El Retrato del Sr. W.H.

Oscar Wilde


Novela corta



Capítulo I

Había estado yo cenando con Erskine en su pequeña y bonita casa de Birdcage Walk, y estábamos sentados en la biblioteca saboreando nuestro café y nuestros cigarrillos, cuando salió a relucir casualmente en la conversación la cuestión de las falsificaciones literarias. No recuerdo ahora cómo fuimos a dar con ese tema tan curioso, cómo surgió en aquel entonces, pero sé que tuvimos una larga discusión sobre MacPherson, Ireland y Chatterton, y que respecto al último yo insistía en que las supuestas falsificaciones eran meramente el resultado de un deseo artístico de una representación perfecta; que no teníamos ningún derecho a querellarnos con ningún artista por las condiciones bajo las cuales elige presentar su obra y que siendo el arte hasta cierto punto un modo de actuación, un intento de poder realizar la propia personalidad en un plano imaginario, fuera del alcance de los accidentes y limitaciones de la vida real con todas sus trabas, censurar a un artista por una falsificación era confundir un problema ético con uno estético. Erskine, que era mucho mayor que yo, y había estado escuchándome con la deferencia divertida de un hombre de cuarenta años, me puso de pronto la mano en el hombro y me dijo:

—¿Qué dirías de un joven que tuviera una teoría extraña sobre cierta obra de arte, que creyera en su teoría y cometiera una falsificación a fin de demostrarla?

—¡Ah!, eso es un asunto completamente diferente —contesté.

Erskine permaneció en silencio unos instantes, mirando las tenues volutas grises de humo que ascendían de su cigarrillo.

—Sí —dijo, después de una pausa—, completamente diferente.

Había algo en su tono de voz, un ligero toque de amargura quizá, que excitó mi curiosidad.

—¿Has conocido alguna vez a alguien que hubiera hecho eso? —le pregunté.

—Sí —respondió, arrojando su cigarrillo al fuego—, un gran amigo mío, Cyril Graham. Era absolutamente fascinante, y muy necio y muy cruel. Sin embargo, me dejó el único legado que he recibido en mi vida.

—¿Qué era? —exclamé.

Erskine se levantó de su asiento, y yendo a un alto armario de taracea que estaba entre las dos ventanas, lo abrió, y volvió adonde yo estaba sentado, sosteniendo en la mano una pequeña pintura en tabla, montada en un viejo marco isabelino bastante deslustrado.

Era un retrato de cuerpo entero de un joven vestido con un traje de finales del siglo xvi, en pie junto a una mesa, con la mano derecha descansando en un libro abierto. Parecía de unos diecisiete años y era de una belleza absolutamente extraordinaria, aunque evidentemente algo afeminada. En verdad, de no haber sido por la ropa y por el cabello, cortado muy corto, se hubiera dicho que aquel rostro, con sus melancólicos ojos soñadores y sus delicados labios escarlata, era el rostro de una muchacha. En el estilo, y especialmente en el tratamiento de las manos, el retrato recordaba una de las obras tardías de François Clouet. El jubón de terciopelo negro, con sus adornos fantásticamente dorados, y el fondo azul pavo real que le realzaba tan gratamente y le prestaba un valor cromático tan luminoso, eran completamente del estilo de Clouet; y las dos máscaras de la tragedia y de la comedia, colgadas bastante ceremoniosamente en el pedestal de mármol, tenían ese toque de inflexible severidad —tan diferente de la gracia ligera de los italianosque ni siquiera en la corte de Francia perdió nunca el gran maestro flamenco, y que en sí misma ha sido siempre una característica del temperamento nórdico.

—¡Es encantador! —exclamé—. ¿Pero quién es este joven sorprendente, cuya belleza ha preservado para nosotros tan felizmente el arte?

—Es el retrato de míster W. H. —dijo Erskine con una triste sonrisa.

Puede que fuera un efecto casual de la luz, pero me pareció que le brillaban los ojos de lágrimas.

—¡Míster W. H.! —exclamé—; ¿y quién era míster W. H.?

—¿No te acuerdas? —contestó—; mira el libro sobre el que descansa su mano.

—Veo que hay algo escrito en él, pero no puedo descifrarlo —repliqué.

—Toma esta lupa e inténtalo —dijo Erskine, con la misma sonrisa triste jugueteándole todavía en torno a su boca.

Cogí la lupa y, acercando un poco la lámpara, empecé a deletrear la apretada escritura del siglo xvi: «Al único progenitor de los sonetos que aquí se publican.»

—¡Cielo santo! —exclamé—, ¿es este el míster W. H. de Shakespeare?

—Eso es lo que solía decir Cyril Graham —musitó Erskine.

—Pero no se parece en nada a lord Pembroke —respondí yo—. Conozco muy bien los retratos de Penshurst.

Me alojé muy cerca de allí hace unas semanas.

—¿Crees de verdad que los Sonetos están dirigidos a lord Pembroke? —preguntó.

—Estoy seguro de ello —repliqué—. Pembroke, Shakespeare y mistress Mary Fitton son los tres personajes de los Sonetos; no cabe duda alguna respecto a eso.

—Bien, yo estoy de acuerdo contigo —dijo Erskine—, pero no siempre he pensado así. Hubo un tiempo en que creía, bueno, supongo que creía, en Cyril Graham y en su teoría.

—¿Y qué teoría es esa? —pregunté, mirando el admirable retrato, que ya había comenzado a ejercer una extraña fascinación sobre mí.

—Es una larga historia —dijo Erskine, quitándome el retrato con bastante brusquedad, pensé entonces—; una historia muy larga; pero si tienes interés en oírla te la contaré.

—Me encantan las teorías sobre los Sonetos de Shakespeare —exclamé—; pero no creo probable que vaya a aceptar ninguna idea nueva sobre ellos. El asunto ha dejado de ser un misterio para nadie. Ciertamente, me pregunto si ha sido un misterio alguna vez.

—Como yo no creo en la teoría, no es probable que te convierta a ella —dijo Erskine, riendo—; pero puede que te interese.

—Cuéntamelo, desde luego —respondí—. Con tal de que sea la mitad de deliciosa que el cuadro me daré por más que satisfecho.

—Pues bien —dijo Erskine, encendiendo un cigarrillo—, debo empezar por hablarte del propio Cyril Graham: «Él y yo vivíamos en el mismo edificio en Eton. Yo era un año o dos mayor que él, pero éramos grandes amigos, y juntos hacíamos todo el trabajo y juntos jugábamos. Había, por supuesto, mucho más juego que trabajo, pero no puedo decir que lo lamente; siempre es una ventaja no haber recibido una sólida educación comercial, y lo que yo aprendí en los campos de deporte de Eton me ha sido tan útil como lo que me enseñaron en Cambridge. He de decirte que habían muerto los padres de Cyril, los dos; se habían ahogado en un terrible accidente de yate frente a las costas de la isla de Wight. Su padre había pertenecido al cuerpo diplomático, y se había casado con una hija —la única hija, en realidad— del anciano lord Crediton, que se convirtió en tutor de Cyril a la muerte de sus padres. No creo que lord Crediton se preocupara mucho de Cyril. Realmente, nunca había perdonado a su hija que se casara con un hombre sin título nobiliario. Él era un viejo aristócrata extraordinario, que juraba como un vendedor ambulante y tenía los modales de un granjero.

Recuerdo haberle visto un día de apertura del Parlamento. Me gruñó, me dio una libra de oro y me dijo que no me convirtiera en un "condenado radical" como mi padre. Cyril le tenía muy poco cariño, y se alegraba mucho de pasar la mayor parte de sus vacaciones con nosotros en Escocia. En verdad, nunca se llevaron bien: Cyril pensaba que su abuelo era un oso, y él creía que Cyril era afeminado.

Era afeminado, supongo yo, en algunos aspectos, aunque era muy buen jinete y magnífico en esgrima; de hecho, consiguió en esto los primeros premios antes de dejar Eton. Pero tenía ademanes muy lánguidos, estaba no poco orgulloso de ser bien parecido y ponía fuertes objeciones al fútbol. Las dos cosas que le daban verdadero placer eran la poesía y el actuar en representaciones teatrales. En Eton siempre estaban disfrazándose y recitando a Shakespeare, y cuando fuimos a Trinity, en la Universidad de Cambridge, se hizo miembro del grupo de teatro en el primer trimestre. Recuerdo que yo estaba siempre muy celoso de sus representaciones. Le tenía una devoción absurda; supongo que por lo diferentes que éramos en algunas cosas. Yo era un muchacho desmañado y enclenque, de pies enormes y horriblemente pecoso. Las pecas se propagan en las familias escocesas lo mismo que la gota en las familias inglesas; Cyril solía decir que entre las dos prefería la gota; pero es que siempre otorgaba un valor absurdamente alto a la apariencia personal, y una vez leyó una comunicación en nuestro círculo de retórica para demostrar que era mejor ser hermoso que ser bueno. Ciertamente, él tenía una belleza admirable. La gente a quien no le gustaba, personas hipócritas y tutores de la Universidad, y los jóvenes que se preparaban para clérigos, solían decir que era meramente guapo; pero había mucho más en su rostro que un mero atractivo. Creo que era la criatura más espléndida que he visto en mi vida, y nada podría sobrepasar la gracia de sus movimientos, el encanto de sus modales. Fascinaba a todo el mundo a quien valía la pena fascinar, y a muchísimos que no la valía.

Frecuentemente era voluntarioso y petulante, y yo solía pensar que era terriblemente poco sincero. Creo que se debía principalmente a su desmesurado deseo de agradar. ¡Pobre Cyril! Le dije una vez que se contentaba con triunfos de poca monta, pero lo único que hizo fue reírse. Estaba horriblemente consentido. Toda la gente encantadora, me imagino, está consentida; ese es el secreto de su atractivo.

Pero he de hablarte de la clase de actuaciones teatrales de Cyril. Ya sabes que no se permite en las agrupaciones teatrales de aficionados que actúen actrices; al menos no se permitía en mis tiempos, no sé lo que ocurre ahora. Pues bien, desde luego Cyril siempre figuraba en los papeles de muchachas, y cuando se representó "Como gustéis" hizo el papel de Rosalinda. Fue una maravillosa interpretación. De hecho, Cyril Graham ha sido la única Rosalinda perfecta que he visto en mi vida. Sería imposible describirte la belleza, la delicadeza, el refinamiento de toda la actuación. Causó una sensación inmensa, y el teatrillo horrible, como era entonces, se abarrotaba cada tarde. Incluso ahora, cuando leo la obra no puedo por menos de pensar en Cyril. Podía haber sido escrita para él. Al trimestre siguiente se graduó y vino a Londres a estudiar para entrar en el cuerpo diplomático. Pero nunca trabajó nada; se pasaba el día leyendo los Sonetos, de Shakespeare, y las tardes en el teatro. Estaba, por supuesto, loco por subir al escenario, pero lord Crediton y yo hicimos todo lo que pudimos para impedírselo. Acaso si hubiera sido actor estaría vivo ahora. Siempre es necio dar consejos, pero dar un buen consejo es absolutamente fatal. Espero que no caigas tú nunca en ese error; si lo haces, lo lamentarás.

Bueno, para ir al grano de la historia, un día recibí una carta de Cyril, pidiéndome que fuera a verle a su apartamento aquella tarde. Tenía un apartamento muy bonito en Piccadilly, con vistas a Green Park, y como yo solía ir a verle todos los días me sorprendió bastante que se tomara la molestia de escribirme. Fui, desde luego, y cuando llegué le encontré en un estado de gran excitación. Me dijo que al fin había descubierto el verdadero secreto de los Sonetos, de Shakespeare; que todos los eruditos y críticos habían estado en una dirección enteramente equivocada, y que él era el primero que, trabajando puramente por evidencia interna, había averiguado quién era realmente míster W. H. Estaba completamente loco de placer, y durante un largo rato no quiso decirme su teoría. Por fin, sacó un montón de notas, cogió su libro de los "Sonetos" de encima de la repisa de la chimenea, se sentó, y me dio una larga conferencia sobre todo el tema.

Empezó señalando que el joven a quien Shakespeare dirigió estos poemas extrañamente apasionados debió haber sigo alguien que fuera realmente un factor vital en el desarrollo de su arte dramático, y que esto no podía decirse ni de lord Pembroke ni de lord Southampton. A decir verdad, quienquiera que fuera no podía haber sido nadie de alta cuna, como se muestra claramente en el soneto XXV, en el que Shakespeare se pone a sí mismo en contraste con los que son "favoritos de los grandes príncipes"; dice en él con franqueza:

Aquellos que su estrella favorece
alardeen de títulos y honores,
que yo, a quien veda el sino triunfo tal,
no busqué el gozo en lo que más honré.

Y termina el soneto congratulándose por la condición humilde del que tanto adoraba:

Feliz pues yo, que amé y soy amado
do puedo no mudar ni ser mudado.

Este soneto, declaró Cyril, sería completamente ininteligible si nos imagináramos que estuviera dirigido al conde de Pembroke o al de Southampton, que eran, los dos, hombres de la más alta posición en Inglaterra y con títulos suficientes para que se les llamara "grandes príncipes". Y corroborando su punto de vista me leyó los sonetos CXXIV y CXXV, en los que Shakespeare nos dice que su amor no es "hijo del estado", que "no sufre en pompa risueña", sino que fue "formado lejos de accidente".

Yo escuchaba con mucho interés, pues no creo que se hubiera sostenido ese punto de vista antes; pero lo que siguió era todavía más curioso, y me pareció entonces que descartaba enteramente a Pembroke.

Sabemos por Meres que los Sonetos se habían escrito antes de 1598, y el soneto CIV nos informa que la amistad de Shakespeare por míster W. H. hacía tres años que existía. Ahora bien, lord Pembroke, que nació en 1580, no vino a Londres hasta que no tenía dieciocho años, es decir, hasta 1598, y la relación de Shakespeare con míster W. H. debía haber comenzado en 1594, o como muy tarde en 1595. De acuerdo con esto, Shakespeare no pudo conocer a lord Pembroke hasta después de haber escrito los Sonetos. contenido, y teniendo en cuenta que en la poesía inglesa, en general, el ritmo es más esencial que la rima.

La forma de los sonetos de Shakespeare —que lleva su nombre, si bien no la introdujo él— no es la tradicional de Petrarca, sino que se compone de tres cuartetos, con rima independiente cada uno, y un pareado.

Cyril señaló también que el padre de Pembroke no murió hasta 1601; mientras que por el verso Tuviste un padre, dígalo tu hijo, era evidente que el padre de míster W. H. no vivía en 1598. Además, era absurdo imaginar que cualquier editor de la época —y el prefacio es de mano del editor— se hubiera aventurado a dirigirse a William Herbert, conde de Pembroke, como míster W. H.; no siendo el caso de lord Buskhurst, de quien se hablaba como de míster Sackville, un caso realmente paralelo, ya que lord Buckhurst no era par del reino, sino meramente el hijo menor de un par, con un título de cortesía, y el pasaje del Parnaso de Inglaterra6 en que aparece así, no es una dedicatoria protocolaria y majestuosa, sino simplemente una alusión casual. Todo eso en lo referente a lord Pembroke, del que Cyril demolió fácilmente las supuestas pretensiones, mientras yo seguía sentado lleno de asombro. Con lord Southampton, Cyril tuvo menos dificultades aún. Southampton fue desde muy joven amante de Elizabeth Vernon, así que no necesitaba invitaciones al matrimonio; no era agraciado, ni se parecía a su madre, como era el caso de míster W. H.:

Eres espejo de tu madre, en ti
recobra ella de hermoso abril su flor;
y, sobre todo, su nombre de pila era Henry, mientras que los sonetos con juegos de palabras (CXXXV y CXLIII) muestran que el nombre del amigo de Shakespeare era el mismo que el suyo propio —Will.

En cuanto a las otras sugerencias de comentaristas desafortunados, de que míster W. H. es una errata y debiera haberse escrito míster W. S., significando míster William Shakespeare; o de que "míster W. H. all"' debiera leerse "míster W. H. all”; o que míster W. H. es míster William Hathaway, y que debiera ponerse un punto después de "desea", haciendo de míster W. H. el escritor y no el sujeto de la dedicatoria, Cyril lo descartó todo en breve tiempo; y no vale la pena mencionar ahora sus razones, aunque recuerdo que me hizo reír a carcajadas al leerme, me alegra decir que no en el original, algunos extractos de un comentarista alemán llamado Barnstorff, que insistía en que míster W. H. era nada menos que Shakespeare en persona — "míster William Himself"—. Ni quiso admitir por un solo momento que los Sonetos sean meras sátiras de la obra de Drayton y de John Davies de Hereford'. Para él, a decir verdad, lo mismo que para mí, eran poemas de significado serio y trágico, forjados con la amargura del corazón de Shakespeare y endulzados con la miel de sus labios. Aún menos quiso admitir él que fueran meramente una alegoría filosófica, y que en ellos se dirija Shakespeare a su ego ideal, a la virilidad ideal, o al espíritu de la belleza, o a la razón, o al logos divino, o a la Iglesia católica. Él sentía, como verdaderamente creo yo que debemos sentir todos, que los "Sonetos" están dirigidos a un individuo a un joven particular cuya personalidad parece haber llenado, por alguna razón, el alma de Shakespeare de alegría terrible y de no menos terrible desesperación.

Habiendo allanado el camino de este modo, me pidió Cyril que desechara de mi mente cualquier idea preconcebida que pudiera haberme formado sobre el tema, y ' «All» («todo») es la palabra que sigue a las iniciales en la dedicatoria. que prestara oído, con honestidad y sin prejuicios, a su propia teoría. El problema que señalaba era el siguiente: ¿Quién era ese joven contemporáneo de Shakespeare a quien, sin ser de noble cuna y ni siquiera de noble naturaleza, se dirigía en términos de adoración tan apasionada que no podemos por menos de asombrarnos del extraño culto, y casi tememos dar la vuelta a la llave que abre el misterio del corazón del poeta? ¿Quién era aquel cuya belleza física era tal que se convirtió en la misma piedra angular del arte de Shakespeare, la fuente misma de la inspiración de Shakespeare, la encarnación misma de los sueños de Shakespeare? Considerarle simplemente el objeto de ciertos versos amorosos es perder todo el significado de los poemas, pues el arte de que habla Shakespeare en los Sonetos no es el arte de los Sonetos en sí, que eran ciertamente para él sólo cosas ligeras y secretas; es el arte del dramaturgo al que hace siempre alusión. Y aquel a quien dijo Shakespeare:

Mi arte todo eres tú, y tú promueves
mi ignorancia a la altura del saber;
a quien prometió la inmortalidad
Donde el aliento es más en boca humana.
Con seguridad no era otro que el muchacho para el que creó a Viola y a Imogen, a Julieta y a Rosalinda, a Portia y a Desdémona y a Cleopatra misma. Esta era la teoría de Cyril Graham, deducida, como ves, puramente de los Sonetos, y dependiendo para su aceptación no tanto de la prueba demostrable o evidencia formal, como de una especie de sentido espiritual y artístico, por el cual sólo, pretendía él, podría discernirse el verdadero significado de los poemas. Recuerdo que me leyó este hermoso soneto:

¿Cómo puede a mi musa faltar tema
mientras alientes tú, dando a mi verso
tu dulce razonar, tal excelente
que imitar no ha ningún vulgar papel?
¡Oh! date a ti las gracias si algo en mí
digna lectura es frente a tu vista;
¿pues quién tan torpe que escribir no pueda
cuando tú mismo das a invento luz?
Sé tú la musa diez, diez veces más
que las nueve que invocan los poetas;
y aquel que a ti te invoca crear pueda
ritmos eternos que perduren siempre.

Y señaló hasta qué punto estos versos corroboraban completamente su teoría. En verdad, recorrió todos los "Sonetos" cuidadosamente, y mostró, o se imaginó que mostraba, que, de acuerdo con su nueva explicación de su significado, cosas que habían parecido oscuras, o perversas, o exageradas, se volvían claras y racionales, y de alta significación artística, e ilustraban el concepto de Shakespeare de las verdaderas relaciones entre el arte del actor y el arte del dramaturgo.

Desde luego, es evidente que debió existir en la compañía teatral de Shakespeare algún admirable actor adolescente de gran belleza, a quien confiaba la presentación de sus protagonistas femeninas, pues Shakespeare era un productor teatral práctico, además de un poeta imaginativo, y Cyril Graham había descubierto realmente el nombre del muchacho actor. Era Will o, como prefería llamarle, Willie Hughes. El nombre de pila lo encontró desde luego en los sonetos CXXXV y CXLIII, con sus juegos de palabras; el apellido estaba oculto, según él, en el octavo verso del soneto XX, en que se describe a mister W. H. como Un hombre en forma, y en la suya todas.

En la edición original de los Sonetos, "Hews" ("formas, homófono de Hughes —y, ambos nombres, homófonos de "hues", "matices", "bellezas"—) está impreso con mayúscula y en cursiva, y esto, alegaba Graham, mostraba claramente que se trataba de un juego de palabras; y corroboraba firmemente esta hipótesis con aquellos sonetos en que se hacen curiosos juegos de palabras con "uso" y "usura".

Desde luego, a mí me convenció inmediatamente, y Willie Hughes llegó a ser para mí una persona tan real como Shakespeare. La única objeción que yo puse a la teoría fue que no se encuentra el nombre de Willie Hughes en la lista de actores de la compañía de Shakespeare, impresa en la primera edición infolio.

Cyril, no obstante, señaló que la ausencia del nombre de Willie Hughes de esta lista corroboraba en realidad la teoría, ya que era evidente por el soneto LXXXVI que Willie Hughes había abandonado la compañía para actuar en un teatro rival, probablemente en alguna de las obras de Chapman 9. Aludiendo sin duda a esto, le dijo Shakespeare a Willie Hughes en su gran soneto a Chapman: Mas cuando completó tu rostro el verso me faltó el tema, el mío tornó débil.

Refiriéndose obviamente la expresión "cuando completó tu rostro el verso" a la belleza del joven actor que daba vida y realidad, y encanto añadido, al verso de Chapman. Una idea que se repite también en el soneto LXXIX:

Mientras clamé yo solo por tu ayuda
mi verso solo tuvo tus encantos,
ahora mi ritmo grácil ya declina
y a otra mi musa enferma cede el puesto.
Y asimismo en el soneto que precede a este:
... toda pluma ajena mi uso tiene
y a tu amparo dispersa su poesía

El juego de palabras (uso, "use", parófono de Hughes) es desde luego obvio, lo mismo que la frase "y a tu amparo dispersa su poesía", con el significado de "con tu ayuda como actor ofrecen al público sus obras".

Fue una velada maravillosa y seguimos allí sentados hasta casi la hora del alba, leyendo y releyendo los "Sonetos". Después de algún tiempo, sin embargo, empecé a ver que antes de que pudiera presentarse al mundo la teoría en forma realmente perfeccionada era necesario conseguir alguna evidencia independiente sobre la existencia de ese joven actor, Willie Hughes. Si esta pudiera establecerse, no habría duda posible sobre su identificación con míster W. H.; pero, de otro modo, se vendría abajo la teoría. Se lo expuse con toda firmeza a Cyril, a quien molestó en gran medida lo que él llamó el tono prosaico de mi mente, y en verdad se mostró bastante hiriente con el asunto. No obstante, le hice prometer que por su propio bien no publicaría su descubrimiento hasta que no hubiera puesto toda la cuestión fuera de cualquier duda; y durante semanas y semanas investigamos en los registros de las iglesias de la City los manuscritos Alleyn, de Dulwich, los archivos del Registro, los documentos de lord Chamberlain; de hecho, todo lo que pensábamos que pudiera contener alguna alusión a Willie Hughes. No descubrimos nada, desde luego, y cada día me parecía más problemática la existencia de Willie Hughes. Cyril estaba en un estado de ánimo terrible, y solía insistir en toda la cuestión día tras día, suplicándome que lo creyera; pero yo veía el fallo de la teoría, y me negaba a dejarme convencer hasta que se hubiera puesto más allá de toda duda o toda crítica la existencia real de Willie Hughes.

Un día, Cyril se fue de la ciudad para reunirse con su abuelo, pensé yo entonces, pero luego supe por lord Crediton que no fue ese el caso; y aproximadamente quince días después recibí un telegrama suyo, expedido en Warwick, en el que me pedía que fuera a cenar con él sin falta aquella tarde a las ocho. Cuando llegué me dijo:

—El único apóstol que no se merecía una prueba era Santo Tomás, y Santo Tomás fue el único apóstol que la tuvo.

Le pregunté a qué se refería, y me contestó que había podido no sólo establecer la existencia en el siglo xvl de un muchacho actor llamado Willie Hughes, sino probar con la evidencia más concluyente que era él el míster W. H. de los Sonetos. No quiso decirme entonces nada más; pero después de la cena sacó solemnemente el cuadro que te enseñé, y me dijo que lo había descubierto por mera casualidad clavado en el costado de un viejo cofre que había comprado en una casa de labranza de Warwickshire. El cofre mismo, que era una muestra muy hermosa del trabajo isabelino, se lo había llevado consigo, naturalmente, y en el centro del panel central estaban indudablemente grabadas las iniciales W. H. Era este monograma lo que había atraído su atención, y me dijo que no fue hasta después de tener varios días el cofre en su poder cuando pensó en hacer el examen cuidadoso de su interior. Una mañana, sin embargo, vio que uno de los lados del cofre era mucho más grueso que el otro y, mirando más de cerca, descubrió que estaba sujeto a él un cuadro pintado en madera con su marco. Al sacarlo, encontró que era el retrato que está ahora en el sofá. Estaba muy sucio y cubierto de moho, pero se las arregló para limpiarlo y, para su gran gozo, vio que había dado, por pura casualidad, con la cosa que había estado buscando. Aquí estaba un auténtico retrato de míster W. H., con su mano descansando sobre la página de la dedicatoria de los Sonetos, y en el marco mismo podía verse débilmente el nombre del joven escrito en negro con letra uncial sobre fondo de oro deslustrado: Míster Will. Hews.

Pues bien. ¿Qué iba a decir yo? Nunca se me ocurrió ni por un momento que Cyril Graham estuviera gastándome una broma, ni que estuviera intentando demostrar su teoría por medio de una falsificación.»

—¿Pero es una falsificación? —pregunté yo.

—Desde luego que lo es —dijo Erskine—. Una falsificación muy buena, pero una falsificación, al fin y al cabo.

«Pensé entonces que Cyril estaba bastante tranquilo respecto a todo el asunto; pero me acordé de que una vez me había dicho que él no necesitaba pruebas de ninguna clase, y que creía que la teoría estaba completa sin ellas. Yo me reí de él y le dije que sin ellas la teoría se vendría abajo, y le felicité calurosamente por el maravilloso descubrimiento. Luego convinimos que el retrato debía reproducirse en aguafuerte o en facsímil, y ponerse como cubierta en la edición de Cyril de los Sonetos. Y durante tres meses no hicimos otra cosa que repasar cada poema verso a verso, hasta que hubimos resuelto todas las dificultades de texto o de significado.

Un día malhadado, estaba yo en una tienda de grabados de Holborn cuando vi sobre el mostrador unos dibujos a punta seca extremadamente bellos. Me atrajeron tanto que los compré; y el dueño del negocio, un hombre llamado Rawlings, me dijo que eran obra de un joven pintor que se llamaba Edward Merton, que era muy hábil, pero tan pobre como un ratón de iglesia. Fui a ver a Merton unos días después, habiendo conseguido su dirección por el vendedor de grabados, y me encontré con un joven pálido, interesante, con una esposa de aspecto bastante vulgar —su modelo, supe después—. Le dije cuánto admiraba sus dibujos, a lo que pareció muy complacido, y le pregunté si querría enseñarme algo del resto de su obra. Cuando estábamos examinando una carpeta llena de cosas realmente hermosas, pues Merton tenía un toque delicado y delicioso, me fijé de pronto en un dibujo del retrato de míster W. H. No había duda alguna sobre ello. Era casi un facsímil, siendo la única diferencia que las dos máscaras de la tragedia y la comedia no colgaban de la mesa de mármol, como en el cuadro, sino que yacían en el suelo a los pies del joven.

—¿Dónde demonios consiguió usted eso? —dije. Él se quedó bastante confuso, y dijo:

—¡Oh!, eso no es nada. No sabía que estaba en esta carpeta. No es cosa que valga nada.

—Es lo que hiciste para míster Cyril Graham —exclamó su mujer—; y si este señor desea comprarlo, déjale que lo adquiera.

—¿Para míster Cyril Graham? —repetí yo—. ¿Pintó usted el retrato de míster W. H.?

—No entiendo lo que usted quiere decir —replicó él, poniéndose muy colorado.

Bueno, todo el asunto fue realmente terrible. La mujer lo soltó todo. Yo le di cinco libras cuando me marché. No puedo soportar el pensar en ello ahora, pero, desde luego, estaba furioso. Me fui inmediatamente al apartamento de Cyril, y esperé allí tres horas antes de que volviera él a casa, con la horrible mentira mirándome a la cara, y le dije que había descubierto su falsificación. Se puso muy pálido y dijo:

—Lo hice sólo por ti. Tú no querías dejarte convencer de ningún otro modo. Eso no afecta a la verdad de la teoría.

—¡La verdad de la teoría! —exclamé—; cuanto menos hablemos de ello, tanto mejor. Tú mismo no creíste nunca en ella; si hubieras creído, no habrías cometido una falsificación para probarlo.

Cruzamos palabras fuertes, y tuvimos una tremenda discusión. Supongo que fui injusto. A la mañana siguiente estaba muerto.»

—¡Muerto! —exclamé.

—Sí; se disparó un tiro con un revólver. Algo de sangre salpicó el marco del cuadro, exactamente en el sitio en que se había pintado el nombre. Cuando yo llegué —su criado había enviado a buscarme inmediatamente—, ya estaba allí la policía. Había dejado una carta para mí, escrita evidentemente en la mayor agitación y agotamiento mental.

—¿Qué ponía? —pregunté.

—¡Oh!, que creía absolutamente en Willie Hughes; que la falsificación del retrato la había hecho simplemente haciéndome una concesión y que no invalidaba en lo más mínimo la verdad de la teoría, y que, a fin de probarme qué firme e inquebrantable era su fe en todo el asunto, iba a ofrecer su vida en sacrificio al secreto de los Sonetos. Era una carta necia y demencial. Recuerdo que terminaba diciendo que me confiaba la teoría de Willie Hughes, y que me tocaba a mí presentarla al mundo y desvelar el secreto del corazón de Shakespeare.

—Es una historia la mar de trágica —exclamé—, pero ¡,por qué no realizaste sus deseos? Erskine se encogió de hombros.

—Porque es una teoría completamente errónea, desde el principio al fin —respondió.

—Mi querido Erskine —dije, levantándome de mi asiento—, estás enteramente equivocado respecto a todo ello. Es la única clave perfecta a los Sonetos de Shakespeare que se ha hecho; está completa en todos sus detalles. Yo creo en Willie Hughes.

—No digas eso —dijo Erskine gravemente—. Creo que hay algo fatal en la idea, e, intelectualmente, no hay nada que decir en su favor. Yo he entrado a fondo en el asunto, y te aseguro que la teoría es enteramente falaz. Es plausible hasta cierto punto; luego, no llega más allá. ¡Por amor del cielo!, mi querido muchacho, no resucites el tema de Willie Hughes, te destrozará el corazón.

—Erskine —repliqué—, tienes el deber de entregar esa teoría al mundo. Si no quieres hacerlo tú, lo haré yo.

Al retenerla, estás traicionando la memoria de Cyril Graham, el más joven y el más espléndido de todos los mártires de la literatura. Te ruego que le hagas justicia. Murió por ello; no dejes que su muerte sea vana. Erskine me miró lleno de asombro.

—Te has dejado llevar por el sentimiento de toda esta historia —dijo—. Olvidas que una cosa no es necesariamente verdad porque un hombre muera por ella. Yo era amigo leal de Cyril Graham; su muerte fue un rudo golpe para mí, del que tardé años en rehacerme, y no creo que me haya rehecho nunca. Pero, respecto a Willie Hughes, no hay nada en la idea de Willie Hughes. No existió nunca tal persona. En cuanto a presentar toda la cosa ante el mundo, el mundo cree que Cyril Graham se mató accidentalmente. La única prueba de su suicidio estaba en el contenido de la carta que me escribió, y de esta carta el público nunca ha tenido noticia. Hasta hoy lord Crediton piensa que la cosa fue un accidente.

—Cyril Graham sacrificó su vida por una gran idea —respondí—; y si tú no quieres hablar de su martirio, habla al menos de su fe.

—Su fe —dijo Erskine— se adhirió a algo que era falso, a algo que era erróneo, a algo que ningún especialista shakesperiano aceptaría ni por un instante. Se reirían de la teoría. No hagas el ridículo, ni sigas una pista que no lleva a ninguna parte. Empiezas por asumir la existencia de la persona misma cuya existencia es lo que hay que probar. Además, todo el mundo sabe que los Sonetos se dirigieron a lord Pembroke; la cuestión quedó zanjada una vez por todas.

—¡La cuestión no está zanjada! —exclamé—. Tomaré la teoría donde Cyril Graham la dejó, y demostraré al mundo que él tenía razón.

—¡Necio muchacho! —dijo Erskine—. Vete a casa; son más de las dos, y no pienses más en Willie Hughes. Siento el haberte hablado de ello, y lamento muchísimo ciertamente el haberte convertido a una cosa en la que yo no creo.

—Tú me has dado la clave del mayor misterio de la literatura moderna —repliqué—; y no descansaré hasta que no te haya hecho reconocer, hasta que no haya hecho que todo el mundo reconozca, que Cyril Graham fue el más sutil de los críticos de Shakespeare de nuestro tiempo.

Cuando iba de camino a casa atravesando St. James Park, rompía el alba sobre Londres. Los blancos cisnes yacian dormidos en el lago bruñido, y el adusto palacio parecía de púrpura recortado en el cielo verde pálido. Pensé en Cyril Graham, y mis ojos se llenaron de lágrimas.

Capítulo II

Eran más de las doce cuando me desperté, y el sol entraba a través de las cortinas de mi habitación con largos rayos oblicuos de polvo de oro. Dije a mi sirviente que no estaría en casa para nadie; y, después de haber tomado una taza de chocolate y un petit pain, bajé del estante mi libro de los Sonetos, de Shakespeare, y me puse a repasarlos cuidadosamente. Cada poema me parecía que corroboraba la teoría de Cyril Graham. Sentía como si tuviera mi mano sobre el corazón de Shakespeare y contara, uno a uno, cada latido y cada pulso de pasión. Pensaba en el maravilloso muchacho actor, y veía su rostro en cada verso.

Dos sonetos, recuerdo, me impresionaron particularmente; eran el LIII y el LXVII. En el primero de ellos, Shakespeare, cumplimentando a Willie Hughes por la versatilidad de su actuación en una amplia gama de papeles, una gama que se extiende de Rosalinda a Julieta, y de Beatriz a Ofelia, le dice:

¿Cuál tu sustancia es, de qué estás hecho,
que millones de extrañas sombras tienes?,
pues una sombra tiene cada uno,
sólo uno, tú, puedes prestarlas todas.

Versos que serían ininteligibles si no estuvieran dirigidos a un actor, pues la palabra «sombra» (shadow) tenía en los días de Shakespeare un significado técnico relacionado con la escena. «Los mejores de esta especie no son sino sombras», dice Teseo hablando de los actores en El sueño de una noche de verano, y hay muchas alusiones similares en la literatura de la época. Estos sonetos pertenecían evidentemente a la serie en la que Shakespeare trata de la naturaleza del arte del actor y del temperamento extraño y poco común esencial para el perfecto intérprete del teatro. «¿Cómo es posible —dice Shakespeare a Willie Hughes— que tengas tantas personalidades?» Y sigue luego señalando que su belleza es tal, que parece materializar cada una de las formas y de las fases de la fantasía, encarnar cada sueño de la imaginación creativa—, una idea que Shakespeare desarrolla más en el soneto inmediatamente siguiente, en el que, empezando con el fino pensamiento

¡Oh! ¡cuán más bella la beldad parece
con ese dulce adorno de verdad!,
nos invita a que nos demos cuenta de cómo la verdad de la actuación en el teatro, la verdad de la presentación visible en el escenario, añade maravilla a la poesía, dando vida a su belleza y verdadera realidad a su forma ideal—. Y, sin embargo, en el soneto LXVII, Shakespeare ruega a Willie Hughes que abandone la escena, con lo que tiene de artificiosa, de falsa vida mímica de rostro maquillado y traje irreal, de influencias y sugerencias inmorales, de alejamiento del mundo verdadero de acciones nobles y palabras sinceras.

¡Ah! ¿por qué vivir corrupto debería,
y ornar con su presencia la impiedad,
que esa culpa con él ventaja hubiera
e hiciera un lazo con su sociedad?
¿Por qué falsa pintura sus mejillas
imitaría muerta el tono vivo?
¿Por qué pobre belleza buscaría
rosas de sombra, pues su rosa es real?

Puede parecer extraño que un dramaturgo tan grande como Shakespeare, que llevaba a cabo su perfección como artista y su realización humana como hombre en el plano ideal de escribir para el teatro y actuar en el escenario, escribiera sobre el teatro en estos términos; pero debemos recordar que en los sonetos CX y CXI nos muestra Shakespeare que estaba cansado en exceso del mundo de los títeres, y lleno de vergüenza por haberse hecho «un payaso a los ojos de los demás». El soneto CXI es especialmente amargo:

¡Oh! por mi bien reprende a la fortuna
la diosa mala de mis hechos ruines,
que no mejores medios dio a mi vida
que públicos con públicos modales.
Mi nombre pues recibe así un estigma,
y es mi naturaleza sometida a su quehacer, mano de tintorero:
Tenme piedad, y ojalá yo cambiara.

Hay muchas indicaciones en otros pasajes del mismo sentimiento, signos familiares a todos los verdaderos estudiosos de Shakespeare. Un punto me dejó inmensamente perplejo según iba leyendo los Sonetos, y tardé días en dar con la verdadera interpretación; algo que parece, en verdad, que se le escapó al mismo Cyril Graham. No podía entender cómo Shakespeare daba tan alto valor a que su joven amigo se casara. Él mismo se había casado joven, y el resultado había sido desdichado; no era, pues, probable que pidiera a Willie Hughes que cometiera el mismo error. El intérprete adolescente de Rosalinda no tenía nada que ganar con el matrimonio, ni con las pasiones de la vida real. Los primeros sonetos, con sus extrañas incitaciones a la paternidad, me parecían una nota discordante. La explicación del misterio me vino de pronto, y la encontré en la curiosa dedicatoria. Se recordará que esa dedicatoria es como sigue:

AL ÚNICO PROGENITOR DE
ESTOS SONETOS QUE VEN LA LUZ
Mr. W. H. TODA DICHA
Y ESA ETERNIDAD
PROMETIDA
POR
NUESTRO POETA INMORTAL
DESEA
EL BIEN INTENCIONADO
QUE SE AVENTURA A
EDITARLOS
T. T.

Algunos estudiosos han supuesto que la palabra «progenitor» de esta dedicatoria se refiere simplemente al que procuró los Sonetos a Thomas Thorpe, el editor; pero este punto de vista se ha desechado ahora generalmente, y las más altas autoridades en la materia están completamente de acuerdo en que deben tomarse en el sentido de inspirador, estando extraída la metáfora de la analogía con la vida física. Ahora bien, vi que esa metáfora era usada por el mismo Shakespeare a lo largo de todos los poemas, y esto me puso en la buena pista. Finalmente, hice mi gran descubrimiento: los esponsales que Shakespeare propone a Willie Hughes son los «esponsales con su musa», expresión que queda definitivamente establecida en el soneto LXXXII, en que, con amargura de su corazón por la defección del muchacho actor para quien había escrito sus papeles más excelsos, y cuya belleza los había ciertamente sugerido, abre su queja diciendo:

No estuvieras casado con mi musa.

Los hijos que le pide que engendre no son hijos de carne y hueso, sino hijos inmortales de fama imperecedera. El ciclo entero de los primeros sonetos es simplemente la invitación de Shakespeare a Willie Hughes de que suba al escenario y se haga actor. Qué estéril y sin provecho, dice, es esta belleza tuya si no se le da un uso:

Cuando cuarenta inviernos tu cabeza
cerquen, cavando arrugas en tu campo,
la bella ropa de tu juventud
será hierba en jirones sin valor: dó yace tu belleza al preguntarte,
dó todos los tesoros de otros días,
dirás del fondo hundido de tus ojos:
fueron voraz vergüenza y loa pródiga.

Debes crear algo en el arte —dice el poeta—: mi verso «es tuyo, y nacido de ti»; escúchame tan sólo, y yo «daré a luz ritmos eternos que sobrevivirán durante largo tiempo», y tú poblarás con formas de tu propia imagen el mundo imaginario de la escena. Esos hijos que engendres —prosigue— no envejecerán y desaparecerán, como ocurre con los hijos mortales, sino que vivirás en ellos y en mis obras; simplemente, Hazte otro ser, en aras de mi amor, ¡que viva la belleza en él o en ti!

Recogí todos los pasajes que me pareció que corroboraban esta hipótesis y me produjeron una fuerte impresión, y me mostraron hasta qué punto era realmente completa la teoría de Cyril Graham. Vi también que era muy fácil separar los versos en que habla Shakespeare de los Sonetos mismos de aquellos en que habla de su gran obra dramática. Este era un punto que se les había pasado completamente por alto a todos los críticos, hasta a Cyril Graham. Y, sin embargo, era uno de los puntos más importantes en la serie completa de los poemas. Shakespeare era más o menos indiferente hacia sus Sonetos, y no deseaba que descansara en ellos su fama; eran para él su «musa frivola», como los llama, y estaban destinados a circular en privado, como nos dice Meres, sólo entre unos pocos, muy pocos, amigos. Por otra parte, era extremadamente consciente del alto valor artístico de sus obras de teatro, y muestra una noble confianza en sí mismo en relación con su genio de dramaturgo. Cuando dice a Willie Hughes:

Mas no ha de marchitarse tu verano,
ni la belleza has de perder que tienes;
ni la muerte te hará vagar en sombra,
cuando en eternos versos te agigantes;
en tanto alienten hombres u ojos vean,
tendrán vida y la vida te darán,

la expresión «eternos versos» alude claramente a una de sus obras que le enviaba al mismo tiempo, y el pareado final indica precisamente su confianza en lo probable de que sus obras se representen siempre. En su invocación a la musa del teatro —sonetos C y CI— encontramos el mismo sentimiento:

¿Dónde estás, musa, que te olvidas tanto
de hablar lo que te da tu poder todo?
¿Gastas tu furia en algún canto vano,
tu fuerza oscureciendo al darle luz?

—clama Shakespeare—, y luego procede a reprochar al amante de la tragedia y de la comedia su «abandono de la verdad teñida de belleza», y dice:

Si loa no precisa, ¿serás muda?
no excuses el silencio; que está en ti
que sobreviva más que tumba de oro,
y que le alaben tiempos por venir.
Haz pues tu oficio, musa, yo te enseño
a que parezca siempre como ahora es.

No obstante, es tal vez en el soneto LV donde Shakespeare da a su idea la más plena expresión. Imaginarse que la «rima potente» del segundo verso se refiere a algún soneto en sí, es confundir enteramente el significado que le da Shakespeare. Me pareció a mí que era más que probable, por el carácter general del soneto, que hiciera referencia a alguna obra en particular, y que la obra no era otra que "Romeo y Julieta":

No mármol ni dorados monumentos
de nobles, vivirán más que esta rima;
pero tú brillarás más en su tema
que piedra mancillada por el tiempo.
Cuando guerras derriben las estatuas
y arruinen brasas las arquitecturas,
no quemarán de Marte espada o fuego
de tu memoria el vivo documento.
Contra la muerte y enemigo olvido
tú avanzarás y te abrirás camino
a ojos de toda la posteridad
que al mundo lleva a su final fatal.
Así, hasta el juicio y tu resurrección
vives aquí y en el mirar de amantes.

Era también extremadamente sugerente el darse cuenta de cómo aquí, lo mismo que en otros pasajes, Shakespeare prometía a Willie Hughes la inmortalidad de un modo en que apelaba a los ojos de los hombres, es decir, en forma de espectáculo, en una obra teatral que debía contemplarse.

Durante dos semanas trabajé de firme en los "Sonetos", no saliendo apenas nunca y declinando todas las invitaciones. Cada día me parecía que estaba descubriendo algo nuevo, y Willie Hughes se convirtió para mí en una especie de presencia espiritual, una personalidad siempre dominante. Casi podía imaginarme que le veía de pie, en el espacio en sombra de mi habitación —tan bien le había trazado Shakespeare—, con sus cabellos dorados, su tierna gracia, semejante a la de una flor, sus ojos soñadores profundamente hundidos, sus delicados miembros flexibles y sus blancas manos de azucena. Su mismo nombre me fascinaba: ¡Willie Hughes! ¡Willie Hughes! ¡Qué musical era al oído! Sí; ¿quién otro sino él podría haber sido el amadoamada de la pasión de Shakespeare, el dueño de su amor, a quien estaba obligado en vasallaje, el delicado valido del placer", la rosa del universo entero, el heraldo de la primavera engalanado con la altiva librea de la juventud, el hermoso muchacho a quien era música dulce el escuchar, y cuya belleza era el atavío mismo del corazón de Shakespeare, y era asimismo la piedra angular de su fuerza dramática? ¡Qué amarga parecía ahora toda la tragedia de su deserción y su vergüenza! —vergüenza que él tornaba dulce y hermosa por la pura magia de su personalidad, pero que no dejaba de ser por ello una vergüenza—. Sin embargo, puesto que Shakespeare le perdonaba, ¿no debiéramos también nosotros perdonarle? A mí no me interesaba curiosear en el misterio de su pecado.

El hecho de que abandonara el teatro de Shakespeare era un asunto diferente, y yo lo investigué largo y tendido. Finalmente, llegué a la conclusión de que Cyril Graham se había equivocado al considerar que era Chapman el comediógrafo rival del soneto LXXX. Obviamente era a Marlow a quien se aludía. En el tiempo en que se escribieron los Sonetos, expresión tal como «la altiva vela desplegada de su gran verso» no podría haberse aplicado a la obra de Chapman, por adecuada que pudiera ser al estilo de sus obras tardías de la época jacobea. No, era Marlow claramente el dramaturgo rival de quien hablaba Shakespeare en términos tan laudatorios, y ese
... afable espectro familiar
que de noche le ceba con saberes,
era el Mefistófeles de su Doctor Fausto. Sin duda, Marlow se sintió fascinado por la belleza y la gracia del muchacho actor, y le persuadió a que abandonara el teatro de Blackfriars e hiciera el papel de Gaveston en su Eduardo II. Que Shakespeare tenía el derecho legal a retener a Willie Hughes en su compañía teatral es evidente por el soneto LXXXVII, en que dice:

¡Adiós! Caro me eres de más para tenerte,
y tú sabes muy bien de tu valía;
el fuero de tu mérito te libra;
mi esclavitud a ti fijada queda.
¿Pues cómo retenerte si no otorgas?
¿y para esa riqueza, dó es mi título?
De la razón para este don carezco,
y mi derecho así cambia de nuevo.
Te diste, lo que dabas no sabiendo,
o a mí, a quien diste, diste confundiendo;
así tu don, por omisión creciente,
no vuelve más, haciendo mejor juicio.
Te he tenido, fue cual halaga un sueño,
durmiendo, rey, despierto nada tal.

Pero a quien no pudo retener por amor, no quiso retener por fuerza. Willie Hughes pasó a ser miembro de la compañía teatral de lord Pembroke, y, acaso, en el corral de la taberna Red Bull, representara el papel del delicado favorito del rey Eduardo. Parece que a la muerte de Marlow volvió con Shakespeare, que, a pesar de lo que sus compañeros pudieran pensar del asunto, no tardó en perdonar la obstinación y la traición del joven actor.

¡Qué bien había trazado Shakespeare, además, el temperamento del joven actor! Willie Hughes era uno de aquellos…

… que no hacen lo que más hacer demuestran,
que, conmoviendo a otros, son cual piedra.
Podía representar el amor, pero no podía sentirlo; podía imitar la pasión, sin experimentarla.
En el rostro de muchos su falacia
escrita está con ceños y en arrugas,

pero no era así en el caso de Willie Hughes. En un soneto de loca idolatría, dice Shakespeare:

Los cielos al crearte decretaron
que en tu rostro amor dulce moraría:
comoquiera pensaras o actuaras
tus miradas dulzor sólo dirían.

En su «alma inconstante» y en su «falso corazón» era fácil reconocer la doblez y la perfidia que parecen ser de algún modo inseparables de la naturaleza artística, lo mismo que en su amor por el encomio, ese deseo del reconocimiento inmediato que caracteriza a todos los actores. Willie Hughes, sin embargo, más afortunado a este respecto que otros, iba a conocer algo de la inmortalidad. Inseparablemente relacionado con las obras de Shakespeare, había de vivir en ellas:

Tu nombre aquí vida inmortal tendrá,
aunque yo para todos morir deba:
la tierra me dará tumba común,
mas tu tumba ha de ser de ojos humanos.
Tu monumento será mi tierno verso,
que ojos aún no creados leerán,
y otras lenguas de tu ser repetirán
cuando todos los vivos estén muertos.

Había también alusiones interminables al poder que ejercía Willie Hughes sobre su auditorio —los «contempladores», como Shakespeare los llamaba—; pero quizá la descripción más perfecta de su admirable dominio del arte de la escena esté en "La queja del amante", en que Shakespeare dice de él:

La plenitud de la sutil materia
recibe en él las formas más extrañas,
de rubores ardientes, o de llanto,
palidez de desmayo; y toma y deja,
acertados los dos, para el engaño,
rojo al habla soez, en llanto al duelo,
lividez de desmayo a la tragedia.
Así en la punta de su lengua altiva
todo argumento e interrogante hondos,
toda réplica pronta y razón fuerte,
a su elección durmieron, despertaron,
para que el triste ría y llore el riente.
El dialecto tenía y varios modos
de la pasión, en su arte a voluntad.

Una vez creí que realmente había encontrado a Willie Hughes en la literatura isabelina. En un relato sorprendentemente gráfico de los últimos días del gran conde de Essex, nos cuenta su capellán, Thomas Knell, que la noche que precedió a su muerte, el conde «llamó a William Hews, que era músico, para que tocara en el virginal y cantara. "Toca —dijo— mi canción, Will Hews, y yo la cantaré por lo bajo" Así lo hizo, con el mayor gozo, no como el cisne que lanza un alarido y que, bajando la mirada, gime porque ha llegado su fin, sino que, como una dulce alondra, levantando las manos a su Dios y fijando en Él los ojos, remontó así el firmamento de cristal y alcanzó con su lengua no abatida lo más alto de los altos cielos».

Seguramente, el muchacho que tocaba el virginal para el padre moribundo de la Stella de Sidney no era otro que el Will Hews a quien dedicó Shakespeare los Sonetos, y quien —nos dice— era en sí mismo dulce «música para el oído». Sin embargo, lord Essex murió en 1576, cuando Shakespeare no tenía más que doce años. Era imposible que su músico pudiera haber sido el míster W. H. de los Sonetos. ¿Tal vez el joven amigo de Shakespeare era hijo del que tocaba el virginal? Al menos algo era el haber descubierto que Will Hews era un nombre isabelino. En verdad, parece que el nombre Hews había estado muy relacionado con la música y el teatro: la primera actriz inglesa fue la bella Margaret Hews, a quien amó tan locamente el príncipe Rupert. ¿Qué más probable que entre ella y el músico de lord Essex hubiera estado el muchacho actor de las obras de Shakespeare? Pero las pruebas, los eslabones, ¿dónde estaban? ¡Ay!, no pude encontrarlos. Me parecía que estaba siempre en el umbral de la comprobación definitiva, pero que no podría realmente alcanzarla jamás.

De la vida de Willie Hughes pasé pronto a pensamientos sobre su muerte. No hacía más que preguntarme cuál habría sido su final.

Tal vez había sido uno de aquellos actores ingleses que en 1604 cruzaron el mar y se fueron a Alemania, y actuaron ante el gran duque Heinrich Julius von Brunswick, él mismo dramaturgo de no poco valor, y en la corte de aquel extraño Elector de Brandeburgo, que estaba tan prendado de la belleza que se dice que compró, por su peso en ámbar, al joven hijo de un mercader ambulante griego, y que ofreció cabalgatas con representaciones públicas en honor de su esclavo a lo largo de todo aquel año de hambre terrible que duró de 1606 a 1607, cuando la gente se moría de inanición en las calles mismas de la ciudad y no había llovido por el espacio de siete meses. Sabemos, en todo caso, que Romeo y Julieta se representó en Dresde en 1613, junto con "Hamlet" y "El Rey Lear", y seguramente no sería a ningún otro más que a Willie Hughes a quien se le entregó en 1616 la mascarilla de Shakespeare, llevada en propia mano por uno de los agregados del embajador británico; pálida prenda de la muerte del poeta que tan tiernamente le había querido. Verdaderamente hubiera habido algo peculiarmente adecuado en la idea de que el muchacho actor, cuya belleza había sido un elemento tan vital en lo realista y en lo poético del arte de Shakespeare, hubiera sido el primero en haber llevado a Alemania la semilla de la nueva cultura, y fuera, de este modo, el precursor de aquella Aufklarung, o iluminación, del siglo xviii, ese espléndido movimiento que, aunque iniciado por Lessing y Herder y llevado a su plena y feliz consecución por Goethe, fue en no pequeña medida sostenido por otro actor —Friedrich Schroeder—, que despertó la conciencia popular y, por medio de las pasiones ficticias y de las técnicas miméticas de la escena, mostró la conexión íntima y vital entre vida y literatura. Si esto hubiera sido así —y no había ciertamente evidencia alguna en contra—, no sería improbable que Willie Hughes hubiera sido uno de aquellos comediantes ingleses (mimae quidam ex Britannia, como los llama la vieja crónica) que mataron en Nuremberg en una repentina revuelta popular, y fueron enterrados en secreto, en una pequeña viña de las afueras de la ciudad, por algunos jóvenes «que habían encontrado placer en sus representaciones, y algunos de entre los cuales habían intentado que les instruyeran en los misterios del nuevo arte». Ciertamente, ningún lugar podría haber sido más adecuado para aquel a quien Shakespeare dijo: «mi arte todo eres tú», que esa pequeña viña de extramuros. ¿Pues no fue de las desdichas de Dionisos de donde brotó la tragedia? ¿Y no se oyó por primera vez la risa ligera de la comedia, con su alborozo despreocupado y sus prontas réplicas, en los labios de los viñadores sicilianos?

Más aún, ¿no fue la púrpura y el tinte rojo de la espuma del vino en el rostro y en los miembros la primera sugerencia del encanto y de la fascinación del disfraz —el deseo de ocultamiento de uno mismo—, mostrándose así el sentido del valor de la objetividad en los comienzos rudos del arte?

En cualquier caso, dondequiera que yaciera —fuera en la pequeña viña a las puertas de la ciudad gótica, o en algún sombrío camposanto de Londres, en medio del estrépito y el bullicio de nuestra gran ciudad—, ningún monumento magnífico señaló su lugar de descanso. Su verdadera tumba, como vio Shakespeare, fueron los versos del poeta; su verdadero mausoleo, la permanencia del teatro. Así había ocurrido con otros cuya belleza había dado un nuevo impulso creador a su época. El cuerpo marfileño del esclavo bitinio se pudre en el cieno verde del Nilo, y está esparcido en los collados amarillos del Cerámico el polvo del joven ateniense; pero vive Antínoo en la escultura y Cármides en la filosofía.

Capítulo III

Al cabo de tres semanas, decidí dirigir un firme ruego a Erskine de que hiciera justicia a la memoria de Cyril Graham y que diera al mundo su maravillosa interpretación de los Sonetos, la única interpretación que explicaba enteramente el problema. No conservo copia de mi carta, lamento decirlo, ni he podido echar mano del original; pero recuerdo que revisé todos los puntos y llené cuartillas con una reiteración apasionada de los argumentos y de las pruebas que me había sugerido mi estudio. Me parecía que no estaba tan sólo colocando a Cyril Graham en el lugar que le correspondía en la historia literaria, sino que estaba rescatando el honor de Shakespeare mismo del aburrido recuerdo de una vulgar intriga. Vertí en la carta todo mi entusiasmo, vertí en la carta toda mi fe.

De hecho, apenas la había enviado, cuando se produjo en mí una curiosa reacción. Me parecía como si hubiera entregado mi capacidad de creencia en la teoría Willie Hughes de los Sonetos, como si algo hubiera salido de mí, por decirlo de algún modo, y yo me hubiera quedado completamente indiferente a todo el asunto. ¿Qué había ocurrido? Es difícil de decir. Tal vez, al encontrar expresión perfecta para mi pasión, había agotado la pasión misma: las fuerzas emocionales, como las fuerzas de la vida física, tienen sus limitaciones positivas. Acaso el mero esfuerzo de convertir a alguien a una teoría implica alguna forma de renuncia a la fuerza de la creencia. Quizá estaba simplemente harto de toda la cuestión y, habiéndose consumido mi entusiasmo, se quedó mi razón a solas con su propio juicio desapasionado. Comoquiera que sucediera, el hecho es que indudablemente, y no puedo pretender explicarlo, Willie Hughes fue para mí de pronto un simple mito, un vano sueño, la fantasía juvenil de un muchacho que, como la mayoría de los espíritus ardientes, estaba más ansioso por convencer a los demás que por dejarse convencer él mismo.

Como había dicho a Erskine en mi carta cosas muy injustas y amargas, decidí ir a verle en seguida y disculparme ante él por mi comportamiento. Así, a la mañana siguiente me dirigí a Birdcage Walk, y encontré a Erskine sentado en su biblioteca, con el falso retrato de Willie Hughes delante de él.

—¡Mi querido Erskine! —exclamé—, he venido a pedirte disculpas.

—¿A pedirme disculpas? —dijo—. ¿Por qué?

—Por mi carta —repliqué.

—No tienes por qué lamentar nada de tu carta —dijo—. Al contrario, me has hecho el mayor favor que podías hacerme; me has demostrado que la teoría de Cyril Graham es perfectamente sólida.

—¿No me estarás diciendo que crees en Willie Hughes? —exclamé.

—¿Por qué no? —replicó—. Tú me has demostrado la cuestión. ¡,Crees que no sé estimar el valor de la evidencia?

—Pero no hay ninguna evidencia en absoluto —gemí, desplomándome en un asiento—. Cuando te escribí, estaba bajo la influencia de un entusiasmo completamente iluso. Me había dejado conmover por la historia de la muerte de Cyril Graham, fascinar por su romántica teoría, cautivar por la maravilla y la novedad de toda la idea. Ahora veo que la teoría se basa en un engaño. La única evidencia de la existencia de Willie Hughes es este cuadro que tienes ante ti, y el retrato es una falsificación. No te dejes llevar por puro sentimiento en este asunto. Cualquiera que sea lo que tenga que decir la invención respecto a la teoría de Willie Hughes, la razón queda fuera de juego frente a ella.

—No te entiendo —dijo Erskine, mirándome con asombro—. ¡Cómo!, tú mismo me has convencido con tu carta de que Willie Hughes es una absoluta realidad. ¿Por qué has cambiado de opinión? i,0 es que todo lo que has estado diciéndome es simplemente una broma?

—No podría explicártelo —repliqué—, pero ahora me doy cuenta de que no hay nada que decir en favor de la interpretación de Cyril Graham. Los Sonetos están dirigidos a lord Pembroke. ¡Por amor del cielo!, no malgastes el tiempo en un intento insensato de descubrir a un joven actor isabelino que nunca existió y de hacer de un títere fantasma el centro del gran ciclo de los Sonetos de Shakespeare.

—Ya veo que no comprendes la teoría —replicó.

—Mi querido Erskine —exclamé—, ¿que no la entiendo? ¡,Cómo?, si me da la sensación de que la he inventado yo. Ciertamente, mi carta te demuestra que no sólo me metí en todo el asunto, sino que presenté toda clase de pruebas. El único fallo de la teoría es que da por supuesta la existencia de la persona cuya existencia es el tema de la argumentación. Si admitimos que hubo en la compañía de Shakespeare un joven actor con el nombre de Willie Hughes, no es difícil hacer de él el objeto de los Sonetos; pero como sabemos que no hubo ningún actor con ese nombre en la compañía del teatro del Globo, es vano llevar la investigación más adelante.

—Pero eso es exactamente lo que no sabemos —dijo Erskine—. Es muy cierto que su nombre no figura en la lista que se da en la primera edición infolio; pero, como Cyril señaló, eso es una prueba más bien a favor de la existencia de Willie Hughes que en contra suya, si recordamos su traicionera deserción de Shakespeare por un dramaturgo rival.

Discutimos la cuestión durante horas, pero nada que pudiera decir yo hizo que Erskine quebrantara su fe en la interpretación de Cyril Graham. Me dijo que tenía la intención de dedicar su vida a probar la teoría, y que estaba decidido a hacer justicia a la memoria de Cyril Graham. Yo le supliqué, me reí de él, le rogué, pero fue inútil. Finalmente, nos separamos, no exactamente enfadados, pero ciertamente con una sombra entre nosotros. Él me tuvo por superficial, yo le tuve por iluso. Cuando le volví a visitar, su criado me dijo que se había marchado a Alemania.

Dos años después, al entrar yo en mi club, me entregó el conserje una carta con sello extranjero. Era de Erskine, y estaba escrita en el Hotel d'Angleterre de Cannes. Cuando la hube leído me llené de horror, aunque no me terminaba de creer que estuviera tan loco como para llevar a cabo su resolución. En esencia, la carta decía que había tratado por todos los medios de comprobar la teoría de Willie Hughes, y había fallado, y que, como Cyril Graham había dado la vida por esta teoría, él mismo había decidido dar la vida también por la misma causa. El final de la carta era el siguiente: «Todavía creo en Willie Hughes, y para cuando recibas esta carta habré muerto por mi propia mano en aras de Willie Hughes: por él, y por Cyril Graham, a quien llevé a la muerte por mi frívolo escepticismo y mi ignorante falta de fe. La verdad te fue revelada una vez, y tú la rechazaste; ahora vuelve a ti teñida con la sangre de dos vidas, ¡no le des la espalda!»

Fueron unos momentos horribles. Me sentí enfermo de tristeza, y a pesar de todo no podía creerlo. Morir por las propias creencias teológicas es el peor uso que puede hacer un hombre de su vida, pero ¡morir por una teoría literaria! Parecía imposible.

Miré la fecha; la carta había sido escrita hacía una semana. Algún desdichado azar había impedido que fuera yo al club durante varios días, pues de otro modo puede que la hubiera recibido a tiempo de salvarle. Tal vez no fuera demasiado tarde. Me dirigí a casa, hice el equipaje, y partí de la estación de Charing Cross en el expreso de la noche. El viaje fue inaguantable; pensaba que nunca llegaría.

En cuanto llegué, me dirigí en coche al Hotel d'Àngleterre. Me dijeron que Erskine había sido enterrado dos días antes en el cementerio de los ingleses. Había algo horrible, grotesco, en torno a toda la tragedia. Dije cosas frenéticas de todas clases, y la gente del vestíbulo me miraba con curiosidad.

De pronto, atravesó el vestíbulo lady Erskine, de luto riguroso. Cuando me vio, se acercó a mí, musitó algo sobre su pobre hijo y se deshizo en lágrimas. Yo la llevé a su salón. Allí la esperaba un señor mayor: era el médico inglés.

Hablamos mucho de Erskine, pero yo no dije nada sobre su motivo para suicidarse. Era evidente que no le había dicho nada a su madre sobre la razón que le había llevado a un acto tan funesto, tan demencial. Finalmente, lady Erskine se levantó y dijo:

—George te ha dejado algo como recuerdo, es una cosa que tenía en gran estima. Te lo iré a buscar.

Apenas hubo salido de la habitación, me volví al médico y dije:

—¡Qué golpe tan terrible debe haber sido para lady Erskine! Me admira que lo lleve así de bien.

—¡Oh!, sabía desde hacía meses que esto tenía que ocurrir —respondió.

—¿Que lo sabía desde hacía meses? —exclamé—. ¿Pero por qué no se lo impidió? ¿Por qué no hizo que le vigilaran? ¡Debía de estar loco!

El médico me miró de hito en hito.

—No sé lo que quiere usted decir —dijo.

—Bueno —exclamé—, si una madre sabe que su hijo se va a suicidar...

—¡Suicidar! —respondió—. El pobre Erskine no se suicidó; murió de tuberculosis. Vino aquí a morir. Desde el momento en que le vi supe que no había ninguna esperanza; tenía un pulmón casi deshecho, y el otro estaba muy afectado. Tres días antes de morir me preguntó si había alguna esperanza. Le dije con toda franqueza que no había ninguna, y que sólo le quedaban unos días de vida. Escribió algunas cartas, y tuvo la mayor resignación, conservando el conocimiento hasta el final.

En ese momento entró lady Erskine con el fatal retrato de Willie Hughes en la mano.

—Cuando George se estaba muriendo me pidió que te diera esto —dijo.

Al cogérselo, rodaron sus lágrimas sobre mi mano.

El cuadro está ahora colgado en mi biblioteca, donde es muy admirado por aquellos de mis amigos que tienen gustos artísticos. Han decidido que no es un Clouet, sino un Ouvry. Yo nunca me he preocupado de contarles su verdadera historia; pero a veces, cuando lo miro, pienso que hay realmente mucho que decir a favor de la teoría de Willie Hughes de los "Sonetos" de Shakespeare.


Publicado el 18 de agosto de 2016 por Edu Robsy.
Leído 67 veces.