Leyendas de la Casa Provincial

Nathaniel Hawthorne


Cuentos, Colección



I. LA MASCARADA DE HOWE

Vagando por la calle de Wáshington una tarde del verano pasado, atrajo mis miradas una muestra de hotel que asomaba de un estrecho zaguán abovedado casi en frente de la antigua iglesia del Sur. La muestra representaba la fachada de un soberbio edificio designado con el nombre de “Antigua Casa Provincial, al cuidado de Thomas Waite.” Me sentí satisfecho de recordar así el propósito, que abrigaba largo tiempo, de visitar y recorrer la mansión de los antiguos gobernadores reales de Massachusetts; y penetrando en el pasillo abovedado que se extendía en medio de una hilera de tiendas de ladrillo, unos cuantos pasos me transportaron desde el bullicioso centro del moderno Boston hasta un patiocillo pequeño y silencioso. Un lado de este espacio estaba ocupado por la fachada cuadrada de la casa provincial, de tres pisos, y coronada de una cúpula en cuya cima podía distinguirse un indio dorado, con su arco tendido y una flecha en la cuerda, apuntando al gallo de la veleta colocada en el chapitel de la Iglesia del Sur. Esta figura conservaba la misma actitud hacía setenta años o quizá más, desde el tiempo en que el buen decano Drowne, un diestro escultor en maderas, la colocó por primera vez en su larga vigilia de centinela sobre la ciudad.

La casa provincial es una construcción de ladrillo que parece haber recibido últimamente una capa de pintura de color claro. Una escalinata de rojos peldaños de piedra blanda y arenosa, y ornada de una balaustrada de hierro curiosamente cincelada, asciende desde el patio hasta el hermoso vestíbulo alrededor del cual se extiende una galería con barandilla de hierro de idéntico modelo y labor a la que se encuentra abajo. Entre los dibujos de hierro de la galería se ven forjadas las siguientes letras y cifras: “16 P. S. 79,” que indican probablemente la fecha en que se construyó el edificio y las iniciales del nombre de su fundador. Una ancha puerta de dos hojas me franqueó la entrada al vestíbulo o salón, a la derecha del cual se encuentra la entrada al despacho de licores.

En este salón, presumo, es donde los antiguos gobernadores celebraban sus recepciones con pompa casi regia, rodeados de los militares, consejeros, jueces y otros oficiales de la corona, mientras todos los leales de la provincia se reunían en honor suyo. Pero esta habitación no puede presumir siquiera de antigua magnificencia en sus condiciones actuales. Los artesones de la ensambladura están cubiertos de barniz obscuro, adquiriendo tonos aun más opacos por la sombra profunda que arrojan sobre la casa provincial las construcciones de ladrillo de la calle de Wáshington que la circundan. Jamás un rayo de sol ilumina esta mansión, donde tampoco luce ya el resplandor de las antorchas de los saraos, extinguidas desde la época de la revolución. El objeto más antiguo y decorativo que allí se encuentra es una chimenea formada de placas de porcelana azul holandesa, con figuras representando escenas de la Escritura; y por cuanto yo me sé, las damas de Pównall o Bérnard debían ocupar allí su sitio junto al fuego, mientras referían a sus hijos la historia de cada una de las azules placas de porcelana. Una cantina de estilo moderno, bien surtida de recipientes, botellas, cajas de cigarros y bolsas de malla para los limones, y provista de un receptáculo de cerveza y de una fuente de soda, se extiende en toda la longitud de uno de los costados de la habitación. Cuando entré, un viejo personaje chasqueaba los labios en forma tal que me hizo comprender que los salones de la Casa Provincial contienen todavía buenos licores, aun cuando indudablemente de distintos viñedos de los que acostumbraban surtirse los antiguos gobernadores. Después de saborear un vaso de sangría preparado por las diestras manos de Mr. Thomas Waite, traté de que el digno sucesor y representante de tantos personajes históricos me guiara a través de la mansión, tan venerada en otro tiempo.

Satisfizo mis deseos prontamente; mas, a decir verdad, tuve que poner en juego enérgicamente mi imaginación para encontrar algo de interesante en una casa que, despojada de sus recuerdos históricos, tiene solamente el aspecto de una taberna favorecida de ordinario por la clientela de los habitantes acomodados de la ciudad, y de los gentilhombres rurales de la antigua escuela. Las habitaciones, vastas probablemente en otro tiempo, están divididas en secciones que se subdividen en pequeños cuartuchos, que ofrecen apenas el espacio necesario para el angosto lecho, silla y mesa tocador de un solo ocupante. A pesar de todo, la gran escalera puede calificarse sin hipérbole una ostentación de grandeza y magnificencia. Sube en espiral por el centro de la casa, en series de anchos peldaños, que terminan en un vestíbulo cuadrado, desde donde continúa la ascensión hasta la cúpula. Una barandilla cincelada, pintada de nuevo en los pisos inferiores, pero que va volviéndose más sucia y desteñida conforme se asciende, bordea la escalinata de arriba abajo con lindas columnas primorosamente labradas y entrelazadas. Las botas militares y quizá los anchos zapatones de algunos gobernadores gotosos hollaron esta escalera cuando los habitantes de la casa subían a la cúpula, que tan vasto panorama ofrecía sobre su metrópoli y sobre toda la comarca circunvecina. La cúpula es un recinto octógono con varias ventanas y una puerta que abre sobre el techo. Desde este mismo sitio, según me complacía yo en imaginar, pudo Gage contemplar, a menos que alguna de las tres montañas se lo impidiese, su desastrosa batalla de Búnker Hill; y Howe apercibió quizá la aproximación del ejército sitiador de Wáshington, aunque los edificios construídos después en los alrededores han ocultado casi todo el paisaje, salvo el campanario de la Iglesia del Sur, que parece estar dentro del alcance de los brazos. Descendiendo de la cúpula, detúveme en los desvanes para observar la ponderosa armazón de roble blanco mucho más pesada que la de los edificios modernos y semejando un antiguo esqueleto. Los muros de ladrillo, material importado de Holanda, y el maderaje de la casa se conservan tan enteros como antes; pero, debido a los arruinados pavimentos y a otras partes destruidas del interior, se piensa aprovechar el conjunto y construir un nuevo edificio dentro del molde de la antigua estructura y obra de albañilería. Entre otros inconvenientes de la actual construcción, mi hostelero hizo mención de que cualquier choque o sacudimiento podía echar abajo el polvo de las edades desde el techo de una habitación hasta el pavimento de la que se encontraba debajo.

Desde la gran ventana de la fachada nos dirigimos a los balcones donde los representantes del rey acostumbraban sin duda en otro tiempo presentarse al pueblo leal, requiriendo los aplausos y el ondular de los sombreros, con majestuosas venias de su magnífica persona. En aquellos días la fachada de la casa provincial daba sobre la calle; y todo el sitio ocupado ahora por la hilera de tiendas de ladrillo y por el patio se encontraba entonces dividido en cuadros de césped, sombreados de árboles y bordeados de un cerco de hierro cincelado. Ahora, el antiguo edificio aristocrático oculta su faz roída por el tiempo detrás de una advenediza construcción moderna; hasta pude observar en una ventana del fondo algunas lindas obreras cosiendo, charlando y riendo mientras lanzaban de vez en cuando alguna indolente mirada a los balcones. Descendiendo de allí, entramos nuevamente en la cantina, donde el viejo caballero arriba mencionado, cuyo chasquido de labios decía tan favorablemente de los buenos licores de Mr. Waite, continuaba todavía regodeándose en su sillón. Aparentaba ser algún huésped o visitante ordinario de la casa, que tenía cuenta abierta en la cantina, su silla de verano cerca de la ventana abierta y su conocido rincón de invierno al lado del fuego. Como era de aspecto sociable, me aventuré a dirigirme a él con una observación calculada para despertar reminiscencias históricas, si por acaso existían en su mente; y complacióme mucho descubrir que, entre recuerdos propios y tradiciones, el viejo caballero conocía en realidad historias muy divertidas acerca de la casa provincial. La parte más interesante de su conversación esbozó las líneas principales de la siguiente leyenda. Aseguraba tenerla por referencias de un testigo ocular; pero la derivación natural, unida al lapso de tiempo transcurrido, debe haber dejado gran oportunidad para diferencias en la narración; de manera que, desesperando de obtener verdad literal y absoluta, no he tenido escrúpulo alguno en hacer los cambios más conducentes para delectación y beneficio del lector.

 

En una de las recepciones dadas en la casa provincial, durante el último período del sitio de Boston, tuvo lugar un incidente que jamás ha podido explicarse satisfactoriamente. Los oficiales del ejército inglés y los leales habitantes de la provincia, elegidos en su mayor parte entre los bloqueados de la ciudad, habían sido invitados a un baile de máscaras; pues la diplomacia de Sir Wílliam Howe consistía en ocultar lo angustioso y expuesto de aquellos momentos y la condición desesperada del sitio, bajo la pompa desplegada en los saraos. El espectáculo de aquella noche, si ha de creerse a los miembros más ancianos del círculo de la corte provincial, era la fiesta más alegre y fastuosa que se registraba en los anales del gobierno. Los salones, brillantemente iluminados, estaban llenos de figuras que parecían desprendidas del obscuro lienzo de los retratos históricos, brotadas de las mágicas páginas del romance o escapadas, por lo menos, de algún teatro de Londres, sin tiempo para haber cambiado su atavío. Caballeros de la conquista, cubiertos de acero; barbados estadistas de la reina Elízabeth y damas de su corte con vestidos de altos volantes alternaban con personajes de comedia, como algún pintarrajado Merry Ándrew removiendo su gorro y cascabeles; algún Fálstaff casi tan cómico como su prototipo; o algún Don Quijote con una rama de judías en vez de lanza y una cobertera de olla en lugar de escudo.

Pero el mayor regocijo provenía de un grupo de figuras ridículamente vestidas de uniformes viejos, que parecían comprados en alguna feria de andrajos militares o hurtados de algún receptáculo de desechos del ejército tanto inglés como francés. Ciertas prendas de aquella vestimenta habríanse llevado con toda probabilidad en el sitio de Loúisburg, mientras las chaquetas de corte más moderno podían suponerse desgarradas y hechas jirones por las espadas, balas y bayonetas usadas en la época de la victoria de Wolfe. Uno de aquellos héroes, de figura alta y escuálida, blandiendo una mohosa espada de enorme longitud, pretendía ser nada menos que el general George Wáshington; y los demás altos oficiales del ejército americano, como Gates, Lee, Pútnam, Schúyler, Ward y Heath, aparecían representados por espantajos semejantes. Una entrevista entre los guerreros rebeldes y el general en jefe inglés, forjada en el mismo estilo burlesco, fué recibida con inmenso aplauso, más estrepitoso aún de parte de los leales de la colonia. Uno de los invitados, sin embargo, manteníase aparte mirando estas bufonerías con austero desdén y frunciendo de vez en cuando el ceño con amarga sonrisa.

Era un anciano de gran reputación y alta clase en otro tiempo en la provincia, y que había sido soldado famoso en sus días. Se demostraba cierta sorpresa de que una persona como el coronel Jóliffe, cuyos principios conservadores eran bien conocidos, aunque demasiado viejo entonces para tomar parte activa en la lucha, hubiera permanecido en Boston durante el sitio, y particularmente hubiera consentido en presentarse en la morada de Sir Wílliam Howe. Pero había venido, sin embargo, trayendo del brazo a una hermosa joven nieta suya; y erguía allí su austera figura entre el regocijo y la bufonería, caracterizando su tipo mejor que ningún otro en la mascarada, pues que encarnaba admirablemente el antiguo espíritu de su tierra natal. Los demás invitados afirmaban que el torvo ceño puritano del coronel Jóliffe arrojaba sombras a su alrededor; aun cuando, a despecho de esta nefasta influencia, la alegría rayaba cada vez más alto, semejando (¡siniestra comparación!) el brillo falaz de una lámpara que arroja sus últimos destellos. Haría más de media hora que el reloj de la Iglesia del Sur había dado once campanadas, cuando comenzó a circular entre la sociedad el rumor de que iba a ofrecerse un nuevo espectáculo o exhibición que cerraría de manera digna el espléndido festival de aquella noche.

—¿Qué nueva y jocosa invención trae vuecencia entre manos?—interrogó el reverendo Máther Byles, cuyos escrúpulos de ministro no habían sido suficientes para mantenerle alejado de la fiesta.—Creedme, señor, he reído ya más de lo que conviene a mi traje con vuestra homérica plática con el harapiento general de los rebeldes. Otro acceso de alegría semejante, y me veré obligado a despojarme de mi peluca y mi banda de clérigo.

—No tal, mi buen doctor Byles,—repuso Sir Wílliam Howe;—si el regocijo fuera un crimen, nunca habríais alcanzado el grado de doctor en teología. En cuanto a la nueva bufonada, no estoy más adelantado que vos mismo; quizá ni siquiera al mismo grado. Vamos, doctor, confesadlo, ¿no habéis incitado la austera imaginación de algunos de vuestros compatriotas para producir una escena de nuestra mascarada?

—Quizá,—hizo observar maliciosamente la nieta del coronel Jóliffe, cuyo elevado espíritu sentíase indignado por tantas burlas contra la Nueva Inglaterra;—quizá si tendremos una cuadrilla de figuras alegóricas. La Victoria, con los trofeos de Léxington y Búnker Hill; la Prosperidad, con su cuerno superabundante, para representar el actual bienestar de nuestra buena ciudad; y la Gloria, brindando una corona para las sienes de vuecencia.—

Sir Wílliam Howe sonrió a estas palabras, a las cuales habría respondido con su ceño más sombrío, a ser pronunciadas por labios bigotudos. Vióse libre de la necesidad de replicar por una singular interrupción. Escucháronse ecos de música fuera de la casa, como si procedieran de alguna banda militar completa, estacionada en la calle y tocando una lenta marcha fúnebre, en vez de los alegres sones requeridos por las circunstancias. Parecía que los tambores estuvieran ensordecidos y que las trompetas exhalaran gemidos, de manera que tales ecos apagaron inmediatamente el regocijo del auditorio, llenando a todos de sorpresa y a muchos de aprensión. Ocurrió a varios de los circunstantes la idea de que el cortejo de las exequias de algún elevado personaje se había detenido a las puertas de la casa provincial, o también que algún suntuoso ataúd, cubierto de terciopelo y lujosamente decorado, estaba a punto de ser sacado por el portal. Después de escuchar por un momento, llamó Sir Wílliam Howe con áspera entonación al director de orquesta que antes había animado la fiesta con alegres y risueñas melodías. Era tambor mayor de un regimiento inglés.

—Dighton,—interrogó el general,—¿qué significa esta farsa? ¡Haced callar inmediatamente a vuestra banda con su marcha funeraria, o palabra que tendrán motivo suficiente para su lúgubre vena! ¡Hacedlos callar, bribón!

—Con el perdón de vuestro honor—respondió el tambor mayor, cuyo rubicundo rostro había perdido por completo el color,—la culpa no es mía. Yo y mi banda estamos aquí todos reunidos; y dudo que ninguno de nosotros pudiera tocar esa marcha de memoria. Sólo la he oído una vez, en ocasión de los funerales del difunto rey su majestad George II.

—¡Bien, bien!—dijo Sir Wílliam Howe, recobrando su compostura.—Éste es el preludio de alguna extravagante mascarada. Dejadlo pasar.—

Una nueva figura apareció en aquel momento; mas, entre todas las máscaras fantásticas dispersas en los salones, ninguno pudo decir con certeza de dónde venía. Era un hombre con traje de sarga negra de moda antigua, y que tenía la apariencia de mayordomo o criado principal de la casa de algún noble o rico propietario rural inglés. Avanzó hacia la puerta exterior de la mansión y, abriendo por completo ambas hojas, se hizo a un lado y miró hacia atrás en dirección de la gran escalera, como si aguardase que alguien descendiera por allí. Al mismo tiempo, la música de la calle ejecutaba altas y dolientes llamadas. Sir Wílliam Howe y sus invitados dirigieron sus miradas a la escalera, donde aparecían, en el descanso más alto que podía distinguirse desde abajo, varios personajes que descendían hacia la puerta. El primero era un hombre de rostro austero, que llevaba sombrero de alta copa cubriendo un casquete; capa obscura, y grandes botas arrugadas que subían hasta el muslo. Traía bajo el brazo una bandera arrollada, que parecía ser la de Inglaterra, pero singularmente desgarrada y hecha jirones; y llevaba una espada en la mano derecha mientras sostenía una Biblia con la izquierda. La figura siguiente era de aspecto más suave aunque lleno de dignidad, y lucía cuello alechugado sobre el cual caía la barba, toga de terciopelo labrado y justillo y bragas de raso negro. Llevaba en la mano un rollo de manuscritos. Muy de cerca seguía a estos dos un joven de rostro y continente que atraían la atención, con frente profundamente pensadora y contemplativa y tal vez cierto rayo de entusiasmo en la mirada. Su atavío era antiguo, como el de sus predecesores, y tenía una mancha de sangre en su cuello alechugado. En el mismo grupo con los tres de que hemos hablado venían otros cuatro personajes, todos de aspecto majestuoso y habituado al mando, y ademanes de gente acostumbrada a las miradas de la multitud. Los circunstantes imaginaban que estos personajes iban a reunirse con el misterioso funeral que se había detenido frente a la casa provincial; sin embargo, esta suposición parecía desmentida por el aire de triunfo con que agitaban las manos al atravesar el dintel y desaparecer por el portal.

—¡Por el nombre del diablo! ¿qué significa esto?—murmuró Sir Wílliam Howe, dirigiéndose a un caballero que se encontraba a su lado;—¿es acaso una procesión de los regicidas jueces de Carlos el Mártir?

—Éstos,—dijo el coronel Jóliffe, rompiendo el silencio casi por primera vez aquella noche,—éstos, si interpreto bien, son los gobernadores puritanos, los jefes de la antigua y primitiva democracia de Massachusetts. Éndicott, con la bandera de la cual ha arrancado el símbolo de sumisión, y Wínthrop y Sir Henry Vane y Dúdley, Haynes, Béllingham y Léverett.

—¿Por qué tenía aquel joven una mancha de sangre en su gorguera?—preguntó Miss Jóliffe.

—Porque, años después,—respondió su abuelo,—separaba el tajo de su tronco la cabeza más hábil de toda Inglaterra, en aras de la causa de la libertad.

—¿No desea vuecencia ordenar la guardia?—musitó Lord Percy, que se había reunido con otros oficiales ingleses en torno del general.—Puede haber alguna conspiración bajo toda esta mojiganga.

—¡Psh! No tenemos nada que temer,—replicó indolentemente Sir Wílliam Howe.—No puede haber traición en este asunto, sino una simple farsa, y ésta es de las más insulsas. Y aun cuando fuera hiriente y amarga, reírnos de ella sería la mejor diplomacia. Mirad, aquí viene un poco más de esta gentuza.—

Otro grupo de personajes había descendido en parte la escalera. Venía primero un venerable patriarca de barba blanca, que tentaba cuidadosamente su camino con una vara. Siguiendo sus huellas con premura y extendiendo su mano cubierta del guantelete como para coger el hombro del anciano, adelantábase una figura alta y de aspecto marcial, con casco de acero empenachado de plumas, brillante escudo y larga espada cinto, que resonaba contra los peldaños. El que venía en seguida era un hombre robusto, ataviado con traje rico y de corte, pero dejando notar al instante, sin embargo, que no era un cortesano; su marcha tenía el movimiento oscilatorio que distingue a los marinos; y habiendo tropezado por azar en la escalera, púsose iracundo súbitamente y se le oyó mascullar un juramento. Inmediatamente detrás aparecía un personaje de noble continente, con peluca rizada como la que se ve en los retratos del tiempo de la reina Anne y en otros anteriores a aquella época; y ostentando una estrella bordada en la pechera de su casaca. Mientras avanzaba hacia la puerta, saludaba a derecha e izquierda de manera muy graciosa e insinuante; pero, a diferencia de los primeros gobernadores puritanos, llegando al dintel, pareció agitar las manos con pesar.

—Mi buen doctor Byles, haced la parte del coro, os ruego,—dijo Sir Wílliam Howe.—¿Quiénes son estos ilustres varones?

—Con el permiso de vuecencia,—respondió el doctor,—éstos florecieron un poco antes de mis días; pero, sin duda, nuestro amigo el coronel ha sido uña y carne con algunos de ellos.

—Nunca vi sus rostros en vida,—dijo gravemente el coronel Jóliffe; sin embargo de que he hablado frente a frente con muchos jefes de este país, y espero aun congratular a otro antes de morir con la bendición de un anciano. Mas ahora se trata de estos personajes. Supongo que el venerable patriarca represente a Brádstreet, el último de los puritanos, gobernador allá por el año noventa, más o menos. El otro es Sir Édmund Andros, un tirano, como os lo dirá cualquier chiquillo de escuela; y de consiguiente, el pueblo le precipitó de su alto puesto para encerrarle en una prisión. Luego viene Sir Wílliam Phipps, pastor, tonelero, capitán de marina y luego gobernador. ¡Ojalá muchos de sus compatriotas se elevaran a tanta altura desde tan modesto origen! Y el último que visteis era el benigno Earl de Béllamont, que nos gobernó bajo el reinado del rey Wílliam.

—Pero ¿qué significa todo esto?—interrogó Lord Percy.

—Si fuera yo un rebelde,—dijo Miss Jóliffe a media voz,—imaginaría que se ha citado a los espectros de los antiguos gobernadores para asistir a los funerales de la autoridad real en la Nueva Inglaterra.—

Varios otros personajes aparecían en la escalera. El que venía a la cabeza del grupo tenía cierta expresión preocupada, ansiosa y casi taimada; y, a despecho de su altanería, producida indudablemente por la ambición de su espíritu y por el desempeño continuado de altos puestos, no parecía incapaz de adular a los que se encontraban superiores a él. Algunos pasos más atrás veíase un oficial de rojo y bordado uniforme, de corte tan antiguo que perfectamente podía haberse llevado en tiempo del duque de Márlborough. Su nariz tenía un tinte rubicundo que, unido al trémulo parpadeo de uno de sus ojos, bastaba para sindicarle como adorador del vino y de la alegre compañía; a pesar de lo cual se mostraba inquieto y arrojaba frecuentes miradas en derredor, como temeroso de algún peligro oculto. Venía en seguida un rollizo caballero, con casaca de paño afelpado, forrada en sedoso terciopelo; mostraba inteligencia, astucia y buen humor en su semblante y llevaba un infolio bajo el brazo; pero su aspecto era el de un hombre vejado y atormentado más allá de su paciencia y acosado de fatiga mortal. Bajó las escaleras precipitadamente, seguido por un majestuoso personaje ataviado con traje de terciopelo púrpura ricamente bordado; su porte habría sido imponente, si un penoso ataque de gota no le hubiera obligado a cojear de peldaño en peldaño con contorsiones del cuerpo y del semblante. Cuando el doctor Byles pudo contemplar esta figura en la escalera, se estremeció febrilmente; pero siguió observándole con persistencia hasta que el gotoso caballero llegó al umbral, hizo un ademán de angustia y desesperación y se desvaneció entre la obscuridad exterior, desde donde le llamaba la música funeraria.

—¡Mirad! ¡El gobernador Bélcher! ¡mi antiguo jefe, en su misma figura y vestido!—profirió jadeante el doctor Byles.—¡Esto es una burla horrible!

—Una broma enfadosa, nada más,—dijo Sir Wílliam Howe, con aire de indiferencia. Mas ¿quiénes eran los tres que le precedían?

—El gobernador Dúdley, un astuto diplomático, pero a quien sus artificios llevaron a prisión,—replicó el coronel Jóliffe.—El gobernador Shute, antiguo coronel bajo Márlborough, y a quien obligó el pueblo a salir de la provincia; y el sabio gobernador Búrnet, a quien produjo su legislatura una fiebre mortal.

—Imagino que eran unos desgraciados estos gobernadores reales de Massachusetts,—observó Miss Jóliffe.—¡Cielos! ¡Cómo se obscurece la luz!

Era un hecho ciertamente que la luz de la gran lámpara que iluminaba la escalera tornábase ahora opaca y sombría; a tal punto que varias figuras, que bajaron rápidamente y atravesaron el pórtico, más parecían sombras que personas de carne y hueso. Sir Wílliam Howe y sus invitados se mantenían en la puerta de los salones contiguos observando el progreso de este espectáculo singular, con diversas emociones de ira, desdén y terror disimulado; pero, sin embargo, con ansiosa curiosidad. Las sombras, que parecían apresurarse ahora para unirse a la misteriosa procesión, demostraban su identidad por las notables peculiaridades de su atavío o por rasgos marcados de su manera de ser, más que por la semejanza de facciones con sus prototipos. Casi invariablemente, en verdad, conservaban sus rostros ocultos en profunda sombra. Pero oíase murmurar al doctor Byles y a algunos otros caballeros, que habían conocido por largo tiempo a los gobernadores sucesivos de la provincia, los nombres de Shírley, Pównall, de Sir Francés Bérnard, y el recordado Hútchinson; confesando de aquella manera que los actores, quienesquiera que fuesen, habían conseguido representar los rasgos característicos de los verdaderos personajes en su procesión de fantasmas de gobernadores. Al desaparecer por el portal, extendían sus brazos aquellas sombras hacia la obscuridad de la noche con formidable expresión de dolor. Tras de la forma que personificaba a Hútchinson aparecía una figura marcial sosteniendo delante de su rostro un sombrero de tres picos que había retirado de su empolvada cabeza; pero las charreteras y demás insignias de su clase eran las de un oficial general; y algo en su porte recordaba a los presentes la figura de un personaje que había sido recientemente el amo de la casa provincial y de toda la comarca.

—¡La figura de Gage, tan exacta como en un espejo!—exclamó Lord Percy, palideciendo.

—¡No, por cierto!—profirió Miss Jóliffe, riendo nerviosamente;—no puede ser Gage, puesto que Sir Wílliam habría saludado en este caso a su antiguo compañero de armas. ¡Quizá no dejará pasar al próximo sin desafiarle!

—Podéis estar segura de ello, señorita mía,—respondió Sir Wílliam Howe, fijando la mirada con marcada expresión en el semblante impasible de su abuelo.—He tardado demasiado en hacer los honores a los invitados que nos abandonan. El próximo que se retire recibirá la cortesía debida.—

Un salvaje e imponente estallido de la música dejóse escuchar en este momento a través de la puerta abierta. Parecía que la procesión, que había llenado sus filas gradualmente, estuviera a punto de proseguir, y que aquel vibrante alarido de las sollozantes trompetas y el resonar de los ensordecidos a tambores fuera la señal de apresurarse para algún rezagado. Las miradas se volvieron por irresistible impulso hacia Sir Wílliam, como si fuera él a quien convocaba la imponente música para asistir a los funerales de su poder desvanecido.

—¡Mirad! ¡aquí viene el último!—murmuró Miss Jóliffe, señalando con trémulo dedo la escalera.

Presentóse una figura a las miradas, conforme iba descendiendo la escalera; aunque tan sombrío estaba el lugar de donde emergió, que algunos de los espectadores imaginaron que la misma obscuridad se había moldeado súbitamente en forma humana. Descendió la figura con paso marcial e imponente; y al llegar a los peldaños inferiores, pudo verse que era la de un hombre alto, con botas, y embozado en una capa militar que cubría su rostro hasta reunirse con el ondulante borde de un sombrero galoneado. Las facciones, de consiguiente, quedaban ocultas por completo. Pero los oficiales ingleses imaginaban haber visto antes esta capa militar y hasta reconocían el desgastado bordado del cuello, así como la dorada vaina de una espada que asomaba entre los pliegues de la capa, reflejando vívidos destellos luminosos. Además de estos pequeños detalles, había ciertos rasgos del porte y de las maneras, que incitaron a los maravillados contertulios a separar sus miradas de la embozada figura para buscar a Sir Wílliam Howe, con el propósito de verificar si no había desaparecido de improviso de en medio de ellos. Vieron entonces al general tirar de su espada, con el rostro lleno de ira sombría, y avanzar hacia la figura encapada, antes de que ésta hubiera podido avanzar un solo paso.

—¡Descubríos, villano!—gritó.—¡No pasaréis más allá!—

La figura, sin retroceder un pelo ante la espada que amenazaba su pecho, hizo una pausa solemne y bajó en seguida la capa de su rostro, pero no lo bastante para que los espectadores alcanzaran a discernirlo. Mas indudablemente Sir Wílliam Howe había visto lo suficiente. La dureza de su continente se trocó en un aire de horror, mientras retrocedía varios pasos ante la aparición, dejando caer al suelo su espada. La figura de aspecto marcial cubrió de nuevo sus facciones con la capa y prosiguió su camino; pero al llegar al umbral, y de espaldas a los espectadores, se notó que golpeaba el suelo con el pie y sacudía sus crispadas manos en el aire. Asegurábase después que Sir Wílliam Howe había repetido el mismo desesperado ademán de rabia y de pesar cuando por última vez, y como el último de los gobernadores reales, atravesó el dintel del pórtico de la casa provincial.

—¡Mirad! El cortejo avanza,—dijo Miss Jóliffe.

La música moría en la calle, y sus tristes sones vinieron mezclados con el resonar de media noche en el campanario de la antigua Iglesia del Sur, y con el estruendo de la artillería que anunciaba que el ejército sitiador de Wáshington se había atrincherado en una colina más cercana. Cuando el sonido retumbante del cañón hirió sus oídos, irguióse el anciano coronel Jóliffe en toda su altura y sonrió austeramente al general inglés.

—¿Querría vuecencia investigar algo más acerca de este misterioso espectáculo?—preguntó.

—¡Cuidado con vuestra cabeza blanca! ¡Ha estado demasiado tiempo sobre los hombros de un traidor!—exclamó ferozmente Sir Wílliam Howe, aunque sus labios temblaban.

—¡Debéis entonces apresuraros a cortarla,—replicó tranquilamente el coronel;—porque dentro de pocas horas todo el poder de Sir Wílliam Howe y todo el poder de su amo serán impotentes para hacer caer uno solo de estos cabellos grises! ¡El imperio inglés en esta provincia, está dando esta noche sus últimas boqueadas; casi es ya cadáver mientras hablo; y pienso que las sombras de los antiguos gobernadores son cortejo adecuado para el funeral!—

A estas palabras el coronel Jóliffe se arrebozó en la capa y cogiendo el brazo de su nieta, abandonó los salones donde se había celebrado el último festival que gobernadores británicos ofrecieran en la antigua provincia de la bahía de Massachusetts. Se cree que el coronel y la joven dama poseían alguna secreta inteligencia respecto del misterioso espectáculo de aquella noche. Sea como quiera, este conocimiento jamás se hizo general. Los actores de esta escena se desvanecieron en sombras más profundas aún que aquella banda de indios salvajes que arrojó a las olas la carga de los buques de te, mereciendo así ocupar un puesto en la historia, aunque sus nombres quedaran ignorados. Mas refiere la superstición, entre otras leyendas respecto de esta morada, el maravilloso concepto de que en la noche del aniversario de la derrota inglesa, los espectros de los antiguos gobernadores de Massachusetts se deslizan aun a través del pórtico de la casa provincial, y que la última de las sombras, embozada en una capa militar, pasa levantando al aire sus manos crispadas e hiriendo con sus ferradas botas los anchos peldaños de piedra con ademán febril de desesperación, y sin que se deje percibir en lo menor el ruido de sus pasos.

 

Cuando dejaron de oírse los verídicos acentos de la narración del anciano caballero, respiré largamente y miré en torno de la habitación, tratando de arrojar con mente enérgica un tinte de romance y de grandeza histórica sobre las realidades de la escena. Pero mi olfato percibía la fragancia del humo del cigarro que el narrador había emitido en grandes nubes, visible emblema, me figuro, de la nebulosa obscuridad de su relato. Además, mi exuberante fantasía se distrajo con el repiqueteo de la cuchara en un vaso de ponche de whisky que Mr. Thomas Waite preparaba para un consumidor. Tampoco contribuía en mucho a la apariencia pintoresca de los muros ensamblados, la pizarra de la diligencia de Bróokline que pendía allí en vez del escudo armorial de algún gobernador de antiguo linaje. Un mayoral, sentado cerca de una de las ventanas y leyendo un diario de a centavo, el Times de Boston, ofrecía también un aspecto muy poco adecuado para reproducirse entre fotografías de “tiempos de Boston,” de setenta o cien años ha. En el hueco de la ventana había un paquete muy bien envuelto en papel obscuro, cuya dirección tuve la trivial curiosidad de leer: “Miss Susan Huggins, Province House.” Alguna linda camarera, indudablemente. En verdad, es labor terriblemente ardua querer arrojar el encanto de la pátina de antigüedad sobre localidades con las cuales tenga algo que ver el mundo viviente y los días que se deslizan apresuradamente sobre nuestras cabezas. Sin embargo, al contemplar la magnificente escalera, por la cual descendió la procesión de viejos gobernadores, y atravesar el venerable portal en el que su fantasma me había precedido, me llenó de gozo la conciencia de sentir un estremecimiento de pavor. Entonces, lanzándome por el estrecho pasillo abovedado, unos cuantos pasos me transportaron de nuevo en medio de la densa multitud de la calle de Wáshington.

II. EL RETRATO DE EDWARD RANDOLPH

El antiguo y tradicional contertulio de la Casa Provincial estuvo presente en mis recuerdos desde la mitad del verano hasta el mes de enero. Una tarde desocupada de invierno resolví hacerle otra visita, confiando en que le encontraría como de costumbre en el rincón más cómodo de la cantina, y creyendo, de otro lado, hacer obra meritoria para mi país al sacar del olvido cualquier otro hecho desconocido de la historia. La noche era cruda y fría, y volvíase casi borrascosa por efecto de una ráfaga de viento que soplaba a lo largo de la calle de Wáshington, haciendo que las luces de gas flotaran y vacilaran dentro de los faroles. Apresurábame en mi camino, mientras mi fantasía se ocupaba de comparar el aspecto presente de la calle con el que asumía probablemente cuando los gobernadores ingleses habitaban la mansión hacia la cual me dirigía. Los edificios de ladrillo eran escasos en aquellos tiempos, hasta que estalló una sucesión de incendios destructores, barriendo una y otra vez las casas y depósitos de madera de uno de los barrios más populosos de la ciudad. Las construcciones se hacían entonces aisladas e independientes, sin encerrar como ahora su existencia particular en hileras seguidas, con fachada de similitud fatigante; sino ostentando cada una, por el contrario, ciertos rasgos originales, como si el gusto individual de su propietario las hubiera delineado, y ofreciendo un conjunto de pintoresca irregularidad: pérdida que no puede compensarse con ninguno de los atractivos de nuestra arquitectura moderna. Este espectáculo, revelándose confusamente acá y allá a las miradas, a los rayos de alguna vela de sebo, que se filtraban bajo las pequeñas hojas de las diseminadas ventanas, formaba sombrío contraste con la calle tal como aparecía en aquel momento, con las luces de gas brillando de esquina a esquina, y con sus tiendas resplandecientes que arrojaban claridad diurna a través de las grandes vidrieras de cristal.

Mas volviendo hacia arriba las miradas, encontraba el mismo cielo obscuro y nebuloso que mostraba en otros tiempos su faz ceñuda a los habitantes de la época colonial. Las ráfagas invernales tenían el mismo silbido familiar a sus oídos. La antigua Iglesia del Sur lanzaba igualmente al espacio su viejo chapitel, que se perdía en la obscuridad entre el cielo y la tierra; y en tanto que yo pasaba, el mismo reloj que había advertido a tantas generaciones lo transitorio de esta existencia, me habló también pausada y sonoramente de esta misma filosofía tan olvidada. “Las siete solamente,” pensé. “Las leyendas de mi viejo amigo matarán apenas el tiempo entre esta hora y la de acostarse.”

Atravesando el estrecho pasillo, crucé el patio cuyo cercado recinto era visible a merced de una linterna colocada sobre el pórtico de la Casa Provincial. Entrando en la cantina, encontré como esperaba al viejo escudriñador de tradiciones, sentado ante un magnífico fuego de antracita, y lanzando nubes de humo de un enorme cigarro. Me reconoció con evidente satisfacción, debido a las raras cualidades de oyente atento que me hacen invariablemente el favorito de las damas y caballeros de edad, con propensiones narrativas. Acercando una silla al lado del fuego, pedí al hostelero que nos favoreciera a cada cual con un vaso de ponche de whisky, que fué prontamente servido, y se nos trajo arrojando su caliente vaho, con una raja de limón al fondo, una capa de oporto rojo obscuro en la superficie y su correspondiente polvillo de nuez moscada espolvoreado sobre el conjunto. Cuando levantamos nuestros vasos al mismo tiempo, mi amigo, el de las leyendas, se presentó como el señor Bela Tíffany; siendo para mí motivo de regocijo su exótico nombre, pues que daba a su figura y carácter cierta especie de individualidad, a mi entender. La bebida actuó como un disolvente en la memoria del viejo caballero, que fluyó innumerables cuentos y tradiciones, anécdotas de famosos personajes ya difuntos, y rasgos de costumbres antiguas, tan infantiles algunas como cantinela de nodrizas, y dignas otras de la pluma de un grave historiador. Nada me hizo más impresión que la historia de un cuadro negro y misterioso que pendía en aquellos tiempos en una de las habitaciones de la Casa Provincial, justamente sobre la pieza en que nos encontrábamos. La siguiente versión del hecho es tan correcta como la que verosímilmente podría obtener el lector de cualquiera otra fuente; aunque posee además, en verdad, cierto tinte novelesco que se acerca a lo maravilloso.

 

En uno de los salones de la casa provincial conservábase desde largo tiempo atrás un antiguo cuadro, de marco tan negro como el ébano, y cuya tela estaba tan obscura, por efecto de los años, el humo y la humedad, que no era posible distinguir una sola pincelada del artista. El tiempo había arrojado su velo impenetrable sobre aquel cuadro, dejando a la fábula, las conjeturas y la tradición, el trabajo de decir lo que alguna vez reflejó su lienzo. Durante la administración sucesiva de muchos gobernadores había colgado, por derecho propio e indiscutible, sobre la chimenea de la misma habitación; y continuaba todavía allí cuando el teniente gobernador Hútchinson asumió el mando de la provincia, a la separación de Sir Francis Bérnard.

El teniente gobernador hallábase una tarde sentado en su majestuoso sillón, descansando la cabeza en el tallado espaldar y mirando pensativo la vacua obscuridad del cuadro. No era tiempo oportuno, sin embargo, para esta inactiva contemplación, ya que asuntos de importancia trascendental requerían la decisión del gobernador; pues acababan de recibirse nuevas del arribo de una flota inglesa conduciendo tres regimientos de Hálifax para dominar la insubordinación del pueblo, y dicha tropa aguardaba la venia del gobernador para ocupar la fortaleza y la torre de Castle Wílliam. Mas, en lugar de estampar su firma en la orden oficial, permanecía sentado el teniente gobernador, examinando tan intensamente la negra vacuidad de la tela, que su continente atrajo la atención de dos jóvenes que le acompañaban. Uno de ellos, que vestía uniforme militar de ante, era su pariente, Francis Lincoln, capitán provincial de Castle Wílliam; la otra, sentada a su lado en un taburete bajo, era Alice Vane, su sobrina predilecta.

Vestía completamente de blanco; era una pálida y etérea criatura que, aun cuando nacida en la Nueva Inglaterra, se había educado fuera del país, y parecía no sólo una extranjera de lejanas tierras sino un ser de un mundo diferente. Varios años, hasta que quedó huérfana, había habitado con su padre la risueña Italia y adquirido allí un gusto delicado y una afición por la escultura y la pintura, que encontraba muy pocas satisfacciones en las moradas poco elegantes de la burguesía colonial. Decíase que las producciones de su lápiz manifestaban un talento superior, aunque la ruda atmósfera de la Nueva Inglaterra hubiera tal vez coartado sus impulsos, obscureciendo los brillantes tonos de su fantasía. Observando la persistente mirada de su tío clavada en el cuadro y tratando de descubrir a través de la bruma de los años el argumento desarrollado en el lienzo, su curiosidad se sintió excitada.

—¿Se sabe, querido tío—interrogó la joven,—lo que representaba este cuadro en otro tiempo? Quizá si pudiera restaurarse, encontraríamos que es la obra maestra de algún gran artista. ¿Por qué, si no, habría ocupado tanto tiempo este sitio preferente?

Como no contestó de pronto el tío, contra su costumbre, porque siempre se mostraba tan complaciente a los caprichos y fantasías de Alice como si hubiera sido su propia hija bien amada, el joven capitán tomó a su cargo la respuesta.

—Este negro y viejo cuadrado de lienzo, mi bella prima,—dijo,—ha venido heredándose en la casa provincial desde tiempo inmemorial. En cuanto al artista, nada sé decir; pero si ha de creerse la mitad de las historias que circulan acerca de este cuadro, ninguno de los grandes maestros italianos ha producido jamás obra de arte tan maravillosa como la que tenéis delante.—

Y el capitán Lincoln comenzó a relatar algunas de las extrañas fábulas y fantasías que se contaban respecto del viejo cuadro, las mismas que, vista la imposibilidad de refutarlas con demostraciones positivas, se habían convertido en populares artículos de fe. Una de las más extravagantes y, a la vez, más acreditadas versiones, aseguraba que el cuadro era el retrato auténtico y original de Satanás en persona, tomado en una reunión de brujos y brujas, que fueron juzgados en pleno tribunal. Afirmábase igualmente que un espíritu o demonio familiar habitaba tras de la negrura del cuadro y había aparecido en momentos de calamidad pública a más de uno de los gobernadores reales. Shírley, por ejemplo, había sido testigo de esta ominosa aparición la víspera de la vergonzosa y sangrienta derrota al pie de los muros de Ticonderoga. Muchos domésticos de la casa provincial habían percibido una torva faz que les observaba, en el crepúsculo matutino o vespertino o en la obscuridad de la noche, mientras avivaban el fuego que chisporroteaba abajo en el hogar; pero, si alguno era suficientemente intrépido para acercar una antorcha al lienzo, aparecía éste tan negro e indescifrable como siempre. El habitante más anciano de Boston recordaba que su padre—en cuyos días el retrato no se había borrado aún del todo—consiguió mirarlo una vez; pero nunca permitió que le interrogaran acerca del rostro que estaba allí representado. En relación con estas historias era curioso observar que sobre la parte superior del marco había algunos pedazos destrozados de seda negra, indicando que un velo había cubierto el retrato hasta que la pátina de los años lo ocultó por completo a las miradas. Pero, después de todo, la parte más original del asunto consistía en que tantos pomposos gobernadores de Massachusetts, hubieran permitido que el ennegrecido cuadro permaneciera en el salón de estado de la casa provincial.

—Algunas de estas historias son terribles en realidad,—observó Alice Vane, que se había estremecido a veces y sonreído otras, mientras su primo las relataba.—Casi sería mejor arrancar el negro lienzo, puesto que la pintura original nunca será tan formidable como aquellas que forja la fantasía.

—Pero, ¿sería posible—preguntó su primo,—devolver a esta obscura tela sus prístinos colores?

—Ese arte se conoce en Italia,—dijo Álice.—

El teniente gobernador había vuelto de su abstracción y escuchaba sonriendo la conversación de sus jóvenes parientes. Sin embargo, su voz tenía un timbre peculiar cuando hizo la explicación del misterio.

—Siento mucho, Álice, destruir tu fe en las leyendas a que eres tan aficionada,—observó;—pero mis investigaciones de anticuario me han hecho conocer hace largo tiempo el tema de este cuadro, si cuadro hemos de llamarle; el cual no es ya visible, ni lo será jamás, como jamás ha de verse de nuevo el rostro del hombre a quien representaba, enterrado largos años ha. Era el retrato de Édward Rándolph, fundador de esta casa, y personaje famoso en la historia de la Nueva Inglaterra.

—¿De aquel Édward Rándolph,—exclamó el capitán Lincoln,—que obtuvo la revocación de la primera carta constitucional de la provincia, bajo la cual nuestros antecesores habían gozado privilegios casi democráticos?

—Era el mismo Rándolph,—respondió Hútchinson, removiéndose inquieto en su silla.—¡Fué su destino saborear la amargura del odio popular!

—Nuestros anales refieren,—continuó el capitán de Castle Wílliam,—que las maldiciones del pueblo siguieron dondequiera a ese Rándolph, causándole daño en todos los acontecimientos posteriores de su vida, y mostrándose aún en cierta manera estos mismos efectos en las circunstancias de su muerte. Dicen también que la oculta pesadumbre de esta maldición hizo mella igualmente en su exterior, y podía percibirse en el semblante, horrible de mirar, de este hombre infortunado. Si esto era verdad, y el cuadro representaba verdaderamente su aspecto, es obra misericordiosa esta negra nube que se ha aglomerado sobre el retrato.

—Estas tradiciones son absurdas para quien, como yo, ha experimentado el escaso fondo de verdad que existe en todas ellas,—dijo el teniente gobernador.—Con respecto a la vida y carácter de Édward Rándolph, se ha dado implícita fe al doctor Cotton Máther, quien (debo decirlo, aunque algo de su sangre corra por mis venas) ha llenado nuestra historia primitiva de cuentos de viejas, tan fantásticos y extravagantes como los de Grecia o los de Roma.

—Y sin embargo,—murmuró Álice Vane—¿no tienen acaso su moral aquellas fábulas? Imagino que si era tan espantoso el rostro de este retrato, habría alguna razón para que permaneciera tan largo tiempo colocado en una habitación de la casa provincial. Cuando los gobernadores olvidan sus responsabilidades, sería bien que algo les recordara el horrible peso de la maldición de todo un pueblo.—

El teniente gobernador se estremeció y miró por un momento a su sobrina, como si las juveniles fantasías de Álice respondieran a algún sentimiento oculto en su pecho, que toda su política y sus principios no habían podido dominar completamente. Sabía, es verdad, que la joven, a despecho de su educación extranjera, alimentaba las simpatías de raza de cualquier muchacha de la Nueva Inglaterra.

—¡Silencio, necia chiquilla!—profirió al fin, más ásperamente de lo que jamás se dirigiera a la gentil Álice.—La censura de un rey es más terrible que el clamor de una salvaje y descarriada muchedumbre. Capitán Lincoln, está decidido. Las tropas reales ocuparán la fortaleza de Castle Wílliam. Los dos regimientos restantes se alojarán en la ciudad o acamparán en terrenos comunales. Es tiempo ya, después de tantos años turbulentos y casi de rebelión, que el gobierno de su majestad tenga un muro de fuerza para resguardarlo.

—¡Confiad, señor, confiad todavía un poco más en la lealtad del pueblo,—repuso el capitán.—No le enseñéis que puede estar con los soldados ingleses en otros términos que en los de la fraternidad más cordial, como cuando peleaban juntos en la guerra francesa. No convirtáis en campamento las calles de vuestra ciudad natal. ¡Pensadlo dos veces, antes de entregar a otras manos, que no sean las de los verdaderos naturales de la Nueva Inglaterra, el viejo Castle Wílliam, llave de la provincia!

—Joven, está decidido,—repitió Hútchinson, levantándose de su silla.—Un oficial estará de servicio esta noche para recibir las instrucciones necesarias para el acuartelamiento de las tropas. Vuestra presencia será también necesaria. ¡Hasta entonces, adiós!—

A estas palabras el teniente gobernador abandonó precipitadamente la habitación, mientras Álice y su primo seguían lentamente, conversando bajito y deteniéndose de vez en cuando para lanzar una ojeada al misterioso cuadro. El capitán de Castle Wílliam pensaba que el aire y continente de la joven podía compararse al que se atribuye a uno de aquellos espíritus fabulosos, hadas o personajes de la mitología antigua, que intervienen a veces en los asuntos de los mortales, mitad por capricho, mitad por un sentimiento de simpatía hacia la desgracia o la felicidad humana. Mientras sostenía el capitán la puerta abierta para que pasara Álice, hizo ella un signo con la cabeza al cuadro y sonrió.

—¡Preséntate, sombría y diabólica figura!—exclamó.—¡Tu hora ha llegado!—

Aquella noche se hallaba el teniente gobernador Hútchinson en la misma habitación donde tuvo lugar la escena que hemos narrado, rodeado de varias personas a quienes reunían diversos intereses. Encontrábanse allí los consejeros municipales de Boston, sencillos patriarcas, padres del pueblo y personificaciones admirables de los antiguos colonos puritanos, cuya energía austera imprimió tan hondo sello al carácter de la Nueva Inglaterra. Contrastando con ellos, veíase uno o dos miembros del consejo, ricamente ataviados con las blancas pelucas, las casacas bordadas y otras magnificencias de aquella época, y haciendo en cierto modo ostentación del ceremonial cortesano. Un mayor del ejército inglés, aparentemente de guardia, esperaba las órdenes del teniente gobernador para el desembarque de las tropas, que aun permanecían a bordo de los transportes. El capitán de Castle Wílliam se mantenía junto a la silla de Hútchinson, con los brazos cruzados y mirando con altanería al oficial inglés que pronto iba a reemplazarle en su puesto. Sobre una mesa colocada en el centro de la habitación había un candelabro de plata, cuyas seis bujías arrojaban su resplandor sobre un papel listo aparentemente para la firma del teniente gobernador.

Disimulada en parte entre los voluminosos pliegues de las cortinas de una de las ventanas, podía percibirse la blanca drapería de un vestido de mujer. Parecerá extraño que Álice Vane se encontrara allí en tales momentos; pero había algo tan infantil y caprichoso en su carácter original que siempre se apartaba de las reglas acostumbradas, que su presencia no sorprendió a los pocos que llegaron a notarla. En aquel momento, el presidente del municipio dirigía al teniente gobernador una larga y solemne arenga, protestando contra la introducción de tropas inglesas en la ciudad.

—Y si vuestro honor,—concluyó este excelente aunque enojoso anciano,—estima conveniente insistir en que espadachines y mosqueteros mercenarios sienten sus reales en nuestros barrios tranquilos, ¡que la responsabilidad de esta decisión no caiga sobre nuestras cabezas! ¡Pensad, señor, mientras es tiempo todavía, que si llega a derramarse una sola gota de sangre, será una mancha eterna sobre la memoria de vuestro honor! Habéis escrito, señor, con hábil pluma las hazañas de nuestros abuelos. De consiguiente, sería muy de desear que merezcáis a vuestro turno honrosa mención como verdadero patriota y recto gobernador cuando vuestros hechos sean consignados en la historia.

—No soy insensible, mi buen señor, al deseo natural de ocupar un alto puesto en los anales de mi país,—replicó Hútchinson, dominando su impaciencia hasta convertirla en cortesía;—ni conozco método mejor para alcanzar este fin que contrarrestar el pasajero espíritu de malevolencia que, con perdón vuestro, parece haber atacado a hombres aun más ancianos que yo. ¿Me aconsejaríais que aguarde hasta que la multitud asalte la casa provincial, como lo hicieron con mi casa particular? ¡Creedme, señor, puede llegar el tiempo en que os sintáis felices de buscar refugio bajo la bandera real, que tanto disgusto os causa ahora ver izar!

—Sí;—agregó el mayor inglés que aguardaba con impaciencia las órdenes del teniente gobernador.—Los demagogos de esta provincia han evocado al diablo y no pueden ahora deshacerse de él. Nosotros los exorcizaremos en el nombre de Dios y en el del rey.

—Si mezcláis al diablo en el asunto, ¡cuidado con sus garras!—replicó el capitán de Castle Wílliam, molesto por la burla que se hacía de sus compatriotas.

—Con perdón vuestro, mi joven señor,—dijo el venerable consejero,—no permitáis que un espíritu pernicioso inspire vuestras palabras. Lucharemos contra el opresor con ayunos y oraciones, como hubieran hecho nuestros antecesores. Pero también como ellos nos someteremos a la suerte que a la sabia Providencia plazca enviarnos, después de haber agotado nuestros mayores esfuerzos para remediarla.

—¡Ya asoman las garras del diablo!—murmuró Hútchinson, que comprendió perfectamente la naturaleza de esta puritana sumisión.—Este asunto se resolverá inmediatamente. Cuando haya un centinela en cada esquina y una guardia de corte delante de la casa consistorial, cualquier gentilhombre leal podrá aventurarse a salir. ¿Qué puede importarme el vocerío del populacho de esta remota provincia del reino? ¡El rey es mi señor y la Inglaterra es mi patria! Sostenido por la fuerza armada, sentaré el pie sobre la canalla, y la desafiaré!—

Cogió una pluma y estaba a punto de estampar su firma en el papel que yacía sobre la mesa cuando el capitán de Castle Wílliam colocó una mano en su hombro. La libertad de aquel acto, tan contrario al ceremonioso respeto que se consideraba entonces debido a la categoría y a la dignidad, despertó sorpresa general, mucho mayor en el mismo gobernador que en cualquier otro de los circunstantes. Al levantar la vista encolerizado, observó que su joven pariente señalaba con el dedo el muro opuesto. La mirada de Hútchinson siguió la dirección indicada, y vio algo que había pasado antes inadvertido a sus ojos: una cortina de seda negra suspendida sobre el misterioso cuadro, al que ocultaba por completo. Su pensamiento voló inmediatamente a la escena de la tarde precedente; y en su sorpresa y en el tumulto de emociones indefinidas que se apoderaban de su espíritu, entre las cuales adivinaba que su sobrina tenía alguna parte en tal fenómeno, llamóla en alta voz:

—¡Álice! ¡Ven acá, Álice!—

Apenas había pronunciado estas palabras cuando Álice, deslizándose de su sitio con rapidez y cubriéndose los ojos con una mano, descorrió con la otra la obscura cortina que ocultaba el retrato. Una exclamación de sorpresa brotó de los labios de los espectadores; mientras la voz del teniente gobernador tenía un timbre de horror.

—¡Por el cielo!—murmuró con voz baja y reconcentrada, hablando más bien consigo mismo que con los que le rodeaban;—si el espíritu de Édward Rándolph apareciera entre nosotros desde la región del tormento no llevaría seguramente más visibles en su rostro los terrores del infierno!

—Con algún fin especial,—dijo solemnemente el anciano consejero,—ha hecho desaparecer la Providencia el velo que ocultaba tanto tiempo esta espantosa efigie. ¡Hasta este momento nadie había podido ver lo que nosotros contemplamos!—

Dentro del antiguo cuadro, que hacía tan poco tiempo encerraba solamente una tela negra y vacua, aparecía ahora una figura, todavía obscura es verdad, en sus sombras y matices, pero destacándose en poderoso relieve. Era el retrato de un caballero con barba, vistiendo rico traje antiguo de terciopelo bordado, con ancha gorguera, y llevando un sombrero cuyo ancho borde sombreaba su frente. Bajo esta sombra los ojos tenían un brillo peculiar, casi de persona viviente.

Resaltaba la figura tan distintamente sobre el fondo, que hacía el efecto de una persona mirando desde el muro a los atónitos y despavoridos espectadores. A ser posible describir con palabras la expresión del rostro, diríase que era la de algún desgraciado, sorprendido en algún crimen repugnante y expuesto al odio acerbo, a la burla y al vergonzoso escarnio de una multitud que le rodease. Veíase la lucha de la altanería, vencida y subyugada por el peso opresor de la ignominia. La tortura del alma se revelaba plenamente en el semblante. Parecía que el retrato, oculto tras la nube de los años, hubiera ido adquiriendo expresión más lúgubre e intensa hasta dejarse ver de nuevo, arrojando su fatídico augurio sobre la hora presente. Tal era, si hemos de dar crédito a la leyenda, el retrato de Édward Rándolph cuando la maldición popular había impreso su nefasto sello en la personalidad del gobernador.

—¡Este espantoso rostro me enloquecerá!—dijo Hútchinson que parecía fascinado por aquella contemplación.

—¡Tened cuidado entonces!—murmuró Álice.—Él atropelló los derechos del pueblo. ¡Mirad su castigo, y evitaos un crimen semejante!—

El teniente gobernador tembló por un instante; mas apelando a toda su energía, que no era, sin embargo, uno de sus caracteres predominantes, consiguió librarse del hechizo que se desprendía del semblante de Rándolph.

—¡Niña!—exclamó riendo acerbamente y volviéndose hacia Álice,—¿has hecho uso de tu talento en la pintura, de tu intrigante espíritu italiano, de tus golpes de efecto escénicos, pretendiendo ejercer alguna influencia con artificios tan triviales sobre el consejo del gobernador y tratándose del interés de las naciones? ¡Mira!

—¡Deteneos un instante más,—dijo el consejero, mientras Hútchinson cogía de nuevo la pluma;—pues si algún mortal recibió jamás una advertencia de parte de un alma atormentada, vuestro honor es ese hombre!

—¡Basta!—repuso Hútchinson ferozmente.—Aun cuando aquella misma figura insensible me gritara, “¡deténte!,” no me conmovería.—

Y arrojando una torva mirada de desafío al retrato, que parecía expresar en aquel momento con mayor intensidad que nunca todo el horror de su miseria, rasgueó sobre el papel, con caracteres que demostraban hallarse empujado por la desesperación, el nombre de Thomas Hútchinson. En seguida se estremeció, dicen, como si esta firma hubiera sido su condenación eterna.

—¡Está hecho!—dijo; y colocó una mano delante de sus ojos.

—¡Quiera Dios perdonar este acto!—dijo Álice Vane, con voz suave y triste, como la de un espíritu bueno al huir muy lejos.

Al día siguiente circulaba entre la servidumbre de la casa un rumor persistente que se extendió por toda la ciudad, asegurando que el negro y misterioso retrato se había desprendido del muro y hablado frente a frente con el teniente gobernador Hútchinson. Si tal milagro se verificó, no quedaron trazas del suceso; pues nada pudo percibirse dentro del negro marco sino la nube impenetrable que le cubría desde el tiempo que era posible recordar. Si verdaderamente apareció la figura, había huído luego como un espíritu, al romper el día, ocultándose tras un siglo de tinieblas. Lo más probable es que el secreto de Álice para restaurar los colores del cuadro, había tenido solamente resultados pasajeros. Pero todos aquellos que pudieron contemplar en ese breve intervalo el espantoso rostro de Édward Rándolph, no deseaban repetición del espectáculo, y siempre temblaban más tarde al recordar aquella escena, como si hubiera sido el mismo espíritu del mal quien apareció ante sus miradas. En cuanto a Hútchinson, cuando llegó su última hora, allá lejos, sobre el océano, jadeante y sin respiración, quejábase de que se ahogaba en la sangre de los asesinatos de Boston; mientras Francis Lincoln, el antiguo capitán de Castle Wílliam, que se encontraba junto a su lecho de muerte, podía notar en el extravío de su mirada cierta expresión semejante a la de Édward Rándolph. ¿Sintió acaso su destrozado espíritu, en aquella hora suprema, el tremendo peso de la maldición de un pueblo?

A la terminación de esta milagrosa leyenda, pregunté a mi huésped si el cuadro se conservaba todavía en la habitación que estaba encima de nuestras cabezas; pero Mr. Tíffany me informó de que había sido retirado de allí hacía largo tiempo, y se suponía que estaba disimulado en cualquier rincón extraviado del Museo de la Nueva Inglaterra. Quizá si algún curioso anticuario pueda dar alguna luz sobre el asunto y, ayudado Mr. Hóworth, el reparador de cuadros, llegue a producir una prueba no del todo innecesaria con respecto a la autenticidad de los hechos arriba relatados. Durante el curso de esta historia, se había preparado una tempestad, que estalló con tanto estrépito y violencia tal, en la parte alta de la casa provincial, que parecía que todos los antiguos gobernadores y grandes hombres estuvieran alborotando arriba, mientras el señor Bela Tíffany murmuraba de ellos abajo. En el transcurso de las generaciones, cuando mucha gente ha vivido y muerto en una vieja casa, el silbido del viento colándose a través de sus grietas y el crujido de sus vigas y cabrios, semejan extraordinariamente el tono de la voz humana, o carcajadas, o pasos pesados hollando las desiertas habitaciones. Es como si revivieran los ecos de media centuria. Estos mismos fantásticos sonidos repercutían y murmuraban en nuestros oídos, cuando me despedí del círculo formado en torno del fuego de la casa provincial, y bajando los peldaños del pórtico, me dirigí a mi morada luchando contra una violenta tempestad de nieve.


Publicado el 26 de abril de 2016 por Edu Robsy.
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