El Crimen de Lord Arthur Saville

Oscar Wilde


Novela corta



Capítulo I

Era la última recepción que daba Lady Windermere, antes de comenzar la temporada primaveral. Los sa­lones de Bentinck-House se hallaban más llenos de invitados que nunca. Acudieron seis ministros, una vez ter­minada la interpelación del speaker, ostentando sus cruces y sus bandas y todas las mujeres bonitas de Lon­dres lucían sus toilettes más elegantes. Al final de la gale­ría de retratos estaba la princesa Sophia de Carlsrühe, una dama gruesa de tipo tártaro, con ojillos negros y unas esmeraldas maravillosas, chapurreando francés con voz muy aguda y riéndose sin mesura de todo cuanto decían.

Realmente veíase allí una singular mezcolanza de personas. Arrogantes esposas de pares del reino charla­ban cortésmente con virulentos radicales; predicadores populares se codeaban con inveterados escépticos, y una banda de obispos seguía la pista, de salón en salón, a una corpulenta prima donna; en la escalera agrupábanse varios miembros de la Real Academia, disfrazados de ar­tistas, y el comedor se vio por un momento abarrotado de genios. En una palabra: era una de las más deslumbran­tes reuniones de lady Windermere y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media.

Inmediatamente después de su marcha, Lady Win­dermere volvió a la galería de retratos, en la que un famo­so economista explicaba con aire solemne la teoría cientí­fica de la música a un virtuoso húngaro, espumeante de indignación, y se puso a hablar con la duquesa de Paisley. Lady Windermere estaba maravillosamente bella con su esbelto cuello marfileño, sus grandes ojos azules color miosotis y sus espesos bucles dorados. Cabellos de oro puro no como esos de tono pajizo que usurpan hoy día la bella denominación del oro, sino cabellos de un oro como tejido con rayos de sol o bañados en un ámbar extraño; cabellos que encuadraban su rostro con un nimbo de san­ta y, al mismo tiempo, con la fascinación de una pecadora. Lady Windermere constituía realmente un curioso estu­dio psicológico. Desde muy joven descubrió en la vida la importante verdad de que nada se parece tanto a la inge­nuidad como el atrevimiento; y, por medio de una serie de aventuras despreocupadas, inocentes por completo en su mayoría, logró todos los privilegios de una personalidad. Había cambiado varias veces de marido. En el Debrett o Guía nobiliaria, aparecía con tres matrimonios en su ha­ber; pero nunca cambió de amante y el mundo había de­jado de chismorrear a cuenta suya desde hacía tiempo. En la actualidad contaba cuarenta años, no tenía hijos y po­seía esa pasión desordenada por el placer que constituye el secreto de la eterna juventud.

De repente, miró con curiosidad a su alrededor y preguntó con su clara voz de contralto:

—¿Dónde está mi quiromántico?

—¿Su qué..., Gladys? —exclamó la duquesa con un es­tremecimiento involuntario.

—Mi quiromántico, duquesa. No puedo vivir ya sin él.

¡Querida Gladys! ¡Usted siempre tan original! —murmuró la duquesa, intentando recordar lo que era exactamente un quiromántico y confiando en que no se­ría lo mismo que un pedicuro.

—Viene a leer en mi mano dos veces por semana —prosiguió lady Windermere— y es muy interesante.

«¡Dios mío! —pensó la duquesa—. Debe de ser una especie de manicuro. ¡Es atroz! Supongo que por lo me­nos será extranjero. Así no resultará tan desagradable.”

—Tengo que presentárselo a usted —dijo lady Win­dermere.

—¡Presentármelo! —exclamó la duquesa—. ¿Quiere usted decir que está aquí?

Recogió su abanico de carey y su chal de encaje an­tiquísimo, como preparándose a huir a la primera alarma.

—Claro que está aquí; no podría ocurrírseme dar una reunión sin él. Dice que tengo una mano esencial­mente psíquica y que, si mi dedo pulgar fuera un poquito más corto, sería yo una pesimista de convicción y estaría recluida en un convento.

—¡Ah, si! —profirió la duquesa, ya tranquila—. Dice la buenaventura, ¿no es eso?

—Y la mala también —respondió lady Windermere— ­y muchas cosas por el estilo. El año próximo, por ejem­plo, correré un gran peligro, en tierra y por mar. De modo que tendré que vivir en globo. Todo eso está escrito aquí, sobre mi dedo meñique... o en la palma de mi mano, no recuerdo bien.

—Pero realmente eso es tentar al cielo, Gladys.

—Mi querida duquesa: la providencia puede resistir, seguramente, a la tentación en estos tiempos. Creo que todos debían hacerse leer las manos una vez al mes, con objeto de enterarse de lo que les está prohibido. Claro es que harían lo mismo; pero ¡resulta tan agradable saber lo que va a ocurrir! Si no tiene nadie la amabilidad de ir a buscar ahora a míster Podgers, iré yo misma.

—Permítame que me encargue de ello, lady Winder­mere —dijo un muchacho alto y distinguido que estaba presente y seguía la conversación con sonrisa divertida.

—Muchas gracias, lord Arthur; pero temo que no le reconozca usted.

—Si es tan extraordinario como usted dice, lady Windermere, no podrá escapárseme. Dígame únicamente cómo es y dentro de un momento se lo traeré.

—Bien; no tiene nada de quiromántico; quiero decir con esto que no tiene nada de misterioso, nada esotérico, ningún aspecto romántico. Es un hombrecillo grueso, con una cabeza cómicamente calva y grandes gafas de oro; un personaje entre médico y notario pueblerino. Siento que sea así, pero no tengo yo la culpa. ¡Es tan absurda la gente! Todos mis pianistas tienen aspecto de poetas y todos mis poetas, aspecto de pianistas. Recuerdo ahora que la tem­porada última invité a comer a un tremendo conspirador, hombre que había hecho volar con dinamita a infinidad de gente y que llevaba siempre una cota de mallas y un puñal escondido en la manga. Pues bien; sepan ustedes que, a pesar de todo, tenía el completo aspecto de un buen sacerdote viejecito y durante toda la noche se mostró muy chistoso; realmente, resultó muy diverti­do, encantador; pero yo me sentí cruelmente desilusio­nada y, cuando le pregunté por su cota de mallas, se contentó con reírse y me dijo que era demasiado fría para usarla en Inglaterra. ¡Ah, ya está aquí mister Pod­gers! Bueno, desearía, míster Podgers, que leyese usted en la mano de la duquesa de Paisley. Duquesa, ¿quiere usted quitarse el guante? No, el de la izquierda, no; el de la derecha.

—Mi querida Gladys: realmente, no creo que esto sea del todo correcto —dijo la duquesa, desabrochando un guante de cabritilla bastante sucio.

—Lo que es interesante no es nunca correcto —dijo lady Windermere—. On a fait le monde ainsi. Pero tengo que presentarles: míster Podgers, mi quiromántico favori­to; la duquesa de Paisley. Como le diga a usted que tiene el «monte de la luna» más desarrollado que el mío, no volve­ré a creerle nunca.

—Estoy segura, Gladys, de que no habrá nada de eso en mi mano —dijo la duquesa en tono grave.

—Vuestra gracia está en lo cierto —replicó míster Podgers, echando un vistazo sobre la manecita regordeta de dedos cortos—: «el monte de la luna» no está desarrolla­do. Sin embargo, la «línea de la vida» es excelente. Tenga la amabilidad de doblar la muñeca... Gracias. Tres rayas clarí­simas en la rasette, o línea del puño; en la juntura de la mano con el brazo. Vivirá usted hasta una edad avanzada, duquesa, y será extraordinariamente feliz. Ambición mo­derada, línea de la inteligencia sin exageración, línea del corazón...

—Sea usted indiscreto sobre este punto, míster Pod­gers —interrumpió lady Windermere.

—Nada seria tan agradable para mí —replicó míster Podgers inclinándose— si la duquesa diese lugar a ello; pe­ro siento anunciar que descubro una gran constancia en su afecto, combinada con un sentido muy arraigado del deber.

—Tenga usted la bondad de seguir, míster Podgers —dijo la duquesa con aire satisfecho.

—La economía no es la menor de las virtudes de vuestra gracia —prosiguió míster Podgers. Lady Winder­mere soltó la carcajada.

—La economía es cualidad excelente —observó la duquesa con agrado—. Cuando me casé, Paisley poseía on­ce castillos y ni una casa presentable donde pudiera ,vivirse.

—Y ahora es dueño de doce casas y no tiene ni un castillo —exclamó lady Windermere.

—Sí, querida —dijo la duquesa—; a mí me gusta...

—La comodidad —terminó míster Podgers— y los adelantos modernos y el agua caliente en todas las habi­taciones. Vuestra gracia tiene perfecta razón. La comodi­dad es lo único bueno que ha producido nuestra civiliza­ción.

—Ha descrito usted admirablemente el carácter de la duquesa, míster Podgers. Tenga usted la bondad de decir­nos ahora el de lady Flora —y, respondiendo a una señal de la dueña de la casa, sonriente, una muchachita de cabellos rojos de escocesa y de hombros aupados se levantó torpe­mente del sofá y mostró una mano larga y huesuda, con dedos aplastados como espátulas.

—¡Ah, ya veo que es una pianista! —dijo mister Pod­gers—. Una excelente pianista, aunque no sea quizá una compositora excepcional. Muy reservada, tímida y dotada de un exaltado amor a los animales.

—¡Completamente cierto! —exclamó la duquesa, vol­viéndose hacia lady Windermere—. Absolutamente exacto.

Flora posee dos docenas de perros en Macloskie y llenaría nuestra casa de Londres con una verdadera ménagerie si su padre lo permitiese.

—Pues eso es precisamente lo que hago yo los jue­ves por la noche —replicó lady Windermere, echándose a reir—. Sólo que yo prefiero los «leones» a los perros.

—Es su único error, lady Windermere —dijo míster Podgers con un saludo ceremonioso.

—Si una mujer no puede hacer deliciosos sus erro­res, es una criatura infeliz —le respondió—. Pero es preciso que lea usted otras manos. Acérquese, sir Thomas, y enséñele la suya a míster Podgers.

Y un señor viejo, de figura distinguida, que vestía frac azul, se adelantó y ofreció al quiromántico una mano ancha y ordinaria, con el dedo medio muy largo.

—Carácter aventurero; en el pasado, cuatro largos viajes y uno en el porvenir. Ha naufragado tres veces... No; dos veces solamente; pero está en peligro de naufragar durante el próximo viaje. Conservador a fondo, muy pun­tual; tiene la manía de coleccionar curiosidades. Una en­fermedad grave entre los dieciséis y los dieciocho años. Ha heredado una gran fortuna a los treinta. Gran aversión por las gatos y los radicales.

—¡Extraordinario! —exclamó sir Thomas—. Tiene us­ted que leer también la mano de mi mujer.

—De su segunda mujer —dijo gravemente míster Podgers, que seguía reteniendo la mano de sir Thomas en la suya—. Lo haré gustoso.

Pero lady Marwell, dama de aspecto melancólico, con pelo negro y pestañas de sentimental, se negó rotun­damente a dejar revelar su pasado ni su porvenir. A pesar de todos sus esfuerzos, tampoco pudo conseguir lady Windermere que consintiera ni en quitarse los guantes mister Koloff, el embajador de Rusia.

En realidad, muchas personas temieron enfrentarse con aquel extraño hombrecillo, de sonrisa estereotipada, con gafas de oro y ojos de un brillo de azabache. Y cuan­do dijo a la pobre lady Fermor en alta voz y delante de to­dos que le interesaba poquísimo la música, pero que la volvían loca los músicos, pensaron todos que la quiromancia era una ciencia peligrosa, que no se podía fomen­tar más que en téte-a—téte.

Sin embargo, lord Arthur Savile, que no estaba enterado del desdichado incidente de lady Fermor y que seguía con vivísimo interés las palabras de míster Pod­gers, sintió una gran curiosidad por que leyese su mano. Como tenía cierta timidez en adelantarse, cruzó la habi­tación, acercándose al sitio donde estaba sentada lady Windermere, y ruborizándose, lo cual le sentaba muy bien, le preguntó si creía que míster Podgers accedería a ello.

—Claro que sí —dijo lady Windermere—; para eso es­tá aquí. Todos mis leones lord Arthur, son leones amaes­trados y saltan por el aro cuando yo quiero. Pero debo advertirle que se lo diré todo a Sybil. Vendrá mañana a comer conmigo para hablar de sombreros y, si míster Pod­gers descubre que tiene usted mal carácter, es propenso a la gota o ha puesto piso a una mujer que viva en Bayswa­ter, no dejaré de contárselo.

—Eso no me asusta —contestó—. Sybil me conoce tan bien como yo a ella.

—¡Ah! Lo lamento realmente. La mejor base del ma­trimonio es una incomprensión mutua. Y no es que sea yo cínica: tengo experiencia únicamente, lo cual es, con mucha frecuencia, lo mismo. Míster Podgers, lord Arthur Savile se muere de ganas de que lea usted su mano. No le diga que es el prometido de una de las muchachas más bonitas de Londres, porque hace ya un mes que el Mor­ning Post publicó esa noticia.

—Mi querida lady Windermere —exclamó la mar­quesa de Jedburgh—, tenga la bondad de permitir a míster Podgers que se detenga aquí un minuto más. Está diciéndome que voy a actuar en el teatro y esto me interesa en sumo grado...

—Si le ha dicho a usted eso, lady Jedburgh, no vaci­laré en llamarle. Venga inmediatamente, míster Podgers, y lea la mano de lord Arthur.

—Bueno —dijo lady Jedburgh, haciendo un leve mo­hín de disgusto, mientras se levantaba del sofá—; si no me está permitido salir a escena, supongo que me dejarán asistir al espectáculo.

—Naturalmente; vamos a asistir todos a la represen­tación —replicó lady Windermere—. Mister Podgers, conti­núe usted y díganos algo bueno de lord Arthur, que es uno de mis más estimados favoritos.

Pero en cuanto mister Podgers examinó la mano de lord Arthur, palideció de un modo extraño y no dijo nada. Pareció recorrerle un escalofrío; sus espesas cejas temblaron convulsivamente con aquella singular contracción tan irritante que le dominaba cuando estaba turbado. Gruesas gotas de sudor brotaron entonces de su frente amarillenta, como un rocío envenenado, y sus manos carnosas se que­daron frías y viscosas.

Lord Arthur no dejó de notar aquellos extraños sig­nos de agitación y por vez primera en su vida tuvo miedo. Su primer impulso fue escapar del salón, pero se contuvo. Mejor era conocer la verdad, por mala que fuese, que per­manecer en aquella incertidumbre.

—Estoy esperando, míster Podgers —dijo.

—Estamos esperando todos —exclamó lady Winder­mere con su tono vivo, impaciente; pero el quiromántico no contestó.

—Creo que lord Arthur va a dedicarse al teatro —dijo lady Jedburgh— y que, después de oír a lady Windermere, míster Podgers no se atreve a decírselo.

De pronto, míster Podgers dejó caer la mano dere­cha de lord Arthur y le asió la izquierda fuertemente, do­blándose tanto para examinarla, que la montura de oro de sus gafas pareció rozar la palma. Durante un momento su cara fue una máscara lívida de horror; pero recobró en se­guida su sangre fría y, mirando a lady Windermere, le dijo con una sonrisa forzada:

—Es la mano de un muchacho encantador. —Ciertamente —contestó lady Windermere—; pero ¿será un marido encantador? Eso es lo que necesito saber.

—Todos los muchachos encantadores lo son igual­mente coma maridos —repuso míster Podgers.

—No creo que un marido deba ser demasiado se­ductor —exclamó lady Windermere-Pero lo que quiero son detalles; lo único interesante son los detalles. ¿Que le sucederá a lord Arthur?

—Pues que dentro de unos meses ha de emprender un viaje...

—Claro: el de su luna de miel. —Y que perderá un pariente.

—Confio en que no será su hermano —dijo lady Jed­burgh con tono compasivo.

—Ciertamente que no —respondió mister Podgers, tranquilizándola con un gesto—. Será un pariente lejano simplemente.

—Bueno; me siento cruelmente desilusionada —dijo lady Windermere—. No podré decirle nada a Sybil maña­na. ¿Quién se preocupa hoy de los parientes lejanos? Hace ya muchos años que pasaron de moda. A pesar de lo cual, supongo que Sybil hará bien en comprarse un vestido de seda negro; siempre podrá servirle para ir a la iglesia. Y ahora vamos a tomar algo. Se habrán comido todo; pero aún encontraremos una taza de caldo caliente. François preparaba antes un caldo riquísimo; pero ahora le veo tan preocupado con la política, que nunca estoy segura de na­da con él. Quisiera realmente que el general Boulanger permaneciera quieto. Duquesa, tengo la seguridad de que está usted fatigada.

—Absolutamente nada, mi querida Gladys —respon­dió la duquesa, yendo hacia la puerta—; me he divertido muchísimo; su pedicuro, no, su quiromántico es muy interesante. Flora, ¿dónde podrá estar mi abanico de carey?... ¡Oh, gracias, sir Thomas, mil gracias! ¿Y mi chal de encaje, Flora?... ¡Oh, gracias, sir Thomas! Es usted muy amable.

Y la digna dama terminó de bajar la escalera sin de­jar caer más que dos veces su frasquito de esencia.

Entre tanto, lord Arthur Savile permaneció en pie cerca de la chimenea, oprimido por el mismo sentimiento de terror, por la misma preocupación enfermiza respecto a un porvenir negro. Sonrió tristemente a su hermana cuan­do pasó a su lado del brazo de lord Plymdale, preciosa con su vestido de brocado rosa y sus perlas, y casi no oyó a lady Windermere, que le invitaba a seguirla. Pensó en Sybil Merton y, a la sola idea de que podía interponerse al­go entre ellos dos, se le llenaron los ojos de lágrimas.

Quien le hubiese mirado habría dicho que Néme­sis se apoderaba del escudo de Palas Atenea, mostrán­dole la cabeza de la Gorgona. Parecía petrificado y su cara presentaba el aspecto de un mármol melancólico. Había vivido la vida delicada y lujosa de un joven bien na­cido y rico; una vida exquisita, libre de toda baja inquie­tud, llena de una bella despreocupación infantil. Y ahora, por primera vez, tenía conciencia del terrible misterio del destino, de la espantosa idea de la fatalidad. ¡Qué dispara­tado y monstruoso le parecía todo aquello! ¿Podría ser que lo que estaba escrito en su mano con caracteres que él no sabía leer, pero que otro descifraba, fuese el terrible secreto de alguna culpa, el signo sangriento de algún crimen? ¿No habría escape?

¿No somos entonces más que peones de ajedrez puestos en juego por una fuerza invisible, más que vasi­jas que el alfarero modela a su gusto para honor o des­crédito? Su razón se rebelaba contra aquel pensamiento; y, sin embargo, sentía una tragedia suspendida sobre su vida, como si estuviera destinado de repente a soportar una carga intolerable. Los actores son, generalmente, gente dichosa. Pueden elegir, para representar, la tragedia o la comedia, el dolor o la diversión; pueden escoger en­tre hacer reír o hacer llorar. Pero en la vida real es muy distinto. Infinidad de hombres y mujeres se ven obliga­dos a representar papeles para los cuales no estaban de­signados. Nuestros Guildenstrens hacen de Hamlets y nuestros Hamlets intentan bromear como el príncipe Hal. El mundo es un escenario, pero la obra tiene un reparto deplorable. De pronto míster Podgers entró en el salón. Al ver a lord Arthur, se detuvo y su carnosa faz ordinaria tomó un tinte amarillo verdoso. Los ojos de los dos hombres se encontraron y hubo un momento de si­lencio.

—La duquesa se ha dejado aquí uno de sus guantes, lord Arthur, y me ha pedido que se lo lleve —dijo, por fin, míster Podgers—. ¡Ah, allí lo veo, sobre el sofá! Buenas noches.

—Míster Podgers, no tengo más remedio que insistir en que me dé una respuesta categórica a la pregunta que voy a hacerle.

—En otra ocasión, lord Arthur. La duquesa me espe­ra; debo reunirme con ella.

—No irá usted. La duquesa no tiene prisa.

—Las mujeres no acostumbran esperar —dijo míster Podgers con una sonrisa forzada—. El bello sexo es im­paciente.

Los labios finos y como bruñidos de lord Arthur se plegaron con altivo desdén. La pobre duquesa le parecía de poquísima importancia en aquel momento.

Cruzó el salón, llegó hasta el sitio donde se había parado míster Podgers y le alargó su mano derecha.

—¡Dígame lo que ve usted aquí! ¡Dígame la verdad! Quiero saberlo. No soy un niño.

Los ojos de mister Podgers tuvieron un vivo parpa­deo tras sus gafas de oro; se balanceó con aire turbado so­bre uno y otro pie, mientras sus dedos jugueteaban ner­viosamente con la brillante cadena de su reloj.

—¿Por qué cree usted, lord Arthur, que he visto en su mano algo más de lo que le he dicho?

—Sé que ha visto usted algo más e insisto en que me lo diga. Le daré un cheque de cien guineas.

Los ojillos verdes de míster Podgers relampaguea­ron durante un segundo y luego volvieron a quedarse inexpresivos.

—¿Cien guineas? —dijo, por fin, míster Podgers en voz baja.

—Sí, cien guineas. Le enviaré un cheque mañana. ¿Cuál es su club?

—No pertenezco a ningún club; es decir, no perte­nezco por el momento. Pero mis señas son... Permítame que le dé una tarjeta.

Y sacando del bolsillo del pecho una cartulina de cantos dorados, mister Podgers la presentó con un profun­do saludo a lord Arthur, que leyó lo siguiente:

MR. SEPTIMUS R. PODGERS

Quiromántico

West-Moon, 103

—Recibo de diez a cuatro —murmuró míster Podgers con tonillo mecánico— y hago descuentos a las familias.

—¡Dése prisa! —gritó lord Arthur, poniéndose muy pálido y tendiéndole la diestra.

Mister Podgers miró a su alrededor nerviosamente y corrió la pesada cortina sobre la puerta.

—La cosa durará un poco, lord Arthur. Mejor hará usted en sentarse.

—¡Dése prisa, caballero! —gritó de nuevo lord Arthur, colérico, dando un violento golpe con el pie en el suelo encerado.

Mister Podgers sonrió y, sacando de su bolsillo una lente pequeña, se puso a limpiarla cuidadosamente con el pañuelo.

—Ya estoy preparado y a su disposición —dijo.

Capítulo II

Diez minutos más tarde, lord Arthur Savile, con la cara lívida de terror y los ojos enloquecidos de angustia, precipitábase fuera de Bentinck-House. Se abrió paso en­tre el tropel de lacayos, cubiertos de pieles, que esperaban bajo la marquesina del gran pabellón.

Lord Arthur parecía no ver ni oír absolutamente nada,

La noche era muy fría y los mecheros de gas alrede­dor de la plaza centelleaban, vacilantes, baja los latigazos del viento; pero él sentía en sus manos un calor febril y las sienes le ardían como brasas.

Andaba zigzagueando por la acera, como un beodo. Un policía le miró con curiosidad al pasar y un men­digo que salió del quicio de un portal para pedirle limosna retrocedió aterrado, al ver un infortunio mayor que el su­yo. En un momento dado, lord Arthur Savile se detuvo debajo de un farol y se miró las manos. Creyó ver la man­cha de sangre que las delataba y un débil grito brotó de sus labios trémulos.

¡Asesino! Ésta era la palabra que había leído el qui­romántico sobre ellas. ¡Asesino! La noche misma parecía saberlo y el viento desolado la zumbaba en sus oídos. Los rincones oscuros de las calles estaban llenos de aquella acusación, que gesticulaba ante sus ojos en los tejados.

Primero fue al parque, cuyo boscaje sombrío parecía fascinarle. Se apoyó en la verja con aire extenuado, refres­cando su frente con la humedad del hierro y escuchando el silencio rumoroso de los árboles.

«¡Asesino! ¡Asesino!», se repitió, como si por diri­girse de nuevo la acusación pudiera atenuar el sentido de la palabra. El sonido de su propia voz le hizo estremecer y, a pesar de esto, deseó casi que el eco recogiese y des­pertara de sus sueños a la ciudad adormecida. Sentía im­pulsos de detener al primer transeúnte casual y contárse­lo todo.

Después siguió su marcha, vagando alrededor de la calle de Oxford, por un laberinto de callejuelas estrechas e ignominiosas. Dos mujeres de caras pintarrajeadas se mo­faron de él a su paso. De un patio lóbrego llegó hasta sus oídos un ruido de juramentos y de golpes, seguidos de gri­tos penetrantes; y apretujados en montón, bajo una puer­ta húmeda y fría, vio las espaldas arqueadas y los cuerpos agotados de la pobreza y la decrepitud. Le sobrecogió una extraña piedad.

Aquellos hijos del pecado y de la miseria, ¿estaban fatalmente predestinados como él? ¿Acaso no eran tan só­lo, como él, muñecos de un guiñol monstruoso?

Y, sin embargo, no fue el misterio, sino la comedia del sufrimiento la que le conmovió con su absoluta inuti­lidad y su grotesca falta de sentido. ¡Qué incoherente y qué desprovisto de armonía le pareció todo! Le dejó ató­nito el desacuerdo existente entre el optimismo superfi­cial de nuestro tiempo y la realidad de la vida. Era todavía muy joven.

Al cabo de un rato se encontró frente a la iglesia de Marylebone. La calle, silenciosa, parecía una larga cinta de plata bruñida, moteada aquí y allá por los oscuros ara­bescos de las sombras movedizas.

A lo lejos redondeábase en círculo la línea de luces de los faroles de gas vacilantes, y ante una casita rodeada por un muro estaba parado un coche de alquiler, solitario, cuyo cochero dormía en el interior. Lord Arthur se dirigió con paso rápido en dirección a la plaza de Porland, miran­do a cada momento a su alrededor, como si temiera que le siguiesen. En la esquina de la calle Rich estaban parados dos hombres leyendo un anuncio en una valla. Un extra­ño sentimiento de curiosidad le dominó y cruzó la calle hacia aquel sitio. Ya cerca, la palabra asesino impresa en letras negras hirió sus ojos.

Se detuvo y una oleada de rubor tiñó sus mejillas. Era un bando ofreciendo una recompensa a quien facilitase detalles que cooperasen a la detención de un in­dividuo de estatura regular, entre los treinta y los cuarenta años, que llevaba un sombrero blanco de alas levantadas, una chaqueta negra y unos pantalones escoceses y que te­nía una cicatriz en la mejilla derecha. Lord Arthur leyó y releyó el anuncio. Se preguntó si aquel hombre sería dete­nido y cómo se habría hecho aquella herida. ¡Quizá algún día su nombre se vería expuesto de igual modo en los muros de Londres! ¡Quizá algún día pondrían también su cabeza a precio!

Aquel pensamiento le dejó descompuesto de horror y, girando sobre sus talones, huyó en la noche.

No sabía apenas dónde estaba. Recordaba confusa­mente haber vagado por un laberinto de casas sórdidas, perdiéndose en una gigantesca maraña de calles sombrías, y empezaba a despuntar el alba cuando se dio cuenta, por fin, de que se hallaba en Piccadilly-Circus. A1 poco rato, cuando pasaba por Belgrave-Square, se encontró con los grandes carros de transporte que se dirigían al mercado de Covent-Garden. Los carreteros con sus blusas blancas y sus rostros agradables, bronceados por el sol, de revueltos cabellos rizados, apresuraban vigorosamente el paso resta­llando sus fustas y hablándose a gritos. Sobre el lomo de un enorme caballo gris, el primero de la reata, iba monta­do un mozo mofletudo con un ramito de prímulas en su sombrero de alas caídas, agarrándose con mano firme a las crines y riendo a carcajadas. En la claridad matinal los grandes montones de legumbres se destacaban como blo­ques de jade verde sobre los pétalos rosados de una flor mágica. Lord Arthur experimentó un sentimiento de viva conmoción, sin que pudiese decir a punto fijo por qué. Había algo en la delicada belleza del alba que le emocio­naba inefablemente y pensó en todos los días que despun­tan y mueren en medio de la tempestad. Aquellos hom­bres rudos, con sus voces broncas, su grosero buen humor y su andar perezoso, ¡qué Londres más extraño veían! ¡Un Londres lleno de los crímenes nocturnos y del humo del día; una ciudad pálida, fantasmagórica; una ciudad desola­da de tumbas! Se preguntó lo que pensarían de ella y si sa­brían algo de sus esplendores y de sus vergüenzas, de sus goces soberbios, tan bellos de color; de su hambre atroz y de todo cuanto brota y se marchita en Londres desde la mañana hasta la noche. Probablemente, para ellos era tan sólo el mercado adonde llevaban a vender sus productos y en el que no permanecían más que unas horas a lo sumo, dejando a su regreso las calles todavía en silencio y las ca­sas aún dormidas. Sintió un gran placer en verlos pasar. Por muy zafios que fuesen con sus zapatones claveteados y sus andares ordinarios, llevaban consigo algo de la Arca­dia. Lord Arthur vio que habían vivido con la naturaleza y que ésta les enseñó la paz, y envidió su ignorancia.

Cuando llegó al final de Belgrave-Square, el cielo era de un azul desvanecido y los pájaros empezaban a piar en los jardines.

Capítulo III

Cuando despertó lord Arthur, estaba ya muy avan­zada la mañana y el sol de mediodía se filtraba a través de las cortinas de seda marfileña de su dormitorio. Se levantó y fue a mirar por el ventanal. Una vaga neblina de calor flotaba sobre la gran ciudad y los tejados de las casas pare­cían de plata oxidada. Por el césped tembloroso de la pla­za de abajo se perseguían unos niños como mariposas blancas, y las aceras estaban llenas de gentes que se diri­gían al parque.

Nunca le pareció la vida tan hermosa ni tan alejada de él la maldad. En aquel momento su ayuda de cámara le trajo una taza de chocolate sobre una bandeja. Después de bebérsela, levantó una pesada cortina color albaricoque y pasó al cuarto de baño. La luz entraba suavemente des­de lo alto a través de unas delgadas hojas de ónice trans­parente y el agua en la pila de mármol tenía el brillo apa­gado de la piedra lunar.

Lord Arthur se sumergió rápidamente hasta que el agua rozó su cuello y sus cabellos; entonces metió bruscamente la cabeza dentro del líquido, como si qui­siera purificarse de la mancha de algún recuerdo infa­mante. Cuando salió del baño, se sintió casi serenado. El bienestar físico que había experimentado le dominó, como sucede a menudo a las naturalezas refinadas, pues los sentidos, como el fuego, pueden purificar o destruir.

Después de almorzar se tumbó en un diván y en­cendió un cigarrillo. Sobre la repisa de la chimenea, en­marcada con un brocado antiguo finísimo, había un gran retrato de Sybil Merton, tal como la vio por primera vez en el baile de lady Noel. La pequeña cabeza, de un mode­lado delicioso, inclinábase ligeramente a un lado, como si el cuello, delgado y frágil al modo de una caña, no pudiese apenas soportar el peso de tanta belleza; los labios esta­ban un poco entreabiertos y parecían conformados para una suave música, y en sus ojos soñadores se leían las sor­presas de la más tierna pureza virginal; ceñida en su vesti­do de blanco crespón de China, con un gran abanico de plumas en la mano, parecía una de esas delicadas estatuillas descubiertas en los bosques de olivos próximas a Ta­nagra; y había en su postura y en su actitud rasgos de gracia helénica.

Sin embargo, no era petite, sino perfectamente pro­porcionada, cosa rara en una edad en que tantas mujeres son, o más altas de lo debido, o insignificantes.

Contemplándola en aquel momento, lord Arthur se sintió lleno de esa terrible piedad que nace del amor. Comprendió que casarse con ella teniendo el fatum del delito suspendido sobre su cabeza sería una traición como la de Judas, un crimen peor que todos los que planearon los Borgia. ¿De qué felicidad gozarían cuando en cualquier momento podía verse forzado a ejecutar la espanto­sa profecía escrita en su mano? ¿Cuál sería su vida mien­tras el destino mantuviese aquella terrible orden en su balanza? Era preciso a toda costa retrasar el matrimonio. Estaba completamente decidido a ello. Aunque amase ar­dientemente a Sybil, aunque el simple contacto de sus de­dos, cuando estaban sentados juntos, hiciese estremecer de exquisito goce todas las fibras de su ser, no dejaba de reconocer cuál era su deber y estaba totalmente convenci­do de que no tenía derecho a casarse con ella mientras no cometiera el crimen. Una vez ejecutado, podría presentarse ante el altar con Sybil Merton y depositar su vida en manos de la mujer amada, sin temor a remordimientos. Hecho aquello, podría estrecharla entre sus brazos, sabiendo que ella no tendría nunca que sentirse avergonzada. Pero antes tenia que efectuarlo: cuanto antes lo hiciera sería mejor para ambos.

Muchos, en su caso, hubiesen preferido el sendero florido del amor a la cuesta escarpada del deber; pero lord Arthur era demasiado escrupuloso para colocar el placer por encima de sus principios. En su amor no había una simple atracción sensual: Sybil simbolizaba para él cuanto hay de bueno y de noble en el mundo. Durante un mo­mento sintió una repugnancia instintiva contra la tarea que el destino le obligaba a realizar; pero en seguida se desvanecía aquella impresión. Su corazón le dijo que aquello no era un crimen, sino un sacrificio; su razón le recordó que no le quedaba ninguna otra salida. Era preciso elegir entre vivir para él o vivir para los demás y, por te­rrible que fuera en realidad aquella tarea que le estaba im­puesta, sabía que no debía permitir que el egoísmo ven­ciera al amor. Más tarde o más temprano cada uno de nosotros está obligado a resolver ese mismo problema, ya que a cada uno de nosotros se le plantea la misma cues­tión. A lord Arthur se le presentó muy pronto en la vida, antes de que corrompiese su carácter el cinismo calcula­dor en la edad madura, o antes de que le corroyese el co­razón el egoísmo frívolo o elegante de nuestra época; y él no vaciló en cumplir su deber. Afortunadamente para él, no era un simple soñador o un diletante ocioso. De ser­lo, habría dudado, como Hamlet, permitiendo que la irre­solución destruyese su propósito. Pero era un hombre esencialmente práctico. Para él la vida representaba acción antes que pensamiento. Poseía ese don tan raro entre no­sotros que se llama sentido común.

Las sensaciones crueles y violentas de la noche an­terior se habían borrado ahora por completo y pensaba, casi con un sentimiento de vergüenza, en su loca camina­ta de calle en calle, en su terrible agonía emotiva. La mis­ma sinceridad de su sufrimiento lo hacía ahora pasar por inexistente ante sus ojos. Se preguntaba cómo había podi­do ser tan loco para indignarse y desbarrar contra lo inevi­table. La única cuestión que ahora parecía turbarle era có­mo llevaría a cabo su obra, pues no era tan obcecado que negase el hecho de que el crimen, como las religiones pa­ganas, exige una víctima y un sacerdote. Como lord Arthur no era un genio, no tenía enemigos y, por otro la­do, comprendía que no era ocasión de satisfacer un rencor u un odio personales; la misión de la que estaba encarga­do era de una grave y elevada solemnidad. Por consiguien­te, hizo una lista de sus amigos y parientes en una hoja de un libro de notas y, después de un minucioso examen, se decidió en favor de lady Clementina Beauchamp, una estimable dama, ya de edad, que vivía en la calle Curzon y era prima segunda suya por parte de su madre. Tuvo siem­pre un gran afecto por lady Clem, como la llamaba todo el mundo; y como él era rico por su casa, pues entró en po­sesión de toda la fortuna de lord Rugby al llegar a su ma­yoría de edad, estaba descartada la sospecha de que le tra­jese ningún despreciable beneficio económico la muerte de aquella pariente. Realmente, cuanto más reflexionaba en ello, más veía en lady Clem la persona que le convenía escoger; y pensando que todo aplazamiento era una mala acción con respecto a Sybil, decidió ocuparse inmediata­mente de los preparativos.

Lo primero que debía hacer, indudablemente, era saldar cuentas con el quiromántico. Así, pues, se sentó ante una mesita Sheraton's colocada frente a la ventana y llenó un cheque de 105 libras, pagadero a la orden de míster Septimus Podgers; después lo metió en un sobre y ordenó a su criado que lo llevase a la calle de West­—Moon. Enseguida telefoneó a su cochera ordenando que enganchasen el cupé y se vistió para salir. Antes de marcharse de la habitación, dirigió una mirada al retrato de Sybil Merton, jurándose que, pasase lo que pasase, no le diría nunca lo que iba a hacer por amor a ella y que guardaría el secreto de su sacrificio en el fondo de su co­razón.

De camino hacia el club de Buckingham se detuvo en una tienda de flores y envió a Sybil un cesto de narcisos de hermosos pétalos blancos y de pistilos pareci­dos a ojos de faisán. Llegado al Club, fue directamente a la biblioteca, tocó el timbre y pidió al camarero que le trajese una limonada y un tratado de toxicología. Decidió en definitiva que el veneno era el instrumento que más le convenía adoptar para su enojoso trabajo. Nada le desa­gradaba tanto como un acto de violencia personal y, ade­más, tenía especial interés en no asesinar a lady Clementi­na con algún medio que pudiese llamar la atención de la gente, pues le horrorizaba la idea de convertirse en el hombre de moda en casa de lady Windermere o de ver fi­gurar su nombre en los sueltos de los periódicos que lee el vulgo. Necesitaba también tener en cuenta a los padres de Sybil que, como pertenecían a un mundo un poco anti­cuado, podrían oponerse al matrimonio si se producía al­gún escándalo; aunque estaba seguro de que, si les contara todos los incidentes del suceso, serían los primeros en comprender los motivos que le impulsaban a obrar así. Tenía, pues, perfecta razón al decidirse por el veneno. Era inofensivo, seguro, silencioso, y actuaba sin necesidad de escenas penosas, por las cuales sentía él profunda aver­sión, como muchos ingleses.

Sin embargo, no conocía nada absolutamente de la ciencia de los venenos y, como el criado era, por lo visto, incapaz de encontrar algo en la biblioteca que no fuera la Ruffs-Guide o el Bailey' Magazine, examinó por si mismo los estantes llenos de libros y acabó por encontrar una edición muy bien encuadernada de la Farmacopea y un ejemplar de la Toxicología de Erskine, editada por sir Mathew Reid, presidente de la Real Academia de Medici­na y uno de los miembros más antiguos del Buckingham­ Club, para el que fue elegido por confusión con otro can­didato, contratiempo que disgustó tanto a la junta que, cuando el candidato auténtico se presentó, fue derrotado por unanimidad. Lord Arthur se quedó desconcertadísimo ante los términos técnicos empleados en los dos libros y empezaba a recriminarse por no haber prestado más atención a sus estudios en Oxford, cuando en el to­mo segundo de Erskine encontró una explicación acerta­disíma y muy completa de las propiedades del acónito, redactada en un inglés clarísimo. Le pareció aquél el vene­no que le convenía por todos los conceptos; era muy acti­vo, por no decir casi instantáneo; en sus efectos no causa­ba dolores y, tomado en forma de cápsula de gelatina, como recomendaba sir Mathew, era insípido al paladar. Por tanto, anotó en el puño de la camisa la dosis necesaria para ocasionar la muerte, devolvió los libros a su sitio y se encaminó por la calle de Saint-James hasta casa de Pestle y Humbey, los grandes farmacéuticos. Míster Pestle, que servia siempre personalmente a sus clientes de la aristo­cracia, se quedó muy sorprendido de su petición y, con to­no amabilísimo, murmuró algo respecto a la necesidad de una receta médica. Sin embargo, no bien lord Arthur le explicó que era para dárselo a un gran perro danés, del cual se veía obligado a desembarazarse porque presentaba síntomas de hidrofobia, habiendo intentado por dos veces morder a su cochero en una pantorrilla, pareció completa­mente satisfecho y, después de felicitar a lord Arthur por sus extraordinarios conocimientos de toxicología, confec­cionó inmediatamente la preparación.

Lord Arthur colocó la cápsula en una bonita bom­bonera de plata que adquirió en una tienda de la calle de Bond, tiró la basta cajita de Pestle y Humbey y se encami­nó directamente a casa de lady Clementina.

—¿Que hay, monsieur le mauvais sujet? —le gritó la vieja señora al entrar él en su salón—. ¿Por qué no ha veni­do usted a verme en todo este tiempo?

—Mi querida lady Clem, no tengo nunca un rato pa­ra mí —replicó lord Arthur con una sonrisa.

—Supongo que querrás decir que te pasas los días con la señorita Sybil Merton, comprando chiffons y diciendo tonterías. No acabo de comprender por qué la gente alborota tanto para casarse. En mis tiempos no hubiéramos pensado nunca en exhibirnos y en bullir tanto en público y en privado por cosa tan vulgar.

—Le aseguro que no he visto a Sybil desde hace veinticuatro horas, lady Clem. Que yo sepa, pertenece por completo a sus modistas.

—¡Claro! Es el único motivo que puede traerte por casa de una mujer vieja como yo... Me extraña que voso­tros las hombres no escarmentéis. On a fait des folies pour moi y aquí me tienes hecha una pobre reumática, con pelo postizo y mal humor. Bueno, y si no fuese por esa querida lady Jansen que me manda las peores novelas francesas que puede encontrar, no sé cómo serían mis días. Los médicos no sirven más que para sacar dinero a sus clientes. Ni siquiera me pueden curar la enfermedad del estómago.

—Le traigo un remedio para ella, lady Clem —dijo gravemente lord Arthur—. Es una cosa maravillosa, inven­tada por un americano.

—No me gustan nada los inventos americanos, Arthur; estoy segura de que no me gustan. He leído últi­mamente varias novelas americanas y eran verdaderas insensateces.

—¡Oh! Esto no es ninguna insensatez, lady Clem. Le aseguro que es un remedio infalible. Tiene usted que pro­meterme que lo probará.

Y lord Arthur sacó de su bolsillo la bombonera y se la ofreció a lady Clementina.

—¡Pero es deliciosa esta bombonera, Arthur! Una verdadera joya. Eres amabilísimo. Y aquí está el remedio; parece un bombón. Voy a tomarlo ahora mismo.

—¡Por Dios, lady Clem! —exclamó lord Arthur, dete­niéndola—. ¡No haga usted eso! Es una medicina homeo­pática. Si la toma usted sin tener dolor de estómago, le sentaría mal. Espere a que se presente un ataque y enton­ces recurra a ella. Quedará asombrada del resultado.

—Me hubiese gustado tomarla inmediatamente —di­jo lady Clementina, mirando al trasluz la capsulita trans­parente, con su burbuja flotante de aconitina liquida—. Te lo confieso: detesto a los médicos, pero adoro las medici­nas. Sin embargo, la guardaré para mi próximo ataque.

—¿Y cuándo cree usted que sobrevendrá ese ataque? —preguntó lord Arthur, impaciente—. ¿Será pronto?

—No lo espero hasta dentro de una semana. Ayer pasé un día malísimo; ¡pero vete a saber!

—¿Está usted segura entonces de padecer un ataque antes de fin de mes, lady Clem?

—Mucho me lo temo. ¡Pero cuánto afecto me de­muestras hoy, Arthur! Realmente, la influencia de Sybil te es muy beneficiosa. Y ahora debes marcharte. Ceno con gente gris que carece de conversación bulliciosa, entreteni­da, y sé que, si no duermo un poco antes, me será imposi­ble permanecer despierta durante la cena. Adiós, Arthur. Cariños a Sybil y un millón de gracias por tu remedio americano.

—No se olvidará usted de tomarlo, ¿verdad, lady Clem? —dijo lord Arthur, levantándose.

—Claro que no me olvidaré, tunante. Encuentro muy amable que te preocupes de mí. Ya te escribiré si ne­cesito más cápsulas.

Lord Arthur salió de casa de lady Clementina lleno de bríos y sintiéndose reconfortado.

Aquella noche tuvo una entrevista con Sybil Mer­ton. Le dijo que se veía de pronto en una situación horri­blemente difícil, ante la cual no le permitían retroceder ni su honor ni su deber. Le explicó que era preciso aplazar la boda, pues hasta que no estuviese exento de aquel com­promiso no recobraría su libertad. Le rogó que confiase en él y que no dudase del porvenir. Todo marcharía bien, pe­ro era necesario tener paciencia.

La escena tenia lugar en el invernadero de la resi­dencia de mister Merton, en Park Lane, donde cenó lord Arthur como de costumbre. Sybíl no se mostró nunca tan dichosa y hubo un momento en que lord Arthur sintió la tentación de portarse como un cobarde y de escribir a lady Clementina revelándole lo de la cápsula, dejando que se efectuara el casamiento, como si no existiese en el mundo míster Podgers. No obstante, su buen criterio se impuso enseguida y no flaqueó ni al arrojarse Sybil llo­rando en sus brazos. La belleza que hacía vibrar sus senti­dos despertó igualmente su conciencia. Comprendió que perder una vida tan hermosa por unos cuantos meses de placer era realmente una acción feísima.

Estuvo con Sybil hasta cerca de medianoche, con­solándola y recibiendo ánimos de su parte. Y al día si­guiente, muy temprano, salió para Venecia, después de ha­ber escrito a míster Merton una carta varonil y firme respecto al aplazamiento necesario de la boda.

Capítulo IV

En Venecia se encontró con su hermano lord Sur­biton, que acababa de llegar de Corfú en su yate. Los dos jóvenes pasaron juntos unas semanas encantadoras. Por la mañana vagaban a caballo por el Lido o iban de un lado para otro por los canales verdes en su alargada góndola negra; por la tarde, recibían generalmente visitas a bordo del yate y, por la noche, comían en el Florian y fumaban innumerables cigarrillos paseando por la plaza. A pesar de todo, lord Arthur no era feliz. Todos los días recorría la columna de defunciones del Times, esperando encontrar la noticia de la muerte de lady Clementina; pero siempre sufría una decepción. Empezó a temer que le hubiese ocu­rrido algún accidente y sintió muchas veces no haberle dejado tomar la aconitina cuando quiso ella probar sus efectos. Las cartas de Sybil, aunque llenas de amor, de con­fianza y de ternura, tenían con frecuencia un tono triste, y a veces pensaba que se había separado de ella para siempre.

Al cabo de quince días, lord Surbiton se cansó de Venecia y decidió recorrer la costa hasta Rávena, pues oyó decir que había mucha caza en el Pinar. Lord Arthur, al principio, se negó terminantemente a acompañarle; pe­ro Surbiton, a quien quería muchísimo, le persuadió por fin de que, si seguía viviendo en el hotel Danieli, se mori­ría de tedio y el día 15, por la mañana, se hicieron a la ve­la con un fuerte viento nordeste y un mar bastante picado. La travesía fue agradable y la vida al aire libre hizo reapa­recer los frescos colores en las mejillas de lord Arthur; pero hacia el día 22 volvieron a invadirle sus preocupacio­nes respecto a lady Clementina y, a pesar de las exhorta­ciones de Surbiton, regresó en tren a Venecia.

Cuando desembarcó de su góndola en los escalones del hotel, el dueño fue a su encuentro llevando un telegrama. Lord Arthur se lo arrebató de las manos y lo abrió, rasgán­dolo con brusco ademán. ¡Éxito total!: lady Clementina ha­bía muerto repentinamente, por la noche, cinco días antes.

El primer pensamiento de lord Arthur fue para Sybil y le envió un telegrama anunciándole su regreso in­mediato a Londres. En seguida ordenó a su criado que preparase el equipaje para el rápido de aquella noche, quintuplicó la propina a su gondolero y subió hacia su habitación con paso ligero y corazón alegre. Allí le espe­raban tres cartas. Una de ellas llena de cariño, con un pésame muy sentido, era de Sybil; las otras, de la madre de Arthur y del notario de lady Clementina. Parecía ser que la vieja señora cenó con la duquesa la noche antes de su muerte. Encantó a todo el mundo con su gracejo y es­prit pero se retiró temprano, quejándose de dolor de estómago. A la mañana siguiente la encontraron muerta en su lecho, sin que pareciese haber sufrido en modo al­guno.

Se avisó entonces a sir Mathew Reid, pero era ya inútil, y fue enterrada en Beauchamp-Chalcote el día 22. Pocos días antes de su muerte hizo testamento. Dejaba a lord Arthur su casita de la calle de Curzon. Todo su mobi­liario, su capital, su galería de cuadros, menos la colección de miniaturas, que legaba a su hermana lady Margaret Rufford, y su collar de amatistas, que dejaba a Sybil Mer­ton. El inmueble no valía mucho; pero míster Mansfield, el notario, deseaba vivamente que viniese lord Arthur lo antes posible, porque había muchas deudas que pagar, ya que lady Clementina no pudo tener nunca sus cuentas en regla. A lord Arthur le conmovió mucho aquel buen re­cuerdo de lady Clementina y pensó que míster Podgers tenía realmente que asumir una grave responsabilidad en aquel asunto. Su amor por Sybil dominó, sin embargo, cualquier otra emoción y la plena conciencia de que había cumplido su deber le tranquilizó, dándole ánimos. Al lle­gar a Charing Cross se sintió dichoso por completo. Los Merton le recibieron muy afectuosos. Sybil le hizo pro­meter que no toleraría ningún obstáculo que se interpu­siera entre ellos y quedó fijada la boda para el 7 de junio. La vida le parecía, una vez más, brillante y hermosa, y to­da su antigua alegría renacía en él.

Sin embargo, estando pocos días después haciendo el inventario de la casa de la calle Curzon con el notario de lady Clementina y con Sybil, quemando paquetes, car­tas amarillentas y desechando extrañas antiguallas, de pronto la joven lanzó un grito de alegría.

—¿Qué has encontrado, Sybil? —inquirió lord Arthur, levantando la cabeza y sonriendo.

—Esta bombonerita de plata. ¡Es preciosa! Parece holandesa. ¿Me la regalas? Las amatistas no me sentarán bien, creo yo, hasta que tenga ochenta años.

Era la cajita con la cápsula de aconitina.

Lord Arthur se estremeció y un rubor repentino in­flamó sus mejillas. Ya casi no se acordaba de lo que había hecho y le pareció una extraña coincidencia que fuese Sy­bil, por cuyo amor pasó todas aquellas angustias, la prime­ra en recordárselo.

—Tuya es, desde luego. Fui yo quien se la regaló a lady Clem.

—¡Oh, gracias, Arthur! ¿Y este bombón, me lo das también? No sabía que le gustasen los dulces a lady Cle­mentina. La creía demasiado intelectual.

Lord Arthur se quedó intensamente pálido y una idea horrible cruzó por su imaginación.

—¡Un bombón, Sybil! ¿Qué quieres decir? —pregun­tó con voz ronca y apagada.

—Sí; hay un bombón dentro; uno solo, rancio ya y sucio... No me resulta nada apetitoso, Pero ¿qué sucede, Arthur? ¡Estás muy pálido!

Lord Arthur saltó de su silla y cogió la bombonera. Dentro estaba la píldora ambarina, con su glóbulo de ve­neno. ¡A pesar de todos sus esfuerzos, lady Clementina había fallecido de muerte natural!

La conmoción que le produjo aquel descubrimiento fue superior a sus fuerzas. Tiró la píldora al fuego y se des­plomó sobre el sofá con un grito desesperado.

Capítulo V

Míster Merton se quedó muy desconsolado ante aquel segundo aplazamiento y lady Julia, que tenia en­cargado ya su vestido para la boda, hizo todo cuanto pudo por convencer a Sybil de la necesidad de una ruptura. A pesar del inmenso cariño que Sybil profesa­ba a su madre, había entregado su vida a lord Arthur y nada de lo que le dijo aquélla pudo torcer su vo­luntad.

En cuanto a lord Arthur, necesitó muchos días para reponerse de su cruel decepción y, por espacio de una temporada, tuvo los nervios descompuestos. Sin embargo, recobró pronto su excelente sensatez, y su criterio sano y práctico no le dejó titubear durante mucho tiempo sobre la conducta que debía seguir.

Ya que el veneno había fallado por completo, era preciso emplear la dinamita o cualquier otro explosivo de este género.

Por consiguiente, examinó de nuevo la lista de sus amigos y parientes, y después de maduras reflexiones de­cidió volar a su tío el deán de Chichester. A éste, que era un hombre de gran cultura y talento, le entusiasmaban los relojes. Tenia una colección maravillosa de aparatos para medir el tiempo; colección que abarcaba desde el siglo XV hasta nuestros días. Le pareció a lord Arthur que aquella manía del bonachón deán le proporcionaba una excelente base para realizar sus planes. Pero agenciarse una máquina explosiva era ya otra cosa.

El London Director no le daba ninguna indicación respecto a ello y pensó que le reportaría muy poca utilidad dirigirse a Scotland Yard: allí no se enteran nunca de los hechos y movimientos del partido dinamitero sino después de una explosión y, aun entonces, no del todo.

De pronto pensó en su amigo Ruvaloff, joven ruso, de tendencias revolucionarias, a quien conoció el invierno anterior en casa de lady Wíndermere.

Al parecer, el conde de Ruvaloff estaba escribiendo una vida de Pedro el Grande. Fue a Inglaterra con el pro­pósito de estudiar los documentos referentes a la estancia del zar en ese país, en calidad de carpintero naval; pero to­dos sospechaban que era agente nihilista y era evidente que la embajada rusa no veía con buenos ojos su presen­cia en Londres.

Lord Arthur pensó que aquél era el hombre que le convenía y una mañana se trasladó a su casa de Blooms­bury para pedirle consejo y ayuda.

—¿Al fin piensa usted ocuparse seriamente de políti­ca? —preguntó el conde de Ruvaloff, cuando lord Arthur le expuso el objeto de su visita.

Pero éste, que detestaba las fanfarronadas, se creyó en la obligación de explicarle que las cuestiones sociales no ofrecían el menor interés para él y que necesitaba un explosivo para un asunto puramente familiar.

El conde de Ruvaloff le contempló un momento lleno de sorpresa y luego, viendo que hablaba completa­mente en serio, escribió una dirección en un pedazo de papel, firmó con sus iniciales y se lo dio a lord Arthur, di­ciendo:

—Scotland Yard daría cualquier cosa por conocer esa dirección, mi querido amigo.

—No la sabrá —exclamó lord Arthur echándose a reír. Y después de estrechar cordialmente la mano del joven ruso, se precipitó a la escalera y ordenó a su cochero que le llevase a Soho Square.

Una vez allí lo despidió y siguió por la calle Greek hasta llegar a una plaza que se llama Bayle's Court. Cruzó un pasaje y se encontró en un curioso calle­jón sin salida, que parecía ocupado por una lavandería francesa, pues de una casa a otra se extendía toda una red de cuerdas, cargadas de ropa blanca, que agitaba el aire ma­tinal.

Lord Arthur fue derechamente al final de este seca­dero y llamó en una casita verde. Después de una corta espera, durante la cual todas las ventanas del patio se lle­naron de cabezas, abrió la puerta un extranjero, de aspecto bastante hosco, que le preguntó en malísimo inglés qué deseaba. Lord Arthur le tendió el papel que le había dado el conde de Ruvaloff. No bien lo hubo leído, el indi­viduo se inclinó, invitando a lord Arthur a entrar en una habitación reducidísima del piso bajo. Pocos minutos después, Herr Winckelkopf, como le llamaban en Inglaterra, entró apresuradamente en el aposento con una servilleta manchada de vino al cuello y un tenedor en la mano izquierda.

—El conde de Ruvaloff —dijo lord Arthur saludan­do— me ha dado ese papel de presentación para usted y deseo vivamente que me conceda una breve entrevista por una cuestión de negocios. Me llamo Smith... Robert Smith y necesito que me proporcione usted un reloj ex­plosivo.

—Encantado de recibirle, lord Arthur —replicó el malicioso y pequeño alemán estallando de risa—. No me mire usted con esa cara de asustado. Es deber mío cono­cer a todo el mundo y recuerdo haberle visto a usted una noche en casa de lady Windermere; espero que su gracia esté bien de salud. ¿Quiere usted acompañarme mientras concluyo de almorzar? Tengo un excelente paté y mis ami­gos llevan su bondad hasta afirmar que mi vino del Rin es mejor que ninguno de los que pueden beberse en la em­bajada de Alemania.

Y antes de que lord Arthur hubiese vuelto de su asombro se encontró sentado en la salita del fondo, be­biendo a sorbos un marcobrüner de los más deliciosos en una copa amarillo pálido, grabada con el monograma imperial, y charlando de la manera más amistosa con el famoso anarquista.

—Los relojes de explosión —dijo Herr Winckelkopf— no son buenos artículos para exportar, ni aun consiguien­do hacerlos pasar por la aduana. El servicio de trenes es tan irregular que, por regla general, estallan antes de llegar a su destino. A pesar de ello, si necesita usted uno de esos aparatos para uso doméstico, puedo proporcionarle un ar­tículo excelente, garantizándole que ha de quedar satisfe­cho del resultado. ¿Puedo preguntarle para qué fin piensa usted destinarlo? Si es para la policía o para alguien rela­cionado con Scotland Yard, lo sentiré muchísimo, pero no puedo hacer nada por usted. Los detectives ingleses son realmente nuestros mejores amigos y he comprobado siempre que, teniendo en cuenta su estupidez, podemos hacer todo cuanto se nos antoja. No quisiera tocar ni un pelo de sus cabezas.

—Le aseguro —replicó lord Arthur— que esto no tiene nada que ver con la policía. Para que usted lo sepa: el me­canismo de relojería está destinado al deán de Chichester.

—¡Caramba! No podía yo imaginarme ni por lo más remoto que fuese usted tan exaltado en materia re­ligiosa, lord Arthur. Los jóvenes de hoy no se apasionan por eso.

—Creo que me alaba usted demasiado, Herr Winc­kelkopf —dijo lord Arthur ruborizándose—. El hecho es que soy un completo ignorante en teología.

—¿Se trata entonces de un asunto meramente per­sonal?

—Exclusivamente personal.

Herr Winckelkopf se encogió de hombros y salió de la habitación. Unos minutos después reaparecía con un cartucho redondo de dinamita, del tamaño de un peni­que, y un precioso reloj francés, rematado por una figurita en bronce dorado de la Libertad aplastando a la hidra del despotismo.

El semblante de lord Arthur se iluminó de alegría al verlo.

—Esto es precisamente lo que necesito. Y ahora dí­game usted cómo estalla.

—¡Ah, ése es mi secreto! —respondió Herr Win­ckelkopf contemplando su invento con una justa mira­da de orgullo—. Dígame usted únicamente cuándo desea que estalle y regularé el mecanismo para el momento indicado.

—Bueno; hoy es martes y si puede usted mandárme­lo en seguida...

—Imposible. Tengo una infinidad de encargos; entre otros, un trabajo importantísimo para unos ami­gos de Moscú. Pero, a pesar de todo, se lo mandaré mañana.

—¡Oh! Llegará todavía a tiempo —dijo lord Arthur cortésmente— si queda entregado mañana por la noche o el jueves por la mañana. En cuanto al momento de la ex­plosión, fijémoslo para el viernes a mediodía en punto. A esa hora el deán está siempre en su casa.

—¿El viernes a mediodía? —repitió Herr Winckel­kopf.

Y tomó nota en un gran registro abierto sobre una mesa, al lado de la chimenea.

—Y ahora —dijo lord Arthur levantándose— haga el favor de decirme cuánto le debo.

—Muy poca cosa, lord Arthur; se lo voy a poner al precio de coste. La dinamita vale siete chelines con seis peniques; la maquinaria de relojería, tres libras diez cheli­nes, y el porte, unos cinco chelines. Me complace sobremanera poder servir a un amigo del conde de Ruvaloff...

—Pero, ¿y sus molestias, Herr Winckelkopf?

—¡Oh, nada! Tengo un verdadero placer en ello. No trabajo por el dinero, vivo exclusivamente para mi arte. Lord Arthur puso cuatro libras, dos chelines y seis peniques sobre la mesa, dio las gracias al pequeño alemán por su amabilidad y, rehusando lo mejor que pudo una in­vitación para entrevistarse con varios anarquistas en un té-merienda el sábado siguiente, salió de casa de Herr Winckelkopf y se fue al parque.

Los dos días siguientes los pasó lord Arthur en un tremendo estado de agitación. Y el viernes, a mediodía, fue al Buckingham en espera de noticias. Durante toda la tarde, el estúpido portero de servicio fijó en la tablilla telegramas de todos los lugares del país, con los resulta­dos de las carreras de caballos, las sentencias de divorcio, el estado del tiempo y otras informaciones semejantes, mientras la cinta telegráfica desenrollaba los detalles más aburridos sobre la sesión nocturna de la Cámara de los Comunes y sobre un ligero pánico que hubo en la Bolsa.

A las cuatro llegaron los diarios de la noche y lord Arthur desapareció en el salón de lectura con el Pall Mall, el Saint,James's, el Globe y el Echo, ante la gran in­dignación del coronel Goodchild, que quería leer el ex­tracto de un discurso que había pronunciado aquella ma­ñana en el Palacio Consistorial sobre las misiones sudafricanas y la conveniencia de tener en cada provincia un obispo negro. Ahora bien: el coronel sentía, no se sabe por qué, una gran animadversión por el Evening News.

Ninguno de aquellos periódicos contenía, sin em­bargo, la menor alusión a Chichester, y lord Arthur comprendió que el atentado había fracasado. Fue para él un terrible golpe y durante algunos minutos permane­ció abatidísimo. Herr Winckelkopf, a quien visitó al día siguiente, se deshizo en excusas complicadas, compro­metiéndose a proporcionarle otro reloj, que abonaría él, o una caja de bombas de nitroglicerina a precio de cos­te. Pero lord Arthur no tenía ya ninguna confianza en los explosivos y Herr Winckelkopf reconoció que esta­ba hoy día todo tan falsificado que era difícil proporcionarse hasta dinamita sin adulterar. Sin embargo, el ale­mán, aun admitiendo que el mecanismo de relojería podía ser defectuoso en alguna pieza, confiaba todavía en que el resorte del reloj funcionase. Citaba en apoyo de su tesis el caso de un barómetro que enviara una vez al gobernador militar de Odessa, preparado para estallar al décimo día, y que tardó en hacerlo tres meses. Tam­bién era verdad que cuando estalló no hizo añicos más que a una doncella, pues el gobernador había salido de la ciudad seis semanas antes; pero, al menos, aquello demostraba que la dinamita, regida por un mecanismo de relojería, era un poderoso agente, aunque algo ine­xacto. Lord Arthur se quedó un poco consolado con aquella reflexión; pero estaba predestinado a sufrir un nuevo desengaño. Dos días después, cuando subía la es­calera, la duquesa le llamó a su tocador y le enseñó una carta que acababa de recibir del Deanato.

—Jane me escribe unas cartas encantadoras —le di­jo—; lee esta última; es tan interesante como algunas de las novelas que nos remite la biblioteca Mudie.

Lord Arthur se la arrebató de las manos; estaba re­dactada en los siguientes términos:

«DEANATO DE CHICHESTER

27 mayo

»Queridísima tía: Mil gracias por la franela para el asilo Dorcas, así como por la tela. Estoy completa­mente de acuerdo con usted en estimar absurdo ese afán de lucir cosas llamativas; pero hoy día todo el mundo es tan radical y tan irreligioso, que resulta difícil hacerles ver que no deben adoptar los gustos y la elegancia de la clase alta. ¡Realmente no sé adónde vamos a llegar! Como dice papá a menudo en sus sermones, vivimos en una época de incredulidad.

»Hemos tenido un gran jaleo estos días con moti­vo de un relojito enviado a papá por un admirador des­conocido el pasado jueves. Llegó de Londres, con porte pagado, en un cajoncito de madera, y papá cree que le ha sido remitido por algún oyente de su notable sermón sobre el tema "¿El libertinaje es la libertad?", pues el re­loj está coronado por una figura de mujer con un gorro frigio en la cabeza. Yo no encuentro esto muy correc­to, pero papá dice que es histórico y sus razones tendrá. Parker desembaló el objeto y papá lo puso sobre la repi­sa, en la chimenea de la biblioteca. Estábamos todos sentados en esa habitación el viernes último por la ma­ñana cuando, en el preciso momento en que daba las doce el reloj, oímos como un ruido de alas, salió un po­co de humo del pedestal de la figura ¡y la diosa de la Li­bertad se desprendió, rompiéndose la nariz contra el re­borde de la chimenea! Mary se impresionó mucho, pero fue realmente una cosa tan ridícula, que James y yo es­tuvimos riéndonos un buen rato, y papá mismo se divirtió. Cuando examinamos el reloj vimos que era una especie de despertador y que, poniendo la aguja sobre una hora determinada y colocando pólvora y un fulmi­nante debajo del martillo, se producía el estallido a vo­luntad. Papá dijo que era un reloj demasiado ruidoso para tenerlo en la biblioteca; así es que Reggie se lo lle­vó al colegio y allí sigue produciendo pequeñas explo­siones durante todo el día. ¿Cree usted que le gustaría a Arthur un regalo de boda así? Supongo que debe de es­tar muy de moda en Londres. Papá dice que estos relojes sirven para hacer un bien, porque enseñan que la li­bertad no es duradera y que su reinado acaba en un desmoronamiento. Dice también papá que la libertad fue inventada en tiempos de la Revolución francesa. ¡Es una cosa atroz!

»Voy a ir dentro de un momento al asilo Dorcas y les pienso leer la carta de usted, tan instructiva. ¡Qué cierta es, tía, su idea de que, dada su clase de vida, no debie­ran llevar lo que no les corresponde ni les sienta bien! Creo realmente que su preocupación por el vestir es ab­surda habiendo tantas otras graves cosas en que pensar en este mundo y en el futuro. Me alegro mucho de que su popelín floreado sea de tan buen resultado y de que el encaje no se rompa. El miércoles llevaré a casa del obispo el vestido de raso amarillo que tuvo usted la amabilidad de regalarme; creo que hará un gran efecto. ¿Tiene usted la­zos, tía? Jennings dice que ahora todo el mundo lleva lazos, y que las enaguas se usan encañonadas. Reggie acaba de asistir a una nueva explosión. Papá ha mandado llevar el reloj a la cuadra; me parece que no aprecia este re­loj tanto como al principio, aunque le halague mucho ha­ber recibido un regalo tan bonito e ingenioso, pues de­muestra que se escuchan sus sermones y que sirven de enseñanza. Papá le envía recuerdos e igualmente James, Reggie y Mary, que esperan que tío Cecil esté mejor de su gota.

»Ya sabe usted, querida tía, cuánto la quiere su sobrina

Jane Percy.

Posdata.—Contésteme a lo de los lazos. Jennings in­siste en que están muy de moda.»

Lord Arthur contempló la carta con un aire tan se­rio y triste, que la duquesa se echó a reír.

—¡Mi querido Arthur! —exclamó—, no volveré a en­señarte una carta de muchacha. Pero ¿qué piensas de ese reloj? Me parece un invento verdaderamente curioso y me gustaría tener uno así.

—No me inspiran gran confianza esos relojes —dijo lord Arthur con triste sonrisa.

Y después de besar a su madre, salió de la habi­tación.

No bien llegó a la suya, se desplomó sobre un sofá can los ojos arrasados en lágrimas. Había hecho cuanto podía por cometer el crimen, pero fracasaron sus tentativas por dos veces, sin que él tuviese la culpa. Intentó cumplir su deber, pero parecía que el destino le traicio­naba. Estaba abrumado por el sentimiento de la esterilidad de sus buenas intenciones, por la inutilidad de sus esfuerzos en un acto honrado. Quizá hubiera valido más romper su compromiso con Sybil. Ella sufriría, eso sí; pero el dolor no podría aniquilar un carácter tan noble como el suyo. En cuanto a él, ¿qué importaba? Siempre hay alguna guerra en la que un hombre puede hacerse matar o una causa por la que puede dar su vida, Y si la vida no tenía aliciente para él, la muerte no le ate­rraba. ¡Que se cumpliese su destino! No haría nada por evitarlo.

Se vistió a las siete y media y marchó al club. Allí estaba Surbiton con una peña de jóvenes, y lord Arthur se vio obligado a cenar con ellos. Su frívola conversa­ción, sus gestos indolentes no le interesaban y, en cuanto sirvieron el café, les dejó con la disculpa de una cita. Al salir del club, el conserje le entregó una carta. Era de Herr Winckelkopf invitándole a ir a la noche siguiente a ver un paraguas explosivo que estallaba al abrirse, la últi­ma palabra en tales inventos, que acababa de llegar de Ginebra. Lord Arthur rompió la carta en pedacitos. Esta­ba decidido a no realizar nuevos experimentos. Vagó luego por los muelles del Támesis y permaneció varias horas sentado a orillas del río. La luna asomó a través de un velo de nubes rojizas, como una pupila de león, e in­numerables estrellas salpicaron de lentejuelas el firmamento insondable, como un polvillo dorado extendido sobre la cúpula purpúrea. De cuando en cuando una enorme barcaza se balanceaba sobre el río cenagoso y se deslizaba siguiendo la corriente. Las señales del ferroca­rril, primero verdes, se volvían rojas a medida que los tre­nes atravesaban el puente con estruendo. Al poco rato sonaron las doce con un ruido sordo en la torre de Westminster y la noche pareció vibrar con cada sonora campanada. Después se apagaron las luces de la vía. Só­lo una siguió brillando como un gran rubí sobre un pos­te gigantesco y el rumor de la ciudad fue debilitándose. A las dos, lord Arthur se levantó y se encaminó pasean­do hacia Blackfriars. ¡Qué irreal!, ¡qué semejante a un extraño sueño le parecía todo! Al otro lado del río las casas parecían surgir de las tinieblas. Se habría dicho que la plata y la oscuridad reconstruían el mundo. La enor­me cúpula de St. Paul se dibujaba como un globo en la atmósfera negruzca.

Al acercarse a la Aguja de Cleopatra, lord Arthur divisó a un hombre asomado al parapeto del río y, cuando llegó, la luz del farol, que caía de lleno sobre la cara, le permitió reconocerle.

¡Era míster Podgers, el quiromántico!

El rostro carnoso y arrugado, las gafas de oro, la sonrisa enfermiza y la boca sensual del quiromántico eran inconfundibles.

Lord Arthur se detuvo. Una idea brillante le ilumi­nó como un relámpago. Se deslizó suavemente hacia míster Podgers y en un segundo le agarró por las piernas y le tiró al Támesis. Se oyó una blasfemia, el ruido de un chapoteo y... nada más. Lord Arthur contempló con an­siedad la superficie del río, pero no pudo ver más que el sombrero del quiromántico, que giraba en un remolino de agua plateada por la luna. Al cabo de unos minutos el sombrero desapareció también y ya no quedó ninguna huella visible de mister Podgers. Hubo un momento en que lord Arthur creyó divisar una silueta gruesa y defor­me que se abalanzaba hacia la escalerilla próxima al puente. Pero casi enseguida se agrandó el reflejo de aque­lla imagen y, cuando volvió a salir la luna, desapareció de­finitivamente.

Entonces pensó que había cumplido los mandatos del destino. Lanzó un profundo suspiro de alivio y el nombre de Sybil afloró a sus labios.

—¿Se le ha caído a usted algo? —dijo de repente una voz a su espalda.

Giró bruscamente y vio a un policía con su lin­terna sorda.

—Nada que valga la pena —contestó sonriendo; y to­mando un coche que pasaba ordenó al cochero que le lle­vase a Belgrave Square.

Los días siguientes al del suceso se sintió alegre y preocupado alternativamente. Había momentos en que casi esperaba ver entrar a míster Podgers en su cuarto; y, sin embargo, otras veces comprendía que el destino no podía ser tan injusto con él. Fue dos veces a casa del quiromántico, pero no pudo decidirse a tocar el timbre. De­seaba con toda su alma conocer la verdad y al mismo tiempo la temía.

Y al fin la supo. Estaba sentado en el salón de fumadores del club y tomaba el té escuchando, aburri­do, a Surbiton, que le cantaba la última canción cómi­ca del Gaiety, cuando el criado trajo los diarios de la noche.

Cogió el St. James's, y estaba hojeándolo distraída­mente, cuando de repente chocaron sus ojos con estos ti­tulares:

SUICIDIO DE UN QUIROMANTICO

Palideció de emoción y empezó a leer el suelto, re­dactado en los siguientes términos:

«Ayer por la mañana, a las siete, fue hallado el cuer­po de míster Septimus R Podgers, el eminente quiromán­tico, devuelto por el río, en la ribera de Greenwich, frente al hotel Ship. Este infortunado señor desapareció hace unos días y en los centros quirománticos había vivas in­quietudes respecto a su paradero. Se supone que se suici­dó por influjo de un trastorno momentáneo de sus facul­tades mentales, provocado por un trabajo excesivo. Así lo ha reconocido unánimemente el dictamen forense emiti­do esta tarde.

Míster Podgers había concluido un Tratado com­pleto sobre la mano humana, que será publicado en breve y ha de suscitar, sin duda alguna, un gran interés. El finado tenía sesenta y cinco años y, según parece, no ha dejado familia.»

Lord Arthur salió precipitadamente del club, con el periódico en la mano, ante la gran estupefacción del con­serje, que intentó inútilmente detenerle, y se hizo condu­cir a Park Lane a toda prisa. Sybil, que estaba en la venta­na, le vio llegar y algo pareció decirle que traía buenas noticias. Corrió a su encuentro y, al mirarle a la cara, comprendió que todo marchaba bien.

—Mi querida Sybil —exclamó lord Arthur—, ¡casé­monos mañana!

—¡Qué loco! ¡Y el pastel de boda sin encargar! —repli­có Sybil, riéndose en medio de sus lagrimas.


Cuando se celebró la boda, unas tres semanas des­pués, St. Peter estuvo lleno de una verdadera multitud de personas de la más elevada alcurnia. Ofició de un modo conmovedor el deán de Chichester. Y todos los asistentes estuvieron de acuerdo en reconocer que no habían visto nunca una pareja tan seductora como la que formaban los novios. Eran más que hermosos y, sin embargo, eran feli­ces. No sintió lord Arthur un solo momento lo que había sufrido por amor a Sybil y ella, por su parte, le daba lo mejor que puede ofrendar una mujer a un hombre: respe­to, ternura y amor. En su caso, la realidad no mató su no­vela romántica. Y conservaron siempre la juventud de sus sentimientos.

Algunos años después, cuando tuvieron dos precio­sos niños, lady Windermere fue a visitarles a Alton Priory, antigua y encantadora finca, regalo de boda del duque a su hijo; y estando sentada una tarde con Sybil, bajo un tilo, en el jardín, contemplando al niño y a la chiquilla, que ju­gaban correteando por la rosaleda como dos suaves rayos de sol, asió, de pronto las manos de Sybil y dijo:

—¿Eres feliz, Sybil?

—¡Sí, mi querida lady Windermere; soy feliz! ¿Y us­ted no lo es?

—No tengo tiempo de serlo, Sybil; me encariño siempre con la última persona que me presentan. Pero ge­neralmente, en cuanto la conozco a fondo, me aburre.

—¿No la entretienen ya sus leones, lady Windermere? —¡Oh amiga mía! Los leones no sirven más que para una temporada. En cuanto se cortan la melena se convier­ten en los seres más insufribles del mundo. Además, si se porta una cariñosamente con ellos, se portan ellos, en cambio, muy mal con una. ¿Te acuerdas de aquel horrible mister Podgers? Era un inicuo impostor. Como es natural, al principio no lo noté y hasta cuando me pidió dinero se lo di; pero no podía yo soportar que me hiciese la corte. Me ha hecho realmente odiar la quiromancia. Ahora mi pasión es la telepatía. Resulta mucho más divertida.

—Aquí no puede hablarse mal de la quiromancia, lady Windermere. Es la única cosa sobre la cual no le gus­tan a Arthur las bromas, Le aseguro a usted que la toma completamente en serio.

—¿No querrás decirme, Sybil, que tu marido cree en ella?—

—Pregúnteselo usted y lo verá, lady Windermere. Aquí viene.

Lord Arthur se acercaba, en efecto, por el jardín, con un gran ramo de rosas amarillas en la mano y sus dos hijos jugueteando a su alrededor.

—¿Lord Arthur?

—Dígame, lady Windermere.

—¿Se atreverá usted realmente a mantener que cree en la quiromancia?

—Claro que si —dijo el joven, sonriendo. —Pero ¿por qué?

—Porque le debo toda la dicha de mi vida —murmu­ró él, arrellanándose en un sillón de mimbre.

—¿Qué le debe usted, mi querido lord Arthur?

—Pues Sybil— contestó él, ofreciendo las rosas a su mujer y mirándose en sus ojos violeta.

—¡Qué tontería! —exclamó lady Windermere—. ¡No he oído en mi vida una tontería semejante!


Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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