Lo Más Increíble

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Quien fuese capaz de hacer lo más increíble, se casaría con la hija del Rey y se convertiría en dueño de la mitad del reino.

Los jóvenes —y también los viejos— pusieron a contribución toda su inteligencia, sus nervios y sus músculos. Dos se hartaron hasta reventar, y uno se mató a fuerza de beber, y lo hicieron para realizar lo que a su entender era más increíble, sólo que no era aquél el modo de ganar el premio. Los golfillos callejeros se dedicaron a escupirse sobre la propia espalda, lo cual consideraban el colmo de lo increíble.

Se señaló un día para que cada cual demostrase lo que era capaz de hacer y que, a su juicio, fuera lo más increíble. Se designaron como jueces, desde niños de tres años hasta cincuentones maduros. Hubo un verdadero desfile de cosas increíbles, pero el mundo estuvo pronto de acuerdo en que lo más increíble era un reloj, tan ingenioso por dentro como por fuera. A cada campanada salían figuras vivas que indicaban lo que el reloj acababa de tocar; en total fueron doce escenas, con figuras movibles, cantos y discursos.

—¡Esto es lo más increíble! —exclamó la gente.

El reloj dio la una y apareció Moisés en la montaña, escribiendo el primer mandamiento en las Tablas de la Ley: «Hay un solo Dios verdadero».

Al dar las dos se vio el Paraíso terrenal, donde se encontraron Adán y Eva, felices a pesar de no disponer de armario ropero; por otra parte, no lo necesitaban.

Cuando sonaron las tres, salieron los tres Reyes Magos, uno de ellos negro como el carbón; ¡qué remedio! El sol lo había ennegrecido. Llevaban incienso y cosas preciosas.

A las cuatro se presentaron las estaciones: la Primavera, con el cuclillo posado en una tierna rama de haya; el Verano, con un saltamontes sobre una espiga madura; el Otoño, con un nido de cigüeñas abandonado —pues el ave se había marchado ya—, y el Invierno, con una vieja corneja que sabía contar historias y antiguos recuerdos junto al fuego.

Dieron las cinco y comparecieron los cinco sentidos: la Vista, en figura de óptico; el Oído, en la de calderero; el Olfato vendía violetas y aspérulas; el Gusto estaba representado por un cocinero, y el Tacto, por un sepulturero con un crespón fúnebre que le llegaba a los talones.

El reloj dio las seis, y apareció un jugador que echó los dados; al volver hacia arriba la parte superior, salió el número seis.

Vinieron luego los siete días de la semana o los siete pecados capitales; los espectadores no pudieron ponerse de acuerdo sobre lo que eran en realidad; sea como fuere, tienen mucho de común y no es muy fácil separarlos.

A continuación, un coro de monjes cantó la misa de ocho.

Con las nueve llegaron las nueve Musas; una de ellas trabajaba en Astronomía; otra, en el Archivo histórico; las restantes se dedicaban al teatro.

A las diez salió nuevamente Moisés con las tablas; contenían los mandamientos de Dios, y eran diez.

Volvieron a sonar campanadas y salieron, saltando y brincando, unos niños y niñas que jugaban y cantaban: «¡Ahora, niños, a escuchar; las once acaban de dar!».

Y al dar las doce salió el vigilante, con su capucha, y con la estrella matutina, cantando su vieja tonadilla:

¡Era medianoche, cuando nació el Salvador!

Y mientras cantaba brotaron rosas, que luego resultaron cabezas de angelillos con alas, que tenían todos los colores del iris.

Resultó un espectáculo tan hermoso para los ojos como para los oídos. Aquel reloj era una obra de arte incomparable, lo más increíble que pudiera imaginarse, decía la gente.

El autor era un joven de excelente corazón, alegre como un niño, un amigo bueno y leal, y abnegado con sus humildes padres. Se merecía la princesa y la mitad del reino.

Llegó el día de la decisión; toda la ciudad estaba engalanada, y la princesa ocupaba el trono, al que habían puesto crin nuevo, sin hacerlo más cómodo por eso. Los jueces miraban con pícaros ojos al supuesto ganador, el cual permanecía tranquilo y alegre, seguro de su suerte, pues había realizado lo más increíble.

—¡No, esto lo haré yo! —gritó en el mismo momento un patán larguirucho y huesudo—. Yo soy el hombre capaz de lo más increíble.

Y blandió un hacha contra la obra de arte.

¡Cric, crac!, en un instante todo quedó deshecho; ruedas y resortes rodaron por el suelo; la maravilla estaba destruida.

—¡Ésta es mi obra! —dijo—. Mi acción ha superado a la suya; he hecho lo más increíble.

—¡Destruir semejante obra de arte! —exclamaron los jueces—. Efectivamente, es lo más increíble.

Todo el pueblo estuvo de acuerdo, por lo que le asignaron la princesa y la mitad del reino, pues la ley es la ley, incluso cuando se trata de lo más increíble y absurdo.

Desde lo alto de las murallas y las torres de la ciudad proclamaron los trompeteros:

—¡Va a celebrarse la boda!

La princesa no iba muy contenta, pero estaba espléndida, y ricamente vestida. La iglesia era un mar de luz; anochecía ya, y el efecto resultaba maravilloso. Las doncellas nobles de la ciudad iban cantando, acompañando a la novia; los caballeros hacían lo propio con el novio, el cual avanzaba con la cabeza tan alta como si nada pudiese rompérsela.

Cesó el canto y se hizo un silencio tan profundo, que se habría oído caer al suelo un alfiler. Y he aquí que en medio de aquella quietud se abrió con gran estrépito la puerta de la iglesia y, «¡bum! ¡bum!», entró el reloj y, avanzando por la nave central, fue a situarse entre los novios. Los muertos no pueden volver, esto ya lo sabemos, pero una obra de arte sí puede; el cuerpo estaba hecho pedazos, pero no el espíritu; el espectro del Arte se apareció, dejando ya de ser un espectro.

La obra de arte estaba entera, como el día que la presentaron, intacta y nueva. Sonaron las campanadas, una tras otra, hasta las doce, y salieron las figuras. Primero Moisés, cuya frente despedía llamas. Arrojó las pesadas tablas de la ley a los pies del novio, que quedaron clavados en el suelo.

—¡No puedo levantarlas! —dijo Moisés—. Me cortaste los brazos. Quédate donde estás.

Vinieron después Adán y Eva, los Reyes Magos de Oriente y las cuatro estaciones, y todos le dijeron verdades desagradables: «¡Avergüénzate!».

Pero él no se avergonzó.

Todas las figuras que habían aparecido a las diferentes horas, salieron del reloj y adquirieron un volumen enorme. Parecía que no iba a quedar sitio para las personas de carne y hueso. Y cuando a las doce se presentó el vigilante con la capucha y la estrella matutina, se produjo un movimiento extraordinario. El vigilante, dirigiéndose al novio, le dio un golpe en la frente con la estrella.

—¡Muere! —le dijo— ¡Medida por medida! ¡Estamos vengados, y el maestro también! ¡adiós!

Y desapareció la obra de arte; pero las luces de la iglesia la transformaron en grandes flores luminosas, y las doradas estrellas del techo enviaron largos y refulgentes rayos, mientras el órgano tocaba solo. Todos los presentes dijeron que aquello era lo más increíble que habían visto en su vida.

—Llamemos ahora al vencedor —dijo la princesa—. El autor de la maravilla será mi esposo y señor.

Y el joven se presentó en la iglesia, con el pueblo entero por séquito, entre las aclamaciones y la alegría general. Nadie sintió envidia. ¡Y esto fue precisamente lo más increíble!


Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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