Hace años, a fin de viajar de Charleston, en la Carolina del Sur, a Nueva York, reservé pasaje a bordo del excelente paquebote Independence, al mando del capitán Hardy. Si el tiempo lo permitÃa, zarparÃamos el 15 de aquel mes (junio); el dÃa anterior, o sea el 14, subà a bordo para disponer algunas cosas en mi camarote.
Descubrà asà que tendrÃamos a bordo gran número de pasajeros, incluyendo una cantidad de damas superior a la habitual. Noté que en la lista figuraban varios conocidos y, entre otros nombres, me alegré de encontrar el de Mr. Cornelius Wyatt, joven artista que me inspiraba un marcado sentimiento amistoso. HabÃamos sido condiscÃpulos en la Universidad de C... y solÃamos andar siempre juntos. Su temperamento era el de todo hombre de talento y consistÃa en una mezcla de misantropÃa, sensibilidad y entusiasmo. A esas caracterÃsticas unÃa el corazón más ardiente y sincero que jamás haya latido en un pecho humano.
Observé que el nombre de mi amigo aparecÃa colocado en las puertas de tres camarotes, y luego de recorrer otra vez la lista de pasajeros, vi que habÃa sacado pasaje para sus dos hermanas, su esposa y él mismo. Los camarotes eran suficientemente amplios y tenÃan dos literas, una sobre la otra. Excesivamente estrechas, las literas no podÃan recibir a más de una persona; de todos modos no alcancé a comprender por qué, para cuatro pasajeros, se habÃan reservado tres camarotes. En esa época me hallaba justamente en uno de esos estados de melancolÃa espiritual que inducen a un hombre a mostrarse anormalmente inquisitivo sobre meras nimiedades; confieso avergonzado, pues, que me entregué a una serie de conjeturas tan enfermizas como absurdas sobre aquel camarote de más. No era asunto de mi incumbencia, claro está, pero lo mismo me dediqué pertinazmente a reflexionar sobre la solución del enigma. Por fin llegué a una conclusión que me asombró no haber columbrado antes: Â