Novelas Cortas

Pedro Antonio de Alarcón


Cuentos, Colección



LA BUENAVENTURA

I

No sé qué día de Agosto del año 1816 llegó a las puertas de la Capitanía general cierto haraposo y grotesco gitano, de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre Heredia, caballero en flaquísimo y destartalado burro mohino, cuyos arneses se reducían a una soga atada al pescuezo; y, echado que hubo pie a tierra, dijo con la mayor frescura «que quería ver al Capitán general

Excuso añadir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas de los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes antes de llegar a conocimiento del Excelentísimo Sr. D. Eugenio Portocarrero, conde del Montijo, a la sazón Capitán general del antiguo reino de Granada.... Pero como aquel prócer era hombre de muy buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, célebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su amor a lo ajeno..., con permiso del engañado dueño, dió orden de que dejasen pasar al gitano.

Penetró éste en el despacho de Su Excelencia, dando dos pasos adelante y uno atrás, que era como andaba en las circunstancias graves, y poniéndose de rodillas exclamó:

—¡Viva María Santísima y viva su merced, que es el amo de toitico el mundo!

—Levántate; déjate de zalamerías, y dime qué se te ofrece ...—respondió el Conde con aparente sequedad.

Heredia se puso también serio, y dijo con mucho desparpajo:

—Pues, señor, vengo a que se me den los mil reales.

—¿Qué mil reales?

—Los ofrecidos hace días, en un bando, al que presente las señas de Parrón.

—Pues ¡qué! ¿tú lo conocías?

—No, señor.

—Entonces....

—Pero ya lo conozco.

—¡Cómo!

—Es muy sencillo. Lo he buscado; lo he visto; traigo las señas, y pido mi ganancia.

—¿Estás seguro de que lo has visto?—exclamó el Capitán general con un interés que se sobrepuso a sus dudas.

El gitano se echó a reír, y respondió:

—¡Es claro! Su merced dirá: este gitano es como todos, y quiere engañarme.—¡No me perdone Dios si miento!—Ayer ví a Parrón.

—Pero ¿sabes tú la importancia de lo que dices? ¿Sabes que hace tres años que se persigue a ese monstruo, a ese bandido sanguinario, que nadie conoce ni ha podido nunca ver? ¿Sabes que todos los días roba, en distintos puntos de estas sierras, a algunos pasajeros; y después los asesina, pues dice que los muertos no hablan, y que ése es el único medio de que nunca dé con él la Justicia? ¿Sabes, en fin, que ver a Parrón es encontrarse con la muerte?

El gitano se volvió a reír, y dijo:

—Y ¿no sabe su merced que lo que no puede hacer un gitano no hay quien lo haga cuándo es verdad nuestra risa o nuestro llanto? ¿Tiene su merced noticia de alguna zorra que sepa tantas picardías como nosotros?—Repito, mi General, que, no sólo he visto a Parrón, sino que he hablado con él.

—¿Dónde?

—En el camino de Tózar.

—Dame pruebas de ello.

—Escuche su merced. Ayer mañana hizo ocho días que caímos mi borrico y yo en poder de unos ladrones. Me maniataron muy bien, y me llevaron por unos barrancos endemoniados hasta dar con una plazoleta donde acampaban los bandidos. Una cruel sospecha me tenía desazonado.—«¿Será esta gente de Parrón? (me decía a cada instante.) ¡Entonces no hay remedio, me matan!..., pues ese maldito se ha empeñado en que ningunos ojos que vean su fisonomía vuelvan a ver cosa ninguna.»

Estaba yo haciendo estas reflexiones, cuando se me presentó un hombre vestido de macareno con mucho lujo, y dándome un golpecito en el hombro y sonriéndose con suma gracia, me dijo:

—Compadre, ¡yo soy Parrón!

Oír esto y caerme de espaldas, todo fué una misma cosa.

El bandido se echó a reír.

Yo me levanté desencajado, me puse de rodillas, y exclamé en todos los tonos de voz que pude inventar:

—¡Bendita sea tu alma, rey de los hombres!... ¿Quién no había de conocerte por ese porte de príncipe real que Dios te ha dado? ¡Y que haya madre que para tales hijos! ¡Jesús! ¡Deja que te dé un abrazo, hijo mío! ¡Que en mal hora muera si no tenía gana de encontrarte el gitanico para decirte la buenaventura y darte un beso en esa mano de emperador!—¡También yo soy de los tuyos! ¿Quieres que te enseñe a cambiar burros muertos por burros vivos?—¿Quieres vender como potros tus caballos viejos? ¿Quieres que le enseñe el francés a una mula?

El Conde del Montijo no pudo contener la risa....—Luego preguntó:

—Y ¿qué respondió Parrón a todo eso? ¿Qué hizo? —Lo mismo que su merced; reírse a todo trapo.

—¿Y tú?

—Yo, señorico, me reía también; pero me corrían por las patillas lagrimones como naranjas.

—Continúa.

En seguida me alargó la mano y me dijo:

—Compadre, es V. el único hombre de talento que ha caído en mi poder. Todos los demás tienen la maldita costumbre de procurar entristecerme, de llorar, de quejarse y de hacer otras tonterías que me ponen de mal humor. Sólo V. me ha hecho reír: y si no fuera por esas lágrimas....

—Qué, ¡señor, si son de alegría!

—Lo creo. ¡Bien sabe el demonio que es la primera vez que me he reído desde hace seis u ocho años!—Verdad es que tampoco he llorado....

—Pero despachemos.—¡Eh, muchachos!

Decir Parrón estas palabras y rodearme una nube de trabucos, todo fué un abrir y cerrar de ojos.

—¡Jesús me ampare!—empecé a gritar.

—¡Deteneos! (exclamó Parrón.) No se trata de eso todavía.—Os llamo para preguntaros qué le habéis tomado a este hombre.

—Un burro en pelo.

—¿Y dinero?

—Tres duros y siete reales.

—Pues dejadnos solos.

Todos se alejaron.

—Ahora dime la buenaventura—exclamó el ladrón, tendiéndome la mano.

Yo se la cogí; medité un momento; conocí que estaba en el caso de hablar formalmente, y le dije con todas las veras de mi alma:

Parrón, tarde que temprano, quites la vida, ya me la dejes..., ¡morirás ahorcado! —Eso ya lo sabía yo.... (respondió el bandido con entera tranquilidad.)—Dime cuándo.

Me puse a cavilar.

Este hombre (pensé) me va a perdonar la vida; mañana llego a Granada y doy el cante; pasado mañana lo cogen.... Después empezará la sumaria....

—¿Dices que cuándo? (le respondí en alta voz.)—Pues ¡mira! va a ser el mes que entra.

Parrón se estremeció, y yo también, conociendo que el amor propio de adivino me podía salir por la tapa de los sesos.

—Pues mira tú, gitano.... (contestó Parrón muy lentamente.) Vas a quedarte en mi poder....—¡Si en todo el mes que entra no me ahorcan, te ahorco yo a ti, tan cierto como ahorcaron a mi padre!—Si muero para esa fecha, quedarás libre.

—¡Muchas gracias! (dije yo en mi interior.) ¡Me perdona ... después de muerto!

Y me arrepentí de haber echado tan corto el plazo.

Quedamos en lo dicho: fuí conducido a la cueva, donde me encerraron, y Parrón montó en su yegua y tomó el tole por aquellos breñales....

—Vamos, ya comprendo ... (exclamó el Conde del Montijo.) Parrón ha muerto; tú has quedado libre, y por eso sabes sus señas....

—¡Todo lo contrario, mi General! Parrón vive, y aquí entra lo más negro de la presente historia.

II

Pasaron ocho días sin que el capitán volviese a verme. Según pude entender, no había parecido por allí desde la tarde que le hice la buenaventura; cosa que nada tenía de raro, a lo que me contó uno de mis guardianes.

—Sepa V. (me dijo) que el Jefe se va al infierno de vez en cuando, y no vuelve hasta que se le antoja.—Ello es que nosotros no sabemos nada de lo que hace durante sus largas ausencias.

A todo esto, a fuerza de ruegos, y como pago de haber dicho serían ahorcados y que llevarían una vejez muy tranquila, había yo conseguido que por las tardes me sacasen de la cueva y me atasen a un árbol, pues en mi encierro me ahogaba de calor.

Pero excuso decir que nunca faltaban a mi lado un par de centinelas.

Una tarde, a eso de las seis, los ladrones que habían salido de servicio aquel día a las órdenes del segundo de parrón, regresaron al campamento, llevando consigo, maniatado como pintan a nuestro Padre Jesús Nazareno, a un pobre segador de cuarenta a cincuenta años, cuyas lamentaciones partían el alma.

—¡Dadme mis veinte duros! (decía.) ¡Ah! ¡Si supierais con qué afanes los he ganado! ¡Todo un verano segando bajo el fuego del sol!... ¡Todo un verano lejos de mi pueblo, de mi mujer y de mis hijos!—¡Así he reunido, con mil sudores y privaciones, esa suma, con que podríamos vivir este invierno!... ¡Y cuando ya voy de vuelta, deseando abrazarlos y pagar las deudas que para comer hayan hecho aquellos infelices, ¿cómo he de perder ese dinero, que es para mí un tesoro?—¡Piedad, señores! ¡Dadme mis veinte duros! ¡Dádmelos, por los dolores de María Santísima!

Una carcajada de burla contestó a las quejas del pobre padre.

Yo temblaba de horror en el árbol a que estaba atado; porque los gitanos también tenemos familia.

—No seas loco.... (exclamó al fin un bandido, dirigiéndose al segador.)—Haces mal en pensar en tu dinero, cuando tienes cuidados mayores en que ocuparte....

—¡Cómo!—dijo el segador, sin comprender que hubiese desgracia más grande que dejar sin pan a sus hijos.

—¡Estás en poder de Parrón!

Parrón.... ¡No le conozco!... Nunca lo he oído nombrar.... ¡Vengo de muy lejos! Yo soy de Alicante, y he estado segando en Sevilla.

—Pues, amigo mío, Parrón quiere decir la muerte. Todo el que cae en nuestro poder es preciso que muera. Así, pues, haz testamento en dos minutos y encomienda el alma en otros dos.—¡Preparen! ¡Apunten!—Tienes cuatro minutos.

—Voy a aprovecharlos.... ¡Oídme, por compasión!...

—Habla.

—Tengo seis hijos ... y una infeliz ...—diré viuda..., pues veo que voy a morir....—Leo en vuestros ojos que sois peores que fieras.... ¡Sí, peores! Porque las fieras de una misma especie no se devoran unas a otras.—¡Ah! ¡Perdón!... No sé lo que me digo. será padre!... ¿No hay un padre entre vosotros? ¿Sabéis lo que son seis niños pasando un invierno sin pan? ¿Sabéis lo que es una madre que ve morir a los hijos de sus entrañas, diciendo: «Tengo hambre..., tengo frío»?—Señores, ¡yo no quiero mi vida sino por ellos! ¿Qué es para mí la vida? ¡Una cadena de trabajos y privaciones!—¡Pero debo vivir para mis hijos!... ¡Hijos míos! ¡Hijos de mi alma!

Y el padre se arrastraba por el suelo, y levantaba hacia los ladrones una cara.... ¡Qué cara!... ¡Se parecía a la de los santos que el rey Nerón echaba a los tigres, según dicen los padres predicadores....

Los bandidos sintieron moverse algo dentro de su pecho, pues se miraron unos a otros...; y viendo que todos estaban pensando la misma cosa, uno de ellos se atrevió a decirla....

—¿Qué dijo?—preguntó el Capitán general, profundamente afectado por aquel relato.

—Dijo: «Caballeros, lo que vamos a hacer no lo sabrá nunca Parrón....»

—Nunca..., nunca ...—tartamudearon los bandidos.

—Márchese V., buen hombre....—exclamó entonces uno que hasta lloraba.

Yo hice también señas al segador de que se fuese al instante.

El infeliz se levantó lentamente.

—Pronto.... ¡Márchese V.!—repitieron todos volviéndole la espalda.

El segador alargó la mano maquinalmente.

—¿Te parece poco? (gritó uno.)—¡Pues no quiere su dinero!—Vaya..., vaya.... ¡No nos tiente V. la paciencia! El pobre padre se alejó llorando, y a poco desapareció.

Media hora había transcurrido, empleada por los ladrones en jurarse unos a otros no decir nunca a su capitán que habían perdonado la vida a un hombre, cuando de pronto apareció Parrón, trayendo al segador en la grupa de su yegua.

Los bandidos retrocedieron espantados.

Parrón se apeó muy despacio, descolgó su escopeta de dos cañones, y, apuntando a sus camaradas, dijo:

—¡Imbéciles! ¡Infames! ¡No sé cómo no os mato a todos!—¡Pronto! ¡Entregad a este hombre los duros que le habéis robado!

Los ladrones sacaron los veinte duros y se los dieron al segador, el cual se arrojó a los pies de aquel personaje que dominaba a los bandoleros y que tan buen corazón tenía....

Parrón le dijo:

—¡A la paz de Dios!—Sin las indicaciones de V., nunca hubiera dado con ellos. ¡Ya ve V. que desconfiaba de mí sin motivo!... He cumplido mi promesa.... Ahí tiene V. sus veinte duros....—Conque ... ¡en marcha!

El segador lo abrazó repetidas veces y se alejó lleno de júbilo. Pero no habría andado cincuenta pasos, cuando su bienhechor lo llamó de nuevo.

El pobre hombre se apresuró a volver pies atrás.

—¿Qué manda V.?—le preguntó, deseando ser útil al que había devuelto la felicidad a su familia. —¿Conoce V. a Parrón?—le preguntó él mismo.

—No lo conozco.

—¡Te equivocas! (replicó el bandolero.) Yo soy Parrón.

El segador se quedó estupefacto.

Parrón se echó la escopeta a la cara y descargó los dos tiros contra el segador, que cayó redondo al suelo.

—¡Maldito seas!—fué lo único que pronunció.

En medio del terror que me quitó la vista, observé que el árbol en que yo estaba atado se estremecía ligeramente y que mis ligaduras se aflojaban.

Una de las balas, después de herir al segador, había dado en la cuerda que me ligaba al tronco y la había roto.

Yo disimulé que estaba libre, y esperé una ocasión para escaparme.

Entretanto decía Parrón a los suyos, señalando al segador:

—Ahora podéis robarlo.—Sois unos imbéciles..., ¡unos canallas! ¡Dejar a ese hombre, para que se fuera, como se fué, dando gritos por los caminos reales!... Si conforme soy yo lo encuentra y se entera de lo que pasaba, hubieran sido los migueletes habría dado vuestras señas y las de nuestra guarida, como me las ha dado a mí, y estaríamos ya todos en la cárcel!—¡Ved las consecuencias de robar sin matar!—Conque basta ya de sermón y enterrad ese cadáver para que no apeste.

Mientras los ladrones hacían el hoyo y Parrón se sentaba a merendar dándome la espalda, me alejé poco a poco del árbol y me descolgué al barranco próximo....

Ya era de noche. Protegido por sus sombras salí a todo escape, y, a la luz de las estrellas, divisé mi borrico, que comía allí tranquilamente, atado a una encina. Montéme en él, y no he parado hasta llegar aquí....

Por consiguiente, señor, déme V. los mil reales, y yo daré las señas de Parrón, el cual se ha quedado con mis tres duros y medio.... Dictó el gitano la filiación del bandido; cobró desde luego la suma ofrecida, y salió de la Capitanía general, dejando asombrados al Conde del Montijo y al sujeto, allí presente, que nos ha contado todos estos pormenores.

Réstanos ahora saber si acertó o no acertó Heredia al decir la buenaventura a Parrón.

III

Quince días después de la escena que acabamos de referir, y a eso de las nueve de la mañana, muchísima gente ociosa presenciaba, en la calle de San Juan de Dios y parte de la de San Felipe de aquella misma capital, la reunión de dos compañías de migueletes que debían salir a las nueve y media en busca de Parrón, cuyo paradero, así como sus señas personales y las de todos sus compañeros de fechorías, había al fin averiguado el Conde del Montijo.

El interés y emoción del público eran extraordinarios, y no menos la solemnidad con que los migueletes se despedían de sus familias y amigos para marchar a tan importante empresa. ¡Tal espanto había llegado a infundir Parrón a todo el antiguo reino granadino!

—Parece que ya vamos a formar ... (dijo un miguelete a otro), y no veo al cabo López....

—¡Extraño es, a fe mía, pues él llega siempre antes que nadie cuando se trata de salir en busca de Parrón, a quien odia con sus cinco sentidos!

—Pues ¿no sabéis lo que pasa?—dijo un tercer miguelete, tomando parte en la conversación.

—¡Hola! Es nuestro nuevo camarada....—¿Cómo te va en nuestro Cuerpo?

—¡Perfectamente!—respondió el interrogado.

Era éste un hombre pálido y de porte distinguido, del cual se despegaba mucho el traje de soldado.

—Conque ¿decías....—replicó el primero. —¡Ah! ¡Sí! Que el cabo López ha fallecido....—respondió el miguelete pálido.

Manuel.... ¿Qué dices?—¡Eso no puede ser!...—Yo mismo he visto a López esta mañana, como te veo a ti....

El llamado Manuel contestó fríamente:

—Pues hace media hora que lo ha matado Parrón.

¿Parrón? ¿Dónde?

—¡Aquí mismo! ¡En Granada! En la Cuesta del Perro se ha encontrado el cadáver de López.

Todos quedaron silenciosos y Manuel empezó a silbar una canción patriótica.

—¡Van once migueletes en seis días! (exclamó un sargento.) ¡Parrón se ha propuesto exterminarnos!—Pero ¿cómo es que está en Granada? ¿No íbamos á buscarlo a la Sierra de Loja?

Manuel dejó de silbar, y dijo con su acostumbrada indiferencia:

—Una vieja que presenció el delito dice que, luego que mató a López, ofreció que, si íbamos á buscarlo, tendríamos el gusto de verlo....

—¡Camarada! ¡Disfrutas de una calma asombrosa! ¡Hablas de Parrón con un desprecio!...

—Pues ¿qué es Parrón más que un hombre?—repuso Manuel con altanería.

—¡A la formación!—gritaron en este acto varias voces.

Formaron las dos compañías, y comenzó la lista nominal.

En tal momento acertó a pasar por allí el gitano Heredia, el cual se paró, como todos, a ver aquella lucidísima tropa.

Notóse entonces que Manuel, el nuevo miguelete, dió un retemblido y retrocedió un poco, como para ocultarse detrás de sus compañeros.... Al propio tiempo Heredia fijó en él sus ojos; y dando un grito y un salto como si le hubiese picado una víbora, arrancó a correr hacia la calle de San Jerónimo.

Manuel se echó la carabina a la cara y apuntó al gitano....

Pero otro miguelete tuvo tiempo de mudar la dirección del arma, y el tiro se perdió en el aire.

—¡Está loco! ¡Manuel se ha vuelto loco! ¡Un miguelete ha perdido el juicio!—exclamaron sucesivamente los mil espectadores de aquella escena.

Y oficiales, y sargentos, y paisanos rodeaban a aquel hombre, que pugnaba por escapar, y al que por lo mismo sujetaban con mayor fuerza, abrumándolo a preguntas, reconvenciones y dicterios que no le arrancaron contestación alguna.

Entretanto Heredia había sido preso en la plaza de la Universidad por algunos transeuntes, que, viéndole correr después de haber sonado aquel tiro, lo tomaron por un malhechor.

—¡Llevadme a la Capitanía general! (decía el gitano.) ¡Tengo que hablar con el Conde del Montijo!

—¡Qué Conde del Montijo ni qué niño muerto! (le respondieron sus aprehensores.)—¡Ahí están los migueletes, y ellos verán lo que hay que hacer con tu persona!

—Pues lo mismo me da.... (respondió Heredia.)—Pero tengan Vds. cuidado de que no me mate Parrón....

—¿Cómo Parrón?...¿Qué dice este hombre?

—Venid y veréis.

Así diciendo, el gitano se hizo conducir delante del jefe de los migueletes, y señalando a Manuel, dijo:

—Mi Comandante, ¡ése es Parrón, y yo soy el gitano que dió hace quince días sus señas al Conde del Montijo!

—¡Parrón! ¡Parrón está preso! ¡Un miguelete era Parrón!...—gritaron muchas voces.

—No me cabe duda.... (decía entretanto el Comandante, leyendo las señas que le había dado el Capitán general.)—¡A fe que hemos estado torpes!—Pero ¿a quién se le hubiera ocurrido buscar al capitán de ladrones entre los migueletes que iban a prenderlo?

—¡Necio de mí! (exclamaba al mismo tiempo Parrón, mirando al gitano con ojos de león herido): ¡es el único hombre a quien he perdonado la vida! ¡Merezco lo que me pasa!

A la semana siguiente ahorcaron a Parrón.

Cumplióse, pues, literalmente la buenaventura del gitano....

Lo cual (dicho sea para concluir dignamente) no significa que debáis creer en la infalibilidad de tales vaticinios, ni menos que fuera acertada regla de conducta la de Parrón, de matar a todos los que llegaban a conocerle....—Significa tan sólo que los caminos de la Providencia son inescrutables para la razón humana;—doctrina que, a mi juicio, no puede ser más ortodoxa.

Guadix, 1853.

LA CORNETA DE LLAVES

Querer es poder.

I

Don Basilio, ¡toque V. la corneta, y bailaremos!—Debajo de estos árboles no hace calor....

—Sí, sí..., D. Basilio: ¡toque V. la corneta de llaves!

—¡Traedle a D. Basilio la corneta en que se está enseñando Joaquín!

—¡Poco vale!...—¿La tocará V., D. Basilio?

—¡No!

—¿Cómo que no?

—¡Que no!

—¿Por qué?

—Porque no sé.

—¡Que no sabe

—Sin duda quiere que le regalemos el oído....

—¡Vamos! de infantería!...

—Y que nadie ha tocado la corneta de llaves como V....

—Y que lo oyeron en Palacio..., en tiempos de Espartero....

—Y que tiene V. una pensión....

—¡Vaya, D. Basilio! ¡Apiádese V.!

—Pues, señor.... ¡Es verdad! He tocado la corneta de llaves; he sido una ... una especialidad, como dicen ustedes ahora...; pero también es cierto que hace dos años regalé mi corneta a un pobre músico licenciado, y que desde entonces no he vuelto... ni a tararear.

—¡Qué lástima! —¡Otro Rossini!

—¡Oh! ¡Pues lo que es esta tarde, usted!...

—Aquí, en el campo, todo es permitido....

—¡Recuerde V. que es mi día,!...

—¡Viva! ¡Viva! ¡Ya está aquí la corneta!

—Sí, ¡que toque!

—Un vals....

—No..., ¡una polca!...

—¡Polca!... ¡Quita allá!—¡Un fandango!

—Sí..., sí..., ¡fandango! ¡Baile nacional!

—Lo siento mucho, hijos míos; pero no me es posible tocar la corneta....

—¡Usted, tan amable!...

—Tan complaciente....

—¡Se lo suplica a V. su nietecito!...

—Y su sobrina....

—¡Dejadme, por Dios!—He dicho que no toco.

—¿Por qué?

—Porque no me acuerdo; y porque, además, he jurado no volver a aprender....

—¿A quién se lo ha jurado?

—¡A mí mismo, a un muerto, y a tu pobre madre, hija mía!

Todos los semblantes se entristecieron súbitamente al escuchar estas palabras.

—¡Oh!... ¡Si supierais a qué costa aprendí a tocar la corneta!...—añadió el viejo.

—¡La historia! ¡La historia! (exclamaron los jóvenes.) Contadnos esa historia.

—En efecto.... (dijo D. Basilio.)—Es toda una historia. Escuchadla, y vosotros juzgaréis si puedo o no puedo tocar la corneta....

Y sentándose bajo un árbol rodeado de unos curiosos y afables adolescentes, contó la historia de sus lecciones de música.

No de otro modo, Mazzepa, el héroe de Byron, contó una noche a Carlos XII,Mazzepa, debajo de otro árbol, la terrible historia de sus lecciones de equitación.

Oigamos a D. Basilio.

II

Hace diez y siete años que ardía en España la guerra civil.

Carlos e IsabelMazzepa, se disputaban la corona, y los españoles, divididos en dos bandos, derramaban su sangre en lucha fratricida.

Tenía yo un amigo, llamado Ramón Gámez, teniente de cazadores de mi mismo batallón, el hombre más cabal que he conocido....—Nos habíamos educado juntos; juntos salimos del colegio; juntos peleamos mil veces, y juntos deseábamos morir por la libertad....—¡Oh! ¡Estoy por decirMazzepa, que él era más liberal que yo y que todo el ejército!...

Pero he aquí que cierta injusticia cometida por nuestro Jefe en daño de Ramón; uno de esos abusos de autoridad que disgustan de la más honrosa carrera; una arbitrariedad, en fin, hizo desear al Teniente de cazadores abandonar las filas de sus hermanos, al amigo dejar al amigo, al liberal pasarse a la facción, al subordinado matar a su Teniente Coronel....—¡Buenos humos teníaMazzepa, Ramón para aguantar insultos e injusticias ni al luceroMazzepa, del alba!

Ni mis amenazas, ni mis ruegos, bastaron a disuadirle de su propósito. ¡Era cosa resuelta! ¡Cambiaría el morriónMazzepa, por la boina,Mazzepa, odiando como odiaba mortalmente a los facciosos!

A la sazón nos hallábamos en el Principado,Mazzepa, a tres leguas del enemigo.

Era la noche en que Ramón debía desertar, noche lluviosa y fría, melancólica y triste, víspera de una batalla.

A eso de las doce entró Ramón en mi alojamiento.

Yo dormía. —Basilio....—murmuró a mi oído.

—¿Quién es?

—Soy yo.—¡Adiós!

—¿Te vas ya?

—Sí; adiós.

Y me cogió una mano.

—Oye ... (continuó); si mañana hay, como se cree, una batalla, y nos encontramos en ella....

—Ya lo sé: somos amigos.

—Bien; nos damos un abrazo, y nos batimos en seguida.

—¡Yo moriré mañana regularmente,Mazzepa, pues pienso atropellar por todo hasta que mate al Teniente Coronel!—En cuanto a ti, Basilio, no te expongas....—La gloria es humo.

—¿Y la vida?

—Dices bien: hazte comandante.... (exclamó Ramón.) La paga no es humo..., sino después que uno se la ha fumado....—¡Ay! ¡Todo eso acabó para mí!

—¡Qué tristes ideas! (dije yo no sin susto.)—Mañana sobreviviremos los dos a la batalla.

—Pues emplacémonos para después de ella....

—¿Dónde?

—En la ermita de San Nicolás, a la una de la noche.—El que no asista, será porque haya muerto.—¿Quedamos conformes?

—Conformes.

—Entonces.... ¡Adiós!...

—Adiós.

Así dijimos; y después de abrazarnos tiernamente, Ramón desapareció en las sombras nocturnas.

III

Como esperábamos, los facciosos nos atacaron al siguiente día.

La acción fué muy sangrienta, y duró desde las tres de la tarde hasta el anochecer. A cosa de las cinco, mi batallón fué rudamente acometido por una fuerza de alaveses que mandaba Ramón....

¡Ramón llevaba ya las insignias de Comandante y la boina blanca de carlista!...

Yo mandé hacer fuego contra Ramón, y Ramón contra mí: es decir, que su gente y mi batallón lucharon cuerpo a cuerpo.

Nosotros quedamos vencedores, y Ramón tuvo que huir con los muy mermados restos de sus alaveses; pero no sin que antes hubiera dado muerte por sí mismo, de un pistoletazo, al que la víspera era su Teniente Coronel; el cual en vano procuró defenderse de aquella furia....

A las seis la acción se nos volvió desfavorable, y parte de mi pobre compañía y yo fuimos cortados y obligados a rendirnos....

Condujéronme, pues, prisionero a la pequeña villa de..., ocupada por los carlistas desde los comienzos de aquella campaña, y donde era de suponer que me fusilarían inmediatamente....

La guerra era entonces sin cuartel.

IV

Sonó la una de la noche de tan aciago día: ¡la hora de mi cita con Ramón!

Yo estaba encerrado en un calabozo de la cárcel pública de dicho pueblo.

Pregunté por mi amigo, y me contestaron:

—¡Es un valiente! Ha matado a un Teniente Coronel. Pero habrá perecido en la última hora de la acción....

—¡Cómo! ¿Por qué lo decís?

—Porque no ha vuelto del campo, ni la gente que ha estado hoy a sus órdenes da razón de él....

¡Ah! ¡Cuánto sufrí aquella noche!

Una esperanza me quedaba.... Que Ramón me estuviese aguardando en la ermita de San Nicolás, y que por este motivo no hubiese vuelto al campamento faccioso.

—¡Cuál será su pena al ver que no asisto a la cita! (pensaba yo.)—¡ Me creerá muerto!—¿Y, por ventura, tan lejos estoy de mi última hora? ¡Los facciosos fusilan ahora siempre a los prisioneros; ni más ni menos que nosotros!...

Así amaneció el día siguiente.

Un Capellán entró en mi prisión.

Todos mis compañeros dormían.

—¡La muerte!—exclamé al ver al Sacerdote.

—Sí—respondió éste con dulzura.

—¡Ya!

—No: dentro de tres horas.

Un minuto después habían despertado mis compañeros.

Mil gritos, mil sollozos, mil blasfemias llenaron los ámbitos de la prisión.

V

Todo hombre que va a morir suele aferrarse a una idea cualquiera y no abandonarla más.

Pesadilla, fiebre o locura, esto me sucedió a mí.—La idea de Ramón; de Ramón vivo, de Ramón muerto, de Ramón en el cielo, de Ramón en la ermita, se apoderó de mi cerebro de tal modo, que no pensé en otra cosa durante aquellas horas de agonía.

Quitáronme el uniforme de Capitán, y me pusieron una gorra y un capote viejo de soldado.

Así marché a la muerte con mis diez y nueve compañeros de desventura....

Sólo uno había sido indultado ... ¡por la circunstancia de ser músico!—Los carlistas perdonaban entonces la vida a los músicos, a causa de tener gran falta de ellos en sus batallones.... —Y ¿era V. músico, D. Basilio?—¿Se salvó V. por eso?—preguntaron todos los jóvenes a una voz.

—No, hijos míos.... (respondió el veterano.) ¡Yo no era músico!

Formóse el cuadro, y nos colocaron en medio de él....

Yo hacía el número once, es decir, yo moriría el undécimo....

Entonces pensé en mi mujer y en mi hija, ¡en ti y en tu madre, hija mía!

Empezaron los tiros....

¡Aquellas detonaciones me enloquecían!

Como tenía vendados los ojos, no veía caer a mis compañeros.

Quise contar las descargas para saber, un momento antes de morir, que se acababa mi existencia en este mundo....

Pero a la tercera o cuarta detonación perdí la cuenta.

¡Oh! ¡Aquellos tiros tronarán eternamente en mi corazón y en mi cerebro, como tronaban aquel día!

Ya creía oírlos a mil leguas de distancia; ya los sentía reventar dentro de mi cabeza.

¡Y las detonaciones seguían!

—¡Ahora!—pensaba yo.

Y crujía la descarga, y yo estaba vivo.

—¡Esta es!...—me dije por último.

Y sentí que me cogían por los hombros, y me sacudían, y me daban voces en los oídos....

Caí....

No pensé más....

Pero sentía algo como un profundo sueño....

Y soñé que había muerto fusilado.

VI

Luego soñé que estaba tendido en una camilla, en mi prisión.

No veía.

Llevéme la mano a los ojos como para quitarme una venda, y me toqué los ojos abiertos, dilatados....—¿Me había quedado ciego?

No....—Era que la prisión se hallaba llena de tinieblas.

Oí un doble de campanas..., y temblé.

Era el toque de Animas.

—Son las nueve.... (pensé.)—Pero ¿de qué día?

Una sombra más obscura que el tenebroso aire de la prisión se inclinó sobre mí.

Parecía un hombre....

¿Y los demás? ¿Y los otros diez y ocho?

¡Todos habían muerto fusilados!

¿Y yo?

Yo vivía, o deliraba dentro del sepulcro.

Mis labios murmuraron maquinalmente un nombre, el nombre de siempre, mi pesadilla....

—¡«Ramón!»

—¿Qué quieres?—me respondió la sombra que había a mi lado.

Me estremecí.

—¡Dios mío! (exclamé.)—¿Estoy en el otro mundo?

—¡No!—dijo la misma voz.

—Ramón, ¿vives?

—Sí.

—¿Y yo?

—También.

—¿Dónde estoy?—¿Es ésta la ermita de San Nicolás?—¿No me hallo prisionero?—¿Lo he soñado todo?

—No, Basilio; no has soñado nada.—Escucha.

VII

Como sabrás, ayer maté al Teniente Coronel en buena lid....—¡Estoy vengado!—Después, loco de furor, seguí matando..., y maté ... hasta después de anochecido..., hasta que no había un cristino en el campo de batalla.... Cuando salió la luna, me acordé de ti.—Entonces enderecé mis pasos a la ermita de San Nicolás con intención de esperarte.

Serían las diez de la noche. La cita era a la una, y la noche antes no había yo pegado los ojos....—Me dormí, pues, profundamente.

Al dar la una, lancé un grito y desperté.

Soñaba que habías muerto....

Miré a mi alrededor, y me encontré solo.

¿Qué había sido de ti?

Dieron las dos..., las tres..., las cuatro....—¡Qué noche de angustia!

Tú no parecías....

¡Sin duda habías muerto!...

Amaneció.

Entonces dejé la ermita, y me dirigí a este pueblo en busca de los facciosos.

Llegué al salir el sol.

Todos creían que yo había perecido la tarde antes....

Así fué que, al verme, me abrazaron, y el General me colmó de distinciones.

En seguida supe que iban a ser fusilados veintiún prisioneros.

Un presentimiento se levantó en mi alma.

—¿Será Basilio uno de ellos?—me dije.

Corrí, pues, hacia el lugar de la ejecución.

El cuadro estaba formado.

Oí unos tiros....

Habían empezado a fusilar.

Tendí la vista...; pero no veía....

Me cegaba el dolor; me desvanecía el miedo.

Al fin te distingo....

¡Ibas a morir fusilado!

Faltaban dos víctimas para llegar a ti....

¿Qué hacer? Me volví loco; dí un grito; te cogí entre mis brazos, y, con una voz ronca, desgarradora, tremebunda, exclamé:

—¡Éste no! ¡Éste no, mi General!...

El General, que mandaba el cuadro, y que tanto me conocía por mi comportamiento de la víspera, me preguntó:

—Pues qué, ¿es músico?

Aquella palabra fué para mí lo que sería para un viejo ciego de nacimiento ver de pronto el sol en toda su refulgencia.

La luz de la esperanza brilló a mis ojos tan súbitamente, que los cegó.

—¡Músico (exclamé); sí..., sí..., mi General! ¡Es músico! ¡Un gran músico!

Tú, entretanto, yacías sin conocimiento.

—¿Qué instrumento toca?—preguntó el General.

—El ... la ... el ... el...; ¡si!... ¡justo!..., eso es..., ¡la corneta de llaves!

—¿Hace falta un corneta de llaves?—preguntó el General, volviéndose a la banda de música.

Cinco segundos, cinco siglos, tardó la contestación.

—Sí, mi General; hace falta—respondió el Músico mayor.

—Pues sacad a ese hombre de las filas, y que siga la ejecución al momento....—exclamó el jefe carlista.

Entonces te cogí en mis brazos y te conduje a este calabozo.

VIII

No bien dejó de hablar Ramón, cuando me levanté y le dije, con lágrimas, con risa, abrazándolo, trémulo, yo no sé cómo:

—¡Te debo la vida!

—¡No tanto!—respondió Ramón.

—¿Cómo es eso?—exclamé.

—¿Sabes tocar la corneta?

—No.

—Pues no me debes la vida, sino que he comprometido la mía sin salvar la tuya. Quedéme frío como una piedra.

—¿Y música? (preguntó Ramón.) ¿Sabes?

—Poca, muy poca....—Ya recordarás la que nos enseñaron en el colegio....

—¡Poco es, o, mejor dicho, nada!—¡Morirás sin remedio!... ¡Y yo también, por traidor..., por falsario!—¡Figúrate tú que dentro de quince días estará organizada la banda de música a que has de pertenecer!...

—¡Quince días!

—¡Ni más ni menos!—Y como no tocarás la corneta.... (porque Dios no hará un milagro), nos fusilarán a los dos sin remedio.

—¡Fusilarte! (exclamé.) ¡A ti! ¡Por mí! ¡Por mí, que te debo la vida!—¡Ah, no, no querrá el cielo! Dentro de quince días sabré música y tocaré la corneta de llaves.

Ramón se echó a reír.

IX

—¿Qué más queréis que os diga, hijos míos?

En quince días ... ¡oh poder de la voluntad! En quince días con sus quince noches (pues no dormí ni reposé un momento en medio mes), ¡asombraos!... ¡En quince días aprendí a tocar la corneta!

¡Qué días aquellos!

Ramón y yo nos salíamos al campo, y pasábamos horas y horas con cierto músico que diariamente venía de un lugar próximo a darme lección....

¡Escapar!...— Leo en vuestros ojos esta palabra....—¡Ay! Nada más imposible!—Yo era prisionero, y me vigilaban.... Y Ramón no quería escapar sin mí.

Y yo no hablaba, yo no pensaba, yo no comía....

Estaba loco, y mi monomanía era la música, la corneta, la endemoniada corneta de llaves....

¡Quería aprender, y aprendí! Y, si hubiera sido mudo, habría hablado....

Y, paralítico, hubiera andado....

Y, ciego, hubiera visto.

¡Porque quería!

¡Oh! ¡La voluntad suple por todo!—QUERER ES PODER.

Quería: ¡he aquí la gran palabra!

Quería..., y lo conseguí.—¡Niños, aprended esta gran verdad!

Salvé, pues, mi vida y la de Ramón.

Pero me volví loco.

Y, loco, mi locura fué el arte.

En tres años no solté la corneta de la mano.

Do-re-mi-fa-sol-la-si; he aquí mi mundo durante todo aquel tiempo.

Mi vida se reducía a soplar.

Ramón no me abandonaba....

Emigré a Francia, y en Francia seguí tocando la corneta.

¡La corneta era yo! ¡Yo cantaba con la corneta en la boca!

Los hombres, los pueblos, las notabilidades] del arte se agrupaban para oírme....

Aquello era un pasmo, una maravilla....

La corneta se doblegaba entre mis dedos; se hacía elástica, gemía, lloraba, gritaba, rugía; imitaba al ave, a la fiera, al sollozo humano....—Mi pulmón era de hierro.

Así viví otros dos años más.

Al cabo de ellos falleció mi amigo.

Mirando su cadáver, recobré la razón....

Y cuando, ya en mi juicio, cogí un día la corneta ... (¡qué asombro!), me encontré con que no sabía tocarla....

¿Me pediréis ahora que os haga són para bailar?

Madrid, 1854.

LAS DOS GLORIAS

Un día que el célebre pintor flamenco Pedro Pablo Rubens andaba recorriendo los templos de Madrid acompañado de sus afamados discípulos, penetró en la iglesia de un humilde convento, cuyo nombre no designa la tradición.

Poco o nada encontró que admirar el ilustre artista en aquel pobre y desmantelado templo, y ya se marchaba renegando, como solía, del mal gusto de los frailes de Castilla la Nueva, cuando reparó en cierto cuadro medio oculto en las sombras de feísima capilla; acercóse a él, y lanzó una exclamación de asombro.

Sus discípulos le rodearon al momento,] preguntándole:

—¿Qué habéis encontrado, maestro?

—¡Mirad!—dijo Rubens señalando, por toda contestación, al lienzo que tenía delante.

Los jóvenes quedaron tan maravillados como el autor del Descendimiento.

Representaba aquel cuadro la Muerte de un religioso.— Era éste muy joven, y de una belleza que ni la penitencia ni la agonía habían podido eclipsar, y hallábase tendido sobre los ladrillos de su celda, velados ya los ojos por la muerte, con una mano extendida sobre una calavera, y estrechando con la otra, a su corazón, un crucifijo de madera y cobre.

En el fondo del lienzo se veía pintado otro cuadro, que figuraba estar colgado cerca del lecho de que se suponía haber salido el religioso para morir con más humildad sobre la dura tierra.

Aquel segundo cuadro representaba a una difunta, joven hermosa, tendida en el ataúd entre fúnebres cirios y negras y suntuosas colgaduras.... Nadie hubiera podido mirar estas dos escenas, contenida la una en la otra, sin comprender que se explicaban y completaban recíprocamente. Un amor desgraciado, una esperanza muerta, un desencanto de la vida, un olvido eterno del mundo: he aquí el poema misterioso que se deducía de los dos ascéticos dramas que encerraba aquel lienzo.

Por lo demás, el color, el dibujo, la composición, todo revelaba un genio de primer orden.

—Maestro, ¿de quién puede ser esta magnífica obra?—preguntaron a Rubens sus discípulos, que ya habían alcanzado el cuadro.

—En este ángulo ha habido un nombre escrito (respondió el maestro); pero hace muy pocos meses que ha sido borrado.—En cuanto a la pintura, no tiene arriba de treinta años, ni menos de veinte.

—Pero el autor....

—El autor, según el mérito del cuadro, pudiera ser Velazquez, Zurbarán, Ribera, o el joven Murillo, de quien tan prendado estoy.... Pero Velazquez no siente de este modo. Tampoco es Zurbarán, si atiendo al color y a la manera de ver el asunto. Menos aún debe atribuirse a Murillo ni a Ribera: aquél es más tierno, y éste es más sombrío; y, además, ese estilo no pertenece ni a la escuela del uno ni a la del otro. En resumen: yo no conozco al autor de este cuadro, y hasta juraría que no he visto jamás obras suyas.—Voy más lejos: creo que el pintor desconocido, y acaso ya muerto, que ha legado al mundo tal maravilla, no perteneció a ninguna escuela, ni ha pintado más cuadro que éste, ni hubiera podido pintar otro que se le acercara en mérito.... Ésta es una obra de pura inspiración, un asunto propio, un reflejo del alma, un pedazo de la vida.... Pero.... ¡Qué idea!—¿Queréis saber quién ha pintado ese cuadro?—¡Pues lo ha pintado ese mismo muerto que veis en él!

—¡Eh! Maestro.... ¡Vos os burláis! —No: yo me entiendo....

—Pero ¿cómo concebís que un difunto haya podido pintar su agonía?

—¡Concibiendo que un vivo pueda adivinar o representar su muerte!—Además, vosotros sabéis que profesar de veras en ciertas Órdenes religiosas es morir.

—¡Ah! ¿Creéis vos?...

—Creo que aquella mujer que está de cuerpo presente en el fondo del cuadro era el alma y la vida de este fraile que agoniza contra el suelo; creo que, cuando ella murió, él se creyó también muerto, y murió efectivamente para el mundo; creo, en fin, que esta obra, más que el último instante de su héroe o de su autor (que indudablemente son una misma persona), representa la profesión de un joven desengañado de alegrías terrenales....

—¿De modo que puede vivir todavía?...

—¡Sí, señor, que puede vivir! Y como la cosa tiene fecha, tal vez su espíritu se habrá serenado y hasta regocijado, y el desconocido artista sea ahora un viejo muy gordo y muy alegre....—Por todo lo cual ¡hay que buscarlo! Y, sobre todo, necesitamos averiguar si llegó a pintar más obras....—Seguidme.

Y así diciendo, Rubens se dirigió a un fraile que rezaba en otra capilla y le preguntó con su desenfado habitual:

—¿Queréis decirle al Padre Prior que deseo hablarle de parte del Rey?

El fraile, que era hombre de alguna edad, se levantó trabajosamente, y respondió con voz humilde y quebrantada:

—¿Qué me queréis?—Yo soy el Prior.

—Perdonad, padre mío, que interrumpa vuestras oraciones (replicó Rubens). ¿Pudierais decirme quién es el autor de este cuadro?

—¿De ese cuadro? (exclamó el religioso.) ¿Qué pensaría V. de mí si le contestase que no me acuerdo? —¿Cómo? ¿Lo sabíais, y habéis podido olvidarlo?

—Sí, hijo mío, lo he olvidado completamente.

—Pues, padre ... (dijo Rubens en són de burla procaz), ¡tenéis muy mala memoria!

El Prior volvió a arrodillarse sin hacerle caso.

—¡Vengo en nombre del Rey!—gritó el soberbio y mimado flamenco.

—¿Qué más queréis, hermano mío?—murmuró el fraile, levantando lentamente la cabeza.

—¡Compraros este cuadro!

—Ese cuadro no se vende.

—Pues bien: decidme dónde encontraré a su autor....—Su Majestad deseará conocerlo, y yo necesito abrazarlo, felicitarlo..., demostrarle mi admiración y mi cariño....

—Todo eso es también irrealizable....—Su autor no está ya en el mundo.

—¡Ha muerto!—exclamó Rubens con desesperación.

—¡El maestro decía bien! (pronunció uno de los jóvenes.) Ese cuadro está pintado por un difunto....

—¡Ha muerto!... (repitió Rubens.) ¡Y nadie lo ha conocido! ¡Y se ha olvidado su nombre!—¡Su nombre, que debió ser inmortal! ¡Su nombre, que hubiera eclipsado el mío!—Sí; el mío..., padre.... (añadió el artista con noble orgullo.) ¡Porque habéis de saber que yo soy Pedro Pablo Rubens!

A este nombre, glorioso en todo el universo, y que ningún hombre consagrado a Dios desconocía ya, por ir unido a cien cuadros místicos, verdaderas maravillas del arte, el rostro pálido del Prior se enrojeció súbitamente, y sus abatidos ojos se clavaron en el semblante del extranjero con tanta veneración como sorpresa.

—¡Ah! ¡Me conocíais! (exclamó Rubens con infantil satisfacción.) ¡Me alegro en el alma! ¡Así seréis menos fraile conmigo!—Conque ... ¡vamos! ¿Me vendéis el cuadro? —¡Pedís un imposible!—respondió el Prior.

—Pues bien: ¿sabéis de alguna otra obra de ese malogrado genio? ¿No podréis recordar su nombre? ¿Queréis decirme cuándo murió?

—Me habéis comprendido mal.... (replicó el fraile.)—Os he dicho que el autor de esa pintura no pertenece al mundo; pero esto no significa precisamente que haya muerto....

—¡Oh! ¡Vive! ¡vive! (exclamaron todos los pintores.) ¡Haced que lo conozcamos!

—¿Para qué? ¡El infeliz ha renunciado a todo lo de la tierra! ¡Nada tiene que ver con los hombres!... ¡nada!...—Os suplico, por tanto, que lo dejéis morir en paz.

—¡Oh! (dijo Rubens con exaltación.) ¡Eso no puede ser, padre mío! Cuando Dios enciende en un alma el fuego sagrado del genio, no es para que esa alma se consuma en la soledad, sino para que cumpla su misión sublime de iluminar el alma de los demás hombres. ¡Nombradme el monasterio en que se oculta el grande artista, —¡Oh! ¡Cuánta gloria le espera!

—Pero ... ¿y si la rehusa?—preguntó el Prior tímidamente.

—Si la rehusa acudiré al Papa, con cuya amistad me honro, y el Papa lo convencerá mejor que yo.

—¡El Papa!—exclamó el Prior.

—¡Sí, padre; el Papa!—repitió Rubens.

—¡Ved por lo que no os diría el nombre de ese pintor aunque lo recordase! ¡Ved por lo que no os diré a qué convento se ha refugiado!

—Pues bien, padre, ¡el Rey y el Papa os obligarán á decirlo! (respondió Rubens exasperado.)—Yo me encargo de que así suceda.

—¡Oh! ¡No lo haréis! (exclamó el fraile.)—¡Haríais muy mal, señor Rubens!—Llevaos el cuadro si queréis; pero dejad tranquilo al que descansa.—¡Os hablo en nombre de Dios!— ¡Sí! Yo he conocido, yo he amado, yo he consolado, yo he redimido, yo he salvado de entre las olas de las pasiones y las desdichas, náufrago y agonizante, a ese grande hombre, como vos decis, a ese infortunado y ciego mortal, como yo le llamo; olvidado ayer de Dios y de sí mismo, hoy cercano a la suprema felicidad!...—¡La gloria!...—¿Conocéis alguna mayor que aquélla a que él aspira? ¿Con qué derecho queréis resucitar en su alma los fuegos fatuos de las vanidades de la tierra, cuando arde en su corazón la pira inextinguible de la caridad?—¿Creéis que ese hombre, antes de dejar el mundo, antes de renunciar a las riquezas, a la fama, al poder, a la juventud, al amor, a todo lo que desvanece a las criaturas, no habrá sostenido ruda batalla con su corazón? ¿No adivináis los desengaños y amarguras que lo llevarían al conocimiento de la mentira de las cosas humanas?—Y ¿queréis volverlo a la pelea cuando ya ha triunfado?

—Pero ¡eso es renunciar a la inmortalidad!—gritó Rubens.

—¡Eso es aspirar a ella!

—Y ¿con qué derecho os interponéis vos entre ese hombre y el mundo?—¡Dejad que le hable, y él decidirá!

—Lo hago con el derecho de un hermano mayor, de un maestro, de un padre; que todo esto soy para él.... ¡Lo hago en el nombre de Dios, os vuelvo a decir!—Respetadlo..., para bien de vuestra alma.

Y, así diciendo, el religioso cubrió su cabeza con la capucha y se alejó a lo largo del templo.

—Vámonos (dijo Rubens.) Yo sé lo que me toca hacer.

—¡Maestro! (exclamó uno de los discípulos, que durante la anterior conversación había estado mirando alternativamente al lienzo y al religioso.) ¿No creéis, como yo, que ese viejo frailuco se parece muchísimo al joven que se muere en este cuadro?

—¡Calla! ¡Pues es verdad!—exclamaron todos.

—Restad las arrugas y las barbas, y sumad los treinta años que manifiesta la pintura, y resultará que el maestro tenía razón cuando decía que ese religioso muerto era a un mismo tiempo retrato y obra de un religioso vivo.—Ahora bien: ¡Dios me confunda si ese religioso vivo no es el Padre Prior!

Entretanto Rubens, sombrío, avergonzado y enternecido profundamente, veía alejarse al anciano, el cual lo saludó cruzando los brazos sobre el pecho poco antes de desaparecer.

—¡Él era..., sí!... (balbuceó el artista.)—¡Oh!... Vamonos.... (añadió volviéndose a sus discípulos.) ¡Ese hombre tenía razón! ¡Su gloria vale más que la mía!— ¡Dejémoslo morir en paz!

Y dirigiendo una última mirada al lienzo que tanto le había sorprendido, salió del templo y se dirigió a Palacio, donde lo honraban SS. MM. teniéndole a la mesa.

Tres días después volvió Rubens, enteramente solo, a aquella humilde capilla, deseoso de contemplar de nuevo la maravillosa pintura, y aun de hablar otra vez con su presunto autor.

Pero el cuadro no estaba ya en su sitio.

En cambio se encontró con que en la nave principal del templo había un ataúd en el suelo, rodeado de toda la comunidad, que salmodiaba el Oficio de difuntos....

Acercóse a mirar el rostro del muerto, y vió que era el Padre Prior. —¡Gran pintor fué!... (dijo Rubens, luego que la sorpresa y el dolor hubieron cedido lugar a otros sentimientos.)—¡Ahora es cuando más se parece a su obra!

Madrid, 1858.

EL AFRANCESADO

I

En la pequeña villa del Padrón, sita en territorio gallego, y allá por el año a fuer de legítimo boticario, un tal GARCÍA DE PAREDES, misántropo solterón, descendiente acaso, y sin acaso, de aquel varón ilustre que mataba un toro de una puñada.

Era una fría y triste noche de otoño. El cielo estaba encapotado por densas nubes, y la total carencia de alumbrado terrestre dejaba a las tinieblas campar por su respeto en todas las calles y plazas de la población.

A eso de las diez de aquella pavorosa noche, que las lúgubres circunstancias de la patria hacían mucho más siniestra, desembocó en la plaza que hoy se llamará de la Constitución un silencioso grupo de sombras, aun más negras que la obscuridad de cielo y tierra, las cuales avanzaron hacia la botica de García de Paredes, cerrada completamente desde las Ánimas, o sea desde las ocho y media en punto.

—¿Qué hacemos?—dijo una de las sombras en correctísimo gallego.

—Nadie nos ha visto....—observó otra.

—¡Derribar la puerta!—propuso una mujer.

—¡Y matarlos!—murmuraron hasta quince voces.

—¡Yo me encargo del boticario!—exclamó un chico.

—¡De ése nos encargamos todos!

—¡Por judío!

—¡Por afrancesado!

—Dicen que hoy cenan con él más de veinte franceses....

—¡Ya lo creo! ¡Como saben que ahí están seguros, han acudido en montón! —¡ Ah! Si fuera en mi casa! ¡Tres alojados llevo echados al pozo!

—¡Mi mujer degolló ayer a uno!...

—¡Y yo ... (dijo un fraile con voz de figle) he asfixiado a dos capitanes, dejando carbón encendido en su celda, que antes era mía!

—¡Y ese infame boticario los protege!

—¡Qué expresivo estuvo ayer en paseo con esos viles excomulgados!

—¡Quién lo había de esperar de García de Paredes! ¡No hace un mes que era el más valiente, el más patriota, el más realista del pueblo!

—¡Toma! ¡Como que vendía en la botica retratos del príncipe Fernando!

—¡Y ahora los vende de Napoleón!

—Antes nos excitaba a la defensa contra los invasores....

—Y desde que vinieron al Padrón se pasó a ellos....

—¡Y esta noche da de cenar a todos los jefes!

—¡Oíd qué algazara traen! ¡Pues no gritan ¡viva el Emperador!

—Paciencia.... (murmuró el fraile.) Todavía es muy temprano.

—Dejémosles emborracharse.... (expuso una vieja.) Después entramos... ¡y ni uno ha de quedar vivo!

—¡Pido que se haga cuartos al boticario!

—¡Se le hará ochavos, si queréis! Un afrancesado es más odioso que un francés. El francés atropella a un pueblo extraño: el afrancesado vende y deshonra a su patria. El francés comete un asesinato: el afrancesado ¡un parricidio!

II

Mientras ocurría la anterior escena en la puerta de la botica, García de Paredes y sus convidados corrían la francachela más alegre y desaforada que os podáis figurar. Veinte eran, en efecto, los franceses que el boticario tenía a la mesa, todos ellos jefes y oficiales.

García de Paredes contaría cuarenta y cinco años; era alto y seco y más amarillo que una momia; dijérase que su piel estaba muerta hacía mucho tiempo; llegábale la frente a la nuca, gracias a una calva limpia y reluciente, cuyo brillo tenía algo de fosfórico; sus ojos, negros y apagados, hundidos en las descarnadas cuencas, se parecían a esas lagunas encerradas entre montañas, que sólo ofrecen obscuridad, vértigos y muerte al que las mira; lagunas que nada reflejan; que rugen sordamente alguna vez, pero sin alterarse; que devoran todo lo que cae en su superficie; que nada devuelven; que nadie ha podido sondear; que no se alimentan de ningún río, y cuyo fondo busca la imaginación en los mares antípodas.

La cena era abundante, el vino bueno, la conversación alegre y animada.

Los franceses reían, juraban, blasfemaban, cantaban, fumaban, comían y bebían a un mismo tiempo.

Quién había contado los amores secretos de Napoleón; quién la noche del 2 de Mayo la batalla de las Pirámides;

García de Paredes bebía, reía y charlaba como los demás, o quizás más que ninguno; y tan elocuente había estado en favor de la causa imperial, que los soldados del César lo habían abrazado, lo habían vitoreado, le habían improvisado himnos.

—¡Señores! (había dicho el boticario): la guerra que os hacemos los españoles es tan necia como inmotivada. Vosotros, hijos de la Revolución, venís a sacar a España de su tradicional abatimiento, a despreocuparla, a disipar las tinieblas religiosas, a mejorar sus anticuadas costumbres, a enseñarnos esas utilísimas e inconcusas «verdades de que no hay Dios, de que no hay otra vida, de que la penitencia, el ayuno, la castidad y demás virtudes católicas son quijotescas locuras, impropias de un pueblo civilizado, y de que Napoleón es el verdadero Mesías, el redentor de los pueblos, el amigo de la especie humana....» ¡Señores! ¡Viva el Emperador cuanto yo deseo que viva!

—¡Bravo, vítor!—exclamaron los hombres del 2 de Mayo.

El boticario inclinó la frente con indecible angustia.

Pronto volvió a alzarla, tan firme y tan sereno como antes.

Bebióse un vaso de vino, y continuó:

—Un abuelo mío, un García de Paredes, un bárbaro, un Sansón, mató doscientos franceses en un día.... Creo que fué en Italia. ¡Ya veis que no era tan afrancesado como yo! ¡Adiestróse en las lides contra los moros del reino de Granada; armóle caballero el mismo Rey Católico, siendo Papa nuestro tío Alejandro Borja! ¡Eh, eh! ¡No me hacíais tan linajudo!—Pues este DIEGO GARCÍA DE PAREDES, este ascendiente mío..., que ha tenido un descendiente boticario, tomó a Cosenza y Manfredonia; entró por asalto en Cerinola, y peleó como bueno ¡Allí hicimos prisionero a un rey de Francia, cuya espada ha estado en Madrid cerca de tres siglos, hasta que nos la robó hace tres meses ese hijo de un posadero que viene a vuestra cabeza, y a quien llaman Murat!

Aquí hizo otra pausa el boticario. Algunos franceses demostraron querer contestarle; pero él, levantándose, e imponiendo a todos silencio con su actitud, empuñó convulsivamente un vaso, y exclamó con voz atronadora:

—¡Brindo, señores, porque maldito sea mi abuelo, que era un animal, y porque se halle ahora mismo en los profundos infiernos!—¡Vivan los franceses de Francisco I y de Napoleón Bonaparte!

—¡Vivan!...—respondieron los invasores, dándose por satisfechos.

Y todos apuraron su vaso.

Oyóse en esto rumor en la calle, o, mejor dicho, a la puerta de la botica. —¿Habéis oído?—preguntaron los franceses.

García de Paredes se sonrió.

—¡Vendrán a matarme!—dijo.

—¿Quién?

—Los vecinos del Padrón.

—¿Por qué?

—¡Por afrancesado!—Hace algunas noches que rondan mi casa....—Pero ¿qué nos importa?—Continuemos nuestra fiesta.

—Sí ... ¡continuemos! exclamaron los convidados. ¡Estamos aquí para defenderos!

Y chocando ya botellas contra botellas, que no vasos contra vasos.

—¡Viva Napoleón! ¡Muera Fernando!—gritaron a una voz.

García de Paredes esperó a que se acallase el brindis, y murmuró con acento lúgubre:

—¡Celedonio!

El mancebo de la botica asomó por una puertecilla su cabeza pálida y demudada, sin atreverse a penetrar en aquella caverna.

—Celedonio, trae papel y tintero—dijo tranquilamente el boticario.

El mancebo volvió con recado de escribir.

—¡Siéntate! (continuó su amo.)—Ahora, escribe las cantidades que yo te vaya diciendo. Divídelas en dos columnas. Encima de la columna de la derecha, pon: Deuda, y encima de la otra: Crédito.

—Señor ... (balbuceó el mancebo.)—En la puerta hay una especie de motín.... Gritan ¡muera el boticario!... Y ¡quieren entrar!

—¡Cállate y déjalos!—Escribe lo que te he dicho.

Los franceses se rieron de admiración al ver al farmacéutico ocupado en ajustar cuentas cuando le rodeaban la muerte y la ruina. Celedonio alzó la cabeza y enristró la pluma, esperando cantidades que anotar.

—¡Vamos a ver, señores! (dijo entonces García de Paredes, dirigiéndose a sus comensales.)—Se trata de resumir nuestra fiesta en un solo brindis. Empecemos por orden de colocación.

—Vos, desde que pasasteis los Pirineos?

—¡Bravo! ¡Magnífica idea!—exclamaron los franceses.

—Yo.... (dijo el interrogado, trepándose en la silla y retorciéndose el bigote con petulancia.) Yo ... habré matado ... personalmente ... con mi espada ... ¡poned unos diez o doce!

—¡Once a la derecha!—gritó el boticario, dirigiéndose al mancebo.

El mancebo repitió, después de escribir:

Deuda ... once.

—¡Corriente! (prosiguió el anfitrión.)—¿Y vos?...—Con vos hablo, señor Julio....

—Yo ... seis.

—¿Y vos, mi Comandante?

—Yo ... veinte.

—Yo ... ocho.

—Yo catorce.

—Yo ... ninguno.

—¡Yo no sé!...; he tirado a ciegas....—respondía cada cual, según le llegaba su turno.

Y el mancebo seguía anotando cantidades a la derecha.

—¡Veamos ahora, Capitán! (continuó García de Paredes.)—Volvamos a empezar por vos. ¿Cuántos españoles esperáis matar en el resto de la guerra, suponiendo que dure todavía... tres años?

—¡Eh!... (respondió el Capitán.)—¿Quién calcula eso?

—Calculadlo...; os lo suplico....

—Poned otros once. —Once a la izquierda....—dictó García de Paredes.

Y Celedonio repitió:

Crédito, once.

—¿Y vos?—interrogó el farmacéutico por el mismo orden seguido anteriormente.

—Yo ... quince.

—Yo ... veinte.

—Yo ... ciento.

—Yo ... mil—respondían los franceses.

—¡Ponlos todos a diez, Celedonio!... (murmuró irónicamente el boticario.)—Ahora, suma por separado las dos columnas.

El pobre joven, que había anotado las cantidades con sudores de muerte, vióse obligado a hacer el resumen con los dedos, como las viejas. Tal era su terror.

Al cabo de un rato de horrible silencio, exclamó, dirigiéndose a su amo:

Deuda..., 285.—Crédito..., 200.

—Es decir ... (añadió García de Paredes), ¡doscientos ochenta y cinco muertos, y doscientos sentenciados! ¡Total, cuatrocientas ochenta y cinco víctimas!!!

Y pronunció estas palabras con voz tan honda y sepulcral, que los franceses se miraron alarmados.

En tanto, el boticario ajustaba una nueva cuenta.

—¡Somos unos héroes!—exclamó al terminarla.—Nos hemos bebido] ciento cinco libras y media de vino, que, repartidas entre veintiuno, pues todos hemos bebido con igual bizarría, dan cinco libras de líquido por cabeza.—¡Repito que somos unos héroes!

Crujieron en esto las tablas de la puerta de la botica, y el mancebo balbuceó tambaleándose:

—¡Ya entran!...

—¿Qué hora es?—preguntó el boticario con suma tranquilidad. —Las once. Pero ¿no oye usted que entran?

—¡Déjalos! Ya es hora.

—¡Hora!... ¿de qué?—murmuraron los franceses, procurando levantarse.

Pero estaban tan ebrios, que no podían moverse de sus sillas.

—¡Que entren! ¡Que entren!... (exclamaban, sin embargo, con voz vinosa, sacando los sables con mucha dificultad y sin conseguir ponerse de pie.) ¡Que entren esos canallas! ¡Nosotros los recibiremos!

En esto, sonaba ya abajo, en la botica, el estrépito de los botes y redomas que los vecinos del Padrón hacían pedazos, y oíase resonar en la escalera este grito unánime y terrible:

—¡Muera el afrancesado!

III

Levantóse García de Paredes, como impulsado por un resorte, al oír semejante clamor dentro de su casa, y apoyóse en la mesa para no caer de nuevo sobre la silla. Tendió en torno suyo una mirada de inexplicable regocijo, dejó ver en sus labios la inmortal sonrisa del triunfador, y así, transfigurado y hermoso, con el doble temblor de la muerte y del entusiasmo, pronunció las siguientes palabras, entrecortadas y solemnes como las campanadas del toque de agonía:

—¡Franceses!... Si cualquiera de vosotros, o todos juntos, hallarais ocasión propicia de vengar la muerte de doscientos ochenta y cinco compatriotas y de salvar la vida a otros doscientos más; si sacrificando vuestra existencia pudieseis desenojar la indignada sombra de vuestros antepasados, castigar a los verdugos de doscientos ochenta y cinco héroes, y librar de la muerte a doscientos compañeros, a doscientos hermanos, aumentando así las huestes del ejército patrio con doscientos campeones de la independencia nacional, ¿repararíais ni un momento en vuestra miserable vida? ¿Dudaríais ni un punto en abrazaros, como Sansón, a la columna del templo, y morir, a precio de matar a los enemigos de Dios?

—¿Qué dice?—se preguntaron los franceses.

—Señor..., ¡los asesinos están en la antesala!—exclamó Celedonio.

—¡Que entren!... (gritó García de Paredes.)—Ábreles la puerta de la sala.... ¿Qué vengan todos ... a ver cómo muere el descendiente de un soldado de Pavía!

Los franceses, aterrados, estúpidos, clavados en sus sillas por insoportable letargo, creyendo que la muerte de que hablaba el español iba a entrar en aquel aposento en pos de los amotinados, hacían penosos esfuerzos por levantar los sables, que yacían sobre la mesa; pero ni siquiera conseguían que sus flojos dedos asiesen las empuñaduras: parecía que los hierros a la tabla por insuperable fuerza de atracción.

En esto inundaron la estancia más de cincuenta hombres y mujeres, armados con palos, puñales y pistolas, dando tremendos alaridos y lanzando fuego por los ojos.

—¡Mueran todos!—exclamaron algunas mujeres, lanzándose las primeras.

—¡Deteneos!—gritó García de Paredes con tal voz, con tal actitud, con tal fisonomía, que, unido este grito a la inmovilidad y silencio de los veinte franceses, impuso frío terror a la muchedumbre, la cual no se esperaba aquel tranquilo y lúgubre recibimiento.

—No tenéis para qué blandir los puñales.... (continuó el boticario con voz desfallecida.)—He hecho más que todos vosotros por la independencia de la Patria.... ¡Me he fingido afrancesado!... Y ¡ya veis!... los veinte Jefes y Oficiales invasores ... ¡los veinte!—no los toquéis...—¡están envenenados!...

Un grito simultáneo de terror y admiración salió del pecho de los españoles. Dieron éstos un paso más hacia los convidados, y hallaron que la mayor parte estaban ya muertos, con la cabeza caída hacia adelante, los brazos extendidos sobre la mesa, y la mano crispada en la empuñadura de los sables. Los demás agonizaban silenciosamente.

—¡Viva García de Paredes!—exclamaron entonces los españoles, rodeando al héroe moribundo.

—Celedonio.... (murmuró el farmacéutico.)—El opio se ha concluido.... Manda por opio a la Coruña....

Y cayó de rodillas.

Sólo entonces comprendieron los vecinos del Padrón que el boticario estaba también envenenado.

Vierais entonces un cuadro tan sublime como espantoso.—Varias mujeres, sentadas en el suelo, sostenían en sus faldas y en sus brazos al expirante patriota, siendo las primeras en colmarlo de caricias y bendiciones, como antes fueron las primeras en pedir su muerte.—Los hombres habían cogido todas las luces de la mesa, y alumbraban arrodillados aquel grupo de patriotismo y caridad....—Quedaban, finalmente, en la sombra veinte muertos o moribundos, de los cuales algunos iban desplomándose contra el suelo con pavorosa pesantez.

Y a cada suspiro de muerte que se oía, a cada francés que venía a tierra, una sonrisa gloriosa iluminaba la faz de García de Paredes, el cual de allí a poco devolvió su espíritu al cielo, bendecido por un Ministro del Señor y llorado de sus hermanos en la Patria.

Madrid, 1856.

¡VIVA EL PAPA!

I

El tierno episodio que voy a referir es rigurosamente histórico, como los anteriores y como los siguientes; pero no ya sólo por la materia, sino también por la forma.—Vivo está quien lo cuenta, como suele decirse..., y entiéndase que quien le cuenta no soy yo; es un Capitán retirado que dejó el servicio en 1814.

Hoy no soy escritor; soy mero amanuense: no os pido, pues, admiración ni indulgencia, sino que me creáis a puño cerrado.

Para invención, el asunto es de poca monta; y luego pertenece a un género en que yo no me tomaría el trabajo de inventar nada....

Presumo de liberal, y un pobre Capitán retirado me ha conmovido profundamente contándome los sinsabores ... políticos de un Papa muy absolutista....

Mi objeto es conmoveros hoy a vosotros con su misma relación, a fin de que el número de los derrotados cohoneste mi derrota.

Habla mi Capitán.

II

Uno de los más calurosos días del mes de Julio de 1809, y ¡cuidado que aquel dichoso año hizo calor! a eso de las diez de la mañana, entrábamos en Montelimart, villa o ciudad del Delfinado, ni lo he sabido nunca, y maldita la falta que me hacía saber que existía tal Francia en el mundo....

—¡Ah! ¿Conque era en Francia?...

—Pues ¡hombre! ¡Me gusta! ¿Dónde está el Delfinado sino en Francia?—Y no crean ustedes que ahí, en la frontera..., sino muy tierra adentro, que de España....

—¡Siga V...., Capitán! Los niños ... que aprendan en la escuela....—Y tú, ¡a ver si te callas, Eduardito!

—Pues como digo, entrábamos en Montelimart, ahogados de calor y polvo, y rendidos de caminar a pie durante tres semanas, veintisiete oficiales españoles que habíamos caído prisioneros en Gerona que en la capitulación de la plaza, sino en una salida que hicimos pocos días antes, a fin de estorbar unas obras en el campamento francés.... Pero esto no hace al caso. Ello es que nos atraparon y nos llevaron a Perpiñán,.... Y ahí tienen Vds. el por qué] de lo que voy a referir.

Pues, señor, como uno se acostumbra a todo, y el Emperador nos pasaba diez reales diarios durante el viaje—que íbamos haciendo a jornadas militares de tres o cuatro leguas,—y nadie nos custodiaba, porque cada uno de nosotros había respondido con su cabeza de que no desertarían los demás, y veintisiete españoles juntos no se han aburrido nunca, sucedía que, sin embargo del calor, de la fatiga y de no saber ni una palabra de francés, pasábamos muchos ratos divertidos, sobre todo desde las once de la mañana hasta las siete de la tarde, horas que permanecíamos en las poblaciones del tránsito; pues las jornadas las hacíamos de noche con la fresca.... A ver, Antonio, enciéndeme esta pipa.

Montelimart....—¡Bonito pueblo!...—El café está en una calle cerca de la Plaza, y en él entramos a refrescarnos, es decir, a evitar el sol ... (pues los bolsillos no se prestaban a gollerías), en tanto que tres de nuestros compañeros iban a ver al Prefecto para que nos diese las boletas de alojamiento,[45-2] que en Francia se llaman mandat....

No sé si el café estará todavía como entonces estaba. ¡Han pasado cuarenta de la puerta había una ventana de reja, con cristales, y delante una mesa a la cual nos sentamos algunos de los oficiales, entre ellos C...., que ha sido diputado a Cortes y murió el año pasado....—Ya veis que esto es cosa que puede preguntarse.

—Pues ¿no dice V. que ha muerto?

—¡Hombre! Supongo que C. ... se lo habrá contado a su familia—respondió el Capitán, escarbando la pipa con la uña.

—¡Tiene V. razón, Capitán!—Siga V....; el que no lo crea, que lo busque.

—¡Bien hablado, hijo mío!—Pues, como íbamos diciendo, sentados estábamos a la mesa del café, cuando vimos correr mucha gente por la calle, y oímos una gritería espantosa.... Pero como la gritería era en francés, no la entendimos.

Le Pape! Le Pape! Le Pape!...—decían los muchachos y las mujeres, levantando las manos al cielo, en tanto que todos los balcones se abrían y llenaban de gente, y los mozos del café y algunos gabachos que jugaban al billar se lanzaban a la calle con un palmo de boca abierta, como si oyeran decir que el sol se había parado.

—¡Pues parado está, papá abuelo!

—¡Cállese V. cuando hablan los mayores! ¡A ver... el deslenguado!

—No haga V. caso, Capitán.... ¡Estos niños de ahora!...

—Toma!...—murmuró el muchacho entre dientes.

Le Pape! Le Pape! ¿Qué significa esto?—nos preguntamos todos los oficiales. Y cogiendo a uno de los mozos del café, le dimos a entender nuestra curiosidad.

El mozo tomó dos llaves; trazó con las manos una especie de morrión sobre su cabeza; se sentó en una silla, y dijo:

Le Pontife!

—¡Ah!... (dijo C....—que era el más avisado de nosotros.—¡Por eso fué luego diputado a Cortes!)—¡El Pontífice! ¡El Papa!

Oui, monsieur. Le Pape! Pie sept.

—¡Pío VII!... ¡El Papa!... (exclamamos nosotros, sin atrevernos a creer lo que oíamos.) ¿Qué hace el Papa en Francia? Pues ¿no está el Papa en Roma? ¿Viajan los Papas? ¿El Papa en Montelimart?

No extrañéis nuestro asombro, hijos míos.... En aquel entonces todas las cosas tenían más prestigio que hoy.—No se viajaba tan fácilmente, ni se publicaban tantos periódicos.—Yo creo que en toda España no había más que uno, tamaño como un recibo de contribución.—El Papa era para nosotros un sér sobrenatural..., no un hombre de carne y hueso....—¡En toda la tierra no había más que un Papa!... Y en aquel tiempo era la tierra mucho más grande que hoy.... ¡La tierra era el mundo..., y un mundo lleno de misterios, de regiones desconocidas, de continentes ignorados!—Además, aun sonaban en nuestros oídos aquellas palabras de nuestra madre y de nuestros maestros: «El Papa es el Vicario de Jesucristo; su representante en la tierra; una autoridad infalible, y lo que desatare o atare aquí, remanecerá atado o desatado en el cielo....»

Creo haberme explicado.—Creo que habréis comprendido todo el respeto, toda la veneración, todo el susto que experimentaríamos aquellos pobres españoles del siglo pasado, al oír decir que el Sumo Pontífice estaba en un villorrio de Francia y que íbamos a verle!

Efectivamente: no bien salimos del café, percibimos allá, en la Plaza (que como os he dicho estaba cerca), una empolvada silla de posta, parada delante de una casa de vulgar apariencia y custodiada por dos gendarmes de caballería, cuyos desnudos sables brillaban que era un contento ....

Más de quinientas personas había alrededor del carruaje, que examinaban con viva curiosidad, sin que se opusiesen a ello los gendarmes, quienes, en cambio, no permitían al público acercarse a la puerta de aquella casa, donde se había apeado Pío VII mientras mudaban el tiro de caballos....

—Y ¿qué casa era aquélla, abuelito? ¿La del Alcalde?

—No, hijo mío.—Era el Parador de diligencias.

A nosotros, como a militares que éramos, nos tuvieron un poco más de consideración los gendarmes, y nos permitieron arrimarnos a la puerta.... Pero no así pasar el umbral.

De cualquier modo, pudimos ver perfectamente el siguiente grupo, que ocupaba uno de los ángulos de aquel portal u oficina.

Dos ancianos..., ¿qué digo? dos viejos decrépitos, cubiertos de sudor y de polvo, rendidos de fatiga, ahogados de calor, respirando apenas, bebían agua en un vaso de vidrio, que el uno pasó al otro después de mediarlo. Estaban sentados en sillas viejas de enea. Sus trajes talares, blanco el uno, y el otro de color de púrpura, hallábanse tan sucios y ajados por resultas de aquella larga caminata, que más parecían humildes ropones de peregrinos, que ostentosos hábitos de príncipes de la Iglesia....

Ningún distintivo podía revelarnos cuál era Pío VII (pues nada entendíamos nosotros de trajes cardenalicios ni pontificales), pero todos dijimos a un tiempo:

—¡Es el más alto! ¡El de las blancas vestiduras!

Y ¿sabéis por qué lo dijimos? Porque su compañero lloraba y él no; porque su tranquilidad revelaba que él era mártir; porque su humildad denotaba que él era el Rey.

En cuanto a su figura, me parece estarla viendo todavía. Imaginaos un hombre de más de setenta años, enjuto de carnes, de elevada talla y algo encorvado por la edad. Su rostro, surcado de pocas pero muy hondas arrugas, revelaba la más austera energía, dulcificada por unos labios bondadosos que parecían manar persuasión y consuelo. Su grave nariz, sus ojos de paz, marchitos por los años, y algunos cabellos tan blancos como la nieve, infundían juntamente reverencia y confianza. Sólo contemplando la cara de mi buen padre y la de algunos santos de mi devoción, había yo experimentado hasta entonces una emoción por aquel estilo.

El sacerdote que acompañaba a Su Santidad era también muy viejo, y en su semblante, contraído por el dolor y la indignación, se descubría al hombre de pensamientos profundos y de acción rápida y decidida. Más parecía un general que un apóstol.

Pero ¿era cierto lo que veíamos? ¿El Pontífice preso, caminando en el rigor del estío, con todo el ardor del sol, entre dos groseros gendarmes, sin más comitiva que un sacerdote, sin otro hospedaje que el portal de una casa de postas, sin otra almohada que una silla de madera?

En tan extraordinario caso, en tan descomunal atropello, en tan terrible drama, sólo podía mediar un hombre más extraordinario, más descomunal, más terrible que cuanto veíamos....—El nombre de NAPOLEÓN circuló por nuestros labios. ¡Napoleón nos tenía también a nosotros en el interior de Francia! ¡Napoleón había revuelto el Oriente, encendido en guerra nuestra patria, derribado todos los tronos de Europa!—¡Él debía de ser quien arrancaba al Papa de la Silla de San Pedro y lo paseaba así por el Imperio francés, como el pueblo judío paseó al Redentor por las calles de la ciudad deicida!

Pero ¿cuál era la suerte del beatísimo prisionero? ¿Qué había ocurrido en Roma? ¿Había una nueva religión en el Mediodía de Europa? ¿Era papa Napoleón?

Nada sabíamos..., y, si he de deciros la verdad, por lo que a mí hace, todavía no he tenido tiempo de averiguarlo.... —Yo se lo diré a V., por vía de paréntesis, en muy pocas palabras, Capitán.—Esto completará la historia de V., y dará toda su importancia a ese peregrino relato.

III

El día 17 de Mayo de ese mismo año de 1809 dió Napoleón un decreto, por el que reunió al Imperio francés los Estados pontificios, declarando a Roma ciudad imperial libre.

El pueblo romano no se atrevió a protestar contra esta medida; pero el Papa la resistió pasivamente desde su palacio del Quirinal, donde aun contaba con algunas autoridades y su guardia de suizos.

Sucedió entonces que unos pescadores del Tiber cogieron un esturión y quisieron regalárselo al Sucesor de San Pedro. Los franceses aprovecharon esta ocasión para dar el último paso contra la autoridad de Pío VII; gritaron: ¡al arma!; el cañón de Sant-Angelo pregonó la extinción del gobierno temporal de los Papas, y la bandera tricolor ondeó sobre el Vaticano.

El Secretario de Estado, cardenal Pacca (que sin duda era el sacerdote que V. encontró con Pío VII), corrió al lado de Su Santidad; y, al verse los dos ancianos, exclamaron: Consummatum est!

En efecto: mientras el Papa lanzaba su última excomunión contra los invasores, éstos penetraban en el Quirinal, derribando las puertas a hachazos.

En la Sala de las Santificaciones encontraron a cuarenta suizos, resto del poder del ex Rey de Roma, quienes los dejaron pasar adelante por haber recibido orden de no oponer resistencia alguna.

El general Radet, jefe de los demoledores, encontró al Papa en la Sala de las Audiencias ordinarias, rodeado de los cardenales Pacca y Despuig y de algunos empleados de Secretaría. Pío VII vestía roquete y muceta; había dejado su lecho para recibir al enemigo, y daba muestras de una tranquilidad asombrosa.

Era media noche. Radet, profundamente conmovido, no se atreve a hablar. Al fin intima al Sumo Pontífice que renuncie al gobierno temporal de los Estados romanos. El Papa contesta que no le es posible hacerlo, porque no son suyos, sino de la Iglesia, cuyo administrador lo hizo la voluntad del Cielo.... Y el general Radet le replica mostrándole la orden de llevarlo prisionero a Francia.

Al amanecer del siguiente día salía Pío VII de su palacio entre esbirros y gendarmes, saltando sobre los escombros de las puertas, sin más comitiva que el cardenal Pacca, ni más restos de su grandeza mundanal que un papetto, moneda equivalente a cuatro reales de vellón, que llevaba en el bolsillo.

En las afueras de la puerta del Popolo lo esperaba una silla de posta, a la cual le hicieron subir, y después de esto cerraron las portezuelas con una llave, que Radet entregó a un gendarme de caballería.

Las persianas del lado derecho, en que se sentó el Papa, estaban clavadas, a fin de que no pudiese ser visto....

IV

—¡En esa silla lo encontré yo!...—¿Ven ustedes cómo no miento?

—Hace V. bien en interrumpirme, Capitán; porque yo he terminado, y el resto queremos oírlo de labios de V....

—Pues voy allá, señores míos.

Íbamos diciendo que Pío VII y el cardenal Pacca (¡mucho me alegro de haber llegado a saber su nombre!) estaban sentados en el portal de la casa de postas; que el pueblo se había agrupado en la calle; que los gendarmes le impedían el paso, y que nosotros los españoles conseguimos acercarnos tanto a la puerta, que veíamos perfectamente a los dos augustos sacerdotes.

Pío VII fijó casualmente la vista en nosotros, y sin duda conoció, por nuestros raros y destrozados uniformes, que también éramos extranjeros y cautivos de Napoleón.... Ello fué que, después de decir algunas palabras al Cardenal, clavó en nosotros una larga y expresiva mirada.

En esto sonó allí cerca un fandango, divinamente tocado y cantado por los tres compañeros nuestros, que volvían ya con las boletas para alojarnos....

Creo haberos dicho que habíamos comprado dos guitarras antes de abandonar a Cataluña; decíroslo, os lo digo ahora.

Al oír aquel toque y la copla que le siguió, el Papa levantó otra vez la cabeza, y nos miró con mayor interés y ternura.

El italiano, el músico, había reconocido el canto.

¡Ya sabía que éramos españoles!

Ser español, significaba en aquel tiempo mucho más que ahora. Significaba ser vencedor del Capitán del siglo; ser soldado de Bailén y Zaragoza; ser defensor de la historia, de la tradición, de la fe antigua; mantenedor de la independencia de las naciones; paladín de la libertad. —En esto último nos engañábamos.... Pero ¡cómo ha de ser!—¿Quién había de adivinar entonces, al defender a D. Fernando VII contra los franceses, que él mismo los llamaría al cabo de catorce años y los traería a España en contra nuestra, como sucedió en 1823?...—En fin; no quiero hablar..., ¡pues hay cosas que todavía me encienden la sangre!

El caso fué, volviendo a mi relato, que el rostro del Papa se cubrió de santo rubor al considerar nuestra desventura y recordar el heroísmo de que España estaba dando muestras al mundo..., y que el más puro entusiasmo chispeó en sus amantísimos ojos....—¡Parecía que aquellos ojos nos besaban! Nosotros, por nuestra parte, comprendiendo toda la predilección que nos demostraba en aquel momento el Sumo Pontífice, procurábamos expresarle con la mirada, con el gesto, con la actitud, nuestra veneración y piedad, así como el dolor y la indignación que sentíamos al verlo preso y ultrajado por sus malos hijos....—Casi instintivamente nos quitamos los morriones (cosa que chocó mucho a los franceses, los cuales seguían con sus gorros encasquetados), y nos llevamos la mano derecha al corazón como quien hace protestación de su fe.

El Papa levantó los ojos al cielo y se puso a rezar.—¡Sabía que una bendición de su mano podía atraer sobre nosotros la cólera del pueblo impío que nos rodeaba, como nosotros sabíamos que un grito de ¡viva el Papa! podía empeorar la situación del beatísimo prisionero!—¡Mostrábanse tan orgullosos los franceses que nos rodeaban al ver aquel supremo triunfo de la Revolución sobre la autoridad!... ¡Creían tan grande a la Francia en aquel momento!

En esto se abrió paso por entre la muchedumbre, y apareció en el cuadro que habían despejado los gendarmes, una mujer del pueblo, mucho más anciana que el Pontífice: una viejecita centenaria, pulcra y pobremente vestida, coronada de cabellos como la nieve, trémula por la edad y el entusiasmo, encorvada, llorosa, suplicante, llevando en las manos un azafate de mimbres secos lleno de melocotones, cuyos matices rojos y dorados se veían debajo de las verdes hojas con que estaban cubiertos....

Los gendarmes quisieron detenerla.... Pero ella los miró con tanta mansedumbre; era tan inofensiva su actitud; era su presente tan tierno y cariñoso; inspiraba su edad tanto respeto; había tal verdad en aquel acto de devoción; significaba tanto, en fin, aquel siglo pasado, fiel a sus creencias, que venía a saludar al Vicario de Jesucristo en medio de su calle de Amargura, que los soldados de la Revolución y del Imperio comprendieron o sintieron que aquel anacronismo, aquella caridad de otra época, aquel corazón inerme y pacífico que había sobrevivido casualmente a la guillotina, en nada aminoraba ni deslucía los triunfos del conquistador de Europa, y dejaron a la pobre mujer del pueblo entrar en aquel afortunado portal, que ya nos había traído a la memoria otro portal, no menos afortunado, donde unos sencillos pastores hicieron también ofrendas al Hijo de Dios vivo....

Comenzó entonces una interesante escena entre la cristiana y el Pontífice.

Púsose ella de rodillas, y, sin articular palabra, presentó el azafate de frutos al augusto prisionero.

Pío VII enjugó con sus manos beatísimas las lágrimas que inundaban el rostro de la viejecita; y cuando ésta se inclinaba para besar el pie del Santo Padre, él colocó una mano sobre aquellas canas humilladas, y levantó la otra al cielo con la inspirada actitud de un profeta.

—¡VIVA EL PAPA!—exclamamos entonces nosotros en nuestro idioma español, sin poder contenernos....

Y penetramos en el portal resueltos a todo.

Pío VII se pone de pie al oír aquel grito, y, tendiendo hacia nosotros las manos, nos detiene, cual si su majestuosa actitud nos hubiese aniquilado.... Caemos, pues, de rodillas, y el Padre Santo nos bendice una, otra y tercera vez.

Al propio tiempo álzase en la puerta y en toda la Plaza como un huracán de gritos, y nosotros volvemos la cabeza horrorizados, creyendo que los franceses amenazan al Sumo Pontífice....—¡Lo de menos era que nos amenazasen a nosotros!—¡Decididos estábamos a morir!

Pero ¡cuál fué nuestro asombro al ver que los gendarmes, los hombres del pueblo, las mujeres, los niños..., ¡todo Montelimart! estaba arrodillado, con la frente descubierta, con las lágrimas en los ojos, exclamando:

Vive le Pape!

Entonces se rompió la consigna: el pueblo invadió el portal y pidió su bendición al Pontífice. Éste cogió una hoja verde de las que cubrían el azafate de melocotones que seguía ofreciéndole la anciana, y la llevó a sus labios y la besó.

La multitud, por su parte, se apoderó de los frutos como de reliquias; todos abrazaron a la pobre mujer del pueblo; el Papa, trémulo de emoción, atravesó por entre la muchedumbre, nos bendijo otra vez al paso, y penetró en la silla de posta; y los gendarmes, avergonzados de lo que acababa de pasar, dieron la orden de partir.

En cuanto a nosotros, durante todo aquel día no fuimos en Francia prisioneros de guerra, sino huéspedes de paz.

Conque ... he dicho.

V

—¡Aun queda algo que decir!...—(exclamó el mismo que contó poco antes lo acontecido en Roma.) ¡Óiganme Vds. a mí un momento!

En 1814, cinco años después de la escena referida por el Capitán, la fuerza de la opinión de toda Francia obligó a Napoleón Bonaparte a poner en libertad a Pío VII.

Volvió, pues, el Sumo Pontífice a recorrer el mismo camino en que le habían encontrado los prisioneros españoles, y he aquí cómo describe Chateaubriand la despedida que hizo Francia al sucesor de San Pedro:

«Pío VII caminaba en medio de los cánticos y de las lágrimas, del repique de las campanas y de los gritos de ¡Viva el Papa! ¡Viva el Jefe de la Iglesia!... En las ciudades sólo quedaban los que no podían marchar, y los peregrinos pasaban la noche en los campos, en espera de la llegada del anciano sacerdote. TAL ES, SOBRE LA FUERZA DEL HACHA Y DEL CETRO, LA SUPERIORIDAD DEL PODER DEL DÉBIL SOSTENIDO POR LA RELIGIÓN Y LA DESGRACIA.»

Guadix, 1857.

EL EXTRANJERO

I

«No consiste la fuerza en echar por tierra al enemigo, sino en domar la propia cólera,»—dice una máxima oriental.

«No abuses de la victoria,»—añade un libro de nuestra religión.

«Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción, considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra; y en todo cuanto estuviere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea, a nuestro ver, el de la misericordia, que el de la justicia,» aconsejó, en fin, D. Quijote a Sancho Panza.

Para dar realce a todas estas elevadísimas doctrinas, y cediendo también a un espíritu de equidad, nosotros, que nos complacemos frecuentemente en referir y celebrar los actos heroicos de los españoles durante la Guerra de la Independencia, y en condenar y maldecir la perfidia y crueldad de los invasores, vamos a narrar hoy un hecho que, sin entibiar en el corazón el amor a la patria, fortifica otro sentimiento no menos sublime y profundamente cristiano:—el amor a nuestro prójimo;—sentimiento que, si por congénita desventura de la humana especie, ha de transigir con la dura ley de la guerra, puede y debe resplandecer cuando el enemigo está humillado.

El hecho fué el siguiente, según que me lo han contado personas dignas de entera fe, que intervinieron en él muy de cerca y que todavía andan por el mundo.—Oíd sus palabras textuales.

II

—Buenos días, abuelo ...—dije yo.

—Dios guarde a V., señorito ...—dijo él.

—¡Muy solo va V. por estos caminos!...

—Sí, señor. Vengo de las minas de Linares, donde he estado trabajando algunos meses, y voy a Gádor a ver a mi familia. —¿Usted irá...?

—Voy a Almería..., y me he adelantado un poco a la galera porque me gusta disfrutar de estas hermosas mañanas de Abril.—Pero, si no me engaño, usted rezaba cuando yo llegue....—Puede V. continuar.—Yo seguiré leyendo entretanto, supuesto que el escaso andar de esa infame galera le permite a uno estudiar en mitad de los caminos....

—¡Vamos! Ese libro es alguna historia....—Y ¿quién le ha dicho a V. que yo rezaba?

—¡Toma! ¡yo, que le he visto a V. quitarse el sombrero y santiguarse!

—Pues ¡qué demonio! hombre.... (¿Por qué he de negarlo?) Rezando iba....—¡Cada uno tiene sus cuentas con Dios!

—Es mucha verdad.

—¿Piensa V. andar largo?

—¿Yo?—Hasta la venta....

—En este caso, eche V. por esa vereda y cortaremos camino.

—Con mucho gusto. Esa cañada me parece deliciosa.—Bajemos a ella.

Y, siguiendo al viejo, cerré el libro, dejé el camino y descendí a un pintoresco barranco.

Las verdes tintas y diafanidad del lejano horizonte, así como la inclinación de las montañas, indicaban ya la proximidad del Mediterráneo. Anduvimos en silencio algunos minutos, hasta que el minero se paró de pronto.

—¡Cabales!—exclamó.

Y volvió a quitarse el sombrero y a santiguarse.

Estábamos bajo unas higueras cubiertas ya de hojas, y a la orilla de un hermoso torrente.

—¡A ver, abuelito!... (dije, sentándome sobre la hierba.) Cuénteme V. lo que ha pasado aquí.

—¡Cómo!¿Usted sabe....—replicó él, estremeciéndose.

—Yo no sé más ... (añadí con suma calma), sino que aquí ha muerto un hombre...; ¡y de mala muerte, por más señas!

—¡No se equivoca V., señorito, no se equivoca usted!—Pero ¿quién le ha dicho...?

—Me lo dicen sus oraciones de V.

—¡Es mucha verdad! Por eso rezaba.

Miré tenazmente la fisonomía del minero, y comprendí que había sido siempre hombre honrado.—Casi lloraba, y su rezo era tranquilo y dulce.

—Siéntese V. aquí, amigo mío....—le dije, alargándole un cigarro de papel.

—Pues verá V., señorito....—Vaya, es!...

—Reúna V. dos, y resultará uno bastante grueso—añadí, dándole otro cigarro.

—¡Dios se lo pague a V.!—Pues, señor ... (dijo el viejo, sentándose a mi lado): hace cuarenta y cinco años que una mañana muy parecida a ésta, pasaba yo casi a esta hora por este mismo sitio....

—¡Cuarenta y cinco años!—medité yo.

Y la melancolía del tiempo cayó sobre mi alma.—¿Dónde estaban las flores de aquellas cuarenta y cinco primaveras?—¡Sobre la frente del anciano blanqueaba la nieve de setenta inviernos! Viendo él que yo no decía nada, echó unas yescas, encendió el cigarro y continuó de este modo:

—¡Flojillo es!—Pues, señor, el día que le digo a usted, venía yo de Gérgal con una carga de barrilla, y al llegar al punto en que hemos dejado el camino para tomar esta vereda, me encontré con dos soldados españoles que llevaban prisionero a un polaco.—En aquel entonces era cuando estaban aquí los primeros franceses, no los del año 23, sino los otros....

—¡Ya comprendo! Usted habla de la guerra de la Independencia.

—¡Hombre! ¡Pues entonces no había V. nacido!

—¡Yo lo creo!

—¡Ah, sí! Estará apuntado en ese libro que venía V. leyendo.—Pero ¡ca! ¡Lo mejor de estas guerras no lo rezan los libros! ¡Ahí ponen lo que más acomoda..., y la gente se lo cree a puño cerrado!—¡Ya se ve! ¡Es necesario tener tres duros y medio de vida, como yo los tendré en el mes de San Juan, para saber más de cuatro cosas!—En fin, el polaco aquel que murió ya....—Porque ahora dice el señor Cura que hay otro ...—Pero yo creo que ése no vendrá por estas tierras....—¿Qué le parece a V., señorito?

—¿Qué quiere V. que yo le diga?

—¡Es verdad! Su merced no habrá estudiado todavía de estas cosas....—¡Oh! El señor Cura, que es un sujeto muy instruido, sabe cuándo se acabarán los mamelucos de Oriente y vendrán a Gádor a quitar la Constitución....—Pero ¡entonces ya me habré yo muerto!...—Conque vuelvo a la historia de mi polaco.

El pobre hombre se había quedado enfermo en Fiñana, mientras que sus compañeros fugitivos se replegaban hacia Almería.—Tenía calenturas, según supe más tarde....—Una vieja lo cuidaba por caridad, sin reparar que era un enemigo.... (¡Muchos años de gloria llevará ya la viejecita por aquellam buena acción!); y, a pesar de que aquello la comprometía, guardábalo escondido en su cueva, cerca de la Alcazaba....

Allí fué donde, la noche antes, dos soldados españoles, que iban a reunirse á su batallón, y que por casualidad entraron a encender un cigarro en el candil de aquella solitaria vivienda, descubrieron al pobre polaco, el cual, echado en un rincón, profería palabras de su idioma en el delirio de la calentura.

—¡Presentémoslo a nuestro jefe! (se dijeron los españoles). Este bribón será fusilado mañana, y nosotros alcanzaremos un empleo.

Iwa, que así se llamaba el polaco, según luego me contó la viejecita, llevaba ya seis meses de tercianas, y estaba muy débil, muy delgado, casi hético.

La buena mujer lloró y suplicó, protestando que el extranjero no podía ponerse en camino sin caer muerto a la media hora....

Pero sólo consiguió ser apaleada por su falta de «patriotismo». —¡Todavía no se me ha olvidado esta palabra, que antes no había oído pronunciar nunca!

En cuanto al aquel lance. —Estaba postrado por la fiebre, y algunas palabras sueltas que salían de sus labios, medio polacas, medio españolas, hacían reír a los dos militares.

—¡Cállate, didon,—le decían.

Y, a fuerza de golpes, lo sacaron del lecho.

Para no cansar a V., señorito: en aquella disposición, medio desnudo, hambriento..., bamboleándose, muriéndose..., ¡anduvo el infeliz cinco leguas!...

¡Cinco leguas, señor!...—¿Sabe V. los pasos que tienen cinco leguas?—Pues es desde Fiñana hasta aquí....—¡Y a pie!... ¡descalzo!...

¡Piénselo V.!... ¡Un hombre fino, un joven hermoso y blanco como una mujer, un enfermo, después de seis meses de tercianas!... ¡y con la terciana en aquel momento mismo!... —¿Cómo pudo resistir?

—¡Ah! ¡No resistió!...

—Pero ¿cómo anduvo cinco leguas?

—¡Toma! ¡A fuerza de bayonetazos!...

—Prosiga V., abuelo.... Prosiga V.

—Yo venía por este barranco, como tengo de costumbre, para ahorrarme terreno, y ellos iban por allá arriba, por el camino. Detúveme, pues, aquí mismo, a fin de observar el remate de aquel horror, mientras fingía picar un cigarro negro de los de entonces....

Iwa jadeaba como un perro próximo a rabiar.... Venía con la cabeza descubierta, amarillo como un desenterrado, con dos rosetas encarnadas en lo alto de las mejillas y con los ojos llameantes, pero caídos...: ¡hecho, en fin, un Cristo en la calle de la Amargura!...

¡Mí querer morir! ¡Matar a mi, por Dios!—balbuceaba el extranjero con las manos cruzadas.

Los españoles se reían de aquellos disparates, y le llamaban franchute, didon y otras cosas.

Dobláronse al fin las piernas de Iwa, y cayó redondo al suelo.

Yo respiré, porque creí que el pobre había dado su alma a Dios.

Pero un pinchazo que recibió en un hombro le hizo erguirse de nuevo.

Entonces se acercó a este barranco para precipitarse y morir....

Al impedirlo los soldados, pues no les acomodaba que muriera su prisionero, me vieron aquí con mi mulo, que, como he dicho, estaba cargado de barrilla.

—¡Eh, camarada! (me dijeron, apuntándome con los fusiles.)—¡Suba V ese mulo!

Yo obedecí sin rechistar, creyendo hacer un favor al extranjero. —¿Dónde va V.?—me preguntaron cuando hube subido.

—Voy a Almería.... (les respondí). ¡Y eso que ustedes están haciendo es una inhumanidad!

—¡Fuera sermones!—gritó uno de los verdugos.

—¡Un arriero afrancesado!—dijo el otro.

—¡Charla mucho..., y verás lo que te sucede!

La culata de un fusil cayó sobre mi pecho....

¡Era la primera vez que me pegaba un hombre, fuera de mi padre!

¡No irritar, no incomodar!—exclamó el polaco, asiéndose a mis pies; pues había caído de nuevo en tierra.

—¡Descarga la barrilla!—me dijeron los soldados.

—¿Para qué?

—Para montar en el mulo a este judío.

—Eso es otra cosa.... Lo haré con mucho gusto.

Dije, y me puse a descargar.

No..., no..., no.... (exclamó Iwa.) ¡Tú dejar que me maten!

—¡Yo no quiero que te maten, desgraciado!—exclamé, estrechando las ardientes manos del joven.

¡Pero mí sí querer! ¡Matar tú a mí, por Dios!...

—¿Quieres que yo te mate?

¡Sí..., sí..., hombre bueno! ¡Sufrir mucho!

Mis ojos se llenaron de lágrimas.

Volvíme a los soldados, y les dije con tono de voz que hubiera conmovido a una piedra:

—¡Españoles, compatriotas, hermanos! Otro español, que ama tanto como el que más a nuestra patria, es quien os suplica. —¡Dejadme solo con este hombre!

—¡No digo que es afrancesado!—exclamó uno de ellos.

—¡Arriero del diablo! (dijo el otro): ¡cuidado con lo que me dices!

—¡Militar de los demonios! (contesté con la misma fuerza.) Yo no temo a la muerte.—¡Sois dos infames sin corazón! ¡Sois dos hombres fuertes y armados, contra un moribundo inerme!... ¡Sois unos cobardes!—Dadme uno de esos fusiles, y pelearé con vosotros hasta mataros o morir...; pero dejad a este pobre enfermo, que no puede defenderse.—¡Ay! (continué, viendo que uno de aquellos tigres se ruborizaba): si, como yo, tuvieseis hijos; si pensarais que tal vez mañana se verán en la tierra de este infeliz, en la misma situación que él, solos, moribundos, lejos de sus padres; si reflexionarais en que este polaco no sabe siquiera lo que hace en España; en que será un quinto robado a su familia para servir a la ambición de un Rey..., ¡qué diablo! vosotros le perdonaríais....— ¡Si; porque vosotros sois hombres antes que españoles, y este polaco es un hombre, un hermano vuestro!—¿Qué ganará España con la muerte de un tercianario? ¡Batíos hasta morir con todos los granaderos de Napoleón; pero que sea en el campo de batalla! Y perdonad al débil; ¡sed generosos con el vencido; sed cristianos, no seáis verdugos!

—¡Basta de letanías!—dijo el que siempre había llevado la iniciativa de la crueldad, el que hacía andar a Iwa a fuerza de bayonetazos, el que quería comprar un empleo al precio de su cadáver.

—Compañero, ¿qué hacemos?—preguntó el otro, medio conmovido con mis palabras.

—¡Es muy sencillo! (repuso el primero.) ¡Mira!

Y sin darme tiempo, no digo de evitar, sino de prever sus movimientos, descerrajó un tiro sobre el corazón del polaco.

Iwa me miró con ternura, no sé si antes o después de morir.

Aquella mirada me prometió el cielo, donde acaso estaba ya el mártir.

En seguida los soldados me dieron una paliza con las baquetas de los fusiles.

El que había matado al extranjero, le cortó una oreja, que guardó en el bolsillo.

¡Era la credencial del empleo que deseaba! Después desnudó a Iwa, y le robó ... hasta cierto medallón (con un retrato de mujer o de santa) que llevaba al cuello.

Entonces se alejaron hacia Almería.

Yo enterré a Iwa en este barranco..., ahí..., donde está V. sentado..., y me volví a Gérgal, porque conocí que estaba malo.

Y, con efecto, aquel lance me costó una terrible enfermedad, que me puso a las puertas de la muerte.

—Y ¿no volvió V. a ver a aquellos soldados? ¿No sabe V. cómo se llamaban?

—No, señor; pero, por las señas que me dió más tarde la viejecita que cuidó al polaco, supe que uno de los dos españoles tenía el apodo de Risas, y que aquél era justamente el que había matado y robado al pobre extranjero.

En esto nos alcanzó la galera: el viejo y yo subimos al camino; nos apretamos la mano, y nos despedimos muy contentos el uno del otro.— ¡Habíamos llorado juntos!

III

Tres noches después tomábamos café varios amigos en el precioso casino de Almería.

Cerca de nosotros, y alrededor de otra mesa, se hallaban dos viejos, militares retirados, Comandante el uno y Coronel el otro, según dijo alguno que los conocía.

A pesar nuestro, oíamos su conversación, pues hablaban tan alto como suelen los que han mandado mucho.

De pronto hirió mis oídos y llamó mi atención esta frase del Coronel:

—El pobre Risas....

¡Risas!—exclamé para mí.

Y me puse a escuchar de intento.

—El pobre Risas ... (decía el Coronel) fué hecho prisionero por los franceses cuando tomaron a Málaga, y, de depósito en depósito, fué a parar nada menos que a Suecia, donde yo estaba también cautivo, como todos los que no pudimos escaparnos con el Marqués de la Romana.—Allí lo conocí, porque intimó con Juan, mi asistente de toda la vida, o de toda mi carrera; y cuando Napoleón tuvo la crueldad de llevar a Rusia, formando parte de su Grande Ejército, a todos los españoles que estábamos prisioneros en su poder, tomé de ordenanza a Risas. a los polacos, o un terror supersticioso a Polonia, pues no hacía más que preguntarnos a Juan y a mi «si tendríamos que pasar por aquella tierra para ir a Rusia,» estremeciéndose a la idea de que tal llegase a acontecer.—Indudablemente, a aquel hombre, cuya cabeza no estaba muy firme por lo mucho que había abusado de las bebidas espirituosas, pero que en lo demás era un buen soldado y un mediano cocinero, le había ocurrido algo grave con algún polaco, ora en la guerra de España, ora en su larga peregrinación por otras naciones.—Llegados a Varsovia, donde nos detuvimos algunos días, Risas se puso gravemente enfermo, de fiebre cerebral, por resultas del terror pánico que le había acometido desde que entramos en tierra polonesa; y yo, que le tenía ya cierto cariño, no quise dejarlo allí solo cuando recibimos la orden de marcha, sino que conseguí de mis Jefes que Juan se quedase en Varsovia cuidándolo, sin perjuicio de que,] resuelta aquella crisis de un modo o de otro, saliese luego en mi busca con algún convoy de equipajes y víveres, de los muchos que seguirían a la nube de gente en que mi regimiento figuraba a vanguardia.—¡Cuál fué, pues, mi sorpresa cuando, el mismo día que nos pusimos en camino, y a las pocas horas de haber echado a andar, se me presentó mi antiguo asistente lleno de terror, y me dijo lo que acababa de suceder con el pobre Risas!—¡Dígole a V. que el caso es de lo más singular y estupendo que haya ocurrido nunca!—Óigame, y verá si hay motivo para que yo no haya olvidado esta historia en cuarenta y dos años.—Juan había buscado un buen alojamiento para cuidar a Risas, en casa de cierta labradora viuda, con tres hijas casaderas, que desde que llegamos a Varsovia los españoles no había dejado de preguntarnos a varios, por medio de intérpretes franceses, si sabíamos algo de un hijo suyo llamado Iwa, que vino a la guerra de España en 1808, y de quien hacía tres años no tenía noticia alguna, cosa que no pasaba a las demás familias que se hallaban en idéntico caso.—Como Juan era tan zalamero, halló modo de consolar y esperanzar a aquella triste madre, y de aquí a cuidar a Risas al verlo caer en su presencia atacado de una fiebre cerebral...—Llegados a casa de la buena mujer, y cuando ésta ayudaba a desnudar al enfermo, Juan la vió palidecer de pronto y apoderarse convulsivamente de cierto medallón de plata, con una efigie o retrato en miniatura, que Risas llevaba siempre al pecho, bajo la ropa, a modo de talismán o conjuro contra los polacos, por creer que representaba a una Virgen o Santa de aquel país.—¡Iwa! ¡Iwa!—gritó después la viuda de un modo horrible, sacudiendo al enfermo, que nada entendía, aletargado como estaba por la fiebre.—En esto acudieron las hijas; y, enteradas del caso, cogieron el medallón, lo pusieron al lado del rostro de su madre, llamando por medio de señas la atención de Juan para que viese, como vió, que la tal efigie no era más que el retrato de aquella mujer, y, encarándose entonces con él, visto que su compatriota no podía responderles, comenzaron a interrogarle mil cosas con palabras ininteligibles, bien que con gestos y ademanes que revelaban claramente la más siniestra furia.—Juan se encogió de hombros, dando a entender por señas que él no sabía nada de la procedencia de aquel retrato, ni conocía a Risas más que de muy poco tiempo....—Elnoble semblante de mi honradísimo asistente debió de probar a aquellas cuatro leonas encolerizadas que el pobre no era culpable....—¡Además, él no llevaba el medallón!—Pero el otro ... ¡al otro, al pobre Risas, lo mataron a golpes y lo hicieron pedazos con las uñas!—Es cuanto sé con relación a este drama, pues nunca he podido averiguar por qué tenía Risas aquel retrato.

—Permítame V. que se lo cuente yo....—dije sin poder contenerme.

Y acercándome a la mesa del Coronel y del Comandante, después de ser presentado a ellos por mis amigos, les referí a todos la espantosa narración del minero.

Luego que concluí, el Comandante, hombre de más de setenta años, exclamó con la fe sencilla de un militar antiguo, con el arranque de un buen español y con toda la autoridad de sus canas:

—¡Vive Dios, señores, que en todo eso hay algo más que una casualidad!

Almería, 1854.

EL LIBRO TALONARIO

HISTORIETA RURAL

I

La acción comienza en Rota.—Rota es la menor de aquellas encantadoras poblaciones hermanas que forman el amplio semicírculo de la bahia de Cádiz; no ha faltado quien ponga los ojos en ella.—El Duque de Osuna, a título de Duque de Arcos, la ostenta entre las perlas de su corona hace muchísimo tiempo, y tiene allí su correspondiente castillo señorial, que yo pudiera describir piedra por piedra....

Mas no se trata aquí de castillos, ni de duques, sino de los célebres campos que rodean a Rota y de un humildísimo hortelano, a quien llamaremos el tío Buscabeatas, aunque no era éste su verdadero nombre, según parece.

Los campos de Rota (particularmente las huertas) son tan productivos que, además de tributarle al Duque de Osuna muchos miles de fanegas de grano y de abastecer de vino a toda la población (poco amante del agua potable y malísimamente dotada de ella), surten de frutas y legumbres a Cádiz, y muchas veces a Huelva, sobre todo en los ramos de tomates y calabazas, cuya excelente calidad, suma abundancia y consiguiente baratura exceden a toda ponderación;—por lo que se da a los roteños el dictado de calabaceros y de tomateros, que ellos aceptan con noble orgullo.

Y, a la verdad, motivo tienen para enorgullecerse de semejantes motes; pues es el caso que aquella tierra de Rota que que da para el consumo y para la exportación; aquella tierra que rinde tres o cuatro cosechas al año, ni es tal tierra, ni Cristo que lo fundó, sino arena pura y limpia, expelida sin cesar por el turbulento Océano, arrebatada por los furiosos vientos del Oeste y esparcida sobre toda la comarca roteña, como las lluvias de ceniza que caen en las inmediaciones del Vesubio.

Pero la ingratitud de la Naturaleza está allí más que compensada por la constante laboriosidad del hombre.—Yo no conozco, ni creo que haya en el mundo, labrador que trabaje tanto como el roteño.—Ni un leve hilo de agua dulce fluye por aquellos melancólicos campos.... ¿Qué importa? ¡El calabacero los ha acribillado materialmente de pozos, de donde saca, ora a pulso, ora por medio de norias, el precioso humor que sirve de sangre a los vegetales!—La arena carece de fecundos principios, del asimilable humus.... ¿Qué importa? ¡El tomatero pasa la mitad de su vida buscando y allegando sustancias que puedan servir de abono, y convirtiendo en estiércol hasta las algas del mar!—Ya poseedor de ambos preciosos elementos, el hijo de Rota va estercolando pacientemente, no su heredad entera (pues le faltarla abono para tanto), sino redondeles de terreno del vuelo de un plato chico, y en cada uno de estos redondeles estercolados siembra un grano de simiente de tomate o una pepita de calabaza, que riega luego a mano con un jarro muy diminuto, como quien da de beber a un niño.

Desde entonces hasta la recolección cuida diariamente una por una las plantas que nacen en aquellos redondeles, tratándolas con un mimo y un esmero sólo comparables a la solicitud con que las solteronas cuidan sus macetas. Un día le añade a tal mata un puñadillo de estiércol; otro le echa una chorreadita de agua; ora las limpia a todas de orugas y demás insectos dañinos; ora cura a las enfermas, entablilla a las fracturadas, y pone parapetos de caña y hojas secas a las que no pueden resistir los rayos del sol o están demasiado expuestas a los vientos del mar; ora, en fin, cuenta los tallos, las hojas, las flores o los frutos de las más adelantadas y precoces, y les habla, las acaricia, las besa, las bendice y hasta les pone expresivos nombres para distinguirlas e individualizarlas en su imaginación.—Sin exagerar: es ya un proverbio (y yo lo he oído repetir muchas veces en Rota) que el hortelano de aquel país toca por lo menos cuarenta veces con su propia mano a cada mata de tomates que nace en su huerta.—Y así se explica que los hortelanos viejos de aquella localidad lleguen a quedarse encorvados, hasta tal punto que casi se dan con las rodillas en la barba....

¡Es la postura en que han pasado toda su noble y meritoria vida!

II

Pues bien: el tío Buscabeatas pertenecía al gremio de estos hortelanos.

Ya principiaba a encorvarse en la época del suceso que voy a referir: y era que cuarenta de labrar una huerta lindante con la playa de la Costilla.

Aquel año había criado allí unas estupendas calabazas, tamañas como bolas decorativas de pretil de puente monumental, y que ya principiaban a ponerse por dentro y por fuera de color de naranja, lo cual quería decir que había mediado el mes de Junio. Conocíalas perfectamente el tío Buscabeatas por la forma, por su grado de madurez y hasta de nombre, sobre todo a los cuarenta ejemplares más gordos y lucidos, que ya estaban diciendo guisadme, y pasábase los días mirándolos con ternura y exclamando melancólicamente:

¡Pronto tendremos que separarnos!

Al fin, una tarde se resolvió al sacrificio; y señalando a los mejores frutos de aquellas amadísimas cucurbitáceas que tantos afanes le habían costado, pronunció la terrible sentencia. —Mañana (dijo) cortaré estas cuarenta, y las llevaré al mercado de Cádiz.—¡Feliz quien se las coma!

Y se marchó a su casa con paso lento, y pasó la noche con las angustias del padre que va a casar una hija al día siguiente.

—¡Lástima de mis calabazas!—suspiraba a veces sin poder conciliar el sueño.—Pero luego reflexionaba, y concluía por decir:—Y ¿qué he de hacer, ¡Para eso las he criado!—Lo menos van a valerme quince duros....

Gradúese, pues, cuánto sería su asombro, cuánta su furia y cuál su desesperación, cuando, al ir a la mañana siguiente a la huerta, halló que, durante la noche, le habían robado las cuarenta calabazas....—Para ahorrarme de razones, diré que, como el judío de Shakespeare, llegó al más sublime paroxismo trágico, repitiendo frenéticamente aquellas terribles palabras de Shylock, en que tan admirable dicen que estaba el actor Kemble:

¡Oh! ¡Si te encuentro! ¡Si te encuentro!

Púsose luego el tío Buscabeatas a recapacitar fríamente, y comprendió que sus amadas prendas no podían estar en Rota, donde sería imposible ponerlas a la venta sin riesgo de que él las reconociese, y donde, por otra parte, las calabazas tienen muy bajo precio.

—¡Como si lo viera, están en Cádiz! (dedujo de sus cavilaciones.) El infame, pícaro, ladrón, debió de robármelas anoche a las nueve o las diez y se escaparía con ellas a las doce en el barco de la carga.... ¡Yo saldré para Cádiz hoy por la mañana en el barco de la hora, y maravilla será que no atrape al ratero y recupere a las hijas de mi trabajo!

Así diciendo, permaneció todavía cosa de veinte minutos en el lugar de la catástrofe, como acariciando las mutiladas calabaceras, o contando las calabazas que faltaban, o extendiendo una especie de fe de livores para algún proceso que pensara incoar hasta que, a eso de las ocho, partió con dirección al muelle.

Ya estaba dispuesto para hacerse a la vela el barco de la hora, humilde falucho que sale todas las mañanas para Cádiz a las nueve en punto, conduciendo pasajeros, así como el barco de la carga sale todas las noches á las doce, conduciendo frutas y legumbres....

Llámase barco de la hora el primero, porque en este espacio de tiempo, y hasta en cuarenta minutos algunos días, si el viento es de popa, cruza las tres leguas que median entre la antigua villa del Duque de Arcos y la antigua ciudad de Hércules....

III

Eran, pues, las diez y media de la mañana cuando aquel día se paraba el tío Buscabeatas delante de un puesto de verduras del mercado de Cádiz, y le decía a un aburrido polizonte que iba con él:

—¡Estas son mis calabazas!—¡Prenda V. a ese hombre!

Y señalaba al revendedor.

—¡Prenderme a mí! (contestó el revendedor, lleno de sorpresa y de cólera.)—Estas calabazas son mías; yo las he comprado....

—Eso podrá V. contárselo al Alcalde—repuso el tío Buscabeatas.

—¡Que no!

—¡Que sí!

—¡Tío ladrón!

—¡Tío tunante!

—¡Hablen Vds. con más educación, ¡Los hombres no deben faltarse de esa manera!—dijo con mucha calma el polizonte, dando un puñetazo en el pecho a cada interlocutor.

En esto ya había acudido alguna gente, no tardando en presentarse también allí el Regidor encargado de la policía de los mercados públicos, o sea el Juez de abastos, que es su verdadero nombre. Resignó la jurisdicción el polizonte en Su Señoría, y enterada esta digna autoridad de todo lo que pasaba, preguntó al revendedor con majestuoso acento:

—¿A quién le ha comprado V. esas calabazas?

—Al tío Fulano, de Rota....—respondió el interrogado.

—¡Ése había de ser! (gritó el tío Buscabeatas.) ¡Muy abonado es para el caso! ¡Cuando su huerta, que es muy mala, le produce poco, se mete a robar en la del vecino!

—Pero, admitida la hipótesis de que a V. le han robado anoche cuarenta calabazas (siguió interrogando el Regidor, volviéndose al viejo hortelano), ¿quién le asegura a V. que éstas, y no otras, son las suyas?

—¡Toma! (replicó el tío Buscabeatas.) ¡Porque las conozco como V. conocerá a sus hijas, si las tiene!—¿No ve V. que las he criado?—Mire V.: ésta se llama rebolonda; ésta, cachigordeta; ésta, coloradilla; ésta Manuela..., porque se parecía mucho a mi hija la menor....

Y el pobre viejo se echó a llorar amarguísimamente.

—Todo eso está muy bien ... (repuso el Juez de abastos); pero la ley no se contenta con que usted reconozca sus calabazas. Es menester que la autoridad se convenza al mismo tiempo de la preexistencia de la cosa, y que V. la identifique con pruebas fehacientes....—Señores, no hay que sonreírse....—¡Yo soy abogado!

¡Pues verá V. qué pronto le pruebo yo a todo el mundo, sin moverme de aquí, que esas calabazas se han criado en mi huerta!—dijo el tío Buscabeatas, no sin grande asombro de los circunstantes.

Y soltando en el suelo un lío que llevaba en la mano, agachóse, arrodillándose hasta sentarse sobre los pies, y se puso a desatar tranquilamente las anudadas puntas del pañuelo que lo envolvía. La admiración del Concejal, del revendedor y del corro subió de punto.

—¿Qué va a sacar de ahí?—se preguntaban todos.

Al mismo tiempo llegó un nuevo curioso a ver qué ocurría en aquel grupo, y habiéndole divisado el revendedor, exclamó:

—¡Me alegro de que llegue V., tío Fulano! Este hombre dice que las calabazas que me vendió usted anoche, y que están aquí oyendo la conversación, son robadas....—Conteste V....

El recién llegado se puso más amarillo que la cera, y trató de irse; pero los circunstantes se lo impidieron materialmente, Regidor le mandó quedarse.

En cuanto al tío Buscabeatas, ya se había encarado con el presunto ladrón, diciéndole:

—¡Ahora verá V. lo que es bueno!

El tío Fulano recobró su sangre fría, y expuso:

—Usted es quien ha de ver lo que habla; porque si no prueba, y no podrá probar, su denuncia, lo llevaré a la cárcel por calumniador.—Estas calabazas eran mías; yo las he criado, como todas las que he traído este año a Cádiz, en mi huerta del Egido, y nadie podrá probarme lo contrario.

—¡Ahora verá V.!—repitió el tío Buscabeatas acabando de desatar el pañuelo y tirando de él.

Y entonces se desparramaron por el suelo una multitud de trozos de tallo de calabacera, todavía verdes y chorreando jugo, mientras que el viejo hortelano, sentado sobre sus piernas y muerto de risa, dirigía el siguiente discurso al Concejal y a los curiosos:

—Caballeros: ¿no han pagado Vds. nunca contribución? Y ¿no han visto aquel libraco verde que tiene el recaudador, de donde va cortando recibos, dejando allí pegado un tocón o pezuelo, recibo es falso o no lo es? —Lo que V. dice se llama el libro talonario—observó gravemente el Regidor.

—Pues eso es lo que yo traigo aqui: el libro talonario de mi huerta, o sea los cabos a que estaban unidas estas calabazas antes de que me las robasen.—Y, si no, miren Vds.—Este cabo era de esta calabaza.... Nadie puede dudarlo....

—Este otro..., ya lo están Vds. viendo..., era de esta otra.—Este más ancho..., debe de ser de aquélla.... ¡Justamente!—Y éste es de ésta.... Ése es de ésa.... Ésta es de aquél....

Y en tanto que así decía, iba adaptando un cabo o pedúnculo a la excavación que había quedado en cada calabaza al ser arrancada, y los espectadores veían con asombro que, efectivamente, la base irregular y caprichosa de los pedúnculos convenía del modo más exacto con la figura blanquecina y leve concavidad que presentaban las que pudiéramos llamar cicatrices de las calabazas.

Pusiéronse, pues, en cuclillas los circunstantes, inclusos los polizontes y el mismo Concejal, y comenzaron a ayudarle al tío Buscabeatas en aquella singular comprobación, diciendo todos a un mismo tiempo con pueril regocijo:

—¡Nada! ¡Nada! ¡Es indudable! ¡Miren Vds.!—Éste es de aquí.... Ése es de ahí.... Aquélla es de éste.... Ésta es de aquél....

Y las carcajadas de los grandes se unían a los silbidos de los chicos, a las imprecaciones de las mujeres, a las lágrimas de triunfo y alegría del viejo hortelano y a los empellones que los guindillas daban ya al convicto ladrón, como impacientes por llevárselo a la cárcel.

Excusado es decir que los guindillas tuvieron este gusto; que el tío Fulano vióse obligado desde luego a devolver al revendedor los quince duros que de él había percibido; que el revendedor se los entregó en el acto al tío Buscabeatas, y que éste se marchó a Rota sumamente contento, bien que fuese diciendo por el camino:

—¡Qué hermosas estaban en el mercado! ¡He debido traerme esta noche y guardar las pepitas!

Noviembre de 1877.

MOROS Y CRISTIANOS

CUENTO

I

La antes famosa y ya poco nombrada villa de Aldeire forma parte del marquesado del Cenet, o como si dijéramos, del respaldo de la Alpujarra, y está medio colgada, medio escondida, en un escalón o barranco de la formidable mole central de Sierra Nevada, a cinco o seis mil pies sobre el nivel del mar y seis o siete mil por debajo de las eternas nieves del Mulhacen.

Aldeire, dicho sea con perdón de su señor cura, es un pueblo morisco. Que fué moro, lo dicen claramente su nombre, su situación y su estructura; y que no ha llegado aún a ser enteramente cristiano, aunque figure en la España reconquistada y tenga su iglesita católica y sus cofradías de la Virgen, de Jesús y de no pocos santos y santas, lo demuestran el carácter y costumbres de sus moradores, las pasiones terribles cuanto quiméricas que los unen o separan en perpetuos bandos, y los lúgubres ojos negros, pálida tez y escaso hablar y reír de mujeres, hombres y niños....

Porque bueno será recordar, para que ni dicho señor cura ni nadie la solidez de este razonamiento, que los moriscos del marquesado del Cenet no fueron expulsados en totalidad como los de la Alpujarra, sino que muchos de ellos lograron quedarse allí agazapados y escondidos gracias a la prudencia o cobardía con que desoyeron el temerario y heroico grito de su malhadado príncipe Aben-Humeya; de donde alcalde constitucional de Aldeire en el año de gracia de 1821, podía muy bien ser nieto de algún Mustafá, Mahommed o cosa por el estilo.

Cuéntase, pues, que el tal Juan Gómez, hombre a la sazón de más de media centuria, rústico muy avisado aunque no entendía de letra, y codicioso y trabajador con fruto, como lo acreditaba, no solamente su apodo, sino también su mucha hacienda, por él adquirida a fuerza de buenas o malas artes, y representada en las mejores suertes de tierra de aquella jurisdicción, tomó a censo enfitéutico y casi de balde, mediante algunas gallinas no ponedoras que regaló al secretario del Ayuntamiento, unos secanos situados a las inmediaciones de la villa, en medio de los cuales veíanse los restos y escombros de un antiguo castillejo, morabito o atalaya árabe, cuyo nombre era todavía La Torre del Moro.

Excusado es decir que el tío Hormiga no se detuvo ni un instante a pensar en qué moro sería aquél, ni en la índole o pristino objeto de la arruinada construcción; lo único que vió desde luego más claro que el agua fué que con tantas desmoronadas piedras, y con las que él desmoronara, podía hacer allí un hermoso y muy seguro corral para sus ganados; por lo que desde el día siguiente, y como recreo muy propio de quien tan económico era, dedicó las tardes a derribar por sí mismo, y a sus solas, lo que en pie quedaba del vetusto edificio arábigo.

—¡Te vas a reventar!—le decía su mujer, al verlo llegar por la noche lleno de polvo y de sudor, y con la barra de hierro oculta bajo la capa....

—¡Al contrario!—respondía él.—Este ejercicio me conviene para no podrirme como nuestros hijos los estudiantes, que según me ha dicho el estanquero, estaban la otra noche en el teatro de Granada y tenían un color de manteca que daba asco mirarlos....

—¡Pobres! ¡De tanto estudiar! Pero a ti debía de darte vergüenza de trabajar como un peón siendo el más rico del pueblo, alcalde por añadidura. —Por eso voy solo.... ¡A ver!... Acércame esa ensalada....

—Sin embargo, convendría que te ayudase alguien. ¡Vas a echar un siglo en derribar la Torre, y hasta quizá no sepas componértelas para volcarla toda!...

—¡No digas simplezas, Torcuata! Cuando se trate de construir la tapia del corral pagaré jornales, y hasta llevaré un maestro alarife....—¡Pero derribar sabe cualquiera! ¡Y es tan divertido destruir!... ¡Vaya!... ¡quita la mesa y acostémonos!...

—Eso lo dices porque eres hombre. ¡A mí me da miedo y lástima todo lo que es deshacer!

—¡Debilidades de vieja! ¡Si supieras tú cuántas cosas hay que deshacer en este mundo!

—¡Calla, francmasón! ¡En mal hora te han elegido alcalde! ¡Verás cómo, el día que vuelvan a mandar los realistas, te ahorca el Rey absoluto!

—¡Eso ... lo veremos! ¡Santurrona! ¡Beata! ¡Lechuza! ¡Vaya!: apaga esa luz, y no te santigües más..., que tengo mucho sueño.

Y así continuaban los diálogos hasta que se dormía uno de los dos consortes.

II

Una tarde regresó de su faena el tío Hormiga, muy preocupado y caviloso, y más temprano que de costumbre.

Su mujer aguardó a que despachase a los mozos de labor para preguntarle qué tenía, y él respondió enseñándole un tubo de plomo con tapadera por el estilo del cañuto de un licenciado del ejército; sacó de allí, y desarrolló cuidadosamente, un amarillento pergamino escrito en caracteres muy enrevesados, y dijo con imponente seriedad:

—Yo no sé leer, ni tan siquiera en castellano, que es la lengua más clara del mundo; pero el diablo me lleve si esta escritura no es de moros.

—¿Es decir, que la has encontrado en la Torre?

—No lo digo sólo por eso, sino porque estos garrapatos no se parecen a ninguno de los que he visto hacer a gente cristiana.

La mujer de Juan Gómez miró y olió el pergamino, y exclamó con una seguridad tan cómica como gratuita:

—¡De moros es!

Pasado un rato, añadió melancólicamente.

—Aunque también me estorba a mí lo negro, juraría que tenemos en las manos la licencia absoluta de algún soldado de Mahoma, que ya estará en los profundos infiernos.

—¿Lo dices por el cañuto de plomo?

—Por el cañuto lo digo.

—Pues te equivocas de medio a medio, amiga Torcuata; porque ni los moros entraban en quintas, según me ha dicho varias veces nuestro hijo Agustín, ni esto es una licencia absoluta. Esto es ... un....

El tío Hormiga miró en torno suyo, bajó la voz y dijo con entera fe:

—¡Estas son las señas de un tesoro!

—¡Tienes razón!—respondió la mujer, súbitamente inflamada por la misma creencia.—¿Y lo has encontrado ya? ¿Es muy grande? ¿Lo has vuelto a tapar bien? ¿Son monedas de plata, o de oro? ¿Crees tú que pasarán todavía? ¡Qué felicidad para nuestros hijos! ¡Cómo van a gastar y a triunfar en Granada y en Madrid! ¡Yo quiero ver eso! Vamos allá.... Esta noche hace luna....

—¡Mujer de Dios! ¡Sosiégate! ¿Cómo quieres que haya topado ya con el tesoro guiándome por estas señas, si yo no sé leer en moro ni en cristiano?

—¡Es verdad! Pues, mira.... Haz una cosa: en cuanto Dios eche sus luces, apareja un buen mulo; pasa la sierra por el puerto de la Ragua, que dicen está bueno, y llégate a Ugíjar, D. Matías Quesada, el cual sabes entiende de todo.... El te pondrá en claro ese papel y te dará buenos consejos, como siempre.

—¡Mis dineros me cuestan todos sus consejos a pesar de nuestro compadrazgo!... Pero, en fin, lo mismo había pensado yo. Mañana iré a Ugíjar, y a la noche estaré aquí de vuelta; pues todo será apretar un poco a la caballería....

—Pero ¡cuidado que le expliques bien las cosas!...

—Poco tengo que explicarle. El cañuto estaba escondido en un hueco o nicho revestido de azulejos como los de Valencia, formado en el espesor de una pared. He derribado todo aquel lienzo, y nada más de particular he hallado. Debajo de lo ya destruido comienza la obra de sillería de los cimientos, cuyas enormes piedras, de más de vara en cuadro, no removerán fácilmente dos ni tres personas de puños tan buenos como los míos. Por consiguiente, es necesario saber de una manera fija en qué punto estaba escondido el tesoro, so pena de tener que arrancar con ayuda de vecinos todos los cimientos de la Torre....

—¡Nada! ¡Nada! ¡A Ugíjar en cuanto amanezca! Ofrécele a nuestro compadre una parte..., no muy larga, de lo que hallemos, y, cuando sepamos dónde hay que excavar, yo misma te ayudaré a arrancar piedras de sillería. ¡Hijos de mi alma! Todo para ellos! Por lo que a mí toca, sólo siento si habrá algo que sea pecado en esto que hablamos en voz baja.

—¿Qué pecado puede haber, grandísima tonta?

—No sé explicártelo.... Pero los tesoros me habían parecido siempre cosa del demonio, o de duendes.... Además, ¡tomaste a censo aquel terreno por tan poco rédito al año!... ¡Todo el pueblo dice hubo trampa en el tal negocio!

—¡Eso es cuenta del secretario y de los concejales! Ellos me hicieron la escritura.

—Por otro lado, tengo entendido que de los tesoros hay que dar parte al Rey.... —Eso es cuando no se hallan en terreno propio, como éste mío....

—¡Propio! ¡Propio!... ¡A saber de quién sería esa torre que te ha vendido el Ayuntamiento!

—¡Toma! ¡Del Moro!

—¡A saber quién sería ese Moro!... Por de pronto, Juan, las monedas que el Moro escondiera en su casa, serían suyas o de sus herederos; no tuyas, ni mías....

—¡Estás diciendo disparates! ¡Por esa cuenta, no debía yo ser alcalde de Aldeire, sino el que lo era el año pasado cuando se pronunció Riego! ¡Por esa cuenta, habría que mandar todos los años a África, a los descendientes de los moros, las rentas que produjesen las vegas de Granada, de Guadix y de centenares de pueblos!...

—¡Puede que tengas razón!... En fin, ve a Ugíjar, y el compadre te aconsejará lo mejor en todo.

III

Ugíjar dista de Aldeire cosa de cuatro leguas de muy mal camino. No serían, sin embargo, las nueve de la siguiente mañana cuando el tío Juan Gómez, vestido con su calzón corto de punto azul y sus bordadas botas blancas de los días de fiesta, hallábase ya en el despacho de D. Matías de Quesada, hombre de mucha edad y mucha salud, doctor en ambos Derechos y autor de la mayor parte de los entuertos contra la justicia que se hacían por entonces en aquella tierra. Había sido toda su vida lo que se llama un abogado picapleitos, y estaba riquísimo y muy bien relacionado en Granada y Madrid.

Oído que hubo la historia de su digno compadre, y después de examinar atentamente el pergamino, díjole que, en su opinión, nada de aquello olía a tesoro: que el nicho en que halló el tubo debió de ser y que el escrito le parecía una especie de oración que los moros suelen leer todos los viernes por la mañana.... Pero que, sin embargo, no siéndole a él completamente conocida la lengua árabe, remitiría el documento a Madrid a un condiscípulo suyo que estaba empleado en la Comisaría de los Santos Lugares, a fin de que lo enviara a Jerusalén, donde lo traducirían al castellano; por todo lo cual sería conveniente mandarle al madrileño un par de onzas de oro, para una jícara de chocolate.

Mucho lo pensó el tío Juan Gómez antes de pagar un chocolate tan caro (que resultaba a diez mil doscientos cuarenta reales la libra); pero tenía tal seguridad en lo del tesoro (y a fe que no se equivocaba según después veremos), que sacó de la faja ocho monedillas de a cuatro duros y se las entregó al abogado, quien las pesó una por una antes de guardárselas en el bolsillo; con lo que el tío Hormiga tomó la vuelta de Aldeire decidido a seguir excavando en la Torre del Moro, mientras tanto que enviaban el pergamino a Tierra Santa y volvía de allá traducido; diligencias en que, según el letrado, se tardaría cosa de año y medio.

IV

No bien había vuelto la espalda el tío Juan, cuando su compadre y asesor cogió la pluma y escribió la siguiente carta comenzando por el sobre:

«SR. D. BONIFACIO TUDELA Y GONZALEZ, de la Santa Iglesia Catedral de CEUTA.

«Mi querido sobrino político:

«Solamente a un hombre de tu religiosidad confiaría yo el importantísimo secreto contenido en el documento adjunto. Dígolo porque indudablemente están escritas en él las señas de un tesoro, de que te daré alguna parte si llego a descubrirlo con tu ayuda. Para ello es necesario que busques un moro en carta certificada, sin enterar a nadie del asunto, como no sea a tu mujer, que me consta es persona reservada.

«Perdona que no te haya escrito en tantos años; pero bien conoces mis muchos quehaceres. Tu tía sigue rezando por ti todas las noches al tiempo de acostarse. Que estés mejor del dolor de estómago que padecías en 1806, y sabes que te quiere tu tío político,

«MATÍAS DE QUESADA. «UGÍJAR, 15 de ENERO, 1821.

«POSDATA.—Expresiones a Pepa, y dime, si habéis tenido hijos.»

Escrita la precedente carta, el insigne jurisconsulto pasó a la cocina, donde su mujer estaba haciendo calceta y cuidando el puchero, y díjole las siguientes expresiones en tono muy áspero y desabrido, después de echarle en la falda las ocho monedas de a cuatro duros que ya conocemos:

—Encarnación, ahí tienes: compra más trigo, que va a subir en los meses mayores, y procura que lo midan bien. Hazme de almorzar mientras yo voy a echar al correo esta carta para Sevilla preguntando los precios de la cebada. ¡Que el huevo esté bien frito y el chocolate claro! ¡No tengamos la de todos los días!

La mujer del abogado no respondió palabra, y siguió haciendo calceta como un autómata.

V

Dos semanas después, un hermosísimo día de Enero, como sólo los hay en el Norte de África y en el Sur de Europa, tomaba el sol en la azotea de su casa de dos pisos el maestro de capilla de la catedral de Ceuta con la tranquilidad de quien ha tocado el órgano en misa mayor y se ha comido luego una libra de boquerones, otra de carne y otra de pan, con su correspondiente dosis de vino de Tarifa. El buen músico, gordo como un cebón y colorado como una remolacha, digería penosamente, paseando su turbia mirada de apoplético por el magnífico panorama del Mediterráneo, y del Estrecho de Gibraltar, del maldecido Peñón que le da nombre, de las cercanas cumbres de Anghera y Benzú y de las remotas nieves del Pequeño Atlas, cuando sintió acelerados pasos en la escalera y la argentina voz de su mujer, que gritaba gozosamente:

—¡Bonifacio! ¡Bonifacio! ¡Carta de Ugíjar! ¡Carta de tu tío! ¡Y vaya si es gorda!

—¡Hombre!—respondió el maestro de capilla, girando como una esfera o globo terráqueo sobre el punto de su redonda individualidad, que descansaba en el asiento.—¿Qué santo se habrá empeñado para que mi tío se acuerde de mí? ¡Quince años hace que resido en esta tierra usurpada a Mahoma, y cata aquí sin embargo de haberle yo escrito cien veces a él! ¡Sin duda me necesita para algo!

Y, dicho esto, abrió la epístola (procurando que no la leyese la Pepa de la posdata), y apareció, crujiente y tratando de arrollarse por sí propio, el amarillento pergamino.

—¿Qué nos envía?—preguntó entonces la mujer, gaditana y rubia por más señas, y muy agraciada y valiente a pesar de sus cuarenta agostos.

—¡Pepita, no seas tan curiosa!... Yo te lo diré, si debo decírtelo, luego que me entere. ¡Mil veces te he advertido que respetes mis cartas!...

—¡Advertencia propia de un libertino como tú! En fin, ¡despacha! y veamos si yo puedo saber qué papelote te manda tu tío. ¡Parece un billete de Banco del otro mundo!

En tanto que su mujer decía aquellas cosas y otras, el músico leyó la carta, y maravillóse hasta el extremo de ponerse de pie sin esfuerzo alguno.

Tenía, sin embargo, tal hábito de disimular, que acertó a decir muy naturalmente: —¡Qué tontería! ¡Sin duda está ya chocheando aquel mal hombre! ¿Querrás creer que me remite esta hoja de una Biblia en hebreo, para que yo busque algún judío que la compre imaginándose el muy bobo que darán por ella un dineral? Al mismo tiempo...—añadió para cambiar la conversación y guardándose en la faltriquera la carta y el pergamino:—al propio tiempo ... me pregunta con mucho interés si tenemos hijos.

—¡Él no los tiene!...—observó vivamente Pepita.—¡Sin duda piensa dejarnos por herederos!

—¡ Más fácil es que al muy avaro se le haya ocurrido heredarnos a nosotros!... Pero ¡calla!: están dando las once, y yo tengo que afinar el órgano para las vísperas de esta tarde.... Me voy. Oye, prenda: que la comida esté dispuesta a la una, y que no se te olvide echar dos buenas patatas en el puchero. ¡Que si tenemos hijos!... ¡Vergüenza me da de haber de contestarle que no!

—¡Escucha! ¡Espera! ¡Oye!—contestó como un rayo la parte contraria....

—¡Ya! ¡Ya!

—¡Anda, zambombo, tonel, desagradecido! ¿Quién te habrá amado a ti en el mundo como esta necia, que, con ese barrigón y todo, te considera el hombre más hermoso que Dios ha criado?

—¿Sí? ¿Me has dicho hermoso? ¡Pues mira, Pepa—respondió el artista, pensando seguramente en el pergamino árabe;—si mi tío llega a dejarme por heredero, o yo me hago rico de cualquier otro modo, te juro llevarte a vivir a la plaza de San Antonio de la ciudad de Cádiz, y comprarte más joyas que tiene la Virgen de las Angustias de Granada! Conque hasta luego, pichona.

Y tirando un pellizco en la barba a la que de antemano tenía ya el hoyo en ella, cogió el sombrero y tomó el camino..., no de la catedral, sino de las callejuelas en que suelen vivir las familias moras avecindadas en aquella plaza fuerte.

VI

En la más angosta de dichas callejuelas, y a la puerta de una muy pobre, pero muy blanqueada casucha, estaba sentado en el suelo, o más bien sobre sus talones, fumando en pipa de barro secado al sol, un moro de treinta y cinco a cuarenta años, revendedor de huevos y gallinas, que le traían a las puertas de Ceuta los campesinos independientes de Sierra-Bullones y Sierra-Bermeja, y que él despachaba, a domicilio o en el mercado, con una ganancia de ciento por ciento. Vestía chilava de lana blanca y jaique de lana negra, y llamábase entre los españoles Manos-gordas, y entre los marroquíes Admet-ben-Carime-el-Abdoun.

Tan luego como el moro vió al maestro de capilla levantóse y salió a su encuentro, haciéndole grandes zalemas; y, cuando estuvieron ya juntos, díjole cautelosamente:

—¿Querer morita? Yo traer mañana cosa meleja; de doce años....

—Mi mujer no quiere más criadas moras....—respondió el músico con inusitada dignidad.

Manos-gordas se echó a reír.

—Además ...—prosiguió D. Bonifacio—tus endiabladas moritas son muy sucias.

—Lavar....—respondió el moro, poniéndose en cruz y ladeando la cabeza.

—¡Te digo que no quiero moritas!—prosiguió D. Bonifacio.—Lo que necesito hoy es que tú, que sabes tanto y que por tanto saber eres intérprete de la plaza, me traduzcas al español este documento.

Manos-gordas cogió el pergamino, y a la primera ojeada murmuró: —Estar moro....

—¡Ya lo creo que es árabe! Pero quiero saber qué dice, y, si no me engañas, te haré un buen regalo ... cuando se realice el negocio que confio a tu lealtad.

A todo esto, Admet-ben-Carime había pasado ya la vista por todo el pergamino y puéstose muy pálido.

—¿Ves que se trata de un gran tesoro?—medio afirmó, medio interrogó el maestro de capilla.

—Creer que sí—tartamudeó el mahometano.

—¿Cómo creer? ¡Tu misma turbación lo dice!

—Perdona....—replicó Manos-gordas sudando a mares. —Haber aquí palabras de árabe moderno, y yo entender. Haber otras de árabe antiguo o literario, y yo no entender.

—¿Qué dicen las palabras que entiendes?

—Decir oro, decir perlas, decir maldición de Alah.... Pero yo no entender sentido, explicaciones ni señas. Necesitar ver al derwich de Anghera, que estar sabio, y él traducir todo. Llevarme yo pergamino hoy, y traer pergamino mañana, y no engañar ni robar al señor Tudela. ¡Moro jurar!

Así diciendo, cruzó las manos, se las llevó a la boca y las besó fervorosamente.

Reflexionó D. Bonifacio: conoció que para descifrar aquel documento tendría que fiarse de algún moro, y que ninguno le era tan conocido ni tan afecto como Manos-gordas, y accedió a dejarle el manuscrito, bien que bajo reiterados juramentos de que al día siguiente estaría de vuelta de Anghera con la traducción, y jurándole él, por su parte, que le entregaría lo menos cien duros cuando fuese descubierto el tesoro.

Despidiéronse el musulmán y el cristiano, y éste se dirigió, no a su casa ni a la catedral, sino a la oficina de un amigo, donde escribió la siguiente carta:

«SR. D. MATÍAS DE QUESADA Y SÁNCHEZ «Alpujarra, UGÍJAR.

«Mi queridísimo tío:

«Gracias a Dios que hemos tenido noticias de usted y de tía Encarnación, y que éstas son tan buenas como Josefa y yo deseábamos. Nosotros, querido tío, aunque más jóvenes que ustedes, estamos muy achacosos y cargados de diez hijos, que pronto se quedarán huérfanos y pidiendo limosna.

«Se burló de usted quien le dijera que el pergamino que me ha enviado contenía las señas de un tesoro. He hecho traducirlo por persona muy competente, y ha resultado ser una sarta de blasfemias contra Nuestro Señor Jesucristo, la Santísima Virgen y los santos de la Corte celestial, escritas en versos árabes por un perro morisco del marquesado del Cenet durante la rebelión de Aben-Humeya. En vista de semejante sacrilegio, y por consejo del señor Penitenciario, acabo de quemar tan impío testimonio de la perversidad mahometana.

«Memorias a mi tía: recíbanlas ustedes de Josefa, y mande algún socorro a su sobrino, que está en los huesos por resultas del pícaro dolor de estómago.

«BONIFACIO. «CEUTA, 29 de Enero de 1821.»

VII

Al mismo tiempo que el maestro de capilla escribía la precedente carta y la echaba al correo, Admet-ben-Carime-el-Abdoun reunía en un envoltorio no muy grande todo su hato y ajuar, reducidos a tres jaiques viejos, dos mantas de pelo de cabra, un mortero para hacer alcuzcuz, un candil[88-6] de hierro y una olla de cobre llena de pesetas (que desenterró de un rincón del patinillo de su casa); cargó con todo ello a su única mujer, esclava, dicha de pronto y más sucia que la conciencia de su marido, y salióse de Ceuta, diciendo al oficial de guardia de la puerta que da al campo moro que se iban a Fez a mudar de aires por consejo de un veterinario. Y como quiera que esta sea la hora, después de sesenta años y algunos meses de ausencia, que no se haya vuelto a saber de Manos-gordas ni en Ceuta, ni en sus cercanías, dicho se está que D. Bonifacio Tudela y González no tuvo el gusto de recibir de sus manos la traducción del pergamino, ni al día siguiente, ni al otro, ni en toda su vida, que por cierto debió de ser muy corta, puesto que de informes dignos de crédito aparece que su adorada Pepita se casó en Marbella en terceras nupcias con un tambor mayor asturiano, a quien hizo padre de cuatro hijos como cuatro soles, y era otra vez viuda a la muerte del Rey absoluto, fecha en que ganó por oposición en Málaga el destino de matrona aduanera.

Con que busquemos nosotros a Manos-gordas, y sepamos qué fué de él y del interesante pergamino.

VIII

Admet-ben-Carime-el-Abdoun respiró alegremente, y aun hizo alguna zapateta, sin que por eso se le cayesen las mal aseguradas zapatillas, tan luego como se vió fuera de los redoblados muros de la plaza española y con toda el África delante de sí....

Porque África, para un verdadero africano como Manos-gordas, es la tierra de la libertad absoluta; de una libertad anterior y superior a todas las Constituciones e instituciones humanas; de una libertad parecida a la de los conejos no caseros y demás animales de monte, valle o arenal.

África, quiero decir, es la Jauja de los malhechores, el seguro de la impunidad, el campo neutral de los hombres y de las fieras, cuanto a los sultanes, reyes y beyes que presumen imperar en aquella parte del mundo, y a las autoridades y mílites que los representan, puede decirse que vienen a ser, para tales vasallos, lo que el cazador para las liebres o para los corzos: un mal encuentro posible, que muy pocos tienen en la vida, y en el cual muere uno o no muere: si muere, tal día hizo un año; y si no muere, con poner mucha tierra por medio más en el asunto. Sirva esta digresión de advertencia a quien la necesitare, y prosigamos nosotros nuestra relación.

—¡Toma aquí, Zama!—dijo el moro a su cansada esposa, como si hablase con una acémila.

Y, en lugar de dirigirse al Oeste, o sea hacia el Boquete de Anghera, en busca del sabio santón, según había dicho a D. Bonifacio, tomó hacia el Sur, por un barranquillo tapado de malezas y árboles silvestres, que muy luego le llevó al camino de Tetuán, o bien a la borrosa vereda que, siguiendo las ondulaciones de puntas y playas, conduce a Cabo-Negro por el valle del Tarajar, por el de los Castillejos, por Monte-Negrón y por las lagunas de Río-Azmir, nombres que todo español bien nacido leerá hoy con amor y veneración, y que entonces no se habían oído pronunciar todavía en España ni en el resto del mundo civilizado.

Llegado que hubieron y Zama al vallecillo del Tarajar, diéronse un punto de descanso a la orilla del arroyuelo de agua potable que lo atraviesa, procedente de las alturas de Sierra-Bullones; y en aquella tan segura y áspera soledad, que parecía recién salida de manos del Criador y no estrenada todavía por el hombre; a la vista de un mar solitario, únicamente surcado, tal o cual noche de luna, por cárabos de piratas o buques oficiales de Europa encargados de perseguirlos, la mora se puso a lavarse y peinarse, y el moro sacó el manuscrito y volvió a leerlo con tanta emoción como la primera vez.

Decía así el pergamino árabe: «La bendición de Alah sea con los hombres buenos que lean estas letras.

«No hay más gloria que la de Alah, de quien Mahoma fué y es, en el corazón de los creyentes, profeta y enviado.

«Los hombres que roban la casa del que está en la guerra o en el destierro viven bajo la maldición de Alah y de Mahoma, y mueren roídos de escarabajos y cucarachas.

«¡Bendito sea, pues, Alah, que crió estos y otros bichos para que se coman a los hombres malos!

«Yo soy el caid Hassan-ben-Jussef, siervo de Alah, aunque malamente he sido llamado D. Rodrigo de Acuña por los sucesores de los perros cristianos que, haciéndoles fuerza y violando solemnes capitulaciones, bautizaron con una escoba, a guisa de hisopo, a mis infortunados ascendientes y a otros muchos islamitas de estos reinos.

«Yo soy capitán bajo el estandarte del que, desde la muerte de Aben-Humeya, titúlase legítimamente rey de los andaluces, Muley-Abdalá-Mahamud-Aben-Aboó, el cual, si no está ya sentado en el trono de Granada, es por la traición y cobardía con que los moros valencianos han faltado a sus compromisos y juramentos, dejando de alzarse al mismo tiempo que los moros granadinos contra el tirano común; pero de Alah recibirán el pago, y, si somos vencidos nosotros, vencidos serán también ellos y expulsados a la postre de España, sin el mérito de haber luchado hasta última hora en el campo del honor y en defensa de la justicia; y, si somos vencedores, les cortaremos el pescuezo y echaremos sus cabezas a los marranos.

«Yo soy, en fin, el dueño de esta Torre y de toda la tierra que hay a su alrededor, hasta llegar por Occidente al barranco del Zorro y por Oriente al de los Espárragos, el cual debe tal nombre a los muchos y muy exquisitos que cultivó allí mi abuelo Sidi-Jussef-ben-Jussuf.

«La cosa no anda bien. Desde que el mal nacido D. Juan de Austria (confúndalo Alah) vino a combatir contra os creyentes, prevemos que por ahora vamos a ser derrotados, sin perjuicio de que, o las centurias, otro Príncipe de la sangre del Profeta venga a recobrar el trono de Granada, que ha pertenecido setecientos años a los moros, y volverá a pertenecerles cuando Alah quiera, con el mismo título con que lo poseyeron antes vándalos y godos, y antes los romanos, y antes aquellos otros africanos que se llamaban los cartagineses: ¡con el título de la conquista! Pero conozco, vuelvo a decir, que por la presente la cosa anda mal, y que muy pronto tendré que trasladarme a Marruecos con mis cuarenta y tres hijos, suponiendo que los austriacos no me cojan en la primera batalla y me cuelguen de un alcornoque, como yo los colgaría a todos ellos si pudiera.

«Pues bien: al salir de esta Torre para emprender la última y decisiva campaña dejo escondidos aquí, en sitio a que no podrá llegar nadie sin topar primero con el presente manuscrito, todo mi oro, toda mi plata, todas mis perlas; el tesoro de mi familia; la hacienda de mis padres, mía y de mis herederos; el caudal de que soy dueño y señor por ley divina y humana, como es del ave la pluma que cría, o como son del niño los dientes que echa con trabajo, o como son de cada mortal los malos humores de cáncer o de lepra que hereda de sus padres.

«¡Detente, por tanto, oh tú, moro, cristiano o judío que, habiéndote puesto a derribar esta mi casa, has llegado a descubrir y leer los renglones que estoy escribiendo! ¡Detente, y respeta el arca de tu prójimo! ¡No pongas la mano en su caudal! ¡No te apoderes de lo ajeno! Aquí no hay nada del fisco, nada de dominio público, nada del Estado. El oro de las minas podrá pertenecer a quien lo descubra, y una parte de él al Rey del territorio. Pero el oro fundido y acuñado, el dinero, la moneda, es de su dueño, y nada más que de su dueño. ¡No me robes, pues, mal hombre! ¡No robes a mis descendientes, que ya vendrán, el día que esté escrito, a recoger su herencia! Y si es que buenamente, por casualidad, encuentras mi tesoro, te aconsejo que publiques edictos, llamando y notificando el caso a los causa-habientes de Hassan-ben-Jussef; que no es de hombres honestos guardarse los hallazgos cuando estos hallazgos tienen propietario conocido.

«Si así no lo hicieres, ¡maldito seas, con la maldición de Alah y con la mía! ¡Y pártate un rayo! ¡Y quiera Dios que cada una de mis monedas se vuelva en tus manos un escorpión, y cada perla un alacrán! ¡Y que mueran de lepra tus hijos, con los dedos podridos y deshechos, para que no tengan ni tan siquiera el placer de rascarse! ¡Y que tu hija la mayor se escape de tu casa con un judío! ¡Y que a ti te metan un palo por el cuerpo, y te saquen asi a la vergüenza, teniéndote en alto hasta que, con el peso de tu cuerpo, el palo salga por encima de la coronilla y quedes patiabierto en el suelo, como indecente rana atravesada por un asador!

«Ya lo sabes, y sépanlo todos, y bendito sea Alah, que es Alah.

«Torre de Zoraya, en Aldeire del Cenet, a 15 días del mes de Saphar del año de la egira 968.

«HASSAN-BEN-JUSSEF.»

IX

Manos-gordas quedó profundamente preocupado con la nueva lectura de este documento, no por las máximas morales y por las espantosas maldiciones que contenía, pues el pícaro había perdido la fe en Alah y en Mahoma de resultas de su frecuente trato con los cristianos y judíos de Tetuán y Ceuta, que, naturalmente, se reían del Corán, sino por creer que su cara, su acento y algún otro signo musulmán de su persona le impedían trasladarse a España, donde se vería expuesto a muerte segura tan luego como cualquier cristiano o cristiana descubriese en él a un enemigo de la Virgen María. Además, ¿qué apoyo (a juicio de Manos-gordas) podría hallar en las leyes ni en las autoridades de España un extranjero, un mahometano, un semi-salvaje, para adquirir la Torre de Zoraya, para hacer excavaciones en ella, para entrar en posesión del tesoro o para no perderlo inmediatamente con la vida?

—¡No hay remedio!—díjose por remate de largas reflexiones.—¡Tengo que confiarme al renegado ben-Munuza! Él es español, y su compaña me librará de todo peligro en aquella tierra. Pero como no existe bajo la capa del cielo un hombre de peor alma que el tal renegado, no me estará de más tomar algunas precauciones.

Y en virtud de esta cavilación sacó del bolsillo avíos de escribir, redactó una carta, púsole el sobre, pególo con un poco de pan mascado, y echóse a reír de una manera diabólica.

En seguida fijó los ojos en su mujer, que continuaba haciendo la policía de todo un año a costa de la limpieza física y ... moral del malaventurado arroyuelo, y, llamándola por medio de un silbido, dignóse hablarle de este modo:

—Cara de higo chumbo, siéntate a mi lado y óyeme.... Luego entonces te juzgue merecedora de algo mejor que la paliza diaria con que te demuestro mi cariño. Por de pronto, déjate de monadas y entérate bien de lo que voy a decirte.

La mora, que, lavada y peinada, resultaba más joven y artística, aunque no menos fea que antes, se relamió como una gata, clavó en Manos-gordas los dos carbunclos que le servían de ojos, y díjole, mostrando sus blanquísimos y anchos dientes, que nada tenían de humanos:

—Habla, mi señor; que tu esclava sólo desea servirte.

Manos-gordas continuó:

—Si desde este momento en adelante llega a ocurrirme alguna desgracia, o desaparezco del mundo sin haberme despedido de ti, o, habiéndome despedido, no tienes noticias mías en seis semanas, procura volver a entrar en Ceuta y echa esta carta al correo. ¿Te has enterado bien, cara de mona?

Zama rompió a llorar, y exclamó:

—¡Admet! ¿Piensas dejarme?

—¡No rebuznes, mujer!—contestó el moro.—¿Quién habla ahora de eso? ¡Demasiado sabes que me gustas y que me sirves! Pero de lo que ahora se trata es de que te hayas enterado bien de mi encargo....

—¡Trae!—dijo la mora, apoderándose de la carta, abriéndose el justillo y colocándola entre él y su gordo y pardo seno, al lado del corazón.—Si algo malo llega a sucederte, esta carta caerá en el correo de Ceuta, aunque después caiga yo en la sepultura.

Aben-Carime sonrió humanamente al oír aquellas palabras, y dignóse mirar a su mujer como a una persona.

X

Mucho y muy regaladamente debió de dormir aquella noche el matrimonio agareno entre los matorrales del camino, pues no serían menos de las nueve de la siguiente mañana cuando llegó al pie de Cabo-Negro.

Hay allí un aduar de pastores y labriegos árabes, llamado «Medik», compuesto de algunas chozas, de un morabito o ermita mahometana, y de un pozo de agua potable, con su brocal de piedra y su acetre de cobre, como los que figuran en algunas escenas bíblicas.

El aduar se hallaba completamente solo en aquel momento. Todos sus habitantes habían salido ya con el ganado o con los aperos de labor a los vecinos montes y cañadas.

—Espérame aquí ...—dijo Manos-gordas a su mujer.—Yo voy á buscar a ben-Munuza, que debe de hallarse al otro lado de aquel cerro arando los pobres secanos que allí posee.

—¡Ben-Munuza!—exclamó Zama con terror.—¡El renegado de quien me has dicho....

—Descuida....—interrumpió Manos-gordas.— ¡Hoy puedo yo más que él! Dentro de un par de horas estaré de vuelta, y verás cómo se viene detrás de mí con la humildad de un perro. Esta es su choza.... Aguárdanos en ella, y haznos una buena ración de alcuzcuz con el maíz y la manteca que hallarás a mano. ¡Ya sabes que me gusta muy recocido! ¡Ah! Se me olvidaba.... Si ves que anochece y no he bajado, sube tú; y si no me hallas en la otra ladera del cerro o me hallas cadáver, vuélvete a Ceuta y echa la carta al correo.... Otra advertencia: suponiendo que sea mi cadáver lo que encuentres, regístrame, a ver si ben-Munuza me ha robado o no este pergamino.... Si me lo ha robado, vuélvete de Ceuta a Tetuán, y denuncia a las autoridades el asesinato y el robo. ¡No tengo más que decirte! Adiós.

La mora se quedó llorando a lágrima viva, y Manos-gordas tomó la senda que llevaba a la cumbre del inmediato cerro.

XI

Pasada la cumbre, no tardó en descubrir en la cañada próxima a un corpulento moro vestido de blanco, el cual araba patriarcalmente la negruzca tierra con auxilio de una hermosa yunta de bueyes. Parecía aquel hombre la estatua de la Paz tallada en mármol. Y, sin embargo, era el triste y temido renegado ben-Munuza, cuya historia os causará espanto cuando la conozcáis.

Contentaos por lo pronto con saber que tendría cuarenta años, y que era rudo, fuerte, ágil y de muy lúgubre fisonomía, bien que sus ojos fuesen azules como el cielo y rubias sus barbas como aquel sol de África que había dorado a fuego la primitiva blancura europea de su semblante.

—¡Buenos días, Manos-gordas!—gritó en castellano el antiguo español, tan luego como divisó al marroquí.

Y su voz expresó la alegría melancólica propia del extranjero que halla ocasión de hablar la lengua patria. —¡Buenos días, Juan Falgueira!—respondió sarcásticamente ben-Carime.

El renegado tembló de pies a cabeza al oír semejante saludo, y sacó del arado la reja de hierro como para defender su vida.

—¿Qué nombre acabas de pronunciar?—añadió luego, avanzando hacia Manos-gordas.

Éste lo aguardaba riéndose, y le respondió en árabe, con un valor de que nadie le hubiera creído capaz:

—He pronunciado ... tu verdadero nombre: el nombre que llevabas en España cuando eras cristiano, y que yo conozco desde que estuve en Orán hace tres años....

—¿En Orán?

—¡En Orán, sí, señor!... ¿Qué tiene eso de extraordinario? De allí habías venido tú a Marruecos, y allí fuí yo a comprar gallinas. Allí pregunté tu historia, dando tus señas, y allí me la contaron varios españoles. Supe, por tanto, que eras gallego, que te llamabas Juan Falgueira, y que te habías escapado de la Cárcel Alta de Granada, donde estabas ya en capilla para ir a la horca por resultas de haber robado y dado muerte, hace quince años, a unos señores a quienes servías en clase de mulero.... ¿Dudarás ahora de que te conozco perfectamente?

—Dime, alma mía ...—respondió el renegado con voz sorda y mirando a su alrededor—¿y has contado eso a algún marroquí? ¿Lo sabe alguien más que tú en esta condenada tierra? Porque es el caso que yo quiero vivir en paz, sin que nadie ni nada me recuerde aquella mala hora, que harto he purgado. Soy pobre; no tengo familia, ni patria, ni lengua, ni el Dios que me crió. Vivo entre enemigos, sin más capital que estos bueyes y que esos secanos, comprados a fuerza de diez años de sudores.... Por consiguiente, haces muy mal en venir a decirme....

—¡Espera!—respondióle muy alarmado Manos-gordas—No me eches esas miradas de lobo, que vengo a hacerte un gran favor, y no a ofenderte por mero capricho. ¡A nadie he contado tu desgraciada historia! ¿Para qué? ¡Todo secreto puede ser un tesoro, y quien lo cuenta se queda sin él! Hay, empero, ocasiones en que se hacen cambios de secretos sumamente útiles. Por ejemplo: yo te voy a contar un importante secreto mío, que te servirá como de fianza del tuyo, y que nos obligará a ser amigos toda la vida....

—Te oigo. Concluye....—respondió calmosamente el renegado.

Aben-Carime leyóle entonces el pergamino árabe, que Juan Falgueira oyó sin pestañear y como enojado; visto lo cual por el moro, y a fin de acabar de atraerse su confianza, le reveló también que había robado aquel documento a un cristiano de Ceuta....

El español se sonrió ligeramente al pensar en el mucho miedo que debía de tenerle el mercader de huevos y de gallinas cuando le contaba sin necesidad aquel robo, y, animado el pobre Manos-gordas con la sonrisa de ben-Munuza, entró al fin en el fondo del asunto, hablando de la siguiente manera:

—Supongo que te has hecho cargo de la importancia de este documento y de la razón por qué te lo he leído. Yo no sé dónde está la Torre de Zoraya, ni Aldeire, ni el Cenet: yo no sabría ir a España, ni caminar por ella; y, además, allí me matarían por no ser cristiano, o, cuando menos, me robarían el tesoro antes o después de descubierto. Por todas estas razones necesito que me acompañe un español fiel y leal, de cuya vida sea yo dueño y a quien pueda hacer ahorcar con media palabra; un español, en fin, como tú, Juan Falgueira, que, después de todo, nada adelantaste con robar ni matar, pues trabajas aquí como un asno, cuando con los millones que voy a proporcionarte podrás irte a América, a Francia, a la India, y gozar, y triunfar, y subir tal vez hasta rey. ¿Qué te parece mi proyecto? —Que está bien hilado, como obra de un moro....—respondió ben-Munuza, de cuyas recias manos, cruzadas sobre la rabadilla, pendía, balanceándose, la barra de hierro a la manera de la cola de un tigre.

Manos-gordas se sonrió ufanamente, creyendo aceptada su proposición.

—Sin embargo....—añadió después el sombrío gallego.—Tú no has caído en una cuenta....

—¿En cuál?—preguntó cómicamente ben-Carime, alzando mucho la cara y no mirando a parte alguna, como quien se dispone a oír sandeces y majaderías.

—¡Tú no has caído en que yo sería tonto de capirote si me marchase contigo a España a ponerte en posesión de ... medio tesoro, contando con que tú me pondrías a mí en posesión del otro medio! Lo digo porque no tendrías más que pronunciar media palabra el día que llegásemos a Aldeire y te creyeses libre de peligros, para zafarte de mi compañía y de darme la mitad de las halladas riquezas.... ¡En verdad que no eres tan listo como te figuras, sino un pobre hombre, digno de lástima, que te has metido en un callejón sin salida al descubrirme las señas de ese gran tesoro y decirme al mismo tiempo que conoces mi historia, y que, si yo fuera contigo a España, serías dueño absoluto de mi vida!... Pues ¿para qué te necesito yo a ti? ¿Qué falta me hace tu ayuda para ir a apoderarme del tesoro entero? ¿Ni qué falta me haces en el mundo? ¿Quién eres tú, desde el momento en que me has leído ese pergamino, desde el momento en que puedo quitártelo?

—¿Qué dices?—gritó Manos-gordas, sintiendo de pronto circular por todos sus huesos el frío de la muerte.

—No digo nada.... ¡Toma!—respondió Juan Falgueira, asestando un terrible golpe con la barra de hierro sobre la cabeza de ben-Carime, el cual rodó en tierra, echando sangre por ojos, narices y boca, y sin poder articular palabra....

El desgraciado estaba muerto.

XII

Tres o cuatro semanas después de la muerte de Manos-gordas, el veintitantos de Febrero de 1821, nevaba si había que nevar en la villa de Aldeire y en toda la elegantísima sierra andaluza, a que la propia nieve da vida y nombre.

Era domingo de Carnaval, y la campana de la iglesia llamaba por cuarta vez a misa, con su voz delgada y pura como la de un niño, a los ateridos cristianos de aquella feligresía demasiado próxima al cielo, los cuales no se resignaban fácilmente, en día tan crudo y desapacible, a dejar la cama o a separarse de los tizones, alegando acaso, como pretexto, que «los días de Carnestolendas no se debe rendir culto a Dios, sino al diablo.»

Algo semejante decía por lo menos el tío Juan Gómez a su piadosa mujer, la seña Torcuata, defendiéndose, en el rincón del fuego, de los argumentos con que nuestra amiga le rogaba que no bebiera más aguardiente ni comiese más roscos, sino que la acompañase a misa, a fuer de buen cristiano, sin miedo alguno a las críticas del maestro de escuela y demás electores liberales; y muy enredada estaba la disputa cuando cata aquí que entró en la cocina el tío Jenaro, mayoral de los pastores de su merced, y dijo, quitándose el sombrero y rascándose la cabeza, todo de un solo golpe:

—¡Buenos días nos dé Dios, señor Juan y señá Torcuata! Ya se harán ustedes cargo de que algo habrá sucedido por allá arriba para que yo baje por aquí con tan mal tiempo, no tocándome oír misa este domingo. ¿Cómo va de salud?

—¡Vaya! ¡vaya! ¡no espero más!—exclamó la mujer del alcalde, cruzándose la mantilla con violencia.—¡Estaría de Dios ¡Ya tienes ahí conversación y copas para todo el día, sobre si las cabras están preñadas o sobre si los borregos han echado cuernos! ¡Te condenarás, Juan; te condenarás si no haces pronto las paces con la Iglesia dejando la maldita alcaldía!

Marchado que se hubo la seña Torcuata, el Alcalde alargó un rosco y una copa al mayoral, y le dijo:

—¡Simplezas de mujeres, tío Jenaro! Arrímese usted a la lumbre y hable. ¿Qué ocurre por allá arriba?

—¡Pues nada! que ayer tarde el cabrero Francisco vió que un hombre, vestido a la malagueña, con pantalón largo y chaquetilla de lienzo, y liado en una manta de muestra, se había metido en el corral nuevo por la parte que todavía no tiene tapia, y rondaba la Torre del Moro, estudiándola y midiéndola come si fuese un maestro de obras. Preguntóle Francisco qué significaba aquello, y el forastero le interrogó a su vez quién era el dueño de la Torre; y como Francisco le dijese que nada menos que el Alcalde del pueblo, repuso que él hablaría a la noche con su merced y le explicaría sus planes. Llegó presto la noche, y el hombre hizo como que se marchaba, con lo que el cabrero se encerró en su choza, que, como sabe usted, dista poco de allí. Dos horas después de obscurecer enteramente notó el mismo Francisco que en la Torre sonaban ruidos muy raros y se veía luz, lo cual le llenó de tal miedo que ni tan siquiera se atrevió a ir a mi choza a avisarme; cosa que hizo en cuanto fué de día, refiriéndome el lance de ayer tarde, y advirtiéndome que los tales ruidos habían durado toda la noche. Como yo soy viejo, y he servido al Rey, y me asusto de pocas cosas, me plantifiqué en seguida en la Torre del Moro acompañado de Francisco, que iba temblando, y encontramos al forastero liado en su manta y durmiendo en un cuartucho del piso bajo, que tiene todavía su bóveda de hormigón. Desperté al sospechoso personaje, y le reconvine por haber pasado la noche en la casa ajena sin la voluntad de su dueño; a lo que me respondió que aquello no era casa, sino un montón de escombros, donde bien podía haberse albergado un pobre caminante en noche de nieves, y que estaba dispuesto a presentarse a usted y a explicarle quién era y todas sus operaciones y pensamientos. Le he hecho, pues, venir conmigo, y en la puerta del corral aguarda, acompañado del cabrero, a que usted le dé licencia para entrar....

—¡Que entre!—respondió el tío Hormiga, levantándose muy alterado por habérsele ocurrido, desde las primeras palabras del mayoral, que todo aquello tenía bastante que ver con el célebre tesoro, a cuyo hallazgo por sus solos esfuerzos había renunciado su merced hacía una semana, después de arrancar antes inútilmente muchas y muy pesadas piedras de sillería.

XIII

Tenemos ya cara a cara y solos al tío Juan Gómez y al forastero.

—¿Cómo se llama usted?—interrogó el primero al segundo con todo el imperio de un Alcalde de monterilla y sin invitarle a que se sentara.

—Llámome Jaime Olot—respondió el hombre misterioso.

—¡Su habla de usted no me parece de esta tierra!...—¿Es usted inglés?

—Soy catalán.

—¡Hombre! ¡Catalán!... Me parece bien. Y ... ¿qué le trae a usted por aquí? Sobre todo, ¿qué diablos de medidas tomaba usted ayer en mi Torre?

—Le diré a usted. Yo soy minero de oficio, y he venido a buscar trabajo a esta tierra, famosa por sus minas de cobre y plata. Ayer tarde, al pasar por la Torre del Moro, vi que con las piedras de ella extraídas estaban construyendo una tapia, y que aun sería necesario derribar o arrancar otras muchas para terminar el cercado.... Yo me pinto solo en esto de demoler, ya sea dando barrenos, ya por medio de mis propios puños, pues tengo más fuerza que un buey, y ocurrióseme la idea de tomar a mi cargo, por contrata, la total destrucción de la Torre y el arranque de sus cimientos, suponiendo que llegase a entenderme con el propietario.

El tío Hormiga guiñó sus ojillos grises, y respondió con mucha sorna:

—Pues, señor; no me conviene la contrata.

—Es que haré todo ese trabajo por muy poco precio, casi de balde....

—¡Ahora me conviene mucho menos!

El llamado Jaime Olot paró mientes en la soflama del tío Juan Gómez, y miróle a fondo como para adivinar el sentido de aquella rara contestación; pero, no logrando leer nada en la fisonomía zorruna de su merced, parecióle oportuno añadir con fingida naturalidad:

—Tampoco dejaría de agradarme recomponer parte de aquel antiguo edificio y vivir en él cultivando el terreno que destina usted a corral de ganado. ¡Le compro a usted, pues, la Torre del Moro y el secano que la circunda!

—No me conviene vender—respondió el tío Hormiga.

—¡Es que le pagaré a usted el doble de lo que aquello valga!—observó enfáticamente el que se decía catalán.

—¡Por esa razón me conviene menos!—repitió el andaluz con tan insultante socarronería, que su interlocutor dió un paso atrás, como quien conoce que pisa terreno falso.

Reflexionó, pues, un momento, pasado el cual alzó la cabeza con entera resolución, echó los brazos a la espalda y dijo, riéndose cínicamente:

—¡Luego sabe usted que en aquel terreno hay un tesoro!

El tío Juan Gómez se agachó, sentado como estaba; y, mirando al catalán de abajo arriba, exclamó donosísimamente:

—¡Lo que me choca es que lo sepa usted!

—¡Pues mucho más le chocaría si le dijese que soy yo el único que lo sabe de cierto!

—¿Es decir que conoce usted el punto fijo en que se halla sepultado el tesoro? —Conozco el punto fijo, y no tardaría veinticuatro horas en desenterrar tanta riqueza como allí duerme a la sombra....

—Según eso, ¿tiene usted cierto documento?...

—Sí, señor; tengo un pergamino del tiempo de los moros, de media vara en cuadro..., en que todo eso se explica....

—Dígame usted; ¿y ese pergamino?...

—No lo llevo sobre mi persona, ni hay para qué, supuesto que me lo sé en español y en árabe.... ¡Oh! ¡no soy yo tan bobo que me entregue nunca con armas y bagajes! Así es que antes de presentarme en estas tierras escondí el pergamino ... donde nadie más que yo podrá dar con él.

—¡Pues entonces no hay más que hablar! Señor Jaime Olot, entendámonos como dos buenos amigos ...—exclamó el Alcalde, echando al forastero una copa de aguardiente.

—¡Entendámonos!—repitió el forastero, sentándose sin más permiso y bebiéndose la copa en toda regla.

—Dígame usted—continuó el tío Hormiga,—y dígamelo sin mentir, para que yo me acostumbre a creer en su formalidad....

—Vaya usted preguntando, que yo me callaré cuando me convenga ocultar alguna cosa.

—¿Viene usted de Madrid?

—No, señor. Hace veinticinco años que estuve en la corte por primera y última vez.

—¿Viene usted de Tierra Santa?

—No, señor. No me da por ahí.

—¿Conoce usted a un abogado de Ugíjar llamado D. Matías de Quesada?

—No, señor; yo detesto a los abogados y a toda la gente de pluma.

—Pues, entonces, ¿cómo ha llegado a poder de usted ese pergamino? Jaime Olot guardó silencio.

—¡Eso me gusta! ¡veo que no quiere usted mentir!—exclamó el Alcalde.—Pero también es cierto que D. Matías de Quesada me engañó como a un chino, robándome dos onzas de oro, y vendiendo luego aquel documento a alguna persona de Melilla o de Ceuta.... ¡Por cierto que, aunque usted no es moro, tiene facha de haber estado por allá!

—¡No se fatigue usted ni pierda el tiempo! Yo le sacaré a usted de dudas. Ese abogado debió de enviar el manuscrito a un español de Ceuta, al cual se lo robó hace tres semanas el moro que me lo ha traspasado a mí....

—¡Toma! ¡ya caigo! Se lo enviaría a un sobrino que tiene de músico en aquella catedral..., a un tal Bonifacio de Tudela....

—Puede ser.

—¡Pícaro D. Matías! ¡Estafar de ese modo a su compadre! ¡Pero véase cómo la casualidad ha vuelto a traer el pergamino a mis manos!...

—Dirá usted a las mías...—observó el forastero.

—¡A las nuestras!—replicó el Alcalde, echando más aguardiente.—¡Pues, señor! ¡somos millonarios! Partiremos el tesoro mitad por mitad, dado que ni usted puede excavar en aquel terreno sin mi licencia, ni yo puedo hallar el tesoro sin auxilio del pergamino que ha llegado a ser de usted. Es decir, que la suerte nos ha hecho hermanos. ¡Desde hoy vivirá usted en mi casa! ¡Vaya otra copa! Y, en seguidita que almorcemos, daremos principio a las excavaciones....

Por aquí iba la conferencia cuando la señá Torcuata volvió de misa. Su marido le refirió todo lo que pasaba y le hizo la presentación del señor Jaime Olot. La buena mujer oyó con tanto miedo como alegría la noticia de que el tesoro estaba a punto de parecer; santiguóse repetidas veces al enterarse de la traición y vileza de su compadre D. Matías de Quesada, y miró con susto al forastero, cuya fisonomía le hizo presentir grandes infortunios.

Sabedora, en fin, de que tenía que dar de almorzar a aquel hombre, entró en la despensa a sacar de lo más precioso y reservado que contenía, o sea lomo en adobo y longaniza de la reciente matanza, no sin decirse mientras destapaba las respectivas orzas:

—¡Tiempo es de que parezca el tesoro; pues, entre si parece o no parece, nos lleva de coste los treinta y dos duros de la famosa jícara de chocolate, la antigua amistad del compadre D. Matías, estas hermosas tajadas, que tan ricas habrían estado con pimientos y tomates en el mes de Agosto, y el tener de huésped a un forastero de tan mala cara. ¡Malditos sean los tesoros, y las minas, y los diablos, y todo lo que está debajo de tierra, menos el agua y los fieles difuntos!

XIV

Pensando estaba así la señá Torcuata, y ya se dirigía a las hornillas con una sartén en cada mano, cuando se oyeron sonar en la calle gritos y silbidos de viejas y chicuelos, y voces de gente más formal que decía:

—¡Señor Alcalde! ¡Abra usted la puerta! ¡La Justicia de la ciudad está entrando en el pueblo con mucha tropa!

Jaime Olot se puso más amarillo que la cera al oír aquellas palabras, y dijo, cruzando las manos:

—¡Escóndame usted, señor Alcalde! ¡De lo contrario, no tendremos tesoro! ¡La justicia viene en mi busca!

—¿En busca de usted? ¿Por qué razón? ¿Es usted algún criminal?

—¡Bien lo decía yo!—gritó la tía Torcuata.—¡De esa cara triste no podía venir nada bueno! ¡Todo esto es cosa de Lucifer! —¡Pronto! ¡pronto!—añadió el forastero.—¡Sáqueme usted por la puerta del corral!

—¡Bien! Pero déme usted antes las señas del tesoro....—expuso el tío Hormiga.

—Señor Alcalde....—seguían diciendo los que llamaban a la puerta. —¡Abra usted! ¡El pueblo está cercado! ¡Parece que buscan a ese hombre que habla con usted hace una hora!...

—¡Abrid al Juzgado de primera instancia!—gritó por último una voz imperiosa, acompañada de fuertes golpes dados a la puerta.

—¡No hay remedio!—dijo el Alcalde, yendo a abrir, mientras que el forastero se encaminaba por la otra puerta en busca del corral.

Pero el mayoral y el cabrero, advertidos de todo, le cerraron el paso, y entre ellos y los soldados, que ya penetraban también por aquella puerta, lo cogieron y ataron sin contratiempo alguno, aunque aquel diablo de hombre desplegó en la lucha las fuerzas y la agilidad de un tigre.

El alguacil del Juzgado, a cuyas órdenes iban un escribano y veinte soldados de infantería, contaba entre tanto al despavorido Alcalde las causas y fundamentos de aquella prisión tan aparatosa.

—Ese hombre—decía—con quien usted estaba encerrado ... no sé por qué, hablando de ... no sé qué asunto, es el célebre gallego Juan Falgueira, que degolló y robó hace quince años a unos señores, de quienes era mulero, en cierta casería de la vega de Granada, y que se escapó de la capilla la víspera de la ejecución vestido con el hábito del fraile que lo auxiliaba, a quien dejó allí medio estrangulado. El mismísimo Rey (q.D.g. recibió hace quince días una carta de Ceuta, firmada por un moro llamado Manos-gordas, en que le decía que Juan Falgueira, después de haber residido largo tiempo en Orán y otros puntos de África, iba a embarcarse para España, y que sería fácil echarle mano en Aldeire del Cenet, pensaba comprar una torre de moros y dedicarse a la minería.... Al propio tiempo el Cónsul español en Tetuán escribía a nuestro Gobierno participándole que una mora llamada Zama se le había presentado quejándose de que el renegado español ben-Munuza, antes Juan Falgueira, acababa de embarcarse para España después de asesinar al moro Manos-gordas, marido de la querellante, y de haberle robado cierto precioso pergamino.... Por todo ello, y muy principalmente por el atentado contra el fraile en la capilla, S.M. el Rey ha recomendado con particular encarecimiento a la Chancillería de Granada la captura del tal facineroso y su inmediata ejecución en aquella misma capital.

Imagínese el que leyere el espanto y asombro de todos los que oyeron esta relación, así como la angustia del tío Hormiga, a quien no podía caber ya duda de que el pergamino estaba en poder de aquel hombre ¡sentenciado a muerte!

Atrevióse, pues, el codicioso Alcalde, aun a riesgo de comprometerse más de lo que ya estaba, a llamar a un lado a Juan Falgueira y a hablarle al oído, bien que anunciando antes al concurso que iba a ver si lograba que confesase a Dios y a los hombres sus delitos. Pero lo que hablaron en realidad ambos socios fué lo siguiente:

—¡Compadre! lo salva a usted! Pero ya conoce que será lástima que ese pergamino se pierda.... ¡Dígame dónde lo ha escondido!

—¡Compadre!—respondió el gallego.—Con ese pergamino, o sea con el tesoro que representa, pienso yo negociar mi indulto. Proporcióneme usted la Real gracia, y le entregaré el documento; pero, por lo pronto, se lo ofreceré a los jueces para que declaren que mi crimen ha prescrito en estos quince años de expatriación.... —¡Compadre!—replicó el tío Hormiga—es usted un sabio, y celebraré que le salgan bien todos sus planes. Pero, si fracasan, ¡por Dios le pido que no se lleve a la tumba un secreto que no aprovechará a nadie!

—¡Vaya si me lo llevaré!—contestó Juan Falgueira —¡De algún modo me he de vengar del mundo!

—¡Vamos andando!—gritó en esto el alguacil, poniendo término a aquella curiosa conferencia.

Y, cargado que fué de grillos y esposas el condenado a muerte, salieron con él los curiales y los soldados en dirección a la ciudad de Guadix, de donde habían de conducirlo a la de Granada.

—¡El demonio! ¡El demonio!—seguía diciendo la mujer del tío Juan Gómez una hora después, al colocar de nuevo el lomo y la longaniza en sus respectivas orzas.—¡Malditos sean todos los tesoros habidos y por haber!

XV

Excusado es decir que ni el tío Hormiga halló medio de negociar el indulto de Juan Falgueira, ni los jueces se rebajaron a oír seriamente los ofrecimientos que éste les hizo de un tesoro porque sobreseyesen su causa, ni el terrible gallego accedió a revelar el paradero del pergamino ni el sitio del tesoro al impertérrito Alcalde de Aldeire, quien, con tal pretensión, tuvo todavía estómago para ir a visitarlo a la capilla en la Cárcel Alta de Granada.

Ahorcaron, pues, a Juan Falgueira el Viernes de Dolores en el paseo del Triunfo, y regresado que hubo a Aldeire el tío Hormiga el Domingo de Ramos, cayó enfermo con calentura tifoidea, agravándose de tal modo en pocos días que el Miércoles Santo se confesó e hizo testamento, y expiró el Sábado de Gloria por la mañana. Pero antes de morir mandó poner una carta a D. Matías de Quesada, reconviniéndole por su traición y latrocinio (que habían dado lugar a que tres hombres perdiesen la vida) y perdonándole cristianamente, a condición de que devolviese a la seña Torcuata los treinta y dos duros de la jícara de chocolate.

Llegó esta formidable carta a Ugíjar al mismo tiempo que la noticia de la muerte del tío Juan Gómez; todo lo cual afectó por tal extremo al viejo abogado que no volvió a echar más luz, y murió de allí a poco, no sin escribir a última hora una terrible epístola, llena de insultos y maldiciones, a su sobrino el maestro de la capilla de la catedral de Ceuta, acusándole de haberle engañado y robado, y de ser causa de su muerte.

De la lectura de tan justificada y tremenda acusación dicen que se originó la apoplejía fulminante que llevó al sepulcro a D. Bonifacio.

Por manera que solamente los barruntos de la existencia de un tesoro fueron causa de cinco muertes y de otras desventuras, quedando a la postre las cosas tan ignoradas y ocultas como estaban al principio, puesto que la señá Torcuata, única persona que ya sabía en el mundo la historia del fatal pergamino, guardóse muy bien de volver a mentarlo en toda su vida, por juzgar que todo aquello había sido obra del diablo y consecuencia necesaria del trato de su marido con los enemigos del Altar y del Trono.

Preguntará el lector: ¿cómo es que nosotros, sabedores de que el tesoro está allí escondido, no hemos ido a desenterrarlo y apoderarnos de él? Y a esto le responderemos que la curiosísima historia del hallazgo y empleo de aquellas riquezas, con posterioridad a la muerte de la señá Torcuata, nos es también perfectamente conocida, y que tal vez la refiramos, andando el tiempo, si llega a nuestra noticia que el público tiene interés en leerla.

VALDEMORO, 6 de Julio de 1881.

EL AÑO EN SPITZBERG

I

Estoy viendo desaparecer hacia el Mediodía el buque ballenero que me deja abandonado en esta isla desierta, sobre la arena de una playa sin nombre.

¡Heme aquí solo; solo en un ámbito de mil leguas!

Yo amaba a una mujer.... El demonio de los celos me mordió el corazón, y he matado a mi rival en desafio.... ¡Era un príncipe!...

Y el Gobierno ruso me ha condenado a pasar aquí un año...; es decir, me ha condenado a muerte.

¡Ah! ¿Por qué no me entregó al hacha del verdugo? ¿Por qué hacerme expirar de frío, de hambre, de tristeza, de desesperación, o disputando mi cuerpo al terrible oso blanco, si mi delito no era más que uno?

¡Spitzberg!... ¡Estoy en el terrible archipiélago que ninguna raza ha podido habitar! ¡Me hallo a los 77 grados latitud Norte, a doscientas sesenta leguas del Polo!

Creo haber oído decir a mis asesinos que esta isla es la del Nordeste, la más meridional del horroroso grupo, la más templada de todas.... ¡Cruel compasión..., que prolongará algunas horas mi agonía!

Ignoro en cuál de estos témpanos de hielo eterno tiene la Rusia una colonia para la peletería y la pesca de la ballena; pero lo que sí sé a la Laponia a fines de Agosto, hace dos meses, y no volverán hasta la primavera...; ¡dentro de doscientos cuarenta días!

¡Estoy, pues, solo, sin hogar, sin amparo, sin víveres, sin consuelos!

¡Morir! He aquí mi inevitable y próxima suerte.

Hoy es 17 de Octubre.... El frío avanza por el Norte.... Dentro de pocos días me helaré sin remedio.

Entretanto me alimentaré con la caza. ¡Siquiera esos crueles me han dejado una escopeta ... «por si quería suicidarme de este modo»! Mataré rengíferos, chuparé hielo y me procuraré un abrigo entre esas rocas. El inglés Parry habitó cabañas de nieve en el Norte de América a los 73 grados.

¡Ah! Sí...; ¡pero yo estoy cuatro grados más cerca del Polo, y no tengo fuego para calentarme!

¡Morir! ¡Morir! ¡He aquí mi infalible destino!

II

Han transcurrido seis días.

Una ráfaga de esperanza brilla ante mis ojos....

Me he procurado fuego como Robinsón, rozando dos pedazos de cedro.

Ayer encontré en el centro de inmensa roca una profunda cavidad muy reservada del frío.

Todos los días mato cinco o seis rengíferos, los despedazo y conservo la carne entre los témpanos de hielo.

Así se conservará incorrupta hasta el año que viene.

También hago provisión de combustibles. No tengo hacha; pero el frío me sirve de leñador. Todas las noches crujen algunos árboles y saltan hechos astillas por el rigor de la helada, y yo traslado a mi gruta cada mañana miles de estos fragmentos, que alimentarán mi hogar hasta que me muera.

¡Porque deseo vivir y volver al lado de los hombres! ¡Porque la soledad me ha vuelto cobarde!... ¡Porque adoro la vida!...

III

El frío es ya irresistible....

Ha llegado el momento de encerrarme en las entrañas de esa peña; de incrustarme en su centro como un marisco en su concha.

Antes de sepultarme en la que acaso será efectivamente mi tumba; antes de vestirme esa mortaja de piedra, quiero despedirme del mundo, de la Naturaleza, de la luz, de la vida....

Camina el sol tan poco elevado en el horizonte, que desde que sale hasta que se pone no hace más que recorrer su ocaso como luminoso fantasma que da vueltas alrededor de su sepulcro.

Sus rayos pálidos y horizontales reverberan tristemente sobre el mar.

Las aguas empiezan a rizarse.... Pronto quedarán encadenadas por el hielo.

La bóveda celeste ostenta un azul cárdeno y sombrío, que la hace aparecer como más distante de la Tierra.

El soplo del aquilón quema y marchita las tristes flores que osaron desplegar aquí sus encantos, y ata con lazos de cristal el curso de los torrentes.... ¡Helos ya mudos, inmóviles, petrificados en sus enérgicas actitudes, como trágicos héroes esculpidos en mármol!...

Reina un silencio sepulcral, un silencio absoluto. No se oye ni canto de ave, ni rumor de corriente, ni suspiro de brisa, ni columpio de planta....

¡Ni movimiento ni ruido!... ¡Nada! El mutismo del no ser: he aquí todo. La eternidad y lo infinito deben de parecerse a estas monótonas soledades, a estos páramos de inacción y muerte. El calor de mi sangre, los latidos de mi corazón, el soplo de mi aliento, el eco de mis pasos, son los únicos síntomas de vida que ofrece la Naturaleza. Me creo, pues, solo en un mundo cadáver, en un planeta posterior a su Apocalipsis; en la Tierra misma, pasado el Juicio final....

Hoy tiene el día diez y seis minutos.

Mañana no saldrá el sol.

Mañana me ocultaré yo por seis meses; él por tres.

¡Oh, sol! ¿ Volveremos a vernos?

¡Qué frío tan espantoso!... La humedad del aire se convierte en agujas de hielo que punzan mi semblante.

Mi aliento me rodea de una especie de niebla que no puede elevarse a la condensada atmósfera.

El humo de mi escopeta se dilata también horizontalmente.

Ayer toqué el gatillo sin mis gruesos guantes, y mis dedos quedaron tan fuertemente unidos al acero que, para separarlos, hube de dejarme allí la piel.

La sábana blanca que se extiende indefinidamente alrededor de mí, y las irradiaciones de la luz en ella, hanme producido en la vista una terrible inflamación....

Pronto vendrá el escorbuto....

¡Oh! ¡Qué espantosa es esta lucha de mi vida con la muerte de todo lo creado!

IV

En efecto: ayer apareció el sol; no por el Oriente, sino por el Sur. Trazó en lontananza un ligero semicírculo, y se hundió al cabo de un cuarto de hora.

Hoy es el 7 de Noviembre, el tremendo día del Spitzberg, el último en que ve el sol.... Son las once y media de la mañana.

Hace tres horas que un esplendoroso crepúsculo luce en el remotísimo confín de los cielos.

Mas el sol no aparece....

¡Ah!... ¡Sí!... ¡Helo pálido y entristecido, pugnando por asomar su frente!...

Pero el disco no se eleva....

El limbo solamente pasa rozando por el límite del cielo y de las olas....

¡Un momento más, y ha desaparecido!

¡Adiós para siempre, padre de la luz, corona de los cielos, alma del mundo!

¡Adiós, mi último amigo! ¡Adiós, y vuelve!

V

¿Cuánto tiempo ha transcurrido?

No lo sé.

Mi reloj anduvo una semana: el frío lo paró después, o, mejor dicho, lo mató.

El frío lo mata todo.

Ignoro, pues, qué día es hoy.

Pero ¿qué significa la palabra hoy?

El hoy no existe para mí.

Mi vida carece de horas.

Lo pasado, lo presente y el porvenir forman horrible grupo en mi imaginación.

Un momento continuo: tal es el tiempo dentro de este sepulcro.

Si los muertos pensaran en el panteón, padecerían lo que yo padezco.

Los siglos caminan más de prisa que aquí los instantes.

Un invierno en Spitzberg da una idea de la eternidad en el infierno. ¡Y qué abismo sin fondo el de mi tenaz meditación!

Mis ideas, indefinidamente desbordadas, explayadas, extendidas por el páramo de mi no ser, concluirán por escapárseme..., y no me volveré loco.

Vivo náufrago y sin tabla en un océano de negaciones. Paréceme un sueño la idea de que existe el mundo. Dudo hasta de mi propia existencia. Mi desesperación es más cruel que la de los ateos: ellos niegan el porvenir; yo niego lo presente. Yo no he perdido la esperanza, sino la realidad.

VI

¡Qué lejos estoy de los hombres! ¡Qué olvidado sobre la tierra! Hacia cualquier parte que dirijo el pensamiento, disto de la humanidad centenares de leguas.

Mil quinientas millas al Occidente se halla la Groenlandia, continente de hielo que enlaza dos mundos....

Al Norte ... ¡no hay más que el Polo!

El Océano Atlántico se dilata por el Sur.... Allá está el continente europeo, con su perdurable primavera.... Luego el África, ¡la patria del sol!... Después las zonas antárticas, gozando ahora de los favores del estío....

Al Oriente, a dos mil cuatrocientas millas de este archipiélago, sólo se halla la Nueva Zembla.

¡Oh! ¡Qué pesadilla descorrió en mente humana ilusión tan negra como la realidad de mi desventura!

VII

El upas, árbol venenoso de la Oceanía, no deja brotar ni una planta en el ámbito que cobija su ramaje.

Donde el caballo de Atila sentaba el pie no volvía a nacer la hierba.

El envidioso no ve más que la sombra del bien ajeno. El egoísta está siempre asfixiado por falta de otro mundo que absorber....

El escéptico vive negativamente.

¿Y yo? ¿Qué soy? ¿Qué hago? ¿Cómo vivo?

VIII

¡Cuántos brillantes salones se abrirán en este momento a una multitud alegre y bulliciosa!

El baile ... el amor ... la música....

¡Condenación para mí!

Allá imagino un perfumado gabinete, una chispeante chimenea, alfombras, butacas, pieles, café, ron, tabaco...; una plática tierna, descanso del placer, incentivo de más placeres...; una alcoba tibiamente alumbrada, un lecho mullido y el sueño de la felicidad....—¡Ay, mi Alejandra!

Pero no.... Estoy en San Petersburgo. Es una tarde de Mayo. Tomamos el sol en embalsamados jardines. La gente ríe, habla acá y allá, me saluda....—¡Alejandra! ¡Alejandra mía!

¡Tampoco!

¡Ah! ¡qué perdurable noche!...

¿Cuándo llegará mañana?

IX

Nuevas eternidades han rodado sobre mi cabeza.

Duermo mucho.

¿En qué hora, en qué día, en qué mes me encuentro?

¿Ha pasado ya un año, o una semana solamente?

¿Abulto yo el tiempo con la imaginación, o no lo siento pasar y lo achico?

¿De qué pecan o de cobar des? ¡Oh! ¿Qué es este tiempo sin medida, pro indiviso, sin cronómetro, sin día ni noche, sin sol, luna ni estrellas? ¡Es el caos; es la nada con un solo sér, como mi pobre espíritu, abismada en el eterno vacío!

Me he puesto a veces las manos sobre el corazón; he sumado luego los latidos que he contado en distintas ocasiones, y ha pasado de un millón la suma total.

¡Un millón de latidos!... ¡Un millón de segundos!... ¡Once días y medio!

¡Y luego se deslizan los años de nuestra ventura como pájaros por el aire, sin dejar rastro en la memoria!

¡Cuántas veces me vió el crepúsculo de la tarde al lado de mi adorada, y llegó la noche, y pasó, y rayó el día..., y toda esta cantidad de tiempo no fué otra cosa que una larga mirada!

¡Oh! ¡cuántas inmensidades contiene un minuto de dolor!

Y ¡cuan pasajera es una inmensidad de dicha!

X

Las rocas crujen sobre mi cabeza.

Parece que la isla va a partirse en mil pedazos.

Este debe de ser el vendaval del equinoccio....

Es decir, que Marzo habrá mediado ya y que el sol lucirá en el horizonte....

¡Voy a salir! ¡Quiero ver el cielo! ¡Quiero ver el sol!

Pero ¿qué oigo?

Los osos blancos rugen terriblemente.... ¡Mejor! ¡Lucharemos!...

¡También yo tengo hambre de sangre caliente, de carne que palpite entre mis uñas!

Cojo la escopeta; rompo el hielo que obstruye la entrada de esta gruta, y salgo....

¡Extraña debe ser mi aparición entre las nieves! ¡Pareceré una fiera que deja su cubil, un monstruo que sale del infierno, Lázaro que se levanta de la tumba!

XI

¡Me he engañado miserablemente!

Creía hallarme en la primavera; esperaba ver el sol; contaba con que habrían transcurrido cuatro o cinco meses..., ¡y me hallo con el invierno, y es de noche, y estamos en Enero, a juzgar por la disposición de las estrellas!...

¡Aun no ha mediado mi sufrimiento, cuando yo no podía sufrir ya más!...—¿Qué va a ser de mí?

He allí la luna en el cénit obscuro del firmamento....

Parece una blanca paloma venida de otros horizontes a visitar un mundo olvidado por el Criador....

¡Doloroso espectáculo!

Por donde quiera que miro, veo sólo un interminable páramo, una soledad sin límites....

El mar helado, y cubierto además de nieve, no se diferencia de la tierra.

Los elementos se confunden aquí como las horas de mi ocio.

Todo ha mudado de sitio, de forma, de color.

El valle está repleto de nieve y nivelado con el monte.

El árbol se asemeja a una campana de cristal.

La superficie del Océano no es lisa: fantásticas breñas de hielo la cubren.

Y todo está mudo, blanco, frió, inmóvil.

¡Qué monotonía tan desesperadora!

El cielo aparece negro al lado de la reverberante claridad de la luna y de la nieve. Las estrellas se ven tan lejos y tan atenuadas que parecen, pertenecer a otros mundos.

Mas ¿por qué se extiende de pronto una obscuridad densísima?

¿Por qué las estrellas fulguran en la sombra con un brillo desusado?

¿Qué es esto?

Desbórdase de la luna un océano de claridad; la blanca sábana que envuelve la creación refleja una luz intensa; la lontananza del horizonte se rasga y se prolonga....

En seguida las tinieblas se tornaron espesísimas.

¿Qué misterio se obra en la Naturaleza?

¡Oh! ¡La aurora boreal!

El Septentrión se inflama con mil luces y colores; una llamarada de oro y fuego inunda el espacio ilimitado; las soledades se incendian; los monolitos de hielo brillan con todos los matices del arco iris. Cada carámbano es una columna de topacio; cada estalagmita una lluvia de zafiros. Rásgase la penumbra, y descúbrense océanos de claridad.... ¡Allá adivino el Polo alumbrado intensamente, erial solitario que ningún pie humano llegará a hollar nunca! Y en aquella región de continuo espanto creo divisar el eje misterioso de la Tierra....

Único espectador de este sublime drama, caigo instintivamente de rodillas....

¡He aquí los confines del Globo trocados en esplendoroso templo, en una capella ardente Lázaro en un sagrario de purísimo oro derretido!

Dominando tan vasta iluminación álzanse columnas de llama aérea, arcos de divina lumbre, bóvedas de flámulas desatadas.... Así se conciben la cuna del rayo, el manantial de la luz, el lecho del sol en la fulgente tarde....

¡Cuánta vida, cuánto ardor, cuánta belleza en el universo! ¡Qué lujo de fuego y de colores, después de tanto tiempo en que mis ojos sólo vieron la atonía del color y de la existencia!

Pronto se concentran en un punto tantos ríos de ebulliciente claridad, y fórmanse mil soles de fuegos fatuos, que se apagan sucesivamente, como la iluminación de terminada fiesta. Los prismas se decoloran: la escarlata amarillea: la púrpura toma un tinte violado....

¡Otra vez desolación y tinieblas!

El meteoro ha desaparecido.

XII

Heme de nuevo en mi sepulcro.

El ocio y el frío combaten otra vez mi cuerpo y mi alma.

¡El ocio! Acurrucado frente a la hoguera paso unas horas sin medida....

Mis ojos se nutren de la llama: mi corazón respira olas de fuego. Sin este fuego no fluiría mi sangre.... El ocio y el frío son una misma cosa.

Y pasa el tiempo....

Ya pienso en nimiedades, en frívolas relaciones de un átomo de ceniza con un átomo de lumbre: ya se desentumecen mis ideas, y recorro el mundo de una ojeada. Mi niñez y mis amores; toda la historia de mi vida pasa ante mi imaginación....

Cuando salga de aquí, si lo consigo, habré nacido de nuevo.

El frío y el ocio han cristalizado otro sér con los despojos de mi sér pasado.

¡Cuánto profundo y asolador pensamiento, cuánta negativa ciencia adivinada sacaré de esta prisión!

La soledad me ha engrandecido de un modo horrible, espantoso....

graduada perspectiva, que he adquirido el conocimiento exacto de todas las cosas.

¡Cuánta pequeñez he dejado de apreciar!... ¡Pequeñeces que allá juzgaba de alta transcendencia!

¡Oh! ¡Si vuelvo al mundo viviré soberanamente, sin que el velo de la preocupación me oculte la felicidad, sin que la costumbre me aprisione entre sus redes! ¡Qué invulnerable me hizo la desesperación!

Entre mi corazón y el mundo no hay ya ningún lazo: el hielo nos separó para siempre.

¡Yo soy yo! Todos los hombres son una unidad, y yo soy otra.

¡Yo soy, pues, un mundo! ¡Un mundo rival de aquél!

¡Yo lo aplastaré mañana bajo mi egoísmo, como él me arrojó ayer de su seno!

Yo era humilde: yo quería mi puesto en aquella familia de hermanos; yo abdicaba mi individualidad por conseguir solidaridad en un poco de amor.... Hoy me han endurecido mi pensamiento y su crueldad. ¡Guerra a muerte! ¡Me basto contra todos!

¡Tengo frío en el alma como en el cuerpo!

XIII

Después de otra eternidad de inacción, que así puede haber sido un día como un año (pues no tengo conciencia de mi propia vida), abandono de nuevo esta caverna.

El frío material es insoportable....

¡Oh!... ¡qué duda tan espantosa llevo en el cerebro!...

¡Acabo de pensar que acaso habrá transcurrido ya el verano; que bien puedo encontrarme con nuevas nieves; que quizás ha empezado otra noche de dos mil doscientas horas!...

¡Ah!... Este pensamiento me hiela el corazón y el alma. He salido de la gruta.

¡Aún es de noche!

¡Tremendo problema!... ¿Qué noche es ésta que estoy mirando?

¿Es que no ha concluido el invierno de mi condena?

¿Es que ha empezado otro?

¿En qué año me encuentro?

XIV

¡Oh ventura! ¡El horizonte se tiñe de color de rosa hacia el Mediodía!

Dijérase que la aurora boreal brilla en el punto opuesto de la bóveda celeste....

Pero no es la fatua aurora boreal.... ¡Es la verdadera aurora, la aurora del día!...

El aliento del Ecuador enrojece las brumas del Océano....

Los hielos sonríen por todas partes al recibir las caricias de la primera alborada....

Las estrellas se borran en el cárdeno firmamento....

La luna se oculta por el Septentrión....

¡Está amaneciendo!

¡Salve, primera luz del alba!

¡Salve, rayo perdido del astro deseado, que vienes a alegrar estos desiertos!

¡Salve, cabello luminoso, desprendido de la dorada frente del sol!

¡Ya es de día!

Así despertaría el mundo el día de la creación.

Así saldría la creación de las tinieblas del caos.

Así renacería la especie humana cuando volvió la paloma al arca de Noé con el ramo de oliva.

En cuanto a mí, hoy despierto de la nada del no ser, de esa negación sin nombre en que he vivido tantos meses. Hoy sacuden mis sentidos su letargo, y la luz turba la monotonía de la noche y de la nieve.

Hoy renazco a la vida, y ese rayo matinal que colora el Oriente viene a ser el iris que me presagia mejores días.

Hoy, en fin, se reanuda mi dulce consorcio con la esperanza de vivir.

Una hora ha durado la alborada.

Hubo un momento en que me pareció que el sol iba a salir....

La cerrazón de niebla que entolda el horizonte amenazaba romperse....

Todo ha desaparecido.

He contemplado, pues, sin intervalo alguno el crepúsculo de la mañana y el de la tarde. ¡Espectáculo grandioso! Mi corazón rebosa de entusiasmo y de alegría.

Hoy debe ser el 4 de Febrero.

XV

Día 5.

Los resplandores del sol han durado hora y media.

La cúspide de una montaña elevadísima ha reflejado por un momento los rayos del sol.

¡Yo lo veré mañana!

XVI

¡El sol! ¡El sol!

¡Al fin has brillado ante mis ojos, astro divino, manantial de luz, foco de la vida!

¡Cómo me alegra el alma esta corta visita que hoy haces al Spitzberg!

¡Bendito seas mil veces, rey de la Naturaleza, coronado de rayos y vestido de oro, que te anuncias al mundo con la risueña aurora y te despides con el melancólico suspiro de la tarde!

¿Qué son las estrellas sino tu brillante séquito, tu numerosa corte, que tarda una noche entera en desfilar por los cielos?

XVII

Han transcurrido tres meses más, abreviados por la esperanza.

¡La primavera! La diosa de los perfumes y de la armonía sonríe ya en el cielo, en la tierra, en el mar y en el ambiente.

Todo vive; todo se agita; todo se alegra.

El sol acaba de ocultarse por el Norte: ¡dentro de una hora volverá a salir!

Pasado mañana, que deberá ser el 5 de Mayo, empezará el día de tres meses, durante el cual vendrá algún buque groenlandero a este archipiélago, y me volverá al mundo habitado por los hombres.

En este instante iluminan la tierra cinco distintos resplandores: el crepúsculo de la tarde, la claridad del amanecer, un perdido destello de la agonizante aurora boreal, el moribundo resplandor que desde el Sur envía la menguada luna, y la vacilante luz de las remotísimas estrellas.

El blinc, o sea la refracción de la nieve, mezcla su fulgor a tantos fulgores, dando a la Naturaleza cierto vislumbre fantástico.

XVIII

He aquí a la Creación revestida de todos los encantos que se atreve a desplegar en esta latitud.

El mar ha roto sus cadenas de hielo y mece en lontananza sus verdes olas.

El viento ha recobrado elasticidad.... ¡Siquiera el ruido es ya una distracción en esta ociosidad perdurable! Óyense hacia el Norte estruendos misteriosos....

Es que se hunden los alcázares de cristal que edificó la mano del invierno.

Incesantemente se deslizan por el Océano, viniendo del Polo, mil flotantes islas, que pasan ante mis ojos como fantasmas, hijos del espanto de estas regiones, o como ambulante cordillera....

Son témpanos de hielo que desharán mañana las brisas del Círculo polar.

Esto sucede en el Océano. En la tierra todo sonríe, murmura, canta y se desenvuelve.

Las campiñas se cubren de cierta verdura, algunos vegetales cuelgan por los laderos de las montañas, y hasta en la nieve brotan amarillos fresales.

Mil cascadas y torrentes, formados por el deshielo, corren, saltan y se derrumban con alegre estrépito, comunicando al aire estremecido placidísimos rumores.

Las adormideras blancas y las doradas siemprevivas inclinan sus lánguidas cabezas sobre la espuma de las aguas como náyades voluptuosas.

Los cedros seculares y los desgajados abetos se cubren de obscuras hojas.

El liquen festonea los zócalos de las montañas.

Donde quiera hay variedad, colores, vida, movimiento.

La isla canta, el mar se lamenta, la atmósfera murmura.... ¡Magnífico concierto!

El burgomaestre, el buitre polar, arroja su prolongado grito.

Los mallemaks trinan con blanda melodía.

Los rotger modulan su patético gorjeo, semejante al arrullo de la tórtola.

El apura-nieves, el pájaro de oro, revolotea de acá para allá, como una estrella sin destino.

¡Qué transformación, qué resurrección tan admirable!

Y, sin embargo, esta primavera sería aterradora comparada con el más rudo invierno de Escocia.

XIX

¡Ah! ¿Qué es aquel punto negro que se destaca sobre los confines del Océano, bajo la cúpula azul del firmamento?

Mi corazón late con una violencia irresistible.

¿Me habré engañado?

¡Gracias, Dios mío! ¡Es un buque ballenero!

Viene hacia aquí....

Irá al estrecho de Henlopen, y pasará a un cuarto de milla de esta isla.

Mi escopeta le avisará....

¡Me he salvado!

¡Desesperación!

El frío ha destruido el organismo de mi escopeta.

¡No podré hacer señal a ese buque!

Lo estoy viendo.... Dista de aquí una milla.... Es un groenlandero....

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!

¡Ah! No puedo más: mi voz enronquece.... ¡Estoy tan extenuado!...

—¡Socorro!...

¡No me oyen!

¡Oh, estar tan cerca de los hombres y no salvarme!

¡Ver el puerto después del naufragio, y morir sin tocar la orilla!

¡Morir, como Prometeo, encadenado en una roca!

¡Morir después de un año de martirio; después de haber comprado la vida con diez meses de sepultura!

¡Y no hay remedio!

¡Ya doblan el cabo de Henlopen!...

¡Desaparecieron!... ¡Ay!... ¡Desaparecieron!

¡Tremenda ironía de mi destino!

¡Necio de mi, que me reconcilié con la esperanza! ¡Necio de mí...que!... ¡Ah! No huyas de esa manera ante mis ojos, Dios mió!

¿Y qué?

¿He de confiarme de nuevo a una suerte cruel que se burla de mis lágrimas?

¡No!

Estoy decidido.

Yo mismo me daré la muerte.

Esto es mejor que pasar otro invierno enterrado vivo en un sepulcro.

¡Los sepulcros se han hecho para los muertos!

XX

A bordo del Grande Esberrer.

Día 8 de Agosto.

Camino hacia los lares patrios.

Acabo de perder de vista la última montaña del Spitzberg.

El buque que me ha recogido es el mismo que ví alejarse hacia el estrecho de Henlopen.

Cuando me desangraba por cuatro cisuras que me hice en pies y manos, la tripulación del Grande Esberrer, que había desembarcado en otra rada de la isla del Nordeste, me encontró tendido en tierra y me salvó la vida....

Llegué al Spitzberg a la edad de diez y nueve años, y he permanecido allí diez meses. Sin embargo, los marineros que me acompañan, al ver encanecidos mis cabellos, mi frente surcada de arrugas y mis ojos tétricos y apagados, me creen llegado a la edad de treinta y cinco o cuarenta años....

Guadix, 1852.

EPÍLOGO.—DEDICATORIA

A MI BUEN AMIGO EL SR. D. JOSÉ J. VILLANUEVA

Te remito un puñado de canas de mi cabeza.

El papel en que van envueltas es mi fe de bautismo.

Por ella verás que tengo veintiún años: de consiguiente, tenía diez y nueve cuando escribi el anterior monólogo.

Dice un refrán que por todas partes se va a Roma.

Y yo añado que por cualquier parte se va a Spitzberg.

Este epílogo es también la dedicatoria de la presente obrilla.

Recíbelo todo con indulgencia, y devuélveme la fe de bautismo.


Madrid, 1854.


Publicado el 26 de abril de 2016 por Edu Robsy.
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