Guerra y Paz

León Tolstói


Novela



PRIMERA PARTE

I

Bien. Desde ahora, Génova y Lucca no son más que haciendas, dominios de la familia Bonaparte. No. Le garantizo a usted que si no me dice que estamos en guerra, si quiere atenuar aún todas las infamias, todas las atrocidades de este Anticristo (de buena fe, creo que lo es), no querré saber nada de usted, no le consideraré amigo mío ni será nunca más el esclavo fiel que usted dice. Bien, buenos días, buenos días. Veo que le atemorizo. Siéntese y hablemos.

Así hablaba, en julio de 1805, Ana Pavlovna Scherer , dama de honor y parienta próxima de la emperatriz María Fedorovna, saliendo a recibir a un personaje muy grave, lleno de títulos: el príncipe Basilio, primero en llegar a la velada. Ana Pavlovna tosía hacía ya algunos días. Una gripe, como decía ella —gripe, entonces, era una palabra nueva y muy poco usada —. Todas las cartas que por la mañana había enviado por medio de un lacayo de roja librea decían, sin distinción: «Si no tiene usted nada mejor que hacer, señor conde — o príncipe —, y si la perspectiva de pasar las primeras horas de la noche en casa de una pobre enferma no le aterroriza demasiado, me consideraré encantada recibiéndole en mi palacio entre siete y diez. Ana Scherer.» — ¡Dios mío, qué salida más impetuosa! —repuso, sin inmutarse por estas palabras, el Príncipe. Se acercó a Ana Pavlovna, le besó la mano, presentándole el perfumado y resplandeciente cráneo, y tranquilamente se sentó en el diván.

—Antes que nada, dígame cómo se encuentra, mi querida amiga, — ¿Cómo quiere usted que nadie se encuentre bien cuando se sufre moralmente? ¿Es posible vivir tranquilo en nuestros tiempos, cuando se tiene corazón? — repuso Ana Pavlovna —. Supongo que pasará usted aquí toda la velada.

—Pero, ¿y la fiesta en la Embajada inglesa? Hoy es miércoles. He de ir — replicó el Príncipe —. Mi hija vendrá a buscarme aquí. — Y añadió muy negligentemente, como si de pronto recordara algo, cuando precisamente lo que preguntaba era el objeto principal de su visita —. ¿Es cierto que la Emperatriz madre desea el nombramiento del barón Funke como primer secretario en Viena? Parece que este Barón es un pobre hombre.

El príncipe Basilio quería para su hijo aquel nombramiento, en el que había un interés particular por concedérselo al Barón a través de la emperatriz María Fedorovna.

Ana Pavlovna cerró apenas los ojos, en señal de que ni ella ni nadie podía criticar aquello que complacía a la Emperatriz.

— A propósito de su familia — dijo —. ¿sabe usted que su hija, desde que ha entrado en sociedad, es la delicia de todo el mundo? Todos la encuentran tan bella como el día.

El Príncipe se inclinó respetuosa y reconocidamente.

— Pienso — continuó Ana Pavlovna después de un momentáneo silencio y acercándose al Príncipe sonriéndole tiernamente, demostrándole con esto que la conversación política había terminado y que se daba entonces principio a la charla íntima —, pienso con mucha frecuencia en la enorme injusticia con que se reparte la felicidad en la vida. ¿Por qué la fortuna le ha dado a usted dos hijos tan excelentes? Dejemos de lado a Anatolio, el pequeño, que no me gusta nada — añadió con tono decisivo, arqueando las cejas—. ¿Por qué le ha dado unos hijos tan encantadores? Y lo cierto es que usted los aprecia mucho menos que todos nosotros, y esto porque usted no vale tanto como ellos — y sonrió con su más entusiástica sonrisa.

— ¡Qué le vamos a hacer! Lavater hubiera dicho que yo no tengo la protuberancia de la paternidad — replicó el Príncipe.

—Déjese de bromas. ¿Sabe usted que estoy muy descontenta de su hijo menor? Dicho sea entre nosotros — y su rostro adquirió una triste expresión —, se ha hablado de él a Su Majestad y se le ha compadecido a usted.

El Príncipe no respondió, pero ella, en silencio, le observaba con interés, esperando la respuesta. El príncipe Basilio frunció levemente el entrecejo.

— ¿Qué quiere usted que haga? — dijo por último —. Ya sabe usted que he hecho cuanto ha podido hacer un padre para educarlos, y los dos son unos imbéciles. Hipólito, por lo menos, es un abúlico, y Anatolio, en cambio, un tonto bullicioso. Esto es todo; ésta es la única diferencia que hay entre los dos — añadió, con una sonrisa aún más imperativa y una animación todavía más extraña, mientras, simultáneamente, en los pliegues que se marcaban en torno a la boca aparecía límpidamente algo grosero y repelente.

— ¿Por qué tienen hijos los hombres como usted? Si no fuese usted padre, no se lo diría — dijo Ana Pavlovna levantando pensativamente los párpados.

—Soy su fiel esclavo y a nadie más que a usted puedo confesarlo. Mis hijos son el obstáculo de mi vida, mi cruz. Yo me lo explico así. ¡Qué quiere usted!—y calló, expresando con una mueca su sumisión a la cruel fortuna.

II

El salón de Ana Pavlovna comenzaba a llenarse paulatinamente. La alta sociedad de San Petersburgo afluía a él, es decir, las más diversas personas por la edad y por el carácter, pero todas pertenecientes en absoluto al mismo medio: la hija del príncipe Basilio, la bella Elena, que venía en busca de su padre para acompañarlo a la fiesta que se celebraba en la Embajada; lucía un vestido de baile en el que se destacaba el emblema de las damas de honor. Luego, la joven princesa Bolkonskaia, conocida como la mujer más seductora de San Petersburgo, casada el pasado invierno — ahora, a causa de su gravidez, no podía acudir a las grandes recepciones y frecuentaba tan sólo las pequeñas veladas —; el príncipe Hipólito, hijo del príncipe Basilio, acompañado de Mortemart, a quien presentaba; el abate Morio y otros muchos.

La joven princesa Bolkonskaia había llevado sus labores en un saquito de terciopelo bordado de oro. Su labio superior, muy lindo, con un ligero vello rubio, era corto en comparación con los dientes, pero abríase de una forma encantadora y todavía era más encantador cuando se distendía sobre el labio inferior. Como sucede siempre en las mujeres totalmente atractivas, su solo defecto, el labio demasiado corto y la boca entreabierta, parecía ser la belleza que la caracterizaba.

Para todos era una satisfacción contemplar a aquella «futura mamá» llena de salud y vivacidad, que soportaba tan fácilmente su estado. Los viejos y jóvenes malhumorados que la miraban parecía que se volviesen como ella cuando se encontraban en su compañía y hablaban un rato. Quien le hablase veía en cada una de sus palabras la sonrisa clara y los dientes blancos y brillantes siempre al descubierto; y ese día creíase particularmente amable. Todos pensaban esto mismo.

La pequeña Princesa, balanceándose a pequeños y rápidos pasos, dio la vuelta a la mesa con el saquito en la mano; alisándose el traje, se sentó en el diván, cerca del samovar de plata, como si todo lo que hiciera fuese un juego de placer para ella y para todos los que la rodeaban.

— Me he traído la labor — dijo, abriendo el saquito y dirigiéndose a todos —. Tenga usted cuidado, Ana, no me haga una mala pasada — dijo a la dueña de la casa —. Me ha escrito que se trataba de una pequeña velada, y ya ve usted cómo me he vestido.

Y extendió los brazos para enseñar su vestido gris, elegante, rodeado de puntillas y ceñido bajo el pecho por una amplia cinta.

— Tranquilícese, Lisa. Será usted siempre la más bella — replicó Ana Pavlovna.

— Ya lo ven. Me abandona mi marido — continuo con el mismo tono, dirigiéndose a todos—. Quiere hacerse matar. Dígame, ¿por qué esta triste guerra? — insinuó, dirigiéndose al príncipe Basilio, y, sin esperar la respuesta, habló a la hija de éste, a la bella Elena.

— ¡Qué criatura más encantadora es esta pequeña Princesa! — murmuró el príncipe Basilio a Ana Pavlovna.

Al cabo de un rato entró un hombre joven, robusto, macizo, con los cabellos muy cortos, lentes, un pantalón gris claro, según la moda de la época, un gran plastrón de encaje y un frac castaño. Este corpulento muchacho era hijo natural de un célebre personaje del tiempo de Catalina II; el conde Bezukhov, que en aquellos momentos se estaba muriendo en Moscú. Todavía no había servido en cuerpo alguno y acababa de llegar del extranjero, donde se había educado; aquélla era la primera vez que asistía a una velada. Ana Pavlovna lo acogió con un saludo que reservaba para los hombres del último plano jerárquico de su salón, pero, a pesar de esta salutación dirigida a un inferior, al ver entrar a Pedro, la fisonomía de Ana Pavlovna expresó la inquietud y el temor que se experimentan al ver una enorme masa fuera de su sitio. Pedro era, realmente, un poco más alto que los demás hombres que se hallaban en el salón, y, sin embargo, este miedo no lo producía sino la mirada inteligente y, al mismo tiempo, tímida, observadora y franca que le distinguía de los demás invitados.

— Señor, es usted muy amable viniendo a ver a una pobre enferma — dijo Ana Pavlovna.

Pedro murmuró algo incomprensible y continuó buscando a alguien con los ojos. Sonrió alegremente, saludando a la pequeña Princesa. Ana Pavlovna se detuvo, pronunciando estas palabras:

— ¿No conoce usted al abate Morio? Es un hombre muy interesante.

— He oído hablar de sus proyectos de paz eterna. Es muy interesante, en efecto, pero es muy posible que...

— ¿Cómo? — dijo Ana Pavlovna por decir algo y reanudar inmediatamente sus funciones de dueña de la casa.

Pedro apoyó la barbilla en el pecho y, separando las largas piernas, comenzó a demostrar a Ana Pavlovna por qué consideraba una fantasía los proyectos del abate.

— Ya hablaremos después — dijo Ana Pavlovna sonriendo, y, deshaciéndose del joven, que no tenía ningún hábito cortesano, volvió a sus ocupaciones de anfitriona, escuchándolo y mirándolo todo, dispuesta siempre a intervenir en el momento en que la conversación languideciera. Como el encargado de una sección de husos que, una vez ha colocado a los obreros en sus sitios, paséase de un lado a otro y observa la inmovilidad o el ruido demasiado fuerte de aquellos, corre, se para y restablece la buena marcha, lo mismo Ana Pavlovna, moviéndose en el salón, tan pronto se acercaba a un grupo silencioso como a otro que hablaba demasiado, y, en una palabra, yendo de uno a otro invitado, daba cuerda a la máquina de la conversación, que funcionaba con un movimiento regular y conveniente. Pero, en medio de estas atenciones, veíase que temía sobre todo algo por parte de Pedro. Mirábale atentamente cuando le veía acercarse y escuchar lo que se decía en torno a Mortemart, o se dirigía al otro grupo en que se encontraba el abate. Para él, educado en el extranjero, esta velada de Ana Pavlovna era la primera que veía en Rusia. Sabía que se encontraba reunida allí la flor y nata de San Petersburgo, y sus ojos, como los de un niño en una tienda de juguetes, iban de un lado a otro. Tenía miedo de perder la inteligente conversación que hubiera podido escuchar. Observando las expresiones seguras, los ademanes elegantes de los reunidos, esperaba a cada instante algo extraordinariamente espiritual. Por último se acercó a Morio. La conversación le pareció interesante; se detuvo y esperó la ocasión de expresar sus pensamientos tal como a los jóvenes les gusta hacerlo.

III

La velada de Ana Pavlovna estaba en su apogeo. Los husos trabajaban regularmente y por doquier producían un ruido continuado. Los invitados formaban tres grupos. Uno de ellos, donde predominaban los hombres, parecía dirigido por el Abate. En otro, constituido por jóvenes, encontrábase la encantadora princesa Elena, hija del príncipe Basilio, y la pequeña princesa Bolkonskaia, linda y lozana y tal vez un poco demasiado llena para su edad. En el tercero encontrábanse el vizconde de Mortemart y Ana Pavlovna.

El Vizconde era un hombre joven, afable, de rasgos y maneras regulares, que visiblemente considerábase una celebridad, pero que, por buena educación, permitía modestamente que la sociedad en que se encontraba se aprovechase de él. Como un buen maître d'hotel que sirve como si fuera algo extraordinario y delicado el mismo plato que rechazaría si lo viese en la sucia cocina, del mismo modo, en esta velada, Ana Pavlovna servía a sus invitados, primero al Vizconde y después al Abate, como delicados y extraordinarios manjares. En el grupo de Mortemart hablábase del asesinato del duque de Enghien. Decía el Vizconde que el Duque había muerto a causa de su magnanimidad, y añadía que la cólera de Bonaparte tenía un especial motivo.

— ¡Ah! Veamos. Cuéntenos eso, Vizconde — dijo Ana Pavlovna con alegría, considerando que esta frase sonaba un poco a Luis XV —. Cuéntenos eso, Vizconde.

El Vizconde se inclinó en señal de respeto y sonrió amablemente. Ana Pavlovna hizo cerrar el círculo en torno al Vizconde e invitó a todos a escuchar el relato.

— El Vizconde ha sido amigo personal de Monseñor — bisbiseó Ana Pavlovna a uno de los invitados —. El Vizconde es un parfait conteur— dijo a otro —. ¡Cómo se conoce al hombre habituado a la buena compañía! — añadió a un tercero.

Y el Vizconde era servido a la reunión bajo el más elegante y ventajoso aspecto para él, como un rosbif sobre un plato caliente rodeado de verdura.

— Venga usted aquí, querida Elena — dijo Ana Pavlovna a la bella Princesa, que, sentada un poco más lejos, formaba el centro del otro grupo.

La princesa Elena sonrió y se levantó con la misma invariable sonrisa de mujer absolutamente hermosa con que había entrado en el salón. Con el ligero rumor de su leve vestido de baile con adornos de felpa, deslumbradora por la blancura de sus hombros y el esplendor de sus cabellos y de sus diamantes, cruzó entre los hombres, que le abrieron paso, rígida, sin ver a nadie, pero sonriendo a todos como si concediese a cada uno el derecho de admirar la belleza de su aspecto, de sus redondeados hombros, de su espalda, de su pecho, muy escotado, según la moda de la época, y con su gracioso caminar se acercó a Ana Pavlovna. Elena era tan hermosa que no solamente no veíase en ella una sombra de coquetería, sino que, al contrario, parecía que se avergonzase de su indiscutible belleza, que ejercía victoriosamente sobre los demás una influencia demasiado fuerte. Hubiérase dicho que deseaba, sin poder conseguirlo, amenguar el efecto de su hermosura.

— Es espléndida — decían todos los que la veían.

El Vizconde, como inculpado por algo extraordinario, se encogió de hombros y bajó los ojos, mientras ella se sentaba ante él y le iluminaba con su invariable sonrisa.

— Señora, me siento cohibido ante tal auditorio — dijo con una sonrisa, inclinando la cabeza.

La Princesa se apoyó en el brazo desnudo y torneado y no creyó necesario responder una sola palabra. Esperaba sonriendo. Durante toda la conversación permaneció sentada, rígida, mirando tan pronto a su magnífico y ebúrneo brazo, que se deformaba por la presión sobre la mesa, como a su pecho, todavía más espléndido, sobre el que descansaba un collar de brillantes. A veces alisaba los pliegues de su vestido, y cuando la narración producía efecto, contemplaba a Ana Pavlovna e inmediatamente tomaba la misma expresión que la de la fisonomía de la dama de honor, e inmediatamente recobraba de nuevo su sonrisa clara y tranquila. Detrás de Elena, la pequeña Princesa se levantó ante la mesa de té.

—Espérenme. Me traeré mi labor. Veamos, por favor, ¿en qué piensa? — dijo dirigiéndose al príncipe Hipólito —. ¿Tiene usted la bondad de traérmela?

La Princesa, sonriendo y dirigiéndose a todos a la vez, se sentó de nuevo, alisándose la ropa alegremente.

— ¡Vaya! — dijo, y pidió permiso para reanudar su labor.

El príncipe Hipólito le trajo la bolsa; se quedó en el grupo y sentóse cerca de ella.

El Vizconde contó muy gentilmente la anécdota entonces de moda. El duque de Enghien había ido a París de incógnito para verse con mademoiselle George. Habíase encontrado en casa de ella a Bonaparte, que gozaba igualmente de los favores de la célebre actriz, y en una de estas reuniones, Napoleón, por azar, había sufrido una de aquellas crisis suyas, y por esta razón se encontró a merced del Duque. Éste no se había aprovechado de esta ventaja, y después Bonaparte, precisamente por esta magnanimidad, habíase vengado de él haciéndole asesinar. El relato era bonito e interesante, particularmente en el momento en que los dos rivales se encuentran cara a cara. Las damas parecían emocionadas.

— Muy lindo — dijo Ana Pavlovna mirando interrogadoramente a la pequeña Princesa.

— Muy lindo — murmuró la pequeña Princesa clavando la aguja en su labor, para demostrar que el interés y el encanto de la narración le impedían trabajar.

El Vizconde apreció este silencioso elogio y, sonriendo agradecido, continuó. Pero, en aquel momento, Ana Pavlovna, que no separaba su mirada de aquel terrible joven, observó que hablaba demasiado alto y con excesiva vehemencia con el Abate y se apresuró a llevar su auxilio al lugar comprometido. En efecto, Pedro había conseguido de nuevo trabar una conversación con el Abate sobre el equilibrio político, y éste, visiblemente interesado por el sincero ardor del joven, desarrolló ante él su idea favorita. Ambos hablaban y escuchaban con demasiada animación, y, naturalmente, esto no era del gusto de Ana Pavlovna.

Para observarlos más cómodamente, Ana no quiso dejar solos al Abate y a Pedro y, llegándose a ellos, hizo que la acompañasen al grupo común.

En aquel momento, un nuevo invitado entró en el salón. Era el joven príncipe Andrés Bolkonski, el marido de la pequeña Princesa. El príncipe Bolkonski era un joven bajo, muy distinguido, de rasgos secos y acentuados. Toda su persona, comenzando por la mirada fatigada e iracunda, hasta su paso, lento y uniforme, ofrecía el más acentuado contraste con su pequeña mujer, tan animada. Evidentemente, conocía a todos los que se encontraban en el salón, y le molestaban tanto que le era muy desagradable mirarlos y escucharlos; y de todas aquellas fisonomías, la que parecía molestarle más era la de su mujer. Con una mueca que alteraba su correcto rostro, le volvió la cara. Besó la mano de Ana Pavlovna y casi entornando los ojos dirigió una mirada por toda la reunión.

— ¿Se va usted a la guerra, querido Príncipe? —preguntó Ana Pavlovna.

— El general Kutuzov — replicó Bolkonski recalcando la última sílaba, como si fuera francés — me quiere por ayuda de campo.

— ¿Y Lisa, su esposa?

— Se irá fuera de la ciudad.

— Es un gran pecado privarnos de su gentil compañía.

— Andrés — dijo la Princesa dirigiéndose a su marido con el mismo tono de coquetería con que se dirigía a los extraños—, ¡qué anécdotas nos ha contado el Vizconde sobre mademoiselle George y Bonaparte!

El príncipe Andrés cerró los ojos y se volvió. Pedro, que desde que el Príncipe había entrado en el salón no había separado de él su mirada alegre y amistosa, se acercó y le estrechó la mano. El Príncipe, sin moverse, contrajo la cara con un gesto que expresaba desprecio por quien le saludaba, pero al darse cuenta de la cara iluminada de Pedro sonrió con una sonrisa inesperada, buena y amable.

— ¡Vaya! ¡Tú también en el gran mundo! —le dijo.

— Sabía que vendría usted — repuso Pedro —. Cenaré en su casa — añadió en voz baja, para no interrumpir al Vizconde, que continuaba su narración —. ¿Puede ser?

— No, imposible — dijo el príncipe Andrés, riendo y estrechando la mano de Pedro de tal modo que comprendiese que aquello no podía preguntarlo nunca. Quería decir algo más, pero en aquel momento el príncipe Basilio se levantó, acompañado de su hija, y los dos hombres se separaron para dejarlos pasar.

— Ya me disculpará usted, querido Vizconde — dijo el príncipe Basilio en francés, apoyándose suavemente en su brazo para que no se levantase —. Esta desventurada fiesta del embajador me priva de una alegría y me obliga a interrumpirle. Me duele tener que abandonar tan encantadora reunión — dijo a Ana Pavlovna; y la princesa Elena, sosteniendo penosamente los pliegues de su vestido, pasó entre las sillas y su sonrisa iluminó más que nunca su hermoso rostro.

Cuando pasó ante Pedro, éste la miró con ojos asustados y entusiastas.

— Es muy bella — dijo el príncipe Andrés.

— Mucho — contestó Pedro.

Al pasar ante ellos, el príncipe Basilio cogió a Pedro de la mano y, dirigiéndose a Ana Pavlovna, dijo:

— Amánseme a este oso. Hace un mes que no sale de casa, y ésta es la primera vez que le veo en sociedad. Nada hay tan indispensable a los jóvenes como la compañía de las mujeres inteligentes.

IV

Ana Pavlovna, con una sonrisa amable, prometió ocuparse de Pedro, que, tal como ella sabía, era pariente del príncipe Basilio por parte de padre.

— ¿Qué le parece a usted esa comedia de la coronación de Milán? — preguntó Ana al príncipe Andrés —. ¿Y esa otra comedia del pueblo de Lucca y de Génova, que presentan sus homenajes a monsieur Bonaparte, sentado en un trono y recibiendo los votos de las naciones? ¡Encantador! ¡Oh, no, créame! ¡Es para volverse loca! Diríase que el mundo entero ha perdido el juicio.

El príncipe Andrés sonrió, mirando a Ana Pavlovna de hito en hito.

— «Dieu me la donne, gare a qui la touche», dijo Bonaparte con motivo de su coronación — respondió el Príncipe, y repitió en italiano las palabras de Napoleón —: «Dio mi la dona, gai a qui la tocca.» — Espero que, finalmente — continuó Ana Pavlovna —, haya sido esto la gota de agua que haga derramar el vaso. Los soberanos del mundo ya no pueden soportar más a este hombre que todo lo amenaza.

— ¿Los soberanos? No hablo de Rusia — dijo amable y desesperadamente el Vizconde —. Los soberanos, señora, ¿qué han hecho por Luis XVI, por la Reina, por Madame Elizabeth? Nada — continuó, animándose —. Y, créame, ahora sufren el castigo de su traición a la causa de los Borbones. ¿Los soberanos? Envían embajadores a cumplimentar al usurpador.

Y con un suspiro de menosprecio adoptó una nueva postura.

— Si Bonaparte continúa un año más en el trono de Francia — siguió diciendo, con la actitud del hombre que no escucha a los demás y que en un asunto que domina sigue exclusivamente el curso de sus ideas —, entonces las cosas irán mucho más lejos. La sociedad, y hablo de la buena sociedad francesa, será destruida para siempre por la intriga, por la violencia, por el destierro y por los suplicios. Y entonces...

Se encogió de hombros y abrió los brazos. Pedro hubiese querido decir algo, porque la conversación le interesaba, pero Ana Pavlovna, que lo observaba, se lo impidió.

— El emperador Alejandro — dijo Ana con la tristeza que acompañaba siempre a su conversación cuando hablaba de la familia imperial — ha manifestado que dejaría que los franceses mismos decidieran la forma de gobierno que quisieran, y estoy segura de que no puede dudarse que un golpe para librarse del usurpador haría que toda la nación se pusiera en masa al lado de un rey legítimo — dijo, esforzándose en ser amable con el emigrado realista.

— No es seguro — dijo el príncipe Andrés —. El Vizconde cree, y con razón, que las cosas ya han ido demasiado lejos. Creo que la vuelta al pasado será difícil.

— Por lo que he oído — dijo Pedro, que se mezcló en la conversación alegremente —, casi toda la nobleza se ha puesto al lado de Bonaparte.

—Eso lo dicen los bonapartistas — respondió el Vizconde sin mirarle —. Es difícil en estos momentos conocer la opinión pública en Francia.

— Bonaparte lo ha dicho — objetó el príncipe Andrés con una sonrisa. Evidentemente, le disgustaba el Vizconde, y, sin responderle directamente, las palabras estaban dirigidas a él—. «Les he mostrado el camino de la gloria — añadió después de un breve silencio, repitiendo de nuevo las palabras de Napoleón —. No han querido seguirlo. Les he abierto las puertas de mis salones y se han precipitado en ellos en masa.» No sé hasta qué punto tiene derecho a decirlo.

— Hasta ninguno — repuso el Vizconde —. Después del asesinato del Duque, hasta los hombres más parciales han dejado de mirarlo como a un héroe. Lo ha sido para cierta gente — continuó dirigiéndose a Ana Pavlovna —. Después del asesinato del Duque hay un mártir mas en el cielo y un héroe menos en la tierra.

Ana Pavlovna y los demás no habían tenido tiempo aún de aceptar con una sonrisa de aprobación las palabras del Vizconde cuando Pedro se lanzaba de nuevo a la conversación. Ana Pavlovna, a pesar de presentir que iba a decirse algo extemporáneo, no pudo detenerle.

— El suplicio del duque de Enghein — dijo Pedro —era de tal modo una necesidad de Estado que, para mí, precisamente la grandeza de alma está en que Napoleón no haya vacilado en cargar sobre sí la responsabilidad de este acto.

— ¡Dios mío, Díos mío! —murmuró aterrorizada Ana Pavlovna.

— Es decir, monsieur Pedro, ¿consideráis que el asesinato es una grandeza de alma? — dijo la pequeña Princesa sonriendo y acercándose la labor.

— ¡Ah! ¡Oh! — exclamaron varias voces.

— ¡Capital! — dijo en inglés el príncipe Hipólito, comenzando a golpearse las rodillas.

El Vizconde contentóse con encogerse de hombros. Pedro miraba triunfalmente a su auditorio por encima de los lentes.

— Hablo así — continuó — porque los Borbones han vuelto la espalda a la Revolución y han dejado al pueblo en la anarquía. Únicamente Napoleón ha sabido comprender a la Revolución y vencerla. Y por eso, por el bien común, no podía detenerse ante la vida de un hombre.

— ¿No quiere usted pasar a esta mesa? — preguntó Ana Pavlovna.

Mas Pedro continuó su discurso sin responder.

— No — dijo, animándose cada vez más —. Napoleón es grande porque se ha impuesto por encima de la Revolución, de la cual ha reprimido los abusos y ha conservado todo lo que tenía de bueno: la igualdad de los ciudadanos, la libertad de la palabra y prensa, y solamente por esto ha conquistado el poder.

— Si hubiera conseguido el poder sin valerse del asesinato y lo hubiese devuelto al rey legítimo, entonces sí se le habría reconocido como un gran hombre — replicó el Vizconde.

— No podía hacerlo. El pueblo le ha dado el poder para que le quitase de encima a los Borbones y porque veía en él a un gran hombre. La Revolución ha sido una gran obra — continuó Pedro, demostrando por esta proposición audaz y provocativa su extremada juventud y el deseo de decirlo todo sin reservas.

— ¡Una gran obra la Revolución y el asesinato de los reyes...! Después de esto... Pero ¿no quiere usted pasar a esta mesa? — repitió Ana Pavlovna.

— Contrato social — dijo el Vizconde con una sonrisa amable.

— No hablo de la ejecución del rey. Hablo de las ideas.

— Sí, las ideas de pillaje, de homicidio y de crimen de vuesa majestad — interrumpió de nuevo la voz irónica.

— Cierto que fueron excesos, pero hay algo más que esto. Lo importante está en el derecho del hombre, en la desaparición de los prejuicios, en la igualdad de los ciudadanos. Y Napoleón ha mantenido estas ideas íntegramente...

— Libertad e igualdad — dijo con desdén el Vizconde, como si finalmente se decidiese a demostrar seriamente a aquel joven la tontería de sus manifestaciones—; grandes palabras comprometidas desde hace mucho tiempo. ¿Quién no ama la igualdad y la libertad? El Salvador ya las predicaba. Por ventura, ¿han sido los hombres más felices después de la Revolución? Al contrario, nosotros hemos querido la libertad y Bonaparte la ha destruido.

Casi sonriendo, el príncipe Andrés miraba ora a Pedro, ora al Vizconde, ora a la dueña de la casa. Desde los primeros ataques de Pedro, Ana Pavlovna, no obstante su mundología, estaba asustada, pero cuando vio que, a pesar de las sacrílegas palabras pronunciadas por Pedro, el Vizconde no se exaltaba ni se ponía fuera de sí, cuando se convenció de que no era posible ahogarlas, hizo acopio de fuerzas y se unió al Vizconde para atacar al orador.

— Pero, querido monsieur Pedro — dijo Ana Pavlovna—, ¿cómo se explica usted esto? Un gran hombre que ha podido hacer ejecutar al Duque, es decir, simplemente a un hombre, sin haber cometido delito alguno y sin juzgarlo...

— Yo preguntaría — interrumpió el Vizconde — cómo el señor explica el l8 Brumario. ¿No es una farsa, acaso? Es un escamoteo que no se parece en nada al modo de obrar de un gran hombre.

— ¿Y los prisioneros de África que ha hecho matar? — dijo la pequeña Princesa —. ¡Es horrible! — y levantó los hombros.

— Dígase lo que se quiera, es un plebeyo — declaró el príncipe Hipólito.

Pedro no sabía qué responder. Los miraba a todos y sonreía. Su sonrisa no era como la de los demás; al contrario, en él, cuando sonreía, el rostro serio y un tanto hosco desaparecía de pronto, mostrándose en su lugar una fisonomía tranquila, incluso hasta un poco indecisa, que parecía pedir perdón. Para el Vizconde, que lo veía por primera vez, era evidente que aquel jacobino no era tan terrible como sus palabras. Todos callaron.

— ¿Cómo quieren que responda a todos a la vez? — dijo el príncipe Andrés —. Además, en los actos de un hombre de Estado cabe distinguir los del particular y los del generalísimo o los del emperador. Esto me parece que es suficientemente claro.

— Sí, sí, naturalmente — dijo Pedro con la ayuda que se le ofrecía.

— No se puede negar — continuó el príncipe Andrés —que Napoleón, como hombre, fue muy grande en Pont d'Arcole y en el Hospital de Jaffa, donde estrechó la mano a los apestados. No obstante, no obstante..., hay otros actos suyos que son muy difíciles de justificar.

El príncipe Andrés, que evidentemente había querido dulcificar la inconveniencia de las palabras de Pedro, se levantó para marcharse e hizo una seña a su mujer.

V

Comenzaron los invitados a retirarse, agradeciendo a Ana Pavlovna la deliciosa velada.

Pedro era alto, macizo, tosco, con unas enormes manos coloradas. No sabía entrar en un salón, y mucho menos salir de él. Es decir, no sabía decir unas cuantas palabras agradables antes de retirarse. Además, era distraído. Cuando se levantó, en lugar de coger su sombrero cogió el tricornio del General, adornado con plumas, y movió bruscamente éstas hasta que el General le rogó que se lo devolviera. Pero esta distracción y el defecto de no saber entrar en un salón ni conversar neutralizábase por una expresión de bondad, de sencillez y de modestia. Ana Pavlovna se dirigió a él y, expresándole con cristalina dulzura el perdón por su acometividad, le saludó diciéndole:

— Espero volver a verle, pero también espero que modificará sus opiniones, querido monsieur Pedro.

Él no contestó. Se inclinó tan sólo y de nuevo mostró a todos su sonrisa, que nada daba a entender, pero que quizá quisiera decir esto: «Las opiniones son las opiniones, y ya habéis visto que soy un buen muchacho.» Y todos, incluso Ana Pavlovna, involuntariamente, lo comprendían.

El príncipe Andrés pasó al recibidor. Mientras volvía la espalda al criado que le ayudaba a ponerse la capa, escuchaba con indiferencia la charla de su mujer con el príncipe Hipólito, que también se encontraba en el recibidor. El príncipe Hipólito hallábase al lado de la bella Princesa grávida y la contemplaba con insistencia a través de sus impertinentes.

— Estoy contentísimo de no haber ido a casa del embajador — dijo Hipólito —. Aquello es un aburrimiento. Una velada deliciosa, deliciosa, ésta, ¿verdad?

— Dicen que el baile estará muy animado — replicó la Princesa moviendo los labios, cubiertos de rubio vello —. Acudirán a él todas las mujeres bonitas.

— No todas, si usted no va — replicó el príncipe Hipólito con risa alegre; y cogiendo el chal de manos del criado, él mismo lo colocó sobre los hombros de la Princesa. Por distracción o voluntariamente, no era posible saberlo, no retiró las manos de los hombros hasta mucho después que el chal estuviera en su sitio. Hubiérase dicho que abrazaba a la Princesa.

Ella, siempre sonriendo graciosamente, se alejó, se volvió y miró a su marido. El príncipe Andrés tenía los ojos entornados y parecía fatigado y somnoliento.

— ¿Estás ya? —preguntó su mujer, siguiéndolo con la mirada.

El príncipe Hipólito se puso rápidamente el abrigo, que, según la moda de entonces, le llegaba hasta los talones, y tropezando corrió hacia la puerta, detrás de la Princesa, a quien el criado ayudaba a subir al coche.

— Hasta la vista, Princesa — gritó, balbuceando, del mismo modo que había tropezado con los pies.

La Princesa se recogió las faldas y subió al coche. Su marido se arregló el sable. El príncipe Hipólito, con la excusa de ser útil, los estorbaba a todos.

— Permítame, caballero — dijo secamente y con aspereza el príncipe Andrés dirigiéndose en ruso al príncipe Hipólito, que le interceptaba el paso —. Te espero, Pedro — añadió con voz dulce y tierna esta vez.

El cochero tiró de las riendas y el carruaje comenzó a rodar. El príncipe Hipólito rió convulsivamente y permaneció en lo alto de la escalera, en espera del Vizconde, que le había prometido acompañarle.

Pedro, que había llegado primero, como si fuera de la familia, se dirigió al gabinete de trabajo del príncipe Andrés e inmediatamente, como de costumbre, se recostó en el diván, cogió el primer libro que le vino a la mano en el estante — eran las Memorias de Julio César — y, apoyándose sobre el codo, abrió el libro por su mitad y comenzó a leer.

— ¿Qué has hecho con la señorita Scherer? Caerá enferma — dijo el príncipe Andrés entrando y frotándose las finas y blancas manos.

Pedro giró tan bruscamente todo el cuerpo que crujió el diván, y, mirando al príncipe Andrés, hizo un ademán con la mano.

— No; este Abate es muy interesante, pero no ve las cosas tal como son. Para mí, la paz universal es posible, pero..., no sé cómo decirlo..., pero esto no traerá nunca el equilibrio político.

Veíase claramente que al príncipe Andrés no le interesaba esta abstracta conversación.

—Amigo mío, no puede decirse en todas partes lo que se piensa. Y bien, ¿has decidido algo? ¿Ingresarás en el ejército o serás diplomático?—preguntó el Príncipe tras un momento de silencio.

Pedro se sentó con las piernas cruzadas sobre el diván.

— ¿Quiere usted creer que todavía no lo sé? No me gusta ni una cosa ni otra.

— Pero hay que decidirse. Tu padre espera.

A los diez años, Pedro había sido enviado al extranjero con un abate preceptor, y había permanecido allí hasta los veinte. Cuando regresó a Moscú, el padre prescindió del preceptor y dijo al joven: «Ahora vete a San Petersburgo. Mira y escoge. Yo consentiré en lo que sea. Aquí tienes una carta para el príncipe Basilio, y dinero. Cuéntamelo todo. Ya lo ayudaré.» Tres meses hacía que Pedro se ocupaba en elegir una carrera y no se decidía por ninguna. El príncipe Andrés hablaba de esta elección. Pedro se pasaba la mano por la frente.

— Estoy seguro de que debe de ser masón—dijo, pensando en el Abate que le habían presentado durante la velada.

— Todo eso son tonterías — le contestó, interrumpiéndole de nuevo, el príncipe Andrés —. Más vale que hablemos de tus cosas. ¿Has ido a la Guardia Montada?

— No, no he ido. Pero he aquí lo que he pensado. Quería decirle a usted lo siguiente: estamos en guerra contra Napoleón. Si fuese a la guerra por la libertad, lo comprendería y sería el primero en ingresar en el ejército. Pero ayudar a Inglaterra y a Austria contra el hombre más grande que ha habido en el mundo..., no me parece bien.

El príncipe Andrés se encogió de hombros a las palabras infantiles de Pedro. Su actitud parecía significar que, ante aquella tontería, nada podía hacerse. En efecto, era difícil responder a esta ingenua opinión de otra forma distinta de la que lo había hecho el Príncipe.

— Si todos hicieran la guerra por convicción no habría guerra.

— Eso estaría muy bien — repuso Pedro.

El Príncipe sonrió.

— Sí, es posible que estuviera muy bien, pero no ocurrirá nunca.

— Bien, entonces, ¿por qué va usted a la guerra? — preguntó Pedro.

— ¿Por qué? No lo sé. Es necesario. Además, voy porque... — se detuvo —. Voy porque la vida que llevo aquí, esta vida, no me satisface.

VI

En la habitación de al lado oíase un rumor de ropa femenina. El príncipe Andrés se estremeció como si despertase, y su rostro adquirió la expresión que tenía en el salón de Ana Pavlovna. Pedro retiró las piernas del diván. Entró la Princesa. Llevaba un vestido de casa, elegante y fresco. El príncipe Andrés se levantó y amablemente le ofreció una butaca.

—Frecuentemente me pregunto — dijo la Princesa hablando en francés, como de costumbre, y sentándose con mucho ruido — por qué no se ha casado Ana y por qué vosotros habéis sido tan tontos como para no haberla escogido por mujer. Perdonadme, pero no entendéis nada de mujeres. ¡Qué polemista hay en usted, monsieur Pedro!

— Sí, y hasta discuto siempre con su marido. No comprendo por qué quiere ir a la guerra — dijo Pedro, dirigiéndose a la Princesa sin los miramientos habituales en las relaciones entre un joven y una mujer joven también.

La Princesa se estremeció. Evidentemente, las palabras de Pedro la herían en lo vivo.

— ¡Ah, ah! ¿Ve usted? Es lo mismo que yo digo — dijo —. No comprendo por qué los hombres no pueden vivir sin guerras. ¿Por ventura, nosotras, las mujeres, no tenemos necesidad de nada? Y bien, ya lo ven. Juzguen ustedes mismos. Yo siempre lo he dicho... Mi marido es ayudante de campo de su tío. Posee una situación más brillante que nadie. Todos le conocen y todos le aprecian mucho. No hace muchos días que en casa de los Apraxin oí decir a una señora: «¿Éste es el célebre príncipe Andrés? ¡Vaya!», y sonrió. Es muy bien recibido de todos y puede llegar fácilmente a ser ayuda de campo del Emperador. Éste le habla con mucha deferencia. Hemos creído que todo esto sería muy fácil de arreglar con Ana. ¿Qué le parece a usted?

Pedro miró al príncipe Andrés y, viendo que le disgustaba esta conversación, permaneció en silencio.

— ¿Cuándo se va? — preguntó.

— ¡Ah! No me hable de esa marcha, no me hable. No quiero oír hablar de ello — dijo la Princesa, con el tono caprichoso que tenía cuando hablaba con Hipólito en el salón, pero que contrastaba visiblemente en un círculo de familia del cual Pedro era uno de los miembros —. ¡Pensar que una ha de interrumpir todas las relaciones más apreciables... ! Y después... Ya lo sabes, Andrés — abría sus grandes ojos a su marido —. ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! — murmuró, y sus hombros se estremecieron.

Su marido la miró, como extrañado de darse cuenta de que en la habitación hubiese todavía alguien más fuera de Pedro y de él, y con una fría galantería y en tono interrogador preguntó a su esposa:

— ¿Miedo de qué, Lisa? No comprendo...

— Ya ve usted si son egoístas los hombres. Todos, todos, unos egoístas. Me deja porque quiere. Dios sabe por qué. Y para encerrarme sola en el campo.

—No olvides que estarás con mi padre y mi hermana —dijo en voz baja el príncipe Andrés.

— Como si fuera sola — contestó ella —. Sin mis amistades. Y quiere que no tenga miedo — y el tono de su voz era de rebeldía; su pequeño labio se levantaba, dándole a la cara no la expresión sonriente, sino la bestial de una ardilla. Calló, como si considerase inconveniente hablar ante Pedro de su embarazo, porque en esto radicaba todo el sentido de su discusión.

—No comprendo por qué tienes miedo—dijo lentamente el príncipe Andrés sin apartar la vista de su mujer.

La Princesa, sofocada, agitaba desesperadamente los brazos.

— No, Andrés. Te digo que has cambiado mucho, mucho.

— El médico te ha ordenado que te acuestes más temprano — murmuró el Príncipe —. Harás muy bien acostándote.

La Princesa no respondió, y, de pronto, su breve y corto labio cubierto de vello rubio tembló. El Príncipe se levantó y, encogiéndose de hombros, comenzó a pasearse por la estancia.

Pedro, por encima de los lentes, miraba con sorpresa e ingenuidad tanto al Príncipe como a su esposa. Hizo un movimiento como para levantarse, pero reflexionó y continuó sentado.

— ¿Y qué importa que esté monsieur Pedro? — dijo de pronto la Princesa; y su hermoso rostro se transformó bruscamente bajo la mueca de un fingido sollozo —. Hacía mucho tiempo que quería preguntártelo, Andrés. ¿Por qué has cambiado tanto para mí? ¿Qué te he hecho? Te vas a la guerra y no me compadeces. ¿Por qué?

— ¡Lisa! — dijo tan sólo el príncipe Andrés, y en esta palabra había al mismo tiempo un ruego y una amenaza, y sobre todo la confianza absoluta de que ella se detendría al escucharla.

Pero su esposa continuó apresuradamente:

— Me tratas como si fuera una enferma o una niña. Lo veo claramente. ¿Hacías esto seis meses atrás?

— ¡Lisa, por favor, no sigas! — continuó el Príncipe, con un gesto más expresivo.

Pedro, cada vez más desconcertado por esta conversación, se levantó y se acercó a la Princesa. Parecía que no pudiese soportar la visión de las lágrimas y que también fuese a romper en llanto.

— Cálmese, Princesa. Le aseguro que todo esto son figuraciones suyas. Yo sé por qué..., por qué... Pero perdóneme. Soy un extraño. No, no. Sosiéguese. Hasta la vista.

El príncipe Andrés le detuvo, cogiéndole de la mano.

— No, espérate. La Princesa es tan amable que no querrá privarme de la satisfacción de pasar la velada contigo.

— Solamente piensa en él — dijo la Princesa, no pudiendo detener unas lágrimas de rabia.

— ¡Lisa! — dijo secamente el príncipe Andrés elevando el tono de su voz para demostrar que su paciencia había ya llegado al límite.

De pronto, la expresión bestial, la expresión de ardilla del rostro despierto de la Princesa, adquirió otra más atrayente que incitaba a la piedad y al temor. Sus hermosos ojos contemplaban a su marido y apareció en su cara una expresión tímida, como la del perro que mueve la cola caída en rápidas y cortas oscilaciones.

— ¡Dios mío, Dios mío! —dijo la Princesa, y recogiéndose con una mano los pliegues de la falda se acercó a su marido y le besó en la frente.

— Buenas noches, Lisa — dijo el príncipe Andrés levantándose y besándole gentilmente la mano, como a una extraña.

Los dos amigos quedaron silenciosos. Ni uno ni otro sabían qué decir. Pedro miraba al Príncipe, que se pasaba la fina mano por la frente.

—Vamos a cenar—dijo con un suspiro, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta.

Entraron en el comedor, amueblado recientemente, rico y elegante. Todo, desde la vajilla hasta la plata y el cristal, tenía ese sello particular de cosa nueva que se advierte en las casas de los recién casados. A mitad de la cena, el Príncipe se apoyó sobre la mesa. Tenía un aire de enervamiento que Pedro no había observado nunca en él; y, como un hombre que desde hace mucho tiempo tiene el corazón lleno de amargura y se decide finalmente a desahogarse, comenzó a hablar.

—No te cases nunca, Pedro, nunca. Es el consejo que te doy. No te cases nunca antes de haberte preguntado a ti mismo si has hecho cuanto has podido antes de dejar de querer a la mujer elegida, antes de verla tal como es.

Pedro se quitó los lentes y su rostro cambió, apareciendo entonces más lleno de bondad. Miró a su amigo, estupefacto.

— Mi esposa — continuó el príncipe Andrés — es una mujer admirable; es una de esas pocas mujeres con las que un hombre está tranquilo por lo que respecta a su honor. Pero, ¡Dios mío, qué daría yo por no estar casado! Tú eres el primero, el único a quien digo esto, porque te quiero.

Y al pronunciar estas palabras el príncipe Andrés era todavía mucho más distinto de aquel Bolkonski que se sentaba en una butaca en casa de Ana Pavlovna y que con los ojos medio cerrados dejaba escapar frases francesas entre dientes.

— En casa de Ana Pavlovna — siguió diciendo — se me escucha. Y esta sociedad imbécil, sin la cual mi mujer no puede vivir, y esas mujeres... ¡Si pudieses llegar a saber quiénes son todas las mujeres distinguidas y, en general, las mujeres! Mi padre tenía razón. El egoísmo, la ambición, la estupidez, la nulidad en todo. He aquí a las mujeres cuando se muestran tal como son. Cuando se les ve en sociedad parece que tengan algo, pero no tienen nada, nada. Sí, amigo mío, no te cases — concluyó el príncipe Andrés.

— Me parece divertido — dijo Pedro — que se considere usted un incapaz y tenga por destrozada su vida. Pero si todo le favorece, si usted... — no acabó la frase. Tenía a su amigo en la más alta consideración y esperaba de él un brillante porvenir.

«Pero ¿cómo puede decir todo esto?», pensaba Pedro.

Consideraba al príncipe Andrés como modelo de todas las perfecciones, precisamente porque el príncipe Andrés reunía en el más alto grado todas las cualidades que él no tenía y que podían resumirse con mucha exactitud en este concepto: la fuerza de voluntad. Pedro admirábase siempre de la capacidad del príncipe Andrés, de su comportamiento con toda clase de hombres, de su memoria extraordinaria, de todo lo que había leído; lo había leído todo, lo sabía todo y tenía idea de todo. Y, en particular, admiraba su facilidad para trabajar y aprender. Y si con frecuencia Pedro se había extrañado de encontrarle cierta falta de capacidad para la filosofía contemplativa, a la que Pedro se sentía especialmente inclinado, no veía en esto un defecto, sino una fuerza.

En las mejores relaciones, las más amistosas, las más sencillas, la adulación o el elogio son tan necesarios como la grasa lo es a los ejes de las ruedas para que funcionen.

— Soy un hombre acabado — dijo el príncipe Andrés —. Vale más que hablemos de ti — y calló, sonriendo a sus ideas consoladoras.

Instantáneamente, la sonrisa se reflejó en la cara de Pedro.

— ¿Qué podemos decir de mí? — dijo, dilatando la boca con una sonrisa confiada y alegre —. ¿Qué soy yo? Un bastardo — y de pronto se ruborizó. Evidentemente, había hecho un esfuerzo extraordinario para decir esto —. Sin nombre, sin fortuna — añadió — y que, positivamente... — y dejó la frase sin terminar —. Por ahora soy un hombre libre y me considero feliz. Pero no sé por dónde empezar. Con gusto quisiera pedirle a usted un consejo.

El príncipe Andrés dirigió a Pedro su mirada bondadosa, pero incluso en su amistosa mirada apuntaba la conciencia de la superioridad.

— Te quiero sobre todo porque entre la gente de nuestro mundo eres el único hombre que vive. A ti ha de serte muy fácil. Escoge lo que quieras, que para ti todo será igual. Por dondequiera que vayas serás un hombre bueno. Pero permíteme una cosa nada más... No te relaciones con Kuraguin. Prescinde de esa vida. Ninguna de esas orgías te conviene y...

— ¿Qué quiere usted que haga, amigo mío? — preguntó Pedro encogiéndose de hombros—. Las mujeres, querido, las mujeres...

— No te comprendo — replicó Andrés —. Las mujeres como deben ser son otra cosa. Pero no las mujeres de Kuraguin, las mujeres y la bebida. No te comprendo.

Pedro vivía en casa del príncipe Basilio Kuraguin y compartía la vida licenciosa de su hijo Anatolio, aquel a quien, para corregirle, querían casar con la hermana del príncipe Andrés.

— ¿Sabe usted — dijo Pedro, como si se le ocurriese repentinamente una idea luminosa — que hace mucho tiempo que pienso en esto seriamente? Con esta vida no puedo reflexionar ni decidir nada. La cabeza me da vueltas y no tengo dinero. Hoy me ha invitado, pero no iré.

— ¿Me lo prometes?

— Mi palabra de honor.

VII

En casa de los Rostov se celebraba la fiesta de las dos Natalias, la madre y la hija menor. Desde por la mañana, las berlinas conducían a las visitas. Llegaban y desfilaban ante el gran palacio de la condesa Rostov, muy conocida de todo Moscú, situado en la calle Povarskaia. La Condesa, con la hija mayor y las visitas que se sucedían incesantemente, no se movía del salón.

La Condesa era una mujer de unos cuarenta y cinco años, de tipo oriental, de rostro ahusado y visiblemente fatigado por los partos continuos: había tenido doce hijos. Sus lentos movimientos y la premiosidad de su conversación, debida a la falta de fuerzas, le daban un aire imponente que inspiraba respeto. La princesa Ana Mikhailovna Drubetzkaia, que se encontraba allí como si estuviera en su casa, la ayudaba a recibir y conversar con las visitas.

Los jóvenes hallábanse en una habitación próxima, y no creían necesario participar de la recepción. El Conde salía a recibir a las visitas y las invitaba a comer.

— María Lvovna Kuraguin y su hija — anunció con profunda voz el corpulento criado de la Condesa abriendo la puerta del salón.

La Condesa reflexionó y aspiró un polvo de rapé extraído de una tabaquera de oro con el retrato de su marido.

— Me han rendido las visitas — dijo —. Bien, recibiré a ésta, pero será la última. Marea todo esto. Hazlas entrar —dijo al criado con voz triste, como si le hubiera dicho: «Bien, acaba de matarme.» Una dama alta, fuerte, de altivo aspecto, y una joven carirredonda y sonriente siempre entraron en el salón con gran rumor de telas.

El tema de la conversación era la gran noticia del día: la enfermedad del riquísimo y excelente conde Bezukhov, un hombre viejo, superviviente de la época de Catalina. También se hablaba de su hijo natural Pedro, aquel que se había portado tan desgraciadamente en la velada.

— ¿De veras? — preguntó la Condesa.

— Compadezco mucho al pobre Conde — dijo la visitante—. ¡Está tan enfermo! Estos disgustos de su hijo lo matarán.

— ¿Qué ocurre? — preguntó la Condesa, como si no supiera nada de lo que le hablaba su interlocutora, a pesar de que en muy poco rato le habían contado quince veces el motivo de los disgustos del conde Bezukhov.

— Éstos son los resultados de la educación actual. Este joven, en el extranjero, no tenía a nadie que le guiase, y ahora, en San Petersburgo, dicen que comete tales atrocidades, que ha sido expulsado por la policía.

— ¿De veras? — preguntó la Condesa.

— Ha elegido muy malas compañías — intervino la princesa Ana Mikhailovna —. Según parece, él, el hijo del príncipe Basilio y un tal Dolokhov han hecho alguna sonada. Los han castigado a los dos. Dolokhov ha sido degradado y el hijo de Bezukhov enviado a Moscú. Por lo que respecta a Anatolio Kuraguin, el padre ha podido echar tierra sobre el asunto. Pero parece que también le han expulsado de San Petersburgo.

— Pero ¿qué han hecho? — preguntó la Condesa.

—Son unos verdaderos bandidos. Sobre todo ese Dolokhov — dijo la visitante —. Es hijo de María Ivanovna Dolokhova. Ya ve usted. ¡Una dama tan respetable! Figúrese usted que los tres cogieron un oso de no sé dónde, lo metieron en un coche y se fueron a casa de unas actrices.

Tuvo que ir un policía para calmarlos. Y ¿sabe usted qué hicieron? Cogieron al policía, lo ataron a la espalda del oso y lo tiraron al Moika. El oso se puso a nadar, llevando al policía en las espaldas.

— Querida, debía de ser muy divertido el espectáculo — exclamó el Conde retorciéndose de risa.

— ¡Oh, qué horror, qué horror! ¿Por qué se ríe así, Conde?

No obstante, las damas no pudieron contener la risa.

— Fue muy difícil salvar a aquel desgraciado — continuó la visitante —. Y, ya ve usted: el hijo del príncipe Cirilo Vladimirovitch Bezukhov se divierte de este modo — añadió —. ¡Lo han educado bien! ¡Tan inteligente como decían que era! Ya ve usted adónde nos conduce la educación en el extranjero. Supongo que aquí, a pesar de su fortuna, no le recibirá nadie. Querían presentármelo, pero me he negado en absoluto. Tengo dos hijas.

— ¿Por qué dice usted que este joven es tan rico? —preguntó la Condesa mirando de soslayo a las dos jóvenes, que inmediatamente hicieron ver que no escuchaban—. El conde Bezukhov solamente tiene hijos naturales. Parece que Pedro es también hijo natural.

La visitante hizo un ademán.

— Creo que tiene veinte hijos naturales.

— ¡Y qué joven se conservaba aún el año pasado! — dijo la Condesa —. Daba gusto verlo.

— Pues ahora está muy cambiado — dijo Ana Mikhailovna —. Pero vea usted lo que quería decir — continuó —: por parte de su mujer, el príncipe Basilio es el heredero directo, pero el viejo quiere mucho a Pedro. Se ha ocupado de su educación. Ha escrito al Emperador, de modo que nadie sabe, cuando muera (y está tan enfermo que se espera suceda esto de un momento a otro, puesto que Lorrain, el doctor, ha venido de San Petersburgo), quién de los dos será el poseedor de esta enorme fortuna: Pedro o el príncipe Basilio. Cuatro mil almas y muchos millones. Lo sé muy bien, porque el mismo príncipe Basilio me lo ha dicho, y Cirilo Vladimirovitch es pariente mío por parte de madre. Es padrino de Boris — añadió, como si no diese ninguna importancia a este hecho.

— El príncipe Basilio llegó ayer a Moscú. Dicen que va en viaje de inspección — dijo la visitante.

—Sí, pero, entre nosotras, ya se puede decir—interrumpió la Princesa —. Esto es un pretexto. Ha venido para ver al príncipe Cirilo Vladimirovitch, porque sabe que está enfermo.

— Pero, vaya, querida, ha sido una buena jugada — dijo el Conde. Y, observando que la visitante no le escuchaba, se dirigió a las jóvenes—. Ya veo la cara del policía. ¡Cómo me hubiera reído si lo hubiese visto!

Y suponiendo cómo debía mover los brazos el policía, rompió de nuevo a reír, con risa sonora y profunda, que conmovía su cuerpo repleto, tal como suelen hacerlo los hombres que han comido bien y, sobre todo, han bebido copiosamente.

— Así, pues, si ustedes lo desean, comeremos en nuestra casa — dijo.

VIII

Se extinguió la conversación. La Condesa miraba a la Princesa con una sonrisa amable, sin ocultar, sin embargo, que no la molestaría poco ni mucho que se levantase y se fuera. La hija de la visitante alisábase ya los pliegues del vestido y miraba interrogadoramente a su madre, cuando de pronto, desde la habitación vecina, cercana a la puerta, se oyó el ruido que hacían unos jóvenes al correr, seguido del de unas sillas movidas violentamente y caídas luego, y apareció en el salón una muchacha de trece años que, escondiéndose algo bajo la corta falda de muselina, detúvose en medio de la sala. Veíase claramente que todo aquello obedecía a la casualidad, porque no había sabido calcular el impulso de su carrera y encontrábase más allá del lugar a donde se había propuesto llegar. Casi inmediatamente aparecieron en la puerta un estudiante con el cuello azul, un oficial de la guardia, una muchacha de trece años y un jovencito fuerte y rojo vestido con una chaqueta.

El Conde se levantó y, balanceándose, abrió los brazos a la joven que entraba corriendo.

— ¡Ya está aquí! — gritó, riendo —. Hoy es su santo, querida, su santo.

—Hay un día para todo, querida — dijo la Condesa fingiendo ser severa —. Las malcrías demasiado, Elías — añadió dirigiéndose a su marido.

— Buenos días, hija mía. Para muchos años — dijo la visitante —. ¡Qué criatura más deliciosa! — continuó, dirigiéndose a la madre.

La jovencita, muy despierta, tenía los ojos negros, grande la boca, una linda nariz, unos hombros desnudos y gráciles, que temblaban por encima del corsé a causa de aquella alocada carrera, unos tirabuzones negros y unos brazos delgados y desnudos; caíanle hasta los tobillos unos calzones con puntillas y calzaba sus pies con unos zapatos descotados. Tenía aquella edad deliciosa en que la niña ya no es una chiquilla y en la que la chiquilla no es todavía mujer. Se escapó de su padre y corrió hacia su madre y, sin hacer caso de la severa observación que le había dirigido, escondió su ruboroso rostro bajo su chal de puntillas y se echó a reír. Reíase de algo y, jadeante, hablaba de su muñeca, que sacó de debajo de sus faldas.

— Ven ustedes... La muñeca... Mimí... ¿Lo ve?

Y Natacha, sin poder hablar, tan divertido le parecía, se abandonó a su madre y se echó a reír con una risa tan fuerte y sonora que incluso todos, hasta la imponente visitante, hubieron de imitarla a pesar suyo.

— Bueno, bueno, vete con tu monstruo — dijo la madre fingiendo rechazar vivamente a su hija —. Es la pequeña — continuó la Condesa dirigiéndose a la visita.

Natacha apartó por un momento la cara del chal de puntillas de su madre y la miró con los ojos anegados en lágrimas de tanta risa, y de nuevo escondió el rostro.

La visita, obligada a asistir a esta escena de familia, creyó muy delicado tomar parte en ella.

— Dime, queridita — dijo a Natacha —, ¿quién es Mimí? ¿Es acaso tu hijita?

Este tono indulgente y esta pregunta infantil de la visitante disgustaron a Natacha. No respondió y miró seriamente a la Princesa.

En aquel instante, todo el grupo de jóvenes: Boris, el oficial, hijo de la princesa Ana Mikhailovna; Nicolás, estudiante e hijo mayor de la Condesa; Sonia, sobrina del Conde, jovencita de trece años, y el pequeño Petrucha, el menor de todos ellos, se instalaron en el salón, esforzándose visiblemente en contener, dentro de los límites de la buena educación, la animación y la alegría que aún se reflejaban en cada uno de sus rasgos. Evidentemente, en la habitación contigua, de donde los jóvenes habían salido corriendo con tal calor, las conversaciones eran mucho más divertidas que los cotilleos de la ciudad y del tiempo. De vez en cuando mirábanse unos a otros y a duras penas podían contener la risa.

Los dos jóvenes, el estudiante y el oficial, eran de la misma edad, amigos desde muy pequeños, y de arrogante presencia, pero de una belleza muy distinta. Boris era alto, rubio, de facciones finas y regulares y expresión tranquila y correcta. Nicolás no era tan alto, tenía los cabellos rizados y su rostro era absolutamente franco; en el labio superior le apuntaba ya un bozo negro, y de todo él parecía desprenderse la animación y el entusiasmo.

Nicolás ruborizóse en cuanto entró en el salón. Parecía como si quisiera decir algo y no encontrase las palabras justas. Boris, por el contrario, se repuso inmediatamente y contó, tranquilo y bromeando, que conocía a la muñeca Mimí desde niña, cuando tenía aún la nariz entera, que en cinco años había envejecido mucho y que le habían vaciado el cráneo. Contando todo esto miraba sin cesar a Natacha. Ésta se volvió hacia él, miró a su hermano pequeño, que, con los ojos cerrados, reía conteniendo el estallido de una carcajada, y no pudiendo contenerse más, la muchacha salió del salón tan deprisa como se lo permitían sus ágiles piernas. Boris no reía.

— Me parece que también tú quieres irte, mamá. Necesitas el coche — dijo, dirigiéndose sonriente a su madre.

— Sí, ve y dí que enganchen los caballos — replicó su madre, sonriendo también.

Boris salió lentamente detrás de Natacha.

El chiquillo corpulento corrió furioso tras ellos. Parecía muy disgustado de que le hubiesen estorbado en sus ocupaciones.

IX

Sin contar a la hija mayor de la Condesa, Vera — que tenía cuatro años más que la pequeña y se consideraba un personaje —, y la hija de la visitante, de todo el grupo de jóvenes tan sólo Nicolás y Sonia, la sobrina, quedaron en el salón. Sonia era una jovencita morena, poco desarrollada, de ojos dulces sombreados por unas largas pestañas; una gruesa trenza negra dábale dos vueltas a la cabeza, y la piel de su rostro, sobre todo la del cuello y la de sus desnudos brazos, delgados pero musculados y graciosos, tenía un tono aceitunado. Por la armonía de sus movimientos, la finura y la gracia de sus miembros y sus maneras un poco artificiales y reservadas parecía una gatita no formada aún, pero que, andando el tiempo, llegaría a ser una gata magnífica. Sin duda alguna creía conveniente demostrar con su sonrisa que tomaba parte en la conversación general, pero, a pesar suyo, sus ojos, bajo las largas y espesas pestañas, miraban sin cesar al primo que marchaba a incorporarse al ejército; mirábalo con una adoración tan apasionada que, en muchos momentos, su sonrisa no podía engañar a nadie, y veíase claramente que la gatita no se había recogido en sí misma sino para saltar con mayor violencia y jugar luego con su primo, excelente presa, en cuanto Boris y Natacha hubiesen salido del salón.

— Sí, querida — dijo el viejo Conde dirigiéndose a la visitante y señalando a su hijo Nicolás—. Su amigo Boris ha sido nombrado oficial y, por amistad, no quiere separarse de él. Abandona la universidad, me deja solo, a mí, a un viejo, para ingresar en el ejército. Y su nombramiento en la Dirección de Archivos era ya cosa hecha. ¿Es ésta la amistad? — concluyó el Conde, interrogando.

— Dicen que ya ha sido declarada la guerra — replicó la visitante.

— Sí; hace ya mucho tiempo que se dice — repuso el Conde —; se dice, se dice, y eso es todo. Ésta es la amistad, querida — repitió —. Ingresa como húsar.

La visitante bajó la cabeza, no sabiendo qué contestar.

— No es por amistad — dijo Nicolás exaltándose y colocándose a la defensiva, como si hubieran proferido contra él una vergonzosa calumnia —. No por amistad, sino simplemente porque siento la vocación militar.

Volvióse a su prima y a la hija de la visitante; ambas le miraban con aprobación.

— Hoy comerá Schubert con nosotros, el comandante de húsares de Pavlogrado. Se encuentra aquí con permiso y se lo llevará con él. ¡Qué vamos a hacerle! — dijo el Conde encogiéndose de hombros y hablando con indiferencia de este asunto, que le ocasionaba una verdadera pena.

— Ya te he dicho, papá — replicó el oficial —, que si no me dejabais marchar me quedaría. Pero sé muy bien que no sirvo para nada que no sea para el ejército. No soy ni diplomático ni funcionario. No quiero ocultar mis pensamientos — añadió, mirando con la coquetería de los jovencitos que se creen oportunos a Sonia y a la bella joven.

La gatita, con la mirada fija en él, parecía a cada segundo dispuesta a jugar y poner de manifiesto su naturaleza felina.

— Bien. ¡No hablemos más! — dijo el anciano Conde —Siempre se exalta de este modo. El tal Bonaparte se sube a la cabeza de todo el mundo; todos creen ser como él; de teniente a emperador. Que Dios haga...—dijo, sin advertir la sonrisa burlona de la visitante.

Los mayores comenzaron a hablar de Bonaparte. Julia, la hija de la princesa Kuraguin, se dirigió al joven Rostov:

— Fue una lástima que el jueves no hubiese usted ido a casa de los Arkharov. Me aburrí mucho sin usted — añadió sonriendo tiernamente.

Él, halagado, se acercó a ella con la coqueta sonrisa de la juventud y comenzó una conversación aparte con Julia, que sonreía y no se daba cuenta de que su sonrisa era una puñalada de celos dirigida al corazón de Sonia, que, ruborizada, se esforzaba en aparentar indiferencia. Pero, en la conversación, la miró. Sonia le lanzó una mirada rencorosa y apasionada y, conteniendo violentamente sus lágrimas, con una sonrisa indiferente en los labios, se levantó y salió de la sala. Desapareció toda la animación de Nicolás. Esperó el primer intervalo en la conversación y, con la inquietud reflejada en el semblante, salió también de la sala en busca de Sonia.

X

Cuando Natacha salió de la sala, corrió hasta el invernadero. Una vez allí, se detuvo y escuchó las conversaciones del salón mientras esperaba a Boris. Comenzaba ya a impacientarse, a patear el suelo y a sentir violentos deseos de llorar porque no aparecía inmediatamente, cuando se oyó el rumor de los pasos, ni premiosos ni rápidos, pero seguros, del joven. Natacha echó a correr entonces y se escondió tras los arbustos.

Boris se detuvo en el centro del invernadero. Con la mano se sacudió el polvo del uniforme. Acercóse luego al espejo y contempló en él su arrogante figura. Natacha le miraba desde su escondite, observando todos sus movimientos. Boris paróse aún un momento ante el espejo, sonrió y se dirigió a la puerta. Natacha intentó llamarle, pero se detuvo. «Que me busque», pensó. En cuanto Boris hubo salido, Sonia entró corriendo por el lado opuesto, sofocada y murmurando palabras de rabia a través de sus lágrimas. Natacha reprimió el impulso de correr hacia ella y no se movió de su escondite, observando todo lo que sucedía en torno suyo. Experimentaba con ello un desconocido y particular placer. Sonia musitaba algo, con la mirada fija en la puerta del salón. Por ésta apareció Nicolás.

— ¿Qué tienes, Sonia? ¿Qué te ocurre? — le preguntó Nicolás acercándose a ella.

— Nada, nada. Déjame — sollozó Sonia.

— No, ya sé lo que tienes.

—Pues si lo sabes, déjame.

——— Sonia, escúchame. ¿Por qué hemos de martirizarnos por una tontería?—preguntó Nicolás cogiéndole las manos.

Sonia las abandonó entre las suyas y dejó de llorar.

Natacha, inmóvil, conteniendo la respiración, con los ojos brillantes, miraba desde su escondite. «¿Qué ocurrirá ahora?», pensaba.

— Sonia, el mundo no significa nada para mí. Tú lo eres todo — dijo Nicolás —. Te lo demostraré.

—No me gusta que hables de este modo.

— Como quieras. Perdóname, Sonia.

Y, acercándola a sí, la besó.

«¡Qué lindo!», pensó Natacha. Y cuando se hubieron alejado del invernadero, salió también y llamó a Boris.

—Boris, ven aquí—dijo dándose importancia y con un brillo pícaro en los ojos —. He de decirte algo. Por aquí, por aquí — y atravesando el invernadero lo condujo hasta su reciente escondite. Boris la seguía, sonriendo.

— ¿Qué es? — preguntó.

Natacha se turbó un poco. Miró en torno suyo y, viendo a la muñeca entre las plantas, la cogió.

— Dale un beso a la muñeca — dijo.

Boris, con una tierna mirada de extrañeza, contempló su animado rostro y no contestó.

— ¿No quieres...? Pues ven aquí.

Y, acomodándose entre los cajones, tiró la muñeca.

— Más cerca, más cerca — murmuraba.

Cogió el brazo del oficial. En su rostro enrojecido leíase la emoción y el miedo.

— ¿Y no quieres dármelo a mí? — susurró en voz muy baja, mirando al suelo, llorando y sonriendo a la vez a causa de la emoción contenida.

Boris se ruborizó.

— ¡Qué extraña eres! — dijo inclinándose hacia ella, ruborizándose todavía más, pero sin atreverse a nada y esperando.

Natacha saltó sobre un macetero, de modo que su rostro quedase a la altura del de Boris. Abrazándolo con sus brazos delgados y desnudos en torno al cuello, lanzó hacia atrás sus cabellos con un movimiento de cabeza y le besó en los labios.

Se deslizó por el lado opuesto del macetero, bajó la cabeza y se detuvo ante Boris.

— Natacha — dijo éste —. Ya sabes que te quiero, pero...

— ¿Estás enamorado de mí? — le interrumpió Natacha.

— Sí, pero te ruego que no volvamos a hacer nunca más esto que hemos hecho ahora... Aún nos faltan cuatro años... Entonces te pediré a tus padres...

Natacha reflexionó.

— Trece, catorce, quince, dieciséis... — dijo, contando con sus ahusados dedos—. Está bien. De acuerdo.

Y una sonrisa alegre y confiada iluminó su radiante fisonomía.

— De acuerdo — repitió Boris.

— ¿Para siempre? — añadió ella —. ¿Hasta la muerte?

Y ofreciéndole el brazo, con el rostro resplandeciente de felicidad, abandonaron lentamente el invernadero.

XI

Hijo mío — dijo la princesa Mikhailovna a Boris cuando el coche de la condesa Rostov, que les conducía, atravesó la calle cubierta de paja y entró en el amplio patio del conde Cirilo Vladimirovitch Bezukhov —, hijo mío, sé amable y escucha con complacencia. El conde Cirilo Vladimirovitch es tu padrino. De él depende tu carrera. Acuérdate, hijo mío. Sé tan amable como puedas, como sepas serlo — terminó la madre, sacando la mano de debajo de su apolillada capa y apoyándola, con tierno y tímido ademán, sobre el brazo de su hijo.

A pesar de que al pie de la escalera encontrábase un coche, el criado examinó de arriba abajo a la madre y al hijo, que, sin hacerse anunciar, entraban directamente en el vestíbulo encristalado, entre dos hileras de estatuas colocadas en hornacinas, y mirando la ajada capa de la madre con aire de importancia les preguntó qué deseaban y a quién querían ver, a las Princesas o al Conde. Al responderle que al Conde, dijo que aquel día Su Excelencia se encontraba peor y que no recibiría a nadie.

— Ya podemos marcharnos, entonces — dijo el hijo en francés.

— Hijo mío — dijo la madre, suplicante, apoyando de nuevo su mano sobre el brazo de su hijo; como si este contacto pudiera calmarlo o excitarlo, Boris calló y, sin quitarse el abrigo, miró a su madre interrogadoramente.

——Amigo mío — dijo con voz dulce Ana Mikhailovna dirigiéndose al criado —, sé que el conde Cirilo Vladimirovitch está muy enfermo... Por esto hemos venido. Soy parienta suya... No molestaré a nadie... Pero he de ver al príncipe Basilio. Sé que está aquí. Anúncienos, por favor.

El criado tiró del cordón de la campanilla y se volvió con rostro adusto.

—La princesa Drubetzkaia desea ver al príncipe Basilio Sergeievitch — gritó al criado de casaca, medias y zapatos que estaba en lo alto de la escalera.

La madre se arregló tan bien como pudo su vestido de seda teñida, se miró en un espejo de Venecia que había en la pared y, resuelta, con sus toscos zapatos, emprendió el alfombrado camino de la escalera.

—Hijo mío, me lo has prometido—dijo a su hijo, tocándole de nuevo el brazo. Boris continuaba dócilmente mirando al suelo.

Entraron en una sala, una de cuyas puertas daba a las habitaciones del príncipe Basilio.

Mientras la madre y el hijo, parados en medio de la sala, se dirigían a un criado que se levantó del rincón en que se hallaba sentado, para preguntarle el camino, giró el pomo metálico de una de las puertas y el príncipe Basilio, con un batín de terciopelo acolchado y luciendo una sola condecoración, salió, despidiendo a un caballero de cabellos grises y de buen aspecto.

Este caballero era el célebre doctor Lorrain, de San Petersburgo.

—Así, ¿todo es inútil? —preguntó el Príncipe.

— Príncipe, errare humanum est. No obstante... — respondió el doctor con voz nasal y pronunciando estas palabras latinas con acento francés.

— Muy bien... Muy bien...

Al percatarse de la presencia de Ana Mikhailovna y de su hijo, el príncipe Basilio despidió al doctor con un saludo y, silenciosamente pero con aire interrogador, se acercó a los recién llegados. El hijo se dio cuenta de que los ojos de su madre expresaban espontáneamente un dolor profundo, y sin querer sonrió imperceptiblemente.

— En qué momentos más tristes nos volvemos a ver, Príncipe. ¿Y nuestro querido enfermo? — preguntó, como si no se diera cuenta de la mirada fría y molesta de que era objeto.

El príncipe Basilio la miró interrogadoramente, y después a Boris. Éste saludó correctamente. Sin devolverle el saludo, el príncipe Basilio se volvió a Ana Mikhailovna y respondió a su pregunta con un movimiento de cabeza y de labios que quería decir: «Pocas esperanzas.» — ¿De veras? — exclamó Ana Mikhailovna —. ¡Ah! ¡Es terrible! Horroriza pensarlo. Es mi hijo — añadió señalando a Boris —. Quería darle a usted las gracias personalmente.

De nuevo Boris se inclinó con gentileza.

— Créame, Príncipe; el corazón de una madre no olvidará nunca lo que ha hecho usted por nosotros.

— Estoy muy contento de haber podido servirla, mi querida Ana Mikhailovna — dijo el príncipe Basilio, componiéndose el lazo de la corbata y mostrando con el ademán y con la voz que en Moscú, ante su protegida Ana Mikhailovna, su importancia era mucho más grande que en San Petersburgo en la velada de Ana Scherer.

—Procure cumplir con su deber y hacerse digno de su nombramiento — añadió dirigiéndose severamente a Boris —. Me sentiré muy satisfecho de ello. ¿Se encuentra usted aquí con permiso? — preguntó con tono indiferente.

— Excelencia, estoy aguardando la orden de incorporarme a mi destino — repuso Boris sin mostrarse molesto por el tono rudo del Príncipe ni tampoco deseoso de entrar en conversación, pero sí tan respetuoso y tranquilo que el Príncipe le miró fijamente.

— ¿Vive usted con su madre?

— Vivo en casa de la condesa Rostov — dijo Boris, añadiendo un nuevo «Excelencia>.

— Es Ilia Rostov, casado con Natalia Chinchina — dijo Ana Mikhailovna.

— Lo sé, lo sé — repuso el Príncipe con su voz monótona —. No he podido comprender nunca cómo Natalia se decidió a casarse con ese oso malcriado, una persona absolutamente estúpida y ridícula. Según dicen, un jugador.

— Pero muy buen hombre, Príncipe — replicó Ana Mikhailovna sonriendo discretamente, como si quisiera dar a entender que el conde Rostov merecía esta opinión pero que, a pesar de todo, quería ser indulgente con aquel pobre viejo —. ¿Que dicen los médicos? — preguntó después de un breve silencio. Y su lacrimoso rostro expresó de nuevo una pena profunda.

— Pocas esperanzas — contestó el Príncipe.

— Y tanto como me hubiera gustado agradecer a mi tío por última vez sus bondades para conmigo y para con Boris. Es su ahijado — añadió con tono como si esta noticia hubiese de alegrar extraordinariamente al príncipe Basilio.

El Príncipe reflexionó y frunció el entrecejo. Ana Mikhailovna comprendió que temía encontrarse con una rival en el testamento del conde Bezukhov, e inmediatamente se apresuró a tranquilizarle.

— Quiero mucho, y estoy muy agradecida, a «mi tío» — dijo con tono confiado y negligente —. Conozco muy bien su noble y recto carácter. Pero si las Princesas quedan solas... Todavía son jóvenes...—Inclinó la cabeza y añadió en voz baja —: ¿Ya se ha preparado, Príncipe? Estos últimos momentos son preciosos. No le haría daño alguno, pero, si está tan mal, debe prepararse. Príncipe, nosotras, las mujeres... — sonrió tiernamente —, sabemos decir mejor estas cosas. Será preferible que yo le vea, por mucha pena que pueda producirme. Pero ya estoy hecha al sufrimiento.

El Príncipe comprendió que le sería muy difícil deshacerse de Ana Mikhailovna.

— Pero mi querida Ana Mikhailovna, ¿no cree usted que esta entrevista había de serle muy penosa? — dijo —. Esperemos a la noche. El doctor prevé una crisis.

— No podemos esperar ese momento, Príncipe. Piense usted que va en ello la salvación de su alma. ¡Ah, ah! ¡Qué terribles son los deberes del cristiano!

Ana Mikhailovna se quitó los guantes y, con la actitud de un vencedor, se instaló en una butaca e invitó al Príncipe a que se sentara a su lado.

— Boris — dijo a su hijo con una sonrisa —, yo entraré a ver a mi tío, y tú, hijo mío, mientras tanto, sube a ver a Pedro y acuérdate de transmitirle la invitación de Rostov. Le invitan a comer. Supongo que no deberá ir, ¿verdad? — le preguntó al Príncipe.

— Al contrario — dijo el Príncipe, que se había malhumorado visiblemente —. Le agradeceré mucho que me saquen a ese hombre de casa. Está aquí. El Conde no le ha llamado ni una sola vez.

Se encogió de hombros. El criado acompañó a Boris al vestíbulo y le condujo al piso superior, a las habitaciones de Pedro Cirilovitch, por otra escalera.

XII

Pedro todavía no había sabido escoger una carrera en San Petersburgo, y, en efecto, había sido desterrado a Moscú por su carácter alocado. La historia contada en casa de la condesa Rostov era totalmente exacta. Pedro había tomado parte en la anécdota del policía y del oso. Hacía pocos días que había llegado y, como de costumbre, se había instalado en casa de su padre.

Al día siguiente llegó el príncipe Basilio y se hospedó en casa del Conde. Llamó a Pedro y le dijo:

—Amigo mío, si aquí se comporta usted tan mal como en San Petersburgo, acabará usted muy mal. Esto es cuanto tengo que decirle. El Conde está muy enfermo. No tiene usted que verle para nada.

Después de esto, nadie se había ocupado de Pedro, y éste se pasaba todo el día en su habitación del piso superior.

Cuando Boris entró en ella, Pedro se paseaba de un lado a otro. Al ver a aquel joven oficial, elegante y bien plantado, se detuvo. Pedro había dejado a Boris cuando éste tenía catorce años, y ahora no lo recordaba. No obstante, con su espontaneidad particular y sus maneras acogedoras, le estrechó la mano y le sonrió amistosamente.

— ¿Se acuerda usted de mí? — preguntó Boris tranquilamente, con una amable sonrisa —. He venido con mi madre a casa del Conde, que dicen no se encuentra bien.

— Sí. Parece que está muy enfermo. No le dejan tranquilo — replicó Pedro, tratando de recordar quién era aquel joven.

Boris vio que Pedro no le reconocía, pero no creyó necesario presentarse, y, sin experimentar la más pequeña turbación, le miró fijamente.

— El conde Rostov le invita a usted a comer hoy en su casa — dijo después de un silencio bastante largo y enojoso para Pedro.

— ¡Ah, el conde Rostov! — dijo alegremente Pedro —Así, pues, ¿es usted su hijo Ilia? No le había reconocido en el primer momento. ¿No se acuerda usted de aquella excursión que hicimos a la Montaña de los Pájaros, con madame Jacquot, hace tanto tiempo?

— Se equivoca usted — dijo lentamente Boris, con una risa atrevida y un tanto burlona —. Soy Boris, el hijo de la princesa Drubetzkaia. El viejo Rostov se llama Ilia, y Nicolás su hijo. No conozco a ninguna madame Jacquot. Pedro movió las manos y la cabeza, como si se encontrase en el centro de una nube de mosquitos o un enjambre de abejas.

— ¡Dios mío! ¡Todo lo enredo! Tengo tantos parientes en Moscú... Usted es Boris, en efecto. ¡Vaya! ¡Al fin nos hemos entendido! ¿Qué me cuenta de la expedición de Boulogne? Los ingleses se verían en peligro si Napoleón atravesase el Canal. A mí me parece una expedición muy posible, siempre y cuando Villeneuve no haga disparates.

Boris no sabía nada de la expedición de Boulogne. No leía los periódicos y era la primera vez que oía el nombre de Villeneuve.

— Aquí en Moscú la gente se preocupa más del cotilleo y de los banquetes que de la política — dijo con su tono tranquilo y burlón —. No sé nada de lo que usted me cuenta, ni jamás he pensado en ello. En Moscú la gente sólo se preocupa de las murmuraciones — añadió —. Ahora solamente se habla del Conde y de usted.

Pedro sonrió con aquella sonrisa suya tan bondadosa, como si temiese que su interlocutor dijera algo de que hubiera de arrepentirse. Pero Boris hablaba limpia, clara y secamente, mirando a Pedro a los ojos.

— En Moscú no puede hacerse otra cosa que murmurar — continuó —. Todos se preguntan a quién dejará el Conde su fortuna, aun cuando pueda vivir más tiempo que todos nosotros, lo que yo, lealmente, deseo de todo corazón.

— Sí, todo esto es muy lamentable, muy lamentable — dijo Pedro.

Éste temía que el oficial se complicase inconscientemente en una conversación que incluso para él hubiera sido embarazosa.

—Y usted debe pensar—dijo Boris, enrojeciendo un poco, pero sin cambiar el tono de voz — que todos se preocupan tan sólo por saber si este hombre rico les dejará alguna cosa.

«Vaya por Dios», pensó Pedro.

— Yo, para evitar malentendidos, quiero decirle que se engañarían por completo si entre estas personas se contara a mi madre y a mí. Somos muy pobres, pero precisamente porque su padre es tan rico no me considero pariente suyo, y ni mi madre ni yo pediremos ni aceptaremos nada suyo.

Pedro tardó mucho en comprender, pero cuando vio de lo que se trataba se levantó del diván, cogió la mano de Boris y con su brusquedad un poco tosca, enrojeciendo más que Boris, comenzó a hablar, avergonzado y despechado.

— Es muy extraño todo esto. Por ventura yo... Pero quién podía pensar... Sé muy bien...

Pero Boris no le dejó concluir y dijo:

— Estoy contento por haberlo dicho todo. Quizá todo esto es desagradable para usted, pero, perdóneme — dijo tranquilizando a Pedro, en lugar de ser tranquilizado por él—; debo suponer que no le he molestado. Acostumbro hablar con toda franqueza. ¿Qué he de contestar? ¿Irá usted a comer a casa de los Rostov?

Y, visiblemente aliviado de un deber penoso, se sintió liberado de una situación enojosa y se dulcificó completamente.

—No; escuche — dijo Pedro serenándose —. Es usted un hombre sorprendente. Esto que acaba de decirme está muy bien. Naturalmente, usted no me conoce. Hacía mucho tiempo que no nos habíamos visto. Éramos niños todavía. ¿Qué puede usted suponer de mí? Le comprendo muy bien, le comprendo muy bien. Yo no lo habría hecho. No tendría valor para hacerlo. Pero está muy bien. Me siento muy contento por haber reanudado su conocimiento. Pero es extraño que suponga esto de mí — añadió sonriendo, después de una pausa —. Bien. Ya nos iremos conociendo, si usted no tiene inconveniente en ello — y estrechó la mano de Boris —. No sé si lo sabe, pero no he entrado a ver una sola vez al Conde. Tampoco él me ha llamado. Lo compadezco..., pero ¿qué quiere usted que haga?

— ¿Y cree usted que Napoleón podrá trasladar su ejército? — preguntó Boris sonriendo.

Pedro comprendió que quería cambiar de conversación, y, como también él lo deseaba, comenzó a enumerar las ventajas y desventajas de la expedición de Boulogne. Un criado llegó en busca de Boris, de parte de la Princesa. Ésta se iba. Pedro prometió asistir a la comida, e inmediatamente, para unirse más a Boris, le estrechó fuertemente la mano, mirándole con ternura a los ojos por debajo de los lentes.

Una vez se hubieron marchado, Pedro se paseó aún un buen rato por su habitación. Pero ya no atravesaba con la imaginaria espada al enemigo invisible, y sonreía al recuerdo de aquel joven simpático, inteligente y resuelto. Como siempre ocurre en la primera juventud, y más aún cuando se vive aislado, experimentaba una injustificada ternura por aquel muchacho, prometiéndose firmemente ser su amigo.

El príncipe Basilio acompañaba a la Princesa, que no separaba el pañuelo de los ojos. Las lágrimas resbalaban por su semblante.

— Es terrible — dijo —, pero, ocurra lo que ocurra, cumpliré con mi obligación. Vendré a velarle esta noche. No puede dejársele de esta manera. Los momentos son preciosos. No comprendo qué esperan las Princesas. Quizá Dios me ayude a encontrar la forma de prepararle. Adiós, Príncipe. Que Dios le ayude.

— Adiós, querida — repuso el príncipe Basilio retirándose.

— ¡Ah! Está en una situación horrible — dijo la madre al hijo al instalarse en el coche—. Apenas conoce a nadie.

— Mamá, no comprendo cuáles son las relaciones del Conde con Pedro — dijo Boris.

— El testamento lo pondrá en claro, hijo mío. Del testamento depende también nuestra suerte.

— Pero ¿por qué crees que nos va a dejar algo?

— ¡Ah, hijo mío! ¡Él es tan rico, y nosotros tan pobres!

— Pero, mamá, esto no me parece una razón suficiente.

— ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Qué enfermo está!

XIII

La Condesa Rostov, sus hijas y un gran número de invitados se encontraban en la sala. El Conde acompañaba a los caballeros a su gabinete con objeto de enseñarles su magnífica colección de pipas turcas.

En aquella habitación llena de humo hablábase de la guerra, anunciada ya por un manifiesto, y de la orden de incorporación a filas.

El Conde se hallaba sentado en una otomana, al lado de dos fumadores.

Uno de los interlocutores no era militar, tenía la cara arrugada, biliosa, afeitada y enjuta; era casi un anciano y vestía como el más elegante joven. Se había acomodado con las piernas sobre la otomana, como un huésped muy familiar, y con el ámbar de la pipa hundido profundamente en la boca, pegado a una de las comisuras, aspiraba ruidosamente el humo entornando los ojos. Era Chinchin, primo hermano de la Condesa, una mala lengua, como se decía de él en los salones de Moscú. Cuando hablaba parecía conferir un honor extraordinario a su interlocutor.

El otro era oficial de la guardia, de fresco y rosado rostro, irreprochablemente acicalado; tenía abotonado por completo el uniforme y se había peinado cuidadosamente. Fumaba con la boquilla de ámbar colocada justamente en el centro de la boca, y con los labios, rojos apenas, ni aspiraba el humo, que dejaba escapar en pequeños círculos. Era el teniente Berg, oficial del regimiento de Semenovsky, el mismo al que había de incorporarse Boris, objeto de la ironía de Natacha para con Vera considerándolo su prometido. El Conde hallábase sentado entre los dos y escuchaba atentamente. Después del juego del boston, la ocupación predilecta del Conde era actuar de oyente, sobre todo cuando podía enfrentar a dos conversadores.

Los demás invitados, viendo que Chinchin dirigía la conversación, se acercaron a él para escuchar. Berg, no dándose cuenta de la burla ni de la indiferencia, continuaba explicando cómo solamente por el hecho de pasar a la Guardia había avanzado un grado a sus compañeros de cuerpo porque durante la guerra podían matar al jefe de la compañía y, siendo él el de más edad, podía ser nombrado jefe muy fácilmente, ya que todos le querían en el regimiento y su padre se sentía muy satisfecho de ello. Berg encontraba un verdadero placer en contar todo esto, y parecía que no sospechase siquiera que los demás hombres pudiesen tener intereses particulares. Pero todo lo que contaba era tan encantador, tan moderado, la inocencia de su joven egoísmo era tan evidente, que desarmaba a los que le escuchaban.

— Bien, amigo mío, sea en caballería o en infantería, irá usted muy lejos. Se lo digo yo — dijo Chinchin dándole unas palmaditas en la espalda y bajando las piernas de la otomana.

Berg esbozó una sonrisa de felicidad. El Conde, y tras él los invitados, se dirigían a la sala.

Pedro había llegado un momento antes de comer y se había sentado en medio de la sala, en la primera silla que encontró. Sin darse cuenta, cerraba el paso a los demás. La Condesa quería hacerle hablar, pero él, ingenuamente, miraba en torno suyo a través de los lentes, como si buscase a alguien, respondiendo con monosílabos a todas las preguntas de la Condesa. Estorbaba, y era el único que no se daba cuenta. La mayoría de los invitados, que conocían la anécdota del oso, contemplaban a aquel muchacho dulce, alto y fornido, y se extrañaban de encontrarlo tan pesado y molesto para ser el autor de una broma como aquélla.

— ¿Hace poco que ha llegado usted? — le preguntó la Condesa.

— Sí, señora — respondió, mirando en torno suyo.

— ¿No ha visto todavía a mi marido?

— No, señora — y sonrió estúpidamente.

— Creo que no hace mucho se encontraba usted en París. ¿No es cierto? Debe de ser muy interesante.

La Condesa miró a Ana Mikhailovna, que comprendió se le pedía entretuviese a aquel joven, y ésta, sentándose a su lado, comenzó a hablarle de su padre. Pero, lo mismo que a la Condesa, no se le respondió sino con monosílabos. Los convidados hablaban entre sí: «Los Razomovski... Ha sido delicioso... ¡Oh, es usted muy amable...! La condesa Apraksin...», oíase por doquier. La Condesa se levantó y se acercó a la puerta — María Dimitrievna — dijo desde allí.

— La misma — respondió una recia voz femenina, e inmediatamente María Dimitrievna entró en la sala.

Todas las jóvenes, e incluso las damas, exceptuando a las más viejas, se levantaron.

María Dimitrievna se detuvo en el umbral de la puerta, levantó la cincuentenaria cabeza, adornada con bucles grises, y contempló a los invitados. Después, inclinándose, comenzó a arreglarse lentamente las amplias mangas del vestido. María Dimitrievna hablaba siempre en ruso.

— Mis más cordiales felicitaciones a la querida amiga a quien homenajeamos y a sus hijos—dijo con su voz fuerte, grave, que ahogaba todos los demás sonidos —Viejo pecador — dijo al Conde, que le besaba la mano —, me parece que te fatigas en Moscú, donde no hay cacerías que celebrar. Pero ¡qué le vamos a hacer! Cuando estos pájaros crecen — dijo señalando a las chicas —, tanto si quieres como no, has de buscarles prometido. Y bien, querido cosaco — María Dimitrievna siempre llamaba así a Natacha; y al decirlo acariciaba la mano de la joven, que se había acercado alegremente y sin miedo —. Ya sé que eres un duendecillo, pero me gustas.

Sacó de su enorme bolsillo unos pendientes en forma de pera, se los dio a Natacha, que enrojeció de gozo, y, volviéndose, se dirigió inmediatamente a Pedro.

—¡Eh!, ven aquí, querido — dijo con una voz que se esforzaba en ser dulce y amable —, ven aquí. — Y con severa actitud se recogió un poco más las mangas.

Pedro fue hacia ella, mirándola con inocencia a través de los lentes.

—Acércate, hombre, acércate. Incluso a tu propio padre, cuando era poderoso, era yo quien le decía las verdades. Y Dios me pide que te las diga a ti.

Calló. Todos callaron, esperando lo que iba a suceder, porque comprendían que aquello no era nada más que la introducción.

— He aquí un valiente muchacho. No hay nada que decir de él. El padre agonizando y él divirtiéndose. Ata a un policía a la espalda de un oso. Una vergüenza, amigo mío, una vergüenza. Era preferible ir a la guerra. — Se volvió y dio la mano al Conde, que no sabía que hacer para aguantar la risa —. Me parece que ya debe de ser hora de sentarnos a la mesa.

Ella y el Conde pasaron delante, seguidos de la Condesa, a la que daba el brazo un coronel de húsares, un hombre muy útil, a cuyo regimiento había de incorporarse Nicolás. Chinchin daba el brazo a Ana Mikhailovna, Berg a Vera y Nicolás a la sonriente Julia Kuraguin. Tras ellos siguieron los restantes grupos, que se diseminaron por el comedor, y por último, separados, los chicos, las institutrices y los preceptores. Comenzaron a moverse los criados; se sintió ruido de sillas y en la galería superior comenzó a sonar la música, a cuyos acordes se sentaron los invitados. Con el sonido de la música se mezcló el de los cuchillos y los tenedores, el murmullo de las conversaciones de los invitados y el rumor de los pasos discretos de la servidumbre. La Condesa se sentaba a uno de los extremos de la mesa. Tenía a su derecha a María Dimitrievna y a su izquierda a Ana Mikhailovna y a las demás invitadas. En el otro extremo, el Conde había sentado a su izquierda al coronel de húsares y a su derecha a Chinchin y al resto de los invitados. A un lado de la larga mesa se habían acomodado los jóvenes de más edad: Vera, al lado de Berg, y Pedro, al de Boris. En el otro lado, los niños, las institutrices y los preceptores. El Conde, por detrás de la cristalería y de los fruteros, miraba a su mujer y su cofia de cintas azules. Atentamente, servía el vino a los invitados, sin olvidarse de sí misma. La Condesa, por su parte, sin descuidar los deberes de ama de casa, dirigió, tras las piñas de América, una digna mirada a su marido, al despejado cráneo y a su encendido rostro, y le pareció que todavía éste contrastaba más con sus cabellos grises. Por el lado de las mujeres, la conversación era regular, y por el lado de los hombres oíanse voces cada vez más altas, sobre todo la del coronel de húsares, que, gracias a lo que había comido y bebido, enrojecía de tal modo que el Conde lo ponía de ejemplo a los demás. Berg, con una tierna sonrisa, decía a Vera que el amor no es un sentimiento terrestre, sino celestial. Boris enumeraba a su nuevo amigo Pedro los invitados que se hallaban en torno a la mesa, y cambiaba miradas con Natacha, sentada ante él. Pedro hablaba poco; contemplaba las caras nuevas y comía mucho. Después de los dos primeros platos, entre los cuales eligió la sopa de tortuga y los pasteles de perdiz, no pasó por alto ni un solo manjar, ni uno solo de los vinos que el maitre le servía con las botellas envueltas en una servilleta y que misteriosamente, tras el hombro del invitado, decía: «Madera seco», o «Hungría», o «Vino del Rin». Cogió la primera de las cuatro copas de cristal colocadas ante cada cubierto, que tenía grabado el escudo del Conde, bebió con fruición y después miró a los demás con creciente satisfacción. Natacha, sentada ante él, miraba a Boris de la forma en que las muchachas de trece años miran al joven a quien han besado por primera vez y de quien están enamoradas. A veces dirigía esta misma mirada a Pedro, quien, ante esta chiquilla turbulenta y vivaz, sin saber por qué, sintió ganas de reír.

Nicolás estaba sentado lejos de Sonia, al lado de Julia Kuraguin, y también, con su involuntaria sonrisa, le decía algo. Sonia se esforzaba en sonreír, pero la devoraban los celos. Tan pronto palidecía como se ponía encarnada como la grana, y poniendo en acción todos sus sentidos procuraba escuchar lo que se decían Nicolás y Julia.

XIV

La servidumbre preparaba las mesas de juego. Se organizaron las partidas de boston y los invitados se diseminaron por los dos salones, el invernadero y la biblioteca.

El Conde, con la baraja en la mano, apenas podía sostenerse, porque tenía la costumbre de dormir la siesta, y sonreía a todo. Los jóvenes, conducidos por la Condesa, se agruparon en torno al clavecín y el arpa. Julia, accediendo a la petición general, comenzó el concierto con una variación de arpa, y al terminar, con las demás muchachas, pidió a Natacha y a Nicolás, cuyo talento musical era muy conocido, cantasen algo. Natacha, que se hacía rogar como si fuera una persona mayor, sentíase muy orgullosa de ello, pero también un poco cohibida.

— ¿Qué cantaremos? — preguntó.

— «La fuente» — repuso Nicolás.

— Pues empecemos. Boris, ven aquí. ¿Dónde se ha metido Sonia?

Se volvió y, no viendo a su amiga, corrió en su busca. No encontrándola en su habitación, fue a buscarla a la de los niños. Tampoco estaba allí. Entonces Natacha comprendió que Sonia debía de estar en el pasillo, sentada sobre el arca. Éste era el lugar de dolor de la juventud femenina de casa de los Rostov. En efecto, Sonia, arrugando su ligera falda de muselina rosa, estaba sentada sobre el edredón azul y deslucido que se hallaba sobre el arca, y con la cara entre las manos lloraba, sacudiendo convulsivamente los tiernos hombros desnudos. La cara de Natacha, animada por la alegría de un día de fiesta, se ensombreció de pronto. Sus ojos perdieron su resplandor; experimentó en el cuello un estremecimiento y las comisuras de sus labios se inclinaron hacia abajo.

— Sonia, ¿qué tienes? Dime, ¿qué tienes? Por favor — y Natacha, abriendo la boca y afeándose completamente, lloró como una niña, sin saber por qué, únicamente porque Sonia lloraba. Ésta quería levantar la cabeza, quería responder, pero no lo lograba y aún se escondía más. Natacha, con el rostro cubierto de lágrimas, se sentó sobre el edredón azul y besó a su amiga. Finalmente, Sonia, haciendo acopio de fuerzas, se levantó y, enjugándose las lágrimas, dijo:

— Nicolás se va dentro de una semana. Ya... ha recibido la orden... Él mismo me lo ha dicho. Pero no lloraría por esto. — Le enseñó un papel escrito que tenía en la mano, con unos versos de Nicolás —. No lloraría por esto, pero tú no sabes... Nadie puede comprender... el corazón que tiene... — Y a causa de la bondad de su corazón lloró de nuevo —. Tú..., tú eres feliz. No te envidio por esto. Te quiero y también quiero mucho a Boris — dijo recobrando fuerzas —. Para vosotros no habrá ninguna dificultad. Pero Nicolás y yo somos primos. Será necesario que el metropolitano... Y, a pesar de todo, no podrá ser. Además, mi mamá... — Sonia consideraba a la Condesa como una madre y la nombraba siempre así —. Dirá que estropeo la carrera de Nicolás, que soy una egoísta, que no he tenido corazón, y la verdad... Te lo juro — se santiguó —; quiero tanto a mamá y a todos vosotros... Pero, ¿qué le he hecho a Vera...? Os estoy tan agradecida que con gusto lo sacrificaría todo. Pero no tengo nada.

Sonia no podía hablar y de nuevo escondió la cara entre las manos, sobre el edredón. Natacha intentó tranquilizarla, pero por la expresión de su semblante veíase claramente que comprendía la magnitud del dolor de su amiga.

— Sonia — dijo de pronto, como si adivinase la verdadera causa de la pena de su prima —, después de comer te ha hablado Vera, ¿no es cierto?

— Sí. Nicolás ha escrito estos versos y yo los he copiado con otros que tenía suyos. Me encontró así, escribiendo sobre la mesa de mi habitación, y me ha dicho que se los enseñaría a mamá, diciéndome, además, que soy una ingrata, que mamá no le dejará nunca casarse conmigo y que se casará con Julia. Ya has visto que durante todo el día no se ha apartado de su lado... ¿Y por qué, Natacha? — Lloró más fuertemente que antes. Natacha le levantó la cabeza, la besó y, sonriendo a través de las lágrimas, se esforzó en tranquilizarla.

— No hagas caso, Sonia. No creas nada de lo que dice. Sucederá lo que tenga que suceder. Aquí tienes al hermano del tío Chinchin, casado con una prima hermana. También nosotros procedemos de primos. Boris dice que es muy fácil. Yo, ¿sabes?, se lo he contado todo. ¡Es tan inteligente y tan bueno! — dijo Natacha —. No llores más, Sonia, pobrecita — y la besó riendo —. Vera es mala. Que Dios haga que sea bondadosa. Todo irá bien. Ya verás como mamá no dice nada. Nicolás mismo se lo dirá. Y estate segura de que no piensa nada en Julia.

Bajó la cabeza. Sonia se levantó; se animó la gatita, le brillaron los ojos y parecía como si estuviera dispuesta a mover la cola, a saltar con sus ligeras patas y a correr de nuevo persiguiendo el ovillo.

XV

Mientras en el salón de los Rostov se bailaba la sexta inglesa al son de una orquesta que desafinaba debido al cansancio de los músicos, y mientras los criados preparaban la cena, el conde Bezukhov sufría el sexto ataque. Declararon los médicos que no había ya ninguna esperanza. Se leyeron al enfermo las oraciones de la confesión. Comulgó y se hicieron los preparativos para la extremaunción. Toda la casa estaba presa de la agitación que se produce en tales momentos. Fuera de ella, los agentes de pompas fúnebres se escondían detrás de los coches que llegaban, con la esperanza de una ceremonia de primera.

Ira, general y gobernador de Moscú, a cuyos ayudantes enviaba uno tras otro a informarse del estado de salud del Conde, fue aquella noche en persona a despedirse del célebre dignatario de Catalina, el conde Bezukhov.

El magnífico recibidor estaba lleno. Todos se levantaron respetuosamente cuando el gobernador, después de pasar media hora a solas con el enfermo, salió de la alcoba, respondiendo apenas a los saludos y procurando pasar lo más aprisa posible ante las miradas, fijas en él, de médicos, sacerdotes y parientes. El príncipe Basilio, amarillo y adelgazado después de aquellos días de agonía, acompañaba al gobernador y en voz baja le repetía frecuentemente la misma cosa.

Después el príncipe Basilio se sentó a solas en un rincón de la sala, con las piernas cruzadas, apoyando el codo en la rodilla y tapándose los ojos con la mano. Así estuvo un buen rato. Luego se levantó y, con paso rápido, dirigiendo en torno suyo una mirada temerosa, atravesó un largo pasillo y se dirigió a las habitaciones de la Princesa, situada al otro extremo de la casa.

Entre tanto, el coche de Pedro, a quien se había mandado a buscar, entraba en el patio. Cuando las ruedas rodaron silenciosas sobre la paja extendida bajo las ventanas del palacio, Ana Mikhailovna dirigió a su compañero consoladoras palabras y, dándose cuenta que el hombre se había dormido durante el trayecto, lo despertó.

Una vez despierto, Pedro bajó del coche tras Ana Mikhailovna y pensó entonces en la entrevista que iba a celebrar con su padre agonizante. Se dio cuenta de que había descendido no ante la puerta principal, sino ante otra. En el momento de poner el pie en el suelo, dos hombres se deslizaron apresuradamente de la puerta y se escurrieron a la sombra del muro. Parándose, Pedro se fijó que a la sombra de la casa, a uno y otro lado, había otros hombres como aquellos. Pero ni Ana Mikhailovna, ni el criado, ni el cochero se habían fijado en ellos. «No hay remedio», se dijo Pedro. Y siguió a Ana Mikhailovna.

Ésta subía la escalera, débilmente iluminada, a grandes zancadas. Llamó a Pedro que subía tras ella y que, no comprendiendo por qué era necesario ver al Conde y mucho menos subir por las escaleras de servicio, deducía, por la decisión y prisa de Ana Mikhailovna, que todo aquello debía de ser necesario. A mitad de la escalera, unos hombres que descendían con cubos estuvieron a punto de hacerlos caer. Les dejaron paso y no demostraron la menor extrañeza por encontrarlos en aquel camino.

— ¿Está aquí la habitación de las Princesas? — preguntó Ana Mikhailovna a uno de ellos.

— La puerta de la izquierda, señora — repuso el criado con voz fuerte y atrevida, como si desde aquel momento le estuviese permitido todo.

— Quizás el Conde no me haya llamado — dijo Pedro en cuanto llegaron al rellano—. Tal vez fuera mejor que subiera a mis habitaciones.

Ana Mikhailovna se detuvo para aguardar a Pedro.

— ¡Ah, hijo mío! — dijo con el mismo ademán de por la mañana, al hablar con su hijo, tocándole la mano —. Créeme que sufro tanto como tú. Pero has de ser un hombre.

— ¿De veras he de ir? — preguntó Pedro, mirando dulcemente a Ana Mikhailovna a través de los lentes.

— ¡Oh, amigo mío! Olvida todas las malas pasadas que hayan podido hacerte. Piensa que es tu padre, que tal vez está en la agonía. — Suspiró —. En cuanto te conocí te quise como a un hijo. Ten confianza en mí. No abandonaré tus intereses.

Pedro no comprendía nada. De nuevo tuvo el convencimiento de que todo aquello no podía ser de otro modo y obedeció a Ana Mikhailovna, que abría ya la puerta.

Ésta daba a la antecámara. El viejo criado de las Princesas hacía punto de media sentado en un rincón. Pedro no había estado nunca en aquel lado del palacio, ni sospechaba siquiera la existencia de aquellas habitaciones. Ana Mikhailovna preguntó a una camarera que le salió al paso con una botella sobre una bandeja, llamándola «querida» y «corazón mío», cómo se encontraban las Princesas, y condujo a Pedro por el pasillo embaldosado. Del corredor pasaron a una sala apenas iluminada, que daba al salón de recibir del Conde. Era una de aquellas habitaciones frías y lujosas que Pedro ya conocía, pero entrando por la puerta de la escalera grande. En medio de esta habitación encontrábase una bañera vacía y un gran charco en torno suyo sobre la alfombra. Al verlo, el criado y un sacristán, que tenía en la mano un incensario, desaparecieron de puntillas, sin prestarle gran atención. Entraron en la sala de recibir, que reconoció Pedro por dos ventanas italianas que daban al jardín de invierno, un gran busto y un retrato de tamaño natural de Catalina.

En la sala, las mismas personas, casi con las mismas actitudes, hallábanse sentadas y hablaban en voz baja. Todos callaron para contemplar a Ana Mikhailovna, con su cara pálida y llorosa, y al corpulento Pedro, que la seguía con la cabeza baja.

La cara de Ana Mikhailovna expresaba la convicción de que había llegado el momento decisivo. Con la actitud de una pequeña burguesa atareada, entró en la sala sin dejar a Pedro, mostrándose aún más tierna que por la mañana. Comprendía qué conduciendo ella a aquel que el agonizante había solicitado ver tenía asegurada la visita. Dirigió una rápida mirada a todos los que se hallaban en la habitación y, viendo al confesor del Conde, sin inclinarse, pero acortando la marcha, se acercó a él, recibió respetuosamente la bendición a inmediatamente la de otro sacerdote.

— Gracias a Dios que hemos llegado — dijo al sacerdote —. Toda la familia temía tanto que no volviera... Este joven es el hijo del Conde — y añadió en voz más baja —. ¡Qué momento más terrible!

Diciendo estas palabras se aproximó al doctor.

— Querido doctor — dijo —, este joven es el hijo del Conde. ¿No hay ninguna esperanza?

El doctor, silencioso, levantó los ojos y los hombros con un movimiento rápido. Ana Mikhailovna levantó también los suyos con idéntico movimiento. Después suspiró y, separándose del doctor, se acercó a Pedro. Se dirigió a él con un respeto particular y una triste ternura.

— Ten confianza en su misericordia — y, señalándole el pequeño diván para que le aguardara sentado, se dirigió serenamente a la puerta que todos miraban y desapareció, cerrándola tras de sí.

Pedro, decidido a obedecer en todo y por todo a su guía, dirigióse al pequeño diván que le había designado.

No habían pasado todavía dos minutos cuando el príncipe Basilio, con la túnica de las tres condecoraciones, alta la cabeza y el aire majestuoso, entró en la sala. Parecía que desde por la mañana se hubiese adelgazado más, y sus ojos se agrandaron cuando, al observar la concurrencia, se dio cuenta de la presencia de Pedro. Se acercó a él y le cogió la mano, cosa que todavía no había hecho nunca hasta entonces, estrechándosela con fuerza hacia abajo, como si quisiera probar su resistencia.

— ¡Animo, amigo mío, ánimo! Te ha llamado... Conviene...

Quiso irse, pero Pedro creyó necesario interrogarlo.

— La enfermedad... — Se detuvo, no sabiendo si había de añadir «del agonizante», «del Conde» o de «mi padre», y se avergonzó.

— No hace todavía media hora que ha tenido otra crisis, otro ataque. Ánimo, amigo mío.

El príncipe Basilio dirigió algunas palabras a Lorrain y desapareció de puntillas por la puerta de la habitación del enfermo. Esta manera de caminar no le era nada cómoda y tenía que dar de vez en cuando algunos saltitos para conservar el equilibrio. Tras él entró la mayor de las Princesas; después el clero, los chantres y también los criados. Tras la puerta sentíase un continuo movimiento. Por último, siempre con la misma cara pálida, pero firme en el cumplimiento de su deber, salió Ana Mikhailovna y tocó la mano de Pedro.

— La bondad divina es infinita — dijo —. Va a comenzar la ceremonia de la extremaunción.

Pedro pasó la puerta, caminando sobre la alfombra, y observó que el ayudante de campo, una señora desconocida y algunos criados iban tras él, como si desde aquel momento no fuese necesario pedir permiso para entrar en aquella habitación.

XVI

Pedro conocía perfectamente aquella gran alcoba dividida por arcos y columnas y cubierta de tapices persas. Más allá de las columnas, a un lado, hallábase un gran lecho de caoba con dosel y cortinas de seda, y en el otro un enorme altar lleno de iconos. Todo este lado estaba iluminado a diario, como las iglesias durante el oficio vespertino. Dentro del cuadro de luz del altar veíase una especie de asiento muy largo, con la cabecera llena de almohadas blancas como la nieve, no arrugadas aún, que, evidentemente, habían sido colocadas hacía poco. En él yacía, envuelta hasta la cintura en un cubrecama verde claro, aquella vieja figura que Pedro conocía tan bien: su padre, el conde Bezukhov. Era el mismo, con el pelo gris leonado, la frente despejada y cruzada por profundas arrugas y el semblante de una palidez rojiza. Yacía casi estirado ante los iconos. Sus manos, largas y gruesas, descansaban sobre el cubrecama. En la derecha, entre el índice y el pulgar, tenía una vela que sostenía un viejo criado inclinado sobre la cabecera. En torno a aquel asiento, los sacerdotes, con sus brillantes hábitos de ceremonia, con sus largas cabelleras, con cirios en la mano, oficiaban lenta y solemnemente. Hallábanse las dos Princesas pequeñas detrás del asiento, con el pañuelo a los ojos, y ante ellas Katicha, la mayor, con actitud agresiva y resuelta, no separaba la mirada de los iconos, como queriendo decir que no respondería de sí misma si por desgracia volvía la cabeza. Ana Mikhailovna, con su actitud de tristeza resignada y de benevolencia para todos, hallábase cerca de la puerta con la señora desconocida. El príncipe Basilio encontrábase al otro lado de la puerta, cerca del sitial del Conde, tras una silla esculpida tapizada con terciopelo, en cuyo respaldo apoyaba la mano izquierda, que sostenía un cirio, mientras se santiguaba con la derecha, levantando la mirada cada vez que se llevaba los dedos a la frente. Su rostro expresaba una piedad tranquila y la sumisión a la voluntad de Dios. Parecía como si quisiera decir con sus rasgos: «Si no sabéis comprender este sentimiento, peor para vosotros.» En medio de la ceremonia, las voces de los oficiantes callaron de pronto. Los sacerdotes murmuraban algo entre sí y en voz baja. El viejo criado que sostenía la mano del Conde se levantó y se dirigió a las señoras. Ana Mikhailovna se acercó e, inclinándose sobre el enfermo tras el respaldo, hizo con el dedo una señal al doctor Lorrain. El médico francés no sostenía cirio alguno y estaba apoyado contra una columna con la actitud respetuosa de un extranjero que, a pesar de su indiferencia religiosa, demuestra que comprende toda la importancia del acto que contempla y que incluso aprueba. Imperceptiblemente se acercó al enfermo, le cogió la mano que tenía libre sobre el cubrecama verde y le tomó el pulso con aire pensativo. Dio algo de beber al moribundo. Todos se agitaron en torno suyo e inmediatamente volvieron a sus lugares respectivos y continuó la ceremonia.

Los cantos religiosos cesaron y oyóse la voz de un sacerdote que felicitaba respetuosamente al enfermo por la recepción de los sacramentos. El enfermo estaba semiacostado, inmóvil, exánime. Todos movíanse en torno suyo. Sentíanse pasos y diálogos confusos, entre los cuales sobresalían las palabras de Ana Mikhailovna. Pedro la oyó decir: «Es necesario transportarle al lecho. Supongo que no será imposible.» Los médicos, las Princesas y los criados rodeaban de tal modo al enfermo que Pedro no veía ya aquella cara rojiza ni aquellos cabellos grises que, a pesar de la presencia de todos los asistentes al acto, no se borraron ni un momento de su espíritu durante toda la ceremonia. Por los prudentes movimientos de las personas que rodeaban al agonizante, Pedro adivinó que lo levantaban para transportarlo.

Durante un momento, entre los hombros y cuellos de los hombres, muy cerca de Pedro, aparecieron el pecho alto, fornido y desnudo y los amplios hombros del enfermo, levantado por los hombres a fuerza de brazos, y la cabeza leonada, gris y caída. Aquella cabeza, de frente extraordinariamente amplia y carnosa, con una bella boca sensual y mirada majestuosa y fría, no había sido afeada por la proximidad de la muerte. Era la misma que Pedro había visto tres meses antes, cuando el Conde le envió a San Petersburgo. Pero ahora movíase inerte a causa de los pasos vacilantes de los portadores, y la mirada fría y vaga no sabía dónde detenerse. Durante un momento hubo mucha animación en torno al gran lecho. Los hombres que condujeron al enfermo se alejaron. Ana Mikhailovna tocó la mano de Pedro y le dijo: «Ven.» Pedro, con ella, se acercó al lecho donde el enfermo yacía en una actitud de abandono que, evidentemente, tenía alguna relación con el sacramento que le acababan de administrar.

Estaba extendido, con la cabeza levantada por las almohadas y las manos colocadas simétricamente sobre el cubrecama de seda verde. Cuando Pedro se acercó a él, el Conde le miró fijamente, pero con aquella mirada de la cual el hombre no puede comprender ni el sentido ni la importancia; o aquella mirada no significaba absolutamente nada, a excepción de que un hombre cuando tiene ojos necesita mirar a un lado o a otro, o significaba demasiadas cosas.

Pedro se detuvo, sin saber qué hacer. Interrogador, se volvió a Ana Mikhailovna, su guía. Ana le hizo un signo rápido con los ojos, indicándole la mano del enfermo, y que hiciera ademán de besarla. Pedro alargó el cuello con mucho cuidado, para no enredarse con el cubrecama, y, siguiendo el consejo, posó los labios sobre la mano amplia y gruesa. Pero ni la mano ni un solo músculo del Conde se movieron. De nuevo Pedro miró interrogador a Ana Mikhailovna, preguntando qué otra cosa tenía que hacer. Con los ojos le señaló Ana el asiento que se hallaba cerca del lecho. Pedro, obediente, se sentó sin dejar de preguntar con la mirada la conducta que había de seguir. Ana Mikhailovna le hizo una seña de aprobación con la cabeza. De pronto, en los músculos salientes y las profundas arrugas de la cara del Conde apareció un temblor. Aumentó éste y se le desvió la boca. Hasta entonces, Pedro no comprendió bien que su padre se encontraba a las puertas de la muerte. De la deformada boca salió un estertor. Ana Mikhailovna miró atentamente a los ojos del enfermo, procurando adivinar lo que quería. Tan pronto señalaba a Pedro como a la medicina, o, con un ligero susurro, llamaba al príncipe Basilio o señalaba el cubrecama. Los ojos del enfermo expresaban impaciencia. Hacía esfuerzos por mirar al criado que se mantenía inmóvil a la cabecera de la cama.

— Seguramente debe de querer volverse de lado — murmuró el sirviente.

Y se levantó para dar vuelta al inerte cuerpo del Conde y ponerle de cara a la pared.

Pedro se levantó para ayudar al criado. Mientras le daban la vuelta, una de las manos que le habían quedado hacia atrás hacía inútiles esfuerzos para moverse. El Conde observó la aterrorizada mirada que Pedro dirigía a aquella mano inerte, o quizás otro pensamiento atravesó en aquel momento su agonizante cabeza. Pero miró a la mano desobediente, a la expresión de terror del rostro de Pedro; volvió a mirarse la mano y en el rostro se le dibujó una débil sonrisa de sufrimiento que alteraba muy poco la expresión de sus rasgos y parecía reírse de su propia debilidad. Contemplando aquella sonrisa inesperada, Pedro sintió en el pecho un estremecimiento, un escozor en la nariz y las lágrimas le velaron los ojos.

Volvieron al enfermo de cara a la pared. Suspiró.

— Se ha amodorrado — dijo Ana Mikhailovna viendo que la Princesa entraba a relevarla —. Vámonos.

Pedro salió.

XVII

En el recibidor no quedaban ya más que el príncipe Basilio y la Princesa mayor, que hablaba con gran animación sentada bajo el retrato de Catalina. En cuanto vieron a Pedro y a su guía callaron. A Pedro le pareció que la Princesa escondía alguna cosa. La Princesa dijo al Príncipe en voz baja: «No puedo ver a esta mujer.» — Katicha ha hecho servir el té en la salita — dijo el príncipe Basilio a Ana Mikhailovna —. Vaya, hija mía; coma algo, porque si no enfermará.

A Pedro no le dijo nada, pero le estrechó la mano, apesadumbrado. Pedro y Ana Mikhailovna entraron en la sala.

A pesar de su apetito, Pedro no probó bocado. Volvióse a su guía con aire interrogador y la sorprendió dirigiéndose de puntillas al recibidor donde habían quedado el príncipe Basilio y la mayor de las princesas. Pedro, suponiendo que todo aquello también era necesario, la siguió al cabo de un instante. Ana Mikhailovna hallábase al lado de la Princesa y las dos hablaban a la vez en voz baja y alterada.

— Créame, Princesa; sé lo que conviene y lo que no conviene—dijo la joven, alterada.

— Pero, querida Princesa — decía suavemente, pero con obstinación, Ana Mikhailovna, impidiendo el paso de la Princesa a la habitación del enfermo —. ¿Cree usted que no será demasiado doloroso para el pobre tío, precisamente en este instante en que el reposo le es tan necesario? ¡Hablarle de una cosa tan terrenal en este momento, cuando su alma está ya preparada...!

El príncipe Basilio estaba sentado con su actitud habitual, cruzadas las piernas. Sus mejillas se contraían violentamente, y cuando se encogió pareció mucho más grueso y mucho más interesado en la conversación de las dos mujeres.

— Querida Ana Mikhailovna — dijo —, deje usted a Katicha. Ya sabe usted que el Conde la quiere mucho.

— No sé lo que hay dentro de este sobre — dijo la Princesa dirigiéndose al príncipe Basilio y enseñándole la cartera que tenía en la mano —. Sólo sé que el verdadero testamento lo tiene en su escritorio; esto es un papel olvidado.

Intentaba engañar a Ana Mikhailovna, que saltó otra vez y le cerró el paso.

— Lo sé, querida Princesa — dijo Ana Mikhailovna cogiendo la cartera con tanta fuerza que veíase claramente que no la soltaría con facilidad —. Querida Princesa, se lo ruego, tenga piedad del Conde. Piense en lo que va a hacer.

La Princesa calló. Sólo se oía el rumor de los esfuerzos de la lucha para apoderarse de la cartera. Comprendía la Princesa que si hablaba no diría cosas muy amables a Ana Mikhailovna. Ésta cogía la cartera fuertemente, pero, a pesar de esto, su voz se conservaba tranquila y dulce.

—Pedro, acércate, hijo mío. Me parece que no eres un extraño en el consejo de la familia, ¿no es verdad, Príncipe?

—Pero ¿por qué callas, Príncipe?—exclamó de pronto la Princesa con un grito tan fuerte que llegó hasta la salita y aterrorizó a todos —. ¿Por qué callas, cuando Dios sabe quién es el que provoca esta escena a la puerta de un agonizante? ¡Intrigante! — continuó con voz concentrada y colérica, tirando de la cartera con todas sus fuerzas.

Pero Ana Mikhailovna dio algunos pasos para no soltarla.

— ¡Oh! — dijo el príncipe Basilio con enfado y extrañeza. Se levantó —. Esto es ridículo — continuó —. Vamos, soltad, les digo. — La Princesa soltó la cartera —. Y usted también.

Ana Mikhailovna no le obedeció.

— ¡Suéltela, le digo! Yo tomo la responsabilidad de esto. Entraré y se lo preguntaré yo mismo. Yo, ¿comprende usted? Esto ha de bastarle.

— Pero, Príncipe — dijo Ana Mikhailovna —, después de haber recibido tan importante sacramento, concédale un instante de reposo. Aquí está Pedro. Di tu opinión — dijo al joven, que se acercaba y miraba extrañado la cara encolerizada de la Princesa, que abandonaba todo miramiento, y las mejillas temblorosas del príncipe Basilio.

— Tenga presente que usted será responsable de todas las consecuencias — dijo severamente el príncipe Basilio —. No sabe lo que hace.

— ¡Mala mujer! — exclamó la Princesa lanzándose espontáneamente contra Ana Mikhailovna y arrebatándole la cartera.

El príncipe Basilio bajó la cabeza y abrió los brazos. En aquel momento se abrió la puerta. La terrible puerta, que Pedro contemplaba desde hacía unos momentos y que ordinariamente se abría tan poco, se abrió con ruido, chocando contra la pared. La menor de las Princesas apareció en el marco y, palmeando, exclamó:

— ¿Qué hacéis? — exclamó desesperadamente —. Se está muriendo y me dejáis sola.

La Princesa mayor soltó la cartera. Ana Mikhailovna se inclinó rápidamente y, recogiendo el objeto de la disputa, corrió al dormitorio. La Princesa mayor y el príncipe Basilio, serenándose, fueron tras ella. A los pocos minutos, la Princesa, con el rostro pálido y descompuesto, salía, mordiéndose el labio inferior. Al ver a Pedro, su rostro expresó una rabia no contenida.

— Ya puede usted estar contento — dijo —. Ya tiene lo que esperaba.

Y, sollozando, ocultó la cara en el pañuelo y salió de la habitación.

Tras la Princesa apareció el príncipe Basilio. Balanceándose, se sentó en el mismo diván de Pedro y escondió la cara entre las manos. Pero se dio cuenta de que estaba pálido y que le temblaba la barbilla como si tuviera fiebre.

— ¡Ah, amigo mío! — dijo cogiendo del brazo al joven. Y en su voz apuntaba una franqueza y una dulzura que Pedro no había escuchado nunca —. Tanto pecar, tanto mentir... ¡Y para qué! Tengo más de cincuenta años, amigo mío. Para mí, todo se acabará con la muerte, todo. La muerte es horrible — y sollozó.

La última en salir fue Ana Mikhailovna. Con lentos y silenciosos pasos se acercó a Pedro.

— Pedro — dijo.

El joven la miró, interrogador. Ella le besó la frente y dejó caer algunas lágrimas. Calló. Luego dijo:

— Ya no existe.

Pedro la miró a través de los lentes.

— Vamos. Te acompañaré. Procura llorar. Nada consuela tanto como las lágrimas.

Le acompañó hasta la salita oscura, y Pedro se sintió muy satisfecho de que nadie pudiera verle la cara. Ana Mikhailovna le dejó; cuando regresó, Pedro, que había apoyado la cabeza en la mano, dormía profundamente.

Por la mañana, Ana Mikhailovna dijo a Pedro:

—Sí, hijo mío. Ha sido una gran pérdida para todos. No lo digo para ti. Dios te confortará. Eres joven y, si no me engaño, te encuentras en posesión de una inmensa fortuna. No se conoce aún el testamento. Pero te conozco a ti lo suficiente para saber que esto no te hará perder la cabeza. Impone obligaciones y es preciso ser un hombre. — Pedro calló —. Más adelante te explicaré, hijo mío, que si yo no hubiese estado aquí, quién sabe lo que hubiera ocurrido. Tú ya sabes que mi tío, todavía anteayer, me prometía acordarse de Boris. Pero no ha tenido tiempo de decírmelo. Espero, hijo mío, que cumplirás el deseo de tu padre.

Pedro no comprendió nada de lo que le querían decir. Silencioso y sofocado, miró fijamente a la princesa Ana Mikhailovna. Después de haber hablado con Pedro, ésta se fue a dormir a casa de los Rostov. Por la mañana, cuando se levantó, les contó, tanto a ellos como a sus amigos, los pormenores de la muerte del conde Bezukhov. Dijo que el Conde había muerto tal como ella quisiera morir; que su muerte no solamente había sido conmovedora, sino edificante, y que la última entrevista entre padre e hijo había sido tan emocionante que no podía acordarse de ella sin que las lágrimas anegasen sus ojos; que no sabría decir quién de los dos se había portado mejor en aquel terrible instante: el padre, que en los últimos momentos se había acordado de todo y de todos y que dirigió al hijo enternecedoras palabras, o Pedro, de tal modo alterado que inducía a compasión y que se esforzaba en disimular la emoción para no impresionar a su padre moribundo.

— Todo esto es muy doloroso, pero hace mucho bien. Conforta ver a hombres como el viejo Conde y a su digno hijo.

En cuanto a los actos de la Princesa y del príncipe Basilio, los contaba, bajo promesa de secreto y confidencialmente, sin juzgarlos.

XVIII

En Lisia—Gori, en las tierras del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, se esperaba de un día a otro la llegada del príncipe Andrés y la Princesa. No obstante, la espera no trastornaba el orden severo con que discurría la vida en casa del viejo príncipe.

El general en jefe príncipe Nicolás Andreievitch, a quien la sociedad rusa denominaba con el sobrenombre de «rey de Prusia», no se había movido de Lisia—Gori, con su hija la princesa María y la señorita de compañía mademoiselle Bourienne, desde que, reinando todavía Pablo I, había sido relegado a sus posesiones. A pesar de que el nuevo reinado le había permitido el acceso a las capitales, continuaba en el campo su vida sedentaria, diciendo que si alguien lo necesitaba recorrería las ciento cincuenta verstas que separan Moscú de Lisia—Gori, pero que él no necesitaba nada de nadie. Sostenía que los vicios humanos no tienen sino dos puentes: la ociosidad y la superstición, y solamente dos virtudes: la actividad y la inteligencia. Se ocupaba en persona de la educación de su hija, y para fomentar en ella estas dos virtudes capitales le dio lecciones de álgebra y geometría hasta los veinte años y distribuyó su vida en una serie ininterrumpida de ocupaciones. También él estaba siempre ocupado: tan pronto escribía sus memorias o se entretenía en resolver cuestiones de matemática trascendental como en tornear tabaqueras o vigilar en sus tierras las construcciones, que no faltaban nunca. Pero teniendo en cuenta que la condición principal de la actividad es el orden, éste era llevado en su vida hasta las últimas consecuencias. Las comidas eran siempre iguales, y no solamente a la misma hora, sino al mismo minuto exactamente. Con las personas que le rodeaban, desde su hija hasta los criados, el Príncipe era áspero y terriblemente exigente, de modo que, sin ser un hombre malo, inspiraba un temor y un respeto tales que difícilmente hubiera podido inspirarlos el hombre más cruel. Con todo y vivir retirado y sin influencia alguna en los negocios del Estado, todos los gobernadores de la provincia donde se encontraban sus tierras se creían en la obligación de presentarse a él, y, lo mismo que el arquitecto, el jardinero o la princesa María, el alto funcionario esperaba la hora fijada de la salida del Príncipe a la sala de su despacho. Todos los que aguardaban en aquella sala experimentaban el mismo sentimiento de respeto, por no decir de miedo, cuando se abría la amplia puerta del gabinete y aparecía, con su peluca empolvada, la pequeña figura del viejo, de breves manos apergaminadas, de cejas grises y caídas, que, al fruncirse, velaban el resplandor de unos ojos brillantes, inteligentes y amarillentos. Durante la mañana de la llegada del joven matrimonio, la princesa María, como de costumbre, entró en el despacho a la hora precisa para el saludo matinal. Se santiguó, temerosa, y rezó interiormente. Entraba allí todos los días, y todos los días pedía a Dios que la entrevista fuese fácil. El viejo criado empolvado que se encontraba en el despacho se levantó sin hacer ruido y, acercándose a la puerta, dijo en voz baja:

— Adelante.

Tras la puerta sentíase el rumor del torno. La Princesa empujó con timidez la puerta, que se abrió fácilmente, y se detuvo en el umbral. El Príncipe trabajaba en el torno. La miró y continuó trabajando.

La gran sala de trabajo estaba llena de objetos que visiblemente eran utilizados a menudo. La larga mesa en la que se hallaban esparcidos libros y planos; la gran librería, con las llaves colocadas en las puertas; el alto pupitre para escribir en pie, sobre el cual hallábase una libreta abierta, y el torno, con todas las herramientas preparadas y los restos de madera esparcidos por doquier, denunciaban una actividad infatigable, variada e inteligente. Por el movimiento de la corta pierna calzada con zapatilla de tacón y bordada en plata; por la presión firme de la mano delgada y venosa, veíase en el Príncipe la fuerza tenaz de una robusta vejez. Después de algunas vueltas del torno, retiró el pie del pedal, limpió la herramienta, la colocó en una bolsa de cuero colgada del torno y, acercándose a la mesa, llamó a su hija. No daba nunca la bendición a sus hijos, pero al presentarle la mejilla, no afeitada todavía aquella mañana, y mirándola con ternura y atención, dijo severamente:

— ¿Te encuentras bien? Siéntate.

Cogió el cuaderno de geometría, manuscrito por él mismo, y con el pie se acercó una silla.

— Para mañana — dijo, buscando rápidamente la página y marcando con la uña párrafo por párrafo —, todo esto.

La Princesa se inclinó sobre el cuaderno.

— Espera, tengo una carta para ti — dijo el Príncipe de pronto, extrayendo de una bolsa que tenía clavada a la mesa un sobre escrito con letra de mujer.

Al ver la carta, la cara del Príncipe se cubrió con dos manchas rosadas y la cogió apresuradamente.

— ¿Es de Eloísa? — preguntó el Príncipe, descubriendo con una, sonrisa fría los dientes amarillentos pero fuertes aún.

— Es de Julia — repuso la Princesa mirándole y sonriendo tímidamente.

—Aún te dejaré pasar dos más. La tercera la leeré — dijo el Príncipe severamente —. Temo que os escribáis demasiadas tonterías. La tercera la leeré — repitió.

—Lee ésta si quieres, papá—dijo la Princesa enrojeciendo aún más y ofreciéndole la carta.

— Te he dicho que leeré la tercera — replicó el Príncipe rechazando la carta. Y, apoyándose sobre la mesa, tomó el cuaderno ilustrado de figuras geométricas —. Bien, señorita — comenzó el viejo inclinándose sobre el cuaderno al lado de su hija y pasando la mano sobre el respaldo de la silla en que la Princesa se encontraba sentada, de modo que por todas partes sentíase rodeada por el olor a tabaco y a viejo particular de su padre y que ella tan bien conocía desde hacía muchos años —. Bien, señorita. Estos triángulos son semejantes. Fíjate en el ángulo ABC...

La Princesa miraba con terror los ojos brillantes de su padre. Aparecían y desaparecían en su rostro manchas rojas. Veíase claramente que no entendía nada y que el miedo le impediría entender todas las explicaciones de su padre, por claras que fuesen. ¿De quién era la culpa, del profesor o del discípulo? Pero cada día sucedía lo mismo. Los ojos de la Princesa se nublaban. No veía ni entendía nada en absoluto. Únicamente notaba cerca de ella el rostro seco de su severo profesor, su aliento y su olor, y no pensaba sino en salir cuanto antes del gabinete para dirigirse a sus habitaciones y descifrar tranquilamente el problema. El viejo se indignaba ruidosamente. Apartaba y acercaba la silla en la que se sentaba y hacía grandes esfuerzos para no perder la calma. Pero diariamente se deshacía en improperios y con frecuencia el cuadernillo iba a parar al suelo.

La Princesa equivocó la respuesta.

— ¡Eres tonta! — exclamó el Príncipe apartando vivamente el cuaderno y volviéndose con rapidez; pero inmediatamente se levantó y se puso a pasear por la habitación. Pasó la mano por los cabellos de la Princesa y volvió a sentarse. Se acercó a la mesa y continuó la explicación —No puede ser, Princesa, no puede ser — dijo cuando la joven hubo cerrado el cuaderno, después de la lección, y se disponía a marcharse —. Las matemáticas son una gran cosa, hija mía. No quiero que te parezcas a nuestras damas, que son unas ignorantes. Esto no es nada. Ya te acostumbrarás, y concluirá por gustarte. — Le pellizcó las mejillas —. Al final, la ignorancia se te irá de la cabeza.

La Princesa se disponía a salir, pero él la detuvo con un gesto y cogió de la mesa un libro nuevo todavía por abrir.

—Toma. Tu Eloísa te envía esto: La llave del misterio. Es un libro religioso y a mí no me importa nada ninguna religión. Ya lo he ojeado. Tómalo. Vete si quieres. — Le dio un golpecito en las espaldas y cerró suavemente la puerta tras ella.

La princesa María regresó a su alcoba con una expresión de tristeza y temor que raramente la abandonaba y afeaba aún más su rostro enfermizo. Se sentó ante su escritorio, lleno de miniaturas y abarrotado de cuadernos y libros. La Princesa era tan desordenada como ordenado su padre. Dejó el cuaderno de geometría y anhelosamente abrió la carta. Era de su íntima amiga de la infancia, Julia Kuraguin, la misma que había asistido a la fiesta de los Rostov.

Julia escribía:

«Querida y excelente amiga:

«¡Qué terrible y desconsoladora es la ausencia! ¿Por qué no puedo, como ahora hace tres meses, encontrar nuevas fuerzas morales en tu mirada, tan dulce, tan tranquila y tan penetrante, mirada que yo amo tanto y que me parece ver ante mí cuando te escribo?» Al terminar de leer este pasaje, la princesa María suspiró y se miró en el espejo que tenía a su derecha. Vio en él reflejado su cuerpo sin gracia, mezquino, su delgado rostro. «Me halaga», pensó. Y apartando los ojos del espejo continuó la lectura. Sin embargo, Julia no halagaba a su amiga. En efecto, los ojos de la Princesa, grandes, profundos, a veces fulgurantes como si proyectasen rayos de un ardiente resplandor, eran tan bellos que frecuentemente, a pesar de la fealdad de toda su cara, sus ojos eran mucho más atractivos que cualquier otra belleza. No obstante, la Princesa no había visto nunca la expresión de sus ojos, la expresión que adquirían cuando no pensaba en sí misma. Como el rostro de todos, el suyo adquiría una expresión artificial cuando se miraba al espejo. Continuó leyendo.

«En Moscú no se habla sino de la guerra. Uno de mis hermanos está ya en el extranjero, y el otro en la Guardia que se dirige a la frontera. Además de llevarse a mis hermanos, me ha privado esta guerra de una de mis más entrañables amistades. Hablo del joven Nicolás Rostov, que, lleno de entusiasmo, no ha podido soportar la inactividad y ha dejado la Universidad para alistarse en el ejército. Bien, querida María. Te confesaré que, a pesar de ser muy joven, su ingreso en el ejército me ha producido un gran dolor. Este muchacho, de quien te hablaba este verano, posee tal nobleza de corazón, tan verdadera juventud, que difícilmente se encuentran personas como él en este mundo en que vivimos rodeados de viejos de veinte años. Sobre todo, es tan franco y tan bondadoso, posee un espíritu tan puro y poético, que mis relaciones con él, por pasajeras que fuesen, han sido una de las más dulces satisfacciones para este pobre corazón mío que ha sufrido tanto. Te contaré un día nuestra separación y lo que hablamos al marcharse. Ahora, todo esto es demasiado reciente. ¡Ah, querida mía! ¡Que feliz eres no conociendo estas alegrías y estas punzantes penas! Eres feliz porque, generalmente, las penas son más fuertes que las alegrías. Sé muy bien que el conde Nicolás es demasiado joven para que pueda ser alguna vez para mí algo más que un amigo. Pero esta dulce amistad, estas relaciones tan poéticas y tan puras, han sido una necesidad para mi corazón. Pero no hablemos más. La gran noticia del día, que corre de boca en boca por todo Moscú, es la muerte del viejo conde Bezukhov y su herencia. Imagínate que las tres princesas no han heredado casi nada, que el príncipe Basilio nada en absoluto y que Pedro lo ha heredado todo y ha sido reconocido como hijo legítimo. Por consiguiente, él es el actual conde Bezukhov, dueño de la fortuna mayor de Rusia. Se cuenta que el príncipe Basilio ha desempeñado un papel bastante feo en toda esta historia y que ha regresado muy aplanado a San Petersburgo.

«Te confieso que entiendo muy poco de todas estas cuestiones de legados y testamentos. Lo que sé es que desde que el joven que todos conocíamos con el nombre de monsieur Pedro, simplemente, se ha convertido en el conde Bezukhov y propietario de una de las más grandes fortunas de Rusia, me divierto mucho observando los cambios de tono y de tacto de las mamás cargadas de hijas casaderas, e incluso de aquellas mismas señoritas que se encuentran en análogas condiciones, con respecto a este sujeto, que, entre paréntesis, me ha parecido siempre un pobre hombre. Como quiera que hace dos años que se entretiene la gente adjudicándome prometidos que muchas veces ni yo siquiera conozco, la crónica matrimonial de Moscú me ha hecho condesa Bezukhov. Ya puedes suponer que no me preocupa ni poco ni mucho llegar a serlo. Y, a propósito de matrimonio, he de decirte que, no hace mucho, nuestra tía Ana Mikhailovna me ha confiado en secreto un proyecto matrimonial con respecto a ti. Se trata ni más ni menos que del hijo del príncipe Basilio, Anatolio, a quien querrían situar casándolo con una persona rica y distinguida. A lo que parece, tú has sido la que han elegido sus padres. No sé cómo tomarás todo esto, pero me parece que tenía la obligación de avisarte. Dicen que es un hombre de buen aspecto y una mala cabeza. Todo esto es cuanto puedo decirte referente a él.

«Pero dejemos estos chismes. Acabo de llenar la segunda hoja de papel y mamá me ha enviado recado para que la acompañe a casa de Apraksin, donde hemos de comer hoy. Lee el libro religioso que te envío. Aquí se ha puesto de moda; aún cuando en él hay cosas difíciles de comprender para la débil concepción humana, es un libro admirable y su lectura calma y eleva el espíritu.

«Adiós. Saluda respetuosamente a tu padre de mi parte y da mis recuerdos a mademoiselle Bourienne. Te abraza de todo corazón tu amiga, Julia» «P. S. Dame noticias de tu hermano y de su simpática esposa.» La Princesa quedó un instante pensativa. De pronto se levantó, se dirigió al escritorio y comenzó a escribir rápidamente la respuesta a la carta de Julia.

XIX

El viejo criado hallábase sentado en su lugar de costumbre y escuchaba los ronquidos del Príncipe. En el gran gabinete, situado en el ala extrema de la casa, podían oírse, a través de las puertas cerradas, los pasajes difíciles de la Sonata de Dussek repetidos por vigésima vez.

En aquel momento, un coche se detuvo a la entrada y el príncipe Andrés saltó del carruaje. Dio la mano a su esposa para ayudarla a bajar y la hizo pasar adelante. Tikhon, con peluca gris, anunció en voz baja, desde la puerta del gabinete de trabajo, que el Príncipe dormía, y cerró la puerta rápidamente. Tikhon sabía que ni la llegada del hijo ni cualquier otro acontecimiento, por extraordinario que fuese, podía trastornar las costumbres establecidas. Seguramente el príncipe Andrés lo sabía tan bien como el criado. Consultó el reloj como para comprobar si los hábitos de su padre habían cambiado desde que hubo dejado de verlo, e, informado sobre este particular, se dirigió a su esposa.

— Despertará dentro de veinte minutos — le dijo —. Mientras tanto vayamos a ver a la princesa María.

La pequeña Princesa había engordado mucho durante los últimos tiempos, pero sus ojos y el labio sonriente sombreado por un ligero bozo elevábase de la misma manera alegre y encantadora cada vez que comenzaba a hablar.

— ¡Pero si esto es un palacio! — dijo a su marido, mirándolo con aquella expresión que se adquiere para felicitar a un huésped por la magnificencia del baile que celebra —. Vamos deprisa, deprisa.

Y volvíase sonriente a Tikhon, a su marido y al criado que les acompañaba.

—Sin duda, María está haciendo escalas. No hagamos ruido y así le daremos una sorpresa.

El príncipe Andrés subía tras ella con una expresión tierna y triste.

— Te has hecho viejo, Tikhon — dijo, al pasar, al viejo criado que le besaba la mano.

Al encontrarse ante la habitación donde sonaba el clavecín, salió de una puerta lateral la rubia y hermosa francesa mademoiselle Bourienne. Parecía loca de alegría.

— ¡Ah! La Princesa se alegrará mucho—dijo—. Voy a avisarla.

— No, no, hágame el favor. Es usted mademoiselle Bourienne; ya la conocía por la amistad que mi cuñada le profesa — repuso la Princesa besando a la señorita de compañía —. No tiene ni idea de que estamos aquí.

Se acercaron a la puerta de la salita, tras la cual oíase el pasaje que se repetía incesantemente. El príncipe Andrés se detuvo e hizo un gesto como si escuchara algo desagradable. La Princesa entró. El pasaje se interrumpió en su mitad. Oyóse un grito, los pesados pasos de la princesa María y un rumor de besos. Cuando entró el príncipe Andrés, las dos cuñadas, que no se habían visto desde poco tiempo después del matrimonio del Príncipe, se besaban, todavía abrazadas.

El príncipe Andrés besó a su hermana.

— ¿Irás a la guerra, Andrés? — preguntó ella, suspirando.

Lisa también se estremeció.

— Mañana mismo — repuso el Príncipe.

— Me abandona aquí sólo Dios sabe por qué. Tan fácil como le hubiera sido ascender y...

La princesa María, sin escuchar, siguiendo el hilo de sus propios sentimientos, se dirigió a su cuñada, mirándole tiernamente la cintura.

— ¿De veras? — preguntó.

Se turbó el rostro de la Princesa y suspiró.

— ¡Oh, sí, de veras! —repuso—. ¡Ah! ¡Es terrible!

El breve labio de Lisa temblaba. Acercó la cara a su cuñada y de nuevo se echó a llorar.

— Necesitas descansar — dijo el príncipe Andrés frunciendo el entrecejo —. ¿No es cierto, Lisa? Llévatela — dijo a su hermana —. Yo iré a ver a papá. ¿Cómo está? Siempre el mismo, ¿verdad?

— El mismo. No sé cómo lo encontrarás — dijo la Princesa riendo.

— ¿Las mismas horas, los mismos paseos por los caminos? ¿Y el torno? — preguntó el príncipe Andrés con una sonrisa imperceptible que demostraba que, a pesar de todo, su amor y su respeto por su padre constituían su debilidad.

— Las mismas horas y el torno, y además las matemáticas y mis lecciones de geometría — replicó alegremente la Princesa, como si aquellas lecciones fuesen una de las cosas más divertidas de su vida.

Cuando hubieron transcurrido los veinte minutos necesarios para que despertara el Príncipe, llegó Tikhon en busca del príncipe Andrés, para acompañarle al lado de su padre. Para honrar la llegada de su hijo, el anciano había cambiado un poco sus costumbres. Ordenó que se le acompañase a su habitación mientras se preparaba para la mesa.

El Príncipe vestía a la moda antigua, con caftán, y se empolvaba. En el momento en que el príncipe Andrés, no con aquella expresión desdeñosa y afectada que adoptaba en los salones, sino con el rostro resplandeciente que tenía cuando hablaba con Pedro, entraba en la habitación de su padre, el viejo se había sentado al tocador, sobre una silla de brazos de cuero, y, cubierto con un peinador, abandonaba la cabeza en manos de Tikhon.

— ¿Qué hay, guerrero? ¡Vas a batir a Bonaparte! — dijo el viejo sacudiendo la cabeza empolvada todo lo que la trenza le permitía y que Tikhon tenía sujeta entre las manos —. Sí, sí. Métele mano. Si no, pronto seremos todos súbditos suyos. Buenos días—y le ofreció la mano.

La siesta de antes de comer le ponía de buen humor. Decía que el mediodía era de plata, pero que la siesta de antes de comer era de oro. Miró alegremente a su hijo bajo las espesas cejas caídas. El príncipe Andrés se acercó a él y le besó en el lugar que el viejo le señaló. No respondió nada al tema de conversación predilecto de su padre: la burla de los militares de hoy y, sobre todo, de Bonaparte.

— Sí, padre, he venido con mi mujer, que está encinta — dijo el príncipe Andrés siguiendo con una mirada animada y respetuosa los movimientos de cada rasgo del rostro de su padre —. ¿Cómo estás?

—Amigo mío, solamente los tontos o los depravados se encuentran mal. Tú ya me conoces. De la mañana a la noche trabajo con moderación y por esto me encuentro bien.

—Alabado sea Dios — dijo él hijo sonriendo.

—Dios no tiene nada que ver con esto—y volviendo a su idea añadió —: Bien, explícame cómo los alemanes nos han enseñado a batir a Napoleón, según esa nueva ciencia vuestra que se llama estrategia.

— Papá, permíteme que me rehaga un poco — dijo con una sonrisa que demostraba que la debilidad de su padre no le impedía respetarlo y quererle —. Todavía no he abierto las maletas.

— Lo mismo da, lo mismo da — gritó el viejo sacudiendo la pequeña trenza para ver si estaba bien hecha y cogiendo la mano de su hijo—. La habitación de tu esposa está a punto. La princesa María la acompañará y la instalará allí. Las mujeres no hacen otra cosa que hablar continuamente. Estoy muy contento de poderla ver. Siéntate y cuéntame. Comprendo el ejército de Mikelson, el de Tolstoy y el desembarco simultáneo... ¿Qué hará entonces el ejército del Sur? Ya sé que Prusia se mantiene neutral. Y Austria, ¿qué hace? — dijo levantándose y comenzando a pasear por la habitación, seguido de Tikhon, que corría tras él entregándole las distintas prendas de su vestido—. ¿Qué hará Suecia? ¿Cómo se las arreglarán para atravesar Pomerania?

A las preguntas de su padre, el príncipe Andrés comenzó a exponer los planes de campaña proyectados, hablando primero con frialdad, pero animándose paulatina e involuntariamente, pasando, como de costumbre, del ruso al francés. Explicó que un ejército de noventa mil hombres había de amenazar Prusia para sacarla de su neutralidad y arrastrarla a la guerra; que una parte de este ejército había de unirse a las tropas de Suecia en Stralsund; que doscientos veinte mil austriacos, unidos a cien mil rusos, habían de operar en Italia y en las márgenes del Rin; que cinco mil rusos y cinco mil ingleses desembarcarían en Nápoles, y, finalmente, que un ejército de quinientos mil hombres invadiría Francia por distintos puntos.

El viejo Príncipe, que parecía no escuchar la explicación, continuaba vistiéndose sin dejar de andar, interrumpiéndole tres veces de una forma imprevista. La primera se detuvo y exclamó:

— Blanco. blanco...

Esto quería decir que Tikhon no le entregaba el chaleco que quería. La otra vez se detuvo y preguntó:

— ¿Dará pronto a luz tu mujer?

E inclinando la cabeza había dicho en tono de enfado:

—No va bien. Continúa, continúa...

— No me has dicho nada nuevo — y, preocupado, el viejo murmuró rápidamente—: «... No sé cuándo vendrá.» Ve al comedor.

XX

El príncipe Andrés partía al día siguiente por la noche. Su padre, una vez hubo terminado de comer, se retiró a sus habitaciones sin modificar en nada sus hábitos. La pequeña Princesa hallábase en las habitaciones de su cuñada. El príncipe Andrés, vestido de viaje, sin charreteras, hacía las maletas en su habitación con ayuda del criado. Después de inspeccionar personalmente el coche y vigilar la instalación de las maletas, dio la orden de enganchar. En la alcoba no quedaban sino los objetos que el Príncipe había de llevar consigo: un cofrecillo, una caja de plata con los útiles de afeitar, dos pistolas turcas y una gran espada que su padre le había traído de Otchalov. Todos estos objetos estaban perfectamente ordenados, eran nuevos y relucientes y se hallaban guardados en estuches de terciopelo herméticamente cerrados.

En el momento de una partida o de un cambio de vida, los hombres que son capaces de reflexionar sus actos efectúan generalmente un serio balance de sus pensamientos. En estas circunstancias, habitualmente se controla el pasado y se idean planes para lo por venir. El príncipe Andrés tenía una expresión dulce y pensativa. Se paseaba de un lado a otro de la habitación con paso rápido, con las manos cruzadas a la espalda y mirando ante sí con la cabeza baja y pensativa. ¿Le molestaba ir a la guerra? ¿Le entristecía dejar sola a su mujer? Quizás una cosa y otra. Pero, evidentemente, no quería que nadie le viera en aquel estado. Al sentir pasos en el vestíbulo se quitó las manos de la espalda, se detuvo al lado de la mesa, como si colocase el cofrecillo en su estuche, y adquirió su expresión habitual, serena a impenetrable. Eran los pesados pasos de la princesa María.

— Me han dicho que has dado orden de enganchar — dijo jadeando, pues, evidentemente, había corrido —, y deseaba mucho tener una conversación contigo. Dios sabe cuánto tiempo estaremos sin vernos. ¿Te molesta que haya venido? Has cambiado mucho, Andrucha — añadió, como si quisiera justificar sus preguntas; al pronunciar la palabra «Andrucha» había sonreído. Evidentemente, le extrañaba pensar que aquel hombre severo y arrogante fuese aquel mismo Andrucha, el niño escuchimizado y parlanchín, su compañero de infancia.

— ¿Dónde está Lisa? — preguntó el Príncipe respondiendo con una sonrisa a las palabras de su hermana.

—Está muy cansada. Se ha dormido en el diván de mi habitación. ¡Ah, Andrés! Tu mujer es un tesoro—dijo, sentándose en el diván ante su hermano—. Es una verdadera niña, una niña encantadora, alegre, a quien no sabes cómo quiero. — El príncipe Andrés calló, pero la Princesa observó la expresión irónica y desdeñosa que apareció en su semblante —. Hay que ser indulgente con las pequeñas debilidades humanas. ¿Quién no tiene debilidades en este mundo, Andrés? Recuerda que ha sido educada en la alta sociedad y que hoy su situación no es muy feliz. Hemos de situarnos en el lugar de los demás. Comprender es perdonar. Piensa que para ella, la pobre, es triste tener que separarse de su marido y quedarse sola en el campo en el estado en que se encuentra, después de la vida a que está acostumbrada... Es muy triste.

Y el príncipe Andrés, mirando a su hermana, sonrió como se sonríe ante las personas que creemos conocer a fondo.

—Tú vives también en el campo y, sin embargo, no te encuentras tan triste — dijo.

— Mi caso es muy distinto. ¿Por qué hemos de hablar de mí? No deseo otra vida ni puedo desearla, porque no conozco ninguna más. Créeme, Andrés. Para una mujer joven y habituada al gran mundo, enterrarse en el campo en plena juventud, sola. porque papá está siempre atareado y yo..., ya lo sabes..., tengo muy pocos recursos aunque soy una mujer acostumbrada al trato de la sociedad más distinguida...

—María, dime, con franqueza; me parece que más de una vez te hace sufrir el carácter de papá — dijo el príncipe Andrés expresamente para sorprender o poner a prueba a su hermana hablando con tanta ligereza de su padre.

— Tú eres muy bueno, Andrés, pero tienes llamaradas de orgullo, y esto es un gran pecado — dijo la Princesa siguiendo antes el hilo de sus pensamientos que no el de la conversación —. ¿Quién puede juzgar a su padre? Y si esto fuera posible, ¿qué otra cosa distinta de la veneración se puede sentir por un hombre como él? Estoy muy contenta y me siento muy feliz. Deseo tan sólo que todos lo sean tanto como yo. — El hermano bajó la cabeza con desconfianza —. Si he de decirte la verdad, Andrés, solamente una cosa me es penosa: las ideas religiosas de papá. No puedo comprender como un hombre de tan gran talento como el suyo no pueda ver lo que es claro como la luz y se pierda de este modo. Ésta es mi única pena. No obstante, de un cierto tiempo a esta parte observo en él como una sombra de mejoría. Sus bromas no son tan incisivas, y no hace mucho recibió a un monje y habló con él un gran rato.

— ¡Ah, hermana! Temo que gastes inútilmente tu pólvora con estas frases — dijo el príncipe Andrés, burlón y tierno a la vez.

— ¡Ah, hermano! Únicamente rezo a Dios y espero que me escuche — dijo tímidamente María después de un instante de silencio —. Quisiera pedirte algo muy importante.

— ¿Qué quieres, querida?

—No. Prométeme que no me lo negarás. No te costará nada y no es nada indigno de ti. Para mí sería un gran anhelo. Prométeme, Andrés—dijo hundiendo la mano en su bolso y cogiendo algo, pero sin enseñárselo todavía ni indicar qué era el objeto que motivaba la petición, como si no pudiera sacar aquello antes de haber obtenido la promesa que pedía. Luego dirigió a su hermano una mirada tímida, suplicante.

— ¿Y si fuese algo que me costase un gran esfuerzo? — preguntó el Príncipe, como si adivinase de qué se trataba.

—Piensa lo que quieras, pero hazlo por mí. Hazlo. Yo te lo ruego. El padre de papá, el abuelo, lo llevó en todas sus campañas.—Aún no sacó del bolsillo lo que tenía en la mano —. ¡.Me lo prometes?

—Naturalmente. ¿Qué es?

— Andrés; toma mi bendición con esta imagen y prométeme que nunca te desprenderás de ella. ¿Me lo prometes?

— Si no pesa mucho y no me siega el cuello..., por darme susto... — dijo el príncipe Andrés: pero al darse cuenta de la expresión emocionada que aquella burla producía en su hermana, se arrepintió —. Estoy muy contento, muy contento, de veras — añadió.

—A pesar tuyo, Él te salvará y te conducirá a Él, porque únicamente en Él está la verdad y la paz—dijo, con su voz trémula de emoción, colocando ante su hermano, con ademán solemne, una vieja imagen oval del Salvador, de cara morena, enmarcada en plata y pendiente de una cadena del mismo metal minuciosamente trabajada. María se santiguó, besó la imagen y se la dio a Andrés —. Te lo pido, hermano. Hazlo por mí.

En sus grandes ojos negros fulguraban la bondad y la dulzura, iluminando su rostro enfermizo y delgado y dándole una belleza insospechada. El hermano hizo ademán de coger la imagen, pero ella le detuvo. Andrés comprendió lo que quería y se santiguó, besando la imagen. Su rostro tenía una expresión de ternura — estaba emocionado — y de burla a la vez.

— Gracias, querido.

María le besó la frente y volvió a sentarse en el diván. Los dos callaron.

— Créeme lo que te digo, Andrés. Sé bueno y magnánimo, como siempre lo has sido. No seas severo con Lisa. ¡Es tan encantadora, tan buena! ¡Y ahora es tan triste su situación!

— Creo, María, que no digo nada, que no hago a mi mujer ningún reproche, que no estoy disgustado con ella. ¿Por qué me dices todo esto, entonces?

La princesa María enrojeció y calló como una culpable.

— Yo no te he dicho nada, y, en cambio, ya te han dicho. Esto me apena mucho.

En la frente, en el cuello y en las mejillas de la princesa María aparecieron unas manchas rojas. Quiso decir algo y no pudo. Su hermano adivinó su intención. Lisa, después de comer, había llorado, explicándole su presentimiento de un parto desgraciado, y el miedo que le producía, y había lamentado su suerte, la de su suegro y la de su marido. Después de llorar se había quedado dormida. El príncipe— Andrés compadecía a su hermana.

— Has de saber, Macha, que no he reprobado, que no reprocho ni reprocharé nunca más a mi mujer. Pero, en cambio, no puedo decir que no tenga motivos para hacerlo. Esto durará siempre y será siempre así, sean las que fueren las circunstancias. Pero si quieres saber la verdad, si quieres saber si soy feliz o no, sólo puedo decirte que no lo soy. ¿Y crees que ella lo es? Tampoco. ¿Por qué? No lo sé.

Y pronunciando estas palabras se levantó, acercóse a su hermana y la besó en la frente. Sus bellos ojos se iluminaron con un resplandor inteligente, bondadoso y desacostumbrado. Pero no miraba a su hermana; miraba por encima de sus ojos, por encima de la cabeza de la princesa Maria, e intentaban penetrar la oscuridad de la puerta abierta.

— Vamos a verla. He de decirle adiós. O, mejor, ve tú sola primero. Despiértala; yo iré enseguida. ¡Petruchka! — llamó a su criado —. Ven aquí. Coge esto. Colócalo al lado del cochero; y esto a la derecha.

La princesa María se levantó y se dirigió a la puerta. En el umbral se detuvo.

— Si tuvieras fe, Andrés, te hubieses dirigido a Dios para que te diera el amor que no sientes; y tu ruego habría sido escuchado.

— Sí, quizá sí — dijo el Príncipe —. Ve, Macha, ve. Yo iré enseguida.

Yendo a la alcoba de su hermana, a través de la galería que unía las dos alas del edificio, el Príncipe tropezó con mademoiselle Bourienne, que sonrió graciosamente. Por tercera vez aquel día se la encontraba en lugares solitarios, con su sonrisa entusiasta y candorosa.

— ¡Ah! Creí que estaba usted en su habitación — dijo ella sofocándose y bajando los ojos.

El príncipe Andrés la miró severamente, y su rostro, sin poderlo contener, expresó la cólera. No respondió, pero la miró a la frente y a los cabellos, sin mirar los ojos, con tal desdén, que la francesa se ruborizó y se alejó sin decir palabra.

Cuando el Príncipe llegó a la habitación de su hermana, la Princesa estaba despierta y su vocecilla alegre, que precipitaba las palabras una tras otra, sentíase en el pasillo, a través de la puerta abierta. Hablaba como si quisiera aprovechar el tiempo perdido, después de una larga abstinencia.

—No. Figúrate a la vieja condesa Zubov, con sus tirabuzones postizos y su boca llena de dientes tan postizos como los tirabuzones, como si quisiera plantar cara a los años. ¡Ja, ja, ja!

El Príncipe había oído cinco veces la misma frase sobre la condesa Zubov, acompañada de la misma risa, en boca de su mujer. Entró lentamente en la habitación. La Princesa, pequeña, gordezuela, rosada, hallábase sentada en una butaca de brazos con la labor en la mano, hablando, incansable, y recordando escenas de San Petersburgo e incluso citando frases. El príncipe Andrés se acercó a ella, le acarició la cabeza y le preguntó si había ya descansado del viaje. Ella repuso afirmativamente y continuó la conversación.

Al pie del portal esperaba el coche con los caballos. Era una noche oscura de verano. El cochero no distinguía ni la lanza del coche. A la puerta movíase la gente con linternas. Las altas ventanas de la casona dejaban filtrar la luz del interior. En el recibidor agrupábanse los criados, que deseaban despedirse del joven Príncipe. En el salón esperaban todos los familiares: Mikhail Ivanovitch, mademoiselle Bourienne, la princesa María y la princesa Lisa.

El príncipe Andrés había sido llamado al gabinete de su padre, que quería despedirse de él a solas. Todos le esperaban. Cuando el príncipe Andrés entró en el gabinete, su padre, que tenía puestas las antiparras y el camisón de dormir, con cuyo atavío no recibía a nadie, excepto a su hijo, estaba sentado en el escritorio y escribía. Se volvió.

— ¿Te vas? — preguntó. Y continuó escribiendo.

— He venido a decirte adiós.

— Bésame aquí. — Y le mostró la mejilla, añadiendo —. Gracias, gracias.

— ¿Por qué me das las gracias?

— Para que no pierdas el tiempo, para que no te pegues a las faldas de las mujeres. El deber es lo primero. Gracias, gracias—y continuó escribiendo. De su pluma saltaban salpicaduras de tinta —. Si has de decirme algo — añadió—, dímelo ahora. No me estorbas.

— Se trata de mi mujer... Me avergüenza pedírtelo.

— ¡Vaya una salida! Dime lo que te convenga.

— Cuando llegue el momento del parto, envía a buscar a Moscú a un médico para que la asista...

El viejo Príncipe se levantó y clavó sus severos ojos en su hijo, como si no le hubiera comprendido bien.

—Ya sé que nadie puede ayudarla, si la Naturaleza no la ayuda — dijo el príncipe Andrés visiblemente turbado—. Creo que de cada millón de casos solamente se produce uno malo. Pero es una manía mía y de ella también. ¡Le han contado tantas cosas! ¡Y tiene tales presentimientos! Tiene miedo.

— ¡Hum. hum! — gruñó el viejo Príncipe, continuando la carta que escribía —. Lo haré. — Firmó la carta. De pronto se volvió vivamente a su hijo y se echó a reír—. El asunto no va muy bien, ¿verdad?

— ¿Qué asunto? ¿Qué quieres decir, papá?

—Mujer, eso es todo — dijo lacónicamente el viejo Príncipe.

— No te comprendo — repuso su hijo.

— Sí, sí, no se puede hacer nada, amigo mío. Todas son iguales. No tengas miedo. No se lo diré a nadie, ya lo sabes. — Cogió la mano de su hijo con la suya, huesuda y pequeña, la sacudió y le miró a los ojos con su mirada rápida y penetrante. De nuevo estalló su risa fría.

El hijo suspiró, confesando con aquel suspiro que el padre le había comprendido bien. Éste cerró y selló la carta con su acostumbrada vivacidad. Después la lacró, puso el sello sobre el lacre y la dejó sobre la mesa.

— ¡Qué le vamos a hacer! Haré todo lo que sea necesario. Estate tranquilo.

Andrés calló. Le era agradable y le disgustaba a la vez saberse comprendido por su padre. El viejo se levantó y le entregó la carta.

— Escucha — le dijo —. No te preocupes por tu mujer. Se hará cuanto humanamente sea posible. Ahora escúchame. Aquí tienes una carta para Mikhail Ilarionovitch. Le escribo para que te dé un empleo y no te deje mucho tiempo de ayudante de campo. Es un mal trabajo ese. Dile que me acuerdo mucho de él y que le quiero. Escríbeme contándome el recibimiento que te haya hecho. Si te recibe bien, continúa sirviéndole. El hijo de Nicolás Andreievitch Bolkonski no servirá nunca a nadie por favor. Bien, ven aquí. — Hablaba tan deprisa que no pronunciaba la mitad de las palabras; pero su hijo ya estaba acostumbrado a oírle y lo comprendía todo. Acompañó a éste al lado del escritorio, lo abrió, cogió una caja y sacó de ella un cuaderno cubierto por su letra alta y apretada —. Es probable que muera antes que tú. Si esto sucede, has de saber que aquí están mis memorias. Después de mi muerte se las envías al Emperador. Aquí tienes los billetes de Lombart y una carta. Es un premio para el que escriba la historia de la guerra de Suvorov. Hay que enviarlo a la Academia. Aquí están mis notas. Léelas cuando haya muerto. Encontrarás cosas útiles.

Andrés no dijo a su padre que seguramente viviría todavía muchos años, y comprendió que no había tampoco necesidad de decírselo.

— Haré cuanto me dices, papá.

— Bien. Ahora, adiós.

Le dio la mano para que la besara y le abrazó.

— Recuerda, príncipe Andrés, que, si te matan, tu muerte será para mí, para un viejo, muy dolorosa... —Calló. De pronto dijo con voz aguda —: Y que para mí sería una vergüenza que no te comportaras como hijo de Nicolás Bolkonski.

— No tenías que haberme dicho esto, papá — replicó el hijo sonriendo. El viejo guardó silencio —. También quería pedirte — añadió — que si yo muriese y me naciera un hijo, lo conservaras a tu lado, como te dije ayer. Que se eduque contigo, te lo ruego.

— Esto quiere decir que no se lo deje a tu mujer, ¿verdad? — dijo el viejo riendo.

Estaban frente a frente, silenciosos. Los inquietos ojos del anciano miraban fijamente a los de su hijo. Algo temblaba en la parte inferior del semblante del viejo Príncipe.

— Ya nos hemos dicho adiós. Ve — dijo de pronto —, ve. — Y con voz enojada abrió la puerta del gabinete.

— ¿Qué ocurre, qué ocurre? — preguntó la princesa María viendo al príncipe Andrés y al viejo, que gritaba como si estuviese encolerizado y aparecía en el umbral con su camisón blanco, sin peluca y con las enormes antiparras.

El príncipe Andrés suspiró y no repuso nada.

— Vaya — dijo dirigiéndose a su mujer. Y este «vaya» tenía un tono burlón y frío. Parecía que quisiera decir: «Anda, haz todas las muecas que tengas que hacer.» — ¿Ya, Andrés? — dijo la pequeña Princesa palideciendo y mirando temerosa a su marido.

Él la besó. Ella dio un grito y cayó desmayada en sus brazos.

El Príncipe la sostuvo suavemente, le miró la cara y la dejó con cuidado sobre una butaca.

— Adiós, María — dijo con ternura a su hermana. La besó y salió de la habitación con paso rápido.

Mademoiselle Bourienne friccionaba el pulso de la Princesa echada en la butaca. La princesa María la sostenía; con sus bellos ojos tristes miraba a la puerta por donde había desaparecido el príncipe Andrés y se santiguaba. En el gabinete oíanse, repetidos y violentos, como si fueran golpes, los ruidos que el viejo producía al sonarse. En cuanto el príncipe Andrés hubo salido, se abrió bruscamente la puerta del gabinete y la severa figura del viejo, con el camisón blanco, apareció en el umbral.

— ¿Se ha marchado? Está bien — dijo mirando severamente a la Princesa desmayada. Bajó la cabeza con actitud de descontento y cerró la puerta de un empellón.

SEGUNDA PARTE

I

En octubre de 1805, el ejército ruso ocupaba las ciudades y los pueblos del archiduque de Austria, y otros regimientos procedentes de Rusia, que constituían una pesada carga para los habitantes, acampaban cerca de la fortaleza de Braunau, cuartel general del general en jefe Kutuzov.

El 11 de octubre de aquel mismo año, uno de los regimientos de infantería, que acababa de llegar a Braunau, formaba a media milla de la ciudad, esperando la revista del Generalísimo. Con todo y no ser rusa la localidad, veíanse de lejos los huertos, las empalizadas, los cobertizos de tejas y las montañas; con todo y ser extranjero el pueblo y mirar con curiosidad a los soldados, el regimiento tenía el aspecto de cualquier regimiento ruso que se preparase para una revista en cualquier lugar del centro de Rusia. Por la tarde, durante la última marcha, había llegado la orden de que el general en jefe revistaría a las tropas en el campamento.

Por la larga y amplia carretera vecina, flanqueada de árboles, avanzaba rápidamente, con ruido de muelles, una gran carretela vienesa de color azul. Tras ella seguía el cortejo y la guardia de croatas. Al lado de Kutuzov hallábase sentado un general austriaco, vestido con un uniforme blanco que contrastaba notablemente al lado de los uniformes negros de los rusos. La carretela se detuvo cerca del regimiento. Kutuzov y el general austriaco hablaban en voz baja. Cuando bajaron el estribo del carruaje, Kutuzov sonrió un poco, como si allí no se encontraran aquellos dos mil hombres que le miraban conteniendo el aliento. Oyóse el grito del jefe del regimiento. Éste se estremeció otra vez al presentar armas. En medio de un silencio de muerte, oyóse la débil voz del Generalísimo. El regimiento dejó oír un alarido bronco:

— ¡Viva Su Excelencia!

Y de nuevo quedó todo en silencio. De momento, Kutuzov permaneció en pie, en su mismo lugar, mientras desfilaba el regimiento. Después, andando, acompañado del general vestido de blanco y de su séquito, pasó ante las filas. Por el modo que el jefe del regimiento saludaba al Generalísimo, sin separar de él los ojos; por el modo de caminar inclinado entre las filas de soldados, siguiendo sus menores gestos, pendiente de cada palabra y de cada movimiento del Generalísimo, veíase claramente que cumplía sus deberes de sumisión con mucho más gusto aún que sus obligaciones de general. El regimiento, gracias a la severidad y a la atención de su general, hallábase en mejor estado con relación a los que habían llegado a Braunau simultáneamente. Había únicamente doscientos diecisiete rezagados y enfermos y todo estaba mucho más atendido, excepto el calzado.

Kutuzov pasaba ante las filas de soldados y se detenía a veces para dirigir algunas palabras amables a los oficiales de la guerra de Turquía a quienes iba reconociendo, y también a los mismos soldados. Viendo los zapatos de la tropa, bajó con frecuencia la cabeza tristemente, mostrándoselos al general austriaco, como no queriendo culpar a nadie, pero sin poder disimular que estaban en muy mal estado. Constantemente, el jefe de toda aquella tropa corría hacia delante, temeroso de perder una sola palabra pronunciada por el Generalísimo con respecto a su tropa. Detrás de Kutuzov, a una distancia en que las palabras, incluso pronunciadas a media voz, podían ser oídas, marchaban veinte hombres del séquito, quienes conversaban entre sí y reían de vez en cuando. Un ayudante de campo, de arrogante aspecto, seguía de cerca al Generalísimo. Era el príncipe Bolkonski y hallábase a su lado su compañero Nesvitzki, un oficial de graduación superior, muy alto y grueso, de cara afable, sonriente, y ojos dulces. Nesvitzki, provocado por un oficial de húsares que iba cerca de él, a duras penas podía contener la risa. El oficial de húsares, sin sonreír siquiera, sin cambiar la expresión de sus ojos fijos, con una cara completamente seria, miraba la espalda del jefe del regimiento, remedando todos sus movimientos. Cada vez que el General temblaba y se inclinaba hacia delante, el oficial de húsares temblaba y se inclinaba también. Nesvitzki reía y tocaba a los que tenía más próximos, para que observaran la burla de su compañero.

Kutuzov pasaba lentamente ante aquellos millares de ojos que parpadeaban para ver a su jefe. Al encontrarse ante la tercera compañía, detúvose de pronto. El séquito, que no preveía este alto, se encontró involuntariamente en contacto con él.

— ¡Ah, Timokhin! — dijo el Generalísimo dándose cuenta de la presencia del capitán de la nariz colorada, el cual había sido amonestado a causa del capote azul.

Cuando el General le dirigía alguna observación, Timokhin se ponía tan rígido que materialmente parecía imposible que pudiera envararse más. Pero cuando le habló el Generalísimo, el capitán se envaró de tal forma que visiblemente no era posible que pudiese mantenerse en este estado si la mirada del Generalísimo se prolongaba algún rato. Kutuzov comprendió enseguida esta situación, y como apreciaba al capitán se apresuró a volverse. Una sonrisa imperceptible apareció en la cara redonda y cruzada por una cicatriz del Generalísimo.

—Un compañero de armas de Ismail — dijo —. Un bravo oficial. ¿Estás contento de él? — preguntó Kutuzov al General.

Éste, reflejado como en un espejo en los gestos y ademanes del oficial de húsares, tembló, avanzó y repuso:

— Muy contento, Excelencia.

— Todos tenemos nuestras debilidades — dijo Kutuzov sonriendo y alejándose—. La suya era el vino.

El General se aterrorizó como si él hubiese tenido la culpa y no dijo nada. En aquel momento, el oficial de húsares vio la cara del capitán de nariz colorada y vientre hundido y compuso tan bien su rostro y postura, que Nesvitzki no pudo contener la risa. Kutuzov se volvió. No obstante, el oficial podía mover su rostro como quería. En el momento en que el Generalísimo se volvía, el oficial pudo componer una mueca y tomar enseguida la expresión más seria, respetuosa e inocente.

La tercera compañía era la última, y Kutuzov, que se había quedado pensativo, pareció como si recordara algo. El príncipe Andrés se destacó de la escolta y dijo en francés y en voz baja:

— Me ha ordenado que le recuerde al degradado Dolokhov, que se encuentra en este regimiento.

— ¿Dónde está? — preguntó Kutuzov.

Dolokhov, que se había puesto ya su capote gris de soldado, no esperaba que le llamasen. Cuidadosamente vestido, serenos sus ojos azul claro, salió de la fila, se acercó al Generalísimo y presentó armas.

— ¿Una queja? —preguntó Kutuzov frunciendo levemente el entrecejo.

— Es Dolokhov — dijo el príncipe Andrés.

— ¡Ah! — repuso Kutuzov —. Espero que esta lección te corregirá. Cumple con tu deber. El Emperador es magnánimo y yo no te olvidaré si te lo mereces.

Los ojos azul claro miraban al Generalísimo con la misma audacia que al jefe del regimiento y con la misma expresión parecían destruir la distancia que separa a un generalísimo de un soldado.

— Sólo pido una cosa, Excelencia — replicó con su voz sonora y firme —: que se me dé ocasión para borrar mi falta y probar mi adhesión al Emperador y a Rusia.

Kutuzov se volvió. En su rostro apareció la misma sonrisa que había tenido al dirigirse al capitán Timokhin. Frunció el entrecejo, como si quisiera demostrar que hacía mucho tiempo sabía lo que decía y podía decir Dolokhov, que todo aquello le molestaba y que no era necesario. Se dirigió a la carretela. El regimiento formó por compañías, marchando a los cuarteles que les habían sido designados, no lejos de Braunau, donde esperaban poder calzarse, vestirse y descansar de una dura marcha.

II

Kutuzov se había replegado hacia Viena, destruyendo tras de sí los puentes del Inn en Braunau y el del Traun en Lintz. El 23 de octubre, las tropas rusas pasaban el Enns. Los furgones de la artillería y las columnas del ejército pasaron el Enns en pleno día, desfilando a cada lado del puente. El tiempo era bochornoso y llovía. Ante las baterías rusas que defendían el puente, situadas en unas lomas, abríase una amplia perspectiva velada tan pronto por una cortina de lluvia como desaparecía ésta y al resplandor del sol se distinguían los objetos a lo lejos, resplandeciendo como si estuvieran cubiertos de laca. Abajo veíase la ciudad con las casas blancas y los tejados rojos, la catedral y los puentes, por cuyas bocas, apelotonándose, fluían las tropas rusas. En el recodo del Danubio veíanse las embarcaciones, la isla y el castillo con el parque rodeado por las aguas del Enns, que desembocaban en aquel lugar en el Danubio, y distinguíase la ribera izquierda, cubierta, a partir de este río, de roquedales y bosques que perdíanse en la lejanía misteriosa de los picos verdes y los azulencos collados. Veíanse aparecer los pequeños campanarios del monasterio, surgiendo por encima de un bosque de pinos silvestres, como una selva virgen; y lejos, delante, en lo alto de la montaña, al otro lado del Enns, veíanse las patrullas enemigas. En medio de los cañones emplazados en aquella altura, el comandante de la retaguardia, con un oficial de su séquito, examinaba el territorio con unos anteojos de campaña. Un poco hacia atrás, Nesvitzki, a quien el general en jefe había enviado a la retaguardia, estaba sentado en la cureña de un cañón. El cosaco que le acompañaba le entregó un pequeño macuto y una botella, y Nesvitzki obsequió a los oficiales con pastas y un doble kummel autentico.

Los oficiales le rodeaban muy animados, unos arrodillados y otros sentados a usanza turca sobre la hierba húmeda.

— En efecto, el príncipe austriaco que reconstruyó aquí este castillo ya sabía lo que hacía. ¡Que lugar más encantador! ¿Por qué no comen, señores? — dijo Nesvitzki.

— Gracias, Príncipe — repuso uno de los oficiales, encantado de poder hablar con un personaje tan importante del Estado Mayor —. Un lugar magnífico. Al pasar por el parque hemos visto a dos ciervos. Es un castillo incomparable.

— Príncipe — dijo otro que tenía un vivo deseo de coger otro dulce pero que no se atrevía y fingía por eso admirar el paisaje —, mire; nuestros soldados ya están allí. Mire, allí abajo, aquel claro, tras el pueblo. Hay tres que arrastran algo. ¡Oh! Vaciarán este palacio — dijo, exaltado.

— Sí, exactamente, exactamente — dijo Nesvitzki —. Me tienta— continuó, acercando un dulce a su boca perfectamente dibujada y húmeda — ir allí. — Señalaba al monasterio, cuyos campanarios distinguía. Luego sonrió, entornando los ojos—. Estaría muy bien, ¿verdad, señores? —Los oficiales sonrieron —. ¡Ah! ¡Si pudiéramos asustar a esas monjas! Dicen que hay unas italianas muy lindas. De buena gana daría cinco años de mi vida por darme este gusto.

— Esto, prescindiendo de que las pobres se molesten — añadió, riendo, el oficial más audaz.

Mientras tanto, un oficial del séquito, que se hallaba en primer término, señalaba algo al General, y éste observaba con los anteojos.

— Sí, sí, tiene usted razón, tiene usted razón — dijo con cólera, dejando de mirar por los anteojos y encogiéndose de hombros —. En efecto, atacarán cuando atravesemos. ¿Qué es aquello que arrastran por allí?

Desde el otro lado, a simple vista, veíase al enemigo en sus baterías, de las cuales ascendía una humareda blanca y lechosa. Tras la humareda oíase una detonación lejana y veíanse a las tropas apresurarse a atravesar el río.

Nesvitzki, por fanfarronería, se levantó y, con la sonrisa en los labios, se acercó al General.

— ¿No quiere usted probar un poco, Excelencia?

— Mal negocio — dijo el General sin contestarle —. Los nuestros se han rezagado.

— ¿Hay que ir, Excelencia? — preguntó Nesvitzki.

— Sí, vaya, por favor — repuso el General.

Y repitió la orden que ya había dado detalladamente:

— Diga a los húsares que pasen los últimos y que incendien el puente, tal como ya he ordenado. Además, que inspeccionen las materias inflamables que ya han sido colocadas.

— Muy bien — replicó Nesvitzki.

Llamó al cosaco de a caballo y le ordenó preparase la cantina, e irguió ligeramente su cuerpo sobre la silla.

—Me vendrá muy bien. De paso visitaré a las monjas — dijo a los oficiales, que le miraban con media sonrisa, y se alejó por el sinuoso sendero de la montaña.

— Vaya, capitán, veamos el blanco —— dijo el General dirigiéndose al capitán de artillería —. Distráigase un poco.

— ¡Artilleros, a las piezas! — ordenó el oficial.

En un abrir y cerrar de ojos, los artilleros, alegremente, corrieron a las piezas y cargaron el cañón.

— ¡Número uno! — exclamó una voz.

El número uno disparó, ensordeciendo con su sonido metálico a todos los que se hallaban en la montaña. La granada se elevó zumbando; y lejos, ante el enemigo, por el humo, indico dónde había estallado al caer. Las caras de los soldados y de los oficiales se iluminaron al oír la detonación. Todos se levantaron e hicieron observaciones sobre los movimientos de sus tropas, que veíanse abajo, como sobre la mano, y también sobre el enemigo que avanzaba. En aquel momento, el sol disipó por completo las nubes y el agradable sonido de un cañonazo aislado se fundió en el claro resplandor del sol, en una impresión de coraje, entusiasmo y alegría.

III

Dos granadas enemigas habían atravesado el puente, produciendo un gran remolino. El príncipe Nesvitzki echó pie a tierra. Hallábase en medio del puente y apoyó su enorme cuerpo contra la baranda. Volvióse y llamó al cosaco que, con los dos caballos cogidos por la brida, marchaba algunos pasos más atrás. En cuanto el príncipe Nesvitzki intentaba avanzar, los soldados y los carros precipitábanse sobre él, empujándole contra la baranda. Y esto, no obstante, le producía cierta complacencia.

— ¡Eh, camarada! — dijo un cosaco a un soldado encargado de una furgoneta, que seguía a la infantería apelotonada al lado de las ruedas y de los caballos—. ¿No podrías esperar un poco? ¿No ves que el General ha de pasar?

Pero el conductor del furgón, sin hacer caso del título de general, gritó a los soldados que le impedían el paso:

— ¡Eh, eh! ¡Sorches! ¡Pasad a la izquierda y esperad!

Pero la infantería, apoyando hombro contra hombro, entrecruzando las bayonetas, movíase sobre el puente como una masa compacta, sin detenerse. Mirando hacia abajo por encima de la baranda, el príncipe Nesvitzki contemplaba las rápidas y rumorosas ondas del Enns, que, mezclándose y rompiéndose contra los pilares del puente, encaballábanse unas sobre otras. En el puente veíanse las mismas ondas, pero vivas, de los soldados: los quepis, las caras de pronunciados pómulos, las hundidas mejillas, las fisonomías fatigadas y las piernas que se movían sobre el fango pegajoso que cubría las maderas del puente. A veces, en medio de las ondas monótonas de los soldados, levantábase, como la espuma blanca en las ondas del Enns, un oficial con capa, de fisonomía muy distinta a la de los soldados; a veces cerrábanse las ondas de la infantería y llevábanse consigo, como un trozo de madera sobre el río, a un húsar a pie, a un asistente o a un aldeano. A veces, como una rama sobre el agua movediza, una carreta de la compañía, cargada hasta los topes y cubierta de cuero, resbalaba sobre el puente rodeado por todas partes.

— Esto es como si se hubiera roto una esclusa — dijo el cosaco, deteniéndose desesperado —. ¿Hay muchos allá todavía?

— Un millón, poco más o menos — repuso un soldado que, con la capa hecha jirones, pasó a su lado y desapareció. Tras él venía otro soldado viejo.

—Si «él», el enemigo, se pudiera precipitar contra el puente — dijo el soldado viejo dirigiéndose a un compañero —, se te pasarían las ganas de rascarte.

El soldado pasó. Tras él, otro soldado iba en un carro.

— ¿Donde diablos has puesto los calcetines? — decía un hombre que corría tras un carro, buscando en él.

También el carro y el soldado se alejaron. Aparecieron después otros soldados alegres; evidentemente, habían bebido más de la cuenta.

—Amigo mío, le he dado un buen culatazo en los dientes—decía alegremente un soldado que tenía subido el cuello del capote, agitando las manos.

— ¡Ja, ja, ja! Le deben haber gustado los jamones — replicó el otro riendo.

Y pasaron tan deprisa que Nesvitzki no supo a quién habían herido en los dientes ni qué significación tenía la palabra «jamón».

— ¿Por qué corren tanto? ¿Porque «él» ha tirado? Di que no quedará ninguno—dijo con malicia y tono de reconvención un suboficial.

— Cuando la granada pasó por delante, me quedé deslumbrado — decía, conteniendo la risa, un joven soldado de enorme boca —. Te juro que me moría de miedo — continuaba diciendo, como si presumiera de su terror.

También paso. Venía detrás un carro muy diferente de cuantos habían pasado hasta entonces. Era una carreta tirada por dos caballos. Sentadas encima, en un colchón, veíase a una mujer con una criatura de pecho, una anciana y una zagala fuerte, de rostro colorado.

— ¡Mirad, mirad! La gente no deja moverse al oficial — decía desde diversos puntos la multitud, parada pero mirando y empujándose continuamente hacia la salida.

Mientras Nesvitzki contemplaba las aguas del Enns sintió de pronto otra vez el sonido, nuevo para él, de algo que se acercaba rápidamente, el pesado sonido de algo que caía al agua.

— Mira dónde apunta — dijo severamente un soldado, cerca de Nesvitzki, al oír el sonido.

— Quiere que pasemos más deprisa — dijo otro, inquieto.

La multitud volvió a agitarse. Nesvitzki comprendió que se trataba de una granada.

— ¡El cosaco! ¡El caballo! — dijo —. Apartaos vosotros. Dejadme paso. A duras penas llegó hasta el caballo, y sin dejar de gritar, avanzó. Los soldados se apretujaban para dejarle paso; de nuevo le empujaron de tal modo que incluso le hicieron daño en las piernas. Pero los que se hallaban más cerca de él no tenían la culpa, porque se sentían empujados fuertemente por quienes estaban más lejos.

— ¡Nesvitzki, Nesvitzki! ¡Eh, animal! — dijo tras él una voz ronca.

Nesvitzki se volvió y a quince pasos tras él, más allá de la masa de la infantería en marcha, vio a Vaska Denisov, enrojecido, con la cara sucia, despeinado, con la gorra en la coronilla y el dormán tirado graciosamente sobre la espalda.

— Ordena a estos diablos que dejen paso — gritó Denisov, visiblemente indignado. Sus ojos inquietos, negros como el carbón, resplandecían. En la mano desnuda, pequeña, tan roja como su cara, empuñaba el sable envainado aún.

— ¡Eh, Vaska! ¿Qué te ocurre? — gritó alegremente Nesvitzki.

— No puedo hacer pasar al escuadrón — gritó Denisov mostrando rabiosamente los dientes blancos y espoleando a su hermoso corcel negro, un pura sangre que, inquieto por el brillo de las bayonetas, movía las orejas, piafaba, esparciendo en torno suyo la espuma que escurría por sus flancos, pateando la madera del puente y pareciendo dispuesto a saltar sobre la baranda si quien lo montaba se lo permitía.

— ¿No lo ves? Son corderos, verdaderos corderos. ¡Dejadme paso! ¡Apártate! — gritaba, sin pronunciar las erres—. ¡Carretero del diablo, me abriré paso a sablazos! — y, en efecto, desenvainó el sable y comenzó a blandirlo.

Los soldados, con las caras descompuestas, apretujábanse unos contra otros, y Denisov pudo alcanzar a Nesvitzki.

— ¿Cómo es que no estás todavía borracho hoy? — preguntó Nesvitzki a Denisov cuando se acercó a él.

— No dan tiempo ni para beber — repuso Denisov —. Nos pasamos el día arrastrando al regimiento de un lado para otro. Hemos de entrar en combate inmediatamente, porque si no sólo el diablo sabe lo que pasará.

—Estás hoy muy elegante—dijo Nesvitzki mirándole, contemplando su dormán nuevo y los arreos de su caballo.

Denisov sonrió. Sacó su pañuelo impregnado en perfume y lo volvió bajo la nariz de Nesvitzki.

— ¿Qué quieres que haga? Vamos a entrar en fuego. Ya ves; me he afeitado, me he limpiado los dientes y me he perfumado.

La imponente figura de Nesvitzki, acompañado de su cosaco, y la perseverancia de Denisov, que blandía el sable y enronquecía a gritos, produjeron tanto efecto que pudieron atravesar el puente y detener a la infantería. Cerca de la salida, Nesvitzki encontró al coronel a quien había de dar la orden, y en cuanto hubo cumplido su comisión, retrocedió.

IV

El resto de la infantería atravesaba el puente a paso de maniobra, apelotonándose a la salida. Una vez hubieron pasado todos los carros, los empujones dejaron de ser tan violentos y el último batallón penetró en el puente, únicamente los húsares de Denisov manteníanse al otro extremo del puente, frente al enemigo. Éste, que se distinguía a lo lejos, sobre la montaña situada ante el río, no veíase aún desde el puente, y el horizonte se encontraba limitado a una media versta de distancia por un collado por donde se deslizaba un arroyuelo. Hacia delante extendíase una especie de desierto donde maniobraban unas patrullas de cosacos. De pronto, sobre las lomas opuestas a la carretera, aparecieron tropas con capotes azules y artillería. Eran franceses. El destacamento de cosacos se dirigió al trote hacia las lomas. Todos los oficiales y soldados del escuadrón de Denisov, a pesar de que procuraban hablar de cosas indiferentes y miraban de soslayo, no cesaban de pensar en lo que se preparaba al pie de la montaña y contemplaban constantemente las manchas que producían en el horizonte las tropas enemigas.

Al mediodía aclaró el tiempo otra vez y cayó el sol a plomo sobre el Danubio y las montañas oscuras que le rodeaban. No corría ni la más insignificante brisa y de vez en cuando llegaban desde la montaña el sonido de los clarines y el grito del enemigo. Entre el escuadrón y éste no veíase a nadie, a excepción de algunas patrullas; un espacio vacío de unas trescientas sagenes les separaba. El enemigo había dejado de disparar y la línea terrible, inabordable e inalcanzable, que dividía los dos campos adversarios hacíase aún más sensible.

— El diablo sabe lo que se traen entre manos — gruñó Denisov—. ¡Eh, Rostov!—gritó al joven, que parecía muy contento —. Por fin se te ve — y sonrió con aire de aprobación, evidentemente muy satisfecho del suboficial.

Rostov, en efecto, sentíase completamente feliz. En aquel momento apareció un jefe en el puente y Denisov acercóse a él al galope.

— Excelencia, permítame atacar. Yo les haré retroceder.

— ¿Cómo habla usted de ataque? — dijo el jefe con voz enojada, frunciendo el entrecejo, como si quisiera apartar de sí una mosca molesta —. ¿Qué hace usted aquí? ¿No ve que se retira a la descubierta? Haga retroceder al escuadrón.

El escuadrón atravesó el puente y se colocó fuera de tiro, sin perder un solo hombre. Después del escuadrón pasó otro, que se encontraba en línea, y los últimos cosacos abandonaron aquel lado del río.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado atravesaron el puente, uno tras otro, en dirección a la montaña. El coronel Karl Bogdanitch Schubert se acercó al escuadrón de Denisov y siguió su camino no lejos de Rostov sin prestarle la menor atención.

Jerkov, que no hacía mucho había dejado el regimiento de Pavlogrado, se acercó al coronel. Después de su destitución del Estado Mayor no se quedó en el regimiento, alegando que no era tan tonto como para trabajar en filas cuando en el Estado Mayor, sin hacer nada, podía ganar muchas más condecoraciones; y con esta idea había conseguido hacerse nombrar oficial a las órdenes del príncipe Bagration. Ahora iba a dar una orden del general de retaguardia a su antiguo jefe.

— Coronel — dijo con sombrío aspecto —, se ha dado la orden de detención y de prender fuego al puente.

—¿Quién lo ha mandado? —preguntó el Coronel con aspereza.

— No lo sé, Coronel — replicó seriamente Jerkov —, pero el Príncipe me ha ordenado esto: «Ve y dí al Coronel que los húsares retrocedan tan deprisa como puedan y que incendien el puente.» Detrás de Jerkov, un oficial de la escolta se dirigió al Coronel de húsares con la misma orden. Tras él, montando un caballo cosaco que a duras penas podía manejar, galopaba el corpulento Nesvitzki.

— Coronel — gritó galopando aún —, le he dicho a usted que incendiaran el puente. ¿Quién ha rectificado mi orden? Parece que todos se hayan vuelto locos.

El Coronel detuvo al regimiento sin mucha prisa y se dirigió a Nesvitzki.

— Me ha hablado usted de materias inflamables — dijo —, pero no me ha dicho nada con respecto a prender fuego al puente.

— ¿Cómo se entiende? — dijo Nesvitzki quitándose la gorra y alisándose con la mano los cabellos, empapados en sudor —. ¿Cómo es posible que no le haya dicho yo que prendiera fuego al puente si se han colocado en él materias inflamables? Amigo mío...

— Yo no soy para usted ningún «amigo mío», señor oficial de Estado Mayor, y no me ha dicho que prendiera fuego al puente. Sé muy bien mi obligación y acostumbro cumplir estrictamente las órdenes que se me dan. Usted me ha dicho: «Prenderán fuego al puente.» Pero ¿quién? No puedo saberlo, diablo.

— Siempre ocurre lo mismo — dijo Nesvitzki con un ademán —. ¿Qué haces aquí? — preguntó a Jerkov.

—He venido a dar la misma orden. Vienes muy mojado. Acércate, acércate...

— ¿Qué dice usted, señor oficial? — continuó el Coronel con tono ofendido.

— Coronel — le interrumpió el oficial de la escolta —, hay que darse prisa o de lo contrario el enemigo acercará sus cañones hasta ponerlos a tiro de metralla.

El Coronel miró en silencio al oficial de la escolta, al corpulento oficial de Estado Mayor Jerkov y frunció el entrecejo.

— Incendiaré el puente — dijo con voz solemne, como si quisiera dar a entender que, a pesar de todos los disgustos que se le ocasionaban, haría todo cuanto fuera necesario hacer. Y espoleando al caballo con sus piernas largas y musculosas, como si el animal tuviera la culpa de todo, el Coronel avanzó y ordenó al segundo escuadrón, aquel en, que servía Rostov bajo las órdenes de Denisov, que volviera al puente.

Las caras alegres de los soldados del escuadrón cobraron la expresión severa que tenían cuando se encontraban bajo las granadas. Rostov miró al Coronel, sin bajar los ojos. Pero el Coronel no se volvió ni una sola vez a Rostov, y, como siempre, desde las filas miraba con altivez y solemnidad. El escuadrón esperaba la orden.

— Aprisa, aprisa — gritaban en torno suyo algunas voces.

Colgando los sables de las sillas, con gran ruido de espuelas, precipitábanse a caballo los húsares, sin saber siquiera lo que iban a hacer. Los soldados se santiguaban. Rostov no miraba ya al Coronel ni tenía tiempo de hacerlo. Tenía miedo. Su corazón latía, temiendo que los húsares llegasen tarde. Cuando entregó su caballo al soldado le temblaba la mano y sintió que la sangre afluía a oleadas a su corazón. Denisov pasó ante él, gritando algo. Rostov no veía sino a los húsares que corrían en torno suyo, tropezando con las espuelas y produciendo un gran ruido con los sables.

— ¡Camilla! — gritó una voz tras él.

Rostov no se dio cuenta de lo que significaba la petición de una camilla. Corría, procurando tan sólo llegar el primero; pero cerca ya del puente dio un paso en falso y cayó de bruces sobre el pisoteado y pegajoso barro. Los demás pasaron ante él.

— Por ambos lados, teniente — decía la voz del Coronel, que, a caballo constantemente, avanzaba o retrocedía cerca del puente, con la cara triunfante y alegre.

Rostov, limpiándose las manos sucias de barro en el pantalón, miró al Coronel y quiso correr más allá, imaginándose que cuanto más lejos fuera mejor quedaría. Pero fuera que Bogdanitch no le hubiese mirado o reconocido, le llamó con cólera.

— ¿Quién es ese que corre por el centro del puente? ¡A la derecha, suboficial, a la derecha y atrás! — y se dirigió a Denisov, quien, valeroso y audaz, paseábase a caballo sobre las maderas del puente.

— ¿Para qué servirá esa imprudencia, capitán? Mejor será que desmonte.

— ¡Bah! Solamente cae el que ha de caer — replicó Denisov volviéndose sobre la fila.

Mientras tanto, Nesvitzki, Jerkov y el oficial de la escolta continuaban de pie, agrupados y fuera de tiro, contemplando aquel puñado de hombres con gorras amarillas, guerreras verde oscuro con brandeburgos y pantalones azules, que avanzaban de lejos, y el grupo de hombres con los caballos, entre los cuales podían distinguirse fácilmente los cañones.

¿Conseguirían o no prender fuego al puente? ¿Quién sería el primero? ¿Lo incendiarían y podrían huir, o bien los franceses se acercarían lo bastante para ametrallarlos y no dejar a uno solo con vida? Estas preguntas acudían voluntariamente a todos los soldados que se encontraban al otro lado del puente y que, a la clara luz de la tarde, contemplaban a aquél, a los húsares y a los capotes azules que se movían al otro lado con las bayonetas y los cañones.

— Esto será terrible para los húsares — dijo Nesvitzki —; ya se encuentran a tiro de metralla.

— No había necesidad de haber mandado a tantos hombres — dijo el oficial de la escolta.

— Sí, ciertamente — opinó Nesvitzki —; para esto, con dos hombres hubiera bastado.

— ¡Ah, Excelencia! — intervino Jerkov, sin separar la vista de los húsares pero conservando su tono inocente que no permitía distinguir si hablaba en serio o no —. ¡Ah, Excelencia! ¿Cómo dice usted enviar dos soldados tan sólo? ¿Quién nos daría entonces la Cruz de Vladimir? Más vale que se pierdan todos y que se proponga a todo el escuadrón para la recompensa, porque todos tendremos entonces una condecoración. Bogdanitch ya sabe lo que se hace.

— ¡Ah! — dijo el oficial de la escolta —. Ya ametrallan — y señalaba a los cañones puestos en funcionamiento y que avanzaban pesadamente.

Del lado de los franceses donde se encontraban los cañones se levantó una columna de humo, y casi simultáneamente una segunda y una tercera, y, mientras llegaba el ruido del primer disparo, una cuarta. Después oyéronse dos detonaciones, una tras otra, y luego la tercera.

— ¡Oh, oh! — dijo Nesvitzki, como si hubiera sentido un dolor muy agudo, y cogió al oficial de la escolta por un brazo —. Mire, ya ha caído el primero. Mire.

— Y me parece que también el segundo.

— Si fuese rey, no haría nunca la guerra — dijo Nesvitzki volviendo la cabeza.

Los cañones franceses se cargaban de nuevo apresuradamente. La infantería de los capotes azules corría hacia el puente; la humareda apareció de nuevo en diversos lugares y zumbó la metralla, estrellándose sobre el puente. Esta vez, sin embargo, Nesvitzki no pudo ver lo que ocurría. Lo cubría todo un humo espeso. Los húsares habían conseguido prender fuego y las baterías francesas tiraban contra ellos no para impedirlo, sino porque los cañones estaban cargados y no sabían contra quiénes tirar. Los franceses pudieron tirar tres veces antes de que los húsares hubiesen tenido tiempo de volver a montar a caballo. Dos de estos disparos estaban mal dirigidos y la metralla pasó por encima de los húsares, pero la tercera cayó en medio del grupo y derribó a tres.

Rostov se detuvo en medio del puente sin saber qué hacer. No había nadie a quien atacar de la forma en que él había imaginado que eran los combates, y no podía ayudar a incendiar el puente porque no había cogido brasa ninguna, como hicieron los demás soldados. Estaba de pie y miraba cuando, de pronto, algo chocó contra el puente con gran estrépito y uno de los húsares más cercanos a él cayó, gimiendo, sobre la baranda. Rostov corrió con los demás. Alguien gritó: «¡Camilla!» Cuatro hombres cogieron al húsar y lo levantaron.

—¡Ay, ay, ay! ¡Dejadme! ¡Por Dios, dejadme!—gritó el herido.

Pero, a pesar de sus gemidos, le tendieron sobre la camilla. Rostov se volvió y, como si buscase algo, miró a lo lejos, al cielo y al sol, sobre el Danubio. El cielo le pareció magnífico. ¡Era tan azul, tan sereno, tan profundo...! ¡Qué majestuoso y claro era el sol poniente! ¡Cuán suavemente brillaba el agua en el Danubio! Y todavía eran mucho más hermosas las azulencas y largas montañas tras el río, los picos misteriosos y los bosques de pinos rodeados de niebla. Allí todo estaba en calma, todo era feliz.

«Si estuviera allí, no desearía nada — pensó Rostov —. En mí y en ese cielo hay tanta felicidad, y aquí... gemidos, sufrimientos, miedo, esta inquietud, esta fiebre... Otra vez gritan algo. De nuevo todos corren hasta allí, y yo corro con ellos. Y he aquí que la muerte está a mi lado. Un solo instante y no veré ya más ni este sol, ni este aire, ni estas montañas...» Comenzó entonces a ocultarse el sol detrás de las nubes. Ante Rostov aparecieron las camillas, y el miedo de la muerte y de las camillas, y el amor al sol y a la vida, se mezclaban en su cerebro en una impresión enfermiza y trastornadora.

«¡Oh Dios mío, Señor!, Tú que estás en los cielos, sálvame, perdóname y protégeme», murmuró Rostov.

El húsar corrió hacia los caballos; las voces se hicieron más fuertes y más tranquilas y las camillas desaparecieron de sus ojos.

— ¡Vaya, camarada, ya has probado el gusto de la pólvora! — le gritó Denisov al oído.

«Todo ha terminado y soy un cobarde, sí, un cobarde», pensó Rostov. Gimiendo, cogió las riendas de Gratchic de manos de un soldado.

— ¿Qué era? ¿Metralla? — preguntó a Denisov.

— ¡Y vaya metralla! — exclamó Denisov —. Han trabajado como leones, a pesar de que no era un trabajo agradable. El ataque es una gran cosa; siempre de cara; pero aquí, maldita sea, te atacan por la espalda.

Y Denisov se alejó hacia el grupo que, parado cerca de Rostov, formaba el Coronel, Nesvitzki, Jerkov y el oficial de la escolta.

«Me parece que nadie se ha dado cuenta», pensó Rostov.

En efecto, nadie se había percatado, porque todos conocían el sentimiento experimentado por primera vez por el suboficial que todavía no ha entrado en fuego.

— Será considerada una acción excelente — dijo Jerkov—. Quizá me propongan para un ascenso.

—Anuncie al Príncipe que he prendido fuego al puente — dijo el Coronel con alegría y solemnidad.

—Si me pregunta las bajas...

— ¡No ha sido nada! — dijo en voz baja el Coronel —. Un muerto y dos heridos — continuó con visible alegría, incapaz de reprimir una sonrisa de satisfacción al pronunciar la palabra «muerto».

Perseguido por un ejército de más de cien mil hombres mandados por Bonaparte, entorpecido por habitantes animados de intenciones hostiles, perdida la confianza en los aliados, falto de provisiones y obligado a obrar fuera de todas las condiciones previstas de la guerra, el ejército ruso de treinta y cinco mil hombres, bajo el mando de Kutuzov, retrocedía rápidamente siguiendo el curso del Danubio, deteniéndose allí donde se veía rodeado por el enemigo y defendiéndose por la retaguardia tanto como le era necesario para retirarse sin perder bagajes. Había habido combates en Lambach, Amsterdam y Melk; pero a pesar del coraje y la firmeza, reconocidos hasta por el propio enemigo, que los rusos habían demostrado, el resultado de estas acciones no era sino una retirada cada vez más rápida. Las tropas austriacas que habían evitado la capitulación en Ulm, y se habían unido a Kutuzov en Braunau, habíanse separado últimamente del ejército ruso y Kutuzov veíase reducido tan sólo a sus débiles fuerzas ya agotadas. Era imposible pensar en defender Viena. En lugar de la guerra ofensiva, premeditada según las leyes de la nueva ciencia — la estrategia —, el plan de la cual había sido remitido a Kutuzov durante su estancia en Viena por el Consejo Superior de Guerra austriaco, el único objeto, casi inaccesible, que entonces se presentaba a Kutuzov consistía en reunirse a las tropas que llegaban de Rusia, sin perder al ejército como Mack en Ulm.

El día 28 de octubre, Kutuzov pasaba con su ejército a la ribera izquierda del Danubio y se detenía por primera vez, interponiendo el río entre él y el grueso del ejército enemigo. El día 30 se lanzó al ataque y deshizo la división de Mortier, que se encontraba en la orilla izquierda del Danubio. En esta acción consiguió apoderarse de unas banderas, algunos cañones y dos generales enemigos. También por primera vez, después de dos semanas de retirada, se detenía el ejército ruso y, después de un combate, no solamente quedaba dueño de la situación, sino que había logrado expulsar a los franceses.

El l de noviembre, Kutuzov recibió de uno de sus espías un informe según el cual el ejército ruso encontrábase en una situación casi desesperada. El informe decía que los franceses, con un enorme contingente de fuerzas, después de atravesar el puente de Viena, se dirigían contra la línea de comunicación de Kutuzov con las tropas procedentes de Rusia. Si Kutuzov se quedaba en Krems, los ciento cincuenta mil hombres del ejército de Napoleón le impedirían el paso por todas partes, rodearían su fatigado ejército de cuarenta mil hombres y se encontraría en la situación de Mack en Ulm. Si Kutuzov se decidía a abandonar la línea de comunicación con las tropas procedentes de Rusia, había de penetrar, ignorando el camino, en el desconocido y montañoso país de Bohemia, y, defendiéndose de un enemigo muy superior en número y armamento, renunciar a toda esperanza de reunirse con Buksguevden. Si Kutuzov decidía replegarse por la carretera de Krems a Olmutz para reunirse a las tropas que venían de Rusia, exponíase a que los franceses que acababan de atravesar el puente de Viena aparecieran ante él, viéndose entonces obligado a aceptar la batalla durante la marcha, con todo el impedimento de bagajes y furgones y contra un enemigo tres veces superior en número, que le cerraría el paso por todas partes. Kutuzov se decidió por esto.

Tal como había anunciado el espía, los franceses, después de atravesar el río en Viena, se dirigieron a marchas forzadas sobre Znaim por la carretera que seguía Kutuzov, a unas cien verstas de distancia. Llegar a Znaim antes que los franceses era una gran esperanza de salvación para el ejército. Dejar a los franceses el tiempo de llegar, indudablemente era infligir al ejército una derrota comparable a la de Ulm, con la pérdida total de las fuerzas. Pero anticiparse a los franceses con todo el ejército era imposible. La marcha de los franceses desde Viena a Znaim era mucho más corta y mejor que la que habían de hacer los rusos desde Krems.

La misma noche que recibió el informe, Kutuzov envió la vanguardia de Bagration, cuatro mil hombres, por las montañas, a la derecha de la carretera de Krems a Znaim y la de Viena a Znaim. Bagration había de llevar a cabo esta marcha sin detenerse, teniendo delante a Viena y a la espalda a Znaim, y si conseguía adelantarse a los franceses había de detenerlos todo el tiempo que pudiera. Kutuzov en persona, con todo el ejército, se dirigía a Znaim. Después de recorrer durante una noche tempestuosa, con soldados descalzos y hambrientos y desconociendo el camino, cuarenta y cinco verstas a través de las montañas y perdiendo un tercio de sus fuerzas por los rezagados, Bagration salió a la carretera de Viena a Znaim por Hollabrum unas cuantas horas antes que los franceses, que avanzaban hacia el mismo lugar desde Viena. Kutuzov tenía todavía que marchar una jornada, con toda la impedimenta, para llegar a Znaim. Así, pues, para salvar al ejército, Bagration, con menos de cuatro mil soldados hambrientos y extenuados, había de retener durante veinticuatro horas al ejército enemigo, con el que había de enfrentarse en Hollabrum. Evidentemente, era imposible. No obstante, la caprichosa fortuna hizo posible el milagro. El éxito de la estratagema gracias a la cual había caído el puente de Viena en manos de los franceses sin disparar un solo tiro impulsó a Murat a engañar igualmente a Kutuzov. Al hallar al débil destacamento de Bagration en la carretera, creyó Murat que tenía ante sí a todo el ejército de Kutuzov. Con objeto de aniquilarlo por completo, quiso esperar a los rezagados por la carretera de Viena, y, en consecuencia, propuso un armisticio de tres días con la condición de que los dos ejércitos conservarían sus posiciones respectivas y no darían un solo paso. Afirmaba Murat que ya se habían entablado negociaciones de paz y que proponía el armisticio para evitar una inútil efusión de sangre. El general austriaco que fue a las avanzadas creyó las palabras de los parlamentarios de Murat, y al retroceder dejó al descubierto el destacamento de Bagration. El otro parlamentario se dirigió a la formación rusa para dar cuenta de la misma noticia de las entrevistas pacifistas y propuso a las tropas rusas tres días de armisticio. Bagration contestó que no podía aceptar ni rechazar tal armisticio y envió por un ayudante de campo a Kutuzov el informe sobre la proposición que acababa de serle hecha. El armisticio es para Kutuzov el único medio de ganar tiempo, de dar descanso al fatigado destacamento de Bagration y adelantar, con los furgones y los bagajes cuyos movimientos no veían los franceses, toda la distancia posible que le separaba de Znaim. La proposición de armisticio ofreció la única e inesperada posibilidad de salvar al ejército. Al recibir esta noticia, Kutuzov envió inmediatamente al ayudante de campo Witzengerod al campamento enemigo. Witzengerod había no sólo de aceptar el armisticio, sino proponer también las condiciones de capitulación, y, mientras tanto, Kutuzov enviaría a sus ayudantes de campo a acelerar todo lo posible el movimiento de los furgones y de la impedimenta por la ruta de Krems a Znaim. Únicamente el destacamento hambriento y fatigado de Bagration había de quedar inmóvil ante el enemigo, ocho veces más fuerte, y cubrir la marcha de todo el ejército y de sus bagajes.

La esperanza de Kutuzov se realizaba. La propuesta de capitulación que no obligaba a nada, dio a buena parte de la impedimenta el tiempo suficiente para pasar, y no hubo de tardar mucho tiempo en hacerse sentir la equivocación de Murat. En cuanto Bonaparte, que se encontraba en Schoenbrun, a veinticinco verstas de Hollabrum, recibió el informe de Murat y el proyecto de armisticio y capitulación, sospechó la estratagema y escribió a Murat la siguiente carta:

«Al príncipe Murat. Schoenbrun, 25 Brumario de l805. A las ocho de la mañana.

»Me es imposible encontrar palabras para expresar mi disgusto. Manda usted tan sólo mi vanguardia, y no tiene derecho a concertar armisticio alguno sin orden mía. Me hace perder el fruto de una campaña. Rompa inmediatamente el armisticio y láncese contra el enemigo. Le dirá usted que el general que ha firmado la capitulación no tiene poderes para hacerlo y que el único que tiene este derecho es el Emperador de Rusia. Siempre y cuando el Emperador de Rusia ratificara dichos convenios, los ratificaré yo también, pero esto no es más que una excusa. Destruya al ejército ruso. Se encuentra usted en situación de apoderarse de todo su bagaje y artillería. El ayudante de campo del Emperador de Rusia es un... Los oficiales no son nadie cuando no tienen poderes, y éste no tenía... Los austriacos se han dejado engañar en el puente de Viena. Usted se deja engañar por un ayudante de campo del Emperador.

«Napoleón.» El ayudante de campo de Bonaparte galopó con esta carta terrible al encuentro de Murat. Bonaparte, receloso de sus generales, se dirigió con toda su guardia hacia el templo de befalls, temeroso de dejar escapar la esperada victima. El destacamento de cuatro mil hombres de Bagration preparaba alegremente el fuego, se secaba ante él, se calentaba, preparaba el rancho, por primera vez al cabo de tres días, y ni uno de los soldados pensaba ni sabía lo que le esperaba.

VI

A las cuatro de la tarde, el príncipe Andrés, que había reiterado con insistencia su demanda a Kutuzov, se presentó en el campamento de Bagration. El ayudante de campo de Bonaparte no había vuelto al destacamento de Murat y el combate no había empezado aún. Nada se sabía en el destacamento de Bagration de la marcha general de las cosas, y se hablaba de la paz sin creer, no obstante, que fuera posible. Hablábase también de la batalla y también creíasela inminente. Bagration, que sabía que Bolkonski era el ayudante de campo favorito y de confianza del general en jefe, le recibió con una distinción y una benevolencia singulares. Le dijo que probablemente la batalla comenzaría aquel día o al siguiente, y le dejó en absoluta libertad de colocarse a su lado durante la acción o de ir a la retaguardia para vigilar el orden durante la retirada, «lo que era también muy importante».

—Sin embargo, hoy no tendremos acción — dijo Bagration para tranquilizar al Príncipe, y pensó: «Si es un cotilla del Estado Mayor enviado a la retaguardia para obtener una recompensa, la conseguirá igualmente, y si quiere quedarse a mi lado, que se quede... Si es un valiente, podrá ayudarme.» El príncipe Andrés no contestó y pidió al príncipe Bagration que le autorizara a recorrer la posición y examinar la situación de las tropas, con objeto de saber lo que sería conveniente hacer en el caso en que fueran atacadas. El oficial de servicio, un muchacho apuesto, vestido elegantemente, con un diamante en el índice, y que, a propósito, hablaba mal el francés, se ofreció a acompañar al Príncipe. Por todas partes veíanse oficiales con los uniformes chorreando agua, con las caras tristes y la actitud de quien busca algo que se ha perdido; veíanse también a muchos soldados que traían del pueblo, a rastras, puertas, bancos y maderos.

— ¿Ve usted, Príncipe? No se puede hacer nada con esta gente — dijo el oficial señalando a los hombres —. Los jefes son demasiado débiles. Véalos—y señalaba una cantina —; se pasan el día ahí dentro. Esta mañana los he echado a todos y ya vuelven a estar. Debemos acercarnos, Príncipe, y sacarlos de ahí. Es cuestión de un momento.

— Vamos. Compraré un poco de queso y pan — dijo el Príncipe, que todavía no había comido nada.

— ¿Por qué no lo había dicho usted antes, Príncipe? Yo hubiese podido ofrecerle algo.

Echaron pie a tierra y entraron en la cantina. Algunos oficiales, con las caras encendidas y cansados, estaban sentados ante las mesas comiendo y bebiendo.

—Pero ¿qué es esto, señores?—dijo el oficial de Estado Mayor con el enojado tono de quien ha repetido muchas veces la misma frase —. No se pueden abandonar los puestos de este modo. El Príncipe ha ordenado que nadie se moviera. Lo digo por usted, capitán—dijo a un oficial de artillería de baja estatura, sucio, delgado y que, descalzo, porque había entregado las botas al cantinero para que se las secara, se levantaba únicamente con calcetines ante los forasteros, a quienes contemplaba sonriendo y cohibido.

— ¿No le da a usted vergüenza, capitán Tuchin? — continuó el oficial de Estado Mayor —. Me parece que usted, en calidad de artillero, haría mejor dando otro ejemplo a sus inferiores, y, en cambio, se presenta aquí sin botas. Cuando se oiga el toque de alarma, será muy bonito verle en calcetines — el oficial de Estado Mayor sonrió —. Cada uno a su puesto, señores — añadió con autoritario tono.

El príncipe Andrés sonrió involuntariamente al ver al capitán Tuchin que, también sonriente y sin decir nada, se apoyaba ora sobre un pie, ora sobre el otro y miraba interrogadoramente, con sus grandes ojos bondadosos e inteligentes, tan pronto al príncipe Andrés como al oficial de Estado Mayor.

— Los soldados dicen que es más cómodo andar descalzo — dijo Tuchin sonriendo con timidez y con el deseo de disimular su turbación con una salida de tono.

Pero no había terminado aún de hablar — cuando comprendió que su broma no era bien recibida y tampoco graciosa. Estaba confuso.

—Haga el favor de retirarse—dijo el oficial de Estado Mayor procurando aparentar seriedad.

El Príncipe contempló de nuevo la desmedrada figura del artillero, que tenía algo extraño y particular, nada marcial, un poco cómico, pero muy atractivo. El oficial y el Príncipe volvieron a montar a caballo y se alejaron. Al salir del pueblo, encontrando y dejando atrás soldados de distintas armas, se dieron cuenta de que a la izquierda había unas fortificaciones cubiertas de arcilla roja y fresca, recientemente construidas. Algunos batallones, en mangas de camisa, a pesar del frío, movíanse en las trincheras como hormigas blancas. Manos invisibles lanzaban incesantemente paladas de arcilla roja por encima de las trincheras. Se acercaron, contemplaron la fortificación y se alejaron. Tras la trinchera vieron algunas docenas de soldados que, uno tras otro, salían afuera. Hubieron de taparse las narices y espolear a los caballos para salir rápidamente de aquella atmósfera pestilente.

— He aquí las delicias del campamento, Príncipe — dijo el oficial de servicio.

Fueron en dirección a la montaña. Desde allí veíase a los franceses. El príncipe Andrés se detuvo y comenzó a inspeccionar el terreno.

— La batería ha sido colocada allí — dijo el oficial de Estado Mayor señalando el pico —. Es la batería del oficial de los calcetines. Desde allí lo veremos todo. Vamos, Príncipe.

— Se lo agradezco mucho, pero no es necesario que me acompañe. Iré solo — dijo el Príncipe, que quería deshacerse del oficial —. Por favor, no se moleste.

VII

El príncipe Andrés, a caballo, se detuvo para contemplar la columna de humo de un cañón que acababa de disparar. Sus ojos recorrieron el amplio horizonte. Vio tan sólo que las masas de soldados enemigos, inmóviles hasta momentos antes, comenzaban a moverse y que, a la izquierda, como había sospechado, estaba emplazada una batería. Aún no se había disipado el humo sobre este emplazamiento. Dos caballeros franceses, probablemente dos ayudantes de campo, galopaban por la montaña al pie de la cual, sin duda para reforzar las tropas, avanzaba una pequeña columna enemiga, que se distinguía perfectamente. El príncipe Andrés volvió grupas y se lanzó al galope en dirección a Grunt, donde se reuniría con el príncipe Bagration. Tras él, el cañoneo hacíase más frecuente y violento. Los rusos comenzaron a contestar. Abajo, en el lugar donde se entrevistaron los parlamentarios, tronaban los fusiles.

Lemarrois acababa de llegar al campamento de Murat con la carta de Bonaparte, y Murat, humillado y deseoso de reparar su falta, hacía mover rápidamente sus fuerzas con la intención de atacar el centro de la posición y rodear los flancos con la esperanza de que antes del anochecer y de la llegada de Bonaparte desharía al pequeño destacamento que se encontraba ante él.

«¡Vaya, ya hemos empezado!—pensó el Príncipe, sintiendo que la sangre afluía más apresuradamente en su corazón—. ¿Dónde podré encontrar a Tolon?» Al pasar ante las compañías que hacía un cuarto de hora comían el rancho y bebían aguardiente, vio por doquier los mismos movimientos rápidos de los soldados, que ocupaban sus posiciones y escogían los fusiles. En todas las caras brillaba idéntica animación que él sentía en su pecho. «Ya ha empezado esto. Es terrible y alegre a la vez», parecía que dijeran las caras de cada soldado y cada oficial. Antes de llegar al atrincheramiento que estaban construyendo, a la claridad de un crepúsculo de un día nuboso de otoño, percibió a un caballero que se dirigía hacia él. Éste, cubierto con un abrigo de cosaco y montando un caballo blanco, no era otro que el príncipe Bagration. El príncipe Andrés se detuvo para esperarle, y el otro paró el caballo y, reconociendo al príncipe Andrés, le saludó con una inclinación de cabeza. Continuó mirando ante sí, mientras el ayudante le contaba cuanto había visto. También la expresión de: «Ya ha empezado todo esto» leíase en el moreno rostro del príncipe Bagration, cuyos ojos, medio cerrados, parecían no mirar a ninguna parte, como si no hubiera dormido. El príncipe Andrés contempló este rostro inmóvil con una inquieta curiosidad. Quería saber si aquel hombre pensaba y sentía y qué era lo que sentía y pensaba en aquel momento. «¿Hay algo tras esta cara inmóvil?», se preguntaba el Príncipe sin cesar en su contemplación. El príncipe Bagration, con su acento oriental hablaba con particular lentitud, como si no creyese necesario apresurarse. No obstante, hizo galopar a su caballo en dirección a la batería de Tuchin, y el príncipe Andrés se reunió a los oficiales de la escolta, constituida por el oficial de servicio, el ayudante de campo personal del Príncipe, Jerkov, el ordenanza, el oficial de Estado Mayor de servicio, montado en un hermoso caballo inglés, un funcionario civil y un auditor que por curiosidad había pedido autorización para asistir a la batalla. Todos se acercaron a aquella batería, desde la cual Bolkonski había estado estudiando el campo de batalla.

— ¿De quién es esta compañía? — preguntó el príncipe Bagration al suboficial de guardia que estaba al lado de los cañones.

En realidad, en vez de hacer esta pregunta parecía como si quisiera inquirir: «¿Aquí no tenéis miedo?», y el artillero lo comprendió.

— Es la compañía del capitán Tuchin, Excelencia — dijo el interpelado irguiéndose y con voz alegre. Era un artillero rubio, con la cara cubierta de pecas.

Poco después, Tuchin informaba al Príncipe.

— Está bien — dijo Bagration por toda respuesta. Y, pensando algo, comenzó a examinar el campo de batalla que se extendía ante él.

Los franceses acercábanse cada vez más a aquel lugar. De abajo, donde se encontraba el regimiento de Kiev, y en el lecho del río, oíase el ruido de la fusilería, y más a la derecha, tras los dragones, hallábase una columna de franceses que rodeaban uno de los flancos de las tropas rusas y que había despertado la atención del oficial de la escolta, y así se lo daba a entender al Príncipe. A la izquierda estaba obstruido el horizonte por un bosque vecino. El príncipe Bagration dio órdenes a los dos batallones centrales para reforzar el ala derecha. El oficial de la escolta se atrevió a objetar al Príncipe, diciéndole que una vez los batallones estuvieran fuera de la posición quedarían los cañones al descubierto. El príncipe Bagration le miró fijamente y en silencio con una mirada vaga. La observación del oficial de la escolta pareció justa e indiscutible al príncipe Andrés, pero en aquel momento el ayudante de campo del jefe del regimiento, que se encontraba abajo, llegó con la noticia de que enormes contingentes de tropas francesas avanzaban por la llanura y que el regimiento se había dispersado y retrocedía para unirse a los granaderos de Kiev. El príncipe Bagration inclinó la cabeza en señal de aprobación y de consentimiento. Al paso de su montura, se dirigió a la derecha y envió al ayudante de campo a los dragones con la orden de atacar a los franceses. Pero el ayudante volvió al cabo de media hora y anunció que el comandante del regimiento de dragones se había replegado tras el torrente para evitar un cañoneo concentrado y terrible dirigido a su posición, por cuanto perdería a los hombres inútilmente. Por este motivo dio orden a los tiradores de echar pie a tierra y huir en dirección al bosque.

— Bien — dijo Bagration.

Mientras se alejaba de la batería en dirección a la izquierda, también oíanse tiros en el bosque, y como la distancia hasta el flanco izquierdo era demasiado grande para poder llegar oportunamente, el príncipe Bagration envió a Jerkov para que dijera al general en jefe, aquel mismo que en Braunau mandaba el regimiento que revistó Kutuzov, que retrocediera tan rápidamente como le fuera posible y se situase tras el torrente, ya que el flanco derecho no podría resistir sin duda demasiado tiempo el empuje del enemigo. Tuchin y el batallón que le cubría fueron olvidados. El príncipe Andrés escuchaba atentamente las palabras que dirigía el príncipe Bagration a los jefes y las órdenes que daba, y con gran extrañeza suya veía que en realidad no se daba ninguna orden y que el Príncipe procuraba dar a todo aquello, que se hacía por necesidad, por azar o por la voluntad de otros jefes, la apariencia de actos realizados, si no por orden suya, por lo menos de acuerdo con sus intenciones. Gracias al tacto que mostraba el príncipe Bagration. El príncipe Andrés comprendió que, a pesar del giro que pudieran tomar los acontecimientos y su independencia con respecto a la voluntad del jefe, la presencia del general era importantísima. Los jefes que se acercaban a Bagration con las caras descompuestas se reanimaban; los soldados y los oficiales le saludaban alegremente, cobrando nuevos ánimos en su presencia, y ante él se exaltaba su coraje.

VIII

Llegado al punto culminante del flanco derecho de las tropas rusas, el príncipe Bagration comenzó a descender hacia donde se dejaba oír un continuado fuego y donde nada se veía, consecuencia de la espesa humareda de la pólvora. Cuanto más se acercaba al llano, más difícil se hacía el ver las cosas, pero más sensible la proximidad del verdadero campo de batalla. Comenzaron a encontrar heridos: dos soldados llevados en brazos; uno de ellos tenía la cabeza descubierta y llena de sangre; del pecho salíale a la boca un estertor y vomitaba frecuentemente. Sin duda la bala le había destrozado la boca o la garganta. El otro caminaba solo valientemente, sin fusil. Gritaba y movía el brazo, donde tenía una herida reciente, de la que brotaba la sangre sobre el capote como de una botella. Su cara daba más sensación de terror que de sufrimiento. Hacía un minuto que había sido herido.

Después de atravesar la carretera comenzaron a bajar por el atajo, y en el declive vieron a algunos hombres tumbados. Encontraron un gran número de soldados, muchos de los cuales estaban heridos. Subían la montaña respirando afanosamente, y, a pesar de la presencia del general, hablaban en alta voz moviendo las manos. Delante, entre el humo, veíanse los capotes grises colocados en fila, y el oficial, al ver llegar a Bagration, corrió gritando tras los soldados que subían en multitud y les hizo retroceder. Bagration se acercó a la fila donde por un lado y por otro oíase el rumor de los disparos, que se sucedían rápidamente y que ahogaban las conversaciones y los gritos del general. El aire estaba impregnado del humo de la pólvora. Las caras de los soldados, ennegrecidas ya, resplandecían de animación. Unos limpiaban los fusiles con las baquetas, otros los cargaban extrayendo los cartuchos de las cartucheras, y otros, en fin, disparaban. Pero ¿contra quién tiraban? No era posible verlo a causa del humo, que el viento era incapaz de barrer. Con frecuencia oíanse los agradables rumores de un zumbido o de un silbido.

«¿Qué será esto?—pensaba el príncipe Andrés al acercarse al grupo de soldados —. No puede ser un ataque, porque no avanzan. Tampoco pueden formar el cuadro, por cuanto no es ésta la formación justa.» Un viejo delgado, de aspecto enfermizo, el comandante del regimiento, con una amable sonrisa y con los párpados medio cerrados sobre sus ojos fatigados por los años, lo que le daba una dulce expresión, se acercó al príncipe Bagration y lo recibió como el cabeza de familia recibe a un querido huésped. Contó al Príncipe que los franceses habían dirigido un ataque de caballería contra su regimiento. Que el ataque había sido rechazado, pero que la mitad de sus soldados habían muerto. El comandante del regimiento decía que el ataque había sido rechazado, aplicando este término militar a lo que le había ocurrido a su regimiento, pero, realmente, ni él mismo sabía qué habían hecho sus tropas durante aquella media hora, y no podía decir con seguridad si la carga había sido rechazada o el regimiento aniquilado. Sabía tan sólo que al principio, durante el cañoneo dirigido contra sus fuerzas, alguien había gritado: «¡La caballería!», y que los rusos habían comenzado a disparar. Que habían disparado hasta entonces y que continuaban tirando todavía, no contra la caballería, que había retrocedido, sino contra la infantería francesa, que en aquel momento disparaba contra los rusos desde la llanura. El príncipe Bagration bajó la cabeza, como si quisiera manifestar que la batalla se desarrollaba según lo que deseaba y suponía. Se dirigió al ayudante de campo y le dijo que enviase de la montaña dos batallones del sexto de cazadores, ante los cuales acababan de pasar. El príncipe Andrés quedóse sorprendido del cambio que se había operado en el rostro del príncipe Bagration. Su fisonomía expresaba aquella decisión concentrada y optimista del hombre que después de un día caluroso se dispone a lanzarse al agua y efectúa los últimos preparativos. Sus ojos ya no parecían adormecidos, ni su mirada vagaba, ni tampoco su actitud era tan profundamente grave. Sus ojos de lince, redondeados y resueltos, miraban hacia delante con cierta solemnidad y con cierto desdén, y, aparentemente, no se detenían en nada, a pesar de que en este movimiento todavía hubiese la lentitud y regularidad de antes. El jefe del regimiento se dirigió al príncipe Bagration y le suplicó que se alejase de aquel lugar demasiado peligroso.

— En nombre de Dios, se lo ruego, Excelencia — dijo tratando de encontrar ayuda entre los oficiales de la escolta, que volvieron la cara —. Por favor, hagan el favor de mirar —— y los hacía darse cuenta de las balas que zumbaban constantemente y cantaban silbando en torno a ellos. Hablaba en tono de súplica huraña, como un leñador que dijera a su patrón: «Esto, nosotros lo hacemos muy bien, pero a usted se le llenarían las manos de ampollas.» Hablaba como si las balas no le pudieran tocar a él, y sus ojos, entornados, daban a sus palabras un tono aún más persuasivo. El oficial de Estado Mayor unió sus exhortaciones a las del jefe del regimiento, pero el príncipe Bagration no le respondió y se limitó a ordenar que hiciera cesar el fuego y que se formaran para dejar sitio al segundo batallón, que estaba ya cerca. Mientras hablaban, las nubes de humo, que el viento hacía oscilar de derecha a izquierda y que ocultaban por completo el valle y la montaña de enfrente, cubierta de franceses en marcha, se abrieron ante ellos como corridas por una mano invisible. Todos los ojos se fijaron involuntariamente en aquella columna de franceses que avanzaba hacia las tropas rusas, serpenteando por las anfractuosidades del terreno. Podía ya distinguirse la gorra alta y peluda de los soldados. Distinguíase a éstos de los oficiales, y veíase a la bandera flamear al viento.

— Marchan muy bien — dijo alguien de la escolta de Bagration.

El jefe de la columna llegaba ya al llano. El encuentro había de efectuarse por aquel lado del declive. El resto del regimiento ruso que se hallaba en fuego se puso en fila apresuradamente y se apartó a la derecha. Por detrás acercábanse, en perfecta formación, dos batallones del sexto de cazadores. No habían llegado aún donde se encontraba Bagration, pero oíanse los pasos lejanos, pesados, cadenciosos, de toda aquella masa de hombres. Al lado izquierdo de la formación marchaba en dirección al Príncipe el jefe de la compañía, un hombre joven y apuesto de redonda cara, de tímida y satisfecha expresión. Evidentemente, en aquel instante no pensaba en nada, a excepción de que iba a desfilar ante su jefe. Poseído de la ambición de ascender, marchaba alegremente, moviendo las musculosas piernas como si nadara. Se erguía sin esfuerzo, y por esta ligereza se distinguía del paso pesado de los soldados, que marchaban acordando sus pasos a los de él. Cerca de la pierna llevaba el sable desnudo, delgado, estrecho, un pequeño sable curvo que no parecía un arma. Volviéndose hacia su superior o hacia el lado opuesto, no sin perder el paso, daba gravemente la media vuelta y parecía que todos sus esfuerzos estuvieran dirigidos a pasar ante su superior de la mejor manera posible, y se presentía que había de considerarse feliz si lo conseguía. «¡A la izquierda...! ¡A la izquierda...! ¡A la izquierda!», parecía que dijera a cada paso. Y siguiendo este compás, el contingente de soldados, agobiados por el peso de los fusiles y las mochilas, avanzaba, y cada uno de ellos, después de cada paso, parecía que repitiese mentalmente: «A la izquierda... A la izquierda... A la izquierda...» El grueso Mayor, resoplando, perdía el paso, tropezando con cada matorral. Un rezagado, jadeante, con el semblante aterrorizado a causa de su retraso, corría con todas sus fuerzas para alcanzar la compañía. Una bala, rasgando el aire, pasó sobre el príncipe Bagration y su escolta, como siguiendo el compás: «A la izquierda... A la izquierda... A la izquierda... » — Apretad las filas — gritó con voz firme el comandante de la compañía.

Los soldados, describiendo un arco, rodearon algo en el lugar donde había caído la bala. El viejo suboficial condecorado, que se había demorado un poco con los heridos, se unió a su fila; dio un salto para cambiar el paso, pero tropezó y se volvió con cólera. «A la izquierda... A la izquierda... A la izquierda...», y estas palabras parecían oírse a través del lúgubre silencio y del rumor de los pies pisando simultáneamente el suelo.

— Muy bien, hijos míos — exclamó Bagration.

Las palabras «orgulloso de formar» se oyeron por toda la fila. El arisco soldado que desfilaba a la izquierda, al gritar como los demás, dirigió a Bagration una mirada que parecía decir: «Lo sabemos de sobra.» Otro, sin volverse, por temor a distraerse, abría la boca, gritaba y continuaba la marcha. Se dio orden de detenerse y de sacar las cartucheras. Bagration recorrió las filas que desfilaban ante él y echó pie a tierra, entregó las bridas a un cosaco, se quitó la burka , estiró las piernas y se compuso la gorra. En lo alto de la loma apareció la columna francesa con los oficiales a la cabeza.

— Dios nos proteja — dijo Bagration con su voz firme y clara.

Se volvió al frente y, balanceando los brazos, con el paso torpe de todo soldado de a caballo, avanzó por el terreno desigual con aparente dificultad. El príncipe Andrés sentíase impulsado hacia delante por una fuerza invencible y experimentaba una gran alegría.

Los franceses estaban ya muy cerca. El príncipe Andrés se encontraba al lado de Bagration; distinguía claramente las charreteras rojas e incluso las caras de los franceses. Veía perfectamente a un viejo oficial enemigo que, con las torcidas piernas enfundadas en las polainas, subía la montaña con grandes esfuerzos. El príncipe Bagration no dio orden alguna, y, silencioso siempre, marchaba delante de las tropas. De pronto, del lado de los franceses partió un tiro, luego otro y después un tercero. En las filas dislocadas del enemigo se dispersaba el humo. Comenzaron las descargas. Cayeron algunos rusos, entre ellos el oficial carirredondo que desfilaba alegremente y con tantas precauciones. En el mismo momento en que se oyó el primer disparo, Bagration se volvió para gritar:

— ¡Hurra! ¡Hurra!

Un grito largo le respondió, un grito que recorrió todas las líneas rusas. Pasando ante el príncipe Bagration, pasándose unos a otros, los rusos, en mezcla confusa, pero alegre y animada, bajaron corriendo al encuentro de los franceses, cuyas formaciones se habían roto.

IX

El ataque del sexto de cazadores aseguraba la retirada del flanco derecho. En el centro de la posición, la olvidada batería de Tuchin, que había conseguido incendiar Schoengraben, paraba el movimiento enemigo. Los franceses se dirigieron a apagar el fuego, que el viento propagaba, y esto dio tiempo para preparar la retirada. En el centro de la posición, la retirada, a través de los torrentes, se efectuaba con prisa y con estrépito, pero las tropas se replegaban en buen orden. No obstante, en el flanco izquierdo, formado por los regimientos de infantería de Azov, Podolia y los húsares de Pavlogrado, habían sido atacados y rodeados a la vez por las fuerzas más considerables mandadas por Lannes. De un momento a otro parecía seguro su aniquilamiento. Bagration envió a Jerkov al comandante que mandaba el flanco, con la orden de retroceder a toda prisa. Jerkov, valientemente, sin separar la mano del quepis, picó espuelas y se lanzó al galope, pero en cuanto se encontró a cierta distancia de Bagration, sus fuerzas le abandonaron y un terror pánico se apoderó de su espíritu, impidiéndole ir hacia el peligro.

El escuadrón en que servía Rostov, el cual a duras penas había tenido tiempo de montar a caballo, estaba parado ante el enemigo. Otra vez, como en el puente del Enns, no había nadie entre el escuadrón y el enemigo. No había nada sino aquella misma terrible línea de lo desconocido y del miedo, parecida a la línea, que separa a los vivos de los muertos, y las preguntas «la pasarán o no» y «cómo» les trastornaban.

El coronel se acercó al frente y respondió con cólera a las preguntas de los oficiales, como un hombre desesperado de tener que dar una orden cualquiera. Nadie decía nada en concreto, pero en el escuadrón circulaba el rumor de un ataque próximo. El mando dio una orden. Inmediatamente prodújose un rumor de sables al desenvainarse, pero aún no se movía nadie. Las tropas del flanco izquierdo, la infantería y los húsares comprendían que ni los mismos jefes sabían qué hacer, y la indecisión de éstos se transmitía a las tropas.

«Aprisa, aprisa. Tanto como se pueda», pensaba Rostov, comprendiendo que, por último, había llegado el momento de experimentar la emoción del ataque, esa emoción de la que tanto habían hablado sus compañeros húsares.

—Con la ayuda de Dios, hijos míos — gritó la voz de Denisov —. Al trote... Marcha...

En las filas delanteras ondularon las grupas de los caballos. Gratchik arrancó, como los demás. A la derecha, Rostov veía las primeras filas de sus húsares, y, un poco más lejos, hacia delante, una línea oscura que no podía definir pero que suponía era la línea enemiga. Oyéronse dos disparos.

— ¡Acelerad el trote! — ordenó una voz.

Y Rostov sintió que su caballo contraía las patas y se lanzaba al galope. Presentía todos estos movimientos y cada vez estaba más alegre. Vio ante sí un árbol aislado. Momentáneamente, este árbol estaba en el centro de aquella línea que parecía tan terrible, pero la línea había sido atravesada y no solamente no había en ella nada de terrible, sino que cuanto más avanzaba, más alegre era todo y más animado se sentía.

«Le daré un buen golpe», pensó Rostov empuñando valerosamente el sable.

— ¡Hurra! — gritaban las voces en torno suyo.

«Que caiga uno ahora en mis manos», pensaba Rostov, espoleando a Gratchik, suelta la brida, con ánimo de pasar ante los demás. Veíase ya claramente al enemigo. De pronto, algo como una enorme escoba fustigó al escuadrón. Rostov levantó el sable dispuesto a dejarlo caer, pero en aquel momento el soldado Nikitenk, que galopaba ante él, se desvió, y Rostov, como en un sueño, sintió que continuaba galopando hacia delante con una rapidez vertiginosa y que, sin embargo, no se movía de su sitio. Un húsar a quien conocía se le acercó corriendo por detrás y le miró severamente. El caballo del húsar se encabritó y después continuó el galope.

«¿Qué ocurre? ¿Qué es esto? ¿Por qué no avanzo? He caído. Me han matado», se preguntaba y respondía a la vez. Estaba solo en medio del campo. En lugar de caballos galopando y de espaldas de húsares en torno suyo veía tan sólo la tierra inmóvil y la niebla de la llanura. Debajo de él sentía correr la sangre caliente.

«No estoy herido. Han matado a mi caballo.» Gratchik se levantó sobre las patas delanteras, pero cayó inmediatamente sobre las piernas del jinete. Caía la sangre de la cabeza del caballo, que se debatía pero que no podía levantarse. Rostov también quiso erguirse, pero volvió a caer. El sable se le había enredado en la silla.

«¿Dónde están los nuestros? ¿Dónde los franceses?» No lo sabía, no había nadie en torno suyo. Cuando pudo soltarse la pierna se levantó. «¿Dónde está la línea que separaba claramente a ambos ejércitos?», se preguntó, sin poder contenerse. «¿Ha ocurrido algo malo? Accidentes como éste son corrientes, pero ¿qué hay que hacer cuando ocurren?», se preguntaba mientras se levantaba. Y en aquel momento algo le tiraba del brazo izquierdo adormecido. Parecía que la mano no fuera suya. La examinó inútilmente, buscando sangre. «¡Ah! Veo hombres. Ellos me ayudarán», pensó alegremente viendo a gente que corría hacia donde él se hallaba. Alguien, con una gorra extraña y un capote azul, sucio, con una nariz aquilina, corría delante de aquellos hombres. Detrás corrían otros dos y después muchos más todavía. Uno de ellos pronunció unas palabras, pero no en ruso. Entre unos hombres parecidos a aquellos, cubiertos con la misma gorra y que les seguían encontrábase un húsar ruso. Le llevaban cogido por detrás, con las manos, y conducían su caballo de la brida.

«Seguramente un prisionero de los nuestros..., sí... ¿También me cogerán a mí? ¿Quiénes son estos hombres? » Miraba a los franceses, que se acercaban a él; hacía pocos segundos se había lanzado contra ellos para aniquilarlos y su proximidad le pareció tan terrible que se resistía a creer lo que veía.

«¿Quiénes son? ¿Por qué corren? ¿Por mí? ¿Corren por mí? ¿Y por qué? ¿Para matarme? ¿A mí, a quien todos quieren tanto? » Recordó el amor que le profesaba su madre, su familia, sus amigos, y la intención de sus enemigos de matarle le parecía mentira. «Sí, de veras. Vienen a matarme. » Permaneció de pie más de diez segundos, sin moverse, no comprendiendo su situación. El francés de nariz aquilina, el primero, estaba tan cerca que ya se distinguía la expresión de su rostro. La fisonomía roja, extraña, de aquel hombre que, con la bayoneta calada, corría hacia él conteniendo la respiración, le heló la sangre en las venas. Sacó la pistola y en lugar de dispararla se la arrojó al francés y con todas sus fuerzas corrió hacia los matorrales. No corría con aquel sentimiento de duda y lucha que experimentó en el puente de Enns, sino con el miedo con que la liebre huye de los galgos. Un sentimiento de invencible miedo por su vida, joven y feliz, que llenaba totalmente su existencia, le animaba, saltando a través de las matas con la agilidad con que en otro tiempo corría cuando jugaba al gorielki , sin girar un solo momento su rostro pálido, bondadoso y joven y sintiendo en la espalda un estremecimiento de terror. «Es mejor no mirar», pensaba, pero al llegar cerca de los matorrales se volvió. Los franceses perdían distancia, incluso aquel que le perseguía más de cerca, que se volvió y gritó algo a los compañeros que le seguían. Rostov se detuvo. «No, no es esto — pensó —No es posible que quieran matarme. » El brazo izquierdo le pesaba como si colgase de él un peso de cuatro libras. No podía correr más. También el francés se había detenido. Apuntó. Rostov cerró los ojos y se agachó. Pasó una bala ante él, zumbando. Con un esfuerzo supremo se cogió la mano izquierda con la derecha y corrió hacia los matorrales. Tras ellos había tiradores rusos.

X

Los regimientos de infantería, atacados inesperadamente, huían del bosque, y en una mezcla de compañías se alejaban con gran desorden. Un soldado pronunció con terror una frase que no tiene sentido alguno, pero que en la guerra es terrible: «¡Nos han copado!» Y la frase se comunicó a todos con un estremecimiento de espanto.

«¡Rodeados! ¡Copados! ¡Perdidos!», gritaban las voces con pánico. Inmediatamente, el comandante del regimiento oyó las descargas y los gritos, comprendió que algo terrible le sucedía a su regimiento, y la idea de que él, el oficial modelo, que llevaba muchos años de servicio sin que nunca se le hubiera hecho una sola observación, podía ser ante su jefe tildado de negligente o de haber faltado al orden, le turbó tanto que, olvidando instantáneamente al indisciplinado coronel de caballería y su importancia de general, y más que nada el peligro y el instinto de conservación, cogióse a la silla y espoleando a su caballo galopó hacia el regimiento, bajo una lluvia de balas que, por fortuna, caían más lejos de él. Tan sólo quería una cosa: saber qué era lo que ocurría, ayudar, costase lo que costara, y corregir la falta, si él había sido su causa, eliminando su culpa, la de un oficial modelo que en veinte años de servicio no había cometido una sola falta. Por milagro pasó ante los franceses, se acercó al campamento, detrás del bosque, a través del cual corrían los rusos, y sin preocuparse de nada bajó al galope la montaña. El momento de vacilación moral que decide la suerte de las batallas había llegado. ¿Escucharían los soldados la voz de su comandante o se volverían contra él y correrían más lejos? A pesar del grito desesperado del jefe del regimiento, tan terrible en otro tiempo para los soldados, a pesar de la cara feroz del comandante, enrojecida y desfigurada, a pesar de la agitación de su sable, los soldados huían, hablaban, disparaban al aire y no obedecían orden alguna. La vacilación moral que decide la suerte de las batallas poníase, evidentemente, de parte del miedo.

El general enronquecía de tanto gritar y a causa del humo de la pólvora. Se detuvo, desesperado. Todo parecía perdido. No obstante, en aquel momento, los franceses, que perseguían a los rusos, de pronto, sin causa aparente que lo motivara, echaron a correr y en el bosque aparecieron los tiradores rusos. Era la compañía de Timokhin, la única que se había mantenido ordenadamente en el bosque y que, escondida en la trinchera, cerca de la entrada del bosque, atacaba violentamente a los franceses. Timokhin se lanzó sobre el enemigo con un grito tan feroz, con una audacia tan loca y blandiendo el sable como única arma, que el enemigo, sin tiempo para rehacerse, arrojaba las arenas y huía. Dolokhov, que corría al lado de Timokhin, mató a un francés casi a quemarropa, y antes que nadie cogió por el cuello del uniforme a un oficial, que se rindió. Los fugitivos, rehechos, volvían a sus puestos. Los batallones rehacían sus formaciones, y los franceses, que habían conseguido dividir en dos las tropas del flanco izquierdo, eran rechazados momentáneamente. Las reservas tuvieron tiempo de llegar y los fugitivos se detuvieron. El jefe del regimiento estaba cerca del puente con el Mayor Ekonomov. Se adelantaban a ellos las compañías que habían retrocedido cuando, de pronto, un soldado se agarró al estribo y casi se le apoyó en la pierna. El soldado vestía un capote de paño azul, pero no llevaba ni gorra ni mochila. Tenía la cabeza vendada y colgaba de sus hombros una cartuchera francesa. Tenía en las manos una espada francesa también. Estaba pálido; sus azules ojos miraban con descaro al rostro del comandante y sonreía su boca. A pesar de que el comandante estaba ocupado dando órdenes al Mayor Ekonomov, no podía dejar de percatarse de la presencia de aquel soldado.

— Excelencia, he aquí dos trofeos — dijo Dolokhov mostrando la espada y la cartuchera —. He hecho prisionero a un oficial y lo tengo arrestado en la compañía.

Dolokhov jadeaba de fatiga y hablaba entrecortadamente.

— Toda la compañía lo ha visto. Le ruego que lo recuerde, Excelencia.

— Bien, bien — dijo el comandante, y se dirigió al Mayor Ekonomov. Pero Dolokhov no se movía. Se desató el pañuelo que le vendaba la cabeza y mostró la sangre pegada a sus cabellos.

— Una herida de bayoneta. No me he movido de la fila. Recuérdelo, Excelencia.

XI

El viento se calmaba. Las nubes negras que pasaban bajas sobre el campo de batalla en el horizonte se confundían con el humo de la pólvora. En dos lugares aparecieron más claros entre la oscuridad los resplandores del incendio. Se debilitó el cañoneo, pero el ruido de los disparos de fusil en la retaguardia y a la derecha continuaba cada vez más cercano. Cuando Tuchin, con sus cañones, pasando sobre los heridos, salió del fuego y se dirigió al torrente, encontró a los jefes y a los ayudantes de campo, entre los que se encontraban el oficial de Estado Mayor y Jerkov, que le habían sido enviados dos veces y que ni una sola de ellas habían podido llegar a la batería. Todos, interrumpiéndose unos a otros, daban y transmitían las órdenes por el camino que se había de emprender, y todos le hacían reproches y observaciones. Tuchin no dio orden alguna, y en silencio, temeroso de hablar, porque a cada palabra, sin saber por qué motivo, le venían ganas de llorar, iba detrás de todos montado en su mula. Aun cuando había sido dada la orden de abandonar a los heridos, algunos arrastrábanse tras las tropas, suplicando que los colocaran sobre los cañones. Un bravo oficial de infantería yacía con una bala en el vientre sobre la cureña de Matvovna. Al salir de la montaña, un suboficial de húsares, muy pálido, que se sostenía una mano con la otra, se acercó a Tuchin y le pidió que le dejara sentarse.

— Capitán, por el amor de Dios, me han herido en el brazo — suplicaba tímidamente —. Por el amor de Dios, no puedo caminar más. — Evidentemente, aquel suboficial había pedido muchas veces permiso para sentarse y siempre le había sido negado. Con voz tímida y vacilante suplicaba —: Ordene que me siente, por el amor de Dios.

— Siéntate, siéntate — dijo Tuchin —. Tío, dale tu capote — dijo a su soldado favorito —. ¿Dónde está el oficial herido?

— Lo han abandonado. Estaba muerto — replicó alguien.

— Siéntate, siéntate, amigo, siéntate. Pon tu cabeza, Antonov...

El suboficial era Rostov. Con una mano se sostenía la otra. Estaba pálido y un temblor febril le movía la barbilla. Lo colocaron sobre Matvovna, el mismo cañón del cual habían quitado al oficial muerto. El capote que le ofrecieron estaba sucio, lleno de sangre que manchó el pantalón y el brazo de Rostov.

— ¿Qué hay, querido? ¿Dónde le han herido? — preguntó Tuchin acercándose al cañón donde Rostov estaba sentado.

— No, es una contusión.

—Entonces, ¿de quién es esta sangre de la cureña?

— Del oficial, Excelencia — replicó un artillero, limpiando la sangre con la manga del capote, como excusándose por la suciedad del arma.

Con penas y fatigas, ayudado por la infantería, habían podido hacer pasar los cañones por la montaña y llegar al pueblo de Gunthersdorf, donde se detuvieron. Era tan oscura la noche que se hacía imposible distinguir a dos pasos el uniforme de los soldados. El tiroteo comenzaba a calmarse. De pronto, hacia la derecha, oyéronse de nuevo gritos acompañados de descargas. Brillaban los disparos en la oscuridad. Era el último ataque de los franceses, al que respondían los soldados desde las ventanas de las casas del poblado. De nuevo todos se precipitaron hacia el pueblo, pero los cañones de Tuchin no se podían mover, y los artilleros, Tuchin y Rostov se miraron en silencio, abandonándose a su suerte. Las descargas cesaron. Por una calle adyacente aparecieron soldados que hablaban con animación.

— ¡Petrov! ¿Vives todavía? — preguntó uno.

— Les hemos sentado las costuras, hermano. No tendrán ganas de volver — decía otro.

— No se ve nada.

— ¿Dicen que han tirado contra los suyos?

— Esto está como la boca de un lobo.

— ¿No hay nada que beber?

De nuevo habían sido rechazados los franceses. Entre la oscuridad más absoluta, los cañones de Tuchin, protegidos por la bulliciosa infantería, marchaban de nuevo a algún sitio. En la oscuridad, como un río invisible y tenebroso que corriera siempre en la misma dirección, oíanse las conversaciones, el ruido de los zapatos y las ruedas. En medio del clamor general, a través de todos los demás ruidos, el más claro, el más perceptible, era el gemir de los heridos. Parecía que llenasen todas las tinieblas, que rodeasen a las tropas. Gemidos y tinieblas se confundían en aquella noche. Momentos después, la emoción estremeció a la multitud que avanzaba. Alguien, montado en un caballo blanco, pasó, seguido de una escolta, y al pasar pronunció unas palabras.

— ¿Qué ha dicho? ¿Hacia dónde vamos? ¿Hemos de detenernos? ¿Ha dicho que estaba contento?

Las más afanosas preguntas llovían de todas partes, y la masa movediza comenzó a atascarse, debido a que, evidentemente, se paraban los que iban delante. Circulaba el rumor de que había sido dada la orden de detenerse, y todos lo hicieron en medio de la carretera fangosa. Se encendieron las hogueras. La conversación se hizo más perceptible. El capitán Tuchin, después de dar órdenes a la compañía, envió a un soldado en busca de la ambulancia o de un médico para el suboficial, y después se sentó al lado del fuego que los soldados habían hecho en medio de la carretera. Rostov se arrastró también a su lado. Un temblor febril, ocasionado por el dolor, el frío y la humedad, sacudía todo su cuerpo. Se apoderaba de él un sueño invencible, pero el dolor de la mano lesionada, que no sabía dónde posarse, le impedía dormir. Tan pronto cerraba los ojos o miraba al fuego, que le parecía resplandeciente y acogedor, como contemplaba la figura curva y desmedrada da Tuchin, sentado a la turca a su lado. Los enormes, bondadosos e inteligentes ojos de Tuchin le miraban con lástima y compasión. Comprendía que Tuchin deseaba con toda su alma auxiliarlo, pero que nada podía hacer. De todas partes llegaba el rumor de los pasos y las conversaciones de la gente de a pie y de a caballo, que se instalaba por los alrededores. El sonido de las voces, de las herraduras de los caballos que chapoteaban en el fuego, el chisporroteo próximo o lejano de la leña, mezclábanse en un murmullo flotante. Ahora ya no era como antes el río invisible que corría en las tinieblas. Se había convertido en un mar oscuro que se calmaba, tembloroso, después de la tempestad. Rostov miraba y escuchaba sin comprender nada de todo cuanto sucedía ante sí o en torno suyo. Un soldado de infantería se acercó al fuego, se agachó sobre las puntas de los zapatos, bajó las manos sobre las llamas y movió la cara.

— ¿Me permite, Excelencia? — dijo dirigiéndose interrogadoramente a Tuchin —. He perdido la compañía, Excelencia, y no sé dónde está. Ha sido una desgracia.

Con el soldado se acercó un oficial de infantería con una mejilla vendada y, dirigiéndose a Tuchin, le pidió que hiciera retroceder un poco los cañones para dejar paso a los carros de bagaje. Detrás del mando de la compañía corrían dos soldados en dirección al fuego. Se injuriaban y disputaban desesperadamente por arrancarse un zapato de las manos.

— ¡Sí, vaya! ¡Todavía pretenderás ser tú quien lo haya encontrado! ¡Dámelo, ladrón!—gritaba uno de ellos con voz ronca.

Después se acercó un soldado delgado, pálido, que tenía vendado el cuello con unas tiras de tela empapada en sangre. Con irritada voz pidió agua a los artilleros.

— ¿Hemos de morir como perros? — preguntaba.

Tuchin ordenó que le dieran agua. Inmediatamente llegó corriendo un soldado, muy alegre, que pidió fuego para la infantería.

— ¡Fuego para la infantería! ¡Que os vaya bien, buena gente! El fuego que nos dais os lo devolveremos con creces — dijo, llevándose un tizón encendido en medio de la oscuridad.

Después de él pasaron ante el fuego cuatro soldados que llevaban algo pesado en un capote. Uno de ellos tropezó.

— ¡Maldita sea! ¡Han derramado la leña por la carretera! — murmuró uno.

— Si está muerto, ¿por qué lo hemos de llevar? — dijo otro.

— Anda, sigue adelante.

Y desaparecieron los cuatro con su carga en la oscuridad.

— ¿Qué? ¿Le duele? — preguntó Tuchin en voz baja a Rostov.

— Sí.

— Excelencia, que vaya a ver al general. Está aquí, en la isba — dijo un artillero que se acercó a Tuchin.

— Ahora voy, amigo.

Tuchin se levantó y se alejó del fuego, ajustándose la ropa. No lejos de la hoguera de los artilleros, en la isba que había sido habilitada expresamente para Bagration, hallábase el Príncipe ante la cena, hablando con algunos jefes que se habían reunido con él. Hallábase entre ellos el viejo desmedrado de ojos casi cerrados, que roía ávidamente un hueso de carnero; un general, con veintidós años de servicio, irreprochable, colorado por la cena y el aguardiente. El oficial de Estado Mayor se dormía. Jerkov miraba inquieto en torno suyo, y el príncipe Andrés estaba pálido, con los labios apretados y los ojos brillantes de fiebre. En un patio de la isba había una bandera tomada a los franceses, y el auditor, con cara de inocencia, tocaba la tela y movía la cabeza con admiración, quizá porque, en efecto, se interesaba por aquella bandera, o porque le molestaba ver que en la mesa faltaba un cubierto para él. El coronel francés que el dragón había hecho prisionero encontrábase en una isba cercana. Los oficiales rusos se afanaban para verle. El príncipe Bagration dio las gracias a los jefes y les preguntó pormenores de la acción y de las pérdidas sufridas. El jefe del regimiento de Braunn explicaba al Príncipe que en cuanto comenzó la acción retrocedió hacia el bosque, reuniendo allí a los soldados entretenidos en hacer acopio de leña, y con dos batallones se habían lanzado a la bayoneta contra los franceses, consiguiendo dispersarlos.

— Cuando me di cuenta, Excelencia, de que el primer batallón estaba deshecho, me detuve pensando: «Dejaré ahora a éstos y ya encontraré al enemigo cuando la batalla llegue a su punto culminante.» Y esto ha sido todo.

El comandante del regimiento quería haber hecho esto mismo. Le molestaba tanto no haberlo podido hacer que llegó a creerse que había sucedido todo como él decía, y quién sabe si realmente había ocurrido así. ¿Acaso era posible saber, en medio de todo aquel desorden, qué era lo que había ocurrido y lo que no se había hecho?

— También he de hacer notar a Vuestra Excelencia — continuó, recordando la conversación de Dolokhov con Kutuzov y su última entrevista con el degradado — que el soldado degradado, ante mí, ha hecho prisionero a un oficial francés y se ha distinguido muy particularmente.

— En el intermedio, Excelencia, he visto el ataque del regimiento de Pavlogrado — intervino Jerkov mirando en torno suyo con inquietud. En todo aquel día no había visto ni poco ni mucho a los húsares, y únicamente había oído hablar de ellos a un oficial de infantería —. Han aniquilado a dos cuadros, Excelencia.

Algunos sonrieron al oír las palabras de Jerkov, creyendo que bromeaba, como de costumbre, pero al ver que su relato era también glorioso para las armas rusas en aquella jornada, adoptaron una grave expresión a pesar de que muchos de los allí presentes sabían que las explicaciones de Jerkov eran pura fábula. El príncipe Bagration se dirigió al viejo coronel.

— Les doy las gracias a todos, señores. Todas las armas: infantería, artillería, y caballería, se han comportado heroicamente. ¿Cómo han quedado abandonados dos cañones? — preguntó, buscando a alguien con los ojos, y no se refería a los cañones del flanco izquierdo, porque sabía que desde el comienzo de la acción todos aquellos cañones habían sido abandonados —. Creo que ya se lo he preguntado a usted — dijo al oficial de Estado Mayor de servicio.

— Uno de ellos estaba destruido — respondió el oficial de servicio —, y el otro... No puedo comprenderlo. Estuve allí casi todo el tiempo que duró la acción. Di las órdenes y desde que me fui... Cierto es que la refriega era allí muy dura — añadió modestamente.

Alguien dijo que el capitán Tuchin estaba cerca del fuego y se le había ido a buscar.

— Sí, usted estaba allí abajo — dijo el príncipe Bagration al príncipe Andrés.

— Ciertamente. Por poco nos encontramos — dijo el oficial de servicio sonriendo amablemente a Bolkonski.

— No he tenido el placer de verle — replicó fríamente el príncipe Andrés.

Todos callaron. En el umbral de la puerta apareció Tuchin, que asomaba tímidamente tras la espalda de los generales. Al entrar en la estrecha isba, confuso, como siempre que se encontraba ante sus superiores, no se dio cuenta del asta de la bandera y tropezó con ella. Algunos de los que allí estaban se echaron a reír.

— ¿Cómo es que uno de los cañones ha sido abandonado? — preguntó Bagration frunciendo el entrecejo, tanto por el capitán como por los suyos, entre los cuales Jerkov se distinguía por su risa.

Ahora, en presencia de los demás, Tuchin representábase por primera vez todo el horror de su crimen y la vergüenza de haber perdido dos cañones, quedando él con vida. Había estado tan emocionado hasta aquel momento que no había tenido tiempo de pensar en todo aquello. Las risas de los oficiales todavía le turbaron más. Ante Bagration, el labio inferior le temblaba. A duras penas pudo decir:

— No lo sé..., Excelencia... No disponía de bastantes hombres, Excelencia...

— ¿Y no podía usted echar mano de tropas auxiliares?

Tuchin no respondió diciendo que no existían las tales tropas auxiliares, con todo y ser verdad. Diciendo esto temía «comprometer» a algún jefe, y, silencioso, con los ojos inmóviles, contemplaba fijamente a Bagration, del mismo modo que el escolar que no sabe qué contestar mira a los ojos de su examinador.

La pausa fue muy larga. El príncipe Bagration, que visiblemente no deseaba ser severo, no sabía qué decir. Los demás no se atrevían a mezclarse en la conversación. El príncipe Andrés miró a Tuchin de reojo y sus manos se agitaron nerviosamente.

— Excelencia — dijo el príncipe Andrés con su voz seca y quebrando el silencio —, se dignó usted enviarme a la batería del capitán Tuchin. Fui y encontré a las dos terceras partes de los hombres y de los caballos muertos, dos cañones rotos y ninguna tropa auxiliar.

El príncipe Bagration y Tuchin contemplaban con igual fijeza a Bolkonski, que hablaba con modestia y emoción.

— Si me permite, Excelencia, que exprese mi propia opinión — continuó —, diré que la mayor parte del éxito de esta jornada la debemos a esa batería, a la firmeza heroica del capitán Tuchin y a sus hombres.

Y sin esperar respuesta, el príncipe Andrés se levantó y se alejó de la mesa. El príncipe Bagration miró a Tuchin. Veíase claramente que no quería poner en duda el juicio de Bolkonski y que, por otra parte, le era imposible creerlo en absoluto. Inclinó la cabeza y dijo a Tuchin que podía retirarse. El príncipe Andrés salió tras él.

— ¡Ah, gracias, querido! ¡Me ha salvado usted! —le dijo Tuchin.

El príncipe Andrés le miró y se alejó sin pronunciar palabra. Estaba triste y disgustado. Todo aquello era tan distinto y tan extraño de como lo había imaginado...

TERCERA PARTE

I

En Moscú, Pedro cayó en manos del príncipe Basilio, que se las ingenió para que le dieran el nombramiento de gentilhombre de cámara, lo que equivalía entonces al título de consejero de Estado, e insistió para que fuese con él a San Petersburgo y se instalase en su casa. Como por casualidad, el príncipe Basilio hacía todo lo necesario para casar a Pedro con su hija. Si hubiese imaginado sus planes prematuramente, no hubiera podido proceder con tanta naturalidad ni hubiese sabido encontrar aquella sencillez familiar en sus relaciones con los hombres situados por encima o por debajo de él. Algo extraño le atraía hacia los hombres más poderosos o más ricos que él, y estaba dotado del raro talento de encontrar el instante que necesitaba o del que podía aprovecharse.

Pedro, de una forma absolutamente inesperada, se había enriquecido y convertido en conde Bezukhov y después de su soledad reciente y de su despreocupación sentíase de tal modo atareado y rodeado de gente, que tan sólo en el lecho podía permanecer a solas consigo mismo. Había de firmar papeles, frecuentar las oficinas administrativas, cuya importancia no comprendía, interrogar con respecto a una a otra cosa a su primer intendente, visitar su finca cercana a Moscú, recibir a una cantidad de personas que en otra época ni siquiera quisieron saber que existía y que ahora se hubieran sentido molestas y ofendidas si él no las hubiese podido recibir. Todas estas personas, hombres de negocios, parientes, relaciones, se sentían igualmente bien dispuestas y amables para con el joven heredero. Todos, evidente e indiscutiblemente, estaban convencidos de las altas cualidades de Pedro.

A principios del invierno de 1805, el joven recibió de Ana Pavlovna el habitual billete color de rosa, invitación a la que se habían añadido estas palabras: «Encontrará usted en casa a la bella Elena, que nadie se cansaría de ver.» Al leer esto, Pedro comprendió por primera vez que entre él y Elena nacía un lazo reconocido por las demás personas, y este pensamiento, con todo y atemorizarle un poco y darle la sensación de imponerle un deber que él no podía cumplir, le gustaba como una divertida suposición.

Fue recibida por Ana Pavlovna con una tristeza que evidentemente dedicaba a la reciente pérdida que había aquejado al joven heredero: la muerte del conde Bezukhov.

Luego le dijo:

—Tengo un plan para usted esta noche.

Y, mirando a Elena, sonrió.

— ¿No la encuentra usted encantadora? — añadió, señalando a la majestuosa beldad que se alejaba—. ¡Qué figura! ¡Y qué tacto! ¡Qué maneras más artísticas de comportarse, en una muchacha! Esto nace del corazón. ¡Dichoso quien la consiga! Con ella, el marido menos mundano ocupará, a pesar suyo, la situación más brillante. ¿No lo cree usted así? Únicamente querría saber su parecer.

Y le dejó marchar. Pedro respondió afirmativamente, con toda franqueza, a la pregunta de Ana Pavlovna con respecto al arte de Elena de moverse en sociedad. Si alguna vez se le ocurría pensar en Elena, era precisamente por su belleza y su talento sosegado y extraordinario para permanecer digna y silenciosa en una velada.

Elena recibió a Pedro con aquella sonrisa clara y hermosa que usaba para con todos. Pedro estaba tan acostumbrado a ella, y expresaba tan poco para él, que no le prestó atención.

Como en todas las veladas, Elena lucía un vestido muy escotado, tanto por el pecho como por la espalda, según la moda de la época. Su busto, que a Pedro siempre le había parecido de mármol, estaba tan cerca de él que, involuntariamente, con sus ojos miopes, distinguía la gracia viva de sus hombros y del cuello, que se encontraban tan cerca de sus labios que con sólo acercarse un poco hubiera podido besarla. Sentía la tibieza de su cuerpo, el hálito de sus perfumes, el crujir del corsé a cada movimiento. No veía la beldad marmórea que se acordaba a la gracia del traje, sino que veía y sentía toda la seducción de su cuerpo cubierto tan sólo por el vestido. Y una vez se hubo dado cuenta de esto, ya no pudo ver nada más, del mismo modo que es imposible caer en error una vez demostrado.

«Así, pues, ¿hasta ahora no se ha dado usted cuenta de que soy hermosa?», parecía que le dijera Elena. «¿No se había usted dado cuenta de que soy una mujer?», decía su mirada. Y en aquel momento Pedro sentía que no solamente Elena podía ser su mujer, sino que lo había de ser, y que no podía ocurrir de otro modo. En aquel momento estaba tan seguro de ello como si se encontrase a su lado al pie del altar. Sí, exactamente. Pero ¿cuándo? No lo sabía. No estaba seguro de ello ni poco ni mucho, pero en el fondo tenía la seguridad de que se realizaría.

Pedro bajaba y levantaba los ojos, y de nuevo volvía a verla tan lejana, tan extraña para él como la vio antes cada día. Pero le era imposible. No podía. Lo mismo que el hombre que a través de la niebla confunde una mata con un árbol, después de haber visto que realmente era una mata, no puede ya creer que sea un árbol. Ella estaba muy cerca de él. Ya ejercía sobre él su dominio. Entre los dos no había obstáculo alguno, fuera de lo que pusiera su voluntad.

Cuando llegó a su casa y se acostó, Pedro tardó mucho tiempo en dormirse, pensando en lo que había ocurrido. ¿Y qué era esto? Nada. Tan sólo que una mujer a la que conocía de niña y de quien, cuando alguien le decía que era una belleza, contestaba discretamente: «Sí, es bonita...», tan sólo que aquella mujer, Elena, podía llegar a ser su esposa.

«Pero no es muy inteligente. Yo mismo lo he dicho — pensaba —. Hay algo malo en el sentido que ha despertado en mí, algo que no está bien. Me han dicho que su hermano Anatolio estaba enamorado de ella; que ella lo estaba de él; que ha habido algo feo entre los dos; que hay que alejar a su hermano... Este Hipólito... Su padre... El príncipe Basilio... No está bien, vaya...» Pero mientras hablaba así — una de esas conversaciones que se hacen inacabables —. sentíase contento y satisfecho de que una serie de razonamientos sucediese a los primeros, y a pesar de comprobar la nulidad de Elena, pensaba en la posibilidad de que se convirtiera en su mujer, que pudiera quererlo, que fuese totalmente distinta de como él la conocía y que todo lo que había pensado y sentido pudiera ser falso. Y de nuevo no veía a la hija del príncipe Basilio, sino su cuerpo cubierto solamente por un vestido gris. «Pero no. ¿Cómo es que esta idea no se me había ocurrido antes?» Y sin vacilar se decía que era imposible, que aquel casamiento sería algo desagradable e incluso indecente. Recordaba sus frases y sus juicios de antes, las palabras y las miradas de todos los que le observaban, y también las palabras y miradas de Ana Pavlovna. Recordaba asimismo las incontables alusiones del mismo tipo que le habían dirigido el príncipe Basilio y otras personas. Se horrorizó. ¿No estaba ya ligado por el cumplimiento de una mala acción indudable que él no había de realizar? Pero mientras se formulaba a sí mismo este temor, en otro rincón de su alma se erguía la figura de Elena con toda su belleza.

II

En el mes de noviembre de 1805, el príncipe Basilio había de efectuar un viaje de inspección a cuatro provincias. Se había proporcionado este nombramiento para visitar de paso sus arruinadas fincas y para ir en compañía de su hijo Anatolio, a quien había de recoger en la ciudad donde se hallaba de guarnición, a casa del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, con objeto de casarlo con la hija de aquel potentado. Pero antes de marchar y de emprender estos nuevos asuntos, el príncipe Basilio tenía que terminar con Pedro. Cierto era que, durante aquellos últimos tiempos, Pedro pasaba todo el día en casa, es decir, en la del Príncipe, donde vivía emocionado, extravagante, atontado, tal como ha de ser un enamorado, en presencia de Elena. Pero aún no había hecho la petición de mano.

«Todo esto está muy bien, pero ha de terminar», se dijo un día el príncipe Basilio con un suspiro de tristeza, al reconocer que Pedro, que tan obligado le estaba (y que Dios no se lo reprochara), no se portaba tal como debía con respecto a este asunto. «Juventud... Frivolidad... Pero que Dios provea», pensaba el Príncipe, encantado de descubrir tanta bondad. «Pero esto ha de acabar. Pasado mañana, día del santo de Lilí, invitaré a algunos amigos, y si no comprende lo que tiene que hacer, yo se lo haré entender. Tengo la obligación, porque soy el padre.» En la fiesta que se dio para celebrar el santo de Elena, el príncipe Basilio invitó a unas cuantas personas de las más íntimas, parientes y amigos, como decía la Princesa. Los invitados se habían sentado en torno a la mesa para la cena. La princesa Kuraguin, una mujer gruesa y monumental, que había sido muy bella ocupaba el puesto del ama de casa. A ambos lados tenía a los huéspedes más distinguidos: a un anciano general con su vieja esposa y a Ana Pavlovna Scherer. Al otro lado de la mesa se encontraban los invitados más jóvenes, menos importantes y los familiares. Pedro y Elena estaban juntos. El príncipe Basilio no se sentó en la mesa. Las velas ardían con luz clara. La plata y el cristal resplandecían. Los vestidos de las señoras y el oro y la plata de las charreteras brillaban del mismo modo. En torno a la mesa movíanse los criados con libreas rojas.

En los lugares de honor de la mesa, todos estaban alegres y animados bajo las más diversas influencias. Únicamente Pedro y Elena permanecían silenciosos uno al lado del otro, casi en un extremo de la mesa. En las caras de ambos se había detenido una sonrisa resplandeciente, sonrisa de transporte sentimental. Fueran las que fuesen las palabras, las risas y las bromas de los demás, la satisfacción de saborear el vino del Rin, la salsa o el helado, el modo con el cual se contemplaba la pareja, con indiferencia o negligencia, fuera lo que fuere, se comprendía, por las furtivas miradas que de vez en cuando les dirigían, que las anécdotas de los comensales, las risas e incluso la cena, todo era fingido, y que toda la atención de los invitados se concentraba en la pareja formada por Pedro y Elena.

Pedro se daba cuenta de que era el centro de la atención general y se sentía contento y cohibido. Encontrábase en el estado de un hombre abstraído en una ocupación. No veía nada claramente. No comprendía nada. A veces, tan sólo momentáneamente y de una forma impensada, algunas dispersas ideas atravesaban su espíritu y de la realidad se destacaban únicamente algunas impresiones. «Así, pues, todo se ha acabado... ¿Cómo ha ocurrido? ¿Cómo tan deprisa? Ahora comprendo que no es por ella sola, ni por mí solo, por lo que esto deba de llevarse a cabo forzosamente, sino también por todo.. A todos les pertenece también un poco esto. Todos están convencidos de que esto ha de ser, que no puedo engañarlos. Pero ¿cómo será? No lo sé, pero será», pensaba Pedro, contemplando los hombros que resplandecían al mismo nivel de sus ojos.

De pronto, una voz conocida se deja oír y le dice dos veces la misma cosa. Mas Pedro está tan absorto que no sabe lo que le dicen.

— Te pregunto cuándo has recibido carta de Bolkonski —repitió por tercera vez el príncipe Basilio—. ¿Estás distraído, hijo mío?

El príncipe Basilio sonrió, y Pedro se dio cuenta de que todos le sonreían, y a Elena también. «Bien, si todos lo saben, es que es verdad», se decía. Y sonrió con su dulce sonrisa de niño. También sonreía Elena.

— ¿Cuándo la has recibido? ¿Es de Olmutz? — repitió el Príncipe, que daba a entender que tenía necesidad de aquellos datos para resolver la cuestión.

«Parece mentira que piensen y hablen de esta tontería», pensó Pedro. Y luego, en voz alta, suspirando, dijo:

— Sí, de Olmutz.

Después de cenar, detrás de todos, Pedro acompañó a su dama al salón. Los invitados comenzaron a despedirse. Algunos se marcharon sin decir adiós a Elena. Otros, que no querían molestarla en su seria preocupación, se acercaban a ella un momento y se alejaban inmediatamente, prohibiéndole que les acompañara.

— Supongo que la puedo felicitar — dijo Ana Pavlovna a la Princesa, besándola efusivamente —. Si no tuviera jaqueca, me quedaría.

La Princesa no dijo nada. Sentíase atormentada, impaciente con la felicidad de su hija.

Mientras salían los invitados, Pedro quedó algún tiempo solo con Elena en la salita donde se habían refugiado. Durante aquel último mes se había encontrado solo frecuentemente con ella, pero nunca le había hablado de amor. Ahora comprendía que era necesario, pero no podía decidirse a dar este último paso. Se avergonzaba y suponía que al lado de Elena ocupaba un lugar que no le correspondía en modo alguno. «Esta felicidad no es para ti — le decía una voz interior —. Es una felicidad para aquellos que carecen de lo que tú tienes.» Pero había que decir algo y comenzó a hablar. Le preguntó si estaba contenta de aquella velada. Ella, como siempre, respondió con sencillez, diciendo que aquella fiesta había sido para ella una de las más agradables.

Quedaban en la sala todavía algunos parientes próximos. El príncipe Basilio se acercó a Pedro caminando perezosamente. Pedro se levantó y dijo que era demasiado tarde. El príncipe Basilio le miró severamente, con un tono interrogador, como si aquellas palabras fuesen tan extrañas que no valiese la pena escucharlas. Pero enseguida desapareció la expresión de severidad, y el príncipe Basilio cogió la mano de Pedro y le obligó a sentarse, sonriéndole tiernamente.

— Bien, Lilí — dijo inmediatamente a su hija, con ese tono negligente y de habitual caricia que adoptan los padres para hablar con sus hijos, pero que en el príncipe Basilio no había llegado a exteriorizarse sino a fuerza de imitar a los demás padres. Le pareció que el Príncipe estaba contuso.

Esta turbación del viejo hombre de mundo le impresionó. Se volvió a Elena y ella también pareció confusa. Con su mirada parecía decirle: «Usted tiene la culpa.» «Éste es el momento de dar el salto. Pero no puedo, no puedo», pensó Pedro. Y de nuevo comenzó a hablar de cosas indiferentes. Cuando el príncipe Basilio entró en el salón, la Princesa hablaba en voz baja con una señora anciana. Hablaba de Pedro.

— Sí, sin duda es un partido muy brillante, pero la felicidad, amiga mía...

— Los matrimonios se hacen en el cielo — repuso la señora de edad.

El príncipe Basilio, como si no hubiese oído a las dos señoras, se dirigió al rincón más distante y se sentó en el diván. Cerró los ojos y pareció adormecerse. Cabeceó y se despertó.

— Alina, ve a ver qué hacen — dijo a su mujer.

La Princesa se acercó a la puerta. Pasó ante ella con aire importante e indiferente y echó una ojeada a la salita. Pedro y Elena, sentados en el mismo sitio, hablaban.

— Todo igual por ahora — le dijo a su marido.

El príncipe Basilio arrugó las cejas, dilató una de las comisuras de sus labios, le temblaron las mejillas con una expresión tosca y molesta y, estirándose, se levantó, irguió la cabeza y con resuelto paso cruzó ante las damas y entró en la salita. Se acercó a Pedro con paso rápido y alegre semblante. La cara del Príncipe era tan extraordinariamente solemne que Pedro, al verle, se levantó atemorizado.

— Que Dios sea loado — dijo el Príncipe —. Mi mujer me lo ha contado todo — y con una mano cogió a Pedro y con la otra a su hija—. Amigo mío, Lilí, estoy muy contento, muy contento. — Le temblaba la boca —. Quería mucho a tu padre, y ella será una buena esposa para ti. Que Dios os bendiga. — Besó a su hija y después besó a Pedro con su apestosa boca. Por las mejillas le resbalaban las lágrimas —. Princesa, ven — gritó.

La Princesa entró y lloró también. La señora de edad se secaba los ojos con el pañuelo. Pedro fue besado y besó muchas veces la mano de Elena. Al cabo de algunos instantes los dejaron solos.

«Esto había de ocurrir así. No podía ser de otro modo — pensó Pedro —. Por eso no hay que preguntar si está bien o mal. Está bien porque ha terminado y porque me ha quitado de encima la duda que me trastornaba.» Silencioso, había cogido la mano de su prometida y contemplaba su espléndido seno, que se agitaba suavemente.

—Elena — dijo en alta voz.

Y se detuvo. «En estos casos hay que decir algo especial», pensó. Pero no podía acordarse de lo que se decía en semejantes casos.

— Te quiero — dijo, acordándose de pronto. Pero estas palabras le parecieron tan tontas que se avergonzó de sí mismo.

Mes y medio más tarde estaba casado y era el poseedor feliz — así lo decían — de una mujer hermosísima y de varios millones. Se instaló en San Petersburgo, en la enorme y ya renovada casa del conde Bezukhov.

III

En diciembre de l805, el viejo príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski recibió una carta del príncipe Basilio anunciándole su llegada y la de su hijo.

«Salgo de inspección y será para mí un placer desviarme de mi camino para visitar a mi querido bienhechor — escribía —. Me acompañará mi hijo Anatolio. Va a incorporarse al ejército y espero que le permitirá usted expresar personalmente el profundo respeto que, al igual que su padre, le profesa.» — ¡Vaya! Veo que no hay necesidad de sacar a María al escaparate. Los pretendientes vienen a ella — dijo imprudentemente la princesa menor cuando tuvo noticia de la carta.

El príncipe Nicolás Andreievitch frunció el entrecejo y no dijo una sola palabra.

El día de la llegada del príncipe Basilio, el príncipe Nicolás se mostró menos tratable y de peor humor que nunca. ¿Estaba de mal humor a consecuencia de la llegada, o bien le disgustaba ésta a causa de su mal humor?

Antes de comer, la princesa María y mademoiselle Bourienne, sabiendo que el Príncipe estaba malhumorado, le esperaban de pie. Mademoiselle Bourienne tenía una cara resplandeciente que decía: «No sé nada. Soy la misma de siempre.» La Princesa estaba pálida, atemorizada, con los ojos bajos.

Para la princesa María, lo más penoso era saber que en casos como aquél convenía obrar como mademoiselle Bourienne, pero no podía. «Si pretendo no darme cuenta, creerá que no me intereso por sus disgustos — pensaba —. Si me entristezco, dirá, como ha sucedido ya en otras ocasiones, que parece que voy a un entierro.» El Príncipe miró a la asustada cara de su hija y resopló.

— O es tímida o es tonta — dijo. «También a la otra se lo habrá contado», pensó, refiriéndose a su nuera, que no estaba en el comedor—. ¿Dónde está la Princesa?—preguntó —. ¿Se esconde?

— No se encuentra muy bien — replicó mademoiselle Bourienne con una alegre sonrisa —. Dice que no saldrá. Claro, en su situación, se comprende...

— ¡Hum! ¡Bah, bah! — dijo el Príncipe sentándose a la mesa. Vio que el plato no estaba demasiado limpio, señaló en él una mancha y lo tiró. Tikhon lo cogió al vuelo y lo devolvió a la cocina.

La Princesa no estaba indispuesta, pero tenía tanto miedo al Príncipe que, al saber que no estaba de buen humor, decidió no moverse de la habitación.

— Tengo miedo por el niño — dijo a mademoiselle Bourienne —, y Dios sabe qué consecuencias podría tener una impresión de terror.

Normalmente, la pequeña Princesa vivía en Lisia—Gori con un perpetuo sentimiento de miedo y de antipatía hacia el viejo Príncipe, sentimiento del cual ni ella misma se daba cuenta, porque el terror que la dominaba era tan imperioso que ni le dejaba ánimos para sentirlo. También por parte del Príncipe se daba la antipatía, pero sofocada por el desdén.

La persona a quien más amaba la pequeña Princesa en Lisia—Gori era mademoiselle Bourienne. Estaba constantemente con ella, la hacía dormir en su habitación y frecuentemente le hablaba de su suegro, criticándolo.

— Vienen huéspedes, Príncipe — dijo mademoiselle Bourienne desdoblando con sus pequeñas manos rosadas la servilleta blanca —. Según he oído decir, Su Excelencia el príncipe Kuraguin y su hijo, ¿no es verdad? —preguntó con animación.

— ¡Hum! Esta Excelencia es un... Soy yo quien le ha dado la carrera — dijo, ofendido —. ¿Y por qué el hijo? No lo comprendo. La princesa Isabel Karlovna y la princesa María quizá lo sepan. No sé por qué trae a su hijo. Por mí, podría evitárselo — y miró a su hija, que estaba completamente sofocada —. ¿No te encuentras bien? — preguntó ————. ¿Te da miedo el ministro, como ha dicho el imbécil de Alpotitch?

— No, papá.

Aun cuando mademoiselle Bourienne no había tenido apenas habilidad para elegir la conversación, no se detuvo y siguió hablando de los invernaderos, de la belleza de las plantas nuevas, y el Príncipe, después de la sopa, se calmó bastante. Después de comer subió a ver a su nuera. La pequeña Princesa estaba sentada ante la mesita y hablaba con Macha, su doncella. Al ver a su suegro palideció. Había cambiado mucho. Casi se había afeado. Sus mejillas estaban fláccidas y el labio superior se le había levantado aún más. Estaba muy ojerosa.

— ¿No necesitas nada? — le preguntó el Príncipe.

— No, gracias, papá.

— Bien, está bien.

El príncipe Basilio llegó al anochecer. Los cocheros y la servidumbre de la casa fueron a recibirle a la avenida y condujeron los carros y el trineo al pabellón, recorriendo el camino cubierto expresamente de nieve. Las habitaciones para el príncipe Basilio y Anatolio estaban ya preparadas.

Anatolio; a medio vestir, estaba sentado ante la mesa, en uno de cuyos ángulos tenía fija la mirada de sus bellos y grandes ojos, con una sonrisa distraída. Consideraba su vida como un placer ininterrumpido que alguien, sin saber por qué, se preocupaba de proporcionarle. En aquella ocasión había considerado su viaje a la casa del viejo cascarrabias y de su rica y fea hija como una consecuencia de ello.

Según su forma de proceder, todo esto podía ser muy divertido. «¿Por qué no he de casarme con ella si es rica? —pensaba—. El dinero no estorba nunca.» Se afeitó, se perfumó con sumo cuidado, con el refinamiento de costumbre, y entró en la habitación de su padre con aquella especial expresión suya de buen chico conquistador y con su hermosa cabeza erguida. El príncipe Basilio se dejaba vestir por dos criados, mirando con animación en torno suyo, y cuando su hijo entró, le saludó alegremente, como queriendo decir: «Precisamente. Me conviene que te presentes así.» —Papá, dejémonos de bromas. ¿Es de veras tan fea? —preguntó Anatolio, como si continuase una conversación comenzada distintas veces durante el camino.

— Calla. No digas tonterías. Procura ser respetuoso y juicioso ante el Príncipe.

— Si me recibe mal, me marcharé — dijo Anatolio —. Detesto a estos esperpentos.

— Recuerda lo que te juegas en esto.

Mientras tanto, en la habitación de las jóvenes no solamente se sabía la llegada del ministro y de su hijo, sino que detalladamente se conocía su exterior. La Princesa, sola en sus habitaciones, se esforzaba inútilmente en dominar la emoción que se había apoderado de ella.

La Princesa menor y mademoiselle Bourienne habían ya recibido de Macha, la camarera, todas las informaciones necesarias: que el hijo del ministro era un guapo mozo; que el padre, con grandes fatigas, arrastraba los pies por la escalera, y que él, listo como una ardilla, subía los escalones de tres en tres. Con todas estas noticias, la Princesa y mademoiselle Bourienne, a quien María oía cuchichear en el pasillo, entraron en la habitación de la Princesa.

— ¿Ya sabes que han llegado, María? —dijo la Princesa balanceándose y dejándose caer pesadamente sobre una silla. No vestía ya la blusa que se había puesto por la mañana, sino uno de sus más elegantes trajes. Se había peinado cuidadosamente y en la cara le resplandecía la animación, que, a pesar de todo, no podía disimular sus rasgos fatigados y laxos. Vestida con aquel traje, que ordinariamente llevaba en sociedad en San Petersburgo, era todavía más visible su afeamiento.

El vestido de mademoiselle Bourienne había sido igualmente sometido a una discreta reforma, que realzaba el atractivo de su lindo y fresco rostro.

—Te cambiarás de traje, ¿no?—preguntó Lisa.

La princesa María no contestó. Poco después volvió a quedar sola. No accedió al deseo de su cuñada, y no sólo no cambió de peinado, sino que ni siquiera se miró al espejo. Con los ojos y los brazos bajos, se sentó abatida y pareció abstraerse. Se le iba a presentar a un esposo, a un hombre, a una criatura fuerte, poderosa, incomprensible, atractiva, que la transportaba de pronto a su mundo, completamente distinto y feliz. Luego, pegado a su pecho, veía a «su» hijo, tal como el día anterior había visto a uno en casa de la hija de su nodriza. Luego, el marido a su lado, mirando tiernamente a la madre y al hijo.

«No, es imposible. Soy demasiado fea», pensó.

— El té está servido. El Príncipe no tardará en venir — dijo tras la puerta la voz de la doncella.

María se despertó, asustada, de sus pensamientos. Antes de bajar se dirigió a su oratorio y posó su mirada en una imagen del Salvador iluminada por una lámpara. Quedóse así un momento, con las manos juntas. A la Princesa, algo se le clavaba en el alma. La alegría del amor, del amor terrenal hacia un hombre, le estaba reservada. En sus fantasías sobre el matrimonio, la princesa María veía la felicidad de la familia, los hijos; pero su sueño más fuerte, el más oculto, era el amor terreno. Procuraba esconder ese sentimiento a los demás y a ella misma, tan vivo lo sentía en su interior.

« ¡Dios mío! — se decía —. ¿Cómo he de hacer para arrancarme del corazón estos satánicos pensamientos? ¿Qué he de hacer para dejar para siempre estos malos deseos y cumplir fácilmente Tu voluntad?» Inmediatamente dirigía esta súplica a Dios. Dios le respondía desde lo más hondo de su corazón: «No quieras nada para ti. No busques nada. No te enardezcas. No desees nada. Haz por ignorar el porvenir de los hombres y tu destino. Vive dispuesta a todo. Si Dios quiere ponerte a prueba con los deberes del matrimonio, estate pronta a hacer Su Santa Voluntad.» Con este pensamiento tranquilizador, pero también con la esperanza de su sueño terrenal prohibido, la princesa María se santiguó, suspirando, y bajó sin acordarse del peinado ni del vestido ni preocuparse de la forma en que había de presentarse ni de lo que había de decir. ¿Qué importancia podía tener todo esto con la predicción de Dios, sin cuya voluntad no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre?

IV

Cuando la princesa María entró en el salón, ya se encontraba en él el príncipe Basilio y su hijo, hablando con la Princesa menor y mademoiselle Bourienne. Cuando entró María, caminando, como de costumbre, pesadamente, apoyando todo el pie en el suelo, los señores y mademoiselle Bourienne se levantaron y la pequeña Princesa, señalándola a los huéspedes, dijo:

— Ya está aquí María.

María los vio a todos detalladamente. Se dio cuenta de que la cara del príncipe Basilio, al verla, se entenebreció un momento y que inmediatamente se aclaraba con una sonrisa. Se dio cuenta de que el rostro de la pequeña Princesa trataba de leer curiosamente en el de los recién llegados la impresión que María les había producido. Se dio cuenta de que mademoiselle Bourienne, con su lazo y su hermosa faz y su mirada más animada que nunca, se había fijado en «él». Pero ella no podía verlo. Advirtió tan sólo una cosa grande, clara, bella, que se acercaba a ella al entrar. El primero que se le aproximó fue el príncipe Basilio. María besó la cabeza calva que se inclinaba hacia su mano y a su saludo repuso que se acordaba muy bien de él. Inmediatamente le tocó el turno a Anatolio. Continuaba no viéndolo. Sentía únicamente una mano suave que estrechaba fuertemente la suya. Vio tan sólo la frente blanca sobre la cual brillaban unos hermosos cabellos rubios. Cuando él miró, su belleza la entristeció.

—Por ahora, querido Príncipe, le tendremos a usted con nosotros — dijo la Princesa, en francés, al príncipe Basilio —. No ocurrirá lo mismo que durante las veladas de Anuchtka, de donde siempre se escapaba. ¿Recuerda usted a nuestra querida Anuchtka?

— ¡Ah! Supongo que no comenzará usted a politiquear como Anuchtka.

— ¿Y nuestra mesa de té?

— ¡Oh, sí!

— ¿Por qué no iba usted a casa de Anuchtka? — preguntó a Anatolio la princesa Lisa —. Ya lo sé, ya lo sé —dijo guiñando un ojo—. Su hermano Hipólito me ha hablado de sus aventuras. ¡Oh! —y le amenazaba con el dedo —. Ya conozco sus aventuras en París.

— ¿Hipólito no te contaba nada? — dijo el príncipe Basilio dirigiéndose a su hijo y cogiendo la mano de la Princesa, como si ésta quisiera escaparse y él la retuviese —. ¿No te contaba cómo él, Hipólito, se enamoraba de la encantadora Princesa, y cómo la encantadora Princesa se lo quitaba de encima? ¡Oh, es la perla de las mujeres! — dijo, dirigiéndose a la Princesa.

Por su parte, mademoiselle Bourienne, en cuanto oyó la palabra París, no pudo evitar el mezclar sus recuerdos personales con la conversación. Se permitió preguntar si hacía mucho tiempo que Anatolio estaba fuera de la ciudad, y qué le parecía París. Anatolio contestó con gusto, y, sonriendo y comiéndosela con los ojos, le habló de su patria. En cuanto vio a la linda parisiense, Anatolio dedujo que en Lisia—Gori se podría pasar un buen rato. «Esta señorita de compañía no está mal, nada mal. Supongo que ella, cuando se case, continuará teniéndola. La pequeña es muy linda», pensaba.

El viejo príncipe Nicolás entró en el salón con paso resuelto. Dirigió una mirada en torno suyo, y, al darse cuenta del traje nuevo de la pequeña Princesa, de los lazos de mademoiselle Bourienne y las sonrisas de ésta y Anatolio y del aislamiento de su hija, extraña en la conversación general, pensó, mirándola con cólera: «Se ha vestido como un mamarracho. ¿No le da vergüenza? Ni él mismo la mira.» Se acercó al príncipe Basilio.

— Buenos días — dijo —. Estoy muy contento de verlos.

—Para un buen amigo, unas cuantas verstas no son un trastorno — dijo el príncipe Basilio, hablando rápidamente, con aplomo y familiaridad —. Le presento a usted a mi hijo menor. ¿Puedo atreverme a esperar que le acogerá gustosamente?

El príncipe Nicolás miró a Anatolio.

— Un buen mozo — dijo —. Bien, abrázame — y le ofreció la mejilla.

Anatolio besó al viejo y le miró con curiosidad perfectamente tranquila, esperando de él una de aquellas originalidades que su padre le había prometido.

El príncipe Nicolás se sentó en su lugar habitual, en el rincón del diván. Acercó la silla destinada al príncipe Basilio y, señalándola, comenzó a interrogarle sobre las cuestiones políticas y las últimas noticias. Parecía que escuchase con atención el relato del príncipe Basilio, pero no separaba la mirada de su hija, a la que se acercó para decirle:

— Te has endomingado para los huéspedes, ¿no? Me gusta, me gusta mucho. Para los huéspedes te has vestido como una muñeca, pero te advierto delante de los huéspedes que no lo hagas nunca más sin mi permiso.

— Papá, yo tengo la culpa — dijo, ruborizándose, la pequeña Princesa.

— Tú eres libre de hacer lo que te parezca — dijo el príncipe Nicolás inclinándose ante su nuera —, pero ella no tiene ninguna necesidad de desfigurarse sin motivo. Ya es bastante fea — y volvió a sentarse en su sitio, sin prestar ninguna atención a su hija, que estaba a punto de llorar.

— Al contrario, este peinado le sienta muy bien — intervino el príncipe Basilio.

—Bien, querido joven Príncipe—dijo el príncipe Nicolás dirigiéndose a Anatolio—. Ven aquí. Hablemos. Trabemos amistad.

«Va a comenzar la farsa», pensó Anatolio. Y, sonriendo, se sentó al lado del viejo Príncipe.

— Bien, querido, según me han dicho, te has educado en el extranjero. Veo que no has sido como los otros, como tu padre y yo, a quienes un sacristán enseñó a leer y a escribir. Dime, ¿sirves en la Guardia Montada? — y miraba a Anatolio fijamente.

— No. Sirvo en el ejército regular — repuso Anatolio, que a duras penas contenía la risa.

— ¡Ah, bien, muy bien! Es decir, que quieres servir al Emperador y a la patria. Estamos en guerra. Un chico como tú ha de cumplir su deber. ¿Estás en activo?

— No, Príncipe. Nuestro regimiento ha marchado ya, y yo estoy agregado... ¿A qué estoy agregado? — preguntó, riendo, Anatolio.

—Buen servicio. «¿A qué estoy agregado?» ¡Ja, ja, ja!

El príncipe Nicolás reía y Anatolio reía aún más que él. De pronto, el príncipe Nicolás frunció el entrecejo.

— Bien, ya puedes irte.

Anatolio sonrió y volvió al grupo de las damas.

— Le has educado en el extranjero, ¿verdad? — dijo el príncipe Nicolás dirigiéndose al príncipe Basilio.

— He hecho todo lo que he podido. He de reconocer que la educación en el extranjero es mucho mejor que en nuestro país.

— Sí, hoy, claro. Todo, según la moda del tiempo. Un buen chico, un buen chico... ¡Vaya! Vamos arriba.

Cogió al príncipe Basilio y lo llevó al taller.

En cuanto se encontraron solos, el príncipe Basilio expuso sus pretensiones al príncipe Nicolás.

— ¿Qué crees? — dijo, molesto —. ¿Crees que la tengo presa, que no puedo separarme de ella? La gente lo supone — añadió encolerizado —. Por mí, mañana mismo, únicamente quisiera conocer más a mi yerno. Ya sabes mis principios. Las cartas boca arriba. Mañana, ante ti, le preguntaré si está conforme. Si dice que sí, se quedará aquí algún tiempo. Después, ya veremos.—El Príncipe resopló —. Que se case. Me tiene sin cuidado — gritó, con aquella voz penetrante con que se había despedido de su hijo.

—Príncipe, hay que reconocer que sabe usted apreciar a los hombres enseguida — dijo el príncipe Basilio con el tono del hombre que se ha convencido de la inutilidad de su picardía ante la perspicacia de su interlocutor —. Anatolio, realmente, no es un genio, pero es un chico correcto y bueno. Y muy buen hijo.

— Está bien, está bien. Ya veremos.

Después del té pasaron todos al salón de música, y la Princesa fue invitada a tocar el clavicordio. Anatolio se acomodó ante ella, al lado de mademoiselle Bourienne, y sus risueños ojos contemplaban a la princesa María, que, aterrorizada y alegre, sentía sobre sí aquella mirada. Su sonata predilecta la transportaba al mundo de la poesía más íntima, y la mirada bajo la cual se sentía añadía a este mundo una poesía mayor aún. La mirada de Anatolio, a pesar de haberse fijado en ella, nada tenía que ver con la Princesa; estaba pendiente del pequeño pie de mademoiselle Bourienne, que en aquel momento tocaba él con el suyo por debajo del clavecín. Mademoiselle Bourienne miraba también a la Princesa, que igualmente leyó en sus hermosos ojos una nueva expresión de alegría temerosa y de esperanza.

«¡Cómo me quiere esta muchacha! ¡Qué feliz soy en este momento, y qué feliz puedo ser con una amiga y un marido así! Pero ¿es un marido?», pensó la Princesa, no atreviéndose a mirarle a la cara y sintiendo constantemente su mirada sobre sí.

Por la noche, cuando, después de la cena, se dispersó la reunión, Anatolio besó la mano de la Princesa. Ella no sabía cómo tomar aquella audacia. Pero miró fijamente al bello rostro que se ofrecía a sus miopes ojos. Después Anatolio se acercó para besar la mano de mademoiselle Bourienne. Esto era una inconveniencia, pero lo hacía con tanta sencillez y con tanto aplomo... La muchacha se ruborizó y miró con terror a la Princesa.

«¡Qué delicadeza! ¿Por ventura, Amelia—era el nombre de mademoiselle Bourienne—cree que estoy celosa y que no sé comprender la pureza de su afecto por mí?», pensó la Princesa, y se acercó a mademoiselle Bourienne y la besó fuertemente. Anatolio se aproximó a la pequeña Princesa para besarle la mano.

— No, no, no. Cuando su padre me escriba diciéndome que se porta usted bien, le dejaré besarme la mano. Antes no — y levantando su minúsculo dedo salió sonriendo de la habitación.

V

Aun cuando Anatolio y mademoiselle Bourienne no hubieran tenido explicación alguna, habíanse entendido por completo. Habían comprendido que tenían muchas cosas que decirse en secreto, y por eso buscaban la oportunidad de tener una conversación a solas. Mientras la Princesa dejaba pasar la hora acostumbrada en el taller de su padre, mademoiselle Bourienne veíase con Anatolio en el jardín de invierno. Aquel día, la princesa María acercóse a la puerta del taller con un sentimiento especial. Le parecía que no solamente sabían todos que había de decidirse aquel día su suerte, sino que todos sabían también qué pensaba: leyó esto en la expresión del rostro de Tikhon y en la del criado del príncipe Basilio, con quien se cruzó en el corredor cuando trasladaba el agua caliente a su amo, saludándola con una inclinación de cabeza. Aquella mañana, el viejo Príncipe se encontraba extraordinariamente amable y benévolo con su hija. Pero la princesa María conocía demasiado bien aquella acariciadora expresión. Era la misma que aparecía en su semblante cuando apretaba con rabia los puños porque la Princesa no entendía un problema de aritmética. Se alejaba de ella y repetía muchas veces las mismas palabras en voz baja. Inmediatamente comenzó la conversación, tratándola de «usted».

— Me ha sido hecha una petición para usted — dijo con una sonrisa poco natural—. Supongo que habrá adivinado que el príncipe Basilio no ha venido en compañía de su pupilo — no se sabe por qué, el Príncipe trataba a Anatolio de pupilo — por mi cara bonita. Me han hecho una petición para usted, y como ya conoce usted mis principios, lo dejo para que usted misma resuelva.

— ¿Cómo quiere que le entienda, papá? — dijo la Princesa, que se ruborizaba continuamente.

— ¿Cómo? — gritó con cólera el Príncipe —. El príncipe Basilio cree que reúne usted toda clase de condiciones como nuera, y te pide en matrimonio para su hijo. Esto es lo que has de comprender. ¿Qué opinas de todo esto? Es lo que te pregunto.

— No lo sé, papá. Usted mismo ha de decirlo — murmuró la princesa María.

— ¿Yo...? ¿Yo...? Déjame en paz. No soy yo quien ha de casarse. ¿Qué piensas? Esto es lo que me interesa saber.

La Princesa comprendió que su padre había recibido aquélla petición con hostilidad, pero en aquel momento tuvo la idea de que su vida había de decidirse entonces o nunca. Bajó los ojos con el deseo de no encontrarse con su mirada, bajo cuya influencia se sentía incapaz de pensar y ante la cual no sabía hacer otra cosa sino obedecer. Luego dijo:

— Sólo deseo una cosa: hacer su voluntad. Pero si hubiese de manifestar mi deseo...—no pudo concluir de hablar, porque el Príncipe la interrumpió.

— Está bien — dijo —. Tomará tu mano, con tu dote correspondiente, y con mademoiselle Bourienne. Ésta será la mujer, y tú... — El Príncipe se detuvo, observando la impresión que estas palabras habían producido en su hija.

La Princesa bajó la cabeza, a punto de llorar.

— Bien, bien, ha sido una broma — dijo el Príncipe —. Recuerda siempre que nunca me moveré de este principio: la mujer tiene derecho a elegir, y tú ya sabes que dispones de toda la libertad. Acuérdate tan sólo de una cosa: de que de tu decisión depende la felicidad de tu vida. No has de preocuparte para nada de mí.

La suerte de la Princesa se había decidido, y felizmente. Pero la alusión a mademoiselle Bourienne que había hecho su padre la aterrorizaba. No era verdad, es cierto, pero hubiese sido horrible. No podía evitar pensarlo. Caminaba mirando ante sí, a través del jardín de invierno, sin ver ni oír nada, cuando, de pronto, el conocido murmullo de la conversación de mademoiselle Bourienne la despertó de su ensimismamiento. Levantó los ojos y vio a Anatolio abrazar a la francesa por la cintura, murmurando algo a su oído. Anatolio, con una expresión terrible en su hermoso rostro, se volvió a la princesa María y momentáneamente soltó la cintura de mademoiselle Bourienne, que no había visto aún a la Princesa.

«¿Qué ocurre? ¿Qué quiere? Espere», parecía decir el semblante de Anatolio.

La princesa María les miró en silencio. No comprendía lo que deseaba. Por último, mademoiselle Bourienne dio un grito y huyó. Anatolio saludó a la Princesa con una amable sonrisa, como invitándola a que riera también de aquel extraño caso, y, encogiéndose de hombros, atravesó el umbral de la puerta que daba al interior de la casa.

Una hora después, Tikhon fue en busca de la princesa María, rogándole que subiera a la habitación de su padre y añadiendo que el príncipe Basilio estaba con él. Cuando Tikhon entró en la alcoba de la princesa María, ésta hallábase sentada en el diván, estrechando entre sus brazos a mademoiselle Bourienne, que lloraba desconsoladamente. Acariciábale con ternura la cabeza; los bellos, resplandecientes y serenos ojos de la Princesa miraban con ternura y con pasión el hermoso rostro de mademoiselle Bourienne.

—No, Princesa, ya lo sé. He perdido su afecto para siempre — dijo mademoiselle Bourienne.

— ¿Por qué? La quiero a usted más que nunca, y haré cuanto esté en mi mano por su felicidad — repuso la Princesa.

—Pero me desprecia. Es usted tan pura que no podrá comprender nunca este extravío de la pasión. ¡Ah! Sólo mi pobre madre...

— Lo comprendo — dijo la Princesa tristemente —. Cálmese, querida. Voy a ver a papá — y salió.

Cuando la princesa María fue al encuentro de su padre, el príncipe Basilio, con las piernas cruzadas y la tabaquera en la mano, estaba sentado con una sonrisa de espera en los labios, y parecía extraordinariamente emocionado. Como si tuviera miedo de enternecerse demasiado, olió un polvo de rapé.

— ¡Ah, querida, querida! — dijo levantándose y cogiéndole ambas manos. Suspiró y continuó luego —: La suerte de mi hijo está en sus manos. Decídase, querida y dulce María, a quien siempre he querido yo como una hija.

Se alejó. En efecto, una lágrima temblaba en sus ojos.

El príncipe Nicolás murmuró algo ininteligible.

— El Príncipe — continuó después —, en nombre de su pupilo..., su hijo..., te pide en matrimonio. ¿Quieres ser la mujer del príncipe Anatolio Kuraguin? Contesta sí o no — exclamó —. Me reservo mi parecer para más tarde. Sí, mi parecer y nada más — añadió, dirigiéndose al príncipe Basilio en respuesta a su ansiedad —. ¿Sí o no?

—Mi deseo, papá, es no dejarte nunca. No separar jamás mi vida de la tuya. No quiero casarme — dijo resueltamente, mirando con sus claros ojos al príncipe Basilio y a su padre.

— Tonterías, tonterías, tonterías... — exclamó el príncipe Nicolás frunciendo el entrecejo. Cogió a su hija de la mano, la acercó hacia sí y no la besó, sino que únicamente acercó su frente a su rostro y le estrechó con tal fuerza la mano que a la Princesa se le escapó un grito. El príncipe Basilio se levantó.

— Querida Princesa. He de decirle que no olvidaré nunca, nunca, este momento. No obstante, ¿no nos dará usted un poco de esperanza de que su corazón, tan bueno y tan generoso, se incline alguna vez? Diga usted que tal vez... El tiempo nos guarda tantas sorpresas... Diga usted... ¡Quién sabe!

— Príncipe, lo que he dicho es todo lo que hay en mi corazón. Le agradezco el honor que me hace con su petición, pero no seré nunca la mujer de su hijo.

— Bien, esto ha terminado, amigo mío. Estoy muy contento de verte, muy contento. Vete, Princesa — dijo el viejo Príncipe —. Estoy muy contento de verte — repitió al príncipe Basilio, abrazándole.

«Mi vocación es otra — pensaba la princesa María —. Mi vocación es ser feliz con la felicidad de los demás. Mi felicidad es la felicidad del sacrificio, y cueste lo que cueste haré la dicha de la pobre Amelia. ¡Le quiere tanto! Está realmente enamorada. Haré cuanto pueda por concertar su matrimonio con él. Si no es rica, yo le daré todo lo necesario. Se lo pediré a mi padre. Le imploraré a mi hermano. Se considerará tan feliz siendo su mujer... Es tan desgraciada... Se encuentra en un país extranjero, sola, sin nadie que la ayude. ¡Dios mío! ¡Con qué pasión ha de quererlo, habiéndose olvidado de tantas cosas hasta ese punto! Quién sabe si yo hubiera hecho lo mismo que ella.»

VI

El día l6 de noviembre de l805, al despuntar el alba, el escuadrón de Denisov, al cual pertenecía Nicolás Rostov y que formaba parte del destacamento del príncipe Bagration, dejó el campamento para marchar a la línea de fuego, como se decía. Se paró en medio de la carretera, a una versta de distancia aproximadamente de los otros escuadrones, que le precedían. Rostov vio desfilar a los cosacos, al primer y segundo escuadrón de húsares, a los batallones de infantería, junto con la artillería; vio luego pasar a caballo a los generales Bagration y Dolgorukov, ayudantes de campo. Todo el miedo que había pasado en el frente la otra vez, toda la lucha interior por dominarse, todos los sueños de distinguirse como húsar habían sido vanos. Su escuadrón quedaba en reserva y Nicolás Rostov pasó el día aburrido y adormilado.

A las nueve de la mañana oyó las descargas, los gritos de triunfo, vio heridos — no muchos — que eran retirados, y, por fin, a un centenar de cosacos que conducían a un destacamento entero de caballería francesa hecho prisionero. Evidentemente, la acción había terminado. No tuvo una gran importancia, pero resultó feliz para los rusos. Los soldados y los oficiales que volvían hablaban de una brillante victoria, de la toma de Vischau, de la captura de un escuadrón entero. Después de la ligera helada de la noche, el tiempo se había aclarado y el radiante brillo de aquel día de otoño coincidía con la nueva de la victoria, que confirmaban no solamente el relato de los que habían tomado parte en la acción, sino también la expresión alegre de las caras de todos los demás soldados, de los oficiales, de los generales, de los ayudantes de campo, que pasaban y volvían a pasar ante Rostov. Para Nicolás, la cosa era tanto más dolorosa cuanto que había sentido el miedo que precede a las batallas sin haber recogido luego ninguna de las alegrías del triunfo.

— Rostov, ven aquí. Bebamos para ahuyentar las penas — le gritó Denisov, instalándose en la cuneta del camino ante la botella y fiambres. Los oficiales hicieron coro a su alrededor y se pusieron a hablar mientras comían.

— ¡Mirad, todavía traen a otro! — exclamó uno de los oficiales señalando a un dragón francés que dos cosacos conducían a pie. Uno de los cosacos traía sujeto por la brida a un caballo francés de excelente estampa: el del prisionero.

— ¡Véndeme el caballo! — gritó Denisov al cosaco.

— Si lo deseáis; Excelencia...

Los oficiales se levantaron y rodearon a los cosacos y al prisionero francés. El dragón era un joven alsaciano que hablaba francés con acento alemán. Con el rostro encendido por la emoción, que le ahogaba, al oír hablar francés, empezó a hablar rápidamente a los oficiales, dirigiéndose tan pronto al uno como al otro. Explicaba cómo le habían cogido, afirmando que no era suya la culpa, sino del cabo que le había enviado a buscar los atalajes; él ya había anunciado que los rusos se encontraban cerca. Entre palabra y palabra, añadía: «Sobre todo, no hagáis daño al caballo.» Y lo acariciaba. Saltaba a la vista que no sabía dónde se encontraba. Se excusaba por haberse dejado coger y, creyéndose tal vez delante de sus superiores, trataba de hacer valer su exactitud de soldado y la atención que prestaba al servicio. Aquel individuo traía a la retaguardia rusa la atmósfera del ejército francés, tan extraña para los rusos.

Los cosacos vendían el caballo por dos luises, y Rostov, que había recibido dinero y era el más rico del grupo, lo compró.

— Sobre todo, que no hagan daño al caballo — dijo ingenuamente el alsaciano a Rostov al serle entregado el caballo a éste.

Rostov, sonriente, tranquilizó al dragón y le dio algún dinero.

— ¡Vamos, vamos! —dijo el cosaco, empujando con la mano al prisionero para que caminara.

— ¡El Emperador, el Emperador! — oyeron gritar de pronto los húsares.

Todos empezaron a moverse, echaron a correr, y Rostov vio avanzar por la carretera a unos cuantos jinetes con plumeros blancos. En un abrir y cerrar de ojos, ocuparon todos sus puestos y quedaron esperando.

Rostov no se dio cuenta de cómo había llegado a su puesto y montado a caballo. El disgusto que sentía por no haber intervenido en la acción, el mal humor que le producía el encontrarse siempre con las mismas personas, todos sus pensamientos egoístas, se desvanecieron instantáneamente. Su atención estaba absorbida por la felicidad que le producía la presencia del Emperador. Esta felicidad le compensaba con creces del aburrimiento de todo el día. Sentíase feliz como el enamorado que ha obtenido la entrevista deseada. Inmóvil en la fila, sin atreverse a mover la cabeza, sentía «su» proximidad gracias a una especie de instinto apasionado y no por el ruido que producían los cascos de los caballos que se acercaban; la percibía porque al mismo tiempo que se iban acercando todo se volvía más alegre, más importante, más solemne. A medida que el sol avanzaba, derramando a su alrededor un rayo de luz suave, majestuosa, sentíase aprisionado por aquel rayo y oía su voz acariciadora, tranquila, augusta y querida. Y cuando Rostov comprendió que se encontraba allí hízose un silencio de muerte y en medio de aquel silencio dejóse oír la voz del Emperador.

— ¿Los húsares de Pavlogrado? — preguntó.

— A la reserva, Sire — replicó una voz cualquiera de timbre muy humano comparada con aquella sobrehumana que había dicho: «¿Los húsares de Pavlogrado?» El Emperador se detuvo cerca de Rostov. El rostro de Alejandro resplandecía. Era tanta la alegría que brillaba en él, tal la inocente juventud qué transparentaba, que recordaba la expresión de un muchacho de catorce años; pero además poseía el fuego del rostro de un gran emperador. Al recorrer el escuadrón con la mirada, sus ojos tropezaron por casualidad con los de Rostov, y permanecieron fijos en ellos escasamente dos segundos. El Emperador comprendió lo que sucedía en el ánimo de Rostov — éste pensó que lo había comprendido —, pero sólo durante dos segundos permanecieron sus azules ojos, de los que brotaba una luz suave, cenicienta, fijos en el rostro de Rostov.

A continuación arqueó las cejas. Haciendo un brusco movimiento, espoleó su caballo con el pie izquierdo y salió al galope. El joven Emperador deseaba asistir al combate y, no obstante las observaciones de los cortesanos, a mediodía galopó hacia las avanzadillas, dejando atrás la tercera columna, que le acompañaba. Antes de llegar adonde estaban los húsares, algunos ayudantes de campo le dieron la noticia del feliz término de la acción.

El combate, que se redujo a la captura de un escuadrón francés, fue presentado como una brillante victoria sobre el enemigo, y ésta fue la causa de que el Emperador, y con él todo el ejército, creyeran, hasta que el humo de la pólvora no se hubo disipado, que los franceses habían sido vencidos y retrocedían a marchas forzadas. Minutos después de haber pasado el Emperador, la división de húsares de Pavlogrado recibió órdenes de avanzar. Rostov volvió a ver al Emperador en Vischau, un pueblo alemán. En la plaza del pueblo, donde antes de la llegada del Emperador había habido un duro encuentro, se veían algunos soldados heridos y muertos que aún no habían sido retirados.

El Emperador, rodeado por su séquito militar y civil, montaba un alazán; ligeramente inclinado hacia delante, llevó los lentes de oro a los ojos con gesto gracioso para mirar a un soldado tendido en el suelo, que había perdido el casco y tenía la cabeza llena de sangre. El herido estaba tan sucio, su aspecto era tan grosero, que Rostov extrañóse de que pudiera estar tan cerca del Emperador. Rostov observó que los hombros del Emperador temblaban, al parecer bajo la influencia del frío, y que con el pie izquierdo espoleaba nerviosamente el flanco del caballo, que, habituado a tales espectáculos, contemplaba al herido indiferente y sin moverse. Un ayudante de campo apeóse de su caballo, cogió al herido por los sobacos y le instaló en una camilla.

El soldado gemía.

— Más despacio, más despacio. ¿No puede hacerse más despacio? — dijo el Emperador, quien parecía sufrir más que el soldado agonizante.

Acto seguido se alejó de allí.

Rostov vio que el Emperador tenía los ojos llenos de lágrimas, y, mientras se iba, oyó que decía a Czartorisky:

— ¡Qué cosa más terrible es la guerra!

Las tropas de vanguardia formaban delante de Vischau, frente a un enemigo que durante todo el día no hacía otra cosa que ceder terreno a la más pequeña escaramuza. Las felicitaciones del Emperador fueron transmitidas a la vanguardia; prometiéronse condecoraciones, y los soldados recibieron doble ración de aguardiente. Las hogueras brillaban mucho más que la noche anterior, y en torno a ellas resonaban las canciones de los soldados. Denisov celebraba aquella noche su ascenso a comandante, y Rostov, que había bebido más de la cuenta durante el banquete, propuso que se brindase a la salud del Emperador. Pero no a la del emperador imperator, tal como se hace en los banquetes oficiales, sino a la salud del Emperador hombre bueno, gentil y grande. «¡Bebamos a su salud y por la victoria segura contra los franceses!» — Si hemos combatido — dijo —, si no hemos retrocedido ante los franceses como en Schoengraben, ¿qué no seremos capaces de hacer ahora que el Emperador marcha ante nosotros? ¡Moriremos satisfechos, moriremos por él! ¿No es cierto, señores? Tal vez no me explico bien. He bebido demasiado, pero lo siento como lo digo y a vosotros os pasará lo mismo. ¡A la salud del Emperador! ¡Hurra!

— ¡Hurra! ¡Hurra! — repitieron las voces aguardentosas de los oficiales.

Kirstein, el viejo jefe de compañía, gritó con no menos animación y fuerza que Rostov, joven de veinte años.

Cuando los oficiales hubieron bebido y roto las copas, Kirstein llenó otras y, en mangas de camisa y con una copa en la mano, acercóse a las hogueras de los soldados; en actitud majestuosa, agitando la mano en el aire — su bigote gris brillaba mientras mostraba el vello de su pecho por entre la camisa desabrochada —, detúvose junto al resplandor de las hogueras.

—Hijos míos, ¡a la salud del Emperador! ¡Por la victoria contra los franceses! ¡Hurra! — gritó con su fuerte voz de barítono el viejo húsar.

Los húsares se agruparon y respondieron con grandes gritos.

Muy avanzada la noche, una vez recogidos todos, Denisov, con su mano sarmentosa, tocó el hombro de Rostov, ¡su amigo predilecto!.

— En campaña no sabe uno de quién enamorarse, y se enamora uno del Emperador.

— Denisov, no bromees con estas cosas — exclamó Rostov —. Es un sentimiento tan elevado, tan noble...

— Lo sé, lo sé, yo también lo siento...

— No, tú no sabes lo que es.

Y Rostov se puso en pie y empezó a andar maquinalmente por entre las hogueras, mientras pensaba en el goce de morir, no por salvar la vida del Emperador — no se atrevía a tanto —, sino sencillamente por merecer una mirada suya.

En efecto, estaba enamorado del Emperador, de la gloria de las armas rusas y de la esperanza del próximo triunfo.

Pero no era él el único que experimentaba tales sentimientos en aquel día memorable que precedió a la batalla de Austerlitz. De cada diez soldados y oficiales rusos, nueve estaban enamorados en aquella época, aunque quizá con menos entusiasmo que Rostov, del Emperador y de la gloria de las armas.

VII

Rostov pasó la noche con su pelotón en las avanzadas del destacamento de Bagration. Los húsares estaban situados en última línea, de dos en dos, y Rostov recorría aquella línea, tratando de dominar el sueño invencible que le cerraba los ojos. A su espalda extendíase un inmenso espacio iluminado por las hogueras del ejército ruso, las cuales resplandecían a través de la niebla. Delante, todo eran sombras y niebla.

Por más que hacía esfuerzos para atravesar con la vista aquel muro de sombras, no lo conseguía. Allí donde suponía que debía encontrarse el enemigo, tan pronto creía descubrir un resplandor gris como alguna cosa oscura, o el débil resplandor de las hogueras. A veces creía que todo era una aberración de su vista. Los ojos se le cerraban a pesar suyo y en la imaginación se le presentaba el Emperador, o bien Denisov, y a. ratos los recuerdos de Moscú. Se esforzaba entonces en abrir los ojos, y entonces veía muy cerca, ante él, la cabeza y las orejas del caballo que montaba y, más allá, las siluetas negras de los húsares, que pasaban a seis pasos de él. Y a lo lejos, siempre la misma oscuridad, la misma niebla. «¿Por qué no? — pensaba Rostov —. Es muy posible que el Emperador se me ponga delante y me dé una orden como a cualquier oficial, diciéndome: "Ve a hacer un reconocimiento allá abajo." ¿No dicen que todo pasa por casualidad? Pues nada, él puede ver a un oficial y ocurrírsele tomarle a su servicio. ¿Y si me llevase consigo? ¡Oh, cómo le serviría, cómo le diría toda la verdad, cómo le denunciaría a los traidores!» Y Rostov, para representarse vivamente su amor y su devoción por el Emperador, se imaginaba al enemigo, un alemán traidor, enemigo al que mataría no solamente con alegría, sino que, además, querría abofetearlo delante del Emperador. Un grito lejano le despertó de pronto. «¿Dónde estoy? ¡Ah, sí! En el frente. Y eso es el santo y seña: Olmutz. ¡Qué lástima que mañana esté en mi escuadrón de reserva! Pediré que me envíen al frente. Sólo así podré estar al lado del Emperador. El relevo no tardará ya mucho. Todavía tengo tiempo de dar una vuelta y luego iré a ver al general, a pedírselo.» Se acomodó en la silla y picó espuelas al caballo, con objeto de ver una vez más a sus húsares. Le pareció que la noche se había aclarado. Hacia la izquierda se distinguía una suave pendiente iluminada y ante ella una pequeña montaña negra que parecía vertical como una pared. Sobre esa montaña negra había un espacio blanco totalmente inexplicable para Rostov: ¿era un claro del bosque iluminado por la luna donde la nieve no se había fundido todavía o bien eran casas blancas? Hasta le pareció que en aquella mancha blanca había algo que se movía. «Seguramente es nieve esa mancha... Una mancha... Pero no, no es una mancha — pensó Rostov —. Natacha, mi hermana, la de los ojos negros... ¡Natacha! Se quedará muy admirada cuando le diga que he visto al Emperador. Natacha, Natacha...» — Apártese a un lado, señor. Aquí hay aliagas — dijo la voz de un húsar que caminaba tras Rostov.

Éste alzó la cabeza, caída sobre las crines del caballo, y se paró al lado del húsar. El sueño juvenil, infantil, se apoderaba de él involuntariamente. «Sí, ¿en qué pensaba? No quiero que se me olvide. ¿Cómo le hablaré al Emperador? No, no es esto. Esto será mañana. Sí, sí, Natacha. ¿Quién? ¡Los húsares! ¡Los húsares! ¡Los bigotes! Este húsar del bigote ha pasado por la calle Tverskaia. Cuando yo estaba delante de casa Guriev, todavía pensaba en él... ¡El viejo Guriev! ¡Ah, Denisov es un buen chico, un buen chico! Sí, todo son niñerías. Lo principal es que el Emperador esté aquí. Cuando me miró me quería decir alguna cosa, pero no se ha atrevido. Sí, es una broma. Pero lo que hace falta, sobre todo, es no olvidarme de lo que he pensado. Sí, Natacha, sí, sí. Está biena. Y de nuevo se le caía la cabeza sobre el cuello del caballo. De pronto le pareció que disparaban.

— ¿Qué? ¿Qué? ¿Quién tira? — dijo, despertándose.

En el momento de abrir los ojos, sintió ante él, donde estaba el enemigo, los gritos prolongados de miles de voces. Tanto su caballo como el del húsar que iba cerca de él levantaron la cabeza. En el sitio donde se oían los gritos se encendían y se apagaban luces una detrás de otra y, encima de un altozano, donde estaban las líneas francesas, se encendían también luces y los gritos aumentaban cada vez más. Rostov oía ya el acento de las palabras francesas, pero no podía entender ninguna. Gritaban demasiadas voces a la vez. No distinguía otra cosa que: «¡Raaa! ¡Rrrr!» — ¿Qué es eso? ¿Qué te parece que es? — preguntó al húsar que estaba a su lado —. ¿Son los franceses?

El húsar no respondía.

— ¿No me has oído? — preguntó de nuevo Rostov, cansado de esperar la respuesta.

— ¡Quién sabe, señor! — respondió de mala gana el húsar.

— Por la posición, tienen que ser los franceses — repitió Rostov.

— Puede que sí, puede que no — dijo el húsar —. ¡Pasan tantas cosas en la noche! ¡Sooo!—gritó al caballo, que se impacientaba.

El caballo de Rostov también se impacientaba, golpeando con la pata la tierra helada, escuchando los ruidos y mirando las luces. Los gritos aumentaban, confundiéndose con un clamor general, que solamente un ejército de muchos miles de hombres podían producir. Las lucecitas se extendían, probablemente por toda la línea del campo francés. Rostov no tenía ya sueño. Los gritos alegres, triunfantes, del ejército enemigo le excitaban. «¡Viva el Emperador! ¡El Emperador!», oyó en aquel momento Rostov.

—Eso no debe de ser muy lejos. Detrás del arroyo —dijo al húsar.

El húsar, sin responder, se contentó con lanzar un suspiro y tosió malhumorado. En la línea de los húsares se oían las pisadas de los caballos que marchaban al trote y, de pronto, de la niebla de la noche emergía la figura de un suboficial de húsares que parecía un enorme elefante.

— ¡Señoría, los generales! — dijo el suboficial acercándose a Rostov.

Rostov, sin perder de vista las luces y escuchando los gritos, marchó con el suboficial a recibir a algunos caballeros que avanzaban por la línea. Uno de ellos montaba un caballo blanco. El príncipe Bagration y el príncipe Dolgorukov, acompañados por los ayudantes de campo, venían a observar el extraño fenómeno de las hogueras y de los gritos en el campo enemigo. Rostov se acercó a Bagration, le informó y luego, reuniéndose con los ayudantes de campo, escuchó lo que decían los generales.

— Créame usted. Esto no es más que una estratagema — decía Dolgorukov a Bagration —. Se retiran y han mandado a la retaguardia que enciendan hogueras y que hagan mucho ruido para engañarnos.

— Me parece que no — contestó Bagration —. Esta noche les he visto encima del altozano. Si retroceden, querrá decir que se han ido de allí. Señor oficial, ¿todavía están en su puesto los espías? — preguntó a Rostov.

— Esta tarde estaban todavía, pero ahora no lo sé, Excelencia. Si lo ordena usted, iré con los húsares.

Bagration, sin responder, procuró distinguir la cara de Rostov entre la niebla.

— Bien, vaya usted — contestó tras un corto silencio.

— Obedezco.

Rostov espoleó al caballo, llamó al suboficial y a dos húsares y, mandándoles que le siguieran, subió al altozano al trote, en dirección a los gritos.

Rostov, con un estremecimiento de alegría, iba solo, seguido de los tres húsares, hacia aquella lejanía hundida en la niebla, misteriosa y llena de peligro, adonde nadie había ido antes que él. Desde lo alto del montículo donde se hallaba, Bagration le gritó que no pasara del arroyo, pero Rostov fingió que no le oía y, sin detenerse, iba hacia delante, engañándose a cada paso. Tomaba a los árboles por hombres. Marchaba al trote, y muy pronto dejó de ver tanto las luces de su campamento como las del enemigo, pero oía más fuertes y más claros los gritos de los franceses. Al fondo distinguió ante él algo como un río, pero cuando llegó hasta allí dióse cuenta de que era la carretera. Paró, indeciso, el caballo; tenía que seguirla o bien meterse por los campos a través de la oscuridad, hacia el monte de enfrente. Seguir la carretera, que se veía perfectamente entre la niebla, era bastante peligroso, pues se podía distinguir con facilidad a los que pasaran por ella. «¡Seguidme!», gritó. Y, atravesando la carretera, emprendió al galope la subida al montecillo donde por la tarde había visto a un piquete francés.

— ¡Señor, ya estamos! — pronunció tras él uno de los húsares.

Rostov apenas si había tenido tiempo de darse cuenta de que algo parecía negrear entre la niebla cuando se vio un fogonazo, sonó un tiro y una bala pasó por encima de ellos, silbando como un gemido. Se vio el fogonazo de otro disparo, pero no se oyó ruido alguno. Rostov dio la vuelta en redondo y siguió galopando. En diversos intervalos sonaron cuatro tiros y cuatro balas silbaron cerca de ellos en la niebla, produciendo cuatro notas distintas. Rostov contenía al caballo, excitado como él por los tiros, y subía al paso. «¡Vaya, arriba, arriba!», decía en su interior una alegre voz.

No oyó ningún tiro más. Cuando se iba acercando a Bagration, puso de nuevo su caballo al galope y luego se acercó al General llevándose la mano a la visera.

Dolgorukov insistía en su parecer de que los franceses retrocedían y que sólo habían encendido las hogueras para despistarlos.

— ... ¿Y qué prueba eso? — decía mientras Rostov se les acercaba —. Pueden haber retrocedido, dejando este piquete ahí.

— Evidentemente, Príncipe, todavía no se han ido todos. Mañana por la mañana lo sabremos de cierto — afirmó Bagration.

— Excelencia, el piquete está todavía en lo alto del montecillo, en el mismo sitio que esta tarde — replicó Rostov inclinado y con la mano en la visera. Con trabajo podía contener la alegre sonrisa que había provocado en él aquella correría y principalmente el silbido de las balas.

— Está bien, está bien. Gracias, señor oficial — dijo Bagration.

— Excelencia, permítame que le haga una petición.

— Diga.

— Mañana, nuestro escuadrón está destinado a la reserva; le pido que me sea permitido agregarme al primer escuadrón.

— ¿Cómo se llama usted?

— Conde Rostov.

— Bien, quédese conmigo de ordenanza.

— ¿Hijo de Ilia Andreievitch? — preguntó Dolgorukov.

Pero Rostov no le respondió.

— Así, ¿puedo esperar, Excelencia?

— Ya daré la orden.

«Es muy posible que mañana me manden al Emperador con una orden — pensó —. ¡Alabado sea Dios!»

VIII

A las ocho de la mañana, Kutuzov, a caballo, se dirigía a Pratzen a la cabeza de la cuarta columna de Miloradovitch, que era la que había de situarse en el lugar que antes ocupaban las columnas de Prjebichevski y de Lageron, que habían llegado ya al río. Saludó a los soldados del regimiento que estaban delante y dio la orden de marcha, para demostrar que tenía la intención de conducir él mismo la columna. Se detuvo muy cerca del pueblecito de Pratzen. El príncipe Andrés iba tras el general en jefe, entre el montón de personas que formaban su escolta. Estaba emocionado, malhumorado, pero resuelto y tranquilo como generalmente se encuentran los hombres cuando llega un momento largamente deseado. Estaba firmemente convencido de que aquel día sería su Tolón y su Puente de Arcola.

¿Cómo sucedería tal cosa? No lo sabía, pero se hallaba plenamente seguro de que llegaría a ser un hecho. Conocía el país y la situación de las tropas como cualquier otro del ejército ruso. Su plan estratégico había sido dado de lado; las circunstancias habían hecho que fuera imposible de ejecutar. Y mientras se acomodaba al plan de Veyroter, pensaba en los azares que podían producirse y suscitar la necesidad de sus consideraciones rápidas y de su resolución.

Abajo, a la izquierda, en la niebla, se oían las descargas entre tropas invisibles. La batalla se concentraba, pues, abajo, tal como el príncipe Andrés había supuesto. Era allí donde estaba el obstáculo principal. «Seré enviado a la batalla con una brigada o una división, y yo seguiré adelante con la bandera en la mano, deshaciendo todo lo que me salga al paso», pensaba.

El príncipe Andrés no podía mirar con indiferencia las banderas de los batallones que pasaban. Contemplándolas, pensaba continuamente: «¿Quién sabe si será esta misma bandera la que tendré que coger para conducir a las tropas?.» La niebla de la noche, cuando se hacía de día, se transformaba en rocío y escarcha y quedaba en las cimas, pero en el fondo todavía se extendía como un lácteo mar. En el fondo de la hondonada, hacia la izquierda, por donde bajaban las tropas rusas y por donde se oían las descargas, no se veía nada. Sobre las cimas aparecía el cielo azul oscuro y a la derecha brillaba el amplio disco del sol. Enfrente, a lo lejos, en la otra orilla de aquel mar de niebla, distinguíanse las gibosas colinas en las que debía encontrarse el ejército enemigo, alcanzándose a distinguir alguna cosa.

A la derecha, al penetrar en la niebla, la guardia dejaba a sus espaldas un sordo rumor de pasos y de ruedas; de vez en cuando veíase el brillo de las bayonetas.

A la izquierda, detrás del pueblo, las masas de caballería avanzaban también y sé percibían en la niebla. La infantería marchaba delante y detrás. El general en jefe permanecía estacionado a la salida del pueblo y las tropas desfilaban por delante de él. Aquella mañana, Kutuzov parecía cansado y malhumorado. La infantería que pasaba por delante de él deteníase desordenadamente; debía de haber algo que entorpecía su camino.

— Ordene que se dividan en batallones y que den la vuelta al pueblo — dijo Kutuzov con acento de cólera a un general que se acercaba —. ¿No se da usted cuenta de que es imposible avanzar en fila por las calles de un pueblecito cuando se marcha hacia el enemigo?

— Había pensado formar detrás del pueblo, Excelencia — replicó el general.

En los labios de Kutuzov dibujóse una amarga sonrisa.

— Será mejor, mucho mejor, que despliegue usted cara al enemigo.

—El enemigo está todavía lejos, Excelencia, y según la disposición...

— ¿Qué disposición? — exclamó Kutuzov en tono de riña —. ¿Quién le ha dicho a usted eso? Haga el favor de hacer lo que le ordeno.

— A sus órdenes.

—Querido amigo, el viejo está hoy de un humor de todos los diablos — bisbiseó Nesvitzki al príncipe Andrés.

Un general austriaco, luciendo uniforme azul y un plumero verde, aproximóse a Kutuzov y le preguntó, en nombre del Emperador, si la cuarta columna había entrado ya en acción.

Kutuzov volvióse sin responder y su mirada fue a fijarse por casualidad en el príncipe Andrés, que encontrábase a su lado. Al darse cuenta de la presencia de Bolkonski, la mirada colérica y amarga de Kutuzov se suavizó como si quisiera decir con ello que su ayudante de campo no tenía la menor culpa de lo que pasaba. Sin responder una palabra al ayudante de campo austriaco, dirigióse a Bolkonski.

— Hágame el favor de ir a comprobar si la tercera división ha pasado ya del pueblo. Dígales que se detengan y que esperen mis órdenes.

El Príncipe apresuróse a cumplir la orden; Kutuzov le detuvo.

— Y pregunte si los tiradores están en posición — añadió —. Pero ¿qué están haciendo? — dijo como para sí, prescindiendo en absoluto del general austriaco.

El Príncipe se lanzó al galope para hacer cumplir la orden que le habían dado.

Una vez se hubo adelantado al batallón que marchaba a la cabeza, detuvo a la tercera división, comprobando que, en efecto, delante de las columnas rusas no había ni un solo tirador.

El jefe del regimiento que iba en cabeza quedóse muy sorprendido al escuchar la orden del Generalísimo disponiendo que colocaran tiradores. Estaba más que convencido de que delante de él tenia tropas rusas y pensaba que el enemigo encontrábase a unas diez verstas. En efecto, ante él extendíase una desierta sabana de suave pendiente cubierta de una espesa niebla.

Después de transmitida la orden del Generalísimo, el príncipe Andrés regresó a su puesto. Kutuzov continuaba en el mismo lugar; su voluminoso cuerpo descansaba sobre la silla y continuos bostezos se escapaban de su boca mientras entornaba los ojos. Las tropas no se movían, permaneciendo en posición de descanso, con las culatas de los fusiles apoyadas en tierra.

— Muy bien, muy bien — dijo al príncipe Andrés. Y acto seguido dirigióse al General, el cual, reloj en mano, indicábale que era hora de ponerse en marcha, pues todas las columnas del flanco izquierdo encontrábanse ya abajo.

— Ya tendremos tiempo, Excelencia — repuso Kutuzov, después de lanzar un bostezo —. No tenemos prisa —añadió.

En aquel momento, detrás de Kutuzov oyéronse a lo lejos los gritos de los regimientos que saludaban, y los sonidos empezaron a propagarse rápidamente por los haces de columnas que avanzaban. Aquel a quien saludaban debía pasar evidentemente muy aprisa. Cuando los soldados del regimiento delante del cual se encontraba Kutuzov empezaron a gritar, el Generalísimo se echó un poco hacia atrás y volvióse a mirar con las cejas fruncidas.

Habríase dicho que por el camino de Pratzen galopaba un escuadrón completo de caballería vestido con uniforme de diferentes colores. Los jinetes avanzaban delante de los demás, corriendo al galope. Uno de ellos vestía un uniforme de color negro y lucía un plumero blanco; montaba un caballo alazán; el otro llevaba un uniforme blanco y su caballo era negro: eran los dos emperadores, seguidos de su escolta. Kutuzov, con la afectación propia de un subordinado que está de servicio, ordenó: «¡Firmes!», y se acercó al Emperador, saludando militarmente. Su persona y su actitud cambiaron de súbito. Ofrecía el aspecto de un subordinado que no discute las órdenes. Con respeto afectado, que pareció disgustar al Emperador, se acercó a él y le saludó.

— ¿Por qué no empieza usted, Mikhail Ilarionovitch? —preguntó ásperamente el emperador Alejandro a Kutuzov, dirigiendo una mirada cortés al emperador Francisco.

— Esperaba a Vuestra Majestad — respondió Kutuzov haciendo una respetuosa reverencia.

El Emperador acercó su oreja y frunció ligeramente las cejas, dando a entender que no había oído bien.

— Espero a Vuestra Majestad — repitió Kutuzov.

El príncipe Andrés observó que al pronunciar la palabra «espero», el labio inferior de Kutuzov tembló de una manera anormal.

—Las columnas todavía no están reunidas, Majestad.

El Emperador oyó la respuesta y todos pudieron darse cuenta que no era de su agrado. Se encogió de hombros y miró a Novosiltzov, que se encontraba cerca de él, y con la mirada se quejó de Kutuzov.

— No estamos en el Campo de Marte, Mikhail Ilarionovitch, para que hayamos de esperar que todos los regimientos estén en línea — dijo el Emperador mirando otra vez al emperador Francisco, como si le invitara, si no a intervenir en el diálogo, por lo menos a escuchar lo que decían.

El emperador Francisco, sin embargo, seguía mirando a su alrededor sin prestar oído.

—Es precisamente por eso, Majestad, por lo que no empiezo — replicó Kutuzov con voz sonora y clara, como si quisiera que sus palabras fueran comprendidas por todos. En su rostro algo parecía temblar —. No empiezo, Majestad, porque no estamos en una revista ni en el Campo de Marte.

En la escolta del Emperador, en todos los rostros, que al oír aquellas palabras se miraron los unos a los otros, dibujóse una expresión de disgusto y de censura: «Por viejo que sea, no tiene derecho ni pretexto alguno para hablar de ese modo», querían decir todos aquellos semblantes.

El Emperador tenía la mirada clavada en los ojos de Kutuzov, en espera de que éste dijera alguna otra cosa. Kutuzov inclinó respetuosamente la cabeza y también pareció quedar en espera de algo.

— No obstante, si Vuestra Majestad lo ordena... — dijo Kutuzov alzando la cabeza.

Y, cambiando de tono una vez más, habló como un general en jefe que obedece sin discutir.

IX

Kutuzov seguía al paso a los fusileros que acompañaban a sus ayudantes de campo.

Después de haber recorrido una media versta en la cola de la columna, se detuvo delante de una casa solitaria, probablemente una posada, que sus dueños habían abandonado, situada en el cruce de dos caminos. Las dos carreteras que convergían en aquel punto descendían de una montaña y las tropas subían tanto por la una como por la otra.

La niebla empezaba a desvanecerse. En los altozanos de enfrente, situados a dos verstas, todo lo más, de distancia, se distinguían vagamente las tropas enemigas. Abajo, a la izquierda, el ruido de los tiros se oía más claro. Kutuzov se detuvo y empezó a hablar con el general austriaco. El príncipe Andrés, algo apartado, les observaba. Necesitó un anteojo de larga vista y se lo pidió a un ayudante de campo.

— Vea, vea — dijo el ayudante de campo, que miraba no al ejército lejano, sino al que se encontraba delante de él, en la montaña —. ¡Son los franceses!

Los dos generales y los ayudantes de campo cogieron con un vivo movimiento los anteojos, que se arrancaban de las manos uno al otro. De pronto, todos aquellos rostros se demudaron; un frío mortal cruzó por ellos. Creían que los franceses se encontraban a diez verstas e inesperadamente los veían ante ellos.

— Sí,, sí, es verdad... ¿Qué significa eso? — exclamaron diversas voces.

El príncipe Andrés descubrió, a simple vista, abajo, a la derecha, una fuerte columna francesa que avanzaba contra el regimiento de Apcheron, a unos quinientos pasos de donde estaba Kutuzov.

«¡Ha llegado el momento decisivo! ¡Ahora entraré yo en juego!», pensó el príncipe Andrés.

Y, espoleando a su caballo, se acercó a Kutuzov.

—Hay que detener al regimiento de Apcheron, Excelencia — gritó.

Pero en aquel mismo instante, el espacio cubrióse de humo, las descargas oyéronse muy cerca y una voz delgada y asustada gritó a dos pasos del príncipe Andrés: «¡Ya estamos, camaradas!» Hubiérase dicho que aquel grito era una orden. Y al oírlo, todo el mundo echó a correr.

Una multitud que crecía por momentos corría, retrocediendo hacia el lugar donde cinco minutos antes las tropas desfilaban por delante de los emperadores. No sólo era difícil contener a aquella multitud, sino que al mismo tiempo era imposible evitar el ser arrastrado por los que corrían. Bolkonski hacía esfuerzos por mantenerse firme, sin retroceder, y miraba estupefacto a su alrededor, sin comprender lo que estaban viendo sus ojos. Nesvitzki, enardecido, furioso, desconocido, gritaba a Kutuzov que si no se marchaba inmediatamente de allí acabarían por hacerle prisionero. Pero Kutuzov no se movía de su sitio; no respondió a aquel requerimiento y se sacó un pañuelo del bolsillo. Le salía sangre de una mejilla. El príncipe Andrés se abrió paso hasta llegar a su lado.

— ¿Estáis herido, Excelencia? — le preguntó, conteniendo a duras penas el temblor de su mandíbula.

— No está aquí la herida, sino allá — replicó Kutuzov apretando el pañuelo contra su mejilla y señalando a los fugitivos —. ¡Contenedlos! — gritó.

Pero, al convencerse de que era imposible hacerlo, espoleó a su caballo y se lanzó hacia la derecha.

El creciente alud de fugitivos le atrapó entre sus redes y se lo llevó hacia atrás.

Los grupos de soldados que corrían eran tan compactos que el que caía en medio no lograba levantarse.

Uno gritaba: «¡Vamos, vamos! ¿Por qué te detienes?» Y otros se volvían y disparaban al aire. Un tercero golpeaba al caballo de Kutuzov, el cual, a costa de duros esfuerzos, logró atravesar la riada y pasar a la izquierda con su escolta reducida por lo menos a la mitad, lanzándose hacia donde sonaban los cañones. Libre del aluvión de fugitivos, el príncipe Andrés, procurando no separarse de Kutuzov, descubrió a través del humo, en la pendiente de la montaña, una batería rusa que continuaba haciendo fuego y contra la cual avanzaban los franceses. Más arriba, la infantería rusa manteníase inmóvil: ni avanzaba ni retrocedía para sumarse a los fugitivos. Un general montado a caballo se destacó de la batería y se acercó a Kutuzov. La escolta del Generalísimo había quedado reducida a cuatro hombres. Todos estaban pálidos y se miraban en silencio.

— ¡Detened a esos miserables! — gritó, ahogándose, Kutuzov al jefe del regimiento señalándole a los fugitivos.

Pero en aquel mismo instante, como si fuera un castigo a sus palabras, las balas, semejantes a una bandada de pequeños pájaros, empezaron a pasar silbando por encima del regimiento y de la escolta de Kutuzov. Los franceses atacaban la batería. Al distinguir a Kutuzov, dispararon contra él. Pasada aquella descarga, el comandante se llevó una mano a la pierna y algunos soldados cayeron. El subteniente que llevaba la bandera la dejó resbalar de sus manos. La bandera se balanceó y cayó, enganchándose con los fusiles de los soldados que estaban cerca. Los soldados empezaron a tirar sin esperar ninguna orden.

— ¡Oh! ¡Oh! — sollozaba Kutuzov con desesperado acento. Se volvió —. ¡Bolkonski! — llamó con voz temblorosa, consciente de su debilidad senil —. ¡Bolkonski! — murmuró designando al batallón desorganizado y al enemigo —. ¿Qué es eso?

Pero antes de que acabara lo que deseaba decir, el príncipe Andrés, que sentía que lágrimas de vergüenza y de rabia le subían a la garganta, se bajó del caballo y corrió hacia la bandera.

— ¡Muchacho, adelante! — gritó Kutuzov con voz aguda e infantil.

«Ha llegado la hora», pensó el príncipe Andrés mientras esgrimía el asta de la bandera, oyendo con placer el silbido de las balas dirigidas a él.

Los soldados continuaban cayendo.

— ¡Hurra! — gritó el príncipe Andrés, que con trabajo llevaba la bandera. Se lanzó hacia delante, seguro de que le seguiría todo el batallón. En efecto, no había andado sino unos pasos y ya vio moverse a un soldado, después a otro y después a todo el batallón gritando: «¡Hurra!» Y corrieron tanto que le dejaron atrás.

Un suboficial cogió la bandera, que se balanceaba por ser demasiado pesada para las manos del Príncipe, pero pronto cayó mortalmente herido. El príncipe Andrés volvió a apoderarse de ella y, arrastrando su mástil por el suelo, corrió hacia el batallón. Ante sí veía a los artilleros: unos se batían, otros dejaban las piezas y se iban con el batallón. Y los soldados de infantería franceses se apoderaban de los caballos de los artilleros y daban la vuelta a los cañones. El príncipe Andrés, con el batallón estaba ya a veinte pasos de las piezas. Sentía muy cerca los silbidos de las balas y continuamente, a su derecha y a su izquierda, los soldados caían lanzando gemidos. Pero él no les prestaba atención. Miraba tan sólo hacia delante. Distinguía claramente la cara de un artillero rojo con el quepis de medio lado, que tiraba del escobillón que un francés le quería quitar. El príncipe Andrés veía perfectamente la expresión rabiosa de aquellos dos hombres que visiblemente no sabían lo que les pasaba. «¿Qué hacen?», pensó el príncipe Andrés mirándolos. «¿Por qué no huye el artillero rojo, ya que no tiene ningún arma? ¿Por qué no le mata el francés? En cuanto el otro quiera huir, el francés se acordará que tiene un fusil y le matará.» Efectivamente, otro francés se acercó al grupo, preparó su arma y el artillero rojo, que no sabía lo que le esperaba y acababa de arrancar triunfalmente a su contendiente el escobillón, cayó herido. Pero el príncipe Andrés no vio cómo terminó la cosa. Le pareció que algunos soldados, los que tenía más cerca, le golpeaban en la cabeza con todas sus fuerzas. Sentía un dolor agudo, pero lo que más le contrariaba era que tal dolor le distraía y le privaba de ver lo que deseaba.

«Pero... ¿qué es esto? ¿Me caigo? ¿Se me doblan las piernas?», pensó. Y cayó de espaldas.

Abrió luego los ojos para enterarse de cómo había acabado la lucha de los franceses contra el artillero. Quería saber si el artillero rojo había sido muerto o no, si los cañones habían sido salvados o habían caído en manos de los enemigos. Pero no veía nada. Sobre él no se extendía otra cosa que el cielo, el alto cielo, lleno de nubes grises, que pasaban dulcemente. «¡Qué dulzura, qué calma, qué solemnidad! ¡Qué distinto es esto de lo de hace un momento, cuando corría yo, cuando corríamos gritando — pensaba el príncipe Andrés —, cuando nos batíamos, cuando, con los rostros furiosos, descompuestos, el francés y el artillero se disputaban el escobillón! Entonces no desfilaban de esta forma las nubes por el cielo infinito. ¿Cómo no me he dado cuenta hasta ahora de este cielo? ¡Qué contento estoy ahora! Sí, todo es tontería, engaño, fuera de este cielo infinito. No existe nada sino este cielo. Pero ni este mismo cielo existe. No hay sino la calma y el reposo. ¡Alabado sea Dios!»

X

El príncipe Andrés yacía en las montañas de Pratzen, en el mismo sitio en que había caído con la bandera en la mano. Se desangraba, medio desmayado, y gemía plañideramente, dejando escapar un débil e infantil gemido.

Al atardecer dejó de gemir y calló por completo. No tenía la menor idea del tiempo que había durado su desmayo. Sentíase vivir de nuevo mientras un violento dolor le martilleaba en la cabeza.

«¿Dónde está aquel cielo tan alto, cuya existencia ignoraba y que he visto hoy por primera vez?» Tal fue su primer pensamiento. «¿Y este dolor que tampoco conocía? Sí, hasta ahora lo he ignorado todo, no sabía nada, nada. ¿Pero dónde me encuentro?» Aplicó el oído y oyó las pisadas de los caballos que se acercaban y el sonido de unas voces que hablaban en francés. Abrió los ojos. Sobre su cabeza resplandecía aún aquel cielo tan alto por el que flotaban algunas nubes y a través de las cuales percibíase el azul infinito. No hacía ningún movimiento con la cabeza, por lo que no pudo ver a los que se acercaban, según indicaba el ruido de los cascos de los caballos y de las voces, deteniéndose cerca de él.

Los jinetes que se acercaban eran Napoleón y dos de sus ayudantes de campo. Bonaparte recorría el campo de batalla y daba las últimas órdenes para fortificar las baterías, lanzando de vez en cuando una mirada a los muertos y a los heridos que habían quedado en el campo.

— ¡Bravos soldados! —dijo Napoleón mirando a un granadero ruso muerto caído boca abajo con el rostro hundido en la tierra y una mano, ya fría, vuelta hacia arriba.

— Las municiones de las piezas se han terminado — dijo en aquel momento el ayudante de campo que acababa de llegar de las baterías que disparaban contra Auhest.

— Ordene que avancen las reservas — replicó Napoleón, y alejándose algunos pasos se detuvo cerca del príncipe Andrés, tendido en el suelo boca arriba; con el mástil de la bandera en la mano. La bandera habíansela llevado los franceses como trofeo.

— ¡Bella muerte! — exclamó Napoleón mirando a Bolkonski.

El príncipe Andrés comprendió que las palabras dichas por Napoleón se referían a él. Oyó que daban el tratamiento de Sire a la persona que las había pronunciado. Pero oíalos como se oye el zumbar de una mosca. No sólo no les prestó atención, sino que ni siquiera los tuvo en cuenta y los olvidó enseguida. La cabeza le ardía, notaba cómo le corría la sangre, mientras encima de él veíase el cielo lejano, infinito. Sabía que el que se encontraba cerca de él era su héroe, Napoleón, pero en aquel instante Napoleón parecióle un hombre pequeño, insignificante, en comparación con lo que le sucedía a su alma bajo aquel cielo infinito por el que corrían las nubes... No le preocupaba lo más mínimo que alguien se detuviera cerca de él y dijese lo que le viniera en gana; sin embargo, producíale cierta satisfacción; anhelaba que aquellos hombres le prestaran ayuda y le devolviesen a la vida, que ahora parecíale tan bella, comprendiéndola de otra forma ignorada hasta entonces. Reunió todas sus fuerzas con el fin de ver si conseguía moverse un poco y podía emitir algún sonido. Pudo mover débilmente una pierna y de su garganta brotó un sonido enfermizo, débil, que hizo que sintiera compasión de sí mismo.

— ¡Ah, aún tiene vida! — exclamó Napoleón —. Levantadle y conducidle a la ambulancia.

A continuación, Napoleón dirigióse a recibir al mariscal Lannes, que, sombrero en mano, se acercó a él y le felicitó por la victoria.

El principe Andrés no recordaba lo que había sucedido después. Llegó al extremo de perder toda noción de los dolores que le produjo la instalación en la litera, los baches del camino, el examen de las heridas en la ambulancia. No volvió en sí hasta que le llevaron al hospital, con otros oficiales rusos heridos y prisioneros. Durante el camino se sintió algo mejor y pudo mirar e incluso hablar.

Las primeras palabras que oyó al volver en sí fueron las de un oficial francés que decía precipitadamente:

— Hemos de detenernos aquí. El Emperador no tardará en pasar y seguramente habrá de gustarle ver a los señores prisioneros.

—Hay tantos hoy que puede decirse que casi todo el ejército ruso lo es; por esto mismo creo que le fastidiará un poco el verlos — dijo otro oficial francés.

— ¡Lo que usted quiera! Dicen que éste que va aquí es el jefe de la guardia del Emperador — dijo el primer oficial señalando a un oficial herido que llevaba el uniforme blanco de la caballería de la guardia.

Bolkonski reconoció al príncipe Repnin, con el que se había encontrado más de una vez en los salones de San Petersburgo.

A su lado se veía a un muchacho de diecinueve años, de la caballería de la guardia, también herido.

Bonaparte, que llegaba al galope, detuvo el caballo.

— ¿Cuál es el oficial de más graduación? — preguntó al ver a los prisioneros.

Le indicaron al coronel príncipe Repnin.

— ¿Guardaba la guardia del Emperador de Rusia? — le preguntó el Emperador.

—Soy coronel y jefe de escuadrón del regimiento de caballería de la guardia — respondió Repnin.

— Su regimiento ha cumplido con su deber de un modo heroico — añadió Napoleón.

—— El que le parezca así a un gran hombre es una magnífica recompensa — replicó Repnin.

—Pues os la concedo de buen grado — dijo Napoleón—. ¿Quién es ese joven que está a su lado?

— Es el hijo del general Sukhtelen. Es teniente de mi escuadrón.

Napoleón dirigió al muchacho una mirada y dijo sonriendo:

— Joven ha empezado a vérselas con nosotros.

— No es necesario ser viejo para ser valiente — respondió Sukhtelen con acento enfático.

— Bien contestado — replicó Napoleón —. ¡Joven, irá usted lejos!

El príncipe Andrés, colocado también en primer término, para completar el grupo de prisioneros, no podía pasar inadvertido a la atención del Emperador. Napoleón debió recordar haberle visto en el campo de batalla, pues le dirigió la palabra.

—Y usted, joven, ¿está mejor?

El príncipe Andrés había podido, cinco minutos antes, dirigir la palabra al soldado que le transportaba, pero en aquel momento, con los ojos fijos en Napoleón, guardó silencio.

¡Parecíanle tan pequeños todos los intereses que ocupaban la atención de Napoleón! Su héroe parecíale tan mezquino con aquella su minúscula ambición y la expresión de alegría que reflejaba su rostro, producida por la victoria, en comparación con el alto cielo justo y bueno que veía... Comprendió que no tenía ánimo para responderle.

¡Parecía todo tan inútil y tan mezquino al lado de aquellos serenos y majestuosos pensamientos que hacían brotar en él la debilidad de sus fuerzas, producida por la pérdida de sangre, los sufrimientos y la espera de una muerte próxima! Con los ojos fijos en los de Napoleón, el príncipe Andrés pensaba en el vacío de la grandeza, en el vacío mucho mayor de la muerte, del cual ningún ser viviente puede percibir ni explicarse el sentido.

El Emperador, sin aguardar la respuesta, volvióse, y mientras se alejaba dirigióse a uno de los jefes:

— Que atiendan a estos señores. Que los lleven a mi vivac y que digan a Larrey que mire sus heridas. Hasta la vista, príncipe Repnin.

Y se alejó al galope.

Su rostro resplandecía de alegría y de satisfacción; estaba satisfecho de sí mismo. Los soldados que conducían al príncipe Andrés habíanle quitado la pequeña imagen que la princesa María le colgó al cuello; al ver la benevolencia con que el Emperador había tratado al prisionero, apresuráronse a devolvérsela.

El príncipe Andrés no vio quién se la devolvía ni en la forma en que lo efectuaban, pero encima del pecho, bajo el uniforme, notó de pronto el contacto de la medalla colgada de la fina cadena de oro.

«La cosa estaría muy bien si fuera tan clara y sencilla como cree la princesa María—pensó mientras miraba aquella medalla que su hermana habíale colocado en el pecho poseída de tanta piedad como veneración —. La cosa estaría bien si supiéramos dónde ir a buscar la ayuda que se necesita para esta vida y qué nos espera después, más allá de la tumba. ¡Qué tranquilo viviría, qué feliz sería si pudiera decir ahora: Señor, perdonadme! Pero... ¿a quién decírselo? A una fuerza indefinida, incomprensible, a la cual no puedo dirigirme ni hacerme entender con palabras: el gran todo o la nada. ¿Dónde se encuentra ese Dios que hay aquí, en este amuleto que me ha dado la princesa María? Nada hay cierto fuera del vacío que alcanzo a comprender y de la majestad de algo incomprensible mucho más importante aún.» La litera seguía avanzando. A cada brusco movimiento, el Príncipe experimentaba un dolor insoportable. La fiebre aumentaba; Bolkonski empezaba a delirar. Pesadillas en las que intervenía su padre, su mujer, su hermana, el hijo que esperaba; pesadillas en las que tan pronto surgía la ternura que sintiera durante la noche, la víspera de la batalla, como la figura del desmedrado, del ínfimo Napoleón y, dominando todo aquello, el alto cielo, constituían el tema principal de sus visiones.

Representábase la vida tranquila y la felicidad de Lisia—Gori; encontrábase gozando de aquella felicidad cuando de pronto aparecía el pequeño Napoleón, con su mirada indiferente, limitado, satisfecho al comprobar la desventura de otro; y las dudas y los sufrimientos volvían a aparecer y sólo el cielo prometíale tranquilidad. De madrugada, los sueños confundiéronse en un caos de tinieblas y de olvido que, según la opinión de Larrey, el médico de Napoleón, no tardaría en resolverse en la muerta o en la curación.

— Es un individuo muy nervioso y de una gran cantidad de bilis. No saldrá de ésta — declaró Larrey.

El príncipe Andrés, al igual que los demás heridos desahuciados por el médico, fue abandonado a manos de los habitantes del país.

CUARTA PARTE

I

De vuelta de la campaña, Nicolás Rostov fue recibido en Moscú por su familia como el mejor de los hijos, como un héroe, como el querido Nikolenka. Para todas sus amistades era un joven respetuoso, amable y gentil, un guapo teniente de húsares, muy buen bailarín y uno de los mejores partidos de Moscú.

Los Rostov se trataban con todo Moscú. El Conde estaba bien de dinero aquel año, pues había hipotecado por segunda vez todas sus tierras. Nicolás, que pudo comprarse un buen caballo y encargarse unos pantalones a la última moda, como aún no se habían visto en Moscú, y unas botas elegantísimas y puntiagudas, con pequeñas espuelas de plata, pasaba el tiempo muy divertido. El joven, al vivir de nuevo en su casa, experimentaba la agradable sensación de acostumbrarse, después de la ausencia, a las antiguas condiciones de vida. Parecíale que se había vuelto muy marcial y que había crecido. Su disgusto a causa de la mala nota que le dieron en religión, él préstamo que tomó en casa del cochero Gavrilo, los besos furtivos que dio a Sonia, parecíanle chiquilladas de las que ahora se encontraba muy lejos. Era teniente de húsares, adornaban su pecho varias tiras de plata y la cruz de San Jorge y estrenaba un caballo, montado en el cual se reunía con los aficionados más respetables y distinguidos. Iba a pasar todas las tardes a casa de una señora del bulevar, dirigió la mazurca en el baile de los Arkharov, hablaba de guerra con el mariscal Kaminsky, frecuentaba el club inglés y se tuteaba con un coronel de cuarenta años que le había presentado Denisov.

En Moscú se murió un poco su entusiasmo por el Emperador, ya que no le veía ni tenía esperanza de poderle ver más adelante. Hablaba mucho de él, sin embargo, y sacaba a relucir el amor que le profesaba, dando a entender que no decía todo lo que podía decir y que en su afecto por el soberano había algo que no todo el mundo estaba en condiciones de entender. Todo Moscú profesaba este mismo sentimiento de adoración por el soberano, a quien llamaban «el ángel terrenal».

Durante su corta estancia en Moscú, antes de marchar de nuevo al ejército, Nicolás no se acercó a Sonia; al contrario, se apartó de ella todo lo que pudo. Sonia estaba encantadora y era notorio que le amaba apasionadamente, pero él se encontraba entonces en ese período de juventud en el que parece que hay tantas cosas que hacer en el mundo que no queda tiempo para ocuparse de «ella». Nicolás temía encadenarse para siempre. La libertad le parecía necesaria por un puñado de razones. Cuando pensaba en Sonia se decía: «¡Bueno! Ya quedarán otras como ella.» El día 3 de marzo se celebró en el club Inglés un banquete en honor del príncipe Bagration al que asistieron trescientas personalidades del ejército y la aristocracia.

Pedro sentábase enfrente de Dolokhov y de Nicolás Rostov. Comía y bebía ávidamente y en gran cantidad, como siempre. Pero los que le conocían observaron aquel día un gran cambio en él. No pronunció una palabra durante toda la comida y estuvo guiñando los ojos y frunciendo las cejas mientras lanzaba miradas a su alrededor. Otras veces se metía los dedos en las narices, completamente abstraído. Mostraba un rostro triste y sombrío y parecía que no se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor y que tuviera el pensamiento en alguna cosa penosa e insoluble.

La cuestión insoluble que le atormentaba eran las alusiones de la Princesa referentes a la intimidad de Dolokhov con su mujer. Además, aquella misma mañana había recibido una carta anónima en la que le decían, con la cobarde desvergüenza de todos los anónimos, que los lentes no le dejaban ver lo que tenía ante las mismas narices y que las relaciones de su mujer con Dolokhov eran un secreto para él, mas para nadie más. Pedro no concedía ninguna atención ni a las alusiones de la Princesa ni al anónimo, pero en aquel momento le era penoso mirar a Dolokhov, sentado frente a él. Cada vez que sus ojos tropezaban por casualidad con la mirada insolente de Dolokhov, algo extraño y terrible se alzaba en su alma y veíase precisado a apartar la vista inmediatamente. Recordando, a pesar suyo, el pasado de su mujer y la forma en que Dolokhov se había presentado en su casa, Pedro se daba cuenta de que lo que decían los anónimos podía ser cierto. Si no se hubiera tratado de «su mujer», él habría creído que la cosa era muy verosímil. Involuntariamente, Pedro se acordaba de cómo Dolokhov vino a su casa, reintegrado a su grado, de vuelta de San Petersburgo, después de la campaña.

Dolokhov, Denisov y Rostov, instalados ante Pedro, parecían muy alegres. Rostov hablaba animadamente con sus vecinos de mesa, un bravo húsar y un reputado espadachín. Este último parecía bastante cazurro y, de cuando en cuando, lanzaba una mirada de burla a Pedro, que llamaba la atención por su aire concentrado y distraído.

Rostov, por su parte, miraba a Pedro con hostilidad, ya que Pedro, para él, no era más que un hombre civil y rico, marido de una mujer muy bella, pero, al fin y al cabo, un cobarde. Además, Pedro, de tan distraído que estaba, no le había reconocido ni correspondió a su saludo.

Cuando comenzaron los brindis a la salud del Emperador, Pedro, que no se daba cuenta de nada, no se puso en pie ni vació su copa.

— ¿En qué está usted pensando? — le gritó Rostov mirándole con ojos irritados y entusiastas —. ¿No oye usted? ¡A la salud del Emperador!

Pedro, suspirando, se puso en pie dócilmente, vació su copa y, mientras esperaba a que todos se volvieran a sentar, miró a Rostov con su sonrisa bondadosa.

— ¡Caramba! ¡Y yo que no le había reconocido!

Pero Rostov no se dignó hacerle caso y gritaba: «¡Hurra!» — Pero... ¿por qué no le ha contestado usted? — preguntó Dolokhov a Rostov.

— ¡Bah! ¡Si es un imbécil! — contestó Rostov.

— Es necesario halagar a los maridos de las mujeres guapas — dijo Dolokhov.

Pedro no oía lo que decían, pero comprendió que estaban hablando de él.

—Bien, pues ahora, ¡a la salud de las mujeres guapas! — dijo Dolokhov.

Y afectando un gesto de seriedad, pero con una sonrisita en el ángulo de los labios se dirigió a Pedro con la copa en la mano.

— ¡A la salud de las mujeres bonitas, Pedro, y a la de sus amantes!

Pedro, con los ojos bajos, bebió sin mirar a Dolokhov y sin responderle. El criado que distribuía la cantata de Kutuzov puso en aquel momento una hoja ante Pedro, como invitado respetable. Pedro iba a coger la hoja, pero Dolokhov se la arrebató y se puso a leerla. Pedro miró a Dolokhov y bajó los ojos. Pero de repente, aquella cosa terrible y monstruosa que le había atormentado durante toda la comida se apoderó totalmente de él. Se echó con todo su cuerpo sobre la mesa.

— ¡Deje usted eso ahí! — gritó.

Al oír el grito y al darse cuenta de lo que se trataba, Nesvitzki y su otro vecino de la derecha, asustados, se dirigieron vivamente a Pedro.

— ¡Cállese usted! ¿Qué le pasa? — le bisbisearon, inquietos.

Dolokhov, sonriendo, miraba a Pedro con sus ojos claros, alegres y crueles. Parecía decir: «¡Vamos! ¡Esto me gusta!» — Me lo quedo — pronunció claramente.

Pálido, con labios temblorosos, Pedro le arrebató el papel.

— ¡Es usted..., es usted un cobarde! ¡Salga, si quiere algo conmigo! — exclamó, retirando violentamente la silla y levantándose de la mesa.

En el mismo momento que Pedro hacía aquel gesto y pronunciaba aquellas palabras, sintió que la culpabilidad de su mujer, que tanto le atormentaba aquel día, quedaba definitivamente resuelta en sentido afirmativo. La odiaba y se separaría para siempre de ella.

Quedó concertado el desafío.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Pedro y Nesvitzki llegaron al bosque de Sokolniki, donde ya se encontraban Dolokhov, Denisov y Rostov. Pedro ofrecía el aspecto de un hombre preocupado por cosas completamente extrañas al desafío. Su azorado rostro mostraba señales inequívocas de habérsele removido la bilis; parecía no haber dormido. Miraba con expresión distraída todo cuanto le rodeaba y contraía las cejas como si le molestara la luz del sol. Dos cosas le absorbían por completo: la culpabilidad de su mujer, de la cual, tras una noche de insomnio, no dudaba, y la inocencia de Dolokhov, que no tenía motivo alguno para respetar el honor de un extraño como era Pedro para él.

Cuando los sables fueron clavados en la nieve, para indicar el lugar de cada adversario, y las pistolas cargadas, Nesvitzki se acercó a Pedro.

— No cumpliría con mi deber, Conde — le dijo con voz tímida—, ni justificaría la confianza con que me ha distinguido ni el honor que me ha hecho al elegirme como testigo en estos momentos graves, terriblemente graves, si no le dijera toda la verdad. A mi modo de ver, en esta cuestión no hay motivos lo suficientemente serios para llegar al extremo de tener que verter sangre... Se ha mostrado usted demasiado impetuoso; no tiene razón; sufre usted una obcecación...

— Sí, esto es algo terriblemente estúpido.

— Entonces, permítame que transmita sus excusas. Estoy seguro de que su adversario las aceptará de buen grado — dijo Nesvitzki, que, como todos los que intervienen en estas cuestiones, no estaba muy convencido de que las cosas hubieran de terminar fatalmente en un desafío —. Ya sabe, Conde, que es mucho más noble reconocer las propias faltas que llevar las cosas a extremos irreparables. No ha habido ofensa por parte de ninguno. Permítame, pues, que trate de arreglarlo.

— No, ¿por qué? — dijo Pedro —. Así como así, todo vendrá a quedar igual... ¿Está todo a punto? — añadió —. Dígame, se lo ruego, cuándo he de avanzar y cómo he de tirar.

Y en sus labios apareció una sonrisa dulce y contenida. Cogió la pistola y preguntó cómo se disparaba, pues hasta entonces no había tenido nunca un arma en las manos y no quería confesar su ignorancia.

— ¡Ah, sí, sí! ¡Eso es! Lo sabía pero no me acordaba — dijo.

— No hay excusas, es inútil — dijo Dolokhov a Denisov, que también por su parte hacía tentativas de conciliación.

Y se acercó al lugar señalado.

II

Bien, empecemos — dijo Denisov.

— ¿Qué? Preguntó Pedro, sin abandonar su sonrisa.

La situación se hacía insostenible. Era evidente que la cosa no podía detenerse, que marchaba por sí sola, independientemente de la voluntad de los hombres, y que tarde o temprano acabaría por consumarse.

Denisov fue el primero en avanzar hasta la señal y dijo:

— Puesto que los adversarios se niegan a reconciliarse, pueden empezar. Coged las pistolas y al oír la voz de «¡tres!» avanzad... Uno..., dos..., ¡tres! — gritó Denisov con acento irritado, situándose al margen.

Los dos adversarios empezaron a avanzar por el camino indicado, reconociéndose a través de la niebla.

Los adversarios podían disparar cuando les pareciera, mientras avanzaban hacia el límite señalado. Dolokhov andaba lentamente, sin levantar la pistola. Miraba al rostro de su adversario con sus ojos claros, azules y brillantes. En su boca, como siempre, parecía flotar una sonrisa.

—Así, ¿puedo disparar cuando quiera? — preguntó Pedro.

A la voz de «¡tres!», avanzó precipitadamente, apartándose de la línea señalada, caminando por encima de la nieve. Pedro sostenía la pistola con el brazo extendido y parecía como si tuviera miedo de matarse con su propia arma. Mantenía apartada, haciendo un esfuerzo, su mano izquierda, porque sentía impulsos de cogerse la mano derecha, y sabía que esto no podía ser. Cuando hubo dado seis pasos por encima de la nieve, fuera del camino, Pedro dirigió la vista al suelo, lanzó una rápida mirada a Dolokhov y, encogiendo el dedo, tal como le habían enseñado, disparó. Como no esperaba una explosión tan fuerte, tuvo un sobresalto, riéndose a continuación de sí mismo, de su excesiva impresionabilidad; al fin se detuvo. En el primer momento, el humo, muy espeso debido a la niebla, impidióle ver lo que sucedía a su alrededor; sin embargo, el tiro que esperaba oír no sonó. Tan sólo oyó los pasos apresurados de Dolokhov, distinguiendo a su adversario a través de la humareda que se había formado. Dolokhov se apretaba el costado con la mano izquierda y con la otra sostenía la pistola con el cañón apuntando al suelo. Su palidez era muy acentuada.

Rostov corrió hacia él y le dijo alguna cosa.

— No..., no — dijo Dolokhov con los dientes apretados —. No, esto no ha terminado aún.

Todavía dio algunos pasos, tambaleándose, y, al llegar adonde estaba el sable, cayó de bruces sobre la nieve. Tenía la mano izquierda completamente cubierta de sangre. Su rostro estaba amarillo, contraído, y sus labios temblaban.

— Hacedme... —.— empezó a decir, pero hubo de detenerse antes de acabar —, hacedme el favor... — concluyó haciendo un esfuerzo.

A Pedro érale casi imposible contener los sollozos y corrió hacia Dolokhov. Disponíase a atravesar la raya indicadora de los campos fijados, cuando Dolokhov gritó:

— ¡A la raya!

Pedro comprendió de lo que se trataba y se detuvo junto al sable que limitaba su campo. La separación que existía entre uno y otro era de dos pasos. Dolokhov cayó al lado de la nieve, la mordió con avidez, volvió a levantar la cabeza y se incorporó sobre las piernas hasta que pudo sentarse, mientras buscaba un punto resistente donde apoyarse. Se tragaba la nieve. Sus labios temblaban, y al mismo tiempo sonreía; sus ojos brillaban debido al esfuerzo que hacía y la ira que le dominaba. Levantó la pistola y apuntó.

——— ¡Colóquese de perfil! ¡Cúbrase con la pistola! — exclamó Nesvitzki.

— ¡Cúbrase! — dijo Denisov al adversario de su amigo, sin poderse contener.

Pedro, con una sonrisa de lástima y de arrepentimiento flotando en los labios, manteníase derecho ante Dolokhov; indefenso, con las piernas abiertas y los brazos separados del cuerpo, presentaba su amplio pecho, mirando a su rival con mirada triste y compungida.

Denisov, Rostov y Nesvitzki cerraron los ojos. En aquel instante oyeron un disparo y un grito despechado de Dolokhov.

— ¡He errado la puntería! — exclamó, dejándose caer boca abajo sobre la nieve.

Pedro se cogió la cabeza entre las manos y echó a correr hacia el bosque. Corría por la nieve, dejando escapar frases incomprensibles.

— ¡Estúpido...! ¡Estúpido...! ¡La muerte...! ¡La mentira...!—repetía, frunciendo las cejas.

Nesvitzki logró contenerle y le acompañó a su casa.

Rostov y Denisov lleváronse al herido.

Dolokhov yacía en el trineo con los ojos cerrados y no respondía a las preguntas que le dirigían. Pero al entrar en Moscú pareció reanimarse un poco y, alzando la cabeza con gran esfuerzo, cogió la mano de Rostov, sentado a su lado.

La expresión totalmente distinta, entusiasta y tierna del rostro de Dolokhov maravillaba a su amigo.

— ¿Cómo vamos? ¿Cómo estás? — le preguntó Rostov.

— Bastante mal, pero eso no tiene importancia — dijo Dolokhov con voz ahogada —. ¿Dónde estamos?

— En Moscú.

— Ya lo veo. Por mí, nada, pero ella morirá, no podrá resistirlo.

— ¿A quién te refieres? — preguntó Rostov.

— A mi madre, a mi ángel adorado, a mi madre.

Y Dolokhov lloraba mientras apretaba la mano de Rostov.

Cuando estuvo algo calmado contó a Rostov que vivía con su madre y que si ésta le veía morir no lo podría soportar. Rogó a Rostov que fuera a su casa y preparara a su madre.

Rostov adelantóse con el fin de cumplir aquella misión. Con gran extrañeza por su parte, Rostov descubrió que Dolokhov, aquel cínico, aquel pendenciero, vivía en Moscú con su madre anciana y una hermana contrahecha, y que era el más tierno y cariñoso de los hijos y de los hermanos.

III

A la mañana siguiente, cuando el criado le entregó el café, Pedro dormía extendido sobre el diván, con un libro abierto en la mano. Despertóse, miró durante un rato a su alrededor, desorientado, sin darse cuenta de donde estaba.

— La señora Condesa ha preguntado si Su Excelencia estaba en casa — dijo el criado.

No había decidido aún la respuesta que daría, cuando la Condesa, cubierta con una bata de seda blanca bordada en plata y peinada con extrema sencillez — dos enormes trenzas formaban en torno a su bella cabeza una especie de diadema —, entró en el despacho. Se mostraba tranquila y majestuosa; sobre su frente marmórea, ligeramente abombada, parecía flotar, sin embargo, una nube de cólera.

Haciendo alarde de serenidad, no empezó a hablar hasta que el criado hubo cerrado la puerta tras de sí. Habíase enterado de lo del desafío y venía a tratar del asunto.

Pedro la miraba tímidamente, a través de sus lentes, como una liebre acorralada por los perros que, con las orejas en el cogote, permanece agazapada delante de sus enemigos. Pedro trataba de continuar la lectura, pero comprendía que sería grotesco e imposible, y volvía a mirarla tímidamente.

Su mujer permanecía en pie, mirándole con sonrisa desdeñosa, en espera de que el criado cerrara la puerta.

— ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué has hecho? — preguntó con entonación severa.

— ¿Yo? ¿Que qué he hecho yo? — dijo Pedro.

— ¡Ah, se las quiere dar de valiente! Pero, respóndeme, ¿qué significa ese desafío? ¿Qué has querido demostrar con él? ¡Vamos, respóndeme!

Pedro se dejó caer pesadamente en el diván, abrió la boca y no pudo responder.

— Si no puedes responderme, ya lo haré yo — díjole ella —. Crees en todo cuanto te dicen. Te han dicho... —Elena sonrió — que Dolokhov es mi amante — la última palabra la pronunció en francés, recalcándola groseramente —, y tú lo has creído. ¿Y qué has demostrado con todo eso? ¿Qué has conseguido probar con el desafío? Que eres un estúpido. Todo el mundo lo sabe. ¿Y a qué conducirá lo que has hecho? A que yo sea el hazmerreír de todo Moscú, a que todo el mundo diga que tú, estando borracho, has provocado a un hombre del que no tenías motivo alguno para estar celoso —Elena iba alzando la voz poco a poco y se mostraba más animada cada vez — y que vale más que tú en todos los sentidos...

— ¡Hum! — balbuceó Pedro, restregándose los ojos, sin mirar a su mujer y sin moverse.

— ¿Por qué, por qué has creído que era mi amante? ¿Por qué? Acaso porque me gusta estar entre personas, ¿no es así? Si fueras más inteligente y más amable preferiría tu compañía.

— No sigas..., te lo ruego — murmuró Pedro con voz enronquecida.

— ¿Por qué he de callar? Estoy en mi derecho al decir, y lo diré muy alto, que habría muy pocas mujeres que con un marido como tú no tuvieran un amante. Yo, en cambio, no lo tengo.

Pedro hacía esfuerzos por hablar; miraba a su mujer con ojos extraños, cuya expresión ella no acertaba a comprender. Luego volvió a tumbarse en el diván.

En aquel momento sufría físicamente. Sentía una opresión en el pecho, no podía respirar. No dudaba que para acabar con aquel sufrimiento debía hacer alguna cosa, pero lo que deseaba hacer era demasiado terrible.

— Es mejor que nos separemos — dijo con voz ahogada.

— Nos separaremos si quieres, pero ha de ser a condición de que me des lo que me pertenece — díjole Elena ——. ¡Separarnos! ¿Tratas de infundirme miedo con eso?

Pedro saltó del diván y tambaleándose se acercó a su mujer.

— ¡Te mataré! — gritó, arrancando, con fuerza para ella desconocida e insospechada, el mármol de la mesa.

Pedro alzó el mármol en el aire y dio un paso hacia ella.

El rostro de la joven adoptó una expresión terrible. Dio un grito y se echó hacia atrás. La sangre de su padre se manifestaba ahora en Pedro; dominábale en aquel instante la exaltación y el goce del furor. Arrojó el mármol contra el suelo, rompiéndose en dos pedazos. Con los brazos extendidos se acercó a Elena y le gritó: «¡Vete!», con voz tan terrible que toda la casa se estremeció al oírle.

Dios sólo sabe lo que hubiera hecho si Elena no llega a salir huyendo del despacho.

Una semana más tarde, Pedro remitía a su mujer poderes para administrar todas las haciendas de la Gran Rusia, cesión que equivalía a más de la mitad de su fortuna. Hecho esto, Pedro dirigióse a San Petersburgo.

IV

Dos meses habían transcurrido desde que en Lisia—Gori se habían recibido noticias de la batalla de Austerlitz y de la desaparición del príncipe Andrés. A pesar de todas las cartas cursadas por mediación de la Embajada, a pesar de todas las pesquisas, su cadáver no había podido ser hallado, ni tampoco su nombre figuraba en la lista de prisioneros.

Lo terrible para su familia era que aún tenía la esperanza de que hubiese sido recogido en el campo de batalla y que se encontrase convaleciente, o tal vez moribundo, solo entre extraños, sin posibilidad de enviar noticias suyas. Los periódicos, por los cuales el viejo Príncipe se había enterado de la batalla de Austerlitz, decían, con palabras breves e imprecisas, como de costumbre, que los rusos, después de brillantes combates, habíanse visto obligados a retirarse y que la retirada se había efectuado con el orden más perfecto. El viejo Príncipe comprendió, por aquella noticia oficial, que los rusos habían sido aniquilados. Una semana después de recibir el periódico con la noticia, el viejo Príncipe recibió una carta de Kutuzov dándole cuenta de la hazaña de su hijo.

«Su hijo — decía la carta —, ante mis ojos, ante el regimiento entero, ha caído con la bandera en la mano, como un héroe digno de su padre y de su patria. Con harto dolor por parte mía y de todo el ejército, debo decirle que actualmente no se sabe si vive o ha muerto. Deseo creer, igual que usted, que su hijo vive aún, pues de otro modo sería mencionado entre los oficiales hallados en el campo de batalla que indica el registro que me han remitido los parlamentarios.» El viejo Príncipe recibió aquella noticia muy tarde, cuando se encontraba solo en su gabinete de trabajo. Al día siguiente, como de costumbre, salió para dar su paseo matinal. Mostróse ante el mayordomo y el jardinero con expresión taciturna, y, pese a poner cara de pocos amigos, no riñó a nadie.

Cuando, a la hora usual, la princesa María entró en la habitación de su padre, el viejo Príncipe permanecía de pie junto al torno, trabajando, pero, contra su costumbre, no se volvió al oírla entrar.

— ¡Ah, Princesa! — exclamó de pronto con la mayor naturalidad.

Abandonó el torno y la rueda continuó girando por su propia inercia. Mucho tiempo después, aún recordaba la princesa María el chirriar, que se debilitaba por momentos, de la rueda. Y este chirrido se confundía en su memoria con todo lo que sucedió a continuación.

— ¡Padre! ¿Andrés? — exclamó aquella joven tan poco favorecida por la Naturaleza, con tal tristeza y un olvido tan completo de ella misma, que a su padre le fue imposible sostener la mirada, volviendo la cabeza hacia otro lado, sollozando.

—He recibido noticias. No se encuentra entre los prisioneros ni entre los muertos. Kutuzov me escribe — dijo con voz estridente, como si quisiera alejarla —. ¡Ha muerto!

La Princesa no se desplomó ni se desmayó. Pálida, desencajada, al oír aquellas palabras, la expresión de su rostro cambió. En sus bellos ojos brilló algo, como si una especie de alegría, una alegría superior; independiente de las tristezas y de las alegrías de este mundo, flotara por encima del profundo dolor que latía en su corazón. Olvidóse del miedo que le inspiraba su padre; se le acercó, tomó su mano y, tirando de él, se abrazó a su descarnado cuello, surcado de venas.

— ¡Padre, no te apartes! Lloremos los dos — dijo.

— ¡Bandidos! ¡Cobardes! — exclamó el viejo desviando la vista —. ¡Perder un ejército! ¡Perder a todos sus hombres! ¿Por qué? Ve y díselo a Lisa.

Cuando María regresó de hablar con su padre, la pequeña Princesa estaba ocupada en su labor. Su rostro tenía aquella expresión particular, eco de una serenidad que únicamente se da en las mujeres próximas a ser madres. Miró a la princesa María, pero sus ojos no la veían, sino que permanecían contemplando un no sé qué beatífico y misterioso que acontecía dentro de ella.

— María... — dijo alejándose de la rueca —. Pon la mano aquí. — Cogió la mano de la Princesa y la colocó sobre su vientre. Sus ojos reían. Su labio superior, más corto que el otro, cubierto de una especie de bozo, dábale una expresión infantil y feliz.

La princesa María cayó de rodillas a los pies de su cuñada y escondió el rostro entre los pliegues de su vestido.

— ¿No lo notas? ¿No lo notas? ¡Me parece una cosa tan insólita! ¡Cómo lo voy a querer!—dijo Lisa mirando a su cuñada con ojos brillantes y felices.

La princesa María no podía levantar la cabeza. Estaba llorando.

— ¿Qué te ocurre, Macha?

— Nada... No lo sé, estoy triste... Triste por Andrés —dijo, enjugándose las lágrimas en las rodillas de su cuñada.

Durante aquella mañana, la princesa María intentó varias veces preparar a su cuñada, pero siempre echábase a llorar. Aquellas lágrimas turbaban a la pequeña Princesa, que no comprendía la razón de ellas. Guardaba silencio, mirando, inquieta, a su alrededor, como si buscara alguna cosa. El viejo Príncipe, a quien temía tanto, entró en el aposento antes de comer. Parecía trastornado y se marchó sin decir una palabra. Lisa miró a la princesa María y quedóse pensativa, con aquella expresión de sus ojos que parecían mirar hacia dentro. De pronto echóse a llorar.

— ¿Se han recibido noticias de Andrés? — preguntó.

— No; ya sabes que no han podido llegar, pero nuestro padre se inquieta por ello y esto es terrible para mí.

— Así. ¿No hay nada?

— Nada — repuso la princesa María mirando fijamente a su cuñada con sus ojos resplandecientes.

Había decidido no decirle nada y tratar de convencer a su padre de que ocultara la terrible noticia a su nuera hasta después del parto, que tendría lugar al cabo de pocos días.

V

Querida — dijo la pequeña Princesa la mañana del l9 de marzo, después de almorzar, y su labio superior, cubierto de bozo, se le levantó como de costumbre. Pero como la casa rezumaba tristeza desde que se recibiera la terrible noticia, la sonrisa de la pequeña Princesa, que obedecía a la impresión general de ignorancia de la causa, resultaba tan singular que hacía resaltar más la tristeza del ambiente —. Querida, temo que el almuerzo me haya hecho daño.

— ¡Cómo! ¿Qué tienes? Estás amarilla..., amarilla del todo — dijo espantada la princesa María acercándose con su pesado andar a su cuñada.

— Excelencia, ¿y si hiciéramos venir a María Bogdanovna? — preguntó una criada que se encontraba en la estancia.

María Bogdanovna era una comadrona del pueblo vecino, que desde hacía dos semanas estaba instalada en Lisia—Gori.

— Sí — repuso la princesa María —, tal vez sería lo mejor. Ya iré yo a buscarla. ¡No tengas miedo, querida!

Besó a Lisa y se dispuso a salir de la habitación.

— No, es el estómago... Dile que es el estómago; díselo, María.

Y la pequeña Princesa lloraba como un chiquillo que sufre, caprichosamente, e incluso con cierta exageración retorcíase las manos hasta hacer que crujiesen sus dedos. La Princesa salió de la habitación para ir a buscar a la comadrona.

— ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Oh...! — oía decir a la pequeña Princesa mientras se alejaba.

La comadrona le salió al paso. La expresión de su rostro era grave y tranquila mientras se frotaba las manos, blancas y regordetas.

— María Bogdanovna, creo que la cosa ha empezado — dijo la princesa María a la comadrona con ojos asustados.

— ¡Alabado sea Dios, Princesa! — repuso María Bogdanovna lentamente —. Usted, que es una muchacha, no tiene necesidad de saber de estas cosas.

— Sí, pero ¿cómo nos las arreglaremos? El doctor de Moscú no ha llegado todavía — dijo la Princesa.

Con el fin de satisfacer el deseo de Lisa y Andrés, habían llamado a un especialista de Moscú y esperaban su llegada de un momento a otro.

— La cosa no tiene importancia, Princesa; no os preocupéis, que aun sin médico todo saldrá bien — dijo María Bogdanovna.

Cinco minutos más tarde, la Princesa, desde su habitación, oyó arrastrar algo muy pesado. Abrió la puerta y vio a unos criados que trasladaban al dormitorio el diván de cuero del despacho del príncipe Andrés. La cara de los hombres que lo llevaban tenía una expresión solemne y tranquila. La princesa María permaneció sola en su habitación y escuchaba todos los ruidos de la casa. De vez en cuando, al oír los pasos de alguien que pasaba por delante de su puerta, María abría y miraba lo que se hacía en el pasillo.

Los criados iban de un lado a otro con ligero paso; miraban a la Princesa y se volvían. La joven no se atrevía a preguntarles nada; volvía a cerrar la puerta y se sentaba. Tan pronto cogía un libro de oraciones como se arrodillaba ante las imágenes. Con harta pena y no menos extrañeza comprobaba que sus plegarias no la aligeraban del peso de su emoción. De pronto la puerta de la habitación empezó a abrirse poco a poco y en el umbral apareció una vieja criada envuelta en un chal. Era Prascovia Savichna, que, por prohibición del Príncipe, casi nunca entraba en el aposento de la joven.

— He venido a hacerte un poco de compañía, Machenka, y he traído los cirios del casamiento del Príncipe para encenderlos delante de la santa imagen — dijo la vieja criada suspirando.

—¡Cuánto te lo agradezco!

— ¡Que Dios te proteja, paloma mía!

La vieja encendió el cirio y lo colocó ante las imágenes, sentándose luego cerca de la puerta a hacer calceta. La Princesa cogió un libro y empezó a leer. Pero cuando oía pasos o voces, adoptaba, con la mirada extraviada, un gesto interrogador, mientras la criada contemplábala con expresión tranquila.

El sentimiento que experimentaba la princesa María derramábase por todos los rincones de la casa. Como la tradición dice que cuantos menos saben que una mujer está en los dolores del parto menos padece la parturienta, todos hacían ver que lo ignoraban. Nadie hablaba de ello, pero todos, por encima de la gravedad y respeto ordinarios, que eran la regla en casa del Príncipe, demostraban una atención general, un entretenimiento profundo, al mismo tiempo que les dominaba la convicción de que un grande e incomprensible acontecimiento se estaba consumando.

No se oían risas en la habitación perteneciente a las criadas; los criados permanecían sentados, en silencio, en espera de alguna cosa. El viejo Príncipe se paseaba por su despacho, y de vez en cuando enviaba a Tikhon a preguntar a María Bogdanovna si había alguna novedad. «Di que el Príncipe te ha enviado a preguntar, y ven a darme la respuesta.» — Di al Príncipe que el parto ha empezado — respondía María Bogdanovna mirando al criado con expresión grave.

Tikhon salía y llevaba la respuesta al Príncipe.

— Bien — respondía el Príncipe cerrando la puerta tras de sí.

Tikhon no oía el más pequeño ruido dentro del despacho.

Algo más tarde entró Tikhon con el pretexto de arreglar las bujías. El Príncipe se había tendido en el diván. Tikhon le miró y, al darse cuenta de la expresión trastornada de su rostro, se le acercó poco a poco y le besó el hombro, saliendo sin despabilar las bujías y sin decir el motivo por el cual había entrado.

El misterio más solemne del mundo estaba en vías de cumplirse.

Transcurrió la tarde, vino la noche, y la sensación de la espera ante lo incomprensible no disminuía, sino que, por el contrario, aumentaba. Nadie dormía en la casa.

Era una de aquellas noches de marzo en que el invierno parece que quiere recuperar sus fueros y arroja con rabia las últimas nieves y desata los últimos temporales.

Había sido enviado un carruaje hasta el límite de la carretera para recibir al doctor alemán de Moscú; pero como éste no podía pasar de allí, unos hombres, provistos de faroles, avanzaron hasta el recodo del camino para acompañarle.

Hacía tiempo que la princesa María había dejado el libro de oraciones. Sentada, en silencio, permanecía con sus brillantes ojos fijos en el arrugado rostro de la criada que conocía en todos sus detalles, en el mechón de cabellos grises que le salía por debajo del pañuelo y en las profundas arrugas que le atravesaban el cuello.

La vieja criada, con las agujas de hacer calceta entre los dedos, contaba, sin darse cuenta ella misma de lo que decía, historias relatadas centenares de veces: cómo la difunta Princesa había dado a luz a la princesa María en Kishinev, asistida por una campesina moldava. «Si Dios lo quiere, los médicos no son necesarios.» De súbito, una fuerte ráfaga de viento chocó contra los cristales, abrió las ventanas mal cerradas, hinchó la cortina y arrojó dentro de la estancia un puñado de nieve, apagando la luz. La princesa María se estremeció. La criada dejó la labor que estaba haciendo, se acercó a la ventana y, asomándose, trató de cerrar los postigos de la parte de afuera. El viento helado agitaba la punta de su pañuelo y el mechón de cabellos grises.

— Princesa, por el camino viene gente con faroles... Debe de ser el médico — añadió, cerrando los postigos sin echar la falleba.

— ¡Dios sea loado! — exclamó la princesa María —. Vamos a recibirle; no habla ruso.

La princesa María se echó sobre los hombros un chal y corrió a recibir al que llegaba. Al atravesar la sala vio por la ventana varias luces y un coche bajo el porche del portal. Corrió hacia la escalera.

En ésta había una candela, que el viento hacía estremecer. Felipe, el mayordomo, en cuyo rostro se retrataba una expresión de miedo, estaba más abajo, en el primer rellano, con un cirio en la mano. Al final, en la entrada, oíanse los pasos precipitados de una persona calzada con botas forradas y una voz que la princesa María creyó reconocer. La voz decía:

— ¡Gracias a Dios! ¿Y mi padre?

— En la cama — respondió la voz de Damián, el criado, que se encontraba en la entrada.

La voz conocida pronunció algunas otras palabras y el ruido de pasos fue acercándose.

«¡Es Andrés! — pensaba la princesa María —. Pero no, no es posible. Sería demasiado extraordinario.» Y en aquel mismo instante apareció en el rellano, donde esperaba el mayordomo con la candela, el príncipe Andrés, con el cuello de su abrigo cubierto de nieve. Sí, era él, pero pálido, delgado, con una expresión distinta, de una rigidez extraordinaria, trastornado por completo. Subió la escalera y abrazó a su hermana.

— ¿No has recibido ninguna carta mía? — preguntó. Sin esperar respuesta, que no podía obtener, debido a que la Princesa había quedado como muda, volvióse y con el médico que marchaba tras él (se habían encontrado en la última parada) continuó subiendo con paso ligero, abrazando otra vez a su hermana.

— ¡Qué suerte, querida Macha!

Y, quitándose el abrigo y las botas, se dirigió a la habitación de su mujer.

VI

Le pequeña Princesa, que tenía puesta una cofia blanca, estaba tendida entre almohadones; los dolores habían cesado poco antes. Sus negros rizos le caían alrededor del rostro, que la fiebre cubría de sudor. Su boca, pequeña y graciosa, estaba entreabierta; sonreía, animada. El príncipe Andrés entró en el aposento y se detuvo ante ella, al pie del diván.

Los brillantes ojos de Lisa, que miraban asustados y llenos de emoción, como los de un niño, se posaron sobre su marido sin cambiar de expresión: «Os quiero a todos y no hice mal a nadie; ¿por qué he de sufrir tanto, pues? ¡Ayudadme!», parecían decir. Veía a su marido, pero no comprendía lo que significaba su presencia allí.

El príncipe Andrés le besó la frente.

— No tengas miedo, corazón — nunca le había dicho esta palabra —. Dios será misericordioso.

Ella le miraba con aire interrogador, infantil, como reconviniéndole.

«Yo esperaba que tú me ayudarías, ¡y no lo haces! », decían sus ojos. No se extrañaba de su regreso. No comprendía lo sucedido. Aquel regreso no tenía relación alguna con sus dolores ni con el remedio que los podría calmar.

Y los dolores comenzaron de nuevo. María Bogdanovna aconsejó al príncipe Andrés que saliera de la habitación.

Entró el médico. El príncipe Andrés salió y hallóse con la princesa María. Comenzaron a hablar en voz baja, pero la conversación deteníase a cada momento. Callaban y escuchaban.

— Vuelve allí — dijo la princesa María.

El príncipe Andrés volvió cerca de su mujer. En la espera, sentóse en una habitación contigua. Del aposento de la pequeña Princesa salió una mujer con rostro asustado, y al ver al príncipe Andrés quedóse confusa. Él escondió su cara entre las manos y permaneció algunos momentos en esta posición. A través de la puerta llegaban gemidos de un dolor animal. El príncipe Andrés se levantó y se dirigió a la puerta con ánimo de abrirla. Alguien le detuvo.

— No se puede pasar. No se puede pasar — dijo una voz asustada.

El Príncipe se puso a dar paseos por la habitación.

Los gritos cesaron. Transcurrieron unos segundos. De pronto, un terrible grito — no era ella; ella no podía gritar de aquella manera — estalló en el aposento contiguo. El Príncipe corrió hacia la puerta. Solamente oíase el llanto de un niño.

«¿Por qué han traído un chiquillo? — pensó de momento el príncipe Andrés —. ¿Una criatura? ¿Cuál? ¿Por qué está allá? ¿Es un recién nacido?' Y de súbito comprendió todo el gozoso significado de aquel grito. Las lágrimas le ahogaban. Se apoyó en el marco de la ventana y echóse a llorar como un niño. La puerta se abrió. El doctor, en mangas de camisa, arremangado, pálido, temblorosa la barba, salió de la habitación tambaleándose. El príncipe Andrés se le acercó. El médico le miró tristemente y pasó ante él sin decirle nada.

Salió una mujer. Al darse cuenta de la presencia del Príncipe, se detuvo perpleja en el umbral de la puerta. El Príncipe entró en el aposento de su mujer. Estaba muerta, tendida tal como la viera cinco minutos antes. Y a despecho de la inmovilidad de su mirada y de la palidez de sus mejillas, en su bonito rostro, casi infantil, de labio corto sombreado de bozo, se reflejaba la misma expresión.

«Os quiero a todos y no hice daño a nadie; ¿qué habéis hecho conmigo?», parecía decir su bello rostro, triste y sin vida.

En un rincón de la estancia, una forma pequeña, rosada, que sostenían las manos blancas y temblorosas de María Bogdanovna, respiraba y prorrumpía en agudos gritos.

Dos horas más tarde, el príncipe Andrés, con lento paso, penetraba en el despacho de su padre. El anciano estaba ya enterado de todo lo ocurrido. Se hallaba en pie, cerca de la puerta, y, en cuanto vio a su hijo, le enlazó el cuello silenciosamente, con sus manos duras como tenazas, y lloró como un niño. Los funerales de la pequeña Princesa celebráronse tres días más tarde. El príncipe Andrés, de pie en las gradas del catafalco, le daba el último adiós. En el ataúd, el rostro, a pesar de tener los ojos cerrados, continuaba diciendo: «¡Ah! ¿Qué me habéis hecho?» Y el príncipe Andrés sentía que algo se desgarraba en su alma y que era culpable de alguna desgracia irreparable e inolvidable. No podía llorar. El viejo Príncipe también subió al catafalco y besó una de las manitas de cera, que permanecían inmóviles una encima de otra. También a él le decía el rostro de la pequeña Princesa: «¿Por qué se han portado así conmigo?» Y al darse cuenta de este reproche, el viejo volvióse con visible enojo. Cinco días después bautizaron al pequeño príncipe Nicolás Andreievitch. La nodriza sujetaba la envoltura, mientras el sacerdote ungía, con una pluma, las encarnadas y arrugadas palmas de las manitas y la planta de los pies.

Era padrino el abuelo, quien, temeroso de que se le cayese el chiquitín, lo llevó temblando hasta la pila bautismal, donde lo entregó a la madrina, la princesa María. El príncipe Andrés, presa de un terrible miedo de que ahogaran al niño, permanecía en el aposento contiguo, esperando el fin de la ceremonia. Cuando la vieja criada le trajo el bebé, le miró con gozo, inclinando la cabeza en señal de aprobación cuando la anciana le contó que el pedazo de cera echado a la pila — en el que se habían pegado unos cabellos del niño — había flotado.

VII

La participación de Rostov en el desafío de Dolokhov y Pedro quedó oculta gracias a las gestiones del anciano Conde, y Rostov, en lugar de ser degradado como esperaba, fue nombrado ayudante de campo del general gobernador de Moscú. Por este motivo no pudo ir al campo con su familia y pasó todo el verano en Moscú.

Dolokhov se repuso y Rostov estrechó sus lazos de amistad con él, sobre todo durante la convalecencia. Dolokhov había pasado todo el tiempo que duró su curación en casa de su madre, que le quería apasionadamente. La anciana María Ivanovna, que apreciaba mucho a Rostov a causa de la amistad que le unía a su hijo, siempre le hablaba de éste.

— Sí, Conde, tiene demasiado noble el corazón y demasiado pura el alma para vivir en este mundo actual, tan depravado — decía —. Nadie tiene en aprecio la virtud, porque, vamos a ver, dígame: ¿es honesto lo que ha hecho Bezukhov? Mi Fedia, llevado por su buen natural, le quería, y ni ahora dice nada contra él. ¿No se burlaron de la policía juntos en San Petersburgo? Pues a Bezukhov no le ocurrió nada y mi hijo cargó con todas las consecuencias. ¡Y lo que ha tenido que aguantar! Claro que le rehabilitaron, ¡pero cómo no lo habían de hacer si estoy segura de que hijos de la patria tan valerosos como él existen muy pocos! ¡Y ahora este desafío! Estos hombres desconocen lo que es el honor. ¡Provocarle sabiendo que es único hijo y hacerle blanco de ese modo...! Pero Dios ha querido guardármelo. Y total, ¿por qué? ¿Quién se ve libre de intrigas en estos tiempos? ¿Y qué culpa tiene mi hijo si el otro tiene celos...? Comprendo que desconfiara..., pero el asunto ya tiene un año de duración... Y vamos..., lo provocó suponiendo que Fedia no aceptaría el reto porque le debe dinero. ¡Ah, cuánta vileza! ¡Cuánta cobardía! Veo, Conde, que comprende a mi hijo; por eso le quiero con todo mi corazón. Le comprenden muy pocos. ¡Tiene un gran corazón y un alma muy pura!

A menudo, durante su convalecencia, Dolokhov decía cosas a su amigo que éste jamás hubiera sospechado oír de sus labios.

— Me creen malo, y lo sé — decía —. Pero me es igual. No quiero conocer a nadie excepto a los que aprecio, y a éstos les quiero tanto que hasta daría la vida por ellos; a los demás, los pisotearía si los hallara en mi camino. Tengo una madre inapreciable, que adoro, dos o tres amigos (tú uno de ellos), y en cuanto a los otros poco me importa que me sean útiles o perjudiciales. Y casi todos estorban, las mujeres las primeras. Sí, amigo mío; he tropezado con hombres enamorados, nobles y elevados, pero mujeres, salvo las que se venden (condesa o cocinera, que para el caso es lo mismo), no he hallado ninguna. Todavía no me ha sido dado hallar la pureza celestial, la devoción que busco en la mujer. Si hallara una, le daría mi vida. Y las demás... — hizo un gesto despreciativo —. Puedes creerme que si aún me interesa la vida es porque espero hallar a esa criatura divina que me purificará, me regenerará, me elevará. Pero tú no puedes comprender esto...

— Lo comprendo muy bien — dijo Rostov, que se hallaba bajo la influencia de su nuevo amigo.

La familia Rostov regresó a Moscú en otoño. Denisov volvió durante el invierno y permaneció una temporada en la ciudad.

Los primeros meses del invierno de l806 fueron muy felices para Rostov y su familia.

Nicolás llevaba a muchos jóvenes a la casa de sus padres. Vera era una bella muchacha de veinte años. Sonia, una jovencita de dieciséis, con todo el esplendor de una flor acabada de abrir. Natacha, ni capullo ni mujer, tan pronto con zalamerías de niña como con el encanto de una mujercita.

Durante aquella época, la casa de los Rostov estaba saturada de una atmósfera de amor, como suele acontecer en la casa donde hay muchachas bonitas.

Todos los jóvenes que acudían a casa de los Rostov, al contemplar aquellos rostros jóvenes, móviles, sonrientes a cualquier cosa — probablemente a su misma felicidad —, al ver aquel animado movimiento, al oír aquel charloteo inconsecuente pero tierno para todos, al oír las canciones y la música, sentían la misma atracción del amor, el mismo deseo de felicidad que experimentaban los jóvenes habitantes de la casa de los Rostov.

Entre los jóvenes que Nicolás había presentado en primer lugar se hallaba Dolokhov, que gustó a toda la familia excepto a Natacha. A causa de Dolokhov se peleó con su hermano. Ella decía que se trataba de una mala persona y que en el desafío con Bezukhov la razón estaba de parte de éste y no de Dolokhov, a quien consideraba como único culpable, y además le hallaba desagradable y lleno de pretensiones.

— Sí, sí, todo lo que quieras, pero es malo — decía Natacha obstinadamente —, es malo; no tiene corazón. Tu Denisov sí que me gusta; es un calavera y no sé cuántas cosas más, pero aun así me gusta. No sé cómo decírtelo: en Dolokhov, todo está calculado, y esto no lo puedo aguantar, mientras que en Denisov...

— Denisov es otra cosa — replicó Nicolás como dando a entender que Denisov, comparado con Dolokhov, no era nada —. Es preciso verle al lado de su madre. ¡Tiene un gran corazón!

— Eso no lo sé; pero es un hombre que no me gusta. ¿Ya sabes que está enamorado de Sonia?

— ¡Qué estupidez...!

— Estoy convencida. Ya lo verás.

Lo que dijo Natacha se realizaba.

Dolokhov, que no era aficionado a la compañía de mujeres, empezó a frecuentar asiduamente la casa de los Rostov, y la pregunta ¿a qué debe venir? fue muy pronto contestada, a pesar de que nadie hablase de ello. Iba por Sonia. Y Sonia, sin confesárselo a sí misma, lo sabía, y cuando entraba Dolokhov enrojecía como una amapola.

Dolokhov se quedaba muy a menudo a cenar en casa de los Rostov, no perdía ningún espectáculo a los que éstos asistían y asimismo frecuentaba los bailes de adolescentes en casa de Ioguel, donde acudían siempre los Rostov. Mostraba una deferencia especial para con Sonia, y la miraba con tal expresión que no sólo ella no podía resistir aquella mirada, sino que la misma Condesa y Natacha enrojecían al sorprenderla.

Se veía muy claramente que aquel hombre frío, raro, se hallaba bajo el influjo invencible que sobre él ejercía la jovencita, morena, graciosa, enamorada de otro.

Rostov observó que algo ocurría entre Dolokhov y Sonia, pero no sabía definir de qué se trataba. «Están enamoradas de uno o de otro», pensaba de Sonia y de Natacha. Pero no sentía la misma libertad que antes cuando se hallaba en compañía de Sonia y Dolokhov, y ya no permanecía tanto en su casa.

Pasado el otoño de l806, todo el mundo hablaba, aún con más ardor que el año anterior, de una nueva guerra con Napoleón. Se había decidido el alistamiento de diez regimientos de reclutas, y, por si ello no fuera suficiente, se tomaban nueve reclutas más por cada mil campesinos. Por todos lados se maldecía a Bonaparte, y en Moscú no se hablaba de otra cosa que de la futura guerra.

Para la familia Rostov, todo el interés de esos preparativos guerreros se resumían en que Nicolás no quería permanecer en Moscú en modo alguno, y sólo esperaba que Denisov terminara su licencia para marchar con él a su regimiento, pasadas las fiestas. Su partida no le vedaba el divertirse, antes por el contrario, le excitaba más. Pasaba la mayor parte del tiempo en cenas, fiestas y bailes.

VIII

El tercer día de las fiestas navideñas, Nicolás quedóse a comer en su casa, cosa que muy pocas veces hacía durante aquella última temporada. Se trataba de la cena oficial de despedida, ya que él y Denisov partían después de la Epifanía, para incorporarse a su regimiento. Asistían unos veinte invitados, entre los que se hallaba Dolokhov.

Nunca la atmósfera del amor se había hecho sentir con tanta fuerza en casa de los Rostov como durante aquellas Navidades. «¡Toma el momento de felicidad, obliga a amar y ama tú también! Ésta es la única verdad de este mundo. Todo lo demás son tonterías. Y aquí solamente nos ocupamos de amar», decía aquella atmósfera.

Rostov, después de haber hecho cansar a dos caballos sin poder llegar, como siempre, donde precisaba, llegó a su casa en el instante de sentarse a la mesa. Al entrar observó y sintió la amorosa atmósfera de la casa, pero también descubrió una especie de inquietud que reinaba entre algunos de los allí reunidos.

Sonia, Dolokhov, la anciana Condesa y Natacha también se hallaban particularmente trastornados. Nicolás comprendió que antes de la comida había ocurrido algo entre Sonia y Dolokhov, y con la delicadeza de corazón que le distinguía procuró portarse con uno y otra, durante la cena, con todo el afecto posible. Aquella misma noche, en casa de Ioguel — el profesor de danza — se daba el acostumbrado baile de Navidad, al que asistían los discípulos.

— Nikolenka, ¿irás a casa de Ioguel? Ven con nosotros, por favor; te invito yo especialmente. Basilio Dmitrich — Denisov — también vendrá — dijo Natacha.

— ¿Dónde no iría yo si la Condesa me lo ordenaba? — dijo Denisov, que por pura chanza, entraba en casa de los Rostov como caballero de Natacha —. Estoy dispuesto a bailar el paso del chal.

— Si puedo, sí. Me he comprometido con los Ankharov. Tienen soirée — dijo Nicolás —. ¿Y tú? — preguntó a Dolokhov; y al formular la pregunta comprendió que hubiera hecho mejor en callarse.

— Sí, tal vez sí — contestó fríamente y con disgusto Dolokhov mirando a Sonia; después, con las cejas contraídas, dirigió a Nicolás la misma mirada que había lanzado a Pedro durante la comida del club.

«Ha ocurrido algo», pensó Nicolás. Y su suposición se confirmó al ver que Dolokhov marchaba inmediatamente después de cenar. Entonces preguntó a Natacha lo que había sucedido.

—Dolokhov se ha declarado a Sonia. Ha pedido su mano — contestóle Natacha.

Nicolás, en aquellos últimos tiempos, habíase olvidado mucho de Sonia, pero al oír a su hermana sintió que algo se le desgarraba en su interior. Dolokhov era un partido aceptable, y hasta brillante, para Sonia, huérfana y sin dote. Desde el punto de vista de la anciana Condesa y de la sociedad, no existía ningún motivo para rechazar la petición. Por ello, su primer impulso fue de cólera por la negativa de Sonia. Iba a decir: «Hay que olvidar las promesas que uno hace cuando es niño; y es preciso aceptar las peticiones... », pero no tuvo tiempo de decir nada.

— ¿Y sabes qué ha contestado ella? Pues que no; tal como lo oyes. Le ha dicho que estaba enamorada de otro — añadió después de un instante de silencio.

«Claro, Sonia no podía obrar de otra manera», pensó Nicolás.

— Mamá ha insistido mucho, pero ella ha dicho que no y que no, y yo sé que nadie le hará cambiar de parecer; cuando ella se pone de esta manera...

— ¿Mamá ha insistido? — preguntó Nicolás con tono de reconvención.

— Sí — contestó Natacha —; mira, Nicolás, no te lo tomes a mal, pero yo sé que nunca te casarás con Sonia. No sé por qué, pero estoy convencida de ello.

—¡Oh! Tú no puedes saber nada...—dijo Nicolás—. Pero he de hablar con ella... ¡Sonia es una criatura deliciosa! — añadió sonriendo.

— Tiene mucho corazón. Le voy a decir que venga. —Y Natacha abrazó a su hermano y alejóse corriendo.

Unos minutos más tarde, Sonia, asustada, avergonzada, con aire de culpable, se presentaba ante Nicolás. Acercósele éste y le besó la mano. Era la primera vez que estaban a solas desde el regreso de Nicolás.

— Sonia — le dijo tímidamente; luego fue excitándose poco a poco —, si quieres rechazar un buen partido, un brillante partido, y hasta conveniente, porque es un buen muchacho, noble, amigo mío...

Sonia le interrumpió:

— Le dije ya que no.

— Si lo haces por mí, temo que...

Sonia volvió a interrumpirle. Le miró con expresión suplicante, asustada.

— Nicolás, no digas eso.

— Te lo tengo que decir. Tal vez es presuntuoso por mi parte, pero te lo tengo que decir. Si es por mí por lo que le dices que no, yo he de confesarte la verdad: te quiero, tal vez eres lo que quiero más...

—Con eso tengo bastante — dijo Sonia ruborizándose.

— No. Me he enamorado miles de veces y probablemente volveré a hacerlo; aunque solamente guardo para ti ese sentimiento compuesto de amistad, confianza y amor. También hemos de pensar que soy muy joven. Mamá se opone a nuestro matrimonio. En una palabra: yo no puedo prometerte nada, y te ruego que reflexiones sobre la pretensión de Dolokhov — dijo Nicolás, pronunciando con pena el nombre de su amigo.

— No digas eso. Yo no quiero nada. Te quiero como a un hermano. Te querré siempre, y no deseo otra cosa.

— ¡Eres un ángel! Me siento indigno de ti. Pero tengo miedo a engañarte.

Y Nicolás volvió a besarle la mano.

QUINTA PARTE

I

Avivábase la guerra y su teatro se acercaba a la frontera rusa.

En todas partes se oían maldiciones contra el enemigo del género humano, Bonaparte. De los pueblos donde eran reclutados los soldados y del teatro de la guerra llegaban noticias diversas, como siempre; falsas y, por tanto, interpretadas diferentemente.

Las vidas del príncipe Bolkonski, del príncipe Andrés y de la princesa María habían cambiado mucho a partir de l805.

En l806, el anciano Príncipe había sido nombrado uno de los ocho generales en jefe de las milicias formadas en toda Rusia. El anciano Príncipe, a despecho de la debilidad propia de sus años, debilidad que se había acentuado mientras creyó que su hijo había muerto, decía que no cumpliría con su deber si se negaba a desempeñar una función a cuyo ejercicio había sido llamado por el mismo Emperador. Aquella nueva actividad que se abría ante él le excitaba y le daba fuerzas. Viajaba siempre por las tres provincias que le habían sido confiadas; llevaba su cometido hasta la pedantería; se mostraba severo hasta la crueldad con sus subordinados y quería conocer personalmente hasta los más pequeños detalles.

La princesa María había cesado de tomar lecciones de matemáticas de su padre, y sólo cuando él estaba en casa, por la mañana, iba al despacho acompañada del ama y del pequeño Nicolás, como le llamaba el abuelo. El pequeño vivía con el ama y la vieja criada Savichna, en las habitaciones de la Princesa difunta, y la princesa María pasaba la mayor parte del tiempo en el cuarto del niño, esforzándose tanto como podía en hacer de madre de su sobrino.

Mademoiselle Bourienne también parecía querer apasionadamente al pequeño, y, muy a menudo, la princesa María, violentándose, cedía a su amiga el placer de mecer al «angelito», como llamaba a su sobrinito, y de entretenerlo.

Cerca del altar de la iglesia de Lisia—Gori se elevaba una capilla sobre la tumba de la pequeña Princesa, y en ella se había erigido un monumento de mármol, enviado de Italia, que representaba a un ángel con las alas desplegadas, en actitud de subir al cielo. Aquel ángel tenía el labio superior un poco levantado, como si fuera a sonreír, y un día, el príncipe Andrés y la princesa María, al salir de la capilla, confesaron que era extraño, pero que la cara de aquel ángel les recordaba a la difunta. Pero lo que era aún más extraño, y que el príncipe Andrés no dijo a su hermana, fue que en la expresión que el artista había dado por casualidad al rostro del ángel, el príncipe Andrés leía las mismas palabras de dulce reconvención que había leído en el rostro de su mujer muerta:«¡Ah!, ¿por qué me habéis hecho esto?» Al cabo de poco tiempo de la vuelta del príncipe Andrés, el viejo Príncipe dio en propiedad, a su hijo, Bogutcharovo, una gran hacienda situada a cuarenta verstas de Lisia—Gori. Sea por los recuerdos penosos ligados a Lisia—Gori, sea porque el príncipe Andrés no se sentía siempre capaz de soportar el carácter de su padre, y tal vez también porque tenía necesidad de estar solo, aprovechando la donación, hizo construir una casa en Bogutcharovo, en la que pasaba la mayor parte del tiempo.

Después de la campaña de Austerlitz, el príncipe Andrés estaba firmemente decidido a no reincorporarse al servicio militar, y cuando la guerra volvió a empezar y todo el mundo tuvo que incorporarse de nuevo, él no entró en servicio activo y aceptó las funciones, bajo la dirección de su padre, correspondientes al reclutamiento de milicias.

Después de la campaña de l805, el anciano Príncipe parecía haber cambiado con respecto a su hijo. El príncipe Andrés, por el contrario, que no tomaba parte en la guerra, y en el fondo del alma le dolía, no auguraba nada bueno de ello.

El día 26 de febrero de l807, el anciano Príncipe salió en viaje de inspección. El príncipe Andrés, como hacía siempre en ausencia de su padre, se quedó en Lisia—Gori. El pequeño Nicolás hacía cuatro días que estaba enfermo. Los cocheros que habían conducido al anciano Príncipe a la ciudad volvieron con papeles y cartas para el príncipe Andrés.

El criado que traía las cartas no encontró al príncipe Andrés en su despacho y se dirigió a las habitaciones de la princesa María, pero tampoco estaba allí. Alguien dijo que el Príncipe se encontraba en la habitación del niño.

— Si le place, Excelencia, Petrucha ha llegado con el correo — dijo una de las criadas dirigiéndose al príncipe Andrés, que estaba sentado en una silla baja y que, con las cejas contraídas y mano temblorosa, vertía gotas de un frasco en un vaso lleno hasta la mitad de agua.

— ¿Qué hay? — dijo con tono irritado; y como sea que las manos le temblaran más, dejó caer demasiadas gotas en el vaso. Arrojó al suelo el contenido y pidió otro. La criada se lo dio.

En el aposento había una cama de niño, dos arcas, dos sillas, una mesa, una mesita y una silla baja en la que estaba sentado el príncipe Andrés.

Las ventanas estaban cerradas; encima de la mesa había una bujía encendida, y de pie, enfrente, un libro de música a medio abrir, de manera que la luz no cayera sobre la camita del niño.

—Vale más esperar — dijo a su hermano la princesa María, que estaba al lado de la cama —. Después...

— Hazme el favor. No digas tonterías. Siempre esperas y he aquí lo que has esperado... — dijo el príncipe Andrés con un murmullo colérico, con evidente deseo de herir a su hermana.

— Créeme, vale más no despertarlo. Duerme — pronunció la Princesa con voz suplicante.

El príncipe Andrés se levantó y se acercó a la cama de puntillas con el vaso en la mano.

—No sé... ¿Despertarlo?—dijo en tono indeciso.

— Como quieras..., pero... Me parece... Es decir, como quieras—dijo la princesa María, que parecía amedrentada y avergonzada de haber expuesto su parecer.

Indicó a su hermano en voz baja que la criada le llamaba.

Hacía varias noches que ni uno ni otro dormían, siempre al lado del pequeño, consumido por la fiebre. Sin confianza en el médico de la casa, esperaban de un momento a otro al que habían mandado llamar de la ciudad. Entre tanto, probaban una medicina tras otra. Rendidos de no dormir, tristes, se hacían pagar mutuamente su dolor y se peleaban.

— Petrucha, con papeles de su padre, señor — murmuró la criada.

El príncipe Andrés salió.

— ¡Que vayan al diablo! — exclamó; y después de escuchar las órdenes verbales de su padre y de guardar el pliego que le dirigía, volvió al cuarto del niño.

— Y bien, ¿cómo está? — preguntó el príncipe Andrés.

— Lo mismo. Espera, por favor. Karl Ivanitch siempre dice que el sueño es la mejor medicina—murmuró con un suspiro la Princesa.

El príncipe Andrés se acercó al niño y lo tocó. Ardía.

— ¡Al diablo tú y tu Karl Ivanitch!

Tomó el vaso con las gotas y volvió al lado de la cama.

— ¡Andrés, no seas así! — dijo la princesa María.

Pero él, airado y no sin sufrir, arrugaba las cejas y con el vaso en la mano se acercaba al niño.

— Vamos, lo quiero — dijo —. Te digo que se lo des.

La princesa María se encogió de hombros, pero dócilmente tomó el vaso y, llamando a la criada, se dispuso a dar la pócima al pequeño. El niño chillaba y empezaba a atragantarse. El príncipe Andrés, con las cejas contraídas, apretándose la cabeza con ambas manos, salió de la habitación y se dejó caer en el diván de la sala contigua.

Tenía en las manos todas las cartas. Maquinalmente las abrió y empezó a leerlas. El anciano Príncipe, en un papel azul, escribía con su letra alta y caída:

«Acabo de recibir, por correo, una noticia muy agradable, si es cierta. Parece que Benigsen ha vencido completamente a Bonaparte en Eylau. En San Petersburgo todos triunfan y ha sido enviada una multitud de condecoraciones al ejército. Aunque sea alemán, lo felicito. Hasta ahora no entiendo lo que hace por allí el jefe de Kortcheva, un tal Khandrikov. Aún no tenemos ni hombres ni víveres. Ve enseguida allí y dile que le haré cortar la cabeza si dentro de una semana no está todo dispuesto. También he recibido una carta de Petinka sobre la batalla de Pressich—Eylau, en la que tomó parte; todo es verdad. Cuando no se entrometen los que no tienen nada que hacer allí, hasta un alemán derrota a Bonaparte. Dicen que ha huido con el mayor desorden. Ve, pues, inmediatamente a Kortcheva y cumple mis órdenes.» El príncipe Andrés suspiró y abrió otra carta. Estaba escrita con caracteres muy finos y ocupaba dos hojas; era de Bilibin. La volvió a doblar, sin leerla, y leyó de nuevo la de su padre que acababa con estas palabras: «¡Ve, pues, inmediatamente a Korcheva y cumple mis órdenes!» «No, perdón, no iré mientras el niño no esté bien del todo», pensó acercándose a la puerta y dirigiendo un vistazo al cuarto del niño.

La princesa María no se movía del lado de la cama y mecía dulcemente al niño.

«¿Qué otras cosas desagradables dirá mi padre?—se preguntaba el príncipe Andrés recordando el contenido de la carta que acababa de leer —. Sí..., los nuestros han obtenido una victoria sobre Bonaparte, precisamente cuando yo no estaba allí. Sí, sí, la suerte se ríe de mí... Lo mismo da». Y comenzó a leer la carta francesa de Bilibin.

Leyó sin comprender ni la mitad. Leía sólo por dejar de pensar, aunque no fuera más que por unos instantes, en aquello que desde hacía mucho tiempo pensaba exclusivamente y con mucha pena.

De pronto le pareció oír a través de la puerta un ruido extraño. Le dio miedo, temía que le hubiera pasado algo al niño mientras leía la carta. De puntillas se acercó a la puerta de la habitación y la abrió un poco.

En el momento de entrar observó que la criada, con aspecto aterrorizado, le ocultaba alguna cosa y que la princesa María no estaba al lado de la cama.

— Andrés — oyó a la princesa María con un murmullo que le pareció desesperado. Como acontece muy a menudo después de una larga noche de insomnio y de emociones fuertes, un miedo injustificado le invadió de pronto. Le asaltó la idea de que el niño había muerto. Todo lo que veía y oía le parecía confirmar su temor. «Todo ha terminado», pensó, y un sudor frío humedeció su frente.

Aturdido, se acercó a la cuna pensando encontrarla vacía y que la criada había escondido al niño muerto. Separó las cortinas y, durante mucho rato, sus ojos asustados y distraídos no pudieron encontrar al niño. Por último lo descubrió. El pequeño, enrojecido, con los brazos separados, yacía de través en la cama, con la cabeza bajo la almohada. Dormido, movía los labios y respiraba regularmente.

Al darse cuenta de ello, el príncipe Andrés se alegró como si lo hubiese perdido y lo recobrara de nuevo. Se inclinó y, tal como su hermana le había enseñado, le puso los labios en la frente para observar si tenía fiebre. La frente estaba húmeda. Le tocó la cabeza con la mano; tenía los cabellos mojados: sudaba. No solamente no había muerto, sino que se comprendía muy bien que la crisis había pasado y que estaba en camino de mejorar rápidamente. Habría cogido a aquella criatura para estrecharla contra su pecho, pero no se atrevía. Estaba de pie a su lado; le miraba la cabeza, las manos, las piernas que se adivinaban debajo de las sábanas.

Oyó un roce a su lado y apareció una sombra entre las cortinas de la cama. No se volvió; continuó mirando la cara del niño y escuchando su respiración. La sombra era la princesa María, que se había acercado, sin hacer ruido, a la cama; había levantado la cortina y se había dejado caer de espaldas.

El príncipe Andrés, sin volverse, la reconoció y le tendió la mano. Ella se la estrechó.

— Suda — dijo el príncipe Andrés.

— Entré para decírtelo.

El pequeño se movía apenas; dormía sonriendo y frotaba la cabeza contra la almohada. El príncipe Andrés miró a su hermana. Los ojos resplandecientes de la princesa María, en la penumbra de la alcoba, brillaban más que de costumbre a causa de las lágrimas de alegría que los inundaban. La princesa María se inclinó hacia su hermano y lo besó, incluyendo en el abrazo un trozo de cortina. Se estrecharon a la luz mortecina que atravesaba la cortina, como si no quisieran separarse del mundo que formaban los tres, aparte de todas las cosas. El príncipe Andrés fue el primero en separarse de la cama, despeinándose con las cortinas.

— Sí, esto es todo lo que me queda — murmuró con un suspiro.

II

Pedro, que se encontraba en la mejor situación de espíritu después del viaje al Sur, realizó el deseo que tenía de visitar a su amigo Bolkonski, a quien hacía dos años que no había visto.

Bogutcharovo estaba situado en un país no muy bonito, llano, cubierto de campos y de bosques de pinos y chopos cortados y sin cortar.

La casa de los propietarios se encontraba al final de la carretera del pueblo, detrás de un estanque de nueva construcción y bien lleno, cuyas orillas aún no estaban cubiertas de hierba. Estaba situada en el centro de un bosque nuevo en el que había unos cuantos grandes abetos. Comprendía la granja, edificios para los servicios, establos, baños, un pabellón y una gran casa de piedra, no terminada aún del todo. Las rejas y las puertas eran sólidas y nuevas. Los senderos, estrechos; los vallados, firmes. Todo tenía la señal del orden y de la explotación inteligente. A la pregunta«¿Dónde vive el Príncipe?», los criados mostraron un pequeño pabellón nuevo construido al borde del estanque. El viejo preceptor del príncipe Andrés, Antonio, ayudó a Pedro a bajar del carruaje, le informó de que el Príncipe estaba en casa y le acompañó a una sala de espera pequeña y limpia.

Pedro quedó sorprendido de la modestia de la casa, muy pulida, eso sí, después del ambiente brillante en que había visto la última vez a su amigo en San Petersburgo. Entró, resuelto, en la blanca salita, toda perfumada con el aroma de los abetos, y quería pasar al interior, pero Antonio, de puntillas, se adelantó a él y llamó a la puerta.

—Y bien, ¿qué hay?—pronunció una voz agria y desagradable.

— Una visita — respondió Antonio.

— Que espere — y se oyó el ruido de una silla.

Pedro se acercó a la puerta con paso rápido y se encontró cara a cara con el príncipe Andrés, envejecido, que salía con las cejas fruncidas. Pedro lo abrazó, se quitó los lentes, le besó en la mejilla y se quedó mirándolo de cerca.

— ¿Eres tú? No te esperaba. Estoy muy contento — dijo el príncipe Andrés.

Pedro, admirado, no decía nada, no apartaba los ojos de su amigo. No podía darse cuenta del cambio que observaba en él. Las palabras del príncipe Andrés eran amables; tenía la sonrisa en los labios y en el rostro, pero la mirada era apagada, muerta; evidentemente, a pesar de todos sus deseos, el príncipe Andrés no podía animarla con una chispa de alegría.

No era precisamente que su amigo hubiese adelgazado, perdido el color o envejecido; pero la mirada y las pequeñas arrugas de la frente, que indicaban una larga concentración sobre una sola cosa, admiraron y turbaron a Pedro hasta que se hubo habituado a ello.

En aquella entrevista, después de una larga separación, la conversación, como suele suceder, tardó mucho en tener efecto. Se preguntaban y respondían brevemente con respecto a cosas que exigían, bien lo sabían ellos, una larga explicación. Por último, la conversación empezó a encarrilarse sobre lo que primeramente habían dicho con pocas palabras; sobre su vida pasada, los planes para el porvenir, el viaje de Pedro, sus ocupaciones, la guerra, etcétera. La concentración y la fatiga moral que Pedro había observado en las facciones del príncipe Andrés aparecían aún con más fuerza en la sonrisa con que escuchaba a Pedro, sobre todo cuando hablaba con animación y alegría del pasado y del futuro. Parecía que el príncipe Andrés quería participar en lo que decía, sin conseguirlo. Pedro comprendió finalmente que el entusiasmo, los sueños, la esperanza en la felicidad y en el bien estaban fuera de lugar ante el príncipe Andrés. Se avergonzaba de expresar todas sus nuevas ideas masónicas, excitadas y reavivadas en él por el viaje. Se detuvo; tenía miedo de parecer un simple. Al mismo tiempo tenía, no obstante, unas ganas irresistibles de hacer ver a su amigo que era otra persona mucho mejor que el Pedro de San Petersburgo.

— No puedo decirte lo que he vivido en este tiempo. Ni yo mismo me reconozco.

— Sí, hemos cambiado mucho, mucho — dijo el príncipe Andrés.

— Y bien. Y tú, ¿qué planes tienes? — preguntó Pedro.

— ¿Mis planes..., mis planes? — repitió irónicamente el príncipe Andrés, como si se admirase de aquella palabra —. Ya lo ves, construyo. El año próximo quiero estar completamente instalado.

Pedro miró fijamente, en silencio, la cara del príncipe Andrés.

— No... quiero decir... — añadió Pedro.

El Príncipe le interrumpió:

— Pero ¿por qué hemos de hablar de mí...? Cuéntame, cuéntame tu viaje, todo lo que has hecho allí por tus tierras.

Pedro comenzó a contar todo lo que había hecho, procurando ocultar tanto como podía la participación que tenía en el mejoramiento que había promovido.

Muchas veces el príncipe Andrés se adelantó a contar lo que Pedro contaba, como si todo lo que éste había hecho fuese una cosa bien conocida de tiempo atrás, y no solamente escuchaba sin interés, sino que hasta parecía avergonzarse de lo que Pedro le contaba.

Pedro se sentía cohibido, molesto delante de su amigo. Se calló.

— Heme aquí, amigo mío — dijo el Príncipe, también visiblemente turbado ante su huésped —. Mañana marcho a casa de mi hermana. Acompáñame y te presentaré a ella. Pero me parece que ya la conoces. — Hacía lo mismo que si hablara de una visita con la cual no tuviera nada en común —. Marcharemos después de comer. ¿Quieres, entre tanto, visitar la hacienda?

Salieron y pasearon hasta la hora de comer, conversando sobre las noticias políticas y los conocimientos de ambos, como personas que no tienen mucho de común entre sí. El príncipe Andrés hablaba con animación e interés de una construcción nueva que emprendía en el pueblo, pero hasta en aquel tema, a media conversación, cuando iba a describir a Pedro la futura disposición de la casa, se detuvo de pronto.

— Pero esto no tiene ningún interés. Vamos a comer y después marcharemos.

Durante la comida se habló del casamiento de Pedro.

— Quedé muy sorprendido cuando me lo dijeron — observó el príncipe Andrés.

Pedro se sonrojó; se sonrojaba siempre que se hablaba de su casamiento, y dijo, balbuceando:

— Cualquier día ya te contaré cómo ha ido todo eso. Pero todo se ha acabado, ¿sabes? Para siempre.

— ¿Para siempre? — dijo el príncipe Andrés —. No hay nada que sea para siempre.

— Pero ¿ya sabes cómo ha terminado eso? ¿Has oído hablar del desafío?

— ¡Ah!, ¿hasta por ahí has pasado?

— La única cosa de la que doy gracias a Dios es de no haber matado a aquel hombre — dijo Pedro.

— Pero ¿por qué? Matar a un perro rabioso es una buena obra.

— No, matar a un hombre no está bien; es injusto.

— ¿Por qué injusto? — repitió el príncipe Andrés —. Los hombres no pueden saber lo que es justo ni lo que es injusto. Los hombres están perdidos y lo estarán siempre; sobre todo en aquello que consideran como lo justo y lo injusto.

— Lo injusto es lo que es malo para otro hombre — dijo Pedro, viendo, gozoso, por primera vez desde que había llegado, que el príncipe Andrés se animaba y empezaba a hablar y quería expresar todo lo que le había hecho cambiar de tal modo.

— Y ¿qué es lo que te enseña lo que es malo para un hombre? — preguntó.

— ¿Lo malo? ¿Lo malo? Todos sabemos lo que entendemos por malo — dijo Pedro.

— Sí, todos lo conocemos; pero el mal que conozco por mí mismo, no puedo hacerlo a ningún otro hombre — dijo el príncipe Andrés, animándose lenta y visiblemente y deseoso de explicar a Pedro sus ideas nuevas sobre las cosas.

Hablaban en francés.

— En la vida no conozco sino dos males bien reales: el remordimiento y la enfermedad. No hay otro bien que la ausencia de estos males. Vivir para uno mismo evitando estos dos males, he aquí toda mi sabiduría en el presente, — ¿Y el amor al prójimo, y el sacrificio? — empezó a decir Pedro —. No puedo admitir tu opinión. Vivir sólo para no hacer el mal, para no arrepentirse, es poca cosa. Yo he vivido así, he vivido sólo para mí, y he destruido mi vida. Ahora, cuando vivo, o cuando menos — corrigió Pedro con modestia — cuando procuro vivir para los demás, es cuando comprendo toda la felicidad de la vida. No, no puedo estar de acuerdo contigo y ni tú mismo piensas lo que dices.

El príncipe Andrés miró a Pedro en silencio y sonrió irónicamente.

— Vamos, verás a mi hermana María, la princesa María. Con ella estarás de acuerdo. Quizá tengas razón, para ti — continuó después de una pausa —, pero cada uno vive a su manera. Tú has vivido para ti y dices que has estado a punto de estropear tu vida, dices que no has conocido la felicidad hasta el instante en que has empezado a vivir para los demás. Y yo he experimentado lo contrario. Yo he vivido para la gloria. ¿Qué es la gloria? Amaba a los demás, deseaba hacer alguna cosa por ellos, y no sólo he estado a punto de destruir mi vida, sino que me la he destrozado completamente, y me siento más tranquilo desde que vivo para mí solo.

— ¿Cómo es posible vivir para uno solo? — preguntó Pedro enardeciéndose —. ¿Y el hijo?, ¿la hermana?, ¿el padre?

— Pero todo esto es siempre lo mismo. Esto no es lo que se entiende por los demás. Los demás, el prójimo, como lo designáis con la princesa María, es la fuente principal del error y del mal. El prójimo son los campesinos de Kiev a los que quieres hacer bien.

Miró a Pedro con una expresión irónica y provocativa.

— Esto es una broma — dijo Pedro, animándose cada vez más —. ¿Qué mal ni qué error puede haber en lo que he deseado? He hecho muy poco y muy mal, pero tengo el deseo de hacer bien y ya he hecho alguna cosa.

III

Era ya de noche cuando el príncipe Andrés y Pedro se pararon ante el portal de la casa de Lisia—Gori.

Al llegar, el príncipe Andrés, con leve sonrisa, señaló a Pedro el movimiento que se producía a la entrada de la casa. Una anciana encorvada, con un saco a la espalda, y un hombre enclenque, vestido de negro y con los cabellos largos, huyeron por la puerta cochera al darse cuenta de que el carruaje se paraba. Dos mujeres corrieron a su encuentro y los cuatro se volvieron hacia el coche, asustados, y desaparecieron por la escalera de servicio.

—Son los peregrinos de Macha — dijo el príncipe Andrés—. Habrán creído que era mi padre. Es en lo único que mi hermana no le obedece; él ordena que los echen y ella los acoge.

El Príncipe condujo a Pedro a la habitación confortable que tenía en casa de su padre y enseguida entró a ver al pequeño.

— Vamos a visitar a mi hermana — dijo el Príncipe cuando volvió —; aún no la he visto. Ahora se esconde con los peregrinos. Ya verás, estará avergonzada y podrás ver los hombres de Dios. Te aseguro que es curioso.

— ¿Quiénes son los hombres de Dios?

— Ven...; ya lo verás.

La princesa María, en efecto, ruborizóse y quedó muy confusa cuando entraron en su habitación, en la que ardía una lamparilla ante las imágenes. En el diván, ante el samovar, estaba sentado a su lado un muchacho de nariz y cabellos largos, vestido de monje. Cerca de ella, una vieja delgada estaba sentada en una silla, con una expresión dulce e infantil en su rostro arrugado.

— ¿Por qué no me has hecho avisar? — dijo la Princesa, con amable reconvención, mientras se colocaba delante de sus peregrinos, como una clueca ante sus pollitos —. Muchas gracias por la visita. Estoy contenta de veros—dijo a Pedro cuando le besó la mano.

Le conoció cuando era pequeño, y ahora su amistad con Andrés, la desgracia con su mujer y, sobre todo, su rostro bondadoso e ingenuo, la disponían favorablemente. Ella le miraba con sus ojos resplandecientes y parecía decir: «Os amo mucho, pero os ruego que no os burléis de los míos.» A las diez, los criados corrieron a la puerta al oír las campanillas del coche del anciano Príncipe. El príncipe Andrés y Pedro salieron también al portal.

— ¿Quién es? — preguntó el viejo Príncipe al descender del carruaje y darse cuenta de la presencia de Pedro—. ¡Ah! ¡Me alegro mucho! ¡Abrázame! — dijo reconociéndolo.

El anciano Príncipe estaba de buen humor y dispensó a Pedro una excelente acogida.

Antes de cenar, el príncipe Andrés volvió al gabinete de su padre, y le encontró discutiendo animadamente con Pedro. Éste demostraba que llegaría una época en que no habría guerra. El anciano se reía, pero discutía sin excitarse.

—Deja correr la sangre de las venas, cámbiala por agua y entonces sí que habrán terminado las guerras. Habladurías de mujeres, habladurías de mujeres — añadió, pero golpeó amistosamente el hombro de Pedro, y se acercó a la mesa donde estaba el príncipe Andrés, que, evidentemente, no quería mezclarse en la conversación y ojeaba los papeles que su padre había traído de la ciudad. El viejo Príncipe se acercó a él y empezó a hablar de sus cosas.

— El representante de la nobleza, el conde Rostov, no ha proporcionado ni la mitad de los hombres. Ha venido a verme y quería invitarme a comer. ¡Buena comida ha tenido...! Toma, mira este papel...

— ¡Bueno, querido! — dijo el príncipe Nicolás Andreievitch a su hijo dando un golpecito en el hombro de Pedro —, tu amigo es un buen muchacho, ¡me gusta mucho!, ¡me excita! Hay gente que habla muy cuerdamente pero que uno no desea escuchar; él dice sandeces y me excita, a mí, a un viejo. ¡Vaya! Id abajo, quizá cene con vosotros. Volveremos a discutir. Trata bien a mi boba, la princesa María — gritó a Pedro desde la puerta.

Pedro, hasta entonces, en Lisia—Gori, no apreció toda la fuerza y todo el encanto de su amistad con el príncipe Andrés. Este encanto se exteriorizaba más en el trato con la familia del Príncipe que en las relaciones con el mismo príncipe Andrés. Pedro consideróse súbitamente como una antigua amistad del viejo y severo Príncipe y de la dulce y tímida princesa María, a pesar de que casi no los conocía. Todos le amaban ya. No solamente la princesa María lo miraba con ojos amorosos, sino que hasta el pequeño príncipe Nicolás, como le llamaba el abuelo, sonreía a Pedro y quería ser llevado por él en brazos. Mikhail Ivanitch y mademoiselle Bourienne lo miraban con alegre sonrisa mientras hablaba con el viejo Príncipe.

El Príncipe bajó a cenar. Evidentemente, lo hacía por Pedro. Durante los dos días que Pedro pasó en Lisia—Gori lo trató muy afectuosamente y le invitó a pasar algunos ratos en su gabinete.

SEXTA PARTE

I

En la primavera de l809, el príncipe Andrés fue a la provincia de Riazán para inspeccionar la hacienda de su hijo, de quien era tutor.

Durante aquel viaje repasó mentalmente su vida y llegó a la conclusión, consoladora y resignada; de que no vale la pena de emprender nada, de que lo mejor es llegar al final de la existencia sin hacer daño a nadie, sin atormentarse, libre de deseos...

El príncipe Andrés tenía que hablar con el mariscal de la nobleza del distrito acerca de la tutela del dominio de Riazán. Este personaje era el conde Ilia Andreievitch.

Ya había empezado la temporada de los calores primaverales. El bosque estaba enteramente verde. Había tanto polvo y hacía tanto calor que al ver el agua se sentían deseos de sumergirse en ella.

El príncipe Andrés, triste y preocupado por lo que debía pedir al mariscal de la nobleza, avanzaba en su carruaje por la senda del jardín hacia la casa de los Rostov, en Otradnoie. A la derecha se oían, a través de los árboles, alegres gritos femeninos. Pronto descubrió un grupo de muchachos que corrían atravesando el camino.

Una jovencita muy delgada, extrañamente delgada, de cabellos negros, ojos negros y vestida de cotonada amarilla, con un pañuelo en la cabeza, por debajo del cual salía un mechón de cabellos, corría a no mucha distancia del coche. La muchacha gritaba algo, pero al darse cuenta de la presencia de un forastero se puso a reír sin mirarlo y retrocedió.

De pronto, el príncipe Andrés se sintió inquieto, no sabía por qué.

Hacía un día tan hermoso, un sol tan claro, todo lo que le rodeaba era tan alegre... Y aquella niña delgada y gentil, que no sabía ni quería saber que él existiese, que estaba contenta y satisfecha de la propia vida, probablemente vacía, pero gozosa y tranquila... «¿De qué se alegra? ¿En qué piensa? Seguramente que ni en los estatutos militares ni en la organización de los campesinos de Riazán. ¿En qué piensa, pues? ¿Por qué es feliz?», se preguntaba, curioso y contra su propia voluntad, el príncipe Andrés.

El conde Ilia Andreievitch vivía en Otradnoie, en l809, igual que siempre, es decir, recibiendo a casi toda la provincia, concurriendo a las cacerías, a los teatros, a los banquetes y a los conciertos. Como le sucedía con cada huésped nuevo que llegaba a su casa, el Conde quedó encantado de ver al príncipe Andrés y le hizo quedar a dormir casi a la fuerza.

Durante todo el día, el aburrimiento hizo que los viejos amos y los invitados más respetables, de los que estaba llena la casa del Conde a causa de la festividad que se acercaba, se ocuparan del príncipe Andrés; pero Bolkonski, que había observado frecuentemente a Natacha, que reía de alguna cosa y se divertía con el grupo de jóvenes, se preguntaba a cada momento: «¿En qué piensa? ¿Por qué está tan contenta?» Por la noche, cuando se encontró solo en aquel sitio nuevo para él, tardó mucho en dormirse. Leyó; después apagó la bujía y la volvió a encender al cabo de poco. En el cuarto, con la ventana cerrada, hacía calor. Refunfuñaba contra aquel viejo tonto — se refería al conde Rostov — que le había hecho quedar con el pretexto de que los papeles necesarios no habían llegado aún. Le fastidiaba haber tenido que quedarse.

El príncipe Andrés levantóse y se acercó a la ventana para abrirla. En cuanto la abrió, la luz de la luna, como si hubiera estado esperando al otro lado de los postigos, se precipitó en el interior del cuarto y lo inundó. El Príncipe abrió la ventana de par en par. La noche era fresca, inmóvil y clara. Delante mismo de la ventana se alineaban unos árboles retorcidos, oscuros por un lado, plateados del otro; debajo de los árboles crecía una vegetación grasa, húmeda, lujuriosa, esparciendo de un lado a otro sus hojas y sus tallos argentinos. Más lejos, detrás de los árboles negros, un tejado brillaba bajo el cielo; más allá, un gran árbol frondoso de blanco tronco; arriba, la luna casi entera, y el cielo primaveral, casi sin estrellas. El príncipe Andrés se apoyó en el alféizar. Su mirada se detuvo en el cielo.

La alcoba del príncipe Andrés estaba en el primer piso. La habitación de encima también estaba ocupada, y quienes se hallaban en ella tampoco dormían. Oyó, procedente de esa habitación, una charla mujeril.

— Otra vez — dijo una voz femenina que el príncipe Andrés reconoció enseguida.

—Pero ¿cuándo dormirás?—respondió otra voz.

— No dormiré, no podría dormir ahora. ¿Qué quieres que haga? Vamos, no te hagas de rogar, otra vez nada más.

Dos voces femeninas cantaron una frase musical que era el final de una tonada.

— ¡Ah!, ¡que bonita! ¡Vaya, vamos a dormir! Se ha terminado.

— Duerme; yo no podría — pronunció la primera de las voces, que se acercaba a la ventana. La mujer, evidentemente, se apoyaba en el alféizar, porque se percibía el frufrú de las faldas y hasta la respiración. Todo callaba y parecía petrificarse, la luna, la luz y las sombras.

El príncipe Andrés también tenía miedo de moverse y de delatar su indiscreción involuntaria.

— ¡Sonia, Sonia! — gritó de nuevo la primera voz —. ¡Quién ha de poder dormir! ¡Mira, mira qué maravilla! ¡Ah! ¡Qué maravilla! Sonia, despiértate — decía casi llorando —. No había visto nunca una noche tan deliciosa como ésta.

Sonia respondió sin entusiasmo alguna cosa.

— ¡Ven, mira qué luna! ¡Ah! Es maravillosa. Vamos, mujer, ven, créeme, ven. ¿Ves? Me encogería, me pondría de puntillas, me abrazaría las rodillas bien fuerte y me pondría a volar, así.

— Vamos, basta, que te vas a caer...

Se oía un rumor de lucha y la voz disgustada de Sonia:

— ¡Ya es la una!

— ¡Vete, vete! Todo me lo estropeas.

Otra vez todo quedó en silencio. El príncipe Andrés sabía que ella estaba aún en la ventana; de vez en cuando oía un ligero movimiento, a veces un suspiro.

— ¡Ah Dios mío, Dios mío! ¿Qué será esto? — exclamó de súbito —. Vámonos a dormir. — Cerró la ventana.

«¿Qué le importa mi existencia? — pensaba el príncipe Andrés mientras escuchaba la conversación, esperando, sin saber por qué, que hablara de él —. ¡Y ella otra vez! ¡Parece hecho adrede!»—Súbitamente, en su alma se produjo un tumulto tan inesperado de pensamientos de juventud y de esperanza, en contradicción con toda su vida, que no tuvo ánimos para explicarse su estado y se durmió enseguida.

II

Al día siguiente, después de saludar al Conde, el príncipe Andrés marchóse sin esperar a las señoras.

Ya había empezado junio cuando, al volver a casa, atravesó el bosque de álamos. Todo era macizo, oscuro y espeso. Los pinos nuevos, dispersos por el bosque, no violaban la belleza del conjunto y se armonizaban con el tono general gracias al verde tierno de los brotes nuevos.

El día era caluroso, la tempestad se cernía en algún punto, pero allí un trozo de nube había mojado el polvo de la carretera y las hojas grasas. El lado izquierdo del bosque caía en la sombra y era umbrío; la parte derecha, húmeda y reluciente, brillaba al sol, y el viento apenas lo agitaba.

Todos los momentos intensos de su vida aparecían de pronto ante el príncipe Andrés: Austerlitz y aquel cielo alto; el rostro lleno de reproches de su mujer muerta; Pedro junto a él; la niña emocionada por la belleza de la noche, y aquella noche y la luna, todo junto, resplandecía en su imaginación a cada instante.

«No, a los treinta y un años la vida no ha terminado — decidió de pronto firmemente —. No basta que yo sepa todo lo que hay en mí, lo han de saber todos: Pedro y esta niña que quería volar al cielo. Es preciso que todos me conozcan, que mi vida no transcurra para mí solo, que no vivan tan independientes de mi vida, que ésta se refleje en todos y que todos, ellos y yo, vivamos juntos.» A la vuelta de su viaje, el príncipe Andrés decidió marchar a San Petersburgo en otoño.

Dos años antes, en l808, Pedro había regresado a San Petersburgo después de un viaje por sus propiedades.

En aquellos tiempos, su vida transcurría, como antaño, entre los mismos excesos y las mismas orgías. Le gustaba comer y beber bien, y aunque lo encontraba inmoral y humillante, no podía abstenerse de participar en los placeres de la soltería.

Cuando menos lo esperaba recibió una carta de su mujer, que le rogaba le concediera una entrevista: le explicaba su tristeza y el deseo de consagrarle toda su vida.

Al final de la carta le hacía saber que al cabo de algunos días llegaría a San Petersburgo, de regreso del extranjero.

Simultáneamente, su suegra, la esposa del príncipe Basilio, le mandó a buscar, rogándole que fuera a su casa sólo unos instantes, con el fin de hablar de una cuestión importante.

Pedro vio en todo aquello una conjuración en contra suya y comprendió que trataban de reconciliarlo con su mujer. En el estado en que se encontraba, este proyecto no le fue desagradable. Le era igual todo. Pedro no concedía gran importancia a ningún acontecimiento de la vida, y, bajo la influencia del enojo que en aquellos momentos lo dominaba, no tenía interés en mantener su libertad ni le interesaba mantenerse firme en castigar a su esposa.

«Nadie tiene razón, nadie es culpable, pues tampoco lo es ella», pensaba.

Si Pedro no dio enseguida su consentimiento para una reconciliación con su mujer fue sólo porque en aquellos momentos no tenía valor para emprender nada. Si su mujer se presentaba en su casa no la echaría de ella. Del modo que estaba entonces, ¿qué le importaba vivir o no vivir con su esposa...? He aquí lo que días después escribía en su diario:

«Petersburgo, 23 de noviembre.

»Vuelvo a vivir con mi mujer. Su madre ha venido a casa llorando y me ha dicho que Elena estaba aquí, que me rogaba que le escuchase, que era inocente, que mi alejamiento la hacía sufrir mucho y muchas otras cosas. Yo sabía que si consentía en recibirla no tendría fuerza para negarme a lo que me pidiera. Con esta duda no sabía a quién dirigirme ni a quién pedir consejo. Si el bienhechor estuviera aquí, él me guiaría. Me he encerrado en casa; he vuelto a leer las cartas de José Alexeievitch, me he acordado de mis conversaciones con él y he sacado la conclusión de que no podía negarme a la demanda, que he de tender caritativamente la mano a todos y mucho más a una persona de tal modo ligada a mí, y que he de llevar mi cruz. Pero si por el triunfo de la virtud la perdono, que mi unión con ella tenga sólo una finalidad espiritual. Así lo he decidido: he escrito a José Alexeievitch; mi mujer ha pedido que olvide todo el pasado, que le perdone sus faltas, y he contestado que no tenía que perdonarle nada. Estoy muy contento pudiendo decirle esto, pues no sabe ella el esfuerzo que representa para mí volver a verla. Me he quedado en la casa grande, en la habitación de arriba, y he experimentado el feliz sentimiento de la renovación.»

III

Por aquella época, como siempre, la alta sociedad que se reunía en la Corte y los grandes bailes se dividía en muchos círculos, cada uno de los cuales tenía su matiz. Entre estos círculos, el más vasto era el francés de la unión napoleónica, el del conde Rumiantzov y de Caulaincourt. Elena ocupó en él el lugar más distinguido tan pronto como se hubo instalado en San Petersburgo con su marido. Su casa era frecuentada por miembros de la Embajada francesa y por un gran número de personas de las mismas tendencias, bien conocidas por su talento y amabilidad.

Elena estaba en Erfurt al celebrarse la famosa entrevista entre ambos Emperadores, y allí se había relacionado con todos los hombres célebres que acompañaban a Napoleón por Europa. Había tenido un éxito brillante en Erfurt. El mismo Emperador, que la había visto en el teatro, había dicho de ella: «Es un animal magnífico.» Su éxito de mujer hermosa y elegante no extrañó a Pedro, porque con los años aún había ganado, pero lo que le admiraba era que en aquellos dos años su mujer hubiese llegado a adquirir una reputación de mujer exquisita, tan bella como espiritual.

El famoso príncipe de Ligne le escribía cartas de ocho páginas; Bilibin reservaba sus ocurrencias para ofrecer las primicias a la condesa Bezukhov. Ser admitido en el salón de Elena equivalía a un certificado de hombre espiritual. Los jóvenes, antes de pasar la velada en casa de Elena, leían libros para tener tema de conversación en el salón; los secretarios de embajada y hasta los mismos embajadores le confiaban secretos diplomáticos, de tal manera que Elena era una especie de potencia. Pedro, que sabía que era muy corta, a veces asistía a las soirées y a las cenas, en las que se habla de política, de poesía o de filosofía, y experimentaba un extraño sentimiento de sorpresa y de miedo. En aquellas reuniones sentía una especie de temor como el que debe sentir el prestidigitador a cada momento ante la idea de que se le descubran los trucos. Pero, sea que para dirigir un salón como aquél la tontería es necesaria, sea porque a los engañados les gusta serlo, el embaucamiento no se descubría y la reputación de mujer encantadora y espiritual que había adquirido Elena Vasilievna Bezukhova se afirmaba de tal manera que podía decir las cosas más triviales y más tontas entusiasmando a todo el mundo, ya que todos buscaban en sus palabras un sentido profundo que ni ella misma había nunca soñado.

Pedro era el marido que precisamente necesitaba aquella brillante mujer del gran mundo. Era hombre distraído, original, gran señor que no molesta a nadie y que ni tan sólo modifica la impresión general de la superioridad del salón, sino que, por contraste con el tacto y elegancia de la mujer, aún le hace resaltar más.

Pedro, durante dos años seguidos, gracias a sus ocupaciones incesantes, concentradas en intereses inmateriales, y a su desdén sincero por todo lo que no fuera aquello, adoptaba en la sociedad de su mujer aquel tono indiferente, lejano y benévolo para todos que no se adquiere artificialmente y que, por lo mismo, inspira un respeto involuntario. Entraba en el salón de su esposa como en el teatro; conocía allí a todo el mundo, estaba igualmente satisfecho de cada uno y se sentía del mismo modo indiferente para todos. A veces se mezclaba en una conversación que le interesaba, y entonces, sin preocuparse de si los señores de la Embajada estaban presentes o no, exponía opiniones totalmente opuestas al tono del momento. Pero la opinión sobre el «original» marido de la mujer más distinguida de San Petersburgo estaba ya tan bien establecida que nadie se tomaba en serio sus ocurrencias.

IV

El 31 de diciembre, víspera del Año Nuevo de 1810, se celebraba un baile en casa de un gran señor del tiempo de Catalina. El cuerpo diplomático y el Emperador habían de asistir a él.

Una tercera parte de los invitados había llegado ya y en casa de los Rostov, que habían de asistir a la fiesta, se estaban ultimando los preparativos a toda prisa.

María Ignatevna Perouskaia, amiga y pariente de la Condesa, una señorita de honor, delgada y pálida, iba al baile de los Rostov y guiaba a aquellos provincianos por el gran mundo de San Petersburgo.

Los Rostov debían ir a buscarla a las diez en las cercanías del jardín de Taurida, y a las diez y cinco minutos las muchachas aún no estaban vestidas.

A las diez y cuarto se metieron en el coche y se marcharon. Pero todavía tenían que dar la vuelta por el jardín de Taurida.

La señorita Perouskaia ya estaba a punto. A pesar de su edad y de su fealdad, había ocurrido en su casa lo mismo que en la de los Rostov, aunque sin tanto trajín; ya estaba acostumbrada a ello. También su persona envejecida estaba limpia, perfumada, empolvada, y, como en casa de los Rostov, la anciana criada, entusiasmada, admiró el atuendo de su ama cuando salió del salón, con su vestido amarillo adornado con el distintivo de las damas de honor de la Corte.

La señorita Perouskaia elogió los vestidos de los Rostov, y los Rostov elogiaron el gusto y el vestido de la Perouskaia y, con todas las precauciones por los peinados y las ropas, a las once se instalaron en el coche y se marcharon.

En toda la mañana, Natacha no había tenido tiempo de pensar en lo que vería.

Al sentir el aire húmedo y frío, en la oscuridad del carruaje que se bamboleaba por el empedrado, imaginó por primera vez todo lo que allí la aguardaba: el baile, los salones resplandecientes, la música, las flores, las danzas, el Emperador, toda la juventud brillante de San Petersburgo. Era tan hermoso, que no podía llegar a creerlo, por cuanto armonizaba muy poco con la impresión de frío, de pequeñez, de oscuridad, del coche. Sólo comprendió lo que le esperaba cuando, al pisar la alfombra encarnada de la entrada, atravesó el vestíbulo, se quitó el abrigo y, al lado de Sonia, delante de su madre, subió, entre las flores, la escalera iluminada. Sólo entonces recordó cómo debía comportarse en el baile, y procuró adoptar aquella actitud majestuosa que suponía adecuada en una muchacha durante un baile. Pero, por suerte suya, se daba cuenta de que sus ojos miraban a todos lados; no distinguía nada claramente, el pulso latíale apresuradamente y la sangre empezaba a afluirle al corazón. No podía adoptar las actitudes que la hubiesen hecho parecer ridícula, y subía, temblando de emoción, procurando dominarse con todas sus fuerzas. Esto era precisamente lo que mejor le sentaba. Delante y detrás de ellos, los invitados, vestidos de gala, continuaban entrando, conversando en voz baja. Los espejos de la escalera reflejaban a las damas con vestidos blancos, azules, rosa, con diamantes y perlas en los brazos y en los cuellos desnudos.

Natacha miró por los espejos y no pudo distinguirse de entre los demás. Todo se confundía en una procesión brillante. Al entrar en el primer salón, el rumor de voces, de pasos, de reverencias aturdió a Natacha. La luz la cegaba más aún.

El dueño y la señora de la casa, que ya hacía media hora que aguardaban en la puerta y recibían a los invitados con las mismas palabras: «encantado de verle», acogieron del mismo modo a los Rostov y a la señorita Perouskaia.

Las dos muchachas, con vestido blanco y rosas en los cabellos negros, correspondieron al saludo; pero la dueña, sin darse cuenta, detuvo más rato su mirada en la ligera Natacha. La contempló y tuvo para ella sola una sonrisa particular, distinta de su sonrisa de señora de la casa. Quizás al verla recordaba su tiempo de muchacha y su primer baile. El señor de la casa seguía igualmente con los ojos en Natacha; preguntó al Conde cuál era su hija.

— Encantadora — dijo besándole la punta de los dedos.

En el salón de baile, los invitados se estrechaban cerca de la puerta de entrada en espera del Emperador. La Condesa se colocó en la primera fila de aquella multitud. Natacha comprendía y sentía que algunas veces hablaban de ella y que la contemplaban. Se daba cuenta de que gustaba a los que la observaban, y esta observación la tranquilizó un poco.

«Hay como nosotras y las hay peores», pensó.

A Natacha le fue simpático el rostro de Pedro, aquel hombre grotesco, como le llamaba la señorita Perouskaia. Ella sabía que Pedro las buscaba entre la gente, y particularmente a ella. Pedro le había prometido ir al baile y presentarle caballeros con quienes bailar.

Antes de llegar hasta donde se encontraban, Pedro se paró a hablar con un invitado moreno, no muy alto, de facciones muy correctas, que vestía un uniforme blanco y estaba apoyado en una ventana hablando con un señor lleno de condecoraciones, cruces y pasadores. Natacha reconoció enseguida al joven del uniforme blanco. Era Bolkonski, que le pareció muy rejuvenecido, alegre e incluso embellecido.

— Otro conocido, Bolkonski; ¿ves, mamá? — dijo Natacha señalando al príncipe Andrés —. ¿Recuerdas? Pasó una noche en casa, en Otradnoie.

— ¡Ah!, ¿también le conoce usted? —preguntó la señora Perouskaia —. Le detesto. Ahora es el galán de moda. Un orgulloso insoportable; es como su padre. Ahora es muy amigo de Speransky; están escribiendo no sé qué proyectos. ¡Mire como habla con las señoras! Ellas le hablan y él les vuelve la cara. ¡Ya le arreglaría yo si me lo hiciera a mí!

V

Súbitamente todo se agitó. La multitud empezó a hablar, avanzó y retrocedió luego, y, a los acordes de la música, el Emperador avanzó entre dos hileras de cortesanos. El señor y la señora de la casa caminaban detrás. El Emperador avanzaba saludando rápidamente a derecha e izquierda, como si quisiera terminar cuanto antes este primer momento del ceremonial. La música tocaba una polonesa, entonces de moda, compuesta para él según la letra, harto conocida: «Alejandro, Elizabeth, nos encantáis», etc.

El Emperador entró en el salón; la multitud se empujaba en las puertas. Algunas personas, con cara de circunstancias, iban y venían rápidamente. Otra vez la multitud se apartó a las puertas del salón, donde el Emperador hablaba con la dueña de la casa. Un joven, con aspecto asustado, avanzaba hacia las damas y les rogaba se apartaran. Algunas, cuyo rostro expresaban un completo olvido de las conveniencias sociales, se arreglaban los vestidos para pasar a primera fila. Los caballeros se acercaban a las damas y se formaron las parejas para la polonesa.

Todo el mundo se apartaba, y el Emperador, sonriendo, dio la mano a la dueña de la casa y, andando fuera de compás, atravesó la puerta del salón.

Detrás seguía el dueño de la casa con la señora M. A. Narischkin; luego los embajadores, los ministros, los generales, que la señorita Perouskaia iba nombrando sin interrupción. Más de la mitad de las damas, con sus caballeros, bailaban o se disponían a bailar la polonesa. Natacha vio que iba a quedarse con su madre y Sonia en el pequeño grupo de señoras arrinconadas hasta la pared a las que nadie había sacado a bailar la polonesa. Natacha estaba de pie con los brazos caídos; el pecho, formado apenas, movíase con regularidad y retenía la respiración. Miraba ante sí con ojos brillantes, asustados, con expresión de esperar la mayor alegría o la desilusión más amarga. Ni el Emperador ni todos los demás personajes que nombraba la señorita Perouskaia llamaban su atención. No tenía más que un pensamiento: «¿Nadie vendrá a buscarme? ¿No bailaré entre las primeras parejas? Todos estos señores que parece que no me ven y si me miran tienen la actitud de decir: "¡Ah!, ¡No es ella! No vale la pena mirarla entonces", no se darán cuenta de mí. ¡No, eso no es posible! Tendrían que comprender que quiero bailar, que bailo bien y que se divertirían mucho si bailaran conmigo.» La polonesa, cuyos acordes hacía rato se escuchaban, empezaba a sonar tristemente, como un recuerdo, a los oídos de Natacha. Tenía ganas de llorar. La señorita Perouskaia se alejó del grupo. El Conde estaba al otro extremo de la sala. La Condesa, Sonia y ella estaban solas, como en un bosque, ni interesantes ni útiles para nadie entre aquella multitud extraña. El príncipe Andrés pasó por delante de ellas con una dama. Evidentemente, no las reconocía. El galante Anatolio, sonriendo, murmuraba algo a la dama que acompañaba del brazo y miró a Natacha del mismo modo que se mira a una pared.

Boris pasó en dos ocasiones y cada vez la miró. Berg y su mujer, que no bailaban, se acercaron a ellos. Aquella reunión de familia allí, en el baile, como si no hubiera otro sitio para una conversación familiar, hizo gracia a Natacha. No escuchaba y no miraba a Vera, que le hablaba de su vestido verde.

Por fin, el Emperador se paró cerca de la última pareja; bailaba con tres. La música cesó. El ayuda de campo, con aire preocupado, corrió hacia las Rostov y les suplicó se retiraran, a pesar de que ya estaban arrimadas a la pared. La orquesta inició un vals de un ritmo lento y animado.

El Emperador, con una sonrisa, contempló la sala. Transcurrió un momento y nadie comenzaba el baile todavía. El ayuda de campo, animador resuelto, se dirigió a la condesa Bezukhov y la sacó a bailar. Ella levantó la mano sonriendo, y, sin mirar, la puso sobre el hombro de su pareja. El ayuda de campo, que en estas funciones era un artista, sin turbarse, con serenidad y decisión, enlazó fuertemente a su pareja y ambos comenzaron a bailar; primeramente, deslizándose en círculo por la sala, le cogió la mano izquierda, le hizo dar una vuelta, y a los sonidos, cada vez más rápidos, de la música oíase el tintineo regular de las espuelas, movidas por las ágiles y diestras piernas del ayudante, y, cada tres pasos, el vestido de terciopelo de su pareja se levantaba, desplegándose. Natacha, contemplándolos, estaba a punto de llorar por no poder bailar aquella primera vuelta de vals.

El príncipe Andrés, con uniforme blanco de coronel de caballería, con medias de seda y zapatos bajos, animado y alegre, se encontraba en el primer renglón del círculo, cerca de los Rostov. El barón Firhow hablaba con él de la primera sesión del Consejo del Imperio que había de celebrarse al día siguiente. El príncipe Andrés, como hombre muy unido a Speransky y que participaba en los trabajos de la Comisión de leyes, podía dar informes ciertos sobre la futura sesión, por cuyo motivo circulaban distintos rumores. Pero no escuchaba lo que le decía Firhow y miraba tan pronto al Emperador como a los caballeros que se disponían a bailar y no se decidían a entrar en el círculo.

El príncipe Andrés observaba a aquellas parejas a quienes el Emperador intimidaba y que se morían de deseos de bailar. Pedro se acercó al príncipe Andrés y le cogió la mano.

— ¿Aún no baila? Aquí tengo a una protegida, la pequeña de los Rostov; invítela, por favor — dijo.

— ¿Dónde está?— preguntó Bolkonski —. Perdone — dijo al Barón—, ya terminaremos esta conversación en otro lugar; estamos en el baile y hemos de bailar.

Avanzó en la dirección que Pedro le indicaba. La cara desesperada, palpitante, de Natacha saltó a los ojos del príncipe Andrés. La reconoció. Adivinó lo que pensaba y comprendió que aquél era su primer gran baile; se acordó de la conversación en la ventana y, con la expresión más alegre, se acercó a la condesa Rostov.

— Permítame que le presente a mi hija — dijo la Condesa, ruborizándose.

— Ya tuve el gusto de ser presentado a ella, como recordará usted, Condesa — dijo el príncipe Andrés con una sonrisa cortés y profunda que estaba completamente en contradicción con lo que había dicho la señorita Perouskaia con respecto a la grosería del Príncipe, quien se acercó a Natacha y se dispuso a pasarle el brazo por la cintura antes de invitarla a bailar. Le propuso una vuelta de vals. La expresión de desespero de Natacha, tan pronta al dolor como al entusiasmo, se desvaneció súbitamente con una sonrisa de felicidad, de agradecimiento infantil.

«Hacía mucho tiempo que lo esperaba», parecía que dijera la sonrisa de aquella chiquilla asustada y satisfecha cuando apoyó el brazo en el hombro del príncipe Andrés. Era la segunda pareja que entraba en el círculo.

El príncipe Andrés era uno de los mejores bailarines de su época. Natacha bailaba admirablemente; se hubiera dicho que los pies calzados de gala no rozaban el suelo, y su rostro resplandecía de entusiasmo y de felicidad. Su cuello y sus brazos desnudos no eran ni mucho menos tan hermosos como los de Elena; tenía los hombros delgados y el pecho no estaba formado todavía; los brazos eran flacos; pero sobre su piel le parecía experimentar los millares de miradas que la rozaban. Natacha tenía la actitud de una niña escotada por vez primera, de una niña que se hubiera avergonzado de su escote si no la hubiesen convencido de que era necesario lucirlo.

Al príncipe Andrés le gustaba bailar y, bailando, se olvidaba enseguida de las conversaciones políticas e intelectuales con las que todo el mundo se dirigía a su encuentro: deseaba desprenderse de la violencia que producía la presencia del Emperador; se había puesto a bailar y había escogido a Natacha porque Pedro se la había recomendado y porque era la primera muchacha bonita que sus ojos habían visto. Pero en cuanto hubo ceñido aquella cintura delgada, ligera, en cuanto ella se movió tan cerca de él, sonriendo, lo atrayente de su hechizo le subió a la cabeza. Cuando, al descansar, después de haberla dejado, se paró y miró a los que bailaban, sintióse rejuvenecido.

VI

Después del príncipe Andrés, Boris se acercó a Natacha y la invitó a bailar; luego, el ayudante de campo que había abierto el baile; después, otros jóvenes, y Natacha, feliz y roja de emoción, pasaba a Sonia sus demasiado numerosos solicitantes. Bailó toda la noche sin descanso. No se dio cuenta de que el Emperador hablaba largamente con el embajador francés, que hablaba con tal o cual dama con una atención particular, que el príncipe tal hacía o decía tal cosa, que Elena tenía un gran éxito y que tal persona la honraba con singular atención. No veía ni al Emperador. No se dio cuenta de su marcha sino porque el baile se animó más aún. El príncipe Andrés bailó con Natacha un cotillón muy alegre que precedió a la cena.

Él le recordó cómo se encontraron por primera vez en el camino de Otradnoie, cuánto le había costado dormirse aquella noche de luna y cómo, sin querer, la había oído. Aquel recuerdo sofocó a Natacha, que intentó justificarse, como si hubiera algo malo en aquel estado en que el príncipe Andrés la había sorprendido involuntariamente.

Al Príncipe, como a todas las personas educadas en el gran mundo, le gustaba tratar con quienes carecían del trivial sello mundano. Así era Natacha con su admiración, su alegría, su timidez y hasta sus incorrecciones de francés. Él la escuchaba y le hablaba de una manera particularmente tierna y atenta. Sentado a su lado, hablándole de todos los temas más insignificantes, el príncipe Andrés admiraba el brillo gozoso de sus ojos, y de su sonrisa, provocada no por las palabras pronunciadas, sino por su felicidad interior.

Cuando Natacha era invitada a bailar, se levantaba riendo y daba vueltas por la sala; el príncipe Andrés admiraba sobre todo su gracia ingenua. A medio cotillón, Natacha, al terminar una figura, volvió a su asiento sofocada todavía.

Otro caballero la invitó nuevamente.

Estaba cansada, oprimida, y, visiblemente, quería rehusar, pero de pronto ponía gozosamente la mano sobre el hombro de su pareja y sonreía al príncipe Andrés. «Estaría muy contenta descansando y quedándome a su lado; estoy fatigada, pero, ya ve usted: vienen a buscarme y soy feliz, estoy satisfecha y amo a todos; usted y yo ya lo comprendemos», y su sonrisa aún decía muchas más cosas. Cuando su pareja la dejó, Natacha corrió a través de la sala en busca de dos damas para la figura. «Si primero se acerca a su prima y, enseguida, a otra dama, será mi mujer», se dijo de pronto el príncipe Andrés, admirándola, sorprendido de sí mismo.

Natacha se acercó primero a su prima.

«¡Qué tonterías se nos ocurren muchas veces! —pensó el príncipe Andrés —; pero tan cierto es el encanto de esta muchacha, tanto es su atractivo que no bailará más de un mes aquí, que se casará... Es una rareza en este mundo», pensó cuando Natacha, alisándose el vestido, se sentaba a su lado.

Al acabar el cotillón, el anciano Conde, con su frac azul, se acercó a la pareja, invitó al príncipe Andrés a hacerles una visita y preguntó a su hija si estaba contenta. Natacha no respondió; sólo tuvo una sonrisa, que parecía decir en tono de reconvención:

«¿Cómo es posible que se me pregunte eso?» — ¡Estoy contenta como nunca lo había estado en mi vida! — dijo.

El príncipe Andrés observó que sus delgados brazos se levantaban rápidamente para abrazar a su padre y se bajaban enseguida. Natacha no había sido nunca tan feliz. Estaba embriagada de felicidad, hasta ese punto en que las personas se vuelven dulces y buenas del todo y no creen en la posibilidad del mal, de la desgracia, del dolor.

En aquel baile, a Pedro, por primera vez, le hirió la situación que su esposa ocupaba en las altas esferas. Estaba desanimado y distraído. Una larga arruga le atravesaba la frente, y de pie, cerca de una ventana, miraba por encima de los lentes sin ver a nadie.

Natacha pasó por delante de él al ir a cenar. El semblante torvo y desventurado de Pedro la afectó. Se paró ante él; habría querido consolarle, darle el exceso de su felicidad.

— Es bonito, Conde, ¿no le parece? — dijo.

Pedro sonrió distraídamente; sin duda no comprendía lo que le decían.

«¡Cómo podría sentirse descontento un hombre tan bueno como Bezukhov!», pensó Natacha. A sus ojos, todo lo que se encontraba en aquel baile era bueno, gentil, amable; se amaban los unos a los otros. Nadie podía ofender a nadie, y por esto todo el mundo debía ser feliz.

VII

Al día siguiente, el príncipe Andrés fue a efectuar algunas visitas a casa de personas que aún no había saludado, y entró en casa de los Rostov, con quienes se había relacionado en el último baile. Además de cumplir una regla de cortesía que le obligaba a visitarlos, quería ver en su propia casa a aquella niña original, animada, que le había dejado un recuerdo tan agradable.

Natacha fue de las primeras en salir a recibirlo. Llevaba un vestido azul que, para el gusto del Príncipe, aún le sentaba mejor que el del baile. Ella y toda su familia recibieron al príncipe Andrés como una amistad antigua, con sencillez y cordialidad. Toda la familia, a la que, en otra ocasión, el príncipe Andrés había juzgado tan severamente, le parecía ahora formada por buena gente, muy sencilla y muy amable. La hospitalidad y la bondad del anciano Conde, que en San Petersburgo se portaba con singular gentileza, era tal, que el príncipe Andrés no pudo rehusar la invitación a cenar. «Sí, son buena gente — pensó Bolkonski —, que no saben seguramente el tesoro que tienen con Natacha. Son buena gente que forman el mejor fondo para esta encantadora niña tan poética y tan llena de vida.» El príncipe Andrés sentía en Natacha la presencia de un mundo particular, totalmente extraño para él, lleno de alegrías desconocidas, de aquel mundo extraño al que ya se había asomado en el camino de Otradnoie y, en la ventana, en aquella noche de luna. Ahora este mundo ya no le desazonaba, no era extraño para él, e incluso encontraba placeres desconocidos.

Después de cenar, Natacha, a ruegos del príncipe Andrés, se sentó al clavecín y comenzó a cantar. El príncipe estaba cerca de la ventana, hablando con las señoras, y la escuchaba. Al final de una estrofa calló y escuchó. Impensadamente subieron a su garganta unos sollozos cuya culpabilidad no sospechó siquiera.

Miró a Natacha, que cantaba, y en su alma aconteció algo nuevo y feliz. Estaba alegre y triste a la vez. No tenía ninguna razón para llorar, pero las lágrimas se escapaban de sus ojos. ¿Por qué? ¿Por su antiguo amor? ¿Por la pequeña Princesa? ¿Por sus ilusiones, por sus esperanzas...? Sí y no. Las lágrimas obedecían sobre todo a la contradicción violenta que, de pronto, había reconocido entre alguna cosa infinita, grande, que existía en él, y la materia, reducida, corporal, que era él e incluso ella. Esta contradicción le entristecía y le alegraba mientras ella cantaba.

En cuanto Natacha dejó de cantar, se acercó a él y le preguntó si le gustaba su voz. Natacha formuló esta pregunta y se avergonzó inmediatamente al comprender que era una pregunta que no debía haber hecho. Él la miró y sonrió; le dijo que su canto le gustaba mucho, como todo lo que ella hacía.

El príncipe Andrés se marchó muy tarde de casa de los Rostov. Se acostó por costumbre, pero pronto se dio cuenta de que estaba desvelado. Encendió el candelabro y se sentó en la cama: volvió a acostarse y notó que no le molestaba estar despierto; tenía el alma alegre y rejuvenecida, como si de un lugar cerrado se hubiera escapado al aire libre. No se le ocurría pensar que estaba enamorado de la señorita Rostov. No pensaba en ella, la imaginaba solamente, y gracias a ello toda su vida se presentaba ante él con un nuevo aspecto. «¿Por qué he de preocuparme, por qué he de trabajar dentro de este marco estrecho, cerrado, cuando la vida, toda la vida, con todas sus alegrías, se abre para mí?», se preguntaba. Y por primera vez desde hacía mucho tiempo empezó a trazar planes para el porvenir. Decidió que debía ocuparse de la educación de su hijo, buscarle un preceptor y confiárselo; después presentar la dimisión y marcharse al extranjero, ver Inglaterra, Suiza, Italia. «He de aprovechar la libertad que tengo mientras sienta dentro de mí tanta fuerza y juventud. Pedro tenía razón cuando decía que hay que creer en la posibilidad de la felicidad para ser feliz. Y ahora creo. Dejemos que los muertos entierren a sus muertos; mientras se vive, hay que vivir y ser feliz», pensaba.

VIII

Invitado por el conde Ilia Andreievitch, el príncipe Andrés fue a comer a casa de los Rostov y allí pasó todo el día.

Todos los de la casa comprendían por qué iba, y él, sin ocultarlo, procuró pasar todo el tiempo con Natacha. No sólo en el alma de Natacha, asustada pero feliz y entusiasmada, sino también por toda la casa, se sentía el miedo de alguna cosa importante que había de realizarse. La Condesa, con ojos tristes, pensativos y severos, miraba al príncipe Andrés mientras hablaba con Natacha y tímidamente, para disimular, empezaba una conversación sin importancia, en cuanto él se volvía. Sonia tenía miedo de dejar a Natacha y temía estorbarlos cuando estaba entre ellos dos. Natacha palidecía de miedo, tímida, cuando por un momento se quedaba sola con él. Le extrañaba la timidez del Príncipe. Comprendía que había de decirle alguna cosa, pero que no se decidía.

Cuando, por la noche, el príncipe Andrés se marchó, la Condesa, en voz baja, le preguntó a Natacha:

— ¿Y qué?

— Mamá, por Dios, no me preguntes nada ahora. No debemos hablar de ello.

Pero por la noche, Natacha, ora emocionada, ora asustada, con los ojos inmóviles, permaneció mucho rato tendida en la cama de su madre. Tan pronto le contaba los cumplidos que él le hacía, como le decía que se marcharía al extranjero, o le preguntaba dónde pasarían el verano, o le hablaba de Boris.

— ¡No he sentido jamás cosa semejante! — decía Natacha —. Ante él me encuentro extraña, tengo miedo; ¿qué quiere decir esto? ¿Eh? Mamá, ¿duermes?

— No, hija mía; yo también tengo miedo — dijo la Condesa —. Ve, ve a dormir.

—Es igual; tampoco dormiría. ¡Qué tontería es dormir! ¡Mamá, mamá, no había experimentado jamás cosa semejante! —repetía, aterrorizada y admirada de aquel sentimiento que descubría—. ¡Quién había de decirlo!

A Natacha le parecía que se había enamorado del príncipe Andrés desde que le vio por primera vez en Otradnoie. Estaba asustada de aquella suerte extraña e inesperada que había hecho que se encontrara de nuevo con aquel a quien ella había escogido entonces (de esto estaba firmemente convencida), y que, a juzgar por las apariencias, ella no le era del todo indiferente. «Y como si fuese hecho a propósito, él está en San Petersburgo cuando estamos nosotros; y nos hemos encontrado en el baile. Eso es el destino. Está bien claro que todo esto es obra del destino. La primera vez que le vi experimenté una sensación extraña.» — ¿Qué es lo que te ha dicho? ¿Qué versos son aquellos...? — dijo pensativamente la madre, refiriéndose a unos versos que el príncipe Andrés había escrito en el álbum de Natacha.

—Mamá, ¿verdad que no es ningún mal que sea viudo?

— Basta, Natacha, basta. Reza. Los casamientos se hacen en el cielo.

—Pero, mamita, mujer, ¡si supieras cuánto lo quiero! ¡Qué contenta estoy! — exclamó Natacha, llorando de emoción y de felicidad y abrazando a su madre.

A aquella hora, el príncipe Andrés se encontraba en casa de Pedro y le hablaba de su amor por Natacha y de su intención de casarse con ella.

Aquel día había reunión en casa de la condesa Elena. Entre los invitados se encontraban el embajador francés, el gran Duque, quien frecuentaba mucho la casa desde hacía poco tiempo, y muchas grandes damas y personalidades. Pedro, abajo, atravesaba los salones y dejaba sorprendidos a todos los que le veían a causa de su expresión concentrada, distraída y oscura.

Desde el baile, Pedro se sentía preso de una hipocondría que procuraba vencer con desesperados esfuerzos. A raíz de las relaciones del gran Duque con su mujer, inesperadamente había sido nombrado chambelán, y a partir de aquel momento empezó a sentir aburrimiento y vergüenza en la alta sociedad. Ideas tenebrosas sobre la vanidad de todo lo de este mundo le ensombrecían a menudo. Desde que había descubierto los sentimientos de su protegida Natacha y del príncipe Andrés, su mal humor aumentaba por el contraste de su situación y la de su amigo. Procuraba no pensar ni en su mujer, ni en Natacha, ni en el príncipe Andrés.

Pedro, al salir del piso de la Condesa, a medianoche, había ido a sentarse arriba, en la habitación de techo bajo, llena de humo; ante la mesa, con una bata vieja, hacía copias de actas cuando alguien entró.

Era el príncipe Andrés:

— ¡Ah! ¿Eres tú? — exclamó Pedro con tono distraído y descontento —. Aquí me tienes — dijo mostrando la libreta con el gesto de huir de las miserias de la vida con el cual los desgraciados miran el trabajo que están haciendo.

El príncipe Andrés, con el rostro radiante, entusiasta, transformado, se paró ante Pedro y, sin darse cuenta de su expresión triste, le sonrió con el egoísmo de la felicidad.

— Y bien, amigo — dijo —. Ayer quería hablarte y hoy he venido para esto. En mi vida había experimentado cosa semejante. Estoy enamorado, amigo mío.

Pedro suspiró pesadamente y se dejó caer sobre el diván, al lado del Príncipe.

— De Natacha Rostov, ¿verdad?

— Sí, sí, claro. ¿De quién sino de ella? No lo hubiera creído nunca, pero esto es más fuerte que yo. Ayer sufrí mucho; pero no daría este sufrimiento por nada del mundo. Antes no vivía, pero ahora no puedo vivir sin ella. Pero ¿puede amarme? Soy viejo para ella... ¿Por qué no me dices nada?

— ¿Yo, yo? ¿Qué quieres que te diga? — dijo Pedro súbitamente. Levantándose, empezó a pasear por la habitación —. Ya hacía mucho tiempo que lo pensaba... Esta muchacha es un tesoro, tan... Es una rareza... Amigo, por favor, no dudes más y cásate, cásate, cásate; estoy seguro de que no habrá hombre más feliz que tú.

— Pero, ¿y ella?

—Ella te ama.

— No digas tonterías — dijo el príncipe Andrés sonriendo y mirando a Pedro de hito en hito.

— Ella te ama..., yo lo sé — exclamó Pedro.

— No, escucha — dijo el Príncipe deteniéndole con la mano —. ¿Sabes en qué situación me encuentro? Tengo necesidad de decirlo a alguien.

— Bueno, pues. Di. Estoy muy contento.

Y, en efecto, el rostro de Pedro cambiaba, las arrugas desaparecían y con gesto alegre escuchaba al príncipe Andrés.

Éste parecía otro hombre. ¿Dónde estaban su enojo, su desprecio de sí mismo, aquel extraño desengaño de todo? Pedro era la única persona ante la cual se podía decidir a confesarse, y exprimió todo lo que tenía en el alma. Sosegadamente, con atrevimiento, hacía los planes para un largo porvenir; decía que no podía sacrificar su felicidad por el capricho de su padre, que él sabría obligarle a dar el consentimiento a su matrimonio, a verlo con gozo; de lo contrario, lo haría sin su consentimiento. Y a veces se admiraba de este sentimiento que se apoderaba de él en absoluto, como de una cosa extraña, independiente de sí mismo.

— Si alguien me hubiese dicho que yo podía enamorarme de esta manera, no lo hubiera creído. Esto no se parece en nada a lo que sentía antes. Para mí, el mundo está dividido en dos partes: ella, y con ella la felicidad, la esperanza; la otra parte, todo aquello donde ella no está: la tristeza, la oscuridad, el final — dijo el príncipe Andrés.

— La oscuridad, las tinieblas... — replicó Pedro —. Sí, lo comprendo.

—Yo no puedo dejar de amar la claridad; esto no es culpa mía; y soy muy feliz. ¿Me comprendes? Ya sé que compartes mi alegría.

— Sí, sí — afirmó Pedro mirando a su amigo con ojos que expresaban tristeza y ternura. Y cuanto más brillante le parecía la suerte del príncipe Andrés, más negra le parecía la suya.

IX

Era necesario el consentimiento del padre para la boda, y a la mañana siguiente el príncipe Andrés marchó a su casa.

El anciano recibió la noticia con una calma aparente y con disimulada hostilidad. No podía comprender por qué quería cambiar de vida e introducir algo nuevo cuando su vida ya estaba acabada.

«Que me dejen terminar como quiero y que luego hagan lo que quieran», se decía el viejo. Pero con su hijo utilizó la diplomacia que empleaba en los casos importantes. Empezó a discutir el asunto en un tono completamente tranquilo.

En primer lugar, el matrimonio no era brillante ni por el parentesco, ni por la fortuna, ni por la nobleza; en segundo lugar, el príncipe Andrés no era joven y estaba delicado (el anciano insistía particularmente en este punto) y ella era muy joven; en tercer lugar, había un hijo que era lástima tener que confiarlo a una esposa joven.

— Finalmente — el anciano le dijo con sorna —, te pido que aguardes un año a casarte. Ve al extranjero, cuídate, busca, como es tu intención, un alemán para el príncipe Nicolás, y luego, si el amor, la pasión, la ceguera por la persona son aún tan grandes, cásate. Ésta es mi última palabra, ¿lo has entendido? La última... — concluyó el Príncipe con un tono que demostraba que no había nada que pudiera hacerle cambiar de determinación.

El príncipe Andrés vio claramente que su padre esperaba que su amor o el de Natacha no resistirían la prueba de un año de ausencia, o bien que para entonces él estuviera muerto; el príncipe Andrés resolvió hacer la voluntad de su padre, pedir la mano de Natacha y fijar la boda al cabo de un año.

A las tres semanas de la última reunión en casa de los Rostov, el príncipe Andrés regresaba a San Petersburgo.

Al día siguiente de la conversación con su madre, Natacha aguardó en vano a Bolkonski todo el día. Lo mismo ocurrió al siguiente, y al otro, y al otro. Pedro tampoco se presentaba, y Natacha, que no sabía que el príncipe Andrés se hubiese marchado a su casa, no podía explicarse su ausencia.

Pasaron tres semanas. Natacha no quería ir a ninguna parte y andaba de una habitación a otra, como una sombra, ociosa y desconsolada. Por la noche, a escondidas, lloraba y no iba a la cama de su madre. Por el menor motivo se ruborizaba y le latía el corazón. Se imaginaba que todos le descubrían el despecho y que se burlaban de ella o la compadecían. La herida del amor propio, unida a la intensidad del dolor íntimo, aumentaba todavía su desventura.

Un día entró en la habitación de su madre para decirle alguna coca, y súbitamente se puso a llorar. Las lágrimas le resbalaban por el rostro como a una criatura humillada que no sabe por qué la han castigado.

La Condesa la calmó; Natacha, que al principio escuchaba las palabras de su madre, la interrumpió:

— Basta, mamá. No pienso ni quiero pensar. Bueno; venía... Ha dejado de venir...

La voz le temblaba. Estaba a punto de llorar de nuevo, pero se contuvo y prosiguió con tranquilidad; — No quiero casarme; él me da miedo. Ahora ya estoy bien tranquila...

Al día siguiente, después de esta conversación, Natacha se puso un vestido viejo, por el que sentía una predilección especial, y desde aquella mañana reemprendió la vida ordinaria, de la que se había apartado desde el día del baile. Después de tomar el té fue al salón, que le gustaba mucho por la resonancia que tenía, y se puso a solfear.

Cuando hubo terminado la primera lección se sentó en medio de la sala y repitió una frase musical que le agradaba especialmente. Escuchaba con placer el encanto con que sus sonidos se esparcían y llenaban todo el vacío de la sala y se apagaban lentamente; y súbitamente se puso alegre.«¿Qué saco pensando tanto? ¡Se está bien sin eso! », se dijo, y empezó a pasearse de un lado a otro, por el parquet sonoro, pero cambiando de paso a cada momento y deslizándose del tacón a la punta (llevaba los zapatos nuevos que prefería); después, alegre, como si oyera el eco de su voz, escuchaba el choque regular del tacón y el ruido leve de las puntas. Al pasar por delante del espejo se miraba. «¡Yo soy así!—parecía que dijera su rostro cuando se reflejaba en el espejo—. ¡Bueno, no necesito a nadie!» Un criado quiso entrar para arreglar el salón, pero ella no se lo permitió; cerró la puerta tras de sí y continuó paseándose. Aquella mañana volvía a su estado predilecto de amor para consigo misma y de admiración a su persona... «¡Qué delicia esta Natacha!», se decía de nuevo, como si hubiese sido un hombre quien hablara de ella. «Bonita, voz encantadora, joven y no hace daño a nadie; sólo falta dejarla tranquila.» Pero, a pesar de que la dejaban tranquila, no encontraba sosiego. De ello se dio cuenta inmediatamente.

La puerta del vestíbulo se abrió; alguien preguntó si estaban los de la casa. Se oyeron pasos. Natacha se miraba al espejo, pero no se veía en él. Oyó hablar en la antesala. Cuando distinguió las voces se volvió pálida. Era «él». Estaba segura, a pesar de que apenas oía su voz a través de las puertas cerradas.

Pálida y asustada, corrió a la sala.

— ¡Mamá! ¡Bolkonski ha venido! ¡Mamá, es terrible, es insoportable! ¡Yo no quiero... sufrir! ¿Qué debo hacer?

Antes de que la Condesa tuviera tiempo de responder, el príncipe Andrés entraba en la sala, con la cara trastornada y seria.

Cuando se dio cuenta de la presencia de Natacha, se le iluminó el rostro. Besó la mano a la Condesa y a Natacha y se sentó en el canapé.

—Hacía tiempo que no habíamos tenido el gusto... — empezó la Condesa, pero el príncipe Andrés la interrumpió, contestando a la pregunta, deseoso de explicarse.

— No he venido porque he estado todos estos días en casa de mi padre. Tenía que hablarle de una cuestión muy importante. He llegado esta noche... — dijo lanzando una mirada a Natacha —. Quisiera hablarle, Condesa — añadió después de un minuto de silencio.

La Condesa suspiró con pena y entornó los ojos.

— Estoy a su disposición — dijo.

Natacha comprendía que había de retirarse, pero no sabía hacerlo; tenía la sensación de que le apretasen el cuello; con atrevimiento miró al príncipe Andrés con ojos asustados.

«¡Enseguida! ¿Inmediatamente...? ¡Esto no puede ser!», pensó.

Él la miró nuevamente, y aquella mirada la convenció de que no se engañaba. Sí..., enseguida, ahora mismo, su suerte sería decidida.

— Ve, Natacha, ya te llamaré — murmuró la Condesa.

Natacha miró al príncipe Andrés y a su madre con espantados y suplicantes ojos y salió.

— Condesa, he venido a pedirle la mano de su hija — dijo el Príncipe.

La cara de la Condesa enrojeció y de momento no contestó nada.

— Su proposición... — empezó lentamente la Condesa.

El príncipe Andrés permanecía callado y la miraba.

— Su proposición... — estaba angustiada — nos es muy agradable y... la acepto y estoy muy contenta. Y mi esposo... espero... Pero esto es ella misma quien debe decidirlo...

—Cuando me dé su consentimiento se lo preguntaré... ¿Me lo permite?—preguntó el príncipe Andrés.

— Sí... — dijo la Condesa.

Ella le tendió la mano y con un sentimiento mezcla de ternura y de miedo puso los labios en la frente del príncipe Andrés, mientras él le besaba la mano. Ella quería amarlo como a un hijo, pero le parecía demasiado extraño e imponente aún.

— Estoy segura de que mi marido consentirá — dijo la Condesa —. Pero ¿y su padre?

— Mi padre, a quien he comunicado mis intenciones, ha puesto por condición absoluta, para dar su consentimiento, que espere un año. Esto es lo que quería decirle. — Claro que Natacha es muy joven aún, pero una espera tan larga...

— Es preciso... — dijo él, suspirando.

— Ahora la haré venir — dijo la Condesa, y salió del salón.

«Señor, Dios mío, ten piedad de mí», repetía la Condesa mientras iba a buscar a su hija. Sonia le dijo que Natacha estaba en su dormitorio.

Se había sentado en la cama, pálida, con los ojos secos; contemplaba el icono y, persignándose rápidamente, murmuraba alguna cosa. Al ver a su madre, saltó de la cama y corrió a su encuentro.

— ¿Qué, mamá? ¿Qué?

— Ve, ve con él. Ha pedido tu mano — dijo la Condesa fríamente, según pareció a Natacha —. Ve, ve — repitió con tristeza detrás de su hija, que corría; y suspiraba con pena.

Natacha no se acordó que entraba en el salón. Desde la puerta le vio y se detuvo. «Este extraño, ¿lo es "todo" para mí desde ahora?», se preguntaba; y enseguida se respondía: «Sí, todo. Desde ahora lo amo más que a todo el mundo.» El príncipe Andrés se le acercó con los ojos bajos.

— La amo desde el primer día que la vi. ¿Puedo esperar?

La miraba. La expresión grave y apasionada de su rostro la impresionaba. La suya decía:

«¿Por qué lo preguntas? ¿Por qué dudar de aquello que es imposible esconder? ¿Por qué hablar cuando uno no puede expresar con palabras lo que siente? » Se acercó a él y se detuvo. Le cogió la mano y se la besó.

— ¿Me quiere?

— Sí, sí —dijo Natacha, como si le pesara; suspiró profundamente, después aceleró los suspiros y sollozó.

— ¿Por qué? ¿Qué tiene?

— ¡Ah, soy tan feliz! — replicó ella, sonriendo a través de las lágrimas; él se inclinó hacia ella, reflexionó un segundo, como si se interrogara, y la abrazó.

El príncipe Andrés le cogía las manos, le miraba a los ojos y no hallaba en su alma el antiguo amor por ella. Súbitamente, alguna cosa cambiaba en su interior, no experimentaba el viejo encanto poético, misterioso, del deseo, sino la lástima por su debilidad de mujer y de criatura, el miedo ante su ternura y su confianza, la conciencia, penosa y alegre a la vez, del deber que le ataba para siempre a ella. El sentimiento actual, aunque no fuera tan puro y tan poético como el otro, era más profundo y más vivo.

— ¿Le ha dicho su madre que debemos esperar un año?—dijo el príncipe Andrés sin apartar sus ojos de los de ella.

«¿Soy esta chiquilla juguetona, como todos dicen de mí? — pensó Natacha —. ¿Soy yo, desde este momento, "la mujer", la igual de este hombre simpático, inteligente, que hasta mi padre respeta? Claro que desde hoy ya no se puede bromear con la vida, que ya soy una mujer, responsable de todos mis actos; de todas mis palabras. Sí. ¿Qué me ha pedido? » — No — dijo Natacha, pero no sabía lo que le había preguntado.

— Perdóneme — dijo el Príncipe —. Es usted tan joven y yo he vivido tanto ya... Tengo miedo por usted. Aún no se conoce usted a sí misma.

Natacha escuchaba con atención, tratando de comprender todo el sentido de aquellas palabras, sin lograrlo.

— Por mucho que sienta esta espera, que alarga la hora de mi felicidad — prosiguió el príncipe Andrés —, durante este tiempo podré conocerla. Dentro de un año le pediré que quiera hacer mi felicidad, pero es usted libre... Nuestro noviazgo quedará entre nosotros, y si se convence usted de que me ama o me amaba... — dijo el príncipe Andrés con una sonrisa forzada.

— ¿Por qué dice usted eso? — interrumpió Natacha —. Ya sabe usted que le amo desde el día en que vino a Otradnoie—dijo, firmemente convencida de que decía la verdad.

— En un año se podrá usted conocer a sí misma.

— ¡Un año! — exclamó súbitamente Natacha, que hasta entonces no comprendió que el matrimonio no se efectuaría hasta pasado ese tiempo —. ¿Por qué un año? ¿Por qué?

El príncipe Andrés le explicó la causa.

Natacha no le oía.

— Pero ¿no hay otro remedio? — preguntó.

El príncipe Andrés no contestó, pero su rostro expresaba la imposibilidad de modificar esta decisión.

— ¡Es terrible! No, ¡es espantoso, espantoso! —dijo Natacha, que volvía a llorar —. Me moriré si debemos aguardar un año. ¡Es imposible!

Contempló la cara de su prometido y le pareció ver en ella una expresión de lástima y de extrañeza.

— No, no, haré todo cuanto sea preciso — dijo súbitamente Natacha secándose las lágrimas —. ¡Estoy tan contenta!

Sus padres entraron en el salón y bendijeron a los enamorados.

Desde aquel día, el príncipe Andrés frecuentó la casa de los Rostov como prometido.

X

No hubo fiesta de noviazgo y nadie supo que Bolkonski y Natacha se habían prometido. El príncipe Andrés lo quería, a pesar de todo. Decía que, siendo él la causa de su retraso, él había de pagar la pena; que su palabra le ligaba para siempre, pero que no quería que Natacha se comprometiera y la dejaba en completa libertad. «Dentro de seis meses, si ella ve que no me ama, tendrá derecho a retirar su palabra.» No hay que decir que ni los padres de Natacha ni ella misma querían oír hablar de eso. Pero el príncipe Andrés insistía. Diariamente iba a casa de los Rostov, pero no se comportaba como el prometido de Natacha. La trataba de usted y le besaba la mano. Después de la petición, entre el príncipe Andrés y Natacha se establecieron unas relaciones muy distintas de las simplemente amistosas que tuvieron antes. Hasta entonces no se conocían. A los dos les gustaba recordar cómo se juzgaban cuando todavía no eran «nada» el uno para el otro. Ahora los dos se sentían muy distintos. Antes disimulaban; ahora eran sencillos y sinceros.

En la familia, de momento, las relaciones con el príncipe Andrés produjeron cierta incomodidad; tenía el aspecto de un hombre de otra clase social, y durante mucho tiempo Natacha hubo de acostumbrar a los suyos al principe Andrés, afirmando a todos, con orgullo, que parecía raro, pero que, al fin y al cabo, era como todos; que a ella no le daba miedo y que nadie había de temerle. Al cabo de algún tiempo, la familia se acostumbró a ello, y, sin cohibirse por su presencia, la casa seguía su vida ordinaria, que él también llevaba. Sabía hablar de las tierras con el Conde, de vestidos con la Condesa y Natacha, de álbumes y tapicerías con Sonia. A veces, los Rostov, entre ellos y delante del príncipe Andrés, admirábanse de lo que había ocurrido y de cómo eran evidentes los signos del destino: la llegada del Príncipe a Otradnoie, su entrada en San Petersburgo, y muchas otras circunstancias observadas por los familiares.

En la casa reinaba aquel sopor poético y silencioso que acompaña siempre la presencia de los prometidos. A menudo, sentados en el salón, todos permanecían callados; a veces se levantaban y los prometidos se quedaban solos y también callaban. Hablaban muy poco de su vida futura. El príncipe Andrés sentía miedo y vergüenza de hablar de ello. Natacha compartía este sentimiento, como todos los demás, que siempre adivinaba. Una vez, Natacha le habló de su hijo. El Príncipe se ruborizó, lo que ocurría muy a menudo, al ver la gran ternura de Natacha, y dijo que su hijo no viviría con ellos.

— ¿Por qué? — preguntó Natacha, extrañada.

— No puedo separarlo de su abuelo. Y luego...

— ¡Cómo le querría! — dijo Natacha adivinándole el pensamiento —. Pero ya lo veo; no quiere que tenga ningún motivo de acusarnos a usted y a mí.

El viejo Conde se acercaba a veces al príncipe Andrés, le abrazaba y le pedía de vez en cuando consejo para la educación de Petia o la carrera de Nicolás. La Condesa suspiraba al mirarlo. Sonia, siempre temerosa de estorbar, buscaba excusas para dejarlos solos, incluso cuando no era necesario. Cuando el príncipe Andrés hablaba — hablaba muy bien —, Natacha lo escuchaba con orgullo; cuando era ella la que hablaba, veía con miedo y alegría que él la miraba atentamente. Y se preguntaba: «¿Qué encuentra en mí? ¿Qué quiere decir con esta mirada? ¿Y si no hallara en mí lo que su mirada busca?» A veces se sentía locamente alegre; entonces le gustaba mucho mirarle y escuchar cómo se reía el príncipe Andrés. Reía muy poco, pero cuando lo hacía se abandonaba completamente a la risa; y cada vez, después que ocurría esto, ella se sentía más cerca de él. Natacha habría sido totalmente feliz si la idea de la separación que se acercaba no la hubiera asustado; él también palidecía y temblaba al pensarlo.

La tarde anterior al día en que debía marcharse de San Petersburgo, el príncipe Andrés llegó acompañado de Pedro, quien no había vuelto a casa de los Rostov desde el día del baile. Pedro parecía trastornado y confuso. Habló con la madre. Natacha se sentó con Sonia cerca de la mesa de ajedrez e invitó al príncipe Andrés. Éste se acercó.

— ¿Hace mucho tiempo que conoce usted a Bezukhov? ¿Es muy amigo suyo?—preguntó el Príncipe.

— Sí. Es bueno, pero un poco raro.

Y, como siempre que se hablaba de Pedro, Natacha empezó a explicar anécdotas de sus distracciones, algunas de las cuales eran inventadas.

— Ya sabe usted que le he confesado nuestro secreto —dijo el Príncipe—. Le conozco desde pequeño. Tiene un corazón angelical. Quisiera pedirle, Natacha... — dijo súbitamente, muy serio —. Me marcho. Dios sabe lo que puede pasar. Podría dejar de quer... Bueno, ya sé que no hemos de hablar de esto, pero solamente quiero pedirle una cosa: pase lo que pase, cuando yo no esté aquí...

— Pero ¿qué puede ocurrir?

— Cualquier desgracia que sobreviniera, le pido, señorita Natacha, que se dirija a él en busca de consejo y ayuda. Es el hombre más distraído del mundo, pero tiene un corazón de oro.

Ni el padre, ni la madre, ni Sonia, ni hasta el príncipe Andrés, podían prever el efecto que produciría en Natacha la separación de su prometido. Enrojecida por la emoción, los ojos secos, estuvo recorriendo la casa durante todo el día, ocupándose de las cosas más insignificantes, como si no comprendiera lo que la esperaba. No lloró ni siquiera en el momento en que, diciéndole adiós, él le besó la mano por última vez. «¡No se vaya!», le dijo con una voz que le hizo pensar si realmente había de quedarse y de la que se acordó durante mucho tiempo. Cuando se hubo marchado, tampoco lloró, pero no se movió de su habitación durante algunos días, sentada, no interesándose por nada y repitiendo de vez en cuando: «¡Ah! ¿Por qué se ha marchado?» Al cabo de dos semanas, con gran sorpresa de todos, se restableció de la depresión moral y volvió a ser como antes, pero su personalidad moral había cambiado, igual que las criaturas que se levantan con otra fisonomía después de una larga enfermedad...

SÉPTIMA PARTE

I

Nicolás Rostov se había convertido en un muchacho de maneras rudas, bueno, a quien las amistades de Moscú encontraban no muy recomendable, pero que era amado y respetado por sus compañeros, los subalternos y los jefes y que estaba satisfecho de su vida.

En aquellos últimos tiempos, en l809, su madre se quejaba frecuentemente en sus cartas; le decía que los negocios iban cada día peor y que debería volver a casa para consolar y hacer compañía a sus viejos padres.

Al leer estas cartas, Nicolás temía que quisieran hacerlo salir de aquel medio, en el cual, desligado de todas las preocupaciones de la vida, se encontraba tan tranquilo y satisfecho. Comprendía que, tarde o temprano, le sería preciso volver al engranaje de la vida: atar y desatar negocios, llevar cuentas con los administradores, discusiones, intrigas, relaciones, trato social, el amor de Sonia y la palabra dada.

Todo esto era horriblemente difícil y complicado, y contestaba a las cartas de su madre con otras frías, clásicas, que empezaban así: «Querida mamá», y acababan con: «Su obediente hijo», pasando por alto todo lo que pudiera hacer referencia a su vuelta. En 1810 recibió una carta de sus padres que le anunciaban que Natacha se había prometido a Bolkonski y que la boda no se celebraría hasta después de un año, porque el viejo Príncipe no daba su consentimiento. Esta carta entristeció y ofendió a Nicolás. En primer lugar, le dolía que Natacha se marchara, porque la quería más que a nadie de la familia; en segundo lugar, en calidad de húsar, se dolía de no haberse encontrado en su casa para demostrar a aquel Bolkonski que no era un gran honor su parentesco y que, si verdaderamente amaba a Natacha, podría prescindir del consentimiento paterno. Durante un momento dudó si pedir permiso para ver a Natacha prometida, pero las maniobras se acercaban, y después pensaba en Sonia, en las preocupaciones de los negocios, y aplazó otra vez el viaje. Sin embargo, en la primavera recibió una carta que su madre le había escrito a escondidas del Conde, y aquella carta le decidió a marcharse. Le decía que si no regresaba, si no se ocupaba de los negocios, las tierras se venderían públicamente y se verían todos reducidos a la mendicidad; que el Conde estaba muy avejentado, que se había confiado mucho a Mitenka, que era bueno y que todo el mundo le había engañado, que todo se hundía. «En nombre de Dios, te pido que vengas inmediatamente si no quieres hacernos desgraciados», escribía la Condesa.

Esta carta impresionó a Nicolás. Poseía aquel buen sentido de la mediocridad, que le dictaba lo que debía hacer.

Había llegado la hora de marcharse, si no licenciándose, por lo menos pidiendo un permiso. ¿Para qué era necesario marcharse? No lo sabía, pero, después de haber dormido bien, después de haber comido, ordenó que le ensillaran su gris Marte, un trotador muy fogoso, que hacía tiempo no había salido, y al llegar al alojamiento con el caballo echando espuma por la boca, dijo a Lavrutchka — Rostov se había quedado con el asistente de Denisov — y a los compañeros que salieron a verle que le habían dado un permiso y que se marchaba a su casa. A pesar de que le hubiera sido difícil y extraño pensar que se marchaba y no sabría nada del Estado Mayor — lo cual le interesaba particularmente —, si sería ascendido a capitán y si le darían la condecoración de Ana en las últimas maniobras; por extraño que le pareciera pensar que se iba a marchar sin vender al conde polaco Golukonsky los tres caballos que pretendía y de los que pensaba sacar dos mil rublos; por incomprensible que le pareciera su no asistencia al baile que unos húsares habían de dar a la señora Pchasdetzka para rivalizar con los ulanos, que daban otro a la señora Borjozovska, sabía que debía abandonar aquella buena vida e ir a alguna parte, allí donde todo eran tonterías y preocupaciones. Al cabo de una semana recibió el permiso. Los húsares, no sólo sus compañeros de regimiento, sino también los de la brigada, le ofrecieron una comida de quince rublos el cubierto, con orquesta y dos coros. Rostov bailó el trepak con el mayor Bassov; los oficiales, borrachos, zarandearon, abrazaron y dejaron caer a Rostov; los soldados del tercer escuadrón volvieron a zarandearlo y gritaron «¡hurra!» Por último, pusieron a Rostov en el trineo y lo acompañaron hasta la primera parada.

Hasta la mitad del camino, desde Krementchug a Kiev, todos los pensamientos de Rostov eran aún para el escuadrón, pero a partir de ese instante se olvidó de sus caballos, del sargento Dojoveika, y se preguntó con inquietud qué encontraría en Otradnoie. Cuanto más se acercaba, con más y más fuerza— como si el sentido moral estuviera sometido a la ley de la velocidad de caída de los cuerpos — pensaba en su casa. En la última parada, antes de Otradnoie, dio tres rublos al postillón para que bebiera, y como un chiquillo subió la escalera del portal de su casa.

Después de las expansiones de la llegada, pasada ya la extraña impresión de disgusto que experimentó Rostov al no encontrar lo que imaginaba («Siempre serán los mismos—pensaba —. ¿Por qué me he preocupado tanto?»), Nicolás empezó a acostumbrarse a su antiguo ambiente. Su padre y su madre eran los mismos que antes, únicamente habían envejecido algo. Hallaba en ellos cierta inquietud y a veces cierto desacuerdo, cosa que no había conocido nunca y que provenía, Nicolás lo supo pronto, de la marcha dificultosa de los negocios. Sonia tenía ya diecinueve años. Había dejado de embellecerse, ya no prometía nada nuevo, pero lo que poseía era suficiente. Toda su persona respiraba felicidad y amor desde que Nicolás había vuelto, y el amor constante, inconmovible, de aquella muchacha actuaba alegremente sobre él. Petia y Natacha fueron los que más sorprendieron a Nicolás.

Petia ya era un muchacho de trece años, listo, inteligente y muy gracioso, cuya voz empezaba a madurar. Natacha dejó admirado a Nicolás durante mucho tiempo, y siempre que la miraba sonreía.

— ¡No eres la misma! — decía.

— ¿No? ¿Más fea?

—Al contrario...; pero infundes respeto. ¡La Princesa! — le murmuraba.

— Sí, sí — decía alegremente Natacha. Le explicó su novela con el príncipe Andrés, la llegada de él a Otradnoie y le enseñó la última carta que había recibido —. ¿Qué, estás contento? Yo estoy tan tranquila ahora, ¡soy tan feliz!

— Muy contento — repitió Nicolás —. Es un buen chico. ¡Bueno! Y tú, ¿estás enamorada?

— No sé qué decirte. Lo he estado de Boris, del profesor, de Denisov, pero no era esto. Ahora me siento tranquila, calmada. No hay mejor hombre que él y me siento bien y confiada. Es muy distinto de otras veces.

Nicolás expresó a Natacha el disgusto que le ocasionaba aquel aplazamiento de un año, pero Natacha, encolerizándose un poco contra su hermano, le demostraba que no podía ser de otro modo, que no estaría bien entrar en la familia contra la voluntad de su padre. Ella prefería también que fuera así.

—No lo comprendes, no lo comprendes, vaya—decía.

Nicolás calló sin cambiar de opinión.

A menudo quedaba extrañado al verla; no le parecía una prometida enamorada separada del prometido. Nicolás se extrañaba de esto e incluso miraba con desconfianza el noviazgo con Bolkonski. No creía que el destino de su hermana estuviera decidido, tanto más cuanto que no veía al príncipe Andrés a su lado.

Siempre le parecía que había algo que no marchaba bien entre aquel futuro matrimonio.

«¿Por qué el aplazamiento? ¿Por qué prescindir de la ceremonia de la promesa?», pensaba. Una vez, hablando de Natacha con su madre, con gran extrañeza por su parte y con íntima satisfacción, dióse cuenta que, en el fondo de su alma, la madre veía también a veces con disgusto aquella boda.

— ¿Ves? Escribe — dijo enseñando a su hijo la carta del príncipe Andrés, con aquel sentimiento escondido de hostilidad de la madre por la futura felicidad conyugal de la hija—. No tiene mucha salud. De esto no habla nunca con Natacha. No hagas caso de su alegría; es su última época de soltera; pero no sé cómo se pone cada vez que recibimos alguna carta. Debemos creer que, con la ayuda de Dios, irá todo bien — acababa, y añadía siempre —: ¡Es un hombre admirable!

II

Al llegar, Nicolás estaba serio e incluso triste. La obligación de introducirse en aquel enojoso asunto de la explotación, por lo que su madre le había obligado a volver, le contrariaba. Con objeto de deshacerse más rápidamente de esta carga, al tercer día de haber vuelto, hosco, sin contestar a la pregunta «¿Dónde vas?», con el ceño fruncido, dirigióse al pabellón de Mitenka y le pidió cuentas de «todo». ¿Qué cuentas de «todo» eran éstas? Nicolás lo sabía aún menos que Mitenka, que temblaba de pies a cabeza, asustado y extrañado. La conversación y las cuentas de Mitenka no duraron mucho rato.

El stárosta y el elegido de la comunidad, que estaban aguardando en el vestíbulo del pabellón, oyeron con placer y también con miedo, primeramente, la voz del joven Conde, que se elevaba y se hacía cada vez más fuerte; luego las palabras injuriosas, que caían una tras otra.

— ¡Ladrón! ¡Desagradecido...! Te haré pedazos, ¡perro...! Conmigo no harás como con mi padre. Has robado...

Enseguida aquella gente, con igual miedo e igual placer, vieron como el joven Conde, rojo de cólera, con los ojos inyectados, agarraba a Mitenka por el cuello del vestido, con mucha traza, y entre palabra y palabra le daba de puntapiés en el trasero, gritándole: «¡Vete! ¡No te quiero ver jamás! ¡Ladrón...!» Mitenka rodó por los seis peldaños y huyó hacia un grupo de árboles. Este bosque era lugar seguro para los criminales de Otradnoie. El mismo Mitenka se escondía allí cuando volvía borracho de la ciudad, y muchos habitantes de Otradnoie que se escondían de Mitenka conocían la fuerza saludable de aquel refugio.

La mujer y las nueras de Mitenka, con asustados rostros, aparecieron en el vestíbulo por la puerta de la habitación donde hervía el samovar reluciente y donde se veía el lecho del administrador con un cubrecama hecho de retales.

El joven Conde, respirando con dificultad, sin darse cuenta de nada, pasó por delante de ellas con aire resuelto y entró en la casa.

La Condesa, que inmediatamente había sabido por las criadas lo que ocurría en el pabellón, se tranquilizó en parte pensando que la situación económica de la casa se restablecería desde este hecho, pero le inquietaba por el efecto que aquello había de producir en su hijo. De puntillas se acercó a su puerta, mientras él fumaba una pipa tras otra.

A la mañana siguiente, el viejo Conde llamó a su hijo y le dijo con tímida sonrisa:

— ¿Sabes, amigo mío, que te has indignado inútilmente? Mitenka me lo ha contado todo.

«Ya sabía que aquí, en este mundo de imbéciles, yo no sabría hacer nada bueno», pensó Nicolás.

— Te has exaltado porque no había apuntado estos setecientos rublos. Están apuntados, con otras cosas, en la otra página; tú no lo has visto.

— Papá, es un pillo y un ladrón; lo sé perfectamente. Lo que hice, hecho está, pero, si quieres, no diré nada más.

— No, hombre, no. — El Conde estaba nervioso. Comprendía que había administrado mal los bienes de su esposa y que era culpable ante sus hijos, pero no sabía de qué modo arreglarlo —. No, hazme el favor de ocuparte de los negocios. Yo soy ya viejo...

— No, papá, perdóname si te he disgustado; yo entiendo menos que tú.

«¡Vayan al diablo todos estos aldeanos, este dinero, estas cuentas!», pensó. Después de esto no intervino ya más en los negocios, excepto una vez, cuando la Condesa le llamó y le preguntó qué debía hacer con una orden de pago de dos mil rublos suscrita por Ana Mikhailovna.

— Ya te diré lo que pienso — contestó Nicolás —; dices que esto depende de mí; no me son simpáticos ni Ana Mikhailovna ni Boris, pero son nuestros amigos y son pobres. Mira — rompió el documento, y este acto hizo verter lágrimas de gozo a la Condesa.

Después, el joven Rostov no se metió en ninguna otra cuestión; se abandonó con pasión a una cosa nueva para él, la caza, que en casa del viejo Conde se practicaba con grandes gastos.

III

El conde Ilia Andreievitch había renunciado al cargo de mariscal de la nobleza, porque ello implicaba muchos gastos, pero, a pesar de esto, sus negocios no se solucionaban. A menudo, Natacha y Nicolás sorprendían las conversaciones misteriosas e inquietantes de sus padres; oían habladurías sobre la venta de la rica casa patriarcal y la propiedad cercana a Moscú.

El Conde se hallaba preso entre sus asuntos como en una red inmensa, y procuraba no darse cuenta de que a cada paso se enredaba más y más; no tenía fuerzas para cortar las redes que lo envolvían ni paciencia para deshacerse de ellas con prudencia.

La Condesa, con su corazón amoroso, se daba cuenta de que sus hijos se arruinaban, que el Conde no tenía la culpa, que no podía cambiar, que él sufría demasiado, aunque lo disimulara, con su ruina y la de sus hijos, y ella buscaba el modo de solucionarlo. Su talento de mujer sólo veía un camino: el matrimonio de Nicolás con una rica heredera. Comprendía que era la última esperanza y que, si rechazaba el partido que ella le preparaba, habría que despedirse para siempre de la posibilidad de reparar la situación. Aquel partido era Julia Kuraguin, la hija de unos padres buenos y virtuosos, a la que Rostov conocía de niña y que desde la muerte del último hermano que le quedaba había pasado a ser una de las más ricas herederas.

La Condesa escribió directamente a la señora Kuraguin a Moscú, proponiendo casar a su hijo con su hija, y recibió una contestación favorable. La señora Kuraguin contestó que, por su parte, consentía, pero que todo dependía de su hija. La señora Kuraguin invitaba a Nicolás a pasar algunos días en Moscú.

Muchas veces, la Condesa, con lágrimas en los ojos, decía a su hijo que su único deseo, ahora que ya podía considerarse tranquila con respecto a sus dos hijas, era verle casado. Decía que después podría morir tranquila. Luego daba a entender que había pensado en una muchacha encantadora y procuraba adivinar la opinión de su hijo con respecto al matrimonio.

Otras veces elogiaba a Julia y aconsejaba a Nicolás que fuese a divertirse a Moscú durante las fiestas. Nicolás adivinaba el fin de las conversaciones de su madre, y un día la hizo hablar claramente. Ella le confesó que la única esperanza de salvar la situación era su matrimonio con la señorita Kuraguin.

— Y si me enamorara de una muchacha sin fortuna, ¿me exigirías que sacrificara mi amor y mi honor al dinero? — le preguntó, sin comprender la crueldad de la pregunta, queriendo solamente demostrar su nobleza de sentimientos.

— No, no me comprendes — dijo la madre, no sabiendo cómo justificarse —. No me has comprendido, Nicolás. Yo quiero tu felicidad — añadió y, comprendiendo que no decía la verdad y se embrollaba, rompió a llorar.

— No llores, mamá; dime sólo que lo deseas y daré mi vida, todo, con tal que estés tranquila. Lo sacrificaré todo por ti, hasta mi corazón.

Pero la Condesa no quería plantear la cuestión de aquel modo. No quería sacrificar a su hijo; ella sí hubiese querido sacrificarse por él.

— No; no me has comprendido; no hablemos más — dijo, secándose las lágrimas.

«Sí, pero si yo amo a una muchacha pobre — se dijo Nicolás —, he de sacrificar, pues, mi corazón y mi felicidad al dinero. Me parece increíble que mamá me haya dicho esto. Así, pues, porque Sonia es pobre, ¿no puedo quererla, no puedo corresponder a su amor fiel y abnegado? Seguro que seré más feliz con ella que con una muñeca como Julia. Puedo sacrificar mi corazón en bien de mis padres, pero no puedo imponerme a mis sentimientos. Si amo a Sonia, mi amor es más fuerte y está por encima de todo.» No fue a Moscú; la Condesa no volvió a hablarle del matrimonio y, con tristeza y a veces con cólera, observaba un acercamiento cada vez más acentuado entre su hijo y Sonia, que no tenía dote. Le dolía, pero no podía evitar demostrar su disgusto a Sonia, riñéndola a menudo sin motivo, tratándola de «usted» y llamándola «querida». Lo que más disgustaba a la buena Condesa era, precisamente, que Sonia, aquella sobrina pobre de ojos negros, fuera tan dulce, tan buena, tan fiel, tan agradecida a sus bienhechores, tan constante en el amor a Nicolás, que fuese imposible reprocharle nada.

Nicolás terminaba su permiso. Se había recibido una carta del príncipe Andrés, desde Roma, en la que decía que habría ya regresado a Rusia si, de pronto, a consecuencia del clima cálido, no se le hubiera abierto la herida. Esto le obligaba a retardar su regreso hasta la entrada de año.

Natacha estaba también enamorada de su prometido, también estaba confiada en este amor y también se sentía accesible a las alegrías de la vida. Pero, al cabo de cuatro meses de separación, pasaba largas temporadas de tristeza que no podía dominar.

Se consideraba digna de lástima; le dolía aquel tiempo perdido para ella, precisamente cuando se sentía tan dispuesta a amar y a ser amada.

En casa de los Rostov no había mucha alegría.

IV

Llegó Navidad, y, aparte de la misa solemne, de las felicitaciones solemnes y enojosas de los vecinos y de los domésticos, de los vestidos y los abrigos nuevos, no hubo nada de particular.

Con un frío sin viento y un sol claro y resplandeciente durante el día, uno sentía la necesidad de celebrar la fiesta de una manera u otra.

El tercer día, después de comer, todos los familiares se dispersaron por la casa. Era el momento más enojoso de la jornada. Nicolás, que por la mañana había ido a casa de los vecinos, se quedó dormido en el diván. El viejo Conde descansaba en su gabinete. Sonia estaba sentada a la mesa redonda del salón y calcaba un dibujo. La condesa hacía un solitario. Natacha entró en el salón y se acercó a Sonia, mirando lo que hacía; después se acercó a su madre y, en silencio, quedóse quieta.

— ¿Qué te pasa, que vas de un lado a otro como un alma en pena? — le preguntó su madre.

— ¡Le necesito..., le necesito enseguida! — dijo Natacha muy seria, los ojos relucientes.

La Condesa levantó la cabeza y miró fijamente a su hija.

— No me mires, mamá, no me mires, porque lloraré.

— Ven aquí; siéntate a mi lado — dijo la Condesa.

— Mamá, le necesito. ¡Me aburro tanto! ¿Por qué será?

La voz se le ahogó en la garganta; las lágrimas asomaron a sus ojos. Para ocultarlas, se volvió rápidamente y salió del salón.

Los criados, disfrazados de osos, de turcos, de taberneros, de grandes damas, terribles y extraños, llevaban consigo el frío y la alegría; primero estrechamente amontonados en la antesala, luego, escondiéndose uno tras otro, aparecieron en el salón y con timidez, luego más alegres, poco a poco empezaron sus canciones, sus bailes, sus rondas y los juegos de Nochebuena.

La Condesa reconocía las caras, se reía de los disfraces; después pasó a la sala. El Conde, con su sonrisa en el rostro, se quedó en el salón, aprobando a los bromistas. Los jóvenes habían desaparecido.

Al cabo de media hora entraron otras máscaras: una vieja dama con paniers era Nicolás; una turca, Petia; un clown , Dimmler; un húsar, Natacha; un circasiano, Sonia, con un bigote y unas cejas pintadas con corcho quemado.

Después de la alegre sorpresa, la broma de no reconocer a los disfrazados y los elogios de los presentes, los jóvenes se creyeron tan bien ataviados que sintieron el deseo de mostrarse ante alguien más. Nicolás, que quería pasear a todo el mundo en su troika por el magnífico camino, propuso llevarse diez criados disfrazados e ir a casa del tío.

— No, le daríais demasiado la lata — dijo la Condesa —, y en su casa no hay sitio para tanta gente. Si queréis ir a casa de alguien, id a casa de los Melukhov.

La señora Melukhov era una viuda que tenía dos hijos de edad distinta, que también tenían preceptores e institutrices. Vivían a cuatro verstas de los Rostov.

— Creo que tiene razón — dijo el anciano Conde sacudiéndose —. Bueno, me visto en un momento e iré con vosotros. Ya veréis qué algazara.

Pero la Condesa no le dejó salir, pues hacía días que tenía dolor en la pierna. Se decidió que Ilia Andreievitch no podía salir, pero que si Luisa Ivanovna y la señora Chausse querían acompañarlos, las señoritas podrían ir a casa de los Melukhov. Sonia, siempre tímida, suplicó con insistencia a Luisa Ivanovna que accediera. Sonia era la mejor ataviada. El bigote y las cejas le sentaban muy bien; todos decían que estaba preciosa y ella se encontraba de un humor inmejorable, animada, enérgica. Una voz interior le decía que su suerte había de decidirse aquel día o nunca; vestida de hombre parecía otra persona. Luisa Ivanovna consintió al fin y, al cabo de media hora, cuatro troikas con campanillas se acercaban al portal con los patines crujiendo sobre la nieve helada.

Natacha dio antes que los demás el tono de la alegría de aquel día de Navidad, y aquella alegría, pasando del uno al otro, crecía y crecía y llegó al máximo en el momento en que el grupo salió de la casa y, hablando, riendo y gritando, se instalaron en los trineos.

Había dos troikas del servicio; la tercera era la del Conde, con un caballo muy trotador; la cuarta era la de Nicolás, con su pequeño caballo negro, de piel áspera, en el centro. Nicolás, que se había puesto la capa de húsar encima del vestido de señora anciana, estaba de pie en el centro del trineo y guiaba.

Hacía una noche tan clara que veíase brillar el resplandor de la luna en las herraduras de los caballos y en los ojos de los que pasaban, que miraban asustados a los pasajeros; éstos metieron mucha bulla bajo los arcos del portal.

Natacha, Sonia, la señora Chausse y dos criadas se instalaron en el trineo de Nicolás; en el del Conde, su mujer y Petia; en los demás, los criados disfrazados.

— ¡Adelante, Zakhar! — gritó Nicolás al cochero de su padre, para darse el gusto de adelantarlo en el camino.

La troika del Conde hacía crujir los patines como si se agarrara a la nieve y avanzó con la música de las campanillas. Los caballos de los lados se estrechaban contra las varas y esparcían la nieve. Nicolás siguió a la primera troika; detrás crujían las otras. Arrancaron al trote corto por un camino estrecho. Mientras pasaban por delante del jardín, las sombras de los árboles desnudos cubrían la pista y tapaban la clara luz de la luna. Pero en cuanto salieron de la finca, la llanura nevada, iluminada por la luna, brillante como el diamante, de tono azulado, inmóvil, se abrió de ancho en ancho. Uno, dos; el trineo de delante recibió un trompazo que se transmitió al segundo trineo, y, rompiendo con audacia la calma profunda, los trineos se colocaron en fila.

— ¡Rastro de liebres! ¡Hay muchos agujeros! — resonó en el aire helado la voz de Natacha.

— ¡Qué claro se ve, Nicolás! — exclamó Sonia.

Nicolás se volvió y se inclinó para ver más de cerca el rostro de Sonia. Un rostro nuevo, atrayente, con cejas espesas y bigote negro, emergía de la cebellina al claro de luna y le miraba.

«En otro tiempo era Sonia», pensó Nicolás.

La miró más de cerca y sonrió.

— ¿Qué quieres, Nicolás?

— Nada.

Y se volvió hacia los caballos.

Cuando se encontraron en la gran pista, donde el claro de luna permitía ver los rastros de los trineos, los caballos, sin que nadie les obligase, tendieron las riendas y aceleraron el paso. El caballo de la izquierda, al volver la cabeza, estiraba las riendas; el de en medio se mecía, levantando las orejas como si preguntara: «¿Debemos empezar o debemos esperar todavía un poco?» Delante, distanciada, se veía sobre la blanca nieve la troika negra de Zakhar, que hacía repicar las pesadas campanillas; desde su trineo se oían las exclamaciones animadas, las risas y las voces de las máscaras.

— ¡Eh! ¡Compañeros! — gritó Nicolás. Estiró las riendas de un lado e hizo un movimiento con la mano armada con un látigo.

Sólo por el viento que levantaban al pasar y por lo tensos que marchaban los caballos se podía observar con qué rapidez volaba la troika.

Nicolás se volvió. Con las risas y los gritos, restallando el látigo, se obligaba a los caballos de las demás troikas a galopar. El caballo del centro se mecía gallardamente bajo su arco y prometía correr más aún si se lo exigían.

Nicolás alcanzó a la primera troika. Emprendieron una bajada y se hallaron en la pista ancha y lisa, en un campo, cerca del río.«¿Por dónde pasamos? — pensó Nicolás —. Seguramente por el prado. Pero esto es nuevo, no recuerdo haberlo visto nunca. Esto no es ni el prado de Kossoi ni el monte Diomkino. ¡Dios sabe lo que es! Esto es algo nuevo y mágico. ¡Bien, es igual!» Y gritando al caballo, alcanzó y pasó a la primera troika.

Zakhar retenía los caballos y volvía la cara, cubierta de hielo hasta las cejas.

Nicolás lanzó los caballos a rienda suelta. Zakhar alargó los brazos, chascó la lengua y puso los suyos al galope.

— Tenga cuidado, señor — pronunció Zakhar.

Las dos troikas volaban una al lado de la otra y las patas de los caballos se cruzaban cada vez más a menudo.

Nicolás adelantaba. Zakhar, sin cambiar de posición, con las manos hacia delante, levantó un brazo con las riendas.

— Te equivocas, señor — gritó a Nicolás.

Nicolás dejaba galopar a los caballos y adelantaba a Zakhar. Los caballos echaban una nube de nieve seca al rostro de los viajeros. Por todos lados se oían gritos de mujeres y el crujir de los trineos sobre la nieve.

Nicolás paró de nuevo los caballos y observó a su alrededor. La misma llanura mágica salpicada de estrellas, bañada con la luz de la luna, se extendía ante su vista. «Zakhar me dice que vaya por la izquierda, pero ¿por qué? — pensó Nicolás—. ¿Vamos a casa de los Melukhov o al pueblecito de Melukhova? Dios sabe dónde vamos. ¡Esto es extraño y delicioso!», y miró el trineo.

—Mira qué blancos están el bigote y las cejas de esta personita — dijo una de las personas sentadas en el trineo, señalando a Natacha —. Es extraña, bonita, con un fino bigote y espesas cejas.

«Me parece que es Natacha — díjose Nicolás — y aquélla la señora Chausse, ¿quién sabe? ¡Y el circasiano con bigote no sé quién es, pero me gusta!» —¿Tenéis frío?—Preguntó.

— Sí, sí — contestaron unas voces riendo.

«He aquí un bosque mágico, con sombras negras, movibles y brillantes, con un tramo de peldaños de mármol y de cobertizos plateados, palacio de hadas y un agudo grito de animal. Sí, en efecto, esto es Melukhova. Aún será más extraño que, yendo a la ventura, llegásemos a Melukhova», pensó Nicolás.

Y, efectivamente, era Melukhova y aparecieron en el portal criados y mozos con rostros risueños, llevando bujías encendidas en la mano.

— ¿Quién sois? — preguntaron los del portal.

— ¡Las máscaras de casa del Conde! Ya las reconozco por los caballos — replicó una voz.

V

Cuando todos hubieron marchado de la casa de Pelagia Danilovna, Natacha, que lo observaba y lo descubría todo, se las arregló para instalarse con Luisa Ivanovna en el trineo, haciendo que Sonia se acomodase con Nicolás y las criadas.

Nicolás ya no tenía ganas de pasar delante de nadie, y de vez en cuando miraba fijamente a Sonia a la extraña luz de la luna, buscando en aquella luz que lo cambia todo, a través de las cejas y el bigote, la antigua Sonia y la Sonia nueva de la cual había decidido no separarse nunca. La miraba fijamente, y se daba cuenta de que era siempre la misma y siempre diferente. Respiraba a pleno pulmón el aire helado, y, mirando la tierra que huía bajo el trineo y el cielo estrellado, se transparentaba al reino de la magia.

— Sonia, ¿te encuentras bien? — le preguntaba de vez en cuando.

— Sí — respondía ella —, ¿y tú?

A medio camino ordenó al cochero que detuviera los caballos y, corriendo, fue al trineo de Natacha y se subió a los patines.

— Natacha, ¿sabes?, me he decidido por Sonia — murmuró en francés.

— ¿Se lo has dicho? — preguntó Natacha animándose, muy gozosa.

— ¡Ah, qué rara estás con ese bigote y esas cejas! ¿Estás contenta?

— Muy contenta, soy muy feliz.. Me dabas rabia. No te lo había querido decir, pero te portabas mal con ella. ¡Tiene tan buen corazón, Nicolás! ¡Qué contenta estoy! A veces soy mala, pero me da vergüenza ser feliz sola, sin Sonia. Ahora ya estoy satisfecha. Ve, ve con ella.

— No, espera. ¡Ah, qué rara eres! — decía Nicolás sin dejar de mirarla y descubriendo también en su hermana alguna cosa nueva, un aire desconocido, un encanto y una ternura que nunca le había sabido ver.

«Si antes la hubiese visto como ahora, haría tiempo que le habría preguntado lo que tenía que hacer, hubiera hecho todo lo que ella me hubiese dicho y todo estaría arreglado», pensaba Nicolás.

— ¿Estás contenta? Así, pues, ¿he hecho bien?

— ¡Ah, muy bien! No hace mucho tiempo que me disgusté con mamá porque dijo que ella te tenía perturbado. ¿Cómo es posible que diga tal cosa? Me enfadé mucho y no permitiré que nadie hable mal de ella, ni tan siquiera que lo piense, porque ella es mejor que nadie.

— Así, pues, ¿te parece bien? — repitió Nicolás mirando otra vez la expresión del rostro de su hermana para saber si decía la verdad; y luego, haciendo crujir las botas, saltó de los patines y corrió hacia su trineo. Aquel circasiano, siempre contento y sonriente, con un bigotito y unos ojos brillantes, que miraban por debajo de la capa de cebellina, continuaba sentado en el mismo sitio de antes. Aquel circasiano era Sonia, su futura esposa, contenta y enamorada.

Al llegar a casa, después de explicar a la Condesa lo que habían hecho en casa de los Melukhov, las niñas se retiraron a sus habitaciones.

Al desnudarse, permanecieron sentadas un buen rato, hablando de su felicidad sin despintarse los bigotes. Hablaban de su vida cuando estuvieran casadas, de sus maridos, que serían amigos, y de la dicha que sentirían.

VI

Poco después de Navidad, Nicolás declaró a su madre el amor que sentía por Sonia y su deseo irreductible de casarse con ella. La Condesa, que hacía mucho tiempo se daba cuenta de lo que pasaba entre Sonia y Nicolás, y por tanto esperaba aquella declaración, escuchó en silencio las palabras de su hijo, le dijo que podía casarse con quien quisiera, pero que ni ella ni su padre bendecirían aquella unión.

Por primera vez Nicolás comprendió que su madre estaba descontenta de él y que a pesar de toda la ternura que le profesaba no se avendría nunca a dar su consentimiento. Fría, sin mirar a su hijo, mandó a buscar a su marido. Cuando el Conde entró, la Condesa, que se proponía explicarle la cuestión brevemente y con calma, en presencia de Nicolás, no se pudo contener: se puso a llorar de despecho y salió del cuarto. El anciano Conde empezó a exhortar a Nicolás, a rogarle que renunciara a su proyecto. Nicolás respondió que no podía retirar la palabra dada, y el padre, suspirando, muy confuso, interrumpió muy pronto las explicaciones y fue a reunirse con su esposa. Durante el tiempo que había discutido con su hijo sintió la convicción de que él había faltado y administrado mal sus bienes; por ello no podía enojarse contra su hijo, que se negaba a casarse con una mujer rica y prefería a Sonia sin dote. En aquella circunstancia recordaba más vivamente que nunca que si sus negocios no se encontraran en una tan lamentable situación, no podía desear para Nicolás una esposa mejor que Sonia, y que él solo, con Mitenka y con sus costumbres incorregibles, era el único culpable de la desastrosa situación de su fortuna.

Ni el padre ni la madre volvieron a hablar más de este casamiento a su hijo; pero al cabo de unos cuantos días la Condesa llamó a Sonia y con una crueldad que ni la una ni la otra podían esperar echó en cara a su sobrina el haber enamorado a su hijo, y su ingratitud. Sonia, con los ojos bajos, escuchaba aquellas palabras crueles de la Condesa y no comprendía qué se exigía de ella. Estaba siempre dispuesta a sacrificarse por sus bienhechores. Pero en aquel caso no podía comprender cómo y cuándo debía efectuarse el sacrificio. No podía dejar de amar a la Condesa y a toda la familia Rostov, pero tampoco podía dejar de amar a Nicolás ni ignorar que su felicidad dependía de aquel amor. Estaba silenciosa, triste y no respondía ni una palabra. Nicolás no pudo soportar más tiempo aquella situación y fue a explicarse con su madre. Tan pronto le suplicaba que le perdonase a él y a Sonia, como que consintiera aquel casamiento, como amenazaba a su madre con casarse seguidamente, en secreto, si tanto le contrariaban.

La condesa, con una frialdad que su hijo no le había conocido nunca, le respondía que ya era mayor de edad y que podía casarse sin el consentimiento de sus padres, pero que ella nunca reconocería a aquella «intrigante» como a hija suya.

Furioso por la palabra «intrigante», Nicolás levantó la voz y dijo a su madre que no había pensado nunca que quisiera obligarle a vender su afecto y que, si realmente era así, se marcharía para no volver más... Pero no tuvo tiempo de pronunciar esta palabra decisiva, que su madre, a juzgar por la expresión de su rostro, esperaba con terror, y que tal vez quedaría para siempre entre ellos dos como un penoso recuerdo; no había tenido tiempo de pronunciar aquellas palabras, ya que Natacha, pálida y grave, entró en la sala por la puerta tras la cual había escuchado la conversación.

— ¡Nikolenka! No digas tonterías, calla. ¡Te digo que calles...! — gritó casi ahogando su voz —. Mamá querida, no es precisamente eso, pobre mamá — dijo dirigiéndose a su madre, que, sintiéndose al borde mismo de la separación definitiva, miraba a su hijo con espanto, pero que por testarudez y por la excitación de la lucha no podía ni quería ceder —. Nicolás, ya te lo explicaré; ahora vete. Escúchame, mamá.

Sus palabras no tenían ningún sentido, pero dieron el resultado que ella esperaba.

La Condesa, sollozando, ocultó el rostro en el pecho de su hija. Nicolás se levantó y salió de la sala con las manos en la cabeza.

Natacha se encargó de la reconciliación y la llevó hasta el extremo de que Nicolás recibió de su madre la promesa de que Sonia no sería perseguida y él prometió no hacer nada a escondidas de sus padres.

Con la firme intención de volver y de casarse con Sonia después de haber arreglado sus asuntos en el regimiento y conseguido el retiro, Nicolás, triste y serio, en desacuerdo con sus padres, pero apasionadamente enamorado, según él creía, marchó al regimiento a principios de enero.

Después de la marcha de Nicolás, la casa de los Rostov quedó más triste que nunca. La Condesa, a consecuencia de aquellos disgustos, cayó enferma.

Sonia estaba muy triste por la marcha de Nicolás, pero aún lo estaba más por la actitud hostil que la Condesa no podía dejar de demostrarle. El Conde estaba más preocupado que nunca por la mala situación de sus negocios, que exigían medidas radicales. Era preciso vender la casa de Moscú y las haciendas cerca de la ciudad, y para la venta era preciso ir allá, pero la salud de la Condesa retrasaba el viaje.

Natacha, que al principio soportaba bien y hasta alegremente la separación con su prometido, le echaba luego mucho de menos y sentíase impaciente. El pensar que el mejor tiempo de su vida, aquel que podía dedicar a amarle, pasaba inútilmente para todos, era un tormento continuo para ella. La mayoría de sus cartas la disgustaban. Le era difícil pensar que mientras ella vivía sólo pensando en él, él vivía una vida propia, veía países nuevos, conocía personas diferentes que le interesaban. Cuanto más interesantes eran sus cartas, más despechada se sentía, y las cartas que ella le escribía no le causaban ningún consuelo, antes las tomaba como un deber enojoso y falso.

No le gustaba escribir porque no podía comprender la posibilidad de expresar francamente en una carta la milésima parte de lo que ella estaba habituada a expresar con la voz, la mirada, con la sonrisa. Le escribía cartas secas, clásicamente monótonas, a las que ni ella misma daba importancia y de las cuales la Condesa le corregía las faltas de ortografía en los borradores.

La salud de la Condesa no mejoraba, pero, por otra parte, era imposible retardar más el viaje a Moscú. Era preciso vender la casa, hacer el ajuar e ir a esperar a Andrés en Moscú, donde aquel invierno vivía el príncipe Nicolás Andreievitch, y Natacha tenía el convencimiento de que Andrés ya había llegado.

La Condesa se quedó en el campo y el Conde, con Sonia y Natacha, marchó a Moscú a últimos de enero.

OCTAVA PARTE

I

Al empezar el invierno, el príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski y su hija llegaron a Moscú. Por su historia, su talento y su originalidad — y principalmente a causa del actual descenso de entusiasmo por el reinado del emperador Alejandro y de la corriente de opinión francófoba y patriótica que entonces existía en Moscú —, el príncipe Nicolás Andreievitch se convirtió enseguida en objeto de un respeto particular por parte de los moscovitas y el centro de oposición de Moscú.

El Príncipe había envejecido mucho aquel año. Los indicios irrecusables de la vejez eran bien manifiestos en él: somnolencias intempestivas, olvido de acontecimientos inmediatos y memoria de acontecimientos antiguos.

Ultimamente, la vida se había hecho muy penosa para la princesa María. En Moscú se veía privada de sus mayores alegrías: las conversaciones con gente devota y la soledad reconfortante de Lisia—Gori, y no encontraba ninguna compensación en las alegrías de la capital. No frecuentaba el mundo; todos sabían que su padre no la dejaba salir sin él, y él mismo no podía salir por culpa de la salud y por ello no la invitaban ni a las reuniones y veladas ni a las cenas. La princesa María había abandonado la esperanza de casarse: veía con qué frialdad y con qué mal humor el príncipe Nicolás Andreievitch recibía y alejaba a los jóvenes que podían resultar pretendientes y que a veces iban a su casa. La vuelta del príncipe Andrés y el momento de su matrimonio se acercaban, y la misión de preparar a su padre no solamente no la había cumplido, sino que, al contrario, la cosa parecía totalmente confusa: recordar al anciano Príncipe la existencia de la condesa Rostov era exasperarle, tanto más cuanto que aun sin eso el mal humor casi nunca le abandonaba.

A últimos de enero, el conde Ilia Andreievitch llegó a Moscú con Sonia y Natacha. La Condesa, que estaba enferma, no había podido acompañarlos, y había sido imposible esperar su total restablecimiento. El príncipe Andrés era esperado en Moscú de un día a otro; era preciso hacer el ajuar, vender la casa de las cercanías de Moscú, y debía aprovecharse la estancia del anciano Príncipe en la ciudad para presentarle su futura nuera. La casa de los Rostov en Moscú no estaba en condiciones, venían por poco tiempo y la Condesa no les acompañaba; por todas estas razones, el Conde decidió quedarse en casa de María Dmitrievna Akhrosimovna, que en muchas ocasiones había ofrecido hospitalidad al Conde.

Dos días después de su llegada, y por consejo de María Dmitrievna, el conde Ilia Andreievitch fue con Natacha a casa del príncipe Nicolás Andreievitch. El Conde no estaba muy alegre al pensar que debía hacer esta visita. El Principe le daba miedo. La última entrevista que había tenido con él, cuando el alistamiento, durante el cual, en respuesta a su invitación a comer, había recibido una severa represión por no haber proporcionado bastantes hombres, la tenía clavada en la memoria. Natacha, que se había puesto su mejor traje, estaba, por el contrario, de muy buen humor. «No es posible que no me quieran; todo el mundo me ha querido siempre y yo estoy dispuesta a quererlos, porque él es su padre y ella su hermana; no tendrán ningún motivo para no quererme», pensaba Natacha.

Llegaron a la vieja casa sombría de Vozdvijenka y entraron en el vestíbulo.

— ¡Que Dios nos ayude! — exclamó el padre, mitad de veras, mitad de broma. Natacha, sin embargo, observó que su padre se atribulaba al entrar en el vestíbulo y preguntaba tímidamente, en voz baja, si el Príncipe y la Princesa estaban en casa. Cuando se supo su llegada se produjo un cierto barullo entre los criados del Príncipe: el criado que había ido a anunciarlos era detenido por otro criado, y ambos hablaban en voz baja.

Una camarera corrió a la sala muy apresurada y dijo algo referente a la Princesa. Finalmente apareció un criado viejo; con cara severa informó a Rostov que el Principe no podía recibirlo, pero que la Princesa les rogaba que pasaran a sus habitaciones. La primera que salió a recibirlos fue la señorita Bourienne. Saludó a padre e hija con una cortesía particular y los acompañó adonde estaba la Princesa, que, con el rostro descompuesto, cubierta de manchas rojas, salió con paso tardo a recibir a los visitantes haciendo todo lo posible para aparentar aplomo y vivacidad. Natacha, al primer golpe de vista, no agradó a María. La encontraba demasiado bien vestida y le parecía frívola, alegre y vanidosa. La princesa María no se daba cuenta de que antes de conocer a su futura cuñada ya sentía una prevención involuntaria por su belleza y celos por el amor de su hermano. A más de esta antipatía invencible, en aquel momento la princesa María estaba aún emocionada porque, al tener noticia de la visita de los Rostov, el anciano Príncipe había dicho que no los necesitaba para nada, que la Princesa los podía recibir, si quería, pero que prohibía que los hicieran entrar en sus habitaciones. La Princesa se había decidido a recibirlos, pero sufría temiendo que el viejo Príncipe hiciera alguna de las suyas, ya que la llegada de los Rostov le había conmovido mucho.

— Estimada Princesa, ya lo veis, os traigo una cantatriz — dijo el Conde saludando y mirando a su alrededor como si temiera que el Príncipe entrase —. Estoy contentísimo de que tengamos ocasión de conocernos... Siento que el Príncipe continúe tan delicado.

Y después de pronunciar algunas frases triviales se levantó.

—Si me lo permitís, Princesa, os dejaré a Natacha unos momentos. He de ir a dos pasos de aquí, a la plaza de los Perros, a casa de Ana Semionovna, y después pasaré a buscarla.

Ilia Andreievitch había inventado aquella estratagema diplomática para dar tiempo a la futura cuñada de su hija de explicarse con ella (después lo confesó a Natacha), y también para evitar la posibilidad de encontrarse con el Príncipe, al que temía de un modo extraordinario. No lo dijo a su hija, pero Natacha se dio cuenta del miedo y de la inquietud de su padre y se sintió ofendida. Se avergonzaba por su padre, se enojaba más aún por haberse puesto encarnada y, con mirada atrevida, provocadora, como para demostrar que ella no tenía miedo, miró a su futura cuñada. María agradeció la visita al Conde, le rogó que no tuviera prisa por volver e Ilia Andreievitch salió.

La señorita Bourienne no se iba, a pesar de las miradas significativas que le dirigía la Princesa, que quería encontrarse a solas con Natacha, y seguía imperturbable la conversación sobre la vida mundana de Moscú y los teatros. Natacha estaba ofendida por el barullo que se había producido en la antecámara, por el azoramiento de su padre y el tono forzado de la Princesa, que parecía hacerle un favor al recibirla, y por ello todo le era desagradable. La princesa María no le gustaba; la encontraba fea, afectada y seca. De súbito, Natacha se alzó moralmente y a pesar suyo tomó un tono negligente que la distanció aún más de la princesa María. A los cinco minutos de conversación penosa, forzada, se oyeron los pasos rápidos de unas pantuflas que se acercaban. El rostro de la princesa María expresó el espanto. La puerta de la sala se abrió y el Príncipe entró; iba con gorro de dormir blanco y bata.

— ¡Ah, señoras! — dijo —. La señora Condesa, la condesa Rostov, si no me equivoco. Os pido perdón, excusadme, porque no lo sabía, señorita. Os aseguro que no sabía que os hubierais dignado hacernos el honor de una visita. ¡He venido al cuarto de mi hija con esta indumentaria! Os ruego que me excuséis; os aseguro que no lo sabía — repitió falsamente, recalcando las palabras en un tono tan desagradable que la princesa María, con los ojos bajos, no se atrevía a mirar ni a su padre ni a Natacha. Ésta se levantó y volvió a sentarse sin saber lo que tenía que hacer.

Sólo la señorita Bourienne sonreía agradablemente.

— Os ruego que me excuséis. ¡Dios sabe que lo ignoraba!—murmuró de nuevo el viejo, y, examinando a Natacha de pies a cabeza, salió.

La señorita Bourienne fue la primera en serenarse después de aquella aparición y entabló conversación sobre la enfermedad del Príncipe.

Natacha y la princesa María se miraban en silencio, y mirándose así, sin decir lo que querían decirse, se juzgaban la una a la otra. Cuando el Conde volvió, Natacha, con visible descortesía, se mostró muy satisfecha y se apresuró a marcharse.

En aquel momento casi aborrecía a aquella vieja y seca Princesa que la había puesto en aquella situación tan desagradable y había dejado pasar media hora sin decirle nada del príncipe Andrés. «No había de ser yo precisamente la primera en hablar de él ante aquella francesa», pensaba Natacha. Pero la princesa María también se decía lo mismo: sabía que había de decírselo, pero no podía, primero porque la presencia de la señorita Bourienne se lo privaba, y después porque, aún no existiendo ninguna razón particular, le era penoso hablar de aquel casamiento. Cuando el Conde hubo salido de la estancia, la princesa Maria se acercó rápidamente a Natacha, le tomó la mano y suspirando penosamente dijo: «Espérese..., yo... » Natacha, con un aire burlón que ni ella misma sabía explicarse, miró a la princesa María.

— Querida Natacha, ya sabéis que estoy muy contenta de que mi hermano haya encontrado la felicidad...

La princesa María se detuvo, porque no decía verdad. Natacha observó aquella vacilación y comprendió la causa.

— Creo, Princesa, que no es muy cómodo hablar de eso en este momento — dijo Natacha con una dignidad y una frialdad extraordinarias, y las lágrimas le apagaron la voz.

«¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho? », pensó así que hubo Salido de la estancia.

Aquel día, Natacha se hizo esperar mucho a comer. Sentada en su dormitorio, lloraba como una niña y se sonaba ruidosamente. Sonia estaba a su lado y le besaba el pelo.

— Natacha, ¿qué tienes? Pero ¿qué importa todo eso? Ya pasará, Natacha — le decía Sonia.

— No, si supieras cómo hiere...

— No digas eso, Natacha, tú no tienes ninguna culpa. ¿Qué te importa? Abrázame.

Natacha levantó la cabeza, abrazó y besó a su amiga en los labios y descansó su rostro húmedo en el de Sonia.

— Ya lo sé que nadie tiene la culpa. La tengo yo. Pero todo eso hace mucho daño. ¡Ah!, ¿por qué no viene? — decía Natacha.

Cuando bajó a comer tenía los ojos enrojecidos. María Dmitrievna, que sabía cómo había recibido el Príncipe a los Rostov, daba a entender que no se daba cuenta de la tristeza de Natacha, y durante la comida bromeó con mucha animación con el Conde y los demás visitantes.

II

Aquella noche, los Rostov fueron a la ópera; María Dmitrievna había adquirido las localidades. Natacha no quería ir, pero era imposible corresponder con una negativa a aquella atención que María Dmitrievna tenía precisamente para ella. Cuando, ya arreglada y a punto de salir, pasó al salón para esperar a su padre, se encontró bella al mirarse al espejo, muy bella y aún se entristeció más, con una tristeza dulce y afectuosa.

«Dios mío, si él estuviera aquí no sería como antes, estúpidamente tímida ante cualquier cosa, sino que lo abrazaría, lo apretaría muy fuerte, le obligaría a mirarme con aquellos ojos curiosos, como me miraba muy a menudo, y enseguida le haría reír a la fuerza, como reía entonces — pensaba Natacha —. ¿Qué tengo yo que ver con su padre y su hermana? Yo sólo le quiero a él; amo su rostro, sus ojos, su sonrisa viril e infantil a la vez... No, vale más no pensar en ello, olvidar, olvidarlo todo por ahora. No podría soportar esta espera y lloraría.» Se alejó del espejo haciendo un esfuerzo para contener las lágrimas.«¿Cómo puede querer Sonia a Nicolás tan resignadamente, tan tranquilamente y esperar tanto tiempo con esta paciencia?», pensó mirando a Sonia, que entraba vestida y con un abanico en la mano. «No, ¡ella es muy diferente, pero yo no puedo!» Natacha en aquel momento se sentía tan tierna, tan dulce, que no tenía bastante con amar y saberse amada; necesitaba besar al hombre amado, escucharle palabras de amor, porque su corazón desbordaba este sentimiento. Mientras iba hacia el carruaje al lado de su padre y miraba soñolienta las luces que se deslizaban sobre el cristal cubierto de escarcha, aún se sentía más tierna y más triste y hasta olvidaba con quién estaba y adónde iba. En la hilera de coches, el de los Rostov, haciendo crujir la nieve bajo sus ruedas, se acercaba al teatro. Natacha y Sonia bajaron ligeras recogiéndose las faldas; el viejo Conde bajó ayudado por los criados, y, entre las damas y los caballeros que entraban y entre los vendedores de programas, los tres penetraron en el corredor de los palcos. Detrás de la puerta cerrada se oía la música.

— Natacha, el cabello — murmuró Sonia.

El criado, cortésmente, se deslizó ante ellas y abrió la puerta del palco. La música se oía más distintamente; la hilera iluminada de palcos brillaba de mujeres con los brazos desnudos y el patio chispeaba de uniformes.

La dama que entró en el palco contiguo observó a Natacha con una mirada de envidia femenina.

El telón aún no se había levantado, iniciábase la sinfonía. Natacha, alisándose el vestido, entró con Sonia y se sentó de cara a la fila iluminada de palcos del otro lado. La sensación, no experimentada desde hacía mucho tiempo, de centenares de ojos que le miraban los brazos y el cuello desnudos se apoderó de ella de súbito desagradablemente, y le excitaron una serie de recuerdos, de deseos correspondientes a aquella sensación.

Las dos muchachas, notablemente bonitas, acompañadas del conde Ilia Andreievitch, al que hacía tiempo no se le veía en Moscú, atraían la atención general. De otra parte, todo el mundo conocía vagamente las relaciones de Natacha con el príncipe Andrés; se sabía que los Rostov habían ido a vivir al campo, y la prometida de uno de los mejores partidos de Rusia era mirada con curiosidad.

Todo el mundo encontraba que Natacha, desde que vivía fuera de allí, había ganado en belleza, y aquella noche, a causa de la emoción, estaba más bella que de costumbre. Impresionaba por la plenitud de vida y de belleza ligada a la indiferencia para todo lo que la rodeaba. Sus ojos negros miraban a la gente sin buscar a nadie; su brazo delgado, desnudo hasta el codo, se apuntalaba en la barandilla, cubierta de terciopelo, e inconscientemente se abandonaba arrugando el programa según el ritmo de la sinfonía.

Ante la orquesta, en el centro, vuelto de espaldas al escenario, Dolokhov estaba de pie, con su pelo espeso, rizado, echado hacia atrás; llevaba traje persa. Era el punto de mira de toda la sala, y, con todo y saber que lo miraban, se mantenía con tanto aplomo como si estuviera en su casa. A su alrededor se agrupaba la juventud dorada de Moscú, y se veía bien que él la dirigía.

En el palco vecino apareció una dama bella y de buen porte, con una trenza enorme, la espalda y el pecho muy escotados, blancos y opulentos. El doble collar de gruesas perlas rodeaba su cuello. Tardó un buen rato en instalarse, haciendo crujir la falda de seda.

Natacha, a pesar suyo, miraba aquel cuello, aquellos hombros, aquellas perlas y aquel peinado y admiraba su belleza. Mientras Natacha la miraba por segunda vez, la dama se volvió y tropezó con la mirada del conde Ilia Andreievitch, que conocía a todo el mundo; el Conde se inclinó y le dirigió la palabra.

— ¿Hace mucho tiempo que está aquí, Condesa? Iré a besarle la mano. Yo he venido para resolver unos negocios y he traído a las niñas. Dicen que Semionovna trabaja divinamente. ¿El conde Pedro Kirilovich se acuerda de nosotros? ¿Está aquí?

— Sí, tenía intención de venir — dijo Elena; y miró atentamente a Natacha.

El conde Ilia Andreivitch volvió a ocupar su sitio.

— Es hermosa, ¿eh? — murmuró el viejo Conde.

— Es una maravilla. Comprendo que se enamoren de ella — replicó Natacha.

En aquel momento sonaba el último acorde de la obertura y el director de orquesta golpeaba el atril con su batuta. En el patio, los caballeros que entraban retrasados se acomodaban en sus respectivos asientos.

Se levantó el telón.

Enseguida, en los palcos y en el patio se hizo el silencio; los hombres, viejos y jóvenes, de uniforme o de etiqueta, todas las damas, con sus bustos cubiertos de pedrería, fijaron ávidamente su atención en la escena. Natacha miró también.

III

Llegada del campo y en aquella disposición seria en que se encontraba Natacha, todo aquello, le pareció bárbaro y grosero. No podía seguir el curso de la ópera ni podía escuchar la música; veía sólo cartones pintados, hombres y mujeres extrañamente vestidos que, bajo una luz cruda, se movían de una manera rara, hablaban y cantaban. Sabía lo que quería representar todo aquello, pero en conjunto era tan fingido, tan poco natural, que tan pronto se avergonzaba por los comediantes como se reía. Miraba las caras de los espectadores a su alrededor, y buscaba en ellas el mismo sentimiento de extrañeza que ella experimentaba, pero todos estaban atentos a lo que pasaba en la escena y expresaban una admiración que a Natacha le parecía fingida. «Probablemente debe ser así», pensaba. Seguía mirando las hileras de cabezas llenas de pomada del patio, las damas escotadas de los palcos y, sobre todo, a su vecina Elena, que, apenas vestida, con una sonrisa quieta y tranquila, no apartaba los ojos del escenario; y sentía la luz clara que llenaba la sala y el aire que la multitud calentaba. Poco a poco, Natacha empezó a entrar en un estado de embriaguez que hacía mucho tiempo no había sentido. No se acordaba de quién era, ni sabía dónde estaba, ni lo que hacían ante ella.

Miraba y pensaba, y las ideas más raras, las más inesperadas, sin conexión, le pasaban por la mente. Tan pronto le acudía la idea de saltar al escenario, de cantar el aria que entonaba la actriz, como, con el abanico, quería tocar a un viejecito sentado cerca de ella o bien inclinarse hacia Elena y hacerle cosquillas.

En uno de aquellos momentos, cuando en la escena todo estaba silencioso esperando la entrada de un aria, la puerta de entrada al patio rechinó por el lado del palco de Elena y se oyeron pasos de hombres. «¡Kuraguin!», murmuró alguien. La condesa Bezukhov se volvió sonriente hacia el que entraba. Natacha miró en la misma dirección de los ojos de la Condesa y vio a un ayudante de campo de bella estampa, seguro y cortés a un tiempo, que se acercaba a un palco. Era Anatolio Kuraguin, que hacía tiempo no se dejaba ver y que era recordado desde el baile de San Petersburgo. Llevaba el uniforme de ayudante de campo, con unas charreteras de aiguillettes. Andaba con aire contenido y bravo, que hubiese sido ridículo si él no hubiera sido tan hermoso y si en su rostro no apareciera aquella expresión de satisfacción jovial y alegre. A pesar de haber empezado la representación, andaba por la alfombra del pasillo sin prisa, haciendo tintinear ligeramente las espuelas y el sable, alta la hermosa cabeza perfumada. Mirando a Natacha, se acercó a su hermana, apoyó la mano izquierda en la barandilla del palco, le hizo una seña con la cabeza e, inclinándose, le preguntó algo designando a Natacha.

— ¡Muy bonita! — dijo refiriéndose evidentemente a Natacha, que más bien lo comprendía por el movimiento de los labios que por lo que oía. Enseguida se puso en primera fila, se sentó al lado de Dolokhov, al que tocó amistosamente con el codo y con negligencia, contrariamente a los demás, que lo trataban con tantos miramientos. Le sonrió, guiñando el ojo, y apoyó el pie delante.

— ¡Cómo se parecen hermano y hermana! ¡Qué hermosos son ambos! — dijo el Conde.

El primer acto había terminado. Los músicos se levantaron y dejaron sus puestos.

El palco de Elena se llenaba, y ella, rodeada, por el lado del patio, de los hombres más espirituales y más ilustres, parecía querer envanecerse con su amistad.

Durante todo el entreacto, Kuraguin estuvo de pie cerca del escenario, al lado de Dolokhov, mirando el palco de los Rostov. Natacha veía que hablaban de ella y se sentía muy satisfecha. Se volvía de manera que la pudieran ver de perfil, porque creía que aquella posición la favorecía. Antes de empezar el segundo acto, Pedro, al que los Rostov aún no habían visto desde que habían llegado, apareció en el patio. Tenía cara triste y había engordado en el tiempo que Natacha no lo había visto. Sin fijarse en nadie, pasó a primera fila; Anatolio se le acercó y le dijo algo, señalando el palco de los Rostov.

Pedro se animó al ver a Natacha y, resuelto, atravesó las filas hasta llegar al palco. Apoyado en él, sonriente, conversó con Natacha.

Durante la conversación con Pedro, Natacha oía en el palco de Elena una voz de hombre; adivinó que era la de Kuraguin. Se volvió y sus miradas se encontraron. Él, casi sonriendo, la miró de hito en hito a los ojos, con una mirada tan entusiasta y tan tierna, que a ella le pareció extraño encontrarse tan cerca de él, que la mirase de aquella forma, convencida de agradarle y no conocerlo.

Durante el segundo acto, cada vez que Natacha miraba los asientos de la orquesta veía a Anatolio Kuraguin que, con el brazo apoyado en el respaldo de la butaca, la miraba. Natacha estaba encantada de verle tan entusiasmado con ella y no pensaba que en aquello pudiera haber nada malo.

Cuando hubo terminado el segundo acto, la condesa Bezukhov se levantó, se volvió hacia el palco de los Rostov (su escote era tan enorme que podía decirse que llevaba el pecho desnudo), con la mano enguantada hizo una seña al Conde y, sin hacer caso de los que entraban en su palco, se puso a hablar con él, sonriendo graciosamente.

— Pero presénteme usted a sus deliciosas hijas — le dijo —; todo el mundo habla de ellas y yo no las conozco.

Natacha se levantó e hizo una reverencia a la espléndida Condesa. El elogio de aquella deslumbradora beldad era tan agradable a Natacha que se sofocó de alegría.

— Ahora yo también me quiero volver moscovita — dijo Elena —. ¿Cómo no le da a usted vergüenza de haber enterrado unas perlas así en el campo?

La condesa Bezukhov tenía justa fama de mujer amable. Podía decir lo que no pensaba y agradara con sencillez y naturalidad.

— Querido Conde, me permitirá usted que me ocupe de sus hijas, aunque, lo mismo que usted, estoy aquí de paso. Procuraré distraerlas. He oído hablar mucho de usted en San Petersburgo y tenía muchas ganas de conocerla — dijo a Natacha, con una sonrisa amable y graciosa —. He oído hablar a mi paje Drubetzkoi, ya saben que se casa, y del amigo de mi marido, Bolkonski, el príncipe Andrés Bolkonski — dijo con un acento particular, dando a entender que conocía el noviazgo de Natacha.

Para estrechar las relaciones, pidió que una de las muchachas pasara el resto de la velada en su palco, y Natacha pasó a él.

IV

En el entreacto, el aire frío se filtró en el palco de Elena; la puerta se abrió y Anatolio entró inclinándose, para no molestar a nadie.

— Permítame que le presente a mi hermano — dijo Elena; y sus ojos inquietos fueron de Natacha a Anatolio.

Natacha, por encima de los hombros desnudos, alargo la linda cabeza hacia el joven oficial y sonrió.

Anatolio, que tan guapo estaba de lejos como de cerca, se sentó a su lado, diciéndole que hacía mucho tiempo que anhelaba aquel placer, desde el baile de Naristchkin, donde había tenido el inolvidable gozo de verla.

Con las mujeres, Kuraguin era mucho más inteligente y sencillo que con los hombres; hablaba atrevidamente y con simplicidad, y Natacha estaba agradablemente sorprendida de aquel hombre del que se contaban tantas cosas y que no tan sólo no tenía nada de terrible, sino que, al contrario, poseía la sonrisa más ingenua, más alegre y más dulce del mundo.

Kuraguin le preguntó la impresión que le había producido el espectáculo, y contó que en la representación anterior Semionovna se había caído mientras representaba.

— ¿Sabe usted, Condesa, que tendremos un baile de máscaras en nuestra casa? Debería usted venir. Se reunirán todos en casa de Kuraguin.

— Tiene usted que venir, de veras, se lo ruego—le dijo de pronto, hablándole como si se tratara de una antigua amistad.

Y al decir esto no apartaba los risueños ojos del cuello y de los brazos desnudos de Natacha. Ella estaba segura de que él la admiraba; estaba contenta, pero no sabía por qué su presencia demasiado próxima le era penosa. Cuando no la miraba a los ojos, se imaginaba que le miraba fijamente los hombros, y, a su pesar, interponía su mirada, porque prefería que la mirase a los ojos. Pero cuando la miraba a los ojos sentía con espanto que entre los dos no existía ningún obstáculo, ni aun la incomodidad que siempre sentía entre ella y los demás hombres. Natacha, sin darse cuenta, a los cinco minutos se sentía enteramente próxima a aquel hombre. Cuando se volvió temía que le cogiese el brazo desnudo o que la besase en el cuello. Hablaron de las cosas más simples y, no obstante, sentía que entre ellos existía una intimidad que no había tenido nunca con ningún hombre. Natacha se volvió hacia Elena y su padre para preguntarles qué significaba aquello; pero Elena estaba abstraída en una conversación con un general y no correspondió a su mirada, y la de su padre no le dijo más que lo que le decía siempre: «¿Estás contenta? ¿Sí? ¡Pues yo también!» Para romper un momento el silencio angustioso, durante el cual Anatolio, con los ojos brillantes, la miraba tranquilamente y con obstinación, Natacha le preguntó si le gustaba Moscú. Lo preguntó y se puso colorada; siempre le parecía que cometía una inconveniencia hablando con él. Anatolio sonrió como si quisiera animarla.

— Al principio no me gustaba, porque lo que hace agradable una ciudad son las mujeres bonitas, ¿no le parece? Pero ahora Moscú me gusta mucho—dijo mirándola gravemente —. ¿Vendrá usted por Carnaval, Condesa? Venga—dijo alargando la mano al ramo de flores, y bajando la voz añadió —: Será usted la más linda. Venga, querida Condesa y, en prenda, deme esa flor.

Natacha no comprendió qué le decía ni él tampoco lo comprendía, pero ella adivinó en aquellas palabras incomprensibles una intención inconveniente. No sabía qué decir y se volvió como si no le hubiera entendido. Sentía que estaba muy cerca de ella. «¿Qué hace ahora? ¿Está confuso, enojado? ¿Habré de enmendar esta acción?», se preguntaba, y no pudo evitar volverse. Ella le miró de frente, a los ojos, y su proximidad, su aplomo, su ternura jovial, la vencieron. Ella también sonrió, mirándole francamente a los ojos. Y otra vez, con horror, sintió que entre él y ella no había ningún obstáculo. Algo la emocionaba y atormentaba, y aquel algo era Kuraguin, al que involuntariamente seguía con la mirada. Al salir del teatro, Kuraguin se les acercó, llamó su coche, les ayudó a subir y, al ayudar a Natacha, le oprimió el brazo por encima del codo. Natacha, agitada y colorada, le miró. Dos ojos brillantes y una sonrisa tierna se clavaban en ella.

Sólo al llegar a su casa pudo reflexionar Natacha claramente sobre todo lo que había pasado, y de pronto, mientras se preparaba a tomar el té de última hora, acordándose del príncipe Andrés, presa de horror, gritó en voz alta y delante de todos: «¡Oh!», y muy sofocada, huyó a su cuarto. «¡Dios mío! ¡Estoy perdida! ¿Cómo lo he podido permitir?», se decía. Durante mucho rato permaneció sentada, con la cara entre las manos, procurando rehacer con exactitud lo que había pasado, y no podía comprender lo que sintió. Todo le parecía sombrío, oscuro, terrible. Allí, en aquella sala inmensa, iluminada, al son de aquella música, unas niñas y unos viejos salían sobre unas tablas húmedas, y Elena lo miraba todo, descotada, con sonrisa tranquila y altiva, y todos habían gritado: «¡Bravo!» Allí, a la sombra de aquella Elena, todo era claro y simple, pero ahora, sola con ella misma, todo era incomprensible.«¿Qué es esto? ¿Qué significa este miedo que he pasado por él? ¿Qué quiere decir este remordimiento que ahora siento?», pensaba.

Sólo a la anciana Condesa, de noche, en la cama, hubiera podido explicar todo lo que pensaba. Sabía muy bien que Sonia, con sus principios severos y escrupulosos, no comprendería su confidencia y la aterrorizaría. Sola consigo misma, Natacha procuraba resolver lo que la atormentaba: «¿Estoy perdida para el amor del príncipe Andrés, sí o no?», se preguntaba, y con una sonrisa tranquila se respondía: «¡Qué tonta soy de preguntarlo! ¿Qué ha pasado? Nada; yo no he hecho nada, yo no he provocado a nadie. Nadie lo sabrá nunca ni lo veré nunca más. Está bien claro que no ha pasado nada, que no tengo ningún motivo de arrepentimiento, que el príncipe Andrés puede amarme "tal" como soy. Pero ¿qué quiere decir "tal"? ¡Ah Dios mío! ¿Por qué no puedo salir de ahí?» Natacha se tranquilizó por unos momentos, pero otra vez su instinto le decía que aunque todo ello era verdad, que si bien no había pasado nada, la antigua pureza de su amor por el príncipe Andrés se había acabado, y otra vez rehacía toda la conversación con Kuraguin, se representaba la cara, los gestos, la sonrisa tierna de aquel apuesto mozo que atrevidamente le apretaba el brazo.

V

Anatolio Kuraguin vivía en Moscú porque su padre lo había expulsado de San Petersburgo, donde gastaba más de veinte mil rublos al año y además contraía deudas, que los acreedores exigían al Príncipe.

El Príncipe declaró a su hijo que, por última vez, le pagaría la mitad de sus deudas, pero con la condición de irse a Moscú como ayudante de campo del general en jefe, cargo que había obtenido para él, y que procurase encontrar un buen partido. Le indicó la princesa María y Julia Kuraguin.

Anatolio se avino a ello y fue a Moscú, donde se instaló en casa de Pedro, que de momento lo recibió sin mucha alegría, pero luego se habituó a él; a veces salía a divertirse con él y le daba dinero en forma de préstamos puramente formularios.

Como se decía muy bien, desde que Anatolio estaba en Moscú sorbía el seso de todas las señoras, justamente porque no les hacía caso y prefería las bohemias y las artistas francesas, especialmente la señorita Georges, con la cual, según se decía, estaba en relaciones muy íntimas. No se dejaba perder ni una sola orgía en casa de Danilov y de otros amigos de Moscú. Se pasaba noches enteras bebiendo, se lo gastaba todo y frecuentaba todas las veladas y bailes del gran mundo. Se le atribuían algunas intrigas con cierta dama de Moscú, y en el baile cortejaba a algunas muchachas, sobre todo herederas ricas, la mayoría de las cuales eran feas, pero no pasaba de ahí, tanto más cuanto Anatolio, cosa que no sabía nadie aparte de sus amigos íntimos, hacía dos años que estaba casado. Dos años atrás, durante la estancia de su regimiento en Polonia, un señor polaco, no muy rico, le había obligado a casarse con una hija suya. Anatolio, al cabo de poco tiempo, abandonó a su mujer y, con la promesa de enviar dinero a su suegro, se había reservado el derecho de pasar por soltero.

Anatolio estaba siempre contento de su situación, de sí mismo y de los demás. Instintivamente, estaba convencido de que no podía vivir de otra manera de como vivía y también de no haber hecho nada malo en toda su vida. No pensaba y era incapaz de reflexionar en los efectos que sus actos podían producir en los demás o las consecuencias que pudiesen acarrear. Estaba convencido de que así como el pato está conformado para vivir en el agua, Dios lo había creado a él de aquella manera y que le hacían falta treinta mil rublos al año y una situación preponderante en sociedad. Estaba de tal manera convencido de ello que, al mirarle, los demás lo estaban también y no le negaban ni el lugar preponderante ni el dinero que tomaba prestado al primero que se presentaba sin tener intención de devolvérselo nunca más.

No era jugador, es decir, no deseaba ganar; no era vanidoso, no se preocupaba de lo que decían de él y no tenía la menor ambición; muchas veces había disgustado a su padre al perjudicarle en su carrera riéndose de todos. No era avaro ni negaba un favor a nadie. Lo único que le gustaba eran las mujeres, y como, según su manera de pensar, aquel gusto no desdecía de su nobleza, como era incapaz de reflexionar sobre las consecuencias que la satisfacción de sus gustos pudieran tener sobre los demás, se consideraba un ser irreprochable, detestaba francamente a los falsos y a los malvados y llevaba la cabeza muy alta y la conciencia tranquila.

Los hombres calaveras tienen un sentimiento secreto de la inocencia, basado, como en la Magdalena, en el espíritu de perdón. «Todo le será perdonado porque ha amado mucho», y a ellos les será perdonado todo porque se han divertido mucho.

Dolokhov, que aquel año había reaparecido en Moscú después de una estancia y de unas aventuras en Persia y que llevaba la vida lujosa del juego y del libertinaje, se acercó a su antiguo compañero Kuraguin y se aprovechó de él para entretenerse.

Anatolio quería sinceramente a Dolokhov por su talento y su valor. Dolokhov tenía necesidad del nombre y de las relaciones de Anatolio Kuraguin para atraer a los jóvenes ricos a su pandilla de juego, y, sin que se lo diera a entender, se aprovechaba y se divertía con Kuraguin. Aparte del interés que Anatolio sentía por él, el hecho de gobernar la voluntad de otro era el placer habitual de Dolokhov y casi una necesidad.

Natacha había causado una gran impresión a Kuraguin. Durante la cena, después del espectáculo, en calidad.de hombre experto, ante Dolokhov, examinó las cualidades de sus brazos, de sus cabellos, y declaró el propósito de enamorarla. ¿Qué podría pasar? Anatolio no podía pensarlo ni preverlo porque no había pensado nunca lo que resultaría de sus actos.

— De acuerdo, es linda, amigo mío, pero no es para nosotros — dijo Dolokhov.

— Podría decir a mi hermana que la invitara a comer, ¿no te parece? — dijo Anatolio.

— Espera a que se case...

—Ya sabes que tengo una debilidad por las jovencitas: caerá en seguida—dijo Anatolio.

— Ya te has enredado con una — replicó Dolokhov, que sabía lo de su casamiento.

— Por eso mismo no puedo enredarme con otra — dijo Anatolio riendo muy a gusto.

VI

A María Dmitrievna le gustaba celebrar el domingo y sabía hacerlo. El sábado quedaba la casa limpia y ordenada; el domingo no trabajaba ni ella ni los criados; vestían los trajes de las fiestas y todos iban a misa. A la comida de los amos se añadía algunos platos y se daba aguardiente al servicio, así como ocas asadas o lechones, pero en ninguna parte se observaba un aire de fiesta tan notable como en la casa de María Dmitrievna, que aquel día adquiría una expresión inmutable de felicidad.

Tras tomar café, después de la misa, en el salón en que habían quitado las fundas de los muebles, entraron a anunciar a María Dmitrievna que tenía el coche a la puerta; con aire severo, vistiendo su chal de las fiestas que se ponía para ir de visita, se levantó y dijo que iba a casa del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski para conversar respecto a Natacha.

Al poco rato de haberse marchado llegó la dependienta de casa madame Chalmet, y Natacha, muy contenta por la distracción que se le presentaba, pasó a un salón lateral, cerro la puerta y se ocupó de la prueba de los vestidos nuevos. Mientras se probaba el cuerpo hilvanado, sin mangas, volvía la cabeza y se miraba al espejo para ver cómo le caía la espalda, oía en el salón el sonido animado de la voz de su padre y otra voz de mujer que la hizo ponerse colorada: era la voz de Elena. No había acabado aún Natacha de quitarse el cuerpo de prueba cuando la puerta se abrió y entró en la sala la condesa Bezukhov con una sonrisa brillante, dulce y tierna, vestida con un traje de terciopelo lila oscuro y cuello alto.

— ¡Ah, mi encantadora! — dijo a Natacha, que estaba muy colorada —. Vaya, no hay otra como ella, Conde — dijo a Ilia Andreievitch, que entró tras ella—. ¡Y bien! ¡Vivir en Moscú y no ir a ninguna parte! No, no se lo permitiré. Esta noche la señorita Georges declamará en mi casa; vendrán unos cuantos amigos y si no me trae a sus niñas, que son mucho más bonitas que la señorita Georges, me dará un disgusto. Mi marido está ausente; ha marchado a Tver; de no ser así, ya le habría hecho venir a buscarlas. Vengan, les espero; a las nueve todos estarán en casa. Confío en ello.

Saludó con la cabeza a la modista, que era conocida suya, la cual se inclinó respetuosamente, y luego se sentó en una silla cerca del espejo, extendiendo con arte su traje de terciopelo. No cesaba de hablar alegremente mientras admiraba la belleza de Natacha. Le examinaba los vestidos, los elogiaba, y hablaba con vanidad de su traje nuevo de «gasa metálica» que acababa de recibir de París y aconsejaba a Natacha que se hiciera uno igual.

— Pero a usted todo le está bien, querida — decía.

Del rostro de Natacha no se borraba una sonrisa de satisfacción. Se sentía feliz y orgullosa con los elogios de aquella deslumbrante condesa Bezukhov que antes le parecía una dama tan inaccesible y tan importante y que ahora era tan amable para ella. Natacha se ponía alegre, se sentía casi enamorada de aquella mujer tan hermosa y tan sencilla.

Elena, por su parte, admiraba sinceramente a Natacha y deseaba distraerla. Anatolio le había pedido que lo presentase y se la presentase, y por esto ella había ido a casa de los Rostov. La idea de aproximar su hermano a Natacha la divertía.

Por más que le hubiese tenido rencor porque en San Petersburgo le había quitado a Boris, ahora ya no se acordaba, y de todo corazón deseaba suerte a Natacha. Al partir habló un momento aparte con su protegida.

—Ayer mi hermano comió en casa; nos moríamos de risa: no comió nada y es por culpa de usted, querida. Está enamorado como un loco, enamorado de usted.

Natacha se sonrojó vivamente.

— ¡Ay, cómo se pone colorada! ¡Mi niña querida! Si está usted enamorada de alguien, no hay motivo para que se esconda en un rincón; aunque esté prometida, no dudo que su novio preferirá que se divierta, cuando él está ausente, a que se muera de aburrimiento. Venga, debe usted venir — dijo Elena.

«Así, ya sabe que estoy prometida; con su marido, con Pedro, con este buen Pedro, hablan de esto y se ríen. Luego todo esto no es nada malo.» Y otra vez, bajo la influencia de Elena, aquello que antes le parecía terrible, ahora lo encontraba sencillo y natural. «Y ella, una dama tan distinguida, tan elegante, bien se ve que me quiere de todo corazón... ¿Por qué no me he de divertir, pues?», pensaba Natacha mirando a Elena con los ojos muy abiertos.

María Dmitrievna regresó seria y taciturna; evidentemente había sido mal recibida en casa del Príncipe. Estaba demasiado emocionada aún para poder contar lo que le había pasado. A las preguntas del Conde contestó que todo iba bien y que mañana ya se lo explicaría. Cuando supo la visita de Elena y la invitación para la noche, dijo:

— No me gusta la amistad de la señora Bezukhov y no os la recomiendo; pero si le has prometido ir, ve y te distraerás — añadió dirigiéndose a Natacha.

VII

El conde Ilia Andreievitch acompañó a sus hijas a casa de la condesa Bezukhov. Había mucha gente, pero Natacha casi no conocía a nadie. El conde Ilia Andreievitch observó con disgusto que toda aquella reunión estaba formada principalmente de hombres y mujeres conocidos por la libertad de sus costumbres. La señorita Georges, rodeada de jóvenes, estaba en un rincón de la sala. Había algunos franceses, entre ellos Mitivier, que desde la llegada de Elena era asiduo de la casa.

El conde Ilia Andreievitch decidió no jugar a los naipes para no separarse de las niñas y marchar así que la señorita Georges hubiese declamado.

Anatolio, cerca de la puerta, esperaba evidentemente la entrada de los Rostov. Después de saludar al Conde, se acercó enseguida a Natacha y la siguió. Así que Natacha lo vio, lo mismo que en el teatro, se apoderó de ella el placer vanidoso de agradarle y el miedo que le daba el no encontrar obstáculos entre ella y él. Elena recibió alegremente a Natacha y admiró su belleza y su vestido. Al poco tiempo de haber llegado, la señorita Georges se retiró de la sala para vestirse. Empezaron a instalar sillas en la sala y Anatolio acercó una a Natacha y quiso sentarse a su lado, pero el Conde, que no apartaba los ojos de su hija, ocupó la silla y Anatolio se colocó detrás.

La señorita Georges, con sus robustos brazos desnudos, un chal arrollado y caído encima de los hombros, salió al espacio libre que habían dejado delante de las sillas y se detuvo en actitud estudiada. Se oyeron voces de entusiasmo. La señorita Georges miró al público con severidad y empezó a recitar versos franceses en los que se trataba de su amor criminal hacia su hijo. En ciertos pasajes levantaba la voz, en otros hablaba bajo, levantando la cabeza triunfalmente, o se detenía y daba un ronquido, abriendo mucho los ojos.

— ¡Adorable! ¡Divino! ¡Delicioso! — se oía por todas partes.

Natacha miraba a la corpulenta Georges, pero no comprendía nada de lo que pasaba delante de ella. De nuevo se sentía apresada completamente por aquel mundo extraño, loco, tan alejado del otro, por aquel mundo en el cual era imposible saber lo que está bien, lo que está mal, lo que es razonable y lo que no lo es. Anatolio estaba sentado detrás de ella y tan cerca que, asustada, temía cualquier cosa.

Después del primer monólogo, todos rodearon a la señorita Georges y le expresaron el entusiasmo que sentían.

— ¡Qué hermosa es! — dijo Natacha a su padre, que se levantó con los demás, atravesó la multitud y se acercó a la actriz.

— Si la miro a usted, yo no la encuentro nada hermosa —dijo Anatolio, que seguía a Natacha. Se lo dijo en un momento en que sólo podía oírle ella —. Es usted encantadora..., desde el día que la vi no he dejado...

— Natacha, ven. Sí que es hermosa — dijo el Conde volviéndose y buscando a su hija.

Natacha, sin decir nada, se acercó a su padre y le miró con ojos interrogadores.

Después de declamar algunos monólogos, la señorita Georges se retiró y la condesa Bezukhov invitó a sus huéspedes a pasar al salón.

El Conde quería irse, pero Elena le rogó que no lo hiciera para no desencuadrar el baile que se preparaba. Los Rostov se quedaron. Anatolio sacó a Natacha en el vals y, mientras bailaban, apretándole la cintura con el brazo, le dijo que era encantadora y que la quería. Durante la escocesa, que bailó con él, Anatolio no le dijo nada, sólo la miró. Natacha se preguntaba si aquello que le había dicho mientras bailaba era sólo un sueño. Al acabar la primera figura, otra vez le apretó la mano. Natacha levantó los ojos asustada, pero en su mirada dulce y en su sonrisa había tanta ternura que al mirarle no pudo decirle lo que quería y bajó los ojos.

— No me diga otra vez lo de antes; estoy prometida y amo a otro — pronunció muy rápidamente.

Natacha le miró. Anatolio no estaba desconcertado ni entristecido por aquellas palabras.

— No me lo diga, ¿qué importa? — replicó él —; sé que estoy locamente enamorado de usted. ¿Qué culpa tengo yo si es tan encantadora...? Es usted la que tiene la culpa.

Natacha, animada y desazonada, con los ojos muy abiertos, asustados, miraba a su alrededor y parecía más alegre que de costumbre. Casi no comprendía nada de lo que pasaba aquella noche. Bailaban la polonesa y la escocesa. Estuviera donde estuviese, hablara con quien hablase, siempre sentía su mirada sobre ella. Luego recordó que había pedido permiso a su padre para ir al tocador a arreglarse el vestido, que Elena la había acompañado y, riendo, le había hablado del amor de su hermano, y que en el pequeño diván se había encontrado otra vez con Anatolio, que Elena había desaparecido, que se habían quedado solos y que él, cogiéndole la mano, le había dicho con voz tierna:

— No puedo ir a su casa, pero ¿no nos veremos más? La amo locamente. ¿De veras nunca más...?

Y mientras le cerraba el paso había acercado su cara a la suya. Unos grandes ojos de hombre, relucientes, estaban tan cerca de los suyos que no veía nada más.

—¡Natalia! — murmuraba estrechándole fuertemente la mano—. ¡Natalia!

«No comprendo nada, no sé qué decir», le respondían sus ojos.

Unos labios ardientes se posaron sobre los suyos y, en aquel preciso instante, se sintió libre otra vez, y a su vera se oía ruido de pasos y el crujir de las faldas de Elena. Natacha la vio; enseguida, agitada y temblorosa, la miró con aire aterrado, interrogador, y se dirigió a la puerta.

— ¡Una palabra, una palabra nada más, por Dios! — dijo Anatolio.

Natalia se turbó. Le era preciso escuchar aquella palabra que le explicaría lo que había pasado y a la cual contestaría.

— Natalia, una palabra, una... — repetía sin cesar, no sabiendo qué decir; y hasta lo repitió cuando Elena estuvo a su lado.

Elena salió con Natacha del salón. Los Rostov no se quedaron a cenar y se marcharon.

Natacha no durmió en toda la noche. La cuestión insoluble: «¿Amaba a Anatolio o al príncipe Andrés?», la atormentaba. Amaba al príncipe Andrés, recordaba vivamente cómo le amaba; pero también amaba a Anatolio, esto era indiscutible. «De otra manera, ¿hubiera sido posible lo que pasó?», pensaba. «Después de lo que ha pasado, si al decirle adiós he podido responder a su sonrisa con una sonrisa, si he podido hacer tal cosa, es que le amo, que le he amado desde el primer momento. Es bueno, noble, apuesto, y es imposible no amarle. ¿Qué he de hacer si le quiero y también quiero a otro?», se decía sin encontrar respuesta a estas terribles preguntas.

VIII

Llegó la mañana siguiente y con ella volvió la agitación. Todos se levantaron, todos se agitaron y empezaron a hablar. Vinieron de nuevo las modistas, María Dmitrievna salió y llamaron para el té. Natacha, con los ojos muy abiertos, como si quisiera recoger todas las miradas fijas en ella, miraba a todos lados con inquietud y procuraba poner la misma cara de siempre. Después de comer, María Dmitrievna —era su mejor momento —, sentada en su sillón, llamó a Natacha y al viejo Conde.

— ¡Y bien! Amigos, he reflexionado sobre todo eso y he aquí mi parecer — empezó —: ayer estuve en casa del príncipe Andrés y hablé con él... Él se puso a gritar y yo más que él... ¡Se lo dije todo!

— ¿Y qué? — preguntó el Conde.

— ¿Él? Está loco... No quiere saber nada. Y bien, no hay nada a hacer, ya hemos atormentado bastante a la pobrecita. Para mí es cosa de arreglar vuestros asuntos y volveros a casa, a Otradnoie, y esperar...

— ¡Oh, no! — exclamó Natacha.

— Sí. Hay que marchar y esperar allí. Si el novio llega ahora, habrá altercados. Él solo, de tú a tú, se explicará con el viejo, y luego irá a vuestra casa.

Ilia Andreievitch aprobó este parecer, que enseguida le pareció muy juicioso.

— Si el viejo se amansa — añadió —, siempre estaréis a tiempo de ir a su casa, a Moscú, o de ir a verle a Lisia—Gori; si el casamiento se efectúa contra su voluntad, necesariamente ha de celebrarse en Otradnoie.

—Exacto, y ya siento haber ido a su casa y haber llevado allí a mi hija — replicó el Conde.

—No, eso no; ¡por qué lo has de sentir! Estando aquí debíais ir por cortesía. Pero si no lo quiere, es cosa suya — dijo María Dmitrievna buscando alguna cosa en su bolso —. El ajuar está dispuesto. ¿Qué habéis de esperar aún? Lo que falte ya os lo enviaré. Siento que os vayáis, pero valdrá más que hagáis esto, y que Dios os acompañe.

Finalmente encontró lo que buscaba en su bolso y lo dio a Natacha. Era una carta de la princesa María.

— Te ha escrito; la pobre siente mucha pena, teme que te figures que ella te hace la contra.

— ¡Claro que me la hace! — exclamó Natacha.

— ¡No digas tonterías! — gritó María Dmitrievna.

— Digáis lo que digáis, no creeré a nadie. Sé muy bien que no me quiere — replicaba atrevidamente Natacha tomando la carta. Y su rostro expresó una resolución fría y mala que obligó a fruncir las cejas a María Dmitrievna y a mirarla severamente.

— Niña, no hables así — dijo —; lo que te he dicho es la verdad. Escríbele.

Natacha no respondió y se fue corriendo a su cuarto para leer la carta de la princesa María.

En ella decía que estaba desolada a causa de la mala inteligencia que había habido entre ellas; le rogaba que quisiera creer, fuesen los que fueran los sentimientos del anciano Príncipe, su padre, que ella la amaba como a la mujer escogida por su hermano a cuya felicidad estaba decidida a sacrificarlo todo.

«No obstante — escribía —, no crea que mi padre esté mal dispuesto contra usted. Es un hombre enfermo y viejo, hay que excusarlo; pero es bueno, es magnánimo, y querrá a la que hará feliz a su hijo.» La princesa María rogaba a Natacha fijara el día en que la podría recibir.

Después de leer la carta, Natacha se sentó a la mesa para escribir la respuesta:

«Querida Princesa», escribió rápidamente, mecánicamente, y se detuvo. ¿Qué podía escribirle después de lo que había pasado la noche anterior? «Sí, si, todo aquello era así, pero ahora es muy diferente.» ¡Es necesario! ¡Es horrible...! Y para olvidar aquellos pensamientos terribles fue a buscar a Sonia y ambas empezaron a escoger bordados.

Después de comer, Natacha fue a su cuarto y volvió a leer la carta de la princesa María. «¿Todo se ha acabado? ¿Ha sido todo tan rápido que todo el pasado ha desaparecido?» Recordaba la fuerza de su amor por el príncipe Andrés, se representaba el cuadro, tantas veces presente en su imaginación, de la felicidad que gozaría con él, y a la vez se inflamaba de emoción recordando todos los detalles de su entrevista de la noche anterior con Anatolio. «¿Por qué no puede ser todo a la vez? — pensaba muchas veces, completamente aturdida —. De esta manera sería feliz del todo; pero sin uno de ellos no puedo serlo. Decir al príncipe Andrés todo lo que ha pasado u ocultárselo es igualmente imposible. Y "con ello" aún queda todo igual. ¿Pero he de renunciar para siempre a la felicidad del amor del príncipe Andrés, a la cual me he acostumbrado desde hace tanto tiempo?» — Señorita — dijo la camarera, que entró en el cuarto con aire misterioso —: un hombre me ha encargado que le diera esto — y le alargó una carta —. ¡Por amor de Dios, Condesa...! — continuó, mientras Natacha, con un movimiento involuntario, abría el sobre y leía una carta de amor de Anatolio, de la que no comprendía nada aparte de que era de él, del hombre que amaba. Sí, lo amaba, pues, de no ser así, ¿habría podido pasar todo lo que había pasado? Aquella carta amorosa suya, ¿podría encontrarse en sus manos?

Natacha tenía entre sus manos temblorosas aquella carta apasionada que Dolokhov había escrito para Anatolio y leyéndola encontraba el eco de todo lo que creía sentir.

La carta empezaba con estas palabras:

«¡Desde ayer mi destino está decidido! Ser amado por usted o morir, no tengo otra salida.» A continuación escribía que sus padres no le daban el consentimiento debido a ciertas causas misteriosas que sólo podía explicar a ella misma, pero que si ella le amaba, si pronunciaba una palabra, ninguna fuerza humana podría impedir su felicidad: el amor lo vencería todo. La raptaría y se la llevaría al otro extremo del mundo.

«¡Sí, sí, le quiero!», pensaba Natacha volviendo a leer una y otra vez aquella carta y buscando en cada palabra un sentido particular, profundo.

Aquella noche, María Dmitrievna fue a casa de los Arkharov y propuso a las niñas que la acompañaran. Natacha pretextó una jaqueca y se quedó en casa.

IX

A la vuelta, ya al anochecer, Sonia entró en el cuarto de Natacha y, con gran sorpresa suya, encontró que se había dormido vestida en el diván. La carta de Anatolio, abierta, estaba cerca de ella encima de la mesita. Sonia la tomó y la leyó.

Leía y miraba a Natacha dormida, buscando en sus facciones la explicación de lo que leía, y no sabía encontrarla. La cara de Natacha era tranquila, dulce, feliz. Con la mano en el pecho, para no ahogarse, Sonia, pálida, temblorosa de miedo y de emoción, se sentó en una silla y se deshizo en lágrimas.

«¿Cómo no he visto nada? ¿Cómo es posible que haya llegado tan lejos? Ya no quiere al príncipe Andrés. ¿Cómo ha podido permitir eso a Kuraguin? Es un falso, un perverso, esto está bien claro. ¿Qué dirá Nicolás, él que es tan bueno, cuando lo sepa? He aquí lo que significaba aquel rostro trasmudado, resuelto y nada natural de ayer y anteayer. Pero ¡no puede ser que le quiera! Probablemente ha abierto esta carta sin saber qué era. Debe estar muy ofendida. ¡Es imposible que haga tal cosa!», pensaba Sonia.

Se secó las lágrimas, se acercó a Natacha y otra vez le miró atentamente la cara.

— ¡Natacha! — dijo muy bajito.

Natacha despertó y se dio cuenta de la presencia de Sonia.

— ¡Ah! ¿Ya habéis vuelto?

Y, con la decisión y la ternura propias del momento de despertar, abrazó a su amiga. Pero al ver la confusión de Sonia, su cara expresó enseguida el disgusto y la desconfianza.

— Sonia, ¿has leído la carta? — dijo.

— Sí — repuso dulcemente Sonia.

Natacha sonrió triunfalmente.

— No, Sonia. No puedo ocultártelo más. Ya lo sabes, nos queremos, Sonia; me ha escrito, Sonia...

Sonia, como si no quisiera creer lo que oía, miró a Natacha con los ojos muy abiertos.

— ¿Y Bolkonski? — le dijo.

— ¡Ah, Sonia! ¡Ah! ¡Si pudieras comprender lo feliz que soy! Tú no sabes lo que es amor.

— Pero, Natacha, ¿lo otro ya ha pasado del todo?

Natacha, con los ojos muy abiertos, miraba a Sonia como si no comprendiese lo que le preguntaba.

— ¿Qué? ¿Dejar, pues, al príncipe Andrés? — dijo Sonia.

— ¡Ah! ¿No lo comprendes? No digas tonterías. Escucha — dijo Natacha con despecho.

— No, no lo puedo creer — repitió Sonia —; no comprendo cómo has podido querer a un hombre un año entero y de pronto... Pero si sólo lo has visto tres veces. No te creo; bromeas. En tres días has podido olvidar y...

— ¡Tres días! ¡Si me parece que hace cien años que le quiero! Me parece que no he estado enamorada nunca de nadie más que de él. Tú no lo puedes comprender, Sonia. — Natacha la abrazó —. Me habían dicho que estas cosas pasan; quizá tú también lo has oído decir, pero hasta ahora no he sentido el amor. Esto no es como aquello de antes. En seguida que le vi presentí que haría lo que quisiera de mí, que era su esclava y que lo tenía que amar por fuerza. ¡Sí, esclava! Haré todo lo que él me mande. Tú no me comprendes. ¿Qué he de hacer, Sonia? — dijo Natacha con rostro alegre y a la vez desesperado.

—Pero piensa lo que haces; yo no puedo dejarte así. ¡Cartas misteriosas! ¿Cómo lo has podido consentir? — pronunció con un asco, con un horror que no acertaba a disimular.

— Te digo que no tengo voluntad. ¿No quieres entenderlo? ¡Le quiero!

— ¡Ah, no permitiré yo eso! Voy a decirlo ahora mismo — exclamó Sonia con las lágrimas deslizándose por sus mejillas.

— ¿Qué dices? Si lo cuentas es querer perderme, quieres que nos separen...

Ante este temor de Natacha, Sonia lloró de vergüenza y de compasión por su amiga.

— ¿Qué ha habido entre los dos? — le preguntó —¿Qué te ha dicho? ¿Por qué no viene a hablar con los de casa?

Natacha no respondió nada.

—Por Dios, Sonia, no lo digas a nadie, no me hagas sufrir. Piensa que nadie se puede meter en nuestros asuntos. Yo te he confesado...

— Pero ¿por qué todo este misterio? ¿Por qué no viene a casa? ¿Por qué no te pide? El príncipe Andrés ¿te ha dejado en libertad...? Pero no lo puedo creer, Natacha. ¿Has pensado cuáles pueden ser las «causas misteriosas»?

Natacha miró a Sonia con ojos interrogadores. Evidentemente, esta pregunta se le ocurría por primera vez y no sabía qué responder.

— ¿Qué causas? No lo sé, pero bien debe haberlas.

Sonia suspiró y bajó la cabeza con desconfianza.

— Si las hubiere... — dijo Sonia.

Pero Natacha, ante aquella duda, la interrumpió horrorizada.

— Sonia, no se puede dudar de él, no se puede dudar.

— ¿Él te quiere?

— ¿Si me quiere? — repitió Natacha con una sonrisa de compasión por la poca inteligencia de su amiga —. ¿No has visto cómo escribe, no lo has visto?

— ¿Y si no fuera un hombre digno?

— ¿Él un hombre indigno? Si lo conocieras...

— Si lo es, ha de declarar su intención o ha de dejar de verte. Y si tú no quieres obligarle a ello, lo haré yo. Yo le escribir é, lo diré a papá — gritó con energía.

— ¡Pero si no puedo vivir sin él! — exclamó Natacha.

— Natacha, no te entiendo. ¿Ya sabes lo que dices? Acuérdate de tu padre, de Nicolás.

—No necesito a nadie. No quiero a nadie sino a él. ¿Cómo te atreves a decir que no es digno? ¿Ignoras que le quiero? — gritó Natacha —. Sonia, ¡vete! No quiero disgustarme contigo, pero ¡vete, por Dios, vete! ¡Ya ves cómo sufro! — exclamó rencorosamente Natacha con voz de enojo y de desesperación.

Sonia se fue llorando a su cuarto.

Natacha se acercó a la mesa y, sin reflexionar un momento, escribió a la princesa María la respuesta que no había podido hallar durante toda la mañana. Escribió brevemente que la incomprensión entre ellas dos había terminado; que aprovechando la magnanimidad del príncipe Andrés, que al marchar la había dejado totalmente en libertad, le rogaba olvidarlo todo y perdonarla si no se comportaba como él merecía, pero que no podía ser su esposa. Todo aquello, en aquel momento, le parecía muy claro, muy simple y muy fácil.

El viernes, los Rostov habían de marchar al campo. El miércoles, el Conde acompañó al comprador de la hacienda cercana a Moscú.

El día de la marcha del Conde, Sonia y Natacha debían asistir a una gran comida en casa de los Kuraguin y María Dmitrievna las acompañó.

Durante la comida, Natacha encontró otra vez a Anatolio, y Sonia observó que ella le hablaba a escondidas y que durante toda la comida estaba muy turbada. Cuando llegaron a casa, Natacha fue la primera en dar la explicación que la otra esperaba.

— ¿Ves, Sonia? Has dicho muchas tonterías hablando de él — empezó Natacha con voz dulce, con aquella voz que emplean los niños cuando quieren que se les dé la razón —. Hoy nos hemos explicado.

— ¿Y qué? ¿Qué te ha dicho? ¡Qué contenta estoy de que ya se te haya pasado el disgusto conmigo! Dímelo todo, toda la verdad. ¿Qué te ha dicho?

Natacha quedó pensativa.

— ¡Ah! Sonia, si tú le conocieras como lo conozco yo. Ha dicho... Me ha preguntado cómo me prometí con Bolkonski. Está contentísimo de que sólo depende de mí dejarlo.

Sonia suspiró tristemente.

— ¿Pero no habrás roto con tu novio?

— ¡Quién sabe! Tal vez sí, tal vez todo se ha acabado entre él y yo. ¿Por qué piensas tan mal de mí?

— Yo no, pienso nada; pero no comprendo...

— Espérate, Sonia, ya lo comprenderás todo. Ya verás qué hombre. No pienses mal ni de mí ni de él.

— Yo no pienso mal de nadie. Yo quiero y compadezco a todo el mundo. Pero ¿qué he de hacer?

Sonia no se rendía al tono tierno que Natacha usaba. Cuanto más se enternecía la expresión del rostro de Natacha, más seria y severa se volvía Sonia.

— Natacha — le dijo —, me has pedido que no te hablara de ello y no lo he hablado; ahora eres tú la que ha empezado. Natacha, no tengo confianza en él. ¿Por qué este misterio?

— ¡Otra vez! — interrumpió Natacha.

— Natacha, tengo miedo por ti.

— ¿De qué tienes miedo?

— Tengo miedo a que te pierdas — dijo resueltamente Sonia, asustada de lo que acababa de decir.

Las facciones de Natacha expresaron de nuevo la cólera.

— ¡Me perderé! ¡Me perderé! ¡Mejor! Eso no es cosa vuestra. Peor para mí; yo lo pagaré y no vosotros. Déjame sola, déjame sola. ¡Te aborrezco!

— ¡Natacha! — gritó Sonia, horrorizada.

— Te aborrezco. Te aborrezco. Para mí siempre serás mi enemiga.

Natacha no hablaba con Sonia y la evitaba. Con la misma expresión de extrañeza y de emoción y con la conciencia de una falta andaba por la casa haciendo ahora una cosa, ahora otra, para dejarlo todo enseguida.

Aunque resultara muy penoso para Sonia, ésta la seguía con gran atención.

La víspera del regreso del Conde, Sonia observó que Natacha se pasaba la mañana sentada cerca de la ventana de la sala como si esperase alguna cosa y luego la vio hacer una seña a un militar que pasaba por la calle y que le pareció que era Anatolio.

Sonia se propuso observar más atentamente a su amiga y vio que Natacha, durante toda la comida y durante la tarde, estaba muy rara y tenía un aire que no era natural. Respondía sin escuchar las, preguntas que le hacían, empezaba a decir cosas que no terminaba y se reía de todo.

Después del té, Sonia descubrió que la camarera esperaba temblorosa cerca de la puerta a que Natacha pasara. Sonia la dejó pasar y, escuchando detrás de la puerta, supo que Natacha acababa de recibir ocultamente otra carta. Inmediatamente comprendió que Natacha tenía algún plan para aquella noche. Llamó a la puerta de Natacha, que se negó a recibirla. «Huirá con él — pensó Sonia —. Es capaz de todo. Hoy su cara tenía un aspecto triste y resuelto. Ha llorado cuando ha dicho adiós al tío. Sí, es seguro que va a huir con él. ¿Qué puedo hacer? — pensaba Sonia recordando todos los indicios que pudiesen aclarar que Natacha escondía un proyecto terrible —. El Conde no está aquí. ¿Qué hacer? Ir a casa de Kuraguin y pedirle una explicación. Pero ¿quién le obliga a contestarme? Escribir a Pedro, como dijo el príncipe Andrés que se hiciera si pasaba alguna desgracia. Pero ¿quién sabe si ella ya ha roto con Bolkonski? Ayer escribió a la princesa María. ¡Y el tío no está aquí!» Decirlo a María Dmitrievna, que tanta confianza tenía en Natacha, le parecía terrible. «Sea como sea — pensaba Sonia en el corredor oscuro —, ahora o nunca es la hora de probar que me acuerdo de lo que ha hecho por mí la familia y que quiero a Nicolás. No, me pasaré tres noches sin dormir, no me moveré de aquí. La privaré de salir, a la fuerza si es preciso, y no permitiré que la vergüenza caiga sobre su familia.»

X

Ultimamente Anatolio vivía en casa de Dolokhov. El plan del rapto de la señorita Rostov había sido ideado y preparado por Dolokhov, y el día que Sonia escuchaba detrás de la puerta de Natacha y decidió salvarla el plan debía ser ejecutado. Natacha había prometido a Kuraguin que se reuniría con él a las diez de la noche, por la escalera de servicio. Kuraguin la había de recoger en una troika que los esperaría y los conduciría el pueblecito de Kamenka, a sesenta verstas de Moscú; allí; un pope destituido los casaría.

Desde Kamenka, un coche los conduciría a la carretera de Varsovia, y de allí, en coche de posta, huirían al extranjero. Anatolio tenía el pasaporte, el billete de ruta, diez mil rublos tomados a su hermana y otros diez mil que le habían prestado por mediación de Dolokhov.

Dos testigos, Khvostikov, antiguo funcionario que Dolokhov hacía servir de gancho en el juego, y Makarin, húsar retirado, hombre ingenuo y débil, que sentía una amistad sin límites por Kuraguin, estaban sentados en la sala de espera tomando el té.

En su espacioso despacho, adornado de arriba abajo con tapices persas, pieles de oso y armas, Dolokhov, en traje de viaje y botas altas, estaba sentado en su escritorio abierto en el que tenía cuentas y los paquetes de billetes de Banco. Anatolio, con el uniforme desabrochado, iba de la sala donde estaban los testigos al despacho y a la sala de atrás, donde su criado francés, con otros sirvientes, preparaban la última maleta. Dolokhov contaba el dinero y tomaba nota.

Dolokhov encerró el dinero en el cajón, llamó a un criado para que preparara la comida y bebida para el camino y luego entró en la sala donde le esperaban sentados Khvostikov y Makarin.

Anatolio se había tendido en un diván con las manos bajo la cabeza; sonreía pensativamente y sus labios murmuraban palabras tiernas.

— ¡Vamos, come algo! — exclamó Dolokhov desde la otra habitación.

— No tengo hambre — replicó Anatolio sin perder su sonrisa.

—Mira, Balaga ya está aquí.

Anatolio se levantó y entró en el comedor.

Balaga era un cochero de troika muy conocido, que guiaba muy bien. Dolokhov y Anatolio se servían muy a menudo de su troika. Muchas veces, cuando el regimiento de Anatolio estaba en Tver, se lo llevaba de Tver al anochecer, a la madrugada llegaban a Moscú y el día siguiente estaba de regreso. Muchas veces había salvado a Dolokhov de la persecución. Muy a menudo, en la ciudad, los había paseado con bohemias y damitas, como decía Balaga. Muchas veces, conduciéndolos a Moscú, había atropellado a gente del pueblo y a cocheros, y siempre había podido escaparse. Con ellos había reventado muchos caballos. Muchas veces se había peleado por ellos; muy a menudo le habían emborrachado de champaña y de madera, vino que le gustaba extraordinariamente, y él sabía muchas aventuras, cada una de las cuales merecía un descanso en Siberia. En sus orgías invitaban muy a menudo a Balaga, le hacían beber y bailar en casa de los cíngaros y por sus manos pasaban muchos millares de rublos. Sirviéndolos, exponía la vida veinte veces al año, y por ellos había matado más caballos que dinero le habían dado. Pero les quería. Le gustaban aquellas carreras locas de dieciocho verstas por hora; le gustaba volcar cocheros y aplastar viandantes y recorrer a galope tendido las calles de Moscú. Le gustaba oír a sus espaldas: «¡Corre más! ¡Corre más!» cuando ya le era imposible alargar más el galope. Le gustaba medir con un latigazo las espaldas de un campesino que sin aquella advertencia también se habría apartado. «¡Qué grandes señores!», pensaba el pobre hombre.

Anatolio y Dolokhov querían a Balaga por el conocimiento artístico que tenía del oficio y porque a ellos también les gustaban las mismas cosas.

Era un campesino de veintisiete años, rubio, de cara colorada y triste, el cuello encarnado, fuerte, rechoncho, nariz arremangada, ojos pequeños, brillantes, y perilla. Usaba un caftán de paño azul forrado de seda, que siempre se ponía encima de la zamarra.

Se persignó, de cara a un rincón, y se acercó a Dolokhov, tendiéndole su pequeña mano morena.

— ¡Buenos días, Excelencia! — dijo a Kuraguin, que entró y le estrechó la mano.

— Balaga, ¿me quieres o no me quieres? ¡Es lo que te pregunto!—dijo Anatolio pasándole la mano por la espalda —. Si me quieres me has de prestar un servicio. ¿Qué caballos has traído?

—Los que me habéis ordenado; los que consideráis mejores—dijo Balaga.

— Pues escucha; reviéntalos, pero has de llegar allí a las tres. ¿Lo oyes?

— Eso depende de como esté el camino, realmente. Pero ¿por qué no hemos de poder llegar? Hemos ido a Tver en siete horas. ¿No lo recordáis, Excelencia?

— Una vez, por Navidad, salí de Tver — dijo Anatolio dirigiendo una sonrisa a Makarin, que con ojos admirados contemplaba a Kuraguin enternecido —, ¿y me creerás, Makarin, que no podíamos respirar de tanto como corríamos? Encontramos un convoy y saltamos por encima de los carros, ¿recuerdas?

— ¡Qué caballos! — continuó Balaga —. Había enganchado a los costados unos caballos jóvenes — y dirigiéndose a Dolokhov —: ¿Lo creeréis, Fedor Ivanitch? Las bestias corrieron sin pararse sesenta verstas seguidas; no podía contenerlas; las manos se me habían hinchado. Helaba y había soltado las riendas. ¿Recordáis, Excelencia? Dejé marchar así el trineo. Entonces no solamente no era necesario pegarles, sino que no se les podía retener. En tres horas hicimos el viaje. Parecía que los diablos nos llevaran. Sólo reventó el de la izquierda.

XI

Anatolio salió del cuarto y al cabo de un momento volvió con la pelliza ceñida con un cordón de plata y una gorra de cebellina ladeada, que le estaba muy bien.

Ante la puerta había dos troikas con dos criados. Balaga se sentó en la troika de delante y levantando los codos arregló las riendas con calma. Anatolio y Dolokhov se instalaron en el vehículo y Makarin y Khvostikov se acomodaron en el otro.

— ¿Estáis dispuestos? — preguntó Balaga —. ¡Adelante! — chilló arrollándose las bridas en la mano, y la troika voló hacia el bulevar Nikitzki.

— ¡Eh! ¡Atención! — gritaban Balaga y el mozo que iba a su lado. La troika embistió a un coche en la plaza de Arbat, y algo se rompió; se oyó un grito y la troika escapó hacia el Arbat.

Después de dar dos vueltas por el bulevar Podnovuiski, Balaga empezó a moderar los caballos y los paró en la esquina de la calle de los Establos Viejos.

El mozo bajó del asiento para sostener a los caballos por la brida. Anatolio y Dolokhov se situaron en la acera.

Cerca de la puerta cochera, Dolokhov silbó. Enseguida le respondió otro silbido y una camarera apareció en la puerta.

— Entrad en el patio, de lo contrario os verían; ella saldrá enseguida — dijo la camarera.

Dolokhov se quedó al pie de la puerta; Anatolio siguió a la camarera al patio, torció a la derecha y subió los peldaños de entrada.

Gavrilo, un criado alto de María Dmitrievna, se encontró con Anatolio.

— ¿Venís a ver a la señora? — le preguntó en voz baja cerrándole el paso de la puerta.

— ¿A quién decís? — preguntó Anatolio con voz sofocada.

— Venid, si gustáis. Me han mandado que os hiciera entrar.

— ¡Kuraguin! ¡Márchate! ¡Te han traicionado! ¡Márchate! — gritó Dolokhov.

Dolokhov, que no se había movido del portal, luchaba con el portero, que quería cerrar la puerta detrás de Anatolio. Dolokhov, usando de toda su fuerza, empujó al portero y tirando de la mano a Anatolio, que se le había acercado, le hizo salir y ambos corrieron hacia la troika.

XII

María Dmitrievna encontró a Sonia llorando en el corredor y le obligó a confesárselo todo. Cogió la carta de Natacha y, después de haberla leído, entró en el cuarto de la muchacha.

— ¡Desvergonzada! ¡Cabeza sin seso! — le dijo —. No quiero escucharte.

Y empujando a Natacha, que tenía los ojos completamente secos, la encerró con llave y dio orden al portero de hacer entrar por la puerta cochera a las personas que se presentaran aquella tarde, y recalcó que una vez dentro no dejara salir a nadie; mandó al criado que acompañara a las referidas personas hasta donde estaba ella, y después de eso se instaló en el salón esperando los acontecimientos.

Cuando Gavrilo anunció a María Dmitrievna que las personas que vinieron habían huido, se levantó, frunció las cejas y con los brazos detrás de la cintura se paseó mucho rato por el salón reflexionando lo que tenía que hacer. A medianoche buscó la llave del cuarto de Natacha, que se había puesto entre las otras en el bolsillo, y fue a ver a la reclusa. Sonia, sentada en el corredor, lloraba.

— María Dmitrievna, dejadme entrar, por el amor de Dios — dijo Sonia.

María Dmitrievna, sin contestarle, abrió la puerta y entró.

«¡Malvada, desvergonzada...! ¡Y en mi casa...! ¡Es una mala cabeza...! El único que me inspira lástima es su padre — pensaba María Dmitrievna procurando en vano calmarse —. Aunque sea muy difícil, daré órdenes a todos de callarse y lo ocultaré a su padre.,, María Dmitrievna entró en el cuarto con paso resuelto. Natacha yacía en el diván, con la cabeza escondida entre las manos, y no se movía... Estaba en la misma posición en que la había dejado María Dmitrievna.

— ¡Buena la has hecho! ¡Tener entrevistas con tus amantes en mi casa! ¡Oh, no es necesario que te excuses! Escucha cuando te hablo — María Dmitrievna le tocó la mano —. Escucha cuando te hablo. Has obrado como una perdida. Pero ya nos arreglaremos tú y yo. Por el único que lo siento es por tu padre. Pero procuraré que no sepa nada.

Natacha no se movía, pero todo su cuerpo empezaba a agitarse con sollozos nerviosos, sordos, que la ahogaban. María Dmitrievna miró a Sonia y se sentó en el diván al lado de Natacha.

— Ha tenido la suerte de escapar, pero yo lo encontraré — dijo con voz ruda —. ¿Oyes lo que te digo, Natacha?

Cogió con su manaza la cara de Natacha y la volvió hacia ella.

María Dmitrievna y Sonia quedaron admiradas de la expresión del rostro de Natacha.

Tenía los ojos brillantes, secos; los labios, contraídos; las mejillas, hundidas:

— Dejadme... ¡No me importa! ¡Me moriré! — pronunció desprendiéndose de María Dmitrievna y recobrando su posición anterior.

— Natalia — dijo María Dmitrievna —, lo hago por tu bien. Como quieras. No te muevas, descansa, no te muevas, que no te tocaré, pero escucha: no quiero reprocharte lo que has hecho; demasiado sabes tú lo que era. Y bien, tu padre llega mañana, ¿qué le voy a decir?

Otra vez el cuerpo de Natacha fue sacudido por los sollozos.

— Lo sabrá tu padre, tu hermano y hasta tu novio.

— Ya no es mi novio, le devolví la palabra — gritó Natacha.

— No importa — continuó María Dmitrievna —. Lo sabrán, y ¿crees que lo dejarán pasar así como así? Conozco muy bien a tu padre; irá a encontrarle y lo desafiará. ¿Te parece bien esto?

— Bueno, dejadme. ¿Por qué lo habéis impedido? ¿Quién os metía en eso? — gritó Natacha levantándose del diván y mirando con ira a María Dmitrievna.

— ¿Qué quieres decir? — exclamó María Dmitrievna exaltándose otra vez —. ¿Quién le impedía venir a casa? ¿Por qué te había de robar como a una gitana? Bueno: ¿crees que no os habríamos encontrado alguno de nosotros, tu padre, tu hermano o tu prometido? Es —un sinvergüenza, un mal hombre, helo aquí.

— ¡Vale más que todos vosotros! — exclamó Natacha levantándose —. Si no me privasen... ¡Ah! ¡Dios mío! ¿Qué es eso? ¿Qué hace aquí Sonia? ¿Qué quiere decir todo eso? ¡Marchaos!

Y lloró con desesperación, como se llora un dolor del cual uno se siente culpable.

María Dmitrievna se puso a hablar, pero Natacha gritó:

— ¡Marchaos! ¡Marchaos! ¡Me aborrecéis, me despreciáis!

Y otra vez se dejó caer sobre el diván. María Dmitrievna continuó un rato aún consolando a Natacha y le dio a entender que quería esconder todo aquello al Conde, asegurándole que nadie sabría nada si empezaba ella misma por olvidarlo y adoptaba ante la gente una actitud de no haber pasado nada.

Natacha no respondió. No, lloraba, pero tenía escalofríos y temblaba de frío. María Dmitrievna le puso una almohada, dos mantas y le trajo una taza de tila, pero Natacha no respondió ni una palabra.

— Bien, que duerma — dijo María Dmitrievna saliendo del cuarto pensando que Natacha se había dormido.

Pero Natacha no dormía: tenía los ojos abiertos, la cara pálida y la mirada fija. No durmió en toda la noche, lloró y no contestó a Sonia, que se levantó muchas veces para ver lo que hacía.

Al día siguiente, a la hora de almorzar, el conde Ilia Andreievitch regresó de la hacienda de las cercanías de Moscú. Estaba muy alegre. Se había entendido con el comprador, había terminado el trabajo de Moscú y no había de separarse ya de la Condesa, separación que le ponía muy triste. María Dmitrievna le recibió y le contó que Natacha se había puesto enferma, que había mandado por el médico y que ya estaba mejor.

Natacha estaba sentada ante la ventana con los labios apretados y los ojos secos e inmóviles; miraba ansiosa a los transeúntes y se volvía febrilmente para ver quién entraba en su cuarto. Evidentemente, aún esperaba algo de él; esperaba que se presentaría él mismo o que le escribiría.

Cuando el Conde entró, Natacha se volvió, inquieta, al oír pasos y su rostro adquirió una expresión fría y hostil. Se levantó y se dirigió a su padre.

— ¿Pues qué tienes, hija mía? ¿No te encuentras bien? — preguntó el Conde.

— Sí, estoy enferma — replicó.

A las preguntas inquietas del Conde sobre el aspecto triste que le observaba, y sobre si había pasado algo con su prometido, ella le tranquilizó diciéndole que no había pasado nada y le rogó que no se preocupase. María Dmitrievna confirmó las palabras de Natacha.

El Conde, después de la enfermedad de su hija, enfermedad que él creía fingida, por la perturbación que notaba y por las caras confusas de Sonia y María Dmitrievna, comprendió claramente que había pasado alguna cosa en su ausencia. Pero le era tan penoso creer que había sucedido algo malo a su hija preferida, estimaba tanto la propia tranquilidad, que evitaba las preguntas y procuraba convencerse de que no había pasado nada de particular. Sólo le dolía que a causa de aquella enfermedad tuviera que diferir su marcha.

XIII

Desde que su mujer había vuelto a Moscú, Pedro procuraba ausentarse a menudo para no encontrarse con ella.

Al cabo de poco tiempo de la llegada de los Rostov a Moscú, la impresión que le causó Natacha le obligó a apresurar la realización de sus intenciones.

Cuando Pedro volvió a Moscú, le entregaron la carta de Maria Dmitrievna en la que le invitaba a ir a su casa por un asunto muy importante referente a Andrés Bolkonski y su prometida.

Pedro evitaba a Natacha porque sentía por ella un sentimiento más fuerte que el que ha de tener un hombre casado para la prometida de un amigo, pero el azar siempre los ponía en presencia uno de otro.

«¿Qué ha pasado? ¿Por qué me necesitan?—pensaba vistiéndose para ir a casa de María Dmitrievna —. ¡Que el príncipe Andrés venga pronto y se case!», se decía al ir a casa de la señora Akhrosimov.

En el bulevar Tverskaia alguien lo llamó.

— ¡Pedro! ¿Hace mucho que has llegado? — le preguntó una voz conocida.

Pedro levantó la cabeza. Anatolio con su compañero Makarin, pasaba en un trineo tirado por dos caballos grises.

Anatolio iba sentado, muy tieso, en la posición clásica de los oficiales elegantes; el cuello y la parte baja del rostro los tenía envueltos por un cuello de piel e inclinaba un poco la cabeza. Tenía la cara colorada y fresca, llevaba la gorra con la pluma blanca ladeada y por debajo le salían los rizos del pelo, untados y espolvoreados de nieve fina.

«¡Ah, he aquí un sabio! Para él sólo hay su placer. No le preocupa nada. Por eso siempre está alegre y satisfecho. ¿Qué no daría yo para ser como él?», pensaba Pedro con envidia.

Al abrir la puerta del salón, Pedro vio a Natacha que estaba sentada al pie de la ventana, el rostro alargado, pálida y malhumorada.

Natacha se volvió frunciendo las cejas y, con una expresión de fría dignidad, salió de la estancia.

— ¿Qué ha pasado? — preguntó Pedro al entrar en la habitación de María Dmitrievna.

— ¡Una cosa muy gorda! Hace cincuenta y ocho años que estoy en el mundo y nunca había visto una desvergüenza como ésta.

Y después de haber obtenido la palabra de honor de Pedro de que no diría nada de todo lo que iba a explicarle, María Dmitrievna le contó que Natacha había devuelto su palabra a su prometido sin advertir a sus padres, que la causa de aquella negativa era Anatolio Kuraguin, con el cual le había puesto en relaciones la mujer de Pedro y con quien intentaba huir aprovechando la ausencia de su padre para casarse secretamente.

Al oír esta explicación, Pedro se encogió de hombros y abrió del todo la boca sin acabar de creer lo que oía. La prometida del príncipe Andrés, amada tan apasionadamente, aquella Natacha Rostov tan bonita, cambiaba a Bolkonski por aquel imbécil de Anatolio, que era casado — Pedro conocía su matrimonio secreto —, y estaba lo bastante enamorado de él para consentir en una fuga. Todo ello era una cosa que Pedro no podía comprender ni imaginar.

La impresión encantadora de Natacha, a la que él conocía de pequeña, no se podía mezclar en su alma con aquella nueva representación de su bajeza, de su tontería y de su maldad. Pensó en su mujer. «Todas son iguales», se dijo, pensando que no era él el único hombre unido a una mala mujer. No obstante, compadecía hasta verter lágrimas al príncipe Andrés, sufría por su orgullo; y como compadecía a su amigo, con mayor desdén y asco pensaba en aquella Natacha que hacía un momento pasara ante él con aire de fría dignidad.

No sabía que el alma de Natacha estaba llena de desesperación, de vergüenza, de humillación, y que no era suya la culpa si su cara expresaba una dignidad tranquila y severa.

—Pero ¿cómo se podían casar? A él le era imposible porque ya lo está — contestó Pedro a las palabras de María Dmitrievna.

— ¡Pues no faltaba más que eso! — dijo María Dmitrievna—. ¡En verdad que es un bravo mozo! Y ella hace dos días que lo espera; a lo menos, que acabe de perder las esperanzas. Hay que decírselo todo.

Después de conocer por Pedro los detalles del casamiento de Anatolio, María Dmitrievna, expresando con injurias la rabia que sentía contra él, explicó a Pedro por qué le había mandado buscar. Temía que el Conde o Bolkonski, que podía llegar de un momento a otro, y a los cuales tenía intención de ocultar todo lo ocurrido, desafiasen a Kuraguin; por ello le pedía que obligara a su cuñado a alejarse de Moscú, con la prohibición de volver nunca más. Pedro prometió complacerla, haciéndose cargo del peligro que había para el conde Nicolás y el príncipe Andrés.

Después de haberle explicado brevemente esta petición lo acompañó a la sala.

— Anda con cuidado, su padre no sabe nada. Haz como si tú tampoco supieses nada — le dijo —. Yo iré a decirle que no hay ninguna esperanza. Tú quédate a comer, si quieres — dijo María Dmitrievna.

Pedro se encaró con el anciano Conde. El buen hombre estaba avergonzado y descompuesto: aquella mañana Natacha le había comunicado la ruptura con Bolkonski.

¡Qué desgracia, qué desgracia, querido!— dijo a Pedro— La ausencia de la madre es una desgracia para esas chicas. Siento haber venido, se lo digo con franqueza. ¿Se lo habría imaginado nunca? Se deshace del novio sin decir nada a nadie. Ciertamente, a mí no me había gustado nunca este casamiento; es un buen muchacho, pero contra la voluntad del padre es muy difícil que haya nunca tranquilidad. Por otro lado, a Natacha no le faltará marido. Pero eso ha durado demasiado tiempo. ¿Cómo es posible hacer una cosa así sin consultar con el padre y con la madre? Ahora está enferma y Dios sabe lo que tiene. Las hijas, sin la madre, son mala cosa, créame.

Pedro, viendo al Conde tan acongojado, procuraba cambiar de conversación, pero él siempre volvía al mismo tema.

Sonia entró en el salón con las facciones descompuestas. — Natacha no está nada bien. Está en su cuarto y quisiera hablaros. María Dmitrievna está con ella y también os ruega que vayáis.

— Es usted amigo de Bolkonski y seguramente le quiere pedir algo — dijo el Conde —. ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Tan bien como iba todo!

Y pasando la mano por sus cabellos grises, el Conde salió de la casa.

María Dmitrievna había dicho a Natacha que Anatolio era casado. Natacha no lo quería creer y exigía que Pedro se lo confirmase.

Sonia contó a Pedro todo aquello mientras lo acompañaba por el corredor hasta el cuarto de Natacha.

Natacha, pálida, severa, estaba sentada al lado de María Dmitrievna; recibió a Pedro con una mirada febril e interrogadora. No sonrió ni hizo ningún movimiento con la cabeza. Le miraba fijamente y su mirada sólo le preguntaba una cosa: él, Pedro, ¿era amigo o enemigo de Anatolio como los demás? Evidentemente, Pedro, por sí mismo, no existía para ella.

— Él lo sabe todo — dijo María Dmitrievna, señalando a Pedro y dirigiéndose a Natacha —: que te diga si he dicho la verdad o no.

La mirada de Natacha, como la de un animal herido que mira a los perros y a los cazadores, iba del uno al otro.

— Natalia Ilinitchna — pronunció Pedro bajando los ojos movido de piedad por ella y de repugnancia por lo que había hecho —, os ha de ser indiferente que sea verdad o no, porque...

— Así, pues, ¿no es cierto que sea casado?

— Sí, es cierto.

— ¿Y hace mucho tiempo que es casado? ¿Palabra de honor?

Pedro le dio su palabra de honor.

— ¿Y aún está aquí? — preguntó Natacha rápidamente.

— Sí, hace un momento lo he visto.

Evidentemente, no tenía fuerzas para hablar más e hizo seña de que la dejaran sola.

XIV

Pedro no se quedó a comer. Después de aquella conversación salió de la estancia y se marchó. Corrió por la ciudad en busca de Anatolio Kuraguin. Pensando en él, la sangre le afluía al corazón y casi no podía respirar. No estaba en las peñas, ni entre los cíngaros, ni en casa de Komoneno. Pedro fue al club. Allí todo marchaba como siempre. Los huéspedes llegados a comer estaban sentados formando grupos; saludaron a Pedro y hablaron de las noticias de la ciudad. El criado, al saludarlo, le advirtió (conocedor de sus amistades y de sus costumbres) que tenía un sitio reservado en un saloncito, que el príncipe N. estaba en la biblioteca, que T. no había llegado aún.

Uno de los amigos de Pedro le preguntó, entre otras cosas, si no había oído decir nada respecto al rapto de la señorita Rostov por Kuraguin, del cual se hablaba en la ciudad y se daba por cierto.

Pedro respondió, sonriendo, que era una broma, ya que hacía un momento él mismo había estado en casa de los Rostov. Preguntó a todos si habían visto a Anatolio. Un señor le dijo que aún no había llegado; otro añadió que debía venir a comer. A Pedro le pareció extraño mirar a aquella gente tranquila e indiferente; aquella gente no sabía nada de lo que pasaba en su alma. Se paseaba por la sala, esperando que todos llegasen, y sin haber visto a Anatolio y sin comer se volvió a su casa.

Anatolio había comido aquel día en casa de Dolokhov, con quien discutía la manera de reparar el golpe fallido. Le parecía necesario ver a la señorita Rostov. Por la noche fue a casa de su hermana para hablarle de la manera de preparar una entrevista. Cuando Pedro, que había recorrido sin resultado todo Moscú, entró en casa, el criado le anunció que el príncipe Anatolio estaba con la Condesa.

El salón de la Condesa estaba lleno de invitados. Pedro, sin saludar a su mujer, a la que no había visto desde su llegada (en aquel momento la aborrecía más que nunca), entró en el salón, vio a Anatolio y se dirigió a él.

— ¡Ah, Pedro! — dijo la Condesa acercándose a su marido —. ¿No sabes lo que le pasa a Anatolio...? — se detuvo al observar la cabeza baja de su marido, sus ojos brillantes, su aspecto resuelto, aquella expresión terrible de furor y de fuerza que ella conocía y que había experimentado personalmente después de su desafío con Dolokhov.

—Donde tú estás está siempre el libertinaje y la maldad — dijo Pedro a su mujer —. Anatolio, ven; tengo que hablarte — le dijo en francés.

Anatolio miró a su hermana, se levantó dócilmente y siguió a Pedro. Éste le tomó por el brazo con energía y salieron de la sala.

— Si en mi salón lo permites... — dijo Elena en voz baja.

Mas Pedro, sin contestar, salió de la sala.

Anatolio le seguía con el aire altivo de costumbre, pero en su rostro— era fácil leer la inquietud. Así que estuvieron en su despacho, Pedro cerró la puerta y se dirigió a Anatolio sin mirarlo.

— ¿Has prometido a la condesa Rostov que te casarías con ella y la has intentado raptar?

— Querido — replicó Anatolio en francés; toda la conversación la sostuvieron en este idioma —, no me creo obligado, a responder a ninguna pregunta hecha en ese tono.

El rostro.de Pedro, ya completamente pálido, se desfiguró de furor. Con su ancha mano agarró a Anatolio por el cuello del uniforme y lo zarandeó de un lado a otro hasta que la cara de Anatolio adquirió una expresión de dolor y de espanto.

— He dicho que teníamos que hablar.

— ¡Bueno, pero eso es una tontería! — dijo Anatolio sintiendo que el botón del cuello saltaba junto con el paño.

— ¡Eres un cobarde, un miserable crapuloso! ¡Y no sé por qué no te aplasto la cabeza aquí mismo!—dijo Pedro, que hablaba tan artificiosamente porque lo hacía en francés.

Tomó un pesado pisapapeles de encima de la mesa y lo blandió con aire amenazador, y enseguida, rápidamente, lo volvió a su sitio.

— ¿Le habías prometido que os casaríais?

— Yo..., yo... no he pensado..., y no puedo habérselo prometido porque...

Pedro le interrumpió:

— ¿Tienes sus cartas? ¿Las cartas de ella? — repitió Pedro acercándose a Anatolio.

Pedro le miró, y enseguida Anatolio metió la mano en el bolsillo y sacó su cartera. Pedro cogió la carta que le alargó y, apartando la mesa, que le estorbaba, se dejó caer sobre el diván.

— No seré violento, no temas — dijo Pedro en respuesta a un movimiento de temor de Anatolio —. La carta... — dijo Pedro como si repitiese una lección —. En segundo lugar — continuó después de un momento de silencio, levantándose y paseando de un lado a otro —, mañana mismo te marcharás de Moscú.

—Pero ¿cómo quieres...?

— Tercero — continuó Pedro sin escucharlo —, no dirás jamás ni una palabra de lo que ha pasado entre tú y la Condesa. Ya sé que no puedo privarte de hablar, pero si aún te queda un resto de conciencia...

Pedro dio unas cuantas vueltas en silencio por la habitación. Anatolio, sentado a la mesa, arrugaba las cejas y se mordía los labios.

— Tú no puedes comprender que al lado de tus placeres está la felicidad y la tranquilidad de otras personas, a las que destruyes la vida simplemente porque te quieres divertir. Diviértete con mujeres como la mía, con éstas estás en tu derecho, sabes bien lo que buscan. Están armadas contra ti con la misma experiencia del libertinaje, pero prometer casarse con una niña..., engañarla..., quererla raptar. ¿No ves que eso es una cobardía tan grande como la de pegar a un viejo o a un niño?

Pedro calló y miró a Anatolio ya sin ira pero interrogativamente.

— No lo sé — replicó Anatolio, que recobraba la audacia a medida que Pedro se dominaba —. No lo sé, ni quiero saberlo — dijo sin mirar a Pedro y con un ligero temblor de la barba —. Pero me has dicho tales palabras... que yo, como hombre de honor, no puedo permitir a nadie...

Pedro, extrañado, le miraba sin comprender qué quería.

— Aunque estamos solos, no puedo... — continuó Anatolio.

— ¿Qué? ¿Quieres una satisfacción? — replicó Pedro en tono de burla.

— Por lo menos puedes retirar las palabras que has dicho, ¿eh...?, si quieres que acepte tus condiciones, ¿eh?

—Retiradas, retiradas... — dijo Pedro —. Perdóname. Y te daré dinero para el viaje si es preciso.

Anatolio no pudo menos que echarse a reír.

Aquella risa, tímida y temerosa, que conocía por su mujer, exasperó a Pedro.

— ¡Raza de cobardes y de gente sin corazón! — exclamó saliendo de la estancia.

Al día siguiente, Anatolio marchaba a San Petersburgo.

XV

Pedro fue a casa de María Dmitrievna para comunicarle que su deseo estaba cumplido: Kuraguin había salido de Moscú. Toda la casa estaba amedrentada y emocionada. Natacha había empeorado y María Dmitrievna le confió en secreto que aquella noche, cuando vio claro que Anatolio era casado, había intentado envenenarse con arsénico, que se había proporcionado a escondidas. Cuando se hubo tragado una pequeña cantidad se asustó tanto que llamó a Sonia y le explicó lo que acababa de hacer. Había sido posible administrarle a tiempo el contraveneno, y ahora ya estaba fuera de peligro. No obstante, se encontraba tan decaída que no era posible pensar en su traslado, y habían enviado a buscar a su madre. Pedro vio al Conde descompuesto y a Sonia deshecha en lágrimas, pero no pudo ver a Natacha.

Pedro, aquel día, comió en el círculo. Por todos lados oía conversaciones sobre la tentativa de rapto de la señorita Rostov, y las desmentía todas, afirmando obstinadamente que no había nada de todo aquello, que su cuñado había hecho pedir a la señorita Rostov, que había sido rechazado y que no había nada más. Pedro creía que tenía obligación de ocultar aquel hecho y de restablecer la reputación de la señorita Rostov.

Esperaba con miedo la llegada del príncipe Andrés y cada día iba a buscar noticias a casa del anciano Príncipe.

El príncipe Nicolás Andreievitch sabía por la señorita Bourienne todos los rumores que corrían por la ciudad y en la habitación de la princesa María había leído la carta en que Natacha devolvía la palabra a su prometido. Estaba más alegre que de costumbre y esperaba a su hijo con gran impaciencia.

Al cabo de unos cuantos días de la marcha de Anatolio, Pedro recibió una noticia del príncipe Andrés anunciándole su llegada y rogándole pasara por su casa.

Tan pronto como llegó a Moscú, el príncipe Andrés había recibido por su padre la carta de Natacha a la princesa María en la cual retiraba su promesa — la señorita Bourienne había robado la carta de la habitación de la princesa María y la había entregado al viejo —, y escuchó de su padre la narración del rapto de Natacha, con los comentarios siguientes.

Pedro fue a su casa a la mañana siguiente.

El príncipe Andrés cogió a Pedro del brazo y se lo llevó al cuarto que tenía preparado para él: había allí una cama, una maleta y dos cofres abiertos. El príncipe Andrés se acercó a uno y tomó una cajita. De ella sacó un rollo envuelto en papel. Hacía todo esto en silencio y muy deprisa. Se levantó, tosió. Tenía la cara hosca y los labios apretados.

— Perdóname si te pido un favor...

Pedro comprendió que el príncipe Andrés quería hablarle de Natacha, y su ancho rostro expresó el sentimiento y la compasión. Esta expresión de la cara de Pedro molestó al príncipe Andrés. Con voz sonora, resuelta y desagradable continuó:

— He recibido la negativa de la condesa Rostov. Los rumores que han llegado hasta mí de que tu cuñado ha pretendido su mano o una cosa por el estilo ¿son exactos?

— Lo son y no lo son — empezó Pedro; pero el príncipe Andrés le interrumpió:

— Aquí hay sus cartas y su retrato — tomó el pliego de papeles de encima de la mesa y lo dio a Pedro —. Devuélveselo a la Condesa si la ves.

— Está muy enferma — dijo Pedro.

— ¡Ah! ¿Aún está aquí? ¿Y el príncipe Kuraguin? — preguntó rápidamente el príncipe Andrés.

— Hace días que está fuera. Ella está muy enferma.

— Te aseguro que lo siento.

Sonrió fríamente, de una manera hostil y desagradable, tal como acostumbraba hacerlo su padre.

— ¡Así, pues, el señor Kuraguin no se ha dignado ofrecer su mano a la condesa Rostov!—dijo Andrés atragantándose muchas veces.

— Ciertamente, no podía casarse con ella porque ya lo está — respondió Pedro.

El príncipe Andrés, con su cara desdeñosa y hostil, recordaba otra vez a su padre.

— ¿Y dónde está ahora tu cuñado? ¿Puedo saberlo?

— En San Petersburgo..., y, si quieres que te diga la verdad, no lo sé de cierto.

—Lo mismo me da. Di a la condesa Rostov que era y continúa siendo completamente libre y que le deseo toda la felicidad posible.

XVI

Aquella misma noche, Pedro fue a casa de los Rostov a cumplir su cometido. Natacha estaba en la cama, el Conde en el círculo. Pedro entregó las cartas a Sonia, después entró a ver a María Dmitrievna, que deseaba saber cómo había recibido la noticia el príncipe Andrés. A los diez minutos, Sonia entraba en la habitación de María Dmitrievna.

— Natacha quiere ver de todas maneras al conde Pedro Kirilovitch — dijo.

— Pero ¿cómo es posible que entre? ¡Todo lo tenemos de cualquier modo! — respondió María Dmitrievna.

— Dice que se vestirá e irá al salón — dijo Sonia.

María Dmitrievna se limitó a encogerse de hombros.

—A ver, ¿cuándo vendrá? Cree que me da mucha guerra. Anda con cuidado, no se lo digas todo — recomendó a Pedro —, porque yo no tengo ni aliento para reñirla al verla tan desgraciada.

Natacha, de negro, pálida, severa — pero no avergonzada, como esperaba Pedro —, estaba en medio del salón. Cuando Pedro apareció en la puerta, Natacha palideció; visiblemente estaba indecisa: ¿avanzaría hacia Pedro o le esperaría?

Pedro se acercó a ella rápidamente. Creía que ella le alargaría la mano, como siempre, pero Natacha se acercó mucho a él, respiró con fuerza y dejó caer los brazos como hacía cuando se ponía en el centro de la sala para cantar, pero con una expresión totalmente distinta.

— Pedro Kirilovitch — empezó rápidamente —, el príncipe Bolkonski era amigo de usted y aún lo es — añadió (le parecía que todo había pasado y que ahora era todo diferente) —, y me dijo que en toda ocasión podía acudir a usted.

Pedro, silencioso, respiraba profundamente mientras la miraba. Hasta aquel momento la condenaba y procuraba despreciarla, pero ahora la compadecía de tal manera que en su alma no había lugar, para la menor recriminación. .

— Aligra está aquí. Dígale... que me per..., que me perdone.

Se detuvo y empezó a respirar más regularmente, pero sin llorar.

— Bueno..., se lo diré... — empezó Pedro; pero no sabía qué añadir.

Natacha estaba visiblemente asustada de los pensamientos que podían ocurrírsele a Pedro.

— No. Sé muy bien que todo ha terminado — dijo ella rápidamente—. No; eso no puede volver jamás. La única cosa que me tortura es el daño que le he hecho. Decidle solamente que le pido que me perdone de todo...

Todo el cuerpo le temblaba. Se sentó en una silla.

La compasión invadió totalmente el alma de Pedro.

— Se lo diré, se lo diré; pero quisiera saber una cosa...

«¿Qué?», preguntó Natacha con la mirada.

— Quisiera saber si ama usted... — Pedro no sabía cómo nombrar a Anatolio y se puso colorado pensándolo —. Si ama usted a aquel mal hombre.

— No le llame mal hombre — exclamó Natacha —. No sé contestarle.

Se puso a llorar.

El sentimiento de compasión, de ternura, de amor, se apoderó más vivamente aún de Pedro. Sentía que las lágrimas empezaban a turbar sus lentes, y tenía la esperanza de que Natacha no lo notaría.

— No hablemos más de ello, pues — dijo Pedro. Natacha sintió extrañeza al oír de pronto aquella voz dulce, tierna —. No hablemos más de ello, se lo diré todo. Sólo le pido una cosa: considéreme como un amigo... y si le conviene que alguien la ayude, si necesita usted un consejo, si quiere simplemente abrir el corazón a alguien, no ahora, sino cuando la luz se haya hecho en su interior, dígamelo. — Le tomó la mano y se la besó —. Me consideraría tan feliz si pudiera... — Pedro se calló, confuso.

— No me hable de esta manera porque no lo merezco — exclamó Natacha. Quería salir de la habitación, pero Pedro la retuvo por la mano. Sabía que aún debía decirle otras cosas, pero cuando las dijo él mismo se admiró de sus palabras.

— ¡Basta, basta! Para vos la vida aún ha de empezar — dijo él.

— ¿Para mí? No. Para mí todo está perdido — replicó ella en tono avergonzado y humilde.

— ¡Todo está perdido! — repitió Pedro —. Si yo no fuese yo, sino el hombre más apuesto, más espiritual, el mejor del mundo, si fuese libre, ahora mismo, de rodillas, pediría su mano y su amor.

Natacha, por primera vez desde hacía muchos días, lloró de agradecimiento y de ternura y salió del salón dirigiendo una larga mirada a Pedro.

Inmediatamente, Pedro corrió a la antecámara reteniendo las lágrimas de emoción y de felicidad que le ahogaban. Se entretuvo unos momentos buscando las mangas de la pelliza, que finalmente se pudo poner, y se instaló en el trineo.

— ¿Adónde? — preguntó el cochero.

— ¿Adónde? — repitió Pedro —. ¿Adónde podría ir ahora? ¿Es hora de ir al círculo? ¿De hacer visitas?

Todos los hombres le parecían miserables, pobres en comparación con aquel sentimiento de emoción y de amor que experimentaba, en comparación con aquella mirada dulcificada, reconocida, que ella le había dirigido por última vez a través de sus lágrimas.

— ¡A casa! — dijo, y a pesar de los diez grados bajo cero se desabrochó la pelliza de piel de oso y respiró gozosamente a pleno pulmón.

Hacía un frío claro. Por encima de las calles sucias, medio iluminadas, por encima de los tejados negros, se elevaba el cielo oscuro, estrellado. Al mirar aquel cielo era cuando Pedro sentía más intensamente la bajeza impresionante de las cosas terrenales, en comparación con la elevación en que se encontraba su alma. Al entrar en el palacio de Arbat, una gran extensión de cielo estrellado, oscuro, se desplegaba ante sus ojos. Casi en el centro del cielo, encima del bulevar Pretchistenski, un cometa enorme, brillante, rodeado de estrellas, se distinguía de todas ellas por su proximidad a la tierra, por su luz blanca y larga cola. Era el cometa de 1812, que, según se decía, anunciaba todos los terrores del fin del mundo; mas para él, aquella estrella clara, con su larga cabellera resplandeciente, no anunciaba nada terrible, sino muy al contrario. Con los ojos humedecidos de lágrimas, Pedro contemplaba gozoso aquella estrella clara que con una rapidez vertiginosa recorría, en una línea parabólica, un espacio incalculable y, como una flecha, agujereaba la atmósfera en aquel lugar que había escogido en el cielo sombrío, se detenía desmelenándose la cabellera y lanzando rayos de luz blanca entre aquellos astros radiantes. Para él, aquella estrella parecía corresponder a lo que había en su alma animosa y enternecida, abierta a una vida nueva.

NOVENA PARTE

I

Hacia finales de 1811 comenzó el armamento intensivo y la concentración de fuerzas de la Europa occidental, y en 1812, estas fuerzas — millones de hombres, incluyendo a aquellos que transportaban y avituallaban aquel ejército — avanzaron de Oeste a Este, en dirección a las fronteras rusas, donde, todavía desde 1811, se hallaban las tropas del Zar. El l2 de junio, los ejércitos de la Europa occidental cruzaron las fronteras de Rusia y la guerra fue una realidad. Después de conversar con Pedro en Moscú, el príncipe Andrés marchó a San Petersburgo por asuntos particulares, según dijo a su familia, pero en realidad con la idea de encontrar al príncipe Anatolio Kuraguin, al que creía necesario provocar. Llegado a San Petersburgo, averiguó que Kuraguin no se encontraba allí. Pedro había advertido a su cuñado que el príncipe Andrés le buscaba. Anatolio Kuraguin recibió inmediatamente orden del Ministerio de la Guerra y partió hacia el ejército en Moldavia.

En San Petersburgo, el príncipe Andrés encontró a Kutuzov, su antiguo general, siempre bien dispuesto con él, que le propuso llevárselo consigo al ejército de Moldavia, del que había sido nombrado generalísimo. El príncipe Andrés, después de recibir su nombramiento de oficial del Cuartel General, marchó a Turquía.

El príncipe Andrés no encontraba muy fácil escribir a Kuraguin para provocarlo sin dar un nuevo pretexto al desafío. Pensaba que una provocación por su parte comprometería a la condesa Rostov, y por eso trataba de hallar una cuestión personal que fuera motivo suficiente para tener un duelo con Kuraguin. Pero en el ejército turco no tuvo la fortuna de encontrar a Kuraguin, que a poco de la llegada del príncipe Andrés había vuelto a Rusia.

En un país nuevo y bajo nuevas condiciones de vida, el príncipe Andrés se encontró más a gusto. Después de la traición de su prometida, decepción que más le hería cuanto más ocultaba a todos el efecto que le había producido, las condiciones de vida en que antes se sentía feliz se le hicieron penosas, resultándole mucho más desagradable la libertad y la independencia con las cuales tan bien se encontraba hasta entonces. No solamente no mantenía aquellos pensamientos que habían acudido a su mente por primera vez al mirar el campo de batalla de Austerlitz, pensamientos de los que le gustaba hablar con Pedro y que llenaron su soledad en Bogutcharovo y después en Suiza y en Roma, sino que incluso temía recordarlos por cuanto le descubrían un horizonte infinito y diáfano. Entre tanto, el interés inmediato, sin lazos con el pasado, ocupaba su espíritu, pero cuanto más se unía a este interés concreto, más las ideas antiguas se crecían y afirmaban en él. Aquella bóveda infinita que se alejaba del cielo por encima de él, de momento parecía transformarse en una bóveda baja y determinada que le ahogaba, bajo la cual todo era preciso, sin nada eterno ni misterioso.

De las funciones a que podía dedicarse, el servicio militar era la más sencilla y la más conveniente. Como general agregado al Estado Mayor de Kutuzov, se ocupaba con perseverancia y celo de los asuntos, dejando admirado al generalísimo por la exactitud y fervor con que ejecutaba su trabajo. No encontrando a Kuraguin en Turquía, el príncipe Andrés no creyó necesario correr detrás de él por toda Rusia; sabía que un día a otro lo encontraría y que, a pesar del desprecio que por aquel hombre sentía, a pesar de todas las razones que tenía para considerar indigno el rebajarse a luchar con él, comprendía que, si lo encontraba, no podría evitar provocarlo, del mismo modo que el hambriento no puede dejar de coger el trozo de pan que encuentra en su camino. La conciencia de no haber podido vengar aquella ofensa, de tener todavía la rabia en el corazón, envenenaba aquella calma ficticia que el príncipe Andrés conservaba en Turquía, bajo la apariencia de una actividad ambiciosa y vana.

En 1812, cuando la noticia de la guerra contra Napoleón llegó a Bucarest — donde Kutuzov pasó seis meses, día y noche, con su amante, una valaca —, el príncipe Andrés pidió al generalísimo que lo destinara al ejército del Oeste. Kutuzov, que ya empezaba a cansarse de la actividad de Bolkonski, ya que parecía un reproche constante a su ociosidad, le dejó marchar de buena gana con una misión para Barclay de Tolly.

II

A últimos de junio llegó el príncipe Andrés al Cuartel General. Las tropas del primer cuerpo de ejército, en el que se encontraba el Emperador, hallábanse dispersas por el campamento de Drissa. Las del segundo retrocedían para unirse a las del primero, del que se decía que habían sido separadas por las fuerzas francesas.

Todos, en el ejército ruso, estaban descontentos de la marcha de la guerra, pero nadie creía en el peligro de invasión de las provincias rusas, pues no podían suponer que la guerra fuera llevada más allá de las provincias de la Polonia occidental.

El príncipe Andrés se había reunido a Barclay de Tolly en la ribera del Drissa. Como no existía ni un solo pueblo grande o una ciudad en los alrededores del campamento, los numerosos generales y cortesanos que seguían al ejército se hallaban instalados en las casas más confortables de la comarca, en una zona de diez verstas a ambas orillas del río. Barclay de Tolly se encontraba a cuatro verstas del Emperador.

Recibió a Bolkonski fríamente, con sequedad, diciéndole con su acento alemán que hablaría de él con el Emperador y rogándole que, entre tanto, quedara en su Estado Mayor. Anatolio Kuraguin, a quien el Príncipe esperaba encontrar en el ejército, no estaba allí. Había ido a San Petersburgo.

Antes de empezar la campaña, Nicolás Rostov recibió una carta de sus parientes, explicándole brevemente la enfermedad de Natacha y su ruptura con el príncipe Andrés — cuya causa atribuían a una negativa de Natacha —, rogándole, además, que presentara su dimisión y volviera a casa.

Nicolás, después de recibir aquella carta, ni siquiera intentó obtener una licencia o el retiro; se limitó a escribir a sus padres lamentando vivamente la enfermedad de Natacha y la ruptura de sus relaciones, añadiendo que haría cuanto estuviera en su mano para atender a sus deseos. Escribió particularmente a Sonia:

«Adorada amiga de mi alma:

»Nada, fuera del honor, podría retenerme aquí, pero ahora, antes de empezar las hostilidades, me consideraría deshonrado no sólo con respecto a mis compañeros, sino ante mis propios ojos, si prefiriera mi propia felicidad al deber y al amor de la patria. Sin embargo, ésta es la última separación. Ten por cierto que, después de la guerra, si todavía vivo y tú me quieres aún, correré a tu lado para estrecharte para siempre contra mi pecho enamorado.» En efecto, sólo el principio de la guerra retenía a Rostov, impidiéndole partir para casarse con Sonia, como se lo había prometido.

En otoño, en Otradnoie, con sus cacerías; el invierno, con las fiestas navideñas y el amor de Sonia, le mostraban la perspectiva del dulce bienestar de un gentilhombre y de una calma que antes no conocía pero que le atraía poderosamente.

«¡Una dulce esposa, hijos, una traílla de perros corredores, diez o doce parejas de galgos, los trabajos del campo, los vecinos y las funciones electivas!», he aquí lo que pensaba.

Pero ahora estaban en guerra y era necesario continuar en el regimiento, y aunque aquella perspectiva le atrajera, Nicolás Rostov, por su carácter, estaba satisfecho de la vida que llevaba y que sabía hacerse agradable.

De vuelta de su permiso y recibido con gran alegría por sus compañeros, Nicolás fue destinado a la remonta, en la pequeña Rusia, de la que volvía con magníficos caballos que le enorgullecían y que le merecieron la felicitación de sus jefes. Durante su ausencia había sido ascendido a capitán, y cuando el regimiento, en pie de guerra, completó sus cuadros, recibió de nuevo el mando de su antiguo escuadrón.

Había empezado la campaña. Su regimiento fue enviado a Polonia, percibiendo doble sueldo. Llegaban nuevos oficiales, nuevos hombres y más caballos, y la excitante y alegre impresión que acompaña el principio de la guerra se manifestaba por todas partes. Rostov, viendo su ventajosa situación en el regimiento, se entregaba totalmente a los placeres y a los intereses de la vida militar, aunque sabía que, más tarde o más temprano, tendría que dejarla.

Las tropas se alejaban de Vilna por diversas y complicadas causas de Estado, de política y de táctica. Cada retroceso se traducía, en el Estado Mayor, en un complicado juego de intereses, proyectos y pasiones. Para los húsares del regimiento de Pavlogrado, aquella marcha en la mejor época del verano y con abundantes provisiones era lo más sencillo y divertido. El fastidio, el nerviosismo, la crítica, sólo tenía objeto en el Cuartel General, pero en el ejército nadie se preguntaba cómo y por qué retrocedían. Si lamentaban la marcha era sólo porque debían dejar el alojamiento a que se habían acostumbrado, o a alguna mujer bonita; y si a alguien se le ocurría que las cosas andaban mal, tal como corresponde a un militar valiente, el que había tenido aquella idea procuraba mostrarse alegre y no pensar más en la marcha general de aquellas cuestiones.

Al principio, el tiempo transcurría muy divertido cerca de Vilna, donde todo se reducía a entablar conocimiento con los propietarios polacos en las revistas del Emperador o de otros jefes importantes. Luego llegó la orden de retirarse de Sventziany y de destruir todas las provisiones que fuera imposible llevarse. Sventziany dejó memorable recuerdo en los húsares, como «campamento de los borrachos», como llamaba todo el ejército al alto efectuado cerca de aquella ciudad, porque allí hubo muchas quejas contra las tropas, que, aprovechando la orden de tomar las provisiones de casa de los campesinos, se llevaron caballos, coches y alfombras de los hacendados polacos. Rostov recordaba a Sventziany porque al entrar en este pueblo arrestó a un sargento y no pudo dominar a sus soldados borrachos por haber robado cinco barriles de cerveza vieja.

De Sventziany retrocedieron hasta Drissa, y de Drissa se retiraron hasta alcanzar las fronteras rusas.

El 13 de julio, los de Pavlogrado tuvieron su primera acción.

El día 12, víspera de la batalla, durante la noche estalló una fuerte tormenta con granizo. El verano de 1812 en general fue muy tempestuoso.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado vivaqueaban entre unos campos de cebada, pisoteados y destrozados por soldados y caballos. Llovía torrencialmente. Rostov, con Ilin, un joven oficial al que protegía, se hallaban sentados bajo un cobertizo rápidamente construido. Un oficial de su regimiento, con grandes bigotes, que volvía del Estado Mayor y al que la lluvia había sorprendido a mitad del camino, acercándose a ellos, le dijo:

— Conde, vengo del Estado Mayor. ¿Ha oído usted hablar de la hazaña de Raievsky? — y seguidamente el oficial comenzó a contar los detalles de la batalla de Saltanovka como la relataban en el Estado Mayor.

Rostov, levantándose el cuello, que se le mojaba, fumaba en pipa y, sin prestar mucha atención a lo que oía, miraba de vez en cuando al joven oficial Ilin, que se sentaba a su lado. Era este oficial un muchacho de dieciséis años, lo que él había sido para Denisov siete años antes. Ilin procuraba imitar en todo a Rostov y estaba enamorado de él igual que de una mujer.

El oficial de los grandes bigotes, Zdrjinski, contaba, emocionado, la hazaña de Raievsky, que había realizado un acto digno de la antigüedad clásica, pues la acción de Saltanovka fue la de las Termópilas rusas.

Zdrjinski contaba cómo Raievsky, acercándose con sus dos hijos al parapeto, se había lanzado al ataque con ellos. Rostov escuchaba el relato, pero no procuraba animar el entusiasmo de Zdrjinski, sino que, por el contrario, hacía el efecto de un hombre avergonzado por lo que se le explica, aunque no tuviera la más pequeña intención de objetar nada. Rostov, después de las campañas de Austerlitz y de 1807, sabía por propia experiencia que cuando se cuentan aventuras siempre se miente, como mentía él cuando las contaba; por otra parte, tenía bastante experiencia para saber que en la guerra no pasa nunca nada del modo que nos lo imaginamos y del modo que se cuenta. Por eso le disgustaba el relato de Zdrjinski y el propio Zdrjinski, que, con su bigote y siguiendo su costumbre, se acercaba mucho a su interlocutor, empujándole hacia el pequeño cobertizo. Rostov le miraba en silencio.

«Primeramente, sobre el parapeto, sería tanta la confusión que si Raievsky hubiera llevado consigo a sus dos hijos, excepto una docena de hombres de los que más cerca de él estaban, nadie hubiera podido darse cuenta —pensaba Rostov—. Los demás no podían ver cuándo ni con quién saltaba Raievsky el parapeto. Incluso los que lo hubieran visto no se hubiesen sentido muy entusiasmados, pues ¿qué interés les despertarían los tiernos y paternales sentimientos de Raievsky, preocupados como estarían por salvar su propia piel? Además, que del hecho de que se apoderaran o no del parapeto de Saltanovka no dependía, como en las Termópilas, la suerte de la patria. ¿Por qué aquel sacrificio? ¿Por qué mezclar a los hijos con la guerra? Yo no sólo no me llevaría a Petia, sino que ni a Ilin, este muchacho tan bueno, al que procuraría dejar en lugar seguro», continuaba pensando Rostov mientras oía a Zdrjinski. Pero no expresaba sus pensamientos; su experiencia se lo vedaba, pues sabía que aquel relato contribuía a la gloria del ejército y, por esta razón, no podía dudarse de él.

— Yo no puedo ya más — dijo Ilin, que advirtió que la narración de Zdrjinski enojaba a Rostov—. Las medias, la camisa, todo yo estoy mojado. Voy a buscar algún sitio donde resguardarme, pues creo que la lluvia disminuye.

Ilin salió, partiendo también Zdrjinski. Al cabo de cinco minutos, Ilin, con barro hasta la nariz, entró en el cobertizo.

— ¡Hurra! Corramos, Rostov. ¡Ya lo he encontrado! A doscientos pasos de aquí hay una hostería; los nuestros están allí todos. Nos secaremos. Además, también está María Henrikovna.

María Henrikovna era la esposa del médico del regimiento, una alegre alemana con la cual el doctor se había casado en Polonia. El doctor, sea por falta de recursos, sea porque en los primeros tiempos no quería separarse de su mujer, hacía que le siguiera con el regimiento, siendo los celos del médico el tema habitual de distracción para los oficiales de húsares.

Rostov, echándose el capote a la espalda, mandó a Lavruchka que le llevara sus cosas a la portería, y después, acompañado de Ilin, echó a andar por el barro, bajo la lluvia que disminuía, y en la noche oscura, que el resplandor de los relámpagos alumbraba a intervalos. De vez en cuando se decían:

— ¿Dónde estás, Rostov?

—Aquí. ¡Qué relámpagos!, ¿eh?

III

A las tres de la madrugada, cuando todavía nadie había dormido, llegó un sargento con la orden de marchar hacia Ostrovna.

Sin dejar de hablar y reír, los oficiales se vistieron rápidamente. Prepararon de nuevo el samovar con agua sucia, pero Rostov, sin aguardar al té, marchó con su escuadrón. La lluvia había cesado y las nubes se dispersaban. Empezaba a salir el sol. Se sentía la humedad y el frío, particularmente al contacto de sus uniformes a medio secar.

Al salir del mesón, Rostov e Ilin, a la indecisa luz del alba, dieron ambos una ojeada al interior del coche del doctor, que rezumaba agua por todas partes, y por debajo del toldo vieron las piernas del doctor y al fondo, sobre una almohada, una gorra de dormir femenina, mientras se oía respirar pausadamente.

—Te lo aseguro: es bonita, pero de verdad — dijo Rostov a Ilin, que le seguía.

— Una delicia — replicó Ilin con la gravedad de sus dieciséis años.

Al cabo de una media hora, el escuadrón, correctamente formado, estaba en la carretera. Se oyó gritar al corriandante: «¡A caballo!» Los soldados, santiguándose, cabalgaron detrás de Rostov, que había dado la orden de marchar, en formación de a cuatro, con ruido de herraduras sobre la tierra mojada, chirridos de sables y rumor de conversaciones en voz baja, sobre la ancha carretera, rodeada de árboles, siguiendo los húsares a la infantería y a la artillería, que marchaban delante.

Las nubes, de un azul violáceo, volvíanse de púrpura bajo el sol, mientras la brisa las barría. Avanzaba el día. Ya se distinguían limpiamente las hierbas, húmedas de la lluvia nocturna, que siempre orillan los caminos vecinales. Las ramas de los árboles, todavía muy mojadas, eran sacudidas por el viento, goteando de ellas agua limpia.

Las caras de los soldados se iban dibujando poco a poco. Rostov pasaba entre dos filas de árboles con Ilin, que seguía a su lado.

En campaña se permitía la libertad de montar un caballo cosaco y no el de reglamento que correspondía. Pero Rostov, conocedor y gran aficionado, se había procurado un magnífico caballo del Don, alto y de estampa, que no tenía rival. Para Rostov era un placer montar aquel caballo. Pensaba en el animal, en la madrugada, en la esposa del doctor, y ni una sola vez en el peligro que le aguardaba.

En otras ocasiones, cuando Rostov marchaba al ataque, sentía miedo; ahora no sentía nada parecido. No tenía miedo, no porque se hubiera acostumbrado al fuego — nunca el hombre puede acostumbrarse al peligro —, sino porque sabía dominar su alma. Habíase acostumbrado a pensar en todo cuando iban al ataque, excepto en aquello que parecía lo más esencial: el peligro inminente. En sus primeros tiempos de servicio, a pesar de sus esfuerzos y de reprocharse continuamente su cobardía, no podía dominarse, pero ya había aprendido con los años. Ahora, marchando con Ilin entre los árboles, cabalgaba con actitud tranquila y tan despreocupado como si fuera de paseo. De vez en cuando rompía las ramas que le venían a la mano; otras, tocaba con el pie a su caballo; también otras ofrecía, sin volverse, su pipa al húsar que le seguía, para que se la llenara. Todo para no mirar la cara de Ilin, que, nervioso, hablaba mucho. Conocía por experiencia aquel estado de inquietud, de espera y de miedo de morir en que se encontraba Ilin, sabiendo, además, que sólo el tiempo acabaría curándole.

Cuando sobre el cielo puro apareció el sol, calmóse el viento, como si no quisiera turbar aquella mañana de verano después de la tempestad. Todavía caían gotas, pero muy escasamente, mientras todo se calmaba. El sol, ya sobre el horizonte, se escondió detrás de una nube larga y estrecha; pocos minutos después, desgarrando aquella nube, apareció más claro todavía por encima de la masa oscura. Todo se aclaraba brillando por aquel resplandor al que, como si quisieran saludar, dispararon algunos cañones.

Rostov no había tenido tiempo de reflexionar ni tan sólo de calcular la distancia a que se encontrarían aquellos cañones, cuando el ayudante de campo del conde Osterman Tolstoy llegó a galope de Vitebsk con la orden de ponerse al trote por la carretera.

El escuadrón pasó delante de la infantería y de la batería, que, apresurándose, bajaban de la colina, y, pasando a través de un pueblo que sus habitantes habían abandonado, volvieron a encontrarse en la montaña. Los caballos empezaron a cubrirse de sudor, y los hombres se hallaban ya muy excitados.

— ¡Alto! ¡En línea! — ordenó el jefe que iba delante —. ¡A la izquierda! ¡Mar! —Y los húsares pasaron al flanco izquierdo de la posición, situándose detrás de los ulanos, que cubrían la primera fila. A la derecha se encontraba una fuerte columna de infantería: era la reserva. Más arriba, en la montaña, se divisaban, en aquel aire tan puro y bajo la luz oblicua, como recortados en el horizonte, los cañones rusos. Del valle llegaba el rumor de los soldados rusos, que habían empezado la lucha y alegremente tiroteaban al enemigo.

Estos sonidos, que Rostov no oía, hacía ya mucho tiempo, animáronle como si fuera la música más divertida. «Ta, ta, ta, ta...». Se oían muchos tiros, a veces simultáneamente; otras, espaciados. Después, otra vez quedaba todo en silencio, hasta que de nuevo empezaba el estallido de los cohetes, porque tal impresión le producía.

Los húsares estuvieron casi una hora en el mismo lugar; entre tanto, comenzaba el cañoneo. Pasó el conde Osterman, con su séquito, por detrás del escuadrón, y después de hablar con el jefe del regimiento siguieron hacia arriba, hacia la montaña, donde se encontraban los cañones.

Cuando Osterman se hubo marchado dióse a los ulanos la orden de:

— ¡En columna! ¡Al ataque!

La infantería dejó paso a la caballería. Los ulanos, empuñando las picas vacilantes, bajaron al trote por la ladera, lanzándose contra la caballería francesa, que aparecía por el flanco izquierdo.

Dióse orden a los húsares, cuando los ulanos hubieron partido, de que ocuparan su lugar, cubriendo la batería. Mientras cumplían las órdenes, silbaban las balas lejanas, sin llegar, empero, ninguna a la línea que cubrían.

Aquel ruido, que Rostov no había oído desde hacía tanto tiempo, le alegraba, excitándole más que los cañonazos. Sé levantaba sobre los estribos para examinar el campo de batalla, que desde la montaña se descubría, participando con toda su alma en las evoluciones de los ulanos. Estas tropas se encontraban ya muy cerca de los dragones franceses. En medio del humo se produjo una gran confusión. Al cabo de cinco minutos pudo verse a los ulanos galopando hacia sus bases de salida. Entre los ulanos, montados en caballos alazanes, y detrás veíase como una gran masa el uniforme azul de los dragones franceses, que montaban caballos grises.

IV

Rostov, con sus penetrantes ojos de cazador, fue uno de los primeros en darse cuenta de que los dragones franceses perseguían a los ulanos. La formación de éstos había sido rota y los dragones franceses, sus perseguidores, iban acercándose. Podía verse a aquellos hombres que parecían tan pequeños, al pie de la colina, cómo se atacaban los unos a los otros y cómo blandían brazos y sables.

Rostov miraba lo que pasaba allá abajo como quien mira una cacería. Comprendía que si en aquel momento se lanzaba sobre los dragones franceses, no le resistirían, pero en caso de decidirse a hacer tal cosa debía hacerla enseguida, pues de lo contrario sería demasiado tarde. Miró a su alrededor; el capitán encontrábase a dos pasos sin apartar tampoco los ojos de la caballería que allá abajo se divisaba.

—Andrés Sebastianitch — dijo Rostov —, podríamos aplastarlos.

— Sería una buena hazaña. ¿Lo intentamos?

Rostov, sin terminar de oírle, espoleó a su caballo, colocándose delante del escuadrón. No había dado la orden cuando todo el escuadrón, que experimentaba un sentimiento igual al suyo, se conmovió detrás de él. Rostov mismo ignoraba cómo y por qué hacía aquello. Obraba igual que en una cacería, sin reflexionar, sin calcular. Veía que los dragones estaban cerca, que corrían, que estaban desorganizados, y sabía que resistirían. Sabía que aquel momento era único, que no volvería a presentarse y que debía aprovecharlo. Las balas silbaban a su alrededor tan excitantes, su caballo piafaba con tal ardor, que no podía contenerle. Aflojó las bridas, dio una orden, oyendo al mismo tiempo el ruido que el escuadrón hacía al marchar al trote. Empezó a descender por el torrente hacia abajo. No habían andado muchos pasos cuando, involuntariamente, el trote del regimiento se transformó en un galope qué crecía a medida que se acercaban a los ulanos y a los dragones franceses que les perseguían.

Los dragones se encontraban muy cerca. Los que iban delante, en cuanto se dieron cuenta de la presencia de los húsares, volvieron grupas. Los que se encontraban más atrás, detuviéronse. Rostov, con el mismo espíritu con que corría para cortar la retirada al lobo, dejó flotando la brida de su caballo del Don y corrió a cortar el camino a los dragones franceses, que habían perdido la formación. Un ulano se detuvo. Un soldado de infantería se arrojó al suelo para no ser aplastado; un caballo sin jinete corría entre los húsares. Casi todos los dragones franceses huían. Rostov, luego de elegir uno que montaba un caballo azulado, empezó a perseguirlo. Chocó contra una raíz, el caballo saltó por encima del obstáculo y Nicolás tuvo grandes dificultades para mantenerse en la silla; sin embargo, un instante después, luchaba contra el enemigo que había elegido. Aquel francés, probablemente un oficial a juzgar por el uniforme, galopaba tendido sobre su caballo, al que excitaba con el sable. Su caballo estuvo a punto de ser derribado por el de Rostov al chocar el pecho del de éste contra la grupa del otro. Entonces Rostov, sin saber exactamente lo que hacía, tiró de su sable e hirió al francés.

En aquel mismo instante, toda la animación de Rostov desapareció de improviso. El oficial había caído no tanto por el efecto del sablazo, que le dio de refilón en el codo, como por el topetazo del caballo y del miedo sufrido. Rostov, mientras contenía a su caballo, buscaba con los ojos al enemigo que había herido. El oficial francés saltaba con un pie en el estribo y el otro en el suelo y miraba con espanto a Rostov. De rostro pálido, de pelo rubio, joven, con la barbilla de un niño, cubierto por completo de barro, no producía la impresión de un hombre de guerra en campo de batalla, sino la de un hombre completamente normal. Antes de que Rostov hubiera decidido lo que debía hacer, el oficial gritó:

— ¡Me rindo!

Y muy apurado trataba de sacar el pie del estribo, sin que lo consiguiera, mientras miraba a Rostov con sus azules y espantados ojos. Los húsares ayudáronle a librar su pie del estribo y le subieron de nuevo a la silla. Los húsares se batían en muchos lugares con los dragones; un herido, con la cara llena de sangre, no dejaba mover a su caballo. Otro, montado en la grupa del caballo de un húsar, luchaba como una fiera, sin armas. Un tercero acomodábase en la silla ayudado por un húsar.

La infantería francesa acudió disparando. Los húsares se retiraron a toda prisa llevándose los prisioneros. Rostov siguió a todos con el corazón encogido por un sentimiento desagradable. Algo vago, confuso, que no podía explicarse, habíase despertado en él con la captura del oficial francés y con el sablazo que le había propinado.

El conde Osterman Tolstoy se encontró con los húsares que volvían. Llamó a Rostov, al que dio las gracias, diciéndole que pondría en conocimiento del Emperador su acto de heroísmo y le propondría para la cruz de San Jorge. Cuando Rostov fue llamado por el conde Osterman, recordó que había efectuado aquel ataque sin órdenes de nadie y creyó que el jefe le mandaba llamar para decirle lo que hacía al caso; por ello las halagadoras palabras de Osterman y la promesa de una condecoración deberían haberle causado una mayor sorpresa. Pero, sin embargo, aquel sentimiento le turbaba interiormente. «¿Qué es lo que me atormenta? — se preguntaba al separarse del general —. ¿Por qué pienso en Ilin? No, está bueno y sano. ¿He hecho algo vergonzoso? Tampoco.» Algo parecido, sin embargo, a un remordimiento le atormentaba.

«Sí, sí, aquel oficial con cara de niño.... Me acuerdo de cómo mi brazo se me ha paralizado al levantarlo.» Rostov vio a los prisioneros y los siguió para ver al francés. Tenía un hoyuelo en la barbilla. Con su uniforme extranjero montaba el caballo de un húsar, mientras miraba con ojos de espanto a su alrededor. Su herida no tenía importancia. Dirigió una sonrisa a Rostov y con la mano le hizo un ligero saludo. Rostov se sintió feliz a la vez que avergonzado. Todo aquel día y el siguiente, los amigos y los compañeros de Rostov observaron que, sin estar enfadado, ni mucho menos malhumorado, seguía callado, pensativo, silencioso, bebía sin ganas, procurando quedarse solo, sin abandonar su talante preocupado.

Rostov pensaba continuamente en su acto de guerra, que, con gran extrañeza por su parte, le valía la cruz de San Jorge y la reputación de valiente y en el que había algo que no podía comprender en modo alguno. «Así, pues, ¿son todavía más cobardes que nosotros? ¿Hice aquello por la patria? ¿Y qué culpa tiene el oficial de los ojos azules y cara de niño? ¡Qué miedo tenía! ¡Creyó que le iba a matar! ¿Y por qué había de hacerlo? Mi mano temblaba, y me dan la cruz de San Jorge. No acabo de comprenderlo.» Pero mientras Nicolás planteábase estas preguntas, sin que pudiera darse cuenta de lo que le conmovía tanto, la rueda de la fortuna giraba a su favor. Fue ascendido después de la acción de Ostrovna, confiándosele un batallón de húsares, y siempre que se precisaba un oficial valiente para alguna misión, se le requería a él.

V

Todos los domingos, algunos amigos íntimos comían en casa de los Rostov. Pedro fue a su casa esperando encontrarlos solos. Pedro había engordado aquel año de tal modo que hubiera resultado horrible de no poseer aquella estatura, aquellos sus miembros tan fuertes y no llevar con tan gran facilidad su carga. Subió, sin embargo, la escalera resoplando y murmurando algo. El cochero ya no le preguntó si debía aguardarlo; sabía que su señor estaría hasta medianoche en casa de los Rostov.

Los criados se apresuraron a quitarle el abrigo y recoger su bastón y su sombrero. Pedro, por costumbre de clubman, dejó el sombrero y el bastón en la antesala. La primera persona que vio en casa de los Rostov fue a Natacha. Antes de verla, mientras se quitaba el abrigo, la había oído hacer escalas al piano. Como sabía que desde su enfermedad no cantaba, el sonido de su voz, aunque le produjo un sentimiento de extrañeza, le alegró. Abrió la puerta despacio, viendo a Natacha, con su traje de color lila, que se paseaba por la habitación cantando. Cuando abrió la puerta, Natacha estaba de espaldas, por cuyo motivo no le vio, pero al volverse, cuando descubrió la mirada curiosa de Pedro, enrojeció y se le acercó vivamente.

— Estoy haciendo esfuerzos para recuperar mi voz —dijo—. Al fin y al cabo, no deja de ser un pasatiempo — añadió, como excusándose.

— Muy bien.

— ¡Qué contenta estoy de que haya venido! ¡Soy muy feliz hoy! — advirtió, animada como hacía mucho tiempo no la veía Pedro —. ¿Sabe usted, Pedro? Nicolás ha sido condecorado con la cruz de San Jorge. ¡Me siento tan orgullosa por ello!

— Sí, yo fui quien les mandó la orden. Pero no quiero estorbarla—añadió, mientras hacía acción de pasar a la sala, pero Natacha le detuvo.

— Conde, ¿cree que hago mal en cantar? — dijo ruborizándose, aunque sin bajar los ojos, mientras le miraba interrogativamente.

—No... ¿Por qué...? Al contrario... Pero ¿por qué me lo pregunta?

— Ni yo misma lo sé. Pero no quisiera hacer nada que pudiera molestarle — respondió precipitadamente —. Tengo una gran confianza en usted. No sabe la importancia que tiene para mí; y todo lo que ha hecho por mí — hablaba deprisa, sin darse cuenta de que Pedro enrojecía oyéndola —. En la misma orden que nos ha mandado usted he visto que él, Bolkonski — pronunció el nombre rápidamente y a media voz —, está en Rusia y de nuevo en el servicio. ¿Cree usted que me perdonará alguna vez? ¿Me odiará? ¿Qué le parece? — dijo apresuradamente, tumultuosamente, por miedo a desfallecer.

—Me parece... que no tiene que perdonarle nada... Si yo fuera él...

Por asociación de ideas, Pedro se trasladó momentáneamente al día en que, para consolarla, habíale dicho que si él fuera el mejor hombre del mundo, y libre, pediría su mano de rodillas, y el mismo sentimiento de ternura y de amor le dominó, mientras sus labios iban a pronunciar las mismas palabras. Ella, empero, no le dio tiempo de hablar.

— Sí, usted, usted — dijo Natacha, pronunciando las palabras con entusiasmo—, usted es distinto: mejor, más magnánimo y más generoso que usted, no conozco hombre alguno, y no creo que pueda existir. Si entonces usted no hubiera aparecido, si ahora mismo no se encontrara aquí, no sé qué haría, porque... — Se le llenaron los ojos de lágrimas, se volvió y, acercando a sus ojos un fragmento de música, afinó y otra vez empezó a pasear por la sala.

En aquel momento, Petia apareció corriendo en el salón. Se había convertido en un mozarrón de quince años, muy fuerte y estirado, y, con los labios muy rojos, parecíase extraordinariamente a Natacha. Se preparaba para ingresar en la Universidad, pero últimamente, con su compañero Obolenski, habían decidido ser húsares.

Petia habló de todo ello con su homónimo. Le había pedido que se informara de si le aceptarían en los húsares. Pedro paseaba por el salón sin oír a Petia, que le tiraba de la manga para obligarle a prestar atención.

— ¿Cómo están mis asuntos, Pedro Kirilovitch? Dígamelo. Usted es mi última esperanza — dijo Petia.

— ¡Ah, sí, la cuestión de los húsares! Ya me informaré, ya me informaré. Hoy mismo lo sabré todo.

— Querido amigo, ¿ha conseguido usted el manifiesto? — preguntó el Conde —. La Condesa ha ido a misa a la capilla de los Razumovski, donde ha oído la nueva oración, que dicen que está muy bien.

— Sí, sí, tengo el manifiesto — respondió Pedro —. El Emperador llegará mañana; se reunirá una asamblea extraordinaria de la nobleza; dicen que se pedirá un alistamiento supernumerario. Le felicito por la cruz de Nicolás.

— Gracias, Conde, que el Señor sea alabado. ¿Qué se dice en el ejército?

— Los nuestros han retrocedido de nuevo; dicen que se encuentran sobre Smolensk.

— ¡Dios mío, Dios mío! — exclamó el Conde —. ¿Tiene el manifiesto?

— ¿El manifiesto? ¡Ah, sí! — Pedro empezó a buscar en sus bolsillos, pero sin lograr dar con el papel. Mientras buscaba en sus bolsillos, besó la mano a la Condesa, que acababa de entrar en el salón. Al mismo tiempo miró en torno suyo muy inquieto al ver que Natacha no aparecía en el salón, a pesar de no seguir cantando.

— ¡Palabra que no sé dónde lo he metido! — dijo.

— Todo lo pierde — explicó la Condesa.

Natacha entró con el rostro emocionado, dulce, y sentóse silenciosamente, mirando a Pedro. En cuanto ella apareció, aclaróse la fosca cara de Pedro. La miró muchas veces mientras seguía buscando en sus bolsillos.

— Volveré a casa, pues debo habérmelo dejado allí.

— No tendrá tiempo antes de comer.

— El cochero ha marchado ahora precisamente.

Sonia, que había salido a la antecámara a ver si encontraba el papel, lo descubrió en el sombrero de Pedro, donde cuidadosamente lo había dejado. Pedro trató de leerlo.

— No, después de comer — dijo el Conde, que parecía prometerse un gran placer con aquella lectura.

En la comida, bebieron champaña a la salud del nuevo caballero de San Jorge. Se habló de los rumores que circulaban por la ciudad: la enfermedad de la vieja princesa Georgina; la salida de Metivier de Moscú; la detención de un viejo alemán enviado a Rostopchin, que declaró que era un champignon — esto lo explicaba el propio Rostopchin —y al que se ordenó poner en libertad, mientras se decía al pueblo que no era un champignon, sino simplemente un viejo alemán.

— Sí, sí, se efectúan detenciones. Yo he advertido ya a la Condesa que no hable tanto en francés; no es éste el momento.

— ¡Ah!, ¿ya lo sabe? El príncipe Galitzin ha tomado un preceptor ruso. Ahora aprende ruso. Empieza a ser peligroso hablar francés por las calles.

— Conde Pedro Kirilovitch, cuando movilicen a la milicia se verá usted obligado a montar a caballo — dijo el viejo Conde dirigiéndose a Pedro.

Pedro había permanecido silencioso durante toda la comida.

Como no comprendía lo que se le decía, miró al Conde.

— ¡Ah, sí, sí, la guerra...! ¡Pero no, qué soldado haría yo! ¡Todo es muy extraño, muy extraño! Ni yo mismo lo entiendo, ni yo lo sé. No tengo ninguna afición a la milicia, pero en los tiempos en que nos encontramos nadie puede asegurar nada.

Al terminar de comer, el Conde se instaló cómodamente en su sillón y con rostro muy serio pidió a Sonia, que tenía la reputación de ser una lectora consumada, que leyera el manifiesto.

— «A Moscú, nuestra primera capital: El enemigo, con fuerzas considerables, ha entrado en Rusia. Quiere arruinar a nuestra bien amada patria» — leía Sonia con su vocecita. El Conde escuchaba con los ojos cerrados, y en muchos pasajes exhalaba profundos suspiros. Natacha, rígida en su silla, miraba alternativamente los rostros del Conde y de Pedro. Éste, que notaba sobre sí aquella mirada, procuraba no volverse. La Condesa, después de cada expresión solemne del documento, inclinaba la cabeza con aire de disgusto y recriminación. En todas aquellas palabras sólo veía la Condesa una cosa: que los peligros que rodeaban a su hijo no llevaban camino de acabarse.

Después de haber leído lo que se decía sobre «los peligros que amenazaban a Rusia y las esperanzas que el Emperador tenía en Moscú, y particularmente en su nobleza», Sonia, con un temblor en la voz producido por la atención con que era escuchada, leyó las últimas palabras: «Sin descanso permaneceremos en medio de nuestro pueblo, en esa capital o en otros lugares de nuestra tierra, para aconsejar y guiar a todas nuestras milicias, igual que a las que hoy obstruyen el camino al enemigo que a las que mañana se formarán para combatirlo en cualquier lugar en que se le encuentre. Que la perdición a la que ha soñado llevarnos se vuelva contra él, para que Europa, libre de la esclavitud, glorifique el nombre de Rusia.» — ¡Muy bien, eso es! — exclamó el Conde abriendo sus humedecidos ojos, e interrumpiéndose muchas veces por su asma, añadió: Que el Emperador pronuncie una palabra y todo lo sacrificaremos sin conservar nada.

— ¡Qué bello, papá! — dijo Natacha mientras le abrazaba, mirando de nuevo a Pedro con aquella inconsciente coquetería que se apoderaba de ella cuando se sentía animada.

— ¿Han observado ustedes — notó Pedro — que en el manifiesto se dice «por consejo general»?

— Bueno, ¿qué importa, sea como fuere?

En aquel momento, Petia, del cual nadie hacía caso, se acercó a su padre y muy encendido, con voz entre grave y aguda y unas veces grave y otras aguda, le dijo:

—Padre, te pido a ti y a mamá también que me dejéis entrar en el ejército, porque no puedo más...

La Condesa dirigió sus espantados ojos al cielo, golpeóse las manos y dirigiéndose a su marido exclamó:

— ¡Vaya, te has lucido!

El Conde se repuso enseguida y replicó:

— Está bien, está bien. ¡Otro que me sale soldado! Tonterías, déjate de historias; lo que has de hacer es estudiar.

— No son tonterías, papá. Fedia Obolenski, que es más joven que yo, ya está a punto de partir para el ejército. Lo demás es inútil, no puedo aprender nada mientras... — Petia se detuvo y, encendido hasta las orejas pero valiente, prosiguió —: ¡La patria está en peligro!

— Bueno, basta de idioteces...

— ¡Pero si tú acabas de decir que lo darías todo!

— Petia, cállate — exclamó el Conde mientras miraba a su mujer, que, pálida, no apartaba los ojos de su hijo menor.

— Te digo, papá, que... Mira, Pedro Kirilovitch te dirá también que...

— Vuelvo a decirte que son tonterías. ¡Acaba de salir del cascarón y ya quiere ser soldado!

— Sí, quiero serlo.

El Conde cogió de nuevo el papel con la intención de releerlo, probablemente en su despacho, y salió del salón.

— Pedro Kirilovitch, vamos a fumar...

Pedro se sentía confundido e indeciso. Los ojos de Natacha, brillantes y animados como nunca —sin duda le miraban con más ternura que a los demás —, le habían puesto en aquella situación a la que tan poco estaba acostumbrado.

— Perdón, no puedo... He de marcharme a casa.

— ¡Cómo a casa! Pasará la velada aquí... Cada día se vuelve usted más raro, y la pequeña sólo está contenta cuando le tiene a usted delante — dijo el Conde señalando a Natacha.

— Es cierto, pero es que me había distraído... He de volver a casa sin excusa... Unos asuntos... — añadió Pedro sin saber exactamente lo que decía.

— Bueno, bueno, adiós, y hasta la vista — repuso el Conde saliendo de la habitación.

— ¿Por qué se va usted? ¿Por qué está tan nervioso? ¿Por qué? — preguntó Natacha a Pedro mirándole a la cara con aire provocativo.

«¡Porque te quiero!», iba a decir. Pero no lo dijo, y enrojeció hasta el blanco de los ojos, mientras miraba al suelo.

— Porque para mí sería más conveniente no venir con tanta frecuencia..., porque... No, no puedo, tengo trabajo en casa.

— Pero ¿por qué? ¡Dígamelo...! — empezó Natacha.

Sin embargo, no continuó. Miráronse horrorizados. Intentaron sonreír, pero no pudieron. La sonrisa de Pedro era una sonrisa de dolor. Le besó la mano y, sin decir nada, salió.

Pedro resolvió, en su interior, no volver más a casa de los Rostov.

DÉCIMA PARTE

I

Durante el mes de julio, el viejo príncipe Bolkonski se mantuvo en una gran animación y actividad.

Mandó plantar un nuevo jardín y construyó un edificio para la servidumbre. La única cosa que inquietaba a la Princesa era que el anciano dormía poco y había renunciado a su costumbre de dormir en su gabinete de trabajo; cada día cambiaba su cama de habitación. Tan pronto ordenaba que le llevaran su cama de campaña a la galería, como quedábase en el salón sobre el diván o sobre un sillón, sin desnudarse y bostezando. La señorita Bourienne no le leía ya, reemplazándola en esto el criado Petrutcha. A veces pasaba la noche en el comedor.

A primeros de agosto llegó una carta del príncipe Andrés. Escrita en los alrededores de Vitebsk, explicaba que los franceses habían ocupado aquella ciudad, conteniendo además una descripción sumaria de toda la campaña, con un croquis del plano y consideraciones sobre la marcha que seguiría.

En la misma carta, el príncipe Andrés hacía observar a su padre la incomodidad de su residencia cerca del teatro de la guerra, en la línea del movimiento de las tropas, aconsejándole su marcha a Moscú.

Aquel día, durante la comida, cuando Desalles, el preceptor, dijo que, según los rumores que circulaban, los franceses estaban en Vitebsk, el viejo Príncipe recordó la carta del príncipe Andrés.

— Hoy he recibido carta del príncipe Andrés — dijo —. ¿No la has leído, María?

— No, padre — respondió la Princesa. No podía haber leído una carta que no sabía que hubiera llegado.

— Habla de la guerra — continuó el Príncipe con sonrisa desdeñosa, habitual en él cuando hablaba de la guerra.

Al pasar al salón dio la carta a la princesa María, desplegando delante de ella el plano de las nuevas construcciones, en el que fijó la vista mientras ordenaba a su hija que leyera en voz alta.

Cuando la princesa María hubo acabado de leer miró interrogativamente a su padre, que contemplaba con fijeza el plano, inmerso en sus pensamientos.

— ¿Qué opináis, Príncipe? — se atrevió a preguntar Desalles.

— ¿Yo? ¿Yo? — replicó el viejo Príncipe como si despertara enfurruñado, sin apartar los ojos del plano de las construcciones.

— Es muy posible que el teatro de la guerra se extienda hasta muy cerca de nosotros...

— ¡Ah, ah, ah! El teatro de la guerra — exclamó el viejo Principe—. He dicho y he repetido que el teatro de la guerra es Polonia y que el enemigo no pasará el Niemen jamás.

Desalles, admirado, miró al viejo Príncipe, que hablaba del Niemen precisamente cuando el enemigo se hallaba casi en las orillas del Dnieper. La princesa María, que había olvidado la situación geográfica del Niemen, pensó que su padre tenía razón.

— Cuando llegue el deshielo se hundirán en los pantanos de Polonia. Ahora no pueden darse cuenta... — dijo el Principe pensando visiblemente en la campaña de 1807, que le parecía que fuera ayer —. Benigsen debió haber entrado antes en Prusia, y entonces las cosas hubieran tomado otro cariz.

— Pero, Príncipe — objetó tímidamente Desalles —, en la carta se habla de Vitebsk.

— ¡Ah! En la carta sí — replicó, descontento, el Principe —. Sí...

Entonces oscurecióse su cara y calló.

— Sí, sí, escribe que los franceses han sido aplastados, cerca de un río, ¿qué río?, ¿en qué ribera?

Desalles bajó la vista.

— El Principe no escribe nada de todo eso — dijo en voz muy baja.

— ¿No lo escribe? ¡Pues yo no lo he inventado!

Calláronse todos un buen rato. El viejo siguió luego:

— Sí, sí..., ¡vaya!, Mikhail Ivanovitch — dijo de repente, levantando la cabeza e indicando el plano de construcciones—, explica cómo entiendes tú las obras que se realizarán.

Mikhail Ivanovitch se acercó al plano, y el Principe, después de hablar con él, miró malhumorado a la princesa María y a Desalles, yéndose a su despacho.

La princesa María había observado la mirada confusa y extraña que dirigió Desalles a su padre, su silencio, y estaba admirada de que su padre hubiera olvidado la carta de su hijo sobre la mesa del salón. Pero no sólo sentía miedo de hablar y preguntar a Desalles por la causa de su confusión, sino que también lo sentía de sólo pensarlo.

Por la tarde, Mikhail Ivanovitch estuvo en la habitación de María de parte del Principe para buscar la carta del príncipe Andrés, olvidada en el salón. La princesa María, a pesar de serle desagradable, permitióse preguntar a Mikhail Ivanovitch qué hacía su padre.

— Trabajando siempre — dijo Mikhail Ivanovitch con una respetuosa sonrisa que hizo palidecer a la Princesa —. Se preocupa mucho de las nuevas construcciones. Ha leído un ratito, y ahora — bajó la voz — se encuentra en el despacho y probablemente se ocupa de su testamento.

De un tiempo a aquella parte, una de las ocupaciones predilectas del Principe era examinar los papeles que quería dejar para después de su muerte y que él llamaba su testamento.

— ¿Enviará, sin embargo, a Alpatich a Smolensk? — preguntó la princesa María.

¡Ya lo creo! Hace mucho tiempo que está preparado.

II

Cuando Mikhail Ivanovitch entró con la carta en el despacho, el Principe tenía las gafas puestas y se hallaba sentado ante el escritorio, con una vela a su lado; con la mano muy apartada sostenía unos papeles que leía en una actitud bastante solemne. Aquellos papeles, observaciones, como él los llamaba, debían remitirse al Emperador cuando él hubiera muerto. Cuando Mikhail Ivanovitch entró, las lágrimas provocadas por el tiempo que había leído y por lo que leía llenaban los ojos del Príncipe. Arrebató de las manos de Mikhail Ivanovitch la carta del príncipe Andrés, que se metió en el bolsillo, arregló sus papeles y llamó a Alpatich, que aguardaba hacía un rato.

En una hojita acababa de escribir todo lo que debía comprarse en Smolensk, y mientras paseaba daba órdenes a Alpatich, que aguardaba al pie de la puerta.

— Primeramente papel de cartas, ¿entiendes?, ocho manos; aquí tienes el modelo, de borde dorado. Éste es el modelo y han de ser absolutamente iguales. Barniz, cera, según la nota de Mikhail Ivanovitch.

Paseábase por la habitación mirando su carnet.

— Después entregarás personalmente una carta al gobernador.

Luego le encargó las cerraduras para las puertas de las nuevas construcciones, hechas según un modelo que él había imaginado. Enseguida una cajita que habían de hacer, cajita destinada a guardar su testamento. La relación de encargos a Alpatich duró más de dos horas. El Príncipe ni le dejó hablar. Después se sentó y, cerrando los ojos, se quedó dormido. Alpatich hizo un movimiento.

— Vete, vete; si te necesito ya mandaré a buscarte.

Alpatich salió. El Príncipe se acercó otra vez al escritorio, tocó sus papeles, los volvió a ordenar, sentándose después ante la mesa para escribir la carta al gobernador.

Era ya tarde cuando se levantó, después de haber sellado la carta. Quería dormir, pero sabía que en la cama no cerraría el ojo, presentándose a su imaginación los peores sentimientos. Llamó a Tikhon. Atravesó la habitación para decirle dónde quería que le preparara la cama aquella noche. Se paseó escudriñando todos los rincones. Ningún sitio le parecía bueno, pero particularmente su diván, en el despacho, le parecía horrible, probablemente a causa de las penosas ideas que en él había tenido. Ningún sitio le parecía conveniente. El mejor sería quizás un rinconcito en el diván detrás del piano. No había dormido allí nunca todavía.

Tikhon, ayudado por el mayordomo, llevó allí la cama y empezaron a armarla.

— ¡No, así no, así no! — gritó el Principe, empujándola él mismo, aunque luego la apartó de nuevo. «Vaya, por último he podido arreglarlo y podré descansar», pensó el Principe, dejando que Tikhon le desnudara. El Príncipe frunció el ceño por la molestia causada por los esfuerzos para quitarse caftán y pantalones. Después, pesadamente, se dejó caer sobre la cama y pareció que reflexionaba, mientras miraba desdeñoso sus delgadas y amarillas piernas. No reflexionaba, pero dudaba ante el esfuerzo de levantar las piernas para meterse en la cama. «¡Oh, qué pesado es! Por lo menos que acabe pronto este trabajo y me dejen tranquilo.» Cerró fuertemente los labios y se hundió en la cama después de hacer aquel esfuerzo por milésima vez.

Cuando se hubo echado, toda la cama tembló, como si tuviera escalofríos. Cada noche pasaba lo mismo. Abrió los ojos, que se le cerraban.

— ¡No podéis estaros tranquilos, malditos! — gruñó colérico. «Sí, queda todavía algo importante que me he reservado para leer en la cama. ¿Las cerraduras? No, eso ya se lo he dicho... No, no, es algo que ha pasado en el salón. La princesa María ha dicho alguna idiotez; Desalles, ese estúpido, no sé qué le ha contestado...; en el bolsillo... No, no me acuerdo bien.» — ¡Titchka! ¿De qué hemos hablado durante la comida?

— Del príncipe Andrés.

— ¡Calla, calla! — y el Principe dio un puñetazo en la mesita de noche —. ¡Ah!, sí, ya lo recuerdo. La carta del príncipe Andrés: la princesa María la ha leído; Desalles ha dicho algo sobre Vitebsk. Ahora la leeré.

Ordenó que le trajeran la carta, que tenía en el bolsillo, y que le acercasen a la cama la mesita con la limonada y la vela de cera; después cogió las gafas y empezó a leer. Sólo al releer la carta, en el silencio de la noche, a la luz débil de la vela, bajo la pantalla verde, comprendió por primera vez toda la importancia que tenía.

—Los franceses están en Vitebsk. En cuatro jornadas pueden encontrarse en Smolensk. Quizá ya están cerca. Titchka — Tikhon levantóse instantáneamente —. No, no es preciso — gritó el viejo.

Dejó la carta sobre el candelero y cerró los ojos. Se le representó el Danubio, los días claros, los cañaverales, el campamento ruso, y él, joven general sin una arruga, valiente y alegre, entrando en la tienda de Potemkin. Un sentimiento de envidia contra el favorito le sacudió más fuerte que otras veces. Recordó todas las palabras de su entrevista con Potemkin. Delante de él apareció una mujer gruesa, pequeñina, con cara afable y amarillenta; era la emperatriz: recordó su sonrisa y sus palabras cuando le recibió por primera vez tan graciosamente. También recordó su cara sobre el trono y la discusión con Zubov ante su tumba por el derecho de acercar la mano.

«Ah, aprisa, aprisa, volvamos a aquellos tiempos, que termine pronto, muy pronto, lo de ahora, y me dejen todas tranquilo.»

III

Lisia—Gori, la finca del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, se encontraba a sesenta verstas más allá de Smolensk y a tres verstas de la carretera de Moscú.

Aquella misma noche en que el Principe daba órdenes a Alpatich, Desalles pidió ser recibido por la Princesa, a la que dijo que el Príncipe no se encontraba muy bien y que no tomaba ninguna disposición para su seguridad, cuando, por la carta del príncipe Andrés, aparecía claro que la permanencia en Lisia—Gori no era segura; respetuosamente pedía él permiso para escribir una carta al gobernador de Smolensk haciéndole saber los peligros que amenazaban Lisia—Gori y un resumen de la situación general. Desalles escribió luego la carta al gobernador, la firmó y la mandó entregar a Alpatich, con la orden de transmitírsela al gobernador, y, en caso de peligro, volver a toda prisa.

Después de haber recibido todas las órdenes, Alpatich, acompañado de sus criados, con su blanca gorra—regalo del Principe —, con un bastón—corno el viejo Principe —, salió para instalarse en el cabriolé forrado de cuero y tirado por tres vigorosos caballos.

Los cascabeles se habían colocado de modo que no sonaran y las campanas se habían rellenado de papel. El Príncipe no permitía a nadie en Lisia—Gori que hiciera sonar los cascabeles. Pero amaba su sonido cuando iba de camino. El acompañamiento de Alpatich estaba compuesto por el intendente, el tenedor de libros, el groom, los cocheros y diversos domésticos, que iban con él. Su hija le ponía detrás de la espalda y sobre el asiento almohadones de pluma, mientras su vieja cuñada le entregaba, a escondidas, un paquete. Uno de los cocheros le ayudó a subir agarrándole por los sobacos.

Al llegar a Smolensk, la tarde del día 4 de agosto, Alpatich se quedó al otro lado del Dnieper, en el barrio de Gachensk, en el mesón de Ferapontov, donde hacia treinta años que acostumbraba parar.

Durante toda la noche, las tropas desfilaron por la calle frontera al mesón. Al día siguiente, Alpatich se vistió el caftán, que sólo usaba en la ciudad, yéndose a su trabajo. El día era muy soleado y a las ocho ya hacía calor. «Buen día para la cosecha», pensó Alpatich.

Desde la madrugada se oían cañonazos en los arrabales de la ciudad.

Después de las ocho, las descargas de fusilería se unieron a los cañonazos. Por las calles había mucha gente que huía hacia algún lugar determinado, y muchos soldados, pero, como de costumbre, circulaban los cocheros, los comerciantes no se movían de sus tiendas y en las iglesias se celebraban las correspondientes funciones religiosas.

Alpatich visitó tiendas, oficinas, la estafeta y la casa del gobernador.

En todas partes se hablaba de la guerra y de que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad.

Cuando llegó a casa del gobernador hubo de esperar en la antesala con otras personas.

Poco después, el gobernador recibía a Alpatich, diciéndole muy apesadumbrado.

— Diles al Príncipe y a la Princesa que no sé nada. Obro según órdenes superiores, eso es todo — y dio un papel a Alpatich —. Entre tanto, y ya que el Principe se encuentra delicado, yo le aconsejaría que se fuera a Moscú. Yo parto ahora mismo. Dile...

Pero no acabó la frase. Un oficial sudoroso, sin resuello, corrió hacia la puerta, poniéndose a hablar en francés.

En la cara del gobernador se manifestó el horror.

— Vete — dijo a Alpatich, y después de saludarlo con la cabeza empezó a hablar con el oficial.

Cuando Alpatich salió del despacho del gobernador, las miradas espantadas de todos los reunidos le asaltaron. Ahora, al oír, a pesar suyo, que los cañonazos se acercaban y se hacían más frecuentes, Alpatich se dirigió corriendo hacia el mesón. El papel que le había dado el gobernador contenía lo siguiente:

«Os aseguro que Smolensk no está todavía en peligro ni puede creerse que lo haya estado nunca. Yo, por una parte, y el príncipe Bagration, por la otra, marchamos para reunirnos delante de Smolensk. Esta reunión se realizará el día 22, y los dos ejércitos, una vez hayan juntado sus fuerzas, se lanzarán a defender a los compatriotas de la provincia que tenéis confiada, hasta que nuestros esfuerzos alejen al enemigo de la patria o hasta que sucumba el último soldado de las filas heroicas. Ya veis que con esto podéis calmar a los habitantes de Smolensk, puesto que quien se halla defendido por dos ejércitos tan valientes puede estar seguro de la victoria.» (Orden de Barclay de Tolly al gobernador civil de Smolensk, barón Aschu, 1812.) El pueblo andaba por las calles inquieto. Carros cargados de vajillas, de armarios, de sillas, salían de todas las puertas y obstruían las calles. Delante de la casa vecina a la de Ferapontov hallábanse unos carros parados y unas mujeres llorando, mientras se despedían. Un perro de guarda daba vueltas, husmeando, alrededor de los caballos del tiro.

Alpatich, con paso más vivo que de costumbre, entró en el patio, dirigiéndose recto hacia el establo por sus caballos y el coche. El cochero dormía; despertóle, ordenándole que enganchara, y se fue al vestíbulo. En la habitación de los dueños se oían llantos de criaturas, lamentaciones de una mujer y los gritos roncos y rabiosos de Ferapontov. Cuando Alpatich entró, salía la cocinera al vestíbulo como una clueca embravecida.

— ¡Ha pegado al ama una paliza de muerte! ¡La ha destrozado! ¡La ha arrastrado!

— ¿Por qué? — preguntó Alpatich.

—Ella quería marchar: manía de mujer. «¿Quieres perdernos a mí y a nuestros hijos? — le decía ella —. Todos se van, y nosotros ¿qué vamos a hacer?» Entonces él ha empezado a pegarle, y la ha destrozado...

Alpatich inclinó la cabeza al oír aquellas palabras, como si las aprobara, y, deseando no saber más de la cuestión, se fue en dirección opuesta a la de la habitación de los dueños, a la habitación en la que guardó las compras realizadas.

— ¡Mal hombre! ¡Bandido! — gritó en aquel momento una mujer delgada, pálida, con un crío en los brazos, la cabeza envuelta en una pañoleta, que, saliendo por la puerta, se escapaba escaleras abajo, hacia el patio. Ferapontov la seguía. Al observar a Alpatich se arregló el chaleco, se pasó la mano por el pelo, bostezó y entró en la habitación detrás de Alpatich.

— ¿Ya quieres irte? — preguntó.

Sin contestarle ni mirarle, mientras repasaba el paquete de las compras, le preguntó cuánto le debía.

—Ya lo arreglaremos. ¿Has ido a casa del gobernador? — le preguntó Ferapontov —. ¿Qué te ha dicho?

Alpatich respondió que el gobernador no le había contestado nada en concreto.

— Podríamos marchar con todo lo de casa — dijo Ferapontov —; hasta Dorogobuge piden siete rublos por carretada. ¡Yo les he dicho ya que son unos herejes! Selivanov, el jueves pudo vender la harina a la tropa a nueve rublos el saco... ¿No tomaréis el té? — añadió.

Mientras enganchaban, Alpatich y Ferapontov tomaron el té hablando del precio del trigo y del buen tiempo para la cosecha.

— Parece que el cañoneo empieza a calmarse — dijo Ferapontov levantándose después de haber bebido tres tazas de té —. Seguramente hemos vencido. Han dicho que no los dejaríamos pasar... ¿Te das cuenta de lo que es la fuerza...? También han dicho que últimamente Matieu Ivanitch Piatov les ha perseguido hasta el río Morina: parece que de una vez se han ahogado dieciocho mil hombres.

Alpatich ató los paquetes, que dio al cochero; pagando después la estancia.

La calle estaba llena de ruido de ruedas, de herraduras y de los cascabeles de las carretas que partían.

Era más del mediodía. La mitad de la calle se encontraba en la sombra, la otra se hallaba vivamente iluminada por el sol. Alpatich miró por la ventana y se dirigió a la puerta.

De pronto se oyó un extraño ruido de silbidos y tiroteo lejanos. Después estalló la tormenta confusa del cañoneo, que hizo temblar los cristales.

Alpatich salió a la calle. Dos hombres corrían en dirección al puente. Por todas partes se oía el silbido, los cañonazos y la explosión de las granadas que caían dentro de la ciudad. Aquellos tiros eran poca cosa y no atraían tanto la atención de los habitantes como los cañonazos que se oían fuera de la urbe. Era el bombardeo de Smolensk que Napoleón había ordenado empezar a las cinco de la tarde, con ciento treinta bocas de fuego.

Al principio, el pueblo no comprendió el significado de aquel bombardeo.

El terremoto de las bombas y de las granadas no hacía más que excitar la curiosidad. La mujer de Ferapontov, que no cesaba de protestar cerca del establo, calló y con el crío en brazos salió a la puerta. Miraba en silencio a la gente mientras prestaba atención a los ruidos.

La cocinera y un comerciante también salieron a la puerta del establo. Todos con alegre curiosidad intentaban seguir a las balas que pasaban por encima de sus cabezas.

De un rincón de la calle aparecieron algunas personas hablando animadamente.

— ¡Qué fuerza! — decía uno —. Ha destrozado el techo y la pared.

—Ha hecho un agujero en el suelo en el que cabría un cerdo — observó otro —. Vaya, ya está bien, ¡qué interesante! — añadía riendo.

— Pues has tenido suerte de saltar tan ligero; ha estado en un tris que no te haya alcanzado. Ahora estarías tieso como una vara.

Algunos paseantes se dirigieron a aquellos hombres. Se paraban y explicaban que las granadas les habían caído muy cerca, dentro de casa. Al propio tiempo, otras bombas, con un silbido lúgubre, volaban sin interrupción por encima de la muchedumbre. Ni una caía cerca. Todas iban muy lejos. Alpatich se instaló en su carruaje.

El patrón se encontraba en el umbral de la puerta.

— ¿Qué diablos miras? — gritóle la cocinera, que con las mangas subidas y un corpiño rojo se acercaba para oír, mientras agitaba los brazos, desnudos hasta el codo.

Otra vez, algo como un pajarito que volara de arriba abajo silbó, pero esta vez muy cerca.

El fuego brilló en mitad de la calle. Estalló algo y se llenó de humo la calle.

— ¡Perezosa! ¿Qué haces aquí? — gritó el dueño corriendo hacia la cocinera. Pero en el mismo instante, y de diversos lugares, empezáronse a oír lamentos de mujeres, mientras las criaturas, espantadas, empezaban a llorar, y la gente, con la cara muy pálida, se reunía en silencio en torno de la cocinera. Entre aquella multitud dominaban los lamentos y los gritos de la mujer.

— ¡Oh, oh, mis palomas! ¡Mis blancas palomas! ¡Me las matarán!

Cinco minutos después no quedaba nadie en la calle. La cocinera, con una herida en la pierna, producida por la explosión de una granada, era transportada a la cocina.

Alpatich, su cochero, la mujer de Ferapontov con sus críos, y el portero, todos hallábanse sentados en el subterráneo, muy atentos. El ruido de los cañones, el silbido de las bombas, los gritos de dolor de la cocinera, que dominaban a todos los demás, no cesaban en ningún instante.

La dueña tan pronto balanceaba y calmaba al niño como en tono plañidero preguntaba a los que entraban al subterráneo dónde estaba su marido, que había quedado fuera, en la calle. Un tendero que entró le dijo que el dueño se había dirigido con una multitud a la catedral, donde se hacían rogativas delante del milagroso icono de Smolensko.

A la caída de la tarde, el cañoneo empezó a calmarse. Alpatich salió del subterráneo y paróse delante de la puerta. El cielo, tan claro antes, habíase oscurecido con la humareda, a través de la cual la luna en cuarto creciente brillaba extrañamente. Después del ruido terrible de los cañones, la cosa se calmó, y el silencio fue interrumpido solamente por el ruido de los pasos; los lamentos, los gritos y el chisporroteo de los incendios dominaban en la ciudad.

Los lamentos de la cocinera habían cesado. Por dos lados se levantaban y desaparecían las negras nubes de los incendios. Por las calles pasaban y corrían soldados, no en formación, sino como hormigas de un hormiguero revuelto, con diversos uniformes y con direcciones distintas. A la vista de Alpatich, uno entró corriendo en el patio de Ferapontov. Alpatich salió hacia la puerta del establo. Un regimiento que venía muy deprisa llenaba toda la calle.

— La ciudad se rinde, ¡marchaos, marchaos! — le gritó un oficial al observarle. Dirigióse enseguida al soldado, gritándole:

— ¡Ya te enseñaré a correr por los patios!

Alpatich entró en la isba, llamó al cochero y le mandó marcharse. Todos los familiares de Ferapontov salieron detrás de Alpatich y del cochero. Al ver el fuego y el humo de los incendios que se proyectaban en la noche, las mujeres, silenciosas hasta entonces, empezaron a gritar de pronto.

Como si les respondieran, se oyeron gritos y chillidos desde otras calles.

Alpatich y el cochero desengancharon con temblorosas manos las riendas de los caballos.

Cuando Alpatich salió del establo percibió en la abierta tienda de Ferapontov a una docena de soldados que hablando muy alto llenaban sacos y mochilas de harina, de salvado y de granos de girasol. En aquel momento, Ferapontov entró en la tienda; cuando vio a los soldados quiso gritar, pero pensándolo mejor y mesándose los cabellos, empezó a reír, con risa llena de sollozos.

— Tomadlo todo, hijos míos. ¡Que los diablos no encuentren nada! — gritó cogiendo un saco y echándolo a la calle.

Algunos soldados, espantados, huyeron corriendo; los demás continuaron llenando los sacos.

Al ver a Alpatich, Ferapontov se dirigió a él.

— Rusia ha acabado — exclamó —. Alpatich, esto ha acabado. Yo mismo le pegaré fuego. ¡Todo ha terminado!

Ferapontov corrió hacia el patio.

La calle no se vaciaba; sin cesar pasaban soldados, tantos, que Alpatich no podía adelantar un paso y tenía que aguardar. La mujer de Ferapontov, sentada en compañía de sus hijos en una carreta, esperaba poder salir.

Había oscurecido completamente. El cielo estaba estrellado, la luna desaparecía de vez en cuando detrás de la humareda. Al descender hacia el Dnieper, el coche de Alpatich y el de la dueña, que adelantaban lentamente entre las filas de soldados y otros coches, tuvieron que pararse. En una calle cercana al cruce donde se pararon, una casa y una tienda ardían. El incendio se extinguía. La llama tan pronto disminuía y casi desaparecía entre la negra humareda como cobraba de nuevo bríos e iluminaba de un modo fantástico las caras de los hombres reunidos en el cruce.

Por delante del incendio pasaban negras figuras, oyéndose a través del ruido incesante del fuego las conversaciones y los gritos. Alpatich, que había descendido de su carreta, al darse cuenta de que tardaría mucho en poder pasar, se metió en la calle lateral para ver el fuego. Por delante del incendio iban y venían soldados. Alpatich vio a dos de ellos que, con un hombre con capa, arrastraban a través de la calle encendidos tizones, mientras otros los seguían con grandes cantidades de heno.

Alpatich se acercó a la muchedumbre que se encontraba delante de un alto cobertizo que ardía totalmente. Todos los muros se desmoronaban, el posterior se hundía, el techo crujía y las vigas estaban completamente encendidas. Evidentemente, la gente aguardaba a ver cómo se hundiría el techo. Alpatich también aguardó.

— ¡Alpatich! — llamóle una voz conocida.

— ¡Padre, Excelencia! — respondió Alpatich al reconocer la voz de su joven señor.

El príncipe Andrés, montado sobre un caballo negro, se encontraba entre la gente y miraba a Alpatich.

— ¿Qué haces aquí? — preguntóle.

— ¡Vuestra... Vuestra Excelencia! — preguntó Alpatich llorando —. Vuestra... Vuestra... Estamos perdidos del todo. ¡Padre...!

— ¿Cómo es que estás aquí? — preguntó de nuevo el príncipe Andrés.

En aquel momento, la llama se proyectó iluminando la cara pálida y cansada del príncipe Andrés. Alpatich explicóle cómo se encontraba allí y la dificultad existente para marcharse.

El príncipe Andrés, sin responderle, cogió su carnet y, sobre una rodilla, empezó a escribir con lápiz en una hoja que acababa de arrancar. Escribió a su hermana:

«Han tomado Smolensk; de aquí a una semana, Lisia—Gori será ocupado por el enemigo. Marchad inmediatamente a Moscú. Comunicádmelo cuando marchéis mandándome un mensaje a Usviage.» Después de entregar la hoja escrita a Alpatich, explicóle verbalmente qué preparativos debían hacer para la marcha del Príncipe, de la Princesa y del niño con su preceptor, así como adónde y cuándo le debían contestar.

— Diles que aguardaré la respuesta hasta el día 10 y que si ese día no he recibido noticias de que están camino de Moscú, lo abandonaré todo y yo mismo iré a Lisia—Gori.

En el fuego algo crujía; se apagó por unos momentos, masas de humo negro se levantaron por encima del cobertizo y, con un ruido ensordecedor, alguna cosa enorme se hundió.

— ¡Hurra! ¡Hurra! — chilló la multitud al oír el fuerte ruido producido por el tejado del cobertizo que se hundía, mientras exhalaba olor a pan quemado. La llama reanimóse, iluminando las caras animadas, alegres y cansadas de la gente que contemplaba el incendio.

El hombre de la capa que arrastraba tizones encendidos, levantando los brazos gritó:

— ¡Bravo! ¡Cómo arde! ¡Mirad qué bonito!

— Es el dueño — decían las voces.

— ¿Lo has entendido? — dijo el príncipe Andrés a Alpatich —. No te olvides de nada de lo que te he dicho — y sin responder una palabra a Berg, que aguardaba a su lado silencioso, picó al caballo y desapareció por las callejuelas.

IV

Las tropas continuaban retrocediendo desde Smolensk. El enemigo las perseguía. El día 10 de agosto, el regimiento que mandaba el príncipe Andrés pasó por la gran carretera por delante del camino que conducía a Lisia—Gori. Desde hacía tres semanas el calor y la sequía eran muy pronunciados. Cada día el cielo se cubría de unas nubes apelotonadas como si fueran una piara de borregos, que a veces cubrían el sol, pero hacia la tarde las nubes se dispersaban y el sol se ponía entre una neblina rojiza. Sólo un fuerte rocío refrescaba la tierra. Los trigos que no se habían segado se agostaban. Los pantanos estaban secos y los rebaños balaban de hambre al no encontrar pasto en los campos cocidos por el sol. No refrescaba más que por las noches y en los bosques, cuando todavía había humedad del rocío; pero por la carretera, por la gran carretera que seguían las tropas, no se notaba el fresco ni por las noches ni cuando pasaban por entre los bosques. Cuando se levantaba el día empezaba la marcha. Los convoyes y la artillería adelantaban sin hacer ruido y la infantería se hundía en el polvo caldeado y movedizo que ni la noche refrescaba. Una parte de este polvo se introducía en las piernas y en las ruedas, pero otra, dando vueltas como una nube por encima del ejército, se metía en los ojos, en el pelo, en los oídos, en la nariz y particularmente en los pulmones de los hombres y de los animales que avanzaban por la carretera. Cuanto más alto se hallaba el sol, más se levantaba la nube de polvo. A través de aquel polvo fino y caliente podía mirarse el sol, que las nubes no cubrían y que parecía una enorme esfera de color carmesí. No soplaba el viento y los hombres se ahogaban en aquella atmósfera inmóvil. Marchaban tapándose la nariz y la boca con los pañuelos. Cuando llegaban a un pueblo, todos se empujaban a los pozos, llegando a beber hasta el lodo.

El príncipe Andrés conducía el regimiento y su gestión, el bienestar de los soldados y la necesidad de dar y recibir órdenes le ocupaban. El incendio de Smolensk y el abandono de la ciudad marcaban una etapa para el príncipe Andrés. Un sentimiento de cólera nuevo contra el enemigo le obligaba a olvidarse de su dolor, entregándose por enteró a los asuntos del regimiento; se ocupaba de sus soldados y de sus oficiales, mostrándose padre de todos. En el regimiento le llamaban «nuestro Príncipe», mostrándose orgullosos de él y queriéndole. Él, sin embargo, sólo era bueno con los hombres de su regimiento: con Timokhin y los demás, con la gente nueva y medio forastera, con aquellos que no podían conocer ni comprender su pasado. Por eso, cuando se encontraba con uno de sus antiguos conocidos del Estado Mayor, se encolerizaba, se ponía de mal humor, volviéndose despreciativo y desdeñoso. Todo lo que le recordaba su pasado le repugnaba. Por eso sólo procuraba no ser injusto con aquel mundo antiguo y cumplir con su deber.

En efecto: todo se presentaba con colores sombríos, particularmente después del 6 de agosto, tras haber abandonado Smolensk — que en su opinión hubieran podido y debido defender —, después que su padre, enfermo, habíase visto obligado a huir a Moscú y abandonar al pillaje Lisia—Gori, que tanto amaba y que él había resucitado y repoblado. Pero a pesar de esto y gracias al regimiento, el príncipe Andrés podía pensar en otra cosa, totalmente independiente de las cuestiones generales: en su regimiento. El 10 de agosto, la columna de la cual formaba parte llegó a Lisia—Gori.

Dos días antes, el príncipe Andrés había recibido la noticia de que su padre, su hijo y su hermana habían marchado a Moscú. Aunque el príncipe Andrés no tenía nada que hacer en Lisia—Gori, decidió ir por el deseo de reavivar su dolor.

Ordenó ensillar un caballo y marchó al pueblo paterno, en el que había nacido. Al pasar por delante del estanque, donde siempre lavaban ropa docenas de mujeres, mientras charlaban de lo lindo, el príncipe Andrés observó que no había nadie y que una pequeña madera desclavada y cubierta de agua hasta la mitad flotaba en medio del estanque. El príncipe Andrés se acercó a la casa del guarda. Cerca de la puerta cochera no había nadie, y la puerta permanecía abierta. Las avenidas del jardín se encontraban cubiertas ya de hierba, mientras los becerros y los caballos erraban por el parque inglés. El príncipe Andrés se acercó a un invernadero; los cristales se hallaban rotos, algunas plantas caídas, otras se secaban. Llamó al jardinero Tarás y nadie le respondió. Al dar la vuelta al invernadero se dio cuenta de que la balaustrada de roble esculpido estaba rota y de que las frutas habían sido arrancadas de los árboles. Un viejo campesino — el Príncipe le veía en su puerta desde la infancia — estaba sentado en un verde banco mientras trenzaba un lapott Era sordo y no oyó acercarse al Príncipe. A su alrededor, los pedazos de madera preparados para ser trenzados colgaban de las ramas secas y rotas de un magnolio.

El príncipe Andrés se acercó a la casa. En el viejo jardín, algunos tilos habían sido cortados. Una asna con su pollino pastaban delante de la casa por entre los rosales. La casa se hallaba cerrada. Un muchachito, al darse cuenta de la presencia del príncipe Andrés, corrió hacia la casa. Alpatich, que había hecho marchar a su familia, quedándose solo en Lisia—Gori, se hallaba en casa y leía las vidas de los santos. Al conocer la llegada del príncipe Andrés, salió de la casa con las gafas sobre la nariz y, abrochándose, se acercó aturdido al Príncipe; después, sin decir nada, llorando, le besó las rodillas. Pero reaccionó contra su debilidad y empezó a darle cuenta de la situación de los asuntos de la finca. Todo lo que era precioso y valía algo había sido enviado a Bogutcharovo. El trigo, casi cien chetvertt , también se lo habían llevado. El heno y la cosecha de primavera, extraordinaria según la opinión de Alpatich, había sido recogida, todavía verde, por los soldados. Los campesinos estaban arruinados. Unos habíanse marchado a Bogutcharovo, y otros, muy pocos, se habían quedado.

Sin acabar de escucharle, el príncipe Andrés preguntó:

— ¿Cuándo marcharon mi padre y mi hermana?

Quería decir a Moscú, pero Alpatich, entendiendo que se refería a Bogutcharovo, respondió que el 7 y a continuación siguió extendiéndose sobre los asuntos de la explotación y pidiendo órdenes.

— ¿Queréis que entregue el centeno a las tropas contra recibo? Todavía quedan seiscientos chetvertt.

«¿Qué he de contestarle?», pensó el príncipe Andrés mientras miraba la calva cabeza del viejo, que relucía al sol, y leía en sus ojos la confesión de que él mismo comprendía la inoportunidad de la pregunta, que formulaba sólo para disimular su pena.

— Sí, hazlo así — le dijo.

— Seguramente habréis observado un poco de desorden en el jardín — dijo Alpatich —. Fue imposible evitarlo. Han pasado tres regimientos y se han quedado una noche, particularmente los dragones. Tengo anotados el grado y el título del comandante para presentar una reclamación.

— ¿Y tú qué piensas hacer? ¿Te quedarás si llega el enemigo? — le preguntó el príncipe Andrés.

Alpatich volvió la cara hacia el príncipe Andrés, le miró y de pronto, con gesto solemne, levantó el brazo al cielo.

—Él es mi protector. ¡Que se haga su santa voluntad! — pronunció.

Toda la colonia de campesinos y criados marchaban a través de los campos hacia el príncipe Andrés.

— ¡Adiós, adiós! — dijo el príncipe Andrés inclinándose hacia Alpatich —. Vete, llévate lo que puedas y ordena a los siervos que partan hacia la hacienda de Riazán o cerca de Moscú.

Alpatich, abrazándose a su pierna, lloró.

El príncipe Andrés le rechazó dulcemente y, poniendo el caballo a galope, partió por el camino.

V

La princesa María no se hallaba en Moscú y no se encontraba fuera de peligro, como imaginaba el príncipe Andrés.

Después de la vuelta de Alpatich de Smolensk, el viejo Príncipe pareció que de pronto se rehacía. Ordenó reunir a todos los siervos y armar los, escribió una carta al general en jefe, en la que le anunciaba su intención de quedarse en Lisia—Gori hasta el último momento, defendiéndose; pedía libertad para armarse a su gusto. Añadiendo que si se le negaba no tomaría las disposiciones para defender Lisia—Gori y entonces el más viejo de los generales rusos caería hecho prisionero o muerto. Declaró a sus familiares que no se movería de Lisia—Gori.

El viejo Príncipe dio órdenes, sin embargo, para la marcha de la Princesa, de Desalles y de su nieto a Bogutcharovo y desde allí a Moscú. La princesa María, espantada por aquella actividad de fiebre sin descanso de su padre, actividad que sustituía a su antiguo abatimiento, no acababa de resolverse a dejarle solo, por lo que por primera vez en su vida se permitió desobedecerle. Negóse a marchar, habiendo de resistir la espantosa cólera del Príncipe. Le recordó todas las injusticias que con ella había cometido, pero, al intentar acusarle, él decía que quería atormentarlo, que ella le había hecho pelearse con su hijo, que escondía mil sospechas despreciables y que su propósito era el de amargarle la vida, después de lo cual la echó del despacho, añadiendo que lo mismo le daba que se fuera como que no. Dijo que no quería saber nada de su vida, previniéndole de que no se presentara jamás delante de su vista. El hecho de que no mandara llevársela a la fuerza — que era lo que temía la Princesa — la alegró; solamente recibió la orden de no presentarse ante él. Sabía que aquello quería decir que su padre estaba satisfecho, en el fondo, de que la Princesa no quisiera dejarlo.

Al día siguiente después de la marcha de Nikolutka, el viejo Príncipe, por la mañana, vistió su uniforme de gala, disponiéndose a visitar al generalísimo. El coche se hallaba al pie de la puerta. La princesa Maria viole salir con todas sus condecoraciones y pasar, en el jardín, revista a todos sus siervos armados. La princesa María sentábase cerca de la ventana, pudiendo oír la voz de su padre, que resonaba en el jardín. De repente, algunas personas, con el rostro descompuesto por el espanto, corrieron por el sendero.

La princesa María salió a la puerta, yéndose hacia aquella parte del jardín. Una gran cantidad de campesinos dirigíase hacia ella, llevando entre algunos, en medio de ellos, al viejecito con su uniforme cubierto de condecoraciones. A causa del juego de luces entre las copas de los tilos, no podía darse cuenta del cambio de las caras. Sólo vio una cosa: que la expresión habitual del rostro del viejo Príncipe, severa y resuelta, había sido sustituida por otra de timidez y docilidad.

Al percibir a su hija, movió los labios débilmente.

Nadie supo comprender lo que quería. Lo levantaron en brazos y entre dos le llevaron a su despacho. Allí lo dejaron sobre aquel diván que tanto miedo le causaba de un tiempo a esta parte.

El doctor, llamado aprisa y corriendo, aquella misma noche le hizo una sangría y declaró que el Príncipe estaba paralizado del costado derecho. Quedarse en Lisia—Gori hacíase más peligroso cada vez, por lo que el viejo Príncipe fue al día siguiente trasladado a Bogutcharovo. El médico los acompañó.

Cuando llegaron a Bogutcharovo, Desalles y el pequeño Príncipe habían ya marchado hacia Moscú. El viejo Príncipe, siempre en el mismo estado, ni mejor ni peor, pasó tres semanas en Bogutcharovo, echado, en la nueva casa construida por el príncipe Andrés. El viejo Principe había perdido el conocimiento. Yacía como un cadáver mutilado. Murmuraba continuamente algo, moviendo las cejas y los labios, pero era imposible saber si comprendía a los que le rodeaban. Sólo una cosa era segura: que padecía y que deseaba decir algo. ¿Pero qué? Nadie podía adivinarlo. ¿Era el capricho de un enfermo o de un loco? ¿Se trataba de asuntos generales o de la familia? El medico decía que la inquietud que expresaba no quería decir nada, ya que la causa era física; la princesa María, sin embargo, pensaba — y el hecho de que su presencia aumentara siempre el malestar del Principe la confirmaba en su opinión — que quería decirle algo.

Estaba muy claro que padecía física y moralmente. No existían esperanzas de poderle salvar. No se podía pensar tampoco en transportarlo a otra parte. ¿Qué harían si se moría por el camino? «Valdría más que terminara de una vez», pensaba a veces la princesa María.

Pasaba el día y la noche a su lado; casi no dormía y, es espantoso decirlo, pero frecuentemente le observaba no con la esperanza de una mejoría, sino con el deseo de ver el indicio de su próximo fin.

Por raro que fuera para la Princesa confesarse este sentimiento, el caso es que lo experimentaba. Además, y lo que era peor para ella, desde la enfermedad de su padre se desvelaban en ella todos los deseos y las esperanzas personales que dormían en el fondo de su espíritu. Cosas que en muchos años no se le habían ocurrido: el pensamiento de una vida de libertad sin el miedo al padre, incluso la idea del amor y la posibilidad del goce de la familia, llenaban continuamente su imaginación como una diabólica tentación. Ella procuraba rechazarla, pero insistentemente se volvía a hacer la pregunta: después de «aquello», ¿qué vida haría? Eran tentaciones del demonio, y la princesa María sabía que su única arma contra «él» era la oración; se arrodillaba delante de los iconos, recitaba las palabras de las oraciones, pero no podía orar. Sentía que el otro mundo, el de la vida, el de la actividad difícil y libre, totalmente opuesto al mundo moral en que se había encerrado antes y en el que la oración era el mejor consuelo, se la llevaba. No podía ni orar ni llorar, y las penas de su vida la arrastraban. Quedarse en Bogutcharovo era peligroso. De todas partes se oía decir que los franceses adelantaban, y que en un pueblo a quince verstas de Bogutcharovo, una hacienda había sido saqueada por los merodeadores franceses.

El médico insistía en llevarse al Príncipe más lejos; el mariscal de la nobleza envió un funcionario a la princesa María para suplicarle que marchara, cuanto antes mejor. El inspector de policía, que había ido a Bogutcharovo, insistió en el mismo sentido, afirmando que los franceses estaban a cuarenta verstas, que por los pueblos circulaban proclamas francesas y que si la Princesa no marchaba antes del 15 con su padre él no respondería de nada. Continuamente tenía que dar órdenes — todos se dirigían a ella —, y la idea de que habían de marcharse la consumía todo el día.

La noche del 14 al 15, como de costumbre, la pasó en la habitación del Principe, sin desnudarse. Se despertó muchas veces, oyendo la respiración oprimida, el crujir de la cama y los pasos de Tikhon y del criado que cambiaban al enfermo de posición. Escuchó detrás de la puerta, pareciéndole que aquel día murmuraba más alto y se revolvía con mayor frecuencia. La princesa María no podía dormir, y frecuentemente se acercaba a la puerta, escuchaba, quería entrar, pero no se atrevía. Aunque no hablara, la princesa María sabía cuán desagradable era para el Principe cualquier expresión de temor con respecto a él. Observaba el disgusto con que se apartaba de la mirada que ella muy fijamente le dirigía, sin darse cuenta, y no ignoraba que su presencia en las altas horas de la noche le molestaba.

Nunca, sin embargo, le pareció tan doloroso el perderlo como ahora. Recordaba toda su vida con él, descubriendo en cada una de sus palabras y en cada uno de sus actos la expresión del amor que ella le había profesado. Entre sus recuerdos, las tentaciones del diablo, el pensamiento de «¿qué pasará después de su muerte y qué haré de mi vida libre?», se le presentaban a veces en su imaginación, pero los alejaba con horror. Por la mañana, el Príncipe se sosegó, durmiéndose ella.

Se despertó tarde. La claridad de su espíritu, que se le manifestó al despertarle, le demostraba qué era lo que la preocupaba con preferencia durante la enfermedad de su padre. Se despertó escuchando detrás de la puerta, y al oír el estertor se dijo que todo continuaba igual.

«Pero ¿qué variación puede haber? ¿Qué es lo que yo deseo? ¿Su muerte...?», exclamó horrorizada.

Se vistió, dijo sus oraciones y después salió al portal. Allí cerca se encontraban dos coches, todavía sin caballos, en los que iban colocando el equipaje.

La mañana era gris y tibia. La princesa María se paró en el portal; no cesaba de causarle horror su cobardía moral, mientras procuraba poner sus pensamientos en orden antes de entrar a ver a su padre. El doctor descendió la escalera y se le acercó.

— Hoy está algo mejor — díjole —, y yo la buscaba. Puede entenderse algo de lo que dice, pues tiene la cabeza más clara. Vamos, que la llama.

Al oír aquella noticia, el corazón de la princesa Maria empezó a latir tan fuertemente que su rostro palideció, debiendo apoyarse en la puerta para no caer. Verle, hablar con él, presentarse a sus ojos, cuando tenía el alma tan llena de tentaciones criminales, era para la Princesa un tormento a la vez alegre y terrible.

— Vamos — dijo el doctor.

La princesa María entró en la habitación, acercándose a la cama. El Príncipe se hallaba de espaldas. Sus manos, pequeñas, huesudas, surcadas de venas azules y sarmentosas, descansaban encima del cubrecama; tenía el ojo izquierdo fijo y claro; el derecho, extraviado; las cejas y los labios, inmóviles. Era delgadito, pequeño y miserable. Parecía que la cara se le hubiera secado o que sus rasgos se hubiesen encogido. La princesa María se le acercó, besándole la mano. La mano izquierda del Principe apretó tan fuerte la de ella, que se veía muy claro que hacía tiempo que la esperaba. Movió la mano y las cejas y los labios se contrajeron coléricamente.

Asustada, la Princesa le miraba, procurando adivinar qué quería. Cuando le cambiaron de posición, se le acercó tanto que veía su cara en el ojo izquierdo del Principe. Durante unos segundos estuvo calmado, sin mover los ojos. Los labios y la lengua se le agitaron, se oyeron algunos sonidos y se puso a hablar tímidamente mientras la miraba suplicante: evidentemente, temía que no le comprendiera.

La princesa María le miraba con atención concentrada. El cómico esfuerzo que hacía para mover la lengua obligó a la princesa María a bajar los ojos y reprimir penosamente el llanto que se le subía a la garganta. El Príncipe pronunció alguna cosa, repitiendo siempre la misma palabra. La Princesa no podía comprenderlo, pero procuraba adivinar lo que le decía, y repetía interrogativamente las palabras pronunciadas por él.

— ¡Ah, ah, ah! Uf..., uf... — repitió el Principe muchas veces.

Era imposible comprenderlo. El doctor creyó adivinarlo y, repitiendo las palabras, preguntó:

— ¿La Princesa está asustada?

El viejo movió la cabeza negativamente y repitió lo dicho anteriormente.

— El alma, el alma padece — adivinó y dijo la princesa María.

El viejo pareció afirmar, le cogió la mano y la estrechó contra su pecho como si le buscara un lugar a propósito.

— Siempre pienso en ti... Pensamientos — murmuró enseguida más claro y de un modo mucho más comprensible que antes, al saberse comprendido. La princesa María apoyó la cabeza en la mano de su padre, para esconder los suspiros y las lágrimas, y le acarició el cabello.

— Toda la noche te he llamado — pronunció el viejo.

— Si lo hubiera sabido... — dijo ella entre lágrimas —. No me atreví a entrar. — Él le estrechó la mano.

— ¿No has dormido?

— No, no he dormido — dijo moviendo negativamente la cabeza. Sometida involuntariamente a su padre, procuraba hablar igual que él, sobre todo con signos, fingiendo mover la lengua con esfuerzo.

—Hija mía... ¡Oh amiga mía...!

La princesa María no lo pudo entender, pero por la expresión de su rostro veíase que había pronunciado una palabra de ternura, acariciadora, que nunca había dicho: «¿Por qué no has venido?» «¡Yo que le deseaba la muerte!», pensó la princesa María.

Calló el Príncipe, y a poco:

— Gracias, hija mía..., amiga mía, por todo..., por... todo..., perdón..., María..., per... dona..., gracias — los ojos se le llenaron de lágrimas.

— Manda buscar a Andrutcha — dijo de pronto. Y al hacer esta petición, su rostro tímido, infantil y desconfiado, parecía indicar que él mismo sabía que su ruego no tenía sentido. Eso fue al menos lo que supuso la princesa María.

— He recibido una carta de él — respondió la Princesa.

Él la miró extrañado y con timidez.

—.¿Dónde está ahora?

—Está en el ejército, padre, en Smolensk.

El Príncipe calló durante un buen rato, quedando con los ojos cerrados. Enseguida, y como para responder a sus dudas y afirmar que lo había comprendido todo y que se acordaba, movió afirmativamente la cabeza y abrió los ojos.

— Sí — dijo claramente y con dulzura —. Rusia está perdida. ¡La han perdido! — y volvió a llorar, resbalando las lágrimas por sus mejillas.

La princesa María no pudo contenerse, echándose a llorar.

El Príncipe cerró de nuevo los ojos, cesando en su llanto; con la mano se señaló los ojos, y Tikhon, que le comprendió, le secó las lágrimas.

Después abrió los ojos; dijo alguna cosa, que en mucho rato nadie pudo comprender y que entendió por fin Tikhon, transmitiéndola. La princesa María buscaba el sentido de sus palabras en el orden de ideas de lo manifestado por el Príncipe unos minutos antes; se preguntaba si hablaba de Rusia, del príncipe Andrés, de ella, de su nieto o de la muerte, y por esto no pudo adivinar qué le decía.

— Ponte el vestido blanco; me gusta — le dijo el Príncipe.

Al oír estas palabras, la princesa María redobló su llanto: el doctor, cogiéndola por el brazo, la condujo a la habitación de la terraza, recomendándole calma y que se ocupara de los preparativos de la marcha.

Así que la princesa María salió de la habitación, el Príncipe empezó a hablar de su hijo, de la guerra y del Emperador; frunciendo el ceño airadamente, gritó con su ronca voz de otros días, y tuvo el segundo y último ataque.

La princesa María quedóse en la terraza. El día había sido claro, soleado y caliente. Ella no podía comprender, sentir ni pensar. Estaba completamente absorbida por el apasionado cariño de su padre. Afecto que le parecía haber ignorado hasta entonces. Corrió al jardín y llorando huyó hacia el estanque por el camino de los tilos jóvenes, plantados por el príncipe Andrés.

— ¡Sí..., soy yo..., yo..., quien le deseaba la muerte! Sí, he deseado que muriera enseguida..., he deseado apartarlo de mi vida..., y ¿qué será de mí? ¿Cómo podré tranquilizarme cuando él no exista? — murmuró en alta voz mientras andaba a grandes pasos por el jardín, apretándose con las manos su pecho sollozante.

Después de dar otra vuelta que la llevó a la casa, se dio cuenta de la señorita Bourienne — que se había quedado en Bogutcharovo — y de un desconocido que le salieron al paso. Era el mariscal de la nobleza, que iba a visitar a la Princesa para hacerle presente la necesidad de marchar rápidamente. La princesa María los escuchaba sin comprender lo que le decía. Hizo entrar al mariscal en la casa y ofrecióle desayuno, sentándose junto a él; enseguida, excusándose, se acercó a la puerta de la habitación de su padre. El doctor salía muy descompuesto y prohibióle entrar.

— ¡Márchese, Princesa, márchese!

La princesa María volvió al jardín y, cerca del estanque, en un sitio solitario, se sentó en la hierba. No supo exactamente el tiempo que allí estuvo.

Los pasos de una mujer que corría por el camino la volvieron en sí. Se levantó, viendo a Duniatcha, su camarera, que a no dudar la buscaba, y de pronto, y como asustándose a la vista de su señorita, se paró.

— Por favor, Princesa..., el Príncipe — dijo Duniatcha con voz temblorosa.

— Voy enseguida — dijo apresuradamente la Princesa, sin dar tiempo a Duniatcha para que terminara de hablar. Y corrió a la casa.

—Princesa, Dios lo ha querido. Tiene que estar dispuesta a todo — dijo el mariscal de la nobleza deteniéndola ante la puerta.

— ¡Déjeme! ¡No, no es verdad! — contestó con aspereza. El doctor quiso detenerla, pero ella le empujó corriendo hacia la puerta.«¿Por qué me detienen estos hombres tan asustados? No necesito a nadie. ¿Qué hacen aquí?» Abrió la puerta, y la luz clara del día en aquella habitación antes tan oscura la asustó. Encontrábanse allí mujeres y criadas. Todas se apartaron, abriéndole paso. Él estaba igualmente tendido sobre la cama, pero la severidad de su rostro detuvo a la Princesa en el umbral.

— ¡No..., no ha muerto..., no es posible! — dijo la princesa María al acercarse. Y, dominando el horror que la poseía, posó los labios sobre su mejilla, pero enseguida retrocedió. Espontáneamente, toda la ternura que en su interior sentía por él desapareció, dando lugar a un sentimiento de horror por el que allí yacía. «¡Ya no está! ¡Ya no está! ¡Ya no está! ¡Y aquí, en el sitio donde se hallaba, queda algo extraño, hostil, un misterio terrible, espantoso y repugnante!» Y, escondiendo la cara entre las manos, la princesa María cayó en los brazos del doctor, que la sostuvo.

En presencia de Tikhon y del doctor, las mujeres lavaron el cuerpo, le ataron un pañuelo en torno a la cabeza, para que se le cerrara la boca, atándole además otro alrededor de las piernas, que se le separaban; enseguida vistiéronle el uniforme con las condecoraciones, dejando encima del catafalco un pequeño cadáver descarnado. Dios sabe quién cuidaría de todo; parecía que se hacía solo. Al atardecer se encendieron cirios alrededor del ataúd, cubierto de un paño mortuorio: por el suelo esparcieron espliego; una oración impresa fue colocada en la cabecera del ataúd, mientras en un rincón un chantre recitaba los salmos.

Igual que los caballos que se encabritan y tiemblan al ver un caballo muerto, en el salón, alrededor del féretro, se apiñaban forasteros, familiares, el mariscal de la nobleza, el stárosta del pueblo, mujeres y siervos; todos con los ojos fijos y asustados se persignaban, hablando bajo y besando la mano fría e inerte del viejo Príncipe.

VI

Bogutcharovo, antes de la instalación del príncipe Andrés, era una propiedad casi abandonada, teniendo los siervos de aquel pueblo un carácter muy distinto de los de Lisia—Gori, de los que se distinguían incluso en el modo de hablar, en el vestir y en las costumbres.

Decían que eran campesinos de las estepas. El viejo Príncipe los elogiaba por su asiduidad en el trabajo cuando iban a Lisia—Gori a ayudar en la cosecha o a cavar fosos y estanques, pero no le eran simpáticos debido a ser tan retraídos.

La última estancia del príncipe Andrés en Bogutcharovo, a pesar de sus innovaciones — hospitales, escuelas y reducción de censos—, no había civilizado las costumbres de aquella gente, sino que, al contrario, había acentuado aquel rasgo de su carácter que el viejo Príncipe llamaba salvaje.

Alpatich, al llegar a Bogutcharovo poco antes de la muerte del viejo Príncipe, había observado que se producía un movimiento en el pueblo y que, contrariamente a lo que ocurría a sesenta verstas alrededor de Lisia—Gori, donde los campesinos huían abandonando a los cosacos sus pueblos para que los saquearan, en las estepas de Bogutcharovo los siervos estaban en relación con los franceses, que recibían papeles que circulaban entre ellos.

Por fin, y esto era lo más importante, Alpatich sabía que el mismo día que él había ordenado al stárosta que reuniera los carros para llevarse el equipaje de la Princesa aquella misma mañana, los campesinos se habían reunido, decidiendo no moverse y esperar. Entre tanto, el tiempo apremiaba. El día de la muerte del Príncipe, 15 de agosto, el mariscal de la nobleza insistió en que la Princesa partiera inmediatamente. Ahora existía ya peligro y, pasado el día 16, no podría responder de nada. Él se marchó el mismo día de la muerte del Príncipe, prometiendo volver al siguiente para los funerales. Pero no pudo cumplir su promesa, porque, según las noticias que se acababan de recibir, los franceses, inesperadamente, avanzaban, y él, con mucha dificultad, tuvo el tiempo justo para llevarse consigo a su familia y las cosas de más valor que tenía en su finca.

Por la tarde, los carros no estaban prestos. En el pueblo, cerca de la taberna, se había celebrado una asamblea, en la que habían decidido soltar a los caballos en el bosque y no entregar los carros. Alpatich, sin decir una palabra a la Princesa, mandó descargar sus bagajes, que llegaban de Lisia—Gori, cogiendo los caballos para su coche para irse a ver a las autoridades.

VII

El 17 de agosto, Rostov e Ilin, acompañados de Lavruchka y de un húsar y un ordenanza, salieron a caballo a pasear por las afueras del campamento de Iankovo, instalado a quince verstas de Bogutcharovo, para probar el nuevo caballo adquirido por Ilin e informarse si se encontraba heno en aquellos pueblos.

Hacía tres días que Bogutcharovo se encontraba entre los dos ejércitos enemigos, de modo que la retaguardia rusa podía ir con la misma facilidad que la vanguardia francesa; por eso Rostov, comandante muy atento a las necesidades de su escuadrón, quería aprovecharse antes de que los franceses se llevaran las provisiones que hubieran quedado.

Rostov e Ilin dirigíanse a Bogutcharovo de muy buen humor, porque esperaban encontrar servicio esmerado y guapas muchachas en la hacienda del Príncipe. Entreteníanse a veces en interrogar a Lavruchka, y se reían de lo que les contaba. O se divertían en pasar el uno delante del otro para probar el caballo de Ilin.

Rostov ignoraba que el pueblo a que se dirigían pertenecía a Bolkonski, que había sido prometido de su hermana. Rostov e Ilin pusieron a galope por última vez sus caballos, y se encontraron a unos pasos de Bogutcharovo. Rostov, adelantándose a Ilin, entró el primero en el pueblo.

— Me has adelantado — dijo Ilin muy sofocado.

— Sí, yo siempre llego primero, lo mismo en el campamento que aquí — replicó Rostov mientras acariciaba su caballo del Don.

— Yo, Excelencia, monto un caballo francés — dijo detrás de ellos Lavruchka, calificando de caballo francés a la mula que montaba —. Podría haber llegado el primero,, pero no os he querido avergonzar.

Al paso, se acercaron a la granja, cerca de la cual hallábase una multitud de siervos. Algunos se descubrieron a su paso y otros los miraban, sin descubrirse. Dos campesinos viejos, altos, de cara arrugada, con ralas barbas, salieron de la taberna y se acercaron a los oficiales, balanceándose mientras cantaban y reían.

— ¡Vaya tíos! ¿Tenéis heno? — preguntó sonriendo Rostov.

— ¡Cómo se parecen...! — observó Ilin.

— «La... ale... gre... conver... sación» — cantaba uno con beatífica sonrisa.

Un campesino se destacó de la multitud y se acercó a Rostov.

— ¿Quiénes sois? — preguntó.

— Franceses — respondió riendo Ilin —. Aquí tienes a Napoleón en persona — añadió señalando a Lavruchka.

— ¿Sois rusos, pues? — preguntó de nuevo el campesino.

— ¿Habéis venido muchos? — preguntó otro campesino pequeño acercándoseles.

— Muchos, muchos — replicó Rostov —, pero ¿qué hacéis aquí reunidos? ¿Celebráis alguna fiesta?

— Son los viejos que se reúnen por causa del mir — respondieron los campesinos mientras se alejaban.

En aquel momento, dos mujeres y un hombre con blanco gorro salían de la señorial casa en dirección a los oficiales.

—La que va de color de rosa es para mí, no me la quitéis — dijo Ilin por Duniatcha, que se le acercaba corriendo.

— Será para nosotros — dijo Lavruchka a Ilin guiñándole el ojo.

— ¿Qué hay de nuevo, preciosa? — dijo Ilin sonriente.

— La Princesa ha ordenado que os preguntáramos de qué regimiento sois y cómo os llamáis.

— Conde Rostov, comandante de escuadrón y servidor vuestro.

— «Con... con... versa... ción» — cantaban los borrachos campesinos, sonriendo al mirar a Ilin que hablaba con la muchacha.

Detrás de Duniatcha, Alpatich se acercó a Rostov, descubriéndose de lejos.

— ¿Puedo molestar un momento a Su Señoría? — dijo con respeto pero también con negligencia, viendo la juventud del oficial y poniéndose la mano en el bolsillo —. Mi señora, la hija del general jefe príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, muerto el día 15 de este mes, se encuentra ante serias dificultades a causa de la ignorancia de esta gente — y señaló a los campesinos —, y espera que os dignéis... ¿Queréis retroceder un poco, por favor? — dijo Alpatich con triste sonrisa —; no es muy agradable hablar delante de... —Alpatich señaló con los ojos a dos campesinos que rondaban tras ellos, como los tábanos alrededor de los caballos.

— ¡Eh, Alpatich! ¡Eh, Iakob Alpatich...! Ya está bien eso... — dijeron los campesinos con sonrisa alegre.

Rostov miró al borracho, sonriéndose también.

— ¿Por ventura esto divierte a Vuestra Excelencia? —dijo Iakob Alpatich con cara seria mientras señalaba con la mano que tenía libre a los dos viejos.

—No, aquí no hay nada divertido—dijo Rostov, y retrocedió —. ¿De qué se trata?

— Si Vuestra Excelencia me lo permite, me atreveré a explicarle que la gente grosera de este lugar no quiere dejar salir a su señora y amenaza con desenganchar los caballos, de modo que están los equipajes a punto, sin que Su Excelencia pueda marchar.

— No puede ser — exclamó Rostov.

— Os digo la verdad, la pura verdad — confirmó Alpatich.

Rostov descendió del caballo, que entregó a su ordenanza, y con Alpatich se dirigió a pie a la casa, mientras le pedía detalles. Efectivamente, la proposición de dar trigo a los campesinos, hecha el día anterior por la Princesa, estropeó la situación. Por la mañana, cuando la Princesa ordenó enganchar para emprender la marcha, los campesinos salieron todos juntos y cerca de la granja advirtiéronle que no la dejarían salir del pueblo, «que existía la orden de que nadie saliera», para lo cual desengancharían los caballos. Alpatich habíales amonestado, pero le respondieron — el que más hablaba era Karp; Drone no salía de la muchedumbre — que no podían dejar marchar a la Princesa, y que respecto a este punto existía una orden, y que si la Princesa se quedaba, la servirían y la obedecerían en todo y para todo igual que antes.

Mientras Rostov e Ilin galopaban por la carretera, la princesa María, a pesar de los ruegos de Alpatich, de la criada vieja y de las camareras, daba orden de enganchar, pues quería salir. Pero al darse cuenta de los caballos que galopaban — los había tomado por franceses —, los postillones negáronse a partir y la casa se llenó de lamentos de mujer.

— ¡Padre, padrecito!.¿Es Dios quien os envía? — decían las voces mientras Rostov atravesaba el patio.

La princesa María, asustada y sin fuerzas, estaba sentada en el salón cuando Rostov fue introducido. No comprendía quién era ni por qué estaba allí ni qué pasaría. Al observar su rostro ruso y al reconocer desde el primer momento y desde las primeras palabras que tenía delante a un hombre de su mundo, le miró con mirada profunda, resplandeciente, empezando a hablar con voz entrecortada y temblorosa por la emoción. Rostov vio enseguida algo romántico en aquella presentación. Una muchacha sin defensa, aplastada por el dolor, sola y abandonada en las manos de groseros campesinos revolucionarios. «¿Qué extraño azar me ha traído aquí? ¡Y qué dulzura, qué nobleza hay en su cara y en su expresión!», pensaba Rostov mientras la miraba y oía su tímido relato.

Cuando empezó a decir que todo había ocurrido al día siguiente de la muerte de su padre, se le quebró la voz en un sollozo, volvióse y enseguida, como si temiera que Rostov tomara a mal sus palabras o las interpretara como un ardid para enternecerlo, le miró, interrogadora y temerosamente. Rostov tenía las lágrimas en los ojos. La princesa María dióse cuenta, mirando a Rostov con agradecimiento, con aquellos ojos resplandecientes que hacían olvidar la fealdad de su rostro.

— No puedo expresaros, Princesa, la satisfacción que siento por haber venido por casualidad aquí y poderme poner por entero a vuestra disposición — dijo Rostov levantándose —. Marchad si así os place, yo os respondo por mi honor que nadie se atreverá a inquietaros con sólo permitirme que os acompañe. — Y saludándola con respeto, igual como se saluda a las damas de sangre real, se dirigió a la puerta. Por su tono, Rostov parecía querer demostrar que aunque consideraba como una suerte el conocer a la Princesa, no quería aprovecharse de su desgracia para relacionarse con ella.

La princesa María comprendió aquel gesto y lo agradeció.

— Os estoy muy reconocida — díjole en francés.

De pronto la Princesa se echó a llorar.

— Dispensadme — dijo.

Rostov enarcó las cejas y saludó otra vez profundamente al salir de la habitación.

VIII

Que amable es! ¡Si supieras! ¡Una delicia! Es mi rubia y se llama Duniatcha.

Pero Ilin, al mirar la cara de Rostov, callóse. Veía que su héroe, el Comandante, se hallaba en una disposición de espíritu bien diferente a la que él se encontraba.

Rostov miró a Ilin con mala cara y sin responderle se dirigió al pueblo a paso largo.

«¡Ya les enseñaré yo! ¡Ya los meteré en cintura, bandidos!», se decía.

Alpatich, corriendo cuanto le era posible, acercóse a Rostov.

— ¿Qué determinación os habéis dignado tomar? — preguntó.

Rostov se paró y cerrando los puños con gesto amenazador dirigióse bruscamente a Alpatich.

— ¿Determinación? ¿Qué determinación? ¡Viejo imbécil! — le gritó —. ¿A qué aguardas? ¿La gente se subleva y no sabes arreglarlo? Eres un traidor como ellos. Ya os conozco. Os arrancaré la piel a todos...

Después, como si temiera gastar inútilmente su energía, dejó a Alpatich, echando por el camino más rápido. Alpatich, ahogando su íntimo sentimiento por la ofensa, le seguía resoplando, mientras le comunicaba sus consideraciones. Le explicaba que los siervos vivían en plena ignorancia y que era imprudente el contradecirlos sin contar con un destacamento militar, por lo que sería mucho mejor ir a buscar tropas.

— ¡Ya les daré yo tropas! ¡Ya les contradeciré! — decía estúpidamente Nicolás, ahogándose en su insensata cólera animal y por la necesidad de buscar una salida a aquella cólera. Sin pensar en lo que debía hacer, se acercaba a la multitud inconscientemente, resuelto y muy deprisa. Cuanto más adelantaba, más convencido quedaba Alpatich de que era un acto irreflexivo del que no podía resultar nada bueno. Los siervos, al ver su aire resuelto, firme, y su cara contraída, pensaban lo mismo.

— ¡Y ahora oídme todos! — dijo Rostov dirigiéndose a los campesinos—. Marchaos a vuestras— casas; no quiero ni oíros la voz.

—Lo veis. ¡Nosotros no hicimos ningún daño! Esto ha sido una tontería y nada más... Una idiotez... Ya os lo decía que la orden no era ésta... — decían voces que se increpaban mutuamente.

— ¿Lo veis...? Ya os lo había dicho... ¡Esto no está bien, hijos míos!—dijo Alpatich reintegrándose a sus funciones.

— Nosotros tenemos la culpa, Iakob Alpatich — respondieron las voces. Y enseguida la multitud se dispersó por el pueblo.

Al cabo de dos horas, los carros hallábanse en el patio de la casa de Bogutcharovo y los siervos cargaban los equipajes de los señores con animación.

Rostov, para no molestar a la Princesa, no fue a su casa, sino que se quedó en el pueblo, aguardando la marcha. Cuando vio que los carruajes de la Princesa salían, montó a caballo y acompañó a la Princesa hasta la carretera ocupada por las tropas rusas, hasta doce verstas de Bogutcharovo.

— ¡Oh, no tiene importancia! — respondió muy sofocado al expresarle la Princesa su agradecimiento por su salvación (así denominaba ella su acción) —. Cualquier policía hubiera hecho lo mismo. Si sólo tuviéramos que hacer la guerra contra los campesinos, no dejaríamos al enemigo tan atrás — dijo como si se avergonzara de algo y quisiera cambiar de conversación —. Estoy muy contento por haber tenido ocasión de conocerla. Hasta la vista, Princesa; le deseo buena suerte y consuelo; espero poderla encontrar en circunstancias más felices. Si no quiere avergonzarme le ruego que no me dé las gracias.

Pero si la Princesa no le dio las gracias con palabras, se las dio con toda la expresión de su cara iluminada por el agradecimiento y la ternura. No podía creerle cuando le decía que no tenía nada que agradecer. Al contrario, para ella era indiscutible que sin él hubiera muerto seguramente a manos de los revoltosos o de los franceses, y que «él», para salvarla, se había expuesto a peligros ciertos y terribles, además de que era un hombre de alma elevada y noble que había sabido comprender su situación y su pena. Sus ojos buenos y honrados, con las lágrimas que en ellos aparecían cuando ella le hablaba, no se apartaban de su imaginación.

Cuando le hubo dicho adiós y se encontró sola, sintió de pronto sus ojos llenos de lágrimas, y entonces, por primera vez, se le ocurrió esta rara pregunta: «¿Por ventura me he enamorado de él?» Por la carretera, más cerca de Moscú, a pesar de no ser la situación de la Princesa muy divertida, Duniatcha, que viajaba en el coche con ella, observó que muchas veces la Princesa sacaba la cabeza por la ventanilla, sonriéndole con sonrisa gozosa y triste.

«¿Y si me hubiera enamorado?», pensó la princesa María. Por vergüenza que le causara el confesarse que era ella la primera en enamorarse de un hombre que quizá no la amaría jamás, se consoló con el pensamiento de que nadie lo sabría nunca y de que no sería culpable si, sin decirlo a nadie, hasta el final de su vida amaba a alguien por primera y última vez.

«Y tenía que venir a Bogutcharovo precisamente en este instante, y su hermana tenía que rechazar al príncipe Andrés», pensaba la princesa María, viendo en todo ello la voluntad de la Providencia.

La impresión que la princesa María causó a Rostov fue muy agradable. Cuando la recordaba se sentía alegre, y cuando los compañeros, al tener conocimiento de la aventura que le había ocurrido en Bogutcharovo, bromeaban diciéndole que había ido por heno y había vuelto con la heredera más rica de Rusia, Rostov se disgustó. Se disgustó precisamente porque la idea del matrimonio con la dulce, agradable y riquísima princesa María, a pesar suyo, se le había ocurrido muchas veces. Nicolás no podía desear una mujer mejor que la princesa María. Su boda con ella sería la felicidad de la Condesa, su madre, y reharía los negocios de su padre y hasta — Nicolás lo veía claro — sería la felicidad de la princesa María.

Pero ¿y Sonia? ¿Y la palabra dada? Y Rostov se enfadaba cuando, en broma, le hablaban de la princesa Bolkonski.

IX

Kutuzov, que había aceptado el mando de los ejércitos, recordó al príncipe Andrés y le ordenó presentarse en el Cuartel General.

El príncipe Andrés llegó a Tzarevo—Zaimistche precisamente cuando Kutuzov pasaba la primera revista a sus tropas. El príncipe Andrés se paró en el pueblo cerca de la casa del pope, donde se encontraba el coche del Generalísimo, y se sentó en un banco cerca de la puerta cochera, esperando al Serenísimo, como todos entonces le llamaban. En los campos que se extendían tras el pueblo, tan pronto se oían los acordes de las músicas militares como el rumor de una multitud de voces gritando «¡hurra!» al nuevo comandante en jefe.

Allí, cerca de la puerta cochera, a dos pasos del príncipe Andrés, dos asistentes, el ordenanza y el maitre d'hótel, aprovechaban la ausencia del Príncipe y el buen tiempo para poder charlar.

Un coronel de húsares, pequeño, moreno, con un bigote muy espeso y patillas muy pobladas, se acercó a caballo hacia la puerta y mirando al príncipe Andrés le preguntó si el Serenísimo había parado allí y si volvería pronto.

El príncipe Andrés respondió que él no pertenecía al Estado Mayor del Serenísimo y que hacía poco rato que había llegado. El coronel de húsares se dirigió a un asistente, y el asistente del comandante en jefe le respondió, con el menosprecio característico en los asistentes de los generalísimos cuando hablaban a los oficiales:

— ¿Qué? ¿El Serenísimo? Volverá pronto. ¿Qué queréis?

El coronel de húsares sonrióse por debajo de su bigote, por el tono del asistente, bajó del caballo, lo entregó al ordenanza y después, acercándose a Bolkonski, lo saludo ligeramente. Bolkonski le dejó sitio en el banco; el coronel se sentó a su lado.

— ¿También aguardáis al Generalísimo? — dijo el coronel de húsares —. Dicen que todo el mundo puede verle, ¡Dios sea loado! ¡En esos comedores de salchichas es un asco! Por algo Ermelov ha pedido ser promovido al ejercito alemán, ahora que los húsares tienen derecho a hablar. Además, el diablo sabe lo que han hecho hasta ahora. Retroceder, siempre retroceder. ¿Ha hecho usted la campaña?

— He tenido el placer — replicó el príncipe Andrés —no sólo de participar en la retirada, sino incluso de perder en esta retirada a un ser querido, sin hablar de mis bienes y la casa de mi linaje. Mi padre murió de pena. Soy de Smolensk.

— ¡Ah!. ¿es usted el príncipe Bolkonski? Celebro conocerle. El teniente Denisov, más conocido por el nombre de Vaska — dijo Denisov estrechando la mano del príncipe Andrés y mirándole con benévola expresión —. Sí, ya he oído hablar de usted — añadió con gesto compasivo, después de un corto silencio—. Esto es una guerra de escitas. ¡Todo está bien menos para los que lo pagan con la vida! ¡Ah! Entonces ¿es usted el príncipe Andrés Bolkonski?

Andrés inclinó la cabeza.

— Celebro veros, Príncipe, celebro de veras haberle conocido — repitió con una sonrisa triste, estrechándole de nuevo la mano.

Sonreía así al recordar los tiempos en que estuvo enamorado de Natacha. Pero enseguida pasó a lo que le preocupaba intensamente: el plan de campaña que había imaginado mientras hacía el servicio en la vanguardia durante la retirada. Había presentado ese plan a Barclay de Tolly, y ahora se proponía someterlo a Kutuzov. Su plan se basaba en el hecho de que la línea de operaciones de los franceses se había alargado demasiado y que antes que ellos, o al mismo tiempo que ellos maniobraban de frente, era preciso cerrar el camino a los franceses y atacar sus comunicaciones. Empezó a explicar su plan al príncipe Andrés.

—No se podrá defender toda esta línea, es imposible; yo doy mi palabra de romperla. Deme quinientos hombres y la romperé. Estoy convencido. ¡Sólo hay un sistema posible: las guerrillas!

Denisov se levantó y expuso, gesticulando, su plan a Bolkonski.

A media explicación llegaron del campo de revista gritos, mezclados y confundidos con la música y los cantos. El pueblo se llenó de ruidos, pasos y gritos.

— ¡Es él! — gritó un cosaco que se hallaba en la puerta de la casa.

Bolkonski y Denisov se acercaron a la puerta cochera, cerca de la cual se encontraba un pequeño grupo de soldados: la guardia de honor. Vieron que Kutuzov, montado en un caballo gris y de mediana altura, se acercaba por la calle. Un grupo de generales le acompañaba; Barclay estaba casi a su lado. Una multitud de oficiales corría detrás de él gritando«¡hurra!».

Delante de él, los ayudantes de campo entraron a galope en el patio. Kutuzov, picando espuelas impaciente al caballo, que andaba despacio bajo su enorme peso, y saludando continuamente, acercó su mano a la gorra de cuartel, redonda y sin visera. Al llegar cerca de la guardia de honor de bravos granaderos, la mayoría de los cuales ostentaban sus condecoraciones, que le daban escolta, durante un minuto, en silencio, los miró fijamente con una mirada obstinada y fija, volviéndose después hacia la multitud de generales y oficiales que le rodeaban.

De pronto, su cara tomó una expresión fija y encogió los hombros con gesto de extrañeza.

— ¡Retroceder, retroceder siempre con unos muchachotes así! — dijo —. ¡Vaya! Hasta la vista, general — añadió. Y, picando espuelas hacia la puerta, pasó por delante del príncipe Andrés y de Denisov.

— ¡Hurra, hurra, hurra! — gritaban detrás de él.

Desde que el príncipe Andrés le había visto por última vez, Kutuzov había engordado, haciéndose más pesado; pero su ojo perdido, su gesto, la impresión de fatiga y de su persona eran los mismos.

Llevaba la casaca — el látigo sostenido por una correa fina le atravesaba la espalda — y la gorra blanca de caballero de la guardia. Andaba columpiándose sobre el caballo.

Al entrar en el patio se puso a silbar. Su cara expresaba la alegría tranquila de un hombre que tiene intención de descansar después de una revista. Sacó el pie izquierdo del estribo e inclinándose y moviendo su cuerpo con esfuerzo se levantó de la silla con dificultad, apoyóse con las rodillas, tosió y bajó confiando en los brazos del cosaco ayudante de campo.

Se ajustó la ropa, dirigió la vista a su alrededor con los ojos medio entornados, miró al príncipe Andrés—evidentemente sin reconocerlo — y con su paso de oca entró en el portal. La impresión de la cara del príncipe Andrés no se unió al recuerdo de su persona sino al cabo de unos cuantos segundos, tal como es corriente en los viejos.

— ¡Ah! ¡Buenos días, Príncipe! ¡Buenos días, querido! Vamos...—dijo en un tono de fatiga mirando a su alrededor. Y subió pesadamente las escaleras, que crujían bajo su peso. Se desabrochó la levita y se sentó en el banco que se hallaba bajo el pórtico de la entrada —. ¿Y cómo está su padre?

— Ayer supe que había muerto — dijo brevemente el príncipe Andrés Kutuzov miró al príncipe Andrés con los ojos desmesuradamente abiertos y enseguida se descubrió, persignándose.

— ¡Que Dios le tenga en la gloria! ¡Que se haga su voluntad sobre todos nosotros. — Suspiró profundamente y se calló por el momento —. Le quería y le respetaba; lo compadezco con toda mi alma.

Abrazó al príncipe Andrés, le estrechó contra su robusto pecho, reteniéndole un rato en esta posición. Cuando le soltó, el príncipe Andrés vio que los gruesos labios de Kutuzov temblaban y que tenía los ojos llenos de lágrimas. Suspiró y apoyó las manos en el banco para levantarse — Vamos, vamos a casa y hablaremos — dijo.

En aquel momento, Denisov, que no se paraba ni ante los jefes ni ante el enemigo, a pesar de que los ayudantes de campo querían pararlo cerca del portal, subió resuelto la escalera haciendo tintinear sus espuelas. Kutuzov se puso a mirar a Denisov con mirada fatigada y con gesto de despecho, y con las manos apoyadas en el vientre repitió:

— ¿Por el bien de la patria? Y bien, ¿qué es esto? ¡Hable!

Denisov se sonrojó como un muchacho. Era extraño ver sonrojada aquella vieja cara, bigotuda y pecosa. Con decisión comenzó a exponer su plan para romper la línea enemiga de operaciones entre Smolensk y Viazma.

Denisov había vivido mucho tiempo en aquella región y la conocía bien. Su plan parecía indiscutiblemente bueno, sobre todo gracias a la fuerza y convicción con que lo exponía.

Kutuzov se miraba los pies y de vez en cuando echaba una mirada al patio de la vecina isba como si en aquel lugar aguardara alguna cosa desagradable. En efecto, de la isba que miraba mientras hablaba Denisov salió un general con una cartera bajo el brazo.

— ¿Cómo? ¿Ya estáis a punto? — preguntó Kutuzov en medio de la explicación que le hacía Denisov.

— Estoy a punto, Excelencia — dijo el general.

Kutuzov bajó la cabeza como si quisiera decir: «¡Cómo es posible que un hombre solo pueda hacer esto!», y continuó escuchando a Denisov.

— Doy mi palabra de honor de oficial de húsares que cortaré las comunicaciones a Napoleón — dijo Denisov.

—Kiril Andreievitch, el jefe de intendencia, ¿qué parentesco tiene contigo? — le interrumpió Kutuzov.

— Es mi tío, Alteza.

— ¡Ah! Así, pues, somos amigos — dijo alegremente Kutuzov —. Está bien, hombre, está bien; quédate aquí, en el Estado Mayor mañana hablaremos.

Y saludando con la cabeza a Denisov se volvió y recogió los papeles que le entregaba Konovnitzin.

— ¿Vuestra Alteza no se dignará entrar en la habitación? — dijo el general de servicio con tono de descontento —. Es necesario examinar los planos y firmar algunos documentos.

El ayudante de campo que salía por la puerta anunció que todo estaba preparado dentro. Pero, evidentemente, Kutuzov quería encontrar la habitación despejada. Hizo una mueca.

— Bueno, amigo, bueno, di que traigan la mesa. Lo estudiaremos aquí mismo. Tú quédate aquí — añadió dirigiéndose al príncipe Andrés.

X

Después de unos días de mal tiempo, el 25 mejoró, por lo que, después del almuerzo, Pedro partió de Moscú.

Por la noche, al cambiar de caballos en Perkhuchkovo, Pedro supo que aquella tarde se había librado una gran batalla. Decían que en Perkhuchkovo la tierra había temblado de los cañonazos. Pedro preguntó quién era el vencedor, pero nadie supo responderle; era la batalla de Schevardin, del 24. A primeras horas de la mañana, Pedro llegaba cerca de Mojaisk.

Todas las casas de Mojaisk estaban ocupadas por las tropas, y en el mesón donde Pedro encontró a su lacayo y a su cochero no había sitio: los oficiales lo ocupaban todo.

A partir de Mojaisk se encontraban tropas por todas partes: cosacos, soldados de infantería, de caballería, furgones, cajas, cañones... Pedro se apresuró y cuanto más se alejaba de Moscú, más se sumergía en este mar de tropas, más se sentía invadido por una extraña inquietud y por un sentimiento de alegría desconocido para él.

El 24, la batalla se había entablado en el reducto Schevardin; el 25, las tropas no dispararon un tiro; el 26 se había librado la batalla de Borodino.

En la mañana del 25, Pedro partió de Mojaisk para Tatarinovo. A mano derecha del collado que va hacia la ciudad delante de la catedral, situada en la cima, Pedro, cuando la campana anunciaba el oficio, bajó del coche y echó a andar. Detrás de él descendía un regimiento de caballería con cantores delante; los postillones y los campesinos corrían de un lado a otro azotando a los caballos, gritando cerca de ellos. Las carretas, en cada una de las cuales iban echados y sentados tres o cuatro soldados heridos, saltaban por las piedras que tapizaban el suelo de la rápida cuesta. Los heridos, vendados, pálidos, con los labios cerrados, las cejas hirsutas, se cogían a los barandales mientras chocaban los unos contra los otros dentro de las carretas. Casi todos, con una curiosidad infantil e inocente, miraban el frac verde y la gorra blanca de Pedro. El cochero de Pedro gritaba con violencia para que los convoyes de heridos se apartaran. El regimiento de caballería que descendía de la montaña cantando cerró el paso al coche de Pedro. Éste se detuvo en el margen del camino. El sol no había penetrado hasta aquel camino profundo, en el que hacía frío y humedad. Por encima de la cabeza de Pedro brillaba una clara mañana de agosto y se sentía un alegre campanilleo. Una carreta de heridos se detuvo cerca de Pedro. El postillón, un campesino con lapti,corrió resoplando hacia el carro, puso una piedra bajo las ruedas de atrás y empezó a arreglar la guarnición del caballo.

Un viejo soldado herido, con el brazo vendado, que andaba al lado de la carreta, cogióle la mano, volviéndose hacia Pedro.

— ¿Nos arrastraréis hasta Moscú? — preguntó.

Pedro, de tan pensativo como estaba, no entendió la pregunta; tan pronto miraba al regimiento de caballería, que en aquel momento se cruzaba con el convoy de heridos, como a la carreta que tenía cerca, en la que iban dos heridos sentados y uno echado, y le pareció que allí, en presencia de aquellos heridos, se encontraba la solución que buscaba. Uno de los soldados sentado en la carreta estaba herido, probablemente en la mejilla; tenía la cabeza vendada con jirones de tela; una de sus mejillas estaba tan hinchada que parecía una cabeza de niño; la boca y la nariz se le habían torcido. El soldado miró a la iglesia y se persignó. El otro, un muchacho joven — un recluta —, rubio y blanco, miró a Pedro con una bondadosa sonrisa, acartonada, que se destacaba en una cara fina completamente exangüe. Los cantores del regimiento de caballería pasaban a la altura de la carreta. Cantaban una canción de soldados. Como respondiéndoles, pero con otro género de alegría, los rayos tibios del sol acariciaban la cima opuesta de la montaña. Abajo, al pie, cerca de la carreta de los heridos y del caballito voluntarioso, parado junto al coche, había mucha humedad y tristeza.

El soldado de la mejilla hinchada miraba colérico a los cantores.

— ¡Oh! ¡Qué presumidos! — dijo con desdén.

— Hoy no han tenido bastante con los soldados y también han cogido a los campesinos. ¡Hasta a los campesinos...! También los cazan..., hoy todos somos iguales. Quieren lanzar a todo el pueblo. ¡Quieren acabar de una vez! — dijo con una sonrisa triste, dirigiéndose a Pedro, el soldado que iba dentro de la carreta.

A pesar de la oscuridad de las palabras del soldado, Pedro comprendió todo lo que quería decir e inclinó la cabeza en señal de aprobación.

La carretera quedó libre. Pedro descendió y se fue un poco más lejos. Miró a los dos soldados del camino, buscando una cara conocida, pero no encontraba más que rostros desconocidos de militares de diversos regimientos, que miraban con extrañeza su gorra blanca y su frac verde. Después de haber recorrido cuatro verstas encontró a un conocido al que interpeló con alegría. Era uno de los médicos en jefe del ejército e iba en un cabriolé; seguía un camino distinto al de Pedro; a su lado iba un médico joven. Al reconocer a Pedro, mandó parar al cosaco que iba en el asiento del cochero.

— ¡Conde! ¡Excelencia! ¿Cómo se encuentra usted aquí? — preguntó el doctor.

— Nada, he querido ver...

— Sí, sí, ya le aseguro yo que hay muchas cosas por ver.

Pedro descendió y se puso a hablar con el doctor, explicándole su propósito de participar en la batalla.

— ¿Por qué quiere encontrarse Dios sabe dónde, en un lugar desconocido, durante la batalla? — dijo cambiando una mirada con su joven compañero —. Además, el Serenísimo le conoce y le recibirá con mucho gusto. Créame, hágalo así, querido.

El doctor parecía cansado y nervioso.

— Así, pues, piensa... ¡Ah! También quisiera preguntarle dónde se encuentra exactamente la posición — dijo Pedro.

— ¿La posición? Esto no es de mi especialidad. Pase por el pueblo de Tatarinovo, allá preparan algo, y suba al collado, desde allí se ve todo — dijo el doctor.

— ¿De veras? Si usted...

Pero el doctor le interrumpió y se acercó al cabriolé.

—De buena gana le acompañaría, pero le juro que estoy hasta aquí — el doctor señalaba su cuello —. Voy corriendo al comandante del cuerpo. Lo hemos arreglado como hemos podido. ¿Sabe usted, Conde? La batalla está decidida para mañana, y por cien mil hombres hay que calcular por lo menos unos veinte mil heridos, y no tenemos literas, ni camas de campaña, ni médicos ni para seis mil. Tenemos diez carretas, pero no es esto sólo lo que se necesita, y ahí queda eso, arréglate como puedas...

Este pensamiento extrañó a Pedro: entre aquellos millares de hombres vivos y sanos, jóvenes y viejos, a los que causaba una alegre admiración su gorra, había seguramente unos veinte mil destinados a ser heridos o a morir — quién sabe si aquellos mismos que veía —; este pensamiento le aplastó: «Quizá mueran mañana. ¿Por qué piensan en otras cosas que en la muerte?» Y de pronto, por una asociación misteriosa de ideas, se representó vivamente la salida de Mojaisk, la carreta con los heridos, la campana, los rayos inclinados del sol, las canciones de los de caballería. «Los jinetes van a la batalla, encuentran heridos y no piensan ni por un instante lo que les espera, y echan adelante mientras guiñan el ojo a los heridos. Y de todos estos hombres, veinte mil están destinados a la muerte, y a pesar de ello se preocupan de mi gorra. ¡Qué extraordinario!, pensaba Pedro dirigiéndose al pueblo de Tatarinovo.

Cerca de la casa señorial, a izquierda del camino, se encontraban coches, carros y una multitud de asistentes y centinelas. El cuartel del Serenísimo se hallaba allí. Pero cuando Pedro llegó casi no había nadie del Estado Mayor. Todos estaban en el oficio de acción de gracias. Pedro marchó más lejos, en dirección a Gorki. Después de subir una cuesta, al entrar en una calleja del pueblo, Pedro se dio cuenta por primera vez de los campesinos milicianos, con sus gorras y camisas blancas, que, hablando y gritando animados y sudorosos, trabajaban a la derecha del camino, en un inmenso reducto cubierto de hierba. Los unos cavaban con azadones, los otros se llevaban la tierra sobrante sobre unas tablas y los otros no hacían nada.

Dos oficiales daban órdenes. Al ver a aquellos campesinos que el nuevo estado militar animaba, Pedro se acordó otra vez de los heridos de Mojaisk y comprendió lo que quería decir el soldado cuando le dijo «que querían lanzar a todo el pueblo». La vista de aquellos campesinos barbudos, que trabajaban en el campo de batalla, pesados, con botas que no eran de su pie, con los cuerpos bañados de sudor, con las camisas abiertas, por las cuales se veían los huesos de las clavículas, impresionó más vivamente a Pedro que todo lo que había visto y sentido hasta entonces respecto a la solemnidad e importancia del instante presente,

XI

Pedro descendió de su coche y subió a un collado desde el que se veía el campo de batalla.

Eran las once de la mañana. El sol, un poco a la izquierda por detrás de Pedro, a través del aire puro y suave, iluminaba vivamente un enorme panorama, que se abría como un anfiteatro ante su vista.

Encima y a la izquierda, rompiendo aquel anfiteatro, pasaba la carretera de Smolensk, que atravesaba el pueblo de la iglesia blanca, que se hallaba exactamente debajo, a unos quinientos pasos delante del collado; era Borodino. La carretera, más allá del pueblo, atravesaba un puente y, serpenteando cada vez más, seguía hacia el pueblo de Valluievo, que se percibía a la distancia de unas seis verstas. Napoleón se encontraba allí. Detrás de Valluievo, la carretera desaparecía en el bosque que se veía amarillear en el horizonte. En aquel bosque de abetos, a la derecha de la carretera, brillaba al sol la cruz lejana y el campanario del convento de Kolotzki. Entre toda aquella lejanía azulada a derecha e izquierda del bosque y de la carretera, en diversos lugares, se veían las hogueras humeantes y las masas imprecisas de las tropas rusas y las del enemigo. A la derecha, a lo largo de los ríos Kolotcha y Moscova, el país estaba lleno de cavernas y era muy accidentado. Lejos, en uno de los valles, se divisaban los pueblos de Bezubovo y Zakharino. Por la izquierda, el terreno era más regular, con campos de trigo; se veía el pueblo de Semeonovskoie.

Todo lo que Pedro veía tanto a derecha como a izquierda era tan impreciso que en ningún sitio encontraba algo para satisfacer su imaginación. En ninguna parte descubría aquel campo de batalla que esperaba encontrar; sólo veía campos, llanuras, tropas, bosques, cortijos, hogueras, pueblos, collados, torrentes, y Pedro, por más que mirara, no podía descubrir en aquel paisaje la posición y tampoco podía distinguir las tropas rusas de las del enemigo.

«He de informarme con alguien que entienda», pensó y se dirigió a un oficial que miraba curioso su enorme persona, tan poco marcial.

— ¿Quiere usted hacerme el favor de decirme qué pueblo es aquel de allá abajo, enfrente de nosotros?

— Burdino, ¿no? — dijo el oficial dirigiéndose a su compañero.

— Borodino — rectificó el otro.

El oficial, visiblemente contento por la ocasión que se le presentaba de hablar, se acercó a Pedro.

—Los nuestros ¿están allá abajo? — preguntó Pedro.

— Sí, y más lejos están los franceses. Mire, mire, ¡si se ven! — dijo el oficial.

— ¿Dónde? ¿Dónde? — preguntó de nuevo Pedro.

— Se distinguen a simple vista. Mire.

El oficial señalaba el humo que veía a la izquierda, detrás del río, cuando apareció en su rostro aquella expresión severa y grave que Pedro había ya observado en muchos de los rostros que había visto.

— ¡Ah! ¿Son franceses? Y allá a lo lejos...—Pedro señaló a la izquierda del collado, cerca del cual se veían tropas.

—Son los nuestros.

— ¡Ah! ¡Los nuestros!

Pedro señalaba un collado lejano con un gran árbol, cerca del pueblo que se divisaba en el valle; allí también se veía humareda de fuegos y algo que se movía.

— Es «él» también — dijo el oficial (era el reducto de Schevardin) —. Ayer se encontraban los nuestros, hoy está «él».

— Así, pues, ¿cuál es nuestra posición?

— ¡La posición! — dijo el oficial con una sonrisa de placer —. Le puedo hablar con gran conocimiento de causa, pues yo soy quien ha construido casi todas las fortificaciones. ¿Ve? Allá abajo tenemos el centro de Borodino. ¿Ve aquello? — y señalaba al pueblo con la iglesia Blanca que se hallaba delante —, ahí está el paso para atravesar el Kolocha. Allá, ¿lo ve?, allá donde se divisan aquellas gavillas de heno... Es el puente, es nuestro centro. Aquí tenemos nuestro flanco derecho — señalaba muy a la derecha, lejos, hacia los valles—. Allá abajo está el río Moscova, sobre el que hemos construido tres reductos muy fuertes. El flanco izquierdo... — El oficial se detuvo —. Verá usted, eso es muy difícil de explicar. Ayer nuestro flanco izquierdo se encontraba allá abajo, en Schevardin, donde está el roble; ahora hemos retrocedido nuestra ala izquierda hacia atrás. ¿Ve usted el pueblo y la humareda, allá a lo lejos? Es Semeonovskoie, y mire allí también — señaló al collado de Raievski —. Pero no es muy probable que la batalla se dé aquí. Es para tendernos una celada el hecho de que «él» haya hecho pasar sus tropas hacia esta parte; es casi seguro que dará la vuelta, dejando Moscú a la derecha. Pero es lo mismo, muchos de nosotros caeremos mañana — acabó el oficial.

— ¡Helos aquí! Llevan... van... usted... Estarán aquí enseguida — dijeron de pronto las voces.

Los oficiales, los soldados y los milicianos se precipitaron a la carretera.

La procesión, que había salido de la iglesia de Borodino, descendía la cuesta. Delante de todos, por la polvorienta carretera, marchaba la infantería, con la cabeza descubierta y los fusiles a la funerala. Detrás de la infantería se oía el canto de los sacerdotes. Los soldados y los milicianos corrieron con la cabeza descubierta, pasando por delante de Pedro.

— Traen a la Madre de Dios. ¡La protectora! ¡Iverskai...!

— Es Nuestra Señora de Smolensk — corrigió otro.

Los milicianos, tanto aquellos que se hallaban en el pueblo como los que trabajaban en la batería, dejaron las palas y los picos para correr hacia la procesión. Detrás del batallón que avanzaba por la polvorienta carretera seguían los sacerdotes con sus casullas. El uno era viejo y usaba hábito; le acompañaban los asistentes y los chantres. Detrás de ellos, soldados y oficiales transportaban una gran imagen de cara morena, muy decorada. Era la imagen que se habían llevado de Smolensk y que desde entonces seguía al ejército. Alrededor de la imagen andaban, corrían y saludaban haciendo reverencias, con la cabeza descubierta, multitud de militares.

De pronto, la multitud que rodeaba a la imagen se apartó y alguien, probablemente algún personaje importante a juzgar por la prisa con que todos le dejaban sitio, empujó a Pedro y se acercó a la imagen. Era Kutuzov, que inspeccionaba la posición. Al entrar en Tatarinovo se había acercado para asistir a la acción de gracias. Pedro reconoció a Kutuzov enseguida por su particular figura, muy distinta de cualquier otra; su cuerpo enorme, con una larga levita y cargado de espaldas, la blanca cabeza descubierta y un ojo vacío. Kutuzov, con su paso cansado y vacilante, penetró dentro del círculo y se detuvo ante el sacerdote. Se persignó con un movimiento maquinal, con la mano tocó hasta el suelo y, suspirando muy profundamente, inclinó su Blanca cabeza. Benigsen y el séquito seguían a Kutuzov. A pesar de la presencia del comandante en jefe, que atraía toda la atención de los oficiales superiores, los soldados y los milicianos continuaron rezando sin mirarlo.

Cuando la ceremonia terminó, Kutuzov se acercó a la imagen y se arrodilló pesadamente con una gran reverencia, costándole después mucho levantarse, debido a su obesidad y a su debilidad; su blanca cabeza se congestionaba con los esfuerzos. Finalmente se levantó y con expresión infantil e inocente fue a besar la imagen, y de nuevo saludó con la mano hasta tocar la tierra. Los generales siguieron su ejemplo, después los oficiales y después de éstos, empujándose los unos a los otros, resoplando y con la cara congestionada, los soldados y los milicianos, a los que por fin les llegó el turno.

XII

Perdido entre la gente como se hallaba, Pedro miró a su alrededor.

— Conde Pedro Kirilovich, ¿cómo es que se encuentra aquí? — dijo una voz.

Pedro buscó a su alrededor.

Boris Drubetzkoi, sacudiéndose el polvo de las rodillas del pantalón, que se le habían ensuciado, acercóse sonriendo a Pedro. Boris vestía elegantemente prendas llenas de marcialidad: usaba una larga túnica e, igual que Kutuzov, llevaba un largo látigo atravesado sobre la espalda.

Entre tanto, Kutuzov volvía al pueblo y se sentaba a la sombra de la casa más próxima, en un banco que un cosaco le trajo corriendo y que otro se había apresurado a cubrir con una pequeña alfombra. Un numeroso y brillante séquito rodeaba al Generalísimo.

Pedro explicaba su intención de participar en la batalla y de inspeccionar la posición.

— Lo mejor será que haga usted lo que le digo — indicó Boris—. Yo le haré los honores del campamento. Desde donde se encuentra el conde Benigsen podrá usted verlo todo. Estoy con él; soy agregado. Le haré un informe y si quiere recorrer la posición puede venir con nosotros. Iremos primeramente al flanco izquierdo y volveremos enseguida. Le ruego que me haga el honor de pasar la noche conmigo. Jugaremos una partida. ¿Conoce usted a Dmitri Sergueich? Se aloja aquí — y señaló la tercera casa de Gorki.

—Pero yo quisiera ver el flanco derecho. Dicen que se halla muy fortificado — dijo Pedro —. Quisiera atravesar el Moscova y ver toda la posición.

— ¡Oh, eso no puede ser! Lo principal es el flanco izquierdo.

— Está , bien, está bien, y ¿dónde se encuentra el regimiento del príncipe Bolkonski? ¿Podría indicármelo? — preguntó Pedro.

— ¿De Andrés Nicolaievich? Pasaremos por allí. Le llevaré a su casa.

Además de Kaisserov, ayudante de campo de Kutuzov, otros amigos fueron a saludar a Pedro, tantos, que no tenía tiempo para contestar a todas las preguntas que sobre Moscú se le hacían ni para oír todos los relatos que quería oír. En todos los rostros se reflejaba la animación y la preocupación. Mas a Pedro le pareció que la animación de aquellos rostros se refería al posible éxito individual, no apartándose de su memoria la expresión que había visto a veces en otros rostros que no hablaban de cuestiones personales, sino de las grandes cuestiones generales de la vida y de la muerte. Kutuzov vio a Pedro y al grupo que le rodeaba.

— Hagan que se acerque — dijo Kutuzov.

Un ayudante de campo transmitió el deseo del Serenísimo y Pedro se dirigió a su banco.

En aquel momento, Boris, con su habilidad de cortesano, se colocó al lado de Pedro, cerca del jefe y, con el aire más natural del mundo y en un tono distraído, como si continuara una conversación, dijo a Pedro:

—Los milicianos, como quien no hace la cosa, se han vestido sus camisas blancas y limpias, dispuestos para la muerte. ¡Qué heroísmo, Conde!

Boris decía evidentemente todo esto a Pedro para que el Serenísimo le oyera. Sabía que Kutuzov escuchaba sus palabras. Efectivamente, el Serenísimo se dirigió a él:

— ¿Qué cuentas de los milicianos?

— Que preparándose, Excelencia, para morir, se han vestido sus camisas limpias.

— ¡Ah, son hombres admirables, no existen otros como ellos! — dijo Kutuzov, que cerró los ojos e inclinó la cabeza —. Esa gente es incomparable — repitió suspirando.

— ¿Quiere usted oler la pólvora? — preguntó a Pedro —. Echa muy buen olor. Tengo el honor de ser un adorador de su esposa. ¿Sigue bien? Mi campamento está a su disposición.

Y, como ocurre frecuentemente a los viejos, Kutuzov empezó a mirar distraídamente a su alrededor, como si hubiera olvidado lo que tenía que hacer o decir.

Boris dijo algo a su General, y el conde Benigsen, dirigiéndose a Pedro, le propuso que fuera con ellos a la línea de fuego.

— Lo encontrará todo muy interesante — le dijo.

— ¡Oh, sí, sí, ya lo creo, muy interesante! — repitió Pedro.

Media hora después, Kutuzov marchó hacia Tatarinovo, y Benigsen, con su séquito, en el que se encontraba también Pedro, se dirigió a las avanzadas.

XIII

La tarde del 25 de agosto, clara y soleada, el príncipe Andrés se hallaba echado, recostada la cabeza sobre una mano, en una choza medio hundida de Kanizakovo, en los confines de la posición de su regimiento. Por el agujero del muro agrietado miraba la línea de viejos árboles, sus ramas cortadas, la cabaña, con las gavillas de cebada y los matorrales, por encima de los cuales divisaba la humareda de las hogueras en que los soldados hacían su comida.

A pesar de que su vida le parecía bastante mezquina, inútil y penosa, el príncipe Andrés se sentía tan emocionado y nervioso como, siete años atrás, la víspera de la batalla de Austerlitz.

Había recibido y transmitido las órdenes para el día siguiente, no quedándole ya nada que hacer, pero los pensamientos más sencillos, los más claros y, por ende, los más terribles, no le dejaban tranquilo. Sabía que la batalla del día siguiente sería la más espantosa de cuantas había participado, y la posibilidad de la muerte, por primera vez en su vida, sin ninguna relación con todos los vivos, sin pensar en lo que sentirían los otros, no sólo hacia él mismo, sino hacia su alma, se le presentó casi cierta, con una certidumbre simple y descorazonadora. El objetivo de toda esa representación, todo aquello que le preocupaba y le atormentaba, se aclaraba súbitamente, con una claridad fría, blanca, sin sombras, sin perspectivas y sin diferenciación de planos. Toda la vida se le presentaba como una linterna mágica, a través de la cual, como a través de un cristal color de rosa, había mirado durante mucho tiempo las cosas. Pero ahora, de pronto, veía sin ningún cristal interpuesto y a la clara luz del día todas aquellas imágenes mal coloreadas. «Sí, aquí estáis, falsas imágenes que me habéis conmovido, atormentado y entusiasmado — se decía recordando los cuadros de la linterna mágica de su vida, que en aquel momento veía a la claridad fría y blanca del día—. Aquí estás, idea de la muerte. He aquí esas figuras pintadas groseramente que se presentan como algo viejo y misterioso, la gloria, el bien público, el amor de la mujer, la patria misma. ¡Qué grandes parecían estos cuadros! ¡De qué sentido tan profundo les creía llenos! Y todo es simple, pálido y grosero a la luz fría de esta mañana que siento que amanece en mí.» Tres dolores de su vida retuvieron particularmente su atención: su amor por la mujer, la muerte de su padre y la invasión francesa que había conquistado media Rusia. «¡El amor...! Aquella muchacha me parecía llena de una dulce fuerza misteriosa. ¿Y qué? La amaba, hacía poéticos planes sobre el amor y sobre la felicidad que gozaría con ella. ¡Buen chico! — pronunció en alta voz, colérico —. ¡Y yo que creía en un amor ideal que debía conservarme toda su fidelidad durante el año de mi ausencia! Igual que la tierna paloma de la fábula, ella debía morir al separarse de mí... Sí, todo es muy sencillo. ¡Todo esto es horriblemente sencillo y feo!» «Mi padre construía Lisia—Gori, que consideraba como su tierra, como su país. Llega Napoleón y, sin conocer ni su existencia, lo aparta de su camino y destruye Lisia—Gori y toda su vida. ¡Mientras, la princesa María dice que esto es una prueba enviada por el cielo! ¿Y por qué esta prueba cuando él ya no está allí y nunca más estará? Si ya no existe, ¿de qué ha de servir esta prueba? La patria, la pérdida de Moscú..., y mañana me matarán, y a lo mejor no será un francés el que lo haga, sino uno de los nuestros, como aquel soldado que disparó ayer su fusil cerca de mi cabeza; los franceses vendrán y, cogiéndome por la cabeza y por los pies, me echarán en una fosa común para que no haya epidemia. Después se formarán nuevas condiciones de vida, que se harán habituales para los demás y que yo no conoceré porque no me encontraré allí.» Miró las copas de los árboles, que tenían un tono amarillento e inmóvil, miró su propia piel blanca que brillaba al sol. «¡Morir! ¡Que me maten mañana...! ¡Que deje de existir...! ¡Que abandone todo esto y que me vaya para siempre!» Se representaba vivamente su ausencia de esta vida. Aquellos árboles, con su juego de luces y sombras, aquellas nubes y aquellas humaredas de las hogueras del campamento, todo se transformaba para él, pareciéndole que algo terrible le amenazaba. Sintió frío en la espalda y empezó a pasearse. Por detrás del cobertizo se oían voces.

— ¿Quién es? — preguntó el príncipe Andrés.

El capitán Timokhin, el de la nariz roja, comandante de la compañía en la que se hallaba Dolokhov y que ahora, por falta de oficiales, era comandante de batallón, entró tímidamente en el cobertizo. El ayudante de campo y el cajero entraron a continuación. El príncipe Andrés saludó rápidamente, oyó lo que le comunicaban los oficiales sobre el servicio, dióles alguna nueva orden y se disponía a despedirlos cuando oyó una voz conocida que chillaba:

— ¡Diablo!

En aquel instante, un hombre chocaba con algo.

El príncipe Andrés miró al interior del cobertizo y vio que se acercaba Pedro, quien se había enganchado con un tronco de leña. En general, al príncipe Andrés le era muy desagradable ver gente de su mundo y especialmente a Pedro, que le recordaba todos los momentos penosos por que había atravesado durante su última estancia en Moscú.

— ¡Ah, eres tú! ¿Qué viento te trae? Te aseguro que no te aguardaba — dijo.

Mientras pronunciaba estas palabras, en sus ojos y en toda la expresión de su rostro existía algo más que sequedad; era hostilidad lo que manifestaba. Pedro se dio cuenta enseguida. Se acercaba al cobertizo con una disposición de espíritu más animada, pero al observar la expresión de la cara del príncipe Andrés sintióse cortado y sin saber qué decir.

— He venido..., pues... ¿Sabes?, he venido... porque esto me interesa — dijo Pedro, que aquel día había repetido muchas veces: «Esto me interesa» —. He querido ver la batalla.

XIV

Los oficiales querían retirarse, pero el príncipe Andrés, como si temiera quedarse solo con su amigo, les propuso que tomaran el té con él. Trajeron las tazas y el té. Los oficiales miraban algo extrañados a la persona enorme de Pedro y escuchaban lo que decía sobre Moscú y sobre la disposición del campamento que acababa de recorrer. El príncipe Andrés callaba y ponía tal cara que Pedro se dirigía con preferencia al buen comandante del batallón, Timokhin.

— Así, pues, ¿has entendido toda la disposición de las tropas? — le interrumpió el príncipe Andrés.

— Sí; es decir, no siendo de la profesión no puedo asegurar que lo haya entendido absolutamente todo, pero sí en líneas generales.

— Pues sabes más que nadie — replicó el príncipe Andrés.

— ¿Cómo? — dijo Pedro, extrañado, mirando a su amigo por encima de los lentes —. ¿Y qué me dices del nombramiento de Kutuzov?

— Me ha satisfecho mucho — respondió el príncipe Andrés.

Cuando los dejaron solos, Pedro preguntó al príncipe Andrés si creía que se ganaría la batalla del día siguiente.

— Sí, sí — respondió distraídamente el Príncipe —. La única cosa que haría yo, si pudiera, sería no coger prisioneros. ¿Para qué sirven los prisioneros? Es cuestión de caballerosidad. Los franceses han saqueado mi casa, devastarán Moscú, me han ofendido y me ofenden a cada instante, son mis enemigos; para mí son unos criminales, y Timokhin y todo el ejército piensa lo mismo. Es preciso ejecutarlos. Si son mis enemigos, no pueden ser mis amigos.

— Sí, soy completamente de tu opinión — dijo Pedro mirando al príncipe Andrés con los ojos brillantes. La cuestión que todo aquel día, desde su ida a Mojaisk, preocupaba a Pedro parecíale ahora definitivamente clara y resuelta.

Comprendía todo el sentido y la importancia de esta guerra y de la futura batalla. Todo lo que había visto durante aquel día, la expresión solemne y severa de las caras que había observado al pasar, todo se aclaró en su mente con una nueva luz. Comprendía aquel fuego latente de patriotismo que veía y aquello le explicaba que todos se preparasen a morir con tanta calma y al mismo tiempo con tanta frivolidad.

— Ni un prisionero — continuaba el príncipe Andrés —esto sólo cambiaría el carácter de la guerra, haciéndola menos cruel. Nosotros hemos sido magnánimos, y éste es el mal, hemos jugado a la guerra. Esta magnanimidad y esta sensibilidad son, en la guerra, las de una señora que se pone mala al ver matar a un becerrito: es tan buena que no puede ver sangre, pero se come el becerrito con buen apetito cuando se lo sirven guisado. Se nos habla del derecho de la guerra, de la caballerosidad, del parlamentarismo, de los sentimientos humanos para con los desgraciados, etcétera. ¡Tonterías! ¡En mil ochocientos cinco vi la caballerosidad y el parlamentarismo! Nos hemos engañado, nos hemos engañado. Te roban la casa, ponen en circulación billetes falsos, matan a mis hijos y a mi padre y se habla del derecho de la guerra y de magnanimidad para con los enemigos. ¡Ni un prisionero, sólo matar a ir o la muerte! El que como yo ha llegado a estas conclusiones, por lo mismo que ha padecido...

El príncipe Andrés, que creía que le era indiferente que Moscú fuera o no tomado como lo había sido Smolensk, se interrumpió bruscamente y un sollozo inesperado le agarrotó la garganta. Quedó un momento silencioso, pero sus ojos brillaban de fiebre y los labios le temblaban cuando volvió a hablar.

— Si en la guerra no hubiera magnanimidad, sólo marcharíamos cuando fuera necesario, como hoy, ir a la muerte. No habría guerra únicamente porque Pablo Ivanich hubiera ofendido a Pedro Ivanich. De este modo, todos los westfalianos y hessianos que Napoleón lleva consigo no le seguirían a Rusia y nosotros no hubiéramos ido a batirnos a Austria y a Prusia sin saber por qué. La guerra no es una cosa graciosa, sino muy fea y desagradable, por lo que es preciso comprenderla y no convertirla en juego, aceptando seria y serenamente esta terrible necesidad. La cuestión reside en esto: apartad la mentira, y la guerra será la guerra y no un juego; de otro modo, la guerra se convierte en la diversión predilecta de la gente ociosa y ligera... — Y después de una breve pausa dijo de pronto el príncipe Andrés—: ¡Eh!, ¿Duermes? También es la hora para mí. Vete a Gorki.

— ¡Oh, no! — replicó Pedro mirándole con ojos tiernos y espantados.

— Vete, vete. Antes de la batalla hay que dormir — repitió el príncipe Andrés. Se acercó rápidamente a Pedro y le besó —. Adiós, vete — le gritó —. Nos veremos... No...

Y volviéndose rápidamente entró en el cobertizo.

Era ya de noche, por lo que Pedro no pudo distinguir si la expresión del rostro del príncipe Andrés era dura o tierna.

Pedro quedó unos instantes inmóvil, preguntándose si debería seguirle o irse a casa. «No — decidió Pedro —. Sé que es nuestra última entrevista.» Suspiró profundamente y se volvió a Gorki.

El príncipe Andrés entró en su cobertizo; se echó sobre una alfombra, pero no pudo dormirse. Cerró los ojos. Las imágenes sucedían a las imágenes; en una se detuvo mucho rato. Recordaba vivamente una velada en San Petersburgo; Natacha, con el rostro animado y emocionado, le contaba que en el verano anterior, yendo a buscar setas, se había perdido en un gran bosque. Le describía desordenadamente la profundidad de la selva, sus caminitos, la conversación que mantuvo con un abejero que había encontrado. A cada momento de su narración se interrumpía diciendo: «No, no puedo, no sé contarlo. No lo comprendes.» Y él tuvo que tranquilizarla y decirle que lo comprendía todo perfectamente, y, en efecto, comprendía todo lo que ella le quería decir.

Natacha estaba disgustada con su narración, porque comprendía que no daba la sensación viva y poética que había sentido aquel día y que quería expresar.

«Aquel viejo era encantador y el bosque era tan oscuro..., y tenía tal dulzura aquel hombre..., no, no lo sé contar», decía emocionada y sonrojándose. El príncipe Andrés sonreía ahora con la misma sonrisa alegre con que entonces miraba a los ojos de ella. «La comprendía — pensaba el príncipe Andrés —. No sólo la comprendía, sino que era aquella fuerza de espíritu, aquella franqueza y aquella frescura de alma que el cuerpo parecía rodear lo que amaba en ella. Lo amaba todo... Era tan feliz...» De pronto recordó el final de la novela. Para «él», nada de todo aquello era necesario; «él» no veía nada ni comprendía nada. «Él» veía una muchacha bonita y «fresca» a la que no se dignaba unir a su destino. «Y hoy «él» todavía se encuentra vivo y está alegre...» Como si acabara de quemarse, el príncipe Andrés se puso en pie de un salto y de nuevo empezó a pasear por delante del cobertizo.

XV

El 25 de agosto, víspera de la batalla de Borodino, el prefecto del Palacio Imperial, M. de Beausset, y el coronel Fabvier encontraron a Napoleón en su campamento de Valuievo. El primero llegaba de París y el segundo de Madrid.

M. de Beausset, que vestía el uniforme de la Corte, ordenó que le trajeran el paquete que llevaba a Napoleón y entró en la tienda del Emperador, donde empezó a abrir el paquete mientras hablaba con los ayudantes de campo que le rodeaban.

Fabvier, sin entrar en la tienda, se detuvo cerca hablando con los generales que conocía.

El emperador Napoleón todavía no había salido de su dormitorio y estaba terminando su aseo.

Soplando y tosiendo, tan pronto volvíase sobre el pecho carnoso y peludo, como sobre la espalda deformada, bajo el cepillo con que un criado le frotaba el cuerpo. Otro criado con el dedo sobre el gollete de la botella iba echando agua de Colonia sobre el cuerpo bien cuidado del Emperador, lo cual hacía con una expresión que quería decir que sólo él podía saber cuándo y cómo debía echarle el agua de Colonia.

Napoleón tenía sus cortos cabellos mojados y le caían sobre la frente, pero su cara, amarilla e hinchada, expresaba el bienestar físico.

— Fuerte, fuerte, sigue — dijo volviéndose, mientras tosía, hacia el criado que le frotaba. El ayudante de campo que entró en el dormitorio para dar un informe sobre el número de prisioneros hechos el día anterior, después de dar cuenta, se había quedado cerca de la puerta, aguardando el permiso para poderse retirar. Napoleón arrugó las cejas y miró por debajo a su ayudante de campo.

— Ningún prisionero. Se hacen desaparecer. Peor para el ejército ruso — respondió a las palabras del ayudante de campo —. Frota, frota fuerte — dijo, curvándose y presentando sus carnosas espaldas.

— Está bien; haced entrar a M. de Beausset y también a Fabvier—dijo al ayudante de campo bajando la cabeza.

— ¡A vuestras órdenes, Sire! — El ayudante de campo desapareció detrás de la puerta de la tienda.

Los dos criados vistieron rápidamente a Su Majestad con el uniforme azul de la guardia. Entró en la sala de recepciones con paso firme y rápido.

Beausset, aguardando, preparaba deprisa el regalo que le llevaba de parte de la Emperatriz; lo instaló sobre dos sillas frente a la puerta por donde entraría el Emperador. Pero Napoleón se vistió tan aprisa y entró tan inesperadamente que el efecto no estaba del todo preparado.

El Emperador no quiso privarle del placer de darle una sorpresa. Fingió no darse cuenta de M. de Beausset y llamó a Fabvier. Oyó frunciendo el ceño todo lo que le explicaba Fabvier sobre el valor y fidelidad de sus tropas, que, vencidas en Salerno, al otro extremo de Europa, no tenían más que un pensamiento y un temor: mostrarse dignas de su soberano y miedo de no complacerle. Los resultados de la batalla eran tristes. Napoleón hacía irónicas observaciones durante el relato de Fabvier, como si no supiera que detrás de él pudiera pasar lo mismo.

— He de arreglar esto en Moscú — dijo Napoleón —Hasta pronto — añadió. Llamó a Beausset, que después de preparar la sorpresa sobre dos sillas la había cubierto con un velo.

Beausset se inclinó profundamente, con reverencia de la Corte francesa, con la que sólo sabían saludar los viejos cortesanos de los Borbones, y se acercó mientras le entregaba un pliego cerrado.

Napoleón dirigiósele alegremente, cogiéndole por las orejas.

—Habéis corrido mucho. Estoy muy contento. ¿Y qué se dice por París? — preguntó, cambiando de pronto su severa expresión por otra extraordinariamente cariñosa.

—Sire, todo París siente vuestra ausencia — respondió hábilmente Beausset. Napoleón sabía de sobra que Beausset le respondería esto u otra cosa por el estilo, y sabía además que no era cierto, pero le era muy agradable oírlo. Otra vez dignóse tirar de la oreja a Beausset.

— Siento haberos obligado a hacer un camino tan largo —le dijo.

— Sire, suponía encontraros ya a las puertas de Moscú —dijo Beausset.

Napoleón sonrió, levantó distraídamente la cabeza y miró a la derecha. El ayudante de campo, con paso de pato, se acercó con una tabaquera de oro que tendió a Napoleón.

— Si esto es bueno para vos, que os gusta viajar — dijo Napoleón acercando el rapé a la nariz —, dentro de tres días veréis Moscú. Seguramente no esperabais ver la capital del Asia. Haréis un agradable viaje.

Beausset saludó, agradecido por esta atención a su amor — hasta entonces ignorado — por los viajes.

— ¿Qué es eso? — dijo Napoleón observando que todos los cortesanos miraban algo tapado con una gasa.

Beausset, con solicitud de cortesano, sin volver la espalda, dio media vuelta y dos pasos atrás, al tiempo que, quitando la gasa, decía:

—Un regalo para Vuestra Majestad de parte de la Emperatriz.

Era un retrato pintado por Girard, con colores claros, del niño nacido de Napoleón y de la hija del Emperador de Austria, al que todo el mundo llamaba, sin saberse la razón, Rey de Roma.

Era un muchacho muy guapo, de pelo rizado, con una mirada semejante a la del Jesús de la Madona Sixtina, que estaba representado jugando al bilboquet. La bola era el mundo, y la varita que sostenía con la otra mano representaba el cetro. Aunque la intención del pintor, que había representado al Rey de Roma agujereando al mundo con una varilla, no fuera muy clara, aquella alegoría gustó extraordinariamente tanto a los que habían visto el cuadro en París como a Napoleón.

— ¡El Rey de Roma! — dijo señalando con un gracioso gesto el cuadro —. ¡Admirable!

Con la capacidad propia de los italianos para cambiar de expresión según la voluntad, se acercó al cuadro adoptando un aire de ternura pensativa.

Sabía que lo que diría y haría en aquel momento pasaría a la Historia. Le pareció que lo mejor que podía hacer ante su hijo, que jugaba al bilboquet con el mundo, gracias a su grandeza, era demostrar la más sencilla ternura paternal. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se acercó, buscó una silla, que le acercaron enseguida, sentóse delante del retrato, hizo un gesto y todos salieron, dejando al gran hombre solo con él mismo y con sus sentimientos.

Quedóse de aquel modo un buen rato y, sin saber por qué, tocó con el dedo la bola y se levantó luego, llamando a Beausset y al oficial de servicio. Ordenó que colocaran el cuadro delante de la tienda para no privar a la vieja guardia — que rodeaba la tienda — del placer de ver al Rey de Roma, hijo y heredero de su adorado Emperador.

Tal como esperaba, durante el desayuno con M. de Beausset, que sintióse muy honrado por esta distinción, se oyeron los gritos entusiastas de los soldados y de los oficiales de la vieja guardia, que habían corrido a ver el retrato.

— ¡Viva el Emperador! ¡Viva el Rey de Roma! ¡Viva el Emperador! — gritaban las voces.

Después de desayunarse, Napoleón, en presencia de Beausset, dictó una proclama a su ejército.

— Corta y enérgica — dijo cuando leyó la siguiente proclama, escrita de una plumada y sin una falta:

— «Soldados: la batalla que tanto esperasteis ha llegado. La victoria depende de vosotros. Es necesario para todos. Ella nos proporcionará todo lo que precisamos: estancia cómoda y el pronto regreso a la patria. Conducíos como os condujisteis en Austerlitz, en Friedland, en Vitebsk y en Smolensk. Que la posteridad recuerde con orgullo vuestros actos de este día. Que se diga de cada uno de vosotros: estuvo en la batalla del Moscova.» — Del Moscova — repitió Napoleón. E, invitando a M. de Beausset, al que tanto gustaba viajar, a dar un paseo, salió de la tienda y se dirigió hacia los caballos ensillados.

— Vuestra Majestad tiene demasiadas bondades conmigo — dijo Beausset para agradecer la invitación del Emperador.

Quería dormir y no sabía montar a caballo, lo que, además, le causaba mucho miedo.

Pero Napoleón inclinó la cabeza y Beausset tuvo que seguirle.

Cuando Napoleón salió de la tienda, los gritos de la guardia delante del retrato de su hijo crecieron. Napoleón frunció el ceño.

— Retiradlo — dijo con gesto gracioso y real señalando el retrato —. Es muy pronto todavía para que él vea campos de batalla.

Beausset cerró los ojos, inclinó la cabeza, suspiró profundamente, demostrando con todos sus gestos que sabía apreciar y comprender las palabras del Emperador.

XVI

Al volver de Gorki, después de dejar al príncipe Andrés, Pedro ordenó a su lacayo que le preparara los caballos y le despertase a primera hora de la mañana. Después de dar estas órdenes se durmió detrás de un biombo, en un rinconcito que Boris le había habilitado.

Cuando a la mañana siguiente Pedro se despertó, en la isba no había nadie. Los cristales del ventanillo temblaban y el lacayo, de pie ante él, le sacudía.

— ¡Excelencia! ¡Excelencia! ¡Excelencia! — decía el lacayo sacudiendo a Pedro por la espalda con insistencia, sin mirarlo y evidentemente sin esperanza de poderlo despertar.

— ¿Qué? ¿Ya ha empezado? ¿Hace mucho? — dijo Pedro desvelándose.

— Escuche como tiran — dijo el lacayo, que era un soldado retirado —. Todos los señores ya se han marchado, incluso el propio Serenísimo ha pasado hace mucho rato.

Pedro vistióse aprisa, y corriendo, salió disparado al portal. En el patio, el día era claro, fresco y alegre. El sol, que acababa de salir por detrás de una nube que lo tapaba, entre los tejados de la calle, proyectaba sus rayos, cortados por las nubes, sobre el polvo de la carretera húmeda de rocío, sobre las paredes de las casas, sobre las aberturas del cercado y sobre los caballos que se encontraban cerca de la isba. En el patio se oía más claro el retumbar de los cañones. Un ayudante de campo, acompañado de un cosaco, pasaba al trote por allí delante.

— ¡Ya es hora, Conde, ya es hora! — gritóle el ayudante.

Pedro ordenó seguir al caballo, y calle abajo se dirigió a la fortificación, desde la cual, el día anterior, miraba el campo de batalla. Allí se encontraban muchos militares, se oían conversaciones en francés de los oficiales del Estado Mayor y se veía la cabeza casi blanca de Kutúzov, con gorra blanca ribeteada de rojo; con la nuca gris hundida entre los hombros, Kutuzov oteaba la gran carretera con unos gemelos.

Pedro, al subir los escalones de la entrada de la fortificación, miraba ante sí y quedó maravillado de la belleza del espectáculo. Era el mismo panorama que había admirado el día anterior desde la fortificación, pero ahora todo el terreno se encontraba cubierto de tropas, del humo de los cañonazos y de los rayos oblicuos del sol claro, que se levantaba por detrás y a la izquierda de Pedro y le echaba encima, en el aire puro de la mañana, la luz cegadora de un resplandor dorado y rosa y largas sombras negras.

Los lejanos bosques que limitaban el panorama le parecían una recortada piedra preciosa de color verde—amarillo; se los veía en el horizonte con sus ondulantes líneas, y entre ellos, detrás de Valuievo, se descubría la gran carretera de Smolensk, llena de tropas. Más cerca brillaban los bosquecillos y los dorados campos. Pero lo que particularmente impresionó a Pedro fue la vista del campo de batalla de Borodino, con los torrentes del Kolocha a ambos lados.

La niebla se fundía y se alargaba, transparente, bajo un cielo claro, que teñía de una manera mágica todo lo que se veía a través de sus rayos. A la niebla se unía el humo de los disparos. En aquella niebla y humareda brillaban por todas partes los relámpagos de la luz matutina, tan pronto sobre el agua, como sobre el rocío, como sobre las bayonetas de las tropas que se concentraban en las márgenes del río y en Borodino. A través de aquella niebla se veía la iglesia blanca y a los dos lados los tejados del pueblo; más lejos, una masa compacta de soldados; en otro sitio, más cajones verdes y más cañones, y todo aquello se removía o parecía que se moviera, porque la niebla y el humo se extendían por encima de todo aquel espacio. De igual manera junto a Borodino que abajo, en los torrentes llenos de niebla, que más arriba y a la izquierda, como sobre toda la línea de los bosques, por encima de los campos, bajo el collado o encima de los picos, aparecían sin descanso masas de humo — venidas de no se sabe dónde o de los cañones —, tan pronto aisladas como amontonadas, a veces raras y otras frecuentes; y estas nubes, hinchándose, ensanchándose, daban vueltas y llenaban todo el espacio. Aquellas humaredas, aquellos cañonazos, aquel estrépito, aunque pueda parecer extraño, constituían la principal belleza del espectáculo.

¡Puf! Y enseguida se veía una humareda redonda, compacta, que se irisaba en tonos grises y blancos. Y ¡bum!, se oye de nuevo entre aquella humareda. ¡Puf! ¡Puf! Dos humaredas se levantan juntas y se confunden; ¡bum!, ¡bum!, y el sonido confirma lo que el ojo ve. Pedro miraba la primera humareda, que se levantaba como un globo, y ya en su sitio otras humaredas se arrastraban y ¡puf!, ¡puf!, otras humaredas y, con los mismos intervalos, ¡bum!, ¡bum!, ¡bum!, respondían con sonido agradable, limpio y preciso. Las humaredas tan pronto parecía que corrían como que se detenían y que ante ellas pasaran los bosques, los campos y las brillantes bayonetas. De la izquierda, de los campos y de los matorrales salían continuamente grandes remolinos con ecos solemnes, y, más cerca, al pie de la colina y de los bosques, se encendían las humaredas de los fusiles, sin tiempo de redondearse, que producían unos pequeños ecos. ¡Ta!, ¡ta!, ¡ta! Los fusiles chisporroteaban con mucha frecuencia, pero sin regularidad, y su estallido era muy débil comparado con el de los cañones.

Pedro hubiera querido encontrarse donde estaban las humaredas y las brillantes bayonetas, el movimiento y el estrépito. Miró a Kutuzov y a su séquito para contrastar su impresión con la de los demás. Todos, igual que él y con el mismo sentimiento, según le parecía, miraban hacia el campo de batalla. En todos los rostros aparecía aquel ardor latente del sentimiento que Pedro había observado el día anterior y que había comprendido perfectamente después de su conversación con el príncipe Andrés.

— ¡Ve, hijo mío, y que Cristo te acompañe! — dijo Kutuzov, sin apartar los ojos del campo de batalla, a un general que tenía cerca.

Después de recibir la orden, el general pasó por delante de Pedro y descendió por el glacis de la fortificación. — Cerca del torrente — respondió el general fría y severamente a un oficial del Estado Mayor que le preguntó adónde se dirigía.

«Y yo», pensó Pedro. Y siguió al general.

El general montó un caballo que le presentó un cosaco. Pedro se acercó al lacayo que guardaba los suyos. Le preguntó cuál era el más manso y le montó. Cogióse a las crines y apretó los talones contra el vientre del caballo. Sentía que le caían los lentes; pero no quería soltar ni las crines ni las riendas: galopó detrás del general, provocando la risa entre los oficiales del Estado Mayor, que desde la fortificación le miraban.

XVII

El general tras del cual galopaba Pedro torció bruscamente a la izquierda, y Pedro, que le perdió de vista, se lanzó sobre las líneas de soldados de infantería que marchaban ante él. Trataba de salir tan pronto hacia delante como hacia la derecha o hacia la izquierda, pero por todas partes encontraba soldados con caras que expresaban la misma preocupación, ocupados en algo que no se descubría al primer golpe de vista, pero que evidentemente era muy importante.

Todos, con mirada inquisitiva y disgustada, miraban a aquel hombre de la gorra blanca que no sabían por qué les pisaba con su caballo.

— ¿Por qué pasa por entre el batallón? — gritó uno.

Otro empujó al caballo de Pedro con la culata de su fusil, mientras Pedro, encogido sobre la silla, casi no podía contener al caballo, que saltó por delante de los soldados hacia el espacio libre.

Delante de Pedro se encontraba un puente y cerca del puente soldados que disparaban. Sin saberlo, Pedro había llegado al puente del Kolocha, entre Gorki y Borodino, que en la primera acción de la batalla — después de haber ocupado Borodino — los franceses atacaron. Pedro veía el puente delante de él; a los lados de los prados de heno recién cortado, que Pedro no había distinguido a través del humo el día anterior, los soldados hacían algo, pues, a pesar de las continuas descargas que sonaban en aquel lugar, no creía encontrarse en el campo de batalla. No oía el silbido de las balas procedentes de los cuatro puntos cardinales ni el de las granadas que detrás de él estallaban. No veía al enemigo, que se encontraba a la otra parte del río, y durante mucho rato no vio a los muertos y heridos, a pesar de caer muchos soldados cerca de donde él se encontraba.

Miraba a su alrededor con una sonrisa que se petrificó en su rostro.

— ¿Qué hace aquél delante de la línea? — gritó alguien nuevamente.

— ¡Vete hacia la izquierda! ¡Tira hacia la derecha! —le gritaban.

Pedro tiró hacia la izquierda y de pronto vióse ante un ayudante de campo del general Raiewsky, conocido suyo. El ayudante de campo miró a Pedro con mirada de descontento; aquel oficial también sentía deseos de abroncar a Pedro, pero al reconocerlo inclinó la cabeza.

— ¿Usted? ¿Pero cómo es que se encuentra aquí? — le dijo, y se alejó galopando.

Pedro sentíase desplazado y comprendía que no servía para nada; temeroso de que sólo sirviera como estorbo, siguió al ayudante de campo.

— ¿Qué pasa? ¿Puedo ir con usted? — preguntó.

— ¡Un momento! ¡Un momento! — replicó el ayudante, que se acercó a un coronel que estaba allí, transmitiendo alguna orden, y después dirigióse a Pedro.

— ¿Por qué se encuentra usted aquí, Conde? ¿Siempre curioso? — le dijo con una sonrisa.

— Sí, sí — repuso Pedro. El ayudante de campo hizo caracolear su caballo, apartándose un poco.

— Aquí no pasa nada, a Dios gracias — dijo el ayudante de campo —, pero en el flanco izquierdo, donde se encuentra Bagration, la batalla es espantosa.

— ¡Caramba! ¿Y dónde está eso? — preguntó Pedro.

— Venga conmigo al espolón. Desde allí se ve bien y aún es posible permanecer en el lugar — dijo el ayudante de campo.

— Sí, le acompaño — repuso Pedro mirando a su alrededor buscando al lacayo.

Entonces, por primera vez, Pedro dióse cuenta de los heridos, que andaban penosamente o eran conducidos en literas.

En aquel mismo campo de gavillas de perfumado heno que había atravesado el día anterior, un soldado permanecía echado, inmóvil, con la gorra en el suelo, junto a él, y la cabeza inclinada de un modo extraño.

— ¿Y por qué no se lo han llevado? — empezó Pedro. Pero al ver la cara severa del ayudante de campo, que miraba hacia el mismo lugar, se calló.

Pedro no encontró a su lacayo y marchó con el ayudante de campo a la fortificación de Raiewsky. Su caballo, al que pegaba a intervalos regulares, seguía al del ayudante de campo.

— Parece que no está usted muy acostumbrado a montar a caballo, Conde — le dijo el ayudante de campo.

— No, pero no importa. Este salta mucho — repuso Pedro, un poco confundido.

— ¡Ah! Vea usted que está herido en la pata izquierda, por encima de la rodilla. Debe haber sido una bala. Le felicito, Conde, ése es el bautismo de fuego — dijo el ayudante.

Atravesando la humareda del sexto cuerpo, detrás de la artillería, que avanzaba haciendo fuego y ensordeciendo con sus detonaciones, llegaron a un bosquecillo. Hacía fresco, estaba en calma y se notaba la presencia del otoño. Pedro y el ayudante de campo apeáronse de los caballos y emprendieron la subida de la cuesta a pie.

— ¿Está aquí el General? — preguntó el ayudante de campo al acercarse a la fortificación.

— Ha estado hasta hace un momento. Ha pasado por allí — le respondieron señalando a la derecha.

El ayudante de campo volvióse hacia Pedro, como si no supiera qué hacer de él en aquel instante.

— No se preocupe usted por mí, ya iré yo solo hasta la fortificación. ¿Puede irse?—preguntó Pedro.

— Sí, vaya; desde allí se ve todo y no hay tanto peligro. Ya iré yo a buscarle luego.

Pedro se fue hacia la batería y el ayudante de campo alejóse de allí. No volvieron a verse y, mucho tiempo después, Pedro supo que aquel mismo día una bala había arrancado el brazo al ayudante.

La cuesta por la que subía Pedro era el célebre lugar conocido por los rusos con el nombre de «batería del espolón» o «batería de Raiewsky», y por los franceses con el nombre de «gran reducto», «reducto fatal» o «reducto del centro» y alrededor del cual cayeron una decena de miles de hombres. Dicho lugar era considerado por los franceses como la clave de la posición.

Aquel reducto estaba formado por la eminencia, alrededor de la cual, por tres lados, habíanse abierto fosos.

En aquel lugar, rodeado por los fosos, había diez cañones asomando por las aberturas de los muros.

En la misma línea del reducto y a cada lado había cañones que también disparaban sin descanso. Las tropas de infantería se encontraban un poco más atrás. Al subir hacia aquella fortificación, Pedro no pensaba ni por asomo que aquel lugar, rodeado de pequeños fosos, en el que estaban situados y disparaban algunos cañones, pudiera ser el más importante de la batalla; por el contrario, a él le parecía que aquel sitio — precisamente porque él se encontraba allí —era el más insignificante.

Una vez llegó arriba, Pedro sentóse en el extremo de una empalizada que rodeaba a la batería y, con una sonrisa alegre e inconsciente, miró lo que a su alrededor se hacía. De vez en cuando, y siempre con la misma sonrisa, se levantaba y, cuidando de no molestar a los soldados que cargaban los cañones y que corrían por delante de él con sacos y cargas, se paseaba por la batería. Los cañones de la batería, uno tras otro, disparaban sin cesar, ensordeciéndole con sus detonaciones y cubriendo todo el lugar de humo y pólvora.

Contrariamente al espanto experimentado entre los soldados de infantería de la cobertura, allí, en la batería, donde los pequeños grupos de hombres ocupados en su trabajo estaban muy unidos, separados del resto por la empalizada, se sentía una animación igual, solidaria y común a todos. La persona tan poco marcial de Pedro, con su gorra blanca, de momento chocó desagradablemente a aquellos hombres. Los soldados, al pasar delante de él, le miraban extrañados y casi con miedo. Un oficial superior de artillería, picado de viruelas, alto y de piernas muy largas, se acercó a Pedro fingiendo examinar el último cañón, y le miró con curiosidad.

Un oficial muy joven, de cara redonda, un adolescente casi, que probablemente hacía muy poco había salido de la Academia, sin descuidar los dos cañones que se le habían confiado, se dirigió severamente a Pedro:

— Señor, permítame que le ruegue que se aleje; no puede permanecer aquí Los soldados, mirando a Pedro, bajaban la cabeza en señal de desaprobación; pero cuando todos se hubieron convencido de que aquel hombre de la gorra blanca no solamente no hacía daño a nadie, sino que tan pronto se sentaba en el glacis de la muralla como con tímida sonrisa se apartaba cortésmente de los soldados, o bien se paseaba por encima de la batería, bajo los cañones, con la misma calma que si se paseara por un bulevar, entonces, poco a poco, el sentimiento de hostilidad hacia él transformóse en simpatía cariñosa y burlona, igual que la que los soldados sienten para con los animales: perros, gallos, corderos, etc., que viven cerca de los campamentos.

En el acto fue adoptado Pedro por los soldados; le adoptaron, poniéndole un mote: «el señor», y entre ellos se rieron y se burlaron afectuosamente de él.

Una bala arañó la tierra a dos pasos de Pedro, que miraba sonriente a todas partes mientras se sacudía el polvo que la bala le había echado encima.

— ¿Cómo, señor? ¿De verdad no siente miedo? — dijo a Pedro un soldado ancho de espaldas y rojo de cara, luciendo unos magníficos dientes blancos y fuertes.

— Y tú, ¿tienes miedo? — replicó Pedro.

— ¡Cómo no! ¡«Él» no nos perdonará! Acabará por darnos y nos arrancará las entrañas. ¿Cómo quiere usted que no tenga miedo? — repuso riendo.

Algunos soldados con rostro alegre y bondadoso se acercaron a Pedro. Parecía como si hubieran creído que no hablaba como todo el mundo y la comprobación de su error los alegrara.

— ¡Nuestra obligación es la del soldado! Pero «el señor» sí que es raro. ¡Qué señor!

— ¡A vuestros puestos! — gritó el oficial joven a los soldados que se habían agrupado alrededor de Pedro.

Saltaba a la vista que aquel oficial ejercía sus funciones por primera o segunda vez, por lo que se mostraba tan formalista y tan exacto con los soldados y los jefes.

El fuego seguido de los cañones y de los fusiles aumentaba en todo el campo de batalla, especialmente hacia la izquierda, allí donde se encontraban las avanzadas de Bagration; pero, a causa del humo de los cañonazos, desde el lugar donde se hallaba Pedro casi no podía verse nada. Aparte de que las observaciones de aquel pequeño círculo de personas, separadas de todas las demás, que atendían la batería, absorbían toda la atención de Pedro.

La primera emoción, inconsciente y alegre, producida por el aspecto y los sonidos del campo de batalla, ahora dejaba paso a otro sentimiento. Sentado sobre la muralla, observaba a las personas que movíanse en torno suyo.

Hacia las diez ya se habían llevado a una veintena de hombres de la batería; dos cañones habían sido destruidos y las balas disparadas desde lejos, saltando y silbando, caían muy frecuentemente sobre el reducto.

— ¡Eh, granada! — gritó un soldado a una bala que se acercaba silbando.

— ¡Pasa de largo! ¡Vete hacia la infantería! — añadió otro con una gran risotada al observar que la granada les había pasado por encima y caía entre las filas de las tropas de cobertura.

— ¿Le conoces? — gritó un soldado a un campesino que se inclinaba ante un proyectil que le pasaba por encima.

Algunos soldados acercábanse a la muralla y miraban lo que ocurría en el exterior.

—Han variado la línea, ¿no lo ves? Se han vuelto — decía otro mostrando el espacio más allá de las murallas.

— ¿Cuándo conocerás el oficio? — gritó un viejo cabo —Han pasado atrás; esto quiere decir que atrás es donde hay trabajo.

Y el cabo, cogiendo al soldado por los hombros, le dio un puntapié.

Estalló una risotada general.

— Al quinto cañón — gritaron desde un lado.

— ¡Tiremos todos, compañeros! ¡Venga a tirar! — gritaban alegremente los que sustituían el cañón.

— Un poco más y se lleva la gorra del «señor» — exclamó el fresco de la cara colorada luciendo su dentadura e indicando a Pedro.

— ¡Qué poca habilidad! — dijo con tono de reproche ante la mala puntería de la bala, que tocó una rueda y la pierna de un hombre.

— ¡Eh, zorros! — decía otro designando a los milicianos que, agachados, entraban en la batería para retirar los heridos—. ¿No os gusta este trabajo?

— ¡Eh, cuervos! — gritaban los milicianos junto al soldado al que la bala habíase llevado la pierna —. Parece que no os gusta ese baile — decían burlándose de los campesinos.

Pedro observaba que después de cada bala, después de cada baja, la animación era más viva.

Como una nube tempestuosa que se acerca, los rayos de un fuego escondido, que crecían y se inflamaban frecuentemente, se mostraban cada vez en los rostros de todos aquellos hombres.

Pedro ya no miraba al campo de batalla ni le interesaba nada de lo que allí sucedía. Estaba completamente absorto en la contemplación de aquellos fuegos que cada vez brillaban más y que a él — se daba perfecta cuenta de ello — también inflamábanle el alma.

A las diez, los soldados de infantería que se hallaban delante de la batería, entre los matorrales, cerca del Kamenka, retrocedieron. Desde la batería veíaselos correr hacia delante y hacia atrás, transportando a los heridos sobre los fusiles dispuestos en forma de parihuelas. Un general, con todo su séquito, subió a la fortificación; hablaba con un coronel. Después de mirar severamente a Pedro, descendió, mientras ordenaba a las tropas de infantería que se hallaban detrás que se tendieran sobre el suelo para mejor evitar los tiros. Después de esto, de entre las líneas de la infantería de la derecha de la batería se oyeron voces de mando y redobles de tambor, viéndose avanzar a la infantería en formación. Pedro miraba por encima de la muralla. Un militar le llamaba la atención particularmente: era un oficial joven, que marchaba de espaldas, con la espada baja y que se volvía con inquietud.

Las líneas de la infantería desaparecían entre el humo. Se oían gritos prolongados y frecuentes descargas de fusiles. A los pocos minutos retiraron una cantidad de heridos en literas. Sobre la batería, las bombas empezaban a caer con mucha mayor frecuencia. Algunos soldados estaban tendidos en el suelo. Alrededor de los cañones, los soldados maniobraban con animación. Nadie se acordaba de Pedro. Dos o tres veces le gritaron indignados porque les estorbaba el paso.

El oficial superior de la cara arrugada iba de un cañón al otro dando largas zancadas. El oficial joven y pequeño, cuyo color había subido de punto, dirigía a los soldados con la más rigurosa exactitud. Los soldados pasábanse las municiones, trabajando con un valor admirable. Cuando andaban lo hacían a saltos, como movidos por resortes invisibles.

Se acercaba una tempestad, y aquel fuego, cuyos progresos seguía Pedro con tanta atención, brillaban en todos los rostros. Pedro se hallaba al lado del oficial superior. El oficial joven se dirigió corriendo hacia éste con la mano en la visera.

— Tengo el honor de anunciarle, mi coronel, que no quedan más que ocho cargas. ¿Quiere usted que continúe el fuego?

— ¡Metralla! — gritó casi sin responderle el oficial superior, que miraba más allá de la muralla.

De pronto sucedió algo: el pequeño oficial dejó escapar un «¡ay!» y, doblándose, se desplomó como un pájaro herido.

A los ojos de Pedro todo se volvió extraño, vago y sombrío.

Las balas silbaban una detrás de otra y caían sobre la muralla, sobre los soldados y sobre los cañones. Pedro, que un rato antes no oía aquel silbido, era la única cosa que ahora percibía. De la parte de la batería de la derecha, con un grito de«¡hurra!», los soldados corrían, aunque, según le pareció a Pedro, no iban hacia delante, sino que corrían hacia atrás.

Una bala chocó contra la muralla, delante de donde se hallaba Pedro, y arrancó mucha tierra; una bala negra pasó por delante de sus ojos y en aquel momento algo cayó al suelo.

Los milicianos que entraban en la batería volviéronse hacia atrás corriendo.

— ¡Metralla en todos los cañones! — gritó el oficial.

El cabo corrió hacia el oficial superior y con un murmullo de espanto — igual que un maitre d'hotel informa al hostelero que se ha terminado el vino que piden—le dijo que no tenían más cargas.

— ¡Ladrones! ¿Qué hacen entonces? — gritó el oficial volviéndose hacia Pedro. La cara del oficial ardía; mojada por el sudor, sus hundidos ojos brillaban como ascuas.

—. ¡Corre a las reservas, trae los cajones! — gritó al soldado, mientras lanzaba una mirada irritada a Pedro.

— ¡Ya iré yo! — dijo Pedro.

Sin responderle, el oficial empezó a ir de una parte a otra dando grandes zancadas.

— ¡No tires..., aguarda! — gritó.

El soldado que recibió la orden chocó con Pedro.

—¡Eh, señor! ¡Que estorba!—le dijo, y emprendió la bajada corriendo.

Pedro echó a correr detrás de él, dando una vuelta para no pasar por donde había caído el joven oficial.

Una bala, otra, otra, pasaban por encima de él o caían delante, al lado o detrás. Pedro corría hacia abajo. «¿Dónde voy ahora?», se dijo de pronto, extenuado, cerca de las cajas verdes. Paróse indeciso y se preguntó si era conveniente seguir adelante o volverse atrás. De pronto, un choque terrible le derribó.

En aquel momento, una gran llamarada le iluminó y un ruido como de trueno, seguido de un silbido ensordecedor, estalló en sus oídos. Cuando Pedro volvió en sí se encontró sentado en el suelo, apoyado en sus manos. La caja cerca de la cual había llegado ya no existía. Por encima de la hierba sólo se veían trozos de madera pintada de verde quemados y astillas encendidas; un caballo, pasando por encima de los restos de las camillas, huía, y otro, tendido en el suelo, relinchaba de un modo penetrante.

XVIII

Pedro, demasiado espantado para darse cuenta de lo que acababa de ocurrir, levantóse de un salto y corrió otra vez hacia la batería, como al único refugio contra todos los horrores que le rodeaban.

Cuando entró observó que no se oían los cañonazos y que alguien hacía alguna cosa. Pedro no tuvo tiempo para comprender quiénes eran aquellas gentes. Divisó al coronel, que estaba echado sobre la muralla, vuelto de espaldas a él, como si examinara alguna cosa situada abajo, y a un soldado que, haciendo esfuerzos para librarse de unos hombres que le tenían sujeto por los brazos, gritaba: «¡Hermanos!», y todavía vio otra cosa extraña.

Pero no había tenido tiempo de darse cuenta de que el coronel había muerto y que aquel que gritaba «¡hermanos!» era un prisionero, cuando sus ojos descubrieron, delante de él, a otro soldado, muerto por una bayoneta que le salía por la espalda.

Acababa de llegar a la trinchera cuando un hombre delgado, de tez blanca, cubierto de sudor, con uniforme azul y con la espada en la mano, corrió hacia él gritando algo. Pedro, por un instintivo movimiento de defensa, sin ver del todo a su adversario, cerró contra él, le cogió — era un oficial francés — y con la otra mano le apretó la garganta. El oficial soltó la espada, cogiendo a Pedro por el cuello de su traje.

Durante unos cuantos segundos, los dos se miraron con ojos desorbitados, perplejos; parecía como si no supieran exactamente lo que hacían y lo que debían hacer. «¿Soy yo el prisionero o soy yo quien le ha hecho prisionero?», pensaban los dos. Pero, evidentemente, el oficial francés se inclinaba ante la idea de que el prisionero era él, porque la vigorosa mano de Pedro, movida por el miedo, involuntariamente le iba apretando la garganta cada vez más fuerte. El francés quería decir algo, cuando, de pronto, una bala silbó de un modo siniestro casi al nivel de sus cabezas, y a Pedro le pareció que la bala se había llevado la cabeza del oficial francés, tal fue lo rápido que éste inclinó la cabeza. Pedro también inclinó la suya y abrió las manos. Sin preguntarse quién había hecho un prisionero, el francés volvióse a la batería y Pedro emprendió el descenso, tropezando con muertos y heridos, pareciéndole que éstos se cogían a sus piernas.

Todavía no había llegado abajo cuando tropezó con una masa compacta de soldados rusos que subían corriendo, cayendo, empujándose y profiriendo gritos de alegría y que bravamente se dirigían hacia la batería.

Los franceses que ocupaban la batería huyeron.

Las tropas rusas, con gritos de «¡hurra!», internáronse tanto entre las baterías francesas que fue difícil contenerlas.

En las baterías fue hecho prisionero, entre otros, un general francés herido, al que rodeaban sus oficiales. Una multitud de heridos rusos y franceses, con los rostros deformados por el dolor, marchaban, se arrastraban y eran sacados de la batería sobre parihuelas. Pedro subió la cuesta, donde estuvo más de una hora, y de todo aquel pequeño círculo que tan amistosamente le recibiera no pudo reconocer a nadie. Había muchos muertos que no sabía quiénes eran, entre los cuales, sin embargo, reconoció a alguno. El joven oficial continuaba sentado, doblado del mismo modo, sobre un lago de sangre, cerca de la muralla. El soldado del rostro colorado aún se movía, pero lo dejaron. Pedro corrió hacia abajo.

«Ahora acabarán, sentirán horror de lo que han hecho», pensaba Pedro, sin saber dónde iba, siguiendo a una multitud de camillas que se alejaban del campo de batalla.

El sol, todavía muy alto, estaba cubierto de humo. Por delante, hacia Semeonovskoie, algo se movía entre el humo y las detonaciones. No sólo los cañonazos y las descargas continuaban, sino que aumentaban desesperadamente, igual que un hombre que hace su último esfuerzo.

XIX

Kutuzov estaba sentado, con la cabeza baja, y su pesado cuerpo yacía sobre un montón de alfombras, en el mismo lugar donde Pedro le había visto por la mañana. No daba ninguna orden, limitándose a aceptar o no lo que le proponían.

— Sí, sí, háganlo — respondía a diversas proposiciones —. Sí, ve, hijo mío — decía a uno y a otro de sus subalternos; o bien: No, no es preciso, es preferible atacar.

Escuchaba los informes que se le daban, daba órdenes cuando sus subordinados se las pedían; pero cuando oía los informes parecía no interesarle el sentido de las palabras que le decían, sino alguna otra cosa, como la expresión del rostro y el tono de la voz de los que le hablaban.

A las once de la mañana le dieron la noticia de que las avanzadas ocupadas por los franceses habían sido tomadas de nuevo, pero que Bagration estaba herido. Kutuzov exclamó: «¡Ah!», e inclinó la cabeza.

— Vete a ver al príncipe Pedro Ivanovich y entérate con detalle de lo que ocurre — dijo a uno de sus ayudantes de campo; después se dirigió al príncipe de Wurtemberg, que se encontraba detrás de él.

— ¿No desea Vuestra Alteza tomar el mando del primer cuerpo de ejército?

Poco después de haber partido el Príncipe, el ayudante de campo, que no había tenido tiempo de llegar a Semeonovskoie, volvió y anunció al Serenísimo que el Príncipe pedía refuerzos.

Kutuzov arrugó las cejas y dio a Dokhturov la orden de encargarse del mando del primer ejército y pidió hicieran volver al Príncipe, del cual, según decía, no podía prescindir en aquellos importantes momentos.

Cuando, procedente del flanco izquierdo, llegó Chibinin corriendo con la noticia de que los franceses habían tomado las avanzadas y Semeonovskoie, Kutuzov, adivinando por los rumores llegados del campo de batalla y por la cara de Chibinin, que la situación no era buena, se levantó como si lo hiciera para estirar las piernas y, cogiendo a Chibinin por el brazo, se lo llevó aparte.

— Ve allí, querido, y mira si puede hacerse algo — le dijo.

Kutuzov se encontraba en Gorki, en el centro de la posición del ejército ruso. El ataque de Napoleón contra el flanco izquierdo había sido rechazado muchas veces. El centro de los franceses no había pasado de Borodino, y en el flanco izquierdo la caballería de Uvarov había hecho retroceder al enemigo.

A las tres cesaron los ataques de los franceses. Por las caras de los que llegaban del campo de batalla y por las de los que le rodeaban, Kutuzov comprendía que la tensión había llegado al máximo.

Kutuzov estaba satisfecho del inesperado éxito de aquel día, pero sus fuerzas le abandonaban. La cabeza se le inclinaba frecuentemente hacia delante y se dormía. Le sirvieron la comida. El ayudante de campo del Emperador, Volsogen, se acercó a Kutuzov durante la comida. Venía de parte de Barclay para darle cuenta de la marcha de las cosas en el flanco izquierdo. El prudente Barclay, viendo una multitud de heridos que huían y que las líneas de atrás se dislocaban, pesando todas las circunstancias del asunto, había decidido que la batalla estaba perdida y enviaba esta noticia al General en jefe por conducto de su favorito.

Kutuzov mascaba dificultosamente un pollo asado mientras miraba con su pequeño y vivo ojo a Volsogen. Este, con paso negligente y una sonrisa casi desdeñosa, se acercó a Kutuzov, tocándose apenas la visera. Delante del Serenísimo afectaba una especie de negligencia que tenía por objeto mostrar que él, militar instruido, dejaba a los rusos el trabajo de convertir en un ídolo a aquel viejo inútil, aunque sabía perfectamente con quién había de habérselas. «Der alte Herr—como llamaban los alemanes entre ellos a Kutuzov—mach es sich ganz beguem », pensaba Volsogen mientras lanzaba una mirada severa a los platos que Kutuzov tenía delante. Empezó por recordar al «viejo señor» la situación de la batalla en el flanco izquierdo, tal como Barclay le había ordenado que hiciera y tal como él mismo la veía y la comprendía.

— Todos los puntos de nuestra posición están en manos del enemigo; no sabemos qué hacer para retroceder, porque no tenemos bastantes tropas y éstas todavía huyen, siendo imposible detenerlas.

Kutuzov dejó de masticar y, extrañado, como si no entendiera bien lo que le decía, fijó su mirada en Volsogen, el cual, al observar la emoción del «viejo señor», dijo con una sonrisa:

— Creo que no tengo derecho a ocultar a Vuestra Excelencia lo que he visto: las tropas están completamente desorganizadas.

— ¿Lo ha visto usted? ¿Usted? — exclamó Kutuzov frunciendo el ceño, levantándose y acercándose a Volsogen —. ¿Usted...? ¿Cómo se atreve...?—gritó haciendo un gesto amenazador con su temblorosa mano, mientras resollaba —. ¿Cómo se atreve usted a decírmelo a mí? Usted no sabe nada. Diga de mi parte al general Barclay que sus informaciones son falsas y que yo, el General en jefe, conozco mejor que él la marcha de la batalla.

Volsogen quiso decir algo, pero Kutuzov le interrumpió:

— El enemigo ha sido rechazado en el flanco izquierdo y vencido en el derecho. Si usted lo ha visto mal, no le permito que diga lo que no sabe. Hágame el favor de regresar al lado del general Barclay y transmitirle para mañana la orden terminante de atacar al enemigo — dijo severamente Kutuzov.

Todos callaban; únicamente se oía el resollar del viejo General.

—Son rechazados por todas partes, por lo que doy gracias a Dios y a nuestro viejo ejército. ¡El enemigo está vencido y mañana le echaremos de nuestra santa Rusia! — dijo Kutuzov persignándose; de pronto se echó a llorar.

Volsogen encogióse de hombros, hizo una mueca y sin decir una palabra se retiró a un lado, admirado ueber diese Eingenommenheit des alten Herr .

— ¡Ah! ¡He aquí a mi héroe! — exclamó Kutuzov al ver al General, buen mozo, muy gordo, de negra cabellera, que en aquel momento subía la cuesta. Era Raiewsky, que durante todo el día habíase encontrado en el puente principal del campo de Borodino.

Raiewsky explicaba que las tropas aguantaban firmes en las posiciones y que los franceses no se atrevían a atacarles.

Después de escucharle, Kutuzov dijo:

—Así, pues, ¿no piensa usted, «como los demás», que estamos obligados a retirarnos?

— Al contrario, Alteza, en las batallas indecisas siempre el más terco es el que vence, y mi parecer es...

Kutuzov llamó a su ayudante de campo.

— Kaissarov, siéntate y escribe la orden del día para mañana. Y tú—dijo a otro—, ve a la línea y diles que mañana atacaremos.

Durante esta conversación con Raiewsky, y mientras Kutuzov dictaba la orden, Volsogen regresó de hablar con Barclay y dijo que el General deseaba tener por escrito la confirmación de la orden del General en jefe.

Kutuzov, sin mirar a Volsogen, ordenó escribir la orden que pedía el antiguo General en jefe para evitarse, y con razón, la responsabilidad personal. Y, por lazo misterioso indefinible, que extendía por todo el ejército la misma impresión, y que se llama el espíritu del ejército y que es el nervio principal de la guerra, las palabras de Kutuzov fueron transmitidas momentáneamente a todos los puntos del ejército. No eran las mismas palabras, no era la orden que se transmitía hasta los últimos eslabones de aquella cadena, pues en los relatos transmitidos de un punto a otro del ejército no había nada que se pareciese a lo que dijera Kutuzov, pero el sentido de sus palabras se comunicaba por todas partes, porque las palabras de Kutuzov no venían de consideraciones hábiles, sino del sentimiento que era el alma del General en jefe, como lo era de toda la Rusia.

Al saber que al día siguiente atacarían al enemigo, mientras aguardaban de las esferas superiores del ejército la afirmación de lo que les era grato de creer, los hombres, agotados, se rehicieron y adquirieron nuevo valor.

XX

El regimiento del príncipe Andrés estaba en la reserva; hasta las dos se mantuvo inactivo detrás del pueblo de Semeonovskoie, bajo el vivo fuego de la artillería. A las dos, el regimiento, que había perdido más de doscientos hombres, fue puesto en movimiento, avanzando por los campos de centeno pisoteados, en el espacio comprendido entre el pueblo y la batería de la colina, donde durante la mañana millares de hombres habían muerto y ahora se dirigía el fuego concentrado de algunos centenares de cañones enemigos.

Sin moverse de aquel lugar y sin disparar un solo cañonazo, el regimiento perdió un tercio de sus soldados. Delante, y particularmente a la derecha, donde la humareda no se disipaba, los cañones retumbaban y por encima de la extensión misteriosa que el humo cubría volaban las balas y las granadas sin descanso, con estridentes silbidos.

Por dos veces, y como para descansar, las balas y las granadas, durante un cuarto de hora, pasaron de largo. Por el contrario, otras veces los proyectiles ocasionaban muchas bajas en un solo minuto, y a cada instante debían retirar a los muertos y recoger a los heridos.

A cada nuevo tiro, los que todavía no habían muerto perdían las probabilidades de salir vivos. El regimiento estaba formado en columnas, por batallones, a intervalos de trescientos pasos, pero a pesar de ello todos los hombres se hallaban bajo la misma impresión.

Todos permanecían igualmente silenciosos y herméticos. Casi no se oía ninguna conversación entre las filas y éstas deteníanse cada vez que estallaba un disparo y se oía el grito de: «¡Camilla!». La mayor parte del tiempo los soldados lo pasaban sentados en el suelo, según la orden. Uno, quitándose la gorra, la desplegaba con mucho cuidado y otra vez volvía a rehacer sus pliegues; otro, después de deshacer algunos terrones de tierra húmeda, frotaba con ella la bayoneta; un tercero se desceñía el cinto y arreglaba la hebilla; otro se arreglaba atentamente las polainas, calzándose de nuevo. Algunos construían casitas con tierra o barraquitas y pequeños pajares. Todos parecían absortos por sus ocupaciones. Cuando había muertos o heridos, cuando aparecían las camillas, cuando los rusos volvían, cuando a través del humo se veían grandes masas enemigas, nadie prestaba atención, pero cuando la caballería y la artillería pasaban delante, allá donde se advertían los movimientos de la infantería rusa, de todas partes se escuchaban reflexiones animosas. Pero lo que merecía la mayor atención eran los acontecimientos completamente extraños y sin ninguna relación con la batalla. El interés de aquella gente, moralmente dormida, parecía que se apoyara en las cosas ordinarias de la vida. La batería de artillería pasó delante del regimiento. Un caballo se enredó las bridas con las cajas. «¡Eh! Carretero, arréglalo. ¿No ves que va a caerse?», gritaban de todas las líneas del regimiento. Otra vez la atención general fue atraída por un perrito negro, de cola tiesa, venido de Dios sabe dónde, que corriendo, asustado, apareció delante de los soldados y que después, de pronto, espantado por una bala que cayó muy cerca de él, aulló y, con el rabo entre piernas, se dejó caer de lado. Pero estas distracciones duraban pocos minutos y los hombres ya hacía ocho horas que estaban allí sin comer, inactivos, bajo el horror incesante de la muerte, y sus caras amarillas y sombrías empalidecían y se oscurecían cada vez más.

El príncipe Andrés, como todos los hombres de su regimiento, estaba pálido y tenía las cejas fruncidas. Con las manos detrás de la espalda y la cabeza baja se paseaba de acá para allá por un campo de centeno. No tenía nada que hacer, ninguna orden que dar. Todo marchaba por sí solo. Los muertos eran conducidos detrás del frente, se retiraba a los heridos y las líneas se rehacían. Si los soldados se apartaban, volvían corriendo. El príncipe Andrés, convencido, de momento, de que su deber entonces era excitar el valor en sus soldados y darles ejemplo, no tardó en convencerse de que no debía enseñar nada a nadie. Todas las fuerzas de su alma, como las de sus soldados, se concentraban conscientemente en el esfuerzo continuo de no contemplar el horror de la situación. Marchaba por el campo arrastrando los pies, pisaba la hierba y miraba el polvo que le cubría las botas. A veces paseaba a grandes pasos, tratando de pisar sobre las huellas que habían dejado los segadores; otras veces contaba los pasos, calculaba cuántas veces habría de pasar de un surco a otro para andar una versta, o bien arrancaba una brizna de absenta que crecía en el margen de un surco, se frotaba con ella las manos y aspiraba su amargo y fuerte perfume. De todo el cansancio del día anterior no quedaba nada. No pensaba, escuchaba los mismos sonidos con el oído cansado, distinguía el silbido del paso de los proyectiles y examinaba la cara de los soldados del primer batallón, que conocía muy bien, y esperaba. «He aquí otra..., ¡ésta es para nosotros!», pensó al oír el silbido de algo envuelto en humo que se acercaba. «Una, dos. ¡Ah! ¡Ya está!»; se detuvo, miró a las filas. «No. Ha pasado por encima. ¡Ésta sí que caerá!» Y volvió a andar dando largas zancadas para llegar al surco en dieciséis pasos. Un silbido..., una detonación. Cinco pasos más allá, la tierra había sido removida y la bala había desaparecido. Sintió un escalofrío que le recorrió la espalda y volvióse para mirar a las filas. Debía de haber muchos muertos. Una gran muchedumbre se amontonaba alrededor del segundo batallón.

— ¡Señor ayudante de campo! — gritó —. ¡Dé orden de que no se amontonen! — El ayudante de campo ejecutó la orden y se acercó al príncipe Andrés. El comandante del batallón también se acercaba a caballo.

— ¡Tenga cuidado! — dijo un soldado con voz de espanto, y como un pájaro que silbando en un rápido vuelo se posa en el suelo, casi sin ruido, una granada cayó a los pies del príncipe Andrés, cerca del comandante del batallón. El caballo del primero, sin preguntar si estaba bien o no el demostrar miedo, relinchó, encabritóse, faltando poco para que tirara al jinete, y saltó a un lado. El miedo del caballo se contagió a los hombres.

— ¡Al suelo! — gritó la voz del ayudante de campo dejándose caer sobre la hierba. El príncipe Andrés permanecía de pie, indeciso. La granada, humeante, daba vueltas como un trompo entre él y el ayudante de campo, curvado cerca de una mata de absenta.

«Es la muerte — pensó el príncipe Andrés mirando con un ojo nuevo y envidioso la hierba, la absenta, el humo que se levantaba de la bola negra que había caído —. ¡No puedo, no quiero morir! Quiero la vida, amo esta hierba, la tierra, el aire...», pensó esto, pero al mismo tiempo recordó que le miraban, y dijo al ayudante de campo:

— Es una vergüenza, señor oficial, que...

No terminó. En el mismo momento, un estallido, un silbido, un ruido como de cristales rotos, el olor sofocante de la pólvora, y el príncipe Andrés volvióse sobre sus talones, levantó los brazos y cayó de bruces al suelo.

Algunos oficiales corrieron; del lado derecho del abdomen brotaba la sangre y empapaba la hierba.

Los milicianos, provistos de una camilla, detuviéronse unos pasos más allá. El príncipe Andrés yacía de bruces sobre la hierba, respirando muy fatigosamente.

— ¿Por qué os detenéis? ¡Adelante!

Los campesinos se acercaron, le cogieron por debajo de los sobacos y por las piernas, pero al oírle gemir dolorosamente se miraron unos a otros y le dejaron.

— Cógele, ponlo aquí. ¡No importa! — dijo una voz.

Le recogieron de nuevo y le depositaron sobre la camilla— ¡Dios mío, Dios mío, en el vientre! ¡Ha concluido ¡Dios mío! — se oía entre los oficiales.

— ¡Me ha pasado rozando la cabeza! ¡Me he librado por un pelo! — decía el ayudante de campo.

Los campesinos, después de colocarse la camilla sobre los hombros, siguieron con paso vivo el camino hacia la ambulancia.

— ¡Eh, campesinos, al paso! — gritó el oficial cogiendo por un hombro a los que no andaban con regularidad y sacudían la camilla.

— ¡Cuida de ir al paso! — dijo el que iba delante.

— ¡Buena la hemos hecho! — dijo alegremente el que iba detrás, al tropezar.

— ¡Excelencia! ¡Príncipe! — gritaba Timokhin corriendo y mirando a la camilla.

El príncipe Andrés abrió los ojos. Miró fuera de la camilla, para ver quién le hablaba, pero la cabeza le cayó pesadamente y de nuevo cerró los ojos.

Los campesinos condujeron al príncipe Andrés cerca del bosque, donde se encontraban los carros y las ambulancias.

La ambulancia comprendía tres tiendas que se abrían sobre la hierba de un bosque de sauces. Los caballos y las carretas se encontraban en el bosque. Los caballos comían centeno en los morrales y los gorriones venían a picar los granos que caían; los cuervos, que olían la sangre, graznaban atrevidamente y volaban entre los árboles. En torno a las tiendas, en un espacio de más de dos deciatinas, se hallaban unos hombres manchados de sangre, vestidos de diversos modos, que permanecían tendidos, sentados o de pie. Cerca de los heridos se estacionaban los soldados que, conducían las camillas, a los cuales los oficiales daban en vano la orden de apartarse.

Sin obedecer a los oficiales, los soldados quedábanse apoyados en las camillas, y con la mirada fija, como si trataran de comprender la importancia del espectáculo, miraban lo que ocurría delante de ellos. De las tiendas salían a veces gemidos agudos e iracundos, pero otras veces eran plañideros. De vez en cuando, los enfermeros iban por agua e indicaban cuáles habían de ser trasladados. Los heridos que aguardaban turno, cerca de la tienda, gemían, lloraban, gritaban, pedían aguardiente, y algunos deliraban.

Pasando por encima de los heridos todavía no curados, condujeron al príncipe Andrés, jefe de regimiento, al lado de una de las tiendas, y los soldados quedáronse esperando órdenes. El príncipe Andrés abrió los ojos, pero durante mucho rato no pudo comprender qué ocurría a su alrededor: el campo, la absenta, la tierra, la bala negra dando vueltas y su anhelo apasionado por la vida volviéronle la memoria. A dos pasos de él, un suboficial alto y fuerte, de cabellos negros, con la cabeza vendada, que se apoyaba en un tronco, hablaba fuerte llamando la atención de todos. Estaba herido en la cabeza y en la pierna. A su alrededor, una multitud de heridos y conductores de camillas escuchaban ávidamente sus palabras.

— ¡Cuando los hemos echado de allí, lo han abandonado todo, y hemos cogido prisionero al rey! — gritaba el soldado mirando a su alrededor con ojos brillantes —. Si en aquel momento hubieran llegado las reservas, te aseguro que no queda ni rastro. Estoy convencido, yo te digo...

El príncipe Andrés, como todos los demás que escuchaban al narrador, mirábale con ojos brillantes y experimentaba un sentimiento consolador: «Pero ¿qué me importa? ¿Qué debe ocurrir allá abajo? ¿Por qué sentimos tanto el dejar esta vida...? ¿Existe en la vida algo que no comprendía y que todavía no comprendo?», pensaba.

XXI

Uno de los médicos, con el delantal y las manos llenos de sangre, salió de la tienda con un cigarro, cogido, para no mancharlo, entre el dedo pulgar y el auricular. Levantó la cabeza y miró por encima de los heridos. Evidentemente, salía a respirar un poco. Después de volver la vista a derecha y a izquierda, gimió y bajó la vista.

— ¡Vamos, enseguida! —respondió a las palabras del enfermero que le señalaba al príncipe Andrés, ordenando que le condujeran al interior de la tienda.

De entre la multitud de heridos que aguardaban se levantó un rumor.

— Por lo que se ve, hasta en el otro mundo los señores se dan mejor vida — dijo alguien.

El príncipe Andrés fue trasladado a la tienda y colocado sobre una mesa limpia, de la que el enfermero hacía escurrir algo. El príncipe Andrés no podía discernir todo lo que se hacía dentro de la tienda: los lastimeros gemidos que oía a su alrededor y los dolores intolerables de su espalda y de su abdomen le distraían. Todo lo que veía allí confundíase en una impresión general de cuerpos humanos desnudos, llenos de sangre, que cubrían el suelo de la tienda.

En la tienda había tres mesas: dos estaban ocupadas. Colocaron al príncipe Andrés sobre la tercera. Le dejaron un momento, y, sin proponérselo, vio lo que pasaba en las otras mesas. En la que estaba más cerca veíase extendido un tártaro, probablemente un cosaco, según se podía deducir por el uniforme que tenía cerca. Cuatro soldados le sujetaban. El médico, con lentes, hacía algo en su cuerpo moreno y musculoso.

— ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! — gritaba el tártaro. Y de pronto, mostrando su cara musculosa, negra, de nariz breve y dientes blancos, empezó a debatirse, a agitarse, a lanzar gritos estridentes. Sobre la otra mesa, rodeado de muchas personas, con la cabeza echada hacia atrás — el color del cabello rizado y la forma de la cabeza le parecían extrañamente conocidos al príncipe Andrés —, estaba otro hombre. Algunos enfermeros le aguantaban, apoyándose sobre su pecho. Una de sus piernas, larga y blanca, se agitaba continuamente en un temblor convulsivo. Aquel hombre sollozaba febrilmente y se cubría. Dos médicos silenciosos — el uno estaba pálido y temblaba — hacíanle algo en la otra pierna, de un color rojo subido.

Cuando hubieron acabado con el tártaro, sobre el que extendieron una manta, el doctor de los lentes se acercó al príncipe Andrés mientras se secaba las manos.

Al ver la cara del príncipe Andrés se volvió rápidamente.

— ¡Desnudadlo! ¿Qué hacéis ahí como unos pasmados? — gritó severamente a los enfermeros.

La imagen de, su primera infancia apareció en la memoria del príncipe Andrés cuando el enfermero, con mano inhábil y subidas las mangas, le desabrochó el uniforme y le quitó la ropa.

El doctor se inclinó sobre la herida, la tocó, dio un profundo suspiro y enseguida llamó a alguien. El espantoso dolor en el abdomen había hecho perder el sentido al príncipe Andrés. Cuando volvió en sí ya tenía fuera los trozos rotos de fémur, un trozo de carne destrozada, y limpia la herida; le echaban agua sobre la cara. Así que abrió los ojos, el doctor se inclinó ante él, besándole, y se alejó rápidamente.

Después de tanto padecer, el príncipe Andrés experimentó un bienestar como no había experimentado desde mucho tiempo antes. Todos los mejores momentos de su vida, los más felices, particularmente la infancia más lejana, cuando le desnudaban y le metían en la cama y la vieja criada le cantaba mientras le balanceaba, cuando, con la cabeza escondida entre almohadas, se sentía feliz con la sola conciencia de la vida. Todos aquellos instantes se le presentaban en su imaginación no como el pasado, sino como la realidad presente.

Alrededor de aquel herido cuya cabeza no era desconocida del príncipe Andrés, los médicos trabajaban. Le levantaron, procurando calmarle.

— ¡Enseñádmela! ¡Oh, oh, oh!

Sus gemidos eran interrumpidos por sollozos de espanto y de resignación ante el dolor.

Al oír aquellos gemidos, el príncipe Andrés quiso llorar. Y fuera porque moría sin gloria o porque sentía separarse de la vida, ya fuera a causa de los recuerdos de su infancia, desaparecidos para siempre, o bien porque padeciera con el dolor de los demás y por aquellos plañideros gemidos, hubiera querido llorar con lágrimas de niño, dulces, casi alegres.

Enseñaron al herido su pierna cortada, calzada todavía y con la sangre seca.

— ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —lloriqueó como una mujer.

El doctor, de pie ante el herido, evitaba que Andrés pudiera verlo, al que se apartó.

«¡Dios mío! ¿Qué es esto?», se dijo el príncipe Andrés.

En el hombre desgraciado que lloraba, y al cual acababan de cortarle la pierna, el príncipe Andrés creyó reconocer a Anatolio Kuraguin. Sostenían a Anatolio por la axila, mientras le ofrecían un vaso de agua, cuyo borde casi no podía coger con sus temblorosos e hinchados labios. Anatolio sollozaba penosamente.

«¡Sí, es él! ¡Sí, este hombre está ligado a mí por algo íntimo y doloroso!», pensó el príncipe Andrés sin reconocer todavía del todo al que se encontraba delante de él. «¿Qué lazo existe entre este hombre, mi infancia y mi vida?», se preguntaba, sin encontrar respuesta. De pronto un recuerdo nuevo, inesperado, del dominio de la infancia, puro y amoroso, se presentó al príncipe Andrés. Recordaba a Natalia tal como la había visto por primera vez en el baile de 1810, con su fino cuello, sus brazos, su cara resplandeciente y asustadísima, dispuesta al entusiasmo, y su amor y su ternura para con ella se despertaron más fuertes que nunca en su alma. Ahora recordaba qué lazo existía entre él y aquel hombre que, a través de las lágrimas que le inflamaban los ojos, le miraba vagamente. El príncipe Andrés se acordó de todo: y la piedad y el entusiasmo y el amor por aquel hombre le llenaron de alegría el corazón.

El príncipe Andrés no pudo contenerse más. Lloraba lágrimas dulces, amorosas, por los demás, por sí mismo, por los errores ajenos, por los errores propios.

«La misericordia, el amor por los demás, el amor por los que nos aman, el amor por los que nos odian, el amor por nuestros enemigos. Sí, este amor que Dios ha predicado en la tierra es el mismo que me enseñaba la princesa María y que yo no sabía comprender. Por esto siento abandonar la vida. He aquí lo que en mí habría si viviera, pero es ya demasiado tarde, lo sé.»

XXII

Algunas docenas de miles de hombres vestidos de uniforme yacían muertos, en distintas posiciones, en los campos propiedad del señor Davidov y de los campesinos del Tesoro, en aquellos campos y en aquellos prados donde durante siglos los campesinos de los pueblos de Borodino, Gorki, Schevardin y Semeonovskoie recogían sus cosechas y hacían pastar a sus rebaños.

En las ambulancias y en el espacio de una deciatina, la hierba y la tierra estaban empapadas de sangre. La muchedumbre de heridos y soldados de diversas armas con cara de espanto marchaban a Mojaisk o hacia Valuievo. Otros, atormentados, hambrientos y conducidos por sus correspondientes jefes, avanzaban hacia delante. Otros quedábanse donde estaban y empezaban a tirar.

Por todos los campos, antes tan bellos y alegres, se confundían las bayonetas y las humaredas brillantes al sol, la niebla, la humedad y el acre hedor de la pólvora y de la sangre. Las nubes se habían acumulado y una lluvia menuda empezaba a caer sobre los muertos y los heridos y sobre la gente espantada y cansada, que dudaba ya, como si aquella lluvia quisiera decir: «¡Basta, basta! ¡Hombres, deteneos, sosegaos, pensad en lo que hacéis!» Los hombres de uno y otro ejército, fatigados, hambrientos, empezaron a dudar igualmente de si era preciso continuar matándose los unos a los otros; en todos los rostros se observaba la vacilación, y cada uno se planteaba la pregunta: «¿Para qué? ¿Por qué he de matar o ser matado? ¡Matad si queréis, haced lo que queráis, yo ya estoy harto!» Hacia la tarde, este pensamiento maduraba por igual en el alma de cada uno.

Todos aquellos hombres podían, en cualquier momento, horrorizarse de lo que estaban haciendo, abandonarlo todo y huir.

Pero, a pesar de que al final de la batalla los hombres sintieran ya todo el horror de sus actos, con todo y que se hubieran sentido muy contentos deteniéndose, una fuerza incomprensible, misteriosa, continuaba reteniéndolos, y los artilleros, sudando a chorro, sucios de pólvora y de sangre, reducidos a una tercera parte, sin poderse tener en pie, ahogándose de fatiga, continuaban conduciendo cargas, cargando, apuntando, encendiendo la mecha y las balas, que, con la misma rapidez y la misma crueldad, continuaban volando de una parte a otra y destrozaban cuerpos humanos. Esta obra terrible, que se hacía no por voluntad de los hombres, sino por la voluntad de aquel que dirige a los hombres y al mundo, continuaba cumpliéndose.

Cualquiera que hubiese visto las últimas filas del ejército ruso hubiera dicho que los franceses no tenían que hacer más que un ligero esfuerzo para aniquilarlo. Cualquiera que viera la retaguardia francesa hubiese dicho que los rusos no tenían que hacer más que un pequeño esfuerzo para destruir a los franceses. Pero ni los franceses ni los rusos hicieron este esfuerzo y el fuego de la batalla se extinguió lentamente.

Pero aunque el objetivo del ejército ruso hubiera sido el de aniquilar a los franceses, no hubieran podido hacer este último esfuerzo, porque todas las tropas rusas estaban batidas y no había una sola parte del ejército que no hubiera padecido mucho en la batalla, pues los rusos, al resistir sin moverse de su sitio, habían perdido la mitad de su ejército. Los franceses, que habían conseguido el récord de las victorias obtenidas en quince años, con la seguridad en la invencibilidad de Napoleón y la conciencia de que se habían apoderado de una parte del campo de batalla, que sólo habían perdido una cuarta parte de sus hombres y que la guardia, de veinte mil hombres, estaba intacta, los franceses sí que podían hacer aquel esfuerzo. Los franceses, que esperaban al ejército ruso para desalojarlo de sus posiciones, habían de hacer este esfuerzo, pues mientras los rusos cerraran como antes el camino de Moscú, el objetivo de los franceses no había podido lograrse y todos sus esfuerzos y todas sus pérdidas eran inútiles. Sin embargo, los franceses no hicieron este esfuerzo. Algunos historiadores dicen que Napoleón debió haber hecho entrar en acción a su vieja guardia para ganar la batalla. Decir lo que hubiera pasado si Napoleón hubiese cedido su vieja guardia es igual que decir lo que pasaría si el otoño se convirtiera en primavera. Tal cosa no podía ser y no fue. Napoleón no dio su guardia no porque lo quisiera así, sino porque no podía.

Todos los generales, oficiales y soldados del ejército francés sabían que no podía hacerlo, porque el espíritu del ejército no lo permitía.

No era solamente Napoleón el que experimentaba esa sensación propia de un sueño, de la mano que cae impotente, sino que todos los generales y todos los soldados del ejército francés, hubieran participado o no en el combate, después de la experiencia de todas las batallas precedentes, en las que el enemigo huía siempre después de esfuerzos diez veces menores, experimentaba un sentimiento parecido al horror ante un enemigo que después de haber perdido la mitad de su ejército, al final de la batalla continuaba tan amenazador como al principio. La fuerza moral del ejército francés que atacaba se había agotado. Los rusos no obtuvieron en Borodino la victoria que se definía por unos harapos clavados en palos elevados en el espacio, que se llaman banderas, pero obtuvieron una victoria moral: la victoria que convence al enemigo de la superioridad moral de su adversario y de su propia debilidad. La invasión francesa, cual bestia rabiosa que ha recibido en su huida una herida mortal, se sentía vencida, pero no podía detenerse, de la misma manera que el ejército, dos veces más débil, tampoco podía ceder. Después del choque, el ejército francés todavía podría arrastrarse hasta Moscú, pero allí, por un nuevo esfuerzo del ejército ruso, había de morir desangrado por la herida mortal recibida en Borodino.

El resultado directo de la batalla de Borodino fue la marcha injustificada de Napoleón a Moscú, su vuelta por el viejo camino de Smolensk, la pérdida de un ejército de quinientos mil hombres y la de la Francia napoleónica, sobre la cual se posó en Borodino, por primera vez, la mano de un adversario moralmente más fuerte.

UNDÉCIMA PARTE

I

Cuando tocaba a su fin la batalla de Borodino, Pedro abandonó por segunda vez la batería de Raiewsky y, con un grupo de soldados, se dirigió a campo traviesa a Kniazkovo, donde se unió a la ambulancia.

Pero al ver la sangre y oír los gritos y los gemidos se apresuró a alejarse, confundido con los soldados. Un solo afán llenaba su alma: salir lo antes posible de allí, olvidar las horribles impresiones del día y echarse a dormir tranquilamente en su habitación, en su cama. Se daba cuenta de que sólo en condiciones normales de vida podría comprender todo lo que había visto y experimentado. Pero le faltaban estas condiciones.

Ni balas ni granadas silbaban ya en el camino, pero por todas partes veía lo mismo que allá abajo, en el campo de batalla: las mismas caras atormentadas, llenas de dolor, extrañamente transfiguradas; la misma sangre, los mismos capotes... Y oía las mismas descargas de fusilería, lejanas pero no por eso menos aterradoras. Además, el polvo y el calor eran asfixiantes.

Pedro y los soldados se dirigieron, a través de la densa oscuridad, a Mojaisk. Los gallos cantaban cuando comenzaron a subir la pronunciada cuesta que conducía al pueblo.

El albergue estaba totalmente ocupado. Pedro pasó al patio, subió al coche y reclinó la cabeza sobre los cojines.

Al levantarse al día siguiente ordenó que enganchasen, pero él atravesó el pueblo a pie.

Ya las tropas comenzaban a salir de la población, dejando detrás diez mil heridos. Se los veía en los patios y en las ventanas de las casas; otros se agrupaban en la calle. Cerca de las ambulancias se oían gritos, invectivas, golpes. Pedro ofreció un sitio en su coche a un general herido al que conocía y le acompañó hasta Moscú.

El día 30 entró en la ciudad.

Cuando llegó a su casa era noche cerrada. En él salón halló a ocho personas: el secretario del comité, el coronel de su batallón, su administrador y diversos solicitantes que iban a verle para que los ayudase a resolver sus asuntos. A Pedro le eran indiferentes aquellos asuntos, de los que no sabía ni una palabra, y contestó a las preguntas que le dirigieron con el único fin de librarse de aquellas gentes. Cuando se quedó solo, al fin, abrió y leyó una carta de su mujer. Aturdido, empezó a murmurar: «Los soldados de la batería..., el viejo..., el príncipe Andrés muerto... La sencillez, la sumisión a Dios... Hay que sufrir..., la importancia de todo... Mi mujer..., es preciso ponerse de acuerdo..., hay que comprender y olvidar...» Y acercándose a la cama se echó en ella sin desnudarse y se quedó dormido.

Cuando despertó a la mañana siguiente le aguardaban en el salón diez personas que tenían necesidad de verle. Pedro se vistió a escape, pero, en lugar de ir a verlas, bajó la escalera de servicio y por la puerta de la cochera salió a la calle.

A partir de entonces, y hasta el fin del saqueo de la ciudad, nadie volvió a verle ni supo dónde se hallaba, a pesar de que se le buscó por todas partes.

II

Los Rostov permanecieron en Moscú hasta el día 1° de septiembre, es decir, hasta la víspera de la entrada del enemigo.

Por causa de la indolencia del Conde, llegó el 28 de agosto sin que se hubiera llevado a cabo ningún preparativo de marcha, y los carros que se esperaban, procedentes de los dominios de Riazán, para llevarse los muebles, no aparecieron hasta el día 30.

Durante estos tres días, la ciudad entera estuvo en movimiento, haciendo preparativos. Por la puerta Dorogomilov entraban diariamente millares de heridos de la batalla de Borodino, mientras millares de carros cargados de muebles y de habitantes salían por otras puertas.

Se adivinaba que iba a descargar pronto la tormenta, volviéndolo todo de arriba abajo, pero hasta el primer día de septiembre no se verificó ningún cambio.

Moscú continuaba su vida habitual. Era como el criminal a quien se lleva al suplicio y que, aun sabiendo que va a morir, mira sin cesar a su alrededor y se arregla el sombrero, que lleva mal puesto.

Durante los tres días que precedieron a la ocupación de Moscú, toda la familia Rostov trabajó con afán. El jefe, conde Ilia Andreievitch, iba y venía sin cesar, recogiendo las noticias y rumores que circulaban, y en la casa daba órdenes superficiales y apresuradas sobre los preparativos de la huida.

La Condesa se mostraba descontenta de todo; buscaba a Petia, que huía siempre de ella, y tenía celos de Natacha, con quien él estaba a todas horas. Sonia era la única que se ocupaba prácticamente de todo. Pero Sonia estaba triste y silenciosa. La carta de Nicolás en que hablaba de la princesa María había inspirado, en presencia suya, comentarios alegres de la Condesa, que en este encuentro de su hijo con María veía la mano de Dios.

—Los esponsales de Bolkonski con Natacha no me regocijaron — decía —, pero ahora tengo el presentimiento de que Nicolás se casará con la princesa María, como es mi deseo. Eso sería sumamente agradable.

No obstante su dolor, o quizás a causa de él, Sonia echaba sobre sus hombros todo el peso del trabajo de la casa, lo cual la tenía ocupada el día entero. Siempre que el Conde y la Condesa querían dar órdenes se dirigían a ella. Petia y Natacha no sólo no ayudaban, sino que molestaban a todo el mundo, llenando la casa con sus risas, sus gritos y sus discusiones. Reían y se regocijaban no porque tuvieran motivo para ello, sino porque eran de carácter alegre y estaban contentos, y cualquier cosa los hacía reír y alborotar. Petia se sentía alborozado porque, habiendo salido de su casa siendo un niño, volvía a ella convertido en un hombre valeroso. También estaba contento porque pensaba batirse en Moscú, recuperando así el tiempo que había perdido en Bielaia—Tzerkov. Y, sobre todo, lo estaba porque veía a Natacha feliz. Y Natacha estaba alegre porque había estado triste mucho tiempo, porque nada le recordaba la causa de su tristeza y porque se sentía a gusto. Y también porque Petia la admiraba, y la admiración era para ella un elemento necesario. Los dos hermanos estaban gozosos también porque se avecinaba la guerra a Moscú, porque la gente pensaba batirse en las murallas, porque comenzaba la distribución de armas, porque todo el mundo corría, porque, en general, pasaban cosas extraordinarias, y esto divierte siempre a los jóvenes.

III

EL sábado 31 de agosto todo andaba manga por hombro en casa de los Rostov. Las puertas estaban abiertas; los muebles, fuera de sitio; los cuadros y los espejos, descolgados. En las habitaciones se veían cofres, heno, papel de embalaje, cuerdas, todo esparcido por el suelo. Los criados iban sacando las cosas poco a poco. En el patio se cruzaban los carros vacíos con los ya repletos. Las voces y los pasos de domésticos y campesinos recién llegados resonaban en toda la casa. El Conde había salido muy de mañana. La Condesa, a la que el ruido y el movimiento producían dolor de cabeza, estaba echada en un diván con compresas de vinagre en las sienes.

Petia había ido a ver a un amigo con quien tenía intención de pasar de la milicia al servicio activo. Sonia presenciaba en la sala el embalaje de cristales y porcelanas. Natacha estaba sentada en su dormitorio, cuyo entarimado se hallaba materialmente cubierto de telas, cintas y chales. Con la mirada fija en el suelo, tenía entre las manos un vestido viejo, el mismo que se puso para asistir a su primer baile en San Petersburgo.

Las conversaciones de las doncellas en la habitación vecina y sus pasos precipitados por la escalera de servicio la sacaron de sus reflexiones y fue a mirar por la ventana. Un enorme convoy de heridos se había parado en la calle. Doncellas, lacayos, domésticas, cocineras, cocheros, marmitones, de pie junto a la puerta cochera, miraban a los heridos.

Natacha se echó por los hombros un pañuelo blanco y salió a la calle. La vieja María Kouzminichna se había separado de la muchedumbre que se apiñaba junto a la puerta y hablaba con un joven oficial, de rostro pálido, que iba echado en una ambulancia. Natacha avanzó unos pasos sin dejar de sujetar el pañuelo con ambas manos y luego se detuvo tímidamente a escuchar lo que decía el ama.

— ¿De modo que no tiene usted a nadie en Moscú? — preguntaba —. Entonces estará mejor en una casa particular. Por ejemplo, en la nuestra. Mis señores se marchan.

— Ignoro si me lo permitirán. Vea al jefe — repuso el oficial con voz débil.

Y le señaló un grueso oficial que entraba en la calle tras la fila de coches.

Natacha contempló asustada el rostro del oficial herido y corrió al encuentro del mayor.

— ¿Puedo tener heridos en mi casa? — le preguntó Natacha.

El mayor se llevó una mano a la gorra, sonriendo.

— ¿A qué se debe ese servicio, señorita? — dijo guiñando los ojos.

Natacha repitió la pregunta sin turbarse, y su rostro y toda su persona cobraron, a pesar del pañuelo, tal seriedad, que el mayor dejó de sonreír y se quedó pensativo, preguntándose sin duda si aquello era factible. Luego repuso afirmativamente.

— ¡Oh, sí! ¿Por qué no?

Natacha le dio las gracias con una leve inclinación de cabeza y a paso rápido volvió junto a María Kouzminichna, que seguía al lado del oficial y le hablaba con acento compasivo.

— ¡Dice que sí, que podemos tener heridos! — murmuró.

El coche entró en el patio de la casa, y decenas de coches llenos de heridos le siguieron por indicación de sus habitantes, deteniéndose junto a las escaleras de las casas de la calle Proverskaia.

Natacha estaba visiblemente encantada de entrar en contacto con gentes nuevas en aquellas extraordinarias circunstancias de la vida, y, ayudada por María Kouzminichna, procuró hacer entrar en el patio al mayor número de heridos posible.

— Pero antes habría que pedir permiso a su padre — objetó María.

— ¡No, no, no vale la pena! Nosotros podemos ocupar el salón. Que los heridos se instalen en nuestras habitaciones. Sólo se trata de un día.

— ¡Ah, señorita! No se haga ilusiones. Hay que pedir permiso incluso para entrar en el pabellón de la servidumbre.

— Bien, lo pediré.

Natacha corrió a la casa y franqueó de puntillas la puerta entreabierta; se situó ante el diván impregnado del olor del vinagre y de las gotas de Hoffmann.

—— ¿Duermes, mamá?

—¡Cualquiera duerme! — repuso la Condesa, que, sin embargo, acababa de despertarse.

— Mamá querida — dijo Natacha arrodillándose ante su madre y acercando su cara a la de ella —, perdona que te haya despertado; no volveré a hacerlo. Me envía María Kouzminichna. Nos traen oficiales heridos porque no saben dónde meterlos. ¿Lo permites, verdad? ¡Sí, ya sé que lo permites! — añadió en el acto.

— ¿De qué oficiales hablas? ¿Quién los ha traído? No te entiendo — dijo la Condesa.

Natacha se echó a reír. A los labios de su madre asomó una débil sonrisa.

— Ya sabía yo que lo permitirías. Voy a decirlo.

Abrazó a su madre, se puso en pie y salió.

En el salón tropezó con su padre, que traía malas noticias.

— El club está cerrado; se marcha la policía — dijo sin poder disimular su despecho.

—Papá, he invitado a los heridos. ¿Verdad que no te importa?

— No — repuso el Conde, distraído —. Pero dejémonos de bobadas y ayudemos a embalar las cosas. Hay que partir mañana mismo.

Después de comer, toda la familia Rostov se dedicó a embalar objetos y a preparar la marcha con una actividad febril. El viejo Conde no salió en toda la tarde. Iba y venía sin cesar del patio a la casa y de la casa al patio, incitando a los criados a que se dieran prisa. Sus órdenes contradictorias desorientaban a la pobre Sonia. Petia daba voces de mando en el patio. Los sirvientes chillaban, disputaban, alborotaban, corrían a través de las habitaciones y del patio. Natacha trabajó con el mismo ardor que ponía en todo. Su intervención suscitó al principio desconfianza. Se esperaba escuchar de sus labios alguna broma, y los criados se preguntaban si deberían obedecerla o no. Pero ella, con su obstinación y su calor habituales, exigía obediencia; cuando se la desobedecía se enfadaba o lloraba, y por fin logró que todos la escucharan.

Gracias a ella se trabajó con rapidez. Las cosas inútiles se desechaban, las útiles se embalaban de la mejor manera posible. Pero, aún así, llegó la noche sin que estuviera todo preparado. La Condesa se dormía. Él Conde su fue a la cama, dejando la marcha para el día siguiente.

Sonia y Natacha se acostaron vestidas en el cuarto tocador. La noche les trajo por la calle Proverskaia a un herido nuevo, y María Kouzminichna, que se encontraba junto a la puerta cochera, le hizo entrar.

«El herido — se dijo — debe de ser persona importante, porque se le conduce en un coche cerrado.» Junto al cochero iba sentado un viejo ayuda de cámara de aire respetable. Detrás, en otro coche, le seguían un médico y dos soldados.

— Entren si gustan. Los señores se marchan. Toda la casa quedará vacía — explicó María Kouzminichna al viejo servidor.

— Nosotros tenemos casa puesta en Moscú — explicó éste —, pero está lejos y además no hay nadie.

— Entren, entren, por favor. Aquí hallarán todo lo necesario — insistió María.

El criado abrió los brazos.

—Antes voy a hablar con el doctor — dijo.

Se apeó de la calesa y se acercó al segundo coche.

— ¡Bueno! — concedió el médico.

El criado volvió junto a la calesa, dirigió una ojeada al interior, bajó la cabeza, se colocó al lado de María y ordenó al cochero que entrara en el patio.

— ¡Dios mío! — exclamó ella.

Luego propuso entrar el herido en la casa.

— Los amos no dirán nada...

Mas, como no se le podía subir por la escalera, se le condujo al pabellón y allí quedó instalado. ¡El herido era el príncipe Andrés Bolkonski!

IV

Fue un domingo, un hermoso y tibio día de otoño, cuando sonó la última hora de la ciudad. Las campanas de las iglesias repicaron como en todas las fiestas llamando a los fieles. Nadie se daba cuenta todavía de lo que a Moscú le tenía deparado el destino.

Únicamente los dos barómetros del Estado y de la sociedad: la plebe (es decir, los pobres) y las subsistencias, revelaban lo precario de la situación.

Obreros, criados, campesinos, formando una muchedumbre a la que se mezclaban funcionarios, seminaristas y gentileshombres, se dirigieron a primera hora a las Tres Montañas. Pero convencidos, tras permanecer allí algún tiempo, de que era inútil esperar a Rostoptchin y de que Moscú se entregaría, se dispersaron por las tabernas. Los precios que tenían las cosas aquel día indicaban lo mal que estaba la situación. El valor de las armas, del oro, de los coches, de los caballos, subía cada vez más; en cambio, el de los billetes de Banco y el de los artículos de primera necesidad bajaba incesantemente. Determinadas mercancías caras, como el terciopelo, se vendían a precios irrisorios y, sin embargo, se pagaban hasta quinientos rublos por un caballo del campo. Muebles, bronces, espejos, carecían de valor; se cedían gratis.

Empero, en la vieja y cómoda mansión de los Rostov se desconocía aún la abolición de las antiguas condiciones de vida. La numerosa servidumbre conservaba su fidelidad. Durante la noche desaparecieron tres hombres, pero ninguno había robado nada, pese a que los treinta carros que se habían cargado contenían riquezas incalculables que despertaron la codicia de más de cuatro. A cambio de ellas se había ofrecido a Rostov dinero constante y sonante. Y no sólo le ofrecieron sumas considerables por los carros, sino que también se prodigaron súplicas. Al despuntar el nuevo día y durante todo él, los heridos que se alojaban en la casa, e incluso los de las casas vecinas, enviaron a sus criados a casa del Conde para pedir un vehículo con que poder salir de la ciudad. El mayordomo a quien se dirigieron estas demandas se compadecía de los heridos, pero se negó a complacerlos bajo pretexto de no atreverse a hablar de ello con el Conde. Porque era evidente que, de haberles cedido un carro, hubiera tenido que ceder muy pronto otro, y luego el tercero, y así sucesivamente hasta el último, sin mencionar los coches de los señores. Treinta carros no bastaban, en realidad, para el transporte de tantos heridos, y por eso el mayordomo decidió pensar primero en él y en la familia.

Lo hacía en beneficio de sus amos.

Por la mañana, el primero que salió de su habitación, sin hacer ruido, para no despertar a la Condesa, que se había dormido de madrugada, fue el conde Ilia Andreievitch. Los carros, ya cargados, se hallaban en el patio; los coches, delante de la escalera de entrada. El mayordomo, de pie junto a ella, hablaba con un viejo asistente y con un pálido y joven oficial que llevaba un brazo en cabestrillo. Al divisar al Conde, el mayordomo les ordenó con un gesto severo que se alejaran.

—Bien, Vassilitch; ¿está todo dispuesto?—preguntó el Conde enjugándose la calva y mirando, benévolo, al asistente y al oficial, a los que saludó con una inclinación de cabeza, porque le gustaba ver caras nuevas.

— Sí, Excelencia. Vamos a enganchar enseguida.

— ¡Bien! La Condesa despertará; luego partiremos con la ayuda de Dios. ¿Qué desean ustedes, señores? — agregó dirigiéndose especialmente al oficial —. ¿Son ustedes de casa?

El oficial avanzó. Su rostro había enrojecido de pronto.

— Conde, se lo suplico... Le ruego..., en nombre de Dios..., que me permita acompañarle. Como nada poseo, no me importa ir dondequiera que sea. En el carro de los equipajes..., encima de ellos..., donde usted disponga.

El asistente dirigió la misma súplica al Conde en nombre de su superior.

— ¡Ah, sí! ¡Con mucho gusto! — se apresuró a responder Ilia Andreievitch —. Vassilitch, da las órdenes. Di que se vacíen dos carros,.., aquellos de allá abajo. Haz todo lo que sea preciso.

La calurosa expresión de agradecimiento que adquirió la fisonomía del oficial le afirmó en su decisión, y dirigió una ojeada a su alrededor. En el patio, en la puerta cochera, en las ventanas del pabellón, vio soldados y heridos. Todos le miraron cuando se acercó a la puerta.

— Pase a la galería, Excelencia — dijo el mayordomo —. ¿Qué debo hacer con los cuadros?

El Conde repitió la orden de no negar sitio en los carros a los heridos que desearan salir de la ciudad.

— Se puede quitar alguna cosa — dijo con un acento muy dulce, en voz baja, como si temiera ser oído.

Cuando la Condesa se despertó eran las nueve. Matrena, la vieja doncella que la asistía, le comunicó que el Conde, en su bondad, dio orden de que descargasen algunos carros para facilitar el traslado de los heridos. La Condesa mandó llamar a su marido.

— ¿He oído bien, amigo mío? ¿Por qué se descargan los carros?

— ¡Ah, querida...! Pensaba decírtelo... Verás. Ha venido un oficial a pedirme que le cediera unos cuantos vehículos de transporte para los heridos... Los objetos pueden volver a comprarse, ¿comprendes?, y ellos no pueden quedarse aquí. Ten presente que los hemos invitado a alojarse en nuestra casa y que están en el patio...

El Conde dijo todo esto con timidez.

La Condesa estaba habituada ya a aquel tono que precedía siempre a un proyecto ruinoso para sus hijos: la construcción de una galería, de un invernadero, de un teatro o de una sala para una orquesta. Estaba acostumbrada, pues, y consideraba su deber contradecirle cuando se expresaba con aquella voz temblorosa. De modo que en esta ocasión dijo a su marido, adoptando un aire de tímida sumisión:

— Escucha, querido: nos has colocado en una situación tal que ya nadie quiere dar nada por la casa y ahora te empeñas en perder también toda la fortuna de tus hijos. Tú mismo has dicho que todavía nos quedan objetos por valor de cien mil rublos. Yo no puedo consentir que se pierdan. Deja que el Gobierno se ocupe de los heridos. Mira delante de ti; los Lapukhin se llevaron ayer cuanto les pertenecía. Es lo que hacen todos, porque no son tontos como nosotros. Si no tienes compasión de mí, tenla al menos de tus hijos.

El Conde agitó las manos y salió sin pronunciar una sola palabra.

— ¿Qué hay, papá? — preguntó Natacha, que entraba en aquel momento en la habitación de su madre.

— Nada. ¡Nada que te concierna! — exclamó el Conde, irritado.

— No, pero lo he oído todo. ¿Por qué no consiente mamá?

— ¿Qué te importa a ti? — volvió a gritar el Conde.

Natacha se acercó a la ventana y se quedó pensativa.

—Padre, ahí llega Berg — anunció después de mirar a la calle.

Berg, el yerno de Rostov, era ya coronel, condecorado con la orden de San Vladimiro y de Ana, y ocupaba siempre la misma posición, tranquila y agradable, de ayudante del jefe de Estado Mayor del segundo cuerpo de ejército.

El 1° de septiembre había salido para Moscú.

Llegó a casa de su suegro en su cochecito, limpio y reluciente, tirado por un par de caballos bien alimentados, dignos del carruaje de un príncipe. Cuando se detuvo en el patio, dirigió una atenta ojeada a los carros y a la puerta de entrada, sacó un limpísimo pañuelo del bolsillo y se hizo un nudo. Luego atravesó la antecámara y entró en el salón andando como un pato. Allí abrazó al Conde, besó las manos de Sonia y de Natacha y se informó del estado de salud de su suegra.

La Condesa se levantó en este momento del diván, con aire sombrío y descontento. Berg se precipitó a su encuentro para besarle la mano, se volvió a informar del estado de su salud y, después de expresarle con un ademán su compasión, se detuvo junto a ella.

— Sí, madre; es verdad. Los tiempos son tristes y penosos para todos los rusos. Pero no hay que inquietarse con exceso. Aun les queda tiempo para partir...

— No comprendo qué demonios hacen los criados — se quejó la Condesa dirigiéndose a su marido —. Acaban de decirme que no hay nada listo todavía. Es preciso que alguien se encargue de dirigir. ¡Acabemos de una vez!

El Conde quiso decir algo, pero se abstuvo.

Se levantó de la silla y se acercó a la puerta.

Berg se sacó en este momento el pañuelo del bolsillo como si fuera a sonarse, y al ver el nudo se quedó pensativo. A continuación inclinó la cabeza y dijo grave y tristemente:

—Padre, deseo pedirle algo muy importante.

El Conde frunció las cejas.

— Habla con tu madre. Yo no mando aquí.

— Se trata de Vera... He adquirido para ella un armario y un tocador maravillosos..., ya sabe usted cuánto le gustan a ella estas cosas, y quisiera que me dejara usted disponer de uno de esos campesinos que he visto en el patio para que los transportara...

— ¡Bah! ¡Id al diablo! La cabeza me da vueltas. — Y el Conde salió de la habitación.

La Condesa se echó a llorar.

— Sí, mamá. Vivimos días muy duros — dijo Berg.

Natacha salió tras su padre. Primero le siguió, luego reflexionó un momento y echó a correr escaleras abajo.

Petia estaba en la calle, se ocupaba del armamento de los campesinos que salían de Moscú.

En el patio estaban todavía los carros.

Dos estaban vacíos. Un oficial, ayudado por su asistente, subía a uno de ellos.

— ¿Sabes la causa? — preguntó Petia.

Natacha comprendió que preguntaba por qué habían reñido sus padres. Sin embargo, no contestó.

— Papá quería ceder nuestros carros a los heridos — explicó su hermano—. Me lo ha dicho Vassilitch.

— ¡Oh! ¡Es una mala acción, una cobardía! — exclamó de pronto Natacha —. Algo que no tiene nombre. ¿Acaso somos alemanes? — En su garganta temblaban los sollozos y, temiendo dejar escapar alguno en su cólera, volvió a Petia la espalda y echó a correr.

Sentado junto a la Condesa, Berg la consolaba con palabras respetuosas; el Conde, con la pipa en la mano, paseaba por la habitación. De pronto entró Natacha como un huracán, con el semblante transfigurado por la ira, y se acercó a su madre.

— ¡Es una cobardía! — exclamó —. No es posible que tú hayas ordenado eso.

Berg y la Condesa la miraron con asombro, asustados.

—Mamá, eso no puede ser. Mira al patio. ¡Se quedan!

— Pero, ¿qué te pasa? ¿De quién hablas? ¿Qué quieres?

— ¡De los heridos! Es imposible, mamá... Mamá, palomita, dime que no es cierto. ¿Qué importa que se queden aquí los muebles? Mira al patio. ¡No, mamá, no es posible!

El Conde estaba junto a la ventana y, sin volver la cabeza, escuchaba lo que decía Natacha.

La Condesa miró a su hija, reparó en su emoción, en su semblante avergonzado y comprendió por qué no estaba su marido de su parte. Con un gesto de perplejidad miró a su alrededor.

— ¡Dios mío! Hacéis de mí cuanto queréis. ¿De qué os privo yo? — exclamó sin ceder del todo.

— ¡Madrecita, paloma mía, perdóname!

La Condesa rechazó a su hija y se aproximó al Conde.

— Manda lo que sea conveniente, amigo mío — murmuró bajando los ojos—. Yo no sé...

— ¡Claro! ¡Los polluelos enseñando a la gallina! — dijo el Conde derramando lágrimas de alegría.

Y abrazó a su mujer, que ocultó en su pecho el avergonzado rostro.

— Padrecito, madrecita, ¿puedo dar órdenes? — interrogó Natacha —. Nos llevaremos lo más indispensable.

El Conde afirmó con un ademán y Natacha pasó de la sala a la antecámara a buen paso, y de la escalera al patio.

Los criados, reunidos a su alrededor, no dieron crédito a la extraordinaria orden que les transmitió hasta que, en nombre de su mujer, el mismo Conde la confirmó, diciéndoles que vaciasen los carros para los heridos y que transportasen los cofres y las cajas a la bodega. En cuanto comprendieron la orden, los criados se aprestaron a cumplirla con verdadero afán. Así como un cuarto de hora antes encontraban natural llevarse los muebles y abandonar a los heridos, ahora les parecía lógico lo contrario.

Los heridos salieron de las habitaciones y, con la alegría reflejada en sus pálidos rostros, subieron a los carros.

El rumor se propaló hasta las casas vecinas, y los heridos que se hallaban en ellas acudieron a casa de los Rostov. Varios pidieron que no se descargasen los carros, diciendo que ellos se colocarían encima; pero la resolución de vaciarlos ya estaba tomada y se ejecutó sin vacilaciones. Los cajones llenos de vajilla, de bronces, de cuadros, de espejos, todo ello embalado tan cuidadosamente la noche anterior, se depositaron en el patio, y todavía se estudiaba la posibilidad de vaciar nuevos carros.

— Pueden utilizarse cuatro más — declaró el administrador —. Yo cedo el mío.

—Dad también el destinado a mi ropa — dijo la Condesa.

Dicho y hecho. No solamente se cedió el carro de ropa, sino que se mandó por más heridos a dos casas vecinas. Todos los familiares y domésticos se sentían contentos y animados. Natacha era presa de una animación entusiasta y gozosa que hacía largo tiempo no experimentaba.

— ¿Dónde hay una cuerda? — preguntaban los criados mientras colocaban una caja en la parte trasera del coche—. Debimos dejar un carro desocupado por lo menos.

—Pues ¿qué hay dentro de la caja?—preguntó Natacha.

— Los libros del Conde.

— ¡Bah! Vassilitch lo arreglará. No son necesarios. El carro ya está lleno. ¿Dónde se colocará Pedro Ilitch?

— Junto al cochero.

— ¡Petia! Tú te sentarás junto al cochero — le gritó Natacha.

Tampoco Sonia permanecía un momento inactiva. Pero el objeto de su actividad era distinto al de Natacha. Ella arreglaba los objetos que iban a dejarse. Hacía con ellos una lista, de acuerdo con los deseos de la Condesa, y trataba de llevarse la mayor cantidad de cosas posible.

V

A las dos, cuatro coches de los Rostov esperaban, enganchados y dispuestos a ponerse en camino, ante la puerta de entrada. Los carros llenos de heridos salían ya, uno tras otro, del patio. La calesa del príncipe Andrés llamó la atención de Sonia, que, con ayuda de una doncella, preparaba un asiento para la Condesa en un gran coche detenido ante los peldaños de la entrada.

— ¿De quién es esa calesa? — preguntó Sonia asomándose a la ventanilla.

— ¿No lo sabe, señorita? — contestó la doncella —. De un Príncipe herido. Llegó anoche y parte con nosotros.

— Pero ¿quién es? ¿Cómo se llama?

—— Es «nuestro» antiguo prometido, el príncipe Bolkonski — repuso la doncella suspirando —. Dicen que está muy grave.

Sonia se apeó de un salto y corrió junto a la Condesa. Ésta, vestida ya de viaje, con chal y sombrero, paseaba inquieta por el salón, donde, una vez cerradas las puertas, rezaría con toda la familia las últimas oraciones. Natacha no se encontraba a su lado.

— Mamá — dijo Sonia —, el príncipe Andrés está aquí. Le han herido de gravedad. Parte con nosotros.

La Condesa abrió unos ojos asustados, asió a Sonia de la mano y volvió la cabeza.

La noticia tenía, lo mismo para ella que para Sonia, una importancia extraordinaria, pues, como conocía bien a Natacha, temían el efecto que la novedad podía producirle, y este temor ahogaba en ellas la compasión que hubiera podido inspirarles un hombre al que estimaban.

— Natacha no sabe nada todavía, pero el Príncipe nos acompaña.

— ¿Dices que está herido de gravedad?

Sonia hizo un ademán afirmativo.

La Condesa la abrazó llorando.

«Los caminos del Señor son intrincados», pensó dándose cuenta que en todo lo que estaba sucediendo se manifestaba la mano todopoderosa que se oculta a las miradas de los hombres.

— Mamá, todo está a punto — dijo Natacha entrando en la habitación con rostro animado, y preguntó, mirándola —. ¿Qué tienes?

— Nada. Si todo está a punto, partamos.

La Condesa bajó la cabeza para disimular su turbación. Sonia cogió a Natacha por la cintura y le dio un abrazo.

Natacha la miró con un gesto de curiosidad.

— ¿Qué tienes? ¿Qué ha sucedido?

— Nada... Nada...

— ¿Es algo malo para mí? ¿Qué ocurre? —preguntó la perspicaz Natacha.

Sonia suspiró, sin contestar. La Condesa se dirigió a la sala de los iconos y Sonia la halló arrodillada delante de las pocas cruces que todavía pendían de las paredes. Se llevaban los iconos más preciosos por estar de acuerdo con la tradición de la familia.

Como suele ocurrir, en el último momento se olvidaron de infinidad de cosas. El viejo cochero Eufemio, el único que inspiraba confianza a la Condesa, estaba ya sentado en su elevado asiento y ni siquiera volvía la cabeza para ver lo que sucedía a su alrededor. Su experiencia de treinta años de servicio le decía que tardarían en decirle: «¡Con la ayuda de Dios!» y que, después de decírselo, le obligarían a detenerse por lo menos un par de veces, para que fuera por los paquetes olvidados, todo ello antes de que la Condesa se asomase a la portezuela y le suplicara en nombre de Cristo que llevara cuidado cuando llegase a las cuestas. Eufemio sabía todo esto, y porque lo sabía, haciendo más acopio de paciencia que los caballos (uno de los cuales, sobre todo Sokol, el de la derecha, tascaba el bocado y hería la tierra con los cascos), aguardaba los acontecimientos. Por fin se sentaron todos los viajeros, se levantó el estribo del coche y se cerró la portezuela. Se envió a buscar un cofrecito. La Condesa asomó la cabeza por la ventanilla y dijo lo que hacía al caso. Eufemio se quitó lentamente el sombrero y se santiguó. El postillón y los criados le imitaron: «¡Con Dios!», dijo Eufemio poniéndose el sombrero.

— ¡Adelante!

Nunca había experimentado Natacha un sentimiento de alegría tan intenso como el que experimentaba entonces, sentada en el coche, al lado de la Condesa y mirando las murallas del abandonado y revuelto Moscú, que desfilaban lentamente ante sus ojos. De vez en cuando sacaba la cabeza por la ventanilla y recorría con la vista el largo convoy de heridos que les precedía.

Pronto distinguió la capota de la calesa del príncipe Andrés, sin saber a quién conducía. Pero, cada vez que observaba el convoy, la buscaba con la mirada. En Kudrino, a la altura de las calles Nikitzkaia, Presnia y el bulevar Podnovinski, el convoy de los Rostov encontró otros convoyes parecidos, y en la calle Sadovia los carros y los coches marchaban ya en dos filas.

Al doblar la esquina de la calle Sukhareva, Natacha, que miraba con curiosidad a las personas que pasaban junto a ella, a pie o en coche, exclamó con asombro, llena de alegría:

— ¡Mamá! ¡Sonia! ¡Mirad! ¡Es él!

— ¿Quién?

— ¡Bezukhov! ¡Sí, no cabe duda!

Y Natacha sacó la cabeza por la ventanilla para mirar a un hombre de aventajada estatura, grueso, vestido de cochero, que, a juzgar por su aspecto, era un señor disfrazado. A su lado iba un viejo de cara amarilla e imberbe, con un capote de lana echado sobre los hombros. Se acercaban al arco de la torre Sukhareva.

—Es Bezukhov en caftán, acompañado de un viejo desconocido. Estoy segura. ¡Mirad, mirad!

— No, no es él. No digas bobadas.

—Mamá, apostaría la cabeza a que es él. ¡Para, para! — gritó Natacha al cochero. Pero el cochero no pudo parar porque por la calle seguían bajando carros y coches y se increpaba al convoy de Rostov para que avanzara y dejase el paso libre a los otros.

En efecto, al fin, y aunque ya estaba mucho más distante, todos los Rostov vieron a Pedro, o a una persona muy parecida a él, vestido de cochero, que subía por la calle con la cabeza gacha y el rostro grave, acompañado de un viejecillo sin barba que tenía aire de criado. El viejo reparó en el rostro pegado a la ventanilla, en sus ojos fijos en él, y, tocando respetuosamente el codo de Pedro, le dijo unas palabras y le señaló el coche. Pedro tardó en comprender lo que le quería decir, tan absorto estaba en sus pensamientos; luego miró en la dirección que su acompañante le indicaba. Al reconocer a Natacha se dirigió al coche, obedeciendo a un primer impulso. Pero después de dar varios pasos se detuvo. Era evidente que acababa de recordar algo. En el rostro de Natacha brillaba una ternura burlona.

— ¡Venga acá, Pedro Kirilovich! ¡Le hemos reconocido! ¡Es asombroso! — exclamó tendiéndole la mano —. ¿Por qué va usted vestido de esta manera?

Pedro tomó la mano que se le tendía y, sin detenerse, porque el coche seguía avanzando, la besó con torpeza.

— ¿Qué le sucede, Conde? — preguntó la Condesa con acento sorprendido y compasivo.

— No me lo pregunte — contestó Pedro; y se volvió a Natacha, cuya mirada alegre y brillante, que sentía sin verla, le atraía.

— ¿Acaso piensa quedarse en Moscú?

Pedro calló un instante. Luego repuso,—— ¿En Moscú? Sí, en Moscú. Adiós.

— ¡Ah, cómo me gustaría ser hombre! Si lo fuera, me quedaría con usted — declaró Natacha —. ¡Mamá, permíteme que me quede!

Pedro la miró con aire distraído y Natacha quiso decir algo, pero la interrumpió la Condesa:

— Sabemos que estuvo usted en la batalla.

— Sí — replicó Pedro —. Mañana se librará otra... — comenzó a decir. Pero le interrumpió Natacha:

— ¿Qué tiene, Conde? Le encuentro muy cambiado...

— ¡Ah!, no me lo pregunte, no me lo pregunte. Ni yo mismo lo sé. Mañana... Bueno, adiós, adiós. ¡Vivimos días terribles!

Y, separándose del coche, subió a la acera.

Natacha volvió a asomar la cabeza por la ventanilla y le miró largo rato con una sonrisa tierna, alegre, un poco burlona.

VI

En la noche del lº de septiembre, Kutuzov dio orden a las tropas rusas de retroceder por el camino de Riazán hasta más allá de Moscú.

Las primeras tropas echaron a andar de noche. Durante esta marcha nocturna no se apresuraron; avanzaban lentamente y en buen orden. Mas, al salir el sol, las que estaban ya cerca del puente Dragomilov vieron ante ellas, y al otro lado, grandes masas de hombres que inundaban calles y callejones y se daban prisa por alcanzar el puente. Entonces se apoderaron de las tropas rusas una prisa y una turbación inmotivadas. Todos se lanzaron hacia delante, se dispersaron por el puente, hacia el muelle, hacia las embarcaciones. Kutuzov había ordenado que se le condujera por calles apartadas al otro lado del Moscova.

El 2 de septiembre, a las diez de la mañana, no quedaban ya en el arrabal Dragomilov más que tropas de retaguardia. Todo el ejército se hallaba ya al otro lado del río, más allá de Moscú.

El mismo día y a la misma hora, Napoleón se hallaba con sus tropas en el monte Poklonnaia y contemplaba el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Desde el 26 de agosto hasta el 2 de septiembre, desde la batalla de Borodino hasta la entrada del enemigo en Moscú, durante toda aquella semana extraordinaria y memorable, hizo ese tiempo magnífico en otoño que siempre sorprende: el sol calienta más que en primavera, todo brilla en la atmósfera ligera y pura, el pecho respira con placer los perfumes de la estación, las noches son tibias y, cuando llega la oscuridad, caen del cielo a cada instante estrellas doradas.

El 2 de septiembre, a las diez de la mañana, hacía un tiempo parecido. Una luz fantástica lo inundaba todo. Moscú se extendía ante el monte Poklonnaia con su río, sus jardines, sus iglesias, y parecía poseer una vida propia con sus cúpulas que centelleaban como astros bajo los rayos del sol.

A la vista de este esplendor desconocido, de aquella arquitectura singular, Napoleón sintió esa curiosidad un poco envidiosa e inquieta que experimentan las gentes al contemplar formas de vida que desconocen.

Todos los rusos, cuando miran la ciudad de Moscú, ven en ella una madre; los extranjeros que la observan no perciben su condición de madre, pero sí su carácter de mujer. Y Napoleón advirtió todo esto.

«Ciudad asiática, de innumerables iglesias, Moscú la Santa... He ahí, por fin, la famosa población. Ya era hora», dijo. Y bajando del caballo ordenó que se desplegase ante él el plano de la ciudad y llamó al traductor Lelorme d'Ideville. «Una ciudad ocupada por el enemigo se parece a la doncella que ha perdido el honor», pensaba, lo mismo que había pensado en Tutchkov y en Smolensk. Y en esta disposición de espíritu examinaba a la bella oriental, a aquella desconocida extendida a sus pies. A él mismo le parecía raro ver satisfechos unos deseos que le habían parecido irrealizables. A la clara luz matinal miraba ora a Moscú, ora al plano, observando sus detalles, y la seguridad de su posesión le conmovía y le asustaba a la vez.

— Que me traigan a los boyardos — ordenó después dirigiéndose a su séquito.

Un general partió al punto al galope.

Transcurrieron dos horas justas. Napoleón se había desayunado y se hallaba en el mismo lugar que antes en el monte Poklonnaia, mientras aguardaba a los boyardos. En su imaginación se dibujaba con claridad el discurso que pensaba dirigirles. Este discurso estaba lleno de esa dignidad y esa grandeza tan propias del gran guerrero. Sin embargo, sus mariscales y sus generales sostenían a media voz una discusión agitada en las últimas filas del séquito. Porque las personas que habían ido en busca de los señores rusos volvían con la noticia de que la ciudad estaba desierta, de que todo el mundo se había marchado. Los rostros estaban pálidos y conmovidos. No era el vacío de la ciudad ni la partida de los habitantes lo que los asustaba, no obstante la impresión que ello les producía. Lo que sobre todo los inquietaba era tener que comunicar la noticia al Emperador. ¿Cómo enterar a Su Majestad de aquella situación terrible, que ellos juzgaban ridícula? ¿Cómo decirle que no debía esperar a los boyardos y que en la ciudad no había más que una multitud de borrachos? Unos opinaban que, costara lo que costase, había que presentarle una diputación cualquiera. Otros rechazaban esta idea y juzgaban que lo mejor era ir diciendo con prudencia y precaución toda la verdad al Emperador.

— Sí, es preciso comunicárselo enseguida — dijo un oficial de su séquito —. Pero, señores...

La situación era tanto más penosa cuanto que, mientras elaboraba sus planes magnánimos, el Emperador iba y venía febrilmente, mirando de vez en cuando el camino de Moscú y sonriendo con orgullosa alegría.

— Es imposible — decían alzando los hombros los oficiales, sin decidirse a pronunciar aquellas palabras que equivalían a una sola. «Ridículo».

En este momento, el Emperador, cansado de esperar y dándose cuenta por instinto de que el momento sublime se prolongaba demasiado, comenzó a impacientarse e hizo un movimiento con la mano. Sonó un cañonazo y las tropas que rodeaban Moscú se lanzaron hacia los arrabales de Iverskaia, Kalujskaia y Dragomilov. Dejándose atrás unas a otras, las fuerzas avanzaban a toda prisa, desaparecían bajo las nubes de polvo que ellas mismas levantaban y llenaban el aire con sus gritos.

Arrastrado por su ejército, Napoleón llegó con él a los arrabales, pero allí se detuvo de nuevo, se apeó del caballo y anduvo largo tiempo junto a las murallas del Kamer College en espera de los representantes de la ciudad.

Pero Moscú estaba desierto. Todavía quedaba en la ciudad una pequeña parte de la población, pero estaba vacía, abandonada, como colmena sin reina.

VII

Las tropas de Murat entraron a las cuatro de la tarde. Aunque hambrientos y reducidos a la mitad, los soldados franceses desfilaron en buen orden. Era un ejército fatigado, maltrecho, pero temible todavía y listo para el combate.

Todo acabó, empero, cuando se instalaron en las casas. El ejército dejó de serlo en cuanto entró en las suntuosas mansiones desocupadas. A partir de entonces ya no estuvo formado por soldados ni tampoco por habitantes, sino por una cosa intermedia que recibió el nombre de merodeadores. Cuando, cinco semanas después, estos hombres salieron de Moscú, ya no constituían un ejército, sino una banda de forajidos que se llevaba consigo lo que juzgaba más valioso o necesario. Ya no anhelaban conquistar, sino conservar lo robado. Como simio que luego de meter el brazo en una vasija de cuello estrecho y de coger un puñado de nueces del fondo, no quiere abrir la mano para no dejar caer su presa, los franceses, a su salida de Moscú, debían perecer fatalmente, porque arrastraban tras de sí el producto de su saqueo. Abandonar lo que habían robado era tan imposible para ellos como para el simio abrir la mano llena de nueces.

Diez minutos después de la entrada de un regimiento francés en un distrito cualquiera de Moscú, no quedaba un solo soldado ni oficial. Por las ventanas de las casas se veían hombres uniformados que iban gritando por las habitaciones.

Estas mismas gentes buscaban un botín en las bodegas y en los sótanos. Al entrar en los patios abrían las puertas de las cocheras y de las cuadras; encendían fuego en las cocinas; guisaban con los brazos arremangados, asombrados y divertidos; acariciaban a mujeres y niños. En los comercios, en las casas, en todas partes se veían los mismos hombres. El ejército no existía ya.

Los oficiales franceses dictaron inmediatamente órdenes diversas destinadas a impedir que las tropas se dispersaran por la ciudad, prohibiendo bajo severas penas cualquier clase de violencia contra sus habitantes, todo lo cual se repitió por la tarde en un llamamiento general; pero, a pesar de todas las prohibiciones y medidas, los hombres que formaban el ejército se diseminaron por una ciudad opulenta y vacía, en la que abundaban las comodidades y las reservas. Como ganado hambriento que marcha unido por un campo yermo, pero que se separa en cuanto se tropieza buenos terrenos de pasto, se esparcieron aquellas tropas por la ciudad.

Los franceses atribuyen el incendio de Moscú al feroz patriotismo de Rostoptchin; los rusos, al salvajismo de los franceses. En realidad, las causas del incendio de Moscú fueron fortuitas, aun cuando se quieran atribuir a un elevado personaje. Moscú ardió porque tenía que arder. Cualquier ciudad que estuviera en sus condiciones y que fuese, como ella, de madera, hubiera ardido lo mismo, a pesar de sus ciento treinta bombas contra incendios. Moscú tenía que arder después de quedarse sin habitantes. Era un hecho tan inevitable como la inflamación de un montón de paja sobre el que por espacio de varios días cayeran chispas sin cesar. Una ciudad de madera en la que, cuando se encontraban en ella sus habitantes y su policía, había incendios diariamente, no podía dejar de incendiarse cuando no solamente se hallaba abandonada, sino que albergaba soldados que fumaban en pipa, que hacían hogueras con las sillas del Senado en la plaza del mismo nombre y que guisaban en el exterior sus dos comidas diarias.

Aun en tiempo normal, basta que las tropas se alojen en una población para que aumente enseguida el número de incendios. ¿Cómo, pues, no habían de aumentar enormemente las probabilidades de combustibilidad en una ciudad vacía, de madera, que ocupaba un ejército extranjero? Por ello no se puede hablar del patriotismo feroz de Rostoptchin ni del salvajismo de los franceses. Moscú ardió a causa de las pipas, de las cocinas, de la falta de precaución de los soldados y de la indiferencia de los habitantes, que no eran propietarios de sus casas. Moscú, entregado al enemigo, no quedó intacto como Berlín, como Viena, etc., porque los moscovitas no sólo no dieron el pan y la sal y las llaves de la ciudad a los franceses, sino que, además, la abandonaron.

La dispersión del ejército, ocurrida el día 2 de septiembre, no se extendió hasta por la tarde al distrito habitado por Pedro. Éste se hallaba en un estado muy próximo a la locura después de dos días de aislamiento y de vivir en condiciones extraordinarias. Una sola idea le dominaba. No sabía por qué ni desde cuándo, pero este pensamiento le obsesionaba con una fuerza tal que no comprendía nada; no se daba cuenta de lo que veía ni oía; vivía como en sueños.

No había dejado su casa más que para huir de las complicaciones que, dada su situación, no era capaz de desenredar.

Cuando, después de comprar el caftán (únicamente para participar en la proyectada defensa de Moscú) encontró a los Rostov y habló con Natacha, que le dijo: «¡Ah!, ¿Se queda usted? Bien hecho», le pareció que, en efecto, hacía bien en quedarse y en participar del destino de la ciudad.

Al día siguiente llegó hasta la muralla de las Tres Montañas animado por la única idea de hacer todo lo posible para no dejarlos escapar. Mas cuando regresó a su casa convencido de que Moscú no se defendería, se dio cuenta de que lo que poco antes había sido una posibilidad era ahora necesario e inevitable. Debía permanecer en Moscú ocultando su nombre y salir al encuentro de Napoleón para matarle. Entonces perecería o pondría fin a la desgracia de toda Europa, que, según él, procedía únicamente del Emperador.

Pedro conocía todos los detalles del atentado que un estudiante alemán llevó a cabo en Viena contra Bonaparte en 1809 y sabía que dicho estudiante fue fusilado. Pero el peligro de muerte que suponía el proyecto le excitaba más todavía.

Dos sentimientos igualmente fuertes atraían a Pedro a este móvil: primero la necesidad de sacrificarse, de sufrir, de participar de la desgracia general, sentimiento que el día 25 le había conducido a Mojaisk, al corazón mismo de la batalla, y que le movía ahora a vivir fuera de su casa sin el lujo y las comodidades que siempre había tenido, a dormir vestido en un diván duro y comer lo mismo que sus criados.

El otro sentimiento era ese vago impulso interior, exclusivamente ruso, que lleva al hombre de esta nacionalidad a despreciar todo lo que es un estado artificioso, todo lo que la mayoría considera como el bien supremo de la vida.

Como sucede siempre, el estado físico de Pedro coincidía con su estado normal. Los malos alimentos, a los que no estaba acostumbrado; el aguardiente, que bebía sin cesar; la privación del vino y de los cigarros: la ropa, que no se podía mudar; dos noches sin dormir sobre un diván demasiado estrecho, le tenían en un estado de excitación que lindaba con la locura.

Eran las dos de la tarde. Los franceses comenzaban a entrar en Moscú. Pedro lo sabía, pero, en vez de actuar, no hacía más que pensar en los detalles de su empresa. En sus sueños, Pedro no se representaba bien ni la manera de dar el golpe ni la muerte de Napoleón, pero, con un placer melancólico y una claridad extraordinaria, veía su propia muerte y su valor heroico.

«Sí, yo solo debo llevar a cabo la proeza, aunque me cueste la vida — pensaba —. Me acercaré a él y luego, de pronto... ¿Con la pistola o con el puñal? Da lo mismo. "No soy yo, sino la mano de la Providencia, la que lo castiga", diré — Pedro pensaba proferir estas palabras al matar a Napoleón—. Bien, ¿y qué? ¡Cogédme!», seguía diciéndose con expresión triste y firme y bajando la cabeza.

De pronto, una voz de mujer, un grito penetrante, resonó en la puerta de entrada y la cocinera irrumpió en la antecámara.

— ¡Ya vienen! — exclamó.

Y al punto sonaron unos golpes en la puerta de la casa.

VIII

Los habitantes que se alejaban de la ciudad y las tropas que retrocedían por caminos diversos vieron con sentimientos parecidos el resplandor del primer incendio, que estalló el 2 de septiembre.

Los Rostov se encontraban aquella noche en Mitistchi, a veinte verstas de Moscú. Habían salido de la ciudad el día primero a última hora de la tarde. La carretera estaba tan llena de carros y de tropas, se habían olvidado de tantas cosas, que enviaron a los criados a buscarlas y, mientras éstos volvían, se quedaron a pasar la noche a cinco verstas de Moscú.

Al otro día por la mañana se levantaron tarde y de nuevo tuvieron que detenerse tantas veces por el camino, que llegaron a Mitistchi a las diez. Los Rostov y los heridos que los acompañaban se instalaron en los patios y en las isbas del gran burgo. Los domésticos, los cocheros de los Rostov y los asistentes de los heridos salieron a las puertas después de servir a sus amos, de cenar y de dar el pienso a los caballos.

En la isba vecina se hallaba, con un brazo roto, el ayudante de campo de Raiewski; sus sufrimientos eran tan horribles que gemía sin descanso. Sus ayes resonaban lúgubremente en la oscuridad de aquella noche de otoño. La primera noche la pasó el herido en el patio que ocupaban los Rostov. La Condesa se quejó más tarde de que no había podido cerrar los ojos a causa de aquellos gemidos, y en Mitistchi se la alojó en una isba menos cómoda con el único objeto de que estuviera lejos de los heridos.

A través de la alta carrocería del coche que se hallaba cerca de la entrada del patio, uno de los criados vislumbró en la oscuridad nocturna el nuevo y débil resplandor de un incendio.

Hacía tiempo que se veía otro, y todos sabían que era Mitistchi la Menor la que ardía, incendiada por los cosacos de Mamonov.

— ¡Otro incendio, amigos! — anunció el sirviente.

Todas las miradas se clavaron en aquella luz.

— Se dice que los cosacos de Mamonov han incendiado Mitistchi la Menor.

—Sí, pero Mitistchi queda más lejos. El incendio no puede ser allí.

— ¡Mira! Se diría que el fuego arde en Moscú.

Dos criados que se hallaban a la puerta del patio se acercaron y tomaron asiento en el estribo del coche.

— Está más a la derecha... Mitistchi está allá, en el otro extremo.

Otros criados se unieron a éstos.

—Fijaos bien. El incendio es en Moscú, bien por la parte de Suchevskoi, bien por la de Rogojsloi.

Nadie contestó; todos estuvieron mirando largo rato, silenciosos, la llama lejana del nuevo incendio.

Danilo Terentitch, viejo ayuda de cámara del Conde, se acercó al grupo y llamó a Michka.

— ¿Qué será lo que tú no hayas visto, chismoso? El Conde te llama. Ve a preparar los trajes.

Michka dijo:

— Sólo he venido al patio por agua.

— ¿Qué te parece, Danilo Terentitch: proviene o no ese resplandor de Moscú? — preguntó uno de los servidores.

Danilo no contestó y todos callaron. El resplandor se extendía más y más.

— ¡Que Dios nos asista! El viento y el aire son secos — clamó una voz.

— Mirad cómo avanza. ¡Señor, Señor! Guarda a estos pecadores de todo mal.

— Probablemente se detendrá.

— ¿Quién? — dijo Danilo Terentitch, que había guardado silencio hasta entonces —. Es Moscú la que arde, hermanos... Es ella, nuestra madre blan...

Se le quebró la voz de pronto y sollozó como sólo sollozan los viejos, y como si todos esperasen oír aquello para comprender el significado del resplandor, se oyeron suspiros, oraciones y los sollozos del viejo ayuda de cámara del Conde.

IX

Un criado le dio al Conde la noticia. Este se puso la bata y salió al exterior para contemplar el incendio. Sonia, que aún no se había desvestido, salió también. Natacha y la Condesa se quedaron en la habitación (Petia no acompañaba a sus padres: se había adelantado a su regimiento, que marchaba hacia la Trinidad).

Al saber que ardía Moscú, la Condesa se echó a llorar. Natacha, pálida, con la mirada fija, se sentó en un banco bajo los iconos; no prestó atención a las explicaciones de su padre. Escuchaba los gemidos del ayudante de campo, que, aunque el herido distaba de ellos tres casas, se oían con claridad.

— ¡Qué horror! — exclamó Sonia volviendo del patio transida y asustada —. Creo que está ardiendo todo Moscú. El resplandor es inmenso. Natacha, mira por aquí; se ve ya desde la ventana — dijo para distraer a su prima.

Pero Natacha la miró como si no comprendiera sus palabras y volvió a posar la vista en la estufa. Desde por la mañana, cuando Sonia, suscitando el despecho y el asombro de la Condesa, creyó necesario, sin que se supiera por qué, notificar a Natacha que el príncipe Andrés estaba herido e iba en el convoy, estaba sumida en un estado de estupor. La Condesa se había enfadado con Sonia de un modo desacostumbrado; Sonia lloró y le pidió perdón, y ahora, como no podía borrar su falta, se ocupaba de su prima sin cesar.

— ¡Mira cómo arde, Natacha!

— ¿Qué es lo que arde? ¡Ah, sí! Moscú...

Y como si no quisiera ofender a Sonia y deseando, además, que la dejara tranquila, Natacha se acercó a la ventana y luego volvió a sentarse.

— ¡Pero si no has visto nada!

— Sí, sí, lo he visto — repuso con acento de súplica.

Deseaba que la dejasen tranquila. Sonia y la Condesa comprendieron que ni Moscú ni el incendio le importaban lo más mínimo en aquellos momentos.

El Conde se retiró tras el biombo y se acostó. La Condesa se aproximó a Natacha, le tocó la cabeza como hacía siempre que estaba enferma y enseguida, apoyando los labios en su frente para comprobar si ardía, la besó.

— Tienes frío, estás temblando. Acuéstate.

— ¿Qué me acueste? Sí, bueno. Enseguida, enseguida voy.

Al saber, por la mañana, que el príncipe Andrés iba con ellos, se hizo numerosas preguntas: «¿Dónde tendrá la herida? ¿Cómo le habrán herido? ¿Estará grave? ¿Podré verle?» Mas, al enterarse de su gravedad, aunque no corría peligro su vida, y de que no le permitirían que lo visitara, sin creer nada de lo que le decían, es más, convencida de que le dirían siempre lo que no era, dejó de hablar y de hacer preguntas. Durante todo el día, con los ojos muy abiertos, expresión que ya conocía y temía la Condesa, permaneció inmóvil en un rincón del coche. E inmóvil seguía ahora sentada en el banco donde se había dejado caer a su llegada. Pensaba en algo que resolvía o que había resuelto ya en su interior. La Condesa estaba segura de ello. ¿Qué sería? Lo ignoraba, y ello la atormentaba y la llenaba de inquietud.

—Desnúdate, Natacha, hijita, y acuéstate en mi cama.

Sólo la Condesa dormía en un lecho. Las dos muchachas lo hacían sobre paja desparramada en el suelo de madera.

— No, no, mamá. Me echaré aquí, en el suelo — replicó Natacha. Y fue a abrir la ventana.

Desde entonces los gemidos del ayudante de campo se percibieron más claramente. Natacha sacó la cabeza para aspirar el aire fresco de la noche, y la Condesa vio temblar los sollozos en su garganta.

La joven sabía que aquellos gemidos no eran del príncipe Andrés, que dormía en la isba vecina, separada de ella por un tabique, pero las lúgubres e ininterrumpidas quejas le destrozaban el corazón.

La Condesa cambió con Sonia una mirada significativa.

—Acuéstate, hijita. Acuéstate, tesoro mío — insistió dándole un golpecito en el hombro —. Ea!, acuéstate de una vez.

— ¡Ah, sí...! Me acostaré. Me acostaré enseguida.

Para ir más deprisa, Natacha se arrancó el cordón de la falda. Después de quitarse la ropa y de ponerse la de dormir, se sentó en el lecho de paja formado en el suelo, estirando las piernas, y se puso a trenzarse los cabellos. Sus finos, largos y hábiles dedos hacían rápidamente la trenza. Con un gesto característico volvía la cabeza ya a un lado, ya al otro, pero sus grandes ojos miraban siempre en línea recta. Cuando concluyó su tocado se deslizó, sin ruido, hasta quedar sentada cerca de la puerta, sobre la tela que cubría la paja.

— Colócate en el centro — le indicó Sonia.

— No; aquí estoy bien — repuso ella —. Pero acostaros también vosotras — agregó con despecho. Y dejó caer la cabeza sobre la almohada.

La Condesa y Sonia se desvistieron en un abrir y cerrar de ojos y se acostaron. En la habitación no quedó más luz que la de una lamparilla; pero el patio estaba iluminado por el incendio de Mitistchi la Menor, que distaba dos verstas de allí, y se oían los gritos de los campesinos en una granja que habían destruido los cosacos del regimiento de Mamonov, así como los incesantes gemidos del ayudante de campo.

Natacha permaneció inmóvil, escuchando ruidos que llegaban hasta allí procedentes de la casa y del exterior.

Oyó la oración y los suspiros de la madre, el crujido de su lecho y la respiración acompasada de Sonia. Luego llamó la Condesa, pero ella no contestó.

— Debe de haberse dormido, mamá — murmuró Sonia.

Tras un breve silencio, la Condesa volvió a llamar a Natacha. Tampoco obtuvo contestación.

Poco después, Natacha oyó la respiración regular de su madre. Pero no se movió aunque tenía un pie fuera de la paja y se le helaba sobre el frío suelo.

Como si festejara su victoria sobre el mundo, surgió el «cri—crip» de un grillo de un boquete del pavimento. Un gallo cantó a lo lejos; otro, cercano, le contestó. Los gritos habían cesado en la granja y sólo se oían los gemidos del ayudante de campo. Natacha se incorporó.

— ¡Sonia!, ¿Duermes...? ¡Mamá!

No obtuvo respuesta de ninguna de las dos. Natacha se levantó sin hacer ruido, se santiguó, y, al poner los delgados y desnudos pies sobre el suelo entarimado, éste crujió. Con la elasticidad de un gato joven, avanzó unos pasos y tocó la fría cerradura de la puerta.

Le pareció que algo pesado golpeaba las paredes de la isba. Era su corazón que palpitaba de angustia, de miedo, de amor. Abrió la puerta, franqueó el umbral y sentó la planta en la tierra fría y húmeda del vestíbulo. El frío que se apoderó de ella le serenó. Sus pies desnudos tropezaron con un hombre dormido. Saltó por encima de él y abrió la puerta de la isba donde se hallaba el príncipe Andrés. La isba estaba a oscuras. En el fondo, en un rincón, cerca de un lecho donde había alguien acostado, se fundía un trozo de bujía, semejante a una gran seta, que descansaba sobre un banco.

Desde que había sabido aquella mañana que estaba allí el príncipe Andrés había decidido ir a verle. Sabía que la entrevista sería penosa, pero, sin que supiera bien por qué, la consideraba necesaria.

Durante todo el día acarició el pensamiento de verle por la noche; y ahora, llegado el momento, se sentía sobrecogida de terror. ¿Cómo sería la herida? ¿Qué quedaría de él? ¿Estaría en un estado parecido al de aquel ayudante de campo que gemía incesantemente? Sí, así debía de ser. En su magín, era el Príncipe la personificación de aquellos gemidos pavorosos. Al distinguir en el rincón una masa confusa que tenía las rodillas levantadas bajo la manta creyó hallarse ante un cuerpo mutilado y se detuvo con terror. Pero una fuerza invisible la impulsaba a seguir adelante. Dio prudentemente un paso, luego otro, y se encontró en mitad de una isba llena de gente. En el banco, bajo los iconos, había un hombre acostado (era Timokhin), y en el suelo, otros dos hombres: el médico y el ayuda de cámara.

Este último se incorporó murmurando palabras incomprensibles. Timokhin, al que mantenían desvelado los dolores de la pierna herida, contemplaba la singular aparición de aquella muchacha que se cubría con un camisón blanco, una chambra y un gorro de dormir. Las palabras temblorosas del criado: «¿Qué quiere? ¿Qué viene a hacer aquí?» apresuraron la marcha de Natacha en dirección de la persona acostada en el rincón. Por terrible que fuera el espectáculo, tenía que verlo. Pasó por delante del ayuda de cámara sin responder. La seta de sebo se dobló y Natacha vio con claridad al príncipe Andrés. Estaba acostado, con las manos puestas sobre el embozo de la sábana, tal como se lo representaba siempre.

En realidad, era el mismo, pero el rubor que la fiebre ponía en su rostro, el brillo de los ojos, que posaba en ella con entusiasmo, y sobre todo aquel cuello delgado, juvenil, que emergía del de la camisa de dormir, le daban un aire particular de inocencia que jamás le había visto. Se aproximó a él y, con un movimiento repentino, irreflexivo, gracioso, cayó de rodillas. El le tendió la mano sonriendo.

X

Desde que el príncipe Andrés abrió los ojos en la ambulancia, después de la batalla de Borodino, hasta aquel momento habían transcurrido siete largos días. Casi todo este tiempo había estado sumido en una especie de síncope. Tenía fiebre y una inflamación en los lesionados intestinos, mortal de necesidad según el dictamen médico. Pero al séptimo día comió con placer un poco de tarta con el té, y el doctor observó que la temperatura disminuía. Aquella mañana había recuperado el conocimiento.

La primera noche tras la salida de Moscú hizo mucho calor y dejaron dormir al Príncipe en su coche, pero al llegar a Mitistchi el herido pidió que le sacaran del vehículo y le dieran una taza de té. Los dolores que sintió durante el traslado a la isba le arrancaron fuertes gemidos y volvió a perder el conocimiento. Cuando se le colocó sobre el lecho de campaña, estuvo largo rato inmóvil y con los ojos cerrados. Mas apenas los abrió dijo en voz baja: «Pero ¿y ese té?» Este recuerdo de los pequeños detalles de la vida llamó la atención del doctor. Le tomó el pulso y, con sorpresa y descontento, observó que estaba mejor. La mejoría le desagradaba porque su experiencia le decía que el príncipe Andrés no podía vivir y que, si no moría entonces, moriría más adelante en medio de sufrimientos mayores todavía. Timokhin, el mayor de su regimiento, herido en una pierna también en la batalla de Borodino, fue colocado en la misma isba, para que le hiciera compañía. Estaba con ellos el médico, el ayuda de cámara del Príncipe, su cochero y dos asistentes.

Se sirvió el té al Príncipe. Se lo bebió ávidamente, con los ojos febriles fijos en la puerta, como si tratase de comprender o recordar algo.

—— No quiero más — dijo —. ¿Está ahí Timokhin? — preguntó luego.

Timokhin se deslizó por el banco.

— Aquí estoy, Excelencia.

— ¿Cómo va la herida?

— ¿La mía? Bien. ¿Y la de usted?

El príncipe Andrés se quedó otra vez pensativo; parecía recordar algo.

— ¿Querrá buscarme un libro?

— ¿Qué libro?

— El Evangelio. No tengo ninguno aquí.

El doctor prometió buscárselo y comenzó a preguntarle qué sentía. Al Príncipe le costaba hablar o no quería hacerlo, pero respondió razonablemente a todas las preguntas del doctor. Luego, como no estaba cómodo, pidió que le pusieran algo debajo de la almohada. El doctor y el ayuda de cámara levantaron el capote que cubría su cuerpo y, haciendo una mueca a causa del olor sofocante de carne podrida que se desprendía de él, se pusieron a examinar la horrible herida. El doctor quedó descontento del examen. Hizo una cura y volvió al herido del otro lado, lo que le arrancó nuevos gemidos y le hizo perder el conocimiento. A continuación, el Príncipe comenzó a delirar. Repetía que le trajesen el libro inmediatamente y que le llevaran a él allá abajo.

— ¿Por qué no me lo dan? No tengo ninguno. Buscadlo, por favor. Ponédmelo delante un momento — suplicaba con acento quejumbroso.

El doctor salió del vestíbulo para lavarse las manos.

— Es un mal tan terrible que no sé cómo puede soportarlo — dijo al ayuda de cámara que le echaba el agua en las manos.

— Pues me parece que le tenemos bien instalado, señor.

Por vez primera, el Príncipe, se dio cuenta del lugar en que se hallaba y de lo que le había ocurrido. Recordó que había sido herido, dónde y cómo; que cuando se detuvo el coche en Mitistchi rogó que se le trasladase a la isba y que allí volvió a encontrarse mal y que de nuevo había recobrado el conocimiento después de tomar un poco de té. Y siguió pasando revista a todo lo que le había sucedido. Se representaba con singular clarividencia la ambulancia y cómo al presenciar los sufrimientos de un hombre al que detestaba brotaron en su mente ideas nuevas que le prometían la felicidad. Y, aunque vagas y confusas, estas ideas se apoderaron de nuevo de su alma. Recordaba que era dueño de una felicidad que nunca había poseído y que ésta tenía algo de común con el Evangelio. Por eso lo había pedido. Pero su nueva postura, desfavorable para la herida, confundió sus ideas nuevamente, y, más tarde, despertó por tercera vez a la vida, ya en medio del silencio de la noche. Todos dormían a su alrededor. Los grillos cantaban en el vestíbulo. Alguien vociferaba y reía en la calle. Las cucarachas corrían por encima de las mesas, sobre los iconos, por las paredes; una gruesa mosca revoloteaba alrededor de la bujía, cerca de él. Pero su alma no se hallaba en estado normal. El hombre que goza de buena salud piensa, siente, se acuerda simultáneamente de infinidad de cosas y posee la facultad de escoger una serie de ideas o de fenómenos y de prestarles toda su atención. El hombre que goza de buena salud puede, en medio de las reflexiones más profundas, salir de ellas para decir una palabra de cortesía a la persona que acaba de llegar, y luego vuelve a asir el hilo de sus pensamientos en el punto en que lo ha soltado. Mas el alma del príncipe Andrés se hallaba en un estado anormal. Las fuerzas de su espíritu eran más activas, más claras que nunca, pero actuaban independientemente de su voluntad. Las ideas, las representaciones más diversas, se apoderaban de él, todas a un tiempo. A veces su pensamiento comenzaba a trabajar con un vigor, con una clarividencia, con una profundidad que en su estado normal no conseguía, y, de pronto, en mitad de su trabajo, sus ideas se desvanecían y eran reemplazadas por una imagen cualquiera, una visión mental imprecisa, y ya no podía reanudar sus meditaciones.

«Sí — pensaba acostado en la isba, casi a oscuras y mirando ante sí con ojos febriles y muy abiertos—, se me ha revelado una dicha nueva: la que se encuentra fuera de las fuerzas físicas, de las influencias externas; la dicha del alma, la dicha del amor. Pero ¿cómo presenta Dios esta ley? ¿Por qué el hijo...?» De súbito se interrumpió el curso de sus reflexiones, y el Príncipe aguzó el oído... Ignoraba si era delirio o realidad, pero oía el murmullo de una voz que repetía sin cesar, con una entonación muy dulce: «Beber..., beber... eer... eer...» Y otra vez: «Beber..., beber... eer... eer...» Al mismo tiempo veía levantarse un edificio en el aire, sobre su misma frente, una construcción extraña, aérea, que parecía hecha de finas agujas. Y aunque le resultaba penoso, se daba cuenta de que tenía que conservar el equilibrio para que el edificio no se derrumbase. Pero se derrumbó. Y luego volvió a levantarse poco a poco, al son de una música cadenciosa. «He de estarme quieto, muy quieto», se decía mientras escuchaba aquel murmullo y experimentaba la sensación de que se formaba aquel edificio. A la roja luz de la bujía, veía las cucarachas, oía el zumbido del moscardón que revoloteaba cerca de la almohada, sobre su cabeza. Al propio tiempo le maravillaba que no echara abajo con sus alas el edificio erigido sobre su frente. Un objeto blanco colocado cerca de la puerta le asfixiaba con su aspecto de esfinge.

«Debe de ser mi camisa que alguien ha dejado sobre la mesa — pensó —. Éstas son mis piernas, aquélla es la puerta, pero ¿por qué tiene que desaparecer todo eso? Beber..., beber..., beber..., beber... ¡Oh, basta, por el amor de Dios! », suplicó sin saber a quién.

De improviso, las ideas y los sentimientos renacieron en él con una claridad, con una intensidad sorprendente.

«Sí, el amor — pensó —, pero no ese amor que se siente por cualquier cosa, sino el que sentí por vez primera cuando vi y amé a un enemigo moribundo. Yo he experimentado ese amor, que es esencia misma del alma y que no necesita objetivos. Ahora mismo tengo una sensación de beatitud: deseo amar al prójimo, a los enemigos; deseo amarlo todo, amar a Dios en todas sus manifestaciones. Se puede amar con amor humano a una persona querida; sólo a un enemigo se le puede amar con un amor divino. Por eso experimenté tanta dicha cuando me di cuenta de que amaba a aquel hombre. ¿Qué habrá sido de él? ¿Vivirá todavía?» «El amor humano puede convertirse en odio, el amor divino no puede modificarse: nada, ni siquiera la muerte, es capaz de destruirlo. Es el sentido del alma. He aborrecido a muchas personas en la vida, pero a nadie he aborrecido tanto ni he amado tanto como a ella.» Y recordó vívidamente a Natacha, pero no se imaginó solamente sus encantos como otras veces, sino que pensó en su alma por vez primera. Comprendía ahora sus sentimientos, sus sufrimientos, su vergüenza, su arrepentimiento. Por primera vez se dio cuenta de toda la crueldad de su ruptura con ella. ¡Ah, si pudiera verla una sola vez! Mirarla a la cara y decirle: «Beber..., beber..., beber..., beber...» La mosca cayó. De repente le llamó la atención algo extraordinario que sucedía en aquel mundo mezcla de delirio y de realidad en que se hallaba.

En él se reconstruían incesantemente edificios que no habían sido destruidos... Algo se alargaba...; la bujía ardía rodeada de su circulo rojo... Cerca de la puerta seguía viéndose la camisa—esfinge. De pronto algo chirrió, y entonces penetró en la isba un vientecillo fresco, y una nueva esfinge blanca apareció en el umbral. Esta nueva esfinge tenía un rostro pálido, blanco y unos ojos brillantes parecidos a los de aquella Natacha en quien Andrés estaba pensando.

«¡Este delirio es terrible!, se dijo tratando de alejar aquel rostro de su imaginación. Pero el rostro estaba ante él con toda la fuerza de la realidad y se le acercaba. El príncipe Andrés quería volver al mundo del pensamiento puro, pero no podía: el delirio le arrastraba a sus dominios. La voz dulce continuaba sus murmullos... El Príncipe reunió todas sus fuerzas para resistir. Al hacer un movimiento, sus oídos se llenaron de pronto de sonidos, sus ojos se oscurecieron y, como hombre que cae al fondo del agua, perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, Natacha, la misma Natacha, viva, a la que quería amar con el amor puro, divino, que acababa de revelársele, se encontraba arrodillada junto a su lecho.

Comprendió en seguida que era una Natacha viva, pero, en vez de sorprenderse, experimentó una dicha muy dulce.

Natacha, de rodillas aún (no podía moverse), le miraba asustada, reteniendo los sollozos. Su pálido semblante permanecía inmóvil; sólo su labio inferior temblaba.

El príncipe Andrés suspiró y le tendió la mano sonriendo.

— ¡Usted! ¡Qué felicidad! — exclamó.

Natacha se acercó más al herido, andando de rodillas, le cogió con suavidad una mano, se inclinó y la rozó con los labios.

— Perdón — dijo luego levantando la cabeza y mirándole —. Perdóneme.

— ¡La amo! — repuso el Príncipe.

— Perdóneme...

— ¿De qué?

— Siento... el mal que... le hice... — profirió Natacha con voz entrecortada y apenas perceptible.

Y, sólo rozándola con los labios, volvió a besar repetidas veces la mano del príncipe Andrés.

— Te amo más ahora que antes — dijo él levantando la cabeza para mirarla de frente. Tenía los ojos llenos de lágrimas de alegría. La mirada de ella le llenaba de dicha y de compasión. El pálido y delgado rostro de Natacha, sus labios hinchados, la afeaban horriblemente, pero el Príncipe no veía aquella cara; no veía más que los ojos brillantes, hermosos...

A sus espaldas se oyeron voces.

Pedro, el ayuda de cámara, se despertó y despertó al doctor. Timokhin, que no podía pegar los ojos a causa del dolor que sentía en la pierna, lo había presenciado todo y se apretaba contra el banco, cubriéndose cuidadosamente con una bandera.

— ¿Qué es eso? — preguntó el médico levantándose de su yacija —. Señora, márchese, por favor.

En este instante llamó a la puerta una doncella, enviada por la Condesa, que había advertido la ausencia de su hija.

Natacha salió de la habitación como una sonámbula a la que se acaba de despertar de su sueño, entró sollozando en su isba y se dejó caer en el lecho.

A partir de aquel día, y durante todo el viaje, Natacha aprovechó los relevos y todos los altos en el camino para correr junto a Bolkonski. Y el doctor tuvo que confesar que no esperaba hallar en una joven tanta firmeza ni tanta habilidad para cuidar a un herido.

A pesar de que la horrorizaba la idea de que el Príncipe pudiera morir (el doctor estaba convencido de que no se salvaría) en los brazos de su hija, la Condesa no osó hacer ninguna observación a Natacha. No dejó de decirse que en el caso de que Andrés se curase y en vista de las relaciones que con él mantenía entonces su hija, podrían volver a hacerse proyectos matrimoniales, pero nadie, ni siquiera Natacha, hablaba de esto. El problema sin resolver de vida o muerte suspendido no sólo sobre la cabeza de Bolkonski, sino de Rusia entera, absorbía por entero la mente de todos.

XI

Pedro se levantó tarde el día 3 de septiembre. Le dolía la cabeza; le pesaba el traje con que había dormido. El reloj de pared señalaba las once de la mañana, pero la calle estaba sumida en sombras. Pedro se levantó, se frotó los ojos y miró la pistola que el criado había colocado sobre el escritorio. Entonces recordó dónde se hallaba y lo que pensaba hacer.

«¿No me habré retrasado? — se dijo —. No, probablemente no entrará en Moscú antes del mediodía.» Pedro no quiso detenerse a reflexionar en lo que iba a hacer; no pensó más que en actuar con la mayor rapidez posible.

Se había alisado el traje, tenía ya la pistola en la mano y se disponía a salir, cuando, por vez primera, se preguntó cómo llevaría el arma por la calle. Desde luego, en la mano no. Bajo el largo caftán le parecía también difícil ocultar una pistola tan grande. Tampoco podría disimularla colocándola en su cintura ni debajo de la silla del caballo. Además, tenia que llevarla descargada y había que contar con que necesitaba tiempo para cargarla.

«Quizá me sirva el puñal... », pensó, aunque repetidas veces, al reflexionar en el modo de poner en práctica su proyecto, se había dicho que el error principal del estudiante, en 1809, fue querer matar con un puñal a Napoleón. Al parecer, el objetivo principal de Pedro consistía no en la realización de su idea, sino en demostrar que no renunciaba a ella y haría todo lo posible para ponerla en práctica. Cogió, pues, el puñal mohoso, encerrado en su vaina verde, que había comprado en Sukharevo, y lo introdujo debajo de su chaleco.

Después de sujetarse con un cinturón el caftán y de ponerse el sombrero, Pedro avanzó por el corredor, procurando no hacer ruido, y salió a la calle. El incendio que la víspera por la tarde contempló con indiferencia, se había agravado de manera considerable durante la noche. Moscú ardía por diversos puntos: la calle Karietnaia, Zamoskvoretché. Gostinni—Dvor, la calle Poverskaia, las embarcaciones del Moscova, los mercados de madera, próximos al puente Dragomilov, ardían a la vez.

Pedro tuvo que pasar por callejuelas para llegar a la calle Poverskaia, y de ésta dirigirse al Arbat, en las cercanías de la iglesia de San Nicolás, donde, hacía ya mucho tiempo, había decidido ejecutar su plan.

Lo mismo las puertas cocheras que los huecos de las casas aparecían cerrados. Calles y callejuelas se hallaban desiertos. El olor a quemado y el humo saturaban el aire. De vez en cuando se tropezaba con rusos de rostros tímidos e inquietos y con franceses nómadas. Unos y otros le miraban sorprendidos. Los rusos le observaban con atención, no sólo por su aventajada estatura, su magnífica presencia y la expresión singular, sombría y concentrada de su rostro y de toda su persona, sino porque no acertaban a descubrir a qué clase pertenecía. Los franceses le seguían, sorprendidos, con la vista, porque no les hacía el menor caso, en vez de mirarlos, como los demás rusos, con curiosidad o con miedo. Cerca de la puerta de una casa, tres franceses, que contaban algo a unos rusos que no los comprendían, le preguntaron si sabía hablar en francés.

Pedro hizo un gesto negativo y continuó la marcha. Un centinela que se hallaba de pie junto a un cajón pintado de verde le llamó a gritos. Sólo después de oír repetidamente sus severas voces y de verle manejar el fusil se dio cuenta de que debía pasar al otro lado de la calle. Ni oía ni veía nada de lo que sucedía a su alrededor. Como si todo lo demás le fuera indiferente, estaba absorto en sus proyectos y una mezcla deprisa y horror le impulsaba a ponerlos en práctica, haciéndole temer un fracaso debido a su inexperiencia. Pero estaba escrito que no llevaría sus sentimientos intactos al lugar adonde se dirigía. Además, aun cuando nada le hubiera detenido por el camino, ya no podía realizar su plan, pues hacia cuatro horas que por la muralla de Dragomilov y por el Arbat había entrado Napoleón en el Kremlin, y entonces estaba sentado, con el más sombrío humor, en el gabinete imperial del palacio, donde daba órdenes detalladas acerca de las medidas que debían tomarse inmediatamente para extinguir el incendio, prevenir el merodeo y tranquilizar a los habitantes.

Mas Pedro ignoraba estos detalles. Absorto en el hecho que iba a llevar a cabo, se atormentaba como se atormentan todos aquellos que emprenden una tarea imposible no sólo por las dificultades que encierra, sino por su incompatibilidad con el propio carácter. Temía ceder a la debilidad en el momento decisivo y perder por esta causa la propia estimación.

A pesar de que no oía ni veía nada de lo que a su alrededor sucedía, seguía instintivamente su camino y no se extraviaba en las callejuelas que conducían a la calle Poverskaia. A medida que se acercaba a ella veía disminuir el humo y sentía un aumento de temperatura debido a la proximidad del fuego. De vez en cuando, las lenguas de fuego aparecían por encima de las casas. Las calles estaban animadas y las gentes se mostraban más inquietas. Pero, aunque notaba que ocurría algo extraordinario en torno suyo, Pedro no se daba cuenta de que se acercaba al foco del incendio. Al pasar por unos vastos terrenos sin edificar, que lindaban por un lado con la calle Poverskaia y por el otro con los jardines del príncipe Gruzinski, sonó a su espalda, inesperadamente, un desesperado grito de mujer. Se detuvo y, como si saliera de un sueño, levantó la cabeza.

Al borde del camino, sobre la hierba seca y polvorienta, había un montón de objetos domésticos: colchones, samovares, iconos, cofres. Una mujer madura, seca, de dientes largos y proyectados hacia fuera, que llevaba un gorro y un mantón negros, estaba sentada en el suelo, junto a los cofres. Esta mujer sollozaba, balanceando el cuerpo y murmurando palabras incomprensibles. Dos niñas de diez o doce años, envueltas también en mantones, bajo los que se veían unos vestidos cortos y sucios, miraban a su madre con una expresión de espanto en sus pálidos rostros. Un niño de siete años, el menor de los hijos, lloraba en brazos de una vieja sirvienta.

Otra joven, sucia y con los pies descalzos, estaba sentada en un cofre, deshaciéndose la rubia trenza y arrancándose los cabellos chamuscados que iba encontrando. El marido, un hombre de uniforme, de mediana estatura y con patillas rizadas, separaba, con semblante impasible, los cofres amontonados y sacaba de debajo de ellos algunas prendas de ropa.

Al ver a Pedro, la mujer se arrojó a sus pies.

— ¡Socorrednos, caballero! — clamó sollozando —. ¡Mi hija..., mi nenita! Dejamos atrás a la más pequeña y se habrá abrasado... ¡Oh ¿Y para eso la he criado? ¡Dios mío, Dios mío...!

— Basta, María Nikolaievna — le ordenó en voz baja el marido para justificarse delante de aquel extraño —. Nuestra hermana la habrá recogido.

— ¡Monstruo! ¡Malvado! — gritó la mujer, colérica, dejando súbitamente de llorar—. Ni siquiera te compadeces de tu hija. Otro en tu lugar habría corrido a arrancarla de las llamas. No eres hombre, no eres padre. Eres un cobarde. Usted es noble, caballero — dijo a Pedro —. El incendio ha comenzado por este lado de la ciudad. Las llamas prendieron en nuestra casa. La sirvienta gritó: «Fuego!» Y todo el mundo corrió y se lanzó a la calle. Nos salvamos sin detenernos a mudarnos de ropa. He aquí lo que hemos traído: la bendición de Dios, el lecho nupcial y pare usted de contar. El resto se ha perdido. Al reunir a los niños, no hemos encontrado a Catalina.

La mujer volvió a sollozar.

— ¡Mi hijita adorada! ¡Se ha abrasado, se ha abrasado!

— Pero ¿dónde está? ¿Dónde estaba? — preguntó Pedro.

La animación de su rostro hizo comprender a la mujer que se disponía a ayudarla.

— ¡Padrecito, padrecito! — exclamó asiéndole por las rodillas—. Bienhechor mío, tranquiliza mi corazón... Aniska, perezosa, acompáñale — dijo con ira a la sirvienta. Y su boca mostraba los largos dientes —. Acompáñale, acompaña a este caballero...

— Haré... lo que pueda... — prometió Pedro con voz ahogada.

La sirvienta salió de detrás del cofre, se colocó bien la trenza y, suspirando, echó a andar descalza delante de Pedro.

Este parecía haber vuelto a la realidad tras un largo síncope. Levantó la cabeza, se le iluminaron los ojos con un resplandor de vida y, a paso ligero, siguió a la sirvienta y pronto llegaron a la calle Poverskaia. Toda ella aparecía inundada de un humo denso y negro.

A través de estas nubes surgían aquí y allá lenguas de fuego. Una muchedumbre se apiñaba ante el incendio. En medio de la calle, un general francés decía algo a las personas que le rodeaban.

Acompañado por la muchacha, Pedro quiso acercarse al general, pero los soldados franceses le detuvieron.

— No se puede pasar — le gritó una voz.

— Venga, caballero; iremos por una calle lateral — indicó la sirvienta.

Pedro dio media vuelta y la siguió, apretando el paso para no quedarse atrás.

La muchacha atravesó corriendo la calle, torció a la izquierda, luego a la derecha y, por fin, dejando atrás tres casas, se metió por una puerta cochera.

— Es aquí — dijo.

Cruzó un patio, abrió una puerta, se paró y mostró a Pedro el pequeño pabellón de madera, que ardía con violentas y cegadoras llamaradas.

Uno de los costados se había venido abajo, el otro se mantenía en pie y las llamas salían por techos y ventanas.

Pedro se detuvo, a su pesar, delante de la puerta cochera, frenado por el terrible calor.

— ¿Cuál es su casa? — preguntó.

La muchacha le mostró, gimiendo, el pabellón.

—— ¡Ahí está nuestro tesoro, mi señorita adorada, la pequeña Catalina! ¡Oh! — sollozó, creyéndose obligada a conmoverse ante el incendio.

Pedro se acercó al pabellón, mas el calor era tan intenso que involuntariamente le volvió la espalda, con lo que se halló frente a la casa que ardía por un solo costado y a cuyo alrededor hormigueaban los franceses. Por el momento, Pedro no se fijó en lo que hacía; únicamente vio que arrastraban algo. Pero al advertir que un francés daba bastonazos a un mujik para arrancarle de las manos una piel de zorro, comprendió vagamente que estaban saqueando la casa. Sin embargo, no tuvo tiempo de detenerse a pensar en ello.

Los crujidos, el ruido de muros y vigas que se derrumbaban, los silbidos de las llamas, los gritos de la gente, las nubes de humo, ora espesas, ora claras, que despedían chispas, las llamas rojas y doradas que lamían las paredes, aquel intenso calor y aquella nerviosa rapidez de movimientos que percibía en torno suyo produjeron en él la excitación que suele engendrar el incendio en todos los hombres.

Tan violenta fue la impresión que recibió, que de improviso se sintió libre de las ideas que le obsesionaban.

Se sentía joven, hábil, audaz. Recorrió el pabellón por la parte más próxima a la casa, y ya iba a dirigirse a la que se conservaba intacta, cuando sonaron unos gritos sobre su cabeza. Luego oyó un crujido y finalmente vio caer a sus pies un cuerpo pesado.

Levantando la cabeza, distinguió en una ventana a varios franceses que arrojaban al patio una cómoda llena de objetos de metal. Otros soldados de la misma nacionalidad, que se encontraban abajo, se acercaron a la cómoda.

— ¡Eh! ¿Qué buscas tú por aquí? — preguntó uno de ellos.

— A una niña que habitaba en esta casa. ¿La han visto ustedes?

— ¡Mira con lo que nos sale éste ahora! ¡Vete a paseo! — gritó una voz. Y, temiendo sin duda que Pedro quisiera disputarle la plata o el bronce que contenía un arcón, otro francés avanzó hacia él con aire amenazador.

— ¿Una niña? La he oído llorar en el jardín. Quizá sea la que busca este buen hombre. Seamos humanos — exclamó otro soldado desde la ventana.

— ¿Dónde está? ¿Dónde está? — preguntó Pedro.

— ¡Allí! — le contestó el francés de la ventana, mostrándole el jardín que se extendía detrás de la casa —Espera un momento.

En efecto, poco después, un muchacho de ojos negros, con el rostro tiznado y en mangas de camisa, saltó por una ventana de la planta baja y dando a Pedro un golpecito en el hombro corrió con él al jardín.

—¡Vosotros, daos prisa!—gritó a sus camaradas. Aquí hace demasiado calor.

Al llegar al enarenado sendero, el francés cogió a Pedro de la mano y le señaló un arriete. Echada en un banco había una niñita de unos tres años que llevaba un vestido de color de rosa.

—Ahí tiene al corderito. ¡Ah! ¡Es una niña! Tanto mejor. Adiós, gordito. Hay que ser humanitario. Todos somos mortales, ¿verdad?

Y el francés de la cara tiznada corrió a reunirse con sus camaradas.

Pedro avanzó lleno de gozo hacia la niña e intentó cogerla en brazos. Mas al ver a un desconocido, ella, que era escrofulosa y de aspecto tan desagradable como la madre, echó a correr dando gritos.

Pedro la alcanzó en un abrir y cerrar de ojos. Ella si guió gritando mientras sus manitas se esforzaban por apartar de sí los brazos de Pedro, y hasta empezó a morderle. Pedro experimentaba un sentimiento de horror, de repugnancia parecido al que hubiera sentido al contacto de un animal cualquiera, pero, haciendo un esfuerzo para no abandonar a la criatura, corrió con ella hacia la casa. Ya no se podía pasar por el mismo camino: Aniska la sirvienta, había desaparecido, y Pedro, con un sentimiento de lástima y disgusto, apretando con más ternura a la niña, que sollozaba, corrió a través del jardín buscando otra salida.

XII

Cuando, después de recorrer varias callejuelas, llegó con su carga junto al jardín de Gruzinski, en una esquina de la calle Poverskaia, no reconoció de momento el sitio de donde había partido en busca de la niña. Estaba atestado de gente y de objetos salvados de las llamas. Además de las familias rusas que llegaban huyendo del fuego, vio a varios soldados franceses vestidos con uniformes distintos. Pedro no les prestó atención. Deseaba encontrar a la familia del funcionario para devolver la niña a su madre y seguir salvando vidas. Le parecía que tenía mucho trabajo y que debía hacerlo lo más deprisa posible.

Vigorizado por la carrera y por el calor, sentía ahora con mayor intensidad las sensaciones de remozamiento, de animación, de resolución, que se habían despertado en él cuando salió en busca de la niña. Ésta, apaciguada, se asía con sus manitas al caftán de Pedro, que la tenía sentada en su brazo, y miraba a su alrededor con la vivacidad de un animalejo salvaje.

Pedro la miraba de vez en cuando y le sonreía. Comenzaba a descubrir en aquel rostro pequeño y enfermizo una conmovedora expresión de inocencia.

El funcionario y su familia no estaban ya en el lugar que ocupaban poco antes. Pedro avanzó rápidamente entre el gentío mirando los rostros que encontraba a su paso.

Entonces vio a una familia de Georgia o Armenia compuesta de un anciano de hermoso aspecto y tipo oriental, vestido con un tulup nuevo y calzado con unas botas flamantes, de una anciana de tipo parecido y de una muchacha joven. Esta pareció a Pedro un dechado de belleza oriental con sus finas cejas negras, su rostro alargado, de expresión muy dulce aunque algo fría.

Mezclada con la muchedumbre, en medio de sus efectos empaquetados, con su rico vestido de seda y su chal de encaje color lila claro, con el que se cubría la cabeza, hacía pensar en una frágil planta de invernadero arrojada sobre la nieve. Estaba sentada sobre los paquetes, detrás de la anciana, y sus grandes ojos negros, inmóviles, de largas cejas, miraban a los soldados. Se advertía que tenía miedo porque sabía que era hermosa. Su rostro llamó la atención a Pedro y, no obstante la prisa con que pasó por donde ella se hallaba, volvió varias veces la cabeza para contemplarla. No encontrando a las personas que buscaba, se detuvo y echó una ojeada en torno suyo. Varios rusos, hombres y mujeres, a quienes llamó la atención, le rodearon.

— ¿Ha perdido a alguien, amigo? ¿Es gentilhombre? ¿De quién es esa niña? — le preguntaron.

Pedro contestó que era hija de una mujer, vestida de negro, que poco antes estaba sentada allí mismo con su familia, y preguntó si alguien conocía su paradero.

— Habla de los Enferov, sin duda — dijo un viejo dirigiéndose a una mujer picada de viruelas.

— No — repuso ella —. Los Enferov partieron muy de mañana. Debe de tratarse de los Ivanov o de María Nikolaievna.

—Aquí, el amigo, ha hablado de una mujer: María Nikolaievna es una señora — objetó un lacayo.

— Quizá la conozca usted — explicó Pedro —. Es muy delgada y tiene los dientes largos.

— Sí, es María Nikolaievna. Salió del jardín a la llegada de esos lobos—dijo la mujer señalando a los soldados franceses.

— ¡Sálvanos, Señor! — murmuró el anciano.

— Lloraba mucho. Se fueron por allá. No, por ahí — manifestó la mujer.

Mas Pedro ya no la escuchaba. Miraba a la familia armenia y a dos soldados que se acercaban. Uno de ellos, hombre pequeño, de movimientos vivos, vestía un capote azul ceñido por una cuerda. Iba descalzo y se cubría la cabeza con un gorro de cuartel. El otro, que atrajo especialmente la atención de Pedro, era delgado, rubio, corpulento, de movimientos pausados y expresión estúpida. Llevaba un capote de lana rizada, pantalones azules y botas altas bastante viejas. El francés bajito del capote azul se acercó a los armenios, murmuró algo, asió las piernas del viejo y empezó a quitarle las botas. El otro se paró ante la bella armenia y la miró en silencio, inmóvil, con las manos metidas en los bolsillos.

— Toma, toma a la niña — dijo Pedro a la mujer con acento imperioso entregándole la criatura —. Tú la devolverás. Tómala — exclamó inclinándose para dejarla sentada en el suelo. La niña lloraba. El miró al francés y a la familia armenia. El viejo estaba ya descalzo. El francés bajito acababa de quitarle la segunda bota y le limpiaba el polvo. El viejecito gimoteó diciendo algo.

Mas Pedro no veía ni oía nada de lo que ocurría a su alrededor. Toda su atención se concentraba en el francés del capote de lana, que en aquel momento, contoneándose, se acercaba a la muchacha y, sacando las manos de los bolsillos, le tocaba el cuello. La bella armenia, que seguía inmóvil y en la misma postura, con los grandes ojos bajos, no parecía ver ni sentir lo que hacía el soldado.

Mientras Pedro franqueaba los pocos pasos que le separaban del francés, el merodeador alto del capote arrancó el collar de la armenia, que lanzó un grito, llevándose una mano al cuello.

— ¡Suelta a esa mujer! — ordenó Pedro en un tono terrible asiendo por los hombros al soldado y empujándole. Este cayó y, levantándose, echó a correr. Pero su camarada, arrojando lejos de sí las botas, tiró del sable y cargó furioso contra Pedro.

— ¡Nada de tonterías! — exclamó.

Pedro era presa de uno de sus peculiares accesos de furor, durante los cuales no se acordaba de nada y en los que se duplicaban sus fuerzas. Se lanzó sobre el francés y, antes de que acabase de desenvainar el sable, le derribó y comenzó a golpearle con los puños. La multitud que le rodeaba lanzó un grito de aprobación, pero en aquel preciso instante desembocó en el jardín un destacamento de ulanos franceses a caballo. Los ulanos avanzaron al trote y rodearon a Pedro y al francés.

Pedro no sabía a ciencia cierta lo que sucedió después. Creía recordar que había pegado a alguien y que otros le habían pegado a él después de atarle las manos y mientras un nutrido grupo de soldados le rodeaba.

— Lleva un puñal, teniente — fueron las primeras palabras que comprendió.

— ¡Ah! Un arma — repuso el oficial, y, dirigiéndose al soldado que habían cogido a la vez que a Pedro, añadió—: Bueno. Ya explicaréis todo esto ante el Consejo de Guerra. ¿Habla usted francés? — preguntó a Bezukhov.

Pedro miró a su alrededor con los ojos enrojecidos y no contestó.

— Que venga el intérprete.

Un hombre vestido de paisano salió de las filas. Pedro reconoció por él, por el traje y por el acento, a un francés que trabajaba en un comercio de Moscú.

— No tiene el aire de un hombre del pueblo — observó mirando al detenido.

— Yo creo que tiene aspecto de incendiario — repuso el oficial —. Pregúntele quién es.

— ¿Quién eres? — interrogó el intérprete —. Responde a los superiores.

— Soy vuestro prisionero — repuso de pronto Pedro en francés —. Llevadme a donde os parezca.

La multitud se apiñaba alrededor de los ulanos. Junto a Pedro estaba la mujer marcada de viruelas, con la niña en brazos. Cuando el destacamento se puso en marcha, ella avanzó también y preguntó al prisionero:

— ¿Adónde le llevan? ¿Y dónde dejaré a la niña si no encuentro a sus padres?

— ¿Qué quiere esa mujer? — inquirió el oficial.

Pedro se sentía como ebrio. Su entusiasmo se acentuó al ver a la niña que había salvado.

— ¿Que qué dice? — contestó —. Me trae a mi hija, a quien acabo de salvar de las llamas. ¡Adiós!

Y sin saber cómo se le había ocurrido decir aquella mentira, echó a andar con paso firme y arrogante entre los franceses que lo conducían.

El destacamento era uno de los que por orden de Duronnel recorrían las calles de Moscú para detener a los merodeadores y, sobre todo, a los incendiarios que, según la opinión que tenían los jefes franceses en aquellos momentos, eran responsables del incendio de la ciudad. El destacamento recorrió varias calles todavía y detuvo a cinco rusos sospechosos: un comerciante, dos seminaristas, un campesino, un criado y después a algunos merodeadores. Pero el más sospechoso era Pedro. Cuando llegaron a la prisión militar, instalada en un gran edificio de las murallas de Zuboro, se puso aparte a Pedro bajo una guardia muy severa.

DUODÉCIMA PARTE

I

En las altas esteras de San Petersburgo, la complicada lucha entre los partidarios de Rumiantzev, de los franceses, de María Fedorovna, del Gran Duque heredero y tantos otros bandos proseguía sin interrupción, ahogada, como siempre, por el ruido de los zánganos de la Corte. Pero la vida de San Petersburgo, tranquila, lujosa, en la que nadie se cuidaba sino de visiones y reflejos, seguía su curso ordinario, y, a través de ella, había que hacer grandes esfuerzos para reconocer el peligro, la difícil situación en que el pueblo ruso se hallaba. Siempre las mismas salidas, los mismos bailes, el mismo teatro francés, los mismos intereses de cortesanos, las mismas intrigas. En los círculos más elevados se trataba únicamente de comprender las dificultades de la situación. Se contaba, muy bajito, que en aquellas críticas circunstancias las dos emperatrices habían procedido de manera distinta. La emperatriz María Fedorovna, cuidadosa del bienestar de los establecimientos educativos y de beneficencia que presidía, había ordenado que se enviasen a Kazán todos los beneficiados, y los bienes de estos establecimientos estaban ya embalados. La emperatriz Elizabeth Alexeievna respondió, cuando se le preguntó qué ordenes se dignaba dar, que no podía dar órdenes relativas a las instituciones del Estado, porque dependían del Emperador, y en cuanto a lo que le concernía directamente, mandó decir que sería la última en salir de San Petersburgo.

El 26 de agosto, día de la batalla de Borodino, Ana Pavlovna dio una fiesta. La novedad del día era la enfermedad de la condesa Bezukhov. Había enfermado repentinamente días antes; desde entonces faltaba a las reuniones que siempre había engalanado con su presencia, y se decía que no recibía a nadie y que, prescindiendo del célebre médico de San Petersburgo que la cuidaba de ordinario, se había puesto en manos de un doctor italiano, que la trataba de acuerdo con un método nuevo y extraordinario.

— La pobre Condesa está muy enferma. El médico dice que se trata de una angina de pecho.

— ¿Angina de pecho? ¡Oh, es una enfermedad terrible!

La palabra «angina» se repetía con placer.

— ¡Oh! Sería una pérdida terrible. Es una mujer tan encantadora...

— ¿Hablan de la pobre Condesa? — preguntó Ana Pavlovna acercándose a los comentaristas —. A mí me han dicho, cuando he mandado a preguntar, que está un poco mejor. Es sin duda la mujer más encantadora del mundo — añadió, sonriendo ante su propio entusiasmo —. Pertenecemos a campos distintos, pero ello no me impide apreciarla como se merece. ¡Es tan desgraciada!

Suponiendo que las palabras de Ana Pavlovna levantaban un poco el velo misterioso de la enfermedad de la Condesa, un joven imprudente se permitió expresar su asombro al saber que no se había llamado a ningún médico conocido y que la paciente se dejaba cuidar por un charlatán que podía recetar remedios milagrosos.

— Sus informes pueden ser mejores que los míos — dijo Ana de pronto, atacando al inexperto joven—, pero sé de buena tinta que ese médico es muy hábil y competente. Ha asistido a la reina de España.

Y luego de fulminar así sus rayos contra el joven, Ana Pavlovna se acercó a Bilibin, que, en otro grupo y con el ceño fruncido, se disponía a hablar de los austriacos.

Los invitados de Ana siguieron comentando la situación de la patria e hicieron diversas suposiciones sobre el resultado de la batalla que debía librarse aquellos días.

—Mañana, aniversario del nacimiento del Emperador — concluyó Ana Pavlovna —, tendremos buenas noticias; ya lo verán ustedes. Es un presentimiento.

II

El presentimiento se cumplió. Al día siguiente, durante el servicio de acción de gracias con que la Corte honraba el cumpleaños del soberano, se recibió un pliego que enviaba el príncipe Kutuzov. Contenía una información escrita en Tatarinovo el mismo día de la batalla. Kutuzov explicaba que los rusos no habían cedido ni una sola pulgada de terreno, que las pérdidas de los franceses eran muy superiores a las rusas y que escribía el comunicado a toda prisa y en el mismo campo de batalla, sin conocer las últimas noticias. Se había obtenido, pues, una victoria y enseguida, sin salir de la iglesia, se dio gracias al Creador por su ayuda y por el triunfo obtenido.

En la ciudad hubo durante todo el día un ambiente de gozo y de fiesta. Todos daban por segura la victoria definitiva, y se hablaba ya del cautiverio de Napoleón, de su destronamiento y de la elección de un nuevo jefe de Estado francés.

En el informe de Kutuzov se hablaba también de las pérdidas rusas, y se citaba, entre otros, a Tutchkov y Kutaissov. El mundo petersburgués lamentó en particular la desaparición de Kutaissov. Era joven e interesante; el Emperador lo apreciaba mucho y todo el mundo lo conocía.

Aquel día todos comentaban al verse:

— ¡Es sorprendente! Precisamente durante el servicio de acción de gracias. Pero ¡qué pérdida..., Kutaissov! ¡Una verdadera desgracia!

— ¿Qué os decía yo de Kutuzov? — manifestaba el príncipe Basilio con el orgullo del profeta —. ¿No sostuve siempre que él solo era capaz de vencer a Napoleón?

Pero como al día siguiente no se tuvieran noticias del ejército, la opinión pública se inquietó. Los cortesanos sufrían a causa de la incertidumbre en que se hallaba el Emperador.

Aquel día, el príncipe Basilio no dedicó alabanzas a su protegido Kutuzov. Es más: cuando se hablaba del comandante en jefe guardaba silencio. Por añadidura, aquella tarde todo pareció confabularse contra los habitantes de San Petersburgo para sumirlos en la turbación y en la inquietud. Otra noticia terrible se difundió por la ciudad: la condesa Elena Bezukhov acababa de morir, fulminada por el terrible mal cuyo nombre era tan agradable de pronunciar. Oficialmente y en las altas esferas se decía que había muerto de un ataque de angina de pecho, pero en los círculos particulares se contaba que el médico secreto de la reina de España había hecho tomar a Elena, en pequeñas dosis, cierto medicamento, y que ella, atormentada por la falta de noticias de su marido (el desdichado Pedro), al que había escrito inútilmente, se tomó una tremenda dosis de la medicina, muriendo entre sufrimientos atroces antes de que pudiera acudirse en su socorro. Se murmuraba también que el príncipe Basilio acusó al médico italiano, pero que éste le enseñó tantas cartas de amor de la Condesa difunta, que le dejó partir sin ponerle obstáculos. La conversación general versaba sobre tres penosos acontecimientos: la incertidumbre del Emperador, la pérdida de Kutaissov y la muerte de Elena.

Un poderoso terrateniente moscovita llegó a San Petersburgo tres días después y por toda la ciudad se extendió el rumor de la caída de Moscú. ¡Era horroroso!

El Emperador envió al príncipe Kutuzov el escrito siguiente:

«Príncipe Mikhail Ilarionovitch: Desde el día 29 de agosto no he vuelto a tener noticias de usted. Sin embargo, con fecha del l° de septiembre he recibido por medio de Iaroslav, que hablaba en nombre del gobernador general de Moscú, la triste nueva de que ha decidido usted abandonar con su ejército la ciudad. Ya puede imaginarse el efecto que ello me ha producido. Su silencio aumenta mi sorpresa. Le envío este pliego por mediación del general ayudante de campo, a fin de conocer por usted mismo la situación del ejército y las causas que le han inducido a adoptar tan dolorosa decisión.» Nueve días después llegaba a San Petersburgo un enviado de Kutuzov con la noticia de que Moscú había sido abandonado.

III

MIENTRAS Rusia era conquistada a medias, mientras los habitantes de Moscú huían a provincias lejanas, mientras se formaba una milicia tras otra para la defensa de la patria, Nicolás Rostov, sin ningún propósito de sacrificio, por simple casualidad, tomaba parte decisivamente en la defensa de su país y observaba sin pesimismo alguno lo que ocurría a su alrededor. Unos días antes de la batalla de Borodino recibió papeles y dinero: se envió a sus húsares a Voronezh y él mismo partió hacia esta población, utilizando caballos de posta.

Sólo las personas que hayan vivido por espacio de meses enteros en un ambiente rural podrán comprender el placer que experimentó Nicolás cuando dejó las tropas, los forrajes y víveres, la ambulancia, y, sin soldados ni convoyes, lejos del tráfago del campamento, pudo contemplar los pueblos, los campesinos y sus mujeres, las mansiones señoriales, los verdes terrenos donde pacía el ganado, los relevos ante los adormecidos maestros de postas. Sintió tanta alegría como si viera todo aquello por primera vez. Lo que más le maravilló y le regocijó fue tropezarse con mujeres jóvenes y vigorosas, a las que seguían decenas de oficiales; mujeres que se sentían felices y agradecidas cuando un oficial se detenía a bromear con ellas.

Ya era de noche cuando Nicolás llegó a Voronezh de excelente humor. Pidió en el hotel todo aquello de que llevaba tanto tiempo privándose, y al día siguiente, después de afeitarse cuidadosamente y de ponerse el uniforme de gala, fue a presentarse a las autoridades.

El jefe de milicia era un paisano que tenía el grado de general, hombre entrado en años que estaba visiblemente encantado de sus ocupaciones militares y de su alta graduación. Recibió con ira a Nicolás (estaba convencido de que la ira era una cualidad muy militar) y, dándose importancia y en el tono del que hace uso de un derecho, juzgó la marcha general de los asuntos, y le interrogó, aprobando o desaprobando sus respuestas. Pero Nicolás se sentía tan contento que todo aquello le pareció muy divertido.

Luego visitó al gobernador de la provincia. El gobernador era un hombrecillo muy activo, muy bueno y muy simple.

Indicó a Nicolás dónde encontraría buenos caballos y le recomendó un tratante del pueblo y un propietario rural que habitaba a veinte verstas de allí y que poseía una excelente yeguada. Finalmente le prometió su apoyo.

— ¿Es usted hijo del conde Ilia Andreievitch? Mi mujer era muy amiga de su madre. En casa nos reunimos los jueves. Si lo desea, como hoy es jueves, le invito a que venga a vernos sin gastar cumplidos — dijo el gobernador al despedirle.

Por la tarde, Nicolás, después de vestirse, se perfumó, y, aunque un poco tarde, se presentó en casa del gobernador.

En la reunión había muchas señoras. Nicolás había conocido a algunas en Moscú, pero entre los varones no había nadie que pudiera rivalizar con el caballero de la cruz de San Jorge, con el húsar de remonta, con el excelente y atento conde Rostov. Figuraba entre ellos un prisionero italiano, oficial del ejército francés, y Nicolás juzgó que la presencia del mismo aumentaba su importancia de héroe ruso: era como un trofeo.

En cuanto apareció en el salón, vestido con el uniforme de húsar, esparciendo a su alrededor un olor a vino y a perfume, oyó decir a varias voces: «Más vale tarde que nunca.» Luego, todos los presentes le rodearon, todas las miradas se posaron en él, y en un instante se sintió elevado a la posición de favorito, posición agradable siempre y que ahora, después de tan largas privaciones, le embriagaba. No sólo en los relevos, en los albergues y en las casas particulares había servidores que le halagaban con sus atenciones: también allí, en la velada del gobernador, había señoras jóvenes y bellas señoritas que esperaban con impaciencia a que se fijara en ellas. Todas coqueteaban con él, y las personas mayores pensaban ya en casarle.

Entre estas últimas se hallaba la esposa del gobernador, que le recibió como a un pariente, llamándole Nicolás y tuteándole.

— Nicolás, Ana Ignatievna desea verte — dijo, pronunciando aquel nombre con un tono tan significativo, que Rostov comprendió que aquella Ana Ignatievna debía de ser persona muy importante —. Vamos, Nicolás, ¿me permites que te llame así?

— Sí, tía. ¿Por qué quiere verme esa señora?

— Porque sabe que has salvado a su sobrina... ¿Sabes de quién te hablo?

— , Oh! ¡He salvado a tantas damas!

— Su sobrina es la princesa Bolkonski. Está aquí, en Voronezh, con su tía. ¡Oh, cómo te ruborizas! ¿Qué? ¿Hay algo entre vosotros?

—No, ni siquiera he pensado en ello, tía.

— ¡Bueno, bueno!

La esposa del gobernador le presentó a una anciana fornida, de estatura elevada, que acababa de terminar su partida de naipes con las personas más notables del pueblo. Era la señora Malvintzeva, una viuda rica, sin hijos, tía materna de la princesa María, que vivía en Voronezh todo el año. Cuando se acercó a ella Rostov, estaba ya en pie pagando lo que había perdido. Hizo un guiño severo, le miró dándose importancia y siguió dirigiendo reproches al general que había ganado.

— Encantada, querido —— dijo enseguida a Rostov, tendiéndole la mano —. Le invito a que venga a vernos si gusta.

Después de hablar de la princesa María y de su difunto padre, a quien la tía parecía no haber querido mucho, tras escuchar esta última lo que el joven le refirió acerca del príncipe Andrés — que tampoco gozaba de sus simpatías —, se despidió de él, reiterándole la invitación de que fuera a hacerle una visita. Nicolás se lo prometió y volvió a ruborizarse al despedirse de ella. Siempre que se hablaba delante de él de la princesa María sentía una mezcla de temor y de confusión incomprensibles para él mismo.

Al separarse de la señora Malvintzeva quiso volver a bailar, pero la esposa del gobernador puso sobre su brazo su mano llena de hoyuelos y manifestó que tenía necesidad de hablarle.

— ¿Sabes, querido — comenzó a decir una vez se hubieron sentado en un apartado rincón—, que eres un buen partido? ¿Quieres que pida para tí su mano?

— ¿La mano de quién, tía? — preguntó Nicolás.

De la Princesa. Catalina Petrovna asegura que Lilí es la que te conviene; yo prefiero a la Princesa. Estoy segura de que tu madre me lo agradecerá. Esa muchacha es encantadora; yo no la encuentro fea.

—¡Qué ha de ser fea!— exclamó Nicolás al que hirió la observación—. Pero yo soy un soldado, tía; no puedo comprometerme ni asegurar nada — agregó sin pensar lo que decía.

— Bien. Recuerda mis palabras. No hablo en broma.

Nicolás sintió de repente el deseo y la necesidad de explayarse (cosa que nunca hacía con su madre, ni con su hermana, ni con ningún amigo), de exponer sus pensamientos más íntimos a aquella mujer, casi una extraña.

Más adelante, al recordar este inexplicable, imperioso e injustificado afán, imaginó (como muchos hombres) que había sido casual. Sin embargo, unido a otros pequeños acontecimientos, debía tener enormes consecuencias no solamente para él, sino también para su familia.

— Mamá desea casarme con una mujer rica — explicó —, pero me repugna y disgusta esa idea. No quisiera casarme por interés.

— Lo comprendo — asintió la esposa del gobernador.

— Claro que la princesa Bolkonski es otra cosa. Ante todo, confieso que me gusta mucho, que me inspira muchísima simpatía, que desde que la he conocido en circunstancias tan poco corrientes pienso sin cesar en la influencia del destino en nuestras vidas. Por extraño que pueda parecer, mi madre, que no la conoce, me la nombra continuamente. Mientras Natacha estuvo prometida a su hermano, yo no pude pensar en dirigirme a ella, y ha venido a cruzarse en mi camino precisamente cuando Natacha ha roto su compromiso matrimonial... No he dicho a nadie, ni diré, una sola palabra de todo esto. Sólo usted lo sabe.

La esposa del gobernador le estrechó la mano, reconocida.

— ¿Conoce a Sonia, mi prima? La amo; le he dado palabra de casamiento y haré honor a ello... Ya ve como no puedo pensar en otra mujer—concluyó Nicolás ruborizándose.

— ¡Muy razonable, querido! Pero Sonia no posee nada y tú mismo confiesas que andan mal los asuntos de tu padre. ¿Y tu madre? Esto la matará. Si Sonia tiene corazón, ¿cuánto no sufrirá? La apenará ver a tu madre desesperada, los asuntos embrollados... No, amigo mío, Sonia y tú tenéis que comprender.

Nicolás callaba. Le había gustado oír aquella conclusión. Tras un breve silencio, dijo suspirando:

— No obstante, tía, todavía falta saber si la Princesa me querrá. Además, está de luto. ¿Cómo va a pensar en esto?

— ¿Imaginas, acaso, que voy a casarte enseguida? Hay muchas maneras de hacer las cosas.

— Es usted una buena casamentera, tía — dijo Nicolás besándole la mano.

IV Al llegar a Moscú, después de su encuentro con Rostov, la princesa María halló allí a su sobrino, con el preceptor y una carta del príncipe Andrés en que éste le trazaba su itinerario a Voronezh y le hablaba de tía Malvintzeva. Las peripecias del viaje, la inquietud que le inspiraba el estado de su hermano, la instalación en una nueva casa, entre caras nuevas, la educación de su sobrino, todo esto ahogaba en el alma de la Princesa el sentimiento, muy parecido a la tentación, que la atormentó durante la enfermedad de su padre y después de su fallecimiento, y especialmente a raíz de su encuentro con Rostov. Se sentía trastornada. Tras un mes de vida tranquila, experimentaba con mayor intensidad la impresión de la pérdida de su padre, al unirse en su alma a la pérdida de Rostov. La sola idea de los peligros que corría su hermano, único pariente que le quedaba, la atormentaba sin cesar. La inquietaba la educación de su sobrino, porque se veía incapaz de dársela. Pero en el fondo de su alma albergaba una satisfacción que nacía de la conciencia de haber acallado sus sueños y esperanzas relacionadas con la aparición de Rostov.

Al día siguiente de la fiesta, la esposa del gobernador llegó a casa de la señora Malvintzeva, y después de hablar de sus proyectos con la tía de la Princesa, haciendo la observación de que si, dadas las circunstancias, no se podía pensar en unos esponsales oficiales, sí que podía reunirse a los dos jóvenes con objeto de que se conocieran más a fondo y de recibir su aprobación; hizo en presencia de la princesa María el elogio de Rostov y contó que se había ruborizado al oír hablar de ella. Entonces ésta experimento no una alegría sincera, sino un sentimiento enfermizo. Su equilibrio interior no existía ya, y nuevos deseos, nuevas dudas, nuevas esperanzas, se despertaban en ella.

Durante los dos días que mediaron entre esta entrevista y la visita de Rostov, la princesa María no dejó de pensar en la actitud que debía adoptar. Tan pronto resolvía no salir al salón cuando llegara él, diciéndose que no era correcto que, llevando luto, recibiera invitados, como pensaba que esta conducta resultaría descortés después de lo que Nicolás había hecho por ella. Se dijo que su tía y la esposa del gobernador forjaban proyectos sobre ella y Rostov (sus miradas, sus palabras, parecían confirmar esta suposición) y que estos proyectos les incumbían únicamente a los interesados; y luego pensó que sólo a ella, espíritu perverso, podían ocurrírsele y no olvidaba que en su situación — todavía no se había despojado de sus crespones — sus esponsales constituirían una ofensa para ella y para la memoria de su padre. Después de decidir por fin que se presentaría ante Rostov, se imaginó lo que diría él y lo que ella respondería. Y estas palabras le parecían ora frías y fútiles, ora demasiado importantes.

Temía, sobre todo, que él supusiera que la molestaba. Pero cuando el domingo, —terminada la misa, anunció el criado en el salón la llegada del conde Rostov, la Princesa no dio muestras de sentirse disgustada. Sus mejillas se tiñeron de un leve rubor y una nueva y resplandeciente luz iluminó sus pupilas.

— ¿Le has visto, tía? — interrogó con voz tranquila, sin saber ella misma cómo podía permanecer tan serena y natural.

Al aparecer Rostov, bajó un momento la cabeza, a fin de dar tiempo al visitante para que saludara a su tía. La levantó cuando Nicolás se dirigió a ella, y correspondió a su mirada con los ojos brillantes. Con un movimiento lleno de dignidad y de gracia, con una alegre sonrisa, se levantó, le tendió su fina y suave mano y le habló con una voz que por vez primera tenía un matiz femenino. La señorita Bourienne, que se encontraba también en el salón, la miró con asombro. Ni la coqueta más hábil hubiese maniobrado mejor al enfrentarse con un hombre al que quisiera agradar.

«No sé si es que el negro le sienta bien o que se ha embellecido sin que yo me haya dado cuenta... ¡Qué tacto, qué gracia!», pensaba la señorita Bourienne.

Si en aquellos momentos hubiera podido reflexionar, la Princesa se habría sorprendido más que la señorita Bourienne del cambio que se había operado en ella. Desde que su vista se posó en aquel encantador y amado rostro, una nueva fuerza vital se posesionó de ella y la hizo hablar y actuar contra su voluntad. Su rostro se había transformado de súbito al aparecer Nicolás. Así como los cristales pintados de un farolito permiten ver, cuando se encienden de improviso, el trabajo artístico que poco antes parecía grosero y falto de sentido, se transfiguró de pronto el rostro de la princesa María. Por vez primera se exteriorizaba aquel trabajo puro, espiritual, que había realizado en secreto. Todo este trabajo interior, todos sus sufrimientos, sus aspiraciones hacia el bien, la sumisión, el amor, el sacrificio, brillaban ahora en sus radiantes ojos, en su fina sonrisa, en cada rasgo de su dulce semblante.

Y Rostov se dio cuenta de ello con tanta claridad como si la conociera de toda la vida. Advirtió instintivamente que el ser que tenía delante era distinto y superior a todos los que había conocido hasta aquel momento y, sobre todo, mejor que él mismo.

Cuando le hablaban de la Princesa o cuando pensaba en ella, se ruborizaba y se turbaba; en cambio, en su presencia se sentía despreocupado y animoso. No dijo nada de lo que llevaba preparado, sino cuanto pasó por su magín, lo cual fue, por cierto, lo más oportuno.

La Princesa no salía de casa por el luto, y Nicolás no juzgó conveniente prodigar sus visitas. Pero la esposa del gobernador seguía madurando sus proyectos. Hablaba a Nicolás de las lisonjas que le dedicaba la Princesa, y a ésta de las que le dedicaba Nicolás. Especialmente insistió en que el joven tuviera una conversación a solas con ella. Por fin arregló una entrevista entre los dos, después de la misa, en casa del arzobispo.

Pero Rostov objetó que no tenía por qué mantener aquel diálogo y no quiso prometer su asistencia al palacio arzobispal. Como en Tilsit, donde jamás se atrevió a preguntar a los demás si lo que juzgaban bueno lo era en realidad, ahora, tras una lucha breve pero franca entre la tentación de ordenar su vida de acuerdo con la razón o de someterse dócilmente a las circunstancias, escogió lo último, cediendo a lo que le atraía irremisiblemente. Sabía que no estaba bien hablar de amor a la Princesa después de la promesa hecha a su prima, y jamás lo haría, pero sabía igualmente que si se dejaba llevar por las personas que le dirigían no sólo no cometería ninguna mala acción, sino que haría algo importante, lo más importante de todo lo que había hecho hasta entonces.

Tras su entrevista con la Princesa, su vida exterior no cambió, pero todos los placeres de que gozó antes perdieron su encanto. Pensaba con frecuencia en María, pero no como pensaba en todas las jóvenes, sin excepción, de la esfera que frecuentaba; tampoco recordaba ya con tanto entusiasmo ni con tanta frecuencia a Sonia. Como todos los jóvenes decentes, había querido ver en cada una de ellas a una esposa, y en su imaginación las había dotado de las cualidades que son indispensables para la vida conyugal. Las veía vestidas con una bata blanca, delante del samovar, en coche, con los niños, con papá y mamá; se representaba sus relaciones con ellas..., y éstas perspectivas le eran agradables. Cuando pensaba en la princesa María, con quien quería casarse, no acertaba a imaginar ningún episodio de su vida en común, y cuando trataba de representárselo, le parecía ficticio.

V

La terrible noticia de la derrota de Borodino, con las pérdidas rusas, y la más terrible aún del abandono de Moscú al enemigo llegaron a Voronezh a mediados de septiembre.

La princesa María no tuvo noticias directas de la herida de su hermano, el príncipe Andrés, sino que se enteró por los periódicos, disponiéndose a partir en su busca. Esto fue todo lo que supo Nicolás, que no había vuelto a verla.

Después, aunque no sentía desesperación, ira, deseo de venganza ni nada semejante, Rostov comenzó a aburrirse y a no estar a gusto en el pueblo. Todas las conversaciones se le antojaban falsas, no sabía qué opinar de los acontecimientos y se daba cuenta de que sólo cuando se hallara en el regimiento lo vería todo más claro. Por esto se apresuró a poner fin a la misión que allí le condujera — la de comprar caballos —, y más de una vez, sin motivo alguno, increpó a sus subordinados.

Pocos días antes de su partida se celebró un servicio de acción de gracias en la catedral para honrar la Victoria alcanzada por las tropas rusas. Nicolás fue a la iglesia. Se colocó, por orden de jerarquías, detrás del gobernador y se dejó mecer por los pensamientos más diversos. Estuvo en pie durante todo el acto. Cuando se concluyó el servicio le llamó la esposa del gobernador.

— ¿Has visto a la Princesa? — preguntó señalándole con la cabeza a una señora vestida de negro que estaba cerca del altar.

Nicolás la reconoció al punto, no tanto por el perfil que distinguía bajo el sombrero, sino por el sentimiento de dolor y de compasión que le sobrecogió enseguida. La princesa María, que estaba evidentemente sumida en sus pensamientos, hizo por última vez la señal de la cruz y se dispuso a salir de la iglesia.

Nicolás contempló con asombro su semblante. Era el que ya conocía, con una expresión reconcentrada y espiritual, pero aquel día tenía un brillo distinto. Aquella expresión conmovedora de tristeza le impresionó vivamente.

Como le sucedía siempre en su presencia, sin escuchar a la esposa del gobernador, sin preguntarse si sería correcto o no dirigirle la palabra en la iglesia, se aproximó a ella para decirle que conocía la causa de su dolor y que la compadecía con toda su alma. Una luz repentina iluminó el rostro de María al oír el sonido de su voz, y su dolor se dulcificó.

— Sólo quiero decirle una cosa — murmuró Nicolás —. Que si el príncipe Andrés Nikolaievitch ya no existiera, como es comandante de regimiento, su nombre vendría en la lista que publican los periódicos.

La princesa le miró sin comprender el sentido de sus palabras, feliz al reparar en la expresión de simpatía con que el joven la miraba.

— Además — prosiguió Nicolás —, las heridas por explosión (los periódicos hablan de una granada) matan al punto o son leves. Yo estoy convencido de que...

La Princesa le interrumpió.

— ¡Ah, sería espantoso! — exclamó.

Y sin explicar la causa de su emoción, inclinó la cabeza con un movimiento lleno de gracia (como todos los que hacía ante él), le dirigió una mirada de reconocimiento y siguió a su tía.

Nicolás se quedó por la tarde en casa para terminar sus cuentas con los chalanes. Cuando hubo concluido advirtió que no podía pensar en salir porque se le había hecho tarde, y empezó a pasear por la habitación pensando en la vida, cosa insólita en él.

La princesa María le había producido en Smolensk una impresión agradable. El hecho de volver a verla en condiciones tan particulares y la coincidencia de que su madre se la mostrara como un buen partido hicieron que la mirase con una atención especial.

En Voronezh, esta impresión fue no sólo agradable, sino también muy viva. La belleza moral, poco común, que esta vez observó en ella, le impresionó profundamente.

Sin embargo, tenía que salir de Voronezh y no pensaba lamentar la pérdida de la ocasión de ver a la Princesa.

Pero su encuentro con ella en la iglesia le había producido una emoción más honda de lo que sospechaba y deseaba para su tranquilidad en el porvenir. Aquel rostro fino, pálido, triste; aquella mirada radiante; aquellos graciosos movimientos, y, sobre todo, aquella tristeza tierna y profunda que se imprimía en sus rasgos, le turbaban y le atraían.

Rostov no podía soportar la actitud de superioridad espiritual en los hombres (por ello no le era simpático el príncipe Andrés). Hablaba de esto con desprecio, calificándolo de filosofía, de sueños, pero esta misma tristeza en la princesa María, tristeza que expresaba toda la profundidad de un mundo espiritual que le era desconocido, le atraía de manera irresistible.

Tenía los ojos y la garganta llenos de lágrimas cuando, inesperadamente, entró Lavruchka con un montón de papeles en la mano.

— ¡Imbécil! ¿Por qué entras cuando nadie te llama? — le increpó Nicolás, cambiando al momento de actitud.

— De parte del gobernador — dijo Lavruchka con voz soñolienta —. El correo ha traído para usted estas cartas.

— ¡Bueno! ¡Márchate!

Las cartas eran dos: una de Sonia, en la que le devolvía su palabra; otra de la Condesa. Las dos venían de Troitza. Su madre le hablaba de los últimos días de Moscú, de su marcha, del incendio, de la pérdida de toda su fortuna. Agregaba, entre otras cosas, que el príncipe Andrés estaba herido y los acompañaba; que su estado era grave, pero que el médico abrigaba esperanzas de que curaría, y que Sonia y Natacha eran sus enfermeras y le cuidaban.

La carta de Sonia no sorprendió demasiado a Nicolás. Sabía cuánto empeño tenía su madre en romper aquel compromiso para poder casarle con una rica heredera.

Nicolás se dirigió al día siguiente, con la carta en la mano, a casa de la princesa María. Ni uno ni otra profirieron una sola palabra que hiciera alusión a los cuidados que prodigaba Natacha a Andrés; pero, gracias a aquella carta, Nicolás se sintió de improviso como si fuera pariente de la Princesa.

Al otro día presenció su marcha para Iaroslav y, algunos después, se incorporó a su regimiento.

VI En la casa convertida en prisión adonde se condujo a Pedro, lo mismo el oficial que los soldados que le detuvieron adoptaban una actitud hostil y respetuosa al mismo tiempo cuando le dirigían la palabra. Por el modo que tenían de tratarle se veía que seguían sin descubrir su posición social (podía ser hombre rico e importante), y si le demostraban animosidad era por la lucha reciente, cuerpo a cuerpo, que acababan de sostener con él.

Mas cuando, a la mañana siguiente, fueron reemplazados por la nueva guardia, Pedro reparó en que ni el oficial nuevo ni los nuevos soldados le concedían la menor importancia. En aquel burgués de formas macizas, vestido con un caftán como un mujik, no veían al héroe que se batió la víspera con los merodeadores y que salvó a la niña, sino únicamente a un ruso más; el número diecisiete, de los detenidos por orden de la autoridad superior. Pedro se destacaba, no obstante, por su aire tranquilo y reconcentrado y por su francés, que hablaba correctamente. Aquel mismo día le unieron a los demás detenidos sospechosos, porque la habitación que ocupaba le hizo falta al oficial.

Todos sus compañeros eran hombres de condición inferior y se apartaban de él, sobre todo porque hablaba en francés. Pedro los oyó con tristeza burlarse de su persona.

Al día siguiente por la tarde supo que los detenidos (y probablemente él entre ellos) serían juzgados como incendiarios.

Al tercer día los condujeron a todos a una casa y los colocaron delante de un general francés de blanco bigote, de dos coroneles y de varios oficiales con los brazos en cabestrillo. Con esa precisión que caracteriza a interrogatorios de esta especie, se les dirigió por separado las preguntas siguientes: «¿Quién eres?», «¿Dónde estabas?», «¿Qué hacías allí?», etcétera.

A la pregunta «¿Qué hacías cuando te detuvieron?», Pedro repuso con cierto aire melodramático que iba a devolver a sus padres a una niña que acababa de salvar de las llamas.

— ¿Por qué te batiste con el merodeador?

—En defensa de una mujer. El deber de todo hombre honrado es...

Le interrumpieron para decirle que aquellas consideraciones no tenían nada que ver con su asunto.

— ¿Qué hacías en el patio de la casa incendiada donde te vieron varios testigos?

— Quería ver lo que pasaba en Moscú — respondió.

Entonces volvieron a interrumpirle.

A continuación se le preguntó adónde iba, por qué estaba cerca del incendio y quién era. De paso se le recordó que ya se había negado a dar su nombre.

Pedro dijo de nuevo que no podía responder a la pregunta.

— Eso no está bien — dijo severamente el general del blanco bigote y el rostro rubicundo.

Al cuarto día comenzó el incendio por las murallas Zubovski. Pedro y sus compañeros fueron trasladados a Krimski—Brod y encerrados en un almacén.

Al pasar por las calles, el prisionero se sintió asfixiado por el humo que llenaba la ciudad entera. En diversos puntos se veían incendios. Pedro, que no comprendía aún el significado de la destrucción de la ciudad, contempló con horror las llamas.

El 8 de septiembre se condujo a los prisioneros, por el campo Devitche, situado a la derecha del convento de monjas, a un punto en que se alzaba un poste. Detrás del poste había una fosa recién abierta y, cerca de ella, un gran gentío. Se componía éste de unos cuantos rusos y de gran número de soldados de Napoleón: alemanes, italianos y franceses, todos con traje militar. A derecha e izquierda del poste había una fila de tropas francesas vestidas con uniforme azul de charretera roja, cascos y morriones.

Una vez colocados los acusados por el orden que indicaba la lista (Pedro era el sexto) se les mandó que se acercaran al poste. De pronto, los tambores redoblaron a ambos lados del campo, y a su son creyó Pedro que se le desgarraba el alma. Perdió la capacidad de pensar; únicamente veía y oía. Su alma sentía un solo deseo: que acabase lo antes posible la terrible cosa que iba a ocurrir. Miró con atención a sus camaradas. Los dos del extremo habían sido rasurados en la prisión; uno era alto, delgado; el otro, moreno, velludo, musculoso, de nariz aplastada; el tercero era un criado de cuarenta y cinco años, de cabello gris, grueso y bien alimentado; el cuarto, un campesino muy guapo, de barba rubia y larga y ojos negros; el quinto, un obrero de fábrica, muchacho pobre y enclenque, de dieciocho años, vestido como un carpintero.

Pedro oyó que los franceses hablaban de si debía fusilarse a los prisioneros de uno a uno o de dos en dos.

— ¡De dos en dos! — decidió fríamente el oficial.

La fila de soldados cobró súbito movimiento. Todos se daban prisa, no como quien va a realizar un acto que todo el mundo comprende y aprueba, sino como quien desea acabar pronto una tarea desagradable, necesaria y poco comprensible.

Un funcionario francés que lucía una faja se acercó a la hilera de prisioneros y les leyó la sentencia en ruso y en francés. Luego, cuatro soldados franceses se acercaron a los presos y, por indicación del oficial, se llevaron a los dos del extremo. Los condenados avanzaron hasta llegar junto al poste; allí se detuvieron y, mientras se iban a buscar unos sacos, ellos miraron a su alrededor, en silencio, como bestias salvajes a las que acosan los cazadores. Uno de ellos se persignaba sin cesar; el otro se rascaba la espalda y sus labios simulaban una sonrisa. Los soldados les vendaron los ojos con los sacos y los sujetaron al poste. Pedro les volvió la espalda para no ver lo que iba a suceder. De improviso sonó un chasquido, luego un ruido semejante al más horrísono de los truenos; así se lo pareció a Pedro, que se volvió de frente. Pálidos, con las manos trémulas, los franceses hacían algo junto a la fosa. Luego se llevaron a los dos presos siguientes. Éstos miraban a todos en silencio; sus ojos pedían auxilio en vano y no parecían comprender ni creer en lo que iba a ocurrir.

No podían creerlo porque sólo ellos sabían el significado de su propia vida. De aquí que no concibieran que se la pudiesen arrebatar.

Pedro, que no quería ver, se volvió de nuevo, pero una detonación espantosa le desgarró los tímpanos y, al propio tiempo, divisó el humo, la sangre, los rostros pálidos y espantados de los franceses, que volvían a maniobrar junto al poste y con manos temblorosas se empujaban unos a otros. Pedro suspiró con fuerza y echó una mirada a su alrededor, como si preguntara: «¿Qué significa esto?» La misma pregunta se leía en todas las miradas que se tropezaban con la suya.

En las caras de los rusos, en las de los soldados franceses, en las de los oficiales, en todos los rostros sin excepción, se leía el mismo horror, el mismo miedo, la misma lucha que se entablaba en su alma. «¿Para qué hacer esto?» «Todos sufren como yo. ¿Quién habrá mandado esto, quién, quién habrá sido?», se decía Pedro.

— ¡Tiradores del ochenta y seis, adelante!—gritó una voz.

A continuación se llevaron solo al quinto prisionero, el que estaba al lado de Pedro.

Este se dio cuenta de que estaba salvado y de que le habían llevado allí sólo para que presenciara las ejecuciones. Era evidente que se habían enterado de que era un personaje, cuyo fusilamiento habría podido originar complicaciones.

Con horror creciente, sin sentir alegría ni tranquilidad, observaba lo que sucedía ante él. El quinto sentenciado era el obrero.

En cuanto le tocaron dio un salto y se asió a Pedro, que se estremeció y se desprendió de él.

El obrero no pudo andar solo. Tuvieron que cogerlo por debajo de los sobacos, y murmuró palabras ininteligibles. Al colocarle ante el poste calló de pronto. ¿Se daba cuenta de que clamaba en vano o creía imposible que fueran a matarle? Se quedó quieto junto al poste, esperando a que le vendaran los ojos, como a sus compañeros, mientras miraba a la multitud con ojos brillantes. Pedro no pudo volverse esta vez ni cerrar los ojos. Su curiosidad y su emoción llegaban al límite, como la de todos los presentes. El quinto preso estaba ya tan tranquilo, al parecer, como los anteriores. Se cruzó el abrigo y con uno de los pies descalzos se frotó el otro.

Cuando le vendaron los ojos se arrancó el trapo. El nudo le hacía daño. Al atarle al ensangrentado poste se inclinó, pero como se hallaba incómodo en aquella postura se enderezó y se apoyó en él con las piernas rígidas.

Pedro no le perdió de vista y observaba hasta sus menores movimientos. Es probable que los demás oyeran la voz de mando, así como el disparo de los ocho fusiles. Pedro no percibió nada, únicamente vio inmovilizarse al obrero, mientras dos manchas de sangre aparecían en dos puntos de su cuerpo. Vio también ponerse muy tirantes las cuerdas bajo el peso de su cuerpo y que él doblaba de manera anormal la cabeza y las piernas y, luego, que caía al suelo.

Nadie impidió que Pedro se acercara al poste. Unos hombres pálidos trabajaban a su alrededor. La mandíbula inferior de un viejo y bigotudo francés temblaba mientras deshacía los nudos de la cuerda. El cuerpo de la víctima se contraía. Los soldados le arrastraron con torpeza, apresuradamente, hasta el otro lado del poste y le echaron a la fosa.

Aquellos soldados sabían que eran unos criminales y se apresuraban a ocultar las huellas de sus crímenes.

Pedro se asomó a la fosa y vio allá abajo al obrero con las rodillas dobladas a la altura de la cabeza y un hombro más alto que otro. Este hombro se alzaba y bajaba nerviosamente.

Pero ya la tierra caía sobre los cuerpos. Un soldado dijo a Pedro que se apartara. Pedro no entendió lo que le ordenaban y siguió junto al poste, sin que nadie le echase de allí. Cuando la fosa quedó cubierta por completo, se oyó una orden. Se llevaron a Pedro a su sitio y las tropas francesas, que seguían inmóviles junto al poste, dieron media vuelta y desfilaron ante él. Veinticuatro tiradores con los fusiles descargados se acercaron allí mientras desfilaban las compañías ante ellos.

Pedro contempló con ojos apagados a los tiradores, que, de dos en dos, salían del circulo.

Todos menos uno se unieron a sus camaradas. Un soldado joven, pálido como un muerto, tocado con un casco y con el fusil en la mano, permanecía delante de la fosa, en el mismo sitio donde había disparado. Se tambaleaba como un borracho; sus piernas avanzaban y retrocedían para sostener su cuerpo vacilante. Un viejo soldado, un suboficial, salió de las filas, cogió al soldado por un hombro y lo hizo entrar en ellas. La multitud, compuesta de rusos y franceses, se dispersó. Todos marchaban en silencio, con la cabeza baja.

—Esto les enseñará a no ser incendiarios... — comentó un francés.

Pedro se volvió al que hablaba; observó que era un soldado que quería olvidar lo que acababa de hacer, sin conseguirlo. Hizo un ademán y se fue.

VII

Después de la ejecución se separó a Pedro de los demás detenidos y se le dejó solo en una capilla saqueada.

Por la tarde, el suboficial de servicio y dos soldados entraron en la capilla e informaron al preso de que había sido indultado e iba a ser conducido a las viviendas de los detenidos militares. Sin comprender lo que se le decía, Pedro se levantó y siguió a los soldados. Fue conducido a las barracas construidas con vigas quemadas en la parte alta de las afueras y se le hizo entrar en una de ellas.

Una veintena de presos le rodearon en la oscuridad. Él los miró sin comprender quiénes eran, por qué estaban allí y qué era lo que querían de él. Escuchaba las palabras que se le dirigían, sin sacar de ellas la menor conclusión; no comprendía su importancia. Respondió a las preguntas que se le hicieron sin ver a la persona o personas que las hacían ni cómo se interpretaban sus respuestas. Miraba las expresiones, las caras, y todas le parecían iguales.

Desde que presenció, a su pesar, la horrible matanza cometida por los hombres, experimentaba una sensación singular: le parecía que se había roto en él el resorte del que dependía su vida y que todo era polvo ahora a su alrededor.

Sin que lo advirtiera, se disipaba en su alma la fe en el bienestar del mundo, en el alma, en Dios. Ya había sentido otras veces algo parecido, pero no con tanta intensidad.

Antes, cuando una duda parecida le asaltaba, se decía que dudaba por culpa suya; se daba cuenta de que el medio de librarse de la incertidumbre y de la desesperación estaba en él mismo.

Ahora no creía ser el culpable de que el mundo se derrumbara ante su vista dejando ruinas únicamente. Se hacía cargo de que no estaba en su mano recobrar la fe en la vida.

A su alrededor, en la oscuridad, se encontraban gentes desconocidas, y era muy probable que él las divirtiera. Se le dirigió la palabra, se le trasladó a otra parte y, por fin, se encontró en un rincón de la barraca con unos seres que se interpelaban riendo.

—Sí, compañeros..., fue el príncipe mismo quien...—dijo una voz desde el extremo opuesto de la barraca.

Silencioso e inmóvil, sentado en la paja junto a la pared, Pedro abría y cerraba los ojos.

Pero, apenas bajaba los párpados, veía ante él el rostro espantoso del obrero y los más horribles todavía de sus involuntarios asesinos.

A su lado se hallaba sentado un hombre de talla exigua, de cuya presencia se había dado cuenta enseguida por el fuerte olor a sudor que se desprendía de él a cada uno de sus movimientos. Este hombre estaba encogido en la oscuridad y, aunque Pedro no le veía el rostro, se daba cuenta que no le quitaba la vista de encima. Al mirarle más atentamente, comprendió lo que hacía: se descalzaba de una manera que le llamó la atención.

Después de desatar los cordones que rodeaban una de sus piernas, los arrolló con cuidado y enseguida se quitó los de la otra pierna, mirando a Pedro.

Cuidadosamente, con movimientos regulares, el hombre se descalzó, colgó el zapato de uno de los clavos de madera que había en la pared, sobre su cabeza, y, sacando una navaja, cortó algo con ella. Luego la cerró, se la guardó, se instaló con más comodidad y miró fijamente a Pedro.

Este experimentaba una sensación agradable, consoladora, inspirada por los movimientos regulares e incluso el olor de aquel hombre, que no le quitaba ojo.

—Ha presenciado usted muchas ejecuciones, ¿verdad, señor? — le interrumpió de repente.

La voz cantarina del hombre era tan acariciadora, tan natural, que Pedro quiso responder; pero le temblaban los labios y los ojos se le llenaron de lágrimas. Inmediatamente, sin esperar a que le hablase de sus sufrimientos, el hombrecillo se puso a charlar con la misma agradable voz.

— No te disgustes, amigo — recomendó con ese acento tierno, cantarín, acariciador, con que hablan las viejas rusas —. No te disgustes, amigo. El pesar dura una hora; la vida, un siglo. Nosotros vivimos en este mundo gracias a Dios. Los hombres son así, unos buenos y otros malos.

Y con un ágil movimiento se levantó, empezó a toser y se fue al otro lado de la barraca.

— ¡Ah, malvada! ¿Conque has vuelto? — dijo desde su nuevo rincón con la misma voz llena de ternura —. Ha vuelto, se acuerda de mí... ¡Bueno, basta!

Y rechazando a una perrita que daba saltos a su alrededor regresó a su sitio y se sentó otra vez. Tenía algo en la mano.

— Toma, come si quieres — dijo a Pedro con acento respetuoso, ofreciéndole unas patatas cocidas —. Son excelentes.

A Pedro, que no había comido nada desde la víspera, le pareció muy apetitoso el olor de las patatas. Las aceptó, dio las gracias a su compañero y se puso a comer.

— ¿Por qué te las comes así? — dijo éste sonriendo —. Mira cómo lo hago yo — agregó cogiendo una patata y cortándola con el cuchillo en dos partes iguales.

Hecho esto, roció de sal una de ellas y se la ofreció a Pedro.

— Son excelentes — repitió —. Come.

A Pedro le pareció, en efecto, que nunca había probado nada mejor.

— A mí me da lo mismo — observó éste —, pero ¿por qué han fusilado a esos desgraciados? ¡El último no había cumplido los veinte años!

— ¡Chist! — dijo el hombrecillo —. ¡Ah, cuánto se peca, cuantísimo se peca! — añadió vivamente, como si tuviera ya preparadas las palabras y le salieran por sí mismas de la boca —. ¿Por qué te has quedado en Moscú?

— Porque no sospechaba que llegaría tan pronto el enemigo.

— ¿Y te han cogido en tu propia casa?

— No, quise ver el incendio y me detuvieron y juzgaron como a incendiario.

—¡Ah, sí! El juicio, la justicia...

— ¿Y tú? ¿Llevas mucho tiempo aquí dentro?

— No. Me sacaron del hospital el domingo pasado.

— ¿Eres soldado?

— Pertenezco al regimiento de Apcheron; tenía fiebre y por poco me muero. Nadie nos dijo nada. Eramos una veintena de hombres los que estábamos enfermos. A ninguno se le ocurrió...

— ¿Te aburres aquí?

— ¿Cómo no he de aburrirme, padrecito? Me llaman Platón; mi apellido es Karataiev. En el servicio me apodaban «El Halcón». ¿Cómo no voy a aburrirme, padrecito? Moscú es madre de todas las ciudades y me duele su caída. Pero también el gusano se come la col y luego muere. Así lo dicen los viejos.

— ¿Cómo, cómo has dicho?

— Quiero decir que lo que pasa es por voluntad de Dios — repuso el soldado, creyendo repetir exactamente lo que había dicho antes —. Y tú posees dominios, ¿verdad? ¿Y una casa? ¿Y una esposa? ¿Viven aún tus ancianos padres?

Pedro no veía en la oscuridad, pero se daba cuenta de que, mientras le interrogaba, el soldado sonreía con ternura. A éste le emociono saber que Pedro era huérfano. Sobre todo le impresionó el hecho de que no tuviera madre. Porque, como dijo, «la mujer nos aconseja, la suegra nos salva, pero en el mundo no existe nada tan precioso como una madre».

— ¿Tienes hijos?

La respuesta negativa de Pedro le entristeció, mas se apresuró a observar:

— ¡Bah! Todavía eres joven, a Dios gracias, y ya los tendrás... si vives en buena armonía con tu mujer.

— ¡Ah! Ahora todo me da lo mismo — exclamó Pedro a su pesar.

Platón cambió de postura, tosió y se dispuso a darle una larga explicación.

Yo también he poseído un hogar, amigo — declaró —. El dominio de nuestro señor era rico; poseía muchas tierras. Los campesinos que le servíamos vivíamos bien y, a Dios gracias, mi familia prosperaba. Mi padre trabajaba, así como mis cinco hermanos. Todos éramos verdaderos hijos de la tierra. Pero un día...

Platón Karataiev refirió a Pedro una larga historia. Un día que quiso coger leña en un bosque vecino, lo sorprendió el guardia, le dio de latigazos, le juzgaron y después le alistaron en el ejército.

— Ya ves, aquello parecía ser un mal, pero en el fondo fue un bien — admitió sonriendo —, porque, de no ser por mi infracción, le hubiera tocado ir al servicio a mi hermano menor, que tenía cinco hijos, mientras que yo sólo tenía mujer. El había tenido, además, una hija, pero Dios se la llevó. Una vez que me dieron unos días de permiso regresé a casa y vi que la familia vivía mejor que antes. El establo rebosaba de ganado, las mujeres se quedaban en casa, dos de mis hermanos se ganaban el pan fuera y el más pequeño, Mikhailo, trabajaba en casa. Mi padre dijo: «Para mí, todos mis hijos son iguales. Si alguien me muerde en un dedo, siento el dolor en todo el cuerpo, y si no se hubieran llevado a Platón, habría tenido que partir Mikhailo.» Nos llamó a todos, nos colocó delante del icono y dijo: «Mikhailo, ven; inclínate, y tú, mujer, haz también una reverencia; saludadle, niños.» El destino nos hace malas o buenas pasadas. Nuestra felicidad, amigo mío, es como el agua en las redes del pescador. Se las echa al mar y se hinchan; se las saca y se deshinchan. Así es la vida.

Platón se acomodó sobre la paja.

Tras un momento de silencio se incorporó.

— Bueno; supongo que desearás dormir...

Dicho esto, se santiguó rápidamente murmurando:

— Señor Jesucristo, santos Nicolás, Froilán y Lorenzo, perdónanos y sálvanos.

Se inclinó hasta el suelo, se enderezó, suspiró y se sentó en la paja.

— ¿Qué oración es ésa? —preguntó Pedro.

— ¿Eh? ¿Qué? —dijo Platón medio dormido—. ¿Mi oración...? Ya la has oído. ¿Y tú no rezas?

— Sí. Pero ¿qué quiere decir eso de Froilán y Lorenzo?

— ¡Cómo! ¿No lo sabes? Son los santos patronos de los caballos. Hay que tener compasión también de los animales. ¡Ah, la muy pícara ha dado media vuelta! Está fatigada — explicó palpando a la perrita, que estaba acurrucada junto a sus piernas. Luego se volvió y se durmió.

Del exterior llegaban gritos, llantos, y, a través de un agujero, se veía el resplandor del fuego. Pero en el interior de la barraca todo era oscuridad y silencio. Pedro permaneció despierto largo rato. Estaba echado, con los ojos muy abiertos, oía los ronquidos de Platón, al que tenía aún a su lado, y advertía que el mundo destruido antes se reconstruía ahora en su alma con una belleza nueva, sobre cimientos inconmovibles, nuevos también...

VIII

La barraca adonde se condujo a Pedro, en la que permaneció por espacio de cuatro semanas, cobijaba en calidad de prisioneros a veintitrés soldados, tres oficiales y dos funcionarios.

Todas esas gentes se le aparecían a Pedro hundidas en una especie de niebla espesa, pero Platón Karataiev se quedó para siempre grabado en su alma como un recuerdo amado e intenso, como el símbolo de la bondad y de la franqueza rusas.

Esta primera impresión se confirmó cuando, a la mañana siguiente, vio a su vecino. Toda la persona de Platón, con su capote corto, su gorro y su lapti, era redonda: lo era la cabeza, la espalda, el pecho, los hombros, incluso los brazos, que movía con frecuencia como si se dispusiera a arrojar algo. Su agradable sonrisa, sus grandes, tiernos y oscuros ojos resultaban redondos también. A juzgar por el relato que hacía de las campañas en que había tomado parte, parecía tener cincuenta años. El ignoraba su edad, no podía precisarla; pero sus dientes, fuertes y blancos, que mostraba al reír, eran bellos y estaban bien conservados; ni sus cabellos ni su barba tenían una sola cana y todo su cuerpo era flexible, firme y resistente.

A pesar de algunas pequeñas arrugas, su rostro tenía una expresión de inocencia juvenil; su voz era agradable y cantarina, sus palabras francas y corteses. Era evidente que nunca pensaba lo que decía o tenía que decir, y por eso sin duda la rapidez y firmeza de sus respuestas revelaban una convicción inquebrantable.

Su fuerza física y la preparación de sus músculos eran tales, que no parecía comprender la fatiga ni la enfermedad. Todos los días, al levantarse y al acostarse, decía: «Haz, Dios mío, que duerma como un leño y que me levante en tan buen estado como el pan.» Por las mañanas solía agregar, encogiéndose de hombros: «Bueno. Me acosté, me levanté, me vestí, me puse a trabajar.» En efecto, apenas abría los ojos se apresuraba a hacer algo con ese afán con que el niño coge sus juguetes. Sabía hacerlo todo ni demasiado bien ni demasiado mal: guisaba, amasaba, cosía, clavaba, confeccionaba zapatos. Se hallaba constantemente ocupado y sólo por la noche entablaba conversación —le gustaba mucho charlar — o entonaba alguna cancioncilla. No cantaba como aquel que sabe que se le escucha, sino como las aves, porque sentía la necesidad de emitir sonidos, del mismo modo que sentía el deseo de estirarse o de andar. Sus cánticos eran siempre muy tiernos, muy dulces, como los de una mujer melancólica, y mientras cantaba, su rostro conservaba la seriedad.

Al verse prisionero y con la barba crecida rechazó todo cuanto había en él de soldado y que era extraño a su manera de ser y recobró el aire y las costumbres del campesino.

— Cuando el soldado disfruta de permiso debe llevar la camisa fuera del pantalón — decía.

No le gustaba hablar de sus años de servicio, pero tampoco se quejaba de ellos, pues decía a menudo que nunca le habían pegado en el regimiento. Cuando narraba algo hacía alusión, con frecuencia, a recuerdos antiguos, visiblemente queridos para él, de su vida de campesino. Los proverbios de que salpicaba sus frases no eran inconvenientes como los que suelen decir los soldados. Eran refranes populares, que, aislados, parecían carecer de sentido, pero que, empleados oportunamente, sorprendían por la profunda sabiduría que revelaban. Muchas veces se contradecían, mas siempre resultaban apropiados. A Platón le gustaba conversar y lo hacía bien, sirviéndose de vocablos acariciadores, de sentencias de su propia cosecha, o así se lo parecía a Pedro. Pero el encanto principal de su conversación estribaba en la solemnidad de que revestía los acontecimientos más sencillos, los mismos a veces que había presenciado Pedro sin reparar gran cosa en ellos. Escuchaba con gusto los cuentos (siempre los mismos) que todas las tardes refería un soldado, pero prefería las historias verdaderas. Al escuchar tales narraciones sonreía satisfecho e introducía palabras nuevas o hacía preguntas cuya finalidad era la de sacar una moraleja de lo que se contaba. No se sentía unido a nada; no parecía tener ninguna amistad, ningún afecto, a la manera que los entendía Pedro, pero amaba y vivía en buena armonía con aquellos a quienes las circunstancias ponían a su lado, es decir, con el Hombre, no sólo con este o aquel hombre. Amaba a su perro, amaba a sus camaradas, amaba a los franceses, a Pedro, su vecino en la prisión, mas Pedro se daba cuenta de que cuando se separase de él, aquel hombre no se entristecería lo más mínimo. Y él, Pedro, comenzaba a sentir lo mismo respecto de Karataiev.

Para los demás prisioneros era Platón un soldado vulgar; le llamaban «El Halcón» o Platocha; se burlaban un poco de él, le hacían encargos, pero ya desde el primer momento se presentó a Pedro como un ser incomprensible, redondo, como la personificación constante de la verdad y de la sencillez, y así le vería siempre.

Salvo sus oraciones, no sabía nada de memoria. Cuando empezaba a hablar, ni él mismo parecía saber cómo iba a concluir. Muchas veces, sorprendido por el sentido de sus palabras, Pedro le obligaba a repetirlas, mas ya no las recordaba, como tampoco recordaba nunca la letra de su canción favorita. Sus dichos y sus actos se desprendían de él con la misma espontaneidad y la misma necesidad imperiosa con que se desprende el perfume de la flor.

IX Después de enterarse por Nicolás de que su hermano estaba con los Rostov, en Iaroslav, la princesa María, a pesar de las exhortaciones de su tía, se preparó para partir, y no sola, sino con su sobrino. No se preguntó ni quiso saber si la empresa sería difícil o no, posible o imposible. Su deber le dictaba no solamente dirigirse al lado de su hermano, gravemente herido, sino llevarle a su hijo. Por consiguiente, lo dispuso todo para una rápida marcha. El hecho de que el Príncipe no le escribiera personalmente se lo explicaba diciéndose que tal vez estuviera demasiado débil para coger la pluma o bien que él juzgaba que el trayecto era demasiado largo y peligroso para ella y su hijo y no quería tentarla con sus cartas a ir a su lado.

Los últimos días de su estancia en Voronezh fueron los mejores de su existencia. Su amor por Nicolás Rostov no la atormentaba, no la emocionaba ya. Este amor llenaba toda su alma, se había convertido en una parte de sí misma y ya no luchaba contra él. Estaba convencida —sin osar confesárselo con franqueza — de que amaba y era amada. La afirmó en esta creencia su última entrevista con Nicolás el día en que fue a notificarle que el príncipe Andrés estaba con los Rostov. Nicolás no hizo entonces ninguna alusión a que, en caso de curarse el príncipe Andrés, pudieran reanudarse entre él y Natacha las pasadas relaciones, mas la princesa María vio impreso en su rostro lo que sabía y lo que pensaba acerca de ello. A pesar de esto, sus relaciones con ella seguían siendo tiernas y afectuosas. Incluso parecía regocijarse de aquel posible y futuro parentesco con la princesa María, el cual le permitía expresarle con mayor libertad sus sentimientos. Así pensaba la Princesa. Sabía que amaba por primera y última vez en su vida; se sentía amada, y esta convicción tranquilizaba su espíritu y la hacía dichosa. Empero, esta dicha parcial no impedía que compadeciera a su hermano con toda su alma. Es más, la paz interior que ahora sentía facilitaba en cierto modo su entrega total a los sentimientos que le inspiraba Andrés. Su inquietud fue tan viva al salir de Voronezh, que, al contemplar su atormentado semblante las personas que la acompañaban, no dudaban que enfermaría por el camino. Mas las dificultades, las preocupaciones del viaje, a las que se entregó febrilmente, la distrajeron de su dolor y le infundieron energías.

Como suele suceder en estos casos, la princesa María no pensaba más que en el viaje y se olvidaba de su finalidad. Pero, al acercarse a Iaroslav, lo que iba a ver se presentó a su imaginación vivamente. Entonces su emoción llegaba al límite.

Cuando el correo que la precedía y que había sido enviado por ella a Iaroslav para informarse de la salud del príncipe Andrés y del lugar en que se hallaban los Rostov, se tropezó, ya de regreso, con el coche, cerca de la puerta del pueblo, quedó impresionado al ver el pálido rostro de la Princesa asomado a la ventanilla.

—— Ya lo sé todo, Excelencia. Los Rostov habitan en casa del comerciante Bronikov. No está lejos, a la orilla del Volga.

La princesa María le miró con temor, no comprendiendo por qué aquel hombre no le hablaba de lo principal: la salud de su hermano. La señorita Bourienne preguntó lo que la Princesa no se atrevía a preguntar.

— ¿Cómo está el Príncipe?

— Su Excelencia está con ellos, en la misma casa.

Entonces vives, se dijo María; y preguntó en voz baja:

— ¿Cómo se encuentra?

—Los criados dicen que sigue en el mismo estado.

¿Qué significaba «seguir en el mismo estado»? La Princesa no lo quiso averiguar. Se contentó con mirar furtivamente a Nicolás, niño de siete años, que iba sentado frente a ella; luego bajó la cabeza y ya no volvió a levantarla hasta que, vacilando y chirriando, el coche se detuvo. La portezuela se abrió ruidosamente. A la izquierda, la Princesa vio un gran río; a la derecha, la entrada de una casa, criados y una muchacha de larga trenza negra cuya sonrisa le pareció fingida y desagradable. (Era Sonia.) La Princesa subió con paso ligero la escalera. La muchacha de la sonrisa indicó: «Por aquí, por aquí», y María se encontró en el recibidor, ante una mujer entrada en años, de tipo oriental, que, emocionada, le salía al encuentro. Era la anciana Condesa, que la asió por la cintura y la abrazó.

—Hija mía, la quiero y la conozco hace tiempo — dijo.

A pesar de la emoción, María comprendió quién era aquella dama y que debía decir algo. Sin casi darse cuenta, murmuró unas frases corteses en respuesta a las que en el mismo tono se le dirigían; luego pregunto:

— ¿Dónde está?

— El médico asegura que se halla fuera de peligro — explicó la Condesa; pero el suspiro y la expresión de sus ojos, que elevó al cielo, conque acompañó sus palabras estaban en contradicción evidente con ellas.

— ¿Dónde está? ¿Lo puedo ver?

— Enseguida, Princesa, amiga mía. ¿Es ése su hijo? —interrogó la Condesa señalando al pequeño Nicolás, que entraba en aquel momento en compañía de Desalles, su ayo —. La casa es grande. Todos ustedes podrán alojarse aquí. ¡Oh, qué niño tan encantador!

La Condesa hizo entrar en el salón a María. Sonia hablaba con la señorita Bourienne; la Condesa acariciaba al pequeño. El viejo Conde entró en la habitación para saludar a la recién llegada. Había cambiado mucho desde la última vez que María le había visto.

Entonces era un viejo guapo, alegre, seguro de sí mismo. Ahora daba lástima verle. Mientras hablaba con la Princesa, miraba a su alrededor, como para asegurarse de que hacía lo más conveniente. Después del saqueo de Moscú y de sus dominios; después de haber tenido que renunciar a sus costumbres, ya no se sentía persona importante y consideraba que ya no había lugar para él en la vida.

La Princesa deseaba ver enseguida a su hermano, y le molestaba verse rodeada así en aquellos momentos, pero mientras acariciaban a su sobrino con afecto reparó en todo lo que se hacía junto a ella y se sintió impelida a someterse al nuevo medio en que se hallaba. Sabía que todo aquello era necesario aunque enojoso, y no guardaba rencor a los que la rodeaban.

— Es mi sobrina — indicó la Condesa, presentando a Sonia —. ¿La conoce, Princesa?

La Princesa se dirigió a la muchacha y la besó para sofocar el sentimiento de hostilidad que despertaba en su alma. Pero le era penoso que el estado de espíritu de las personas que tenía delante estuviera tan alejado del que nacía en ella.

— ¿Dónde está? — volvió a preguntar dirigiéndose a todos.

— Abajo. Natacha está con él — repuso Sonia ruborizándose —. Ya han ido a preguntar cómo se encuentra. Debe de estar fatigada, Princesa.

La Princesa lloraba, tanta era su inquietud. Se volvió y quiso preguntar a la Condesa por dónde se iba a la planta baja, cuando detrás de la puerta se oyeron unos pasos rápidos, casi alegres. La Princesa miró en aquella dirección y vio a Natacha, aquella misma Natacha que tanto le desagradó durante su visita a Moscú.

Mas apenas observó su semblante comprendió que era su verdadera compañera de dolor y, por consiguiente, su amiga. Se lanzó a su encuentro, la enlazó por la cintura y lloró sobre su hombro.

En cuanto Natacha, que estaba sentada junto a la cama del príncipe Andrés, supo la llegada de la Princesa, salió a paso rápido — alegre le pareció a Maria — de la habitación y corrió al encuentro de la viajera.

Al entrar en la sala, su conmovido rostro tenía una sola expresión: la de un amor infinito hacia la Princesa, hacia Andrés, hacia todos los que tenían con él algún lazo de sangre. También había en aquella mirada sufrimiento y piedad para todos y el deseo apasionado de entregarse a ellos por entero, de ayudarlos. Se veía que en aquel momento no pensaba en sus relaciones con Andrés ni en sí misma.

La intuitiva Princesa lo comprendió así a la primera ojeada que dirigió a aquel rostro, y por esto lloró amargamente apoyada en su hombro.

— Ven, Maria — dijo Natacha arrastrándola a la otra habitación.

La Princesa levantó la cabeza, se enjugó los ojos y se volvió a mirarla. Se daba cuenta de que por ella lo sabría y lo comprendería todo.

— ¿Qué...? — comenzó a decir; pero enmudeció de pronto; las palabras no dicen ni expresan nada. El rostro y los ojos de Natacha se lo dirían todo con más claridad, más sinceramente.

Natacha la miró; pero temía revelar todo lo que sabía. Ante aquellos ojos radiantes que penetraban hasta el fondo de su corazón no podía decirse toda la verdad. Los labios de Natacha temblaban; de pronto se le formaron unas feas arrugas alrededor de la boca y prorrumpió en sollozos, ocultando el rostro en las manos.

La Princesa lo comprendió todo.

Sin embargo, esperaba, y preguntó con palabras, aquellas palabras en que no creía:

— ¿Cómo es la herida? ¿Cómo está él?

— Ya lo verás — fue todo lo que pudo contestar Natacha.

Al llegar abajo se sentó un momento, antes de entrar en la habitación, para enjugarse las lagrimas y adoptar una expresión tranquila.

— ¿Progresa el mal? ¿Hace mucho que está peor? ¿Cuándo ha sucedido? — preguntó la Princesa.

Natacha le refirió que, en un principio, el peligro estaba en los dolores y en el estado febril del herido. Poco antes de llegar al convento de Troitza pareció reaccionar y el médico ya no temió que pudiera declararse la gangrena. Pero aunque también este peligro había pasado, al llegar a Iaroslav la herida comenzó a supurar. A continuación volvió la fiebre, aunque esta vez era menos peligrosa.

— Pero hace dos días que... — Natacha calló. Se esforzaba por reprimir el llanto —. Ven. Tú misma verás cómo se encuentra — concluyó.

— ¿Está débil? ¿Ha adelgazado? — preguntó la Princesa.

—No. No es eso precisamente. Es... peor. Ya verás. ¡Ah, María! ¡Es demasiado bueno! No puede vivir porque... ¡es demasiado bueno!

X

Cuando abrió la puerta, mediante un hábil movimiento, y dejó pasar delante a la Princesa, ésta sintió que le subían los sollozos a la garganta. Había tratado de prepararse de antemano para aquella entrevista, pero ahora se daba cuenta de que no tenía entereza suficiente para retener las lágrimas ante su hermano.

Comprendía lo que Natacha quiso decir con aquello de: «Hace dos días que...» El carácter del Príncipe se había dulcificado de pronto, y este enternecimiento era un mal síntoma. Al franquear el umbral, la Princesa volvió a verle, con los ojos de la imaginación, como cuando era niño, con su expresión tierna y dulce, expresión que mostró luego tan raras veces que, cuando aparecía, la impresionaba. Estaba convencida de que iba a oír de sus labios palabras tan amables, tan conmovedoras como las que le dedicó su padre moribundo, frases que no se sentía capaz de volver a escuchar sin lágrimas. Pero, comprendiendo que tarde o temprano tendría que entrar allí, irrumpió resueltamente y de pronto en la habitación. Los sollozos seguían sacudiéndola cuando, con ojos de miope, distinguió su cuerpo y buscó con la vista sus rasgos. Luego le vio con claridad y las miradas de los dos se encontraron.

El Príncipe estaba tendido en un diván, rodeado de almohadas y envuelto en un batín forrado de petit gris. Estaba pálido y delgado. Una de sus finas manos, blancas, transparentes, sostenía el pañuelo. Con la otra se tocaba el poco poblado bigote. Sus ojos se fijaban en todas las personas que entraban en la habitación.

La princesa María sintió de improviso que su compasión se disipaba, que sus lágrimas desaparecían y que cesaban sus sollozos. La expresión del rostro y de la mirada que se cruzaba con la suya la intimidaban, le hacían sentirse culpable.

«¿Pero de qué?», se preguntó.

«De vivir, de pensar en los vivos, mientras que yo...», respondió la mirada fría, severa, de Andrés.

En aquella mirada profunda, lejana, que dirigió lentamente a su hermana y a Natacha se leía un sentimiento de hostilidad.

Pero besó a María y le estrechó la mano como de costumbre..

— ¡Hola, querida! ¿Cómo has llegado hasta aquí? — preguntó con voz inexpresiva y tan hostil como su mirada. (Si hubiera lanzado un grito penetrante, de desesperación, este grito habría aterrorizado menos a la Princesa que aquella voz)—. ¿Has traído a Nicolás? — agregó con la misma entonación lenta e inexpresiva, reuniendo sus recuerdos mediante un esfuerzo visible.

— ¿Cómo te encuentras? — preguntó la Princesa extrañándose de sus propias palabras.

— Pregúntaselo al doctor, querida.

Y haciendo un nuevo esfuerzo para demostrarle ternura, dijo, solamente con los labios (pues se veía que no pensaba lo que decía):

— Gracias, hermana mía, por haber venido.

María le estrechó la mano. El frunció levemente las cejas al sentir la presión. En sus palabras, en su acento y, sobre todo, en su mirada fría, hostil, se intuía el alejamiento, terrible para un hombre vivo, de todo lo que alienta.

Era evidente que sólo mediante continuos esfuerzos se daba cuenta de que existía a su alrededor una vida, pero, al mismo tiempo, se veía que esta dificultad no se derivaba de que se viera privado de la capacidad de comprender, sino de que le absorbían de manera tan profunda las cosas que comprendía y las que no comprendía, que no podía comprender a los vivos.

— El destino nos ha reunido, sí — dijo rompiendo el silencio y señalando a Natacha —. Ella me cuida y está siempre a mi lado.

La princesa María escuchaba y no daba crédito a sus oídos. ¿Cómo podía hablar así el tierno príncipe Andrés delante de la mujer que amaba y que le amaba? Si hubiera albergado la esperanza de vivir, no hubiese pronunciado aquellas palabras en un tono tan frío y mortificante. De no estar seguro de morir, ¿cómo podía haberse expresado así delante de ella? Una sola explicación tenía aquello: la de que todo le era indiferente, porque se le había revelado otra cosa más bella e importante.

La conversación era fría y se interrumpía a cada momento.

— María ha pasado por Riazán — dijo Natacha.

El príncipe Andrés no observó que llamaba María a su hermana; en cambio, la propia Natacha advirtió que acababa de llamarla así por vez primera.

— Bien, ¿qué? — dijo Andrés.

Entonces se le refirió que Moscú había quedado totalmente destruida por el incendio.

Natacha enmudeció. La conversación languidecía. Se veía que el Príncipe se esforzaba en vano por escuchar.

— ¿Lo han incendiado? ¡Qué lástima! — exclamó.

Y miraba el vacío, atusándose el bigote.

— Sé que acabas de conocer al conde Nicolás, María — observó de improviso, deseando halagarla —. En sus cartas dice que le gustas mucho — siguió diciendo sencillamente, tranquilamente, sin que pareciera comprender la importancia que tenían aquellas palabras para los vivos —. ¿Le amas tú también? Me parece bien... que os caséis — agregó en un tono más vivo, con el aire gozoso de quien halla por fin las palabras que ha estado buscando mucho tiempo.

La princesa María escuchaba como si lo que decía su hermano no tuviera para ella más significado que el de demostrar que estaba con un pie fuera del mundo de los vivos.

— ¡No tiene por qué hablar de mí! — reprochó con voz serena, mirando a Natacha. Esta sintió la mirada, pero no se conmovió. Luego callaron los tres.

— Andrés..., ¿quieres ver... a Nikoluchka? — interrogó la Princesa de súbito, con acento tembloroso.

Por vez primera, los labios del Príncipe esbozaron una sonrisa, pero su hermana, que conocía hasta la más leve expresión de su rostro, comprendió con horror que no era una sonrisa de satisfacción ni de ternura hacia su hijo, sino una sonrisa de burla hacia ella, porque se daba cuenta de que había empleado el último recurso para tratar de enternecerlo.

—Sí, deseo ver a Nikoluchka. ¿Está bien?

Cuando entraron al niño en la habitación, le miró, impresionado, pero no lloró, porque nadie lloraba. Le besó y no supo qué decirle.

Cuando se lo llevaron, la Princesa se acercó al lecho, besó a su hermano e, incapaz de contenerse por más tiempo, se echó a llorar.

Andrés la miró fijamente.

— ¿Lloras por Nicolás? — preguntó.

La Princesa afirmó con un gesto.

—María, ¿no sabes...? El Evan...

Andrés calló bruscamente.

— ¿Qué dices?

— Nada. No llores — repuso mirándola tan fríamente como al principio.

Había comprendido que la Princesa lloraba porque Nicolás se iba a quedar sin padre, y, mediante un poderoso esfuerzo, volvió a la vida, trató de ponerse en el lugar de su hermana.

«Sí, debe parecerle muy penoso eso — pensó — y, sin embargo, ¡es tan sencillo! Los pájaros del cielo no siembran, no recogen la cosecha. Es nuestro Padre quien les da el alimento.» Hubiera querido explicar todo esto a María.

«Pero no lo entendería; las mujeres no comprenden nada; no les cabe en la cabeza que esos sentimientos, que esos pensamientos a los que conceden tanta importancia, no son necesarios... ¡Ya no nos entendemos!» El hijo del príncipe Andrés tenía siete años. Apenas sabía leer y era un ignorante. A partir de aquel día aprendió infinidad de cosas por medio del estudio, de la observación, de la experiencia, mas, aunque entonces hubiera poseído la capacidad de que dio pruebas más adelante, no hubiese podido comprender mejor y con más provecho la escena que vio desarrollarse entre su padre, la Princesa y Natacha.

Lo comprendió todo. Sin llorar, salió de la habitación. Luego se acercó en silencio a Natacha, que le seguía, la miró tímidamente con sus hermosos ojos pensativos, con el labio superior un poco levantado y tembloroso, apoyó en ella la cabeza y rompió a llorar.

A partir de aquel día huyó de su ayo, de la anciana Condesa, que le acariciaba, y procuraba quedarse solo, sentado en cualquier parte, o se acercaba con timidez a la Princesa o a Natacha, a la que parecía querer cada vez más, frotando su cuerpecillo dulce y vergonzosamente contra el de ella.

Cuando la Princesa dejó al príncipe Andrés, comprendía ya por completo lo que le había revelado el rostro de Natacha. Y ya no volvió a tener esperanzas. Ella y Natacha le velaron alternativamente, sentadas junto al diván. María no lloraba ya, pero rogaba sin cesar a Dios, cuya presencia parecía sentir tan cerca el moribundo.

XI

Andrés no sólo sabía que iba a morir, sino que se daba cuenta de que se estaba muriendo. Se daba cuenta de su alejamiento de todas las cosas de este mundo, de su gozoso alejamiento de la existencia. Sin prisas ni turbaciones esperaba lo que tenía que ocurrir. Aquella cosa terrible, eterna, desconocida y lejana, cuya presencia no cesó de sentir toda su vida, estaba ahora muy cerca de él, y casi la comprendía y sentía.

En otra época tuvo miedo de morir. Dos veces había experimentado ese sentimiento terrible del miedo a la muerte, a terminar, y en aquellos momentos no comprendía este temor. Había experimentado aquel sentimiento por primera vez cuando una granada daba vueltas ante sus ojos como una peonza, mientras él miraba los rastrojos, el cielo, y veía la muerte muy cerca. Pero cuando volvió en sí, después de ser herido, en su alma, liberada por un momento del peso de la existencia, se abría la flor del amor eterno, ese amor que no se puede originar en esta vida. Y entonces no sólo perdió el temor a la muerte, sino que ni siquiera pensó en ella.

Durante las horas del delirio, de doloroso aislamiento, que pasó después de haber sido herido, cuando más reflexionaba en este recién descubierto principio del amor eterno, más renunciaba, sin advertirlo, a la vida terrena. Amarlo todo, amar a todos, sacrificarse sin cesar por amor, significaba no amar a nadie, no vivir esta vida terrenal. Y cuanto más se penetraba de aquel principio de amor, más renunciaba a la vida, más destruía ese terrible obstáculo que media entre la vida y la muerte.

Cuando pensaba aquellos días que tenía que morir, exclamaba para sus adentros: «¡Bueno! ¡Mejor!» Pero después de aquella noche en Mitistchi, en que vio aparecer durante el delirio a la mujer soñada, que besó y derramó dulces lágrimas sobre su mano, el amor se infiltró imperceptiblemente en su corazón y le infundió el deseo de vivir. Ideas gozosas y terribles comenzaron a asaltarle. Al recordar que había visto a Kuraguin en la ambulancia le asaltó una duda que ya no dejó de atormentarle. «¿Vivirá o habrá muerto?» Pero no osaba preguntarlo.

Su enfermedad seguía su curso normal en el aspecto físico, pero el estado que llamó la atención de Natacha era el resultado de las últimas luchas morales entre la vida y la muerte, de las que ésta había salido victoriosa. El amor de Natacha, la repentina comprensión de lo que todavía amaba de la vida, era lo único que despertaba en él el terror a lo desconocido.

Era por la tarde. Como todos los días, después de comer tuvo un poco de fiebre y su pensamiento cobró una claridad súbita. Dormitaba. De improviso experimentó una sensación de felicidad.

«Es ella que ha entrado», pensó.

En efecto, vio sentada a Natacha, que acababa de entrar en la habitación sin hacer ruido. Desde que ella le cuidaba, Andrés experimentaba de continuo la sensación física de su presencia. Estaba sentada en una silla, de cara a él, ocultándole la luz de la bujía, y hacía una labor de punto. (Aprendió a hacer media desde que una vez dijo el Príncipe que nadie sabía cuidar tan bien de un enfermo como las viejas calceteras, porque la calceta es casi lo mismo que un calmante.) Sus finos dedos manejaban con rapidez las agujas, y Andrés distinguía bien el perfil de su inclinado rostro. Al hacer un movimiento resbaló la lana de sus rodillas. Natacha se estremeció, le miró y, mediante otro movimiento prudente y hábil, recogió el ovillo y volvió a adoptar la misma postura. Andrés la miraba sin moverse. Después de aquella rápida inclinación, parecía lógico que la respiración de ella se hubiera alterado, pero no ocurrió tal cosa.

Los primeros días que volvieron a estar juntos habían hablado del pasado. Andrés había dicho que si conservaba la vida daría gracias a Dios eternamente por aquella herida que los había unido de nuevo. Después ya no volvieron a enfrentarse con el porvenir.

«¿Qué ocurrirá? — pensaba ahora mirándola y escuchando el rumor de las agujas de acero —. ¿Me habrá reunido con ella la suerte, de modo tan imprevisto, para dejarme morir...? ¿Se me habrá revelado la verdad de la existencia para que viva en la mentira? La amo sobre todas las cosas de este mundo, mas ¿qué debo hacer?» Y, por un hábito adquirido en el sufrimiento, lanzó un gemido.

Natacha dejó la labor, se acercó al diván y se inclinó sobre él al reparar en el brillo de sus ojos.

— ¿No duermes?

— No, te estaba mirando; he sentido tu presencia. Nadie me proporciona tanto silencio, tanta paz, tanta luz como tú. Quisiera llorar de alegría.

Natacha se aproximó un poco más. En su rostro brillaba una dicha entusiasta.

— ¡Natacha, te amo demasiado! Te amo más que a nada en el mundo.

— ¡También yo te amo! Pero ¿por qué dices demasiado?

— ¿A ti qué te parece? ¿Qué sientes en el alma? ¿Qué piensas?

— Me siento segura, muy segura — exclamó Natacha asiéndole las dos manos con un movimiento apasionado.

Andrés callaba.

— ¡Qué hermoso sería eso!

Tomó su mano y la besó.

Natacha se sentía feliz, conmovida. Luego recordó que no debía abandonarse a sus sentimientos, que Andrés necesitaba tranquilidad.

— Pero no has dormido — dijo reprimiendo la dicha que experimentaba —. Trata de dormir, te lo ruego.

Andrés soltó su mano; Natacha volvió a instalarse cerca de la bujía como antes. Le miró dos veces, y dos veces sus ojos se encontraron. Natacha tomó una decisión: se dijo que hasta que no hubiera llegado a cierto punto en su labor no volvería a mirarle.

Poco después, Andrés cerró los ojos y se quedó dormido.

Pero no durmió mucho rato; se despertó de pronto, turbado, inundado de un sudor frío. Se había dormido pensando, como de costumbre, en lo que le preocupaba: en la vida y en la muerte. Sentía a ésta cada vez más cercana. «El amor... ¿Qué es el amor? — pensaba —. Es vida. Si comprendo alguna cosa es porque amo. Todo existe únicamente por esto, porque amo. Todo está unido por el amor. El amor es Dios, y morir significa que yo, una pequeña parte del amor, vuelvo a la fuente común eterna.» Estos pensamientos consoladores no dejaban de ser solo eso: pensamientos. Les faltaba algo: la evidencia. Por eso Andrés experimentó una sensación de inquietud y vacío hasta que consiguió dormirse.

En sueños se vio ocupando la misma habitación en que se hallaba en realidad. Pero ya no estaba herido, sino que gozaba de buena salud. Ante él distinguió a varias personas conocidas e insignificantes. Andrés habló, discutió con ellas de cosas poco trascendentales. Ha de partir hacia alguna parte; comprende vagamente que lo que está haciendo tiene poca importancia, pero sigue conversando y asombrando a sus oyentes con sus salidas vagas y espirituales. Poco a poco, insensiblemente, las personas que están con él se esfuman, desaparecen, y se le presenta un problema: ¿cómo cerrar la puerta? Se levanta y se dirige a ella dispuesto a echar la llave y correr el cerrojo. Todo depende de que consiga o no cerrarla. Va hacia ella, pero su cabeza, sus piernas, se niegan a obedecerle y comprende que no llegará a tiempo por más que se esfuerce. Le sobrecoge el terror, el terror de la muerte que está detrás de la puerta. Pero mientras se acerca, vacilando, a ella, algo espantoso, semejante a la muerte, la empuja, pretende abrirla desde el otro lado.

El debe impedirlo. Se apoya en el batiente y hace un último esfuerzo. Cerrarla es ya imposible, pero puede evitar que la acaben de abrir. Sus fuerzas flaquean, y, cediendo a la presión de aquello, la puerta se abre... y vuelve a cerrarse enseguida.

Una vez más, ella empuja desde fuera. Los últimos esfuerzos sobrehumanos de Andrés nada consiguen y la puerta se abre de par en par, en silencio. Entra ella; es la muerte. El príncipe Andrés muere.

En este momento recuerda que duerme, hace un esfuerzo y despierta — «Sí, ha sido la muerte. Morí y acabo de despertar. La muerte es el despertar.» Esta idea cruza con claridad deslumbrante por su espíritu. El velo que le ocultaba lo desconocido se levanta ante su mirada. Ya se siente libre de la fuerza que le oprimía y experimenta un extraordinario y duradero bienestar.

Cuando, bañado en un sudor frío, se agitó en el diván, Natacha se acercó para preguntarle qué tenía. Andrés no contestó, no parecía comprender la pregunta.

A partir de entonces, la fiebre agravó al enfermo, en opinión del doctor. Esta opinión no interesaba a Natacha; veía demasiado bien los terribles indicios morales, indiscutibles, para ella, de su estado.

Al despertar de aquel sueño comenzó el príncipe Andrés a despertar a la vida. Y, relacionado con la duración de la vida, este despertar no le pareció más tardío que el despertar del sueño relacionado con la duración del ensueño. No había nada terrible en este despertar relativamente lento.

Sus últimos días, sus últimas horas transcurrieron como de ordinario, muy sencillamente. La princesa María y Natacha, que no se separaban de él, lo sentían así. No lloraban, no temblaban, y, a última hora, ni siquiera le cuidaban (ya no estaba junto a ellas; las había dejado). De él no quedaba ya nada más que su cuerpo. Los sentimientos de las dos eran tan intensos, que la parte externa, horrible, de la muerte, no actuaba sobre ellas y no juzgaban necesario avivar su dolor. Ya no lloraron más delante de él ni detrás de él; tampoco volvieron a hablar de él entre sí. Se daban cuenta de que jamás podrían expresar con palabras lo que sentían. Las dos lo veían ir desapareciendo, alejándose poco a poco, lenta, tranquilamente, aquí abajo, y comprendían que debía ser así y que aquello era un bien.

Cuando recibió los últimos sacramentos, toda la familia fue a darle el adiós definitivo. Cuando le llevaron a su hijo, posó los labios en su frente y volvió la cabeza, no porque le fuera penosa su vista; no porque sintiera compasión (Natacha y la Princesa lo adivinaron), sino porque supuso que aquello era todo lo que se le exigía. Pero cuando le pidieron que le bendijera, lo hizo, y luego paseó la mirada a su alrededor como si quisiera saber si tenía que hacer algo más todavía.

Natacha y María asistieron al último estremecimiento de aquel cuerpo que el alma abandonaba.

— ¡Se concluyó! — exclamó la princesa María cuando el Príncipe, tendido ante ella y ya inmóvil desde hacía un instante, empezaba a enfriarse.

Natacha se acercó, miró los ojos del difunto y se apresuró a cerrarlos. Los cerró, pero no los besó. Lo que hizo fue aferrarse más al recuerdo de él.

—Partió... ¿Dónde se hallará ahora?

Cuando el cadáver, lavado y vestido, se colocó dentro del féretro y éste sobre una mesa, todos se acercaron llorando para darle el último adiós.

Nicolás lloraba a causa del asombro doloroso que le desgarraba el corazón; la Condesa y Sonia lloraban de compasión por Natacha y porque Andrés ya no existía; el viejo Conde lloraba porque se daba cuenta de que pronto le llegaría la vez de emprender el mismo viaje.

Natacha y María lloraban también, pero no para desahogar su dolor personal. Lloraban porque la conciencia del misterio simple y solemne de la muerte que se había cumplido ante ellas llenaba sus almas de una piadosa ternura.

DECIMOTERCERA PARTE

I

El día 6 de octubre, Pedro salió de la barraca a buena hora de la mañana y se detuvo delante de la puerta para jugar con un perrito largo, gris, de patas cortas y torcidas, que daba saltos a su alrededor. Este perrito habitaba en la barraca y pasaba la noche al lado de Karataiev, pero en algunas ocasiones se iba al pueblo y luego volvía. Probablemente no tenía amo; tampoco tenía nombre. Los franceses le llamaban Azor; los rusos Fingalka; Karataiev y sus camaradas, Sieny o Visly. Pero el hecho de no pertenecer a nadie, así como la falta de nombre, de raza y de color, dejaban indiferente al perrito de la cola esponjosa y siempre levantada; sus torcidas patas eran tan ágiles y seguras, que a veces, menospreciando el empleo de una de las traseras, levantaba graciosamente la otra y, con suma habilidad, corría sólo con tres patas. Todo era objeto de placer para él. Ora lanzaba gritos de alegría, ora se echaba sobre el dorso, ora se calentaba al sol con aire grave y pensativo, ora saltaba, jugando con un carrete o una paja.

El vestido de Pedro se componía entonces de una sucia y desgarrada camisa, único resto de su atavío, de un pantalón de soldado sujeto a la cintura por una cuerda — así se lo había aconsejado Karataiev—, de un caftán y de un gorro de campesino.

Había cambiado mucho físicamente: no parecía tan grueso, aunque su aspecto seguía siendo robusto, por ser hereditario en la familia. Una barba y unos bigotes le cubrían la parte inferior del rostro; los largos cabellos, hirsutos, llenos de parásitos, se rizaban debajo del gorro; la expresión de sus ojos era más firme, más serena. Al cansancio que se reflejaba antes en su mirada había sucedido una energía pronta a la acción y a la resistencia. Llevaba los pies descalzos.

Un cabo francés con la guerrera desabrochada, gorro de cuartel y una pipa corta entre los dientes llegó a la barraca y miró a Pedro guiñándole un ojo amistosamente.

Después de llevarse un dedo a la sien a manera de rápido y tímido saludo, le preguntó si en aquella barraca se encontraba el soldado Platocha, a quien había dado a coser una camisa.

La semana anterior, los franceses habían recibido telas y otros artículos y dieron a hacer camisas y botas a los prisioneros.

— Ya está hecha, ya está hecha, pequeño — dijo Karataiev mientras salía de la barraca con una camisa doblada en las manos.

A causa del calor y por comodidad, el soldado ruso iba en calzoncillos y camisa, ésta desgarrada y negra — como la tierra. Llevaba los cabellos metidos en un gorro de red, a la moda obrera, y su redondo rostro parecía en aquel momento más redondo y más simpático todavía.

—La exactitud es lo principal en el trabajo. Te prometí que la tendrías el viernes, y aquí está — dijo Platón sonriendo, en tanto desdoblaba la camisa.

El francés miró a su alrededor con aire inquieto; por fin, venciendo su vacilación, se quitó rápidamente el uniforme y cogió la camisa. No llevaba otra debajo de la guerrera; sólo el torso joven, flaco, desnudo, cubierto por un largo y floreado chaleco, al que la suciedad daba un color de manteca.

Como si temiera que se rieran a su costa, el francés se echó rápidamente la camisa sobre la cabeza.

—— Te está un poco justa — dijo Platón tirando de ella.

Después de ponérsela, el francés examinó las costuras.

— No mires mucho, amigo. Aquí no tenemos taller ni útiles, y sin útiles no se puede hacer nada a la perfección — dijo Platón sonriendo, evidentemente satisfecho de su obra.

— Bien, gracias. ¿Le ha sobrado tela? — preguntó el francés.

— Te aconsejo que te la pongas sobre la piel — dijo Karataiev con el mismo aire de satisfacción—. Es mejor y más agradable.

— Gracias, gracias, pero ¿y el sobrante? — repitió sonriendo el francés.

Sacó un billete y se lo dio al ruso.

Pedro advirtió que Platón no quería comprender lo que le decía el francés, y le miraba sin mezclarse en la conversación. Karataiev cogió el dinero, dio las gracias y continuó admirando la prenda. El francés insistía en que le diera el sobrante de la tela, y rogó a Pedro que tradujera lo que decía.

— ¿Para qué quiere el sobrante, caramba? — exclamó entonces Platón —. En cambio, yo puedo hacerme un par de calcetines con esa tela. Pero ¡que Dios le bendiga!

Con repentina expresión de tristeza y desánimo sacó de su alforja un trozo de tela y, sin mirar al francés, se lo entregó.

— ¡Uf! — exclamó Karataiev alejándose.

El francés examinó la tela, se quedó pensativo, miró a Pedro a los ojos y, como si leyera en ellos un reproche, se ruborizó y gritó:

— ¡Platocha, Platocha! Ten. Para ti.

Le puso la tela en las manos y se marchó.

— Bueno — comentó Karataiev bajando la cabeza —. Se rumorea que los franceses no son cristianos, pero esto prueba que tienen corazón. Los viejos dicen: «La mano bañada en sudor es generosa, la mano seca es avara.» Ese hombre va desnudo y, sin embargo, no es tacaño. — Sonrió pensativo, contempló a su compañero y calló —. ¡Calcetines de primera calidad, amigo! — exclamó de pronto. Y entró en la barraca.

II

Los presos avanzaban con sus guardianes por las calles de Khamovniki. Detrás iban los furgones y los carros. Al llegar cerca del almacén de provisiones se mezclaron con un gran convoy de artillería que avanzaba penosamente entre coches particulares.

Después de pasar por Krimski—Brod, los presos dieron todavía varios pasos más, se detuvieron, avanzaron de nuevo. Por todas partes, hombres y coches se daban cada vez más prisa. Luego de recorrer, en el espacio de una hora, los centenares de pasos que los separaban del puente de la calle Kalugskaia, hicieron alto, apretando las filas, en el cruce de esta calle con la de Zamoskvoretskaia. Allí permanecieron estacionados varias horas. Por todas partes se oía un ruido sordo como el del mar: el de las pisadas, los gritos, las animadas conversaciones de los hombres. De pie, con la espalda apoyada en la pared de una de las casas incendiadas, Pedro escuchaba aquellos ruidos, que en su imaginación se mezclaban al de los tambores.

Algunos oficiales se encaramaron, para ver mejor, a la pared de aquella casa.

— ¡Cuánta gente! ¡La hay hasta encima de los cañones! ¡Mirad qué pieles tan hermosas! Son robadas. ¡Ah, tunante...! Ésos son alemanes seguramente... Ved aquel paisano nuestro. Va tan cargado que apenas puede dar un paso. ¡Mira! ¡Han cogido incluso un coche!

Una oleada de curiosidad general empujó en dirección del camino a los prisioneros. Nada de lo que Pedro veía ahora producía en su espíritu la más leve impresión. Como si su alma se preparase para una lucha difícil, se negaba a aceptar las impresiones que pudieran debilitarla.

Detrás de él volvían a avanzar carros y soldados, furgones y soldados, coches y soldados, cajones y soldados, y, de tarde en tarde, mujeres.

Pedro no veía a cada hombre por separado; sólo percibía el movimiento de la masa.

Todos los hombres, y los caballos inclusive, parecían obedecer a una fuerza invisible que los impulsara a avanzar, avanzar siempre. Durante la hora en que Pedro los estuvo observando, desembocaron por diversas bocacalles animados por el mismo deseo de pasar lo más deprisa posible. Se daban encontronazos, comenzaban a irritarse, a reñir: los blancos dientes rechinaban, las cejas se fruncían, las invectivas menudeaban y en todas las caras se leía la misma expresión de valor resuelto, de resolución fría, que Pedro había visto aquella mañana, al sonar el tambor, en el rostro del cabo, y que le había llamado la atención.

Por la tarde, el jefe del convoy reunió al destacamento y, entre gritos y discusiones, se mezclaron a otros convoyes. Rodeados por todas partes, los prisioneros salieron a la carretera de Kaluga.

Avanzaban deprisa, sin hacer altos, y no se detuvieron hasta que el sol comenzó a declinar.

Pedro comió carne de caballo y conversó con sus compañeros. Ni él ni ninguno de sus camaradas hablaban de lo que habían visto en Moscú, ni de la conducta de los franceses, ni de la orden de disparar que se había dado a los invasores. Como si quisieran contrarrestar con su actitud la gravedad de la situación, se mostraban alegres y animados: hablaban de recuerdos personales, de escenas divertidas presenciadas durante la marcha y rehuían todo comentario sobre la situación.

El sol se había puesto hacía ya rato. Brillantes estrellas comenzaban a surgir aquí y allá en la bóveda celeste; el reflejo de la luna llena que ascendía, coloreada, como si ardiera, se disipaba en el horizonte, cubierta por una bruma grisácea. La atmósfera aparecía diáfana; el día había terminado; la noche no había empezado todavía. Pedro se puso en pie y fue al otro lado del camino, donde estaban los soldados prisioneros.. Deseaba conversar con ellos. Pero cuando atravesaba el camino le dio el alto un centinela francés y le ordenó que retrocediera.

Pedro se retiró, pero no hacia el punto del que había partido, sino en dirección de un coche desenganchado junto al que no había nadie. Cruzó las piernas y se sentó, con la cabeza baja, sobre la tierra fría, al lado de una de las ruedas. Así, inmóvil y pensativo, estuvo largo rato. Transcurrió media hora lo menos sin que nadie fuera a molestarle. De repente se echó a reír. Profirió una carcajada tan fuerte, tan fresca, que varias personas le miraron desde lejos, asombradas.

— El soldado no ha querido dejarme pasar, ¡ja, ja, ja! —— decía Pedro en voz alta pero hablando consigo mismo —. Me han cogido, me han encerrado, me tienen prisionero, mas ¿a quién tienen? A mi cuerpo, porque mi alma es inmortal. ¡Ja, ja, ja!

Se rió tanto que acabó con los ojos llenos de lágrimas.

Cuando se reunió con sus camaradas aún sonreía.

III

El grupo de que Pedro formaba parte no había recibido ninguna nueva orden de las autoridades francesas y se encontraba, el 22 de octubre, muy cerca de las tropas y de los convoyes con los que había partido de Moscú. Los prisioneros y los bagajes de Junot formaban grupo aparte, aún cuando unos y otros se reducían con igual celeridad. Los carros llenos de municiones fue ron disminuyendo hasta que, de ciento veinte, sólo quedaron sesenta. El resto fue capturado o abandonado. De la misma manera, se apresaron o saquearon algunos carros cargados de equipajes. Tres de ellos fueron desvalijados por los soldados rezagados de la compañía de Davoust. De las conversaciones que oyó, Pedro dedujo que la guardia que los acompañaba había sido destinada a vigilar, más que a los presos, el bagaje de los jefes franceses. Uno de los guardianes, un soldado alemán, había sido fusilado porque se halló en su poder una cuchara de plata que pertenecía a un superior suyo. El grupo de prisioneros era el que disminuía con más rapidez. Todos los que podían andar por su pie formaban un solo grupo. Pedro se había incorporado a Karataiev y al perrito gris que le consideraba como su amo.

Al tercer día de la salida de Moscú, Karataiev sufrió un ataque de fiebre — la misma que le habían curado en el hospital — y, a medida que empeoraba su mal, se alejaba más Pedro de él. Ignoraba la causa, pero lo cierto era que, conforme Karataiev se iba debilitando, él tenía que hacer un esfuerzo mayor para aproximarse a su compañero. Y cuando se acercaba a él y oía sus gemidos, que profería sobre todo a la hora de acostarse, y percibía el intenso olor a sudor que despedía su cuerpo, se alejaba y dejaba de pensar en él.

El 22, a mediodía, subía Pedro por un barrizal pegajoso, escurridizo, mirando sus pies y las asperezas del camino. De vez en cuando se detenía a observar a la gente que le rodeaba, y a continuación volvía a mirarse las piernas. Las conocía tan bien como a sus compañeros.

El perrito gris de las patas torcidas corría por la cuneta del camino y a veces levantaba una de las patas traseras y avanzaba sobre las tres restantes, como si quisiera demostrar su habilidad y su alegría, o se paraba para ladrarle a un cuervo posado sobre un cadáver. El animal estaba más limpio y más alegre que en Moscú. Por todas partes se veían carroñas de hombres y de caballos, en diversos grados de descomposición. Los hombres impedían con su presencia que se acercasen los lobos, y el perrito podía comer a sus anchas.

Durante todo el día estuvo lloviendo. De vez en cuando se aclaraba el cielo y parecía que iba a cesar la lluvia y a salir el sol, pero, tras un breve intervalo, volvía a llover. La carretera, cubierta de agua, ya no podía absorber más, y por todas partes corrían arroyuelos que iban a alimentar los charcos.

Pedro avanzaba mirando de soslayo y contando sus pasos de tres en tres con ayuda de los dedos. En su fuero interno decía, dirigiéndose a la lluvia:«¡Más, más, todavía más!» — ¡A vuestros sitios! — exclamó de improviso una voz.

Simultáneamente, en alegre confusión, corrieron soldados y prisioneros, como si esperasen ver algo agradable y solemne a la vez. Por todas partes sonaban voces de mando, y a la izquierda de los prisioneros, al trote, pasaron jinetes sobre hermosos corceles. En todos los rostros se pintaba esa expresión expectante que se observa en las personas que se encuentran cerca de una autoridad superior. Los prisioneros se habían agrupado a un lado de la carretera; los soldados de la guardia se habían alineado.

— ¡El Emperador, el Emperador!

— ¡El mariscal!

— ¡El duque!

Después de la escolta pasó velozmente ante ellos un coche tirado por blancos caballos.

Pedro entrevió el rostro hermoso, sereno, lleno, blanco, de un hombre que llevaba la cabeza cubierta con un tricornio. Era uno de los mariscales de Napoleón. Fijó éste la vista en la destacada personalidad de Pedro, y, a juzgar por el gesto con que frunció las cejas y volvió la cara, el prisionero dedujo que el personaje había experimentado un sentimiento de compasión y deseaba ocultarlo.

Cuando los presos avanzaron de nuevo, se volvió para mirar atrás. Karataiev estaba sentado al borde del camino, en la cuneta; dos franceses hablaban, de pie, ante él. Pedro ya no volvió a mirar atrás. Subió cojeando la colina.

A su espalda sonó una detonación. Procedía del punto en que acababa de ver a Karataiev sentado. El perro comenzó a aullar. «¡Qué imbécil! ¿Por qué aullará?», pensó Pedro.

Ninguno de los camaradas que caminaban a su lado se volvió para averiguar por qué había sonado la detonación. La habían oído, así como los aullidos del perro, pero sus rostros permanecieron severos e inexpresivos.

IV

Natacha y la princesa María sintieron del mismo modo la muerte del príncipe Andrés. Moralmente abrumadas, con los ojos cerrados para no ver las terribles nubes que la muerte dejó suspendidas sobre sus cabezas, no osaban mirar la vida de frente. Con prudencia ostensible procuraban librar de todo contacto doloroso su abierta herida. Todo: un coche que pasara por la calle, el recuerdo de un banquete, la pregunta de un servidor o — esto sobre todo — una palabra de compasión, tímida y poco sincera, enconaba aquella herida; les parecía una ofensa, turbaba el silencio que necesitaban para percibir la nota grave que incesantemente vibraba en sus oídos y que les impedía mirar aquel infinito lejano que entrevieran por un momento.

Por el contrario, cuando se sentaban frente a frente, no se sentían ya ofendidas ni turbadas. Hablaban poco, y cuando lo hacían se referían a cosas insignificantes; ambas evitaban, sobre todo, nombrar en su conversación cuanto guardara relación con el porvenir.

Admitir la posibilidad de un futuro cualquiera les hubiera parecido una ofensa a la memoria de Andrés. Con prudencia mayor todavía, omitían todo lo que tenía alguna relación con el difunto. Porque a las dos les parecía que nada de lo que habían vivido o sentido podía expresarse con palabras. Cualquier detalle de la vida del Príncipe que hubieran evocado verbalmente hubiese podido violar la majestad, la santidad del misterio realizado ante sus ojos.

Las continuas reticencias de que salpicaban sus conversaciones, el perpetuo silencio que conservaban acerca de todo lo que pudiera recordarles a Andrés, el cuidado que ponían en no traspasar el límite de lo que podía decirse, les revelaba a ellas mismas los sentimientos que experimentaban.

Pero la tristeza absoluta es tan imposible como la alegría absoluta. La princesa María fue la primera que se vio arrancada por la vida misma a la tristeza de las dos primeras semanas de duelo, al verse dueña y señora de su destino y convertida en la tutora y educadora de su sobrino. Recibió cartas a las que tuvo que responder; la habitación de Nikoluchka era húmeda, y el niño comenzó a toser; Alpatich llegó a Iaroslav con sus cuentas, y le aconsejó se trasladara a Moscú, a su casa de Vosdvijenka, que se conservaba intacta y necesitaba tan sólo ligeras reparaciones.

La vida no se detiene, es preciso vivir. Cualquiera que fuese el dolor de la princesa María, a la sola idea de salir de su aislamiento y del estado contemplativo en que había vivido hasta entonces, hubo de hacerlo, cediendo a las exigencias de la vida. Examinó las cuentas de Alpatich; se hizo aconsejar por Desalles acerca de su sobrino; dio órdenes, y se preparó para la marcha a Moscú.

Natacha quedó sola e incluso esquivó a la Princesa desde que ésta comenzó a preparar el viaje.

La princesa María pidió a la condesa de Rostov que dejara partir a Natacha a la ciudad en su compañía, y tanto la madre como el padre accedieron gozosos, porque veían decaer las fuerzas de su hija de día en día y juzgaban conveniente el cambio de aires y los consejos de los médicos de Moscú.

— No deseo ir a ninguna parte. Dejadme tranquila — dijo Natacha respondiendo a la invitación.

A fines de diciembre, vestida con su traje de lana negra, con las trenzas mal peinadas, pálida y delgada, echada sobre el diván, miraba en dirección de la puerta, aquella puerta por donde él había partido para la otra vida. Aquella vida tan lejana, tan increíble, en que jamás había pensado anteriormente, era entonces la que le parecía más comprensible, más próxima, puesto que contenía el vacío y la destrucción o el dolor y el castigo.

Contemplaba con la imaginación el lugar en que estaba el Príncipe, pero no acertaba a imaginárselo de manera diferente a como fue en vida. Volvía a verle tal y como era. Veía su rostro, oía su voz, repetía sus palabras, imaginaba a veces las que habrían podido decirse.

«Le veo. Está echado sobre el diván, con su casaca de terciopelo, apoyada la cabeza en su delgada mano, pálido, con el pecho hundido, los hombros levantados. Tiene los labios apretados y los ojos brillantes; sobre su frente de marfil aparece y desaparece una arruga; uno de sus pies tiembla imperceptiblemente.» Natacha sabe que lucha contra sufrimientos horribles. «¿Cuáles son esos sufrimientos? ¿Qué es lo que siente?», se dice. Él ha reparado en la atención con que ella le mira, alza los ojos, sonríe y se pone a hablar.

«Una cosa sola es terrible —dice —: unirse para siempre a una persona que sufre. Es un dolor perpetuo.» Y le dirige una mirada escrutadora. Natacha, como siempre, responde sin tomarse tiempo para reflexionar. Dice: «Esto no puede durar. Te curarás.» Recordaba la mirada larga, triste, severa, conque respondió él a estas palabras.

Hoy le hubiera respondido de otro modo. Le hubiese dicho: «Es terrible para ti, pero no para mí. Sin ti nada existe para mí en la vida, y sufrir contigo es para mí una dicha muy grande.» Y él le hubiera cogido la mano y se la habría estrechado como se la estrechó aquella tarde terrible, cuatro días antes de morir. Con la imaginación le decía otras palabras tiernas que no pudo decir entonces.

— Te amo, te amo, te amo — repetía retorciéndose las manos y apretando los dientes con un convulsivo esfuerzo.

Y una tristeza dulce se apoderaba de ella y se le llenaban los ojos de lágrimas. De pronto se preguntaba:

«¿Por qué digo esto? ¿Dónde se hallará ahora?» Y todo se le velaba de nuevo, y de nuevo miraba en dirección de la puerta con las cejas fruncidas. De improviso pareció penetrar en el misterio...

Rápidamente, sin adoptar precauciones, con aire asustado, entró Duniacha en la habitación.

— Venga, venga pronto — dijo muy agitada —. Ha sucedido una desgracia... ¡Pedro Ilitch...! Una carta...—terminó sollozando.

V

Cuando llegó Natacha al salón, salía rápidamente su padre de la habitación de la Condesa. Tenía el rostro contraído y bañado en lágrimas.

Evidentemente, huía a otra habitación con objeto de dar rienda suelta al llanto que lo ahogaba.

Al distinguir a Natacha le hizo una seña y estalló en sollozos que deformaron su redondo semblante.

— Pe... Petia... Ve..., ella... te llama...

Y, llorando como un chiquillo, se alejó todo lo deprisa que le permitían las piernas temblorosas, se dejó caer en una silla y ocultó el rostro en las manos.

Una especie de conmoción eléctrica atravesó a Natacha de arriba abajo. Era como si acabaran de asestarle un golpe en el corazón. Sentía en él un dolor horrible. Pero, al mismo tiempo, el dolor aquel la liberaba de la prohibición de vivir que pesaba sobre ella. A la vista de la aflicción de su padre, de los gritos de desesperación de su madre, que sonaban al otro lado de la puerta, se olvidó de sí misma y de sus pesares. Corrió junto al Conde. Agitando débilmente la mano, éste le mostró la puerta de la habitación de su mujer. La princesa María, pálida, con los labios temblorosos, salió por aquella puerta, cogió a Natacha de la mano y murmuró unas palabras a su oído. Natacha no veía ni oía nada. A paso ligero franqueó el umbral, se detuvo un instante como si luchase consigo misma, y después corrió al lado de su madre.

La Condesa, tendida en el sofá, se retorcía convulsivamente y daba cabezazos contra la pared. Sonia y las doncellas la asían por los brazos.

— ¡Natacha, Natacha, no es cierto, no es cierto...! ¡Mienten...! ¡Natacha! — dijo rechazando a las personas que la rodeaban —. Marchaos todos. No es cierto que le hayan matado. ¡Ah, no es cierto!

Natacha apoyó una rodilla en el diván, se inclinó sobre su madre, la abrazó y, con una fuerza que nadie le hubiera atribuido, la levantó, le volvió la cara y apoyó la suya en ella.

— ¡Madrecita mía, palomita mía! Estoy aquí, mamá, estoy aquí — murmuró.

— Natacha, tú me amas — dijo la Condesa en voz baja y en son de súplica —. Natacha, tú no me engañarás. ¿Me dirás la verdad, toda la verdad?

Natacha la miró con los ojos llenos de lágrimas; su rostro expresaba amor y pedía indulgencia.

— Madrecita, querida mía — repetía desplegando todas las fuerzas de su amor para arrancarle el exceso de dolor que la oprimía.

Y de nuevo, en su lucha infructuosa contra la realidad, la madre se negaba a creer en la posibilidad de vivir mientras que su hijo bienamado, lleno de vida, había muerto; se inhibía de esta realidad para sumirse en el mundo de la locura.

Natacha no recordó después cómo transcurrieron aquel día ni el siguiente. No durmió; por la noche no se apartó de su madre un solo instante. Su amor filial, un amor perseverante, paciente, sin explicación, sin consuelo, se mostraba a cada segundo, como llamamiento de vida, a la Condesa. Esta se calmó un poco en la tercera noche. Entonces, apoyando la cabeza en el brazo de su sillón, Natacha cerró los ojos.

Poco después oyó crujir el lecho. Natacha abrió los ojos. Sentada en la cama, la Condesa le hablaba en voz baja.

— ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! — decía —. Estás rendida, ¿quieres una taza de té?

Natacha se acercó a ella.

—Has envejecido, pero estás bella — continuó la Condesa asiéndole una mano.

— ¿Qué dices, madrecita?

— ¡Natacha! ¡Él ya no existe! ¡No existe!

La Condesa le pasó un brazo por la cintura y, por vez primera, se echó a llorar.

VI

La princesa María aplazó su marcha porque Sonia y el Conde trataban de reemplazar a Natacha, pero no podían. Sólo ella sabía impedir que su madre se dejara llevar de la desesperación.

Natacha vivió por espacio de tres semanas al lado de su madre, en su misma habitación, sentada en un sillón. La obligaba a beber y a comer, le hablaba sin cesar, porque su voz tierna y acariciadora la calmaba.

La herida moral de la Condesa no acababa de cicatrizarse. La muerte de Petia había destrozado su vida. La triste noticia que sorprendió a una mujer de cincuenta años, todavía fresca y robusta, la dejó convertida en una vieja, medio muerta y a la que ya no interesaba la vida. Pero la herida que casi mató a la Condesa resucitó a Natacha.

Por extraño que pueda parecer, la herida moral infligida a su ser espiritual exigía una especie de herida física; y cuando ésta se cicatrizó, cuando desapareció, la herida moral se cicatrizó también por obra de la vida que ocultaba en su interior.

Los últimos días del príncipe Andrés habían aproximado a Natacha a la princesa María; la nueva desgracia las unió más si cabe. La princesa María, que había aplazado la marcha, cuidó por espacio de tres semanas a Natacha como a un niño enfermo, porque la última semana que pasó junto a su madre aniquiló sus fuerzas físicas.

Después nació entre ellas esa amistad tierna y apasionada que únicamente se ve en las mujeres, Se besaban con frecuencia, se decían palabras tiernas, pasaban juntas la mayor parte del día. Si una de ellas salía, la otra la echaba de menos e iba a reunirse con ella. Estaban unidas por un sentimiento más fuerte que el de la amistad: el sentimiento de que sólo podían vivir estando unidas. A veces permanecían silenciosas horas enteras; a veces hablaban en el lecho hasta la madrugada. Conversaban, sobre todo, del pasado lejano.

La princesa María le refería su infancia, hablaba de sus padres, de sus sueños, y Natacha, que otras veces se había separado de ella porque no comprendía aquella vida cristiana, de abnegación sumisa, de sacrificio, ahora, por el afecto que le profesaba, amaba su pasado y comprendía su vida. No pensaba aplicar a la propia la sumisión y el sacrificio, porque estaba habituada a buscar otras alegrías, pero comprendía y amaba en los demás unas virtudes que antes eran incomprensibles para su entendimiento. A la princesa María, la narración de la infancia y de la primera juventud de Natacha le descubría un lado insospechado de la existencia: la fe en la vida, en el goce de la vida.

A últimos de enero, la Princesa partió, por fin, hacia Moscú, y el Conde se empeñó en que la acompañase Natacha para que consultara a los médicos de la ciudad sobre el estado de su salud.

VII

Como suele suceder, Pedro no se dio cuenta de la dureza de las privaciones físicas sufridas ni de los sufrimientos de su cautiverio hasta que, gracias a los cosacos, se vio libre de él. Una vez en libertad, se dirigió a Orel y, al tercer día de su llegada a ella, mientras hacía los preparativos de la marcha a Kiev, cayó enfermo y tuvo que guardar cama por espacio de tres meses. Tenía una fiebre biliosa, según el diagnóstico médico. Y a pesar de los cuidados de los doctores y del gran número de drogas que le prescribieron, curó y pudo levantarse.

Todo lo ocurrido desde el momento en que le libertaron hasta aquel en que se puso enfermo apenas dejó en su espíritu la más ligera impresión. Recordaba solamente el tiempo gris, sombrío, la lluvia, la nieve, el enemigo, el dolor que sentía en las piernas y en el costado, la impresión que en general le producían los sufrimientos de los hombres, la curiosidad de los oficiales que le interrogaban, sus caminatas, las dificultades con que tropezó para hallar un coche y un caballo, y, sobre todo, su incapacidad para pensar y sentir durante todo aquel tiempo. El día de su liberación vio el cadáver de Petia Rostov; el mismo día supo que el príncipe Andrés había vivido hasta después de la batalla de Borodino y que había muerto en Iaroslav, junto a los Rostov.

Denisov, que fue quien le dio esta noticia, en el curso de la conversación mencionó por casualidad la muerte de Elena, suponiendo que Pedro la conocía desde bastante tiempo atrás. Todo aquello le pareció a Pedro extraño, pero nada más: se sentía incapaz de comprender la importancia de aquellos hechos. Sólo pensaba en abandonar lo antes posible aquellos lugares donde se mataban los hombres entre sí y reemplazarlos por un refugio sosegado donde poder rehacerse, reposar y reflexionar en todas las cosas nuevas y extrañas que había aprendido.

Mas en cuanto llegó a Orel cayó enfermo. Al recobrar el conocimiento halló a su lado a Terenti y a Vaska, sus dos antiguos servidores.

Durante la conversación, Pedro fue rehaciéndose poco a poco de unas impresiones que se habían convertido en hábito, y se adaptó a la idea de que nadie le arrojaría ya de ninguna parte, de que nadie le quería privar de un lecho abrigado y de que todos los días comería, tomaría el té y cenaría.

Pero en sus sueños veíase nuevamente en el cautiverio. Poco a poco también, se fue dando cuenta de la trascendencia de las noticias que le comunicaron al quedar libre, de la muerte del príncipe Andrés, del fallecimiento de su esposa, del aniquilamiento de los franceses.

El sentimiento agradable de la libertad, de esa libertad total tan preciosa para el hombre, se despertó en él por vez primera durante el primer relevo de caballos después de su salida de Moscú. y este sentimiento inundó su alma durante toda la convalecencia:

Se asombraba al ver que aquella libertad interior, independiente de las circunstancias externas, estuviera ahora acompañada de la libertad exterior. Estaba solo en una ciudad extraña, donde no tenía conocimientos; nadie le exigía nada, nadie le enviaba a ninguna parte, tenía todo lo que se le antojaba y se veía libre de un recuerdo que antes le atormentaba sin cesar: el recuerdo de su esposa.

«¡Ah, qué agradable es todo esto! — se decía cuando se veía ante una mesa bien puesta, con un buen caldo, o cuando por la noche se acostaba en una cama limpia y blanda, o cuando se acordaba que estaba libre de su mujer y de los franceses —. ¡Ah, qué cosa tan agradable! — y, obedeciendo a una antigua costumbre, se dirigía esta pregunta —: Bueno, y ahora ¿qué voy a hacer? — y se respondía al punto —: Nada; ya veremos. ¡Ah, qué agradable!» Lo que antes le preocupaba, lo que siempre trató de solucionar, la cuestión del objeto de la vida, ya no existía para él. Se había concluido la búsqueda, y no por casualidad y momentáneamente, sino porque comprendía que no existía tal objeto ni podía existir. Precisamente este convencimiento era lo que le producía aquella alegre sensación de libertad, lo que le hacía dichoso.

Ya no quería buscar el objeto de la vida, porque tenía fe, pero no fe en unos principios, palabras o ideas, sino fe en Dios vivo. Antes le buscó en sus propios objetivos, pero, en el fondo, aquella búsqueda era la búsqueda de Dios. Luego, durante su cautiverio, se percató, no verbalmente, no mediante razonamientos, sino por intuición, de lo que su buena fe le venía diciendo desde largo tiempo atrás: que Dios está aquí y en todas partes. En el cautiverio se dio cuenta de que el Dios de Karataiev era más grande, más infinito, más comprensible que, por ejemplo, el Arquitecto del universo que reconocen los masones. Y experimentaba la sensación del hombre que ha tenido a sus pies lo que buscaba muy lejos. La terrible pregunta «¿por qué?», que en otras ocasiones había destruido todos sus razonamientos, ya no existía. Ahora conocía ya la respuesta, una respuesta sencilla: porque Dios existe, porque hay un Dios sin la voluntad del cual no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre.

VIII

A fines de enero llegó a Moscú y se instaló en el pabellón que por milagro quedaba todavía en pie.

Hizo una visita al conde Rostoptchin, así como a otros conocidos recién llegados como él a la ciudad, y al tercer día se dispuso a partir para San Petersburgo. Todos estaban radiantes a causa de la victoria; la vida bullía en la capital destruida, que se disponía a reanudar su existencia. Todo el mundo sentía el deseo de ver a Pedro y se interesaban por lo que él había presenciado. Pedro se sentía bien dispuesto con todas las personas a quienes se tropezaba; sin embargo, se mantenía en guardia con objeto de no dejarse llevar por nada ni por nadie. A todas las preguntas que se le dirigían — superficiales o importantes—respondía: «Sí, es posible, ya lo pensaré.» Supo que los Rostov estaban en Kostroma, pero pensaba poco en Natacha y, cuando lo hacía, era como si recordara un pasado remoto y agradable.

Se sentía libre, no solamente de todas las condiciones sociales, sino asimismo de un sentimiento que, a su parecer, se impusiera voluntariamente.

Tres días más tarde de su llegada a Moscú supo por los Drubetzkoi que también se hallaba allí la princesa María. La muerte, los sufrimientos, los últimos días del príncipe Andrés preocupaban a Pedro con frecuencia y, sobre todo entonces, se presentaban a su memoria con una vivacidad sorprendente. Al saber, después de comer, que la princesa María estaba en Vosvijenka, en su hotel, que se conservaba intacto, decidió ir a hacerle una visita aquel mismo día.

Por el camino no dejó de pensar en el príncipe Andrés, en su amistad, en las muchas veces que se habían visto, en su último encuentro antes de la batalla de Borodino.

«¿Habrá muerto en aquel estado de espíritu tan lamentable en que se encontraba entonces? ¿No se le habrá revelado, antes de morir, la explicación de la vida?», pensaba.

Recordaba a Karataiev y su muerte, y, a su pesar, comparaba a aquellos dos hombres tan distintos y al propio tiempo tan parecidos por el amor que él les profesara, porque los dos habían vivido y porque los dos habían muerto.

En la más grave disposición de espíritu llegó, pues, a la casa de los Bolkonski. Estaba intacta; todavía ostentaba huellas de la devastación, pero, aún así, se conservaba lo mismo que antes.

El viejo mayordomo recibió a Pedro con expresión severa, como si quisiera darle a entender que la ausencia del anciano Príncipe no variaba un ápice el orden de la casa. Le comunicó que la Princesa se había retirado a sus habitaciones y que le recibiría el domingo.

— Anúncieme. Quizá quiera recibirme antes — insistió Pedro.

— Obedezco. Entre en la galería de los antepasados.

Al poco rato apareció Desalles, el ayo. Manifestó a Pedro, en nombre de la Princesa, que ésta sentía muchos deseos de verle, que la excusara y que hiciera el favor de subir a su departamento.

En una sala del primer piso, iluminada por una sola bujía, hallábase la Princesa acompañada por una persona vestida como ella de luto. Pedro recordó que la Princesa tenía siempre a su lado a una señorita de compañía, pero ¿quién era y cómo era? No lo recordaba. «La habrá cambiado por otra», pensó al contemplar a la persona vestida de negro.

La Princesa avanzó, rauda, a su encuentro y le tendió la mano.

— ¡Al fin volvemos a vernos! — exclamó mirando fijamente aquel rostro cambiado mientras él le besaba la mano—. ¡Si supiera cómo hablaba mi hermano de usted...! — agregó mirando con timidez a Pedro primero y luego a la señorita de compañía —. No puede imaginarse cuánto me alegro de su liberación. Fue la única noticia buena que recibimos en todo este tiempo.

En este punto se volvió inquieta hacia la señorita de compañía y quiso agregar algo, pero Pedro la interrumpió.

— En cambio, yo no sabía nada de él. Creía que había muerto durante la batalla. Luego supe que encontró a los Rostov. .¡Qué cosas tiene el destino!

Pedro se expresó vivamente, con animación. Al fijar los ojos en la señorita de compañía advirtió que ella clavaba en él una mirada tierna, de curiosidad, y, como sucede en ocasiones durante una conversación, se dijo para sí que aquella mujer era una persona bondadosa que no interrumpiría su charla íntima con la princesa María.

Pero cuando él pronunció sus últimas palabras sobre los Rostov, aumentó la confusión de la Princesa. Su mirada pasó de Pedro a la señorita de compañía y, al fin, exclamó:

— Pero ¿es que no se reconocen ustedes?

Pedro se volvió a mirar el rostro pálido, delgado, los ojos negros, la boca singular de la señorita. Y aquellos ojos, que le miraban con atención, suscitaron en él el recuerdo de un ser querido y olvidado.

«Pero ¡no es posible! — pensó —. No puede ser ella, con ese rostro pálido, flaco, envejecido... Debe de ser un reflejo...» En aquel momento la Princesa exclamó:

— ¡Natacha!

La boca de la mujer de la mirada atenta sonrió mediante un esfuerzo como puerta que se abre, y aquella sonrisa inspiró a Pedro, de improviso, una dicha tal, que, a su pesar, se apoderó de su ser y le dominó por entero. Al verla sonreír, ya no era posible dudar. Era ella, Natacha. Y él la amaba todavía.

Pedro se había ruborizado, y de tal modo, que se dio cuenta de que había revelado su secreto.

En vano quiso disimular su emoción. Cuanto más se esforzaba en ello, más y con mayor claridad que si hablase ponía de manifiesto aquel amor.

«Es sólo la sorpresa», pensaba, tratando de engañarse a sí mismo.

Al querer continuar la conversación iniciada, miró a Natacha, y un rubor más vivo todavía se le extendió por el rostro, una emoción más profunda, mezcla de temor y de gozo, le invadió el alma. Sin saber lo que decía, tartamudeó unas palabras y calló en mitad de la frase comenzada.

No había reparado en Natacha al entrar porque no esperaba encontrarla allí; no la había reconocido porque desde que la vio por última vez se había operado un gran cambio en ella.

Estaba más pálida y más delgada. Pero no era esto lo que impedía reconocerla: eran sus ojos, en otro tiempo brillantes, risueños, reveladores de la alegría de vivir, y ahora nublados, atentos, bondadosos y melancólicos.

Afortunadamente, Pedro no le transmitió su confusión. Por el contrario, su vista produjo en ella un placer que iluminó ligeramente su semblante.

IX

Vive conmigo de momento — explicó la Princesa —. El Conde y la Condesa vendrán cualquier día. La Condesa se halla en un estado deplorable. Natacha tenía que ver a un buen médico y por eso vino conmigo.

— ¿Conoce usted a alguna familia que no padezca en estos momentos? — preguntó Pedro dirigiéndose a Natacha —. Yo le vi el mismo día de nuestra liberación. ¡Qué guapo muchacho era!

Natacha le miró y se avivó el brillo de sus ojos en respuesta a aquellas palabras.

— No encuentro palabras para consolarla. En absoluto. ¿Por qué habrá muerto un muchacho tan sano, tan lleno de vida?

— En estos tiempos sería difícil la vida... si no se tuviera fe — observó la princesa María.

— Cierto, cierto — asintió Pedro, interrumpiéndola.

— ¿Por qué? — interrogó Natacha, mirándole con atención.

— ¿Cómo que por qué? — dijo la Princesa —. El solo pensamiento de lo que aquí abajo nos espera...

Sin escuchar a la princesa María, Natacha interrogó con la mirada a Pedro.

— Porque únicamente quien cree en la existencia de un Dios que nos guía puede soportar pérdidas como las suyas — prosiguió Pedro.

Natacha abrió la boca para decir algo, mas la cerró de repente. Pedro volvió la cabeza y, dirigiéndose a la Princesa, le rogó que le hablara de los últimos días del Príncipe.

La confusión de Pedro se había disipado, pero, al propio tiempo, se daba cuenta de que su antigua libertad estaba desapareciendo. Advertía que cada una de sus palabras y cada uno de sus actos tenía ahora un juez cuya opinión le era más cara que la de todos los jueces de la tierra. Ahora, mientras hablaba, pensaba en la impresión que podían causar sus palabras a Natacha. No es que dijera aquello que pudiese complacerla, sino que juzgaba desde el punto de vista de ella todo lo que decía.

Maquinalmente, como suele hacerse en estos casos, la princesa María empezó a hablar del estado en que había hallado al príncipe Andrés. Pero las preguntas de Pedro, su mirada inquieta y animada, su rostro tembloroso de emoción, la movieron poco a poco a entrar en detalles de los que no se quería acordar.

— Sí, sí, así es, así es — corroboraba Pedro inclinándose y escuchando con avidez el relato de la Princesa —. Sí, sí. ¿De manera que se calmó, que se dulcificó después? Con todas las fuerzas de su alma buscó siempre una cosa: ser bueno. Por eso no le tuvo miedo a la muerte. Los defectos que tenía, si es que los tenía, no provenían de él... ¿De modo que se dulcificó...? ¡Qué dicha que se encontrasen ustedes! — exclamó de pronto dirigiéndose a Natacha y mirándola con los ojos llenos de lágrimas.

El rostro de la muchacha temblaba. Frunció las cejas un momento y bajó los ojos.

— Sí, fue una dichosa casualidad — concedió tras un momento de vacilación —. Sobre todo para mí, fue una suerte.

Calló un momento y añadió:

—Y él... él... dijo que deseaba mucho verme...

La voz de Natacha se entrecortaba. Se ruborizó, apoyó ambas manos sobre las rodillas y de pronto, haciendo un esfuerzo, levantó la cabeza y comenzó a hablar rápidamente.

— Nosotros no sabíamos nada cuando salimos de Moscú. Yo no me atrevía a preguntar por él. De improviso, Sonia me dijo que viajaba con nosotros. Yo no pensaba nada; no sabía bien cuál era su estado. Únicamente experimentaba la necesidad de verle, de estar junto a él—dijo temblando, sofocada.

Y sin interrumpirse refirió lo que jamás confesara a nadie, todo lo que sintió durante los tres meses de su estancia en Iaroslav.

Pedro la escuchaba con la boca abierta, sin bajar los ojos, llenos de lágrimas. Y al escucharla no pensaba en el príncipe Andrés ni en su muerte, sino en lo que ella refería. La escuchaba y sentía compasión de los sufrimientos que suscitaba en ella su relato.

La Princesa, que se esforzaba por retener el llanto, estaba sentada junto a Natacha y escuchaba por vez primera la historia de los últimos amores de su hermano y de su amiga.

Aquel penoso relato le era evidentemente necesario a Natacha. Hablaba mezclando los detalles más nimios con los más importantes y parecía que no iba a concluir nunca. Varias veces repitió lo mismo.

La voz de Desalles sonó al otro lado de la puerta. Preguntaba si Nikoluchka podía entrar para darles las buenas noches.

— Sí, esto es todo, todo... — concluyó Natacha.

Cuando entró el niño, se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. Tanta fue su precipitación que se dio de cabeza contra la cerradura, disimulada por una cortina. Lanzó un gemido de dolor o de sorpresa y huyó.

Pedro se quedó mirando el punto por donde había desaparecido y no comprendió por qué experimentaba la súbita sensación de hallarse solo en el mundo.

La princesa María puso fin a su distracción hablándole de su sobrino, que entraba.

El rostro de Nikoluchka, que recordó a Pedro el de su padre, en aquel momento de emoción, le produjo una impresión tal que, después de abrazar al niño, se levantó, sacó el pañuelo y se acercó a la ventana.

Quería despedirse de la princesa María, pero ésta le retuvo.

— No, ni Natacha ni yo nos vamos a la cama antes de las tres. Quédese, se lo ruego; ordenaré que sirvan la cena. Baje al comedor; le seguimos enseguida.

En el momento en que Pedro salía de la habitación dijo la Princesa:

— Es la primera vez que Natacha habla así de él.

X

Se introdujo a Pedro en el espacioso y bien iluminado comedor. A poco oyó pasos y entraron en él Natacha y la Princesa.

Natacha estaba tranquila, pero su rostro volvía a tener la severa expresión de costumbre.

La Princesa, ella y Pedro experimentaban en aquellos instantes un mismo sentimiento de confusión: el que sucede, de ordinario, a una conversación íntima y seria. Como parece difícil volver sobre los temas anteriores, uno se avergüenza de decir cosas superficiales, y, por otra parte, es enojoso estar callado cuando se desea hablar y no fingir. Los tres se acercaron a la mesa en silencio: los criados se pararon y luego acercaron las sillas para que se sentaran. Pedro desplegó la servilleta, decidido a romper el silencio, y miró a Natacha y a la princesa María.

Las dos parecían dispuestas a imitarle. En los ojos de ambas brillaba el placer de vivir, la seguridad que la vida no nos brinda sólo dolor, sino también alegrías.

— ¿Quiere un poco de aguardiente, Conde? — preguntó la Princesa.

Estas sencillas palabras disiparon de pronto las sombras del pasado.

— Háblenos de usted. Hemos oído referir tantas cosas...

— Sí — repuso Pedro con la sonrisa dulce e irónica que le era peculiar entonces —. Ya sé que se cuentan hechos en que ni siquiera he soñado. El otro día, durante la comida, María Abramovna me refirió lo que me ha sucedido o estuvo a punto de sucederme. Estepan Estepanitch me indicó también lo que yo debía contar. ¡Qué cómodo es ser hombre interesante! Porque lo soy, por lo visto. Todo el mundo me invita para explicar lo que me ha ocurrido.

Natacha sonrió, quiso decir algo, mas la interrumpió la princesa María.

— Dicen — manifestó — que ha perdido usted dos millones en el saqueo de Moscú.

— ¿Es cierto?

— Sí; no obstante, soy tres veces más rico que antes — contestó Pedro —. He ganado la libertad — comenzó a decir en serio. Pero no continuó. Aquel tema de conversación era demasiado personal.

— Está volviendo a levantar su casa, ¿verdad?

— En efecto. Me lo aconsejó Savelitch.

—Dígame, ¿sabía que había muerto la Condesa cuando se quedó en Moscú? — interrumpió María, y enseguida se ruborizó al darse cuenta de que su pregunta, después de lo que él acababa de explicar acerca de su independencia, podía hacerle creer que sus palabras encerraban un significado que en realidad no tenían.

— No — repuso Pedro sin molestarse por la interpretación que parecía haber dado la Princesa a su alusión a la libertad —. Lo supe en Orel y no puede imaginarse lo que me impresionó. No fuimos un matrimonio modelo — añadió con rapidez mirando a Natacha y observando en su rostro la curiosidad, el deseo de saber lo que pensaba de su esposa —, pero su muerte me impresionó extraordinariamente. Cuando media entre dos personas una desavenencia cualquiera, la culpa es siempre de las dos; y la culpa de la que conserva la vida es más dolorosa que la de la persona que ya no existe; además, una muerte así, sin amigos, sin consuelo... Lo siento mucho, muchísimo.

Pedro reparó con placer en la gozosa aprobación impresa en el semblante de Natacha.

— Sí, y ya le tenemos libre otra vez y convertido en un buen partido... — observó la Princesa.

Pedro se ruborizó y trató de no mirar a Natacha., Cuando se atrevió a mirarla, al fin, vio que su rostro era frío, severo y algo desdeñoso, o así lo pareció.

— ¿Es cierto que habló con Napoleón? La noticia corre de boca en boca — dijo la Princesa.

Pedro rió.

— No. Ni siquiera una sola vez. Todo el mundo se imagina que estar prisionero es como hallarse de visita en casa de Bonaparte. No sólo no le he visto, sino que ni siquiera he oído hablar de él. Me rodeaba una sociedad poco distinguida.

La cena tocaba a su fin, y Pedro, que en un principio rehuía hablar de su cautiverio, se fue dejando llevar de la emoción de su relato.

— Pero ¿es cierto que se quedó aquí animado por la idea de matar a Napoleón? — le preguntó Natacha sonriendo levemente —. Lo adiviné cuando nos vimos cerca de la torre Sukhareva, ¿lo recuerda?

Pedro confesó que era cierto, y, guiado poco a poco por las preguntas de la Princesa y, sobre todo, por las de Natacha, se dejó de nuevo arrastrar por el recuerdo de sus aventuras. Primero se expresó de acuerdo con aquella opinión irónica y amable que tenía entonces de los hombres y de sí mismo, pero al referir los sufrimientos y los horrores que había presenciado, empezó a hablar, sin darse cuenta, con la emoción contenida del que revive en su memoria acontecimientos terribles.

La princesa María, con una dulce sonrisa, miraba ora a Pedro, ora a Natacha. Durante el relato sólo veía a Pedro y a su bondad. Natacha, de codos sobre la mesa, seguía las palabras de Pedro con atención, reviviendo con él los sucesos que refería. Y no sólo su mirada, sino sus exclamaciones, las breves preguntas que le dirigía, demostraban a Pedro que comprendía precisamente aquello que él quería dar a entender. Se veía que no sólo captaba lo que él refería, sino lo que quería y no podía expresar por medio de la palabra. Pedro narró también el episodio de la mujer y la niña, por culpa de las cuales le prendieron.

—Era un terrible espectáculo... Niños abandonados... y algunos entre las llamas... A las mujeres les quitaban las joyas...

Pedro enrojeció de pronto y calló un momento.

— De improviso — añadió —, llegó un destacamento francés y nos cogieron a todos los que no habíamos quitado nada.

— Usted no lo dice todo. Usted debió de hacer algo... algo bueno — observó Natacha.

Pedro continuó su historia. Cuando llegó a la ejecución, quiso pasar por alto sus horribles detalles, pero Natacha le exigió que lo refiriera todo.

Luego habló de Karataiev. Natacha le miraba atentamente.

— No se pueden ustedes figurar — dijo deteniéndose —lo que he aprendido de ese ignorante.

— Hable, hable — insistió Natacha —. ¿Dónde está?

— Le mataron casi delante de mí.

Y Pedro comenzó a referir la retirada, la enfermedad de Karataiev (su voz temblaba), su muerte. Habló con pasión de sus aventuras: parecía haber descubierto una nueva importancia en todo lo que le había sucedido.

Al propio tiempo, hablar de sí mismo a Natacha le producía el raro placer que proporcionan las mujeres escuchando, pero no las mujeres inteligentes que escuchan tratando de retener lo que se les dice, a fin de enriquecer su espíritu, y, cuando se presenta la ocasión, servirse de lo que se les ha contado para aplicarlo a su situación, sino el que procuran las mujeres bien dotadas de la capacidad de discernir y de asimilarse lo mejor que hay en las manifestaciones del alma humana. Sin embargo, Natacha era toda oídos. No dejaba escapar una sola palabra, ni un matiz de la voz, ni una mirada, ni una contracción del rostro, ni un solo gesto de Pedro. Se apoderaba al vuelo de las palabras inexpresadas todavía, las llevaba a su abierto corazón y adivinaba el sentido misterioso de toda la labor moral del Conde.

La princesa María comprendía y simpatizaba, pero veía además una cosa que absorbía toda su atención: veía la posibilidad del amor y de la dicha entre Pedro y Natacha, y esta idea que cruzó su mente por primera vez le inundó de gozo el corazón.

Eran las tres de la madrugada. Los sirvientes, con rostro triste y grave, entraron para renovar las bujías, pero ninguno de ellos los miró.

Pedro terminó su relato. Con los ojos brillantes, animados, Natacha seguía observándole atentamente: era como si quisiera comprender lo que ya no decía. Lleno de gozosa confusión, Pedro la miraba de vez en cuando y buscaba algo que decir para cambiar de conversación. La princesa María callaba. Ninguno de los tres se daba cuenta de lo avanzado de la hora:

— Se habla mucho de la crueldad del sufrimiento — comenzó Pedro—. Si me dijeran: «¿Quieres volver a ser lo que eras y no pasar lo que has pasado o prefieres vivir nuevamente lo que has vivido?», respondería: «¡Que vuelvan el cautiverio y la carne de caballo!» Cuando se nos arroja de nuestro camino habitual, creemos que lo hemos perdido todo; sin embargo, es entonces cuando se empieza a vivir una vida nueva, una vida provechosa. Mientras dure la existencia, durará la dicha. Todos tenemos mucho por delante, muchísimo, no me cabe duda — agregó dirigiéndose a Natacha.

— ¡Sí, sí! También yo querría recomenzar la vida — exclamó ella en respuesta a otra pregunta distinta.

Pedro la miró atentamente:

— Sí, sí — repitió Natacha.

Y de pronto, ocultando el rostro entre las manos, rompió a llorar.

— ¿Qué tienes, Natacha? — preguntó la Princesa.

— Nada, nada.

Natacha sonrió a Pedro a través de sus lágrimas.

— Adiós — dijo —; creo que ya es hora de que nos vayamos a dormir.

— Adiós — contestó Pedro poniéndose en pie.

Al volver a verse, como de costumbre, en el dormitorio, la princesa María y Natacha comentaron lo que Pedro les acababa de contar.

La princesa María no expresó la opinión que se había formado de él. Tampoco Natacha habló de su visitante.

— Bien, buenas noches, María... ¿Sabes lo que pienso? Que no hablamos nunca de él — el príncipe Andrés —Tememos deshojar nuestros sentimientos y le estamos olvidando.

La princesa María suspiró profundamente. Aquel suspiro parecía confirmar la exactitud de las palabras de Natacha. Sin embargo, María no compartía su opinión.

— ¿Acaso se puede olvidar? — preguntó.

— Te confieso que al expresarme hoy como lo he hecho me he sentido mejor, mucho mejor. Estaba segura de que Pedro había estimado de veras a Andrés y por eso se lo he contado todo. ¿Hice mal? —— preguntó ruborizándose.

— ¡Oh, no! ¡Pedro es muy bueno...!

— Oye, María — volvió a decir Natacha con una sonrisa que le iluminaba el rostro —. Pedro ha cambiado mucho, ¿verdad...? Parece más sano, más limpio..., como si acabara de salir del baño... Naturalmente, me refiero a la parte moral...

— Sí, ha ganado mucho.

— A veces le comparo a papá, con su chaqueta corta y esos cabellos tan recortados...

—Andrés lo quería mucho. Ahora me doy cuenta.

— ¡Oh, sí! No es un hombre vulgar. Se dice que los hombres diferentes son más amigos. Y debe de ser cierto, porque Pedro no se parece en nada a Andrés.

— No, pero es muy bueno.

— Buenas noches otra vez — dijo Natacha.

Y una frívola sonrisa iluminó su rostro largo rato.

XI

Pedro no pudo conciliar el sueño aquella noche. Se estuvo paseando por la habitación, ora frunciendo el ceño como quien piensa en algo dificultoso, ora encogiéndose de hombros y estremeciéndose, y a veces sonriendo feliz. Pensaba en el príncipe Andrés, en Natacha, en su amor por ella. Se arrepentía de su conducta anterior, se dirigía mil reproches, se perdonaba. A las seis de la mañana todavía no estaba acostado.

«Pero ¿qué hacer si es imposible de otro modo? Es preciso aceptar las cosas conforme vienen», se dijo.

Luego se desnudó deprisa, se metió en la cama, feliz y conmovido, mas sin sentir ya dudas ni indecisiones.

«Por extraña, por imposible que pueda parecer esa felicidad — se dijo —, tengo que hacer lo que pueda para que se case conmigo.» Al día siguiente volvió a comer en casa de la Princesa.

Al recorrer las calles, pasando entre las casas quemadas, admiró la belleza de las ruinas. Los tubos de las chimeneas, las demolidas paredes, le recordaron, por su aire pintoresco, el Rin y el Coliseo. Los cocheros, los viandantes que le salían al paso, los carpinteros que aserraban las vigas, los comerciantes, con sus caras alegres, miraban a Pedro y parecían decirle:

«¡Ah, ya le tenemos aquí! Veremos lo que ahora sucede.» Al llegar ante la casa de la Princesa le asaltó una duda: ¿sería, de veras, allí donde había visto a Natacha, donde habían hablado?

«Quizá lo haya soñado. Quizás al entrar vea que no hay nadie.» Pero en cuanto se halló en el salón, la pérdida de la libre disposición de su ánimo y todo su ser le anunciaron su presencia. Llevaba el mismo vestido negro, de graciosos pliegues, e iba peinada del mismo modo que la víspera, pero parecía otra. De haber estado así la noche anterior, la hubiera reconocido en el acto.

Estaba lo mismo que cuando la conoció casi niña y luego, muy pronto, ya prometida del príncipe Andrés. Sus ojos brillaban alegres e interrogadores, su rostro adoptaba una expresión tierna muy particular.

Pedro hubiera querido quedarse un rato después de comer, mas la princesa María tenía que salir y se fue con ella.

Al día siguiente volvió muy temprano y pasó toda la tarde en casa de la Princesa. A pesar de que María y Natacha estaban encantadas de esta visita y aunque todo el interés de Pedro se concentraba ahora en aquella casa, esta vez la conversación se agotó. Pedro pasaba de un tema insignificante a otro y se interrumpía con frecuencia.

Aquel día, Pedro se quedó hasta tan tarde, que Natacha y la Princesa se miraban como si se preguntaran cuándo iba a decidir marcharse. Pedro se daba cuenta, pero no podía irse. Estaba molesto, se sentía incómodo, mas se quedaba porque le era materialmente imposible ponerse en pie. La princesa María fue la primera en levantarse, quejándose de dolor de cabeza, y se despidió.

— ¿De modo que se va mañana a San Petersburgo? preguntó a Pedro.

— No, no pienso irme — repuso él, sorprendido. Y al punto rectificó, azorado —: ¿Habla de mi viaje a San Petersburgo? ¡Ah, sí!, me voy mañana. Pero no me despido de usted. Ya pasaré por aquí para ver si desean alguna cosa — contestó.

Natacha le tendió la mano y salió.

En vez de irse también, María volvió a sentarse y —con su mirada profunda, radiante, observó grave y atentamente a Pedro. Se había desvanecido el dolor de cabeza de que se quejaba poco antes. Suspiró profundamente y esperó como si se dispusiera a sostener una larga conversación.

La confusión, la incomodidad que experimentaba Pedro ante Natacha desaparecieron de pronto y fueron reemplazadas por una conmovida animación. Acercó su silla a la de la Princesa.

— Sí, voy a decírselo — dijo respondiendo a su mirada como hubiera respondido a sus palabras—. Princesa, ¡ayúdeme usted! ¿Qué debo hacer? ¿Puedo esperar...? Princesa, amiga mía, escuche. Sé que no la merezco. Sé que por ahora será inútil hablarle de mi cariño. Pero deseo ser su hermano. No, no la merezco, pero...

Calló y se pasó la mano por la cara, por los ojos.

— Bueno — prosiguió, haciendo un esfuerzo para hablar de manera más razonable —. Yo mismo ignoro desde cuándo la amo. Pero estoy seguro de que es a ella a quien he amado toda la vida, y la amo tanto, que no puedo imaginar la vida sin ella. Hoy no me atrevo a pedir su mano, pero, cuando pienso que puede llegar a ser mía y que he de dejar escapar esta posibilidad... ¡Es terrible! Dígame, ¿puedo esperar? ¿Qué debo hacer, querida Princesa? — profirió tras un breve silencio, tocándole el brazo, porque ella no respondía.

— Pienso como usted — contestó al fin la Princesa —. Hablarle ahora de amor...

María calló. Iba a decir: — «No hay que pensar en ello por ahora.» Pero no lo dijo porque hacía tres días que venía asistiendo a la transformación que se operaba en Natacha y sabía que no sólo no se ofendería de que Pedro le hablase de amor, sino que tal vez esperaba que él se decidiera a hacerlo.

— Hablarle ahora... no sería prudente — dijo no obstante.

— ¿Qué debo hacer en ese caso?

— Confíe en mí — respondió la Princesa —. Yo sé...

Pedro la miraba a los ojos.

— Diga, diga.

— Sé que le ama..., que le amará — rectificó.

Apenas hubo acabado de proferir estas palabras, Pedro, dando un salto y con un gesto de turbación, le asió de la mano.

— ¿Por qué lo cree? ¿Cree que puedo esperar? ¿De verdad lo cree?

— Sí — repuso sonriendo la princesa María —. Confíe en mí; escriba a sus padres. Yo hablaré con ella en el momento oportuno. Lo deseo y el corazón me dice que se realizará. — ¡No, no es posible! ¡Qué feliz soy! ¡No, no es posible! ¡Qué feliz soy! — repetía Pedro besando la mano de la Princesa.

—Lo mejor será que se vaya a San Petersburgo. Ya le escribiré.

— ¿A San Petersburgo? ¿Quiere que me aleje? Sí. Bueno. Pero ¿podré volver mañana?

Al otro día volvió, en efecto, para despedirse. Natacha parecía estar menos animada que la víspera, mas aquel día, al mirarla de vez en cuando a los ojos, Pedro se transfiguraba; le parecía que ya no existía ni él ni ella, sino únicamente un sentimiento conjunto de felicidad. «¿Será posible? No, no puede ser», se decía a cada mirada, a cada gesto, a cada palabra de Natacha, sintiendo henchida de gozo su alma.

Cuando, al despedirse, le cogió la fina y delgada mano, no pudo menos de retenerla un momento en la suya, mientras pensaba:

«Esta mano, ese rostro, esos ojos, todo ese tesoro de gracias femeninas ¿serán míos para siempre, tan míos como mi propio ser? ¡No, es imposible!» — Conde, hasta la vista — dijo Natacha en voz alta —. Le esperaré con impaciencia — agregó en voz baja.

Estas sencillas palabras y la mirada, la expresión del rostro que las acompañó, fueron para Pedro, por espacio de dos meses, motivo de recuerdos, de comentarios, de sueños felices. «"Le esperaré con impaciencia..." Sí, sí... Cómo lo dijo? Sí: "Le esperaré con impaciencia..." ¡Ah, qué feliz soy!»

XII

Desde la noche en que Natacha supo que Pedro partía, aquella noche en que, con una sonrisa alegre y burlona, dijo a la princesa María que él tenía el aire de salir del baño..., con la chaqueta corta..., los cabellos recortados...; desde aquel mismo instante, un sentimiento secreto, ignorado por ella misma, pero invencible, empezó a despertar en su interior.

Su expresión, su andar, su mirada, su voz, todo se modificaba. La fuerza de la vida, la esperanza de una felicidad insospechada, brotaban en ella y pedían que se les diera satisfacción. A partir de aquel día, Natacha pareció olvidar todo lo acaecido anteriormente. Ni una sola vez volvió a quejarse de su suerte, no dedicó ni una palabra al pasado, no volvió a temer a hacer planes alegres para el porvenir. Hablaba poco de Pedro, pero cuando la princesa María pronunciaba su nombre, una luz desvanecida hacía tiempo volvía a brillar en sus ojos y una singular sonrisa desplegaba sus labios.

Esta transformación que se producía en Natacha empezó por asombrar a la princesa María y, cuando la comprendió bien, la entristeció. «Amaba tan poco a mi hermano, que ha podido olvidarlo en cuatro días», se decía al observar aquel cambio. Pero cuando tenía ante sí a Natacha no le hacía ningún reproche, no le guardaba rencor. La fuerza vital que se despertaba en la joven y se apoderaba de ella era, evidentemente, tan involuntaria e inesperada que cuando la veía se daba cuenta que no tenía derecho a reprocharle nada.

Natacha se abandonaba tan por entero y tan sin reservas al nuevo sentimiento, que no trataba de ocultarlo, y ya no estaba triste, sino alegre y contenta.

Cuando, después de su explicación con Pedro, entró María en su dormitorio, Natacha le salió al encuentro.

— ¿Lo ha confesado? ¿Lo ha confesado? — preguntó.

Y una expresión gozosa y lastimera a la vez, como si quisiera hacerse perdonar su dicha, se pintaba en su rostro.

— Hubiera querido detenerme a escuchar detrás de la puerta, pero sabía que tú me lo dirías.

Por comprensible y conmovedora que fuera para la princesa María la anhelante mirada de su amiga, y a pesar de la pena que le produjo su ansiedad, en el primer instante la hirió su actitud. Se acordaba de su hermano y de su amor por ella. «Pero ¿qué le vamos a hacer si es así?», pensó. Y con semblante triste y un poco severo contó a Natacha todo lo que le había dicho Pedro. Natacha se sorprendió de que estuviera dispuesto a marcharse a San Petersburgo.

— ¡A San Petersburgo! — repitió como si no comprendiera.

Pero, al fijarse en la triste expresión del semblante de su amiga y adivinar el motivo, se echó a llorar de repente.

— María, dime lo que debo hacer. Temo ser mala. Haré lo que tú digas... Enséñame...

— ¿Le amas?

— Sí — murmuró Natacha.

— Entonces ¿por qué lloras? Lo celebro por ti — dijo la Princesa, que, a causa de aquel llanto, perdonaba la alegría de Natacha.

— La boda no se celebrará enseguida, sino más adelante. ¡Pero piensa en lo feliz que seré cuando sea su esposa y tú la de Nicolás!

— ¡Natacha! Te he rogado ya que no me hables de eso. Hablemos de ti.

Las dos callaron.

— Pero ¿a qué va a San Petersburgo? — inquirió de súbito Natacha; luego se apresuró a decir —: Vale más así, ¿verdad, María? Vale más así.

XIII

El casamiento de Natacha con Bezukhov, en 1813, fue el último alegre acontecimiento que presenció la familia Rostov. En aquel mismo año murió el viejo conde Ilia Andreievitch y, como sucede siempre en estos casos, tras su desaparición, la familia se deshizo.

Los sucesos del año anterior: el incendio de Moscú, la muerte del príncipe Andrés y la desesperación de Natacha, la muerte de Petia y el dolor de la Condesa, fueron rudos golpes que hirieron, uno tras otro, al anciano Conde. No pareció comprender, ni podía en realidad, el porqué de aquellos acontecimientos, por lo que, inclinando dócilmente la blanca cabeza, aguardó el nuevo golpe que acabase con él. Ora aparecía como asustado, ora se mostraba extraordinariamente animado y activo.

El matrimonio de Natacha, con los mil detalles que lo rodeaban, le ocupó la atención unos días: encargaba comidas y cenas, se esforzaba a ojos vistas por aparentar alegría. Pero ésta no se comunicaba a los demás, como en otros tiempos, sino que, muy al contrario, suscitaba la compasión de los que le amaban y conocían.

Después de la marcha de Pedro y de su esposa se calmó y comenzó a quejarse de aburrimiento. Al cabo de pocos días cayó enfermo y hubo de guardar cama. A pesar de las palabras consoladoras de los médicos, comprendió desde un principio que no saldría de su enfermedad. La Condesa permaneció sentada a su cabecera por espacio de dos semanas. Cada vez que le daba una medicina, el Conde, sin decir una palabra, le cogía la mano y se la besaba. El último día le pidió perdón, sollozando, y, a pesar de que su hijo no estaba allí, le pidió también a él le perdonara por haber disipado su fortuna, única gran falta de que se sentía culpable. Después de comulgar, se extinguió dulcemente, y al día siguiente la multitud de amigos y conocidos que fueron a rendirle los últimos honores llenó el departamento alquilado por los Rostov.

Las mismas personas que habían comido y bailado en su casa en tantísimas ocasiones, las mismas que tanto se habían burlado de él, sentían entonces pena y remordimiento y se decían para justificarse: «Sí, era un hombre admirable. Hoy ya no se encuentran hombres así. ¿Quién está exento de debilidades...?» Precisamente cuando le iban tan mal los negocios, que no se podía suponer cómo concluirían, el Conde murió de improviso.

Nicolás se encontraba en París con las tropas rusas cuando le participaron el fallecimiento de su padre. Enseguida pidió la excedencia y, sin aguardar a que se la concedieran, se despidió de sus superiores y volvió a Moscú. Un mes después, desenmarañados los asuntos de la casa Rostov, la situación era clara: su padre había contraído una enormidad de pequeñas deudas cuya existencia nadie sospechaba. Estas deudas se elevaban al doble del haber.

Parientes y amigos aconsejaron a Nicolás que renunciase a la herencia, pero el joven, que consideraba esta renuncia como un reproche a la memoria de su padre, no quiso oír ni hablar de ello. De modo que la aceptó y, con ella, la obligación de pagar las deudas.

Los acreedores habían guardado silencio largo tiempo, en vida del Conde, a causa de la influencia indefinible pero profunda que ejerció su bondad sobre ellos. Ahora recurrieron, sin previo aviso, a los Tribunales. Como suele suceder en parecidas ocasiones, obedecieron al impulso de unos celos disimulados, y gentes como Mitenka y otros, que recibieron del Conde regalos importantes, fueron los acreedores más exigentes. No se dio a Nicolás tregua ni respiro, y las mismas personas que lloraban al Conde — el causante de sus pérdidas — se ensañaban, implacables, con el joven heredero, que era inocente y se encargaba de pagarles.

Ninguno aceptó ni uno solo de los arreglos que propuso Nicolás. Al ser vendidas por necesidad, las posesiones tuvieron que cederse a bajo precio y la mitad de las deudas quedaron sin pagar. Nicolás aceptó de Bezukhov, su cuñado, treinta mil rublos para poder pagar lo más imprescindible, y para que no le detuvieran — pues los acreedores le amenazaban con la cárcel — pensó en reanudar el servicio.

Pero volver al ejército, donde figuraba en el cuadro de ascensos con el grado de comandante, le fue imposible porque él era el último apoyo de su madre. Por este motivo, y a pesar de las pocas ganas que tenía de permanecer en Moscú, donde todo el mundo le conocía, y no obstante su repugnancia a la vida civil, aceptó un empleo, renunciando al venerado uniforme, y se instaló con su madre y Sonia en un departamento de la calle Sivtez—Vrajek.

Natacha y Pedro, desde San Petersburgo, tenían una idea poco clara de la situación de Nicolás. Éste había aceptado el préstamo de su cuñado con ánimo de ocultar su miseria. La situación de Nicolás era particularmente penosa porque, con sus mil doscientos rublos de sueldo, debía no sólo alimentar a su madre y a Sonia, sino vivir de manera tal que su madre no se diera cuenta de su pobreza. La Condesa no podía comprender la vida sin el lujo que había conocido desde la infancia, y como no se daba cuenta de los conflictos que creaba con ello a su hijo, exigía a cada momento un coche para ir a ver a una amiga, carne de calidad superior para ella, vino para su hijo, dinero para hacer regalos a Natacha, a Sonia, al mismo Nicolás.

Sonia se ocupaba del manejo de la casa, cuidaba de su tía, soportaba sus caprichos y ayudaba a Nicolás a disimular la pobreza en que se hallaban. Nicolás se sentía deudor de Sonia y, viendo lo que la muchacha hacía por su tía, admiraba su paciencia y su abnegación. Sin embargo, procuraba mantenerse espiritualmente alejado de ella. Le reprochaba su exceso de perfección, que no hubiera nada censurable en ella. Sonia poseía, verdad es, todo lo que inspira aprecio a las gentes, pero poco de lo que nos hace amarlas.

Habiendo tomado al pie de la letra la carta en que ella le devolvía la libertad, la trataba como si hubiera olvidado lo pasado.

La situación de Nicolás fue de mal en peor; porque la sola idea de hacer economías con su sueldo era un sueño. Es más: no sólo no economizaba, sino que, para satisfacer las exigencias de su madre, contraía pequeñas deudas.

La situación no parecía tener salida. La idea de su matrimonio con una rica heredera que sus parientes le propusieron le repugnaba. Otra solución, la muerte de su madre, ni siquiera le pasaba por el pensamiento. No deseaba nada, no esperaba nada, y, en el fondo de su alma, experimentaba un austero placer en aquella pasiva aceptación de su suerte. Evitaba tropezarse con antiguas amistades, con su compasión y su oferta compasiva de ayuda; evitaba toda distracción y placer, y en casa tampoco se ocupaba en nada, salvo en tener paciencia con su madre, andar en silencio por la habitación y fumar pipa tras pipa. Parecía fomentar aquel humor sombrío, única cosa que le ayudaba a soportar la vida.

XIV

La princesa María regresó a Moscú a principios del invierno. Por los murmuradores supo enseguida la situación de los Rostov y, sobre todo, que «el hijo se sacrificaba por la madre», según decían.

«No esperaba menos de él», pensó, llena de gozo, porque el hecho le confirmaba que merecía el amor que le tenía.

En vista de ello, su amistad, casi su parentesco, con la familia la movieron a pensar en hacerle una visita.

Pero, al recordar sus relaciones con Nicolás en Voronezh, temió verlo. Al fin, cogiendo firmemente con las dos manos las riendas de su voluntad, fue a casa de los Rostov dos semanas justas después de su llegada.

¡Qué casualidad! A quien primero se tropezó fue a Nicolás, porque para llegar a la habitación de la Condesa tuvo que pasar por la de él.

Pero, en vez de expresar la alegría que ella esperaba, el rostro de Nicolás adquirió al vuelo una expresión fría, de sequedad, de orgullo, que ella no había visto nunca en él. Después de informarse del estado de su salud le acompañó hasta la habitación de su madre y allí la dejo.

Al despedirse la Princesa, le salió al encuentro y la acompañó hasta el recibidor con aire grave y frío. A las preguntas de María, nada contestó.

«¿Qué mal le he hecho yo? ¡Déjeme en paz!», parecía contestarle con la mirada.

Y cuando se alejó el coche de la Princesa, exclamó delante de Sonia, en voz alta, incapaz de reprimir su despecho:

— ¿A qué viene? ¿Qué quiere? ¡Detesto a esas mujeres y sus amabilidades!

— ¡Ah, Nicolás! ¿Cómo puedes hablar así? — replicó Sonia disimulando mal su satisfacción —. Es muy buena y mamá la quiere mucho.

Nicolás no respondió ni volvió a hablar de la Princesa. Pero la anciana Condesa comenzó a mentarla cien veces al día a raíz de su visita. La alababa, rogaba a su hijo que fuera a verla, expresaba el deseo de tenerla al lado con más frecuencia. Pero, al mismo tiempo, la ponía de mal humor hablar de ella.

Nicolás callaba y su silencio enojaba a la Condesa.

— Es una muchacha muy digna y muy buena — decía la madre —. Debes ir a hacerle una visita. No quiero que te aburras a nuestro lado. Debes tener amistades.

— ¡Pero si no las necesito, mamá!

— Antes hubieras deseado verla continuamente; ahora no la quieres. Con franqueza, hijo mío, no te comprendo. Dices que te aburres, y te niegas a ver a la gente...

— No he dicho que me aburra...

—Pero sí que no quieres verla. Es una mujer dignísima. Antes te gustaba; ahora, en cambio... ¡Todos me ocultáis vuestros verdaderos sentimientos!

— No, mamá, te equivocas.

— Si te pidiera algo enojoso... Pero te pido que hagas una visita, que seas cortés. Bueno, ya te lo he pedido. De hoy en adelante no volveré a mezclarme en tus asuntos, puesto que tienes secretos para tu madre.

— Si tanto lo deseas, iré.

— A mí me da igual. Lo decía por ti.

Nicolás suspiró, se mordió el bigote, trató de desviar la atención de su madre de aquel asunto.

Pero al día siguiente, y al otro, y al otro, la Condesa sacó a relucir el mismo tema.

Entre tanto, el frío e inesperado recibimiento de Nicolás convenció a la princesa María de que tenía razón al no atreverse a ir a ver a los Rostov.

«No cabía esperar otra cosa. Por suerte, no tengo nada que ver con él, únicamente quería volver a ver a la anciana, que fue siempre muy bondadosa conmigo y a quien debo mucho», se decía, llamando en su ayuda al orgullo.

Pero tales razonamientos no tenían la virtud de calmarla; cada vez que recordaba la pasada visita la asaltaba una especie de remordimiento, y, aunque estaba firmemente resuelta a no volver a casa de los Rostov y a olvidarlo todo, se sentía siempre como en una postura falsa, y acabó por tener que confesarse que la atormentaba la cuestión de sus relaciones con Nicolás. Su tono frío, correcto, no se derivaba de sus sentimientos — estaba segura —, sino de alguna otra cosa, y hasta que consiguiera explicarse lo que era aquella cosa no estaría tranquila.

A mediados del invierno se hallaba en el cuarto de estudio, repasando las lecciones de su sobrino, cuando le anunciaron la visita de Nicolás Rostov.

Firmemente resuelta a no hacerse traición ni a demostrar enojo, llamó a la señorita Bourienne y entró con ella en el salón.

Le bastó una mirada para comprender que Nicolás estaba allí para pagar una deuda de cortesía, y decidió mostrarse igualmente cortés.

El empezó por hablar de la salud de la Condesa, de los conocidos comunes, de las últimas noticias de la guerra, y cuando transcurrieron los diez minutos que exige la buena educación, saludó y se puso en pie.

La Princesa sostuvo muy bien la conversación con ayuda de la señorita de compañía, pero, al levantarse Nicolás, estaba tan fatigada de haber hablado de cosas que no le incumbían, y tan abrumada por la dolorosa idea de las pocas alegrías que la vida le proporcionaba, que, con las brillantes pupilas fijas en el vacío, continuó sentada e inmóvil, sin advertir que Nicolás se hallaba de pie ante ella.

Nicolás la miró y, para disimular que se había dado cuenta de su ensimismamiento, cruzó todavía algunas palabras con la señorita Bourienne. Luego volvió a mirar a la Princesa. Seguía sentada e inmóvil; su dulce semblante tenía una expresión de sufrimiento.

De súbito, Nicolás la compadeció. Pensando vagamente que quizá fuera él la causa de aquel dolor, quiso pronunciar una palabra amable, pero, no encontrándola, dijo:

— Adiós, Princesa.

María salió de su ensimismamiento, ruborizándose, y exhaló un profundo suspiro.

— ¡Ah! Perdone, Conde. ¿Se va usted ya? ¿Y el almohadón para la Condesa?

— ¡Un momento! Voy a buscarlo — rogó la señorita Bourienne, echando a correr.

María y Nicolás callaban. De vez en cuando cambiaban una mirada.

— Sí, Princesa — habló al fin Nicolás sonriendo con melancolía—. Todo parece reciente, y, no obstante, ¡cuánta agua ha corrido desde que nos vimos por vez primera en Bogutcharovo! Entonces nos juzgábamos desgraciados, y, sin embargo, ¡cuánto daría yo por volver a aquellos tiempos! Pero eso es imposible...

La Princesa clavaba en él sus ojos radiantes. Parecía esforzarse por comprender el sentido misterioso de aquellas palabras que le explicarían lo que él sentía por ella.

— En efecto — contestó —, pero no debe usted lamentar lo pasado, Conde. Usted recordará siempre con placer su vida actual, porque los sacrificios que está haciendo...

— No puedo aceptar sus alabanzas — se apresuró a decir él, interrumpiéndola—. La verdad es que no dejo de dirigirme reproches. Pero, en fin, esto es muy poco interesante y divertido...

Su mirada volvió a adquirir una expresión fría, seca. Mas la Princesa había vuelto a ver en él al hombre que amaba, y se dirigía a aquel hombre.

— He creído que me permitiría esta confianza. Como estamos tan unidas las dos familias... Nunca creí que mis cumplidos le parecieran excesivos. Pero ya veo que me he equivocado.

Empezó a temblarle la voz.

—No sé por qué, pero antes era usted muy distinto a como es ahora... — prosiguió, rehaciéndose.

— Existen motivos a millares — repuso Nicolás recalcando sus palabras —. De todos modos, gracias, Princesa.

«Ya lo comprendo; ahora lo comprendo todo — decía una voz en el alma de la Princesa —. No es sólo esa mirada de expresión bondadosa y franca, no es sólo la belleza externa la que vi en él. Es su alma noble, valiente, abnegada. Ahora él es pobre y yo soy rica. Esto explica su actitud... Pero ¿y si no fuera así...?» Sin embargo, al recordar su antigua ternura, al reparar en la expresión bondadosa y triste de su rostro, se convenció de que estaba en lo cierto.

— ¿Qué le ocurre, Conde, qué le ocurre? Dígamelo usted — exclamó acercándose a él involuntariamente —. Debe decírmelo.

El callaba.

— Ignoro las razones que tiene para adoptar esa actitud..., pero me resulta penoso, puede usted creerlo... No quisiera verme privada de su antigua amistad.

Las lágrimas brotaban de sus ojos, temblaban en su voz.

— Tengo tan pocas alegrías, que perder una más me resulta muy doloroso. Perdóneme. Adiós.

De improviso se echó a llorar y se dirigió a la puerta.

— ¡Princesa! ¡Espere! ¡En nombre de Dios, espere! — exclamó Nicolás —. ¡María...!

Ella se volvió. Por espacio de unos segundos se miraron en silencio. Y lo que parecía imposible, lejano, se convirtió de improviso en algo muy próximo, posible, inevitable.

En el otoño de aquel mismo año, Nicolás Rostov y la princesa María se casaron...


FIN


Publicado el 16 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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