ervigio.

Era una doncella que aun no habia cumplido los quince años, hermosa á maravilla, pero con una hermosura terrible.

El color de su tez era dorado, sus cabellos dorados tambien, sus ojos leonados con las pupilas negras, flexible el cuerpo como el de una pantera, y esbelta, gentil, y voluptuosa á maravilla.

Era una muger como no habia dos sobre la tierra.

Parecia una mezcla de fiera y de criatura humana.

Y á pesar del color de su piel, de sus cabellos y de sus ojos, era tal la brillantez, la suavidad y la trasparencia de su piel, tan sedosos, tan ricos, tan rizados sus cabellos, tan grandes, poderosos y lucientes sus ojos, tan preciadas las joyas que la engalanaban, y tan ricas y tan bellas tas túnicas que vestia, que no hubiera habido un hombre que la hubiese visto que no hubiera desfallecido de amor.

Era judía, y se llamaba Asenéth.

Su madre se habia llamado Zelpha, y habia sido una jóven hermosísima.

Pero con una hermosura semejante á la de las demás mugeres, y enteramente distinta de la de su hija.

Zelpha habia tenido un hermano judío tambien, y que se habia llamado Jamné.

Jamné habia sido mercader de sedas, y de púrpura y de paños preciados.

Habia sido un miserable, vendido á mí, y cuando hubo cometido cuantos crímenes son imaginables, el robo, la calumnia, la usura, la hechicería, y el envenenamiento, quiso cometer el último y mas horrible de los crímenes: el incesto.

Zelpha, la hermosísima Zelpha, era sin embargo sábia: su madre, famosa hechicera, la habia enseñado la astrología judiciaria, y el arte de los ensalmos y de los encantamientos, y á confeccionar filtros y hechizos, y á evocar los muertos, y á hacer comparecer los vivos, y á leer en sus pensamientos.

Zelpha, que era mas sábia que su hermano, adivinó sus intentos, y antes de que éste la hechizara para reducida á su voluntad, determinó hechizarle á él.

Para ello, una noche se arrancó tres de sus hermosos cabellos negros, los ató cabalísticamente, los quemó á la luz de su lámpara y me llamó.

Era una doncella hermosa y de quien yo esperaba mucho, y me presenté á ella en la forma de un hermoso mancebo.

—Sé, me dijo, que mi hermano quiere hacerme suya. Yo le aborrezco. Verme entre sus brazos sería para mí un tormento horrible.

—¿Y por qué aborreces á tu hermano?

—Es miserable y receloso, dijo; me tiene vestida de lana parda, me da de comer pan de avena y me tiene encerrada donde ni aun la luz del sol veo.

—¿Y qué quieres?

—Quiero... lo que no alcanza á hacer la ciencia que me enseñó mi madre. Yo quisiera castigar á mi hermano por la tiranía con que me trata, y por la impureza que por mí siente: es una bestia feróz.

—¿Y te vales de mí? la dije.

—Sí, me contestó.

—¿Y qué me darás en cambio?

—Estoy enamorada de un hombre.

—¿Y qué hombre es ese?

—El duque godo, Wamba.

—Valiente hombre.

—Y hermoso.

—Y temeroso de Dios. No sé si podrán vencerlo tus malas artes.

—Wamba sueña conmigo.

—¡Ah!

—Sí; un dia que estaba yo muy triste porque se habia despertado en mi alma el primer deseo del amor, evoqué la imágen de un hombre, que fuese hermoso, noble, rico, valiente y que no hubiese amado á ninguna muger.

Cuando yo le evoqué era la alta noche, y mi aposento estaba envuelto en tinieblas: entre mi lecho y la pared apareció un hombre como de unos treinta años.

Era rubío, blanco, y sus ojos azules eran tan hermosos, que me abrasaban de amor.

—¿Quién es ese hombre? ¿cómo se llama? pregunté al espíritu.

Entonces sobre su cabeza, en la pared oscura, apareció en letras de fuego este nombre: Wamba.

—¿De qué pueblo es y qué religion profesa? añadí.

—Es lusitano; de la ciudad de Igeditania, descendiente de los visigodos, y cristiano: magnate de la córte de sus reyes, es un capitan bravo é invencible, y tanto ama la guerra, que no ha sentido amor por muger alguna.

—Que mi imagen vaya al sueño de ese hombre, y que me ame, dige al espíritu.

Entonces ví que los ojos de Wamba me miraban con amor y con deseo; que se fijaban en mi boca y en mi seno desnudo, y que sus megillas palidecian.

Wamba me habia visto en sueños, y obedeciendo á mis conjuros, me amaba: ahora bien; yo no puedo romper mis prisiones, ayúdame tú, Satanás. Convierte á mi hermano en una bestia feróz obediente á mi voluntad.

Entonces yo trasformé en leon á Jamné y le traje humilde y manso á los pies de Zelpha.

—Has hecho mi voluntad, dijo ella, y te lo agradezco.

—Pues si no me das lo que te pido, volveré á tu hermano á su antigua forma y te entregaré á él.

—¿Y qué quieres?

—Quiero la descendencia que tuvieres de Wamba.

Zelpha, mala hija y mala hermana, era tambien antes de serlo mala madre.

Maltrató á Jamné, que habia encontrado en sus mismos crímenes el castigo, abrió sus arcas y sus armarios, se apoderó de sus riquezas, se vistió como una sultana, y al dia siguiente abrió la tienda, y se puso á vender telas, joyas y perfumes, teniendo á sus pies al leon rojo en que yo habia trasformado á su hermano.

Y no sabes tú con cuanta rábia veia Jamné, en cuyo cuerpo de leon vivia su alma de hombre, á su hermana engalanada, hermosísima, magnífica, prodigando sus sonrisas á los compradores, y escuchando sus palabras de amor.

La tienda de la hermosa judía, que tenia á sus pies encadenado y manso á un formidable leon de Africa, llegó á ser la mas concurrida de Toledo: frecuentábanla los caballeros mas principales, y todos enamoraban á Zelpha, y ella los escuchaba á todos, pero solo se bajaban sus ojos y se estremecia su corazon ante un hombre.

Aquel hombre era Wamba.

Con asombro de todos los que conocian la severidad del noble godo, y su desprecio á las mugeres, le vieron concurrir á la tienda de la hermosa israelita y palidecer de celos cuando veia á esta hablando ó sonriendo con otro señor.

Zelpha queria irritar la pasion de Wamba, y se veia reducida á esperarlo todo de su amor, porque el amor que sentia por Wamba la dominaba haciendo inútil su ciencia de hechicera.

Wamba pasaba todos los dias por la tienda de Zelpha y entraba en ella con frecuencia la compraba telas, joyas y perfumes, la miraba mucho de una manera ardiente é involuntaria, pero no la decia una sola palabra de amor.

Un dia por la mañana, cuando Zelpha abria su tienda, y amarraba por la parte de adentro á su hermano, trasformado en leon, un esclavo negro se sentó á la parte de afuera de la tienda y se puso á mirar de hito en hito á la jóven.

—¿Qué quieres? le dijo esta con altivez.

—Si no te enojaras, lumbre de Dios, dijo el esclavo, yo te daria un mensage que traigo para tí.

—¿Tal es, que pueda ofenderme?

—Es un mensage de amor.

—¿Quién te envia?

—Un señor muy noble y muy rico.

—¿Cómo se llama?

—Wamba.

—¡Ah! dijo Zelpha.

—¿Qué diré á mi señor? preguntó el esclavo.

—Díle que esta tarde pasearé á la puesta del sol por las huertas del rey.

—¿Y nada mas?

—Nada mas.

El esclavo partió.

Zelpha cerró la tienda, porque necesitaba ataviarse deslumbrantemente para parecer mas hermosa á su adorado Wamba.

Entrelazó sus cabellos de diamantes y de perlas de los que habia amontonado su hermano, se vistió con las mejores túnicas de lino de seda y de brocado, que tenia para venderlas á precios exhorbitantes en la tienda, en todo lo cual invirtió mucho tiempo, comió de una manera suculenta á pesar de su impaciencia para que el ayuno no la robase sus bellos colores, y allá á la tarde, dejando encerrado y hambriento á su hermano, que rugia de hambre y de rabia, se envolvió en un largo velo que la cubria de pies á cabeza, y en paso lento se encaminó á las huertas del rey y se puso á vagar por entre las alamedas á las orillas del rio.

Vió bajar con impaciencia el sol al occidente y ponerse al fin.

Si Zelpha hubiese conservado para con Wamba su poder de hechicera, le hubiera evocado.

Pero Zelpha amaba, y el amor domina y no permite otra hechicería.

A punto que el sol se ocultaba, apareció por una avenida de la alameda un caballero ricamente vestido.

Zelpha le reconoció á pesar de la distancia, su corazon se agitó, y se sentó para esperar á su amado Wamba en una piedra al lado de la corriente.

Wamba llegó hasta ella.

—¿Serás tú acaso á quien yo busco?

—¿Y á quién buscais, señor? contestó temblorosa Zelpha.

—Busco á la doncella mas hermosa de Toledo.

—¿Será esa acaso la judía de la calle del Sol?

—¡Oh! ¡ella es á quien amo! Adios.

—¿Por qué te vas, señor?

—Voy á buscar á esa doncella.

—¡Oh! pues no sigas, señor mio, porque esa doncella enamorada está á tus pies.

Y Zelpha echándose atrás el velo, y descubriendo su resplandeciente hermosura, aumentada por sus resplandecientes galas, asió las manos de Wamba que la levantó en sus brazos.

Nadie los veia mas que la blanca luna que acababa de aparecer en el oriente.

XI

Por un postigo del muro de Toledo, entraban aquella misma noche una muger envuelta de los pies á la cabeza en un velo blanco, y un hombre envuelto asimismo, de la cabeza á los pies, en una clámide roja.

El hombre y la muger atravesaron las calles de la ciudad, subieron á lo alto, y el hombre se detuvo junto al muro de un frondoso huerto, y llamó á un postigo.

Un esclavo abrió, y el hombre y la muger entraron.

Siguieron adelante, y penetraron en una noble cámara estensa y hermosa.

Pero los adornos de aquella cámara eran banderas africanas, y los muebles severos, y las paredes desnudas de tapicerías.

Una lámpara de hierro la iluminaba.

Cuando estuvieron dentro, la muger se desenvolvió de su velo y el hombre de su clámide.

Eran Wamba y Zelpha.

Zelpha, durante muchos dias, permaneció al lado de Wamba.

Su tienda estaba cerrada, y los rugidos del leon hambriento asustaban á los vecinos y á los que pasaban por la calle.

Zelpha, sin embargo, no parecia.

XII

Pero llegó un momento en que Zelpha tuvo celos.

Celos, no ciertamente de una muger, sino celos de la guerra.

Wamba la habia dicho:

—Voy á partir á Africa.

—Llévame contigo, habia contestado Zelpha.

—Aquella tierra abrasa, tus megillas se quemarán bajo aquel sol ardiente, y luego... esponerte á los peligros... no, no: el guerrero, solo debe llevar al combate su lanza y su escudo.

Wamba era muy firme; Zelpha no tenia sobre él mas poder que el de su hermosura, y se acercaba el dia de la partida.

Zelpha quiso detenerle, y no pudiendo detenerle por su voluntad, pensó en valerse de un filtro.

Pero no queria confiarse á nadie, ni podia tampoco hacer el filtro en el palacio de Wamba.

Una mañana muy temprano, con el pretesto de ir á visitar su casa, salió del palacio de Wamba.

Al acercarse á la tienda, la sorprendieron los horribles rugidos del leon su hermano, y una espiral de negro humo que salia por encima de la casa.

—¿Qué será eso? dijo Zelpha.

Aquello era que Jamné, que aunque habia perdido la forma de hombre no habia perdido la inteligencia, hambriento, celoso, desesperado, habia llamado al infierno y hablaba conmigo.

Me pedia que yo le restituyese á su forma de hombre y á su poder de hechicero.

Pero yo no podia hacerlo, porque Jamné estaba hechizado por un conjuro invencible para mí.

—Pero le dije: Zelpha se acerca.

Jamné se echó á temblar.

—Y me maltratará, dijo, porque me aborrece y es cruel.

—Zelpha no puede maltratarte, le dije.

—¿Y por qué?

—Porque ha perdido su poder y su ciencia al perder su pureza entre los brazos de Wamba.

—¡Ah! esclamó Jamné en un rugido mezcla de dolor y de alegría; ¿conque Zelpha apagará la sed de mi amor?

—Recuerda que es tu hermana.

—¿Y qué me importa?

—Ofenderás á Dios, y Dios te castigará.

—Yo la amo.

—Si tu hermana es tuya, concebirá y tendrá una hija.

—No importa.

—Zelpha morirá al ser madre, y su hija heredará la ciencia y el poder que ella ha perdido.

-¡Ah!

—Y como has amado á tu hermana amarás á tu hija, porque estás maldito de Dios; y tu hija, que no le conocerá, será mas cruel contigo que lo ha sido Zelpha.

—¡No importa! esclamó rugiendo con mas fuerza Jamné, yo la amo.

—Pues héla que abre la puerta, le dije; quedad en paz.

Y desaparecí.

XIII

Lo que sucedió cuando Zelpha abrió la puerta fué horrible.

Jamné, irritado, hambriento, feróz, enamorado, tomó de su hermana una venganza completa.

Zelpha fué suya, y no solo fué suya, sino que fué su esclava.

Zelpha no volvió á ver á Wamba.

Habia partido á la guerra y estaba en Africa.

Jamné habia dicho á su hermana.

—Abre la tienda y vende; toma una esclava que te sirva, y tú y yo, ya que por tu crueldad y tu infamia me veo reducido á esta forma, que solo tú podias quitarme, y que ya no puedes porque has perdido tu poder, comamos y vivamos lo mejor posible. El daño que me has hecho se vuelve contra tí; te ves reducida á ser la amante de un leon, cuando podias haberlo sido de un hombre. Abre la tienda y toma la esclava, pero no pienses en mas, porque yo estaré siempre junto á tí y en cuanto intentares huir te despedazaré.

Zelpha hizo lo que Jamné la mandaba, porque tenia miedo.

Habia probado su poder mágico, y su antiguo poder no habia respondido.

Desde el momento en que habia perdido su pureza entre los brazos de Wamba habia perdido su poder, y habia quedado reducida á la condicion de una muger vulgar.

Jamné en cambio, habia recobrado todo su poder mágico menos para volver á su antigua forma.

En el tiempo preciso, desde que Zelpha habia caido de nuevo en poder de su hermano, dió á luz una hija.

Aquella hija, tenia los cabellos y los ojos del color de los del leon, y la piel dorada.

Pero era un prodigio de hermosura.

Zelpha, murió al darla á luz.

Jamné evocó á una hada maldita para que la criase, y la hada se presentó y amamantó á la niña.

Jamné la puso por nombre Asenéth, y quiso obtener por mí lo que no podia obtener por sí mismo.

Y repitiendo sus conjuros, me evocó.

—Génio, me dijo, cuando me presenté á él; un palacio encantado para guardar á mi hija, y criarla para mí.

Apenas habia dicho estas palabras, cuando se encontraron en un palacio magnífico.

Pero todo en él era rojo; el oro, las piedras preciosas, las columnas de pórfido, hasta las aguas que corrian de las fuentes.

Aquel palacio, era invisible para los que no conociesen su encanto, y estaba guardado por un lago de sangre.

Solo un hombre podia entrar en él, el hombre para quien habia nacido destinada Asenéth.

Hadas condenadas la sirvieron como esclavas, y mecieron su cuna durante su infancia. Génios invisibles y malditos, llenaban para ella los aires en armonía, y de encantos los sueños.

Para ella, el alcázar encantado no era rojo.

Tenia por do quiera, frescos y brillantes apartamentos en que corrian sobre fuentes cristalinas, aguas olorosas, hasta cuyas cúpulas subia el fragante humo de los perfumes; aquellos apartamentos, salian á deliciosos jardines donde habia cuantos árboles, cuantas flores, cuantas plantas crió Dios, para arrojarlas sobre el mundo, cada cual en su lugar y su estacion. Curvos y trasparentes lagos, relumbraban acá y allá en medio de los jardines, bajo un sol siempre eterno, siempre brillante, siempre de rayos tibios, en un firmamento siempre azul, por el cual solo pasaban nubecillas rosadas, nunca la densa y negra niebla de la tormenta.

Ella, que era espíritu de tinieblas, solo conocia al dia.

Ella, que era el producto y el castigo á un tiempo de un horrible pecado, no conocia los pesares.

La felicidad moraba en su alma, y amaba desde los primeros años, con toda su alma, con toda su voluntad á un ser que veia niño como ella, cuando era niño, mancebo cuando fué muger, á quien veia, digo, por todas partes, en las nubecillas rosadas del cielo, en el fondo de los lagos, entre las flores de los jardines, á la sombra de las enramadas, en los ángulos de sus retretes, entre el humo blanco y aromático de los pebeteros, y sobre los surtidores de las fuentes.

Asenéth oia su voz que le decia; yo te amo, en el murmurio de las aguas, en el vuelo de las brisas, en los cantares lejanos y perdidos que las hadas malditas entonaban para adormirla.

Y cuando se dormia, le veia en sus sueños; pero en sus sueños, como en su vigilia, jamás tocaba á aquel mancebo, ni se obstinaba por llegar á él: bastábale con ver su hermosura, con amarle, con sentirse amada de él. Asenéth, que habia heredado toda la ciencia que su madre habia perdido, que era por lo tanto mas sábia que su padre Jamné, sabia que al cumplir los quince años se decidiria su destino, que perteneceria á su padre si vencia al hombre de su amor cuando entrase en el palacio encantado, ó que perteneceria al hombre de su amor, si este le vencia.

Jamné, menos sábio que su hija, no conocia sus pensamientos.

La acompañaba continuamente como un perro, y se echaba á sus pies, y aunque la desesperacion y la terrible fiebre de que adolecia la fiera, en la cual se habia trasformado su hermana, le aquejasen, no rugia por no despertar ó incomodar á su hija con sus rugidos.

Para Jamné, el palacio encantado no era ni claro, ni fresco, ni oloroso.

Por el contrario, era horriblemente rojo, lleno de un aire cálido que abrasaba su pecho, y respiraba por todas partes el nauseabundo olor de sangre fresca que irritaba sus ardientes fauces.

XIV

Llegó, no la primavera del año, porque en el alcázar encantado todo el tiempo era una perpétua primavera para Asenéth, y un abrasador estío para Jamné, sino la primavera de la vida de Asenéth.

Faltaba únicamente un dia para que la doncella maldita cumpliese los quince años.

Aquella noche, cuando Jamné dormia á los pies del diván de su hija, Asenéth fijó en él una mirada sombría.

—Mañana, dijo, el diablo, mi esclavo, se pondrá á pescar en el rio, y si pasa por allí el amado de mi alma, le traerá á mis brazos.

Y si para entonces, tú eres leon, despedazarás á mi amado.

Pero si eres perro, mi amado le despedazará á tí y yo quedaré libre de mi encanto.

Y Jamné bien ageno de la crueldad de su hija, dormia.

Asenéth se levantó, fué á un ajimez de su retrete, y miró á las estrellas.

—Hablad para mí, dijo.

Y las estrellas temblaron en su inmensidad y enviaron á Asenéth trémulos resplandores.

Asenéth, leyó en aquellos resplandores las siguientes palabras:

—«Evoca al génio de la vida.»

—Poderoso génio de la vida, dijo Asenéth asiendo un amuleto obra del sábio rey Salomon, ven.

Apareció un génio horroroso.

Tenia cuatro pechos, cuatro ojos, cuatro manos y una cabellera de fuego.

En la una mano tenia una llave de oro, y en la otra una llave de plomo.

Su cabeza era de jóven, su pecho y sus brazos de hombre, su vientre hinchado y sus pies vacilantes.

Andaba en paso lento, pero no cesaba de andar.

Asenéth, siguió tras él, porque el génio no se detenia.

A medida que adelantaba, su paso se hacia mas rápido; marchaba por un camino rodeado de jardines.

—Poderoso génio, le dijo Asenéth: ¿sabes para que te he llamado?

—Sí. Tú temes a tu padre, tienes poder para trasformarle, para debilitarle y entregarle al furor de tu amante.

—Y dime: ¿mi amante le matará?

—No, dijo el génio, porque tú padre no ha cumplido aun su destino.

—Y dime, ¿cuál es el destino de mi padre?

—El de llevar al último límite la maldicion de su raza. Tu serás la ramera de tu padre.

Se estremeció Asenéth.

—¿Y no puedo evitarlo?

—Sí, si tienes valor para ello.

—¿Y qué he de hacer?

—Cuando mañana llegue á tí Ervigio...

—¿Se llama Ervigio, el amado de mi alma?

—Sí, y por tí morirá, ó por tí será rey.

—¡Será rey! dijo con altivez Asenéth, y yo seré reina.

—Tú serás la ramera de tu padre, si Ervigio no muere delante de tí despedazado por él.

—¿Y si yo eso hiciere?...

—Tú, has nacido destinada en tu pureza á Ervigio, tú le amas desde antes de nacer; tú por él has enloquecido; consentir en su muerte seria lo mismo que matar tu alma: Dios aceptaria tu sacrificio, te perdonaria por él, y perdonaria á tu familia. Tú habrias sido la víctima espiatoria.

—¡Matando á Ervigio!

—Sacrificándote en él.

—No, dijo con una inmensa valentía Asenéth.

—Tú y los tuyos caereis en el fuego eterno.

—No importa.

—¿Entonces para qué me has llamado?

—Para preguntarte cuantos son los dias de mi padre.

—Mas que los tuyos.

—¡Ah! ¿y cómo podré yo hacer para que los dias de ese maldito terminen mañana?

—De ningun modo.

—¿Pero puedo dejarle encantado en mi palacio?

—Dios romperá el encanto cuando llegue la hora del castigo.

—¿Pero Ervigio, será mi esposo?

—Será tu amante...

—¿No mas que mi amante?

—Ervigio cuando sea rey te abandonará.

—No le haré rey.

—No puedes, á no ser que le dejes despedazar por tu padre.

—Yo soy sábia, soy hechicera...

—Lo que está escrito, se cumplirá.

—Desaparece de mi vista, génio maldito.

El génio de la vida desapareció con estruendo en las entrañas de la tierra.

Asenéth se sentó pensativa bajo un árbol de sus jardines.

Brillaba una luna plácida y tranquila.

Y apenas se sentó, oyó cantar un ruiseñor.

Asenéth comprendia el lenguaje de las aves, y oyó que el ruiseñor decia:

—¿Qué haces tú ahí, hermana golondrina, desvelada en un nido ageno?

—Estoy muy cansada y no he podido llegar al alcázar de Toledo; me he parado en este ciprés, y sin embargo no he podido dormirme.

—¿Te ha sucedido algo que te aflija, hermana?

—Sí; esta mañana con el alba salí de Africa; allí quema ya el sol, y los manantiales están secos, rugen los leones sedientos y los vencejos caen sofocados de calor.

Yo habia dejado mi nido en el alcázar de Toledo, y dije á mi esposo:

—Amado mio, yo me voy á España, sígueme.

—Tengo que arreglar aquí unos negocios con nuestro rey, se acerca la grande partida, pero vete tu sola si el calor te sofoca, ya sabes el camino, arregla nuestra casa para cuando lleguemos.

Me despedí de él, y llegué á España cuando ya el sol quemaba.

Estaba muy cansada.

Volaba entonces sobre la hermosa tierra del Iliberis.

Mis alas estaban doloridas.

Abatí el vuelo sobre un frondoso bosque y me escondí con delicia en un sicomoro.

¡Ay hermano ruiseñor! estaba escrito que yo no reposase.

Apenas habia plegado mis alas y esponjado mis plumas, cuando he aquí que de una negra sima que se veia á poca distancia desde el sicomoro, salió un culebron enorme.

Yo me aterré y me dí por perdida, y no pude moverme.

Creí morir.

Pero el culebron, no reparó en mí.

Empezó á silvar, y yo entendia sus silvidos.

El culebron decia:

—Hermano lagarto, el de las escamas blancas, verdes y azules, ven.

Ven, hermano lagarto, el de las escamas azules, verdes y blancas.

Y se oyó ruido entre la yerba, y un lagarto enorme se asomó al borde de la sima y se puso á mirar á la culebra agitando la cola.

—¿Qué sucede, hermana mia? dijo el lagarto.

—¿Te acuerdas? dijo la culebra.

—¿De qué?

—De la tarde de horrores.

—¡Ah! ¿de aquella tarde en que un anciano de barba blanca, que venia montado en un asno, y acompañado de sus dos hijos, hombre y muger, se detuvo al pié de la acacia junto á la fuente?

—Sí. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo de que el viejo se apeó, se sentó junto á la fuente, sacó su hijo provisiones de unas alforjas, comieron él y su padre y su hermana, y luego el viejo se tendió bajo la acacia y se durmió.

—¡Sí! ¡sí! veo que te acuerdas, y te acordarás tambien de que los dos hijos del viejo eran muy jóvenes: el tendria veinte años y ella catorce. El era hermoso y fuerte, y ella delicada y pura como una flor.

—Sí, es verdad, dijo el lagarto; él se llamaba Jamné y ella Zelpha.

—¿Y eran judíos?

—Y malditos.

—¿Te acuerdas?

—El asno que era muy fuerte iba muy cargado y pacia la yerba; pero paciendo, paciendo, no quitaba ojo del viejo que dormia.

—¿Y no te acuerdas de mas? dijo la culebra.

—¡Vaya! me acuerdo de lo que dijeron los dos malditos, ¿y tú?

—Yo tambien.

—Jamné se acercó á su padre y le examinó atentamente: el viejo no se movia: entonces Jamné sacó de entre su hopalanda un largo y reluciente puñal, y acercó su hoja á la entreabierta boca de su padre.

La brillante hoja del puñal no se empañó.

—Nuestro padre no despertará, dijo Jamné á Zelpha.

—¿Y por qué? dijo Zelpha.

—Porque nuestro padre ha comido un dátil que yo traia guardado para él desde Africa.

Zelpha se encojió de hombros.

—De modo que, dijo, lo que el asno trae sobre sí, es nuestro.

—Nuestro es el tesoro de perlas, diamantes y telas preciosas que trae sobre sí el asno.

—¿Y dónde iremos á llevar esas riquezas?

—A la córte imperial de los godos, á Toledo. Pero para que no interrumpan el sueño de nuestro padre, acostémosle en un lecho eterno.




Asieron el cadáver de su padre,..... y le arrojaron en medio de la sima

—¿Y cómo abriremos ese lecho? no tenemos mas hierro que tu puñal.

—Aquí hay una ancha sepultura, dijo Jamné señalando á la sima.

—¡Ah! es verdad. El diablo nos esperaba, dijo sonriendo de una manera horrible Zelpha, y ha abierto la sepultura de nuestro padre.

—Ayúdame á arrojarle en ella, hermana.

—¿Y no temes que algun dia nos llame á esta sepultura la voz de nuestro padre? dijo Zelpha:

—Dios es Satanás, dijo impíamente Jamné, ¿te acuerdas, hermano lagarto?

—Vaya si me acuerdo, y me acuerdo tambien de que al escuchar aquella blasfemia me estremecí: los hombres son impíos, porque son soberbios, y una poca de ciencia les hace revelarse contra Dios: los dos hermanos malditos eran sábios, conocian la ciencia del mal, y como el dios del mal era quien les inspiraba, creian que no habia mas Dios que Satanás: Satanás, á quien el asesinato, el parricidio y la impureza son agradables. ¡Vaya si me acuerdo! Luego, los dos hermanos asieron el cadáver de su padre, el uno por los pies, y el otro por la cabeza, le mecieron un momento y le arrojaron en medio de la sima.

—Y luego, añadió la culebra, los dos miserables se acercaron al asno: ¿te acuerdas de lo que sucedió?

—Sucedió que el asno al acercarse el parricida, se volvió y le dió una coz en la frente y no le hizo daño, pero marcó sobre su frente maldita una mancha roja é indeleble.

—Así fué, así fué, hermano lagarto. Luego Jamné castigó al asno, montó en él á su hermana Zelpha, tiró del jumento y desaparecieron entre los árboles.

—Yo me quedé horrorizado, dijo el lagarto.

—Y yo tambien, añadió la culebra.

—Y yo, dijo la golondrina, que escuchaba todo esto, sentia que las plumas se me arrancaban de la carne, amigo ruiseñor.

—Los hombres son infames y réprobos, añadió el ruiseñor; se gozan en el mal: yo no los puedo ver.

—Ni yo: el año pasado me destruyeron mi nido.

—Y á mi hace pocos dias me mataron mi compañera, por eso canto tan tristemente.

—¡Pobre ruiseñor!

—¿Y no dijeron mas el lagarto y la culebra?

—Sí, sí dijeron: y yo los escuchaba, porque aunque tenia mucho miedo, tenia mas curiosidad.

—Hembra al fin, dijo el ruiseñor.

—Pues como decia, continuó la golondrina desentendiéndose en la observacion del ruiseñor, el lagarto y la culebra siguieron hablando, y yo escuchándolos.

—Tú y yo, dijo la culebra, cuando desaparecieron los dos infames, nos despedimos escandalizados y llenos de horror por lo que habiamos visto, tú te metiste en tu grieta y yo me bajé abajo á lo profundo, donde tú no has querido nunca bajar.

—Está aquello muy lóbrego y muy oscuro; y aunque tú me has dicho que en pasando de lo oscuro hay maravillas, he tenido miedo: en una ocasion quise bajar, y al llegar á cierto punto me volví asustado: se oia un ruido atronador, sordo, espantable.

—Es el alma de Abraham, el padre de Jamné y de Zelpha, que se revuelve rugiente y maldice de contínuo á sus hijos y á las generaciones de sus hijos.

—Y tiene razon, dijo el lagarto.

—Pero él se tuvo la culpa de lo que le sucedió: bien claro se lo dijeron los astrólogos.

—¿Y qué le dijeron los astrólogos? preguntó el lagarto.

—Oye la historia de Abraham.

El lagarto se acomodó en la yerba para oir mejor, y yo apliqué mi oido con cuanta atencion pude; mi curiosidad crecia.

—Hace veinte años, un médico judío que ya pasaba de los treinta, entró montado en un asno por una de las puertas de Damasco.

Aquel médico era Abraham.

Conocia las virtudes de las yerbas, y sabia hacer filtros; pero nunca habia hecho venenos ni invocado á Satanás: era demasiado caritativo para que pudiese hacer lo uno, y harto temeroso de Dios para que pudiese hacer lo otro. Siendo muy niño habia perdido á sus padres, y entrado á servir para que lo sustentase á un famoso médico árabe. Le acompañaba á las montañas y á los valles á buscar yerbas salutíferas, y luego á ver á los enfermos: en doce años que estuvo al lado del médico se hizo tan sábio como él, y conoció todas las yerbas que él conocia, y aprendió á curar todas las enfermedades que él curaba. Con el ejemplo del sábio árabe, que era muy religioso, se hizo creyente, temeroso de Dios, y caritativo y buen hombre.

El médico árabe le queria como á un hijo.

Y sin embargo, el mismo dia en que Abraham cumplia sus treinta años, y siendo ya muy viejo el médico árabe, éste le dijo:

—Ya eres hombre crecido, sabes todo lo que yo sé y no es bien que continúes en la servidumbre: te compraré un asno, una bolsa y yerbas medicinales, y te irás por el mundo á probar fortuna.

—Pero yo no quiero separarme de tí, que eres mi padre, dijo Abraham: quédante pocos años de vida y quiero estar á tu lado para cerrarte los ojos.

—Tú no puedes permanecer en mi casa, dijo el médico, porque si permaneces vendrá sobre tí y sobre mí una gran desgracia.

—¿Pero qué desgracia puede sucedernos, siendo como lo somos, piadosos y guardadores de los preceptos de Dios?

—No puedes permanecer en mi casa, dijo el anciano.

—Si tú me arrojares de ella, me iré, pero permaneceré en la ciudad esperando que pase tu enojo y que me llames á tí.

—Yo no estoy enojado contigo, pero te aconsejo y te mando que salgas de mi casa. Dios lo quiere.

—¿Y no me dirás el secreto de tu resolucion?

—No debo decírtelo. Vé, hijo mio, vé, que donde quiera que fueses, irá contigo mi bendicion.

Era tal y tan firme la resolucion del anciano médico, que Abraham se vió obligado á obedecer: tomó la bolsa y algunas ropas que le dió el viejo, montó en el asno y se alejó llorando y desolado; pero no salió de Alejandría, en cuya ciudad moraban, sino que se fué á vivir á un barrio fuera de los muros, y se dió á conocer como médico, y empezó á curar y adquirir fama, hasta el punto de que se hizo en muy pocos dias el médico mas famoso de la ciudad.

—¿Quién te ha contado esa historia, hermana culebra? dijo con acento de incredulidad el lagarto.

—Me la ha contado el alma del mismo Abraham, hermano lagarto, dijo ofendida la culebra; y si tú no hubieses sido cobarde y hubieras bajado al último suelo de la sima, al palacio encantado y maravilloso donde pena Abraham por desobediente á Dios, el alma de Abraham te hubiera contado tambien esta historia.

—No te ofendas, amiga culebra, dijo el lagarto; pero es tan maravilloso lo que me cuentas...

—Pues aun quedan mas maravillas.

—¿Y dime, por qué amando de tal modo á Abraham el viejo médico árabe le echó de su casa?

—Por que el viejo tenia una hija hermosísima.

—¡Ah! ¿y se habia enamorado de ella Abraham?

—No, porque Abraham no la conocia. El médico tenia escondida á su hija como un tesoro.

Porque Abraham era avaro y fundaba en su hija grandes esperanzas.

Leila-Fatimah era una doncella de diez y seis años.

Parecia que Dios se habia complacido en ella.

Si algun hombre la hubiera visto hubiera desfallecido de amor como á la vista de una hurí.

Su frente era un arca de pureza, sus ojos dos lumbreras de amor, sus cabellos redes de almas, y su cuello, y su seno, y su talle, atractivo de corazones.

Al verla en sus primeros años tan hermosa, el avaro médico dijo:

—Mi esposa me ha dado una perla: pues bien, embellezcamos esta perla; rodeémosla de atractivos, pulámosla y hagámosla tan hermosa que sea inapreciable.

Y la enseñó todo lo que sabia, que no era poco, y quiso que aprendiese lo que él no sabia, que era mucho.

Buscó á una maga y la pagó espléndidamente para que enseñase á Leila-Fatimah la ciencia de los astros y de lo infinito; pero del infinito que viene de Dios, no de lo infinito del mal, que viene del diablo.

Pero la maga era mala, y sin que lo supiese el viejo médico enseño á Leila-Fatimah la ciencia de lo oculto, y la hechicería y la cábala.

Y la ciencia hacia cada vez mas hermosa á Leila-Fatimah, dando á su mirada un brillo sobrenatural, á su frente una magestad irresistible, á su sonrisa un poder del infierno.

Y el anciano médico, cada vez que veia crecer á su hija en ciencia y en hermosura, se frotaba alegremente las manos y esclamaba:

—Cuando tú hayas llegado á la fuerza de tu juventud y á la cumbre de la ciencia, yo te llevaré á Damasco y te presentaré al califa. Y el califa se enamorará de tí, porque no podrá menos de enamorarse, y tú serás sultana, y yo seré wazir del califa, y tendré alcázares y tesoros, y esclavos, y recojeré al fin el fruto digno de mis vigilias durante tantos años.

Y cuando el codicioso médico vió que su hija era sábia, aunque era todavía niña, quiso que tuviese todo lo que hace amable á una muger, y buscó bayaderas y las llevó á su casa, y las bayaderas, espléndidamente pagadas, enseñaron á Leila-Fatimah las danzas lúbricas que ellas bailaban en las plazas, agitando sus panderetas al son de sus guzlas.

Y al poco tiempo Leila-Fatimah, bailaba como la mejor bayadera, tocaba la guzla y la tiorba y la guitarra, y repicaba las castañuelas como una hija de Egipto, y hacia hermosos versos, y cantaba como una alondra.

Y era mas: Leila-Fatimah amaba, porque el diablo la habia enseñado á amar.

Y era el amor de Leila-Fatimah ardiente y voluptuoso, como inspirado por el diablo.

Y soñaba con sus amores, sin objeto y se abrasaba en ellos, y como no veia á nadie, por que su padre la tenia casi emparedada, un dia en que el delirio de su amor de vírgen era mas intenso, evocó al diablo.

El diablo se la presentó en la figura de Abraham.

Abraham era muy hermoso, y Leila se enamoró de él.

Y fué á arrojarse en sus brazos.

Pero como el diablo era un espíritu, se le huyó.

—¿Por qué huyes de mí, luz de mis ojos, alegría de mi alma, agua fresca y cristalina de mi sed, dijo llorando Leila-Fatimah.

El diablo, que se habia propuesto representar á Abraham, la dijo:

—Yo no puedo ser tuyo, mientras viva tu padre.

—¿Y por qué?

—Porque entre estas paredes desfallezco, me ahogo; yo no puedo darte mi amor si no en medio de los jardines, á la luz de la luna, libres tú y yo como los pájaros que vuelan de una enramada á otra enramada.

—¿Y quién eres tú?

—Yo soy un discípulo de tu padre, médico como él, y como él sábio. Yo no puedo ser tuyo, porque como tu padre te guarda, me he valido de la ciencia para meterme en tus habitaciones convertido en un soplo de aire por las rendijas dé las puertas, y me he dejado el cuerpo fuera.

—Pero yo te veo; veo tus ojos, veo tu boca que me sonrie.

—Sí, sí, eso es verdad; es que mi espíritu toma la apariencia de mi cuerpo, pero para que te convenzas, llega á mí y áseme si puedes.

Leila-Fatimah se dirijió al diablo, disfrazado con la figura de Abraham, y aunque el diablo no huyó, solo cojió Leila aire.

—¿Y cómo te llamas? dijo jadeante de deseo la hermosísima doncella.

—Abraham.

—¿Y vives en la casa de mi padre?

—Sí.

—¡Oh! pues yo haré que mi padre abra las puertas de mis habitaciones para que pueda entrar tu cuerpo.

—Tu padre no consentirá, porque te guarda para el califa de Damasco.

—¡Para el califa, que será un señor muy sério y muy déspota que me tratará como á una esclava! dijo Leila-Fatimah; no, yo te amo á tí, y solo seré tuya: mi padre me ama y no me negará el ser tu esposa.

—Tú no serás mi esposa mientras tu padre viva.

—Mi padre me ama.

—Tu padre ama mas al oro, y espera que el califa le pague esplendidamente tu hermosura.

—¡Oh!¡oh! dijo Leila-Fatimah, en cuyos ojos apareció una espresion terrible: pues si eso es verdad, mi padre no me venderá al califa. Yo soy sábia, mas sábia que él, ¡oh! ¡oh! mi padre no me venderá al califa, y tú serás mio, yo te le juro.

—Ya eres muger y hermosa, y dentro de tres dias, tu padre te meterá en un palanquin y te llevará á Damasco.

—No me llevará.

—Lo veremos; tu padre se acerca, y yo me voy, quédate en paz.

Y el diablo, se desvaneció como humo.

Leila-Fatimah, se quedó desesperada.

Poco despues, sonaron llaves y cerrojos y puertas, y el severo médico entró en el retrete donde acurrucada en un diván estaba su hija llorando.

Al verla el médico, pálida y desolada, se aterró.

—¿Qué te contrista, alegría de mi vida, esperanza de mis canas? dijo el médico.

—Amo á un hombre, buen padre mio, dijo Leila fijando en él sus hermosos ojos negros llenos de lágrimas.

El médico, á pesar de sus años, dió un salto.

—¡Que amas!... ¡que amas á un hombre! esclamó temblándole la barba de miedo y de cólera. ¿Mas cuándo has visto á un hombre?

—Yo amo á tu discípulo Abraham.

—¿Pero dónde has visto tú á mi discípulo? esclamó en el colmo de su cólera, el médico.

—Yo le amo, y quiero ser su esposa, contestó Leila-Fatimah llorando como un niño voluntarioso.

—Tú no has nacido para ese perro judío, esclamó completamente fuera de sí el médico.

—Yo le amo y le quiero, repitió Leila llorando mas fuerte.

—Pero ¿cómo, cuando, donde le has visto?

Leila no quiso decir la verdad á su padre porque amaba á Abraham, y no queria esponerle á la cólera del viejo.

—Yo soy sábia, padre: un dia mi corazon se abrasaba en un fuego dulce y desconocido: tenia sed en el alma. Entonces evoqué á un génio y le dije:

—¿Por qué mi sueño es fatigoso; por qué lloro sin causa; por qué mi corazon se estremece, y mi alma está triste?

—Tú amas, me dijo el génio: has llegado á la edad en que el corazon de una vírgen se abre como el capullo de una rosa para recibir el rocío de la mañana.

El médico se desesperó porque no habia contado con la naturaleza, que habla al alma de las niñas aunque se las guarde en el fondo de un pozo.

Porque el amor nace con ellas, y llega un dia en que habla, y seduce y enloquece.

Y se arrepintió de haberla hecho sábia.

Pero quiso saber hasta el fin todo el secreto de los vírgenes amores de su hija.

—¿Y dónde has visto á Abraham? la dijo.

—¡Soy sábia! dijo con énfasis Leila.

—¡Ah! has buscado un hombre y ha venido á tí la imágen del que tenias mas cerca: pues bien, yo apartaré de tí ese peligro.

—Si le apartas de mí moriremos, padre, dijo con acento solemne Leila.

—¡Que moriremos! esclamó con espanto el médico.

—Sí, porque yo moriré sin su amor, y el remordimiento de haber causado mi muerte, te matará.

Leila, invirtiendo su pensamiento se habia sentenciado.

Un terror vago llenó de un frio apenador el alma del médico, y huyó encerrando de nuevo á su hija.

Procuró dominarse, sin embargo, y llamó á Abraham, y sin decirle la causa de su resolucion, le despidió.

Abraham, pues, que nada sabia, tomó la bolsa que le dió su maestro, el médico, montó en el asno, y se alejó de la casa.

XV

Apenas habia pasado una luna, desde que Abraham habia salido de casa de su maestro, de su segundo padre, cuando una noche llamaron á grandes golpes á la puerta de su casa.

Abrió y vió á uno de los esclavos del médico.

—Mi señor se muere, dijo el negro; se muere de una enfermedad desconocida, le han visto todos los médicos de Alejandría y ninguno ha podido descubrir la causa de su mal, tú eres el único que no le ha visitado, ven.

—¡Que mi padre, mi buen anciano padre se muere! esclamó todo asustado y trémulo el buen Abraham.

Se echó sobre los hombros su capellar, y sin toca para no detenerse, siguió á la carrera al esclavo negro.

Cuando llegó á la casa del padre de Leila, le encontró delirando.

El viejo no le conoció.

Algunos médicos estaban alrededor de su lecho.

—Esta es una lámpara que se apaga, dijo llorando Abraham, pero yo no sé que aceite pueda reanimarla.

—Ni yo.

—Ni yo.

—Ni yo, dijeron los otros médicos.

Revolviéronse los autores mas graves que tenia entre sus buenos libros el difunto, y en ninguno se encontró ni la mas leve noticia, ni la mas leve indicacion de la enfermedad misteriosa que mataba al viejo.

Y su vida se acababa, se acababa.

Y los médicos profundamente contrariados porque se veian en aquel momento ignorantes, miraban con cólera los progresos del mal, que se les reia en sus barbas acabando de una manera rápida, segura y cada vez creciente, con el enfermo.

Al fin, el viejo dió una gran voz pronunciando el nombre de su hija en acento amenazador como si la hubiera emplazado ante la justicia del Altísimo, y espiró.

En aquellos momentos, el diablo, que estaba delante de Leila-Fatimah, bajo la figura de Abraham, dijo á la infame virgen parricida:

—He cumplido tu voluntad, tu padre no te venderá al califa de Damasco, porque tu padre ha muerto.

Y la maldita parricida se levantó de sobre su diván, y esclamó:

—Al fin soy libre como las aves de la selva, y el aire del firmamento, y la luz del sol, soy sábia, y buscaré á mi amado y me uniré á él.

Al mismo tiempo, los médicos uno tras otro contrariados y cabizbajos, salieron de la casa.

Solo se quedó en ella Abraham, pálido, consternado y lloroso, velando los restos de su maestro.

XVI

Al fin, el cadí y los ministros de justicia, fueron á la casa, y mandaron sacar el cadáver y sepultarle.

Abraham, se fué con la túnica rasgada, descalzo y con la cabeza baja en señal de luto tras el féretro do su maestro.

Cuando le enterraron, aun quedó en el cementerio sentado sobre el montecillo de tierra removida de su sepultura.

XVII.

Entre tanto, el cadí recorria la casa del difunto, y hacia inventario de sus riquezas.

Porque el médico, cuyo único pecado era la avaricia, habia amontonado inmensos tesoros.

Encontraron ánforas llenas las unas de oro acuñado, las otras de perlas, las otras de diamantes, y de piedras inestimables otras muchas.

Todo esto, lo habian encontrado en un sótano tapiado.

De buena gana el cadí se hubiera quedado con todo aquello, porque el difunto habia disimulado de tal modo por avaricia su riqueza, que todos le creian pobre.

Pero iban con él muchos ministros de justicia, y los dos esclavos negros, y la esclava cocinera del médico, y se vió obligado á ser justo y recto, y á hacer un fiel inventario.

—Gran herencia encuentra aquí el califa, dijo el cadí que creia que el médico habia muerto sin herederos.

—Te engañas, dijo uno de los esclavos, porque nuestro señor tiene una hija.

—Lo ignoraba, dijo el cadí con alegria, porque tratándose de un heredero muger, creyó que le seria facil abusar de su ignorancia y quedarse con parte de la herencia.

—Nada tiene de estraño que no lo supieras, dijo la esclava, porque mi señora es muy hermosa, y su padre la recataba mucho, y la tenia siempre encerrada de modo que ningun hombre la ha visto, ni ella ha visto á ningun hombre.

—¡Ah! ¡ah! he ahí una buena crianza, dijo el cadí; vuestro amo era un varon sábio y justo y temeroso de Dios, y no hacia como esos padres que dejan ver á todos la hermosura de sus hijas, y comercian con su impureza. Y en verdad, en verdad, dijo el cadí que examinaba unos pergaminos del difunto, he aquí una escritura en que vuestro amo declara que tiene una hija llamado Leila-Fatimah (hermoso nombre), y declara para en el caso de que le sorprenda la muerte, que no tiene otro hijo y que esa doncella es la heredera de todas sus riquezas. ¿Quién habia de creer que vuestro señor era tan rico y que tenia por hija una tal joya?

Y el cadí se hizo conducir á las habitaciones de Leila-Fatimah, á la que encontró durmiendo apaciblemente ó fingiendo que dormia.

Sus esclavas doncellas que la servian tan emparedadas como ella, la despertaron y Leila salió soñolienta y admirada á recibir al cadí.

Al saber que su padre habia muerto, Leila fingió la mayor desesperacion; se mesó los cabellos, se rasgó los vestidos y maldijo la hora en que nació para ver morir á su padre.

Satanás, escondido en un rincon del retrete, se reia, enseñando sus negros colmillos, del fingido dolor de Leila-Fatimah.

Entrególa el cadí las riquezas de su padre, la saludó con las frases mas pomposas, la deseó fecundos consuelos, y llamándose su esclavo, salió de la casa con sus gentes.

Leila-Fatimah, protestando que queria quedarse enteramente sola para llorar á su padre y dejarse acabar por el sentimiento, dió á cada uno de sus esclavos la libertad y algunas monedas de oro, y los despidió.

Los esclavos salieron de la casa como los pájaros á quienes una mano compasiva abre la jaula donde han estado encerrados largo tiempo, y bendijeron la muerte del viejo médico, que aunque los habia tratado bien, porque no era malo, los habia tenido largos años enflaquecidos y hambrientos, porque era avaro.

Leila se quedó en su casa enteramente sola.

Entonces, valiéndose de su ciencia mágica, evocó al diablo.

—Aquí estoy, señora mia, dijo Satanás presentándose como siempre, bajo la figura de Abraham, ¿qué me quereis?

Leila fué á arrojarse entre sus brazos, pero el diablo se le huyó.

—¿Por qué no ha entrado hasta mí tu cuerpo con tu alma? dijo la enamorada jóven: ¿no están abiertas mis puertas?

—Yo no tengo cuerpo, dijo el diablo.

—¿Pues quién eres tú? dijo asombrada Leila-Fatimah.

—¿No te lo dice tu ciencia?

Leila se reconcentró, miró fijamente al diablo, y esclamó:

—¡Ah, tú eres Satanás!

—Al fin, me has mirado con los ojos de la ciencia y no con los del corazon, y me has reconocido.

—¿Y Abraham? dijo Leila.

—Está llorando sobre la sepultura de tu padre.

—¿Y no piensa en mí?

Abraham no te conoce.

—¿Pues no ha hablado su espíritu conmigo?

—He sido yo que he tomado su figura.

—¿Y no me amará Abraham?

—Sí, si tú quieres.

—Quiero presentarme á él como una hada.

—Hazlo, eres sábia.

—No puedo, yo soy sábia para hechizar, para enamorar, para matar; conozco el lenguaje de las estrellas, puedo obligarlas á que me digan lo que ha de suceder; pero no puedo trasladarme con el pensamiento á donde mejor quiera, no puedo trasformarme, no puedo construir en un momento un palacio, y yo lo quisiera hacer.

—Entre las joyas que ha dejado tu padre, hay un poderoso talisman.

—¿Y qué talisman es ese?

—Un abanico de oro, perlas y plumas. Búscale.

Leila fué al lugar donde estaba el tesoro que su padre habia amontonado, y despues de revolver mucho encontró un precioso abanico, formado de plumas de los mas raros colores, y como no habia visto ninguno de ninguna ave Leila: su mango era de oro con cercos de perlas, de diamantes y de rubíes, y este sujeto por una cadena de oro á un brazalete que se cerraba con una pequeña llave hecha de una esmeralda, pendiente del brazalete, que deslumbraba con la riqueza de sus piedras, por una sútil cadena.

—Tu padre prestó á un wazir muchos miles de doblas sobre ese abanico, el wazir se obligó á pagarle el préstamo en un tiempo dado, trascurrido el cual el abanico seria de tu padre.

El wazir habia robado su abanico del tesoro del califa, donde estaba de padres á hijos, desde que un ángel dió de parte de Dios ese talisman á Fatimah la santa, madre del Profeta.

Las plumas son de aves del paraiso, y el oro y las piedras, cogidas en los valles del Edém.

Un arcángel le fabricó, y Dios le dió la virtud que tiene.

El califa no solo no sabia la virtud de este talisman, sino que ni tampoco conocia su poder. El wazir creyéndole simplemente una alhaja de precio incomparable, le empeñó á tu padre, porque como lo habia robado al califa, no queria tenerlo en su poder.

Tu padre, le guardó entre sus tesoros, sin saber tampoco cuanta era su virtud.

Pero yo, que te he dado el filtro que ha apagado la vida de tu padre, te doy tambien ese talisman.

—¿Y cuál es su virtud? dijo Leila.

—No te lo diré si no me lo pagas.

—Ya te he dado mi alma por la vida de mi padre.

—Dame las almas de tus hijos.

—¡Oh! eso no.

—Pues bien, Abraham no te amará.

—Y si te doy mi descendencia...

—Abraham será tuyo.

—Pues te la doy.

—Firma aquí, dijo el diablo poniendo un pergamino escrito con fuego delante de los ojos de Leila-Fatimah: firma con tu sangre.

Leila se arrancó un alfiler de oro de su peinado, y se rasgó un dedo.

Corrió la sangre, y con ella firmó la jóven el escrito que el diablo le habia presentado, y que era una escritura solemne, por la cual Leila cedia su descendencia al espíritu de las tinieblas.

—Dime ahora la virtud de ese talisman.

—Tiene muchas: en primer lugar, á ese talisman obedece un génio.

—¿Y cómo he de hacerle aparecer?

—Cuando quieras hablarle, ponte el abanico primero sobre el corazon, luego sobre los ojos, y últimamente sobre la cabeza. Luego di por tres veces: génio esclavo del abanico de Fatimah la Santa, ven.

Leila, estaba impaciente por conocer la virtud del talisman, é hizo lo que el diablo le habia dicho.

Inmediatamente la habitacion en que la jóven estaba, se llenó de un humo rojo y denso, que se fué haciendo mas denso, hasta que se convirtió en una nubecilla; luego la nubecilla, cayó al suelo, se prolongó, se adelgazó, tomó formas, y apareció un hombrecillo, tal y tan diminuto, como el dedo índice de Leila, que era muy pequeñito.

Aquel hombrecillo, saltó del suelo y se asió al broche del seno de Leila, y la miró con unos ojillos relucientes y negros como los de un pequeño raton.

Era de color cobrizo, con la nariz larga, el rostro largo y la barba puntiaguda: tenia puesto un gorro dorado, y el diminuto cuerpo vestido con un sayo dorado, en la mano tenia una vara delgada y larga como una fina aguja, y en la punta de la vara un cascabel que sonaba, sonaba sin cesar; y el geniecillo se reia mirando á Leila-Fatimah.

Leila se desaferró del broche de diamantes de su seno, y al genio le puso sobre la palma de su mano.

—¿Qué quieres? la dijo el genio haciéndola un mohin y dando una cabriola y con una vocecita como la de un pájaro.

—Quiero un palacio mas rico que el del sultan de la India.

Inmediatamente Leila se encontró en un magnífico y resplandeciente alcázar, dentro de un pabellon desde el cual y entre columnas de resplandecientes mármoles, se veian torres y muros dorados, y mas allá de los muros, jardines y lagos y horizontes azules.

El diablo habia desaparecido.

El alcázar era sonoro.

Parecia exhalar de sí una música deliciosa que convidaba al sueño.

Anchos y blandos divanes ofrecian reposo.

Fuentes de aguas olorosas refrescaban y embalsamaban el ambiente.

Todo aquello era magnífico.

—Quiero que venga aquí el tesoro de mi padre, añadió Leila.

Anforas, cofres y sacos aparecieron en el centro del retrete.

—Quiero que guarde ese tesoro un arca de hierro pulimentado como un espejo, bellamente labrado, y que solo se abra cuando le toque yo.

Cubrió el tesoro una magnífica arca que deslumbraba por su brillantez, cerrada con siete candados y cubierta de peregrinas labores.

Leila llegó al arca, y al tocarla, el arca se abrió.

Cada parte del tesoro estaba en un compartimiento separado, aquí las perlas, acullá las piedras, cada una segun su género, y las monedas de oro y plata, cada una segun su valor.

—Quiero un bruñido espejo de plata, dijo Leila despues de haber cerrado el arca, y trasladádose á otra magnífica habitacion.

Apareció un espejo gigantesco de resplandeciente plata, en que se reprodujo enteramente la hermosa figura de la jóven.

—Quiero parecer mas niña, dijo Leila.

—¿Mas niña? esclamó el génio: eso no puede ser: aun no has cumplido los quince años y tu juventud es fuerte, rica, incomparable como el primer verdor de la primavera.

—Quiero parecer mas niña y ser mas muger, dijo Leila.

Y entonces, pareció como que su semblante resplandecia, como que sus ojos deslumbraban, como que sus cabellos se hacian mas finos y mas pesados y mas bellos sus rizos y mas negros: y se levantó su estatura, y se alzó su seno y sus brazos, y su cuello y las demás partes de su cuerpo, se volvieron tales, como solo Dios puede imaginar para hacer un ángel muger.

Y Leila-Fatimah, se veia desnuda en el espejo y sonreia orgullosa á aquella nueva hermosura que no habia desfigurado ni una sola de sus formas, porque Dios habia ya criado á Leila demasiado hermosa.

—Quiero que se peinen mis cabellos y se adornen de joyas, dijo Leila.

—Me estás convirtiendo en tu esclava, dijo el génio:

—Lo quiero.

Los hermosos cabellos de Leila, se trenzaron, rodearon su cabeza, cayeron en rizos y en lazos junto á sus megillas, y sobre sus hombros y sobre su seno, y entre ellos brillaban racimos de perlas y de diamantes y de rubíes y de corales, formando al rededor de su cabeza una como corona de hojas de vid con fruto.

—Quiero un hermoso collar para mi garganta y unas hermosas arracadas para mis orejas, y brazaletes y ajorcas para mis brazos y mis piernas.

El génio cumplió la voluntad de Leila.

Y no parecia sino que aquellas joyas habian sido buscadas á propósito para realzar la blancura y la belleza de la jóven.

—Quiero un ceñidor interior para mi cintura que defienda mi pureza y me haga invulnerable y fuerte, capaz de vencer á uno, á diez, á un cuento de caballeros armados.

—Te basta para eso con tu hermosura y con tus ojos, sultana, dijo el génio: ¡qué hermosa eres, señora mia! ¡qué hermosa! yo te amo.

—¡Ah! ¡ah! ¡ah! dijo riendo la jóven, ¿y cómo harias tú para satisfacer tu amor?

El génio saltó de la mano al redondo y blanquísimo hombro de Leila, y la mordió en su incomparable cuello.

Leila dió un grito agudo, se puso de repente pálida como si no la hubiese quedado una sola gota de sangre en las venas, pero aquella palidez aumentó su hermosura.

Leila se sintió desfallecer.

Un ardiente fuego, el fuego de un volcán, llenaba sus venas, y la consumia.

Su vida se habia multiplicado.

El resplandor de su hermosura se habia hecho irresistible.

—Vuelve á mi mano, maldito, esclamó Leila.

—¡Oh! ¡qué hermosa, qué hermosa eres, sultana mia! esclamó el génio volviendo de nuevo á la mano de la jóven. Tú no sabias el peligro que corrias conmigo, ¿no es verdad? dijo el génio. Pero ya no tiene remedio; tú tendrás siempre una sed inestinguible de amor, sufrirás eternamente el infierno de tu pecado, y amarás como no ha amado otra muger sobre la tierra.

—¿Y no veré satisfecho mi amor?

—Tú serás muy feliz durante algunos años, ¿pero que serán esos años? un instante, menos que un instante en la eternidad: Satanás ha sido muy cruel contigo: porque tú has sido muy cruel con tu padre.

—¿Quién se acuerda ahora de aquel viejo avaro que me tenia emparedada?

—Dices bien: ¿á qué acordarse de eso? tu padre duerme tranquilo en la tumba.

—Quiero ver á mi adorado, dijo Leila dejándose caer sobre un diván.

—¿Y vas á recibirle así? es virtuoso y casto, y tu desnudez le sonrojaria.

—Vísteme de túnicas de luz, dijo Leila.

Inmediatamente lucientes y finísimas túnicas cubrieron á la jóven.

Leila entonces parecia un astro caido del firmamento.

Pero sus resplandores no ofendian á la vista.

—Quiero ver á mi amado, ¿dónde está?

—Llorando sobre la tumba de tu padre.

—Que se sequen sus lágrimas, y que sienta mi amor en su corazon.

—Ya no llora y se estremece dulcemente alhagado por un fuego desconocido.

—Ahora, llévame con mi palacio á Damasco.

—Mira por aquella ventana, ¿qué vés?

—Veo fuertes torres á la luz de la luna, dijo Leila.

—Aquel es el alcázar del califa.

—Veo á los pies de la altura donde está ese alcázar una ciudad cubierta por la sombra.

—Esa ciudad es Damasco. ¿Qué mas quieres?

—Quiero que al despertar mañana, el califa vea mi resplandeciente palacio; que lo vean desde la ciudad, y que vean esclavos en sus pórticos, y que dentro haya bailarinas que me alegren, y doncellas que me sirvan, y músicos que me recreen.

—Mira, dijo el génio; ¿vés allá entre las quebraduras de una distante sierra una lucecita?

—Sí.

—¿Sabes dónde arde esa lucecita?

—No.

—Voy á mostrártelo.

—Leila, se encontró en una cabaña miserable; en ella un anciano y un jóven lloraban desconsoladamente junto á una muger jóven y hermosa, pero enferma y enflaquecida, que moria.

—¿Y á qué me has traido aquí? dijo Leila.

—Escucha, esas pobres gentes son labradores.

—¿Y qué me importa?

—Escucha, los años anteriores han sido malos, no solo no han podido esos infelices pagar su tributo al califa, sino que se han privado de lo mas necesario; hace quince dias que los encargados de cobrar las contribuciones del califa, fueron á esa choza, y á pesar de las lágrimas de esa familia, se llevaron los dos jumentillos con que araban sus tierras, su cabra, sus semillas y hasta su lecho; esa familia hace quince dias que está hambrienta; el padre y el hijo se han sustentado con yerbas y raices, pero la pobre Haraxa, no ha podido resistir y muere entre los brazos de su padre y de su esposo. Invocan á Dios, ¿no los oyes? tú tienes poder; díme: levanta del suelo á esa muger, y la levanto; dales pan y medios de vivir y de ser felices, y se lo doy; ¿no ves lo que pende del pecho de esa desgraciada? un niño que procura amamantarse del pecho exhausto y no puede.

—¿Y que tengo yo que ver con eso? dijo con dureza Leila; yo me abraso de amor. Llévame á mi alcázar.

—Héte en él, pero no tienes caridad: Dios, que hizo ese talisman de que soy esclavo, le construyó para la santa Madre de su Enviado, ¡oh, y cuán diferente uso hacia en su poder aquella alma noble!

—Calla.

—Un momento, señora mia: lo que tú no has querido hacer con una pobre familia lo ha hecho Dios; los habia castigado porque la prosperidad los habia hecho un tanto soberbios, los habia reducido á esa cabaña, á esa desdicha. Pero han invocado con fé á Dios, eran buenos, y Dios los ha enviado un ángel en figura de peregrino.

Con el ángel, ha entrado la Providencia de Dios en la cabaña.

Han tenido alimento, y el ángel les ha dejado al partir un saco lleno de oro.

—Has que venga naturalmente atraido á mi, mi adorado Abraham, dijo Leila.

—Tú no tienes caridad. Hélo aquí que viene.

—Vete, dijo Leila.

El génio saltó de la mano al suelo, y desapareció como habia aparecido, desvaneciéndose en humo.

XVIII

—¿Sabes hermana culebra, que tu cuento me está maravillando? dijo el lagarto. ¿Crees tú que eso pueda haber sucedido?

—Eso y mucho mas puede hacer Dios, que es Todopoderoso, hermano lagarto.

—Sí, sí, pero esa muger endemoniada....

—Dios la castigaba con sus mismas pasiones. Cuando el alma de Abraham, que está allá abajo penando donde tú no te has atrevido á bajar, me contaba esto, la desdichada alma se estremecia.

—Sigue, hermana culebra, sigue; tengo impaciencia por saber el fin del cuento.

—Pues escucha, hermano lagarto, y aprende y escarmienta.

—Yo, añadió la golondrina, hermano ruiseñor, escuchaba sin dormirme aunque estaba muy cansada.

—Como te escucho yo, amiga golondrina, dijo el ruiseñor, y como te escucha esa maldita Asenéth, que como Leila-Fatimah, quiere matar á su padre por gozar sus amores.

—¡Oh! esclamó Asenéth, pájaros habladores, seguid, seguid vuestro cuento de los amores de la maga con el judío Abraham, mi abuelo.

La golondrina, calló un momento como quien recuerda, y luego continuó:

XIX

La culebra siguió diciendo á su amigo el lagarto:

—Entre tanto, el buen Abraham, que habia dejado de llorar de repente, y se habia sentido inflamar por un fuego dulce y desconocido, olvidó enteramente á su protector, y saliendo del cementerio montó en su asno, y se volvió hácia un lugar donde le llamaba una fuerza misteriosa que le atraia, le atraia, sin que fuese poderoso á contrarestarla y sin saber á dónde.

Y el asno andaba con la velocidad del Borac, y la tierra se quedaba rápidamente atrás, y parecia un rio que huia.

Y antes del amanecer, Abraham se encontró no lejos de una populosa ciudad y á la puerta de un jardin deleitoso.

En medio del estensísimo jardin, habia un palacio resplandeciente que arrojaba sobre el jardin y sobre los montes una luz diáfana, mas diáfana que la de la aurora.

El asno se detuvo en la puerta del jardin, levantó la cabeza, abrió sus narices al viento y rebuznó.

En el momento se abrió la puerta del jardin, y aparecieron muchos esclavos negros.

—¿Eres tú, dijeron, el sábio médico á quien nuestra señora espera?

—¿Y quién es vuestra señora? Yo al ver la hermosura de estos sitios y los resplandores de aquel palacio, habia creido que Dios el Misericordioso, me mostraba su jardin de Hiram.

—Estos no son los jardines de Hiram, sino los de nuestra señora, que está enferma y te espera.

—¿Es acaso la sultana de este imperio vuestra señora?

—Nuestra señora es la poderosa maga Leila-Fatimah.

Al oir la palabra maga, Abraham invocó á Dios, y le invocó tan de corazon, que fueron inútiles para con él en aquel momento los hechizos de Leila-Fatimah.

Revolvió su asno, y escapó á cuanto correr pudo el asno por la campiña.

El cuadrúpedo tomó por una senda, y al fin de ella se paró delante de un humilde edificio.

—Loado sea Dios, que me trae á su santa casa, dijo Abraham.

En efecto, el asno se habia detenido en una pequeña mezquita, donde hacia penitencia un hombre de Dios, un santo morabitho.

Abraham descabalgó de su asno, y entró en la mezquita.

El morabitho estaba prosternado delante del mirab.

Prosternose tambien Abraham, y oró.

Cuando se levantó, vió delante de sí al morabitho, que era un anciano de barba blanca.

—¿Qué buscas ante Dios? dijo el morabitho.

—La tentacion me ha acometido, hermano, dijo Abraham, cuando oraba esta noche sobre la sepultura de mi padre.

—Dios solo es veráz, y Satanás es pérfido; lleno de lazos tendidos por el demonio está el camino de la vida: dichosos los que, como tú, acuden en sus tribulaciones á Dios.

—Es que me siento vacilar, hermano mio.

—¿Qué te dice el diablo?

—Ha llenado de amor mi corazon.

—Amar puede el hombre; para él ha nacido la muger.

—Pero mi amor es ardiente, desenfrenado.

—Recurre á la penitencia.

—Mi corazon vacila.

—Véncele.

—¿Querrás consultar la voluntad de Dios en las estrellas, hermano?

—Las consultaré por tu amor, porque te veo lleno de tribulacion.

—Dios te lo pagará.

—Quédate entre tanto conmigo, bajo el amparo de la casa de Dios.

XX

Entretanto, Leila se paseaba furiosa por el magnífico alcázar, viendo que Abraham se le huia.

Consultaba al génio esclavo del abanico de Fatimah la Santa, y el génio se le reia diciéndole que no podia nada contra Dios.

—Pero Abraham saldrá alguna vez de la mezquita, decia la enamorada maga.

—Cuando salga te prometo traértelo. Entretanto, y para que te diviertas, te voy á traer al califa que se ha asombrado al ver levantarse desde sus miradores este magnífico alcázar que yo he construido para tí.

—En efecto, el califa al ver aquellas altas torres, y aquellos magníficos jardines que el dia anterior no existian delante de su palacio afrentándole con su hermosura, llamó á los sábios y les dijo:

—¿Qué alcázar es aquel resplandeciente que se levanta sobre un monte donde ayer era un llano cubierto de viñas?

Los sábios miraron y se restregaron los ojos, porque dudaban.

Y del mismo modo las gentes de Damasco se asomaban á los terrados de sus casas, maravilladas de aquello.

Y los sábios dijeron al califa:

—Artes mágicas debe haber en esto, porque ni los hombres pueden hacer una obra tan grande en tan poco tiempo, ni el mas sábio trabajando toda su vida podria idear una obra tan magnífica.

El califa envió á su wazir para que se informara de aquello.

El wazir volvió asombrado y enloquecido.

—No vayas, señor, le dijo, á ese alcázar, porque en él encontrarás una muger tal y tan hermosa que perderás tu alma.

Esto mismo incitó con mas fuerza al califa para ver aquella peregrina hermosura que, como una perla en su concha, se escondia en una obra tan magnífica.

Hízose preceder por sus esclavos, montó en un caballo blanco, y precedido de su córte se encaminó al alcázar misterioso.

XXI

—Hé aquí que el califa de Oriente se acerca, dijo el geniecillo a Leila-Fatimah. Mira si quieres ser sultana.

—Por Abraham maté á mi padre, y solo de Abraham seré, dijo la vírgen maldita.

—¿Pero no recibirás al califa?

—Sí, le recibiré, y le enloqueceré, para que me sirva.

—Pues ya se acerca.

—Vete, pues.

Poco despues, un esclavo eunuco tocaba con una varita de oro á la puerta del retrete de la jóven.

Levantóse ésta del diván, abrió la puerta, y al verla tan resplandeciente y tan hermosa, el califa su prosternó.

—¡Levántate, Walid, emir de los creyentes, dijo Leila; y no te prosternes ante tu esclava!

Y alzó al sultan.

Luego cerró la puerta y se quedó sola con él.

Walid, que aun era mancebo, desfallecia de amor.

Leila le hizo sentarse en el diván, y se sentó junto á él.

—Clara y dichosa ha sido el alba en que has aparecido junto á Damasco, cabeza de mi imperio, sultana de las huríes, dijo el califa. ¿Por qué has venido á alegrar esta tierra con tu hermosura?

—Venia á buscarte, señor.

—¡A buscarme! ¿será acaso que Dios se ha propuesto premiarme por mi fé y por mis victorias contra los infieles, y me envia un pedazo de su paraiso, y con él un arcángel del sétimo cielo?

—Dios me envia á salvarte, señor.

—¿A salvarme dándome tu amor?

Mi amor no puede ser de los hombres de la tierra.

Walid se prosternó.

—¡Oh! poderoso génio, esclamó: ¿por qué te han visto mis ojos, si no ha de ser mia tu hermosura?

—No pienses en el amor, cuando Dios me envia á salvar tu imperio.

—¿A salvar mi imperio?

—Si los hijos de Abbas despliegan en silencio la sangrienta bandera contra los hijos de Omeya: ¡ay de tí, y ay de los tuyos, si yo por mandado de Dios no te revelase la traicion que se acerca á ti en silencio!

—¡Habla, poderoso génio! dijo Walid, aterrado por aquella oscura profecía.

—Ven acá, dijo Leila, llevándole á un mirador: ¿ves aquella mezquita en el valle junto á la vertiente de la montaña?

—Allí mora un santo.

—Allí mora la traicion.

—¿La traicion dices?

—Sí, en aquella mezquita se oculta un sábio médico llamado Abraham, que viene á alentar á los partidarios de Abul-Abbas.

—¿Y qué he de hacer, poderoso génio?

—Escucha; cuando medie la noche, rodearás tú mismo con tus gentes aquella mezquita.

—Lo haré.

—Sacarás fuera al morabitho y al hebreo Abraham.

—Lo haré.

—Despues te llevarás á esos dos traidores á la alcazaba, y los encerrarás en una mazmorra.

Sí, ¿y luego?

—Luego... mira... primero crucificarás al morabitho.

—¿Y despues?

—Despues cortarás por ti mismo la cabeza, y á solas con él encerrado en su mazmorra, al hebreo Abraham.

—¿Y habré salvado mi corona?

—Tu corona, tu familia y tus parciales.

—¿Y despues no me amarás tú?

—Consiste eso en la voluntad de Dios.

—¡Oh! yo serviré de tal modo á Dios, que Dios me recompensará dándome tu amor.

—Sí, yo te amo... dijo lánguidamente Leila.

—¡Ah! ¡sol ardiente de mi alma! esclamó Walid.

—Pero no te daré mi amor hasta que hayas esterminado á los traidores y á los impíos.

—¡Oh! pues los esterminaré.

Y el califa y Leila siguieron hablando familiarmente hasta la caida de la tarde.

Walid cada vez mas enamorado: Leila cada vez mas traidora con él.

Pero á pesar de su amor, Walid se sentia dominado, sujeto por un poder invencible.

Y era que protegia la pureza de Leila el cíngulo mágico que rodeaba su cintura.

El califa salió del alcázar de Leila al empezar la noche, afirmándola que haria pedazos á los traidores y que volveria al dia siguiente.

Cuando el califa salió, Leila-Fatimah se puso el abanico sobre el corazon, sobre los ojos y sobre la cabeza, y llamó al génio.

El génio acudió.

—El califa sacará á la media noche á Abraham de la casa de Dios, le dijo: prepárate á hacerle venir.

—¿Y vendrá?

—Vendrá.

Ahora prepárame mi aposento nupcial, y aumenta mis galas y mi hermosura.

El geniecillo al escuchar aquel mandato, soltó una carcajada tal, y tan siniestra, que aterró á Leila.

—¿Por qué te ries, dijo la maga?

—Me rio por la locura de tu amor, contestó el génio: pero ya he hecho tu cámara nupcial, y he aumentado tu hermosura y tus galas: ven á ver mi obra, y á mirar tu belleza.

Y ella fué á examinar aquel nuevo milagro del génio.

XXII

Llegaba la media noche.

El anciano morabitho de la mezquita del valle, consultaba tristemente las estrellas.

Junto á él estaba Abraham.

—El espíritu del mal te persigue, dijo el morabitho al hebreo.

—¿Y cómo podré conjurarle? dijo este.

—La muerte se acerca: si la arrostras sin temblar serás salvado, pero si no caerás en poder de Satanás y te perderás.

—¿Y no hablan mas claro las estrellas?

—Las estrellas hablan siempre misteriosamente; pues te avisan de un peligro y te dan el medio de conjurarlo; ese medio es morir con el valor de un mártir sin estremecerte ante la muerte.

—Voy á orar, dijo Abraham, para que Dios me dé su fortaleza.

—Oremos juntos, hermano, dijo el morabitho, porque la hora de la tribulacion se acerca para los dos.

—Y entraron en la mezquita y entrambos se prosternaron ante el mirab.

XXIII

Poco tiempo despues llamaron á la puerta.

—Hé ahí la muerte, dijo el morabitho.

—Abrid al califa magnífico y vencedor, dijo fuera una voz robusta.

—El momento ha llegado, dijo el morabitho á Abraham, valor y fé en Dios, y dentro de poco tiempo nos encontraremos juntos en el paraiso.

—Moriré como un mártir, dijo Abraham; vé, y abre al califa, hermano.

El morabitho abrió.

Walid se arrojó frenético dentro de la mezquita, y dijo á los esclavos que le seguian:

—¡Apoderaos de esos dos traidores, y cargadlos de cadenas!

Abraham y el morabitho fueron conducidos á la alcazaba del califa, y arrojados en profundas mazmorras.

Abraham sin temor estuvo orando á Dios.

Sentia, sin embargo, en su alma un combate rudo que no era terror á la muerte.

Parecíale que una voz poderosa le llamaba, y que una fuerza irresistible tiraba de él.

Era que Leila, viéndole fuera de la casa de Dios, donde únicamente estaba protegido por sus encantos, compelia al génio á que le trajese á sí.

Pero Abraham, tenia fijo el pensamiento en Dios, no le habia asaltado el temor de la muerte, y Dios le amparaba.

Pero de repente se oyeron gemidos de agonía.

Gemidos horribles.

Y junto á los gemidos, gritos y risas de verdugos.

Era que crucificaban al morabitho.

Al oir aquellos lastimosos gemidos, Abraham dejó de orar.

Un terror vago empezó á apoderarse de él.

De repente se abrió la puerta de la mazmorra, y unos feroces esclavos entraron con un hornillo encendido y unos hierros de forma horrorosa.

Entonces Abraham temió á la muerte, y esclamó:

—¿Acaso no se habrá engañado el morabitho? y llegó... yo no quiero morir...

Apenas habia pronunciado estas palabras, cuando se encontró en una magnífica y resplandeciente cámara nupcial delante de Leila, cuya hermosura era tal, como la de un arcángel.

Abraham creyó que le habian matado en la mazmorra, y que se encontraba en el paraiso delante de su hurí.

—Sí, sí, dijo Leila; has muerto y eres mio.

Pero quítame mi cingulo de pureza, porque de otro modo no podré ser tuya.

Y se abrió sus magníficas túnicas, dejando descubierto el cingulo que tenia sobre su cintura desnuda.

Abraham se arrodilló, y quitó el cingulo á Leila.

En aquel momento se oyó un estruendo pavoroso como el de un inmenso edificio que se desplomara: oyóse una carcajada horrible, y la voz de Satanás que dijo:

—Has perdido el talisman de la madre del profeta por tu impureza, y al derrocarse el alcázar de tus locos deseos, se ha sepultado con él el tesoro que habia reunido la avaricia de tu padre.

—Pero Abraham es tuyo.

—Suya eres tú.

—Y bien: su amor me basta, esclamó Leila-Fatimah.

XXIV

Encontróse de repente Abraham caminando entre montañas, llevando delante su asno, y sobre su asno una muger hermosísima y sencillamente vestida.

Abraham habia perdido completamente la memoria de lo que le habia acontecido.

Del mismo modo la habia perdido Leila-Fatimah.

Pero Abraham se abrasaba en los amores de ella, y ella en los amores de él.

Aquel amanecer llegaron á Damasco.

Abraham tomó una casita en los arrabales de la ciudad, y empezó á curar como médico.

Y como era muy sábio, adquirió una gran fama, y le llamaron los mas ricos, y le pagaron maravillosamente sus curas.

Antes del año de haberse unido Abraham y Leila-Fatimah, ésta dió á luz un niño.

Aquel niño se llamó Jamné.

Púsose enfermo el califa, y de tal modo y con una enfermedad tan estraña, que los médicos de la córte no atinaban con ella.

Al fin fué llamado Abraham.

Y Abraham, despues de muchos dias, restituyó su salud al califa.

Y el califa dió á Abraham, en premio de su curacion, un palacio con jardines dentro del mismo Damasco, y muchos miles de mitcales de oro.

Y entonces dijo Leila á Abraham:

—Oye, amado mio, el oficio de médico es trabajoso: ir de acá para allá, correr todo el dia; levantarte de noche de entre mis brazos para ir á curar dolencias... te tengo muy poco tiempo á mi lado, y yo te amo mucho, con toda mi alma, y quisiera estar siempre á tu lado.

—¿Y qué hemos de hacer?

—Deja de curar á otro que al califa: pídele licencia para vender el palacio que te ha dado, y que es muy grande y demasiado magnífico para nosotros, y con el dinero de la venta del palacio, y el que te ha dado el califa, compremos joyas y ricas telas y perfumes, y pongamos una tienda: yo atraeré á los magnates, que comprarán sin escusar el precio por hablar conmigo, y además prestaremos con usura y nos pondremos muy ricos.

—Pero eso es ofender á Dios.

—Yo no tengo mas Dios que tú, y además, tenemos un hijo.

—Lo pensaré, dijo Abraham.

Abraham hasta entonces era inocente: no habia ofendido á Dios; creia haber encontrado en un camino sola y abandonada á una hermosa y casta doncella que habia huido de casa de unos parientes codiciosos que querian venderla, porque habia olvidado lo del encanto y aquel resplandeciente alcázar donde habia quitado su cíngulo de pureza á Leila-Fatimah, que al perder el talisman no habia perdido su ciencia y habia engañado á Abraham. Este se habia casado con ella y habia seguido siendo bueno y compasivo.

Cuando Leila le propuso que aumentara su dinero con la usura, Abraham, que amaba ciegamente á su esposa, vaciló; pero aun le quedaba temor de Dios, y consultó á los astrólogos.

Estos, uno tras otro, hasta siete, á quienes buscó, le dijeron una misma cosa.

—Esto es: sepárate de tu muger, que le perderá: porque es un espíritu maldito vendido al diablo.

Pero creia tan buena y tan inocente á su esposa Abraham, que creyó mas bien que los astrólogos eran unos ignorantes, que no que decian la verdad, y despreció sus avisos.

Desde aquel momento pecó Abraham desoyendo las revelaciones de Dios.

Y como amaba á Leila-Fatimah, sobre todas las cosas, cedió al fin á sus halagos; vendió con licencia del califa en una gran cantidad á un príncipe de Persia el palacio que el califa le habia regalado, y con este dinero, y el que antes tenia, compró púrpuras, y sedas, y brocados, y perfumes, y alhajas, y puso una hermosa tienda en el bazar de Damasco.

Al mismo tiempo se negó á curar á todo el mundo, menos al califa, lo que fué una falta de caridad, y se pasaba los dias enteros en el fondo de la tienda, sobre una tarima y una alfombrilla, mascando opio, jugando sobre sus rodillas con su pequeñuelo Jamné, y tocando la guitarra, mientras Leila escitaba con sus miradas á los hombres poderosos que pasaban por delante de su tienda, y que compraban muy caro el breve placer de hablar algun tiempo con la hermosísima mercadera.

A puestas del sol se cerraba la tienda, y los dos esposos comian espléndidamente, bebian contra la ley licores espirituosos, y luego se entregaban á un amor desenfrenado.

Su oro se habia aumentado y se aumentaba cada dia mas, por medio de la usura.

Desde muy pequeñito, Leila á hurtadillas de su padre, enseñaba á su hijo su ciencia maldita.

Los dos esposos estaban continuamente ofendiendo á Dios.

Pero se amaban de una manera tal, que eran felices.

Las artes mágicas de Leila-Fatimah aumentaban cada dia el amor de Abraham.

Y así pasaron seis años, durante los cuales, Leila no tuvo mas hijos.

Pero al empezar el sétimo se encontró en cinta.

Al cumplirse los siete años del nacimiento de Jamné, Leila dió á luz una niña.

Aquella niña se llamó Zelpha.

XXV

Pasaron otros siete años, durante los cuales se multiplicó la riqueza de los dos esposos.

Leila por medio de su ciencia hacia que siempre apareciese para ella jóven y buen mozo Abraham, y que ella pareciese á Abraham hermosísima; pero no sucedia lo mismo con los estraños.

Leila, en verdad, aparecia cada vez mas hermosa; pero Abraham, gastado por los placeres y por los licores, parecia ya un viejo decrépito, cuando en realidad era aun jóven.

Al ver las gentes tan solícita y tan enamorada á la hermosísima mercadera de su viejo marido, se maravillaban y decian:

—Ese hombre debe de haber dado á su muger hechizos para que le ame de tal modo.

Y las gentes no sabian que el hechizado era Abraham.

Porque Leila parecia la mejor muger del mundo, con sus grandes y dulces ojos de gacela y su alegre sonrisa.

Pasaron aun siete años.

Centuplicóse el caudal de los esposos.

Jamné era ya un hermoso mancebo y un terrible mago, y su hermana Zelpha una hermosa niña de siete años, que parecia haber nacido de una sonrisa de la aurora.

Al cumplirse los siete años de la vida de Zelpha, Jamné empezó á amarla con un amor incestuoso y maldito.

Zelpha estaba crecida de una manera maravillosa.

Parecia una muger.

Y Leila se complacia en el amor de Jamné hácia su hermana.

Esta no habia llegado aun á la edad del amor, y aunque su madre la enseñaba la mágia y la astrología, su corazon aun no habia hablado.

Se acercaba el dia en que se cumplia el tercer periodo de siete años, desde el dia en que habia nacido Jamné.

Las riquezas de los esposos habian llegado á una suma maravillosa.

La hermosura de Leila, en vez de amenguarse, habia crecido.

Abraham estaba decrépito para las gentes; pero cada dia mas fuerte y mas hermoso para Leila.

Jamné era un mancebo hermoso, sabio, valiente, y amaba cada dia mas á su hermana.

Zelpha era una doncella hermosísima; tan hermosa como su madre, y soñaba ya con su primer amor.

Pero aquel primer amor no era para su hermano.

Era para un hombre soñado.

Todos envidiaban á Abraham, que era tan rico y que tenia una muger tan hermosa y unos tan hermosos hijos.

¡No sabian á qué precio pagaba Abraham aquella felicidad!

XXVI

Una noche velaba sola é impaciente Leila en su retrete.

Estaba sola porque habian venido á llamar á Abraham para curar al califa, que se habia puesto enfermo, y de quien seguia siendo médico.

Estaba impaciente porque Abraham tardaba y no sabia vivir sin él.

De repente Leila oyó ruido cerca de la habitacion, y su alma se inundó de alegría, porque creyó que era Abraham.

Se levantó del divan y corrió á la puerta; pero al llegar á ella retrocedió aterrada y dió un grito.

Una figura horrorosa se habia presentado en ella.

Era Satanás.

—¿Qué quieres? le dijo Leila. Yo no te he llamado.

—Vengo por tí, dijo el diablo; ha llegado la hora.

—¿La hora de qué? dijo estremecida de espanto Leila.

—Han pasado tres veces siete años desde que nació tu hijo, respondió Satanás; pronto llegará la hora precisa, y tu cuerpo morirá.

—¡Oh! ¡no! ¡no! yo creo que solo ha pasado un instante desde que bebí el amor en los brazos de Abraham.

—¡Tres veces siete años! dijo el diablo: esa era la cuenta de tu vida, y eres mia.

—Pídeme lo que quieras y no me mates, esclamó juntando las manos Leila.

—Has tenido en tu mano la vida eterna, la felicidad eterna, y la has cambiado por una felicidad de muerte.

—¡La vida! ¡la vida! esclamó Leila que empezaba á sentir un frio estraño.

—Solo Dios podia dártela, y los decretos de Dios son inmutables.

—Te daré lo que me pidas.

—No puedes darme nada: me diste tu alma y despues las almas de tus hijos: tus hijos que son malditos, como tú, me darán el alma de sus nietos.

—¡La vida! ¡oh mi vida de amores! ¡un instante mas! que me vea yo a antes de morir entre los brazos de Abraham.

—El momento llega, ya han pasado tres veces siete años desde que nació Jamné, el maldito.

Y mientras Satanás decia estas palabras, Leila cayó sobre el diván, y se puso fria, muy fria.

Murió.

XXVII

En aquel mismo punto Abraham, á despecho de su ciencia, veia morir en el palacio al califa.

Salió de allí con el alma entristecida, y cuando entró en su casa, encontró á Leila muerta.

Sus hijos dormian.

Cuando los despertaron los gritos de desesperacion de su padre, miraron á su madre muerta con los ojos enjutos.

Abraham lloró desconsoladamente sobre el cadáver de Leila.

Luego la mandó embalsamar como á una sultana, y la sepultó bajo una ostentosa tumba.

Despues, no permitiéndole su dolor vivir en Damasco, redujo á un pequeño volúmen sus tesoros, empleándolos en piedras maravillosas, en perlas incomparables, y en algunas telas de púrpura, oro y piedras preciosas que solo podia comprar un rey poderoso.

Cargó su tesoro en un asno, puso sobre él á su hija Zelpha, y acompañándole su hijo Jamné, salió un dia de Damasco.

Por aquel tiempo el caudillo Ocba-ebn-Nafhe, habia conquistado el poniente de Africa.

Abraham, para poder vender sus costosísimas joyas, fué á buscar aquel ejército vencedor que se habia enriquecido con los despojos de la victoria.

Pero una vez en la parte occidental de Africa en Tánger, supo Abraham que mas allá, al otro lado del estrecho de Alzacab, estaba la tan poderosa tierra de las Hespérides; que eran señores de ellas unas gentes riquísimas; y que allí podria vender sus tesoros, y llorar tranquilamente bajo un cielo tan azul como el de la Siria, á su perdida Leila-Fatimah.

Abraham se embarcó con sus hijos y con el jumento que conducia su tesoro, y pasó el estrecho.

Al fin puso sus plantas en España.

Y una tarde, ya te acuerdas, hermano lagarto, al encontrarse Jamné en un bosque solitario, en este mismo bosque al lado de esta sima, vió llegada para él la ocasion mas propicia para deshacerse del viejo padre, y apoderarse de su tesoro y de su hermana.

Ya sabes lo que sucedió la tarde de horrores.

—Sí, sí, lo sé, amiga culebra.

—Pero lo que tu no sabes, es que en la misma hora en que fué arrojado á la sima por sus malditos hijos Abraham, se contaban justos tres veces siete años, desde que Abraham poseyó la maldita hermosura de Leila-Fatimah.

—¿Y no sabes mas, hermana culebra?

—Sí, sé que el alma de Abraham, por no haber sido dócil al consejo de los siete astrólogos á quienes habia consultado, cuando Leila le propuso ofender á Dios, estará penando hasta que sobre esta sima se levante una torre fuerte de siete suelos, que será la puerta de un alcázar como no habrá otra sobre la tierra, y hasta que muera en este alcázar y venga á penar en la torre, una muger que haya sido parricida, adúltera é incestuosa.

—¿Y quién te ha dicho eso, hermana culebra?

—El alma en pena de Abraham.

—¿Y no sabes lo que fué de los hijos de Abraham?

—No se lo pregunté.

—Dios es vengador, y justo é inexorable, hermana culebra.

—Tienes razon, hermano lagarto. Dios es Dios y no hay otro Señor que él: él ha criado este sol que abrasa mas de lo que yo quisiera, y me voy á mis profundidades.

—Y yo á mi grieta.

La culebra y el lagarto desaparecieron, y yo me quedé horrorizada, amigo ruiseñor, y no pude descansar, añadió la golondrina: de modo que cuando me puse en camino por la tarde para Toledo, estaba tan rendida, que me he visto obligada á pararme aquí.

—Vente á mi nido, y en él descansarás: es blando y mullido, dijo amorosamente el ruiseñor.

—Dios castiga á los adúlteros, dijo con enojo la golondrina, y como ya he descansado, me voy de un vuelo á mi nido del alcázar de Toledo.

Y la golondrina voló, y el ruiseñor se quedó gorgeando:

—¡Solo! ¡solo! ¡solo!

XXVIII

Asenéth permaneció por algun tiempo inmóvil donde se habia sentado.

Luego, á pesar de la terrible historia de sus abuelos, que habia oido cantar á la golondrina, se levantó y dijo:

—¡Yo amo á Ervigio!

Y se volvió al palacio maravilloso.

Aun dormia á los pies del diván, donde habia estado reclinada, su padre.

Asenéth le contempló profundamente.

—¿Con que si te dejo tu fuerza, esclamó la jóven maldita, despedazarás á mi mas amado?

Jamné, aunque dormido, hizo un movimiento que parecia una contestacion afirmativa á la pregunta de su hija.

—¡Oh! no le despedazarás, dijo Asenéth, porque yo te reduciré á un estado miserable.

Y pronunciando un horrible conjuro, esclamó:

—¡Oh tú, hombre convertido en leon, conviértete en un perro viejo é impotente.

Inmediatamente el leon se trasformó en un perro lanudo, cojo, ciego, miserable, que empezó á arrastrarse gruñendo dolorosamente á los pies de Asenéth.

Pero Asenéth, le hirió con el pie en el vientre, le arrojó lejos de sí, y abandonó la cámara donde Jamné, castigado de nuevo por Dios, quedaba lanzando dolorosos ahullidos.

XXIX

Al dia siguiente, cuando Asenéth se encontraba mas abstraido en sus pensamientos de amor, tembló el alcázar todo, y yo, Satanás, dije desde las entrañas de la tierra:

—Ervigio me ha encontrado pescando en la orilla del rio, ha tenido valor para arrostrar el encanto, y tú y él sois mios.

Inmediatamente Ervigio se presentó á Asenéth.

A la vista de su hermosura, el noble godo palideció y tembló.

—¿Quién eres tú, diosa, dijo, que así brillas ante mis ojos con la plenitud de tu hermosura?

Yo soy tu esclava, dijo la impaciente Asenéth, arrojándose en sus brazos.

Y Jamné, ciego, cojo, viejo, enfermo, vagaba gruñendo dolorosamente al rededor de la habitacion donde su hija, olvidándose de todo, deliraba entre los brazos de Ervigio.

Y Ervigio permaneció siete dias en el alcázar encantado, y siempre que salia del misterioso retrete de amor de Asenéth, encontraba á Jamné, y le daba con el pie, esclamando:

—Horrible y asqueroso animal, ¿qué haces en el paraiso de las delicias?

Y Asenéth no reparaba en que su padre habia sido maltratado, y seguia bebiendo con sus ojos enamorados, la mirada de amor de Ervigio.

La noche del sétimo dia, él y ella se sentaron en el mismo lugar donde ella habia oido la conversacion del ruiseñor y de la golondrina.

Ervigio estaba profundamente pensativo.

—¿Por qué estas triste, alegría de mi alma? dijo Asenéth: ¿no tienes aquí cuanto puede desear una criatura? ¿ó es que mi hermosura no es ya bastante para alegrarte ni mi amor para satisfacerte, señor de mi alma?

—¡Ah! no, no, dijo Ervigio: pero yo quiero ser rey.

—¡Rey! ¿y de los godos acaso?

—Sí.

—Pero Wamba es su rey.

—¿Y qué importa? ¿no me amas tú?

¡Qué si te amo! tu eres mi luz y mi vida, pero...

—¿Quieres ser rey?

—Sí. Mas que eso: quiero vencer á Wamba.

—¡Le vencerás! ven conmigo.

Ervigio siguió á Asenéth que le llevó al alcázar mágico.

Dejóle en una cámara, se encerró en otra, y á poco salió con un pomito de oro en las manos.

—Haz que den esto á Wamba y eres rey, le dijo.

—¿Y cómo he de hacerlo sino salgo de este alcázar? contestó el godo.

—¿Me olvidarás, Ervigio, cuando te encuentres fuera de aquí? dijo Asenéth rodeándole los hermosos brazos al cuello.

—Antes se olvidará el sol de alumbrar el dia que yo te olvide, repuso Ervigio.

—Pues bien, sino vinieres cuando seas rey, yo iré á buscarte. Acuérdate de que me quedo.

Ervigio besó amorosamente los ojos de Asenéth.

—Vas á verle en el alcázar de Wamba.

Apenas pronunció Asenéth estas palabras, cuando Ervigio se vió en las galerías del alcázar de Toledo.

Y entonces le pareció un sueño lo que le habia acontecido en el alcázar mágico; pero vió en sus manos el pomo de oro que le habia dado Asenéth, y esclamó:

—No ha sido un sueño: hé aquí el filtro que me ha dado la maga enamorada. Veamos si por medio de este filtro seré rey.

Y buscó en el alcázar á uno de sus parciales en quien tenia estremada confianza Wamba, y se encerró con él, y estuvieron hablando largo tiempo.

XXX

Al dia siguiente, Wamba adoleció.

Habia bebido el filtro compuesto por Asenéth.

Perdió el sentido súbitamente á las primeras horas de la noche, y todos creyeron que moria.

Para enterrarle con muestras de humildad, cortáronle el cabello, señal de nobleza entre los godos, y le pusieron la mortaja.

Cuando Wamba volvió en sí, y encontró su cabeza trasquilada, esclamó:

—Hé aquí que queda franco mi trono á los traidores, porque yo no puedo ser rey.

Y en aquel mismo punto, pidió que le trajesen á Ervigio.

Wamba estaba loco.

—Yo he muerto le dijo; pero tú vives y eres fuerte; ¿querrás tú la corona que se me ha caido de la cabeza? ¡Ah! ¡ah! ¡y qué bien llevarás tú mi corona!

Y los parciales de Ervigio, aprovechándose de aquella estraña locura de Wamba, le hicieron firmar la renunciacion de su corona en Ervigio.

Luego Wamba espresó su deseo de retirarse del mundo, y partiendo á Pampliega tomó el hábito de monge.

Ervigio era rey de los godos.

Debíalo á las artes mágicas de Asenéth, y sin embargo de la embriaguez de su grandeza se olvidó de Asenéth.

Y en vano Asenéth le llamó; en vano desesperada con su soledad y con sus lágrimas me evocó y me pidió que la ayudase.

—Mata á Ervigio, decia yo.

Pero ella no se atrevia á matarle porque le amaba.

Pasaron siete años; siete años desde que Ervigio poseyó á Asenéth y Ervigio murió.

Murió de una enfermedad desconocida, y Asenéth á causa de su ciencia le vió morir, se aterró y esclamó:

—Sea yo llevada de esta tierra maldita, donde le he conocido, donde le he amado, donde le he esperado y donde reposan sus cenizas: conviértame Dios en una fiera, que no pueda amar á hombre, ni de hombre ser amada, y noche de quebranto y de duelo sea conmigo.

Y apenas Asenéth, impulsada por su desesperacion, habia pronunciado estas palabras, cuando se encontró en un profundo y oscuro antro.

Junto á ella habia un perro.

Pero un perro formidable: habia pasado el poder de Asenéth, y su padre habia recobrado su fuerza de leon.

Asenéth, convertida en leon, rugia de dolor por la muerte de Ervigio.

Y entonces Jamné fué dueño de su hija, y así vivieron algun tiempo en aquel profundo antro los dos malditos.

Pero Jamné fué un dia muerto por unos cazadores.

Asenéth quedó sola.

Y en su soledad dió á luz esos dos gemelos que tengo sobre mis rodillas; el uno hombre con cabellos, ojos y piel de leon, el otro estraña mezcla de leon y de perro.

Ya sabes la larga historia de los padres y de los abuelos de ese niño, y de ese perro, Almedí.

¿Quieres ahora que te dé los amores de la Eva maldita?

XXXI

Almedí habia escuchado atentamente aquel largo relato, y se habia estremecido mas de una vez.

Cuando Satanás concluyó aquel cuento, Almedí invocó poderosamente á Dios.

Entonces la Eva, la hermosísima Eva maldita, y el maravilloso alcázar que la contenia desaparecieron.

Solo quedaron delante de Almedí, el pequeño hombre-fiera, y el estraño cachorro de perro y de leon.

Almedí circuncidó al hombre-fiera y le puso por nombre Jask-Al-bahul.

Buscó una nodriza á propósito para cada uno de los dos hermanos, y se dedicó á la enseñanza del que podia comprenderle y serle comprensible, por que Almedí no conocia el lenguaje de los animales.

Cuando Jask-Al-bahul fué crecido, le contó su historia, revelóle que aquel lanudísimo perro era hermano suyo, que debia tratarle como á tal, y ser bueno y temeroso de Dios si queria apartar de sobre sí la maldicion que pesaba sobre su familia.

Jask-Al-bahul, por el contrario de los suyos, crecia en la virtud, amaba á su hermano, aunque bajo aquella figura, y el feróz perro era para él, como para Almedí, sumiso y manso como un cordero.

Y pasaron así desde el nacimiento de Jask-Al-bahul y de su hermano, tres veces siete años.

Almedí murió, teniendo de un lado al hombre-fiera y del otro al perro-leon.

Despues que le hubieron enterrado y honrado, Jask-Al-bahul, dijo á su hermano:

—Hemos quedado solos, pero somos fuertes y valientes; yo voy á vender la escasa herencia que nos ha dejado el buen Almedí, y compraré una lanza y un caballo, iremos al ejército de los árabes que siguen sus conquistas en Africa, y ganaremos nuestro sustento en batalla.

El perro movió la cola y lanzó un leve gruñido como aprobando la determinacion de su hermano, y éste vendió lo que les habia dejado Almedí; compró una lanza y un caballo y salió de Tánger precedido de su hermano que rastreaba el camino.

El perro-leon habia tomado el camino de las montañas, y caminaba aprisa, tan aprisa, que apenas podia seguirle el caballo de Jask-Al-bahul.

—¿Y dónde me llevas, hermano? decia Jask.

El perro seguia rastreando y callando, y cada vez mas de prisa.

Al fin, para no perderle de vista, Jask tuvo que poner su caballo á la carrera.

Muy pronto se aventuraron en la montaña.

Corria el perro, y corria el caballo.

—¿Y adónde me llevas, hermano? decia Jask.

Y el perro y el caballo, el uno detrás del otro, seguian corriendo.

Llegó la tarde, bajo el sol, apareció la noche y lució en los cielos la luna.

Y el perro y el caballo seguian corriendo.

De repente se presentó á los ojos de Jask una llanura inmensa, inmensísima.

Las anchas colinas de arena, se perdian en el horizonte.

Allá á lo lejos se veia una ciudad.

Y antes de la ciudad una torre.

Y el perro siguió corriendo hasta la torre.

Algunos hombres pasaban por el camino en sus camellos, y decian á Jask:

—¿Vas á caso en busca de la doncella pálida, buen caballero? Si así es, que Dios te ayude.

Y uno tras otro siete viageros, dijeron las mismas palabras á Jask.

Cuando le habló el sétimo, Jask procuró detener á su caballo, y por primera vez, el caballo obedeció; paróse, y delante de él se tendió en tierra el perro.

—Díme tú por tu vida, así Dios te ayude, ¿qué doncella es esa pálida, de que me hablas?

Detuvo el viagero su camello y contestó:

—Esa doncella es la mas hermosa doncella del mundo; túvola el rey de estas regiones, Almunassar, de una maga con quien se habia casado; pero por ser tan hermosa esta doncella, su madre, que no queria que se casase sino con un hombre muy valiente, hizo que el rey Almunassar encerrase á la doncella en una torre, que es aquella que se vé allá, bajo los rayos de la luna, y para que la guardase, puso un jigante, que siempre de dia y de noche sin comer y sin dormir, está dando vueltas alrededor de la torre con su clava al hombro. Muchos caballeros muy valientes, atraidos por la fama de la hermosura de Aydamarah, que este es el nombre de la doncella pálida, y aun por el tesoro que encontrara con esta doncella el que venciese al jigante, han venido, pero los huesos de todos blanquean allá alrededor de la torre formando una muralla horrorosa, porque han venido miles de caballeros y á todos los ha esterminado el jigante, que es invulnerable y solo puede matársele hiriéndole en el ojo izquierdo: pero tiene puesta sobre el ojo una defensa de acero tan fuerte, y es tal su destreza para guardarse de los golpes, que todos los que han pretendido matar al gigante han perecido; además, para vencerle es necesario pronunciar al herirle ciertas palabras misteriosas que nadie sabe; con que así, buen caballero, si vas en busca de la doncella pálida, que Dios te ayude.

Y tras estas palabras el viagero arreó á su camello, y siguió su camino.

Jask era tan valiente como la fiera á quien se parecia tanto, y bastó con que conociese aquel peligro, para que desease vencerlo.

—Y llévame á la torre donde se guarda por ese gigante la doncella de la frente pálida, la hermosa hija del rey Almunassar y de la maga, dijo al perro:

Y el perro partió de nuevo á la carrera, y siguióle á la carrera el caballo de Jask.

Y se acercaba la torre, se acercaba hasta el punto de ver sus almenas y sus ajimeces, y el jigante que como una muralla de hierro movible, daba vueltas alrededor de ella, relumbrando bajo los rayos de la luna.

Y el perro y Jask seguian corriendo.

De improviso se escuchó un bramido tan aterrador y tan fuerte como el de una tempestad desencadenada, y se vió venir hácia el perro y hácia Jask al jigante.

Y resonaban las piezas de su armadura, retemblando y retumbando á la redonda con un estridor atronante y pavoroso, y parecia que la tierra temblaba bajo los pies del monstruo, que adelantaba con su terrible maza en alto.

El perro se paró, se replegó sobre sí mismo amenazador y rugiente, y Jask detuvo su caballo, y requirió su lanza para arrojarla al jigante, antes de que éste pudiese tocarle.

Llegó al fin el momento, faltaba poco espacio para que llegase á los dos hermanos el jigante, cuando Jask se aseguró en los estribos, y poniendo su corazon en Dios, esclamó arrojando su lanza contra el monstruo:

—¡Señor! ¡señor! ¡tú solo eres el Fuerte y el Invencible!

Y despues de haber arrojado su lanza con toda la fuerza de su brazo de leon contra el gigante, cerró los ojos y esperó la muerte.

Pero en aquel punto oyóse un estruendo horrible; tembló la llanura y gimieron los distantes ecos.

Jask abrió los ojos, y vió al jigante tendido delante de él; su lanza estaba clavada en el ojo izquierdo del monstruo.




Le llevaron á una hermosa cámara

Y al mismo tiempo se abrió la puerta de la torre, y lucieron antorchas y sonó una alegre música, y aparecieron doncellas vestidas de blanco, cada una de las cuales llevaba en las manos una luminaria.

Y todas aquellas doncellas cantaban en coro y decian en su canto:

«Bien venido sea el esposo, el esposo de la doncella pálida.»

«Para él, valiente entre los valientes, hermoso entre los hermosos, guarda Aidamarah su hermosura.»

«Bien venido sea el esposo de la doncella pálida á poseer su belleza y sus tesoros.»

«Bien venido sea.»

Y las doncellas adelantaron, y llegaron á Jask y se arrodillaron y le presentaron un palanquin en que Jask subió, y las doncellas blancas le llevaron á la torre, y una conducia su caballo, y otras rodeaban y acariciaban á su hermano el perro.

Y cuando llegaron á la torre, otras doncellas le desnudaron y le lavaron con aguas olorosas, y le vistieron preciosas túnicas.

Y entonces, otras doncellas mas hermosas aun le tomaron en medio, y cantando y tocando alegremente, le llevaron á una hermosa cámara.

XXXII

A la puerta de aquella cámara se retiraron las doncellas.

Jask adelantó solo.

La puerta se cerró silenciosamente.

Y entonces de un divan se levantó una doncella cuya hermosura deslumbró á Jask.

Y se acercó á él y le miró, y luego se arrojó en sus brazos.

El perro, que habia seguido á Jask, que nunca se separaba de él, gruñó dolorosamente y se echó á los pies del divan sobre la alfombra de pieles de tigre.

XXXIII

Súpose que el jigante guardador de la hermosísima Aidamarah habia sido vencido por un estrangero, y el rey Almunassar corrió á ver á aquel á quien los hados habian consentido llegar á tanta ventura.

Maravilló al rey el estraño color de los ojos y de los cabellos, y de la piel de Jask; pero no se estrañó de encontrar á Aidamarah enamorada locamente de él, porque Jask era muy hermoso.

Y hubo fiestas, y zambras, y regocijos, y luminarias en la córte de Almunassar.

Y se celebraron con régia pompa y aparato las bodas de Jask y de Aidamarah, y á ellas asistió tristemente echado á los pies de su hermano el perro-leon.

Y cuando pasaron las fiestas, y la zambra, y la luna de las delicias, el rey Almunassar llamó á su yerno y se encerró con él y le dijo:

—Mi reino, hijo mio, es un reino desconocido, puesto en los linderos del desierto, donde no llegan los de otras tierras. Yo no sé de donde tú vienes, ni quiénes son los tuyos, ni te lo pregunto, porque eres hermoso y valiente; has librado á mi hija y la harás venturosa; pero para que esa ventura sea completa, es necesario que mi reino, que está gobernado en justicia, tenga paz: unos vecinos bárbaros y feroces nos la turban; enemigos que no hemos podido vencer, que vienen todos los años y nos roban y desaparecen despues en el desierto. ¿Te atreverias tú, hijo mio, á ir contra esas gentes?

Jask aseguró al rey Almunassar que iria contra aquellos bárbaros y los venceria.

—Innumerables son como las arenas del desierto y jigantescos como las rocas. Si ellos no nos destruyen completamente, es para que podamos criar nuestras hijas y enseñarlas el canto y la danza; pero cuando nuestras hijas están crecidas, vienen y nos las arrebatan.

—Yo venceré á esos descreidos, señor, dijo Jask, los venceré, y tu reino quedará libre y tranquilo.

—Necesario será construir torres con ruedas, dentro de las cuales vayan nuestros soldados, dijo el rey; de otro modo, los jigantes del desierto nos despedazarian á la primera embestida.

—Iré yo solo, señor, dijo Jask, y con la ayuda de Dios los venceré.

—¡Tú solo!

—¿No vencí al terrible jigante que guardaba á mi esposa?

—¡Dios es misericordioso y vencedor! dijo el rey Almunassar.

Y se despidió triste de Jask, porque su hija le amaba, y Jask acometia una empresa en la que debia morir.

Los jigantes del desierto eran innumerables.

XXXIV

Al dia siguiente muy temprano, y mientras su esposa dormia, Jask se levantó silenciosamente, besó á Aidamarah en la boca sin despertarla, se vistió la armadura, y sobre ella una túnica de oro; bajó á las caballerizas, enjaezó su caballo, montó en él, y precedido de su hermano el perro, salió antes de que fuese de dia y sin que nadie le viese, de la ciudad por un postigo del muro.

Cuando se vió en el campo y lejos de la ciudad á punto que alboreaba, se detuvo ante una fuente, descabalgó, hizo su ablucion, y dirijió á Dios desde el fondo de su alma la oracion de azobhí (del alba).

Luego se volvió al perro y le dijo:

—Sus, hermano mio, guia, guia al campo de los jigantes.

Y el perro partió rastreando y á la carrera.

Y las palmeras se quedaron atrás.

Y se quedaron atrás las colinas verdes.

Y se quedaron atrás los arroyos.

Y el perro seguia rastreando y corriendo sobre ásperas y peladas rocas.

Graznaban las águilas en las altísimas cortaduras.

Zumbaba contra ellas el viento.

Rocas y águilas se quedaron atrás.

Y el perro seguia rastreando y corriendo sobre montes de arena roja, como si la hubiesen empapado en sangre.

Mas allá solo habia una niebla roja é impura, como el resplandor de un horno.

Y acá y allá se oia el rugido de los leones y de las panteras.

Y las colinas rojas su quedaron atrás.

Y ya no se escuchó el rugido de las fieras.

Y el perro seguia rastreando y corriendo entre la niebla roja é impura.

Y el caballo de Jask le seguia.

Y Jask se inclinaba sobre el arzon de su caballo, con la adarga al pecho, y la lanza en ristre, invocando el nombre de Dios.

De repente se escuchó una voz dulcísima que parecia salir de las entrañas de aquella tierra enrojecida:

—«¿El hermoso caballero, á dónde va?

»¿A dónde va el hermoso caballero?

»El aire de fuego secará sus ojos, y sus plantas se abrasarán, como si pisase sobre un volcan.

»¿El hermoso caballero, dónde va?

»Si logra pasar la niebla encendida encontrará mas allá la muerte.

»Cada grano de arena se levantará contra él.

»Cada átomo del sol le herirá.

»Mas allá de la niebla de fuego están los hambrientos jigantes.

»¿El hermoso caballero dónde va?

»Vuélvete á la tierra verde y humbrosa, gentil caballero.

»Donde corren los arroyos, y las tórtolas cantan entre los álamos negros.

«Vuélvete donde la amada de tu alma llora por tu ausencia.

«Vuélvete si no quieres que su llanto no se seque jamás.»

—¿Quién eres tú, génio misterioso, que así me hablas? dijo Jask deteniendo su caballo; tu acento es dulce como el gorjeo del ruiseñor, y melancólico como el zumbido del vientecillo de la tarde en las hojas de la palmera. ¿Por qué no te dejas ver de mí?

Tembló ligeramente la tierra, arrojó una llamarada roja, y quedó ante Jask una muger hermosísima.

Sus cabellos negros, negrísimos, y tan largos que caian hasta sus pies en anchos rizos, estaban ceñidos por una corona de mirto seco.

Su semblante era moreno, sus ojos negros, brillantes, ardientes, y su túnica blanca con una blancura que deslumbraba.

La hermosura de aquella muger, quemaba el corazon.

—¿Quién eres? la preguntó Jask.

—Yo soy Giazul, el génio del desierto, respondió la hermosa jóven; mi carro es la niebla roja, y mis potentes caballos son el Simoun.

Al desplegarse mi túnica, se enrojece el cielo, la tierra tiembla espantada, las palmeras gimen, las rocas se estremecen, las águilas apresuran su vuelo, y las fieras rugen asombradas y yertas de espanto.

Al ruido de mi carro de combate, los caravaneros palidecen, los camellos apresuran su marcha, y los caballos corren, corren, corren, gimiendo.

Cuando yo he pasado, ni palmeras, ni rocas, ni águilas, ni fieras, ni caravanas; montes de arena blanca y reluciente, son las fúnebres huellas de mi paso.

¡Ay del insensato que se atreva á poner la planta en mis dominios, si no le ayuda Dios el Misericordioso y el Invencible!

Vuélvete, hermoso caballero, vuélvete; aunque yo plegue mi túnica y duerma mientras tú pasas;

Aunque las arenas del desierto permanezcan inmóviles, mas allá están los terribles jigantes.

No quieras condenar al dolor de la viudez á tu amada, y á la orfandad á la hija que vive en sus entrañas.

—¿Qué importa que muera yo, si muero por salvar un pueblo entero? dijo Jask.

Destellaron un brillante relámpago los ojos de Giazul.

—Noble y generoso es lo qué acabas de decir, esclamó el génio; quiero ayudarte. ¿Pero tienes tú el alma bastante fuerte para resistir á la prueba?

—Habla, poderoso génio, habla; dijo Jask.

—Solo puedes vencer de una manera á los jigantes.

Allá lejos, muy lejos, hay una laguna salada.

Entre las rocas de sus orillas relumbra cuajada la blanca sal.

Si tú lograses llegar hasta la laguna salada;

Si llenares de la sal que blanquea sus orillas el saco de tu caballo;

Con esparcir á tu alrededor aquella sal cuando te acometiesen los jigantes habrás vencido.

Los jigantes habrán sido esterminados.

Pero para llegar á la laguna salada, es necesario esponer el cuerpo y el alma.

En el camino encontrarás por do quiera la tentacion.

Y si á la tentacion cedieres, serás convertido en roca, en roca del desierto, y dentro de ella encontrarás tu infierno.

—Dios el Altísimo y Unico me ayudará.

—Voy á abrirte el camino de la laguna salada. Ese camino está lleno de peligros; ¡ay de tí si no sabes vencerlos!

El génio se elevó de la tierra.

Su blanca túnica se abrió como un abanico.

Sus negros cabellos se estendieron alrededor de su frente como una negra aureola.

Sus ojos brillaron como dos soles.

Sus dos brazos estendidos, parecian tocar el uno el oriente y el otro el occidente.

Sonó un sordo y potente bramido, tembló la tierra, y el génio creció, creció, creció, hasta cubrirlo todo.

Y las arenas del desierto se levantaron en potentes remolinos, y una atmósfera de fuego envolvió á Jask, á su caballo y á su hermano el perro.

Y el caballo inmóvil con las orejas rehiladas, temblaba.

Y el perro-leon lanzaba un poderoso ahullido.

Y Jask invocaba á Dios.

Y pasaban junto á él las ardientes arenas, los fragmentos de las rocas, las palmeras arrancadas de su asiento.

Pasaban sin tocarle.

Sin tocar á su hermano el perro.

Y la tromba aumentaba, y el ronco mugido crecia, y el perro ahullaba con mas fuerza, y el temblor del caballo crecia.

Y Jask, con el corazon sereno, continuaba invocando el nombre de Dios.

Pasó la tromba.

A la niebla caliginosa é impura, sucedió un cielo azul y radiante, como Jask no le habia visto jamás.

La tierra estaba cubierta de verdor.

Frescos bosquecillos se levantaban en torno de claros lagos, y el camino por donde Jask marchaba, estaba cubierto de flores.

Jask caminaba solo: su hermano el perro y su valiente caballo, habian desaparecido.

Cerca se veia una magnífica ciudad.

Al fijar en ella sus ojos Jask, las puertas de la ciudad se abrieron.

Por ella salió una comitiva numerosa.

Venian delante ginetes armados con arneses resplandecientes, guiados por un estandarte dorado: tras los ginetes, se oia una música tan armoniosa que regalaba los sentidos.

Aquellos ginetes avanzaron rápidamente.

Al llegar junto á Jask, su caudillo echó pie á tierra, y se arrodilló á los pies de Jask.

—Tú eres nuestro rey, le dijo mostrándole una corona que traia un magnate en una bandeja de oro sobre un paño de púrpura.

—Yo soy un viajero, contestó Jask; dejadme pasar: yo voy allá lejos, muy lejos.

—Si eres nuestro rey, nada se opondrá á tu voluntad: esclavos tuyos seremos, y esclavos tuyos serán los pueblos cerca y lejos, porque nosotros somos invencibles.

—Yo no soy soberbio, dijo Jask Al-Bahul; ¿para qué quiero esclavizar á nadie? Dejadme pasar.

—Si fueres nuestro rey, serás el mas temido de los hombres, dijo el que estaba arrodillado á sus pies.

—Yo no quiero que me teman mis vasallos, sino que me amen, esclamó Jask; dejadme pasar.

—Si fueres nuestro rey, serás como Dios, porque nuestra corona es mágica.

—Yo adoro al Dios Altísimo y Unico, repuso el jóven. Dejadme hacer mi camino, dejadme pasar.

Entonces desapareció todo lo que se habia presentado ante los ojos de Jask, y se encontró marchando por el mismo camino.

Las tentaciones de la soberbia nada habian podido con él.

Siguiendo el camino, se encontró en un bosque de sauces.

El ambiente era fresco y balsámico, mullido y espeso el césped sobre que marchaba, y salpicado de bellas florecillas; una armonía sensual parecia salir de entre las enramadas; una ambrosía suavísima halagaba los sentidos.

Al revolver de una senda, Jask se encontró de repente en un espacio redondo, en medio del cual habia un pequeño lago.

Alegres y seductoras risas se escuchaban, como si las produjesen mugeres invisibles.

Jask vió agitarse una forma hermosísima en el fondo cristalino del lago.

Luego se rompió su tersa superficie, y salió al encuentro de Jask una hada desnuda.

Fascinaban sus miradas, embriagaba su aliento; sus brazos estrechaban á Jask, su seno se comprimia contra el suyo, su boca fresquísima y llena de ambrosía, le besaba, y su acento ardiente y opaco le decia:

—¡Yo te amo!

—Yo solo puedo amar á una muger, dijo Jask rechazando á la hada.

—Aidamarah es una mortal, y yo soy el génio inmortal del amor; mis placeres serán para ti eternos; yo te anegaré en delicias y cada dia seré mas hermosa, mas resplandeciente; ámame porque yo desfallezco por tí.

—Mi corazon es de Aidamarah, esclamó de nuevo Jask, y rechazó vigorosamente la tentacion.

—Tú serás como Dios, si me poseyeres, dijo la hada.

—No hay mas Dios que Dios el Altísimo y Unico, esclamó Jask.

Y la hada impura, y el trasparente lago, y el sombroso bosquecillo, desaparecieron.

La lujuria habia sido tan impotente para con Jask, como lo habia sido la soberbia.

De repente Jask, se encontró en un palacio: un viejo encorvado y trémulo, marchaba delante de él: llevaba un haz de llaves.

Aquel viejo, se detenia de tiempo en tiempo delante de una fuerte arca.

—Hé aquí plata, decia volviéndose á Jask.

Jask seguia adelante.

El viejo dejaba el arca abierta, adelantaba á Jask, abria otra arca y le decia:

—Hé aquí oro.

Jask seguia andando mas de prisa.

El viejo corria y se adelantaba.

—Hé aquí perlas y rubíes, esclamaba abriendo otra arca.

Jask, siempre en silencio, apresuraba su paso.

Pero el viejo se ponia delante y abria otra arca.

—Hé aquí esmeraldas y carbunclos.

Y Jask corria.

El viejo se adelantaba jadeando, y abria otra arca.

—Hé aquí diamantes grandes como huevos de paloma.

Y Jask apresuraba su carrera.

—El que posea estas riquezas, será señor del mundo, gritaba el viejo no pudiendo seguir á Jask.

—No hay mas Señor que Dios en la tierra y en los cielos, esclamó Jask.

Entonces desapareció el palacio.

Jask habia triunfado de la avaricia, como habia triunfado de la soberbia y de la lujuria.

De repente Jask se encontró desnudo, roto, y pobre en la plaza de una ciudad; todos los que pasaban y los que se cruzaban, se le ponian al paso, le miraban descaradamente, y se le reian.

—¿Adónde irá este? esclamaban.

—El horrible.

—El imbécil.

—El mendigo.

—El cobarde.

—El hijo de la ramera.

—Insultadle, para que no se atreva á mostrar su hediondez entre nosotros.

Y Jask impasible decia:

—Apartaos y dejadme hacer mi camino.

—¿Y adónde irás tu? ¡á algun tremedal, único lugar digno de tí!

—Arrojadle lodo hasta que le sepulteis; ¿quién le ha traido á manchar con su presencia nuestra hermosa ciudad?

Y le arrojaban lodo y le escupian, y Jask seguia adelante sin irritarse y esclamando siempre:

—Dejadme, dejadme hacer mi camino.

—Es un cobarde, decia una muger impura; ¿no veis cual sufre los insultos?

Y le hirió con su chapin en la cara.

—No hay otro valiente que Dios, esclamó Jask; solo El es el Fuerte y el Invencible.

Desapareció todo aquello.

Jask habia vencido á la ira como á la soberbia, á la lujuria y á la avaricia.

Pero estaba cansado y hambriento, no caminaba ya sobre flores, ni sobre alfombras, ni sobre plazas enarenadas, trepaba penosamente entre ásperas rocas.

Durante mucho tiempo sufrió, pero al fin no pudo resistir.

—Tengo hambre y sed, dijo.

—Come y bebe, señor, dijo un génio apareciendo de repente y mostrándole una hermosa tienda.

Jask entró en ella.

Encontró dentro un blando diván, y delante del diván, sobre una magnífica alfombra, vió vagilla de oro, y copas y trasparentes frascos.

Y las fuentes llenas de viandas, y los frascos llenos de licores.

—Come, señor, y reposa, dijo el génio.

Jask examinó los manjares; pero todos estaban prohibidos por la ley.

Aquella gran diversidad de platos, estaban compuestos con las diferentes partes del cerdo.

El pan estaba amasado con la manteca de este animal.

Los frascos estaban llenos de licores.

—Agua y pan de avena, dijo Jask.

—Deja eso para los miserables, señor, dijo el génio; ¿qué importa la ley? tienes hambre y sed, estás cansado, come, bebe, reposa, si no morirás.

—¡Dichoso del que muere alimentando su alma con el temor de Dios! dijo Jask.

Entonces los manjares y la tienda y el génio, desaparecieron.

Jask habia triunfado de la tentacion de la gula, como de las tentaciones anteriores.

Pero se encontraba marchando por un terreno mas árido y quebrado, bajo los rayos de un sol abrasador.

—¡Oh, Señor, Señor, sostenme! esclamó; ¡dame tu fortaleza, porque me siento desfallecer!

Y siguió su camino vacilante, trémulo, débil, seca la garganta, sufriendo el crudo aguijon del hambre, desvanecida la cabeza.

Resbaló sobre una roca, y cayó desde una altura inmensa.

Encontróse del lado de un camino por donde pasaba mucha gente.

Unos iban en hombros de sus esclavos, otros ginetes en poderosos caballos, otros en camellos, otros en jumentos, aquellos en carretas de bueyes.

Todos hacian cómodamente su camino.

Jask, hambriento, estropeado, se arrastraba sobre sus manos.

—Mira, decia una voz misteriosa á su oido; aquel faquí va cómodamente sentado sobre las hamugas, va satisfecho y repleto. ¡Si tú fueras como él!

—Dios le prospere, decia Jask.

—Aquel walí va ginete en un poderoso caballo, mira como galopa... allá va, allá va... ya se pierde... ya se perdió... y tú sigues arrastrándote.

—Dios me ayudará para que llegue al fin de mi camino.

—Pero tu camino es un camino doloroso...

—Todo camino es dulce y toda fatiga poca, cuando se marcha á una buena obra. El camino estrecho y áspero, es el camino del paraiso.

Y al decir estas palabras Jask, se encontró de repente de pie, fuerte, sin hambre, sin sed, con sus sandalias nuevas y en las manos su báculo de viaje.

Habia sufrido su miseria sin irritarse ante la dicha de los demás.

Habia vencido á la envidia.

Marchaba por un camino ancho y llano.

A lo lejos, pero muy lejos, legísimos, se veia relumbrar una línea blanca en el horizonte.

—¿Será aquella la laguna salada? esclamó; pero si es, ¡cuán lejos!

Y siguió andando.

De repente sintió que sus miembros se entumecian, que sus párpados se ponian pesados, que una suave languidez se apoderaba de su cuerpo.

—¡Oh! ¡cuán lejos está el lago de las aguas saladas! esclamó.

Entonces dijo una voz tentadora á su oido:

—Mira, allí hay un sombroso bosquecillo de acacias; en él las aves difunden su grata armonía, y los arroyos murmuran dulcemente; los rayos del sol abrasan, queda aun mucho dia, descansa y luego á la tarde continuarás tu camino.

—El que se detiene en el camino del bien, se espone á caer en la tentacion, no me detendré hasta que agotadas mis fuerzas caiga. Entonces Dios tendrá piedad de mí, porque no habrá consistido en mi voluntad.

—El lago de las aguas saladas está muy lejos, y te rinde la fatiga.

—Confio en la misericordia de Dios que me dará su fortaleza.

Aun no habia acabado de pronunciar estas palabras Jask, cuando se encontró cabalgando de nuevo en su caballo, que corria, corria, siguiendo al perro, que corria tambien.

Jask habia vencido á la pereza, como á las otras seis mortales tentaciones.

Dios le habia premiado.

Su caballo le llevó con la velocidad del huracán, á las orillas del lago de las aguas saladas.

Entonces una voz maravillosa, voz que parecia provenir de los cielos, le dijo:

—Descansa y cobra fuerzas para cumplir la voluntad de Dios.

Jask desmontó y se echó á dormir bajo la sombra de una roca.

Su hermano el perro, se echo á sus pies y se durmió tambien.

El caballo inclinó la cabeza y durmió.

XXXV

Pasó la tarde, pasó la noche, y llegó el alba del dia siguiente.

Jask, su hermano y su caballo, dormian.

A la primera claridad de la mañana, la misma voz que le habia ordenado que descansase, despertó á Jask.

—Levántate y prepárate, dijo; el momento se acerca.

Jask despertó, despertó á su perro, y despertó al caballo.

Entonces Jask, tomó el saco donde llevaba el pienso de su cabalgadura, le vació, y le llenó de la sal cuajada entre las rocas.

Cuando le hubo llenado, Jask montó de nuevo á caballo y dijo al perro-leon:

—Hermano mio, llévame al campo de los jigantes.

El perro partió á la carrera bordeando la laguna salada.

El caballo le seguia rápido como una exhalacion.

Muy pronto la laguna se quedó atrás.

Se acercaban á una selva de árboles jigantescos, de negros follajes, y en cuyo seno solo se veian tinieblas.

El perro se lanzó en aquella selva.

Le siguió el caballo.

Apenas hubieron revuelto el primer seno de la selva, se encontraron en una oscuridad profunda.

El perro seguia corriendo en medio de las tinieblas y ladrando.

El caballo corriendo y relinchando.

Jask entonando un himno á la grandeza de Dios.

Y parecia que los árboles chocaban rudamente sus troncos.

Y se oia el áspero y terrible estridor de las ramas que se desgajaban.

Y el mugido sordo y pavoroso de torrentes invisibles.

Y de tiempo en tiempo un relámpago azul temblaba entre las tinieblas esclareciéndolas por un instante.

Y á su resplandor momentáneo se veian agitarse sombras jigantescas girando en torbellino alrededor de Jask.

Y se oia espantoso chocar de armas.

Y rechinar de carros.

Y relinchos de caballos.

Todo esto llevado por un huracán pujante que rebramaba, que zumbaba, que silbaba, pero que no se sentia.

Y todo aquello era pavoroso, terrible.

Sin embargo, Jask tenia su corazon puesto en el Señor Fuerte, y su confianza en El, y no se aterraba.

Y el perro corria y corria.

Y el caballo le seguia, le seguia como una exhalacion.

¿Cuánto tiempo duró el paso de Jask por la selva de los Espantos?

Solo Dios lo sabe.

Al fin se encontró en una llanura árida.

En medio de ella, allá lejos, muy lejos, se alzaba una ciudad jigantesca.

A pesar de la distancia, Jask veia sus puertas de quince codos de altura, y las enormísimas piedras de sus muros.

El camino por donde marchaba Jask estaba sembrado de huesos humanos.

Apenas el caballo de Jask hubo puesto los cascos en aquella llanura, cuando se oyó un horrísono estruendo en la distante ciudad.

Por sus cien puertas empezaron á rebosar en la árida llanura ejércitos de jigantes.

Sus voces formidables como las del trueno, juntas y discordantes, ensordecian el espacio.

El perro se hizo atrás, se sentó amenazador y rugió.

El caballo se plantó, enbiestó el cuello y tembló.

Solo Jask permaneció impávido.

Y los jigantes adelantaban inundando la llanura.

Desnudos y negros y feroces eran, con pinos por clavas en las manos.

En medio de ellos ondeaba una bandera, tan grande como una gran nube, y que ocultaba los rayos del sol.

Y adelantaban los jigantes con la velocidad de la tormenta.

Cuando estuvieron cerca, Jask escitó á su hermano y aguijó á su corcel.

El perro y el caballo, aunque estremecidos de terror, se lanzaron de frente contra los jigantes.

Jask llevaba un puñado de sal en la mano.

Cuando ya le separaba muy poca distancia de los monstruos, cuando sus jigantescos cuerpos le daban sombra, cuando casi podian alcanzarse con las clavas, cuando le rodearon rugientes y amenazadores, Jask arrojó á su alrededor el puñado de sal que tenia en la mano.

Entonces los primeros jigantes, los que estaban mas próximos á Jask, se detuvieron y quedaron inmóviles; sus formas se hincharon; de negros que eran se convirtieron en rojos, y al cabo quedaron convertidos en enormes rocas.

Jask pasó entre ellos arrojando á derecha é izquierda puñados de sal.

A medida que adelantaba, quedaban á los dos lados en su marcha rocas y rocas; rocas que habian sido jigantes.

Cuando llegó á la ciudad, á la ciudad monstruosa, huian desordenados delante de él, millares de monstruos aterrados por el ejemplo de la desgracia de sus compañeros.

Delante de todos iba el que llevaba la bandera.

Pero el perro y el caballo corrian mas que los jigantes.

Los alcanzaban, y Jask arrojaba nuevos puñados de sal, y aparecian nuevas rocas.

Al fin solo quedó un jigante, pero doblemente mayor que los otros.

Aquel era su rey.

Aquel llevaba la inmensísima bandera.

Jask no le alcanzó hasta el centro de la plaza de la ciudad.

Y aquella plaza era un campo de muchas leguas.

Jask arrojó un puñado de sal al jigante, que inmediatamente se convirtió en roca.

Y la bandera cayó de sus manos, y se estendió en la plaza.

Y Jask recorrió la ciudad arrojando sal en medio de ella.

Y no menguaba la sal del saco, por mucha que Jask sacaba.

Y las casas y los palacios, y las calles y las plazas, se convertian en montañas, en cordilleras, en valles.

Y de los valles, y de las vertientes de las montañas, salian mugeres y hombres y niños, innumerables cautivos que los salvajes tenian aprisionados para alimentarse con ellos, y cuyas prisiones habia roto la fortaleza del alma de Jask, que no habia caido en el pecado, ni temblado ante el terror.

Y Jask tardó siete dias en trasformar la ciudad maldita, y á la tarde del sétimo, se encontró de nuevo en la que habia sido plaza de la ciudad, y que entonces era un campo yermo y estenso, en medio del cual estaba estendida la roja bandera de los jigantes.

Y el perro y el caballo se precipitaron sobre aquella bandera; y sobre la bandera puso los pies la innumerable muchedumbre de viejos, jóvenes, mugeres y niños que Jask habia libertado.

Y cuando no quedó ni uno solo que no estuviese sobre la bandera, esta se levantó en los aires y flotó rápidamente en el espacio, y poco despues descendió: y Jask y los que le acompañaban se encontraron en una llanura, delante de las puertas de la ciudad del rey Al-Munassar.

Los habitantes, que habian visto aparecer á lo lejos sobre el horizonte aquella nube roja, adelantar rápidamente hácia la ciudad, pasar sobre ella y descender, salieron asustados no sabiendo lo que aquello fuese.

Pero cuando vieron adelantar á Jask-Al-bahul, sobre su corcel de guerra precedido de su perro, y seguido de gentes que habian sido robadas en años anteriores por los jigantes, una esclamacion de júbilo y de alegría retumbó en los aires en honor de Jask.

Y Aidamarah se arrojó desfallecida en sus brazos.

Porque le habia creido muerto.

Jask habia invertido en su espedicion, siete veces siete dias.

XXXVI

Los libertados y sus familias, proclamaron su padre á Jask.

El rey Al-Munassar renunció con alegría su corona, y la puso sobre sus sienes.

La bandera de los jigantes, doblada y redoblada, fué á servir de alfombra á la grande Aljama, y en ella se bordaron inscripciones en loor de Dios por mandato de Jask que no quiso que se consagrasen en honor suyo.

Su reino desde entonces fué feliz y próspero; ya no se vieron talados los campos, ni yermas las aldeas.

Los moradores durmieron tranquilos sin temor á los jigantes, y no hubo uno solo que no fuese á ser testigo del prodigio de la trasformacion de aquellos monstruos en rocas.

Sobre cada una de aquellas rocas, habia una palma agostada y estéril.

Aquella palma habia sido la clava del jigante.

XXXVII

Algun tiempo despues, y cuando Jask era un rey adorado por sus vasallos y respetado por sus vecinos, que le pagaban tributo, Aidamarah dió á luz una niña.

En la fiesta de las buenas hadas, pusieron por nombre á aquella niña Zairah.

Era hermosa á maravilla, de apacible sonrisa y de mirada dulce y tranquila.

Jask quiso saber el horóscopo de su hija, y los astrólogos, despues de haber consultado siete veces las estrellas en siete veces distintas, le dijeron:

—Tu hija ¡oh rey! está sujeta á grandes desgracias.

—¿Y qué desgracias son esas?

—Tendrás otros dos hijos, el uno se llamará Jacub y el otro Kaibar.

Jacub será un hermoso mancebo, pero continuará en él la maldicion de tu raza, que el Altísimo ha suspendido para tí.

El otro será salvage y feróz, amará la sangre y el crímen y participará de la crueldad y la malicia de tus padres.

Tus hijos serán tu postrera prueba.

Si la resistieses sin entregarte á la desesperacion y sin blasfemar de Dios, se abrirán para tí las puertas del paraiso.

Pero prepárate, rey, porque le esperan grandes dolores.

—Cúmplase la voluntad de Dios, replicó Jask: ¿y qué dolores son esos que Dios me envia para prueba? ¿os los han puesto patentes los astros?

—Tu hermosa Aidamarah morirá cuando dé á luz á Kaibar: sus entrañas se romperán al dar á luz á tal monstruo.

—Dios me la ha dado, y Dios puede quitármela, esclamó Jask con los ojos llenos de lágrimas. ¿Y cuándo morirá la luz de mi alma?

—Pasadas tres veces siete lunas.

—¿Y qué mas desgracias me amenazan?

—Pasados tres veces siete años, tus hijos conocerán á su hermana y la amarán.

—¡Oh, Señor!

—Y ella amará á su hermano Jacub y será suya.

—¡Oh, Señor!

—Y Kaibar conocerá tambien á su hermana, y la amará.

Y ambos por el amor á su hermana se venderán á Satanás.

Y despues el un hermano matará á su hermano por celos de Zairah.

—¡Oh, Señor, Señor, y cuán dura es esta prueba! esclamó Jask: y decidme, añadió; vosotros que sois sabios, ¿no sabeis si hay algun medio para prevenir tanta desgracia?

—Consultaremos de nuevo á los astros, dijeron los astrólogos.

Y el rey esperó á que trascurriesen otras siete noches.

—Señor, le dijeron los astrólogos trascurrido este tiempo: no te queda mas que una esperanza dudosa.

—¿Y cuál es esa esperanza?

—Aparta de tí á tu hija Zairah.

—¡A la prenda de mi amor!

—No la veas jamás.

—¡Ah!

—Pon entre tu reino y el lugar donde se encuentre los mares.

—¡Desdichado de mí!

—Entrega su crianza á varones justos y mugeres virtuosas, que no sepan que es hija de rey.

—¿Y para qué eso?

—Para que sea como si tu hija no hubiera nacido.

—Si así salvo su alma y la de mis otros hijos, lo haré.

—Además procura que tu hija no sea vista mas que durante su primera edad por los que pusieres á su lado para que aprenda á conocer á Dios. Luego, que nadie la vea ni ella pueda ver á nadie.

—¡Desdichada hija mia!

—Así acaso se librará de su funesto destino, y del crímen tus otros hijos.

—Cúmplase la voluntad de Dios.

—Pero para que esa dudosa esperanza se realice, es necesario que apartes de tí á Zairah antes que tu esposa dé á luz á otro hijo.

Y los sabios se inclinaron profundamente ante Jask y le dejaron solo.

XXXVIII

Era Jask tan temeroso de Dios, que no vaciló en arrostrar el nuevo y terrible sacrificio que el Señor le exigía.

Aprovechando la ocasion del paso de los árabes á España, una noche, convirtiéndose en ladron de sí mismo, penetró en las habitaciones donde se criaba su hija y la robó recatadamente, y la sacó de su palacio.

Luego, disfrazándose de labrador, se fué á la campiña, y para que amamantase á su hija, sedujo con oro á una aldeana, que abandonó á su esposo y al pequeño hijo que criaba.

Jask, por imprevision, arrastrado por su amor de padre, habia cometido, sin sospecharlo, dos grandes pecados; habia robado una madre y una esposa á su familia, y habia dado por nodriza á su hija una mala madre y una mala esposa.

Débil para el dolor de Aidamarah, Jask habia cometido además otro pecado: habia amargado el corazon de su esposa haciéndola concebir la horrible duda de si su hija era muerta ó viva.

Jask además habia mentido.

Jask, sin sospecharlo, habia vuelto sus espaldas á Dios.

Su amor hácia Aidamarah le habia perdido.

Habia pecado, y no podia arrepentirse de su pecado porque no sabia que lo habia cometido.

Dios es infinito y único, é incomprensible.

¡Loado sea su nombre!

XXXIX

Jask tuvo algun tiempo escondida á su hija y á su nodriza en la cabaña de un valle.

El mismo cuidaba de la nodriza; la llevaba el alimento y las ropas, y cuanto habia menester.

Encubierto siempre; siempre desconocido para la nodriza.

Y entre tanto hacia correr á los suyos por todas las tierras comarcanas en busca de su hija.

Y todas las tardes cuando el sol se ponia, Aidamarah rodeaba sus brazos á su cuello y le decia con las lágrimas en los ojos y el seno palpitante, pálida y consternada:

—¿Han encontrado tus esploradores á nuestra hija?

Y Jask respondia tambien con las lágrimas en los ojos.

—Dios no lo quiere.

Aidamarah iba á sentarse en el suelo en un ángulo con el rostro vuelto á la pared, y allí permanecia inmóvil.

Jask se limpiaba los ojos con el estremo de la toca, y salía.

Y así pasaron una luna y otra, hasta siete.

Un dia Jask anunció á Aidamarah, que se veia obligado á hacer un largo viage á las tierras de occidente.

Aidamarah estaba de nuevo en cinta.

Al saber que su esposo, á quien amaba con toda su alma, iba á separarse de ella, la desdichada se desmayó.

Jask, aprovechando su desmayo, montó en su corcel y solo, al tiempo que amanecia, sin llevar consigo mas que una bolsa llena de oro, su espada, su lanza y su escudo, y su hermano el perro-leon que le precedia y que jamás se separaba de él, partió de la ciudad y se trasladó al valle donde la nodriza amamantaba á su hijo.

En el camino entró en un rebaño de camellos que pastaban en la ribera, y compró el mas fuerte y poderoso.

Al pasar por una aldea, compró jaeces y almohadones para el camello, y un palanquin cubierto.

Luego siguió su ruta, llegó á la cabaña del valle, puso sobre el camello á su hija y á la nodriza, agua y mantenimientos, y tomó el camino de Tánger.

XL

Hay en las tierras de Hiberis, por bajo de la sierra Nevada, mirando al distante mar, un pequeño valle junto al cual pasa la corriente humilde aun del Genil.

En una eminencia del valle, se ven aun los restos, ó mas bien los cimientos cubiertos de musgo de un antiguo edificio, siglos hace arruinado.

En aquellos tiempos, sobre estos cimientos, se levantaban cuatro torres unidas por cuatro muros de muralla, y en medio de estas cuatro torres una torre mayor.

Esta torre no tenia en su parte superior mas que una cámara, y una galería que daba salida á las escaleras de la torre, y entrada á la cámara.

Esta cámara estaba dividida en dos por una pared, que no pasaba de la mitad de la altura del espacio general.

En cada uno de estos compartimientos habia un agimez, pero abiertos en tan espesos muros, que desde adentro solo se veian á lo lejos las distantes montañas, y el lejano mar, cuyos horizontes se perdian en la niebla de Africa.

Cada uno de estos agimeces tenian, por la parte de adentro, una fuerte verja que se abria y se cerraba.

Búcaros con flores llenaban el espacio del muro, desde la verja á la parte esterior.

Estos dos compartimientos, si eran alegres, se debia á los agimecillos trasparentes de la cúpula estrellada, á las labores doradas de las paredes, á sus esmaltes de colores, á los surtidores que emanaban de las fuentes de mármol, á los brillantes espejos de plata con marcos de oro, que se veian entre las columnas que sostenian la cúpula.

Estos dos compartimientos tenian dentro de sí cuanto puede apetecer una muger en su retrete. El baño, el divan, los pebeteros, las esencias mas preciadas, las tapicerías mas ricas.

Estos dos compartimientos eran exactamente iguales.

Ya en el uno, ya en el otro, moraba contínuamente una muger.

Pero una muger maravillosamente hermosa, y ricamente engalanada.

¿Para quién se engalanaba aquella muger?

Ella no conocia á nadie.

Recordaba sí á unas gentes que la habian criado.

A dos ancianos, el uno hombre, la otra muger.

Pero hacia muchos años que habia dejado de ver á aquellos dos séres.

Muchos años, durante los cuales, no habia visto mas séres vivientes; que las moscas azules que cruzaban la dorada atmósfera de sus retretes, ó las mariposas de oro y colores, que venian á pararse un momento sobre los ramilletes de los búcaros, ó las golondrinas que revolaban junto á sus nidos fabricados bajo las almenas de la torre.

Esta muger, mejor dicho, esta jóven; porque solo contaba veinte y un años, era Zairah, la infortunada hija de Jask-Al-bahul, y de su esposa Aidamarah.

Zairah, desde el momento en que cumplió los ocho años, mucho antes de que el amor pudiera hablar á su corazon, habia sido sentenciada á la soledad.

Habia tres años que no veia á persona viviente.

Servíanla, sin embargo, como á una sultana.

Cuando se levantaba del sueño con el alba, encontraba abierta la puerta del otro departamento.

En cuanto Zairah pasaba de ella, la puerta se cerraba, y poco despues volvia á abrirse.

El departamento en que habia pasado la noche, habia sido cuidadosamente limpiado, renovadas las flores y las ropas, y puestos escelentes manjares sobre una rica alfombra en vagillas de oro.

Cuando Zairah deseaba alguna cosa, un perfume, un pájaro, un libro, un instrumento, tocaba con una varita de oro sobre una copa puesta sobre una mesa, dejaba sobre ella escrito en un papel su deseo, y pasaba á la otra parte.

Inmediatamente se cerraba la puerta, volvia á abrirse al poco tiempo, y cuando Zairah volvia, encontraba el objeto que habia pedido.

En una ocasion, se sintió enferma y llamó, avisando en un papel su estado.

Inmediatamente apareció una persona, enteramente cubierta, examinó á la jóven, y la asistió hasta que estuvo completamente restablecida.

Así vivia la infeliz hija de Jask-Al-bahul y Aidamarah.

XLI

Segun lo habian predicho los astrólogos, Aidamarah tuvo dos hijos trascurridos tres veces siete meses desde el nacimiento de Zairah.

El uno se llamó Jacub; el otro Kaibar.

Aidamarah murió al dar á luz al último.

Era este tan monstruoso y tan feróz, como hermoso y apacible era Jacub.

Jask hizo que los astrólogos consultasen el destino de sus dos hijos.

Los astrólogos consultaron las estrellas y dijeron al rey:

—Señor, aparta de tí á tus hijos, críalos al uno lejos del otro, porque si crecieren juntos ó si algun dia se encontraren se despedazarán.

Jask envió á Kaibar á la parte oriental de Africa.

A Jacub á la parte occidental.

Pasaron tres veces siete años.

Un dia Kaibar, cuyos instintos salvages no habia podido contrariar una escelente enseñanza, vagaba por las montañas de la Abisinia, desnudo, con el carcaj á la espalda, y en las manos el arco entezado.

Seguia á una corza, á quien seguia jadeante y cansado su corcillo.

Tendió el arco, é iba á disparar, cuando entre la inofensiva bestia y su cria se levantó una forma humana.

Era una muger negra, pero hermosa, como no habia visto otra Kaibar.

Vestia una túnica roja, y sobre sus cabellos negros y brillantes llevaba una diadema de corales.

—¿Quién eres? dijo Kaibar sintiéndose fascinado por primera vez por aquella imponente y negra belleza.

—Soy una sombra, dijo ella.

—¡Una sombra!

—Sí, la sombra de una muger.

—¿Esa muger ha muerto?

—No.

—¿Vive?

—Sí. Contémplame bien: yo soy su espíritu, que vago buscando el amor sobre la tierra, y el destino me ha traido á tí.

—¿Que buscas tú el amor?... ¿Pues cómo no te busca el amor á tí?

—He nacido para vivir sola; para morir sola.

—¡Ah! yo te amo, dijo Kaibar.

Y adelantó hácia la jóven.

Pero la jóven siguió delante de él ligera y feble como llevada á impulsos del vientecillo de la tarde.

—¡Oh! ¡yo te amo, y si no eres mia... moriré! dijo Kaibar estendiendo los brazos hácia la hermosa.

—Consulta á un varon que encontrarás allá arriba, en la hendidura de aquella pared, y él te dirá lo que necesitas hacer para alcanzar el cuerpo de mi sombra.

Y la hermosa sombra negra desapareció como un vapor.

Kaibar habia quedado con el alma envenenada.

El sol ardia en lo mas alto del cielo.

Las palmeras y los nopales, inclinaban sus cabezas mustias bajo su rayo abrasador.

Kaibar empezó á trepar por la pendiente.

XLII

Cuando llegó á la entrada de la grieta, encontró dentro á un ermitaño.

Era viejísimo, encorvado, con una larga barba blanca, calzados los pies con unas sandalias de piel de camello, vestido el cuerpo con un sayo de lana y ceñidos los lomos con una cuerda.

Sobre sus rodillas tenia abierto un libro negro.

Aquel libro estaba escrito con caractéres rojos.

Cuando entró el jóven, el ermitaño clavó en él sus pequeños ojos grises y relucientes.

Kaibar retrocedió.

Aquel hombre le ponia espanto.

—Si eres cobarde, dijo el ermitaño con voz profunda y cavernosa, ¿por qué vienes á mí?

—¿Quién eres? dijo Kaibar.

—Yo soy Eblís, el viejo.

—¡Tú! ¡tú Satanás!

—Yo soy.

—Y bien, dijo Kaibar; ¿me puedes tú dar los amores de la doncella negra?

—Sí; si tú los quieres.

—¡Que si los quiero! por ella se estremece mi corazon.

—¿Sabes quién es esa doncella?

—Debe ser hija de un rey poderoso ó de un poderoso genio.

—En efecto esa doncella es hija de un rey.

—¡De un rey! ¿y cómo se llama?

—Jask-Al-bahul.

—Yo he oido pronunciar el nombre de ese rey.

—Ya lo creo, como que ese rey es tu padre.

—¡Mi padre un rey!

—Sí, dijo el diablo; siéntate y escucha.

Kaibar se sentó.

Eblís le contó la historia de sus padres.

Kaibar le escuchó con atencion.

Cuando el diablo hubo concluido, preguntó á Kaibar:

—¿Y á pesar de saber que esa sombra que te ha enamorado, es la sombra de tu hermana Zairah, insistes en tus amores?

—¡La amo! ¡oh! ¡sí! ¡la amo! ¿pero por qué es negra la luz de mis ojos?

—Antes era blanca como la luna, pero desde que ha amado á tu hermano Jacub...

—¡A mi hermano Jacub!...

—Sí, el que vive en el Cairvan.

Un pensamiento de muerte pasó por el corazon de Kaibar.

—Pues bien, dijo, yo quiero ver á mi hermana Zairah, quiero ser amado por ella.

—La verás, la arrebatarás de su prision, pero yo no sé si te amará.

—¡Oh! ¡véala yo! ¡sea mia!

—Para ello necesitas mi ayuda.

—¿Y no me la darás?

—Sí, pero dame tú tu alma.

—¡Mi alma! ¿pues quién eres tú?

—Yo soy Eblís.

—¿Y puedes tú darme lo que deseo?

—Sí.

—Pues toma en buen hora mi alma.

El diablo metió la mano debajo de su túnica y sacó un pedazo de caña, con la cual se habia hecho una especie de tubo, cerrado por un nudo natural en la parte inferior, y tapado con un pedazo de pino en la parte superior.

El diablo quitó aquel tapon y mostró á Kaibar el interior de la caña, relleno de una especie de pomada verde.

—Esta es la hiel de un enamorado loco que se ahorcó por una muger que no le amaba, dijo Satanás.

—¿Y para qué sirve este unto?

—Cuando quisieres penetrar hasta Zairah, úntate con él las sienes, sobre el corazon, en las palmas de las manos y en las plantas de los pies y pronuncia su nombre.

El diablo entregó la caña con su contenido maldito á Kaibar.

Kaibar se untó inmediatamente con aquella verde pomada las partes que el diablo le habia dicho, y pronunció el nombre de Zairah.

Aun no habia acabado de pronunciarle, cuando se encontró sobre una montaña al pie de un castillo, junto al muro de unos jardines.

Una muger jóven, negra y hermosa, adelantaba sobre un caballo negro, precedida por un perro, y seguida por un caballero armado con armas negras, ginete en otro poderoso caballo.

XLIII

Al ver la dama á Kaibar se estremeció.

El perro-leon rugió.

El caballo se encabritó y luego partió á la carrera.

Tras el caballo que conducia á la jóven, partió el del caballero del arnés negro.

Kaibar con la pujanza de un jigante, siguió á la carrera al caballo que conducia la dama.

El destino habia reunido á los tres hermanos.

Muy pronto, y por distinto camino, se perdieron el caballo de la dama negra, y el del caballero del negro arnés.

—¡Y cosa estraña!

Delante de Kaibar corria, corria, como pretendiendo guiarle, su tio, el hermano de su padre, el perro-leon.

¿Quién era el otro caballero de las armas negras?

¿Cómo habia podido apoderarse de la negra y hermosísima dama?

Aquel caballero era Jacub, el otro hijo del rey Jask-Al-bahul.

El hermano de Kaibar.

Una noche velaba Jacub.

Ya lo sabeis.

El mismo nos lo ha dicho.

La pálida luz de la luna iluminaba las almenas de la torre de la alcazaba de Kaibar, donde el jóven príncipe se encontraba.

Estaba triste.

Un sueño vago y misterioso de amor habia enlanguidecido su alma.

Ansiaba, y no sabia lo que ansiaba.

Tenia sed, y no sabia en qué fuente podia templarla.

Su corazon ardia, y Jacub buscaba en vano la causa de aquel fuego.

De improviso, allá á lo lejos, como viniendo del otro lado de los mares, resonó una voz dulcísima y oyó aquel romance de amores que decia:

Libres los vientos—zumbando vagan;
libres navegan—las nubes blancas,
del firmamento—la azul campaña;
libres batiendo—las leves alas,
las golondrinas—besan las aguas,
del ancho lago—que riza el aura;
libres las ondas—la curva playa,
amantes orlan—de espumas cándidas;
las mariposas—engalanadas
ora revuelan,—ora se paran,
entre las flores—de mi ventana,
y yo entretanto—me miro esclava,
me cercan muros,—puertas me guardan,
y en mis megillas—el sol vé lágrimas,
cuando aparece—por la mañana,
y aun vé mis ojos—que el llanto empaña
cuando á los mares—cansado baja.

Y el eco lánguido y cadencioso, repetia débilmente aquel cantar que parecia habian traido á los oidos de Jacub hadas invisibles.

Jacub habia sido educado en Cairvan, sin conocer su orígen, por un anciano kadí.

Cuando despues de haber permanecido largo tiempo en las almenas de la torre, despues de que se hubo perdido en el silencio el lejano y voluptuoso eco de la cancion, bajó á la cámara, encontró prosternado y orando al anciano kadí.

—¿Qué tribulacion nos amenaza, mi buen Abu-Kair? dijo el jóven príncipe dirijiéndose al anciano.

—La tentacion vuela en torno de mí, dijo el anciano; Satanás ha rozado mi frente con sus alas de vampiro.

—¿Y qué te ha dicho Satanás?

—¡Oh! el pérfido me enseñaba una bolsa llena de oro.

—¡Una bolsa llena de oro!

—Y un anillo con una gruesa esmeralda.

—¡Ah!

—Y un rosario de coral y de diamantes.

—¡Cosa estraña! dijo el príncipe; ¡yo tengo oro y un anillo con una esmeralda y un rosario de corales y diamantes!

—En efecto, el diablo para ofrecerme estas cosas, habia tomado tu figura.

—¡Ah, el malo! ¡pues si yo estaba hace poco en lo alto de la torre!

—Ya lo sabia yo; y además habia conocido á Satanás, porque aunque habia tomado tu figura, no habia podido replegar de tal modo á sus espaldas sus negras alas que yo no las viese.

—¡Ah! ¿y qué te decia?

—Yo amo á una muger, no la conozco; pero la siento en mi alma; debe ser muy hermosa, porque mis ojos la buscan ansiosos como el ciego busca la luz; muy jóven, porque mi alma al sentirla se refresca; muy pura, porque el fuego en que enciende mi alma es dulce y tibio como el sol del primer dia de la primavera.

—¡Ah! pues yo amo así; yo siento así, dijo el príncipe. ¿Y qué mas te decia el condenado?

—Esa doncella debe ser princesa, porque al presentirla, mi alma se enorgullece; hija de un poderoso debe ser.

—Sí, sí, así lo siento yo. Pero continúa relatándome lo que decia el negro espíritu bajo mi figura.

—Me decia: yo no sé quien soy y quiero saberlo, hánme criado sin decirme el nombre de mi padre, pero debe ser poderoso y noble, y debe amarme mucho, porque yo tengo hermosos caballos de Arabia, y armas de oro, y túnicas preciadas, y joyas, y tesoros. ¿Quién es mi padre?

—¿Y qué contestaste tú al diablo?

—Yo le dije, no te lo puedo decir. Entonces el diablo sacó una gran bolsa y me la mostró.

—¿Era cómo esta? dijo el príncipe sacando una bolsa, y mostrándola al kadí; cuyos ojos brillaron.

—Como esa era.

—Toma, pues, dijo el príncipe; quiero que tu sueño se realice.

El kadí se apoderó con ánsia de la bolsa.

—Pero dime lo que dijiste al diablo en mi figura; dijo el príncipe.

—Yo, dijo el kadí, dije al diablo: tú eres hijo de un rey.

—¡Hijo de un rey! ¡de un rey poderoso!

—Sí, de un rey que tiene sus dominios en los linderos del Desierto.

—¿Y cómo se llama ese rey?

—Lo mismo me preguntó el diablo, pero yo no quise contestar; entonces me enseñó una hermosa sortija con una gruesa esmeralda y me dijo: tuya es si me declaras el nombre de mi padre.

—Hé aquí la sortija, dijo el príncipe quitándose de un dedo de la mano izquierda una magnífica esmeralda.

El kadí se apoderó de la sortija con doble ánsia que con la que se habia apoderado de la bolsa.

—Tu padre se llama Jask-Al-bahul, dijo el kadí.

—Y dime, ¿tiene mi padre otros hijos? y téngalos ó no, ¿por qué me ha separado de sí?

—Esta misma pregunta me hizo el diablo, repuso el kadí, pero yo callé; entonces el diablo me enseñó un largo rosario de corales y diamantes, y me dijo:

—Esta joya es preciosa; si me revelas mi historia te la doy.

—Toma, toma, dijo el príncipe sacando do su seno un hermoso rosario de corales y diamantes; pero cuéntame mi historia.

El kadí se apoderó del rosario, y contó á Jacub la historia de su padre y el horóscopo suyo y el de sus hermanos.

Jask á nadie habia revelado aquel secreto, pero lo sabia el diablo que todo lo sabe, y tomando la figura del kadí, que dormia en otro aposento, habia revelado al jóven príncipe su destino, y al revelárselo se habia valido de aquellas trazas para quitarle el bolsillo, la sortija y el rosario, que eran tres talismanes que debian proteger al príncipe contra la desgracia.

Cuando el príncipe supo su historia, dijo:

—¡Ah! por noble y alta y poderosa que sea la princesa que me enamora, yo soy tambien alto, noble y poderoso; ¿pero dónde está esta princesa, cuya voz he oido dulce y enamorada, como viniendo de la inmensidad?

—Yo no puedo decírtelo, señor, contestó el falso kadí, esto es: el diablo que para perder al jóven, habia tomado la figura del kadí: pero puedo decirte donde hay un sábio, que te revelará lo que deseas.

—¿Y dónde mora ese sábio?

—En la selva cercana á Kairvan.

—Pero yo no puedo salir de este castillo.

—Yo te sacaré de él: sígueme; pero es necesario que te dejes vendar los ojos.

Y el diablo vendó los ojos al príncipe, le asió de la mano, y le guió.

Estuvieron andando durante mucho tiempo; primero subiendo y bajando escaleras, despues atravesando subterráneos, al cabo marchando por el campo.

Despues de algunas horas de marcha, el diablo se detuvo, quitó de los ojos la venda al príncipe, y este se encontró en una inmensa caverna, á cuyo fondo se despeñaba un torrente que salia por la entrada de la caverna y se perdia en la selva.

A la márgen izquierda del torrente, sobre unas peñas, debajo de la bóveda natural de la caverna y como escondida en un negro seno, habia una choza formada por troncos de árboles y ramas secas.

Dentro ardia una luz rojiza.

Sentado junto á aquella luz habia un viejo, viejísimo, que cantaba tristemente:

«Está escrito: la torre se levantará sobre la sima.

»Y la torre tendrá siete suelos.

»Y cada uno de estos suelos estará habitado por un espíritu maldito.

»Y cuando ya estuvieren en la torre los siete espíritus condenados, la guardará otro ginete en un caballo sin cabeza, acompañado de un perro velludo.

»Así está escrito, y lo que está escrito se cumple.

»Faltan aun centenares de años para que se cumpla lo que está escrito.

»Pero finados que sean esos años, lo que está escrito se cumplirá.»

Jacub, que habia oido esto, se volvió al diablo que habia tomado la figura del kadí para conducirle allí, y no le encontró.

Entonces, decidido á todo, entró en la oscura cabaña donde cantaba el viejo.

—¿Quién eres? le preguntó este al verle entrar.

—Yo soy el príncipe Jacub, hijo del poderoso rey Jask-Al-bahul.

—¡Ah! ¿tú eres el que estás enamorado de tu hermana?

—¡Qué! esclamó el príncipe: ¿es el de mi hermana Zairah, el dulce, el ardiente espíritu que vive dentro de mi alma?

—Sí.

—¿Y cómo haré para llegar á mi hermana?

—¿No te retrae de tus amores el saber que es hermana tuya?

—No.

—¿No temes perder tu alma logrando tus deseos?

—Yo la amo.

—¿Y si tu hermano la amase tambien?

—Mataria á mi hermano.

—¿Y si yo te pidiese tu alma por el cumplimiento de tus deseos?

—¿Pero quién eres tú?

—Yo soy Satanás.

—¡Ah! ¿y necesitas mi alma á cambio de mi amor?

—Sí.

—¿Y no me darás mi amor, si no te doy mi alma?

—No.

—Pues te la doy.

—Firma aquí, dijo el diablo, presentando á Jacub un papel en blanco.

Jacub enloquecido por su amor firmó.

—Dame mis amores, dijo despues de haber firmado.

El diablo hirió con el pie el suelo, tembló ligeramente la tierra, se oyó en sus entrañas un sordo bramido, y apareció saliendo de la tierra un caballo negro encubertado de batalla, llevando sobre su lomo una armadura negra completa, un escudo, una lanza, una hacha y una espada.

—Cíñete esas armas que están sobre el caballo, dijo el diablo.

Jacub se ciñó el arnés negro y reluciente.

Creyó entonces que su vida se aumentaba, que se aumentaban sus fuerzas, que se aumentaba su entendimiento. Sintióse mas jóven, mas ardiente, mas ágil.

Supo cosas que hasta entonces no habia sabido.

En una palabra: se trasformó en otro hombre y creció en hermosura.

—Monta á caballo, le dijo el diablo.

El príncipe montó, el caballo se encabritó feroz, pero el príncipe le contuvo, y le hizo piafar dócil á su mano.

—¿Y qué he de hacer ahora para llegar á la amada de mi alma?

—Ese caballo te llevará veloz como el pensamiento.

—¡Pero mi amada está encerrada tras fuertes murallas!

—Mientras lleves puesta esta armadura negra, no solo te defenderá ella de todos los peligros, de todos los golpes, de todas las asechanzas, sino que podrás entrar en donde quieras y salir cuando lo deseares. La persona que lleves asida de la mano, podrá entrar y salir del mismo modo, y asimismo las personas que vayan asidas á la que vaya asida á tí.

—¿De modo que podrá penetrar hasta Zairah?

—En este momento sueña Zairah contigo, y te llama.

—Pues bien, caballo mio; llévame hasta el castillo donde mora mi amada.

Apenas habia pronunciado el príncipe estas palabras, cuando el caballo partió como una flecha, salió de la caverna, atravesó la selva, atravesó la sierra, llegó al mar, le pasó, puso los cascos en las playas de Andalucía, trepó por las verdes vertientes de las Alpujarras, y poco despues quedaba inmóvil delante de la puerta de un fuerte castillo.

Aquel castillo era el en que estaba cautiva desde su infancia Zairah.

XLIV

Velaba Zairah.

Una vision de amores la habia despertado de su sueño.

Veia ante sí un caballero blanco, pálido, hermoso, que la miraba intensamente, acariciándola con la dulce mirada de sus resplandecientes ojos negros.

—¡Oh tú, vision de mi deseo, dijo Zairah, ó semejanza de un hombre! ¡oh tú, á quien mi corazon ama! ¡sino existes desaparece, pero si vives, si me escuchas, si me amas como yo te amo, ven!

Ven, porque me siento morir.

Mi cautiverio me es ya insoportable.

Mi soledad horrorosa.

Ven, amado de mi alma.

Dá vida á mi corazon y libertad á mi tristeza, y consuelo á mi desesperacion.

Ven que yo te amo.

Y mi amor es vírgen, vírgen como el primer perfume de las pequeñas violetas azules y amarillas que orlan los bordes de mis búcaros en la primavera.

Ven, amado de mi alma, que soy hermosa.

Ven, y yo seré para tí la paloma amante que arrullará tu sueño.

Tú serás para mí el cedro oloroso y fuerte donde anida la paloma.

Ven, amado de mi alma, si existes; y si no existes, huye de mi pensamiento, fantasma tentador, y no me atormentes.

De improviso calló Zairah.

Habia sentido pisadas, unas pisadas que la eran desconocidas.

Sonó una puerta, y las pisadas se sintieron mas próximas.

Abrióse por fin la puerta del compartimiento donde se encontraba Zairah, y apareció Jacub.

XLV

Zairah se puso de pie.

Al verla Jacub tan hermosa, tan deslumbrante, retrocedió y quedó inmóvil.

—¿Quién eres tú? dijo Zairah con voz dulce, adelantando hácia él.

—Yo te amo, dijo Jacub saliendo á su encuentro.

Y Zairah vió en Jacub al amante de su vision.

Y Jacub vió en Zairah á la amada de su pensamiento.

—Y yo te amo, dijo Zairah, arrojándose en los brazos de Jacub.

Entonces resonó leve, amarga, distante como venida de la inmensidad una carcajada horrible.

Una carcajada del infierno.

Y los jóvenes no la oyeron, porque habian nacido para amarse y estaban trasportados de amor el uno en los brazos del otro.

Y tras la infernal carcajada, sonó una voz tan pavorosa como ella.

Y aquella voz esclamó:

«Lo que está escrito se cumple: la descendencia de Abraham vuelve á ser maldita.»

Y zumbó el huracan al rededor de los muros.

Y penetrando en un pujante remolino por los ajimeces, apagó la lámpara que alumbraba el retrete de Zairah.

XLVI

Empezó á amanecer.

Una blanca faja de luz orló el horizonte.

Aquella luz débil fué creciendo, creciendo, y al fin iluminó los objetos de la cámara de Zairah.

Zairah dormia en el divan.

En sus entreabiertos labios vagaba una sonrisa de deleite.

Y Jacub la contemplaba con espanto.

Porque Zairah, de blanca que era como el alba, se habia tornado negra como la noche.

Y sin embargo, su hermosura habia crecido hasta el punto de ser irresistible.

Del mismo modo que habia cambiado el color de su tez, habia cambiado el color de sus ropas.

Su túnica, de blanca que era se habia vuelto roja.

El collar de azabache que antes enaltecia la blancura de su garganta, se habia convertido en una gargantilla de perlas, cuya lasciva blancura contrastaba con el luciente negro de su cuello y de su seno.

Y Jacub la contemplaba con espanto y con adoracion á un tiempo.

Y como si la mirada fija y candente de Jacub hubiera tenido una fuerza sobrenatural, Zairah abrió los ojos.

¡Oh! ¡y qué mirada la de los ojos de Zairah!

Brillaban como astros de amor, enamoraban como las mas dulces palabras, como las mas regaladas armonías, como los perfumes mas suaves.

Jacub se sintió morir.

Y Zairah, al ver la luz del dia esclamó:

—¡Huyamos, amado mio! ¡huyamos! si es que puedes sacarme por donde tu has entrado; ¡huyamos! porque si te encuentran aquí, te matarán.

Huyamos y vivamos siempre juntos.

No quiero volver á estar sola.

Si tu me dejases, aquí moriria; y moriria desesperada.

Y tú no querrás que tu Zairah muera.

—¡Oh! ¡no!

Cuánto te amo. Creo que tu amor me ha dado una nueva vida.

Y sí, sí; me estoy viendo en mi hermoso espejo de plata y estoy mas blanca, mas blanca: y mis ojos y mis cabellos son mas negros.

—¡Blanca! ¡blanca! esclamó con terror Jacub.

Y miró al espejo en que se miraba la jóven.

Y su terror se aumentó.

En efecto, en el espejo Zairah parecia blanca, de una manera deslumbradora.

Pero cuando la miraba Jacub, la veia negra.

¿Qué podia ser aquello?

Y Zairah esclamaba:

—¡Huyamos, amado mio! ¡huyamos! porque si te encuentran aquí te matarán.

XLVII

Entre tanto, ó mejor, poco antes de que amaneciera, una inmensa nube flotaba en el espacio y adelantó de la parte de Oriente á la de Occidente.

Cuando estuvo cerca del castillo de las Alpujarras, donde habia estado encerrada veinte y un años Zairah, la nube descendió.

Empezaba á amanecer.

A la dudosa luz del crepúsculo pudo verse, que lo que parecia una nube era un inmenso paño rojo.

Era en efecto la bandera mágica que en los tiempos de su juventud habia tomado Jask-Al-bahul á los jigantes del Desierto.

La bandera descendió á los pies del castillo, sobre la cumbre de la montaña.

Sobre la nube venian Jask-Al-bahul, su caballo, en pelo, sin mas que el freno, y el perro-leon.

Cuando hubieron llegado, Jask, su hermano el perro y su caballo, salieron de la bandera.

En cuanto hubieron salido de ella, la bandera roja se evaporó como una emanacion de sangre.

Jask, llevando del diestro á su caballo y seguido por su hermano el perro se dirijió á la poterna del castillo.

Jask vió con terror que junto á la poterna habia un caballo encubertado.

—¡Oh! ¡si habré llegado tarde! esclamó.

Y apresuró el paso, hácia la poterna.

Pero antes de llegar á ella, la poterna se abrió y apareció Jacub llevando de la mano á Zairah.

Jask la vió negra, como la veia Jacub, y al reparar en su color lanzó un grito de espanto y se arrojó hácia los dos jóvenes.

Pero antes de decir lo que aconteció, digamos por qué habia venido al castillo donde se guardaba su hija sobre la roja bandera de los jigantes el rey Jask-Al-bahul.

XLVIII

Hacia algun tiempo que Jask veia en sueños una vision terrible.

Un jóven hermoso y pálido adelantaba hácia él llevando á una jóven de la mano.

Jask queria ponerse entre ambos jóvenes; pero en el punto en que lo pretendia, sus ojos se nublaban, zumbaban sus oidos y un frio de muerte helaba su corazon.

Este sueño se repitió siete veces consecutivas.

Entonces, lleno de un vago terror, Jask hizo que sus astrólogos consultasen las estrellas.

Y los astrólogos le dijeron:

—Señor, tú tienes una hija y dos hijos.

—Es verdad, dijo el rey.

En otro tiempo, por consejo de tus astrólogos, que habian consultado por tu mandato el libro infinito, alejaste de tí á tu hija y procuraste que de nadie fuese vista.

—Es verdad.

—Mas tarde separaste de tí á tus otros dos hijos; enviaste el uno al Oriente y el otro al Occidente, y procuraste que no conociese su origen.

—Es verdad.

—Pero el diablo los hará conocerse: es mas, los reunirá: tu hija será de uno de sus hermanos, y éste matará al otro. Además hay delante de tu horóscopo una nube roja.

—¿Y cuándo conocerá mi hijo á su hermana? ¿Cuándo el un hermano matará al otro?

—Dentro de muy pocas horas, dijeron los astrólogos, si hemos de creer á las estrellas.

—¡Dentro de muy pocas horas! esclamó aterrado Jask. ¿Y cómo impedir esas horribles desgracias? El castillo en que tengo encerrada á mi hija está al otro lado de los mares, en las tierras de Occidente: de aquí á allá hay centenares de leguas.

—Tú puedes hacer ese viaje en un instante, dijeron los astrólogos.

—¿Y cómo? un águila tardaria en llegar.

—Tú posées algo que vuela con mas rapidez que un águila.

—¡Yo!

—Sí, tú. Tienes en la grande aljama, sirviendo de alfombra....

—¡Ah! ¡sí, es verdad! la bandera de los jigantes que vencí con la ayuda de Dios.

—Pues bien; monta á caballo para llegar mas pronto á la grande aljama; toma esa bandera, ponte sobre ella, y ella te llevará á donde deseas; pero si cuando llegares vieres á tu hija convertida de blanca en negra, habrás llegado tarde; tu hija habrá sido la manceba de su hermano.

Bajó á las caballerizas, seguido del perro su hermano, puso un freno á su caballo de batalla, y sin entretenerse á encubertarle, ni aun á ensillarle, por no perder tiempo, montó en él en pelo y se dirijió á la carrera á la grande aljama; tomó la bandera, la estendió, y él, su hermano y su caballo se pusieron sobre ella.

Inmediatamente la bandera se levantó en los aires y condujo instantáneamente á Jask al castillo de las Alpujarras, á punto que salian por la poterna Zairah y Jacub asidos de las manos.

XLIX

Jask se precipitó hácia ellos.

—¿A dónde vais, desdichados? esclamó.

—¿Quién eres tú? esclamó Jacub con fiereza.

—¡Yo!... ¿quién soy yo? esclamó Jask sin atreverse á contestar á aquella pregunta.

—¿Querrás tú impedir acaso que yo lleve conmigo á mi esposa?

—Zairah no puede ser tu esposa.

—Lo es ya, esclamó Jacub.

—¡Ah! sí, sí, era blanca y está convertida en negra, esclamó Jask cubriéndose el rostro con las manos.

—¿Qué quiere decir este hombre? esclamó Zairah, que se veia blanca como antes.

—¡Ese mancebo es tu hermano! esclamó con desesperacion Jask.

Al oir estas palabras Zairah, se vió negra, y exhaló un grito de horror.

Se desasió de la mano de Jacub, y pretendiendo huir de él, saltó en el caballo de batalla de su padre.

Al sentirla sobre sí el bruto, partió á correr.

—¡Ah! esclamó Jacub palideciendo de muerte y cerrando con su padre sin conocerle: tú me has robado á mi alma.

—¡Ah desdichado! esclamó Jask cayendo herido de muerte á los pies de Jacub: has sido impuro con tu hermana, y has teñido tus manos en la sangre de tu padre.

Y espiró.

Las últimas palabras de Jask-Al-bahul, retumbaron terribles en el corazon de Jacub.

Y sin embargo, saltó sobre el arzon de su caballo, y siguió á la carrera á Zairah que se alejaba.

Entonces fué cuando apareció Kaibar, y se puso en seguimiento de Zairah.

El perro-leon, rugió dolorosamente junto al cadáver de su hermano, y siguió á su sobrina, precediendo á Kaibar.

L

Durante todo el dia Kaibar siguió á Zairah.

El caballo de Jacub habia tomado otro camino y no parecia.

Al fin al trasponer el sol los horizontes, despues de haber corrido entre montañas y precipicios, desbocado su caballo, y con el terror en el alma, Zairah llegó á la sima, sobre la cual debia levantarse la torre de los siete suelos, y cayó desmayada á la aproximacion de Kaibar.

Jacub habia sobrevivido al fin, y un hermano, para que se cumpliese lo pronosticado por las estrellas, habia caido á las manos del otro durante el desmayo de Zairah.

Kaibar habia caido á lo profundo de la sima, el caballo de Jask-Al-bahul en que habia llegado Zairah, habia caido tambien despeñado en el abismo.

El perro habia lamido la sangre de Kaibar, Jacub habia lanzado á la sima su puñal ensangrentado.

Habia salido la luna.

Cuando Zairah volvió en sí, solo encontró á su lado á Jacub.

El perro-leon estaba sentado, amenazador y terrible en medio de los dos jóvenes.

LI

Zairah se pasó la mano por la frente, y apartó de sobre ella las pesadas bandas de sus cabellos.

Sus ojos miraban con espanto á Jacub.

—¡Con qué tú, esclamó; tú, el mancebo hermoso de mi amor, eres mi hermano!

—¡Tu hermano! miente aquel hombre que lo dijo, esclamó Jacub.

—¡Aquel hombre!... aquel hombre tenia algo que me espantaba, esclamó Zairah.

—Esto ha sido un sueño, un sueño que no debemos recordar, alma mía.

—¡Un sueño! no: yo era blanca como la nieve y ahora, mis brazos, mi senos están negros, negros como el carbon.

—¡Oh, no! ¡tú sueñas! esclamó estremeciéndose Jacub.

—Debemos de haber cometido un crímen horroroso, esclamó Zairah.

—El crímen de haber nacido destinados el uno para el otro.

—¿Quién sabe si nos ha unido el infierno?

—¡El infierno!

—¡He tenido un sueño! ¡una vision!

—¡Una vision!

—¡Sí! una vision horrorosa.

—La noche nos rodea, la luna brilla en los cielos, los aires son puros, todo nos convida á amar; ¿por qué hemos de hablar de cosas lúgubres?

Y Jacub adelantó hácia Zairah.

—No me toques: no me toques; esclamó la jóven retirándose.

—Tú no me amas, dijo sombriamente Jacub.

—¡Sí, sí! te amo, pero de otro modo.

—¡De otro modo!

—Sí, de una manera mas dulce, mas tranquila: te amo como amaría á mi hermano, y nada mas.

—¡Oh! cuando me viste la noche pasada junto á tí, no me hablabas de tal manera.

—Entonces era blanca, y ahora soy negra.

Jacub se estremeció.

—Pero yo te amo del mismo modo, con toda mi alma, dijo.

—¡Oh! ¡no! ¡no! he soñado...

—¿Pero qué has soñado?

—Me parece que acabo de despertar del sueño, un sueño de sangre.

—¿De sangre?..

—Sí.

—El terror de que estabas poseida....

—¿Dime que se ha hecho del buen caballero que nos dijo que éramos hermanos?

—Se fué, contestó con voz ronca Jacub.

—¡Se fué! ¿y aquel otro hombre horrible de la cabellera roja?

—¿El que te perseguia?

—Sí.

—Se fué tambien.

—Mira, yo los he visto en el sueño sombrío que acaba de pasar por mí.

—¿Que los has visto?

—Sí, ensangrentados y pálidos.

—No, no puede ser, esclamó Jacub, cuya turbacion crecia.

—Sí, sí, el caballero melancólico, grave, tenia abierto el pecho de una puñalada, y corria la sangre de la herida, y me miraba con dolor.

—¡Ah! no, no.

—Le he visto...

—Te lo repite tu terror.

—El otro, el de la cabellera bermeja, estaba despedazado, magullado, como un hombre que ha caido despeñado sobre rocas.

—¡Ah! no, no.

—Y el buen caballero me decia: tú eres mi hija.

—¡Te llamaba su hija!

—Y el hombre de la cabellera bermeja me decia: tú eres mi hermana.

—¡Su hermana! ¡no, no puede ser!

—Y el caballero añadia: mi hijo me ha asesinado: y el hombre bermejo decia: mi hermano me ha asesinado.

Jacub lanzó un gemido.

—Y alrededor de los que se decian mi padre y mi hermano, vagaban muchas sombras entre una atmósfera de fuego, y todas decian en coro:

—Nuestra raza se ha terminado, pero ha terminado maldita.

El terror de Jacub se aumentó, y adelantó hácia su hermana.

—¡Oh! ¡no me toques! ¡no me toques! esclamó esta retirándose.

—Pero yo te amo.

—Nuestro amor es maldito.

—¿Y crees tú en sueños?

—Los sueños son avisos de Dios.

—O del infierno.

Y Jacub dió otro paso hácia Zairah.

—No me toques, esclamó esta; sino quieres morir y matarme.

—¡Cómo!

—No he acabado de decirte mi sueño: soñaba lo que está aconteciendo ahora mismo; en medio de los dos habia un perro horrible, tú pugnabas por acercarte á mí, el perro gruñia de una manera amenazadora y tú seguias acercándote como te acercas; al fin me asías una mano, y el perro, el perro nos arrastraba á los dos...

En aquel momento Jacub asió la mano de Zairah.

Un estremecimiento poderoso, un frio horrible, pasó por el cuerpo de los dos hermanos, y el perro lanzando roncos, desesperados ladridos, se lanzó en la sima.

Y como arrastrados, como atraidos por él, se precipitaron tambien en la sima los dos hermanos asidos de las manos.

LII

Y al caer los dos hermanos en la sima, un alarido atronador, un coro infernal de voces condenadas se levantó sobre ella.

«Nuestra raza maldita, se ha estinguido en la maldicion.

»La torre se levantará sobre la sima, y con la torre el castillo resplandeciente.

»Y pasarán para esto centenares de años.

»Y Jacub, el último hijo de la familia condenada, el incestuoso, el parricida, el fratricida, vagará insepulto alrededor de la torre, hasta que una sultana que haya sido parricida, adúltera é incestuosa, muera en el castillo.

»Y entonces nosotros descansaremos perdonados por nuestra espiacion en un infierno, y solo quedarán en el oscuro fondo de la torre la muger adúltera y parricida y su cómplice, y nuestro hermano el perro velando en la torre.

»Nuestra raza maldita se ha estinguido en la maldicion.

»La torre se levantará sobre la sima, y con la torre el castillo resplandeciente.»

Callaron las voces infernales, se apagó el eco que habian producido, y nada se escuchó cerca ó lejos de la sima: quedaron los alrededores desiertos y la luna alumbrando blandamente á la noche.

LIII

Poco tiempo despues de estos sucesos vinieron los árabes á España y la conquistaron.

Levantaron castillos en las montañas, y atalayas en las cumbres.

Sin embargo, la sima maldita permaneció abierta y sin que pasase junto á ella, hombre, animal, ni fiera, durante un espacio de mas de quinientos años.

Hasta que el rey Nazar construyó la Alhambra.

Entonces sobre la sima maldita, se levantó la torre de los Siete Suelos.

Y apenas se levantó la torre, cuando todas las noches salia de su fondo un espectro condenado, que vagaba por el alcázar, esperando á la sultana que habia de dar la señal con sus crímenes del descanso de la descendencia de Abraham y de Leila-Fatimah.

Pasaron sin embargo todavia mas de cien años.

Al fin, la sultana Ketirah, la esposa adúltera de Abul-Walid, murió en la torre de la Cautiva, y Jacub, que no era otro el mago que habia impulsado al rey Abul-Walid hácia los amores de María, pudo al fin decir á su familia:

—Descansad; vuestras penas están cumplidas, la sultana envenenadora, adúltera, incestuosa, ha muerto en el alcázar de la Alhambra; su complice va á bajar al infierno de la torre.

XLIV

Y en efecto Masud-Almoharaví bajó al fondo de la torre, pero ginete en un caballo sin cabeza, y precedido de un perro lanudo.

¿Quién habia descabezado al caballo de Masud-Almoharaví?

Recordemos lo que ya hemos referido.

Cuando auxiliado por el infante Ebn-Ismail, Gonzalo se deslizaba con María, por la escala, fuera de la torre de la Cautiva, Masud-Almoharaví, se lanzó tras ellos, no sin recibir al lanzarse una puñalada del infante Ebn-Ismail.

Sin embargo, á pesar de lo mortal de la herida, al mismo tiempo que Gonzalo montaba en su caballo con María, desmayada aun, Masud montó en otro que tenia del diestro un esclavo, y partió á la carrera tras Gonzalo.

Delante del caballo que montaba Masud, corria ladrando el perro-leon, el lanudo perro hermano de Jask Al-bahul.

Cuando Gonzalo hubo salido del barranco notó que le seguian.

Al notarlo notó tambien que quien le seguia era un hombre solo.

Entonces revolvió su caballo, y acometió con la espada desnuda á Masud.

Masud sorprendido, sin tener tiempo de enristrar su lanza, encabritó para defenderse su caballo.

La espada de Gonzalo brilló como un relámpago, y la cabeza del caballo rodó por tierra.

Entonces aquel caballo sin cabeza, arrastró consigo á su ginete, siguiendo siempre al perro que ladraba, y perro, caballo y hombre, se encontraron en una magnífica cámara, sostenida por columnas y arcos calados en el fondo de la torre de los Siete Suelos.

Apenas se encontraron allí, el caballo quedó inmóvil en el centro de aquella magnífica cámara, el perro se echó á sus pies y se durmió, Masud-Almoharaví, el hombre condenado, se apoyó en su lanza, inclinó la cabeza y se durmió tambien.

Gonzalo y María entretanto, adelantaban hácia la frontera cristiana.

Llegaron al cabo á ella.

Algun tiempo despues eran esposos.

Y el espíritu de Masud-Almoharaví vió aquellas alegres bodas, y los celos fueron su tormento.

Y aguijado por su dolor, todas las noches á la media noche, sale de la torre en el caballo sin cabeza, precedido del perro, recorre los bosques de la Alhambra con la lanza en ristre, y vuelve al instante al fondo de la torre, de donde sale, y cae en un letargo de penas, soñando siempre en la felicidad de María.

Esta es la tradicion del Belludo y del Descabezado de la torre de los Siete Suelos.




El Belludo y el descabezado

APUNTES HISTÓRICOS

en que se da una breve noticia de los reyes de Granada que existieron despues del rey Abul-Walid, y antes del rey Abu-Abdalah-al-Zaquies-el-Zogoibi, último señor moro de Granada.

I

El rey Abul-Walid, dejó cuatro hijos: Muhamad, su sucesor de doce años; Farag, el segundo; Abul-Hegiag, el tercero, é Ismail, el cuarto.

El mayor de estos cuatro hijos, fué proclamado bajo el nombre de Abu-Abdallah-Muhamad IV, el mismo dia en que murió su padre.

En razon á la corta edad del rey, el wazir Almabrub tomó sobre sí el gobierno del reino.

Muy pronto la altivez y avaricia de este wazir, provocaron el disgusto y las demostraciones del esclavizado pueblo, y tres años despues de su exaltacion al trono, el rey Muhamad, que solo tenia quince años, le mandó cortar la cabeza á la vuelta de una empresa sobre la frontera de Castilla, y tomó las riendas del gobierno.

En sus primeras espediciones, conquistó á Baeza y á Gibraltar.

Poco despues perdió á Gibraltar de nuevo, contra el emir de Fez Abul Hassau.

Pero en vez de disputarle Muhamad esta conquista, prefirió aliarse con él, y tan de buena fé lo hizo, que cuando los cristianos bajo las banderas de Alonso el XI de Castilla, fueron á cercar aquella plaza, acudió á socorrer al emir de Fez para que no se la arrebatasen.

Hizo levantar el sitio, y cuando penetró en la plaza, hizo conocer á los xaques y capitanes africanos con injuriosas pullas, el servicio que les habian prestado, y ofendidos estos le asesinaron, cuando se embarcaba para ir á visitar al emir de Fez su aliado.

Muhamad murió en la primavera de su juventud, aun no cumplidos los veinte años.

Inmediatamente los wazires y la nobleza proclamaron rey al hermano del difunto, Abul-Hegiag, y este mandó recoger el cuerpo de su hermano y le llevaron á Málaga, donde fué enterrado en una huerta del rey fuera de la ciudad.

Sobre su sepulcro se escribió el epitafio siguiente:

«Este es el sepulcro del noble rey, fuerte, magnánimo, liberal, esclarecido, Abu-Abdallah-Muhamad, de feliz memoria, de la real prosápia, prudente, virtuoso, ínclito guerrero, vencedor, caudillo de vencedoras huestes, de la antigua é ínclita familia de los Nazares, príncipe de los fieles, hijo del sultan Abul-Walid-ebn-Ferag-ebn-Nazar, á quien Dios haya perdonado y tenga en descanso. Nació (el Señor se complazca de él), dia ocho de Muharram del año de setecientos veinte y cinco, y murió (Dios le perdone), á trece de Dilhagia del año de setecientos treinta y tres. Loor y gloria á Dios Altísimo é Inmortal.»

II

El nuevo rey Juzef-Abul-Hegiag, entabló inmediatamente negociaciones, por las que obtuvo una tregua de cuatro años entre Alonso XI de Castilla, el emir de Fez Abul-Hassau y él. Ocupóse durante esta paz transitoria en la administracion de sus reinos. Dió muchos decretos para precisar la acepcion de las leyes oscurecidas por las sutilezas de los imanes y de los katibs; estableció fórmulas sencillísimas para los actos públicos y particulares, creó distinciones honoríficas para recompensar los servicios á imitacion de sus vecinos cristianos, concluyó la Alhambra y erigió otros muchos monumentos de que él fué el único arquitecto.

Apenas terminada la tregua, el emir de Fez envió á su hijo á hacer escursiones en la Andalucía cristiana. Este jóven príncipe, murió en esta espedicion. Su padre Abul-Hassau juró vengar su muerte sujetando de nuevo a los matadores al antiguo dominio de los Almoravides, y publicó el alqihed ó guerra santa, reuniendo sobre Ceuta las fuerzas de su imperio, y atravesando el estrecho con doscientas naves, en las que se trasladaban á España cuatrocientos mil infantes y sesenta mil caballos. El rey de Granada fué á unirse con él á Gezira Alhadra (Isla-verde), y los dos ejércitos combinados marcharon sobre Tarifa y la cercaron.

Los reyes cristianos se estremecieron de espanto ante este nuevo esfuerzo del Africa, y Alonso XI escitó á los reyes de Portugal y de Aragon para que su uniesen con él á fin de contrarestar al enemigo comun.

La batalla del Salado decidió la suerte de aquella empresa.

Los moros fueron vencidos.

El harem del emir de Fez, su hermana, su hijo y sus tesoros cayeron en poder de los cristianos.

Encerrado el rey de Granada en la Isla verde, se vió obligado para volver á Granada á embarcarse secretamente, yendo á desembarcar en Almuñecar.

Sucesivamente, Alonso de Castilla se apoderó de Tarifa, de la Isla verde y de Algeciras.

Juzef era decididamente desgraciado en la guerra.

Habia nacido para la paz, para la ciencia, para las artes.

Fué el Augusto de Granada.

Instituyó numerosas escuelas, y determinó para todas las del reino una enseñanza igual; embelleció con mezquitas, algibes, cisternas, hospitales y palacios la ciudad de Granada, y formó ó renovó sobre muchos objetos reglamentos que llevaron su nombre y que fueron, mientras subsistió el reino, sus leyes.

Al fin, en 1354, un loco asesinó á este gran rey mientras estaba orando en la mezquita.

Hé aquí el epitafio de su sepulcro:

«Aquí yace el rey mártir y de alto linage, gentil docto, virtuoso, cuya clemencia y bondad y demás escelentes virtudes, publica el reino de Granada, y hará época en la historia de la felicidad de su tiempo: soberano príncipe, ínclito caudillo, espada cortante del pueblo muzlime, esforzado alférez entre los mas valientes reyes, que por la gracia de Dios aventajó á todos en el gobierno de la paz y de la guerra, que defendió con su prudencia y valor al Estado, y que consiguió sus deseados fines con la ayuda de Dios, el príncipe de los fieles, Juzef-Abul-Hegiag, hijo del gran rey Abul-Walid, y nieto del escelente rey Abu-Walid-Ferag-ebn-Ismail, de la familia Nazarí, de los cuales el uno fué leon de Dios, invencible domador de sus enemigos y sojuzgador de los pueblos, mantenedor de los pueblos en justicia con leyes, y defensor de la religion con espada y lanza, y digno de la memoria eterna de los hombres: el otro á quien Dios haya recibido en su misericordia entre los bienaventurados; pues fué columna y decoro de su familia, y gobernó con loable felicidad y paz el reino, mirando por la pública y privada prosperidad, que en todas las cosas hacia notar su prudencia, justicia y benevolencia, hasta que Dios Todopoderoso, colmado ya de méritos, le llevó del mundo, coronándole antes con la corona del martirio, pues habiendo cumplido la obligacion del ayuno, cuando humildemente oraba postrado en la mezquita pidiendo á Dios perdon de sus debilidades y deslices, la violenta mano de un impío, permitiéndolo así Dios justísimo, para pena de aquel malvado, le quitó la vida, cuando mas cercano estaba de la gracia del Todopoderoso: lo que acaeció el dia primero de Jawal, año de setecientos cincuenta y cinco. ¡Ojalá esta muerte, que hizo ilustre el lugar y la ocasion le haya sido de galardon, y haya sido recibido en las moradas deliciosas del paraiso, entre sus felices mayores y antepasados! Principió á reinar miércoles catorce de Dilhagia, año setecientos treinta y tres. Habia nacido dia veinte y ocho de Rabie postrera, año setecientos diez y ocho; alabado sea Dios Unico y Eterno que da la muerte á los hombres y galardona con la bienaventuranza.»

III

Al grande, al sabio, al justo rey Abul-Hegiag, sucedió su hijo Muhamad V, tenia veinte años de edad, era hermoso, de carácter firme, y de trato apacible, siendo además muy humano, generoso y franco. Dicen las crónicas árabes que era tan compasivo, «que muchas veces sus lágrimas manifestaban cuanto sentia su corazon las aflicciones y calamidades que le referian, y asimismo tan benéfico y liberal, que ganaba el amor de cuantos tenian la fortuna de tratarle; negó la entrada de su alcázar á los aduladores y ministros de lujo inútil y de vana ostentacion, y estableció en su casa un arreglado número de sirvientes, y cuanto convenia á la decente magnificencia de la casa del rey, de un estado ni opulento y vicioso, ni pobre ó malandante. Con estas virtudes solo era aborrecido de los malos y viciosos cortesanos; pero los principales y gente noble del reino le estimaban, y todo el pueblo le miraba con respeto, amor y confianza: sus principales entretenimientos y diversiones eran los libros y los ejercicios de caballería, torneos y gentilezas á caballo.

»Puso las avenencias con el rey de Castilla y con Abu-Salem de Fez, y gozaba el reino de bonancible calma. Luego que subió al trono cedió á su hermano Ismail, y á sus hermanos y madrastra el alcázar vecino al principal palacio de su padre, donde él moraba, casa magnífica y llena de comodidades, para que la habitasen con toda su familia. La sultana madre del infante Ismail habia sacado inmensas riquezas el dia de la muerte del rey Juzef, y desde luego trató de destinarlas en facilitar el camino del trono á su hijo Ismail: ganó á su hija que habia casado su padre con uno de los príncipes de la sangre, llamado Abu-Abdallah, que amaba perdidamente á su esposa, y por sus persuasiones entró en las intenciones de la reina, madre de Ismail y de su muger y por este príncipe y derramando riquezas, formaron un numeroso ejército de conjurados.»

Esta conjuracion empezó á dar resultados.

Poco tiempo despues de la exaltacion de Muhamad al trono, se reveló alzándose con título de rey en Gibraltar el walí de aquella fortaleza Iza-ebn-Alasun-ebn-Alí-Mandil-Alascarí, y trató cruelmente á los que habian permanecido fieles al rey. Pero las mismas crueldades de este walí, hicieron que se volvieran contra él todos los habitantes de Gibraltar, que le prendieron, enviándole á Ceuta con su hijo, donde murieron ambos entre los mas crueles tormentos á manos del reyezuelo de Africa, señor de Ceuta Abu-Anan.

Apesar de este mal éxito, las rebeldías continuaban sostenidas por la sultana madrastra del rey Muhamad, por su hermana y por su cuñado Abu-Abdallah.

Creyéronse al fin en estado de dar el golpe, y habiendo escogido ciento de los mas osados y valientes de sus parciales, escalaron de noche silenciosamente la parte mas alta de la Alhambra y se ocultaron hasta la media noche al canto del gallo del dia veinte y ocho de Ramazan del año setecientos setenta.

Dada la señal, los conjurados acometieron dando grandes voces, atropellando y matando á cuantos encontraban; al mismo tiempo otros conjurados rompieron las puertas de la casa del wazir y le mataron y á su hijo y á muchos de la familia: el príncipe Abu-Abdallah, cuñado del rey, entró en la Alhambra proclamando á su otro cuñado el infante Ismail, creyendo muerto al rey Muhamad; pero los encargados de matarle, se habian entretenido en el saqueo, y dieron tiempo para huir al rey Muhamad, á quien una de las doncellas del harem disfrazó de esclava, huyendo con él á caballo, sin parar hasta la ciudad de Guadix, donde libre el rey del peligro, fué recibido con entusiasmo por los leales habitantes.

V

El infante Ismail fué proclamado rey.

Paseole á caballo por la ciudad su cuñado y favorecedor Abu-Abdallah entre sus parciales, y sin perder tiempo escribió al rey de Castilla para que le favoreciese y le tuviese por su vasallo, lo que consiguió fácilmente.

Entretanto el destronado rey Muhamad, aunque confiaba en la lealtad de los de Guadix, envió mensageros al emir de Fez participándole lo que le acontecia y pidiéndole ayuda.

Pidiósela de igual modo al rey de Castilla.

Pero viendo que ninguno de los dos le socorria, partió de Guadix acompañado de gran número de caballeros, se embarcó en Marsella y se trasladó á Fez, donde el emir Abu-Salen le recibió con grande aprecio, honores y distinciones, obsequiándole con nunca visto aparato y magnificencia, prometiéndole su ayuda, y con tanta presteza y generosidad, que mandó levantar dos ejércitos que fuesen con él, y con los cuales se embarcó para dar la vuelta á Andalucía Muhamad, y cuando estuvo en España, escribió al rey de Castilla (Don Pedro el Cruel) participándole el estado de sus asuntos y las razones que le habian obligado á buscar auxilio en Africa.

Tembló España á la presencia de la inmensa morisma que habia desembarcado con Muhamad, y sobre todo, el usurpador Ismail, que se apresuró á salir contra aquella hueste á probar la fortuna de una batalla.

Pero Muhamad era desgraciado.

En estos momentos supremos, cuando las armas iban á decidir su fortuna, murió el emir de Fez Abu-Salen, que habia sido asesinado en Africa.

A esta noticia los caudillos de los berberiscos que ayudaban á Muhamad se volvieron á Africa dejando solo á Muhamad, que se refugió en Ronda, que se le mantenia fiel.

Desde allí volvió á pedir socorro al nuevo emir de Fez.

Entretanto, el usurpador Ismail-Ebn-Juzef ocupaba el trono de la Alhambra.

Era de buena estatura, y tan bello, que parecia una muger hermosa, pero tenia tambien el ánimo afeminado, débil, y dado á los deleites y al amor de las mugeres.

Su cuñado Abu-Albdallah-Abu-Sayd, que le habia ayudado á subir al trono, le trataba con desprecio, y muy pronto su ambicion no se satisfizo con mandar á nombre del débil rey, sino que quiso su corona.

Otra nueva conspiracion ensangrentó la Alhambra.

Abu-Sayd y sus parciales se apoderaron del alcázar, y el usurpador Ismail se vió obligado á huir al palacio del Albaicin, donde fué cercado y preso, y conducido á la Alhambra á la presencia de Abu-Sayd.

Este le trató con desprecio, le despojó de sus magníficas vestiduras y le envió á una prision.

En el camino, los soldados que le conducian, le mataron de órden de Abu-Sayd, y le cortaron la cabeza, que fué paseada en público.

De la misma manera cortaron la cabeza á su hermano menor el infante Caís.

Nadie se atrevió á recoger los cuerpos despedazados de los dos infelices infantes, que se pudrieron al aire, colmando el horror de aquella traicion miserable.

V

Abu-Sayd fué proclamado.

Entre tanto el depuesto rey Muhamad insistia pidiendo socorros para recobrar el trono al emir de Fez y al rey de Castilla.

Al fin el rey don Pedro, disgustado con la conducta del usurpador Abu-Sayd, envió á Muhamad un numeroso ejército de castellanos con mil y quinientos carros cargados de máquinas de guerra.

Poco despues el rey de Castilla se puso en persona al frente de este ejército y se encaminó con él á Ronda; al llegar don Pedro á Hins Casjara salióle al encuentro el rey Muhamad con su ejército, y se unió á él. Abu-Sayd, para resistir el empuje de esta alianza, se alió con el rey de Aragon, aquel enemigo del rey don Pedro de Castilla, primo suyo, Pedro tambien, llamado El Ceremonioso, y conocido entre los catalanes por el del punjalet.

Entre tanto los dos ejércitos, el de Castilla y el de Muhamad, unidos como si fuesen uno solo, continuaron sus marchas y entraron en Hins-Atara y la ocuparon, y los castillos y pueblos de la comarca que se iban entregando al rey Muhamad.

Los sucesos de la guerra iban prósperos: el reino de Granada se abria al legítimo rey; pero viendo este las tropelías que cometia en los lugares donde entraba la soldadesca castellana, «no lo pudo sufrir, dicen las crónicas árabes, su paternal corazon, y rogó al rey de Castilla encarecidamente que se quisiese tornar con sus gentes, porque no podia ver sin dolor las calamidades que causaba la guerra en sus pobres pueblos, y que por toda la riqueza y poderío del mundo no queria hacer á sus muzlimes tanto mal y daño.»

Don Pedro aprobó la determinacion del rey Muhamad, y ofreciéndole sinceramente venir en su ayuda siempre que le necesitase, volvió á Castilla dejando al buen Muhamad, que quiso mas bien continuar arrojado sin razon del trono, que envolver á sus vasallos en los horrores de la guerra civil.

Retiróse, pues á Ronda, donde resignado á su suerte vivió feliz, haciendo felices á sus vasallos con su gobierno paternal.

Muhamad se hacia amar por su templanza, al mismo tiempo que Abu-Sayd se hacia aborrecible por sus tiranías, á pesar de algunas ventajas que habia obtenido sobre los cristianos.

En una algara en que los walíes de Abu-Sayd, habian desbaratado á los fronteros de Andalucía, quedaron prisioneros muchos nobles de Castilla, y entre ellos al maestre de Calatrava don Diego Garcia de Padilla, hermano de la esposa del rey don Pedro, y los llevaron á Granada en triunfo.

El rey Abu-Sayd, pensando captarse la voluntad del rey don Pedro, honró y festejó al maestre y á los nobles castellanos que con él habian sido prisioneros, les dió ricos dones, y los puso con el maestre en libertad, suplicándoles interpusiesen su favor para que el rey de Castilla les ayudase, y así se lo prometieron.

En este tiempo los de Málaga, cansados de la tiranía de Abu-Sayd, proclamaron á Muhamad, y esta noticia que Abu-Sayd no esperaba, le sorprendió y le llenó de cuidado, haciéndole desconfiar de la suerte que hasta entonces le habia sido próspera.

Aumentaban sus recelos las contínuas deslealtades de sus mas privados y favorecidos que le abandonaban, y se pasaban á Muhamad, á quien empezaba á mostrarse próspera la fortuna, y al mismo tiempo le apuraba la falta de sus rentas administradas por manos poco fieles.

Apurado, pues, por todas partes, tomó una resolucion peligrosísima.

Creyó que le convenia pasar á Castilla y ponerse á la merced del rey don Pedro.

Partió, pues, de Granada el mal aconsejado Abu-Sayd con pompa y aparato y gran comitiva de caballeros, y con ricas joyas de su tesoro, así en pedrería de esmeraldas y balajes, como en aljófar y tejidos de oro y seda y ricos paños, y gran cantidad de doblas de oro, y caballos y jaeces y armas finas y bien labradas, creyendo que con esto, el rey de Castilla, que era codicioso, se pondria de su parte.

Llegó al fin á Sevilla, donde fué muy bien recibido por el rey don Pedro.

Pero aconsejado este por sus privados, acordó que Abu-Sayd debia morir, como usurpador del reino de Granada, enemigo del rey Muhamad, aliado del rey de Castilla, y por el mal que le habia hecho al rey, aliándose con el rey de Aragon su enemigo.

Determinado esto, quebrantando el rey de Castilla el seguro que habia dado á Abu-Sayd, le prendió con los caballeros, le sacó al campo de Tablado, vestido de encarnado, y allí, atado Abu-Sayd á una estaca, el rey de Castilla le mató de una lanzada por su propia mano.

Dicen que Abu-Sayd al morir esclamó:

—¡Oh Pedro! ¡qué torpe triunfo alcanzas hoy de mí! ¡qué ruin cabalgada hiciste contra quien de tí se fiaba!

Los cadáveres fueron amontonados, y sus cabezas cortadas fueron puestas en los muros de Sevilla.

Tal fué el fin desastroso del desgraciado Abu-Sayd, que dejó franco el trono al legítimo rey Muhamad.

VI

Trasladóse este á Granada, donde fué recibido con grandes aclamaciones y regocijos.

Fué su entrada á la hora de adohar, del sábado veinte de la luna de Giumada postrera del año setecientos sesenta y tres.

El rey de Castilla le envió la cabeza de Abu-Sayd, canforada dentro de una caja, cuyo horrible presente agradeció mucho el rey Muhamad, que envió en cambio á don Pedro el Cruel, veinte y cinco caballos de raza árabe de la yeguada real, criados á las orillas del Genil, diez de ellos con preciosos jaeces y ricos alfanges guarnecidos de oro y piedras preciosas.

Al mensajero que habia llevado la cabeza de Abu-Sayd, dió tambien magníficos regalos.

Poco tiempo despues suscitaron al rey Muhamad una rebelion algunos descontentos que proclamaron al walí Alí-ebn-Alí Ahmed-ebn-Nazar, infante de la familia real; pero el rey Muhamad le venció, le ahuyentó, y continuó su reinado en paz.

Muhamad, en muestra de agradecimiento al rey de Castilla por el favor que le debia, por haber dado muerte á su enemigo, dió la libertad sin rescate á todos los cautivos cristianos que habia en Granada, y firmó con el rey don Pedro un pacto de perpétua paz y alianza.

Como Castilla andaba revuelta de bandos civiles, no tuvo con ella guerras el rey de Granada. Pero don Pedro le pidió auxilio contra su enemigo el rey de Aragon y contra su hermano bastardo don Enrique de Trastamara, que intentaba destronarle.

Empezaban los castellanos á mostrarse contrarios á don Pedro por sus crueldades y tiranías, y para socorrerle, Muhamad escogió entre los mas valientes de su reino seiscientos caballeros, y se los envió acaudillados por el arraez Farag Reduan; y aunque estos seiscientos sirvieron á don Pedro con admirable valor, como pidiese nuevos auxilios, Muhamad le envió siete mil caballos escogidos y doble número de infantería que fueron á sitiar á Córdoba, á la que pusieron á punto de rendirse.

Pero la fortuna habia vuelto definitivamente la espalda al terrible rey don Pedro, y antes de que Muhamad pudiese llegar en su socorro con un nuevo ejército, murió á manos de su hermano bastardo don Enrique en el castillo de Montiel.

Don Enrique fué proclamado rey de Castilla.

Por no perder las ventajas que sobre el castellano le daban sus guerras civiles, el rey Muhamad, á pretesto de la amistad que habia tenido con el rey don Pedro, declaró la guerra á Enrique II, aunque este le habia ofrecido su amistad, y entró en cabalgada por la frontera y recorrió libremente la tierra robando y cautivando cuanto encontraba de muros afuera de las poblaciones, sin poner sitio formal á ninguna ciudad ni fortaleza.

Al año siguiente (1570), cayó con todo su ejército sobre la Isla verde y la tomó, y preveyendo que no podria sostener su conquista, la arruinó y desmanteló sus muros y fortalezas.

Temeroso de la pujanza de Muhamad, don Enrique le envió cartas de paz con el maestre de Calatrava, ofreciéndole su amistad para atender mas libremente á las guerras que le ocupaban, paz que Muhamad aceptó con alegria, porque le dejaba libre para atender al reparo y gobierno de su reino que mucho lo necesitaba.

Durante esta paz, el rey Muhamad mandó edificar la casa de Azaque para recoger pobres y curar sus enfermedades. Esta obra empezó en el año de seiscientos setenta y siete, y concluyó en seiscientos setenta y ocho; edificio magnífico, con todas las comodidades imaginables, con fuentes y espaciosos estanques de pulidos mármoles, para comodidad y aseo de los enfermos.

Hermoseó tambien con muchos edificios públicos la ciudad de Guadix, donde solia pasar largas temporadas; y, en fin, durante la larga paz que sostuvo con todos los reyes vecinos, tanto de España como de Africa, fomentó en su reino, las artes, las manufacturas, el comercio y la agricultura, hasta tal punto que iban á Granada mercaderes de Siria, de Egipto, de Africa, de Italia; Almería era la escala célebre de España para los buques de todo el mundo, y se veian mezclados en las calles de Granada numerosas gentes de diversas patrias y religiones.

En este tiempo declaró é hizo jurar su sucesor y partícipe en el mando á su hijo Abu-Abdallah-Juzef, y concertó su matrimonio con la hija del emir de Fez, á la que trajo á Granada su hermano el príncipe de Fez, que casó con la hermosa Zairah, hija de Abu-Ayan, caballero rico y de los mas nobles y poderosos de Andalucía.

Con este motivo se celebraron justas y torneos y bizarras fiestas y gentilezas de caballería, en las que entraron caballeros de Africa, de Egipto, de España y de Francia, atraidos por la magnificencia y la fama de Granada, y protegidos por el seguro real de Muhamad, que los honró y hospedó magníficamente á su costa en el fondaf de los genoveses.

Muhamad continuó prolongando sus paces con el rey de Castilla, y enviándole regalos y preseas, «y como poco despues, dicen las crónicas que seguimos, acaeciese la muerte del rey de Castilla, hubo mal intencionados que atribuian su muerte á maldad del rey de Granada, como que le hubiese enviado unos borceguíes preciosos inficionados de veneno mortal, pero nunca fué traidor ni asesino el rey Muhamad, y la muerte fué natural, y porque sus dias fueron cumplidos segun la divina voluntad.»

Algunos años despues, el setecientos noventa y cuatro, murió el rey Muhamad con general sentimiento de sus vasallos, y fué sepultado en el palacio de Djene-al-Arife (Generalife) al amanecer, poco despues de la oracion del alba (de Azzobih), siendo acompañado su entierro por todas las clases del Estado.

No consta la inscripcion del sepulcro de este rey.

VII

Sucedióle en el trono su hijo Abu-Abdallah Juzef II, que fué proclamado solemnemente, besándole la mano toda la nobleza de Granada y los principales alcaides y walíes de todas las tahas del reino.

Era muy semejante en las virtudes á su padre, y en su amor á la paz. Despues de las fiestas de su proclamacion, envió mensajeros á los reyes cristianos, ofreciéndoles mantener las treguas y amistad que con ellos habia tenido su padre.

Para obligar mas al rey de Castilla (don Juan el primero) dió libertad sin rescate á algunos cautivos que habian tomado sus corredores en la frontera, y los envió con el alcaide de Málaga, acompañándolos con un presente de seis caballos andaluces ricamente enjaezados, con armas preciosas y cubiertos de paños de oro.

Las treguas continuaron, y con ellas la prosperidad de Granada.

Pero habia llegado el momento en que las amarguras turbasen la felicidad del rey Juzef.

Tenia este cuatro hijos. El mayor se llamaba como él Juzef, el segundo Muhamad, Alí el tercero, y Ahmed el cuarto. Muhamad era de carácter violento, y ofendido de que su padre, por razones de primogenitura y afecto prefiriese á su hermano mayor Juzef, sucesor presunto del trono, concibió contra él un odio implacable, y olvidando todo respeto, concibió el proyecto de levantarse contra su padre y destronarle si la fortuna le ayudaba.

Tomó para ello por pretesto su celo por la religion.

Mirábase mal por el pueblo de Granada, enemigo de los cristianos y belicoso de suyo, la buena avenencia que Muhamad sostenia con los otros reyes de España, y que favoreciese en su córte á muchos caballeros castellanos refugiados en ella, hasta el punto de tratarlos con suma familiaridad: fué muy facil, pues, á Muhamad, hacer creer al pueblo por medio de sus parciales, que su padre era mal musulman, cristiano secretamente, y favorecedor público de infieles.

Tomó cuerpo esta calumnia, se desenfrenaron los descontentos del rey Juzef, y llegó el caso de que, irritados los mas audaces por los partidarios del infante Muhamad, produjeron un motin en que se pidió á voces la deposicion del rey: principió el alboroto en las puertas de la Alhambra; y aterrado el rey Juzef, estaba á punto de renunciar su soberanía y de ponerse en manos de su rebelde hijo, cuando el embajador de Fez, que estaba con él en el alcázar, hombre anciano y bravo, y de mucha autoridad y elocuencia, salió á caballo á la plaza y habló á los rebelados con tal energía, que los redujo á la obediencia del rey Juzef.

Aunque habia pasado esta tormenta, temeroso el rey de que, creyéndole amigo de los cristianos, se reprodujese con mas fuerza, dispuso sus tropas para una algazia ó correría á saco mano por las fronteras cristianas, y entró por las de Murcia y Lorca, talando los campos, robando ganados, incendiando aldeas, y matando y cautivando á cuantos cristianos habian á las manos.

Salieron contra ellos los fronteros, y despues de algunas escaramuzas con varia fortuna, el rey Juzef se volvió con la presa á Granada.

Pero como Juzef hacia la guerra á los cristianos, mas por satisfacer á sus vasallos y destruir sus sospechas de amistad con los cristianos, que por su voluntad, admitió fácilmente la tregua que le propuso el rey de Castilla, y aun se cree que él mismo la pidió, receloso de los grandes armamentos que contra él se hacian en Castilla y Aragon; tregua, que para evitar interpretaciones, concertó con acuerdo de un consejo compuesto de sus wazires y de sus walíes.

Sucedió por este tiempo que un ermitaño llamado Juan Sago, dijo al maestro de Alcántara don Martin Yañez de la Barbuda, que habia tenido revelacion de que el tal maestre ganaria grandes victorias contra moros si retase al rey de Granada.

Engañado el maestre por la fama de santidad del ermitaño, envió á algunos de los suyos á Granada, para que retasen al rey Juzef á hacer campo con el maestre, y que si el rey no quisiese aceptar entrarian en liza veinte, treinta ó cien cristianos contra un número doble de moros.

El rey Juzef, mas cuerdo que Martin Yañez, mandó que echasen de mala manera á tales embajadores, que volvieron maltratados y escarmentados al maestre.

Irritado este, dejándose llevar de su condicion soberbia y belicosa, levantó un golpe de gente allegadiza, aventurera y mal armada, y con trescientos caballos y hasta cinco mil peones ó infantes, gente toda floja y baldia, se atrevió á pasar la frontera, desoyendo los buenos consejos de los hermanos Alonso y Diego Fernandez de Córdoba, señores de Aguilár, que le salieron al camino con intento de disuadirle de su temeridad.

Pasó, pues, la frontera, y puso sitio á Hins-Egea, á cuyo socorro el rey Juzef envió las tropas de caballería que habia en Granada y toda la infantería que pudo reunir en el momento.

El maestre levantó el sitio para salir al encuentro de los de Granada, y encontrándolos, trabó con ellos la batalla, que fué muy sangrienta y reñida, porque los de la caballería cristiana peleaban como desesperados.

Pero vencidos al fin por los del rey Juzef, dominados por el número, murió el maestre desastradamente, sin que quedase vivo ni uno solo de los desdichados que habia llevado consigo á aquella temeraria empresa.

Poco despues, el rey de Castilla (Enrique III) envió embajadores al rey de Granada, disculpándose del rompimiento temerario del maestre que habia roto la tregua sin su consentimiento.

Esta victoria acaeció el año setecientos noventa y ocho.

Poco despues murió el rey Juzef.

Atribuyeron su muerte á traicion del emir de Fez, que entre otros regalos le habia enviado una rica aljuba inficionada de tósigo, que luego que la vistió, como hubiese corrido un caballo y hubiese sudado, sintió al punto graves dolores que no le dejaron, hasta que pasados mas de treinta dias murió.

Pero hay fundados motivos para creer, que murió de otra dolencia que padecia mucho tiempo antes.

Fué enterrado este en Generalife.

No consta la inscripcion de su tumba.

VIII

El ambicioso infante Muhamad habia hecho que sus intrigas y la ayuda de sus parciales, prevaleciesen sobre la voluntad de su padre, que habia dejado el reino á su hermano mayor Juzef, y le proclamasen en su lugar rey los mas poderosos del reino.

Su primer decreto fué el que reducia á prision á su hermano Juzef, que inmediatamente fué llevado á Jalubania (Salobreña) y encerrado en una torre, con órdenes rigorosísimas para que fuese bien guardado.

Permitióle, sin embargo, llevar consigo su familia y su harem, y dió órden para que nada faltase á su comodidad y regalo.

Era Muhamad hermoso, de buen ingenio, valiente, afable, y muy apropósito para ganarse la voluntad del pueblo.

Queriendo evitar un rompimiento con los cristianos, tomó una resolucion audaz. Partió de Granada sin pompa de ningun género, como un caballero particular, y de incógnito, fingiéndose embajador de sí mismo, acompañado de veinte y cinco valientes y esforzados caballeros, pasó á Toledo y se presentó al rey de Castilla, que le honró, y renovó con él las paces que habia tenido con su padre.

Al mismo tiempo escribió al rey de Fez escusándose de la determinacion que habia tomado de encerrar á su hermano, por el bien de la paz y la tranquilidad del reino.

Poco tiempo despues, los fronteros de Andalucía entraron en tierra de Granada adelante, talándola contra lo concertado en las treguas.

Muhamad prefirió tomar el desagravio por sí mismo, á quejarse al rey de Castilla, y entró á su vez en tierra de cristianos por el Algarbe, talando y saqueando, y apoderándose de la fortaleza de Ayamonte, que á pesar de las reclamaciones del rey de Castilla no devolvió, por lo que se rompió de todo punto la tregua.

Suspendió la llegada del invierno esta guerra en su principio, y cuando el rey de Granada esperaba que viniese sobre él en persona con un poderoso ejército el de Castilla, murió éste, dejando el reino a su hijo Yahye (Juan el II) que era muy niño, y la gobernacion, en su nombre, á su tio el infante don Fernando, conocido mas adelante con el renombre de el de Antequera.

Don Fernando continuó la guerra que no habia podido proseguir su difunto hermano don Enrique III, y tomó á Zahara y la fortaleza de Azeddin, y la de Setenil, y las de Ayamonte, Priego, Lacobin y Ortegicar.

En vez de salir Muhamad al encuentro de este ejército vencedor, y para dividirle y fatigarle, entró por el reino de Jaen talándolo todo y obligando á los cristianos á acudir al reparo, y á dejar sus recientes conquistas.

A principios del año siguiente, Muhamad marchó contra Alcalá con un ejército de siete mil caballos y doce mil infantes, con el cual sostuvo con los cristianos tantos y tan reñidos encuentros, que entrambas huestes perdieron sus principales capitanes, y se vieron obligadas de comun acuerdo á pactar una tregua de ocho meses, que fué ratificada por el rey de Castilla, á quien Muhamad envió sus mensageros.

Durante esta tregua se sintió tan enfermo Muhamad, que los médicos desconfiaron de curarle, y declararon que el término de aquella enfermedad era su muerte.

Creyólo al fin Muhamad, y por asegurar la corona en su heredero, determinó dar muerte á su hermano Juzef, que estaba preso en Jalubania, y escribió la siguiente carta al gobernador de aquella fortaleza.

«Alcaide de Jalubania, mi servidor, luego que de mano de mi arraez, Ahmed-ebn-Jarac recibas esta carta, quitarás la vida á Cid Juzef, mi hermano, y me enviarás su cabeza con el portador: espero que no hagas falta en mi servicio.»

Cuando el arraez llegó con esta funesta carta á Jalubania, Juzef, el príncipe sentenciado, jugaba al ajedrez con el alcaide de la fortaleza, sentados sobre preciosos tapices bordados de oro y en almohadones de oro y seda.

Cuando el alcaide leyó la órden, se inmutó y tembló, porque Juzef por sus escelentes prendas, se ganaba los corazones de todos.

El arraez daba prisa al alcaide para que cumpliese la órden del rey, y el alcaide no se atrevia á dar parte al príncipe de tan cruel decreto.

Pero Juzef, conociendo por la turbacion del alcaide la importancia de la órden, le dijo:

—¿Qué manda el rey? ¿trata de mi muerte? ¿pide mi cabeza?

Entonces el alcaide le dió la carta, y despues de leerla dijo al arraez:

—Permíteme algunas horas para despedirme de mis doncellas y distribuir mis alhajas entre mi familia.

—Señor, dijo el arraez: no puede detenerse la ejecucion, porque he traido por horas el tiempo de mi vuelta.

—Pues á lo menos, dijo Juzef, acabemos el juego, y acabaré perdiendo.

Era tanta la turbacion del alcaide, que no movia pieza que no cometiese un desacierto, y tanto el valor y la serenidad del príncipe, que le avisaba de sus equivocaciones.

Seguia el juego, y el arraez se impacientaba, cuando llegaron dos caballeros de Granada á rienda suelta, aclamando á Juzef y pregonando la muerte de su hermano Muhamad.

Dudaba de ello Juzef, y apenas creia lo que pasaba, cuando la llegada de otros caballeros principales confirmó la noticia, y Juzef fué llevado apresuradamente á Granada.

IX

La entrada fué magnífica: le salió á recibir toda la nobleza; las calles estaban adornadas de arcos de triunfo y cubiertas de flores; las paredes entapizadas de ricos paños de seda y oro, y por todas partes resonaban las aclamaciones populares.

Paseó la ciudad dos dias, manifestando su agradecimiento y amor á los habitantes, y cada vez las demostraciones del afecto popular crecian, porque sus virtudes y su afabilidad eran muy conocidas.

Fué proclamado con el nombre de Juzef III.

Inmediatamente envió un embajador al rey de Castilla don Juan II, participándole su advenimiento al trono, y para darle á conocer sus pacíficas intenciones, y cuánto era su deseo de establecer una paz sólida y duradera entre Granada y Castilla.

Recibieron favorablemente en la corte de Castilla al embajador, y se convinieron las treguas como en tiempo del difunto rey Muhamad.

Pasado el tiempo de la tregua, Juzef envió á su hermano Alí á Castilla, á que la prorogase, pero los gobernadores de Castilla pretendian que el rey Juzef se declarase vasallo de su rey.

El infante Cid Alí se negó á esta humillacion, y dijo que no tenia licencia de su hermano el rey para obligarse hasta tal punto, y se tornó á Granada sin concertar las treguas.

Por lo tanto, en el momento que terminaron las anteriores, el infante don Fernando, gobernador de Castilla, entró poderosamente en el reino de Granada, y puso sitio á la ciudad de Antequera.

Acudieron al socorro de la ciudad los infantes hermanos del rey Cid Ahmed y Cid Alí, pero el infante don Fernando habia mandado levantar una cerca muy alta al rededor de la ciudad, y estrechados los habitantes por el hambre, se avinieron á entregar la ciudad, saliendo salvos con todos sus haberes.

Desde entonces el infante de Castilla se llamó don Fernando el de Antequera.

Despues de la rendicion de esta ciudad, rindió á Hins-Híjar, y otras fortalezas de la comarca.

Por este tiempo, oprimidos los moros de Gibraltar por las tiranías y las exacciones de su walí, y cansados de su sujecion al rey de Granada, escribieron al emir de Fez, y se le ofrecieron por sus vasallos si les socorria.

El emir Abu-Sayd, recibió con gozo este embajador, y envió á su hermano Cid Abu-Sayd con dos mil hombres á que ocupase á Gibraltar.

Pasó el infante de Fez el estrecho, llegó á Gibraltar, abriéronle los de la ciudad las puertas, y el walí se retiró á la fortaleza, y viendo que no le acudia socorro de Granada, estaba á punto de entregarse cuando llegó el infante Cid Ahmed con un fuerte escuadron de caballería y rescató la ciudad.

Insistió de nuevo Juzef en sus treguas con el rey de Castilla, y las pactó por dos años.

Mientras vivió el rey Juzef, Granada gozó los beneficios de la paz, y la corte era el refugio de los caballeros agraviados de Castilla y Aragon: allí iban á concluir sus diferencias, eligiendo por juez al rey Juzef, y este les daba campo para sus desafíos y combates de honor; siendo al mismo tiempo tan conciliador, que despues de darles campo, y apenas principiada la lid, los daba por buenos caballeros y los hacia volver amigos y vivir juntos y honrados de su corte.

Amábanle, pues, propios y estraños, y especialmente la reina doña Catalina de Lancaster, madre del rey de Castilla, con quien mantenia correspondencia muy familiar, y se hacian mutuos presentes.

Este buen rey murió de una manera súbita en 1425.

X

Inmediatamente fué proclamado su hijo Muley Muhamad-Nazar-ebn Juzef, conocido con el sobrenombre de Al-Hayzarí ó el Izquierdo, á causa de que lo era, ó mas bien, segun algunos quieren, tenia este sobrenombre no por defecto natural de las manos, sino por su aviesa y contraria fortuna.

Su nombre, cronológicamente considerado, fué el de Muhamad VII.

Despues de haber sepultado con gran pompa á su padre en el palacio de Djene-al-Arife, escribió á las ciudades y pueblos de cada tah, para que celebrasen su proclamacion con la solemnidad acostumbrada.

No imitó el buen gobierno de su padre sino en un solo punto, que fué en el de mantener la paz con los reyes de España y los emires de Africa; pero se cuidó muy poco de adquirirse el amor de sus vasallos; era vano, soberbio y déspota; los wazires, los cadíes y los walíes de su corte y de su ejército, los mas respetables magnates del reino, eran tratados por él como esclavos, creciendo de momento en momento su altanería hasta hacerse insoportable. Pasaba largos períodos de tiempo sin dar audiencia á sus vasallos, ni aun á los walíes que le buscaban para consultar con él los mas graves negocios.

Circunscribíase á mantener á todo trance la paz con los cristianos y con los de Africa, y á no dar por su parte ocasion á un rompimiento. Desdeñaba el trato con sus ciudadanos, y no consentia justas ni torneos ni otras fiestas guerreras á que estaba acostumbrada la belicosa nobleza de la corte. Solamente tenia influencia con él su wazir y kadí de Granada, Juzef-ebn-Zeragh, caballero ilustre de la mas noble y poderosa familia del reino, que pudo contener por algun tiempo con su prestigio el que estallase el ódio de los descontentos que pretendian la deposicion de Muhamad; pero al fin, ni su prudencia, ni su valor, ni su influencia, pudieron evitar que estallase una insurreccion popular en que fué proclamado Muhamad-al-Zaquir, primo del rey, y que algunos entrasen violentamente en el alcázar, de cuyo furor solo pudo escapar el rey, merced al valor de algunos guardias leales que protegieron su fuga por los jardines.

Una vez en salvo Muhamad Al-Hayzarí, pasó disfrazado de pescador en una barca á Africa, y se acogió al amparo de su amigo el emir de Túnez Abu-Faris, que le prometió su ayuda en el dia en que fuese para él probable la vuelta al trono.

XI

Muhamad-al-Zaquir fué proclamado bajo el nombre de Muhamad VIII, en 1427.

Reconociéronle por su rey las principales ciudades del reino; hubo magníficas fiestas en Granada, y él mismo, que se jactaba de ser buen justador, entraba en las parejas y contiendas, y hacia notables gallardías arrojando las cañas con singular acierto y ligereza, evitando los tiros con facilidad, y volviendo y revolviendo con sin igual destreza su caballo.

Observando una conducta enteramente opuesta á la de Al-Hayzarí, frecuentaba el trato de sus caballeros, comia con ellos, les hacia ricos presentes, captándose su voluntad por todos los medios imaginables.

Del mismo modo cuidó de inutilizar á los partidarios del depuesto Al-Hayzarí, y el wacir Juzef-Ebn-Zeragh se vió obligado á salir de Granada con la mayor parte de los caballeros de su linage, que avisados á tiempo de las aviesas intenciones del rey hácia ellos, huyeron al reino de Murcia, donde tenian amigos que los ocultaron.

Algunos de estos abencerrages que se quedaron confiadamente en Granada, probaron el tiránico rigor de Al-Zaquir, que creyéndose ya asegurado en el trono, empezó á dar muestras de su condicion sanguinaria y cruel.

Con el wazir Juzef habian huido á Murcia veinte caballeros abencerrages, que habiendo recibido seguro del rey don Juan el II, pasaron á besarle la mano á la corte de Castilla.

Sabedor el rey, por la relacion de estos caballeros, de las tiranías de Al-Zaquir, y que huyendo de ellas habian pasado á Castilla y á África mas de quinientos caballeros, y movido á compasion por la desgracia de su aliado el rey Muhamad-Al-Hayzarí, ofreció al wazir Ebn-Zeragh restituir al trono al depuesto rey.

A este propósito acordó que el alcaide de Murcia, en compañía de Ebn-Zeragh, pasase á Túnez con cartas suyas para que el emir Abu-Farís ayudase á cobrar el reino de Granada y restituir al trono á su legítimo rey, y el de Castilla pedia al de Túnez que le enviase al destronado rey, que él haria de modo que fuese restituido á su anterior dignidad.

Recibido este mensage, el emir de Túnez dió órden para que Muhamad-Al-Hayzarí pasase á España con quinientos caballeros y muchas riquezas, y al mismo tiempo envió al rey de Castilla, con el alcaide de Murcia, telas de seda y oro, linos muy delicados, aromas, preciosidades, y una cria de leoncillos domesticados.

Al-Hayzarí pasó á Orán en compañía de Ebn-Zeragh y de sus caballeros, embarcóse en aquel puerto, saltó en tierra de Granada por la parte de Vera, cuya ciudad le recibió con aclamaciones de alegría, y Almería del mismo modo le recibió de nuevo por su rey.

Cuando estas novedades llegaron á oidos del usurpador Al-Zaquir se alarmó sériamente, y envió sin perder momento á su hermano con setecientos caballos escogidos, contra la gente del rey Al-Hayzarí, pero mas de la mitad de esta gente se pasó á la del rey, y el infante, no atreviéndose á acometer nada con los que le habian quedado, se volvió.

Facilitado el paso á los del rey Al-Hayzarí, desde Almería, adelantaron hasta Guadix, y esta ciudad abrió sus puertas y recibió por su señor al rey, jurándole obediencia en el mismo dia.

No tardaron en llegar á Guadix gran número de caballeros de Granada que animaron á Al-Hayzarí para pasar á ella, asegurándole tan buena acogida como en Almería y Guadix: así, pues, confiando en la fortuna, aunque con algun recelo, partió Al-Hayzarí á Granada, llevando consigo un gentío inmenso que de todas partes le seguia ávido de novedades, por las que sin otra causa ni motivo le aclamaba aquella muchedumbre.

Al ver el usurpador acercarse esta tormenta, tuvo miedo; se pasó de noche del Albaicin al alcázar de la Alhambra, y se fortificó en él.

Al dia siguiente entró Al-Hayzarí en Granada, que le recibió con grandes aclamaciones, y cercando á seguida la Alhambra, se apoderó de Al-Zaquir y le mandó cortar la cabeza.

Acaecieron estos sucesos en 1427.

XII

Restaurado en su primera dignidad Al-Hayzarí, repuso en su empleo de wazir al leal Ebn-Zeragh, y estrechó su alianza con el rey de Castilla y el emir de Túnez.

Hizo mas: sabiendo que el rey de Castilla andaba en guerras y en bandos civiles, envióle como embajador á un principal caballero de Granada, llamado Abd-el-Menam, privado suyo, ofreciéndole auxilios de tropas contra sus enemigos.

Don Juan el II agradeció, pero no aceptó este ofrecimiento, y solo se trató de treguas y de que el rey de Granada pagase al de Castilla cierta cantidad de doblas de oro cada año, á título de vasallage.

Resistióse a esto Al-Hayzarí, confiado en que el rey de Castilla tendria bastante con sus negocios para mostrarse exigente, y que se contentaria con lo que de su propia voluntad quisiera darle.

Retiróse, pues, Abd-el-Menam á Granada sin haber concertado nada con el rey de Castilla, que ofendido de esto, escribió al emir de Túnez quejándose de la ingratitud de Al-Hayzarí y rogándole que no le ayudase en la guerra que pensaba hacerle para obligarle á cumplir con lo que debia.

Contestó Abu-Faris al rey de Castilla que así lo haria, y en vez de enviar á Al-Hayzarí las galeras y gentes que le habia prometido, le escribió aconsejándole que pagase al rey de Castilla, á quien debia la corona, la concertada suma de doblas que le pedia, y que de no hacerlo así, no esperase su ayuda mientras viviese: escribió asimismo al rey de Castilla suplicándole que fuese moderado en su venganza, y que no fuese demasiado rigoroso con Muhamad-Al-Hayzarí su pariente.

El rey de Castilla envió órden á sus fronteros para que corriesen la tierra de Granada, á todo trance, talando y cautivando cuanto encontrasen.

Los fronteros entraron á este tiempo por dos puntos distintos: por Ronda y por Cazorla.

La suerte en estas dos entradas fué distinta: los castellanos que entraron por Ronda vencian: los que entraron por Cazorla, eran vencidos por Al-Hayzarí; pero como le llegase nueva de que el rey de Castilla adelantaba con un poderoso ejército, temiendo que con esta novedad se suscitase contra él alguna rebeldía en Granada, partió apresuradamente á ella, dejando el mando de su ejército á sus principales walíes, y llegando á la ciudad armó veinte mil hombres para que la defendiesen.

Entretanto los cristianos corrian la tierra de Granada y se apoderaban de Illora, Tajajar, Archidona y otros lugares, y el rey de Castilla se volvió con una numerosa presa á Ecija, y de allí á Córdoba.

Como Al-Hayzarí temia, se levantó contra él una terrible conjuracion en Granada: un caballero de la sangre real, Juzef-ebn-Al-Hhamar, ambicioso y rico, se propuso arrojar del trono al rey y apoderarse de la corona de Granada con la ayuda del rey de Castilla.

Con acuerdo de sus parientes y parciales envió de mensagero á los nobles á un caballero de la tribu de los Beni-Egas, Geleil-ebn-Geleil, que habia casado por amores con la infanta Ceti-Merier, era fuerte y bravo, de linage de cristianos, y el rey por temor ó recelo le tenia desterrado en Alhama.

A este caballero, pues, como hablaba perfectamente la lengua castellana, se le confió la embajada ante el rey de Castilla, á nombre de Juzef-Ebn-Al-Hhamar. Ofrecia este que luego que el rey de Castilla entrase en la Vega de Granada, se le uniria con mas de ocho mil hombres, cuya mayor parte eran caballeros de las principales familias del reino, y aun si se apoderaba de él con la ayuda del rey de Castilla, seria su mas leal vasallo.

Esta proposicion fué bien acogida por el rey de Castilla, como quien de todos modos pensaba entrar por la Vega.

Alentados con esta promesa los del bando del rebelde Juzef, salieron poco á poco de Granada con el pretesto de ir al ejército de la frontera, y cuando poco despues el rey de Castilla entró talando la vega, Juzef-Ebn-Al-Hhamar se le presentó, le besó la mano en señal de vasallaje, y despues llegaron los caudillos y gentes de su bando en número de ocho mil hombres, la mayor parte caballeros.

Al-Hhamar, desde la falda de sierra Elvira, donde habia acampado el rey de Castilla, señalaba á este los principales edificios y fortalezas de Granada, la Alhambra, Torres-bermejas, Generalife y el Albaicin.

El rey de Castilla miraba la hermosa ciudad con deleite.

A este propósito se escribió la siguiente poesía que insertamos, porque su belleza agradará sin duda á nuestros lectores:

Don Juan, rey de España,
cabalgando un dia,
desde una montaña
á Granada via.
Díjole prendado:
«Hermosa ciudad,
mírame afanado,
tras de tu beldad.
»De mi amor en muestra,
fé de caballero,
le ofrezco mi diestra
y la tuya espero.»
«Junta tus blasones
con los de Castilla,
y te traeré en dones
Córdoba y Sevilla.
»Mucha ofrenda de oro,
joyas muy preciadas,
si dejais al moro
te tengo guardadas.»
Respondió Granada:
«Vuélvete á Toledo
que yo estoy casada
y amarte no puedo.»
«Tu ambicion modera,
vete mas despacio:
mira esa bandera
que ondea en Palacio.»
«Guarda tu presente,
y en vez de dinero,
si te crees valiente
prueba con acero.»
«Mil torres me guardan;
cien mil campeones
dispuestos aguardan
á tus infanzones.»
Así tú decias;
así tú mentias
Granada es perjura,
¡grande desventura!
Un infiel maldito
del Abencerrage,
tiene el heredaje:
¡así estaba escrito!
Raza de valientes:
¿Quién te esterminó?
ciudad de las fuentes
¿quién te cautivó?
Alhambra querida
mansion del placer:
¿para qué es la vida
si no te he de ver?

Al ver ante la ciudad el ejército de Castilla, los caballeros de Granada salieron contra él empeñando reñidas escaramuzas, hasta que al fin se empeñó una batalla campal que fué muy sangrienta, peleando con gran valor tanto los cristianos como los moros.

La matanza fué horrible por ambas partes, y la batalla se mantuvo igual todo el dia, hasta que á la tarde empezaron á ceder los moros, y al amparo de la noche dejaron el campo.

Aquella fué la batalla mas lamentable que tuvo el reino de Granada, que perdió en ella la flor de sus caballeros, y se vió combatida por sus propios hijos.

Llenáronse de tristeza los habitantes, pero la serenidad de ánimo del rey Al-Hayzarí, no les dejó tomar otro partido que el de la defensa.

Un fuerte temblor de tierra, coincidiendo con esta derrota, vino á aterrar á los de Granada, que supersticiosos de suyo, vieron en aquel accidente, puramente físico, el augurio de nuevas desdichas.

Pero el rey de Castilla se contentó con talar la vega, y levantó el campo con gran despecho del ambicioso Al-Hhamar, y se trasladó á Córdoba.

Allí, para consolar á Jusef-Ebn-Al-Hhamar de su despecho, y á sus gentes de la desconfianza en que habian caido, obligados á abandonar, por su rebeldía al rey Al-Hayzarí, sus haciendas y su patria, mandó proclamar rey de Granada á Juzef-Ebn-Al-Hhamar delante de su corte y de su ejército que solemnizó la proclamacion; ofrecióle de nuevo ponerle en el trono de Granada, y allí mismo encargó á los adelantados de las fronteras, que ayudasen á Al-Hhamar hasta conseguirlo.

Esta proclamacion de Al-Hhamar en la córte y campo del de Castilla produjo gran efecto en Granada en daño de Al-Hayzarí: muchos pueblos del rey se levantaron por Al-Hhamar, se le entregó Montefrío, y con la ayuda de los fronteros cristianos se apoderó de los pueblos y fortalezas de Illora, Cambil, Alabar, Ortejicar, Tajarja, Hins-Haleux, Ronda y la ciudad de Loja, de donde salieron para unírsele cuatrocientos caballeros; en Ardales otorgó su carta de vasallaje al rey de Castilla, obligándose á pagarle cada año cierta cantidad de doblas de oro, á ayudarle como vasallo en sus guerras con mil y quinientos caballos, y á acudir á sus cortes cuando las celebrase en cualquier lugar desde mas acá de Toledo hácia Granada.

Despues de este otorgamiento, Al-Hhamar marchó con un respetable ejército sobre la córte de Al-Hayzarí, que movió contra él á su wisir Juzef-Ebn-Zeragh, que llegando á las manos con los invasores, murió en la vega peleando como un leon, al decir de las crónicas árabes. La muerte de este bravo caudillo, causó la confusion y el espanto en el ejército de Al-Hayzarí, que entró en desórden en Granada, ponderando lo innumerable del ejército que los habia vencido, y que la mayor parte de los del rey Al-Hayzarí, habian sido muertos porque los enemigos no tomaban á prision.

Despues de esta victoria de Al-Hhamar, casi todas las taas del reino le proclamaron, y temiendo á las talas y desastres de la guerra, llegaban de todas partes á rendir homenage al vencedor.

Robustecido ya, legitimado por la victoria (el Korán da el califato al vencedor) Juzef-Ebn-Al-Hhamar marchó desde Illora sobre Granada, que se alborotó á su aproximacion, y los nobles y los principales vecinos se presentaron á Al-Hayzarí, y le manifestaron que era imposible la defensa, que con la resistencia se provocarian nuevos desastres, y que no le quedaba mas tiempo que el necesario para ponerse en salvo.

Viéndose, pues, abandonado de la fortuna, Muhamad-Al-Hayzarí, acompañado de sus vasallos mas fieles, llevando consigo su familia, su harem, el tesoro del alcázar y los dos hijos del rey Muhamad-Al-Zaquer, que tenia presos, huyó á la ciudad de Málaga, en cuya adhesion tenia gran confianza.

Juzef-Al-Hhamar, tuvo el buen tacto de entrar en Granada con solos doscientos caballeros, mas como guardia necesaria á su decoro de rey, que como medio de intimidacion á la ciudad.

Esta conducta produjo muy buen efecto: aquietáronse los ciudadanos, y los xeques, wazires, walíes, cadíes y alcaides del reino, salieron á recibirle, le proclamaron solemnemente rey, le juraron y le pasearon en triunfo por la ciudad.

A seguida el nuevo rey envió embajadores al rey de Castilla, confesándose agradecido vasallo suyo, y con la carta siguiente:

«Juzef-Muhamad-Ebn-Al-Hhamar, rey de Granada, vuestro vasallo, beso vuestras manos y me encomiendo á vuestra merced, á la que suplico se digne saber como partí de Illora y fuí á mi ciudad de Granada, y me salió á recibir toda la nobleza y caballería de ella, y me besaron las manos por su rey y señor y me entregaron la Alhambra, y todo esto, señor, por la gracia de Dios y vuestra fortuna. El rey Al-Hayzarí se huyó á Málaga y llevó consigo al hermano del alcaide Ahnaf, su sobrino y dos hijos del rey Muhamad-Zaquer, que dicen ha mandado degollar, y antes de partir robó estos alcázares, y se llevó cuanto en ellos habia. Ahora, señor, con la ayuda y gracia de Dios, y con el auxilio de vuestra grandeza, que Dios prospere, vá contra él vuestro adelantado don Gomez Rivera, y mis caballeros llegarán á Málaga, donde él está, y espero en Dios, que con el favor de vuestra alteza yo le habré en mis manos.»

Esta carta fué muy bien recibida por el rey don Juan, que se alegró mucho del triunfo de su vasallo, y al mismo tiempo llegó un enviado del emir de Túnez, en que éste pedia al rey de Castilla mirase por su pariente Muhamad-Al-Hayzarí, y no quisiese arruinarle ni arrojarle de su reino.

Don Juan el II se escusó con Abu-Faris, y Juzef-Ebn-Al-Hhamar continuó pacíficamente en el trono de Granada.

Pero era anciano, y á los seis meses de reinado, achacoso y débil, no pudo resistir el gran peso de los negocios del gobierno que habia tomado con demasiado fervor, y murió.

Su muerte concluyó los bandos que dividian á los granadinos, y los de una y otra bandería se unieron y llamaron y proclamaron de nuevo unánimemente al fugitivo Al-Hayzarí.

Recibió éste la noticia en Málaga, que se le habia mantenido fiel, y volvió á Granada y á ocupar por tercera vez el trono.

Nombró su wazir á Abdelbar, principalísimo caballero de Granada, y envió embajadores al rey de Castilla y al emir de Túnez, renovando con ellos su alianza y concertando treguas con los cristianos por un año, que cumplido, se prorogaron por otro mas.

Pero espirado el plazo, los fronteros entraron por las tierras de Granada y se apoderaron de la fortaleza de Beni-Maurel, al mismo tiempo que por la parte de Murcia los fronteros castellanos eran desastradamente batidos por la caballería del Algarbe, mandada por el wazir Abdelbar.

A pesar de esta ventaja por la parte de Murcia, el rompimiento de la tregua fué desventajoso para Granada, puesto que la ciudad de Huesca cayó tambien en poder de los cristianos, á pesar de la bravura con que acudió á su socorro el arraez de Baza Alcawun, que entró alguna de su gente en el castillo, rompiendo por medio de los cristianos.

En el año siguiente de ochocientos cuarenta el wazir Abdelbar acometió á los cristianos en unas angosturas en el término de Archidona, y los venció, los persiguió é hizo en ellos una gran carnicería. Habian intentado los fronteros sorprender la villa por caminos estraviados, y Abdelbar, que en las citadas angosturas los esperaba, los destrozó como queda dicho, tomándoles la bandera de la órden de Alcántara, cautivando á casi todos los cristianos que no fueron muertos, y logrando salvarse milagrosamente con unos pocos el maestre de Alcántara, gracias á la velocidad de su caballo.

A seguida Abdelbar se volvió contra los castellanos que cercaban la villa de Huelma, y los obligó á levantar el cerco y retirarse á Jaen.

En el año siguiente la suerte de las armas continuó siendo favorable á los granadinos.

En el subsiguiente los fronteros de Murcia, acaudillados por el adelantado Ebn-Fayard, tomaron por avenencia las fronteras de Veladaviad y Veladalhamar.

Los habitantes quedaron como mudejares ó mercenarios del rey de Castilla para evitar las talas y atropellos de que los hacian víctimas los bravos fronteros de Murcia, con sus continuas entradas. Con el mismo objeto solicitaron sujetarse al vasallaje del rey de Castilla las ciudades de Guadix y Baza; pero pretendiendo quedar libres, sin sujecion á los adelantados castellanos y sin tomar parte en las guerras que se hiciesen por el rey de Castilla; pero este queria que le rindiesen las fortalezas para hacer desde ellas la guerra al rey de Granada, á lo que no se convinieron, siguiendo por lo tanto las correrías y las talas de los cristianos todo aquel año, talas que fueron muy crueles, y durante las cuales los fronteros se apoderaron de Galera y otras fortalezas, obligando á los moradores á quedar por mudejares del rey de Castilla.

Por el mismo tiempo el conde de Niebla cercó á Gibraltar; pero los moradores salieron contra él, le desbarataron, y el mismo conde murió en la fuga ahogado con muchos de los suyos en el rio Palmones, que estaba crecido con la marea.

En el año siguiente de ochocientos cuarenta y dos, don Iñigo Lopez de Mendoza, señor de Ita y Buitrago, y gran poeta, y mejor soldado, tomó á Huelma y dejó salir salvos á los moradores.

Por este tiempo el caudillo Ebn-Zeragh, hijo del wazir Juzef-Ebn-Zeragh, marchó contra los cristianos que recorrian la frontera acaudillados por el adelantado de Cazorla.

Encontráronse en una llanura entrambas huestes y pelearon reñidamente sin sacarse ventaja los unos á los otros; pero el bravo Ebn-Zeragh dió tales ejemplos de valor á los suyos, que estimulados estos desbarataron á los cristianos, costando sin embargo la vida esta victoria al generoso Abencerrage, que cayó desangrado por las muchas heridas: tambien murió como bueno el adelantado de Cazorla Perea, y casi todos los cristianos.

Esta victoria hizo que los castellanos escarmentados se contuviesen en sus correrías, y la frontera disfrutó de algun reposo. Pero como Castilla estaba dividida en bandos y parcialidades, cual si hubiese contagiado á Granada, muchos caballeros ofendidos del rey Muhamad, dejaron el seguro y se fueron al servicio del rey de Castilla, yendo á la cabeza de estos descontentos Ebn-Ismail, sobrino del rey Muhamad, ofendido de él porque le negó el casamiento con una dama, á quien amaba, y la entregó á otro.

Otro sobrino del rey, Ebn-Ozmin, que estaba en Almería, al saber el descontento con que los principales de Granada miraban al rey, se trasladó secretamente á la córte, y comprando á fuerza de oro al populacho, escitando las pasiones y el descontento de los nobles, produjo un alboroto, se apoderó de la Alhambra y demás fortalezas de Granada, prendió á su tio el rey Muhamad-Al-Hayzarí, y le puso en prision.

Era la tercera vez que este desgraciado príncipe se veia depuesto despues de trece años de reinado, y Muhamad-Ebn-Ozmin-el-Ahnaf fué proclamado, aunque no por la voluntad de todos, puesto que le abandonaron muchos, entre ellos el wazir Albdelbar, que se retiró á Montefrio con todos sus parientes y amigos.

Tuvo lugar la tercera deposicion de Al-Hayzarí el año ochocientos cuarenta y nueve.

XIII

Conociendo el wazir Abdelbar, que tomar el nombre del preso rey Al-Hayzarí, para reponerle en el trono, era causar su muerte, escribió al otro sobrino del rey, Ebn-Ismail, que estaba en Castilla, ofreciéndole el trono, y para que pudiese venir sin que el rey de Castilla se lo estorbase, le envió las cartas escritas en cifra por medio de dos caballeros parientes suyos disfrazados.

Recibió á estos mensajeros el infante, pero en vez de recatarse del rey de Castilla, le confió el secreto, y don Juan el II, no solamente le concedió licencia para ir á apoderarse del trono de Granada, sino que le prometió su ayuda y le dió cartas para que los adelantados de la frontera le ayudasen en su entrada.

Partió el infante Ismail con todos los caballeros moros que estaban con él al servicio del rey de Castilla, y desde la frontera le acompañaron los adelantados castellanos con numerosa y escogida caballería: llegó á Montefrio, donde le recibieron alegremente Abdelbar y los de su bando, y le proclamaron rey de Granada.

Ebn-Ozmin, entretanto, pensó en vengarse de los cristianos que ayudaban á su competidor, y con un poderoso ejército acometió las fronteras castellanas, se apoderó de Benamaurel, pasó á cuchillo y cautivó á los cristianos que defendian la villa, entre ellos á su alcaide Herrera, y los fronteros de Andalucía no se atrevieron á ponerse delante del rey Ozmin, aterrados por la violenta entrada de Benamaurel.

Entretanto Ebn-Ozmin, se puso sobre la fortaleza de Aben-Zulema, que estaba defendida por una fuerte guarnicion de castellanos, y por medio del cautivo alcaide Herrera, les intimó que se rindiesen evitando la desdichada fortuna de los de Benamaurel. Pero los de Aben-Zulema resistieron, y acometidos con ardor por los moros á escala franca, fueron entrados, pasados á cuchillo y cautivados, despues de lo cual Ebn-Ozmin se volvió á Granada triunfante con una riquísima presa de ganados, armas y cautivos.

En el siguiente año, el rey Muhamad-Ebn-Ozmin, dividió en dos ejércitos sus fuerzas.

El un ejército marchó sobre la frontera cristiana, y el otro contra su primo Ismail.

El rey se puso en persona á la cabeza del que marchaba sobre la frontera, y tomó las villas de Huesca, Veladabiad y Veladalhamar, ocupó sus fortalezas, taló y quemó la tierra, cautivó hombres y mugeres, apresó gran cantidad de ganado, y contento y rico se volvió á Granada.

Para vengarse mas del rey de Castilla, por la proteccion que dispensaba á su primo el infante Ismail, envió ricos presentes á los reyes de Aragon y de Navarra, que estaban en guerra con don Juan el II, y aliándose con ellos, estipuló que mientras aquellos reyes acometían al de Castilla por sus fronteras naturales, él le embestiria por las de Granada.

El año siguiente, cumpliendo la oferta, entró Ebn-Ozmin por la frontera de Murcia, taló y quemó sus campos y alquerías, y venció á los cristianos que le salieron al encuentro acaudillados por Tellez Giron, matando y prendiendo á muchos que llevó en triunfo á Granada.

Durante dos años aun, los dos reyes rivales Ebn-Ismail en Montefrio, y Ebn-Ozmin, en Granada, conservaron sus mútuas posiciones: Ebn-Ismail, defendia los pueblos que le habian proclamado de las correrías de Ebn-Ozmin, y este talaba contínuamente las fronteras castellanas.

El wisir Abdelbar por su parte, servia eficazmente á Ebn-Ismail, escitando contra Ebn-Ozmin por medio de agentes secretos, la odiosidad de los caballeros de Granada, descontentos la mayor parte de Ebn-Ozmin: ensoberbecido este por sus triunfos sobre los cristianos, se habia hecho altanero y soberbio y tan sanguinario, que con el mas leve pretesto, mandaba matar á los caballeros mas principales del reino, despojaba de sus alcaidias y empleos á los leales y viejos caballeros que los tenian para premiar á los arrayazes que le acompañaban en sus afortunadas correrías. Del mismo modo hacia los matrimonios de la juventud á su antojo y forzaba á los padres á dar sus hijas contra su voluntad á quien él queria.

Aborrecíale por lo tanto la nobleza, y el resto de sus vasallos le temia mas que le respetaba, por su crueldad.

Estas cosas facilitaron y abrieron camino á sus enemigos para llevar sus intentos adelante, y habiendo concluido el rey de Castilla su guerra con los de Aragon y Navarra, con ansia de vengar el daño que le habia causado Ebn-Ozmin, envió un grueso ejército á Ebn-Ismail que con este auxilio y sus gentes marchó ya decididamente sobre Granada.

Salióle al encuentro Ebn-Ozmin, y se trabó en la vega una reñidísima batalla, en que ambos primos pelearon con heróico valor; pero al cabo Ebn-Ozmin fué vencido y obligado á huir con los escasos restos de su caballería á Granada.

Llamó nuevas gentes, que enemistadas con él por su crueldad, le acudieron en corto número, y comprendiendo que la fortuna le volvia las espaldas, mandó que se le presentaran gran número de caballeros, los metió en el alcázar de la Alhambra y se fortificó en él; pero viendo que Granada se alborotaba y que proclamaban á su primo Ebn-Ismail, no se atrevió á esperarle y huyó con unos pocos caballeros que se le habian mantenido leales, metiéndose en las sierras, en las que desapareció.

Fué esta huida del rey Muhamad-Ebn-Ozmin, el año ochocientos cincuenta y nueve.

Habia reinado diez años.

XIV

Entró Ebn-Ismail en Granada, que le recibió en triunfo.

Despues de su solemne proclamacion, tanto en Granada como en las demas ciudades, villas y lugares del reino, envió embajadores al rey de Castilla, declarándose su vasallo, y demostrándole su agradecimiento con un magnífico presente de telas de oro y seda, caballos y jaeces preciosos: pero cuando poco despues murió el rey don Juan el II de Castilla, no renovó la tregua y el vasallaje con su hijo don Enrique IV por no disgustar á sus vasallos, que estaban descontentos y humillados con la amistad y vasallaje que rendia á los reyes de Castilla.

Dió, pues, licencia á sus fronteros de talar las tierras castellanas, y fué grande la presa de cautivos y ganados que se hicieron en las primeras correrías, porque los castellanos, confiados en la buena inteligencia que existia entre su rey y el de Granada, tenian desarmada la frontera.

No habiendo dado motivo los castellanos para este rompimiento, el rey don Enrique mandó levantar un ejército y fué sobre Granada con catorce mil caballos y un formidable número de peones, llevándolo todo á sangre y fuego, quemando las mieses, arruinando los árboles y destruyendo cuanto encontraba de muros á fuera de las poblaciones.

Ebn-Ismail temió esponerse al éxito de una batalla de poder á poder, y solo permitió que taifas ó compañías sueltas de campeadores saliesen á escaramuzar contra los cristianos, á los que llevaban mucha ventaja en estos ataques parciales, mientras en la ciudad todos estaban apercibidos para rechazar un ataque del ejército cristiano.

Al fin don Enrique, viendo que los moros no le presentaban batalla, que en sus escaramuzas mataban á sus mejores caballeros que salian del campo á medirse con ellos, y no atreviéndose tampoco á acometer la ciudad, que estaba muy bien defendida, taló la vega, y se retiró volviendo á aparecer de nuevo al año siguiente con un ejército tan poderoso como el pasado; y como salieran á su encuentro los campeadores de Granada á estorbar á los cristianos el daño que hacian, se fué trabando tan recia escaramuza, que, sin que lo pudiese impedir el rey de Castilla, toda su caballería peleaba en trozos acá y allá con la caballería de Granada, muriendo en una de ellas Garcilaso de la Vega, que era muy querido del rey de Castilla, que en venganza de su muerte hizo una cruelísima tala en la vega, cercó á Gimena, la tomó con su fortaleza y pasó á cuchillo á sus habitantes.

Al fin, deseoso el rey Ismail de poner término á tantos desastres, y no lográndolo por medio de las armas, envió embajadores al rey de Castilla, y con gran dificultad se pactó una tregua de cierto tiempo por entrambas partes, quedando esceptuada de la tregua la frontera de Jaen, que quedó abierta á la guerra.

Aprovechando esta circunstancia los campeadores de Granada, entraron por la parte de Jaen, causaron gran daño á los cristianos, prendieron al adelantado Castañeda, y le llevaron en triunfo á Granada.

Ismail, entretanto, aprovechando la tregua, gobernaba en justicia á sus vasallos, plantaba arbolados, mejoraba los edificios y casas de campo que la guerra habia maltratado, y entretenia á sus caballeros con justas y torneos, entrando algunas veces en sus parejas, y luciendo su maestria en manejar el caballo.

Tenia dos hijos. El mayor era ya mancebo y se llamaba Cid Abul-Hhacem, muy buen caballero, valiente y animoso. El menor Cid Abd-Allah. El príncipe Abul-Hhacem, deseoso de manifestar su valor en alguna jornada contra los cristianos, sin respetar la tregua que su padre tenia con ellos, cayó con un escuadron de caballería, escogida sobre la frontera de Andalucía, robó ganados en la comarca de Estepa, y cautivó y mató los habitantes de las aldeas.

Salieron contra él los fronteros de Osuna, y despues de una reñida pelea, le fué preciso al príncipe Abul-Hhacem, abandonar la presa para volverse á Granada.

El año de ochocientos sesenta y cinco, hizo el príncipe otra correría que le fué mas útil y menos peligrosa. Pero entretanto, los cristianos acaudillados por el duque de Medinasidonia tomaron á Gibraltar, y por otra parte don Pedro Giron tomó la fortaleza de Archidona.

Estas pérdidas obligaron de nuevo al rey Ismail, á pedir treguas al de Castilla, y al fin los dos reyes se vieron en la vega, y trataron amistosamente y comieron juntos en una magnífica tienda el año ochocientos sesenta y ocho, y despues de haber cambiado algunos ricos presentes, pactaron unas paces sólidas de tal modo, que los caballeros de Granada entraban y salian libremente en la corte de Castilla, y de igual modo los cristianos en la de Granada.

Ismail, en fin, acabó pacíficamente su reinado, muriendo en el alcázar de Almería el año ochocientos sesenta.

Al rey Ismail, sucedió su hijo Muley Abul-Hhacem.

XV

Hasta aquí la cronología de los reyes de Granada, desde el rey Abul-Walid Abu-Sayd, hasta Muley Abul-Hhacem.

La historia de éste, la de su hermano Abd-Allah-el-Zagal, y de su hijo Abd-Allah (Boabdil), será la introduccion de la leyenda siguiente, última de nuestro libro.

Nuestros lectores nos perdonarán si les hemos robado algunas páginas de novela para copiar las crónicas moras de los reyes de Granada: pero nosotros hemos creido que tratándose de la Alhambra, debiamos dar á conocer á todos los reyes que se sentaron en su trono.




LEYENDA VII. EL PATIO DE LOS LEONES

I

El patio de los Leones del alcázar de la Alhambra es la joya mas rica que ha sobrevivido á la ya centenares de años hace pasada arquitectura árabe.

En vano querreis dominar un sentimiento de doloroso entusiasmo, al ver de repente desde el magnífico arco festonado que sirve de entrada al patio de los Leones, yendo del del Mexuar, ó de los Arrayanes, las ciento veinticuatro esbeltas y bellísimas columnas que sostienen sus galerías y sus templetes, sus arcos apuntados ó redondos, de herradura ó semicirculares, estucados labrados, cubiertos de inscripciones bajo aleros de alerce tallados, pero áridos, secos, rotos, torcidos por el tiempo: la gran pila de su fuente de mármol, sostenida por doce leones, y sus estanques de mármol, por donde corre el agua de la fuente.

Vereis sus caprichosas y elegantes arcadas, enrojecidas por el tiempo, que ha borrado sus colores, su oro, sus menudos dibujos; los puntales de madera y las barras de hierro que sostienen los aéreos templetes para que no se vengan á tierra; las magníficas ensambladuras de sus techos, agujereadas, convertidas en una ruina miserable, rotos sus alicatados y su pavimento, y sin embargo hermoso todavía.

¿Por qué maldicion incomprensible se deja á esa joya abandonada sin defensa á la implacable y destructora accion del tiempo, que ciego y fatal pulveriza del mismo modo lo hermoso y lo deforme?

¿No merece la Alhambra que se gaste en ella algun oro, que se la cure, en una palabra, que se la devuelva su lozana juventud?

¿Esta realidad, superior á los encarecimientos de las Mil y una Noches, á los ponderados palacios del califa Aarum-al-Raschid?

Pero recordamos que ya en este libro hemos declamado á propósito de la ruina de otros lugares de la Alhambra.

Y como nuestras declamaciones no han de dar resultado.....

Continuemos.

Adheridos al patio de los Leones hay tres departamentos.

La sala de las dos Hermanas á la izquierda.

La de los Abencerrajes, ó de los Leones, á la derecha.

Y al fondo la admirable sala de Justicia.

En la galería que existe entre el patio y la sala de Justicia, y en su estremo derecho, hay una puerta pequeña que sirve de entrada á lo que fué rauda ó pendon de los reyes de Granada.

Todas estas habitaciones con sus dependencias, forman el departamento, por decirlo así, del patio de los Leones.

II

La sala de las dos Hermanas es uno de los retretes mas suntuosos y mejor conservados del alcázar.

Llámase de las dos Hermanas, porque en su pavimento tiene dos jigantescas losas exactamente iguales.

Los alicatados, los adornos de los cuatro arcos, uno de los cuales la da entrada, dos corresponden á alcobas, y otro da paso al hechicero, al incomparable mirador de Lindaraja, son tan lindos, tan bellos, las paredes tan armónica, tan deliciosamente ornamentadas, tan caprichosas sus cenefas, tan magestuosa, tan variada, tan caprichosa su cúpula de estaláctitas, sostenida sobre veinticuatro columnas, entre las cuales se abren ajimeces calados; tan poética, tan misteriosa la luz que la inunda, que mas bien que una obra de los hombres parece el sueño realizado de un poeta.

Por el arco de frente al de entrada se pasa á una magnífica antesala, y de allí al mirador de Lindaraja.

III

El mirador de Lindaraja es perfectamente cuadrado, y da vista al patio que lleva su nombre, tiene un ajimez al frente y dos á cada costado.

Estos ajimeces son muy bajos, es decir, su alfeizar está muy poco levantado del pavimento, sin duda para que sentados sobre los almohadones se pudiese ver el valle del rio y el frontero Albaicin.

Ahora esto no puede verse, porque en tiempos de Cárlos V se construyó con parte de las columnas y materiales ornamentados del palacio árabe de invierno, que destruyó el buen emperador, por no decir otra cosa, para construir un palacio plateresco que podia muy bien haber construido en otra parte, en vez de echarse encima la calificacion de bárbaro que pueden aplicarle las artes. En vez de ese patio que hoy existe, y que se llama de Lindaraja, solo existia un jardin, y en ese jardin un adarve bajo que permitia ver la poblacion cercana.

Este mirador, así como la parte interior y alta de la sala de las Dos Hermanas, por la delicadeza de los adornos, por sus dimensiones, por su carácter general, por sus comunicaciones con los baños y jardines, parecian estar destinados á la mansion de las sultanas ó favoritas. Las celosías que cubren sus ajimeces, lo reducido de los retretes, su media luz lánguida, dan fundamento bastante para esta opinion.

IV

Frente á la sala de las Dos Hermanas, en el centro de la galería de la derecha del patio, está la cámara de los Leones, llamada hoy de los Abencerrages, en memoria del sangriento suceso que tuvo lugar en aquella sala y que consignaremos mas adelante.

Esta sala es muy semejante á la de las Dos Hermanas: diferénciase en que en vez de los dos arcos que tiene aquella á los costados, y que corresponden á dos alcobas ó alhamíes, tiene dos especies de cenadores sostenidos por una columna en el centro, y con techos planos de ensambladura en el interior; y en que la cúpula, en vez de ser octógona, es estrellada. Además, la fuente de la sala de las Dos Hermanas, está formada por un rebajo del pavimento, y la de los Abencerrages está levantada medio pie sobre el suyo.

Además, esta cámara, tal como está hoy, no tiene comunicacion con ninguna otra del alcázar.

En la fuente de su pavimento hay grandes manchas rojas.

Es tradicion, dice, que aquellas manchas rojas son el resultado de un horrible crímen.

Sobre aquellas manchas rojas se ha escrito la leyenda de que vamos á ocuparnos.

V

Granada estaba mas que nunca dividida en bandos.

Se acercaba la hora de que los cristianos se apoderasen al fin de aquella Alhambra tan codiciada, de aquella fortaleza cuyo dueño era el dueño de Granada, la cándida y la clara.

Habia en Granada tres reyes á un tiempo.

Uno en la Alhambra, otro en el palacio del Gallo de viento en el Albaicin, y el tercero en Málaga.

Era el uno el viejo rey Muley-Hhacem, hijo de Ismail.

El otro Muley Abu-Allah-al-Zagal, su hermano.

Y el tercero, hijo del uno y sobrino del otro, Muley Abu-Abd-Allah-al-Ssagir-al-Zogoibí, conocido mas vulgarmente por Boabdil, ó por el rey Chico de Granada.

Estos sobrenombres eran cosa de los bandos, para conocer á cada uno de los reyes.

Llamaban á Muley-Hhacem, el Viejo: á Muley Abd-Allah, el Mozo: á Muley Abu-Ebn-Allah el Chico.

Esto era muy cómodo, porque no podian equivocarse.

VI

La muerte del rey de Castilla, Enrique IV; la reunion de las dos coronas de Aragon y Castilla, por el casamiento de Isabel I y Fernando V; el formidable carácter del rey de Granada Abul-Hhacem, y la desunion de sus vasallos, habian marcado al momento en que debia sucumbir Granada.

Añadíanse otras ambiciones secundarias á las del hermano y el hijo de Muley-Hhacem, y otras rivalidades terribles.

Estas ambiciones eran las de dos hijos de Abul-Hhacem, llamados los infantes Cidí Yahye y Cidí Al-Hhamar, hijos de una renegada cristiana que Abul-Hhacem habia cautivado en su juventud en la frontera de Martos, por lo que habia repudiado á su prima la sultana Aixa-la-Horra, lo que habia establecido odios y banderías entre las dos sultanas, Aixa-la-Horra y Zoraya la renegada.

Ayudaba la poderosa familia de los zegríes á la sultana Zoraya: la no menos poderosa de los abencerrages, á la Horra: los Zenetes, los Masamudes, los Mazas, los Gomeles, todas las familias, en fin, estaban entre sí enemistadas y divididas.

Los Reyes Católicos eran demasiado políticos para no volver en su provecho estas disensiones de Granada, y á su advenimiento al trono, al pretender Muley-Hhacem ratificar con ellos las treguas que habian tenido con Enrique IV, Fernando é Isabel le habian impuesto como condicion, que se confesase su vasallo y les pagase tributo.

La respuesta de Muley-Hhacem fué altiva y dura.

«Id y decid á vuestros reyes, dijo á los embajadores castellanos que habian ido á hacerle tal proposicion, que ya murieron los reyes de Granada que pagaban tributo á los cristianos, y que en Granada no se labra sino alfanges y lanzas contra nuestros enemigos.»

Dicho esto despidió á los embajadores y mandó hacer los preparativos para una guerra con Castilla, á pesar de que los Reyes Católicos concedieron la tregua sin otra condicion.

Pero no tardó él mismo en romperla: en el año de ochocientos ochenta y seis, aprovechando el descuido de los cristianos en la frontera, entró por ella á sangre y fuego; se puso sobre Zahara, villa situada entre Ronda y Medina Sidonia, y á pesar de que estaba bien guarnecida, la sorprendió durante las tinieblas de una noche oscurísima y tempestuosa, en que se desplomara el aguacero y bramaba el huracan. Los cristianos, á quienes la tregua y lo tempestuoso de la noche, hacian creerse seguros, despertaron despavoridos y pasaron del sueño á la muerte.

Al regresar Muley-Hhacem á Granada y en medio de los plácemes de sus cortesanos, dicen que el anciano fakí Al-Macer dijo con sobrado valor al salir del alcázar:

—«¡Las ruinas de Zahara caerán sobre nuestras cabezas! ¡Ojalá mienta yo, que el ánimo me dá que el fin y acabamiento de nuestro señorío en España es ya llegado!»

A pesar de esto, el rey Abul-Hhacem sin hacer caso de los alimes y de los fakies seguia en sus algaras y cabalgadas y amagaba á las villas fronterizas aunque no podia tomarlas, porque los cristianos, con el escarmiento de Zahara, estaban prevenidos, contentándose con talar la tierra y cautivar y robar lo que encontraba de muros afuera.

No se hizo esperar mucho tiempo la venganza de los cristianos por la desgracia de Zahara. A principios del año de ochocientos ochenta y siete, don Rodrigo Ponce de Leon, señor de Marchena, con gentes de Sevilla, se encaminó á la frontera con el bravo intento de tomar la ciudad de Alhama: á media legua de la ciudad, se detuvo con sus ginetes y peones en unos profundos valles rodeados de recuestos y collados muy altos, y oculto en aquel lugar esperó á la noche; cuando esta hubo llegado, y por cierto densa y oscura, se encaminaron á Alhama, y como al acercarse notasen que todo estaba tranquilo en el castillo, algunos de los cristianos pusieron con gran silencio escalas á la muralla, subieron con gran ánimo á ella, mataron los centinelas que encontraron dormidos, abrieron las puertas que daban al campo, y dieron entrada al resto de sus gentes. Los moros, sorprendidos por aquella hazaña, resistieron muy poco, y los mas se salieron del castillo, bajaron á la ciudad y cerraron sus puertas, procurando defenderse con palizadas y barreras.

A la venida del dia, los cristianos emprendieron el asalto; pusieron escalas por diferentes puntos, y á pesar de que los moros se defendian bravamente, los cristianos, aunque á costa de una gran mortandad, lograron penetrar en Alhama.

El combate duró todo el dia y parte de la noche.

Los moros se defendian de calle en calle, en las que hacian barreras con los muebles, con las puertas, con los carros, con cuanto encontraban á mano; pero la llegada de un refuerzo de cristianos, decidió en favor de estos la victoria.

Los moros fueron casi en su totalidad degollados.

Las mugeres, los viejos y los niños, que se habian acogido como débiles é inermes á la mezquita principal, fueron muertos sin compasion, y casas y calles y mezquitas solo mostraban cadáveres.

La venganza que los cristianos tomaron por el desastre de Zahara, fué completa y horrible.

La noticia de este desastre llenó de luto á Granada, los fakies cruzaban por las plazas y por las calles llorando á voces y pronunciando las mas terribles y funestas profecías: el pueblo estaba espantado, y aumentaba el espanto la llegada de los habitantes de las villas fronterizas que venian desalados á encerrarse en Granada con sus haberes, temerosos de una suerte igual á la de Alhacen.

Pero Muley-Hhacem no se aterró; reunió de golpe tres mil caballos y cincuenta mil peones y marchó sobre Alhama, pero con la precipitacion se habia olvidado de llevar artillería y no pudo recobrar la ciudad.

Mas adelante volvió á cercar á Alhama, y ya casi estaba á punto de rendirse cuando le avisaron de que su presencia era necesaria en Granada.

Su hijo y su hermano se le habian rebelado cada cual por su parte, y era llegado el momento en que los bandos interiores no le dejasen tiempo ni fuerza para atentar á la defensa de sus fronteras.

VII

Entretanto los cristianos tomaron á Loja, y mientras Muley-Hhacem fué á su socorro, su hijo Boabdil, ayudado por su bando, se rebeló abiertamente en Granada proclamándose rey; los vasallos leales del rey acudieron á su defensa, acaudillados por el wazir y por el walí de la ciudad: hubo un reñidísimo combate en las calles, y los rebeldes lograron apoderarse del Albaicin. El populacho ansioso de novedades y trastornos, se declaró por el hijo y desbarató á los que venian con gentes á nombre de su padre. En vano algunos buenos caballeros pretendian restablecer la paz: el rey Muley-Hhacem, dejando lo de Loja acudió á Granada, y ayudado por su hermano el infante Zelim walí de Almería, pudo recobrar la Alhambra á escepcion de una torre que defendia el alcaide Aben-Comixa, que despues fué wazir de Boabdil.

Con estas ventajas el rey viejo y el infante su hermano, se atrevieron á bajar á la llanura, pero fueron desbastados.

Encastillados el rey Chico y el rey Viejo, el uno en el Albaicin, el otro en la Alhambra, cansados de matarse sus parciales, se suspendieron los horrores de la guerra civil, pero sin ceder el padre ni el hijo.

Abul-Hhacem desesperado, y viendo que entretanto Loja se perdia, marchó de nuevo en su socorro, pero apenas salió de la Alhambra, cuando se apoderó de ella el alcaide Aben-Comixa y la entregó al rey Boabdil. Entretanto su padre hacia levantar el sitio de Loja á los cristianos.

Pero si Abul-Hhacem habia recobrado á Loja, habia perdido á Granada.

Boabdil habia sido proclamado rey.

Abul-Hhacem, no pudiendo hacer otra cosa, por consejo de su hermano Abdalá-al-Zagal, se retiró á Málaga, que con Guadix era de su alcaidia, y se mantuvieron fieles al rey.

VIII

Al fin, despues de desastrosos hechos civiles, en que cada dia se insurreccionaban las salas de Granada, y mientras el ejército de los castellanos acometian las fronteras, el rey Muley-Hhacem, viejo ya y achacosa, cedió la corona á su hermano Abdallah-al-Zagal.

Su hijo, que habia sido hecho cautivo por los cristianos en la batalla de Lucena.

La sultana Aixa-la-Horra, pedia su auxilio á los Reyes Católicos, y estos se lo concedian, mas porque Boabdil fuese á turbar con la guerra civil á Granada y á debilitarla, que por otra razon.

Boabdil, con la ayuda de los cristianos, se apoderó del Albaicin y despues de la Alhambra.

Su tio Abdallah-al-Zagal se retiró á Málaga y Almería.

Y siguió la guerra civil.

Y siguieron los cristianos adelantando en las fronteras.

Al fin Boabdil firmó una alianza con los Reyes Católicos, declarándose su vasallo.

Los Reyes Católicos, que ya se habian apoderado de Málaga ayudando á Boabdil contra su tio, se apoderaron de Baza, despues de un largo sitio.

Aterrado Al-Zagal con la pujanza de los cristianos, se presentó á la merced de los Reyes Católicos, firmó con ellos perpétua alianza, se declaró su vasallo, y les entregó sus ciudades de Guadix y Almería.

Los Reyes Católicos ofrecieron en cambio al Zagal la taa de Andarax y el valle de Alhaurin con todas sus alquerías y la mitad de las salinas de Maleha.

Rindiéronse asimismo las fortalezas de Taberna y Seron en el interior y las marinas de Almunekab y Jalubania, todo lo cual aconteció el año ochocientos noventa y seis.

IX

Quedaba, pues, único señor del reino, pero de un reino deshecho, despedazado por los bandos civiles y casi destruido, el rey Boabdil.

En tales tiempos está consignada la tradicion del patio de los Leones que vamos á referir á nuestros lectores despues de los antecedentes descriptivos é históricos que hemos creido necesarios.

X. LA SULTANA ZORAIDA

Era esta desgraciada una joya de Dios.

Apenas habia cumplido veinte primaveras, y ya sus dias eran tristes y sus noches sin sueño.

¿Quién podrá encarecer su blancura, mas intensa que la de la plata vírgen, ni quién sus cabellos dorados como el oro de Arabia?

Sus ojos eran azules como el cielo despejado de una tarde de primavera, y sus pupilas negras como una noche de tempestad.

Y como de la tempestad salen los relámpagos, de las negras pupilas de Zoraida salian tambien relámpagos de amor.

¿Por qué aquella hurí mortal, aquel ramillete de perfeccion estaba triste y silenciosa, sentada en la fresca y embalsamada sala de los Divanes?




La sultana Zoraida

¿Por qué las lágrimas corrian lentas é incesantes á lo largo de sus megillas?

¡Ay! Zoraida en aquella maravillosa cámara era una garza real aprisionada en una jaula de oro y pedrería.

Y como la garza desde su encierro recuerda los anchos espacios, y el magnífico espectáculo de la tierra vista desde las alturas, y al recordarlo inclina apenada la cabeza, así Zoraida recordaba otros espacios en que se habia remontado su alma hasta el cielo del amor y de la felicidad.

¿Qué se habian hecho sus sueños?

Habian desaparecido quemados por el beso impuro de Boabdil.

En mal hora su padre la habia arrebatado del silencioso alcázar de Málaga en donde pasó su infancia, arrullada por el canto de su nodriza y de sus doncellas.

En mal hora la llevó á Granada.

Y en dia de muerte la llevó á los miradores de Bib-Arrambla, para que con ocasion de unas cañas y torneos, sortijas y toros, fuese admirada y vista su hermosura por los caballeros granadinos.

Y por el rey Boabdil.

Y por el abencerrage Ebn-Ahmed.

Boabdil habia sido su esposo.

Ebn-Ahmed se habia atrevido á dirigirla primero miradas, y luego suspiros, y al fin palabras de amor.

¡Oh, y cuán ardientes, cuán tristes, cuán apenadores eran los recuerdos de la sultana Zoraida!

Una lámpara de oro incrustada en nácar, enviaba al semblante de Zoraida una ténue y dulce claridad que brillaba en sus lágrimas.

Era muy tarde, y la sultana no habia dormido.

Era cerca del amanecer.

Los guardas de la muralla de la Alhambra, rendidos al sueño, no dejaban oir su grito de vigilancia: todo reposaba en el alcázar.

Sin embargo, por el adarve del jardin del mirador de Lindaraja, se veian alejarse dos sombras hácia un ángulo de la muralla: á la dudosa luz del alba que empezaba á esclarecer, se notaba que la una sombra era un hombre, la otra una muger.

Al llegar á aquel ángulo, la muger desenvolvió una escala y la arrojo á fuera.

—El dia viene, dijo al hombre: por fortuna he podido alejar á los guardas: aprovecha este momento para alejarte, walí: recuerda que no es tu vida la que espones, sino la vida y la honra de una desdichada.

—De un arcángel de muerte, murmuró con voz ronca el hombre.

-¡Ah! ¡infeliz!... ¡infeliz de ella! ¿olvidas que es esposa de Boabdil?

—¡Oh! ¡si me amara, qué importan la muerte y la deshonra, y los tormentos, á trueque de un instante de felicidad!...

—Vete, vete, walí Ebn-Ahmed; ¡si los guardas volvieran!...

—He subido por esta escala con la alegría del sol que sale, y la bajo con la tristeza del sol que se pone: yo habia esperado ver mi cielo; pero mi cielo ha estado nublado para mí.

—Oye, walí, y espera y alienta tu esperanza... mi señora me ha dicho para tí estas palabras:

«Esta noche en Generalife, al pie del ciprés de Abul-Walid.»

—¡Ah!

—Vete, pues.

—¡Otro dia!

—Un dia de hermosa esperanza, y despues... una noche de felicidad.

—¡Og-allah! esclamó Ebn-Ahmed; y arrancándose una joya la entregó á la esclava, y se deslizó por la escala.

Cuando la escala perdió su fuerte tension, señal clara de que el que habia descendido por ella habia tomado tierra, la muger la recogió.

Luego se inclinó sobre el adarve y escuchó atentamente.

Poco despues, allá á lo lejos, pasando por un puente del Darro, y trepando por la vecina cuesta del Chapiz, se escuchó el sonoro galope de un caballo.

XI. EL SULTAN BOABDIL

Granada estaba amenazada.

Los Reyes Católicos, despues de haber conquistado las principales villas y ciudades del reino, habian acampado delante de Granada, llevando consigo la flor de sus caballeros.

Y delante de Granada, en la vega, habian levantado su ciudad real.

La ciudad de Santa-Fé.

Un dia aquella ciudad, que solo habia sido antes un real, apareció cercada de muros.

Cuando aquello vieron los moros desde la Alhambra, se maravillaron porque la tarde antes no existian aquellos muros, y no podian comprender cómo se habian levantado en una sola noche.

Aquello era una industria de los cristianos.

Por ella se cantó aquel romance que dice:

Cercada está Santa-Fé
de mucho lienzo encerado.

Pero muy pronto los muros de lienzo se convirtieron en muros de piedra, y el real de los Reyes Católicos se convirtió en ciudad.

Y á pesar de que aquella ciudad con sus muros, sus torres y su caba, se levantaba delante de Granada, el rey Boabdil dormia como si hubiese estado completamente en paz con los cristianos.

Dormia en el mirador de Lindaraja entre los brazos de una esclava.

Lentamente la luz del dia fué creciendo, y la esclava despertó, se envolvió en su túnica y se sentó en el diván.

Poco despues de la aparicion del alba, un ronco son de atakebiras, dulzamas y atavales rasgó el espacio, y cuando cesó este clamor guerrero, se escuchó la voz del mueden de la mezquita del alcázar que llamaba á la oracion de Azzobih.

Boabdil se levantó, sonrió á la esclava, y fué á hacer su ablucion á la fuente de la sala de las Dos Hermanas.

Despues se prosternó con el rostro vuelto al oriente, y oró un momento.

Luego fué al diván, se reclinó en él indolentemente é hizo una seña á su esclava.

Esta se levantó y fué á una puerta.

Salió, y poco despues entraron otras cuatro hermosísimas esclavas.

La una traia un arquilla llena de perfumes y aguas olorosas, la otra una fuente de oro, la otra un espejo, la otra una rica tohalla.

Las esclavas se arrodillaron, y luego se apoderaron del rey y le ataviaron.

Despues se retiraron las esclavas, y entraron cuatro walíes escuderos del rey.

Le armaron; pusiéronle su manto de púrpura sobre los hombros, la espada al costado, y la corona en la cabeza.

Despues el rey se trasladó á la cámara de Embajadores y recibió á su corte.

En el patio del Mexuar ondeaba su estandarte.

Los caballeros que le rodeaban, estaban cubiertos de resplandecientes arneses.

¿Salia Boabdil contra los cristianos?

No: iba á una fiesta de cañas en Bib-Arrambla.

XII. LAS CAÑAS SE VUELVEN LANZAS

¡Cuán engalanada se muestra la plaza!

Parece que los bosques la han enviado sus aves, las praderas sus flores, sus sedas Damasco, sus púrpuras Tiro, sus resplandores Oriente.

Damas de hermosura, mas resplandeciente que sus resplandecientes galas, ocupan ventanas y balconcillos y miradores y estrados, y parecen un cielo que se mueve y gira y brilla agitando sus ventales de plumas y pedrería.

Y los galanes, mezclados con las damas, dejan ver sus aljubas verdes en señal de esperanza, labradas de oro fino y de perlas, y sus bonetes con plumas, cada cual del color de su dama.

Y hay entre muchas de aquellas toca, trenzas rubias y trenzas negras, prendas de amor; y lazos de oro en las mangas de las aljubas con motes de amor, y cadenas de amor al cuello de muchos caballeros.

Y á los pies de ventanas y miradores mas allá de los estrados, está la estendida tela, en que brilla apisonada la blanca y menuda arena del Genil.

Y al rededor de la tela las barreras de colores, con sus poternas de hierro dorado, y entre las barreras y los estrados, los africanos de la guardia del rey con sus armaduras doradas, sus capellares rojos y sus relucientes bonetes de acero, con plumas que ondean al viento.

Y allá al fondo de la tela está el trono del señor rey, con su cortina de púrpura bordada de oro y sembrada de estrellas de rubíes, con el blason de Al-Hhamar el Nazerí campeando en el centro, y que parece como empalidecido, como empañado al verse en un lugar de fiestas en vez de encontrarse delante del real de los cristianos que cercan á Granada.

Boabdil es un rey insensato.

Insensatas son esas damas, que están cubiertas de joyas, lazos y galas.

Insensatos esos mancebos, que enamoran cuando debian cabalgar contra el castellano.

Solo los fakís prosternados en la mezquita esclaman:

¡Allah ku Akbar! ¡Allah ku Rhhaman! ¡Le galib ile Allah!

Entretanto el rey ocupa su trono en Bib-Arrambla, y junto á él, pálida, triste y pensativa se asienta la sultana Zoraida, y delante las sultanas de la familia real, y mas abajo las favoritas y luego las esclavas.

Y detrás del trono los wazires, y los alcaides, y los kadies, y los valies, y los alimes, y los xeques.

Una aclamacion herida hiende los aires porque el rey ha hecho una seña con su lenzuelo y van á empezar las fiestas.

Un solo caballero vé con espresion sombria la seña del rey, y escucha con despecho el tañido de los instrumentos músicos y de guerra que llaman á las cuadrillas.

Está de pié á la derecha del rey, y tiene desnuda la ancha espada en que se apoya.

Es el único que no lleva galas, y que en vez de una ligera armadura dorada, como la que llevan los otros caballeros, se encuentra armado con un fuerte arnés de guerra de Milán.

En la barrera sus pajes tienen del diestro un bravo corcél encubertado de batalla, y sus escuderos mantienen la gruesa y larga lanza, la ancha y redoblada adarga de siete aceros, y el ferrado yelmo de encage.

Es jóven: en la fuerza de su juventud.

La magestad irradia de su alta y serena frente.

En sus negros ojos brilla un valor bravio.

En su boca aparece una sonrisa de valor y de desprecio.

Aquel mancebo es el infante Muza-Ebn-Abil-Gazan: el valiente de Granada, hijo de Muley Hhacem y de una esclava cristiana, hermano bastardo de Boabdil, indomable y vencedor alcaide de su caballería.

Cuando Muza cabalga en la vega contra los cristianos llevando tras sí las innumerables taifas de ginetes de Granada tras su bandera roja, allá vá el huracan.

Cuando salen á su encuentro Gonzalo de Córdoba, ó el Alcaide de los Donceles, ó el conde de Cabra, ó Hernan Perez del Pulgar con sus lanzas castellanas, parece que chocan dos montañas de acero lanzadas la una contra la otra por la mano de Dios.

Cuando entre los suyos está pálido, sombrio y ceñudo, los suyos tiemblan.

Muza está pálido: sus ojos centellean, su negra barba tiembla.

Su robusta mano empuña convulsivamente el pomo de su espada.

Su vista se fija en la puerta de Al-Bonut.

Por allí entran lucidas cuadrillas de zegríes.

A su frente, altivo, provocador, insolente, viene oprimiendo los lomos de un tordo rodado, Mahomet Zegrí, alcaide de la alcazaba Kadima, cubierto de galas rojas y arrastrando rojas gualdrapas: llevaba pintado en su adarga un salvaje sosteniendo un mundo, y por bajo este jactancioso mote: Con mas puedo.

Su moreno semblante africano se volvió hacia el trono en el momento en que entró en la tela, y sonrió con sarcasmo á la sultana, con desprecio al rey, y fijó una mirada de odio y de reto en el infante Muza.

La sultana palideció, el rey bajó los ojos, Muza lanzó una mirada de muerte al Zegrí.

Seguian á Mohamet-Adel-Zegrí, de cuatro en cuatro, cien caballeros zegríes, ginetes en potros negros de pura sangre árabe.

Iban cubiertos de seda, sin mostrar mas que unos ligeros jacos, forrados de tela de oro: sus aljubas, sus marlotas, sus almaizares, eran de brocado rojo como el de su caudillo, y sobre sus bonetes ondeaban plumas que parecian haber sido teñidas en sangre.

Al mismo tiempo por la puerta de Al-Kaissería, entró un hermoso mancebo, ginete en una yegua blanca, con bonete, aljuba y capellar de brocado verde, y gualdrapas de lo mismo.

En su adarga llevaba pintada un águila que volaba junto á un sol, y por bajo este letrero:

«Mas alto vuelo.»

Este caballero, que era muy hermoso, se llamaba Ahmed-Ebn-Zeragh, y era gefe de la poderosa familia de los abencerrages.

Seguíanle de cuatro en cuatro, ginetes como él en yeguas blancas, y como él vistiendo brocado verde, cien bravos caballeros abencerrages.

Los dos gefes de las dos tribus, Mahomet-Adel-Zegrí, y Aben-Ahmed-Aben-Zeragh, se unieron para ir á saludar al rey, y del mismo modo se unieron sus cuadrillas.

Despues del saludo, cada uno tomó por un costado de la liza: seguian á cada uno sus caballeros, y al fin los escuadrones se formaron el uno frente al otro: los abencerrages estaban á la derecha del trono, los zegríes á la izquierda: en medio la arena despejada: á una señal del rey, los escuderos de las fiestas saltaron las barreras y cargados de haces de cañas, forradas de vistosas cintas, proveyeron de ellas á los caballeros y se retiraron.

Entonces sonó la señal.

Los dos escuadrones se abrieron, desplegándose como un abanico.

Y caracolearon los caballos, y se mezclaron de una manera ordenada formando círculos y caprichosas combinaciones, y entrando y saliendo y remedando de una manera muy vistosa, una trabada escaramuza.

Y volaban las cañas, ondeando las cintas de colores, y las damas y los caballeros y el populacho y el mismo rey aplaudian y reian de muy buena gana, cuando un caballero torpe ó descuidado recibia un golpe de caña en el rostro.

Por una, dos y tres veces las cuadrillas quedaron sin cañas, se replegaron haciendo provision de nuevas cañas, y volvieron á juego; pero á la cuarta vez, un caballero abencerrage lanzó un grito de muerte y cayó de su yegua.

Algunos escuderos de los zegries habian saltado la valla y habian dado á sus dueños picas de combate.

Por esto se dijo el romance aquel:

No hay amigo para amigo;
las cañas se vuelven lanzas.

XII. LA BATALLA

A aquella infame traicion de los zegríes, siguió un tumulto espantoso.

Los abencerrages, provistos de lanzas los unos, los otros valiéndose solo de las espadas, se revolvieron con un odio y una saña incomparables.

De los estrados, de las galerías, de las casas, bajaban á la liza caballeros, y aun el populacho empezaba á tomar parte, dividiéndose Granada en dos bandos.

El rey con la sultana, con sus mujeres, con sus consejeros, escapó y se encerró en la Alhambra.

El infante Muza quedó en la plaza revolviéndose entre los combatientes, y gritando para ponerlos en paz:

—Ved, caballeros, que tenemos á las puertas los cristianos, que el peligro arrecia, y que no es esta la ocasion de volver las armas los unos contra los otros, sino de ir juntos y alentados contra el enemigo de todos: ea, caballeros, bajad las armas, y mirad á Granada que llora: y si teneis sed de sangre, venid conmigo y busquémosla cristiana en el real de Santa-Fé.

Pero en vano tronaba la voz de Muza: los zegríes no obedecian y los abencerrages, que hubieran obedecido, se veian obligados á defenderse de los zegríes.

Entonces Muza dejó las persuasiones y apeló á la fuerza.

Reunió al rededor de su bandera á los africanos de la guarda del rey y á sus esclavos negros, y embistió con los zegríes.

Reforzados los abencerrages, se llevaron al fin por delante cuanto encontraron.

Los zegríes huyeron dejando sobre la plaza muchos cadáveres de los suyos, y fueron á encerrarse en el castillo de Bib-Ataubin.

Los abencerrages fueron á encerrarse con el rey en la Alhambra.

XIV. EL CIPRES DE LA SULTANA

Comprendieron los zegríes que vencidos como estaban, abandonados de todos, el rey podia hacer en ellos un terrible escarmiento.

Pensaron, pues, en engañar al rey.

La misma sultana Zoraya, la renegada á quien servian, envió á Mohamed-Adel-Zegrí, un mensagero, con el que le dijo que era necesario ganar tiempo y buscar sobre seguro otro medio de acometer al rey Boabdil.

La sultana Aixa-la-Horra por su parte, ayudada por el alcaide Muza, pugnaba en la Alhambra por decidir al rey á que cortase la cabeza á los traidores.

Pero el rey era débil y resistia.

Parecióle peligroso hacer justicia en unos caballeros tan turbulentos que tanto poder tenian y tan poderosos eran, y se avino á recibir á Mohamed-Adel-Zegrí.

El caudillo de los zegríes se esforzó por probar que un caballero zegrí que habia huido temiendo el castigo, habia sido el que por celos de una dama habia arrojado una lanza contra un abencerrage, y que el combate que despues habia seguido, habia sido una equivocacion lamentable. Que habian corrido voces en el momento de la lucha entre los zegríes de que querian destruirlos; que esto habia causado su tenaz resistencia; pero que aclarados los hechos, los zegríes no tenian el menor reparo en dar cuantas satisfacciones fueren necesarias al rey y á los abencerrages, y en renovar con ellos la antigua amistad, dando en rehenes de ella sus hijos y sus esposas.

Parecióle al rey bastante la satisfaccion de los zegríes, y los abencerrages sacrificaron su justo odio en favor de la patria: aquel mismo dia los cristianos habian corrido las dos leguas de vega que hay desde Santa-Fé á Granada; se habian estendido por una parte hasta la Azubia, y por otra hasta Viznar; y aldeanos y labradores habian entrado despavoridos en Granada.

Era, pues, necesario de todo punto la union mas estrecha entre los caballeros granadinos, el olvido de todos los odios y los esfuerzos comunes y unidos contra el enemigo comun.

Cedió, pues el rey por temor, cediendo los abencerrages por generosidad; concertaron una avenencia, y para celebrarla se dispuso una zambra en Generalife, donde debian echarse los lazos de una nueva amistad entre zegríes y abencerrages.

Llegó la noche.

Generalife estaba resplandeciente.

Sus cascadas corrian bajo sus verdes bóvedas de laurel, entre las que estaban escondidas jaulas con cuantos pájaros de voz armoniosa podia reunir el deseo.

Las lámparas de colores ardian en el oscuro fondo de las enramadas, esparciendo una dulce luz.

Las fuentes saltaban cruzando caprichosamente sus surtidores, bajo los que ardian mil luces.

Al lado de los estanques, entre los jardines, al dulce eco de la fiesta, vagaban parejas de damas y caballeros que hablaban de amor.

El cielo estaba plácido y tranquilo; la luna brillaba, y las frescas auras gemian entre las enramadas.

Pero habia un jardin en Generalife, en el cual no brillaban luces.

Unicamente la luna reflejaba en su largo estanque.

Un solo ruiseñor cantaba escondido en lo mas alto de un árbol jigantesco.

Aquel árbol era un ciprés.

El ciprés de Abul-Walid.

Si vais á Generalife encontrareis aun aquel jardin, aquel estanque, la antigua atarvea con flores ahora, como entonces, porque la naturaleza es mas próvida que los hombres; estos han dejado que se arruinen las galerías de estuco y mármol, los aleros, las cúpulas.... la primavera ha cuidado de cubrir cada año de flores las orillas del estanque, y cada año ha nacido una rama nueva al ciprés.

Cuando el cicerone que os acompaña llega á aquel jardin, se detiene y os dice con un entusiasmo verdaderamente romancesco:

—Aquel es el Ciprés de la Sultana.

Y cuando os acercais á él, veis que los que han llegado primero que vos, han cortado con un entusiasmo tambien enteramente romancesco, una astilla del árbol, una especie de reliquia.

El ciprés, junto á su pié, á la altura de mi hombre, está roido ó mas bien desollado, por el entusiasmo de los viajeros.

Una tarde estaba el autor sentado, á la puesta del sol, en el pequeño jardin donde existe el ciprés.

Hablaba con un viejo inválido de la compañía de la Alhambra, y miraba á la altísima punta del árbol maquinalmente.

De improviso, viniendo de la parte de la Silla del Moro, un gran pájaro blanco se cernió un momento sobre la punta del ciprés, y se detuvo en ella.

—¿Qué clase de pájaro es ese, tio Juan? dijo el autor al inválido.

—¡Ah! ¡ah! esclamó el viejo; es un animal muy raro: es un grajo.

—¡Un cuervo blanco!

—Si señor, un grajo cano de viejo: como que dicen que el Ciprés de la sultana tiene cuatrocientos años, y que ese cuervo es tan viejo como él.

—¿Quién ha dicho á V. eso, tio Juan?

—Mi padre se lo oyó decir á mi abuelo, que decia que se lo habia oido decir al suyo, y que el abuelo de mas allá se lo habia oido decir al de mas lejos.

—Vamos, esa es una noticia trasmitida de generacion en generacion: una tradicion, en una palabra.

—Como se sabe que la sultana que engañó al rey Chico de Granada, dejándose enamorar de un abencerrage al pie de ese árbol, era rubia y blanca, y tenia los ojos garzos y una pequeña rosa que le hacia mucha gracia, en la megilla derecha.

No me atreví á desmentir al tio Juan, que siguió contándome con la fé mas ciega, y como hubiera podido contarme un suceso del dia anterior, la tradicion de los amores de la sultana de Granada y del abencerrage Aben-Ahmed.

Oíase desde aquel solitario jardin, perdido y ténue á lo lejos, el concierto de la fiesta que se agitaba en Generalife.

El ruiseñor, escondido en el árbol, trinaba.

La luna brillaba en la tersa é inmóvil superficie del estanque.

Los bosquecillos de laureles proyectaban misteriosas penumbras.

La brisa de la noche volaba cargada del aroma de las flores.

Entre la oscura sombra de un bosquecillo se destacaron cuatro fantasmas blancos.

Eran cuatro hombres envueltos en sus almaizares.

Hablaban de una manera contenida.

Se deslizaron siempre en la sombra hácia el ciprés, y se ocultaron detrás de él en una espesura de rosales.

El que hubiera estado junto á ellos habria podido oir el diálogo siguiente:

—¿Y estas seguro, primo Mahandin, de lo que nos has confiado?

—Esta mañana, antes de amanecer, uno de los guardas del jardin de Lindaraja vió salir de los baños a Zaruhlemal, contestó el preguntado.

—¡Ah! ¡la doncella favorita de la sultana! dijo otro.

—Con Zaruhlemal iba Aben-Ahmed. El guarda la oyó decir: Esta noche en Generalife, al pie del ciprés de Abul-Walid.

—¿Y no podrá ser que quien haya dado esa cita á Aben-Ahmed sea la misma Zaruhlemal?

—Aben-Ahmed no se hubiera espuesto por esa dama á escalar la Alhambra y á entrar en los baños del rey. No se hubiera pagado tan espléndidamente á los guardas para que se retirasen.

—Silencio; dijo uno de los cuatro: me parece que oigo abrir recatadamente una puerta de la galería.

—Ocultémonos bien, y silencio.

No volvieron á hablar una sola palabra.

Una muger salió de la galería y adelantó hácia el ciprés con paso tímido é irresoluto.

Cuando se puso bajo la luz de la luna, brilló el brocado de su túnica, y brillaron las alhajas de que venia prendida.

Traia cubierto el semblante con el velo.

Adelantó hácia el ciprés, miró en torno suyo con anhelo; se sentó al pie del árbol sobre el césped, y se descubrió echándose atras el velo.

Era la sultana Zoraida.

Estaba pálida, temblorosa, dominada por una escitacion profunda.

En sus magníficos ojos brillaban á un tiempo el amor, el temor, la amistad, la pureza contrariada, el orgullo comprimido.

Su seno, cubierto de deslumbrantes joyas, se levantaba y se deprimia.

Su aliento salia abrasador y fatigado, por sus entreabiertos labios.

Todo en ella revelaba una muger en cuyas venas latia sangre africana, a impulsos de un amor largo tiempo habia contrariado, dominado hasta el momento de la prueba.

Amor escondido en un delicioso misterio, cubierto por las alas del arcángel de la pureza, tranquilo hasta entonces como las aguas de un lago, profundo como el abismo, é indeleble como la marca puesta por el dedo de Dios sobre la frente de una criatura.

Aquel amor habia llevado hasta el pie de aquel ciprés á la sultana, de aquel funesto ciprés, mudo confidente de amores misteriosos, y allí entre un vacilante silencio, al tibio rayo de la luna, al suave y aromático aliento de las auras, que susurraban lentamente entre las flores y las enramadas, la desdichada Zoraida, recibió en el misterioso fondo de su alma la última y mas ardiente revelacion de aquel amor hasta entonces dominado, silencioso, vago, infinito que hacia mucho tiempo llenaba sus sueños.

Zoraida vió el abismo en el momento en que este se abria á sus pies, y quiso retroceder.

Quiso huir.

Se levantó trémula y se encaminó á la galería, pero de repente apareció junto á ella, saliendo de entre una enramada, un hombre.

Era Aben-Ahmed.

Galan, hermoso, enamorado.

Pretendió huir aun, pero encontró ante sus pies de rodillas al abencerrage pálido y tembloroso.

Y sintió sus manos asidas por otras manos convulsas, y unos labios ardientes y trémulos que besaban con delirio sus manos.

—¡Oh! ¿qué haces? esclamó la sultana.

—Desfallecer de amor, alma de mi alma, contestó el abencerraje.

Zoraida cayó sin fuerzas, rendida por su amor sobre el césped que rodeaba al ciprés.

Y entonces, cuando los dos amantes solo tenian ojos y oidos para sí mismos, los cuatro hombres que estaban ocultos tras el ciprés en la espesura, se alejaron con paso silencioso, y se perdieron á lo largo de los jardines.

Y Aben-Ahmed, entretanto, permanecia á los pies de Zoraida, y la decia fuera de sí:

—¡Oh! ¡bendita sea la noche que envuelve en su silencio nuestro amor! ¡bendita sea la luna que alumbra tu hermosura!

¡Tu frente encendida por el rubor y la agitacion de tu seno, son voces mudas que pronuncia tu alma, y que me dicen: ¡yo te amo!

Alza los ojos gacela, y pon tu mirada de delicias en mi mirada.

Ellos son la lumbre de mi vida.

Su fulgor, el fulgor de la estrella esplendorosa de mi destino.

Callaba la sultana: callaba y temblaba.

Aben-Ahmed enloquecia con su hermosura, y esclamaba:

—Sultana del amor, flor de las flores, lucero de los luceros, hurí de las huríes, rosa del paraiso, la noche nos envuelve en su silencio: huyamos: huyamos lejos de ese rey miserable y cobarde y de la ruina de Granada: salvemos nuestro amor.

Yo tengo en Africa alcázares.

Yo tengo en aquellos alcázares tesoros.

Yo soy el gefe de una valiente tribu.

De la tribu de los Beni-Zerahg.

Descendiente como Al-Hhamar-el-Nazerita, del Ansarí, mi estandarte verde ondea sobre las lanzas de mis bravos abencerrages.

Aquí la infamia nos rodea y la traicion nos acecha.

Huyamos, sultana.

Huyamos de esta corte de ignominia.

Yo daré en Africa á tu hermosura un trono mas resplandeciente que el de Boabdil.

Al oir el nombre del rey, la sultana volvió en sí como si despertase de un sueño.

—¡Ah! esclamó: ¡eres tú, Aben-Ahmed! ¿qué quieres á los pies de la sultana?

—¡Levántate, desdichado! ¡los esclavos del rey velan, y tu cabeza está mal segura en tus hombros!

¡Huye! ¡huye y sálvate! ¡que el sultan de Granada no pueda herirte!

Al escuchar el altivo acento de Zoraida, que habia logrado sobreponerse á su sueño, Aben-Ahmed se creyó humillado.

—¿Por qué me has llamado aquí en el silencio de una noche tranquila, sino me amas? esclamó: ¿por qué has venido sola á este apartado jardin donde todo convida al misterio y á los amores?

Si es que no te parezco bastante grande, yo lidiaré, y te lo repito, te conquistaré un trono, el trono de Damasco, y serás sultana del oriente y del occidente, desde el estrecho de Geb-al-Tarik, hasta las vastientes del Atlas y los linderos del gran Sahara.

—¡Oh! ¿qué dices? ¡aparta vasallo! ¡para ser sultana me basta un trono, para ser noble y leal á mi rey y a mi esposo, arde en mis venas la esclarecida sangre del sultan Ismail!

Aparta y vete.

La sultana ha venido aquí, te ha llamado aquí, para robar á tus insensatos amores la última esperanza: para apartarte de una horrible senda que solo conduce á un lago de sangre.

—Yo siento el buitre que se acerca, esclamó tristemente Aben-Ahmed.

Yo oigo en los aires lúgubres rumores.

Es Ariel, que bate sobre mí sus alas negras.

Quédate á Dios, sultana.

Si al trasponer el sol del próximo dia, al aparecer en el oriente el lucero de la tarde, ves pasar por delante de él una nubecilla roja, ese será mi espíritu que esperará trémulo de amor una sola mirada de tus ojos.

Y trémulo, pálido como un cadáver, se levantó el abencerrage de los pies de la sultana.

—¡Morir! dijo Zoraida estremecida, arrastrada por la invencible fuerza de su amor; ¡morir tú! ¿y por qué?

—Lo que está escrito se cumplirá, dijo con desesperacion Aben-Ahmed; ¿acaso puedo yo vivir en las tinieblas de la desesperacion, sin tu amor?

¡Oh! yo no te conocia cuando vine de Africa con mi tribu.

¡Yo no sabia que la Alhambra habia de ser para mí, como un vaso de oro y rubíes lleno de falaz tósigo!

Y sin embargo, los sabios de mi patria me habian dicho:

«¡Adónde vas, caudillo?

Cuando el alcion de Africa tienda su vuelo al occidente;

Cuando busque aires mas puros y mas frescos y tierras mas tapizadas de verdor;

Cuando abata su vuelo junto á las claras corrientes,

Sobre las pintadas flores,

Llegará al pie de una montaña coronada por la magestad de un alcázar;

Y en el alcázar encontrará una garza real.

Y la garza causará la muerte del alcion, porque le amará, y apartará de él los ojos, que posará en los de un cobarde gerifalte,

Y el gerifalte verterá con alevosía la sangre del alcion, viajero y peregrino, y velo de sombra estenderá sobre él,

—Lo que pronosticaron los sabios se ha cumplido.

Partí, llegué, te ví, y te amé.

Te amé... como ama el cielo al sol, el mar al viento.

Te amé... como ama el ciego la luz y el desdichado la esperanza.

Te amé... con toda mi alma, con toda mi vida, con todo mi deseo, con toda mi voluntad.

Te amé... para morir de amor.

Quédate á Dios, sultana.

Lo que está escrito se cumplirá.

¿Acaso puedo vivir?

¡No! insultaré á los zegríes y me matarán.

Y si quiero morir con gloria, ¿no velan en el real cristiano, sedientos de sangre mora, ese famoso Gonzalo de Córdoba, el bravo Ponce de Leon, Hernando del Pulgar, y don Alonso de Aguilar el Valiente?

Adios, sultana.

Ariel bate ya sus negras alas.

La hora se acerca.

Y fuera de sí Aben-Ahmed, se apartó de la sultana.

Zoraida no pudo contener su llanto.

Detúvose Aben-Ahmed estremecido de alegría, y tornó al sitio donde aun permanecia inmóvil la sultana.

—¿Por qué lloras? esclamó Aben-Ahmed: cada lágrima tuya vale un torrente de sangre. Si tú me amas, hurí, pronuncia una sola palabra, y cuanto se oponga á nuestro amor caerá ante mi espada.

—¡Vete! dijo la sultana dominando su conmocion y procurando ahogar sus sollozos.

—¡Oh! ¡dejarte cuando todo el llanto que corre de tus ojos, la agitacion de tu seno, la palidez de tu semblante, me dicen que me amas!

—¡Vete! repitió Zoraida.

—No, no me alejaré. Alejarme seria morir.

—Permaneciendo morirás.

—¿Y qué importa?

—¿Y mi amor? esclamó con desesperacion Aben-Ahmed.

La sultana se levantó de una manera solemne: sus lágrimas se habian secado, brillaba su mirada, tranquila, grave, inspirada.

—Antes de conocerte, dijo, yo vivia otra vida tranquila, dulce, resignada, sin alegria, es verdad, pero tambien sin dolores; no amaba á mi esposo, porque no le eligió mi voluntad, porque Dios no habia querido que le amara; pero no le aborrecia.

Mi sueño era tranquilo.

Las flores tenian para mí colores y fragancia.

El aura era fresca y balsámica.

Mi aliento la aspiraba con delicia.

Yo veia al sol levantarse magestuosamente en el oriente y caer lleno de languidez en el occidente, como el camello que se reclina despues de una larga jornada.

Yo lo amaba todo; las flores, los pájaros, las auras, el sol, la tierra, los luceros que vierten una vaga y misteriosa luz en el firmamento.

Era yo entonces feliz: las buenas hadas me halagaban en mis sueños, y al despertar el alba me sonreia.

Pero cuando te ví, Aben-Ahmed, las megillas doradas por el sol de Africa, cabalgando al frente de tus bizarros abencerrages en tu yegua blanca, llevando tras tí el verde estandarte de la familia del profeta;

Cuando pasaste bajo mis celosías galan y hermoso, terciada la pica, la frente alta, suelta la toca al viento, resplandeciente la mirada;

¡Oh! cuando te ví, el ángel de la paz no batió ya sobre mí sus alas blancas, ni las flores, ni la alborada, ni el sol, tuvieron para mí fragancia, frescura, ni resplandores:

Los pasos de mi esposo, que se acercaba á mi retrete y que antes no me inquietaban, me aterraron.

Las puras frentes de mis hijos me causaron vergüenza.

Porque yo dentro de mi alma era adúltera.

Porque dentro de mi alma yo te amaba.

Y yo no debia amarte.

Quise vencer aquel amor vergonzoso y creció.

Quise contenerle al menos, y se desbordó.

Y cuando yo luchaba en vano conmigo misma, tú, enamorado de mí, me aquejabas con tu amor.

En la noche cuando todo callaba, cuando todo dormia, el sonido de una guitarra venia á estremecerme.

Y luego tu voz que cantaba á lo lejos en la márgen del rio, entre las espesuras de avellanos, llegaba, conducida por los traidores céfiros, hasta el mirador, desde el cual fijaba yo en la luna mis ojos llenos de lágrimas.

¿Quién sabia si aquel canto de amores buscaba á la sultana que gemia en su mirador, ó á una dama escondida tras sus celosías en los cármenes del Darro?

Yo sola sabia que aquel canto venia á buscarme.

Yo sola sabia que aquella palabra ardiente, que aquella armonía melancólica hablaba á la sultana.

Y yo me volvia loca.

Yo luchaba.

Quise al fin probar el último remedio.

Quise conocerte, tratarte, contemplarte de cerca, sorprender tus debilidades, tus miserias, encontrar razones para olvidarte.

Y te ví; y te hablé; y solo hallé en tí prendas para amarte mas.

Desesperada, quise probar el último esfuerzo, y te llamé aquí á este jardin solitario para hacer imposible mi vergüenza separándote de mí, apartándote de mí, irritándote, despreciándote.

Yo queria quedarme sola con mi amor.

Queria que huyeses, que me aborrecieses.

¡Y me has vencido!

¡Yo te amo, Aben-Ahmed!

¡Te amo antes que todo!

Pero vete... déjame...

Porque si yo fuese tuya, la vergüenza me mataria.

Porque no podria sobrevivir á mi infamia.

Tras esta apasionada declaracion, la sultana calló, y doblegó su frente bajo el peso de la vergüenza.

Aben-Ahmed llegó á la atarvea, cortó algunas rosas blancas, las enlazó, y las puso, á manera de corona, sobre la frente de la sultana.

—¡Oh! esclamó: si no puedes, si no debes ser mia, guarda estas flores como el emblema de nuestros castos amores, y cuando estas rosas estén marchitas, acuérdate de que el corazon de Aben-Ahmed estará marchito tambien.

—¡Oh! esclamó Zoraida levantando hácia Aben-Ahmed sus ojos inundados de lágrimas: ¡Oh! ¡si estas rosas no estuvieran sobre la pesada corona que ha ceñido á mi frente Boabdil!

Apenas habia pronunciado la sultana estas palabras, cuando entre la espesura de rosales, situada detrás del ciprés, apareció bajo el rayo de la luna, un semblante pálido, convulso, horrible, que abarcaba en una mirada de muerte á los dos amantes.

¡Era el rey Boabdil!

Tras él, ocultos en la sombra, se veian cuatro hombres envueltos en alquiceles blancos.

Aben-Ahmed y Zoraida se alejaba, entretanto, á lo largo del jardin, y muy pronto se perdieron entre la espesura.

El rey saltó como un tigre de entre la enramada, con la mano puesta en su puñal y la sangrienta mirada fija en el lugar por donde habian desaparecido los amantes.

Los cuatro hombres salieron tras él y le rodearon.

Eran Mahomet Adel-Zegrí, Hamet-Zegrí, Mahandon-Gomel, y Mahandin, todos zegríes, todos enemigos de Aben-Ahmed.

Hamet-Zegrí se puso delante del rey.

—¿Adónde vas, señor? le dijo: si matamos á Aben-Ahmed aquí, en Generalife, entre los brazos de la sultana, su muerte será un aviso para los demas abencerrages, y todos deben morir, porque todos son traidores. La venganza, señor, es mas sabrosa cuanto mas se espera. No caiga uno solo, una cabeza es poco.

—Sí, dices bien; esclamó el rey con acento opaco: ¡todos!... ¡todos!...

Y luego en un momento de horrible decision, esclamó:

—Id mañana á la Alhambra acompañados de mi verdugo.

Y apartándose bruscamente de los cuatro zegríes, se perdió por la oscura galería del fondo del jardin.

Al terminarse la zambra en Generalife, los abencerrages recibieron una invitacion del rey que los convidaba para un sarao en el patio de los Leones.

Desde aquella noche en que la sultana Zoraida escuchó al enamorado Aben-Ahmed y le confesó su amor en Generalife, se conoce el viejo árbol de Abul-Walid bajo el nombre tradicional de Ciprés de la Sultana.

XV. LA CÁMARA DE LOS LEONES

Al dia siguiente, recostado sobre un divan, en el fondo de uno de los magníficos alhamíes de la cámara de los Leones, habia un hombre cubierto de régias vestiduras.

Estaba pálido, sombrío, meditabundo.

Temblaba su barba bermeja, y temblaban de tiempo en tiempo en una contraccion poderosa los músculos de su semblante, y un largo y breve estremecimiento corria de tiempo en tiempo á lo largo de su cuerpo.

Aquel hombre era el sultan Boabdil.

Estaba solo.

Su mirada terrible, fija, lúgubre, se fijaba en la fuente de mármol colocada en el centro del pavimento, y en la cual no corrian las aguas.

La fuente de la cámara y el alhamí del frente del en que asentaba el rey, estaban cubiertos de tapices rojos.

La cámara estaba velada por una media luz.

El resplandor del sol penetraba fatigado por los dobles trasparentes de la cúpula estrellada, produciendo sobre los muros un reflejo perdido y fatídico, y dejando en sombra á los alhamíes.

Nada se oia, mas que el paso acompasado de los esclavos que guardaban en las galerías del patio de los Leones las puertas de las cámaras.

Notábase en el semblante del rey la impaciencia con que media el tiempo.

Sus miradas crueles, reconcentradas, pasaban tan pronto de la puerta de la cámara al tapiz rojo que cubria el alhamí del frente, como de este tapiz á la taza de mármol situada en el centro del pavimento.

Llegó al fin un punto en que el semblante del rey se dilató.

Habian resonado pasos en las galerías del patio de los Leones.

Los pasos se acercaron.

El tapiz de brocado rojo que cubria el magnífico arco de entrada de la cámara se levantó y apareció un hombre.

Era el abencerrage Aben-Ahmed.

Venia magníficamente vestido, y delante de su hermoso rostro parecia flotar una nube de tristeza.

Adelantó hácia el rey y dijo inclinándose profundamente:

—Allah te guarde y te prospere, magnífico sultan: ¿qué quieres de tu siervo?

Boabdil no contestó al abencerrage.

Se levantó y atravesó lentamente la cámara, llegó al alhamí del frente, levantó un tanto el tapiz rojo, miró al fondo; vió entre la oscuridad una sombra informe, y sonrió, con la espalda vuelta al abencerrage, de una manera horrorosa.

Luego, compuesto ya el semblante, pasó por delante de Aben-Ahmed, que miraba con recelo lo que el rey hacia, y levantó el tapiz de la puerta de entrada.

En aquel momento Mahandon-Gomel estendia en las galerias del patio de los Leones, feroces esclavos negros de la guarda del rey, armados hasta los dientes.

Boabdil dejó caer el tapiz, reconoció bajo sus ropas con su mano trémula su cota de mallas, probó si su puñal salia con facilidad de la vaina, y despues de esto volvió con paso lento al divan que habia dejado, y se sentó en él.

Aben-Ahmed adivinó un peligro, y un peligro inminente y terrible.

Pero era bravo y sereno, y ni un solo músculo de su semblante se contrajo.

Permanecia prosternado en el mismo lugar desde donde habia saludado á Boabdil, que fijaba en él una mirada reconcentrada.

Pero muy pronto aquella mirada perdió su espresion sombría, á la manera que los vapores de la mañana se deshacen, se evaporan, se pierden bajo el rayo del sol.

Su semblante pálido y hermoso dejó ver la lánguida é indolente sonrisa, y la espresion débil y sensual que le caracterizaban.

Sus ojos miraron con una paz profunda á Aben-Ahmed.

—Walí Aben-Ahmed, dijo el rey; despues de la miserable traicion que los zegríes cometieron contra tí y contra los caballeros de tu tribu, siento un indecible placer al verte vivo y salvo ante mí. Levántate, valiente caudillo de los abencerrages: te he llamado porque es muy justo que yo pretenda degraviar por mi parte á los generosos abencerrages. Levántate y ven á sentarte junto á mí.

Aben-Ahmed creyó sinceras las palabras del rey, y sintió un verdadero remordimiento, una profunda vergüenza al recordar que amaba á la esposa de un hombre que le trataba de una tan noble manera.

Obedeció al rey y se sentó en el diván.

El rey reparó en la espada del abencerrage.

Celebró las labores cinceladas de su empuñadura de oro.

Luego quiso ver la hoja.

Aben-Ahmed, perdido enteramente el recelo, desnudó la espada y la entregó al rey.

El rey ponderó el temple de la hoja y lo primoroso de sus labores.

Despues refiriéndose á la batalla del dia anterior, elogió el valor de Aben-Ahmed, y como premio de aquel valor le abrazó.

Ni halló loriga ni jacerina bajo las ropas del abencerrage.

Solo llevaba sedas y brocados.

Cuando Aben-Ahmed estaba completamente desarmado, el rey le dijo:

—Tú eres africano: tú habrás pasado muchas noches á la luz de las estrellas, y habrás consultado á los sabios; tú habrás oido á los xeques de tu tribu contar terribles historias durante las largas noches de invierno; pero jamás habrá sonado en tus oidos una tan terrible como la que vas á oir de boca de tu rey.

Aben-Ahmed tembló de una manera involuntaria.

Un presentimiento frio, lúgubre habia penetrado en su alma.

—Es una historia triste para uno: bella para dos: es una historia que un rey ofendido de una sultana miserable, y de un esclavo infame: una hermosa historia, por Allah.

Aben-Ahmed empezaba á comprender la verdad: pero se dominó sin embargo.

El rey continuó.

—Sí, es una bella historia; por los Siete Durmientes, estoy seguro que no habrás oido otra tal en toda tu vida, walí.

Escucha:

«Moraba en una ciudad fuerte y poderosa, un rey á quien todos llamaban débil y cobarde.

Todos se mofaban de él... á su espalda, porque es fama que aquel rey llevaba sus venganzas hasta la crueldad.

Y este rey, solo, perseguido de su destino, abandonado de sus vasallos, receloso de sus esclavos, llegó á encontrar triste y solitaria su morada real.

Y ten en cuenta que nunca poderoso sultan ó respetado emir, alcanzaron á ver juntos tanto oro y tantas alhajas, tantos mármoles y tantas grandezas como contenia el alcázar que aquel rey desdichado habia heredado de sus abuelos.

Aquel rey ruin, débil y cobarde, como decian sus vasallos.

Y como aquel rey tenia corazon, corazon agitado por miserables pasiones humanas, se dijo sondeando su corazon:

Buscaré entre las princesas de mi reino ó de regiones distantes, una muger hermosa, amante, de ojos brilladores, y frente pura que no empalidezca bajo el brillo de la corona.

Y así no estaré solo y abandonado.

Y buscó y encontró.

Y á mano, á fe; dentro de su misma tribu, en su misma familia, casi en su alcázar.

Y ella, la que debia ser sultana, escuchó ruborosa al anciano wazir que en nombre del rey la requirió para que fuese sultana, y aceptó.

Todo cambió.

Pareció que el casamiento del rey y de la princesa habia sido una evocacion mágica.

Porque despertaron de su inercia damas y caballeros, se prendieron las unas sus velos, y dejaron los otros sus arneses de batalla.

Y hubo toros y zambras, y se corrieron sortijas y cañas.

Y hubo fiestas magníficas que duraron muchos dias.

Y todo parecia sonreir al rey.

Y pasaron muchas lunas, y la sultana le dió hijos.

Pero llegó un dia fatal en que un walí de Africa, cabeza de una tribu, un mancebo de sangre real como tú, valiente como tú, como tú hermoso, y como tú rico y afortunado, vino de regiones apartadas cabalgando delante de su escuadron de lanzas á servir á aquel rey que estaba en guerra con un enemigo poderoso.

Y el walí africano y la sultana se conocieron.

Mas que no se amaron.

Y la vil muger, manchó entre un vergonzoso misterio la honra de su esposo.»

El rey se detuvo.

Aben-Ahmed temblaba por Zoraida.

El rey continuó:

—«Una noche... noche de fiesta... cuatro leales vasallos de aquel rey, encontraron en el apartamiento mas sombrio de su jardin en uno de los alcázares del rey, á la sultana en los brazos del walí.»

—Miente el traidor que tal haya dicho; esclamó sin poderse contener Aben-Ahmed; la sultana es mas pura, que infame la calumnia de sus acusadores.

—¡Ah! ¿conocias á esa sultana? dijo friamente Boabdil: pues bien... escucha; aun queda lo mejor de la historia...

«El rey vió tambien lo que los otros habian visto.

Vió el semblante de los culpables al rayo de la luna, y pudo haberlos castigado allí.

Pero no bastaba á su venganza aquella poca sangre impura.

Necesitaba verterla á torrentes, porque aquel rey era cruel, muy cruel en sus venganzas.»

Al llegar el rey á este punto, sus ojos se dilataron como los de la fiera que acorrala á una presa.

Aben-Ahmed vió sangre en la mirada del rey, se encontró desarmado, y dominado por su terror pretendió lanzarse fuera de la cámara.

Pero al levantar el tapiz, vió por fuera una doble fila de esclavos africanos.

Retrocedió, y olvidando que la cámara no tenia otra salida, se lanzó al alhamí cubierto por el tapiz.

Cinco hombres salieron de detrás de él.

Los cuatro eran los zegríes acusadores.

El otro el verdugo del rey.

Un feroz esclavo desnudo hasta la cintura, rodeado á la frente un cendal rojo, y ceñido un ancho y corvo alfange.

Aben-Ahmed cerró involuntariamente los ojos á impulsos del horror.

Boabdil asió al abencerraje por la aljuba, y le arrastró junto á sí.

Sus ojos centelleaban.

Sus megillas estaban pálidas, y cárdenos y convulsos sus labios.

Su ronca voz era semejante al rugido de un tigre.

—¡Conoces mi historia! dijo á Aben-Ahmed; pero aun no sabes los nombres.

¡Oh! ¡yo te los diré! pero prostérnate, esclavo, delante de tu señor.

Y le arrojó á sus pies.

Aben-Ahmed, arrastrado por su funesto destino, aterrado por la fatalidad que ceñia una aureola de muerte á sus insensatos amores, permaneció prosternado, inerte, ante Boabdil.

—¡Oh! esclamó el rey: ¡por Allah, que la venganza es un placer infinito! ¡por Allah, que cuando se tiene poder para hacer pedazos á un enemigo, se puede rechazar el mote de Desventuradillo! ¡yo soy el sultán de Andalucía! ¡yo el esposo ultrajado! ¡y tú... tú el esclavo vil que escupes á la frente de tu señor, y que vas á morir con tu cómplice, con la hermosa Zoraida, con la sultana adúltera de mi leyenda.

—¡Ella! esclamó Aben-Ahmed, levantándose de repente, en un ademan que hizo retroceder al rey: ¡ella tambien! ¡oh! ¡no! ¡tú, rey miserable y traidor, eres el que va á morir, calumniador de mugeres, vil renegado, que vendes tu patria, de miedo, por Allah!

Y se lanzó al rey para arrancarle su espada.

Boabdil dió un grito de espanto al sentirse asido por el abencerrage.

Pero á punto los cuatro testigos de aquella escena, se arrojaron sobre el abencerrage, y el verdugo á su vez, á una seña del rey, se apoderó de él.

Aben-Ahmed cayó.

El verdugo despues de haberle herido continuaba de pie é inmóvil junto á él.

—¡Su cabeza! gritó el rey trémulo de ira.

Aben-Ahmed se levantó sobre sus brazos ensangrentados y quiso acometer á los que le acosaban, pero le faltaron las fuerzas y cayó de nuevo sobre el pavimento; luchó aun, miró con desprecio al rey, y esclamó:

—¡Asesino!... ¡maldito seas!...

La voz de Aben-Ahmed se heló.

El verdugo habia cortado de un solo golpe de alfange su cabeza.

Boabdil miró con espanto aquella cabeza, poco antes tan hermosa, y entonces tan lívida y tan desencajada: la duda acerca del crimen de que habia sido acusado Aben-Ahmed asaltó su espíritu, y el remordimiento empezó á desgarrar su corazon.

Pero la vista de la sangre le cegaba.

Su caliente olor le embriagaba, y cayó en un terrible estado de demencia.

—¡Todos!... esclamó con voz ronca y lúgubre; ¡que perezcan todos! ¿acaso no soy yo el sultan de Andalucía? ¡Matadlos!... ¡son traidores!... ¡matad á todo el que pase esa puerta!... ¡que la sangre corra á lo largo de las atarveas y vaya á enrojecer mis albercas de mármol!

Los zegríes gozaban con un placer infinito su venganza en la cólera del rey.

—Pero repara, señor, dijo Mahandon, que si no se ocultan los esclavos que están en las galerías del patio, ninguno de los abencerrages entrará, los has convidado para una fiesta, y no es costumbre que asistan á las fiestas del alcázar hombres armados de guerra. Ocúltalos, señor, que con que quedemos aquí treinta zegríes y el verdugo, hay bastante para acabar con esos perros.

Y así se hizo.

Los esclavos africanos desaparecieron de las galerías del patio de los Leones; pero quedaron agrupados y ocultos tras las puertas del panteon y de los baños.

A poco, un venerable anciano de la tribu de los abencerrages, kadí de córte, llamado Abu-al-Hhakem, levantó el tapiz de la cámara de los Leones y adelantó para prosternarse ante el rey.

Pero sus débiles pies, resbalaron en la sangre del walí Aben-Ahmed, y cayó.

Y no volvió á levantarse, porque el verdugo se apoderó de él y le cortó la cabeza.

Y despues de esto fueron entrando en la cámara uno tras otro treinta y seis caballeros abencerrages.

Y así, uno tras otro, fueron sacrificados al furor de Boabdil y á la traicion de los zegríes.

Todos, en fin, hubieran sido esterminados si aquel horrible crimen no se hubiese revelado por sí mismo con un indicio terrible.

Al entrar el walí abencerraje Ebn-Alabéz en el alcázar, como adelantara pensativo y receloso por el patio del Mexuar, al pisar la galería que da entrada al patio de los Leones, sus ojos se fijaron con horror en la atarvea que cruzaba el pavimento de mármol.

Por aquella atarvea avanzaba una ola de negra sangre, tiñendo el blanco mármol de un color impuro, y aquella roja cinta de muerte emanaba ondeando de la cámara de los Leones.

Estremecióse de horror Ebn-Alabéz, detúvose, y escuchó.

Reinaba un profundo silencio, en medio del cual se percibia algun ahogado gemido.

En el momento, como el gamo que siente los perros sobre su rastro, el walí se volvió atrás, desenvainó su espada, y atropellando la guardia del alcázar, salió de él y bajó á la ciudad dando gritos y acusando la traicion del rey.

Muy pronto la Alhambra se vió acometida por los abencerrages que habian quedado vivos, por los caballeros de sus tribus amigas, que se les habian unido, y por un populacho numeroso, compuesto de esa clase de gentes que siempre están dispuestas á un motin.

Empezó el combate; mas bien que el combate, el asalto.

Crugian de una parte los falconetes y las lombardas, y de otra la arcabucería y la ballestería.

Aquel estruendo de combate llegó hasta la distante cámara de la sultana Zoraida, que viendo asaltada la Alhambra, salió de sus habitaciones en busca del rey, y le encontró en el patio del Mexuar, á punto que huia del de los Leones.

Donde quiera que ponian los pies el rey ó los zegríes que le acompañaban, dejaban señales rojas.

—¿Qué es esto, señor? dijo Zoraida; ¿vienes herido, ó ha llegado la hora del acabamiento de Granada? ¿Qué sangre es esa que corre por las atarveas?

Y siguiendo aquella sangre, temiéndolo todo, entró primero en el patio, y luego en la cámara de los Leones.

Al levantar el tapiz salió de su boca un grito agudo, rasgado, infinito.

Un grito de horror.

La fuente de la cámara rebosaba sangre.

Un círculo de cabezas cercenadas y horribles la rodeaba.

En un ángulo, cuerpos descabezados mostraban en los colores de sus vestidos las divisas de los abencerrajes.

Por un refinamiento de crueldad de Boabdil, la cabeza de Aben-Ahmed estaba pendiente de la cúpula en la cadena de oro de una magnífica lámpara de alabastro, cuyos fragmentos estaban esparcidos acá y allá.

Por un momento, los ojos de la sultana estuvieron fijos en aquel mísero despojo; comprimióse su corazon, brotaron lágrimas sus ojos, palideció su frente, hízose amenazadora y sombría, se crisparon sus miembros y se lanzó rugiente como una leona á Boabdil, que la habia seguido.

—¡Ven á mirarlo! ¡ven! le dijo asiéndole con fuerza desesperada por un brazo; ¡mira tu obra! ¡mírala frente á frente! ¡deleita en ella tu mirada! ¡hazaña digna de tí y de tus zegríes! ¡el lobo se une al lobo! ¡bien! ¡yo creia ser la esposa de un rey y de un caballero, y en vez de él solo encuentro un verdugo y un cobarde!

Boabdil miró sombriamente á la sultana, y sus labios se contrajeron con una sonrisa amarga, convulsiva, horrorosa.

—¡Ah! dijo lanzando una histérica carcajada; ¡hoy es un buen dia! ¡todos los traidores á la vez! ¡y tú tambien, sultana! ¡oh! ¡yo soy poderoso, yo soy el sultan de Andalucía! ¡sangre! ¡sangre! ¡verted sangre sobre mi cabeza, porque arde y va á romperse! ¡tú tambien, sultana!... ¡por los siete cielos de Dios que este lecho no es menos bello que la grama de Generalife! añadió con acento horroroso, señalando el pavimento ensangrentado; ¡vas á morir, sultana, porque eres adúltera, y has arrojado mancha de infamia sobre la faz de tu esposo y tu señor!

Zoraida lanzó una profunda mirada de desprecio al rey y á los zegríes agrupados tras él; su hermosa frente se levantó orgullosa, magnífica en su indignacion, y con voz severa acentuada, dijo con magestad á los zegríes:

—¿Hay alguno entre vosotros, que se atreva á decir, ni aun á pensar, que la sultana de Granada ha manchado su nombre limpio mas que el sol?

Callaron un momento los zegríes dominados por el soberbio ademan, por la palabra altiva de Zoraida, y el rey miró con impaciencia á los cuatro traidores causantes del asesinato de los abencerrages.

Aquella mirada los decidió.

—Yo, dijo Mahandin, adelantando, en nombre de estos tres caballeros (y señaló á Mahandon; á Mohamet y á Hamet-Zegrí), te acuso, sultana, ante Dios y los hombres, de adulterio, traicion y complicidad con el abencerrage Aben-Ahmed, contra el rey tu esposo y nuestro señor.

Estas palabras resonaron en medio de un silencio solemne, en medio de los zegríes, de los caballeros y de los esclavos de la guarda del rey que le habian rodeado al ruido del combate de los que habian seguido contra la Alhambra, al abencerrage Ebn-Alabéz.

Y la sultana, sobrecogida por aquella impudente acusacion, tornose al acusador lívida de cólera, temblorosos sus miembros; ardió en sus venas la sangre de su raza, y gritó con ronca y terrible voz:

—¡Mientes tú, villano y mal caballero, y los que contigo son; y yo Zoraida, nieta y esposa de rey, apelo contra vuestra acusacion al juicio de Dios en la prueba del duelo, os llamo infames y calumniadores, y á falta de guante, recibe tú, Mahandin, en tu rostro de cobarde y asesino, el chapín de la sultana!

Y fuera de sí Zoraida, olvidándose de quien era, se arrancó uno de sus preciosos chapines bordados de aljófar y azotó con él el rostro de Mahandin.

Aquel sangriento ultraje era mas de lo que podia sufrir gente dominada por bravias pasiones, originaria de Africa y feroz como los leones de su patria.

Las treinta espadas de los zegríes lucieron fuera de las vainas, interpúsose el rey, avanzaron los esclavos de su guardia, y se cernió sobre el alcázar durante un momento el genio de la muerte codicioso de mas cadáveres.

Pero de repente un tropel de esclavos negros precedido del infante Muza, penetró en el patio de los Leones, con las ballestas armadas y las frentes cubiertas de sudor.

—¡Huye, señor! gritó Muza dirigiéndose al rey: ¡huye! ¡el pueblo y las tribus amigas de los abencerrages han forzado las puertas de la Alhambra y llegan al alcázar! ¡escucha!

Un rumor sordo de voces, inmenso, rugiente, de entre el cual salian algunos disparos de arcabuz, llegó á los oidos del rey.

Los zegríes retrocedieron, envainaron sus espadas, asieron de Boabdil, y escaparon con él por un postigo de la sala de Justicia, á tiempo que los amotinados rompian las puertas del alcázar.

Muza asió de la sultana, que se habia desmayado, y escapó con ella por la puerta de la torre de las Almenas.

Los abencerrages y las tribus sus amigas, seguidos de un inmenso populacho á quien habia irritado el asesinato de Aben-Ahmed, que por su generosidad y valentía era muy querido en Granada, inundó el patio y la cámara de los Leones, y no quedó un zegrí con vida de los que no pudieron escapar del alcázar.

La infame traicion fué vengada hasta la saciedad.

Cuando los amotinados no encontraron á quien matar, rompieron todos los preciosos muebles del alcázar.

Los abencerrages, recogiendo sus tesoros, y llevando consigo sus mugeres y sus familias, salieron de Granada; los unos desesperados á servir contra Granada bajo la bandera de los Reyes Católicos, y los otros, fieles á su religion, á su patria y á su nombre de caballeros, pasaron á Africa, de donde, siete siglos antes, habian venido sus abuelos para conquistar las tierras de occidente, llevando consigo los restos del desventurado Aben-Ahmed, que fué sepultado á la sombra de una palmera en el suelo de su patria.

Desde aquel terrible dia, la cámara de los Leones, en memoria del asesinato, se llama Sala de los Abencerrages, y aun se muestran al viajero sobre el mármol de su fuente y de su pavimento, las manchas rojas que se dice son producidas por la sangre de aquellos valientes caballeros.

XVI. EL JUICIO DE DIOS

Habia pasado una luna desde el dia en que la cámara de los Leones se manchó de una manera indeleble con la sangre de los abencerrages.

Era una noche oscura.

El Real de los Reyes Católicos, la ciudad de Santa Fé, dormia confiada su seguridad á la vigilancia de los atalayas y de los escuchas.

Los caballeros continuos armados de guerra hacian su guarda en las tiendas de los reyes, y mas allá todo era silencio y soledad.

Pero de improviso, en una de las calles del Real, resonaron callados pasos y son de cabalgaduras.

Cuatro sombras, llevando caballos del diestro, se deslizaron á lo largo de la calle en direccion á la puerta del Real que miraba á Granada.

Cuando hubieron llegado á ella, se oyó entre el silencio una voz que gritó:

—¿Quién va?

—Haced que adelante el alférez de la guarda, contestó una de las cuatro sombras.

Levantóse el tapiz de una tienda cercana, dejándose ver el reflejo de una luz en el interior, y apareció otra sombra.

—¿Quién va? repitió.

—El Alcaide de los Donceles, contestó el primero dirigiéndose al que habia preguntado.

—Guárdete Dios, capitan, dijo aquel; ¿qué deseas?

—Salir á la vega con estos tres caballeros, que son don Alonso de Aguilar, don Manuel Ponce de Leon, y Don Juan Chacon.

Guardó silencio por un momento el alférez, como aquel á quien se pide una cosa difícil.

—¿Sabeis, caballeros, dijo al fin, que yo no puedo hacer lo que me pedís?

—Lo sabemos, y por eso lo suplicamos.

—¡Sus Altezas!...

—Sus Altezas no sabrán que hemos salido por esta puerta ni por otra, sino que no hemos entrado. Di, pues, al atalaya que nos deje paso franco.

—Puede sucedernos un fracaso, porque los moros rondan el campo á la redonda.

—¡Pardiez! ¿sabes, alférez, que tenemos empeñada una porfía con los capitanes de caballos Hernan Perez del Pulgar y Gonzalo Fernandez de Córdoba, sobre quién hará una mayor hazaña, y que no hemos de perderla sino con la vida?

—Pues porfía teneis, y con porfía lo pedís, salid, caballeros, y que Dios os ayude.

Y el alférez llegó al atalaya y le previno.

Y los cuatro capitanes cristianos salieron al campo, montaron á caballo, y se alejaron mas que á paso del Real.

Era á punto de amanecer.

Los cuatro caballeros cristianos aguijaron sus caballos.

Y como iban en busca de aventuras, les dejaron ir, para que la aventura fuese completa, por el primer camino que los animales tomaron.

Y él acaso, protector de locos y aventureros que todo es uno, les deparó aventura tal, que cuando á la vista de ella se encontraron, se dieron por tan satisfechos como quien ha logrado un imposible.

Y fué, que vieron venir el camino adelante de la parte de Granada y á la luz del alba que esclarecia, un bulto blanco, asaz en grandeza y ligero como un copo de plumas impulsado por el viento.

Verse, afirmarse en los estribos y correr á él, fué cosa de un momento.

Y el bulto al ver que los cuatro caballeros castellanos arremetian, se detuvo.

Y una voz dulce de muger dolorida y triste, se dirigió á ellos.

—Si sois caballeros, dijo, amparadme, que de caballeros es favorecer al desvalido, y yo soy una muger que viene de Granada, y va al Real de los cristianos.

—Muger sola y á esta hora, dijo el señor de Cartagena, don Juan Chacon, en grave conflicto hallarse debe, pues anda en tales caminos sola y desamparada.

—¡Ojalá fuesen mios el peligro y la desventura, replicó la dama, que no me hallarais tan menesterosa de amparo; mas, pues sois caballeros, segun lo indica vuestra mesura, y cristianos pues hablais en algaravia, os ruego me lleveis á punto donde yo pueda ver á don Juan Chacon, señor de Cartagena.

El dia entraba ya aprisa, y á su luz pudieron ver los castellanos á una mora vestida con ropas blancas, de gran juventud y hermosura, montada en una hacanea, y pálida y temerosa, al parecer, de hallarse entre enemigos.

—Si á don Juan Chacon buscas, hermosa doncella, dijo él mismo, hablar puedes de lo que con ese caballero te importa, porque yo y mis amigos lo somos suyos en gran manera.

—Bueno será que nos separemos del camino, dijo ella metiendo su hacanea por las hazas, y entrándose en una espesa alameda que allí a mano se veia.

Los cuatro caballeros la siguieron asaz maravillados del lance.

Cuando hubieron llegado á un lugar espeso, en el cual de nadie podian ser vistos, la mora sacó del seno una carta envuelta en un paño de seda y habló á los cristianos de esta manera:

—Yo me llamo Zaruhyemal, y soy doncella de la infeliz sultana de Granada, á quien persigue el destino hasta el punto de verse obligada á pedir amparo á sus enemigos.

Detúvose la mora y creció la curiosidad de los cristianos.

Escrito estaba, continuó ella, que Granada debia llegar á ocasion de vergüenza y de mala ventura.

Para que lo escrito se cumpliese, el Dios altísimo permitió que entraran en Granada unos caballeros sin fé, mentirosos y aleves con quienes alientan la traicion y la envidia.

Ya conocereis, caballeros, que hablo de los zegríes, raza feroz del Desierto, mal avenida con la generosidad y la cortesanía de la gente de Granada, sediciosos y rebeldes, promovedores de motines y causadores del mayor crímen que vieron los tiempos pasados ni verán los venideros.

Y Zaruhyemal les refirió los encarnizados ódios de los zegríes y de los abencerrages, la traicion de las cañas, la acusacion de la sultana, y el degüello de los abencerrages.

Que la sultana estaba presa en la torre de Comares de la Alhambra, esperando su salvacion y su honra del juicio de Dios, en la prueba del duelo.

Y que el plazo terminaba aquel dia que ya habia amanecido.

—Si sois caballeros, continuó; pues veis que una dama pone en grave riesgo su honra, yendo á entrar en un campo enemigo, hacedme la merced de llevar sin perder un instante esta carta y entregarla á aquel para quien es, y que Dios os juzgue, caballeros, tal como cumplais con un encargo en que se arriesgan la honra y la vida de una sultana.

Tomó la carta don Juan Chacon, rompió los hilos del sello de oro y la desenrolló.

—¿Qué haces, cristiano? esclamó con acento de reconvencion la mora.

—Si á don Juan Chacon es á quien va dirigida esta carta, señora, permite á don Juan Chacon, que está en tu presencia, bese tu mano, en albricias de la honra que le hace amparándose de él una señora tal como la sultana de Granada.

Y tomó la hermosa y blanca mano de Zaruhyemal y la besó, no sin que lo encendido de la vergüenza colorease las megillas de la mora.

Despues leyó á sus compañeros en alta voz la carta, que decia de esta manera:

«A tí, don Juan Chacon, señor de Cartagena, la sultana Zoraida te saluda y desea prosperidad.

»Tu clara valentía brilla lejos de tí, como el sol en los lejanos montes.

»Te conocen los desvalidos y te bendicen los desdichados.

»Pues siempre has sido generoso y amparador, ampárame, cristiano.

»Así Allah, multiplique y ennoblezca tu descendencia sobre las noblezas de tu raza.

»Así cierres los ojos á la luz tras una larga vida de bienandanzas.

»Mi honor ha sido mancillado por las lenguas viles de cuatro traidores.

»A punto estoy de la prueba del duelo confiando en Dios en tí y en mi inocencia.

»Y vencerás: yo lo espero.

»Una cristiana cautiva que me asiste, me ha dicho cuánto vales y cuánto puedes.

»Cuánto eres la honra de la hueste de los venturosos reyes que tienen vasallos tales como tú.

»¡Oh! han lanzado la sangre de mi amor á mi semblante y han roto mi corazon.

»Porque yo amaba, cristiano, á un hombre á quien han asesinado por mi causa.

»Pero con un amor puro, noble, exento de mancilla.

»Ven cristiano: ven con otros tres de tus amigos, que siéndolo tuyos no pueden ser sino generosos y valientes.

»Ven y cobra la sangre de Aben-Ahmed.

»Ven y lava mi deshonra.

»La doncella de mi casa que te entregará estas letras, te conducirá á donde encuentres armas y preseas bastantes á que puedas encubrir tu nombre y tu patria.

»Ven, ¡oh! ven cristiano, porque desamparada de todos, en tí confio.»

Don Juan se estremeció de alegria, y dijo á sus tres amigos:

Y bien; si buscábamos aventuras, ¿cuál mejor que esta? ¿Cómo podremos esclarecer nuestro nombre mejor que defendiendo á una sultana de cuatro enemigos tan valientes como los zegríes? ¡A caballo, caballeros! ¡á caballo, y que esta dama nos conduzca al sitio donde hemos de trocar armas y cabalgaduras!

Movió un tanto la cabeza el prudente don Alonso de Aguilar, y permaneció á pié mientras los otros tres castellanos montaban en sus caballos.

—¿Y cómo es, dijo á la mora mirándola profundamente, que no hay caballeros en Granada, que se llama la de los bravos, para arrojar el guante á los acusadores de la sultana?

—¡Cristiano! respondió con orgullo Zaruhyemal: ten en cuenta que una dama es la portadora de este mensage, y que un moro granadino no os daria otra cosa que el bote de su lanza, ni os hablaria con otra lengua que con la espada.

Si os place, venid: si temeis traicion, quedaos, que no faltarán aun en vuestros mismos reales caballeros que tomen sobre sí y con placer la empresa que vosotros no aceptais.

Calló cortesmente don Alonso á estas razones, ayudó á cabalgar á la mora, saltó en su caballo, y tras algunas breves palabras acerca del camino que elegirian, tomaron la vega adelante y al través, y dejando á mano siniestra á Granada, y siempre por fuera de camino y lejos de las alkerías para evitar un encuentro, se dirigieron, guiados por Zaruhyemal á las verdes colinas que se estienden cubiertas de olivares á la falda de Sierra Nevada.

Y anduvieron así dos horas, y al cabo de ellas llegaron, rodeando entre los olivares, á un pequeño alcázar rodeado de un bosque de laureles en las inmediaciones de una aldea llamada la Azubia.

Gozábase desde allí de la vista de un pais admirable.

Los resplandecientes Alijares con sus cúpulas altísimas; la Alhambra con sus torres rojizas y sus techos cubiertos de tejas de colores que lanzaban destellos de fuego heridas por el sol; la alcazaba con sus fuertes muros y sus altísimos cipreses; el cerro de Al-Bahul, cubierto de higueras de Túnez sobre las que descollaban cedros de Siria y palmeras de Africa; las vertientes de las colinas cubiertas de blancas y alegres casas, sobre las cuales descollaban las frondas de los jardines, luego la vega, tendida á los pies de Granada cercada de rios y acequias que relumbraban al sol, y mas allá las distantes sierras perdidas tras vapores fantásticos, que se elevaban en un cielo azul y radiante; todo esto era un espectáculo nuevo, maravilloso que fascinó á los caballeros, y los hizo suspirar por la llegada del dia en que el pendon real de Isabel y de Fernando ondease sobre aquel resplandeciente castillo, que guardaba como una veladora atalaya aquel jardin de delicias.

Zaruhyemal bajó entre tanto de la hacanea, y llamó al postigo de una cerca.

El postigo se abrió instantáneamente.

Los cristianos desmontaron, entraron en un jardin, y un esclavo negro asió de las cabalgaduras y las introdujo en el jardin tras sus ginetes.

El postigo tornó á cerrarse.

El jardin era una maravilla, y á su fondo se alzaba una magnífica arcada sostenida por algunas columnas de alabastro.

Al fondo de la arcada habia una gran puerta, por la cual entró Zaruhyemal guiando á los cuatro caballeros.

Subieron una escalera, atravesaron una galería y entraron en una magnífica cámara, que parecia haber sido construida para albergar al genio de los amores.

El ambiente, la luz, los perfumes, los muebles, la forma de la cámara, sostenida por grupos de columnas, con fondos labrados y matizados con caprichosos colores, con su alta cúpula casi perdida en la oscuridad, con su fuente de mármol en que un claro surtidor murmuraba ténuemente, al par que las brisas agitaban los tapices y venian á saturarse en los perfumes, todo era allí voluptuoso, todo convidaba á amar.

—¿A quién pertenece este alcázar? dijo el Alcaide de los Donceles a Zaruhyemal.

—Al infante Muza-Ebn-Abil-Gazan, contestó la hermosa jóven, y suyas son tambien las armas y las preseas que vais á vestiros, y los caballos que vais á montar.

Y guiándolos, atravesó otra galería, abrió otra puerta y los introdujo en una sala de armas.

Los castellanos se maravillaron: jamás, ni en los alcázares de sus reyes, habian visto una tan rica armería.

Cuatro esclavos les ciñeron los arneses que eligieron: les vistieron túnicas de brocado, y ocultaron sus cabellos bajo tocas á la usanza africana.

Avanzaba el dia, y los castellanos, armados ya y á punto de poder pasar por walíes africanos, bajaron al jardin, y fuera de la cerca encontraron cuatro caballos de la mas pura raza árabe, encubertados de guerra.

Y cabalgaron y se despidieron de la doncella mora, y tomaron la vuelta de los montes guiados por un africano de la servidumbre de Muza, para entrar en Granada por el camino de Almería, como si llegasen por las marinas.

Y era ya tiempo.

El sol habia llegado á la mitad de su carrera.

En la plaza de Bib-Arrambla, el palenque abierto, ocupadas las galerías por una multitud numerosa, mostraba en uno de sus estremos la tienda de los mantenedores de la acusacion contra Zoraida.

En el otro estremo se levantaba un cadalso enlutado, en que la desdichada Zoraida estaba vestida de blanco entre sus damas.

Delante de la tienda de los mantenedores habia clavadas cuatro lanzas en la arena, y pendiente de cada lanza una reluciente adarga.

A siniestra mano se veia el estrado destinado á los jueces del campo.

Eran estos jueces el infante Muza-Ebn-Abil-Gazan, el wazir Aben-Comixa y el katíb Abd-el-Kerun.

Mas allá, guardado por esclavos, se veia un astillero lleno de lanzas de batalla y algunos caballos encubertados de guerra, trabados de los pies.

Todo revelaba á primera vista el grave asunto que se sustentaba en aquel coso, no hacia muchos dias engalanado de fiesta.

La sultana Zoraida, sentada sobre un divan de seda negra y oro en el cadalso, parecia tranquila, á pesar de que bajo aquel cadalso estaban hacinados ramages que debian ser la hoguera de la adúltera si los zegríes sostenedores de la acusacion triunfaban, ó si llegado el término del plazo no se presentaban caballeros para defender la inocencia de la acusada.

Desde el amanecer, una multitud inmensa llenaba las graderías, y gran número de damas y caballeros, aunque con sencillas vestiduras de luto, ocupaban los estrados.

Boabdil habia llevado hasta el colmo su crueldad asistiendo á la prueba con galas de fiesta.

Y el pueblo murmuraba del rey, al paso que todos se dolian de la sultana y maldecian á los zegríes.

A la salida del sol, un alférez ó porta-bandera de los acusadores, precedido de añafiles y atabales, y seguido de ginetes armados, pregonó la acusacion contra la sultana á son de trompeta y arrojó cuatro guantes en la arena, retando á los presentes y por venir que la inocencia de la sultana defendieren.

Tras el estrado de los jueces, algunos caballeros se agitaron con visibles muestras de contestar al reto, pero el infante Muza los contuvo.

Nadie contestó.

Y pasó el tiempo.

El pueblo se impacientaba.

El sol ascendia.

Llegó al fin la oracion de adohar.

Tornó á salir de la tienda de los zegríes el alférez en la misma forma que la vez anterior, repitió la acusacion y el reto, y como antes, nadie contestó á él.

Y pasaba el tiempo, el sol descendia; sino habia campeones que defendiesen la inocencia de la sultana, esta debia morir de muerte de fuego como adúltera y enemiga del rey, en el punto en que el sol tocase á su ocaso.

El semblante antes sereno de Zoraida palideció, mas de indignacion que de terror.

Creyó que su súplica habia sido desatendida por los caballeros cristianos.

Su orgullo de sultana se irritó.

Y tal vez un pensamiento distinto cruzó por su mente y la arrancó una lágrima.

Bien hubiera podido suceder que sus campeones hubieran sido acometidos en la vega por fuerzas superiores.

Tal vez la muerte les impedia llegar al sitio á donde los llamaban.

Corria en tanto el tiempo.

Al fin el sol, que descendia, solo dejó ver una estrecha faja de rojiza luz en los aleros de la plaza opuestos al occidente.

Las miradas de todos se fijaban con ansiedad en aquella línea luminosa.

El sol se habia trasformado para la sultana en un relój implacable.

En el momento en que sus rayos dejasen de tocar enteramente aquel alero, debia repetirse la acusacion y el reto, y si nadie respondia a él, debia declararse á la sultana desamparada de Dios, y por lo tanto culpable.

Al fin desapareció aquel último rayo, y el sol se hundió tras el horizonte.

El mueden de la mezquita mayor llamó á los fieles á la oracion de almagreb.

De nuevo el alférez, con su comitiva, adelantó al centro del palenque; pero aun no habian acabado de resonar los clarines, cuando se oyó gran alarido y gritería por la parte del Zacatin, resonó la trompeta del alcaide de la puerta de la Al-Kaissería, y el mismo alcaide adelantó á caballo, llegó ante el rey Boabdil, hizo arrodillarse ante él al bruto, y anunció al rey que cuatro caballeros berberiscos solicitaban se les diese campo para defender como campeones la inocencia de la sultana.

El rey, pálido de despecho, concedió la licencia, y el alcaide se tornó á la puerta.

Agitóse el pueblo, desalentado ya: levantóse un sordo rumor, corrieron los escuderos con los caballos á la tienda de los acusadores, subieron los jueces al estrado, y acreció la palidez de la ansiedad en el rostro de la sultana.

Abrióse á punto la puerta de la Al-Kaissería, y arremetieron por ella cuatro ginetes berberiscos, que atravesaron á la carrera el palenque y llegaron al pie del cadalso de la sultana.

Al ver sus armas, sus penachos, sus galas y sus magníficos corceles, el pueblo y las damas y los caballeros aplaudieron.

Entretanto, los cuatro caballeros berberiscos que llevaban caladas las viseras de sus yelmos de encage, desmontaron, y uno de ellos subió la gradería del cadalso, se arrodilló ante la sultana, y la dijo en arábigo aljamiado:

—Poderosa señora: yo y esos tres caballeros, que en tu defensa conmigo son, somos cuatro hermanos berberiscos, que venimos de Africa, y desembarcados en Almería, sabiendo que está amenazada por los cristianos esta hermosa ciudad, hemos querido contribuir con nuestras vidas á su defensa.

Y viniendo su vía, hemos sabido por un alkarreño, la afliccion en que te hallas, y á tus pies nos ponemos para ofrecerte nuestras vidas, y cuanto somos y tenemos.

Calló el caballero, y la sultana le contempló un tanto en silencio.

Pero una esclava cristiana que estaba junto á ella y que escuchaba atentamente, y con no menos atencion miraba al caballero que para hablar con la sultana se habia levantado la visera, la dijo:

—Acepta, señora, porque ese que á tus pies tienes, no es otro que don Juan Chacon, señor de Cartagena, á quien escribiste aquellas letras por mi consejo.

Sonrió tristemente la sultana, mirando con agradecimiento al capitan castellano, y le dijo con voz conmovida:

—Dios te premie y premie á tus hermanos, caballero, por la merced que me haceis: yo os acepto como defensores de mi inocencia, que en Allah y en vosotros confio, volverá á brillar, aunque tan vilmente han pretendido mancillarla los traidores zegríes.

Don Juan Chacon besó la mano á la sultana, se caló la visera, bajó del cadalso, cabalgó con sus otros tres compañeros, y los cuatro, estendidos al pie del cadalso, esperaron á que segun ley y uso reconocido se pronunciasen la acusacion y el reto.

Resonaron al fin las trompetas, y el alférez acusó á la sultana y retó á nacidos y por nacer, á presentes y ausentes, á vivos y á muertos, á chicos y á grandes, en nombre de los mantenedores de la acusacion.

Cuando hubo concluido, don Juan Chacon adelantó un tanto su caballo, y dijo con voz pujante que todos escucharon y en aljamia:

—Mientes tú, en lo que dices, como cobarde y mal nacido, y miente quien te lo manda decir, y quien lo sostenga miente, y miente quien al escucharlo calle, y en prenda y en señal de que admitimos el reto de los calumniadores de poder á poder y á todo trance de batalla, ved lo que haré y harán conmigo mis hermanos.

Y atravesando el palenque á media rienda, los cuatro caballeros hirieron con sus lanzas de dos hierros las adargas que cada uno de los mantenedores de la acusacion tenian suspendida de una pica clavada en tierra delante de su tienda.

Oyóse un ruido vibrante y metálico, las adargas cayeron á la arena, y los caballeros defensores tomaron campo y fueron á situarse al otro lado del palenque vuelta la espalda á la sultana, á tiempo que Hamet-Zegrí, Mahandin, Mahandon y Mahomet-Zegrí, tomando las adargas heridas de manos de sus escuderos, cabalgaron y adelantaron en el palenque, hasta ponerse frente á frente de los cuatro castellanos.

Mahomet-Zegrí enfiló con el Alcaide de los Donceles, don Diego Fernandez de Córdoba; Hamet-Zegrí, con don Manuel Ponce de Leon; Mahandon con don Alonso de Aguilar, y Mahandin con don Juan Chacon.

Bajaron los jueces del campo á la arena, demandaron juramento á los caballeros de lidiar como buenos y leales sin ayuda de hechicerías ni amuletos, les partieron el sol, y el infante Muza dijo en alta voz:

—Campo cerrado y batalla os concedemos, caballeros; partid y haced vuestro deber.

Al mismo tiempo hicieron señal los añafiles y los atabales, el rey arrojó á la arena un baston de oro, y los combatientes partieron uno contra otro, chocándose entre una nube de polvo en medio del palenque.

Retumbó el encuentro rudo y poderoso en los ámbitos de la plaza, y cuando se desvaneció el remolino, la multitud miró con ansiedad.

Todos los caballeros estaban en su lugar.

Las picas habian resbalado de las acicaladas adargas.

Tomaron de nuevo campo, y se encontraron con igual ímpetu.

La pica del Alcaide de los Donceles, arrojó desapoderado de los arzones al feroz Mohamet-Zegrí, y los otros seis caballeros no encontrando ventaja, volvieron á tomar campo.

Mahomet-Zegrí, en tanto, se habia levantado fuera de sí de cólera, yendo con rabia á desjarretar el caballo de don Diego Fernandez de Córdoba.

Pero las habia con un enemigo esperimentado, y le encontró pie á tierra junto á si con la espada en alto.

Antes de que el zegrí hubiera podido adargarse, vinieron al suelo las plumas y la mitad de su bonete, á un tremendo tajo del castellano.

El moro llevaba lo peor.

Acosábale don Diego, y caian sobre él los pesados golpes de su espada de á dos manos, rebotando sobre su adarga de Fez con igual ímpetu que el recio granizo de la tempestad sobre las altas cúpulas.

Retrocedia Mohamet, dejando tras sí pedazos de su desguarnecida armadura y girones de su rico sayo de púrpura.

Acorralábale sin descanso el bravo Alcaide de los Donceles.

Al cabo le puso entre su espada y la valla que sustentaba uno de los costados del cadalso de la sultana.

Rugia el moro como un tigre herido por un leon, y era espantoso de ver su semblante y los furiosos tajos que descargaba en vano sobre la adarga damasquina que embrazaba su enemigo.

Y duraba el combate.

Corria la sangre de entrambos campeones.

Zoraida, pálida y aterrada, miraba con ansiedad á don Diego, y éste cobró alientos al ver la suplicante mirada de la sultana.

Enojóle tanta resistencia; arrojó lejos de sí la adarga, alzó su espada á dos manos, describió con ella un ancho círculo sobre su cabeza, y esclamando, olvidado en su furor de su incógnito y del lugar en que se encontraba:—¡Santiago y Castilla!—la dejó caer con el ímpetu de una encina derrumbada por el huracan, sobre el moro.

Nadie, entre el estruendo del combate, que allá en el centro del palenque se sustentaba á caballo, oyó el grito de guerra del Alcaide de los Donceles, sino Mohamet-Zegrí, que cayó por tierra como herido por un rayo, esclamando:

—¡Traicion! ¡son castellanos!

Y su sangre se heló, rodaron sus ojos en sus órbitas, y la lividez de la muerte alteró su semblante.

El generoso alcaide saludó á la sultana.

Luego tomó el alfange del moro y le cortó la cabeza.

Subió la gradería del dadalso y puso en su última grada, á los pies de la sultana, aquel sangriento despojo.

Despues recogió su adarga, requirió su caballo, montó en él, y se retiró á un lado para ver la suerte del combate, que seguia encarnizado, entre los otros seis caballeros.

Los que mas á punto de vencimiento estaban eran don Juan Chacon y Mahandin.

Entrambos habian roto sus lanzas.

Entrambos se habian desguarnecido la cabeza y peleaban con ella descubierta.

Entrambos, apenas podian repararse por las adargas rotas y abolladas por los furiosos golpes.

Cruzaban y volvian á cruzarse los caballos.

Cada encuentro era una herida, cada choque un amago de muerte.

El moro mostraba los ojos inyectados de sangre, como la hiena que olfatea los cadáveres.

Don Juan Chacon le fascinaba con su ardiente mirada.

Pasaba el tiempo, la luz menguaba; la noche tendia ya sobre los cielos su manto de tinieblas.

Era preciso concluir.

Don Juan Chacon apretó los dientes y los puños, y su espada se rompió en la adarga del moro, dejándole el brazo desguarnecido,

Y sin darle tiempo para rehacerse, veloz como el relámpago, el señor de Cartagena tomó de su arzon la maza de armas, describió con ella en alto tres círculos; y la lanzó de sí.

La maza partió silbando y fué á chocar en la cabeza desarmada de Mahandin, que cayó por la grupa de su caballo, horriblemente ensangrentado.

Despues no se movió.

Estaba muerto.

Don Juan Chacon desmontó, cortó á Mahandin la cabeza, la llevó al cadalso de la sultana y la puso junto á la de Mohamet-Zegrí.

Un silencio de horror dominaba en el estenso palenque.

Por órden de Muza, esclavos con antorchas encendidas rodeaban á los combatientes alumbrándolos.

Aquello tenia un aspecto terriblemente fantástico.

Don Juan Chacon montó de nuevo á caballo y fué á situarse junto á la valla, al lado del Alcaide de los Donceles.

Solo rompian el lúgubre silencio el estruendo del combate de los cuatro caballeros y los alaridos de los parientes de los dos zegríes cuyas cabezas lívidas y ensangrentadas estaban á los pies de Zoraida.

Hicieron los jueces salir de la plaza á aquellas gentes para que no desalentasen con sus quejas á los caballeros que lidiaban, y luego solo se escuchó el áspero ruido de los golpes del combate.

Don Manuel Ponce de Leon, y don Alonso de Aguilar sintieron una generosa envidia al ver que sus compañeros habian fenescido sus armas con tanta prez, como se decia entonces, y arremetieron con nuevo furor á los moros.

El primero y Hamet-Zegrí habian tomado lanzas nuevas, y justaban como en torneo, entrando y saliendo en liza con gran bizarría y corage.

Parecia, á pesar de hacer ya gran tiempo que lidiaban, que no se habian tocado á los arneses, y sin embargo, crugian las adargas y recejaban los caballos, no siendo bastantes á sostener los poderosos golpes.

Hamet-Zegrí, enojado de la duracion del combate, furioso con la muerte desastrada de su pariente Mahandin, plantó su caballo en firme cuando venia á encontrarle Ponce de Leon á toda carrera, hizo el cuerpo atrás, tendió el brazo y le arrojó la lanza, que hendió los aires silbando como una jara desprendida de una ballesta.

Hubiéralo pasado mal el castellano á herirle de lleno el asta; pero la rabia hizo perder el tino al moro, descompúsose, y su pica resbaló en la adarga del castellano, que aguijó á su caballo para encontrar en la jacerina á Hamet-Zegrí.

El moro conoció lo terrible é inevitable del golpe, y encabritó su caballo, poniéndose casi en pie y cubriéndose con él.

La lanza de don Manuel hirió en el pecho por bajo de la cubertura al corcel, que cayó de espaldas, cogiendo debajo á su ginete.

El cristiano esperó á que se levantase; pero Hamet-Zegrí permaneció en tierra junto á su caballo muerto; el caparazon de hierro, al caer sobre él, habia roto su pecho, y por su boca manaba la sangre á borbotones.

Don Manuel Ponce de Leon cortó la cabeza á Hamet-Zegrí, fué al cadalso de la sultana, puso á sus pies aquella tercera cabeza, y fué á reunirse á sus amigos.

Y entonces la atencion general se fijó en don Alonso de Aguilar y en Mahandon.

El moro, desalentado ya por la muerte de sus compañeros, se batia con la fuerza de la desesperacion.

Suelto, ágil, vigoroso, forzudo, giraba como un torbellino en torno del cristiano; revolvíase este, encontrábanse, se martillaban, volvian á separarse, y se chocaban de nuevo.

Y parecia que la esperanza perdida daba fuerzas y actividad al moro.

Rompió la espada y tomó el hacha de armas: lanzóla á su enemigo, y la rechazó su adarga: entonces desnudó su puñal, arrimó los acicates á su corcel, y al pasar ceñido al de don Alonso, abrió los brazos, y con una ligereza increible, asió al castellano del cuello, pretendiendo derribarle del caballo.

Pero don Alonso se afirmó en los estribos; lanzó lejos de sí la adarga y la espada, abrazó al moro, le arrancó de los arzones, y sujetándole con un brazo vigoroso, hundió por tres veces en su cuello, bajo el falso de su armadura, su puñal de misericordia.

El moro abrió los brazos y cayó muerto á los pies del caballo de don Alonso, que echó pie á tierra, cortó la cabeza á su enemigo, y fué á colocarla junto á las otras tres en el cadalso de la sultana.

El pueblo, hasta entonces silencioso, lanzó una inmensa aclamacion de alegría, demostrando cuánto eran odiosos los zegríes.

Sonaron las trompetas en alto alarido de triunfo, y Muza, bajando á la sangrienta liza con los jueces del campo, gritó en medio del silencio del pueblo ansioso por escuchar sus palabras y señalando las cuatro cabezas lívidas de los zegríes alumbradas por cien antorchas:

—¡Hé aquí la justicia del Señor Altísimo, Unico y Misericordioso!

¡La sultana Zoraida es inocente!

Entonces adelantó una tropa de esclavos africanos en cuyo centro iba un hombre vestido de rojo.

Aquel hombre era el verdugo.

Tomó las cabezas de los vencidos, y se alejó con ellas.

Aquellas cabezas fueron puestas en escarpias en las puertas del castillo de Bib-Ataubin, como convenia se hiciese con asesinos y calumniadores.

En tanto el rey bajó precipitadamente del estrado real y fué á estrechar entre sus brazos á la sultana.

Zoraida se retiró con horror.

—¡Aparta, asesino! le dijo: desde hoy, tú en la Alhambra, yo en el Albaicin.

Y arrojándose entre los brazos de Muza, que venia á declararla libre, salió de la plaza acompañada de los jueces y escoltada por los cuatro caballeros, castellanos, sus defensores.

Al dia siguiente, mientras los cuatro caballeros, vueltos de la Azubia á donde habian ido á tomar sus armas y sus caballos, curaban en secreto sus heridas en sus tiendas, en el Real de Santa Fé, un escudero del infante Muza-Ebn-Abil-Gazan, en nombre de la sultana Zoraida, les entregó como presentes magníficas joyas, y los caballos y armas con que habian vencido á los zegríes.

Al mismo tiempo, uno de los mas nobles caballeros de Granada, yendo de paz, entregó á los reyes Católicos un pergamino rodado y sellado con el sello de oro de la sultana, en que esta les relataba la grande hazaña de sus cuatro defensores.

XVII. LOS PRONÓSTICOS

A medida que trascurria el tiempo, se iba haciendo mas angustiosa la situacion de Granada.

Los cristianos la cercaban por la parte de la vega y de las montañas á la parte de Almería, y sus campeadores corrian hasta sus puertas, llegando el caso de no atreverse á salir fuera de ellas los habitantes, por temor de ser muertos ó cautivos.

Solamente por la parte de las Alpujarras, lugar montañoso y habitado por gentes incontratables y bravías, estaban libres del cerco de los cristianos.

Por allí podia venir un refuerzo del Africa.

Pero Boabdil era débil, y los reyes de Castilla demasiado temidos, y los musulmanes de Africa abandonaron á sí misma aquella hermosa ciudad en donde estaban acorralados los últimos restos del imperio de los agarenos en España.

Cada dia acontecia una nueva hazaña de los cristianos, tal y tan grande, que ponia pavor en el ánimo de los sitiados.

Una noche, los habitantes de Granada de la parte del Zacatin, de la Al-Kaissería, y de los alrededores de la mezquita, despertaron asustados á las voces de ¡al arma! de los guardas nocturnos.

Dormia entonces Boabdil en el mirador de Lindaraja.

Frente á sí tenia la sala de las Dos Hermanas.

Mas allá el patio de los Leones.

Luego la terrible cámara de los Abencerrages.

Parecia que allí le habia llevado el remordimiento.

Boabdil no sabia separarse de aquel patio y de sus habitaciones.

Parecia que le llamaban á sí las sangrientas sombras de Aben-Ahmed y de los treinta y seis caballeros abencerrages degollados.

El rey soñaba bajo el fresco halago de las auras que entraban saturadas de las fragancias de los cármenes por las celosías del mirador.

La noche era plácida y tranquila.

Los luceros brillaban allá perdidos en la inmensidad.

Cantaban los ruiseñores solitarios entre las alamedas del rio.

Y sin embargo, el sueño del rey era terrible.

Una horrorosa pesadilla de sangre.

Parecíale que por la puerta de la sala de los Abencerrages salia Aben-Ahmed, y tras él sus treinta y seis compañeros con las cabezas en las manos.

Cada una de aquellas cabezas dejaba caer sobre el pavimento un chorro de sangre.

Y los fantasmas adelantaban en procesion lúgubre y silenciosa.

Y llegaban al rey y suspendian sucesivamente sobre su cabeza sus cabezas cercenadas y la bañaban en caliente sangre.

El rey luchaba por apartar de sí aquella vision terrible y no podia.

Pero de repente le despertaron descompasadas voces, y estruendo de gentes que corrian y de armas que se chocaban.

Y las voces decian en recio alarido:

—¡A las armas! ¡á las armas! ¡los cristianos están en la ciudad!

Despertó el rey y salió de su lecho.

Apenas se habia levantado cuando vió delante de sí á su hermano bastardo el infante Muza.

—¿Qué significa esto, hermano mio? dijo el rey.

—Esto significa, que tanta infamia, tanto crímen, tanta inocente sangre vertida, trae sobre nosotros la cólera de Dios.

—¡Tú tambien, hermano! ¡tú tambien! esclamó con angustia el rey.

—Los cristianos se atreven ya á entrar en nuestra ciudad y á poner el nombre de sus ídolos en la puerta de la mezquita.

—¡No te entiendo!

—¡Plaza! ¡plaza! gritó una voz al mismo tiempo en el patio de los Leones. ¡Quiero ver al poderoso sultan!

—Hé ahí al arrayaz Abd-Allah-ebn-Tarfe que llega dijo Muza. El te dirá el atrevimiento de los cristianos.

Entró á la sazon un moro atlético, armado de todas armas:

Llevaba en la mano un carton dorado, en el centro del cual, se veia escrito en grandes letras azules castellanas, el mote: Ave Maria.

La advocacion mas dulce de la santa Vírgen Madre de Dios.

El moro estaba pálido y convulso, y sus ojos despedian llamas sacudiendo con furor el carton entre sus manos.

—¿Qué es eso? dijo Boabdil.

—Esto es, contestó Tarfe, que ese infiel á quien Dios maldiga, ese cristiano Hernan Perez del Pulgar, á quien llaman entre los suyos el de las fazañas, ha clavado sobre la puerta de alambre de la mezquita mayor este cartel con el nombre de María.

—¿Pero habrá encontrado el infiel la muerte? esclamó colérico el rey.

—El maldito ha escapado matando á alguno de los guardas.

—¿Pero si ha escapado, cómo le habeis conocido?

—Conocióle á la luz de las antorchas con que acudieron algunos vecinos un guarda que ha sido durante algun tiempo cautivo de los cristianos.

¿Y quién otro que el bravo Hernando del Pulgar pudiera atreverse á tanto?

¿No sabes que él con algunos pocos de los suyos tomó la fortaleza del Salar á escala franca, por lo cual sus reyes le hicieron alcaide de aquella fortaleza?

¿No sabes que desde ella nos ha corrido la tierra, nos ha incendiado las mieses y nos ha cogido cautivos y rebaños?

¿Acaso ignoras, ni lo ignora nadie, quién es Hernan Perez del Pulgar?

¿No sabes que el mote jactancioso que tiene en su escudo ese caballero es: El pulgar quebrar y no doblar?

—Dios permite que seamos humillados, esclamó con una vergonzosa desesperacion el rey.

—Pero quien nos humilla tiene cabeza, esclamó con energía Tarfe: dame licencia, señor, y yo iré á los Reales de Isabel y de Fernando por la cabeza de Pulgar.

—Vé, vé, mi valiente arrayaz, que siendo tú quien vas, no dudo que lavarás la afrenta que nos han hecho los cristianos.

Vé, mi valiente Tarfe, vé, y que Allah vaya en tu ayuda.

Tarfe y Muza salieron, salieron los que le acompañaban, y el rey quedó solo.

Volvióse á reclinar en el lecho, volvieron á entorpecerse sus sentidos, y volvió á su vision de sangre.

En efecto, el bravo alcaide del Salar Hernan Perez del Pulgar, el de las hazañas, habia entrado en Granada.

Aquella tarde habia llamado á su tienda en el Real de Santa fé á sus escuderos.

Eran estos quince, apreciados en gran manera por su valor.

Sentáronse y se descubrieron respetuosamente ante su capitan, que les dijo con voz grave:

—Bien conozco, hidalgos, vuestra lealtad y vuestro esfuerzo, de que me habeis dado grandes pruebas, y yo á mi vez os pago prefiriéndoos para confiaros un gran intento, que llevado á cabo, pondrá nuestros nombres en el templo de la fama.

Miraron con anhelo sus escuderos á Pulgar, que continuó de la misma manera reposada y tranquila.

—Esta noche voy á entrar en Granada con la ayuda de Dios; pero como me tocaria al alma el que interponiéndose algunos infieles, malograsen mi propósito, quiero que vengais conmigo, no como en recompensa de la estimacion en que os tengo, ni como mandato, mas os lo habré en gran merced si consentís.

Levantóse uno de los escuderos llamado Francisco de Bedmar, y dijo:

—Donde vayas tú, capitan, iremos nosotros sin dudar, y si algun temor podemos tener, no será otro sino el de la pérdida de tan noble y valiente caudillo.

Miróle de hito en hito Pulgar.

—Tú, Bedmar, dijo, escalaste los muros de Alhama; tambien os he visto á vosotros tomar á escala franca el castillo del Salar, combatir en Velez y en Baza en los mismos llanos de la vega. Y ahora que estais á mi lado, ¿por qué poneis en Dios tan poca confianza y me contais con los muertos?.

—Mal cumpliríamos con lo que le debemos, Hernando, observó otro de ellos, sino te aconsejáramos, cuando pretendes correr á una perdicion cierta.

—No es consejo lo que os pido, dijo gravemente Hernan Perez; lo que quiero es que me acompañeis hasta las puertas de Granada. Dios nos libertará, y si nos acorralan ¿qué importa? ya aprendimos en el Zenete la manera de hacernos paso.

Tendió, dicho esto, la mano á Bedmar y á los otros escuderos, y diciéndoles el lugar de la vega donde debian reunirse, despidiólos.

Era cerca del amanecer.

En la confluencia del Darro y del Genil, aparecieron viniendo de la parte de la vega algunos ginetes á caballo.

Solo podian apreciarse sus bultos porque la noche era lóbrega.

Detúvose al llegar á aquel punto el que cabalgaba delante de los ginetes, y al hablarles dejó conocer en su acento que era Hernando del Pulgar.

Los ginetes que le seguian eran sus escuderos.

—Ahora bien, amigos mios, y ya que hemos llegado, dijo Pulgar, ved de recoger entre esas alamedas algun ramage y procuradle seco en tal manera que arda á maravilla.

—Cómo, ¿pretendes poner fuego á Granada? dijo uno de los escuderos llamado Aguilera.

—Si tal, contestó Pulgar; y en Dios confio que hemos de volver al Real alumbrados por las llamas que devoren sus ponderadas casas y sus ricos alcázares.

Quedaron atónitos los hidalgos, pero conociendo la tenacidad de Pulgar, obedecieron y cargando de ramage seco la grupa de sus caballos, siguieron á su capitan, marchando por el cauce del Darro, para que con el ruido de la corriente no se notase el de las pisadas de los caballos.

Merced á esta precaucion y á lo oscurísimo de la noche, pasaron sin ser sentidos de los atalayas moros, por delante del castillo de Bib-Ataubin, y llegaron al puente de la puerta Real ó Bib-Al-Malekí, bajo el que se agruparon los quince escuderos en rededor de Pulgar.

Aguardadme aquí, les dijo, y tú, Pedro, que conoces mejor que nosotros la ciudad en que te criaste, carga en tu caballo ese ramage y sígueme.

Trabóse gran altercado entre los hidalgos.

Ninguno queria menos que acompañar á su capitan; vinieron á disputa, alteráronse, y á tal punto llegó la porfia, que Pulgar se vió obligado á consentir en que, echándolo á la suerte, le acompañasen algunos.

Al fin, guiado por Pedro, y acompañado de Bedmar y de otros cuatro, el alcaide del Salar siguió bajo el largo y lóbrego puente con el agua á la rodilla, penetró en la ciudad y siguió á oscuras á lo largo de la Ribera de los curtidores hasta llegar frente por frente de su edificio magnífico.

Treparon uno tras otro el poco elevado muro que encajonaba el rio, y por una estrechísima calleja, que apenas daba lugar á un arroyo de desagüe, penetraron en una plaza de poca estension, donde se alzaban uno frente á otro dos altísimos edificios.

Era el uno la universidad granadina, emporio de ciencia, santuario del saber, á donde habian refluido los sabios de Córdoba y Sevilla, y cuantos habian sido arrojados por las armas castellanas hasta aquel último recinto donde flotaba en España la enseña del Islam; el otro la gran mezquita de Granada, con su puerta de alambre dorado, sus ricos agimeces de mármol y sus aleros labrados, si bien entonces no podia verse tanta maravilla á causa de la gran oscuridad de la noche.

—¿Hemos llegado? dijo el alcaide del Salar al morisco Pedro del Pulgar.

—Si señor, dijo el cristiano nuevo: escucha cómo zumba el viento en el altísimo almiznar de la mezquita; esta pared que nos guarda es de la universidad, y esa gran casa oscura que ves en la sombra, la del fakí de los fakíes.

Acrecentóse la impaciencia de Pulgar, y pidiendo á Pedro menesteres de encender, prendió fuego al hachon que consigo traia, y sacó de debajo de su sobrevesta un carton dorado, en que se veia un nombre escrito en letras azules góticas.

—¡El Ave María! esclamaron con asombro los escuderos,

Pulgar llegó á la puerta de la mezquita y se arrodilló: los escuderos se arrodillaron tambien.

—Sed vosotros testigos, dijo á los cinco, que estaban entusiasmados y conmovidos con el tiernísimo interés de Pulgar, de como tomo posesion de esta mezquita en nombre de los reyes de Castilla, consagrándola desde ahora á la Reina del cielo, cuyo nombre dejo en poder de los infieles hasta que llegue la hora del rescate.

Y atando en el pomo de su puñal las cintas de que pendia el cartel, le clavó de una sola puñalada entre las mallas de alambre de la puerta.

Luego se levantó, y se levantaron los escuderos, y Pulgar dijo á Pedro:

—¿Dónde está la Al-Kaissería?

Pedro le señaló una estrecha calleja que comunicaba con el Zacatin, y le dijo:

—Por allí, señor.

—Alumbra y guia.

Cuando llegaron á la puerta de la Al-Kaissería, Pulgar le dijo:

—Echa ahí ese ramaje.

Y cuando Pedro le hubo echado, Pulgar arrojó sobre él el hacha encendida.

Pero á punto sintieron pasos de muchos hombres con faroles encendidos que rondaban guardando aquel riquísimo barrio.

Verlos y acometerlos espada en mano fué una misma cosa.

Gritaron los moros, alborotóse por aquella parte la ciudad, y Pulgar, temiendo que le venciese la muchedumbre, gritó á sus escuderos:

—¡Por el mismo camino! ¡corazon sereno, y espada pronta!

Y rompiendo por medio de los moros, escapó.

Y las llamas amenazaban á la Al-Kaissería, y los moros, acudiendo de todas partes, gritaban:

—¡Al arma! ¡los cristianos!

Aquellas eran las voces que habian llegado hasta el rey.

El cartel aquel, el que Tarfe habia llevado á la Alhambra.

XVIII. SIGUEN LOS PRONÓSTICOS

Granada, tan venturosa antes, tan afortunada, habia llegado al punto de que todo para ella se convirtiese en desdicha y mala ventura.

Sus caudillos emigraban á Africa ó morian en la Vega.

Sus sabios y sus fakíes estaban siempre pronosticando desdichas.

Todos tenian, no la fé de la salvacion, sino la certeza del acabamiento de la patria.

Todos miraban con terror al porvenir, y á un porvenir cercano.

Y Boabdil entretanto se adormia.

Boabdil no procuraba acabar con los bandos uniéndolos bajo su mano, y dándoles de este modo fuerza.

Por otra parte, la unión de Aragon y de Castilla, de España, en fin, bajo un mismo cetro, hacia imposible la lucha.

Maldecian, sin embargo, á Boabdil.

Como si él, á quien historiadores benévolos han llamado el Desdichadillo, hubiera podido oponerse á los decretos del destino:

Es verdad que su inercia, su molicie, habian llegado al último punto.

No se le veia salir de los departamentos del patio de los Leones, donde tenia su harem, donde estaba el panteon en que reposaban sus antepasados, donde existia la fatal sala que encerraba sus remordimientos.

En aquel patio le tenian aprisionado los recuerdos de su dinastía, esto es, el pasado; sus placeres, esto es, el presente; y su conciencia, que venia a ser el decreto de su porvenir.

Y allí recibia las noticias, funestas todas, que le traian sus caballeros.

Allí escuchaba con la cabeza inclinada á sus sabios que le aconsejaban.

A sus valientes que pretendian sacarle de su inercia.

Allí, en la noche del mismo dia en que Tarfe le pidió licencia para ir á retar al audaz cristiano que se habia atrevido á penetrar en Granada, recibió la noticia de un nuevo desastre, que venia á ser un nuevo pronóstico de desgracias.

XIX. EL TRIUNFO DEL AVE MARIA

Apenas el sol habia desvanecido las nieblas de la noche anterior, y sus rayos tibios aun se tendian sobre Santa Fé, cuando un confuso rumor de pasos acelerados de armas que se chocaban y de gentes que subian á toda prisa las escaleras que conducian á los adarves, se dejó oir por la parte que mira á Granada.

Los reyes don Fernando y doña Isabel, el príncipe, don Juan, las infantas doña Juana y doña Isabel, fray Hernando de Talavera, Pulgar, Córdoba, Tendilla, Aguilar y cien nobles caballeros, rodeados de lanzas y ceñudos los semblantes, miraban al campo donde un moro ante ellos se mostraba acompañado de diez africanos á caballo y un trompeta armados.

Montaba en un poderoso caballo negro encubertado de guerra, y afianzaba una lanza, en cuyo hierro se veia pendiente el cartel de Ave Maria que Pulgar habia fijado aquella noche en la puerta de la mezquita mayor de Granada.

Era el arrayaz Abd-Allah-ebn-Tarfe.

Llamas arrojaban los ojos del valiente moro.

Su roja sobrevesta parecia pedir sangre.

Sus megillas pálidas eran la clara muestra de la cólera que agitaba su alma.

El ronco son de su trompeta, habia llamado al adarve á los reyes, á los príncipes y á los caudillos cristianos.

Y todos se maravillaron de que aquel infiel se atreviese á presentarse con tamaño atrevimiento ante ellos.

Y Tarfe los miraba como mira el toro á la muchedumbre que le provoca desde la valla, y su cólera era cada vez mas convulsiva y su mano agitaba el cartel del Ave Maria, blandiendo hasta hacerla crugir en el aire su fuerte lanza de dos hierros.

Mas cuando vió cubiertos de cristianos los adarves paseó la sombría mirada sobre ellos, reconociendo á cada uno de los capitanes á quienes habia visto el semblante entre el polvo de la batalla, y cuando vio competidores dignos hizo una seña al trompetero.

Por tres veces el son de la sonora trompeta rasgó el espacio y retumbando en la cercana Geb-el-Beira, fué repetido á lo lejos y en redondo por los ecos de las montañas.

Aquel sonido de atencion fué repetido de igual modo por las trompetas del Real.

El rey, la reina, el príncipe, los infantes, los caudillos y los soldados de Castilla y Aragon, España, en fin, escuchaban á un solo hombre.

Tarfe se alzó en los estribos, miró al adarve con fiereza y su voz poderosa se estendió en el espacio.

—¡Perros traidores! dijo: ¡vosotros los que entrais como el buho en nuestra ciudad amparados de las tinieblas para dejar en ella el nombre de vuestros ídolos! ¡yo soy Tarfe! ¡yo el que ha arrancado de la mezquita el nombre de Maria, y le arrastra delante de vosotros, sobre el polvo de vuestros Reales!

¡Salid, canes ladradores!

¡Salid uno a uno, dos á dos, ciento á ciento!

¡Salid! ¡Tarfe os espera!

Mi lanza os conoce, villanos, y mi espada aun tiene en su filo la señal de vuestra sangre.

Calló el moro esperando la respuesta; pero ni una voz, ni un movimiento salieron de entre los cristianos, que parecian estatuas de hierro.

Irritóse Tarfe, hizo botar su corcel, le lanzó hasta salvar la mitad de la distancia que le separaba del muro, y gritó con doble furor:

—Y si no bastan las afrentas que habeis oido para que salgáis al campo, mirad, castellanos, donde pongo el nombre de Maria; y si algun peon ó caballero, infante ó rey, de ello ha enojo, á esperarle voy en la Vega hasta que el sol trasponga las montañas de Loja.

Y esto diciendo, puso el cartel del Ave Maria en la cinta que enrollaba la cola de su caballo, revolvió el freno, y seguido de los suyos, se alejó lentamente de los Reales hasta llegar á la espesura donde Zaruhyemal habia dado la carta de la sultana á don Juan Chacon, descendió del caballo, despidió á los esclavos y al trompetero, y se reclinó sobre el césped en la sombra, tendida á mano la pica y ceñido el talabarte de la adarga.

En tanto, en silencio se hundieron como sombras tras las almenas del Real de Santa Fe, reyes é infantes, damas y caballeros.

Ni una sola palabra acerca del suceso se cruzó entre aquel ejército de valientes.

El reto habia sido lanzado con sobrada insolencia para que se departiese sobre él.

Todos los semblantes estaban ceñudos; todos los corazones ardiendo.

Cada una de aquellas espadas estaba mal contenida en su vaina.

Pero lo que faltaba en palabras, sobraba en actividad.

De las almenas se pasó á las tiendas, y de la vestidura de paz al arnés de guerra.

Y entre aquellos viejos soldados endurecidos con la fatiga de los combates, un mancebo imberbe, hermoso como una dama, pero de mirada severa, y centelleante como la de un leon, atravesó en paso apresurado el Real, y al otro estremo entró en una tienda aislada.

—Pronto, Nuño, dijo á un soldado viejo que esperaba impaciente á la puerta; mi arnés, mi lanza y mi caballo: pronto, porque los capitanes del Real se arman á porfía, y no tardarán mucho cien buenas espadas en demandar licencia á sus altezas para rescatar la santa Ave Maria de las manos de ese perro infiel.

Y así era,

Apenas don Fernando y doña Isabel habian entrado en sus tiendas, visiblemente alterados por el reto de Tarfe, cuando un tropel de capitanes, de caballeros, y aun de simples hidalgos, alféreces y demas cabos de los tercios, entraron armados hasta los dientes, pasando casi por cima de los continuos y demandaron licencia para ir á rescatar con la muerte del moro el nombre de Maria.

Cada cual alegó su derecho, y con tan buenas razones, y siendo todos pares en valor y merecimientos, don Fernando y doña Isabel reunieron su consejo para elegir el campeon que debia llevar á cabo tan importante empresa.

Mientras esto acaecia, el hermoso mancebo que habia corrido á su tienda en vez de correr como los otros á la de los reyes, se habia cubierto de un arnés de finísimo temple; habia embrazado una adarga de Fez, ganada por sus ascendientes á los moros en aquella misma Vega, y ginete en un fogoso potro cordobés, blandiendo una pesada y larga lanza de fresno, se lanzó á la carrera á través de una puerta cercana, sorprendiendo á la guardia de ella, dió la vuelta al Real y se lanzó en la Vega al escape de su caballo de batalla.

Pronto, muy pronto, desapareció entre una nube de polvo, á pesar de los gritos de la guarda del Real, y llegó á la arboleda donde esperaba Tarfe.

El mancebo caló su visera y llegó á un llano del bosque donde Tarfe con el descuido de los valientes, á los pies de su caballo, dormia sobre el blando césped.

Latió con doble impaciencia el corazon del mozo, y fijó una intensa mirada de cólera en el moro.

—¡Levántate! gritó poniendo los cascos de su caballo junto á Tarfe. ¡Levántate, jactancioso, y ven conmigo á batalla!

Tarfe despertó al sonido de la pujante voz del mancebo castellano.

Levantóse lentamente, púsose de pie y midió con una larga y profunda mirada á su adversario.

—¿Quién eres tú, le dijo con desprecio, caballero sin mote y sin empresa? ¿Acaso no hay en los Reales de Castilla valientes capitanes que vengan á medirse conmigo que soy el caudillo de cien combates?

—Es verdad, contestó el mozo: soy caballero novel, pero vengo por tu cabeza para hacer empresa con ella: y como cristiano, vengo á arrancarte el corazon y el cartel que te has atrevido á poner en la cola de tu caballo, cuando tiene escrito el nombre de la que sobre ángeles se asienta.

—Ea, vete, cristiano, dijo Tarfe con desden, que yo no he de probar mis armas con quien trae las suyas blancas y oculta su semblante.

El mozo se levantó con corage la visera, y mostró su hermosa y juvenil faz al moro.

Tarfe miró con asombro al mancebo.

La espresion de desprecio que antes aparecia en su semblante, se borró.

Solo quedó en ella una sonrisa de afecto.

—Valiente eres, rapaz, dijo: gran fama alcanzarás en el mundo si una lanza traidora no corta en flor tu vida, pero vete: que no soy asesino ni me mido con niños: vete y di á ese terrible Gonzalo Fernandez de Córdoba, que Tarfe le espera durmiendo.

Y fué á reclinarse de nuevo en el césped.

Pero el jóven caló su visera, levantó el cuento de su lanza, y la tendió con ira sobre la espalda del moro.

Al sentir este ultrage, Tarfe saltó como una pantera herida, embrazó su adarga, requirió su espada, cabalgó, tomó campo, y partió con la lanza baja contra el cristiano, gritando ronco de furor:

—Por Satanás, el mentiroso, villano, que has de pagar con tu sangre tan ruin y cobarde ultrage.

Y á este punto embistió contra el mozo que le acortó el trecho saliéndole al encuentro.

El aire gimió con el estruendo del choque.

La lanza de Tarfe, saltó hecha menudas astillas contra la adarga del castellano.

Este no se movió de los arzones.

Su pica falseó la adarga y la jacerina del moro, y le hirió levemente, rompiéndose tambien como hubiera podido romperse una caña.

Tarfe rugió de cólera, y su ancha y larga espada damasquina, lució como un rayo fuera de la vaina.

Desnudó á su vez el cristiano la suya, tornaron á tomar campo y se acometieron de nuevo con doble coraje, é ímpetu furioso.

Martillaban los aceros sobre el duro hierro de los arneses: los airones, los penachos, las sobrevestas y las galas eran despojos del combate: empezaban á desclavarse coseletes y grevas y la sangre corria de mas de una herida.

Rugia Tarfe como un hambriento leon del desierto:

Coloraba su frente la vergüenza de no haber esterminado á la primera embestida á aquel cristiano casi niño, que se habia atrevido á insultarle, y redoblaba sus golpes y sus embestidas, ligero como un halcon, incansable, feroz, irritado.

Y siempre encontraba apercibida la adarga del cristiano.

Siempre su caballo, caracoleando en su lomo, le divertia en una defensa fatigosa.

Y redoblábanse los tajos sobre el templado acero de su jaco.

Jadeaban ya los caballos.

El cristiano, á quien sin duda importaba la brevedad, hacia girar el suyo como un torbellino en derredor del moro.

Al fin, entrambos corceles fatigados, cubiertos de sudor, ensangrentados los ijares, obedecieron mal al freno, y el de Tarfe tropezó en el tronco de un árbol al tomar una vuelta y cayó arrastrando a su ginete.

El castellano contuvo generosamente al suyo para no atropellar al moro, echó pie á tierra, y adelantó cubierto con la adarga y la espada en alto contra su enemigo que se habia levantado cubierto de polvo y trémulo de furor.

Empeñóse de nuevo el combate á pie firme.

Silbaba el acero contra el acero.

El dios de las batallas, posado en una nube roja, miraba con asombro á los caballeros.

Y Tarfe apretó los puños y los dientes.

Describió un ancho círculo al rededor de su cabeza con su espada, y la dejó caer como un rayo sobre el cristiano.

La hoja damasquina saltó en pedazos al chocar la templadísima adarga del mancebo.

Tarfe estaba desarmado: solo le quedaba el puñal, arma débil é inútil.

Arrojó lejos de sí la adarga, y se fué con los brazos abiertos al castellano, que le imitó.

El combate pasaba á ser lucha.

Una sombría y sardónica carcajada salió por entre las barras del yelmo de Tarfe.

Membrudo, ajigantado, gran luchador, pensaba sofocar entre sus robustos brazos al castellano.

Y así hubiera sin duda acontecido.

Pero cuando el moro estrechaba al mancebo, cuando su coselete rechinaba entre aquel brazo de hierro, su mano buscó el falso de la armadura de su enemigo, y su daga buida penetró en su pecho.

Tarfe abrió los brazos, lanzó un grito terrible, y cayó de espaldas.

El Ave Maria habia sido rescatada.

El mancebo alzó su visera.

Su rostro juvenil y hermoso, cubierto de sangriento sudor, se elevó al cielo, y sus elocuentes ojos negros dejaron brillar una lágrima de gratitud.

Oracion suave, dulce, perdida como un perfume en la inmensidad del abismo, y elevada hasta el trono de Dios: y luego fué al caballo del moro, quitó de su cola el cartel del Ave Maria, le besó de hinojos y le suspendió de su cuello sobre su pecho, á manera del vasallo que ostenta el blason de su señor.

Y llegó á Tarfe; le desenlazó el yelmo, y al ver su frio semblante, afeado por la lividez de la muerte, esclamó con un orgullo disculpable en sus pocos años:

—Soberbio moro: el novel caballero tiene ya empresa para sus armas, y el Ave Maria será un cuartel de gloria en el blason de los Garci-Lasos de Castilla.

Y cortó la cabeza á Tarfe, la colgó del arzon de su caballo, cabalgó, salió de la espesura y se encaminó al Real.

Allá á lo lejos se levantaba una nube de polvo bajo los pies de los caballos de un pequeño escuadron, que avanzó hasta dejar conocer á los que cabalgaban.

Era el capitan Gonzalo Fernandez de Córdoba con sus escuderos, que habia sido elegido por el consejo de guerra para responder al reto de Tarfe, y venia armado de todas armas y cubierto de lazos y penachos.

Pronto llegó junto al jóven y pudo ver en su pecho el Ave Maria y en su arzon la sangrienta cabeza del moro.

Detúvose el capitan y con él sus escuderos.

—¡Pardiez, Garcilaso, dijo Gonzalo Fernandez al jóven, qué temprano empezais á ser hazañoso! vais apurando todas las grandes empresas; Chacon y don Diego de Córdoba, Ponce de Leon y Aguilar, entran en palenque en Bib-Arrambla y vencen delante de la córte de Granada; Pulgar pone el nombre de Maria en la mezquita mayor en prenda de posesion; y vos, niño aun, rescatais esa sagrada Ave Maria de un guerrero tan formidable como Abd-Allah-Ebn-Tarfe. ¿Qué dejais, pues, que hacer á Gonzalo Fernandez de Córdoba?

Y esto dijo sonriendo afablemente, como quien tiene harta gloria propia para no envidiar la agena, el hombre que debia ser la primera y mas clara gloria de las glorias guerreras de las Españas.

El que debia ser el último cercador de Granada.

El conquistador de Nápoles.

El terror de los franceses.

¡El Gran Capitan!

Tendiéronse las manos Gonzalo Fernandez y Garcilaso, y tomaron juntos la vuelta de Santa Fé.

Desde aquel dia, los Lasos son Lasos de la Vega, y en su blason campea el Ave Maria; desde aquel dia tambien, las armas de la ciudad de Santa Fé son una pica, clavado el cuento en la cabeza de un moro, y pendiente de ella el cartel del Ave Maria.

XX. LA AGONIA DE GRANADA

Gonzalo Fernandez de Córdoba habia sido encargado por los reyes don Fernando y doña Isabel de formalizar el sitio de la ciudad.

Acercábase la hora fatal en que la enseña del Islam debia ser arrebatada por el huracan de la almena que la sustentaba.

Cercada enteramente Granada, empezó á sentir el hambre.

Muy pronto esta se hizo intolerable.

Hablábase ya de rendicion entre los principales caballeros.

Y el rey Chico seguia dormitando en los perfumados departamentos del patio de los Leones.

Siempre delante de aquella sangrienta cámara.

Siempre delante de su remordimiento.

Empezaron á aparecer al descubierto las traiciones.

Súpose que los principales caudillos, temerosos por sus vidas y haciendas, andaban en tratos para la rendicion de la ciudad.

Quedaron patentes las causas de tantos sangrientos motines, de tantas batallas perdidas, de tantas esperanzas malogradas.

Y no fué ya tiempo de retroceder, ni de atender á males incurables arraigados de viejo en el corazon de Granada.

Sostúvose aun, sin embargo, algunos dias, con la esperanza de un socorro de Africa.

Pero los socorros no venian.

Aquejaba el hambre y se temia á cada momento la embestida decisiva del enemigo.

Una noche, Boabdil sintió pasos de algunos hombres en uno de los estremos del patio de los Leones.

Su corazon se estremeció.

Entre las voces de aquellos hombres que hablaban y que al parecer salian de la sala de Justicia, creyó reconocer el acento estranjero de los castellanos.

¿Qué hacian aquellos cristianos en su alcázar?

Trataban, sin duda, en medio del silencio de la noche, de la rendicion de la ciudad: la corona temblaba en su cabeza; el reino de Granada agonizaba.

Boabdil huyó despavorido, y se encontró, sin darse razon de cómo, en la funesta cámara de los Leones.

Sobre las señales rojas de la sangre de los abencerrages, á la luz de una lámpara de alabastro, estaba arrodillada una muger vestida con un blanco trage de luto.

El rey reconoció á la sultana Zoraida.

De la boca del rey salió un grito ahogado.

Zoraida levantó la cabeza y vió al rey.

Se levantó lentamente, y dijo al rey estendiendo su brazo de alabastro hácia la sala de Justicia:

—Allí, tus vasallos cobardes, entregan tu corona á los formidables reyes de Castilla. Aquí, la sangre de caballeros inocentes, se levanta hasta el Altísimo clamando contra tí venganza.

Y la sultana se separó del rey y se perdió como un fantasma entre las columnas del patio de los Leones.

El rey cayó anonadado sobre aquella sangre, y lloró.

En efecto, el capitan de caballos, Gonzalo Fernandez de Córdoba, y Hernando de Zafra, secretario de los reyes don Fernando y doña Isabel, que habian entrado secretamente en la Alhambra por un postigo, trataban con los wazires Aben-Comixa, y Abul-Cazin-Abd-el-Melik de la rendicion de Granada.

Al dia siguiente el débil Abú-Abdalláh reunió en consejo á sus wazires, á sus faquíes y á sus kadíes, y les consultó sobre la resolucion que debia adoptarse en tan estrema situacion.

El resultado fué fatal.

Los unos, vendidos al enemigo, los otros temerosos de él, resolvieron la entrega de aquella ciudad, engrandecida por el famoso rey Nazar-Al-Hhamar, fuerte y poderosa hasta Abul-Hacen, y vencida, destronada bajo el débil cetro de Abu-Aba-Allah-el-Zogoibi.

Todos los del consejo se inclinaron á tratar de avenencia con los reyes enemigos, y solo el valiente Muza encontrando aun resistencia y brio en su corazon, dijo que aun era temprano.

Sin embargo, se determinó que el wazir Abul-Cazin-Abd-el-Melik saliese á proponer capitulacion á los cristianos.

Los reyes de Castilla y de Aragon recibieron bien á este noble caballero, y determinaron que Gonzalo Fernandez de Córdoba, Hernando de Zafra y algunos otros de los principales cristianos concertasen la entrega.

Estos caballeros, precedidos del wazir, entraron otra vez en la Alhambra, por una mina entre la torre del Agua y la puerta de Hierro, y encerrados secretamente en la sala de Justicia del patio de los Leones, hicieron las capitulaciones de la entrega de la ciudad.

Cuando al día siguiente el wazir las presentó en el consejo, la palidez del terror se pintó en todos los semblantes; la sultana madre, Aixa-la-Horra, tembló de cólera, y el rey desfallecido, con los ojos preñados de lágrimas, ocultó su dolor entre los brazos de su madre.

Y en medio de aquel espectáculo de desolacion, intenso en el alma el amor de la patria, sereno, aunque pálido, el intrépido y guerrero infante Muza se levantó, y abarcando en una larga y sombría mirada á los que le rodeaban, dijo con acento de la mas fria reconvencion:

—Dejad, señores, ese inútil llanto á los niños y á las delicadas hembras; seamos hombres y tengamos todavía corazon, no para derramar lágrimas, sino hasta la última gota de nuestra sangre; hagamos un esfuerzo de desesperacion, y peleando contra nuestros enemigos, ofrezcamos nuestros pechos á las contrapuestas lanzas.

Muía era un héroe; su voz vibraba inspirada, pujante, entre aquellos hombres, antes tan valientes, y entonces aterrados por el adverso destino.

—Yo estoy pronto á acaudillaros, continuó el infante con energía; para arrostrar con denuedo y corazon valiente la honrosa muerte en el campo de batalla.

Mas quiero que nos cuente la posteridad en el glorioso número de los que murieron por defender su patria, que no en el de los que presenciaron su entrega.

Y si este valor nos falta, oigamos con paciencia y serenidad estas mezquinas condiciones, y bajemos el cuello al duro y perpetuo yugo de envilecida esclavitud.

Veo tan caidos los ánimos del pueblo, que no es posible evitar la pérdida del reino.

Solo queda un recurso á los nobles pechos, que es la muerte; y yo prefiero morir libre, á los males que nos aguardan.

Si pensais que los cristianos serán fieles á lo que os prometen, y que el rey de la conquista será tan generoso vencedor como venturoso enemigo, os engañais.

Están sedientos de nuestra sangre y se hartarán de ella.

La muerte es lo menos que nos amenaza.

Tormentos y afrentas mas graves nos prepara nuestra enemiga fortuna: el robo y el saqueo de nuestras casas; la profanacion de nuestras mezquitas; los ultrajes y violencias de nuestras mugeres y de nuestras hijas; opresion, mandamientos injustos, intolerancia cruel, y ardientes hogueras, en que abrasarán nuestros míseros cuerpos.

Todo esto lo veremos por nuestros ojos: lo verán por lo menos los mezquinos que ahora temen la honrada muerte; que yo, ¡por Allah! que no lo veré.

La muerte es cierta y en todos muy cercana.

¿Pues por qué no empleamos el breve plazo que nos resta, donde no quedemos sin venganza?

¡Vamos á morir defendiendo nuestra libertad!

La madre tierra recibirá lo que produjo, y al que faltare sepultura que le esconda, no faltará cielo que le cubra.

No quiera Dios que se diga que los granadíes nobles no osaron morir por su patria.

Calló Muza, y callaron todos los que allí estaban.

Y calló tambien el rey.

Y entonces Muza, viendo el abatimiento de wazíres, xeques, arrayaces y fakíes, se salió lleno de ira de la sala.

Y dicen los que de aquel tiempo y de aquellas cosas escribieron, que habiendo tomado de su casa armas y caballo, se salió de la ciudad por la puerta de Elvira, y que nunca mas pareció ni se supo qué habia sido de él.

Entretanto el rey, viendo que en la ciudad y en todo el reino, faltaban á un mismo tiempo el ánimo y las fuerzas, resolvió escribir á los reyes sitiadores, que para evitar alborotos y novedades, queria entregarle la ciudad al momento.

El wazir Aben-Comixa, fué á Santa fé con esta carta y con un presente de caballos castizos, con ricos jaeces y alfanges.

Esta fatal determinacion fué el dia cuatro de la luna de rabie primera del año de ochocientos noventa y siete.

XXI. LA TOMA DE GRANADA

Amaneció el dia cinco de rabie primera.

Todo el ejército cristiano con sus reyes á la cabeza, en alto los estandartes reales de Castilla y Aragon, tendidas las banderas y apercibidas las huestes, marchó sobre Granada.

Iban engalanados ginetes y peones.

Ondeaban al viento penachos, preseas, banderolas y divisas.

El sol arrancaba fúlgidos destellos de las brillantes armas.

Y los timbales y las trompetas y los atambores y los pífanos del ejército cristiano, tañian juntos en alegre alarido, y el viento llevaba á Granada el clamor de triunfo de los vencedores que se acercaban.

A Granada, mustia y silenciosa, cubierta de luto y regada mas con las lágrimas de sus infortunados habitantes que con el agua de sus fuentes.

Entretanto, por la puerta de la torre de los Siete Suelos, acompañado de cincuenta caballeros de los mas nobles de Granada, salió vestido de luto, ya despojado de la corona perdida, el rey á quien los suyos habian llamado con tanta razon el Desdichadillo.

El wazir Aben-Comixa, le habia precedido para entregar las llaves de la ciudad á Fernando V de Aragon que esperaba en las márgenes del Genil.

Su familia habia salido antes.

La Alhambra habia quedado huérfana de sus antiguos señores, desamueblada, deshabitada, muda y fria, esperando á un nuevo señor.

El rey Chico descendió por las quebraduras del cerro de Al-Bahul.

De repente su caballo se detuvo como presintiendo al enemigo.

A poco apareció entre las quebraduras el conde de Tendilla don Iñigo Lopez de Mendoza, acompañado de don Pedro Gonzalez de Mendoza su hermano, gran cardenal de España, y de don Gutierre de Cárdenas, comendador mayor de Leon, de la órden de Santiago: llevaba el conde el estandarte real; el cardenal el guion de la cruz; el comendador el pendón de Santiago.

Seguian muchos capitanes á estos tres magnates, y en pos marchaban algunas banderas de infantería española.

Al ver á sus enemigos, el desdichado rey palideció y tembló.

Saludáronle sin embargo los vencedores, con la consideracion y el respeto que merece la desgracia, y mientras seguian adelante para ocupar la Alhambra, el infortunado rey descendió rápidamente por las quebraduras, llegó al sitio donde delante de su ejército esperaba el rey de Aragon, y quiso arrojarse al suelo para arrodillarse ante su vencedor.

Pero el noble Fernando V no se lo permitió, acercando á él su caballo.

Abu-Abd-Allah le besó en el brazo y le dijo:

—Tuyos somos, rey generoso y ensalzado: esta ciudad y reino te entregamos, que así lo quiere Allah, y confiamos que usarás de tu triunfo con clemencia y generosidad.

Despues, enmudecido por el dolor, rompiendo el llanto á sus ojos, saliendo la vergüenza á su semblante, rehusando volver á Granada con el conquistador tomó a rienda suelta seguido de sus caballeros el camino de las sierras, por alcanzar á su familia que habia salido algun tiempo antes por otro camino de la ciudad.

En tanto, en la distante torre del Homenage de la Alhambra, vieron los castellanos tremolar un pendon rojo.

El ejército se prosternó.

La capilla real que acompañaba al ejército, entonó el Te-Deum laudamus.

Y allí, en una mezquita cercana, dieron gracias á Dios los conquistadores, é hicieron salvas las bombardas y la mosquetería.

El conde de Tendilla habia tremolado sobre la torre mas alta del alcázar de la Alhambra el estandarte de sus señores.

Granada, la perla de Occidente, la sultana de Andalucía, la cándida y la clara, era cautiva de los cristianos.

XXII. EL SUSPIRO DEL MORO

¡Ah! ¡y cómo corre entretanto el rey Chico!

¡Cómo hiere los ijares de su blanca yegua!

Parece que devora la distancia deseoso de perder en ella el estruendo de la alegria de los vencedores.

¡Ay! ¡y cómo corre tambien la comitiva del cuitado rey!

Huyen de su desventura y de su vergüenza, porque nadie los persigue.

Y los moros que van por el camino con sus mugeres en sus asnos y sus bienes en sus acémilas, maldicen al pasar el rey.

Y le llaman cobarde.

Y el rey aprieta los acicates á la yegua, que gime dolorosamente y apresura su carrera.

Y la comitiva del rey apresura tambien á sus caballos que vuelan.

Falta entre ellos el infante Muza: Muza el valiente.

Muza que no ha tenido bastante valor para presenciar la pérdida de su patria.

¡Corre, miserable rey!

¡Corre, como correrá tu llanto lejos de ese jardin de delicias donde brotan flores de púrpura bajo los rayos de un sol de oro!

¡Corre, miserable, corre, y oculta tu miseria y tu deshonra entre los pelados riscos de las Alpujarras!

Pero detente en esa aldea de Armilla.

Detente de nuevo y rinde un nuevo homenage.

Ahí en esa aldea está la reina Isabel de Castilla.

Arrójate de tu yegua, besa la mano de esa noble señora, torna á cabalgar, y huye de nuevo.

Ya las nieblas de la tarde flotan en el horizonte.

El último rayo del sol poniente refleja á lo lejos sobre las torres de Granada.

En esas torres, que eran antes tu castillo, y que ya no volverás á ver.

Míralas, Boabdil, míralas.

Entre sus almenas, ese último rayo del sol hace brillar limpias armas.

Pero esas armas no son las de tus moros.

Son las de tus conquistadores.

Detente, Boabdil, y mira por última vez á tu perdida Granada, porque cuando hayas bajado la vertiente opuesta de esa colina, ya, aunque vuelvas atrás los tristes ojos, no volverás á ver á tu ciudad.

¡Oh! ¿por qué asesinaste los bandos?

¿Por qué asesinaste á los treinta y seis caballeros abencerrages?




El suspiro de Moro

El rey habia llegado á una colina á dos leguas de Granada.

Junto á ella habia encontrado á las dos sultanas, su madre y su esposa.

Aixa-la-Horra le miró con cólera.

Zoraida con desprecio.

En la cima de la colina se veia una estrecha quebradura, desde la cual se divisaba por última vez á Granada.

El rey, al llegar á aquella quebradura, se detuvo, echó pie á tierra, estendió los brazos hácia su querida Granada, y cayó de rodillas.

Luego esclamó exhalando un grito desgarrador:

—¡Alah-ku-Akbar!

Y cayó de rostro contra el suelo, rompiendo en amargo llanto.

Y Aixa-la-Horra, su madre, cuando así le vió, dicen que dijo trémula y demudada señalando á la ciudad:

—Razon es que llores como muger, pues no fuiste para defenderte como hombre.

Y su wazir, Aben-Comixa, que le acompañaba, para consolarle dijo:

—Considera, señor, que las grandes y notables desventuras hacen tambien famosos á los hombres como las prosperidades y bienandanzas, procediendo en ellas con valor y fortaleza.

Y el cuitado rey llorando le dijo:

—¿Pues cuáles igualan á las estraordinarias adversidades mias?

Y montó á caballo, se volvió al oriente, y partió.

Al partir la yegua, dicen que dejó señaladas sus herraduras en la roca, y aun se muestran hoy al viajero aquellas señales.

Los moros, en memoria de aquella tristísima despedida, llamaron al alto del Padul, á la quebradura donde se prosternó el rey, Ojo de lágrimas, y los castellanos le señalan todavía con el nombre de Suspiro del Moro.

Entretanto los cristianos ponian una cruz en la sala de Justicia del patio de los Leones.

EPÍLOGO

La historia de la Alhambra concluyó par decirlo así, en 1492.

Pero entonces, cuando acabó su historia de grandezas y de poder, comenzó su historia de destrucción.

Los Reyes Católicos destruyeron su magnífica mezquita, y levantaron sobre ella una iglesia.

Mas allá, en la parte alta, echaron por tierra maravillas del arte árabe, y fundaron sobre los escombros un convento de franciscanos.

El emperador don Carlos, su nieto, derribó gran parte del alcázar, y construyó sobre su terreno un palacio que pudo haber construido en otra parte.

Otro sí, para hacer habitaciones á su gusto en el alcázar, hizo puerta uno de los alhamíes de la sala de Embajadores, y puso una galería y un lienzo de habitaciones feas y destartaladas en que solo hay algunos buenos techos de ensambladura, delante del mirador de Lindaraja.

Mas tarde los franceses volaron la torre de los Siete Suelos, la del Agua y algunas otras.

Durante la guerra civil, con el pretesto de fortificar la Alhambra, se hizo saltar con barrenos su parte alta, y se la puso un feston de tapia de tierra con blindajes blanqueada y aspillerada.

Otro ingeniero cegó los baños de mármol del harem, y puso sobre ellos un jardin.

Y el tiempo, que nada respeta, sigue llevándose á fragmentos aquella magnífica joya.

Está escrito que la Alhambra desaparezca á causa de un inconcebible abandono, y lo que está escrito se cumplirá.

Hemos dicho buena y lealmente á nuestros lectores lo que sabiamos acerca de la historia y de la tradicion de ese alcázar.

Si no hemos hecho un libro mejor, no es porque no hayamos querido, sino porque no hemos podido mas.

FIN.

CRONOLOGÍA DE LOS REYES DE GRANADA

1238 — Mohhammed-Ebn-Al-Hhamar
1273 — Mohhammed II
1303 — Mohhammed III
1309 — Al-Nazar
1312 — Ismail-Abul-Walid
1325 — Mohhammed IV
1333 — Juzef-Abul-Hhedjadj
1354 — Mohhammed V
1359 — Ismail II (por usurpacion)
1361 — Abu-Sayd (idem)
1362 — Mohhammed V (de nuevo)
1391 — Juzef II.
1396 — Mohhammed VI
1408 — Juzef III
1425 — Mohhammed VII, por sobrenombre Al-Hhayzarí
1445 — Ebn-Ozmin
1454 — Ebn-Ismail
1466 — Abul-Hhasan
1482 — Abu-Abd-Allah-Al-Ssaquir-el-Zogoibi (Boabdil)
1484 — Abd-Allah-Al-Ssaghar ó el Zagal (en union con Boabdil)
1490 — Boabdil (solo)


Publicado el 14 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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