No te levantes

Arturo Robsy


Cuento


Doña María no pudo resistir el golpe y bajó a la tumba cinco días después que su hijo Alfonso. Parecía que sólo padecía de varices y de un cierto hábito de comerse a los santos, pero, cuando Alfonso murió, se deshizo como una pompa. Sin ruido alguno.

«Setenta y seis años, dijeron los deudos. Una buena edad». Eran sobrinos, proporcionados por el diablo desde el momento en que a Doña María le faltó el hijo. Herederos universales, porque Alfonso murió soltero, quizá a causa de los cuarenta años de soltería, que le llevaron del tabaco al infarto al no tener una mujer que le fortaleciera el corazón haciéndoselo hervir periódicamente.

Como una pluma llevaron a Doña María al funeral los sobrinos, a hombros. No sonreían por el aquello de la conciencia pero, amparados en el secreto del pensamiento, echaban cuentas: además de un buen dinero y del seguro de Alfonso, había cuatro pisos, un chalé y un fajo de acciones. A partir de cien millones que, divididos por dos, arrojaban una especie de cántico primaveral sobre sus corazones.

Luego, el cementerio. Pero esta vez ya sin poner el hombro: con carretilla y cigarrillos mientras el sepulturero destapaba la tumba familiar. Al fondo, en la penumbra, nuevo y brillante, el ataúd de Alfonso. Para que cupiera el de la madre había que ponerlo de canto.

—¿Eh? —dijo el ataúd cuando le hicieron la operación.

El vello de algunos cogotes circunstantes se erizó y se meció en la brisa del atardecer. La sombra larga del crepúsculo pareció multiplicar aquel «eh» extemporáneo y poco respetuoso con el corazón de los que aguardaban a enterrar a Doña María para bailar sobre su tumba.

El encallecido enterrador, como si quisiera comprobar una ley física, reprodujo las condiciones objetivas dando otro meneo a la caja:

—¡Dios mío! —exclamó ésta— ¿Hay alguien ahí? Me había quedado dormido.

Un ataúd dormido que rompe a hablar al despertar es cosa que no admite la física. Sólo algunos supersticiosos entre los que no se contaban ni el enterrador ni el cura que, valiéndose de un pico, levantaron la tapa y permitieron se oreara el difundo Alfonso.

Los sobrinos, mientras, se estremecían. Tampoco por superstición, sino a la contemplación de cien millones que volaban al paso que Alfonso, con traje nuevo y corbata de rayas granates, se levantaba de entre los muertos con unas muy poco místicas ganas de fumar.

—Alabado sea el señor. —le respondió el cura en lugar de ofrecerle cigarrillos.

El resucitado se los arrebató al enterrador y, sólo tras la tercera chupada, empezó a tomar contacto con el mundo sensible. No se le ocultaba que acababan de extraerle de la negra tumba y, por otro lado, no había forma de disimular el segundo ataúd, nuevo y con asas de bronce.

—Conformidad, hijo. —dijo el sacerdote, aspirando a quitar hierro a la situación.— Tu madre se apagó como una vela.

—Sí. —dijeron los primos, antaño sobrinos y, todavía, deudos. No tenían intención de disimular nada, por si a Alfonso le repetía el ataque al corazón.— No soportó tu muerte.

—¡Qué muerte ni qué...! Exclamó Alfonso, haciéndose con otro cigarrillo.— Ayer me acosté como siempre y hoy me despierto aquí.

—Pues, mientras, te hemos amortajado, llorado, rezado, acompañado y enterrado. Y el médico te firmó el certificado de defunción.

—¿No viste —preguntó el cura, amante de las experiencias de ultratumba— como un túnel y una clara luz al fondo que te llamaba?

Pero todos, de común acuerdo, meditaban en la sagacidad del galeno. Los primos, además, deploraban que no hubiera efectuado una bonita autopsia. Un científico debe asegurarse o dedicarse a otra cosa.

Las sombras dejaron de ser largas para hacerse redondas. La noche caía desde lo alto y no se pudo hacer más que enterrar a Doña María y llevarse de allí, entre palmadas en el hombro, a Alfonso, que no consintió en regresar a casa más que después de parar en un estanco. Pagaron los primos: un cartón.

—Esta situación es insólita. —dijo, por la mañana, el empleado del Registro Civil.— Han pasado seis días y, perdone, usted está muerto.

—¿Ah, sí?

—A efectos legales, se entiende.

Según Alfonso, se imponía tachar: una rayita por encima del nombre y listo. Pero a los funcionarios los construyen con sólidas cabezas acolchadas con diversos fervores hacia los reglamentos: no se podía tachar, entre otras cosas, porque existía un certificado de defunción. Se puede también estar muerto y, sin certificado, seguir vivo.

—Y viceversa. —concluyó, denotando su dominio del idioma.

El médico, enterado por la prensa, recibió a Alfonso con una sonrisa de conejo y un comentario profundo sobre las apariencias. « Si te hubieras visto —decía— no hubieras dudado. Sin reflejos en las pupilas, sin pulso, sin respiración. ¿Quién podía suponerse algo así?»

Y, para mostrase concienzudo, se obstinó en auscultarle, tomarle el pulso y la temperatura. Luego, la tensión. Muy buena salud, tratándose de un difunto.

—Pues extienda un certificado.

No se podía. Si no lo sabía Alfonso, él se lo explicaba: Los certificados son unos impresos oficiales. Los hay para el permiso de conducir, para las violaciones, las defunciones, los partes de baja y los de daños. Pero, desde luego, no existen los de resurrección. Un fallo burocrático, sin duda, pero no es posible certificar oficialmente que un señor se ha levantado de entre los muertos.

—Yo de ti hablaría con un abogado, porque esto es cosa de juzgado. Alguna ley habrá que permita a un juez declararte vivo.

De camino al bufete de un amigo, y conocedor de los sanos hábitos de la profesión, paró en el banco el tiempo exacto para firmar un talón de ventanilla: necesitaba para los hombres de leyes y para él mismo, que lo enterraron sin cartera algunos descuidados.

El empleado tecleó su nombre en una máquina que, tras una breve meditación, rechazó la idea:

—Lo siento. Está usted usando el nombre de un muerto. Si no se marcha, llamo a seguridad.

—¿Quiere comprobar la firma, por favor?

No. Llamó a seguridad, que era más fácil. Y como Alfonso expresó opiniones muy sólidas sobre ciertos aspectos del mundo bancario, acabó aplastado contra la pared y obligado a exhibir su DNI. Diligentes manos, seguramente de la empresa de pompas fúnebres, se le habían llevado el documento para entregarlo a quien correspondiera.

—¡Comprueben la firma!

—Márchese. Márchese antes de que llamemos a la policía y, la próxima vez, no intente el mismo truco.

El abogado, en cambio, sonrió, aun sabiendo que sólo conseguiría cobrar si resucitaba legalmente a Alfonso. Una cosa sencilla claro que, sin duda, no podría tocar su dinero ni conducir su coche ni nada semejante. Tampoco escaparía al pago del impuesto de sucesiones. Debía comprender que las resurrecciones tienen su precio.

—Déjame que estudie el caso y que busque jurisprudencia. La semana que viene presentaremos la demanda en el juzgado.

—¡Una semana!

—¿Cómo dices? ¿Tanto tiempo has estado fuera del mundo que no recuerdas lo que se tarda en resolver los casos?

Alfonso, transido por los recuerdos, se estremeció.

—Además, está por ver si un difunto puede ser representado por un abogado y presentar un recurso. Me inclino a pensar que no.

Los primos, antaño sobrinos, no admitieron seguir ejerciendo de tales: les era imposible prestar a Alfonso, pues también ellos tenían familia. El negocio, cuya licencia fiscal estaba a nombre de un ciudadano legalmente muerto, no podía abrirse. Tampoco le podían dar trabajo sin presentar su cartilla de la seguridad social y su DNI: ¿qué dirían los sindicatos si se enteraran?

Pero las cosas siempre pueden empeorar: tan pronto como el juzgado tomó cartas en el asunto, congeló las cuentas y precintó la casa.

Año y medio después, Alfonso, en un lastimoso estado, fue atrapado por la policía: había cogido el hábito de robar en los supermercados latas de sardinas y barras de pan.

Se lo llevaron a comisaría, donde el pobre hombre tuvo la humorada de gallear, práctica poco recomendable:

—No me pueden detener. —dijo— Estoy legalmente muerto.

—Identifíquese. Si está legalmente muerto, hemos de saber quién es usted antes que nada.

Justo cuando le convenía su situación, resultó que los polis eran los únicos funcionarios capaces de creer en lo que veían y para ellos Alfonso sólo era un indocumentado. En virtud de sabias leyes, fue retenido hasta que llegó un primo de aquellos. También se le impuso una multa para que aprendiera a no olvidar el carné en casa.

Al segundo invierno de vivir a la intemperie, Alfonso pilló una pulmonía que, sin cuidados, lo mató en tres días. Lo encontraron tieso en un paso subterráneo. Con muy mal aspecto, completamente distinto del muerto aseado y bien vestido que antaño fue.

El destino, que hace burla de la vida, quiso que aquel mismo día los jueces declararan vivo al buen Alfonso que, aunque de cuerpo presente, no agradeció la ironía.

Fue mucho más fácil volver a certificar su defunción. Entre otras cosas, porque esta vez le hicieron la autopsia.

Desde entonces, su espíritu, escarmentado, vaga por las salas celestes, firmemente decidido a no resucitar cuando llegue el fin de los tiempos.

Otra vez no, dice el espíritu, mientras mira de reojo a esa bola de reglamentos que un día fue un hogar para el hombre.



Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.
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