Cuentos y Cosas

Pedro Muñoz Seca


Cuento, Teatro, Ensayo, Conferencia, Miscelánea



A su querido amigo Tirso García Escudero.

el Autor

Mosquito, Purgatorio y Compañía

Trabajaba un domingo en su fragua Joselito Purgatorio, el gitano más sandunguero de toda la gitanería andaluza, cuando se detuvo ante la única puerta de su cuchitril otro gitano, compadre suyo, a quien malas lenguas llamaban el Mosquito, porque era más borracho que toda una plaga de estos filarmónicos insectos.

—¡Compare, güenos días!

—¡Güenos días, comparito! ¿Ande se va por ahí?

—Pos acá vengo a sacarle asté de sus casiyas.

—No lo intente usté siquiera, compare, lo que toca hoy no me saca usté de aquí al con los mansos. M’ha caío esta chapusilla y…

—Pero compare de mi arma. ¿Se vasté a queá sin í a los toros del Puerto?

—¿Hay toros en el Puerto? —preguntó Purgatorio tirando el martillo de que se servia y abriendo de par en par su bocaza de rape.

—Es usté el único jerezano que lo ignoraba, compare.

—¡Por vía e los mengues! ¡Mardita sea mi sino perro!… ¿Cogerme a mi pegaíto a la paré y sin un mal napoleón? ¿Qué ha jecho usté, compare?

—No s’apure usté, que usté va a los toros del Puerto esta tarde, como yo me yamo Juan Montoya.

—¡Compare!

—Y vasté conmigo.

—¿Ha heredao usté, compare?

—No, señó, pero tengo yo una fantesía mu grande, y he discurrío un negosio que vasté a quedarse bisco en cuantito que yo suerte prenda.

—Hable usté, por su salú, que de curiosiá me están bailando tos mis interiores.

—Vamos a ve, compare, ¿qué dinero tiene usté?

—Dos pesetas.

—Ya, dos pesetas y una perrita gorda. ¿Tiene usté un barrí de media arroba?

—Sí, señó.

—¿Y un vaso?

—También.

—¡Ea, pues chóquela usté!

Y estrechando efusivamente la tiznada mano que Purgatorio le tendía, añadió con cierto énfasis:

—Desde este momento queda fundá la sosiedá Mosquito, Purgatorio y Compañía.

—¿Con cuatro pesetas y una perra gorda, compare? ¿Qué negosio vamos a emprendé? ¿Arguna fábrica de purmonías?

—Abróchese usté, compare, que vasté a oí sonío de oro. Ahora mismito nos vamos los dos a casa de Paquito er de Curra; compramos por cuatro pesetas media arroba e vino, tomamos la carretera, nos plantamos en el Puerto de Santa María, y como ayí los días e toros acúe esa muchedumbre e gente, y se yenan las tabernas, y hay quien quié bebé y no encuentra aonde, principiamos nosotros a vendé cañas e vino a perrita gorda y convertimos las cuatro pesetas en cuatro duros.

—¡Compare!

—Totá, que toros pagaos, comida pagá, y pué que jasta nos sobre pa gorvé en el ferrocarril, si es que asté no le marea er traqueteo.

—Déjeme usté que lo bese, comparito de mi arma, que tiene usté mis talento que un procuraó. ¡Josú!

—¿Le gusta a usté la sociedad? Y er titulito se las trae: Mosquito, Purgatorio y Compañía, ¿eh?

—¿Quién es la compañía, compare?

—Er barrí; ¿le parece a usté poco?

—Tiene usté razón. Ea, pos tome usté mis dos pesetas y er vaso; cargue usté con la compañía y aspéreme usté en casa de Paquito er de Curra mientras que yo sierro el establecimiento y me pongo las botitas nuevas.

—Güeno, ayí lo espero a usté.

—¡Ah! Una arvertensia, compare, porque como da la causalidá que a usté le gusta muchísmimo er vino, y a mí también me gusta una mijita, es nesesario que hagamos un trato.

—Venga d’ahí.

—Er negosio es er negosio; de manera que quié desí, que nosotros, en lo tocante ar vino que se compre, ni olerto.

—M’ha leío usté er pensamiento, compare. Vaso que sarga der barrí, perra que ha de estrá en er borsiyo. ¿No es esto lo que usté ha querío desirme?

—Eso mismito.

—Pos trato hecho: estos son mis sinco.

—Y estos son los míos.

Y tras un suevo apretón de manos, Juanito Montoya, el fundador de la sociedad regular colectiva Mosquito, Purgatorio y Compañía, echó a andar calle abajo, haciendo saltar alegremente dentro del vaso las cuatro relucientes plumas que constituían el capital social.

Una hora más tarde, bajo un sol que achicharraba, caminaban los dos socios por la carretera del Puerto, sudando a chorros y transportando cada uno un ratito el pesadísimo barril.

—¡Lo que pesa er vino, compare! ¡Unas ganitas me están dando de aligerarle a usté la carga!…

—Pos no píense usté en eso —repuso Purgatorio cambiando al barril de colocación—. Er trato es trato, y de aquí no sale una gota sin que venga er dinero por delante.

—¡Ea! Pos haga usté er favo de pararse una mijita y despácheme usté un vasito e vino, que pa eso tengo yo con qué pagarlo.

Y dicendo esto, alargó a Purgatorio los diez céntimos.

—¿Pué hacerse eso, compare?

—Señó, mientras que usté cobre lo que yo beba, y cobre yo lo que beba usté, no creo que haiga perjuicio pa naide.

—Tiene usté más razón que un santo, compare; tome usté y que de salusita le sirva.

Y Purgatorio, después de guardar la moneda que le alargó Mosquito, sirvió a éste un vaso, lleno hasta los bordes, de aquel endemoniado pirriaque.

—Ea, vamos p’adelante —dijo el Mosquito chasqueando la lengua contra el paladar.

—Poquito a poco, compare, que ahora va usté a despacharme a mí, porque también tengo monises para enjuagarme la boa.

Y ceremoniosameate depositó sobre la abierta mano del Mosquito la misma moneda que éste le habla entregado minutos antes.

—Estasté en su derecho, compare; eso es lo tratao; er dinero por delante.

Y Purgatorio bebió con avidez y casi con los ojos en blanco, de gusto.

—¿En marcha, compare? —añadió relamiéndose.

—No señó; cojo no voy yo ni a la gloria. Venga otro vasito.

Y de nuevo pasó la moneda de la faltriquera del Mosquito a la de Purgatorio.

—Lo mismo digo, compare.

Y volvió a circular la moneda como antes.

Y toma y daca, y despácheme usté, y vuélvame usté a despachar, se bebieron los dos compadres la media arroba de vino, pescando, como es lógico, la consiguiente pitima.

—¡Compare, compare!… —dijo Purgatorio tambaleándose y escurriendo el barril—. ¿Sabe usté una cosa? Pos que esta sociedá liquida; y no es eso lo peó, sino que yo he vendío muchos vasos e vino, y no tengo en er borsillo ni un metá. ¿Tiene usté er dinero e la venta?

—Yo lo que tengo son unas fatiguitas mu grandes, compare.

—Pos er negosio es er negosio, y yo no paro hasta que no jaga usté arqueo.

Y el Mosquito, que estaba apoyado contra un árbol, con el cuerpo encorvado y padeciendo terribles arcadas, le contestó con voz doliente:

—Comparito e mis ojos, ¿más arqueo que er que estoy hasiendo?

El deber

(CAPRICHO TRAGICÓMICO IRREPRESENTABLE)

CUADRO I

(Redondel de una plaza de toros. En el centro, y echados sobre la limpia arena, varios cabestros que rumian y unos toros que duermen. Algo separados del resto, Campanario, buey de luengos años y no pocas libras, conversa amistosamente con Perdigón, toro negro, de finas agujas y hermosa lámina. Entre barreras, unos vaqueros fuman y hablan. Es de noche, una noche de Agosto estrellada y diáfana. La acción, en cualquier parte. Época actual).

Campanario. —(Cabeceando pausadamente). Te digo que morirás mañana.

Perdigón. —(Como quien oye llover y rascándose con el izquierdo). ¡Bah!

Campanario. —Te llevarán con engaños a un obscuro chiquero, donde unos recios portalones te impedirán salir.

Perdigón. —(Bufando). ¡Los haré añicos!

Campanario. —Pasarás allí encerrado unas horas muy largas y muy negras, y cuando de nuevo salgas al lugar en que estamos, unos hombres, ligeros como el aire y vestidos con unos trajes que brillan como las estrellas de la noche, se burlarán de ti, y herirán tu piel y harán correr tu sangre generosa.

Perdigón. —(Lleno de ira). ¡Mataré a esos hombres!

Campanario. —No podrás; mira, ¿ves esa gradería para nosotros inaccesible? Pues estará llena de cobardes que gritarán como enloquecidos animando a tus verdugos.

Perdigón. —(Cada vez más furioso). ¡Calla!

Campanario. —Y una lúgubre música, que sonará para ti como un mugido de dolor, anunciará tu muerte.

Perdigón. —¡Calla te digo, buey de los demonios! (Campanario baja la cabeza avergonzado. Esto de buey es grave ofensa hasta para los mismos bueyes, por aquello de que la verdad es siempre amarga). ¡Morir! ¿Acaso no hay más que morir? ¡Como si yo no supiera matar para defender mi vida!

Campanario. —(Mirándole con lástima). ¡Juventud! ¡Juventud!…

Perdigón. —¿Quién podrá vencerme?

Campanario. —Los que se aprovechan para ese fin de la misma bravura que te ciega. No, no lo dudes, Perdigón; morirás mañana como murieron tantos otros, como hubiera muerto yo si aquella deliciosa estratagema no me hubiera salvado la vida.

Perdigón. —¿Tú? A ver. ¿Qué hiciste? ¿Quieres contármelo?

Campanario. —Sí; eres nieto de Petenera, aquella vaca que fue el amor de mi vida, y deseo tu bien. ¡Qué hermosa era!… (Enardecido por sus recuerdos de toro, levanta el hocico y resopla; al movimiento, suena un cencerro de buey, y un frío de muerte le hace volver a la tristísima realidad. Tras una breve pausa). Escucha: yo he tenido tu edad y tus bríos y tu fuerza. El nombre de Campanario hacía temblar a toros y hombres; las vacas mugían por mí, y los erales me trataban como a un ídolo. Una tarde me separaron de la piara, y entre varios hermanos que llevaban cencerros como el que ahora es baldón de mi cuello, me transportaron al lugar de la muerte. (Suspirando dolorosamente). ¡Ay de mi! Yo no sabía entonces lo que estos cencerros significaban…

Perdigón. —(Compadeciéndole y si ánimos de ofenderle). ¡Pobre bestia!

Campanario. —Un viejo cabestro que me debía favores me informó de cuanto había de sucederme, me contó lo que acabo de contarte, y yo, que no quería morir, porque deseaba volver al prado verde donde pastaba el amor de mis amores, adopté una resolución.

Perdigón. —¡Matar!

Campanario. —No; eso hubiera sido mi ruina. Los hombres pueden más que nosotros.

Perdigón. —Entonces…

Campanario. —Verás: Cuando abrieron la puerta de mi encierro, y un torrente de luz trocó en día la noche interminable de aquél chiquero lóbrego, salí al redondel paso a paso, y me detuve en su centro. Los hombres de trajes de oro me llamaban, ofreciéndome sus cuerpos; pero yo, dominando mis ímpetus, permanecí como clavado en la arena. Uno de ellos, no te exagero, tanto se acercó a mí, que hubiera podido engancharle con sólo adelantar la cabeza; pero me acordé de los consejos del cabestro amigo y le volví el rabo.

Perdigón. —(Para su pellejo). ¡Valiente sinvergüenza!

Campanario. —Entonces los cobardes de la gradería comenzaron a gritar como locos. Un pobre caballo, enfermo de la vista, a juzgar por la venda que cubría sus ojos, adelantó varias veces a mi encuentro; pero yo huí siempre de él.

Perdigón. —Pues si que hacías un papelito…

Campanario. —A cada huida mía arreciaban los gritos, y los denuestos, y los silbidos; pero de repente cesó todo aquel griterío como por ensalmo, y en su lugar, ¡qué susto pasé!, oí que la corneta aciaga, precursora de muerte, atronaba los aires. Me juzgué perdido; creí que a pesar de mis esfuerzos iba a sucumbir victima de la perfidia de los bípedos, y mugido de rabia, loco de miedo, hice un supremo esfuerzo y, ¡paf!, salté la bañera.

Perdigón. —(Sin poderse contener y con marcada ironía). ¡Muy bonito!

Campanario. —Pues a ese salto debí la vida; cuando, merced a no sé qué diabólicas artes me encontré de nuevo en la plaza, vi en ella al viejo cabestro que me aconsejó, y mientras los cobardes de la gradería me apostrofaban rudamente, me decía él casi con lágrimas en los ojos: «¡Campanario! ¡Amigo mío! ¡Alégrate! ¡Has salvado la vida…!» Y, en efecto, aquí me tienes; salvé la vida.

Perdigón. —Pero ¿a qué precio? (Campanario se sonroja). Volviste a tus campos, pero volviste para roturar sus tierras, para arrastrar el arado, infamante. ¡Pobre Campanario! ¡Cuántas veces se habrán mofado de ti aquellos erales que te idolatraban, viéndote como un paria dar vueltas y vueltas a la noria!

Campanario. —(Dolorido). ¡Perdigón!

Perdigón. —¡Y cuántas veces habrá crujido a tus ancas la carreta cargada de gavillas, mientras mi anciana abuela, la vaca de tus amores, coquetearía con otro toro más decente que tú!

Campanario. —(Sollozando). No sigas: por mi dios Apis te lo pido.

Perdigón. —(Levantándose bufando). ¡Cobarde! Bien cuelga en tu cuello el cencerro de la indignidad; eres un miserable.

Campanario. —Si, un miserable; pero mi conducta tiene Justificación; ¡es tan hermosa la vida!

Perdigón. —(Alejándose con arrogancia). Calla, cabestro, ¿qué entiendes tú de vida ni de hermosuras?

Campanario. —¡Perdigón, si no haces lo que yo hice, morirás mañana!

Perdigón. —¡Pues moriré!

Campanario. —Piensa que…

Perdigón. —¡Calla, buey, te desprecio! (Se aleja orgulloso).

Campanario. —(Tras una pequeña rumia y filosofando como un verdadero astado). ¡Si, buey… pero vivo!

CUADRO II

(La misma decoración a toda luz. Es la hora de la corrida. Han desfilado las cuadrillas a los acordes de una música alegre y entre los aplausos del público que llena la plaza. En el cielo de un intenso azul, brilla un sol que achicharra y enardece. A una señal de la presidencia, suena el clarín, abren la puerta del chiquero, y Perdigón, el toro negro de las finas agujas, pisa la arena. Aplausos al ganadero, que ocupa una barrera. Un peón, desde lejos, levanta su capote, y el toro acude a él impetuosamente, haciéndole saltar al callejón más que de prisa. Perdigón, enfurecido por la repentina desaparición del que estimó como víctima, arremete contra la barrera, y los rojos tablones saltan hechos astillas. El público aplaude de nuevo. Uno de los matadores abre su capa pretendiendo lancear a la fiera, pero ésta le arrolla y le derriba. Varios toreros acuden al quite, y tienen que tomar el olivo, sembrando el suelo de capotes. Cunde el pánico entre la gente de a pie. Un piquero da frente a Perdigón; acude éste, y picador y caballo ruedan por la arena. Un hilo de sangre tiñe el nervudo morrillo de Perdigónn, y ciego por la ira no espera ya que los caballos se le aproximen; los busca, los destroza a cornadas, los pisotea, los muerde… Los aplausos se truecan en ovación estruendosa, mientras Perdigón bufa, sintiendo que la sangre brota ya a raudales de su cuello. Sobre la arena hay siete pencos muertos; pero los espectadores sedientos de vidas, quieren más aún, y gritan: «¡Caballos…! ¡¡Caballos…!!» Y más caballos salen y más caballos mueren. Entonces, la masa, la multitud, la de las grandes locuras y las grandes justicias, electrizada, delirante, loca, pide a la presidencia, como un solo hombre, la vida de Perdigón. El presidente accede a este deseo de la multitud, y Perdigón es perdonado. Se agita un pañuelo; el siniestro clarín, precursor de muerte en otras ocasiones, vibra ahora en los aires como una risotada de alegría, y Perdigón, el toro noble, el toro valiente, el buen toro, con los ojos llenos de lágrimas y el cuerpo cubierto de sangre hace mutis por el callejón que da acceso a la corraleta, en medio de la ovación más entusiasta que oyeran los nacidos.

CUADRO III

La corraleta. Es un patio grande y terrizo; hay en él un pozo de alto brocal, una pila de escaso fondo y varios burladeros de madera. Campanario y dos bueyes más contemplan a Perdigón, sintiendo correr por sus lomos el frío de las grandes emociones y por sus frentes el calor de las grandes vergüenzas. Perdigón, con la cara ensangrentada y el morrillo lleno de negros coágulos, resopla fatigosamente. En los burladeros, el dueño de la ganadería se recrea en el toro con verdadero orgullo, y el conocedor, un viejo vaquero de sombrero ancho, marsellés con coderas y zahones obscuros, pálido aún de la emoción sufrida, seca de sus ojos unas lágrimas).

El ganadero. —Agua a ese toro, Frasquito; lavarlo bien, refrescarle los remos; que se me salve, por lo que tú más quieras en el mundo.

El conocedor. —Se salvará, nostramo.

El ganadero. —(Entusiasmado). ¿Has visto, Frasquito? ¿Has visto?

El conocedor. —¡El mejor toro de España! (Perdigón agita nerviosamente la cabeza).

El ganadero. —En cuanto sane, al cortijo; quiero que sea el padre de mi ganadería. (A Perdigón se le hace la boca agua, y hasta sufre un ligero vahído de satisfacción. Campanario, al tragar salivita amarga, mueve la cabeza, y su cencerro de cobre lanza una nota triste).

Perdigón. —(Advirtiendo la presencia de Campanario). ¡Campanario! Mírame ¡vivo!

Campanario. —(Por decir algo). Te han herido.

Perdigón. —Sí, pero no importa; sanaré y volveré a mis campos y seré feliz, porque he ganado con mi valor y con mi sangre la felicidad que me espera. Yo viviré la verdadera vida; para mí tendrá hierbas el prado y linfa el arroyo y caricias la hembra; para mí habrá noche y día y luna y sol.

Campanario. —(Avergonzado, confundido y llorando como un becerro). ¿Qué hiciste para conseguir tanto?

Perdigón. —(Con arrogancia). ¡Estúpido! Lo que no hiciste tú: cumplir con mi deber.

La suerte de Currillo

(CUENTO)

Camino adelante y por la no bien cuidada carretera que conduce desde el Puerto de Santa María a Jerez de la Frontera, marchaban tras un borriquillo, tan falto de carnes como sobrado de carga, el señor Frasquito el hortelano y su hijo Currillo, un rapazuelo como de diez años, más alegre que un rayo de sol y más hablador que una docena de cotorras.

El señor Frasquito conducía a Jerez, donde el mercado ofrecía más pingües ganancias, lo más granado de su huerto, y por primera vez se hacía acompañar de Currillo con el doble objeto de que se fuera habituando a las largas caminatas, y se enterara de las chalanerías y demás trámites de la venta.

Marchaban padre e hijo conversando animadamente, cuando de pronto, y sin venir a qué, exclamó Currillo, parándose en seco.

—Padre… ¡si yo m’encontrara un duro!

—¿Un duro, niño? ¿Crees tú que los duros se encuentran, ahí, en mitá e la carretera? ¡Chavó! Pa ganá diez y ocho reales venimo a Jeré en burro, yo y tú, con que haste cuenta de lo que vale un duro.

—Po yo he oído mentá que más e cuatro s’han encontrao de pronto una porrá e dinero.

—Ríete tú de eso.

—A mi m’ha contao Paquito er yesero, que su amo don José Arjona diendo de casería fué y tiró y mató ar perro, y que pa enterrarlo fué y abrió un bujero, y que al escarbá, fué y s’encontró una mina de plata.

—Suerte que tuvo el hombre.

—Y mamá dise que iñá Micaela la de la posá, remendando una pared de su casa, trompesó con una orsa e manteca toíta llena e tumbagas, y de sarsiyos, y de monedas de oro. ¿Es verdá eso?

—Verdá es: siempre fué la iñá Micaela una mujé de muchisima suerte.

—¿Y no pueo yo tené la suerte de encontrarne un duro?

—Pero ¿qué te crees tú que es la suerte, niño?

—¡Vayasté a sabér!

—Po la suerte no es más sino que Dios oye a las personas, y va y les da lo que las personas le piden, o lo que desean en su interió, aunque no se lo haigan pedio; porque a Padre Dio, que to lo ve, y to lo sabe, lo mesmo da pedirle las cosas con la boca que con la cabeza.

—¿Cómo se pide con la cabeza, padre?

—Hombre, con er sentimiento interno: hablando sin hablá, vamos ar desí.

—Po más de una ve, y sin desírselo a naide, he deseao yo encontrarme un duro.

—¿Y que ibas tú a hacé con un duro, me quiés desí?

—Verá usté: lo primero comprarme dos jonsas de chocolate; lo segundo darme una jartá de pan con queso e bola, que es lo que más me gusta, y lo tercero mercá una jaulita d’alambre pa el jilguerillo que cogi antié, que er probeciyo lleva dos dias que no gana pa sustos.

—¿Aonde lo has enserrao, chiquillo?

—¿No se vasté a enfandá si se lo digo?

—No.

—Po lo he enseirao en la guitarra.

—¿En la guitarra?

—Si señó; aflojé una mijita las cuerdas, lo metí por er bujero, gorvi a apretá las clavijas y allí está er probe. ¡Camará! ¡Se lleva ca susto! Porque él hase por juí ¿sabe usté? y va y s’asoma, y como se encuentra con las cuerdas, pos va y les da con er pico y arrempuja. Güeno y cuando trompieza con la prima y suena, no s’chara mucho; pero cuando trompieza con er bordón y retumba, prinsipia a darse ca chocaso, que hay que verlo.

Charlando y riendo, pues el señor Frasquito iba de bonísimo humor, llegaban ya casi a las puertas de Jerez, cuando Currillo, arrojándose al suelo de un salto, gritó como loco.

—¡Un duro!… ¡Padre!… ¡¡Un duro!!… Y mostró a los asombrados ojos de Frasquito una pulida y reluciente moneda de veinte reales.

—¿Un duro?

—¡Si seño, misté!…

—¡Mardita sea!… —exclamó el hortelano tirando de la vara y sacudiendo a Currillo dos varazos, en mitad de las costillas.

—¡Toma, condenao!… ¡Mar nasío!…

—Pero ¡padre! ¿por qué me pega usté?

—¡Condenao niño!… Una vez que Dios te ha escuchao, ¿t’has conformao con pedirle na más que sinco pesetas?

La yegua del «Rippert»

(CAPRICHO TRÁGICO IRREPRESENTABLE)

(Llanura limitada al fondo por una silueta de montaña. A la Izquierda, multitud de carruajes y automóviles, por entre los cuales se ven, en último término, las graderías y gallardetes de un hipódromo. Campo con arbolado a la derecha. En el centro de la escena, un rippert pintado de rojo, y enganchados a él dos mulos anémicos y una yegua tísica. Son las seis de una tarde calurosísima de Agosto. La acción en un pueblo de Andalucía. Época actual).

ESCENA ÚNICA

Bastián, conductor del ríppert, duerme y ronca en el pescante del mismo. Los mulos miran lánguidamente a uno y a otro lado. Peregrina, la yegua tísica, dormita cabizbaja. Un grupo de cocheros y lacayos ríe y charla. Hasta la escena traen las ráfagas asfixiantes en sus alas de fuego, ecos vagos, inarmónicos, rientes, del alegre gentío que llena el amplio stand del hipódromo.

Mulo 1.º— (Sacudiendo perezosamente la cabeza). ¡Veinte viajes hoy! ¡Esto es inaudito! No troté tanto jamás ni aun en mis tiempos de mozo. Estoy aniquilado, rendido.

Mulo 2.º— (Sin ánimos de ofender a su compañero, todo lo contrario). Y eso que tú eres muchísimo más mulo que yo.

Mulo 1.º— Es verdad, te compadezco; debes estar muerto de cansancio.

Mulo 2.º— Además, esta mañana he sido tan hombre (Para los mulos la palabra hombre significa lo que para los hombres la palabra mulo)., que no quise comer los cuatro granos que me dieron para almorzar. ¡Tengo tan incapaz la dentadura!

Mulo 1.º— (Filosóficamente). ¡Qué vida ésta!

Mulo 2.º— (A la yegua). ¿Duermes, compañera?

Peregrina.— (Suspirando dolorosamente). Pienso. (Los dos mulos, al escuchar esta palabra, alargan sus orejas). Si, compañeros, pienso y lloro. Una pena inmensa me anonada, me consume. Hace unas horas he visto a mi hijo, a mi hijo, que corre esta tarde en ese hipódromo.

Mulo 1.º— Querida, ¿no es la debilidad la que te hace delirar?

Peregrina.— No; por mi dios Calígula te lo Juro.

Mulo 2.º— (Aparte). Me permito dudarlo. Siempre ha sido un tanto neurasténica esta pobre anciana.

Peregrina.— (Animándose). Es tordo como yo, como su padre Omar, a quien el buen Calígula habrá hecho cónsul en nuestro paraíso. Llevaba cincha roja y freno blanco con cucardas de oro. Sí, era él; era mi Tordillo… (Llora).

Mulo 1.º— (Cabeceando conmovido). Estas yeguas, ya que no otra cosa, han tenido siempre la propiedad de conmoverse.

Mulo 2.º— ¿Y te ha reconocido tu hijo?

Peregrina.— No. ¡Estoy tan cambiada…! Además, no pude hablarle; cuando pasó por nuestro lado, hacíamos el último viaje, y el cansancio me ahogaba.

Mulo 1.º— (Aparte). ¡Pobre Peregrina! (Peregrina suspira románticamente, con todo el romanticismo que puede caber en un alma de yegua. En el hipódromo suena una campana).

Mulo 2.º— Otra vez van a correr esos desgraciados. ¡Correr! ¡Si llevaran un rippert a la cola…!

Peregrina.— ¿Correrá mi Tordillo?

Mulo 1.º— Si adelantásemos unos pasos, quizá veríamos la pista por entre esos dos automóviles.

Mulo 2.º— Tienes razón; avancemos. (Lo hacen).

Bastián.— (Despertando sobresaltado y empuñando las riendas). ¡Soooo!

Antonio.— (Cochero de casa grande, que ha presenciado el sobresalto de Bastián). Oye, tú, que se van a desbocar esos arenques. (Ríen).

Mulo 1.º— (Aparte). Nos han llamado arenques.

Mulo 2.º— (A Peregrina). ¿Ves ahora?

Peregrina.— Si. (Vuelve a sonar la campana del hipódromo).

Bastián.— (A Antonio). ¿Esta es la última carrera?

Antonio.— La última y la mejor. Ahora corren los dos caballos de más fama: Relámpago y el Tordillo.

Bastían.— Apuesto la cabeza a que gana el Tordillo.

Antonio.— ¿Conoces tú a ese caballo?

Bastián.— A él no; pero conocí a su madre, la Peregrina, la yegua más ligera del mundo. ¡Qué yegua aquella! (Peregrina levanta orgullosamente la cabeza y relincha).

Antonio.— ¡Anda! Tu yegua es una vieja verde, ha olido caballo.

Bastián.— (Dando un latigazo en el huesudo lomo de Peregrina). ¡Yegua!

Mulo 1.º— (Indignado). ¡Qué hombre! (Léase ¡qué mulo!)

Peregrina.— (Más satisfecha que dolorida). ¡Aun me recuerdan!

Antonio.— Mira, ya están corriendo. (Mulos y hombres dirigen su vista hacía el hipódromo).

Bastián.— Bien va Relámpago.

Antonio.— En la curva lo adelanta Tordillo; es su especialidad. (En el hipódromo arrecian las exclamaciones y los gritos. Peregrina reza a Calígula una oración).

Bastián.— ¡Bravo Tordillo!

Antonio.— ¡Ya pasó delante!

Bastián.— ¡De él es! ¡Duro!

Antonio.— ¡Bueno va!

Bastián.— ¡Ya! ¡Suya es!

Antonio.— ¡Suya es! (Gritería inmensa en el hipódromo. Vuelve a sonar le campana).

Mulo 1.º— (Entusiasmado). Ha ganado tu hijo, Peregrina.

Mulo 2.º— ¡Ha ganado! (Peregrina llora).

Antonio.— (A Bastián). Tú, que esto se acabó.

Bastián.— (Toma las riendas y el látigo). Pues vamos allá. (Los cocheros y lacayos ocupan sus puestos. La escena es invadida por gentes de distintas edades y sexos).

Peregrina.— (Sollozante). Amigos míos, yo no puedo moverme de aquí sin volver a ver a mi hijo. Quiero recrearme por última vez en su gallarda figura de triunfador quiero darme a conocer; quiero que sus ojos me miren con amor.

Mulo 1.º— Imposible, Peregrina; ya el coche se está llenando de gente.

Peregrina.— Es preciso no arrancar.

Mulo 2.º— Nos matarían a palos.

Peregrina.— No, a ustedes, no. ¿Qué razón hay para ello? Mirad: cuando llegue el momento de partir, intenten ustedes hacerlo; yo no andaré, yo clavaré mis cascos en el suelo y retrocederé con todas mis fuerzas. De ese modo todos los palos serán para mí.

Mulo 1.º— (Raciocinando como un caballero, ya que hay tantos caballeros que raciocinan como mulos). Eso, nunca, seria indigno por nuestra parte.

Peregrina.— Pues así ha de suceder; es necesario: lo suplico.

Mulo 1.º— Sea. (Miran ansiosamente hacia la puerta del hipódromo por donde han de salir los caballos).

Bastián.— (De pie en el pescante). ¡Ea! ¡Uno me falta! ¡Que me voy! (El rippert se llena de personas. Suena un timbre).

Mulo 2.º— Ha llegado la hora.

Peregrina.— Hagan ustedes lo que hemos convenido.

Bastián.— (Arreando). ¡Mulo! (Los mulos tiran del rippert. Peregrina clava sus patas y resiste). ¡Yegua! ¡¡Yegua!! (Bastián descarga pesados golpes sobre las ancas de Peregrina; ésta no se mueve. El timbre suena repetidas veces).

Un viajero.— ¿Pero es que nos vamos a quedar aquí?

Otro.— ¡Duro a esa remolona!

Bastián.— (Encolerizado). ¡¡Yegua!! (Más palos).

Peregrina.— (Mirando siempre hacia la puerta del hipódromo). ¡Quiero verle! (Los viajeros, llenos de impaciencia, gritan y alborotan. Bastián, rojo de ira, descarga sobre Peregrina una lluvia de estacazos. El rippert no se mueve).

Un viajero.— ¡Mátala!

Otro.— (Más compasivo). Péguele usted en la cabeza, cochero, en la cabeza. (Bastián obedece. Los ojos de Peregrina se nublan de dolor. El señorito corrosivo ríe).

Mulo 1.º— (Emocionado). ¡Mira, ya sale tu hijo!

Peregrina.— (Casi sin alientos). ¡Por fin! (Pasan cercanos al rippert unos cuantos caballos de carreras, cubiertos por riquísimas mantas. Entre ellos va Tordillo, caracoleando orgulloso).

Mulo 2.º— Llámalo.

Peregrina.— ¡Tordillo! Hijo mío, soy yo, Peregrina, tu madre. (Todos los caballos vuelven la cara. Tordillo mira también y queda anonadado, perplejo).

Relámpago.— (En tono zumbón). ¿Esa es tu madre?

Tordillo.— (Avergonzado). ¿Mi madre? ¿Con esa estampa? ¿Y enganchada a un rippert? Sin duda es una pobre loca. (Relincha orgullosamente y se aleja engallado y nervioso. Un garrotazo de Bastián hace sangrar la cabeza de Peregrina, que cae al suelo muerta. Los viajeros desalojan el coche y se alejan protestando, no de Bastián, sino de la yegua. Bastián, maldiciendo, desengancha a los mulos. Lejos se escuchan aun los vibrantes relinchos de orgullo).

Mulo 1.º— (Cabizbajo, triste, lloroso). ¡Pobre Peregrina!

Mulo 2.º— Su hijo se ha avergonzado de ella.

Mulo 1.º— (Sentenciosamente). ¿Sabes lo que te digo, Careto?

Mulo 2.º— ¿Qué?

Mulo 1.º— Que es necesario vivir. ¡Puede que otra tarde calurosa como ésta arrastremos en una plaza de toros a ese hijo orgulloso que ha sentido vergüenza de su madre!

TELÓN

Joselito el valiente

(CUENTO ANDALUZ)

Durante aquellos días de revolución, el Puerto de Santa María presentaba el aspecto de una ciudad deshabitada. Los pacíficos vecinos, temerosos de que republicanos y soldados tuviesen un encuentro de un momento a otro, no se atrevían a salir de sus casas ni aun para adquirir los artículos de primera necesidad. Tan era esto cierto, que Consuelo la Pimienta, la dueña del puestecillo de frutas y hortalizas más acreditado de la población, llevaba setenta y dos horas sin vender una mala libra de tomates.

Y había que oír a la señá Consuelo. Creyó la pobre mujer que aquel estado de cosas favorecería su negocio, pues sobraban razones para aumentar en un doble el precio de los artículos, y, firme en esta halagüeña creencia, había abarrotado de mercancías su pequeño establecimiento, empleando para este fin hasta el último ochavo de la manoseada calceta.

Pero sus buenas intenciones se estrellaron contra la pusilanimidad de los portuenses, y berzas y tomates envejecían rápidamente en los panzudos capachos sin que aportasen por la accesoria los tan deseados compradores.

La seña Consuelo cogía el cielo con las manos, y su hijo Joselito el Valiente, un mocito con planta de torero, más presumido que once monas y más pamplinoso que una alegoría de la primavera, renegaba de todo lo existente, y echaba pestes y venablos contra la tan decantada y gloriosa revolución.

—¡Qué ruina, Joselito de mi arma!

—Cayese usted, madre, que estoy más quemao que San Lorenzo que esté en gloria. En colaores convertía yo a los mardesíos gorros frigios. ¡Malhaya sea la ma! ¿Ha visto usté gente más cobarde en su vía? ¡Miste que no salí por miedo a los tiros! Pero, señó, ¿tanto daño jasen los tiros?

—Joselito, tú debieras de hasé una cosa, hijo de mis sentrañas.

—Dígame usté er qué.

—Po mira, ya que la gente no compra por no pisa la arrastrá caye, debías tú de salí por ahí a vendé unos poquiyos e tomates.

Joselito saltó en seco:

—¿Habla usté en serio, madre?

—En serio hablo; no creo que haiga peligro, porque yevamos dos dias sin escucha ni un disparo.

—Pero…

—Y estoy segura de que en cuantito te plantes en la caye y suertes un pregón de los tuyos, no hay barcón que no se abra pa yamarte.

—Conforme estoy con to eso, pero…

—¿Tienes miedo, José?

—¿Miedo yo? Párese mentira que me haga esa pregunta la única mujé que me ha echao ar mundo. Entoavía no ha nasío la persona que vea temblá a Joselito er Valiente.

—¡Ole! Eso me gusta.

—Vengan los tomates, que hasta las cayes van a retemblá con mis pregones.

—¡Ea, po coge los canastos!

—No, señora, na de canastos; a mi déjeme usté de canastos, que hasen mu poco lusía la figura de uno. Yéneme usté los dos platiyos der peso, que yo lo cojo asín, por las cadenitas, y voy como pa que me retraten.

—Como tú quieras…

Y un instante después, Joselito el Valiente componía su figura pinturera, alargaba los brazos, colgaba en ellos los repletos platillos, y tiraba calle arriba con más miedo que una novicia en un claustro obscuro. Sus inseguros pasos retumbaban estrepitosamente en la calle desierta, y a medida que se alejaba del puestecillo, sentía que aumentaban el temblor de sus piernas y la terrible angustia de su pecho.

—¡Camará! —pensaba Joselito—. La verdá es que no están los ánimos como pa que uno se arranque pregonando tomates; pero, en fin, conviene dar gusto a la vieja y conviene que vea toíto er mundo que lo que a mí me sobran son quintales de riñones.

Y al llegar a la próxima esquina, se detuvo, humedeció sus labios, chasqueó la lengua contra el paladar, tragó un poquillo de saliva amarga y pregonó con voz cadenciosa:

—¡Niñas! ¡Tomates a ocho cuartos!

Una mijita caros me paresen —añadió para su capote—; pero er que quiera comé tomates tiene que pagarlos a ese presio.

—¡Que se va er tio, niñas! ¡Tomates a ocho cuartos!

Ni siquiera el eco contestó a su pregón repetido; levantó los ojos, miró a balcones y ventanas y ni un visillo se movía tras las cerradas cristaleras.

—Po sí que estoy hasiendo un papelito desente.

Y cada vez con mayor recelo siguió su camino canturreando siempre el consabido pregón de «¡tomates a ocho cuartos!» Cerca de la calle Larga se detuvo casi sin alientos; un hombre se acercaba a carrera abierta.

—¡Mardita sea…! Ya se armó —pensó Joselito temblando como un azogado—. ¡Caya! Pero si es er señó Manué. ¡Eh! ¡Señó Manué!

—¿Eres tú, Joselito? Pero criatura, ¿te has vuelto loco?

—¿Pasa argo, señó Manué?

—Pos pasa que dentro de una hora no quean der Puerto ni los escombros.

—¡Chavó!

—Como lo oyes; por la carretera vienen las tropas, y está er mueye que es un jerviero de republicanos; en mita der puente se va a dar la bataya.

—¡Josú!

—Yo voy corriendo a echarle una mijiya de arpiste a los dos canarios que tengo y a desirle a mi mujé que si oye ruío que no se asuste, que son tiros.

Y se alejó más que de prisa. Joselito el Valiente quedó en una pieza.

—¡Ni los escombros! ¡Mardesía revolución! ¿Cómo vuelvo yo ar puesto sin vendé arguna cosa? Rebajaré la mercancía.

Y casi apoyándose en el quicio de una puerta cercana, gritó con voz destempladísima:

—¡Niñas! ¡Tomates a cuatro cuartos!

Un balcón se abrió chirriando.

—Joselito —preguntó a media voz una vieja de labios temblorosos—, ¿es verdá que vienen tropas?

—Es verdá.

—¿Y es verdá que traen cañones?

—¿Cañones…? ¿Cañones…? ¡Niñas! ¡Tomates a dos cuartos!

Y echó casi a correr en dirección a su casa, repitiendo a cada seis pasos:

—¡Tomates a dos cuartos!

Poco trecho había recorrido cuando se oyó una descarga cerrada. Joselito se paró en firme, sintió correr por sus venas el frió de la muerte, miró a todas partes con ojos de estupor, alargó los brazos como si demandara auxilio y cortó en seco el pregón comenzado.

—¡Tomates…!

Una nueva descarga de fusilería atronó los aires.

—¡Tomates, a jaser… gárgaras!

Y Joselito el Valiente arrojó al suelo tomates y platillos, y… todavía está corriendo.

La friega

(CUENTO)

Don Salvador, el único médico de «Por ahí te pudras», pueblecillo cercano al mío, era un gran aficionado a la música; tan aficionado, que gracias a sus felices iniciativas había en el pueblo Academia filarmónica; y hasta Sociedad coral, de la que él era perpetuo y habilísimo director.

Puede que el bueno de D. Salvador confundiese el sarampión con la viruela, y llamase garrotín al garrotillo; pero como alguien de la masa coral se colase siquiera en un cuarto de tono, ya estaba nuestro hombre aporreando el atril, y hasta poniendo sus manos sobre la masa.

Es decir, que D. Salvador no tenía ojo clínico, pero en cambio tenía oído musical, y váyase lo uno por lo otro.

Diariamente pasaba dos o tres horas de la tarde en casa de su amigo D. Francisco Paniagua, señor chinchoso de suyo, que a más de representar a la Tabacalera, vendía papel pautado, cuerdas de guitarras, métodos de solfeo y discos de gramófonos, de cuyas primicias gozaba D. Salvador sin necesidad de aflojar la mosca.

Ya sabían en el pueblo que de una a tres, lloviese o tronase, hubiera buena salud o reinase la más terrible epidemia, estaba D. Salvador en casa de D. Frasquito, y como es lógico, cuantas personas necesitaban a esas horas del filarmónico Galeno, le buscaban allí seguras de encontrarle.

El día de nuestro cuento, Salustiana, la mujer de Pepe el Chacotas, albañil de oficio y segundo barítono del nutrido orfeón de «Por ahí te pudras», alarmadísima al ver entrar a su hombre a horas desacostumbradas, renqueando el cuerpo, arrastrando una pierna y quejándose de agudos dolores, voló a casa de D. Frasquito en demanda de D. Salvador.

—¡Hola! ¿Qué es eso, Salustiana? ¿Otra vez el chiquillo?

—No, señó, don Sarvaó: er niño está jecho un capullo.

—Entonces será tu estómago, ¿eh? No hay más que verte en la cara; acércate, mujer, acércate.

—Tampoco soy yo, don Sarvaó; es mi hombre, er probesito ha güerto der trabajo con una pata tiesa, y con unos dolores que dice que ve toítas las estreyas.

—¡Hola, hola! ¡Conque en la pierna! ¿En qué sitio, muchacha?

—En sarva sea la parte, y perdonen ustés er mó de señala —é indicó la panlorrilla.

—¿Es dolor con latido? ¿Qué explicación te ha dado él de lo que siente?

—Pos él m’ha dicho que siente una cosa así como si con un sacabocaos l’estuvieran tirando rentois.

—Comprendido, Salustianilla, comprendido: ese dolor proviene de algún golpe.

—El dice que no s’ha gorpeao, don Sarvaó.

—Pues yo te aseguro que sí.

—¿No será rusma? Porque como otras veces…

—¡Cuando yo te digo que ha sido un golpe!

—Oiga usté, ¿qué le doy?

—Vamos a ver, vamos a ver —contestó D. Salvador mirando al vacio, no sé si mirándose por dentro o invocando al genio de la terapéutica—. ¿Tiene usted un papel, don Frasquito?

—Espere usted —repuso el interpelado, y comenzó a buscar en el cajón de su mesa, y bajo una tosca piedra que sujetaba viejas facturas y cartas amarilladas por el tiempo.

—Cualquiera, hombre; un pedazo cualquiera. De esa misma cubierta —y aludía D. Salvador a un pliego de papel pautado que envolvía varias piezas musicales.

—Sí, señor —contestó D. Frasquito—; de éste tendrá que ser, porque no hay otro —y armado de unas tijeras tan largas como enmohecidas, cortó un trozo no pequeño de aquel recio y fortísimo papel.

Extendió D. Salvador su receta, no sin antes pensarlo muy mucho, y alargando a Salustiana la emborronada cartulina, le dijo en el más cariñoso de los tonos:

—Toma, mujer dale una friega con esto, y ya verás cómo se alivia.

Marchóse Salustiana más que de prisa, y don Salvador, con la tranquilidad del deber cumplido, se dispuso a escuchar por undécima vez en el averiado gramófono de D. Frasquito el «¡Ay, babilonio!», de La Corte de Faraón.

Pasaron unos cuantos dias, y una mañana, muy temprano, tropezó D. Salvador con Pepe el Chacotas.

—¡Pepillo!

—¡Güenos días, don Sarvaó! —contestó el albañil más serio que un fiscal.

—¿Estás ya bueno?

—Sí, señó.

—Ya le dije a Salustiana que con aquella friega te aliviarias muy pronto.

—¡¡Mardita sea…!! Misté, don Sarvaó —añadió Pepe el Chacotas con voz sorda—; una cosa le pío yo asté mu en serio; que no me miente usté la friega.

—¿Eh? ¿Qué estás diciendo, muchacho?

—Que no me miente usté la friega, porque na más que d’acordarme se m’arremolina er sentio, y soy yo capás de darle un dejusto ar más templao.

—¡Criatura! Pero ¿te has vuelto loco?

—Porque los hombres semos hombres y no semos hojas e puertas ni tablones sin sepiyá, ¿usté s’entera?

—No te entiendo, Pepillo —respondió D. Salvador, retrocediendo asustado ante la actitud poco tranquilizadora de su interlocutor.

—Güeno, pos yo m’entiendo y basta. ¡Ah! Y sepalosté de ahora pa siempre: no güerva usté a mandarme fregas, ¿estamos? No güerva usté a mandarme frieguesitas —y empuñó la pulida palanqueta—, porque del primer palanquetaso le derríbo asté to er tabique de la jeta. Conque… salú.

Y siguió calle abajo, dejando á D. Salvador en una pieza.

—¡Demonio! —pensó consternado—. ¿Qué le mandé yo a este hombre? Juraría que le receté algo de bálsamo tranquilo. ¡Caramba! ¿Equivocaría yo la fórmula? ¿Le darían otra cosa en la botica y…? Nada: esto tengo yo que ponerlo en claro ahora mismo; pero que ahora mismo —y echó a andar en dirección a la calleja donde vivía Salustiana—. Procuraré, con habilidad y diplomacia, enterarme de lo que ha sucedido.— ¡Eh, Salustiana! Ven aquí, mujer— gritó D. Salvador una vez en el portal de la casucha. —¿Y ese hombre?

—Tan güeno, don Sarvaó.

—Escucha, muchacha: ¿qué le receté, que no me acuerdo?

—Resetarle, na; me dio usté un papé mu gordo y me dijo usté dale una friega con esto.

—¿Y tú…?

—Quieas que no, y con toas mis fuersas, l’estuve restregando hasta que no queó der papé ni una lacha.

Los eternos rivales

(ESCENA ANTEDILUVIANA IRREPRESENTABLE)

(Una de las amplias cuadras del arca de Noé durante el diluvio universal. En uno de sus ángulos, dos perros de hermosa presencia duermen tranquilamente. Cerca de ellos, Bellalinda y Zarandrajo, gatos de piel lustrosa, ojos relucientes y rabos Inquietos, conversan en voz baja. En el resto de la estancia, aquí y allá, duermen por parejas animales de distintas especies, incluso un mulo y una mula que distraídamente introdujo Noé en el arca y hacen en ella el más ridículo de los papeles. Reina en la cuadra un relativo silencio; por un alto y estrecho ventanal penetra la débil luz de un amanecer triste y lluvioso).

Bellalinda.— (Nerviosa, aporreando en el suelo con el rabo). Mira cómo duermen esos brutos, nosotros en cambio no hemos podido pegar el ojo en toda la noche. ¡Infame Noé!

Zarandrajo.— Dices bien, Bellalinda; ¡infame Noé! Nunca creí que nos tratara con rigor tan extremo: más valiera a nuestros cuerpos nadar sobre las odiosas aguas que han de anegar la tierra, que sufrir esta vejación, este suplicio.

Bellalinda.— Oye, ¿qué dijo al encerrarnos en este cuchitril inmundo?

Zarandrajo.— (Extrañado). ¡Cómo! ¿Pero no escuchaste su pesado discurso?

Bellalinda.— (Suspirando y relamiéndose de gusto). No; un tufillo de cordero asado me arrastró a la cocina.

Zarandrajo.— Pues dijo que bastante hacía con salvarnos la vida, distinguiéndonos de los demás animales de nuestra especie; añadió que todos debíamos cooperar al fin deseado, y que para ello los grandes animales protegeríamos y alimentaríamos a los pequeños.

Bellalinda.— Según eso, ¿no somos los únicos perjudicados?

Zarandrajo— No; el viejo Patriarca lo dijo bien claro: «Del caballo vivirán las moscas; del gato, las pulgas; del león, los alados mosquitos».

Bellalinda.— (Con rabia). ¡Viejo socarrón!

Zarandrajo.— Nos tocó la peor parte; cualquiera de los otros insectos hubiera sido preferible. La mosca distrae con su vuelo incesante y el mosquito deleita con su música celeste.

Bellalinda.— Y ninguno de ellos tiene la osadía de dormir sobre el animal que le sustenta.

Zarandrajo.— Ni son traidores; el mosquito hiere frente a frente y, antes de herir, se acerca, diciendo noblemente: «Prepárale, voy a ti, quiero de ti»; la pulga en cambio, cuando crees que ha de herirte en una oreja te clava su lanceta junto al rabo.

Bellalinda.— (Revolcándose furiosa). ¡Ah, infame Noé! ¡Ah, bellaco! Yo sabré vengarme de ti.

Zarandrajo.— ¿Hemos de sufrir durante cuarenta días este suplicio?

Bellalinda.— (Con firmeza). No.

Zarandrajo.— (Admirado). ¿Qué piensas hacer?

Bellalinda.— (Con voz muy baja). Pronto has de verlo: el perro es de condición noble, pero orgulloso y fatuo, yo sabré aprovecharme de su orgullo para quedar libre de esta servidumbre odiosa.

Zarandrajo.— ¿Será posible?

Bellalinda.— Antes que el gallo cante dos veces dejarás de sufrir.

Zarandrajo.— (Enternecido). Tengo fe en ti. Bellalinda mía; eres ladina y hábil, vences a la ardilla en ligereza y a la zorra en astucia; nadie como tú domina el arte del engaño y la ciencia de la rapiña. Sabes hurtar y limpiar tu hocico en privado para que nadie note en él las huellas del hurto. (Mordiéndola blandamente). ¡Oh, gatita mía! ¡Oh, morronga de mis amores; tú sabrás libertar a Zarandrajo de esta mortificante tiranía!

Bellalinda.— (Notando que el gallo despierta y agita sus alas golpeando con ellas el recio barrote que le sirve de sostén). ¡Calla! Cierra tus ojos y finge que duermes. Luego, cuando yo hable asiente a cuanto diga. (Zarandrajo obedece y ambos afectan hallarse entregados al más delicioso de los sueños. El gallo canta atronando los aires, y los moradores de la cuadra despiertan entre ruidosos bostezos y desperezos brutales).

El perro.— (Estirando las patas, arqueando el lomo y dando un rabazo a Bellalinda). ¡Eh! ¡Que ya es de día, señores gatos!

Bellalinda.— (Entreabriendo los ojos). ¿Es posible?

Zarandrajo.— (Tras un bostezo digno de un felino antediluviano). ¿Cantó el gallo por ventura?

La perra.— Un rato ha.

Bellalinda.— (Adoptando una distinguida postura y elevando los ojos al cielo). ¡Loado sea Noé que tanta dicha supo depararme!

Zarandrajo.— (Siguiendo la corriente con burda hipocresía). ¡Loado sea once veces!

Bellalinda.— (Como antes). Jamás cerró mis ojos un sueño tan encantador. ¡Oh, celestiales pulgas! ¡Oh, sagrados insectos! ¡Oh, grande y magnánimo Noé…!

El perro.— (A la perra). ¿Qué dice?

La perra.— (Sin volver de su asombro). Es extraño; parece víctima de una alucinación.

Bellalinda.— (Cada vez más exaltada). ¡Los grandes animales alimentarán a los pequeños! ¡Del caballo vivirán las moscas; del gato las pulgas, y del león, los alados mosquitos!

Zarandrajo.— Somos grandes como caballos y fieros como leones, gracias a ti ¡oh, Noé!

Bellalinda.— Gracias a vosotras, ¡oh, divinas pulgas!

El perro.— (Entre envidioso y admirado). ¿Es cierto cuanto dices, señor gato?

Zarandrajo.— ¿Acaso lo ignorabas?

Bellalinda.— ¿No escuchaste las frases del bondadoso anciano?

Zarandrajo.— (De pie y arqueando el lomo). ¡Somos grandes!

Bellalinda.— Los animales todos nos admiran y nos temen. Ayer paseamos por el arca, y el caballo nos llamó amigos, y el león compañeros; lobos y tigres temblaron ante nuestra presencia, y el zorro, astuto, nos recibió diciendo: «¡Paso a los señores gatos! ¡Paso a los portadores de las deliciosas pulgas! ¡Paso a los nobles, a los grandes, a los sagrados felinos!»

El perro.— (Muerto de envidia). ¡Dichosa suerte la vuestra! Bien pudo Noé acordarse de su noble y fiel perro.

La perra.— (Desconfiada, como buena hembra). ¿No os dañan las pulgas?

Bellalinda.— ¿Dañar? Todo lo contrario; acarician y adormecen con su cosquilleo suave, y sus leves picadas prestan mejor vista a los ojos y mayor alcance al olfato.

La perra.— ¡Felices vosotros, señores gatos!

Bellalinda.— (Afectando cierta lástima). Duéleme que no gocéis de análoga felicidad, señores perros.

El perro.— (Tristemente). ¡Ay! Noé se olvidó de nosotros.

La perra.— (Con igual tristeza). Mal nos quiso en verdad.

Bellalinda.— Mal os quiso, es cierto; pero Bellalinda, que os quiere como a hermanos, os hará participar de su dicha.

El perro.— (Maravillado). ¿Es posible?

Bellalinda.— Sí, amigos míos; acercad a nosotros vuestros cuerpos; haremos que las divinas pulgas pasen a vuestros lomos, y cuando hayáis gozado de la vista penetrante y del sutil olfato, cuando los animales todos hayan temblado ante vuestra presencia, nos devolveréis el preciado tesoro.

El perro.—(Llorando de gratitud). ¡Oh, bella gata; ahora sí que veo tu infinita grandeza!

La perra.— (Enternecida). ¡Bendita tú, oh, felina de nobles instintos!

Zarandrajo.— (Impaciente). Mano a la obra; acercaos a mí. (Los perros obedecen, y los gatos, con el auxilio de las uñas, les traspasan los picantes insectos, Bellalinda y Zarandrajo, libres ya de males, brincan, saltan y se encaraman en el alto pesebre de las Jirafas).

La jirafa.— (A Bellalinda). Quita, que tienes pulgas.

Bellalinda.— (Sofocando la risa). ¡Quiá! Se las hemos largado a los perros. (La jirafa ríe y lo cuenta al elefante; oyen el cuento la cotorra y la urraca y, entre sonrisas de burla y alegres comentarios, cunde por las cuadras del arca la noticia del timo).

El perro.— (Noblemente, en voz alta y sin ánimo de ofender). ¡Oíd, animales! Yo soy el buen perro, el portador de la deliciosas pulgas, el… (Sintiendo en las ancas un picotazo morrocotudo). ¡Cielos…! ¿Qué es esto?

La perra.— (Rascándose como una descosida). ¡Caray, caray! (Los compañeros de prisión comprimen una risotada).

El perro.— (Tragando saliva y sacando fuerzas de flaqueza). ¡Temblad, animales! Yo soy grande yo soy… (Estrepitosas risas ahogan sus palabras. Los animales todos insultan, apostrofan a los perros. Hasta la débil oveja se permite un franco y descarado pitorreo. Perra y perro, con el rabo entre piernas, se refugian, avergonzados, en el más obscuro rincón de la cuadra).

El perro.— (Con sorda rabia). ¡Se han burlado de nosotros!

La perra.— (Mordiéndose, rascándose desesperada). ¡Abusaron de nuestra nobleza y escarnecieron nuestra bondad!

El perro.— ¡Infames gatos!

La perra.— ¡Malditos sean!

El perro.— (Rechinando sus afilados dientes). ¡Júrame por el sol y por la luna que odiarás eternamente a los traidores gatos!

La perra.— ¡Juro!

El perro.— ¡Júrame que educarás a tus hijos en ese implacable odio!

La perra.— (Solemnemente). ¡Juro!

El perro.— (Con voz ahogada por la cólera). ¡Gatos, engañadores felinos, hijos del mal, hermanos de la traición…! (En la cuadra se hace un profundo silencio). ¡Gatos, espúrea raza de hipócritas malditos…! Las aguas anegarán la tierra, pero el padre sol las evaporará con sus rayos, y ese día comenzará la obra de nuestra venganza. ¡Ay de vosotros! Toda la sangre de vuestros hijos no será suficiente para lavar este ultraje. Yo juro por el alba, y por el sol, y por la luna, que le sigue de cerca, y por las estrellas, sus hermanas, que el odio de nuestras razas será eterno. (Risas, maullidos, balidos, mugidos, berridos, graznidos y telón rápido).

El sermón de las tres horas

—¿Pedimos otra ronda, compare?

—¡Compare, que la vasté a cogé!

—¿Pero es que se me nota que he bebío?

—Hombre, ahora que estasté sentao, no señó; pero en cuantito se pone usté de pie, paese que tien’usté patas e meseora.

—Güeno, pues con to y con eso, a mi me píe mi cuerpo más vino, y quieo más vino; ¿usté s’entera? Y si la cojo mejón; y si se m’antoja dormirla en mitá e la caye, mejón. Casuarmente hoy es el único día que pue uno ajumarse libre de cachos.

—En eso llevasté la rasón.

—Siempre me lo desía el pobresito e mi pare que esté en gloria: «Bardomerillo, hijo mío, pa ajumarse, no hay como er Vierne Santo; porque un día cualquiera sales a la caye con un vasito, y t’atropeya un coche o te jase porvo un atromovi; en cambio er Vierne Santo como no hay sirculasióm de na de eso, t’echas a dormí sobre los mismísimos ríeles der tranvía, y estás más seguro que en tu propio domisilio».

—Su pare d’usté era un tío mu largo.

—Probesito mió; me paese que lo estoy viendo cuando salió pa cumplí la úrtima condena. ¡Niño…! ¡Manguita…! Dile al Argarrobo que feche otra convidá pa nosotros.

—¿Será cosa que arrematemos malamente, compare?

—No s’apure usté, señó; ésta es ya la úrtima ronda; ahora mismo nos vamos d’aquí.

—Si, señó; y nos vamos ar mueye, a buscá er fresco.

—¿Ar mueye? Pero ¿no vamos a di ar sermón de las tres horas?

—Es verdá; no m’había yo acordaíto. Estasté en tó, compare, y con lo que a mí me gusta oí pedricá. Porque, mire usté, yo seré avansao, porque lo soy, ¿estamos? Pero oigo mentá la mala faena que jisieron los judíos con nuestro padre Jesús, y me se sartan las lágrimas.

—¡Como que fué una faenita pa quitarle a uno las ganas e rei en to un año…!

—¡Josú!

—¡Compare, que se estasté bebiendo mi caña!

—Usté disimule. ¡Ea! ¿Vamonos?

—¡Vámonos! ¡Niño…! Ahí queda eso.

Y Baldomero Torregorda, el Bayonetas, uno de los mejores oficiales de alpargatería de Sevilla, y Ramón Garduña, alias Rastrojo, borracho de oficio y relojero por afición, salieron del bracete y dando tumbos, de la taberna de Emiliano el Algarrobo.

—¿A qué iglesia vamos, compare?

—A la de siempre, ar Sarvaó, que es aonde jasen mejón toas las cosas.

—¿Ar Sarvaó? Compare. Acuérdesusté del año pasao; esa iglesia tíene pa nosotros mu malita pata.

—Pos a esa va el hijo de mi mare.

—¡Ea! Pos no hay más que hablá.

—¡Misté que fué un gran invento er de las iglesias! —dijo Bayonetas parándose en seco y alterando el ya inestable equilibrio de su amigo Rastrojo—. ¿Aónde entrasté, y se sienta, y hasta oye tocá una mijita e música sin costarle asté na?

—Verdá es —repuso el Rastrojo muy convencido—, y además de to eso, se codeasté con gente fina.

—Aluego disen de los curas, compare.

—Calurnias, señó; más güenos son que er pan.

—Escuche usté, compare, ¿por qué alevantasté tanto los pies al andá? ¿Vasté jasiendo gimnasia?

—Señó, lo que m’ocurre es que voy viendo escalones en tos laos. ¿Es que los hay o es mi fantesía?

—Su fantesia d’usté. ¿De cuándo acá ha habido escalones en la calle e la Sierpe? ¡Vamos! Aligere usté, que no es cosa de que nos quiten er sitio en la iglesia.

—Si, señó; pero asujéteme usté bien, porque con este bullisio e gente m’he mareao un poquiyo.

—¿Y a mi quién m’asujeta, compare de mi arma?

Penosamente, dando traspiés y casi voltejeando llegaron Ramón Garduña y Baldomero Torregorda a la iglesia del Salvador.

El templo muy débilmente iluminado, estaba atestado de fieles, y en el alto púlpito un sacerdote con voz conmovida, predicaba el sermón de Pasión.

Hubiérase podido oír el vuelo de una mosca: tal era el religioso recogimiento de los oyentes.

Rastrojo y Bayonetas entraron en la iglesia, y a codazo limpio, pisando a éste, estrujando el sombrero al de más allá y molestando a todo bicho viviente lograron colocarse en buen sitio.

—¿Sabusté que está esto una mijita oscuro, compare?

—¿Cómo quiere usté que esté, Bardomero? —repuso el Rastrojo—. ¿Como una casiya e la feria? ¿No sabe usté que está er Señó e cuerpo presente?

—¡Silencio! —dijo una voz a espaldas de Rastrojo.

—Para hablar, a la calle —añadió con cierta ira una viejecilla que sollozaba oyendo la palabra divina.

—Compare, vamos a cayarnos, porque esta gente tiene mal vino —expuso por lo bajo Bayonetas.

—Es verdá; vamos a escuchá lo que dise er cura, que pué que cuente argo nuevo.

Un instante volvió a reinar en la penumbra del templo el silencio de las grandes emociones.

El elocuente orador sagrado describía de un modo admirable y con vivísimos tonos la sublime tragedia del Calvario.

—¡Sed tengo! —decía modulando la voz y prestando a su acento la más triste de las inflexiones—. ¡¡Sed tengo!!

—¡Uyuyuy, compare! —exclamó en voz alta Bayonetas—. ¡Lo mismito que el año pasao…!

En la iglesia se produjo cierto revuelo; más de cien personas miraron con avidez hacia el sitio de donde había partido aquella irreverente exclamación.

—¡Cayese usté, compare! —suplicó en voz baja Rastrojo.

—¡Sed tengo! —continuaba el sacerdote—. Y la soldadesca, hermanos míos, acogió con risotadas de júbilo aquellas frases, reveladoras del más intenso de los dolores. ¡Sed tengo…!

—¡Na; lo mismito que el año pasao! —exclama de nuevo Bayonetas.

—¡Fuera, fuera! —zumbaron algunos fíeles.

—¡A la calle ese borracho! —dijeron otros en tono poco tranquilizador.

—Entonces —seguía el orador—, uno de aquéllos desalmados aplicó a los divinos labios del redentor una esponja empapada en hiel y vinagre.

—¡¡Lo mismito que el año pasao!! —volvió a repetir a voz en grito y en tono de chunga el tozudo borracho.

¡La que se armó entonces!

—¡A ver! ¡Un guardia! —gritaba uno.

—¡A la cárcel ese tío! —gritaba otro.

—¡Fuera, fuera! —gritaban muchos.

Interrumpió el orador su sermón y tranquilizó desde el púlpito a los que, ignorando lo que sucedía, pugnaban por salir del templo poseídos del más terrible de los pánicos.

Entretanto, y en medio de un soberano escándalo, fueron arrojados de la iglesia a empujones y a puntapiés Baldomero Torregorda y Ramón Garduña. Dos guardias de Orden público, que acudieron presurosos, se hicieron cargo de los alborotadores.

—¡Ea! Vamos p’alante —dijo uno de ellos—. Y derechitos, o saco la hoja.

—¿Ande nos llevaste, amigo? —preguntó Bayonetas.

—Presos; a la Casilla.

—¿Presos? ¿También hoy? ¡Mardita sea mi sombra…!

Y Rastrojos, imitando la voz y el tonillo de chunga de su compañero Bayonetas, exclamó, ahogado de risa:

—¡¡Uyuyuy, compare!! ¡Lo mismito que el año pasao…!

El mudo

(CUENTO)

El tío Macario, un paleto como un castillo, que había venido a Madrid para gestionar no sé qué asuntillo de escasa monta, caminaba una tarde por la calle de Peligros conduciendo bajo cada uno de sus brazos un abundantísimo haz de leña.

Como la calle de Peligros es una de las más frecuentadas, y en este Madrid de mis culpas los eternos desocupados lo mismo vagan por las aceras que por el sitio destinado a los vehículos, y así salimos, gracias a Dios, a atropello diario, nuestro buen paleto, obligado a ir con su preciosa carga por el mismísimo arroyo, sudaba tinta, temiendo unas veces atropellar a alguien, y otras ser hecho cisco por algún 40 HP, pongo por caso.

Con siete ojos, y es un decir, avanzaba el tío Macario por la populosa calleja, y a cada paso gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Cuidiao! ¡¡Cuidiao…!! ¡¡Cuidiao, que mancho!!

Y había que oír los cuidiaos del tío Macario: atolondraban; como que había sido sochantre en su pueblo, y tuvo que dejar el cargo porque, cuando cantaba, no se oia el órgano, cosa que molestaba grandemente al alcalde, que al par que alcalde era organista, y no consentía que nadie le achicase.

Los transeúntes, asustados por las estentóreas voces del tío Macario, volvían la cara llenos de pánico; mas al ver que era un inofensivo paleto el autor de tanto ruido, trocaban su temor en risa, y continuaban tranquilamente su camino, sin dejarle franco el paso y haciendo caso omiso de sus atronadoras advertencias.

—¡Re… coles! —monologaba el tío Macario—. ¡Serán tercos! Si fuera yo una caballería, ya me tratarían con más respeto. ¡Na! ¡Que no s’apartan! ¡Malhaya sea…!

Y afianzándose la carga con cierta ira, gritó con más fuerza que nunca:

—¡Cuidiao! ¡¡Cuidiao…!!

—¡Puñales! —exclamó una manola, a quien las voces del paleto habían hecho pegar el primer repullo—. ¿No tiene ustez sordina, hijo? ¡Qué barbaridad! ¡Si m’ha desecho el tímpano del bocinazo!

—Habrá que oírle cantar a este tío el vagabundo —apuntó un vendedor ambulante que ocupaba media calle con su mostrador, repleto de baratijas.

—Pues hoy está afónico, ¿verdaz? —añadió un golfo mirando al tío Macario desvergonzadamente.

El bueno del paleto, sin parar mientes en el pitorreo de que era víctima, prosiguió su lento andar, avanzando trabajosamente y gritando como un energúmeno.

Pero no obstante su buenísima voluntad, y a pesar de sus innumerables precauciones, ocurrió la desgracia.

En el trozo más estrecho de la calle, nuestro pobre hombre se hizo un taco, y por no estropear el físico a una señora que venía a su encuentro, y huyendo al mismo tiempo de un carruaje que venía tras él, sesgó su carga rápidamente, pero con tan mala fortuna, que hizo un enorme desgarrón en la flamante pañosa de un torerillo que hacía rato caminaba ante él, haciendo maldito el caso de sus voces de alarma.

Bueno, y la que armó el Sepulturero Chico al ver desgarrada su capa, fué floja. Como que tenía puestos en ella sus cinco sentidos.

—¡Ese hombre! ¡Que me asujeten a ese hombre…! —gritaba—. ¡Que me l’asujeten, mardita sea el arró, que va a sabé ese tío lo que es leña…! ¡Ay, mi capa…! ¡¡Mi capa!! ¡Le mejó capa que ha cortao Currito er Posma…!

Y entre furioso y apenado, enseñaba a los transeúntes, que procuraban aplacarle, el enorme zig-zag que la traidora astilla había marcado en el paño azul de su capa airosísima.

El tío Macario, entretanto, detenido por un guardia, renegaba para su capote de todas las capas habidas y por haber, y aunque no había desplegado sus labios, leíase en sus ojos la más profunda y sincera consternación.

—A la Comisaría —dijo el guardia, mirando amenazador al paleto.

—Eso: a la Comisaria —agregó el Sepulturero Chico muy decidido y echando a andar—. Ese tío me compra a mí una capa sueva, o pierdo yo el nombre y jasta la vergüensa que tengo.

En presencia del comisario el pobre paleto sintió que las piernas le flojeaban, y aunque dos o tres veces intentó hablar, una indecible angustia abogaba sus palabras antes de que llegaran a sus labios.

En cambio, el novillero tenía la lengua bien expedita.

—Sí, señó: ese hombre ha sío, y con la carga de este lao. Iba yo por el sentro de la caye, tan conforme, y ¡jarsa! Misté qué jechuría.

—¡Buen siete!

—¿Un siete na más? Esto es la tabla de dividí o to er sistema métrico si usté quiere. ¡Mardito sea el arró! Y con las fatiguitas que m’ha costao a mi mercarme esta prenda.

—¿Qué dice usted a todo esto? —preguntó el comisario al asustadísimo paleto—. ¿Es cierto cuanto afirma este señor?

El tío Macario tosió un poco, secó el sudor frío que bañaba su frente, y pretendió hablar; pero las palabras no llegaron a flor de sus labios; una maldita carraspera parecía atenazarlas en su garganta.

—¿No contesta usted?

El tío Macario continuó guardando silencio.

—Este hombre debe ser mudo —agregó el comisario.

—¿Que es mudo? —repuso el Sepulturero Chico apretando los dientes—. Cuarenta personas traigo yo aquí ahora mismito que certifiquen del escándalo que iba armando este tío por la caye, pegando voces.

—¿También esa? Pues, ¿qué gritaba? ¿Qué decía? —preguntó el comisario con viva curiosidad.

—Pues gritaba: ¡Cuidiao! ¡¡Cuidiao!!

—¡Re… contra! —exclamó el tío Macario, reventando de una vez—. Pues si yo gritaba cuidiao, ¿por qué no se quitó usté d’enmedio…?

Horas al sol

(CAPRICHO TRAGICÓMICO IRREPRESENTABLE).

CUADRO I

(Una llanura Inmensa, desarbolada, estéril. Un sol de Agosto calcinador, achicharrante. Una carretera angosta, polvorienta, que se pierde a lo lejos…

En el cielo, de un intenso azul, ni una nubecilla bienhechora. En el suelo, casi humeante, ni un arroyo, ni una fuente, ni siquiera un macizo de verdura.

Tiembla el aire Irisado por el fuego solar. Canta una chicharra sus monótonas estridencias. Zumba un moscardón, que vuela zigzajeando como ebrio de luz… Muy lentamente, avanza por la carretera un tosco carro, arrastrado en reata por una mula famélica y una borriquilla de lomo huesudo y ojos lacrimosos.

Atada en corto a la trasera del carro, una perra grisosa, delgaducha y enteca, camina pesarosa, cabizbaja.

Dentro del vehículo, el carretero duerme. Junto al carretero y echado sobre unos sacos vacíos, un cachorrillo de muy pocos días asoma su cabezota inexpresiva y mira con ojos lánguidos, unas veces al lejano horizonte y otras a la perra grisosa, su madre).

La mula.— (Levantando la cabeza, entreabriendo los ojos y resoplando débilmente). ¡Qué tardecita, Lucera!

La burra.— (Sacudiéndose las moscas). No me hables. Y menos mal que vamos de vacío.

La mula.— (Por el carretero). ¿Duerme aún el tirano?

La burra.— De seguro: ¿cómo íbamos si no a caminar tan despacio? ¡Bueno es él! Aun viéndonos morir nos obligaría a acelerar la marcha. ¡Es un déspota!

La mula.— Como todos los hombres.

La burra.— Como todos, no. A mi padre, que vivió en grandes ciudades, le oí decir que existían hombres buenos para con nosotros. Cien veces me repitió: «Hija mía, cuando veas a unos hombres que conducen coches y carros sin que animal alguno tire de ellos, humíllate y respétalos: son nuestros redentores. Tanto nos aman, que por imitamos cubren sus rostros con orejas como las nuestras; remedan al mono durante el verano, y en invierno se visten con pieles de osos y cifran su orgullo en asemejarse a dicho animal».

La mula.— (Incrédula como otras muchas mulas). ¡Es raro!… Jamás vi a esos hombres. ¿No te engañaría tu padre?

La burra.— (Gravemente). No; mi padre dijo siempre la verdad; por eso fué un gran burro.

El cachorro.— (Estirándose, bostezando y alargando la cabeza hasta asomarla fuera del carro). ¡Madre!

La perra.— (Mirándole amorosamente).¿Qué?…

El cachorro.— Ven, sube: tengo hambre.

La perra.— (Tristemente). No puedo, hijo mío; estoy atada. ¡Qué dolor!

El cachorro.— (Poniéndose de pie, tras un gran esfuerzo, y tambaleándose). Yo iré entonces a ti.

La perra.— (Horrorizada). ¡No!

El cachorro.— (Ingenuo). ¡Puedo muy bien!

La perra.— ¡No, no te muevas, por Dios!

El cachorro.— (Mirándola con ojos de codicia). ¡Si tengo hambre, madre mía! ¿Por qué no quieres que baje?

La perra.— (Angustiadísima). Porque te harías daño al caer porque aún no sabes andar y no podrías seguimos. Porque te quedarías en el camino, abandonado y solo, mientras el carro, más fuerte que yo, me arrastraría lejos de ti… ¡Calla; tiéndete; duerme, hijo mío, duerme!

El cachorro.— (Asomando aún más su cuerpo). ¡Tengo hambre!

La perra.— (Aterrada). ¡Vete!… ¡¡Quítate!!… (Un profundo bache hace oscilar el carro, píerde el cachorro su torpe equilibrio y cae a la carretera).

El cachorro.— (Muy contento). ¿Ves? No me he lastimado.

La perra.— (Clavando sus patas en el suelo, como pretendiendo con tan débil esfuerzo detener la marcha del vehículo). ¡Ven! ¡Acércate a mí! ¡Pronto! ¡Qué yo pueda apresarte con mis dientes!…

El cachorro.— (Pugnando por levantarse). ¡Sí, espera!

La perra.— (Como antes haciendo un esfuerzo inverosímil; sintiendo que el cordel que la sujeta, la hiere, la ahoga). ¡¡Ven!!

El cachorro.— (Sollozando). ¡No puedo! (Al ver que el carro se aleja arrastrando el cuerpo casi exánime de su madre). ¡Madre! ¡Madre mía, no me dejes aquí!

La perra.— (Gritando con suprema angustia). ¡Lucera, por tus hijos, para!

La burra.— ¿Eh? ¿Qué te ocurre?

La perra.— ¡Mi cachorro!… ¡Se ha caído!… ¡No puede andar!…

La burra.— (A la mula). Aguarda, tú.

La mula.— ¡Eso! Para que el tirano despierte y nos muela a palos: estás tú fresca.

La perra.— ¡Por favor!

La burra.— (A la mula). ¡Para, te digo!

La mula.— (Terquísima). ¡Que no!

La burra.— ¡Es su hijo!

La mula.— ¿Y a mi qué? No haberlo tenido.

La burra.— (Indignada). ¡Qué sabes tú de hijos ni de amores, raza estéril, maldita! ¡Para, o te destrozo a coces el pecho!

La mula.— (Deteniéndose ante la amenaza). Sea; puedes ahora más que yo y me obligas a hacer tu voluntad; pero ¡ay de ti, si el tirano me pega! yo seré entonces la que deshaga a coces tu pecho.

La perra.— (Al cachorrillo, que muy poco a poco se acerca tambaleándose). ¡Ven, hijo mío, ven, no descanses; aquí a mi lado descansarás!

El cachorro.— (Muy contento de nuevo). Sí, madre; mira qué bien ando.

La mula.— (Entre dientes). Veremos lo que nos cuesta esta bromita.

La burra.— No temas, el hombre al ver al cachorro en el suelo, comprenderá el motivo de nuestra parada.

La mula.— ¡Qué ha de comprender siendo hombre!

La burra.— Entonces yo sesgaré cuanto pueda y me cruzaré en el camino para hacerle ver que soy la única culpable.

La mula.— (Más conforme). Eso ya es otra cosa. (La burra, sesga, cruza, casi se vuelve, y ve cómo el cachorrillo llega, ¡por fin!, al lado de su madre, y ve cómo ésta se tumba en el suelo y le acaricia y le muerde y le atrae hacia sí y le ofrece sus ubres repletas).

La burra.— (Conmovida, recordando dolores y alegrías pasadas). ¡Los hijos! (De sus ojos apagados brotan lágrimas. Una mosca aviesa se posa en ellas. Pausa).

La mula.— (Cabeceando y haciendo sonar con estrépito los cascabeles de su collarón). ¿Pero es que vamos a pasamos aquí la vida?

El hombre.— (Despertando e incorporándose, extrañado). ¿Qué es esto? (Empuñando la vara). ¡Lucera!

La mula.— (Para su capote). ¡Ahora verás!

La burra.— (Sin moverse). Sea lo que Dios quiera.

El hombre.— ¡Burra! (Se apea del carro: al apearse ve al cachorrillo que, harto ya, juguetea con su madre). ¡Este animal!… ¡A pique de haberse matado!… (Coge al cachorro y lo arroja dentro del carro. La perra, agradecida, pretende saltar a él y acariciarle; la Burra, satisfecha, vuelve dócilmente a la reata. El carro rueda nuevamente).

La burra.— (A la mula). Ha visto al cachorrillo en el suelo; debe habernos comprendido.

El hombre.— (Descargando sobre el huesudo lomo de Lucera dos varazos terribles). ¡¡Burra!! ¿Te vas a parar en pleno camino con este sol? (La burra arquea su cuerpo y resopla de dolor. La mula sonríe. La perra baja la cabeza contristada). ¿Será floja? ¡Al fin y al cabo burra!

La burra.— (Sintiendo más que el dolor la injusticia del castigo). ¡Al fin y al cabo, hombre!

(Avanza el carro trepidando, crujiendo. El carretero, sentado en uno de los varales, fuma y canturrea; piensa la mula en el codiciado pesebre; la buena burra añora tristemente las caricias de un ruchillo lucero como ella, que unos hombres sin corazón le arrebataron para siempre, y un moscardón que zumba, vuela zigzajeando, como ebrio de luz).

CUADRO II

(Una cuadra obscura junto a un corral muy claro. En la cuadra, la mula y la burra comen en pesebres vecinos. En el corral, unos chicuelos sucios y haraposos acarician y besuquean al cachorrillo. Echada al pie de la burra, la perra grisosa mira con amor al corral y lame de vez en vez las patas de Lucera. La burra deja de comer un instante y contempla con satisfacción a la pobre madre agradecida. La mula, la estéril mula, la privada por la Naturaleza del más puro de los goces, aprovecha el momento para meter su hocico en el pesebre de Lucera y robarle unos granzones…)

El panzaso

(CUENTO ANDALUZ)

Una obscura noche de Enero caminaban por la calle de los Reyes Católicos, en dirección al barrio de Triana, dos borrachos muy conocidos en Sevilla; el señor Curro Chispa y su compadre Teodomiro Perea (a) el Jaulero.

Nuestros dos curdelas, que solían tener lo que se llama buen vino, pues la borrachera les daba siempre por ensalzar cuanto de bello y admirable encierra Sevilla, marchaban muy agarraditos del brazo, para prestarse mutuo apoyo, haciendo eses, dando cada tropezón como una casa, pero sin dejar ni un solo instante de machacar sobre el tema acostumbrado.

—Dígame usté, compadre Todomiro, si hay un síelo como er sielo de Seviya.

—¡Qué ha de habé, hombre, qué ha de habé! To er que ha leío dise que de día es aquí er so más grande, y de noche hay en Seviya onse estreyas más que en ningún lao.

—Onse estreyas y cuatro luceros, compadre.

—Me s’habian orvidao los luseros, seño Curro; usté disimule.

—Como que aqui ha venido gente hasta de la China y s’han queao tos con la boca abierta. Ya usté ve, Pilato se jiso aqui una casa na más que pa pasá los tres dias de feria. Ahi está la casa pa er que quiea verla.

—¡Es mucha Seviya! ¿Miste que la Catedrá? ¿Pos y la Girarda? ¿Tiene argún mérito esa torre?

—Caye usté, compadre: hasta ahí llegó to. ¡Miste que una torre que hase bailá a to er que la mira!

—¿Qué estasté disiendo, seño Curro?… ¿Que jase bailá?

—Usté no ha arreparao que to er que pasa por debajo y mira p’arriba por ve lo artísima que es, jase asin y hecha pa atrás la cabeza y arquea los brazos y saca la barriga como pa bailarse un kakeval.

—Compadre, no lo arcione usté, que nos vamos a caé los dos.

—Y sobre to, señó —dijo Curro Chispa subiendo la rampa del puente de Triana—. Sobre to, este río, que es el río más ancho der mundo.

—Hombre, no hay que colarse, compadre: ancho e, pero eso de que sea er más ancho, me parese a mí una mijita desajerao. En América hay un rio que disen que pa atravesarlo se embarca usté en Nochegüena y llegaste a la otra banda el día del Corpus.

Compadre, asté l’han tomao er pelo. Leasté la Jografía y verasté como er rio más ancho der mundo es er Guadarquiví. Y si no, veasté lo larguito que es er puente.

—Es que to er puente no da sobre er rio, señó Curro: mirusté p’abajo y vea usté que este pedaso der puente da sobre er mueye.

—¿Sobre er mueye? —replicó el señor Curro asomándose—; sobre el rio, compadre, y me hago con usté una apuesta.

—Pero, señó, ¿no estasté viendo los adoquines?

—¡Vamos, hombre, usté está bebío! ¡Eso es agua!

—¡Que son adoquines, señó Curro! ¡Por mi salú!

—Ea, pos ahora mismito lo vamos a ve.

—¿Qué vasté a hasé, compadre?

—¡Tirarme!

—Señó Curro, que se vasté a jorobá.

—Sé yo nadá mejor que una mojarra.

—Pero ¿qué vasté a nadá sobre er mueye, compadre?

—Sobre er mueye ¿eh? Asómese usté, que con la fuersa que voy a tirarme lo voy asté a sarpicá.

Y sin escuchar las atinadas observaciones de el Jaulero, el señor Curro se encaramó en el ancho pretil del puente y… ¡cataplúm!… se arrojó al vacío, cayendo panza abajo, como un rano, sobre los duros adoquines del muelle.

—¡Compadre! —preguntó con chunga Teodomiro al oir el panzaso—. ¿Es el rio?

—Si, señó —contestó como pudo el señor Curro, sin querer dar su brazo a torcer—. Es el río, pero si se vasté a tirar, tírese usté con cudiao, porque… hay mu poquita agua.

La pesca milagrosa

Pedro Macías, el patrón de la Mariposa, la barca que se mecía más gallardamente en el trozo de mar que baña las playas del Puerto de Santa María, era lo que se llama un hombre de malísima estrella.

Era viejo y pobre, dos grandes desgracias; se llamaba Pedro, desgracia también de mayor cuantía, y, por si esto era poco, dieron en llamarle Garabato, y por Garabato llegó a conocerle todo el mundo.

No le petaba el mote en cuanto a lo físico, porque el bueno de Macías era fornido y casi atlético; pero sí le venía como anillo al dedo en cuanto a lo que de condición moral pueda tener eso que llamamos factor suerte, pues nada hizo ni nada emprendió el pobre hombre durante el transcurso de su vida que a la postre no le resultara un verdadero garabato.

Diariamente salía de pesca, y mientras los demás compañeros de oficio llenaban sus barcas de doradas mojarras y plateados boquerones, el malaventurado patrón de la Mariposa cogía en el amplio copo de su red hasta una docena de lenguadillas tísicas y algún que otro calamar churretoso y desmirriado.

Y era lo más notable del caso que Garabato no achacaba nunca a su mala fortuna los reveses que le deparaba el destino, sino que, por el contrario, pretendía siempre justificarlos con razones más o menos verosímiles y convincentes. Unas veces era que el delfín o la palometa, peces gordos merodeadores de las aguas costeras, hablan ahuyentado con su voracidad a los peces pequeños. Otras, que el aguaje excesivamente claro hacia que las astutas lisas y las pulidas bailas vieran el copo y escaparan por la tangente, y otras, en fin, que algún mala lengua se había dignado nombrar al zorro, palabra que entre los supersticiosos pescadores es venero de maleficios y desventuras, y no era posible por tal causa pescar ni siquiera un mal catarro.

Acompañaban a Garabato en las faenas de la pesca ocho o diez marineros aún más viejos que él, y esta semejanza de edades estaba muy claramente justificada, porque el muy tuno no abonaba a sus hombres un jornal fijo, sino que les pagaba en relación con las utilidades que se obtenían, y como de ordinario eran éstas tan ridículamente escasas, la gente joven buscaba empresas de mayores lucros, y únicamente los ya casi inutilizados por los achaques o por los años se prestaban a completar la tripulación de la Mariposa.

Y hasta los viejos estaban ya cansados de la mala estrella del Garabato; tan cansados, que Polonio, el más decidor de todos ellos, jugándose el poco pan que ganaba, afrontó la cuestión una mañana y dijo a Garabato, con su hablar pausado de siempre:

—No le des güertas, Pedro; es mala pata que te persigue; no ties tú suerte pa echa la re; aonde la echas, parese como que ha habío un caso de tifus, porque ni en seis millas a la reonda se ve una mardesía mojarra. Es que en esto de la ma hay que tené suerte y puntería, porque si calas la re aonde no hay na que pescá, es lo mesmo que si te sientas aonde no hay asiento, que te pegas un jardaso que te jases porvo el… el amor propio.

—No es mala sombra, Polonio; es que la ma está vacía; que esos condenaos vapores e pesca han acabao con to er pescao, ¿no te acuerdas tú de enantes?

—¿Qué me vas tú a contá a mí de enantes? ¡Si sabré yo…! Enantes —repuso Polonio en uno de los graciosos arranques que le habían hecho obtener cierta celebridad— ni siquiera había que embarcarse pa pescá; estaba uno en su cama muy tranquilamente y, de pronto, tan, tan, dos ardabonasos. «¿Quién es?» «Un salmonete», y no tenía uno más que alevantarse, abrir la puerta y echarlo en el capacho.

—Vamos, Polonio, que estoy hablando en serio y con las tripas mu negras —contestó Garabato frunciendo aún más su ya arrugado entrecejo.

—Pero ¿crees tú que me chungueo? Lo que te he dicho es una comparanza y un suponé, y lo que ahora voy a decírte es otro suponé que no debes de echá en saco roto.

—Di lo que sea.

—Pues que si tú quieres variá de fortuna y conseguí que sarte pa tos una güena ventolera, debes de contratá hoy mismo a jorná fijo a Chanito er de los Rizos, porque es cosa más que sabía que re que echa Chanito, re que pesca hasta reventa el copo.

—¿Es verdá lo que dices, Polonio? ¡Pero si ese niño es más tonto que la yerbagüena!

—Pero tie suerte, que es lo que a ti te farta con toa tu sabiduría.

—¿Será posible?

—Aonde él cala la re, párese que nace er pescao.

—¿Tendrá argún misterio ese niño en la vista?

—Qué sé yo; él cuenta una teoría mu complicá y dice que por mo de la teoría sabe cosas que no se nos arcansan a los demás; pero sea lo que sea, la cuestión es que no marra.

—Pues Chanito er de los rizos viene con nosotros a pescá esta tarde, Polonio; mialas —contestó Garabato juntando sus manos y jurando alegremente.

—Pos refuerza los capachos, porque vas a jartarte de pescao.

Y, en efecto, buscó Garabato a Chanito; le convenció mediante la promesa de un jornal casi triple del que ganaba a diario, y aquella tarde los ocho o diez viejos y el de los Rizos embarcaron en la Mariposa y remando a compás se alejaron tranquilamente de la orilla.

—¿Aónde quieres que vayamos, Chano? —preguntó Garabato casi resplandeciente de alegria.

—Allá abajo; a la punta del castillo; en el claro e las piedras; aonde está ese barco que se perdió días pasaos, cuando la turbioná —repuso gravemente el pinturero de Chanito hablando ex cáthedra.

—¿Crees tú que habrá alli argo?

—¿Algo? Va usté a ve ca corvina como la quilla de esta barca.

—¿Cómo lo sabes tú, niño? —preguntó uno de los viejos pescadores.

—Suerte que tiene —argüyó otro.

—Deje usté la suerte a un lao, señó —respondió con acritud Chanito—. Lo sé porque lo sé… porque yo pertenezco a una serta, y sé una toria que er que la sabe pue viví sin cudiao.

—¿Y qué toria es esa? ¿Pue saberse, Chanito? —interrogó Garabato.

—Si, señó; ¿han oido ustedes habla de la mentensicosis? Pues ahí duele.

Los tripulantes de la Mariposa quedaron boquiabiertos.

—La mentensicosis —continuó Chanito—, una palabrita que me ha costao sudores er decirla de corrió.

—¿Y qué es eso, niño?

—Er nombre de la toría. ¿No han oído ustedes decí que las armas no mueren? Güeno, pues es verdá; ni mueren las armas de las personas ni las de los animales, ¿estamos?, y como no mueren, lo que jasen es ir de un cuerpo a otro y sin escogé vivienda; es decí, que lo mesmo se mete en er cuerpo de un calamá el arma que fué de una persona, que en el cuerpo de una persona el arma de un boquerón, pongo por caso. ¿Está esto claro como la luz? Güeno; pues a mí lo que me pasa es que tengo dentro de mi cuerpo el arma de un besugo, porque José Antonio, er barbero, que es er que a mi m’ha enseñao toas estas torias, me lo ha dicho siempre: «Chanito, tu arma es de besugo», y por eso yo sé más que nadie de las cosas que pasan debajo del agua; porque lo sé por reflejo, como dice José Antonio, y yo digo en aquer sitio hay una punta e pescao; y se echa la re y se coge lo que yo digo; porque lo sé, porque lo veo sin verlo, porque yo soy lo que soy, y porque la mentensicosis es más verdá que usté y que yo y que tos los presentes.

—¿Sabes tú que es enreao to lo que acabas de contá? —dijo Polonio.

—¿Enredao? Pues ahora mesmo vamos a ve si es mentira; ahí está ya el barco perdió, a su verita vamos a echa er primer lance, y si no sacamos en er copo un par de corvinas de las güeñas, me corto los dos risos e la frente, que es lo mesmo que cortarme er mote que tengo.

—Ea, pues mano a la obra —dijo Garabato en el más animado de los tonos—. Arrimá a la orilla pa que Polonio sarte a tierra con uno de los cabos.

—Sí, señó —agregó Chanito—, y va usté a reírse ahora mesmito de eso que cuentan de la pesca milagrosa.

Saltó Polonio a tierra, conduciendo uno de los extremos de la cuerda a la que se une la red, y la Mariposa volvió a separarse suavemente de la orilla, bogando mar adentro.

A corta distancia veíase el mástil de un pequeño buque que dias antes había encallado, casi deshaciéndose, en las rocas de un peligroso bajo allí existente, y junto al mástil y en una gran barcaza, unos hombres se ocupaban del salvamento de las mercaderias que el buque transportaba.

Hasta muy cerca del mástil llegó perpendicularmente la Mariposa soltando cuerda; oblicuó entonces y, colocándose paralelamente a la orilla, bogó con lentitud, mientras Chanito, ceremoniosamente, echaba al mar la tupida red.

Regresó la barca a la orilla conduciendo el otro extremo de la cuerda, y los viejos y Chanito, distribuidos convenientemente, comenzaron a tirar de las gruesas maromas del boliche.

—¿Sabes tú que pesa, niño? —dijo Garabato mientras secaba el copioso sudor que bañaba su rugosa frente.

—¿Me lo va usté a desi a mí, que estoy doblao de jalá? Pesa la re como si viniera cargá de malas consensias.

—Escucha: ¿qué le pasa a los tíos aquellos de la barcaza? Parece que nos están jaciendo señas.

—Habrán visto que viene er copo cuajaito de corvinas —contestó el de los Rizos.

—Dios te oiga, Chanito.

—Jale usté, señó Garabato, que hablando no se jase na, y aquella banda nos está tomando la delantera.

Y con más ahinco y animándose mutuamente con gritos y con frases grotescas, los de uno y otro lado tiraban de las húmedas cuerdas con ardor entusiasta.

La red se acercaba muy pausadamente a la orilla; su hilera de pequeñas boyas se distinguía ya con perfecta claridad, y Garabato, radiante de júbilo, vio cómo a su paso burbujeaban las aguas.

—¡Josú! —exclamó Chanito—. ¿Ha diquelao usté?

—¿Qué es eso, Chanito?

—Pues eso es que tiene más de cuarenta kilos la corvina que hemos atrapao. ¡Vaya un coletazo!

—¡Duro, muchachos, que ya está ahí! —gritó Garabato recordando sus buenos tiempos.

—Duro —repitieron todos jaleándose.

Y unos segundos después las primeras mallas del boliche llegaban a la orilla.

—¡A tierra el copo! —dijo triunfalmente Garabato.

—De prisa, que viene rompío y pue escaparse lo que trae —añadió Polonio.

Y tras inauditos esfuerzos llegó el copo a tierra, y Garabato, con ojos de estupefacción, vio que en el fondo del mismo había algo informe que se agitaba furiosamente revolviéndose entre las algas; pero no era la apetecida corvina de escamas de plata, no; era un buzo.

Tan cerca del barco perdido habla echado la red Chanito el de los Rizos, que el pobre hombre que buceaba tranquilamente, habla sido envuelto por el copo y arrastrado, quieras que no, a la orilla.

¡Así gritaban los de la barcaza!

—¿Es ésta tu pesca milagrosa, mardesío? ¿Esta es la corvina de cuarenta kilos que venía en er copo, sinvergonsón? —exclamó Garabato.

—Es que yo…

—Tú lo que eres es un infundioso mu grande, y esa toría de la pentecosté o como se llame, es otro infundio, ¿te enteras?

—¡Cómo! ¿Pero ese patoso ha tenido la culpa de esa esaborición? —inquirió el buzo, libre ya de amarrijos—. Pues toma…

Y levantando su enorme manopla, dio a Chanito el de los Rizos la bofetada más grande que vieron los nacidos. Rodó por la arena el pobre mozo, pero incorporándose ligero, huyó playa abajo, sujetándose la mejilla dolorida.

Y entretanto que el belicoso buzo continuaba sus protestas y los de la barcaza, ya en tierra, armaban la primer bronca al desventurado Garabato, Chanito, siempre corriendo, decía para su Capote.

—¡Chavó y qué guanta m’ha dao! Ahora sí que creo yo en firme en la mentensicosi, porque el hombre que es capá de dar una gofetá de este calibre, debe de tené dentro de su cuerpo el arma de un mulo.

Rafaelillo sin miedo

(CUENTO ANDALUZ)

Aconteció lo que voy a relatar allá por los años de Maricastaña, cuando la pintoresca sierra cordobesa era patrimonio casi exclusivo de la bandolería andante, y teatro, por ende, de aquellas escenas mitad canallescas, mitad románticas, que más tarde inmortalizó nuestra musa popular en esos romances de a cero cinco el ejemplar, con orla negra y caprichosos fotograbados.

Era peligroso en aquel entonces pasear por las afueras de Córdoba, peligrosísimo el aventurarse a subir hasta las Ermitas, y una temeridad rayana en locura, el hacer excursiones por aquellos montes de Dios, o el aproximarse a la sombría cuesta de la Traición, callejón tortuoso y endemoniado, donde a buen decir tenían establecido su cuartel general aquellos Amadises de manta, trabuco, redondo calañes y ásperas patillas.

Tan arriesgadas eran estas excursiones, que muchos extranjeros, que después de admirar a la Córdoba monumental quisieron admirar también la exuberante vegetación de aquella sierra, en la que hasta las piedras dan flores, regresaron a la ciudad mohínos y cabizbajos, sin otra indumentaria que el traje paradisiaco que la experta mano del Sumo Hacedor confeccionó al panoli del primer hombre.

Así estaban las cosas, cuando una mañana apareció a la puerta de una casucha de la calle de Gondomar un cartelón de no escaso tamaño, que contenía el letrero siguiente:

RAFAE SIN MIEDO

HINTERPRETE I CICERÓN DE LA CATEDRAL

Sa compaña ha las Hermitas oaonde sea menester sinaprensión denguna.

Mister Pilhy, un pintorcete Inglés que llevaba varios meses en Córdoba estudiando las costumbres andaluzas, y que deseaba a todo trance encontrar un hombre animoso que le acompañara a merodear por la sierra para ver de cerca a los decantados bandoleros, saltó de alegría al descifrar el intrincado anuncio, y acto seguido, con toda clase de respetos, hizo pasar su tarjeta al valiente Rafaelillo.

Era este un mocetón no muy alto, pero musculoso y fornido; vestía con pulcritud el traje de la época, y en su cabeza altanera y gallarda rivalizaban en brillosa negrura los rasgados ojos, la cuadrada patilla y el reluciente calañés.

—¿Es usted el valiente? —preguntó mister Pilhy a Rafaelillo.

—Zi, zeñó, don… don Pilili —repuso el pinturero cordobés, leyendo y traduciendo a su antojo el apellido de mister Pilhy.

—¿Y usted se compromete a acompañarme a lo más intrincado de la sierra?

—Un servidó d’osté lo acompaña jasta er fin der mundo, sin temerle a nadie, ¿osté z’entera? N’ha nasío entavia el hombre que jaga temblá al hijo de mi mare, ¿se vasté enterando? Y esto se prueba en cuantito que a osté le dé la gana.

—Pues ahora mismo —añadió el inglés.

—¿Ahora mismo? —repitió Rafaelillo dando un paso atrás y clavando sus ojazos en los de mister Pilhy, como dudando de aquella inusitada prontitud—. ¿Y qué tengo que jasé pa demostrarle asté que no he conosío er miedo en mi arrastrá vida?

—Venir conmigo a pasear un rato por las afueras.

—Po ya estamos andando.

—Usted irá delante.

—Zi, zeñó.

—Pero no ha de volver la cara ni una sola vez.

—No, zéñó.

—Porque si la vuelve, será confesar que siente miedo.

—Ya pué jundirse to Córdoba sin que yo mire, ni tan siquiera de reojo.

—¡Ea! Pues vamos.

—¿Pa onde tiro?

—Para donde usted quiera.

Y Rafaelillo, un tanto preocupado, pero contoneándose más que nunca, echa a andar con dirección al campo, seguido del grave y estirado míster Pilhy.

A medida que se alejaban de la población aumentaban las cavilaciones del cordobés.

—¿Estará loco este tío? —pensaba—. ¿Querrá llevarme a la fuente e la Baja, sin una mala jerramienta ensima, pa que nos jagan cachitos de un trabucaso?

Caminaba abismado en esas reflexiones, cuando sonó a sus espaldas el estampido de una detonación y una silbante bala arrancó de su flamante marsellés un trozo de codera.

—¡Me jago tiestos…! —exclamó Rafaelillo palideciendo y llevándose ambas manos al estómago, como si este, y no la codera del marsellés, hubiera sufrido las consecuencias del disparo—. ¿Ze l’habrá escapao er tiro a ese gachó, o lo habrá jecho pa probarme? ¡Mardita sea la yesca! ¡Por er canto de un deo no m’ha jecho harina! No; por si ha sío probatura, ze quea con las ganas; por yo no güervo la cara ni pa pedí una tasita e manzanilla, y eso que me está jasiendo michísima farta.

Y apretándose aún más el estomago y sudando copiosamente, más que por el calor de primavera, por el desasosiego de su espíritu y por cierto malestar que atormentaba su cuerpo, continuó Rafaelillo su paseo con andar inseguro.

Ni seis metros llevaría, cuando escuchó una nueva detonación y sintió que otra bala le atravesaba nada menos que el calañés.

—¡San Rafaé bendito! —exclamó loco de terror— ¡Que me jazen sisco!

Y aunque tuvo intenciones de correr y hasta de pedir auxilio, se contuvo y ni aun siquiera ladeó la cabeza.

—¡Basta! —dijo mister Pilhy deteniéndose—. Está usted probado.

—¡Gracias a Dios! —pensó Rafaelillo, volviendo la cara y pugnando por sonreir, sin que le saliera la sonrisa.

—Es usted un valiente y desde ahora le tomo a mi servicio; usted me acompañará en cuantas excursiones realice.

—Con mucho gusto, zi, zeñó; pero no ha de jasé osté locuras, porque, la verdá, la faenita que ha jecho osté conmigo no es muy de cuerdo.

Y miraba con tristeza su marsellés roto y su calañés agujereado.

—¡Bah! No se apure por tales pequeñeces, esos detalles corren de mi cuenta —repuso el Inglés—. Tome usted estas dos libras para que se compre un marsellés; y esta otra para que adquiera un nuevo sombrero —y colocó sobre la abierta mano de Rafaelillo tres señoras libras esterlinas—. Yo sé hacer justicia y lo que deterioro lo pago.

—Pos entonces…

—¿Qué?

—Va osté a tené que echá otra librilla, don Pilili.

—¿Para qué?

—Pa… pa mercarme otros carsonsillos blancos.

Mientras la nieve cae

(ENTREMÉS RELÁMPAGO)

(La calle de Alcalá, en el trozo que ocupa el sombrío ministerio de Hacienda. En el amplio umbral de uno de sus severos pórticos, tres golfillos haraposos, Chirolo, Purgatorio y Granizo, se guarecen de la nieve que cae en abundancia. Es una noche fría de Diciembre; son más de las doce, y escasos viandantes rompen con sus negras siluetas la semiblanca sudarica del cuadro. Los tres golfos, hartos de vocear infructuosamente los diarios de la noche, charlan y ríen entre bostezos de hambre y tiritones de frio).

Chirolo.— (Apurando con deleite la desmadrada punta de un cigarrillo tísico). Pues otro tanto me sucedió a mi; el primer día tuvieron que llevarme cuasi a rastras; pero en cuanto yo vi lo que era la escuela, me dije: «Chirolo, has encontrao tu sitio»

Granizo.— (Chicuelo de carilla simpática, de ojos grandes, expresivos, casi soñadores). Escucha, ninchi, y ¿sus enseñan muchas cosas?

Chirolo.— ¡Anda! Un porción de ellas, y a cual más bonitas. Ahora estamos liaos con eso de la Historia Consagrada, y que te diga éste; trae ca chascarrillo que tira de espaldas.

Granizo.— (Incrédulo). ¡Quita d’ahí! ¿Mia tú que chascarrillos?

Chirolo.— (A Purgatorio). ¡Anda la osa! No lo cree, tú.

Purgatorio.— (Despectivo). ¡Déjale!

Granizo.— Pero ¿es de veras?

Chirolo.— Y tan de veras; como que ya pues reírte de un taco de almanaques, y hasta del Gedeón inclusive. (A Purgatorio). ¡Mía tú que eso del Goliato…!

Purgatorio.— (Riendo). ¡Gachó, y qué tío!

Granizo.— (Muerto de curiosidad). ¿Quién era el Goliato, tú?

Chirolo.— Pues un gigantón, que pa mí que hacía de chulo entre los irraelitas, y que fué un día, y porque sí, desafió a to Cristo.

Granizo.— ¿No sería cuestión de faldas?

Purgatorio.— ¡Mal vino que tendría!

Granizo.— ¿Y en qué paró la cosa?

Chirolo.— En que al pronto el que más y el que menos sintió el corazón arrugao y dijo que magras; pero saltó a los medios un chavea, a quien llamaban el David, que luego resultó que era na menos que el gachó del arpa, y fué y lo citó en corto, y le arreó una clase de pedrá que ni el exantemático.

Granizo.— (Boquiabierto). ¿Lo mató?

Purgatorio.— Categóricamente.

Granizo.— ¡Vaya un cañas! ¡Ni el Machuco!

Purgatorio.— (A Chirolo). Ninchi, cuéntale a éste el sucedido de las siete vacas y las siete espigas, que también tie lo suyo.

Granizo.— ¿Como fué, Chirolo?

Chirolo.— Pues na, que dicen que nacieron siete espigas de trigo que parecía así… como siete cipreses.

Granizo.— ¡Sopla!

Chirolo.— Cómo serian de gordas que en vez de granos echaron siete vacas de leche, éticas las siete.

Granizo.— (Escamado). ¿Hay coleme?

Chirolo.— ¡Hay narices! Lo que te estoy contando es el propio Evangelio en extracto.

Granizo.— No he dicho na.

Purgatorio.— Prosigue, Chirolillo, que me deleita el sucedido en cuestión.

Chirolo.— (Amoscado aún). ¡Es que…!

Purgatorio.— ¡Vamos, hombre!

Chirolo.— Pues na, que las vacas de referencia se comieron a las espigas, lo cual que no me choca, y…

Granizo.— (Interrumpiéndole). ¡Reventaron!

Chirolo.— Natural, y al reventar, fué y despertó San José, no San José el padre de Dios, es decir, no el Dios Padre, sino otro San José que hubo años atrás que era sonámbulo y que estuvo en chirona por no sé qué lio con la socia de su juez.

Purgatorio.— (Entusiasmado). ¡Gachó! Mia que tíes memoria. Lo has relatao con las mismas palabras del libro.

Chirolo.— (Afectando modestia). Es que hay cosas que se le adhieren a uno.

Purgatorio.— En cambio, yo, ¡recoles!, soy más cerrao que bolsillo de rico. Toa la mañana he querido acordarme de nombre de aquel anacoreta que se lo tragó un pescao y luego lo echó por el lomo, y como si na. ¡Maldita sea! ¡Tengo yo un cerebelo pa eso de los apellidos…! ¿Te acuerdas tú de su nombre po un casual?

Chirolo.— ¿Era Hilofernes?

Purgatorio.— No me suena.

Granizo.— (Por decir algo y no hacer mal papel). Mira a ver no fuera Pilatos.

Purgatorio.— ¡Vamos, hombre! (Amagándole un revés). Te daba así… Lo que tendrá que ver Pilatos con el profeta buzo de referencia.

Chirolo.— (Haciendo memoria). Yo me acuerdo de que tenía un nombre… así como de parche.

Purgatorio.— ¿No era algo de Jonjana…?

Chirolo.— (Muy contento casi gritando). ¡Ya! ¡Ya está! ¡¡Jonata!!

Purgatorio.— ¡Ele! ¡Jonata!

Granizo.— Sí que es un apellido que se las trae. ¿Y dices que se lo tragó un pescado?

Chirolo.— Como lo oyes.

Granizo.— (Estupefacto). ¿Vivo?

Purgatorio.— Y tan vivo; como que lo tuvo domiciliao en el buche más de una quincena.

Granizo.— ¡Rediez y qué tufo! ¿Y cómo se las arreglaría el hombre para comer, tú?

Purgatorio.— (Con chunga). ¡Mia éste…! Pescaría con caña. (Ríen).

Granizo.— (Amoscadisimo). ¿Se puede saber quién sus cuenta todas esas misceláneas?

Chirolo.— Un cura.

Granizo.— Pues pa mi que ese cura es un chulón muy grande; rediez y cómo te cuela.

Purgatorio.— ¿Crees tú…?

Granizo.— ¡Pa chasco!

Purgatorio.— (En serio). La verdad es que nos enseña cosas que parecen mismamente del Alrededor del Mundo. ¡Mecachis! Mia tú que eso del diluvio universal tie miga. A mí que no me digan que el Noé fué un ser correzto; eso de dejar que fallecieran las personas por salvar un puñado de animales, no está bien.

Chirolo.— Y los animales que salvó, ¡corcho!

Purgatorio.— ¡Vamos, hombre! Tienes pero que mucha razón. ¿Mia tú que conservar ciertas alimañas al lao de la familia?

Granizo.— Y ¿qué sus están enseñando estos días?

Chirolo.— La fábula del Hijo Prodigio.

Purgatorio.— Pródigo, dirás.

Chirolo.— Da igual.

Purgatorio.— (A Granizo). Un sucedido que es propiamente tu caso. ¿No te escapaste tú de tu casa ya va pa dos años?

Granizo.— Natural; como que salía a paliza cotidiana.

Purgatorio.— Y ¿no te llevaste seis duros que tenía guardaos la aztual conosía de tu señor padre?

Granizo.— Sipi.

Purgatorio.— Pues ahí lo ties.

Chirolo.— Con la diferencia de que el otro se las diñó con to su patrimonio.

Granizo.— Y ¿qué es eso?

Chirolo.— A derechas no lo sé; pero me figuro que cargar con el patrimonio es algo así como dejar en mangas de camisa a toa la familia. Y cómo entonces el dinero no pesaba porque las monedas eran de suela…

Granizo.— ¡Recoles! ¿De suela? ¡Lo que costaría un par de botas, tu!

Purgatorio.— Y que lo digas.

Granizo.— Escucha, ¿y qué hizo el susodicho pródigo?

Chirolo.— Pues ventilar el patrimonio, y así que se quedó a dos velas, fué y se metió a guardar cerdos, lo cual que me parece una primada.

Granizo.— ¡Natural!

Chirolo.— Hasta que un día principió a recordar los garbanzos paternos y la cama paterna, y aguijoneao por la imagen del cocido, fué y se plantó en su casa.

Granizo.— Y vaya un pie de paliza que…

Chirolo.— ¡Quita, primo! Lo recibieron con los brazos abiertos, y lo lavaron, y hasta lo frotaron con agua de Colonia, y así que estaba más perfumao que una cupletista, fué y se sentó a la mesa y se comió el mejor cabrito que había en la casa.

Granizo.— (Admirado). ¿Es de veras?

Purgatorio.— ¡Palabra!

Granizo.— (Con cierta tristeza). ¡Eso es un padre!

Chirolo.— (Riendo). Pue que el tuyo hiciera lo mismo.

Granizo.— (Estremeciéndose). El mió… ¡Mecachis! El mío jugaba al dominó con mi dentadura. (Ríen).

Purgatorio.— (A Chirolo). Tú, que s’ha terminao la última de Apolo; aviva.

Chirolo.— Vamos allá; siete Heraldos me quedan. ¿Vienes, Granizo?

Granizo.— No me ha sobrao papel; aquí sus aguardo pa no mojarme. (Purgatorio y Chirolo se alejan chapoteando por la nieve; Granizo se acurruca hasta hacerse un ovillo e intenta conciliar el sueño). ¡Qué suerte de hijo…! ¡¡El mejor cabrito!! ¡Y dormiría aquella noche en su cama; en su cama, con manta y todo…! ¡Dios! ¡¡Qué suerte de hijo!! (Tras un prolongado bostezo). Yo hice menos que él, mucho menos; pero… mi padre no fué nunca a la escuela. Mi padre no sabe que hubo un padre que perdonó a su hijo. (Vuelve a bostezar y queda dormido mientras la nieve cae).

Salvadorillo el goloso

(CUENTO)

Salvadorillo era un chicuelo de trece años, feo hasta la exageración, y tan avispado y suspicaz de ingenio, como escurrido y desmedrado de físico.

Era hijo de uno de los carabineros destinados en Punta Umbría, esa hermosa playa separada de Huelva por un trozo de mar, y vivía en aquel pequeño y arenoso desierto libre y alegre, como los pájaros de la marisma.

En verano, y cuando los ingleses de Ríotinto pasaban en Punta Umbría el caluroso Agosto, nuestro héroe, erigido por obra y gracia de su soberano ingenio en hazmerreír de los rubiales, como él los llamaba, presidia los juegos de los chicos y hasta tomaba parte en los esparcimientos de los mayores, y de este modo, burla burlando, hacia él también su Agosto, entre agasajos y propinas.

Y eso que a las propinas no daba Salvadorillo gran importancia. Para él, sólo había en el mundo dos cosas que justificaran la pena de vivir en él: el vino y los dulces; sobre todo, los dulces.

Por una copa de Jerez daba nuestro mozo tres vueltas en el aire sin pisar tierra pero por un pastel, aunque fuera de hojas, era capaz de todos los imposibles.

No obstante la pequeña distancia que media entre Huelva y Punta Umbría, Salvadorillo no había logrado poner sus pies en la capital. Su padre no había podido llevarle por impedírselo el servicio que desempeñaba, y si alguna vez pretendió el chicuelo ir a la ciudad, acompañado por tal o cual amigo, se opuso, y con razón, el autor de sus días, que conociendo sobradamente los puntos que el chico calzaba, temía que algún desahogado le hiciera beber más de la cuenta, para reír luego con sus graciosos dichos y con sus no menos graciosas hechurías.

Ni que decir tiene que estas continuadas prohibiciones aumentaron de tal modo los vivos deseos de Salvadorillo, que la idea de ir a Huelva llegó a constituir en él una verdadera obsesión.

Y no quería ir a Huelva para ver el ferrocarril, ni los muelles gigantescos, ni aun siquiera los automóviles, de los que oía hacer tan lindos comentarios; nada de eso; deseaba ir a Huelva para ver… una confitería.

Eso de pensar que había determinados locales donde se exhibían al público cientos de pasteles y golosinas de todas clases, le volvía loco.

—Ahí es nada —decía él—. ¡Poder entrar y… jincharse…!

Y como cuando menos se piensa salta la liebre, saltó ésta para Salvadorillo, en forma de capitán de Carabineros, en una hermosísima tarde de Mayo.

El capitán y varios de sus amigos arribaron a Punta Umbría con el objeto de merendar en la playa, y como llegaron hasta allí a fuerza de remos, con ánimos de regresar en el vaporcillo de las minas, y había éste de conducir a remolque hasta Huelva la barca que los había transportado, decidieron buscar un chicuelo para que, manejando el timón de la misma, la hiciese secundar los virajes del vapor, y no fuera voltejeando y dando bandazos cual tablón sin gobierno.

Como era lógico, el carabinero, bien a su pesar, ofreció a Salvadorillo para tal servicio, y horas más tarde empuñaba nuestro héroe la caña del timón, más contento y más alegre que todas las Pascuas de un siglo.

—Ya te daremos alguna propina, muchacho.

—No s’a menesté, mi capitán —repuso el chicuelo haciendo un delicioso guiño—; por dineros no peleo yo; con una convidá de durses jasta jincharme, tengo yo que me sobra.

—Pues vaya por los dulces; como tú quieras.

Salió el vaporcillo echando humo, y Salvadorillo, con los ojos clavados en el brumoso horizonte se relamía de gusto pensando en la próxima realización de sus vehementes deseos.

—Ya estamos cerca, Salvadorillo; mira cuántos barcos; eso de ahí es el muelle de Ríotinto. ¿Te parece grande?

—Si, señó; si, señó; muy grande; pero, oiga usté, mi capitán, ¿tos los dias jasen durses?

—Sí, hombre; todos los días.

—¿Ves aquellos montes, Salvadorillo? Pues son los Cabezos. ¿No has oído hablar de los Cabezos?

—Sí, señó, los he oído mentá; pero, oiga usté, ¿se ven los durses desde la calle?

—Sí, hombre, sí.

Y no le hicieron pregunta que él no contestara relacionándola, viniese o no a pelo, con lo que constituía su único pensar.

Cuando, por fin, atracó el vaporcillo al muelle de Huelva, los inquietos ojos del correplayas brillaban como dos ascuas, y cuando, más tarde, le hicieron entrar en la limpia y bien oliente pastelería, temblaban de emoción sus labios y su boca se licuaba toda.

—¡Josú! —exclamó contemplando las repletas bandejas—. ¡¡Virgen der Carmen!!— y miraba boquiabierto aquella profusión de golosinas apetitosas, saltando su mirada de los encaramelados a los merengues, y de éstos a las distintas clases de pasteles que llenaban el mostrador. —¡Josú!— y con el cuerpo arqueado y las manos hacia atrás permanecía quieto, extático, un minuto, otro…

—Vamos, hombre, empieza —le dijeron.

—Sí, señó; si, señó —respondió él nerviosamente.

—Coge el que más te guste.

—¡Este! —dijo pretendiendo arrancar de una bandeja de latón un pastel de crema de chocolate.

Pero aquellos pasteles, recién hechos, como lo denotaba la brillante capa de caramelo que los envolvía, estaban fuertemente adheridos a la bandeja.

—¡Ay, mi mare, si no pueo arrancarlo! —añadió azorado.

—Pues tira, hombre, tira, que…

No pudo el capitán acabar la frase; Salvadorillo, más que tirar, apretó con fuerza, rompió y estrujó la coraza de caramelo, y del ventrudo pastel brotó un churretón de crema negruzca, achocolatada, feísima.

—¡Ah! —gritó Salvadorillo horrorizado y mirando al deshecho pastel con infinito asco.

—¿Qué te pasa, hombre?

—¿No lo ve usté, señó? ¡Mardita sea! ¡Sí tendré yo mala pata! ¡Er primero… podrío…!

La muela de Currito

El ayudante de D. Sebastián Pringuezuela, eminentísimo dentista de Recalamares, abrió la puerta del espacioso salón, donde con rostros descompuestos aguardaban varios clientes, y dijo con voz clara:

—¡Número once!

—El mío —contestó un eco aguardentoso; y Currito Pelusas, alias Cáncamo, el más valiente de los novilleros andaluces, se levantó casi de un salto, y penetró en la sala de operaciones del odontólogo.

—¡Anda! ¡Pero si es el Cáncamo! ¿Qué es eso muchacho? ¿Qué te trae por aquí? —le preguntó cariñosamente el dentista.

—¡Que se junde er mundo, Don Sebastián; que estoy loco perdió; que tengo aquí una mardesía muela que me está jasiendo más daño que el terser aviso!

—¡Vamos, hombre, no será tanto!

—M’ha dao una nochesita, que no m’he tirao por er barcón por no asustá ar sereno; y como que coinside que resurta que esta misma tarde tengo que tomá er tren, porque mañana atoreo en Madrid, vengo a que usté, por lo que más quiera en er mundo, me pegue un jalonaso y me deje como nuevo.

—Vamos a ver —contestó cachazudamente Don Sebastián—. Siéntate ahí, y dime qué muela es la dañada.

—Esta —repuso Currito abriendo su boca e indicando el hueso dolorido.

—Picada está, muchacho, y bastante picada.

—Pos toque usté a banderillas, Don Sebastián, que si s’aploma va a se peó.

—¡Demonio! Pero si está completamente hueca —añadió el dentista hurgándole con un estiletito y haciéndole ver todo el sistema planetario.

—Jale usté, por su salú, Don Sebastián.

—Quita, hombre, eso es imposible; como está hueca, al apretar se haría cien pedazos, y sería peor el remedio que la enfermedad. Además, está la encía muy inflamada y no es procedente la extracción.

—Pero ¿va usté a dejarme con este rabiaero?

—No, hombre, no seas impaciente; por lo pronto, voy a matarte el nervio y a quitarte el dolor; más adelante, cuando vuelvas de Madrid, te empastaré le muela y te la dejaré nuevecita.

—Ea, pos meta usté mano, Don Sebastián; pero no me lo mate usté a fuerza e pinchazos: cuadre usté bien y entre usté por derecho.

—Descuida, hombre, descuida. Cuando te duela mucho, avísame.

Y el dentista, provisto de los utensilios necesarios, tocó aquí, tocó allá, torneó de lo lindo e hizo sudar tinta al pobre novillero.

—¡Josú…!, ¡Don Sebastián…!, ¡pare usté…! —decía Currito de vez en cuando—. ¡Camará! Que he sentío ahora un ramaraso en la nunca, como si me hubián dao la puntiya. ¡Mardita sea er nervio!

—Ya queda poco, hombre, ten paciencia.

—¡Descabelle usté, señó!

—¡Calma, calma!

Y al cabo de varios segundos, el buen odontólogo taponó la picadura de la muela con algo que produjo a Currito una agradabilísima sensación, y le calmó casi de repente el dolor que sufría.

—¿Eh? ¿Qué me dices ahora? —le preguntó muy ufano Don Sebastián.

—Que por mi pue usté da dos güertas ar ruedo. Eso es matá, amigo. ¡Chavó, y qué tranquilo m’he quedao!

—Pues cuando vuelvas acabaremos la faena.

—Si, señó; usté dirá lo que le debo.

—Diez pesetas.

—Como éstas, y mu agradesío, Don Sebastián.

—Vete con Dios, hombre, y buena suerte.

—¡Gracias…!

Y Currito Pelusas, que había entrado en casa de D. Sebastián Pringuezuela con la cara lívida, la boca entreabierta y la mano en el carrillo, como si fuera a echar un pregón, salió de allí alegre y decidor, más radiante que el propio Febo y con más contoneo que una mecedora.

Pero el bienestar le duró poco. Aquella misma tarde, y ya en el tren, camino de Madrid, comenzó a sentir alguna que otra punzadilla suelta; y al cerrar la noche, debido a la trepidación del ferrocarril, al calor excesivo o a la postura que adoptó al tenderse, dijo la muela aquí estoy yo, y comenzó para Currito el más terrible de los sufrimientos.

—No t’apures, Currito —le decía el Chaveta, su picador de confianza—; lo que zobran en Madrí son buenos dentistas; en cuanto llegues te vas ar mejón y que te ventile ece mardecío güeso.

—Que me lo ventile enque sea con dinamita, Chaveta. ¡Es mucho doló!

—¿Qué vas a decirme a mí, Pelusa? —terció Verruguitos, un banderillero más bruto que una tonelada de cerrojos—. Una vez mi mujé me dio a bebé una bebía cuasi jirviendo, y me se fijó un doló aquí, en los dientes de alante, que, en fin, de qué conformidá me pondría yo, que tuvieron que asujetarme entre cuatro.

—¿Querías matarte quisá?

—Lo que quería es mata a mi mujé.

Y a guisa de consuelo, añadió tranquilamente:

—No te desesperes por mo de la dolensia, porque entavía tiene que dolerte muchísimo más.

Pasó Currito la más terrible de las noches, y, apenas llegó a Madrid, tomó un carruaje y se dirigió a la casa de uno de los más renombrados dentistas.

—Arránqueme usté esta muela por los clavos de Cristo, porque me tiene jecho harinas y necesito atoreá esta tarde.

—Vamos despacio —repuso con calma el dentista.

—Vamos a galope, señó, que estoy ya que no veo.

—Pues no puedo extraerle la muela —añadió el dentista después de un minucioso reconocimiento—. La encía está muy inflamada, y la extracción sería una temeridad.

—¡Pero…!

—Lo que haré para quitarle el dolor es matarle el nervio.

—¿Matarme el nervio? —exclamó el novillero estupefacto—. ¡Señó, si ese nervio está ya que jiede!

—¿Cómo que… jiede? ¿Qué quiere usted decirme?

—Que ese nervio está más que muerto.

—¡Hombre! ¿Querrá usted saberlo mejor que yo? —repaso el dentista un tanto quemado.

—¡¡Mardita sea la yesca…!! —añadió Currito quemadísimo—. ¿Y querrá usté saberlo mejó que yo, que m’ha costao dos duros el entierro…?

Una noche triste

(CUENTO VIEJO)

Subía Andrés trabajosamente hacia la cumbre del monte cercano, miró hacia el valle, que se abría a sus pies como una cóncava esmeralda, y gritó con todo su torrente de voz:

—¡Eh! ¡Menuítoooo!… Coge a la rubia y a la colorá, vete ar pueblo con eyas y entrégaselas al amo.

La rubia y la colorá eran dos cabras de lustrosa piel; el amo de aquellas heredades era un respetable Canónigo de la Catedral de Córdoba, y Menuíto era un zagalillo, como de doce años, de carilla simpática y mirar ingenuo.

—¿Y me güervo deseguía? —preguntó el chicuelo como un eco.

—No, que la noche está ensima y n’ha de tardá en llové. Te vas a la posá e Mariquita, pasas allí la noche, y mañana ar clareá te vuelves a la sierra.

—Está muy bien.

Y Menuíto, saltando de gozo, separó, ayudado de su compañero Rafaelillo, las dos reses que le hablan sido indicadas, y echó a andar con ellas, encaminándose a la populosa ciudad de los Califas.

Iba el chicuelo radiante de alegría. Aquellos viajes a Córdoba ofrecían para él no pocos encantos. Primero, el caminar libre, a sus anchas, lejos de la mirada escrutadora del viejo Andrés; después, y esto era lo principal, que Doña Rafaela, la madre del Canónigo, una ancianita toda corazón, sabía agasajarle de lo lindo; y gracias a su desinteresada protección, nunca faltaba a sus dientes de lobezno alguna chuleta empanada, con su roción de Montilla, alguna merenga grande como almena de albo castillo, y algunos cuartejos que repiqueteaban luego durante muchos días en las hondas faltriqueras de sus muy remendados pantalones.

Pero además este viaje improvisado ofrecía a Menuito un nuevo aliciente.

Iba a pasar una noche en Córdoba, ¡ahí es nada! ¡Pasearía por la población como un hombrecito! ¡Vería hasta hartarse aquellas vitrinas llenas de riquezas y de luz! Quién sabe si hasta tendría la fortuna de ver de cerca al héroe de quien oia contar tantas hazañas: a Machaquito.

Lloviznaba y era ya de noche, cuando el zagalillo, cayada al hombro y precedido de las dos reses, llegó a la vetusta casa del amo.

Doña Rafaela lo recibió con el cariño de siempre.

—¡Ese Andrés!… ¡Haberte obligado a venir a estas horas y con este tiempo! ¡Jesús! ¡Pero si vienes empapado, criatura! ¡Válgame Dios! ¿Te ha dicho que vuelvas a la sierra esta noche?

—M’ha dicho que me vaya a la posá y que güerva mañana.

—De ninguna manera. ¡A la posada! ¡Solo por ahí! ¡Margarita! —llamó la bondadosa anciana—. Haz la cama del cuarto de arriba para que se acueste este diablillo y ven a darle de cenar.

Dolió a Menuito el perder la libertad soñada; pero ante la idea grata de cenar opíparamente, lo dio todo por bien empleado.

¡Y vaya si comió! Como nunca: primero, dos chuletas de vaca que daban miedo; después, un gran plato de lomo, y, por último, y en clase de postre, una torta de aceite cuya sola vista hacia pensar en el bicarbonato.

—¡Ea! No creo que te lleve el viento —dijo Margarita al ver que el zagalillo daba por terminada la cena y se limpiaba con el dorso de la mano, despreciando la blanca servilleta—. Ahora, a dormir. ¡Vamos!

Y le condujo al amplio dormitorio que le habían destinado.

—¿Aquí voy yo a dormí? —preguntó maravillado ante aquellos muebles que le parecían fastuosos.

—Sí; anda, quítate ese traje para que se seque a la lumbre.

—¿Que me lo quite? —interrogó asombrado, boquiabierto—. Pero ¿cómo voy a dormir desnúo, señora?

—Pues como duermen las personas; como duerme el mismísimo amo.

Y quieras que no, hizo que Menuíto se desnudara y lo zambulló entre las frías sábanas de aquel lecho blanducho y regalón.

—¡Josú, qué frío!

—¿Frio, y tienes dos mantas? ¡Ea! Buenas noches.

Y llevándose el traje, apagó la luz, cerró la puerta y se fué tranquilamente, dejando al zagalillo tiritando de frío y de miedo.

En rigor de verdad, frío no hacía, pero como Menuíto no tenía costumbre de dormir sin su ropa ceñida, el roce de las sábanas le producía la más glacial de las sensaciones.

Se encogía, ajustaba la cobertera a su cuerpo y permanecía hasta sin respirar, pero movía luego un pie, y un airecillo siberiano que parecía brotar de sus propios talones le helaba la espalda y le hería la piel.

Y así una y otra hora, sin poder conciliar el sueño. Además, llovía, y el agua, al caer sobre el latón que recubría el alféizar de los ventanales, producía un tintineo extraño, lúgubre. Y por si todo aquello era poco, las dos chuletas de vaca que había engullido dos horas antes le estaban dando cornadas y más cornadas en el estómago.

Temblando, tosiendo y revolviéndose constantemente, pasó Menuíto aquella triste noche, sin poder pegar los ojos; y cuando al rayar el día entró con el traje la diligente Margarita, saltó de la cama, se lo arrebató de un tirón, vistióse rápidamente y sólo desplegó los labios para preguntar a la vieja criada con acento de duda:

—¿Y así duerme el amo toas las noches?

—Así.

—¡Josú!… ¡Josú!…

Y sin añadir una palabra, sin despedirse de nadie, tomó la puerta y huyó a la sierra, como alma que llevan los demonios…

* * *

Pasaron muchos días; llegó el invierno con toda su crudeza, y una tarde, cuando Menuíto y su compañero Rafaelillo conducían su piara al caserío, una tormenta súbita les obligó a guarecerse con el ganado en una de las oquedades de la sima.

Creyeron que el chubasco seria pasajero, pero cerróse el horizonte, y de tal modo comenzó a llover y a tronar, que decidieron pasar la noche en aquel estrecho refugio.

Los truenos, cuyo fragor centuplicaban las concavidades de la sierra, no dejaban dormir a los dos chicuelos, que, mudos de espanto, empapadas las ropas y tiritando de frió, oían con estupor el numerito de música que les brindaba la Naturaleza.

—¡Qué miedo, Menuíto! ¡Qué frio! ¡Josú, qué noche!

Menuito se acordó de las horas terribles que pasó en Córdoba, en aquella cama blanducha; recordó el frió de su cuerpo, huérfano del traje ceñido amparador, y estremeciéndose horrorizado, dijo rebosante de piedad:

—¡Sabe Dios la nochecita que estará pasando er pobresito amo!

La porfía

(CUENTO ANDALUZ)

El reloj de la inmunda y acreditada taberna de señor José, el Guarapo, marcó las dos en punto de la mañana, y Llemita, el chico de la tasca, que a pie firme junto al mostrador paraba en cuarta las recias acometidas del sueño, sacudió la modorra y con rápido andar se dirigió a los estrechos camarotes, donde aún libaban algunos parroquianos, y gritó a todo pulmón:

—¡Que son las dó!… ¡Que sierro!…

Ni una palmada, ni una voz, ni el más leve ruido, contestó a su aviso imperioso.

—¡Malo! —pensó—. Atunes tenemos. ¡Por vía e mi suerte perra!

Abrió con estrépito las puertas de los dos camarotes ocupados, y en efecto, había atunes.

En uno de los cuartuchos dormían a pierna suelta Pimpinita y su compadre Jinojo, cocheros de oficio, y dos de los más distinguidos clientes de la casa; y en el otro, medio tumbado debajo de la mesa y en el más profundo de los letargos, dormía también su pítima un Don Pepito, actor genérico de la compañía de zarzuela que trabajaba a la sazón en el minúsculo teatro de la villa andaluza, donde estos hechos acontecieron.

—Señó José —llamó el chicuelo—, acuda usté a echá una manila, que hay pesca.

—¿Han pagao, niño? —interrogó el Guarapo, levantándose y desperezándose ruidosamente.

—Si, señó.

—¡Ea! Pos al relente con ellos, que no hay como la intemperie para evaporá el arcohó. Ayúame —y entre Llemita y el Guarapo, uno por la cabeza y el otro por los pies, como si transportasen atunes, sacaron de la tasca a los tres borrachos y los tendieron cuan largos eran en la vía pública, muy arrimaditos a la pared, para evitar un mal tropiezo a los escasos viandantes que a tales horas transitaban por las calles del pueblo.

—¡Descansá! —dijo Llemita sonriendo.

Cerró el Guarapo su taberna, cantó un sereno la hora, allá lejos, y el silencio de la noche quedó únicamente interrumpido por el fatigoso respirar de los tres curdelas.

El airecillo fresco, pues bueno es hacer constar que la noche era de invierno, con luna llena y cielo diáfano, hizo despertar al cabo de unas horas a Pimpinita y a Jinojo.

—Compare. ¿Ande estamos?

—¡Qué sé yo! En la cama no es —repuso Jinojo, incorporándose trabajosamente y palpándose las doloridas costillas.

—Comparito, y qué frío.

—Toma, como que ha dormio usté con los barcones abiertos.

—Oiga usté, ¿habrán dao ya las ocho? Porque a las ocho tengo yo que enganchá.

—¿Las ocho, señó? ¿Pero no estasté viendo que es de noche entavía?

—¿De noche, con er so fuera? —dijo Pimpinita, mirando a la luna, no sin preservarse los ojos con una de sus manos, colocándola a guisa de pantalla.

—¿Er so fuera? Compare de mi arma, es que estasté bebió o es que tiene usté ganitas e chunga. ¡Chavó! ¡Cuidiao con confundí er so con la luna!…

—¿Que eso es la luna? ¡Vamos, hombre! ¡Y está la calle de clara que pué lee hasta er que no sepa! Eso que se ve es er so, quiera usté o no quiera, y er que está borrachito perdió y es capá de confundí a un melón con una toalla, es usted, compare.

—¿Me va usté a gorvé loco? ¿No le estasté viendo a la luna la cara?

—Aunque le viera er cielo e la boca. ¿S’apuesta usté dos cuartillos e vino a que es er so?

—Hombre, me hase usté dudá —repuso Jinojo.

—Dos cuartillos contra uno, ¿van?

—Van —añadió Jinojo, mirando a la luna con desconfianza.

—¡Ea, pos alevántese usté: vamos a buscar a una persona que nos saque de esta porfía!

—Vamos allá.

Tres o cuatro veces intentaron Pimpinita y Jinojo ponerse de pie y otras tantas vinieron al suelo, como pesados fardos.

—Compare, no pue sé.

—Lo mesmito me pasa a mí.

—Esto debe de sé debilidá, porque tanto no habemos bebío.

—¡Ay! ¡Aspérese usté, compare! —dijo Pimpinita con marcada expresión de gozo, advirtiendo la presencia de Don Pepito, que continuaba en el más tranquilo de los sueños—. Este amigo de la arcoba d’ar lao nos va a sacá de la duda. ¿Lo llamo?

—Llámelo usté.

—¡Eh! ¡Vecino! —gritó Pimpinita, zamarreando al actor—. ¡Vecino!

—¿Qué pasa? —preguntó Don Pepito, incorporándose a duras penas y restregándose los ojos.

—Na, que queremos que nos haga usté un favó. ¿Quiere usté desimos si eso que se ve es er so o la luna?

Miró Don Pepito al cielo, se restregó los ojos dos veces más, y tras varios encogimientos de hombros, contestó con la característica pesadez del borracho:

—Hombre… pregúnteselo usté a otra persona porque la verdad, yo… soy forastero.

¡Médicos, no!

(CUENTO)

Cuando despertó el muy reverendo padre Gerundio, un alegre rayo de sol besaba el obscuro suelo de su estrecha celda. Sorprendido el buen fraile por aquella claridad meridiana, se incorporó casi de un salto, se restregó los ojos una y otra vez y logró, no sin esfuerzos, convencerse de la realidad.

No era pesadilla, no; por primera vez y desde luengos años; dormía regalonamente una mañana. ¿Qué sucedía en el convento?

El anciano padre no volvía de su asombro. Desde hacía veinte años era el encargado de decir la misa del alba, y por tal motivo se levantaba en todo tiempo a las cuatro en punto de la madrugada. Bien es verdad que dejaba a tan temprana hora su duro camastro, no milagrosamente, sino por obra de varón, es decir, gracias a los despiadados golpes que el lego sacristán del convento daba en la maciza puerta de la celda con los también macizos dedos de sus manoplas amoratadas y carnosas.

Este lego, Sacaluvas se apellidaba, que ejercía en el convento los honorables cargos de chupacirios y chupaaceite —jocoso nombre que daba la Comunidad al hermano encargado de la despensa—, era hombre de escasas palabras y de escasísimo cacumen; bueno como la bondad misma, pero supersticioso como el más detestable de nuestros novilleros; tan supersticioso, que más de una vez ocultó sus manos en las bocamangas para agitar nerviosamente los dedos al oír nombrar a cierto reptil de paradisíaca alcurnia, y en más de una ocasión tuvo que confesarse de haber rezado un Avemaría de plus al ver sentados a la mesa, durante el refectorio a trece legos, haciendo constar honradamente en su confesión que rezaba el susodicho Ave con la pueril intención de que en caso de fallecimiento forzoso, le tocase a otro y no a él la china negra.

—Algo anormal sucede en la casa —pensaba el padre Gerundio, echándose los hábitos más que de prisa, y, en efecto, algo anormal acontecía.

El hermano Sacaluvas, el lego despertador de los tonsurados, estaba gravemente enfermo.

Bien pronto pudo convencerse fray Gerundio de aquella gravedad cuando subió a verle y le hubo pulsado, y cuando, entreabriendo las hojas de madera de la pequeña ventana que daba luz al cuchitril, contempló la desencajada y ya casi hipocrática fisonomía del pobre paciente.

—¿Qué es eso, hermano Sacaluvas?

—Que me muero, padre Gerundio; me muero.

—¡Dios santo! Pero ¿cuándo se ha sentido enfermo?

—Hace muchos días.

—¿Muchos días? ¿Y nada dijo? Hizo mal, hermano; no debe llegar hasta ese extremo nuestro espíritu de sacrificio. De haber avisado, hubiera venido el médico y…

Al oir la palabra médico, el hermano Sacaluvas se estremeció convulso, crispó sus manos, y con voz de indecible angustia, gritó como enloquecido:

—¡Médico, no! ¡Médico, no, padre Gerundio! ¡Por la Virgen Santísima!

—Delirios de la fiebre —pensó fray Gerundio saliendo de la celda y haciendo llamar en el acto al padre Guardián—. Nunca demostró el buen hermano aversión a la medicina.

El padre Guardián acudió presuroso; informado por fray Gerundio de lo que sucedía y alarmado ante la gravedad del pobre lego, dio orden en alta voz de que llamasen al médico, pero nuevamente comenzó a gritar convulso el hermano Sacaluvas las repetidas frases de «¡Médico, no!»

—Por obediencia, hermano —le dijo el padre Guardián severamente.

—Ni por obediencia —replicó el enfermo quemando su último cartucho—. ¡Médico, no!

—¿Puedo saber a qué se debe esa extraña obsesión, hermano Sacaluvas? —preguntó el padre Guardián alarmadísimo.

—Sí, señor, puede usted saberla, reverendo padre, pero usted solo.

Salió el padre Gerundio de la celda, y algo más tranquilo el hermano Sacaluvas, confesó al Guardián lo siguiente:

—Hace once días fué llamado el padre Félix para confesar a un moribundo, y como es de regla, fui yo en su compañía. Llegamos a la casa del enfermo en el momento que terminaban su consulta los médicos que le asistían. El padre Félix penetró en la estancia donde agonizaba el infeliz paciente, y yo, sentado en el obscuro recibimiento, me disponía a rezar para distraer mis ocios, cuando escuché que los médicos, reunidos en una habitación contigua, decían en voz baja, muy ajenos de ser escuchados:

»—Nada, querido compañero; no he querido comprometer a usted; pero vuelvo a repetirle lo que antes le dije; lo que ha hecho usted con ese pobre hombre es sencillamente inhumano, y perdone lo descarnado de la frase.

»—Soy de igual opinión, compañero —dijo otra voz que por lo temblorosa debía salir de labios ancianos—, y no comprendo cómo un hombre de las condiciones de usted ha podido equivocarse tan radicalmente.

»— Mi error es disculpable, compañeros —repuso una tercera voz—, yo leía diariamente las revistas médicas del extranjero que la caparazona era insubstituible para estos accesos; he querido hacer la prueba y confieso paladinamente que no ha podido ser más desastroso el resultado.

»—Pero hombre de Dios, ¿quién le manda a usted hacer pruebas en padres de familia? ¡Cosas de joven! Esas pruebas se hacen en los frailes, que ni dejan sucesión ni a nadie interesa que se los lleve la trampa…»

—¿Y quiere usted que mi cuerpo sirva de campo de experiencia a esos asesinos? —terminó el hermano Sacaluvas angustiosamente—. ¡Padre Guardián!… ¡Por la Virgen Santísima!… ¡¡Médico, no!!

El beso de una rosa

(CAPRICHO TRAGICO, IRREPRESENTABLE)

(Una calle larga, estrecha, sombría. En su primer término, una casa de aspecto suntuoso, fachada obscura y grandes ventanales. Sobre el amplio portal un escudo de bronce; sobre el escudo de bronce un balcón de gótico herraje, y en uno de sus ángulos una maceta con una rosa en flor. Es una tarde de primavera. La acción en cualquier parte. Época actual. La calle está desierta. El reloj de una torre cercana da siete campanadas. La rosa del rosal del balcón, las cuenta tristemente).

La rosa.— ¡Las siete! ¡La hora en que la niña apagaba mi sed! (Una golondrina detiene su vuelo y se posa en el alero cercano). Ahí está la pobre golondrina; también ella sufre como yo.

La golondrina. —(Con voz entrecortada por el cansancio). ¡Qué! ¿sabes algo nuevo?

La rosa.— (Suspirando con tristeza). Nada: las cristaleras continúan cerradas como ayer; como hace dos días.

La golondrina.— ¿Quieres que llame?

La rosa.— Sí, llama. (La golondrina revolotea ante el balcón y picotea blandamente en los cristales). ¿Ves algo?

La golondrina.— (Posándose desalentada en el antepecho del balcón). No: están cerradas también las puertas de madera.

La rosa.— ¡Tres días sin verla!

La golondrina.— ¡Qué pena!

La rosa.— Tú puedes hallar en otra parte el alimento que aquí no encuentras ahora, pero ¿y yo? Si la niña no me da de beber, ¿quién calmará la sed que me devora? Pedí agua al sol, y el sol me ha contestado con risas de fuego; pedí agua al aire, y el aire se ha burlado de mi, robándome mi aroma. Mi pena es mayor que la tuya, golondrina. Tú eres libre; tú sabes volar.

La golondrina.— ¿Y de qué me sirve? De tal modo me acostumbré a sus miguitas de pan, que ya no me satisfacen los gusanos del monte, ni los mosquitos de la pradera: tienen un sabor acre, y una sequedad que me repugnan. ¡Si ella se acordara de nosotros! ¡Si saliera al balcón como antes!…

La rosa.— Habría para mí linfa transparente.

La golondrina.— Y blancas migas para mí.

La rosa.— Y nos miraría con amor.

La golondrina.— (Con cierta envidia). Y te acariciaría.

La rosa.— (Estremeciéndose de placer). Sí, me acariciaría; me acercaría a su boca, a su boca que tiene color de aurora y calor del sol.

La golondrina.— (Tras una breve pausa). Desengáñate, querida rosa: algo muy grave sucede a nuestra niña.

La rosa.— Si; tienes razón. Veo entrar y salir de la casa a personas que me son desconocidas, y entran todos aprisa, y salen luego despacio, como cargados de tristeza. Anoche… ¡ah!, tengo que contártelo, golondrina; anoche he sufrido el susto mayor de mi vida. Todo el día he pensado en él, y aún no he podido explicarme qué fué aquello.

La golondrina.— (Con curiosidad). Cuenta, querida rosa, cuenta.

La rosa.— Ven más cerca, tengo seca mi corola y el alzar la voz me hace sufrir. (La golondrina salta al mismo borde de la maceta). Mira: era ya muy entrada la noche. Había humedad en el ambiente, y me dormí tranquila pensando en los ojos azules de nuestra niña, y en el jarro de cristal que aplacó siempre mi sed. De pronto, me despertó el sonido agudo de una campanilla cuyo eco me era desconocido. Llena de sobresalto miré y… ¡qué susto, golondrina de mis pétalos!

La golondrina.— ¿Qué era?

La rosa.— No lo sé: una visión fantástica que heló la savia de mi cáliz. Por el comienzo de la calle avanzaba una comitiva extraña; venían delante unos niños que vestían faldas rojas y blancos corpiños, otros con negras faldas y cuerpos de finos encajes, y muchos hombres, muchos, por una y otra acera, con unos faroles de sucios cristales que irradiaban una luz amarillenta y pálida. Y todos caminaban despacio, tristes, silenciosos, con las frentes descubiertas, con los ojos fijos en el suelo, y sirviendo de cortejo respetuoso a un anciano vestido de oro que traía en sus manos no sé qué objeto envuelto en un paño fulgurante.

La golondrina.— (Con ansiedad). ¡Sigue!

La rosa.— Unos chicuelos que había en la calle se descubrieron y se arrodillaron. Asomaron luces a todas las ventanas; y oí palabras que no pude comprender y sollozos que me hicieron temblar. Hasta esa mujer que vive ahí enfrente: esa mujer perversa que tiene enjaulado a un pajarito y corta las flores y las pone a marchitar en su pecho, hasta esa mujer iluminó sus balcones y se arrodilló en uno de ellos y cubrió su cabeza con un negro palio.

La golondrina.— (Temblorosa, emocionada). —¿Y entró esa comitiva en esta casa?

La rosa.— Si. ¿Por qué tiemblas?

La golondrina.— Porque acabas de revelarme usa espantosa verdad que me resistía a creer. Nuestra niña, querida rosa, está enferma; moribunda acaso. En aquel cortejo que tú viste, venía el Dios a quien la niña adora.

La rosa.— ¿Y es bueno ese Dios?

La golondrina.— Si.

La rosa.— ¿Le conoces tú?

La golondrina.— De oídas. Mis antepasados le protegieron. Fué un hombre, a quien otros hombres clavaron en una cruz, y para atormentarle, arrancaron espinas a las zarzas y las clavaron en su frente.

La rosa.— Oye, golondrina: ¿Cómo puede estar enferma la niña? ¿No dicen que es el hombre el rey de la creación?

La golondrina.— (Sonriendo cariñosamente). ¡Cómo se conoce que no vuelas!

La rosa.— ¿Por qué?

La golondrina.— Porque si volaras, sabrías que el hombre no es rey de la creación, sino uno de sus más indignos esclavos. No es pez en el agua, ni ave en el aire, ni salamandra en el fuego. Se considera dueño de la tierra; hasta cree que la tierra le obedece servilmente y ya tú sabes que la tierra no obedece más que al aire, al fuego y al agua, a los tres elementos que el hombre no es capaz de dominar. ¡Pobres hombres!

La rosa.— ¿Es verdad que no tienen aroma?

La golondrina.— Ni ropaje de plumas.

La rosa.— ¡Pobrecillos! (Pausa. Suena una campanada en el reloj de la torre vecina. Se oye descorrer un cerrojo: las cristaleras del balcón tiemblan un instante. La rosa y la golondrina se miran asombradas).

La golondrina.— (Muy quedito). ¡Es aquí!

La rosa.— ¡Calla!

La golondrina.— (Emocionada). ¡Sí: abren las puertas de madera! ¡Mira!

La rosa.— (Conteniendo la oleada de perfumes que se escapa de su seno). ¡Padre sol! ¿Será ella? (Una mujer que solloza abre pausadamente las cristaleras del balcón. Sale a la calle una ráfaga de vaho humano, insano, fétido. La golondrina mira al interior de la habitación y lanza un chirrido estridente, desgarrador. La rosa mira también y se estremece de dolor. En el centro de la estancia hay un túmulo blanco rodeado de luces, y sobre él un cuerpo inanimado de una niña angelical. Arrodillada junto al túmulo, una mujer llora desconsolada).

La golondrina.— (Llorando como saben llorar las aves). ¡Rosa, rosa amiga: nuestra niña ha Muerto!

La rosa.— (Temblando como saben temblar las flores). ¡Yo quiero morir también!

La golondrina.— (Increpando a la altura). ¡Dios de la niña! ¿Qué mal te hizo esta pobre rosa, y qué mal te hice yo? Rosas nacieron en el sagrado monte donde orastes, y una golondrina arrancó de tu frente las espinas que en ellas clavaron tus verdugos. ¿Por qué has permitido que nuestra niña muera? ¿Qué mal te hizo esta pobre rosa y qué mal te hice yo?

La rosa.— ¡Quiero morir, golondrina! (La mujer que solloza, a la mujer que llora). Señora, resignación. Dios ha querido que haya en los cielos un ángel más: vuestra hija vivirá eternamente en el cielo.

La golondrina.— (Mirando a la altura con alegría). ¡¡Va al cielo!!

La rosa.— (Mirando a la altura con tristeza Infinita). ¡Va al cielo!… ¡Y yo no sé volar! (La mujer que solloza sale al balcón, corta la rosa que desmaya de dolor y la coloca sobre el cuerpo rígido de la niña).

La golondrina.— ¡Rosa, despierta: eres feliz, estás con ella; donde ella vaya, irás tu!

La rosa.— (Volviendo a la vida). ¡Gracias, madre tierra! ¡Gradas, padre sol! (Llamando con voz ahogada). ¡Golondrina!

La golondrina.— ¡Qué!

La rosa.— Mira, ven, no estoy bien aquí. Quiero que me suspendas, que me lleves hasta su boca, que me dejes sobre sus labios muertos. Quiero pagarle con un solo beso todos los besos que me dio. Hazlo por mí, por ella.

(La golondrina vuela hasta la rosa, la suspende trabajosamente y la deja caer sobre los labios fríos de la niña exánime. La enamorada rosa vierte sobre aquellos labios exangües todo el perfume de sus pétalos).

La golondrina.— Adiós, querida rosa; tú, ya eres feliz; yo lo seré también muy pronto. Adiós.

La rosa.— ¿Adónde vas?

La golondrina.— Al cielo. (Sale de la estancia, vuela hacia la altura y se pierde en el espacio. ¡Pobre golondrina!…)

Celos

(Gabinete lujosamente amueblado. Mesa, con papeles y libros, a la derecha. A la izquierda, primer término, un amplio biombo. Puertas en el fondo y en el lateral izquierda. Es de día. La acción en Madrid. Época actual).

ESCENA PRIMERA

JUAN ANTONIO, MIGUEL y DOMINGO, dentro.

Juan Antonio.— (Sentado ante la mesa y repasando unos papeles). ¡Las tres y media ya! Nada: está visto. Este escrito me va a dar la tarde. Siempre deseando que llegue un día festivo para verme libre de clientes y de procuradores y de pleitos, y no sé cómo me las arreglo, que no hay día de fiestas, ni descanso para mí. Menos mal que siquiera esta tarde me dejarán tranquilo. (Se oyen voces dentro). ¿Eh? ¿Quién grita?

Miguel.— (Con voz destemplada). ¡Déjeme usted pasar! ¡Yo entro en esta casa como en la mía! (Juan Antonio se levanta).

Domingo.— ¡Tengo orden de no dejar pasar a nadie!

Miguel.— (Como antes). ¡Qué orden ni qué demonios!

Juan Antonio.— Pero si es Miguel. (Asomándose al practicable del fondo). ¡Miguel!

Miguel.— ¿Está usted viendo?

Juan Antonio.— Vea acá, hombre, vea acá.

ESCENA II

JUAN ANTONIO Y MIGUEL

Miguel.— Pues bonito humor traigo yo para que me pongan obstáculos. (Arroja el sombrero sobre una silla).

Juan Antonio.— (Admirado). Pero… ¿qué es esto? ¿Qué pasa? Tú por aquí a estas horas y con ese gesto. ¿Ocurre algo?

Miguel.— ¡Juan Antonio! (Medio abrazándole, muy afectado).

Juan Antonio.— ¿Eh? ¿Qué es eso?

Miguel.— Soy el más desgraciado de los hombres.

Juan Antonio.— ¿Tú? A ver, explícate.

Miguel.— (Como antes). No te cases, Juan Antonio, no te cases.

Juan Antonio.— Pero…

Miguel.— Estaba escrito; tenía que suceder.

Juan Antonio.— No te comprendo, Miguel.

Miguel.— (Golpeándose la cabeza). ¡Estoy hasta aquí! ¡¡Hasta aquí!! ¿No te decía yo que el trueno gordo se acercaba? Pues ya llegó, ya. Yo no puedo sufrir más, ni aguantar más, ni padecer más.

Juan Antonio.— Vamos, cálmate, Miguel cálmate.

Miguel.— (Cada vez más exasperado). ¡Esto pasa de la raya! ¡Esto no hay quien lo tolere, ni quien lo soporte, ni quien lo resista! Elvira no es una mujer, es una fiera; una fiera indomable. Imposible. ¡No puedo más; mi vida es un infierno!

Juan Antonio.— Pero…

Miguel.— Nada, se acabó; estoy decidido, se acabó.

Juan Antonio.— Pero reflexiona que…

Miguel.— Nada de reflexiones, no vengo aquí a buscar al amigo sino al abogado; nada de reflexiones. Que se vaya a vivir con su madre o con su tía o con el diablo; que me deje de una vez, para siempre; esto no es vivir, no es vivir.

Juan Antonio.— Un poco de calma.

Miguel.— El divorcio se impone. ¡Nada! ¡No me argumentes nada! ¡El divorcio! ¿Lo oyes bien? ¡El divorcio!

Juan Antonio.— Vamos, siéntate; explícate…

Miguel.— (Cada vez más excitado). No hay paciencia posible, no hay quien lo resista, no podemos vivir los dos bajo el mismo techo. Imposible. ¡Imposible!

Juan Antonio.— ¡Al año de casados! ¡En plena luna de miel!

Miguel.— ¡Qué luna ni qué rábano! A su lado es inconcebible la felicidad.

Juan Antonio.— Pero ¿por qué, hombre, por qué?

Miguel.— Es horrible, exageradamente celosa.

Juan Antonio.— ¡Bah! En eso no hace más que imitarte, porque tú…

Miguel.— Si, señor, muy cierto: yo soy celoso, es verdad; pero yo soy celoso con razón, con muchísima razón; porque yo sé lo que es el mundo y porque conozco a la humanidad, y, sobre todo, porque Elvira me da motivos para que viva con recelos; porque cuando me casé con ella, sabía que me casaba con una redomada coqueta; porque ella es desenvuelta, y habladora, y provocativa, y amiga de flirtear, y aficionada al constante visiteo, y partidaria de no perder espectáculo, ni festejo, ni baile, ni té, ni demonio. Yo soy celoso porque debo serlo; pero ¿y ella? ¡Ella! ¿Me quieres tú decir en qué se funda ella para estarme mortificando constantemente? ¿Para amagarme de este modo? Te digo, Juan Antonio, que la odio. ¡La odio! ¡La odio!

Juan Antonio.— ¡Cálmate, hombre! ¡Cálmate!

Miguel.— ¡Es un monstruo! No me deja respirar; a todas horas me observa, me asedia, me persigue. Que me visto; pues ya se sabe. —«¿Adónde vas?» —«Al Casino». —«¡No! Tú no vas al Casino». —«¿Ya empezamos, Elvira?» —«Tú vas a otra parte». —«Vamos, Elvirita, no me martirices, anda, vístete y ve con tu madre al teatro; yo iré a recogerte». —«Iré al teatro o adonde me parezca, porque ya que tú me engañas quiero imitarte». —«¡Elvira! ¡¡Elvira!!» Nada; y me voy al Casino y a los cinco minutos un criado con una carta. —«Dime si estás ahí». —«¡Aquí estoy!» Y a los diez minutos otro criado con otra carta. —«Dime si continúas ahí». Y al cuarto de hora me llaman por teléfono y es ella. ¡¡Ella!! ¡Vamos! ¿Crees tú que esto hay quien lo soporte?

Juan Antonio.— ¡Vaya! Acaso tú exageras…

Miguel.— ¡Y si fuera esto solo! Pero hay más; mucho más. Que me acicalo un poco más de lo ordinario, ya sabes tú que siempre me ha gustado ir bien, pues para qué. —«¿Eh? ¿También te has afeitado hoy? ¡Claro! Por lo visto le agradas más con el cutis muy fino». —«¡¡Dios mío!!» —«¡Y la corbata amarillo-cromo! ¡Como es la que más te favorece!… ¡No; póntela, póntela!» —«¡Pero, Elvira, por favor, por caridad, por compasión!» —«¡Perjuro! Si estoy leyendo en tu pensamiento; si sé que me engañas; si, me engañas. Tú estás enamorado de la de Macías; sí, de la de Maclas; de la de Macías. Eres un miserable, un canalla». Y erre que erre, y dale con la de Macías, y toma con la de Macías, y yo a todo esto sin saber quién es la de Macías.

Juan Antonio.— ¡Válgame Dios!

Miguel.— ¿Pues y en el teatro? ¡¡Oh!! ¡Qué suplicio! —«¿Eh? ¿A quién miras? A la tiple, ¿no es cierto? Te gusta la tiple, ¿verdad? No, no me digas que no; te gusta la tiple. Suelta los gemelos, dame los gemelos, trae los gemelos». —«¡Toma los gemelos!» —«¿Ves? ¡Si hasta te has puesto nervioso! ¡Anda! Anda ve a buscarla; casualmente aquel joven del monoclo, parece que está deseando que te vayas para mirarme con entera libertad». Y dale con la tiple y con el monoclo, y así toda la noche y en todas partes y a todas horas. Dime tú si esto hay quien lo aguante en el mundo.

Juan Antonio.— Bueno, pero vamos a ver; cálmate; contéstame a una pregunta.

Miguel.— Nada; el divorcio. ¡El divorcio!

Juan Antonio.— Porque sin duda ninguna para que tú hayas dado este paso…

Miguel.— Hemos tenido hace un momento una escena terrible. ¡Espantosa! ¡Brutal!

Juan Antonio.— A eso iba.

Miguel.— Otra ridiculez suya. Figúrate que recibo una carta de esa escritora que firma con el pseudónimo de Colombine, preguntándome mi opinión acerca del voto de las mujeres. Creo que esto no tiene nada de particular. Bueno: pues a Elvira se le ha metido en la cabeza de que esa carta no es de Colombine, sino que es de otra mujer, y que se trata de un plan convenido, y que esta carta significa otra cosa, y que es de la de Macías, y que se la pego, y que soy un canalla y un perjuro y un sinvergüenza, y… ¡es claro! a cualquiera le hubiera sucedido lo mismo: me cegué y he hecho una barbaridad.

Juan Antonio.— ¿Eh?

Miguel.— Tiré la mesa y las sillas y los platos y todo; nos hemos arrojado los tiestos a la cabeza; y… ¡qué sé yo! ¡Arañazos, golpes, gritos; acudieron los criados y los vecinos, y hasta el portero; a ella le dió un accidente, y yo, rojo de indignación y de vergüenza, he salido de allí para no volver más!

Juan Antonio.— ¿Para no volver más?

Miguel.— Para no volver más; como lo oyes; para no volver más.

Juan Antonio.— Pero…

Miguel.— Nada, vuelvo a repetirte que estoy decidido; el divorcio, pronto, en seguida.

Juan Antonio.— Piensa que…

Miguel.— Tú no eres mi amigo, eres mi abogado; nada más que mi abogado. ¡El divorcio! ¡Pronto! ¡El divorcio!

ESCENA III

DICHOS y DOMINGO.

Domingo.— (Por el fondo). ¿Señor?

Juan Antonio.— ¿Qué hay?

Domingo.— Una señora que dice llamarse doña Elvira Campuzano pregunta por usted.

Juan Antonio.— ¡Elvira!

Miguel.— ¡¡Mi mujer!! (Nerviosísimo).

Juan Antonio.— ¡Ella aquí!

Miguel.— ¡La escalera falsa! ¡Dónde está! ¡Por dónde se sale!

Juan Antonio.— Te encontrarías con ella.

Miguel.—¡Escóndeme! ¡Pronto!

Juan Antonio.— ¡Aquí! En esta habitación: tras el biombo. ¡El sombrero! ¡Toma el sombrero! (Miguel toma su sombrero y se parapeta tras el biombo. Acercándose aún más a la puerta). Diga usted a esa señora que puede pasar. (Vase Domingo).

Miguel.— ¡A qué vendrá esa infame! ¡Un revólver!

Juan Antonio.— Por Dios, Miguel: mucha prudencia; no olvides que estás en mi casa. ¡Calma! ¡Mucha calma! ¡Silencio!

ESCENA IV

JUAN ANTONIO, MIGUEL Y ELVIRA.

Elvira.— (Por el fondo. Viste con extraordinaria elegancia y entra sofocada y afectadísima. Habla con gran nerviosismo y precipitación). Usted perdone, Juan Antonio, si vengo a importunarle; pero…

Juan Antonio.— ¡Señora!

Elvira.— No vengo a ver al amigo; vengo a ver al abogado.

Juan Antonio.— Al abogado amigo, que está siempre a sus pies, señora.

Elvira.— Gracias.

Juan Antonio.— Siéntese usted, señora.

Elvira.— No puedo.

Juan Antonio.— Parece que viene usted algo fatigada y nerviosa: ¿pasa algo anormal? ¿Sucede algo?

Elvira.— Sucede lo que tenía que suceder, Juan Antonio: lo que tenía que suceder. Que no puedo más: que Miguel es insoportable, intratable, imposible; que no es un hombre: es una fiera, un monstruo, que no hay quien lo aguante; que me mata a disgustos, que soy una mártir. ¡Una pobre mártir! Nada, y que se acabó; yo no puedo continuar así ni un minuto más, ni un segundo más.

Juan Antonio.— Pero…

Elvira.— ¡Ni un segundo más! Estoy decidida, resuelta, mi voluntad es inquebrantable, no me haga usted objeciones, perdería usted el tiempo, sería en balde.

Juan Antonio.— Bien, pero…

Elvira.— Nada, nada: le digo a usted que nada. Mi casa es un infierno; mi vida es un calvario, para mí no hay tranquilidad, ni sosiego, ni dicha. ¡Se acabó! (Juan Antonio pretende hablar en vano). ¡Que se acabó! ¡El divorcio y hemos terminado!

Miguel.— (¡También ella!)

Juan Antonio.— Señora; esa resolución…

Elvira.— Es la única; la única, Juan Antonio. Acabamos de tener una escena violentísima; Miguel, no es un caballero, es un salvaje. Estoy decidida a no volver a mi casa; no señor, no vuelvo, no vuelvo. Yo no puedo con tanto martirio: no puedo. (Lloriqueando). No puedo.

Miguel.— (¡Hipócrita!)

Juan Antonio.— (¡Qué tarde, Dios mio!) Vamos, señora, un poco de tranquilidad. ¡Por Dios! Cálmese usted; sosiéguese usted.

Elvira.— ¡Soy muy desgraciada!

Juan Antonio.— Cuénteme usted las causas de esas desavenencias: no acierto a explicarme lo que sucede. ¡Al año de casados! ¡En plena luna de miel!

Elvira.— (Suspirando). ¡Ay! Ríase usted de la luna. Con Miguel no hay luna posible: sus celos constantes le hacen infeliz y me llenan a mí también de infelicidad.

Juan Antonio.— ¡Cómo! Pero Miguel…

Elvira.— Celoso hasta la exageración.

Miguel.— (¡Claro! ¡Y con razón!)

Juan Antonio.— ¡Pues tengo entendido que usted es también algo celosa!

Elvira.— (Con precipitación). Sí, señor; pero yo tengo sobrados motivos para ello. Yo sé lo que es el mundo y yo conozco a la humanidad y sé cómo son las mujeres, y temo con muchísima razón. Además, al casarme con Miguel, sabía que me casaba con un hombre de mucho cuidado, con un hombre galante, decidor, calavera, vicioso, muy mal acostumbrado; porque usted, mejor que nadie, sabe cómo ha sido siempre Miguel; por lo tanto, mis celos son justos, muy justos: pero ¿y los suyos, Juan Antonio? ¿Quiere usted decirme en qué se funda ese monstruo?

Miguel.— (¡Y lo pregunta!)

Elvira.— Crea usted que no me deja respirar; así, como suena, que no me deja respirar.

Miguel.— (Ni tú a mí).

Elvira.— Es cursi, ridículo, insoportable…

Miguel.— (Estaba por salir y…) (Juan Antonio sofoca la risa).

Elvira.— Cada vez que se marcha de casa ha de decirme lo mismo. «— Elvira, hasta luego. Voy al Casino, ¿sabes?» «— Bueno». «— No volveré hasta dentro de tres o cuatro horas». «—Está bien». «—Comeré allí». «—Como gustes». «—¿Qué vas a hacer tú entretanto?» «—Nada; esperarte». «—¿De veras?» «—¡Vamos, no empieces, Miguel!» Y se marcha y se va al Casino, y a los diez minutos un criado con una carta. «—¿Estás ahí? Mándame un pañuelo». «—Ahí va el pañuelo». Y a los cinco minutos otra carta. «—¿Estás ahí? Mándame la boquilla;» y al cuarto de hora… rin, rin, rin, el teléfono. «—¿Sigues ahí? ¿Eres tú?» «—Sí, yo soy». «—Háblame fuerte, que no percibo bien tu voz…» (Gritando). «—¡¡Yo soy!!» «—¡Mentira! Usted no es la señora, usted es Ramona, la doncella,» y tira el aparato y abandona el Casino, monta en el automóvil y entra en casa demudado, nervioso, loco, creyendo no encontrarme, creyendo que le engaño… ¡qué sé yo! ¿Usted cree que hay quien soporte tan grave ofensa? ¿Quién se figura que soy yo? ¡Esto es intolerable! ¡¡intolerable!!

Miguel.— (¡Cómo exagera las cosas!)

Juan Antonio.— Bien; pero comprenda usted, Elvira, que…

Elvira.— Yo no comprendo nada, ni quiero comprender nada: mi dignidad no puede consentir esas dudas que me ofenden y me insultan.

Juan Antonio.— Pero…

Elvira.— Y si fuera eso sólo, pero hay más, muchísimo más. Yo no puedo vestirme ni arreglarme, ni aderezarme un poco. ¡Nada! «— ¿Por qué te rizas? ¿Por qué te recoges el pelo en esa forma? ¿Eh?» «—Contéstame». «—¡Por Dios, Miguel!» «—No, tú quieres agradar a alguien. ¡Sí! Lo leo en tus ojos; tú me engañas». «—¡Miguel, por favor!» «—¡Me engañas, me engañas! ¡Dios mío! Tú estás enamorada de Claudio, el del monoclo». «—Pero…» «—¡Nada! No te inmutas; te delata tu misma turbación. Sí, no hay que dudarlo. ¡De Claudio! ¡De ese petimetre sandio y estúpido!» Y dale con Claudio y toma con el monoclo y a todo esto sin saber yo quién es ese Claudio el del monoclo. ¿Hay quien sufra estas injurias, Juan Antonio?

Juan Antonio.— Bueno, pero sin duda…

Elvira.— ¿Pues y en el teatro? ¡Dios mío! ¡¡Qué noches!!

Miguel.— (¡Como la dejen hablar!…)

Elvira.— «¿Eh? ¿A quién miras?» «—¿Yo? A nadie». «—¡Mientes! ¡Tú estás mirando al de la barba canosa!» «—¡Miguel!» «—Dame, trae, suelta los gemelos». «—¡Toma, hombre, toma los gemelos!»

Miguel.— (¡Eso también lo haces tú!)

Elvira.— Pues me pongo a mirar a la escena. ¡Para qué! «—¡Veo que no le quitas ojo al tenor!»

Miguel.— (¡Y es verdad!)

Elvira.— «En efecto, es un buen tipo, comprendo que te guste». «—¿Otra vez, Miguel?» «—No me lo niegues; te gusta, te gusta».

Miguel.— (¡Y le gusta, vaya si le gusta!)

Elvira.— Bueno, y así en todas partes y a todas horas y siempre igual.

Juan Antonio.— ¡Válgame Dios!

Miguel.— (¡Y la compadece!)

Elvira.— Yo en las iglesias necesito ponerme junto al altar y no mirar ni aun al sacerdote, y en los bailes tengo que esconderme detrás de un portier, y para pasear en carruaje es preciso que lleve echadas las cortinillas y los cristales, y las persianas. ¡Vamos! Le digo a usted, amigo Juan Antonio, que esto no es vivir.

Juan Antonio.— Bien; pero esa escena violenta, que ha obligado a usted a tomar esta resolución…

Elvira.— ¡Nada! Otra barbaridad de mi marido. Figúrese usted que recibe Miguel una atenta carta de Colombine, pidiéndole su opinión sobre el voto de las mujeres. «—Sea enhorabuena, le dije yo, por decirle algo». «—Es extraño, dice él, porque yo no conozco a esta señora, ni tengo notoriedad para que se me consulte». Y se me queda mirando muy fijamente y palidece de súbito y me espeta sin más preámbulo: «—Tú puedes explicarme lo que significa esta carta». «— ¿Eh? ¿Yo?» «—Si, tú; esta carta encierra algo; simboliza algo; esta carta no es de Colombine; esta es una cita disfrazada; una señal convenida». «—¡¡Miguel!!» «—¡Si; si! Esta carta es de Claudio, el del monoclo. ¡Miserable! ¡Canalla!» Mire usted, lo confieso; no pude contenerme; tiré la mesa, los platos, cuanto tenía a mano; le arrojé un salero a la cabeza, nos arañamos, nos pegamos; acudieron los criados, los vecinos ¡hasta el portero! Yo fingí un ataque de nervios; él se encerró en su despacho y yo he salido de aquella casa para no volver más.

Miguel.— (¿Eh?)

Juan Antonio.— ¡Elvira!

Elvira.— Para no volver más, Juan Antonio; yo quiero vivir tranquila; (Cada vez más enfadada). estas luchas van a acabar conmigo; yo soy muy desgraciada; sus celos son injustos; si, señor, muy injustos. (Llora).

Miguel.— (¡Ea! ¡Ya empezó!)

Elvira.— Créame usted, Juan Antonio. (Sin dejar de llorar). Yo no me ocupo de nadie, ni a mí me importa nadie; yo no quiero a nadie más que a Miguel.

Juan Antonio.— ¡Vamos, señora!

Elvira.— Y le he dado muchísimas pruebas de ello.

Miguel.— (Algo afectado). (No; en eso tiene razón, la pobrecilla…)

Elvira.— Miguel es injusto conmigo. (Miguel se seca una lágrima).

Juan Antonio.— (¡Qué tarde, Dios mío!)

Elvira.— Se lo juro a usted; yo soy inocente.

Miguel.— (¡Y yo!)

Elvira.— Yo no doy motivos para que me juzgue de ese modo: yo no sé quién es ese Claudio del monoclo.

Miguel.— (Asomando la cabeza por encima del biombo). Ni yo sé quién es la de Macías, señora.

Elvira.— (Asustada). ¡Ay! (Miguel sale de su trinchera y se coloca frente por frente a Elvira, muy erguido). ¡El aquí!

Miguel.— ¿No ha venido usted? Pues también yo; y antes que usted y a lo mismo que usted.

Elvira.— Pues habrá usted escuchado cuál es mi deseo.

Miguel.— Idéntico es el mío.

Elvira.— ¡El divorcio!

Miguel.— ¡El divorcio!

Elvira.— ¡En seguida!

Miguel.— ¡En seguida!

Elvira.— ¡Me insulta usted con sus celos ridículos!

Miguel.— Y usted me hace escenas insoportables.

Elvira.— ¡Le odio a usted! (Furiosa).

Miguel.— ¡Y yo a usted! (Airadísimo).

Juan Antonio.— (Mediando entre ambos). No hay que exaltarse; calma; prudencia; lo suplico.

Miguel.— Es que…

Juan Antonio.— ¡Silencio! Ahora me toca a mí. Señora, siéntese usted aquí; haga el favor. (Le hace sentar Junto a la mesa). Y tú aquí.

Miguel.— Bueno, pero…

Juan Antonio.— No me repliques; siéntate y cálmate. (Miguel se sienta en el otro extremo de espaldas a ella).

Miguel.— Ya sabes que no desisto ¿eh? ¡El divorcio!

Elvira.— Ni yo tampoco; el divorcio.

Juan Antonio.— ¿Quieren hacerme el favor de dejarme hablar?

Miguel.— Porque ella…

Elvira.— ¡No callará! Es testarudo como un adoquín.

Miguel.— (Levantándose amenazador). ¡Oiga usted, señora!…

Juan Antonio.— (Sujetándole y obligándole de nuevo a tomar asiento). ¿Otra vez? ¿Es que ni aun suplicándolo puedo hacerme oír? Por favor, Miguel; para algo han venido ustedes aquí, y no quiero que hayan venido en balde.

Miguel.— No volveré a interrumpirte.

Juan Antonio.— Conste a los dos, que más que abogado quiero ser, en esta cuestión, un amigable componedor. No, no me interrumpa usted; no está en mi ánimo el volver a unir a ustedes: sería inútil; entre ustedes dos no puede haber ya nada de común. La separación de ustedes se impone; es necesaria, imprescindible. Nada de divorcio ni de escándalo; eso sería dar una campanada demasiado sonora, y no hay necesidad de apelar a tan extremado recurso.

Miguel.— Pero…

Juan Antonio.— Aquí se impone una separación particular, amistosa, educada, como corresponde a personas de la posición social que ustedes ocupan.

Miguel.— Aceptado.

Elvira.— Conforme.

Juan Antonio.— Eso es lo más conveniente, y celebro que se hallen ustedes en tan favorable texitura.

Miguel.— No deseo otra cosa.

Elvira.— ¡Ahora mismo!

Juan Antonio.— ¡Calma! Puesto que ambos son ustedes igualmente celosos, y la vida se les hace imposible y ya no se tienen ustedes cariño alguno, sino antes al contrario, un odio profundo…

Miguel.— Hombre, Juan Antonio, no tanto; al menos por mi parte; eso de profundo…

Elvira.— Tampoco yo he señalado la magnitud de mi antipatía hacia Miguel; porque más que odio es antipatía lo que…

Juan Antonio.— Bueno; grado más, grado menos, para el caso es lo mismo.

Miguel.— ¡Cómo ha de ser lo mismo!

Elvira.— Dice bien Miguel; ¡cómo ha de ser lo mismo!

Juan Antonio.— Puesto que mutuamente se mortifican ustedes, creo lo más conveniente que Elvira vuelva de nuevo a su casa.

Elvira.— ¿A mi casa? Eso sí que no. (Levantándose).

Juan Antonio.— O se marcha usted a viajar.

Miguel.— ¿Sola? (Levantándose también).

Juan Antonio.— ¡Naturalmente! Y así no tienes tú que preocuparte sobre si sale o no sale, o si mira o no mira; que haga lo que mejor le plazca.

Miguel.— ¡Nada de eso!

Juan Antonio.— ¿Eh?

Miguel.— Que nada de eso, hombre; pues estaría bueno.

Juan Antonio.— Pero si a ti no te perjudica, Miguel; si tú puedes hacer otro tanto. Te marchas a un hotel, te figuras que no te has casado y a divertirse.

Elvira.— ¿Eh? ¿A divertirse? ¿Qué se figura que…? Nada de eso, Juan Antonio, nada de eso.

Juan Antonio.— ¡Claro! Todo eso tiene sus inconvenientes, yo no dejo de reconocerlo: la soledad, los naturales sufrimientos de la vida sin una mano amiga y cariñosa que los endulce y los aminore. Recordarán ustedes, acaso con pena, los días felices que pasaron juntos, queriéndose como dos pájaros, y puede que ahora les mortifique un poco la idea de que, andando el tiempo, más adelante… lo que sucede… lo que es de esperar… Miguel llegará a querer a otra mujer, y Elvira a otro hombre.

Miguel.— (Desencajado). ¡¡Ella!! ¡A otro hombre!

Elvira.— (Idem). ¡¡A otra mujer!! ¡¡Él!! (Juan Antonio sonríe satisfecho).

Miguel.— ¡¡Elvira!!… ¡¡Mi Elvira!!

Juan Antonio.— Y tú a otra mujer desengáñate, es lo natural, lo posible.

Elvira.— (Afectadísima). Si: él sería capaz, muy capaz de ello; pero yo… (Llora).

Miguel.— (También muy afectado). Más bien tú serias capaz de esas felonías; yo, no; nunca; mi único defecto ha sido siempre el quererte demasiado. (Llora).

Elvira.— Porque te quiero yo, soy celosa, no por ningún otro motivo.

Miguel.— Pero me haces sufrir mucho.

Elvira.— Y tú a mi lo mismo.

Juan Antonio.— ¿Y es posible que en donde hubo, tanto cariño no quede ninguno? ¿Es posible que un Claudio imaginario y una señora de Macías, que no ha existido nunca, echen por tierra toda una felicidad? No, no. ¡Ea! Se acabaron las rencillas. ¡Vamos! Abrácense. ¡Si están ustedes rabiando por abrazarse!

Elvira.— ¡Por mi!…

Miguel.— ¡Y por mi!…

Juan Antonio.— (Empujándoles cariñosamente). ¡Así! (Elvira y Miguel se abrazan sin mirarse y como avergonzados).

Elvira.— ¡Miguel!

Miguel.— ¡Elvira de mi alma!

Juan Antonio.— (Me han dado la tarde).

Elvira.— Se acabaron los celos, ¿eh?

Miguel.— Eso mismo te digo. Se acabaron para siempre.

Elvira.— ¡Para siempre!

Miguel.— No volverás a mandarme recaditos.

Elvira.— Ni tú a llamarme por teléfono.

Miguel.— Ni me hablarás de la de Macías.

Elvira.— Ni tú de Claudio.

Miguel.— (Abrazándola de nuevo). ¡Mi nena!

Elvira.— ¡Ay!

Juan Antonio.— (Al público).


Ya que un mal rato me han dado
y no he de cobrarles nada,
me estimaré compensado
si el entremés ha gustado
y nos dan una palmada. (Telón).
 

FIN DEL ENTREMÉS

Trance apurado

(CUENTO)

El tío Cachiporras, el hortelano más bruto de la villa de Chúpateesa, caminaba una tarde caballero en su burra, en dirección a Sopapillo, aldea inmediata, en feria a la sazón, cuando tropezó con el señor Sandalio, el organista, uno de los hombres más flacos del mundo, tan flaco, que la ropa no se la hacía un sastre, sino un fabricante de fundas de escopetas.

—¡Tío Cachiporras!

—¡A la paz e Dios, señor Sandalio! ¿Ande se va por ahí?

—A Sopapillo; a tocar en el bautizo de un chavea del tío Maromas.

—¡Rechuflas! ¿A tocar? —preguntó asombrado el tío Cachiporras—. ¿Pero hay órgano en la iglesia de Sopapillo?

—¡Qué ha de haber! —repuso el organista—. Hace años había un piano de manubrio con dos piezas: la pobre chica, que la tocaban en cuasi tos los bautizos, y el miserere del Trabador, que lo tocaban en los funerales de lujo; pero el piano se hizo cisco, y pa sustituirlo mercó el cura un acordeón, que es lo que voy a tocar esta tarde.

—¿Maneja usté también ese chisme?

—Hombre, como manejarlo, no lo manejo ni lo he manejao nunca; pero tirando y aflojando suena, y con tal que suene… ¿Comprende usté?

—¡Claro está, hombre!

—¿Usté va de feria?

—Sí, señor; voy a ver si cambio esta burra por otra más maja.

—¿No se apaña usté ya con la Lucera?

—M’apaño, sí, señor, pero tiene muchos años encima, y no está ya muy católica.

—Ea, pues vamos juntos, y se nos hará más corto el camino.

Echó pie a tierra el tío Cachiporras, y ambos amigos, charlando animadamente, prosiguieron su viaje.

La aldea de Solapillo estaba separada de Chúpateesa por el Chorrito, un riachuelo que durante el verano llevaba menos agua que un pájaro en el pico, pero en otoño, y cuando menudeaban las lluvias, aumentaba tanto su caudal, que a veces era peligroso vadearlo.

El día de nuestro cuento tanto había llovido la semana anterior, que el riachuelo, ensanchado de cauce, parecía un verdadero rio.

Cuando Sandalio y el tío Cachiporras llegaron a la orilla, y vieron tan enorme cantidad de agua, se quedaron en una pieza.

—¡Rechuflas! ¡Si que se l’han hinchao los morros al Chorrito!

—¿Cómo atravesamos esto, tío Cachiporras?

—Montaos en la Lucera.

—¿Podrá con los dos?

—¡Pa lo que usté pesa!…

—Oiga usté. ¿Habrá algún peligro?…

—Yo creo que no; nunca ha sido hondo el lecho del rio. Puede que lo vadeemos sin que el agua nos llegue ni siquiera a las botas. ¡Ea! No hay que pensarlo más: ande usté pa arriba.

Montó en la burra el tío Cachiporras, subió a la grupa el flaco organista, y tras de un par de buenos varazos que supieron a la Lucera a cuerno frito, penetraron rio adentro.

Al principio no iba mal la cosa; el agua apenas llegaba a las rodillas del pobre animal, pero, en el centro del rio, la impetuosa corriente había arrastrado gran cantidad de arenas de su cauce, y era éste más profundo que de ordinario.

Sandalio y el tío Cachiporras vieron con terror que la burra se hundía cada vez más.

—¡Tío Cachiporras, que esto es grave! ¡Que la corriente tira mucho! ¡Que la burra pierde pies!

El tío Cachiporras, mudo de espanto y mojado hasta la cintura, arreaba la burra con voz temblorosa.

—No se asuste usté; mientras la Lucera pise el fondo no hay cuidao.

—¡Tio Cachiporras, que nos ahogamos! —gritó el organista al sentir que se hundían más cada vez—. ¡¡Que nos ahogamos!! ¡¡Dios mió, sálvanos!! ¡¡Virgen del Carmen!! ¡Creo en Dios padre, todo poderoso!… —y comenzó a rezar.

—¡No rece usté, rechuflas! —gritó, como loco, el tío Cachiporras—. ¡No rece usté!…

—¿Por qué? ¿Porque no es muy católica la burra?

—Al contrario: porque si oye el rezo y se hinca nos ahogamos.

Mentir a tiempo

(Jardín. A la derecha fachada de casa pobre, con puerta practicable. Ante ella una mesa rústica y sobre la mesa un barreño con agua, unas tijeras de podar y un montón de rosas y claveles blancos. Cerca de la mesa dos sillas de anea, una regadera de latón y algún otro detalle de jardín. Es de día. La acción en un pueblo de Andalucía).

ESCENA PRIMERA

DOÑA LOLA Y DOLORES

Dolores.— (Que es Joven y bonita, guarda nerviosamente en una caja de cartón varios estuches de diversas formas y tamaños). ¡Así!… ¡La tumbaga… y el abanico… y la cadena, y los pendientes de coral!… (Cierra la caja).

Lola.— (Dentro). ¡Dolores!…

Dolores.— (Malhumorada). ¡Qué!

Lola.— (Dentro). ¿Estás hasiendo el ramo que encargó don Matías?

Dolores.— (Como antes). ¡Sí, señora! (Sentándose muy nerviosa). Y que vaya a divertirse con su madre: tengo yo muchísimo orguyo en mi cuerpo, pe que venga a tomarme el pelo ningún esaborío.

Lola.— (Dentro). ¡Dolores!

Dolores.— ¡Quééééé!…

Lola.— (Dentro). Tráeme unos cuantos claveles blancos.

Dolores.— (Sin moverse de la silla y de muy mal talante). ¡No hay claveles blancos! (Suenan cuatro campanadas). ¡Digo! ¡Las cuatro ya! ¡Y yo esperándolo desde las dos! ¡Vamos! ¡Si a quien se le diga no lo cree! Si en ocho meses que yevamos de relasiones no ha venido a su hora ni un solo dial ¡Ni un solo dia! ¡Canaya! ¡Más que canaya!

Lola.— (Dentro). ¡Dolores!

Dolores.— (Botando de la silla). ¡Ay! ¡Quééééé!

Lola.— (Dentro). Dame el oviyo de la guita.

Dolores.— (Gritando desesperada). ¡¡Ya le he dicho a usté que no hay guita, que no tengo guita, que se acabó la guita!!

Lola.— (Por la derecha y con un ramo de flores a medió confeccionar). ¡Pero hija!…

Dolores.— ¡Pero madre!

Lola.— ¿Es que voy yo a pagá las faltas de tu novio?

Dolores.— ¿Y es que yo voy a pagá la farta de memoria de to el mundo? ¿No sabe usté que no hay guita? ¿Que se acabó la guita?

Lola.— Mira, mira; poquito alboroto, ¿eh? ¡Ay, la niña! No tienes tú la culpa sino yo, que desde el primer día no puse en mitá del arroyo al… tarambana ese, que te está amargando la vía. ¡Pues está bueno! Porque lo que tú tienes no es más que eso; bilis. Y esto se va a terminar muy pronto, pero que muy pronto.

Dolores.— Eso digo yo.

Lola.— Lo que sobran en el mundo son hombres, con más formalidá y con más desensia que ese infundioso que te está repudriendo la sangre.

Dolores.— Descuide usté: lo que toca hoy, sale ése de aquí con dos banderiyas de fuego.

Lola.— No será tanto.

Dolores.— Por mi salú que no vuelvo a mirarlo más a la cara.

Lola.— Hase un mes que estás diciendo lo mismo.

Dolores.— Pues de hoy no pasa; mírelo usté. (Se besa el dedo pulgar con las de Caín).

Lola.— Desengáñate, Dolores; ese hombre no pué serví pa cosa buena. A mi dame tú personas que digan la verdá siquiera una vez por semana; pero ¿cuándo ha dicho tu novio una verdá? ¿Se pué sabé?

Dolores.— En su vida.

Lola.— Si está de broma to er santo día: si le yaman Miguelito Chirigotas y Miguelito el de los embustes y…

Dolores.— Bueno: no hay que habla más del particular se acabó.

Lola.— ¿Vas a rompe con él de veras?

Dolores.— Como que tengo aquí ya tos sus regalos pa devolvérselos.

Lola.— Es que ya te he visto cargá con los regalos más de cuarenta veses y luego…

Dolores.— No se preocupe usté; hoy se los yeva. ¡Vaya si se los yeva! Pues no faltaria más. ¿Cree usté que está ni medio regulá lo que hase conmigo? ¿Le doy yo motivos pa que se porte de esta manera? Porque el que una novia aguarde un cuarto de hora a su novio, me párese la cosa más naturá del mundo, pero ¿aguardar dos horas tos los días? ¡Vamos! Ni el santo Job, que en paz descanse, aguardó a su novia tanto tiempo. Lo que aquí pasa es que he estao yo siega hasta ahora mismito.

Lola.— Ni más ni menos.

Dolores.— Pero ya he abierto los ojos.

Lola.— Qué ganas tengo de verte tranquila: porque te advierto que desde que tienes relasiones con Migué, no eres la misma de enenantes; has perdió tus colores y tu frescura y tu risa naturá y…

Dolores.— ¿Pero usté sabe lo que me ha hecho sufrí ese mal nasío? Si yo en lugá de sangre debo de tené tintura de yodo. Si son muchos los berrenchines que me ha hecho pasa.

Lola.— Pues, hija, haberlo mandao con viento fresco.

Dolores.— Si no ha podio sé, madre: más de veinte veses me he propuesto acabá con él y he tenío que dejarlo pa otro dia; ¿no ve usté que me hase reí con sus cosas? Y es claro, en cuanto que me río, pierdo la fuersa morá y estoy perdía.

Lola.— Como que otra cosa no tendrá el niño; pero prinsipiando a hablá…

Dolores.— Y que siempre ha de encontrá una salía: eso es lo que más me quema la sangre.

Lola.— ¿Por qué tardó ayé? ¿Te lo dijo?

Dolores.— Caye usté; no sé cómo no le tiré el lebriyo a la cabesa. Después de estarme mareando dos horas, con que si te lo digo o si no te lo digo, va y me dise que había tardao porque había estao eligiendo unas muestras de relente pa pone una fábrica de reúma.

Lola.— ¡Asín se le hubiera quedao bardá la lengua!

Dolores.— ¿Pues y el lunes? ¿Se acuerda usté de lo que tardó el lunes? Pues va y viene el muy sinvergonsón con la cara muy compunjia y me dise… (Remedando a Miguel). «Dolorsiya, perdona, mujé; he tardao una miaja, pero ha tenio la culpa Frasquito Pamplinas. Frasquito Pamplinas: tú le conoses; ese que tiene las piernas torsías y que al andá va disiendo que no con to el cuerpo». Bueno, y yo a to esto cayá. «El pobresiyo está dando las boqueás: anoche se atracó de tomates crudos y tiene un miserere a toa orquesta». Y yo cayá. Y él… «Na: y que dise el médico que se muere, que no tiene remedio. ¡Mardita sean los médicos! ¿Mira tú que desí que no tiene remedio? ¿Señó, no se ha atracao de tomates crudos? Pues hombre, que le reseten grillos en cársulas». ¡Claro! Me hiso grasia la salía, me reí y perdí la fuersa morá.

Lola.— Pues hija: amárrate la fuersa morá aunque sea con cordeliyo; porque si hoy te pasa lo mismo…

Dolores.— ¿Eh? Párese mentira que sea usté mi madre y me conosca tan malamente. Hoy sale de aquí ese infundioso, con dos calabasas en las espardas que va a nesesitá un sirineo. Lo que toca conmigo, no vuelve a divertirse.

Lola.— Gracias a Dios que te oigo rasoná alguna vez.

Dolores.— Anda y que vaya a divertirse con su hermana o con su tía.

Lola.— Pues ahí lo tienes.

Dolores.— Me alegro.

Lola.— Te dejo con él, pa que no vaya disiendo luego que he tenío yo la culpa de las calabazas.

Dolores.— Me párese muy bien.

Lola.— (Haciendo mutis por la derecha). ¡Ay, San Antonio! ¡Que mi niña no pierda la fuersa morá! (Mutis).

Dolores.— Calma, Dolores; las banderiyas hay que ponerlas en su sitio. (Se sienta dando espaldas a la Izquierda).

ESCENA II

DOLORES Y MIGUEL

Miguel.— (Por la izquierda. Es un barbián en toda la extensión de la palabra, viste flamencamente aunque sin exagerar la nota. Al entrar se detiene). (Cara vuelta, gesto torsío y la cajita de los regalos ensima de la mesa. Mucha labia, Miguelillo; mucha labia o te quedas sin este rayito de sol). ¡Salú, morena! ¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Cara de vinagre tenemos? ¡Por vía e le má, hombre! ¿Tambien tú? Era lo uniquito que me faltaba. ¡Cuando yo digo que hay días que debiera uno quedarse en la cama y ponerse un botijo a los pies! Cuidao con la tardesita que estoy pasando. ¿No te has enterao, Dolorsiya?

Dolores.— (Sin mirarle). ¿De qué?

Miguel.— De lo de mi primo Manolito.

Dolores.— ¿Qué Manolito? ¿El torero?

Miguel.— El torero, mujé, el torero. ¡Malhaya sean los toros, hombre!

Dolores.— ¡Ay! ¿Le ha pasao algo Migué?

Miguel.— ¿Pero de veras que no sabes na? Pues si no hablan de otra cosa los diarios: espera. (Saca un periódico del bolsillo y lo desdobla).

Dolores.— (¡Dios mío! ¿Será otro infundio?)

Miguel.— Aqui está, escucha: (Leyendo). «La corrida de Zamora». ¡Maldita sea! En Zamora tenía que sé; por argo m’han sío siempre antipáticos los catalanes.

Dolores.— ¿Pero qué dise?

Miguel.— Agárrate. (Leyendo). «Zamora trece, veinte, quince». ¡Cámara y qué líos de números! «Se lidian toros de Becerra, actuando de espada Manuel Salivilla, alias Cometa. Preside el alcalde señor Meana». ¡Meana! Vaya un apeyido que se gasta el alcalde de Zamora: es una palabrita como pa equivocarse.

Dolores.— Vamos, hombre, que me tienes nerviosa.

Miguel.— (Leyendo). «Primero: Carlos Quinto; negro bragao. Cometa lo lancea de capa perdiendo terreno. Al rematá una verónica es enganchado y volteado».

Dolores.— ¡Josú!

Miguel.— «La plaza se inunda de sangre».

Dolores.— ¡María Santísima!

Miguel.— «Carlos Quinto atraviesa el ruedo llevando enganchado al infortunado espada».

Dolores.— ¡Ay, pobresito!

Miguel.— «Por fin, en un derrote, Cometa es arrojado a la altura sin que se sepa todavía dónde ha caido». (Dolores se levanta indignada y mira a Miguel con las de Caín). ¡Señores! Es mucha la fuersa que tienen los toros en la cabesa.

Dolores.— (Poniéndole una mano en el hombro). Escucha, Migué: ni tú, ni otro que valga más que tú, se limpia la dentadura con mi cutis.

Miguel.— ¿Eh?

Dolores.— No ha nasio la hija de mi mare, pa servirle a nadie de felpúo.

Miguel.— ¡Pero chiquiya!

Dolores.— Es que tú te crees que he venio yo al mundo pa que ningún sinvergonsón…

Miguel.— (Interrampiéndola). Pero escucha, mujé; si yo…

Dolores.— Déjame hablá. Es que tú te crees que he venio yo al mundo…

Miguel.— (Interrumpiéndola de nuevo). ¿Es que estás enfada de veras? ¡Dímelo!

Dolores.— (Sin hacerle caso). Pa que ningún sinvergonsón…

Miguel.— (Como antes). Ya sé por lo que estás enfadá: no me digas más: ya lo sé. ¡Digo! Te lo ha dicho Marselino, el primo de Lorenso el matarife.

Dolores.— (Desesperada). ¿Pero es que no vas a dejarme habla?

Miguel.— Tú estás enfada conmigo, porque me he pegao esta mañana con Antoñito el relojero. (Dolores pretende hablar y Miguel se lo Impide). No me digas que no: más fijo es que la luz; si te conosco. Y qué: ¿te ha yamao la atensión el que yo me pegue con Antoñito el relojero? ¿No me dijiste tú que ese niño te hasía daño? ¡Pues entonces! Además, que lo que ha hecho con mi reló, no tiene nombre: figúrate que se lo doy pa que me lo componga, y va el tío guasón y le pone las dos maniyas iguales. (Enseñándole el reloj). ¡Malhaya sea la má! Vamos a ve, ¿distingues tú al minutero del otro? ¿Pué sabe nadie la hora que es en este reló? Te digo que me suseden a mi unas cosas que no le han susedío ni a Santa Rita, y eso que a Santa Rita le susedieron tos los imposibles, según cuentan. ¡Malhaya sea la ma! ¿Pues no me tiene hecho un lio el arrastrao reló? Como que esta mañana a las siete en punto, creí que eran las dose menos veintisinco y pedí el almuerso.

Dolores.— ¡Ah! Entonses… quiere desí… que hoy has tardao por causa del reló, ¿no es verdá?

Miguel.— (Extrañado). ¿Que he tardao? Vamos, Dolorsiya, ¡tú no estás buena de la cabeza! ¡Mira que desí… que he tardao!

Dolores.— ¿Hablas en serio?

Miguel.— Mujé, ¿cómo quieres que te hable?

Dolores.— ¿Tú sabes la hora que es?

Miguel.— (Consultando su reloj). Las dos y veinte.

Dolores.— Las cuatro y diez.

Miguel.— (Afectando asombro). ¿Las cuatro y diez? ¡Maldita sea la má! Cuando yo digo que este reló me va a volvé loco: porque aquí, lo mismo puén sé las dos y veinte que las cuatro y dié. ¡Malhaya sea la má!

Dolores.— Mira, Migué: déjame hablá, que voy a desirte mí última palabra. Entre tú y yo…

Miguel.— (Interrumpiéndola). Pero si hay pa pegá tiros, hombre. Si he estao yo hasiendo tiempo pa vení porque me pareció que era muy temprano. Si…

Dolores.— (Interrumpiéndole). Entre tú y yo…

Miguel.— (Sin dejarla hablar). Si me he llevao dos horas ahí en la esquina aguantándole la mecha a Isidorito Bonilla. ¡Bonilla, mujé! Aquel niño tan patoso que se fué a Méjico por no serví al rey. ¿No le acuerdas tú de Bonilla? El hijo de Pascuala la remendá: el que le dio la puñalá a Manteca; ¿tampoco te acuerdas de Manteca? Sí, mujé; ese que se come los merengues y se echa los vasos de agua por el cueyo de la camisa; uno muy largo, muy largo, ya ves tú si será largo que tiene que sacarle un kilométrico a ca garbanso pa que le lleguen al estómago.

Dolores.— Mira, Migué…

Miguel.— (Como antes). Y vaya unos humos que se trae Isidorito: dise que ha toreao sien corrías y que trae mil orejas, ¿pero qué irá a hasé ese niño con tantas orejas? Asi permita Dios que le salgan sabañones en toas eyas. ¡Malhaya sea la ma! ¡Cuidao que hay gente infundiosa en este mundo! A to el que dise una mentira, lo cogía yo y le corgaba un cascabelito de la lengua; pero un cascabelito que pesara siquiera media arroba. ¡Malhaya sea la ma!

Dolores.— Te advierto que estás perdiendo el tiempo y es una lástima.

Miguel.— ¿Eh?

Dolores.— Yo no soy ya la misma; no me hasen mardita la grasia tus cosas. Entre tú y yo ha terminao to lo que había, con que toma lo tuyo, dame lo mío, ca uno en su casa y Dios en la de todos.

Miguel.— (Lo mismo que ayé).

Dolores.— Espera. (Toma la caja y la abre).

Miguel.— (Ahora me da los regalos uno a uno, como tos los días).

Dolores.— No quiero que digas que me quedo con na tuyo. Toma: los pendientes de corá.

Miguel.— ¿Los pendientes de corá? Ya sé por qué me devuelves los pendientes de corá.

Dolores.— ¿Eh?

Miguel.— A ti te han contao lo de la rifa.

Dolores.— ¿Qué dises?

Miguel.— No te hagas la nueva; a ti te han contao lo de la rifa; na mujé, que a ti te han contao lo de la rifa.

Dolores.— ¿Pero de qué rifa me hablas. Migué?

Miguel.— ¿No lo sabes de veras? Mujé, pues si es lo más grasioso que me ha pasao en mi vida. Si tú no te enfadaras, te lo contaba.

Dolores.— Pero…

Miguel.— Dime que no te vas a enfada.

Dolores.— Bueno: no me enfado.

Miguel.— ¿Palabra?

Dolores.— Palabra.

Miguel.— Pues escucha que te vas a reí. ¡Malhaya sea la ma!… ¡Si tiene esto más grasia!… Tú te acordarás que a los pocos días de ponemos nosotros en relasiones, cayó la conversación sobre los sarsiyos y tú me dijiste que lo que más te gustaba en er mundo, eran unos sarsiyos de corá.

Dolores.— (Muy sería). Es verdá.

Miguel.— Bueno: pues salí yo aqueya noche de aquí con las tripas negras y más quemao que la lu y con una sangresita que me río yo del vinagre de yema.

Dolores.— ¡Ay! ¿Por qué?

Miguel.— Mujé, ¿por qué había de sé? Porque quería comprarte unos sarsiyos que hisieran raya y no tenía un metá.

Dolores.— ¡Josú!

Miguel.— Tú sabes que yo en aquel entonse andaba muy alcansao de dinero; es desí, más que alcansao, me llevaba… el dinero… bastante delantera. (Dolores ríe y se contiene). Bueno; pues llegé a mi casa y principié a cavilá y que si quieres. Ni qué vendé, ni qué empeñá, ni a quién pedirle los catorse o quinse duros que nesesitaba pa comprarte unos pendientes dignos de esos oidos tan presiosos.

Dolores.— ¿Pues cómo me los compraste, Migué?

Miguel.— Verás tú; no sabiendo por dónde tirá, se me ocurrió darle un timo a los amigos y pensarlo y haserlo, to fué una misma cosa.

Dolores.— ¿Eh?

Miguel.— No te asuste, no fué na malo. Tú sabes que en la fachá de mi casa hay un reló de sol. ¡Na! Un peaso e marmo susio y un cacho de jierro saliente; pues me dije, ahora mismito voy a rifá el reló de só y fui y mandé hasé sien papeletas ca una con un número, en las que se desia: «Se rifa un magnifico reló de só. Darán rasón en la plasa de Jerusalem, número dose, donde se encuentra de manifiesto. Número… tanto, precio, una peseta».

Dolores.— ¿Y las vendiste?

Miguel.— A puñaos: ¡hay una de primos en este mundo!

Dolores.— (Riendo). Eres el demonio.

Miguel.— ¡Como que ibas tú a quedarte sin pendientes de corá! Primero me quedo yo sin habla.

Dolores.— Escucha, ¿y qué hiso el que sacó el reló?

Miguel.— No me hables.

Dolores.— ¿Eh?

Miguel.— El señó Marselino, el de la carnicería, fué el agrasiado. ¡Josú! Cuando se olió que habla sío un timo… ¡Camará! ¿Tú no te acuerdas que tuve la cara vendá?

Dolores.— ¿Eh?

Miguel.— Me cogió a traisión… y qué guanta no me daría, que me encontré con toas las muelas en un mismo lao.

Dolores.— ¡Qué atrosidá! ¿Y qué hisiste tú, Migué?

Miguel.— Pues… ponerme árnica. ¿Qué se me importaba a mí una bofetá, ni sien bofetás, si había podido darte gusto y tenías tú dos sarsiyos de corá como dos soles? (Acercándose a ella melosamente). Pídeme tú una pestaña de San Pedro y subo ar sielo y te la traigo; porque yo seré una mijita fartón y una mijita chirigotero y to lo que tú quieras; pero en lo que toca a queré, ríete tú de las flores que mudan de coló. Pa queré con fatigas este cuerpo: menda, el hijo de mi madre (Abrazándola).; tu Miguelito.

Dolores.— (Dejándose abrazar). ¡Si fuera eso verdá!…

ESCENA III

DICHOS Y LOLA

Lola.— (Por la derecha). ¡Muy bonito! Por lo visto no solamente has perdió la fuersa morá, sino que también has perdió la vergüensa.

Miguel.— ¡Vamos, señora!

Lola.— Allá tú, hija; con tu pan te lo comas.

Dolores.— Qué quiere usté que haga: mientras este arrastrao mienta de esa manera estoy perdía.

Miguel.— Pues ya hay pa rato. Ea; cuélgate esos pendientes, rompe esa arrastrá caja que me raya las tripas, pon esa cara contenta y déjame descansá una mijita, que de inventá tantas mentiras me duele… hasta el hueso del pensamiento. (Al público).


Y un aplauso por favor,
pues he probado con creces
que las mentiras, a veces,
suelen salvar el amor.
 

FIN DEL ENTREMÉS

Adán y Evans

(Evans por un lateral con unas cuartillas en la mano).

Aquí me presento yo, señoras y señores y niños, si es que los hay. Y como me presento solo y no tengo quien me presente a ustedes, pues voy a presentarme yo solo. Bueno, claro está que ya me he presentado solo; pero quiero decir que como me presento solo, voy a presentarme solo… Me estoy haciendo un taco; pero, vamos, ya ustedes comprenden lo que quiero decir. Un servidor de ustedes es Juan Francisco Evans, periodista. He sido nombrado redactor de El Globo, un antiguo periódico que acaba de resucitar con grandes vuelos y que me parece que le va a quitar el tipo a lodos los periódicos de la noche, incluso a El Día, porque no hay que ser muy listo para comprender que El Globo tiene forzosamente que subir…

Bueno, pues el director me dijo al admitirme:

—Oiga usted, amigo Evans: yo deseo que mi periódico publique diariamente una interviú; esos trabajos están ahora muy de moda; pero como desgraciadamente no queda un solo español a quien ya no hayan interviuvado, quiero que usted, que tiene imaginación y cultura, simule interviuves con cada una de las grandes figuras históricas o legendarias que han descollado en el transcurso de los siglos. Interviuves fantásticas, ¿eh? Un día puede ser Nabucodonosor, otro día puede ser Júpiter y otro día puede ser Marte. Conque, a trabajar, y a ver cómo lo hace; porque si su primer trabajo no me agrada, tendré el sentimiento de echarle de El Globo.

Bueno, y aquí estoy yo con mi primer trabajito interviuvista; porque es lo que yo me he dicho: planchas, no. Antes de llevarlo al periódico quiero leérselo a unos cuantos amigos, y mejores amigos que ustedes…

Claro que el trabajo no lo firmo yo con mi nombre. ¡Quiá! He buscado un pseudónimo, y por cierto que he encontrado uno que quita la cabeza. Primero pensé firmar con el pomposo pseudónimo de «El Caballero del Chaflán»; pero me dijeron que eso del chaflán no tenía bastante saliente, y voy a firmar con el pseudónimo de «Garrote»; asi, en seco «Garrote». Como soy delgado, enteco y algo tieso, creo yo que el «Garrote» me pega.

Claro que ya habrán ustedes supuesto con quién he simulado mi primera interviú: he interviuvado a nuestro padre Adán. Yo quería que mi primer trabajo fuese un trabajo de verdadera altura y me dije: Mayor altura que el Paraíso… (Ríe).

Me rio, porque yo le pregunto a Adán en la interviú:

—¿Cuándo nació usted?

Y él me contesta:

—Yo nací a los veintitrés años.

Y esto es una verdad como una mezquita. Adán nació a los veintitrés años. No sé si esto lo dice el Pentateuco; pero si no lo dice el Pentateuco, lo digo yo, y es de una lógica que lamina, porque ¡caramba! Si Adán nace como un crio cualquiera, figúrense ustedes qué espanto. Sin madre, sin nodriza, sin una persona que le diese los indispensables biberones… ¡Un horror! Y con la de animales que había en el Paraíso. Porque hoy día, y gracias a los medios de comunicación, los animales están más repartidos y hay animales en todas partes; pero entonces…

Oigan, oigan ustedes.

(Leyendo).

—¿Recuerda usted, amigo Adán, algo de su nacimiento?

—Hombre, verá usted; tengo una idea muy nebulosa; pero, en fin, recuerdo que yo antes de nacer era barro.

—¡Caramba!

—Sí, señor yo estaba al pie de una higuera.

—¡Hombre!

—A una cacatúa se le ocurrió hacer el nido en aquel frondoso frutal, y durante varios días estuvo cogiéndome y colocándome sobre unas pajitas.

—Muy interesante.

—Pero llovió tanto, que yo, hecho barro nuevamente, caí al suelo. Entonces pasó por allí el Sumísimo Hacedor. Se sentó bajo el árbol para guarecerse de la lluvia, y oi que decía: «He creado una de animales que me parece que se me ha ido un poco la mano; pero no he hecho ninguno que pueda calificarse de perfecto animal: voy a ver si me sale. Puesto que no tengo aquí otra materia, lo haré de barro. Lo haré de éste que se ha caído de un nido…» Y me cogió, me moldeó, me sopló, y me encontré de pronto tal como estoy.

—¡Caramba, caramba!… ¿De modo que usted, antes de nacer, ya estaba en la higuera?

—Sí, señor.

—Y óigame, querido Adán: ¿cómo lo pasaba usted en el Paraíso?

—Hombre, el principio estaba un poco cortado.

—¿Es posible?

—Sí, señor. Como el suelo estaba lleno de zarzas y yo no usaba brodequines…

—¡Ah! ¡Ya!

—Pero luego me habitué y no lo pasaba del todo mal. Cuidaba de los animales… Aquí mis gallinitas… Allá mis ovejas… Acomodaba a cada especie en su sitio para que no hubiese disturbios ni grescas…

—De modo que usted estaba en el Paraíso de acomodador.

—Sí, señor; de acomodador.

—Y dígame: ¿es cierto que hablaban los animales?

—No, señor. Hablaban únicamente los loros y las diversas especies cotorriles.

—¿Y qué decían los loros, recuerda usted?

—Lo de siempre: «Lorito real, para España y no para Portugal».

—Muy bien.

—¿Qué animales bailaban en aquel entonces?

—El oso y el mono.

—¿Bailaba ya la tórtola?…

Esto le va a gustar mucho al director, porque siempre que se le habla de la Tórtola se le hace la boca agua.

Pero lo más interesante de la interviú es cuando yo le digo a Adán: «Hábleme usted de Eva», y coge Adán una silla para pegarme un silletazo. Porque, ustedes no me crean, pero yo juraría que la causa de todas las desgracias que llovieron sobre el pobre Adán, la tuvo la socia que le impusieron a la trágala. Bueno, Adán era un analfabeto, no tenía experiencia, y además era un primo; y es claro, cayó en el garlito. Pero a mí, con lo que yo sé de la vida, me ponen en un paraíso como aquél, con buena temperatura, buenos frutales, ligero de ropa y haciendo a todas horas mi santísima voluntad, y bueno; se me presenta una señora dándome la coba, y le doy una bofetada que la desvertebro. Ustedes me perdonen, señoras mías, pero tengo mis motivos para pensar así.

Por eso en la interviú me meto con Eva. ¡Que se fastidie!… Oigan, oigan ustedes.

(Vuelve a leer).

—¿Cuándo vio usted a Eva por primera vez, amigo Adán?

—Verá usted: yo me había dormido a la sombra de un guindo, y cuando abrí los ojos vi que como a dos metros había una señora metida en carnes, con las manos en el cogote y bailando esa danza que llaman de la cadera.

—¡Caracoles, qué raro!

—Yo me dije al verla: «Esta tía está loca»; y me levanté como para irme, y va ella y se me pone delante y me dice guiñándome un ojo: «¿Te la digo, resalao?» Aquello me hizo gracia, y como yo, en realidad, necesitaba una doméstica, le dije: «Bueno, mujer, quédate». Pero bien me pesó, ¡bien!

—Sí, ¿eh?

—Calle usted, hombre. No tiene usted una idea de los disgustos que me proporcionó. Sisaba; hacía rabiar a los perros; andaba siempre detrás de los pollos; metía los toros en el gallinero para asustar a los gallos; coqueteaba con los elefantes, y me engañaba de una manera que no había derecho. Casi todas las tardes me decía que me había guisado un carnero, y luego me daba cada mico…

—Bueno; pero lo de la manzana…

—¿Qué manzana?

—¿Eh? ¿Pero a ustedes no les echaron del Paraíso porque comieron de las manzanas prohibidas?

—No, señor, si la fruta prohibida no era la manzana; era el coco.

—¿El coco?

—Sí, señor. ¡Anda! Y poco miedo que le tenía yo al coco.

—¡Caramba! ¿Y por qué lo comió usted?

—Porque no hay que darle vueltas, caballero; como una mujer se empeñe en una cosa… En fin; ya usted las conoce. Eva se levantó una mañana diciendo: «Este tío prueba el coco», y probé el coco, y además me gustó muchísimo el coco; cada cosa en su sitio.

—¿Tiene usted algo más que decirme, amigo Adán?

—Hombre, sí; que me molesta muchísimo, muchísimo, eso de que llamen Adán a todo el que es un sucio; porque yo, sépalo usted y hágame el favor de decirlo por ahí; yo me lavaba, me bañaba, me peinaba y hasta me sacaba la raya todos los días. Claro que mi indumentaria dejaba bastante que desear: dos hojas de plátano y un manguito de piel de nutria; figúrese usted…

—¡Ah! ¿De manera que las hojas no eran de parra?

—El primer día fueron de parra; pero luego opté por el plátano, porque me dije: estas hojas se estropean mucho, y como Eva se me suba a la parra, todos los días vamos a tener un disgusto.

—¡Ya!

—Después utilizamos para vestirnos plumas de distintas aves: plumas de águila, de avestruz, de ganso… Pero no todas servían, no, señor; las más a propósito eran las plumas de águila, por eso yo le dije a Eva: «Mira, para vestidos, El Águila», y me vestí del Águila hasta que sucumbí.


Y Adán no dijo más nada.
Ahora, si ustedes me dan
solamente una palmada,
con ella me indicarán
que mi interviú con Adán
merece ser publicada.
 

El bicarbonato

(TRAGICOMEDIA ESTOMACAL IRREPRESENTABLE)

(Comedor de un hotel. Acaba de celebrarse un banquete. En un extremo de la mesa hay una concha con una aceituna negruzca que nada en salmuera. En un platillo, una lonja de salchichón con muchos granos de pimienta. Junto al plato, el panzudo tapón de una botella de champagne).

La aceituna.— (Asomando la cabeza y oyendo desfilar a los comensales. La aceituna debe tener cabeza, puesto que tiene rabo). ¡Señores, qué barbaridad! ¡Y luego hablan de los estorninos! Los hombres sí que son voraces.

El tapón.— (Ásperamente. Como es hijo de un alcornoque, es bastante bruto). ¡Porra! ¿Te han respetado y te quejas?

La aceituna.— ¿Tú sabes el susto que he pasado? Cada vez que pinchaban a una de mis hermanas veía yo llegada mi última hora. ¡Y cómo las mordían! ¡Qué brutos! Decían las pobrecitas que les llegaban hasta el hueso.

El salchichón.— (Suspirando amargamente). ¡Ay de mí!

El tapón.— ¿Otro que se queja? ¿Qué te pasa?

El salchichón.— (Por la pimienta, sin duda). Que tengo unos granos que me molestan una atrocidad.

El tapón.— Eso no será nada. Si hubieras estado como yo, prensado en el gollete de una botella, con un endemoniado liquido que me empujaba hacia arriba y dos alambritos que me apretaban hacia abajo… Y en invierno, menos mal; pero en verano, el champagne, con el calorcito, se ponía tonto y empujaba de un modo, que fíjate cómo tengo la cabeza: parece que me peino con doble raya.

La aceituna.— Así te esponjas ahora.

El tapón.— ¡No que no! Menudo salto pegué cuando me dieron libertad.

La aceituna.— ¡Qué crueles son los hombres!

El salchichón.— No lo sabes tú bien. Once años he estado yo prestándoles relevantes servicios sin formular la más leve queja, y mira en lo que he venido a parar.

El tapón.— (Extrañadísimo). ¿Servicios tú? ¿Pues tú no eras en vida de esos marranos que se comen a mis sobrinas las bellotas?

El salchichón.— (Tristemente). No; yo he sido asno; un pobre animal a quien los hombres, injustamente, llaman burro.

El tapón.— ¡Ya!

El salchichón.— Precisamente es eso lo que me molesta; que todo el mundo cree que he sido en mis tiempos un cochino.

La aceituna.— Escucha. ¿Y por qué te habrán respetado los comensales?

El salchichón.— Creo que por los granos. ¿Y a ti?

La aceituna.— (Avergonzada). A mí, por zapatera. Como a fuerza de sufrir tengo tan mal semblante…

El tapón.— ¿Has sufrido mucho?

La aceituna.— Un horror. Yo estaba en mi rama, sin meterme con nadie, y un día unas mujeres comenzaron a varazos conmigo y me arrojaron al suelo.

El salchichón.— (Estremeciéndose y como si quisiera arquear el lomo). Sé lo que son varazos, los he recibido de lodos los calibres.

La aceituna.— Me recogieron del suelo y me echaron en un líquido maloliente y acre, tan acre, que perdí el conocimiento. Cuando volví a la vida me encontré perfectamente instalada en un tarro de cristal, en donde he permanecido hasta ahora. Por fortuna, me colocaron en primera fila, y he podido, desde mi vidriera, ver lo que es la vida y lo que son los hombres. ¡Ah! Si yo pudiera vengarme de ellos…

El salchichón.— ¡Vengarse de los hombres…! ¡Qué divino placer!

El tapón.— Pues bien que podéis vengaros.

La aceituna.— ¿Crees tú…?

El tapón.— Naturalmente.

El salchichón.— ¿Y qué podemos hacer, di?

El tapón.— Cuando alguien os introduzca en su estómago, no os achiquéis; intrigad, protestad; que no os lleve vuestra curiosidad a meteros por unos callejones tortuosos, donde moriríais seguramente: quedaos en el estómago, no haced caso de los jugos gástricos; ya veréis cómo no sois vosotros, sino el hombre quien sucumbe. Yo, antes de ser tapón, serví de alzapié a un sabio médico y sé mucho de esas cosas.

La aceituna.— Pues yo te juro…

El tapón.— Calla, que alguien viene. (Un camarero comienza a retirar el servicio. Advierte la presencia de la aceituna y la coge).

La aceituna.— ¡Canalla!

El tapón.— ¡Llegó tu hora; véngate!

La aceituna.— (Ya en la boca del camarero). ¡Si…! ¡Ay, que me muerde…! ¡Animal…! ¡Socorro! (El camarero monda muy requetebién el hueso y lo arroja al suelo).

El hueso.— (Botando). ¡Ladrón! ¡No hay derecho! Me ha pelado con el cero.

(El camarero toma la lonja de salchichón y quita la cubierta).

El salchichón.— ¡Ay, que me desnuda!

El camarero.— (Comiéndoselo con pimienta y todo y masticando con todas sus fuerzas). ¡Vaya un cerdo duro!

El salchichón.— (Casi sin alientos). ¡Burro…! ¡Soy burro! (Pataleando cae en el estómago y se encuentra con la aceituna). ¡Venganza!

La aceituna.— ¡Sí! ¡Muera! (Los dos se ponen de pie en el estómago: ¡una gracia!).

El salchichón.— Ahora verás: voy a colocarme en la puerta que conduce a los callejones y a obstruir la salida.

La aceituna.— Muy bien; yo, entretanto, molestaré al ácido clorhídrico.

(La aceituna insulta al susodicho ácido llamándole cosas dulces, que es lo que más debe molestarle, y el ácido clorhídrico inunda el estómago para reducir a la vocinglera. El camarero se siente muy molesto).

El salchichón.— (Hinchado de orgullo). ¡Vamos a vencer!

El camarero.— ¡Rediez! Algo se me ha puesto de pie en el estómago; tomaré un poco de bicarbonato. (Se atiza una cucharada del químicamente puro).

El bicarbonato.— (Cayendo en el estómago como una especie de Atila). ¡A ver! ¿Qué pasa aquí? (El ácido clorhídrico, asustado, se desmaya). ¿Qué es esto? (Notando la presencia del salchichón y de la aceituna). ¡Hola! Estamos tonteando, ¿eh?

El salchichón.— Es que…

El bicarbonato.— (Rugiendo). ¡Silencio!

La aceituna.— Pero…

El bicarbonato.— ¡Silencio digo! Aquí no habla nadie más que yo. ¡Tú, al callejón, pronto…! (El salchichón hace mutis más que de prisa). Y tú, rinde tus armas al momento. (La aceituna entrega sus ácidos y el bicarbonato los destruye). ¡Yo soy el compañero del hombre, el amigo del hombre…! (Muy satisfecho al ver que nadie rechista). Voy a decirle que está servido. (Sube por el esófago, se asoma a la faringe y le agita al camarero la campanilla). Aquí no ha sucedido nada.

El camarero.— (Se lleva una mano a las narices, mira a su alrededor, ve que no hay nadie y lanza un regüeldo, dicho sea con perdón).

El tapón.— ¡Animal!

El bicarbonato.— ¡De saluz sirva, amigo!

(Cae el telón, procurando darle al autor en la cabeza).

Una lectura

ACTO ÚNICO

(Gabinete ricamente amueblado. Un practicable en el fondo y otro en cada lateral. Época actual. Es de día).

ESCENA PRIMERA

DON MELQUÍADES y luego RAMÓN

Melquiades.— (En traje de casa. Está sentado ante una mesita en la que hay un elegante timbre y una bandeja de plata con varios sobres abiertos). ¿A ver? ¿No hay más? Sí; ésta es del interior. (Toma de la bandeja un sobre, lo rasga, saca del interior un plieguecillo de papel escrito y busca la firma). ¡Hombre! ¡De don Gabriel! (Lee). ¿Eh? ¡Por vida del diablo! ¿Otro drama? ¿Otra lectura? ¡Esto es inaguantable! Me han leído once obras en lo que va de mes y estamos a doce; casi a lectura por día. ¡Jesús! (Hace sonar el timbre). En qué mala hora me declaré partidario de las buenas letras. Esto no hay quien lo soporte.

Ramón.— (Por el fondo). ¿Señor?

Melquiades.— Diga usted a la señorita que haga el favor de venir: no podemos salir esta tarde. (Vase Ramón por la derecha). Estoy divertido. Y nada menos que un drama en cinco actos. ¡Claro! Conocen mi afición a la literatura, mis influencias en los teatros y ya se creen todos los autores noveles con el perfecto derecho de venir a importunarme con lecturas y más lecturas, como si yo no tuviese otra cosa que hacer. Nada; pues se acabó.

ESCENA II

DON MELQUIADES y ROSITA

Rosita.— (En traje de calle y con el sombrero puesto). ¿Pero qué dices, papá? ¿Que no salimos?

Melquiades.— Imposible, hija mía; siento proporcionarte ese disgusto, pero me escribe don Gabriel encareciéndome y hasta rogándome que aguarde de tres a cuatro a un chico que le han recomendado de provincias y que viene a leerme un drama en cinco actos.

Rosita.— ¡Dios mío! ¡Otro drama! Hay para patear de rabia. ¡Y quedamos sin salir por ese motivo! Mira, papá; te hablo muy seriamente. Con tanto drama nos están amargando la vida. Yo llevo ya cinco noches con pesadillas, y es de los dramas; nada más que de los dramas. Esto no puede seguir así.

Melquiades.— Tienes razón, pero ¿qué hacer, Rosita? Yo no puedo desairar a don Gabriel.

Rosita.— Más valiera que tus amigos te mandaran pleitos, no latas.

Melquiades.— Dices bien. ¡Lo que me gustaría encontrar un pleito!

Rosita.— No sé para qué te has dado de alta en el Colegio de Abogados.

Melquiades.— Es verdad. Hace dos días recibí carta de Humanes, el procurador, y me decía que vendría en su nombre un señor a confiarme un asunto, pero… nada.

Rosita.— ¡Claro! No se acuerdan de ti, más que para mandarte tabarras ¡Jesús! ¡Cinco actos! ¡Y quedamos sin salir! Mira, papá; es necesario que ese señor no te lea el drama.

Melquiades.— Mujer; eso es imposible. ¿Cómo eludir el compromiso? ¿Qué diría Gabriel?

Rosita.— Diga lo que diga. No quiero quedarme sin salir. Tú debes hacer una cosa: a ver qué te parece.

Melquiades.— Veamos.

Rosita.— Mira: figúrate que viene ese señor; le recibes, o le recibimos, porque con eso me distraigo y cuando vaya a leerte la obra, le dices: «Caballero; todavía no; cuénteme usted antes el asunto». Bueno —dirá él— y ¡paf! empieza a contarte el asunto, y nosotros comenzamos a decirle, muy mal, muy mal; eso no es dramático; eso no es teatral; eso se asemeja a tal obra francesa; cualquier cosa, y es natural, viendo que no te gusta el asunto, no te lee el drama, se marcha, podemos salir y tú quedas con don Gabriel perfectísimamente.

Melquiades.— Pues mira, has tenido la gran ocurrencia; voy a seguir tu consejo al píe de la letra. Estoy ya harto de tanta lectura.

Rosita.— ¡Y cinco actos! ¡Imposible!

ESCENA III

DICHOS y RAMÓN

Ramón.— (Por el fondo). ¿Señor?

Melquiades.— ¿Qué?

Ramón.— Un joven vestido de levita y con un rollo de papeles debajo del brazo, pregunta por usted.

Melquiades.— Ese es mi hombre.

Rosita.— ¡Y viene de tiros largos!

Melquiades..— Me obligará a vestirme.

Rosita.— ¡Claro!

Melquiades.— (A Ramón). Páselo usted aquí. (Vase Ramón por el fondo). Mira, voy a ponerme la levita.

Rosita.— Y yo a quitarme el sombrero. ¡Jesús, cuánto fastidio!

Melquiades.— ¡Malhaya sea la literatura!

Rosita.— Que no olvides lo convenido.

Melquiades.— Descuida. (Hacen mutis, Rosita por la derecha y don Melquiades por la izquierda).

ESCENA IV

NICOLÁS y RAMÓN

Ramón.— (Por el fondo). Pase usted, caballero.

Nicolás.— Gracias; muchas gracias. (Como antes se indica viene de levita y trae bajo el brazo un voluminoso rollo de papeles).

Ramón.— Tome asiento; voy a pasar recado.

Nicolás.— Gracias, gracias. (Vase Ramón por la izquierda). ¡Caramba! tiene un bufete muy lujoso este abogado. Se conoce que debe ganar mucho dinero. Yo creo que habrá recibido este señor la carta en que me recomendaba Humanes. ¡Ay! quiera Dios que se encargue de mi pleito y que lo tome con mucho interés. Porque yo lo que necesito es esto: un abogado de conciencia que me defienda, que…

ESCENA V

NICOLAS y DON MELQUIADES

Melquiades.— (De levita). Beso a usted la mano.

Nicolás.— Para servir a usted. ¿Tengo el honor de hablar con don Melquiades de la Rivera?

Melquiades.— Si, señor.

Nicolás.— (Estrechándole la mano). Tanto gusto. Nicolás Miranda, para servirle.

Melquiades.— Muchas gracias.

Nicolás.— De nada.

Melquiades.— Pero siéntese.

Nicolás.— Usted primero.

Melquiades.— Gracias. (Sentándose).

Nicolás.— De nada. (Se sienta también). No sé si habrá recibido usted una carta en la que…

Melquiades.— (Interrumpiéndole). Si, señor, hace un momento; aguardaba a usted; tan es así que pensaba salir y he aplazado mi salida.

Nicolás.— Es usted muy amable.

Melquiades.— Gracias.

Nicolás.— De nada. Sabrá usted, por tanto, cuál es el objeto que me obliga a molestarle.

Melquiades.— Nada de molestias. Mis amigos considerándome aun más perito de lo que soy en estas cuestiones de letras, me honran con sus consultas y hasta acatan mi voto como sentencia firme. En realidad no soy más que un buen aficionado.

Nicolás.— Esa modestia le honra.

Melquiades.— Mil gracias.

Nicolás.— De nada. (Qué señor tan amable).

Melquiades.— (¡Cuánto abulta el drama!) Pues sí. Advierto a usted que, debido sin duda a mi larga práctica, yo no escucho jamás lectura alguna.

Nicolás.— ¡Claro!

Melquiades.— Me basta con que se me cuente el asunto, vaya, el argumento.

Nicolás.— Comprendido, y usted se hace cargo de ello y dictamina.

Melquiades.— Justo.

Nicolás.— De modo que a usted le gusta que se le exponga el asunto como si fuere el relato de un sucedido.

Melquiades.— O escena por escena; me da igual.

Nicolás.— Escena por escena sería imposible, caballero. ¡Hay tantas escenas incontables: más de mil; necesitaría muchos días para exponerlas!

Melquiades.— (¡Más de mil escenas! Así abulta tantísimo).

Nicolás.— Mi asunto, señor don Melquíades, se reduce a un drama de familia.

Melquiades.— Me gusta la cuerda. Las cuestiones de familia me agradan mucho más que las sociales. Hay en ellas más alma, más delicadeza; es mucho más fácil conmover.

Nicolás.— ¡Oh! Yo con esto he sufrido mucho.

Melquiades.— Mejor.

Nicolás.— ¿Eh?

Melquiades.— Ya lo dijo Horacio: si quieres verme llorar, tienes tú que condolerte primero.

Nicolás.— Si; si, señor. (No le he comprendido). Bien; pues si le parece empezaré. (Se coloca el rollo sobre las rodillas).

Melquiades.— (Precipitadamente). ¡Nada de lecturas! De palabra, de palabra.

Nicolás.— Pero si no voy a leer.

Melquiades.— Aguarde usted un momento. Llamaré a mi hija, que es tan entusiasta como yo de todo lo que simbolice idea de arte.

Nicolás.— ¡Bueno!

Melquiades.— ¡Rosa! ¡Rosita! (Llamando).

Nicolás.— (¡Es raro! ¡Qué pito tocará la hija…!)

ESCENA VI

NICOLÁS, DON MELQUIADES y ROSITA

Rosita.— (Por la derecha). Beso a usted la mano.

Melquiades.— (Presentando). Mi hija Rosa; el señor Miranda. (Saludos).

Rosita.— Siéntese. (Toman asiento, quedando Nicolás en medio).

Nicolás.— Yo sentiría muchísimo apenar a usted con el triste relato de este asunto, pero…

Rosita.— No; no, señor, no me apeno; antes al contrario, yo gozo mucho con estas cosas.

Nicolás.— Si, ¿eh?

Rosita.— Muchísimo. ¿Verdad, papá?

Melquiades.— Si, señor. (Nicolás se separa un poco de ella).

Nicolás.— ¡Vaya! (¡Vaya un corazón!)

Melquiades.— (A Rosita con cierto pitorreo). Te advierto que se trata de un drama de familia.

Rosita.— ¡Oh! Será precioso.

Nicolás.— No: de precioso tiene bastante poco. (¡Qué niña tan cargante!)

Melquiades.— (Como antes). Va a relatarnos en breves palabras el asunto, porque escena por escena es imposible: dice que hay más de mil.

Rosita.— ¡Mil escenas! (Ríe). ¿No ve usted? Ya me estoy riendo.

Nicolás.— Ya; ya lo veo. (¡Qué antipática!)

Melquiades.— Vamos a ver, señor Miranda; empiece usted.

Nicolás.— Sí, señor. Bueno; ante todo: ya supondrá usted que yo soy el protagonista de este pequeño drama.

Rosita.— (¡Y lo llama pequeño!)

Nicolás.— Yo, involuntariamente desde luego, empiezo a ser protagonista desde el momento de nacer.

Melquiades.— (Como antes). Hombre, eso es nuevo.

Rosita.— (Sofocando la risa). Un protagonista en pañales.

Nicolás.— Es verdad, pero tiene su explicación, porque al nacer yo, muere mi madre y…

Melquiades.— ¡Mal empiezo!

Rosita.— ¡Muy mal!

Melquiades.— ¿Muere al principio? Es decir, ¿en qué acto muere su madre de usted?

Nicolás.— En el acto del alumbramiento. (Don Melquíades y Rosita ríen a carcajadas).

Melquiades.— Es usted muy ocurrente.

Nicolás.— Muchas gracias. (Creo que me están tomando el pelo).

Melquiades.— Adelante, siga usted. (Sin dejar de reír).

Nicolás.— Sí, señor pues como mi padre era pobre y mi madre era rica, al morir ella yo fui el rico.

Rosita.— ¡Claro!

Nicolás.— Todo el mundo me llamaba rico cuando pequeño.

Melquiades.— Naturalmente. ¿Qué se le ha de llamar a un niño?

Nicolás.— Pues bien, a los tres meses de viudo, mi padre hace la locura de volverse a casar.

Melquiades.— (Torciendo el gesto). Mal va usted, señor Miranda.

Nicolás.— ¿Eh?

Rosita.— Eso es muy vulgar, no me gusta.

Melquiades.— Ni a mí.

Nicolás.— Ni a nadie. ¿A quién puede gustarle eso? ¡Un hombre a los tres meses de viudo!… Bien es verdad que mi padre es todo un carácter.

Melquiades.— ¿Interviene mucho en la acción?

Nicolás.— ¿En qué acción?

Melquiades.— En el drama.

Nicolás.— ¡Oh! Sí, señor.

Rosita.— ¿Y cómo le pinta usted?

Nicolás.— ¿Que cómo le pinto?

Rosita.— Quiero decir que cómo le presenta usted.

Melquiades.— Será un tipo descarnado…

Nicolás.— No, señor; es bajo, grueso y con un brazo más corto que otro.

Rosita.— ¡Ay! ¡Por Dios! Eso hace muy feo.

Melquiades.— ¡Horrible!

Rosita.— ¿Por qué no le quita usted lo del brazo más corto?

Nicolás.— Porque… porque es de nacimiento. (Ríen don Melquíades y Rosita). (Parecen tontos: y nada, que me están tomando el pelo).

Melquiades.— (Pero este autor es idiota).

Rosita.— ¿De modo que su padre vuelve a casarse?

Nicolás.— Sí, señora; volvió a casarse y desde el primer día mi madrastra me cobró un odio profundo.

Rosita.— Lo de siempre; también eso es muy vulgar.

Nicolás.— Yo he crecido a fuerza de golpes. Recuerdo una escena terrible en que mi madrastra provista de un garrote…

Melquiades.— (Interrumpiéndole). Señor Miranda, eso no puede pasar. Nada de palos, nada de golpes. Eso está muy mal.

Nicolás.— ¿Verdad que si? ¡Ensañarse con una criatura!…

Melquiades.— Es preciso que suprima usted lo de los golpes nada de garrote.

Rosita.— Si, señor; suprímalos usted: es un buen consejo.

Nicolás.— Pero…

Melquiades.— Acuda usted a otro procedimiento; es preferible que su madrastra le mate de una vez.

Nicolás.— ¿Eh?

Rosita.— Si, señor es preferible.

Nicolás.— ¿Que me mate? Pero… (¡Ay! ¿Dónde me he metido yo?)

Melquiades.— Además, en una obra francesa hay algo análogo.

Rosita.— Y en otra española, porque usted habrá oído hablar de El médico a palos.

Nicolás.— Si, si… (¿Pero de qué me habla esta gente?)

Melquiades.— Continúe usted, señor Miranda.

Nicolás.— Si, señor, si. Pues… (Me da miedo de este señor). Pues como mi madrastra no tenía un céntimo, concibió la idea de robarme, y, en efecto, me despojó de mi fortuna: me robó.

Melquiades.— Eso está bien.

Nicolás.— ¿Eh? ¿Que está bien? (Asombrado).

Melquíades.— Ya se ve algo.

Rosita.— ¿Y qué hace usted al verse robado?

Nicolás.— Verá usted. Aquí puede decirse que empieza el drama.

Melquiades.— ¡Demonio! ¿Y todo lo anterior? ¿Se cuenta?

Nicolás.— ¡Pues no se habla de contar! (Este hombre es tonto).

Melquiades.— (Esto no es un drama: es un ciempiés).

Rosita.— (¡Y que estemos soportando a este imbécil!)

Nicolás.— Mire usted: al cumplir yo la mayor edad y darme cuenta de mi situación, voy y pido a mi padre que me haga entrega de mi fortuna. ¡Qué escena aquella, señor Rivera!

Melquiades.— Eso no está mal pensado. Una escena valiente, sí señor.

Nicolás.— Mi padre me arroja una botella a la cabeza.

Rosita.— ¡Jesús!

Nicolás.— Mi madrastra me persigue enloquecida.

Melquiades.— ¡Nada de eso!

Nicolás.— Entre los dos me acribillan.

Melquiades.— ¡Eso no puede ser; no puede ser!

Nicolás.— Va usted a convencerse de ello: mire usted qué cicatriz. (Acerca el cuello).

Melquiades.— Pero…

Rosita.— (¿A qué vendrá la cicatriz?)

Nicolás.— Y no es eso solo: entre los dos me arrojan de su casa, de su casa que es la mía, únicamente mía, y se da el triste caso de que yo, el rico de otros tiempos, el que se meció en cuna de plata, se ve en medio del arroyo, sin techo que le acobije ni alimento que le conforte. ¡Qué situación! (Muy afectado).

Melquiades.— Muy bien. ¿Usted no ve? Como le digo mía cosa le digo otra. Esa situación es bonita.

Nicolás.— ¿Eh?

Melquiades.— Así, el que nació en una cuna de plata sin alimento que le acobije, ni techo que le conforte. Eso me gusta.

Nicolás.— ¡Caballero! ¿Habla usted en serio?

Melquiades.— Si, señor.

Rosita.— Ahí tiene usted un aplauso.

Melquiades.— Verdad; ahí tiene usted un aplauso.

Nicolás.— ¿Dónde?

Melquiades.— ¡Ahí, ahí!

Nicolás.— (¡Pero dónde tendré yo un aplauso!)

Rosita.— Siga usted, que ya me voy interesando.

Melquiades.— Sí; continúe usted.

Nicolás.— Pues nada, que al verme en situación tan angustiosa, quise pegarme un tiro, pero un amigo me quitó el tiro de la cabeza.

Rosita.— ¡Ah! Muy original.

Nicolás.— Y como me encentraba falto de recursos, acudí a un prestamista en demanda de protección; le conté cuanto me sucedía, me facilitó mil pesetas, con las que estoy viviendo y aquí termina el asunto.

Melquiades.— (Estupefacto). ¿Es posible?

Rosita.— (Como don Melquiades). ¿Que ahí termina el asunto?

Nicolás.— Sí, señores, aquí termina; ¿qué les parece a ustedes?

Melquiades.— (¡Dios mío, que hombre tan bruto!)

Rosita.— (¡Vaya un drama!)

Melquiades.— Pero hombre de Dios, no veo que en esto haya interés ni…

Nicolás.— En lo del prestamista, sí, señor.

Melquiades.— Le digo a usted que no; si sabré yo de estas cosas.

Nicolás.— Permítame usted que le diga que sí; el dieciocho por ciento: va usted a verlo. (Busca entre los papeles).

Melquiades.— ¡No, no por Dios! (Levantándose horrorizado).

Rosita.— ¡No lea usted! (Levantándote también). ¡No lea usted!

Melquiades.— ¡Nada de lecturas!

Nicolás.— ¡Aquí está! Son seis renglones.

Melquiades.— ¡Por favor!

Nicolás.— (Leyendo). «En la villa y corte de Madrid, a siete de Octubre de mil novecientos seis, ante mí, don Rafael Pedrero de San Ginés de la Rodela, notario etc., etc., etc. Comparecen don Nicolás Miranda y Macías, mayor de edad…» (Melquiades y Rosita ríen a carcajadas). ¿Eh? ¿Pero se están ustedes mofando de mí?

Melquiades.— Señor Miranda, usted no ha estrenado ninguna obra, ¿verdad?

Nicolás.— Yo, no señor.

Melquiades.— Únicamente así se comprende. ¿Usted cree que hay público que resista eso? ¡Si eso es una escritura pública!

Nicolás.— Sí, señor.

Melquiades.— Pues lo patean a usted.

Rosita.— Le gritan a usted.

Melquiades.— Nada de escritura; suprima usted la escritura.

Nicolás.— (¡Dios santo! ¡Pero qué abogado es este!)

ESCENA VII

DICHOS y RAMÓN

Ramón.— (Por el fondo). ¿Señor? Esta carta urgente.

Melquiades.— (Abriéndola). Con su permito,

Nicolás.— (Que suprima los golpes, que suprima la escritura…)

Melquiades.— Es de Gabriel; de Gabriel, señor Miranda.

Nicolás.— ¿De Gabriel? Bueno. (No sé quién es Gabriel).

Melquiades.— (Leyendo en alta voz). «Querido amigo, no esperes a mi recomendado; se ha puesto repentinamente enfermo y otro día irá a leerte su drama». (Se le cae la carta de las manos). ¿Eh? (Queda en el centro de la escena).

Rosita.— ¡Ay! (A Ramón, que va hacer mutis). ¡No! No se vaya usted. (Queda Ramón en la puerta del fondo).

Melquiades.— (¡Demonio! Pero entonces, ¿quién es este señor?) (Miran a Nicolás con recelo).

Rosita.— (Aparte a Melquíades). ¿Quién es este señor, papá?

Melquiades.— (Aparte a Rosa). Vaya usted a saber.

Nicolás.— (Cómo me miran).

Melquiades.— (Idem). Debe ser uno de esos latosos que se empeñan en leer su drama a todo el mundo.

Rosita.— (Idem). ¡Qué descaro!

Melquiades.— (Idem). Verás ahora. (A Nicolás). De modo, señor Miranda, que ese es su drama, ¿eh?

Nicolás.— Si, señor. ¿Le agrada a usted el asunto?

Melquiades.— Ni me agrada ni le tolero que vuelva de nuevo a importunarme con imbecilidades de ese género.

Nicolás.— ¡Caballero!

Melquiades.— No empleo yo mi tiempo en escuchar estupideces.

Nicolás.— ¡Oiga usted!

Melquiades.— Ramón, acompañe usted a este señor.

Nicolás.— Es decir, que me arroja usted de su casa.

Melquiades.— (Volviéndole la espalda). Beso a usted la mano.

Nicolás.— Si, señor, me voy; pero nos veremos. ¡Ya lo creo que nos veremos!

Ramón.— Salga usted.

Nicolás.— (Desde la puerta). Y ya diré yo al señor Humanes qué clase de abogado es usted. (Hace mutis, empujado por Ramón).

Melquiades.— ¿Humanes? ¿Ha dicho Humanes?

Rosita.— ¡Dios mío!

Melquiades.— Luego este señor…

Rosita.— Era el del pleito.

Melquiades.— ¡Jesús! ¡El del pleito! (Hace mutis, gritando como un loco). ¡Miranda! ¡Señor Miranda!

Rosita.— ¡Miranda! (Vase tras don Melquiades).

Melquiades.— (Dentro). ¡Venga usted acá!

Nicolás.— (Idem). ¡Caballero!

Melquiades.— ¡Quisquilloso! (Rosa y don Melquiades traen a Nicolás casi a rastras. Ramón le empuja por detrás. Nicolás trae el sombrero de copa estrujado). ¡Mi querido amigo! ¡Si todo ha sido una broma! ¡A ver! Ramón, este sombrero a la sombrerería; que lo planchen.

Nicolás.— Pero…

Melquiades.— Usted se calla. Rosita, un poco de jerez y unas pastas. ¡Pronto!

Rosita.— En seguida.

Melquiades.— ¡Con las ganas que tengo de un pleito!

Nicolás.— (¡Al instante se lo confío yo a este loco!)

Melquiades.— Pronto, ¡Ramón! ¡Rosita! el sombrero, las pastas. ¡Ea! Pasemos a mi despacho y cuéntemelo usted todo, sin omitir nada; pero antes, aguarde usted. (Al público).


Veré mi dicha colmada
si el entremés ha gustado
y nos dais una palmada.
 

FIN DEL ENTREMÉS

Garabito

Una calle o una plaza o un campo, da lo mismo. Lo indispensable es que a la derecha o a la izquierda haya una casa de pobre apariencia, con su puerta de entrada. Es de día. La acción en Sevilla. Época actual.

(Al levantarse la cortina está en escena, ante la puerta de la casa citada y remendando unos trapajos, Magdalena, vieja gitana, limpia y simpaticota. Por el lado opuesto entra Bartolo, hombre de pueblo, de mediana edad).

Bartolo.— Buenas tardes.

Magdalena.— Salú, cabayero.

Bartolo.— ¿Es aquí ande Garabito?

Magdalena.— Aquí es, sí, señó.

Bartolo.— ¿Y está?

Magdalena.— Según pa lo que sea.

Bartolo.— Pa ve si me arquila un borrico.

Magdalena.— Aguardusté. (Llamando hacia dentro). ¡Garabito!… Ascucha, Salomé; dile a tu padre que sarga, que aqui vienen preguntando por un borrico… (A Bartolo). Deseguía saldrá. Asiéntese usté una mijita, cabayero.

Bartolo.— (Sentándose). Muchas giasias.

Magdalena.— (Pretendiendo ensartar la aguja). ¡Mardesía vejé y cómo se pone una! Tenía yo enantes una vista, que no le desajero, veía yo hasta er sonío de las cosas; pero ahora, los mengues me lleven, pa ensartá la aguja, por más que le doy coba al jilo y le guiño el ojo, paso las morá. Lo que hago, sabe usté es poné una hebra muy larga pa no tenerla que ensarta na más que de tarde en tarde. Ahora que hay veses que pongo tanto jilo, que doy la puntá y pa rematarla tengo que dirme con la aguja a la esquina. Vejeses, señó.

Bartolo.— ¿Y qué es lo que hace usté, remendá?

Magdalena.— No señó; ojalá.

Bartolo.— ¿Cómo?

Magdalena.— Digo que estoy hasiendo unos ojales. (Mirando hacia la puerta). Aquí está ya Garabito.

Garabito.— (Gitano como de cincuenta años, muy meloso y quita pelusas). Güenas tardes tenga su mersé.

Bartolo.— Buenas tardes.

Garabito.— Usté dirá en qué pué servirle un servió.

Bartolo.— Pos a ve qué burro podía usté arquilarme pa mañana.

Garabito.— Mal ando de bestias, compare. Con esto de la guerra está er ganao por las nubes, pero yo procuraré servirle como usté se merese.

Bartolo.— Muchas grasias.

Garabito.— Dos burros tengo na más y están más solisitaos que un gobierno siví. Tengo uno, moruno por más señas, que no alevanta dos cuartas der suelo, pero que tiene un cuello que lo engancha usté a la torre del Oro y jala le lleva a usté la torre del Oro a Gibrartá. ¡Vaya un animalito! ¿Lo quiere usté pa enganchao?

Bartolo.— No, señó; pa montao.

Garabito.— Entonses llévese usté el otro: er Cangrejo, Ese de cuello es argo frío, pero de patas está superió. ¿Quié usté verlo?

Bartolo.— Sí, señó.

Garabito.— Agüela, hagaste el favó de sacá a ese cromo pa que vea el amigo cosa güena.

Magdalena.— Ahora mismito. (Entra en la casa).

Garabito.— Es un burro que se para la gente pa verlo pasá. Engayao, postinero, fachendoso… Un burro que venía pa caballo y se queó en burro no sé por qué. No será pa í muy lejos, ¿verdá?

Bartolo.— Cuatro leguas, ahí a una finca de Dos Hermanas.

Garabito.— Pos va usté a creé que va usté es una meseora, porque tiene el animaito un paso nadao que más que andá se balansea.

Bartolo.— Será noble, ¿no?

Garabito.— Noble y desente. Ve a una burra y como si viera a un simenterio. Está educao por mí, no le digo a usté ma.

Magdalena.— (Entrando en escena con el burro). Anda, Cangrejo…

Garabito.— Místelo. Mirusté qué manos y mirusté qué jechuras de animal. Es una fló.

Bartolo.— No es feo, no.

Magdalena.— ¿Feo? (A Bartolo). ¿Le has contao lo de Zorrilla?

Bartolo.— ¿Qué es lo de Zorrilla?

Garabito.— Ese pintó tan afamao, señó…

Bartolo.— ¿Zorrilla? No me suena a mi ese pintó.

Garabito.— Tié usté rasón, que no es Zorrilla, que es Sorolla.

Bartolo.— ¡Ah!

Garabito.— Güeno, pues Sorolla me lo ha querío arquilá pa copiarlo. Sólo que yo le dije que naranjas de Pekín.

Bartolo.— Pues el trabajo de modelo es un trabajo mu descansao.

Garabito.— Sí, señó; pero se envisian los animales. Seis meses estuvo sirviendo de modelo la Pitirrosa, que era una yegua que paresía una señorita de alegante que era y se engriyó en lo der modeleo y no sabe usté los torosones que me hiso pasá. Na, que me amontaba en ella y me echaba ar campo, y como en esta condená tierra hay tanto pintó, en cuanto que el animá veía a un tío pintando se paraba delante y se quedaba dos horas como una estatua. No tiene usté idea de lo que le gustaban a la yegua los caballetes.

Bartolo.— Bueno, pues a mí este Cangrejo me hace clase, de manera que mañana a las siete me lo tiene usté aparejao, que yo vendré por él.

Garabito.— ¿Va usté a tenerio to el día?

Bartolo.— Hasta las tres de la tarde.

Garabito.— Pos le cuesta asté seis pesetas.

Bartolo.— ¡Chavó, Garabito!

Garabito.— (Alargando la mano). Y pago adelantao; es condisíón mía de siempre.

Bartolo.— ¿Eso también?

Garabito.— Y otra cosa. Si a usté no le conviniera mañana el burro, aqui no se devuelve el parné. Es también condisíón mia de siempre.

Bartolo.— Pues si que tiene usté unas condisiones, compadre… Porque figúrese usté que yo mañana amanesco con un cólico, ¿me pué usté desí qué hago?

Garabito.— Purgarse.

Bartolo.— ¡Hombre!…

Garabito.— No se canse usté; peseta que entra en la faltriquera de Damián Garabito, no vuelve a salí aunque se junda el firmamento. Conque usté dirá si le convienen o no le convienen las condisiones…

Bartolo.— Vaya, que sea. Aquí tiene usté. (Le da las seis pesetas). Y ya sabe usté, mañana a las siete aparejao.

Garabito.— ¿A las siete de ahora?

Bartolo.— Claro, señó; usté no ha adelantao su reló.

Garabito.— No he podío. Porque yo lo que tengo ahí es un reló de sol y por más que majino no sé cómo adelantarle la horita.

Bartolo.— Pues a las seis por ese reló, aparejao. Hasta mañana.

Garabito.— Hasta mañana, cabayero. (Bartolo inicia el mutis y queda un instante encendiendo un cigarro). Agüela, cójalo usté del ronsá y llévelo usté otra ve al grill-rum. (Arreando). Ande pa alante. Cangrejo. (Hacen mutis los dos con el burro).

Baldomero.— (Entrando en escena precipitadamente). Hombre, gracias a Dios, buscándote venía, Bartoliyo.

Bartolo.— ¿A mí?

Baldomero.— Me dijo tu madre que habías venio a en cá de Garabito a arquilá una bestia pa di mañana a ve esas tierras que están en venta y me dije: a ver si llego antes de que alquile na, porque tú mañana no vas a Dos Hermanas.

Bartolo.— ¿Por qué?

Baldomero.— Porque mañana quiere don Jerónimo Suare ve si su sobrino sirve o no sirve pa el toreo y ha comprao un toro y lo va a torea el sobrino ahí en la venta de Cuchara y aluego nos vanos a comé er toro.

Bartolo.— ¡Chavó!

Baldomero.— Una comiloma que vas a ve. Hay ochenta invitaos y m’ha dicho don Jerónimo que er vino no lo van a llevá ni en botellas ni en barriles, sino en un artomovi de esos de regá.

Bartolo.— ¡Bardomero! ¿Y estoy yo invitao?

Baldomero.— Como que me dijo don Jerónimo: tú, Bardomero, que no fartes, por tu salú, y dile a Bartoliyo er correó que venga también, que quiero yo oí canta unas marianas con estilo.

Bartolo.— (Mirando hacia la casa). ¡Mardita zea!… Pues no voy a di.

Baldomero.— ¿Por qué?

Bartolo.— Hombre, por no regalarle seis pesetas a Garabito. Le he alquilao un burro y hasta se lo he pagao, y como me ha dicho que utilise o no la bestia er dinero ya es suyo, no voy a la juerga por no dejarme pimpeá veinticuatro reales.

Baldomero.— ¡Ah! ¿Pero er tio ese no te va a degorvé las seis pesetas?

Bartolo.— No me las devuelve, Bardomero, dise que peseta que entra en su bolillo es como si se cayera al rio.

Baldomero.— ¿Y es un burro lo que has alquilao?

Bartolo.— Un burro.

Baldomero.— Escucha, ¿si te devuelve las seis pesetas, me das dos?

Bartolo.— Te doy tres.

Baldomero.— Pos llama a ese hombre y dile que saque ar burro, que quiero yo verlo.

Bartolo.— ¿Qué vas a basé?

Baldomero.— Tú llámalo, y aluego, cuando yo hable, llévame la contraria.

Bartolo.— Está bien. (Llamando). ¡Garabito!… Hombre, haga usté er favo de saca otra ve ar burro pa que lo vea aquí este amigo.

Garabito.— Allá va.

Bartolo.— Pero oye, tú, Bardomero…

Baldomero.— Déjame a mí, que yo soy de Esija, no te digo ma.

Garabito.— (Otra vez con el burro). Aquí está la prenda, ¿qué pasa?

Bartolo.— Na, aquí. Bardomero, que como le he ponderao yo al anima, quería verlo.

Garabito.— Pos recréese usté los palpados, cabayero.

Bartolo.— ¿Qué te párese?

Baldomero.— Lo que yo me estaba temiendo, Bartoliyo, que no nos va a serví.

Garabito.— Lo que entenderá usté de cuadrúpedos, cabayero.

Baldomero.— (Examinando y midiendo con la mano el largo del burro). Na, hombre, que no nos va a serví.

Bartolo.— ¿Crees tú?

Baldomero.— Claro, hombre; ¿no estás viendo que es corto?

Garabito.— ¿Corto este burro y es un galgo el animalito?

Baldomero.— (Volviendo a medir). Corto, señó, es corto.

Garabito.— ¡Los mengues me trajelen! ¿Pero qué dise este tío?

Baldomero.— (A Bartolo). Mira y convénsete. Aquí… (Señalando en el lomo del burro). se monta Benito, aquí José Maria, aquí Sipriano, que es er que más pesa, aqui tú, ¿y yo voy a di a pie? Es corto, hombre.

Bartolo.— Tienes rasón.

Garabito.— (Abrazado al burro). Madresita mia, cuatro leguas con sinco mulos ensima… me lo matan.

Bartolo.— (A Baldomero). Bueno, ¿y qué hacemos, tú?

Garabito.— Oiga usté, cabayero, tie usté rasón: es corto. Tome usted sus seis pesetas (Se las devuelve)., y si lo que usté quiere alquila es un riper, llegúese usté a la cochera Sevillana a ve si lo hay.

Bartolo.— Pero…

Garabito.— ¡Chavó, amontarse sinco!… Ni que fuera er palo de una cucaña.

Baldomero.— Pero si no pensábamos haber dío montaos, que es muy incómodo, sino sentaos.

Garabito.— ¿Sentaos?… Bueno, vayan ustés con Dió.

Bartolo.— Salú… (Inician el mutis).

Garabito.— ¡Mardita sean los mengues!… ¡Sentaos!…

Magdalena.— (En la puerta de la cata). ¿Qué pasa, Garabito?

Garabito.— Esos gachos, que querían arquilá por seis pesetas er coro de la Catedrá. (Al público).


Si os entretuvo un rato el chascarrillo
en el que como veis, no pasa nada.
concedednos a todos la alegría
de una sola palmada.
 

(Telón).

FIN DEL CHASCARRILLO

Humo

Un rincón del Retiro, el más oculto; el que buscan los enamorados para arrullarse. Un banco rústico al pie de un Árbol corpulento. Es de día. Época actual.

BENÍTEZ Y GONZÁLEZ

(Son dos ancianitos de simpático aspecto, rostros afables y un tanto raídas indumentarias. Benítez es… el famoso Benítez, un actor que enloqueció a los públicos de su tiempo. González es… el genial González, un autor aplaudidísimo medio siglo ha. Entran por la derecha y con pausado andar, abatidas las frentes, mudos los labios, se dirigen al ya mencionado banco, que estará situado en el foro).

Benítez.— Mira, aquí estaremos muy bien: buen sol, lindo paisaje y un asiento a propósito para un idilio.

González.— Tienes razón.

Benítez.— (Colocando en el asiento un ancho pañuelo y mostrando al hacerlo los muy zurcidos fondillos de sus raídos pantalones). Cuidemos la ropa.

González.— Vaya: no te conformas con estropear los pantalones; te gusta estropear al mismo tiempo los pañuelos.

Benítez.— (Gruñendo). Bueno; mejor. Hago lo que me da la gana.

González.— Por mí, como si quieres poner el sombrero. (Sentándose trabajosamente y quejándose a medida que dobla el cuerpo). ¡Ay!… ¡Ay!…, ¡Ay!…

Benítez.— (Entre molesto y compasivo). ¡Qué! ¿No te mejoran esos dolores?

González.— ¡Quiá! (Palpándose la rabadilla). Este maldito lumbago me trae frito.

Benítez.— ¿Lumbago? ¿Qué es eso de lumbago?

González.— (En tono un poco agrio). ¡Lumbago, hombre, ya está dicho! Un dolor muy agudo, aquí en las vértebras lumbares. (Se palpa).

Benítez.— ¡Ah! En los riñones.

González.— (Con aspereza). No, en los riñones, no; en la región lumbar, que no es lo mismo.

Benítez.— (Irónico). Tú, por llamar región a cualquier parte de tu cuerpo, te vuelves loco.

González.— (Entre dientes). ¡Anda ya y que te enmelen!…

Benítez.— ¡Región! ¡Vaya una región! ¿Te duele ahí? Pues eso es lo sensible; lo demás importa poco.

González.— (Destempladamente y deseando poner término a la discusión). ¡Bueno, hombre, bueno!

Benítez.— (Creciéndose). Cuando a mi me duele aquí (Por la frente)., digo que me duele la cabeza; y cuando me duele aquí (Golpeándose el cogote)., digo también que me duele la cabeza, porque todo esto es cabeza.

González.— (Despectivamente). ¡Eso quisieras tú!

Benítez.— ¿Eh?

González.— Si fuera cabeza todo eso, no te verías como te ves, sin familia y en la miseria.

Benítez.— Peor estaría en la miseria y con familia.

González.— No; salidas no te faltarán.

Benítez.— ¡A ver!

González.— No sé cómo no te da vergüenza: la gloria de un siglo, el primero de los actores de toda una época, viviendo casi de limosna. Y todo por manirroto, por despilfarrador, por inconsciente. ¡Bah! Está visto; los actores, en escena; fuera de ella, nulidades.

Benítez.— (Agresivo). Y los autores como tú, nulidades dentro y fuera de escena.

González.— ¡Benítez!

Benítez.— ¿Por qué no ahorraste tú? Porque tú también has tenido tus años de opulencia.

González.— ¡Bah! No quiero hablar.

Benítez.— ¡No puedes hablar! (González gruñe). Que soy pobre: bueno. ¿Y qué? Pero soy quien soy. Más de un ricacho vulgarote daría la mitad de su fortuna por pasear estas gloriosas miserias, oyendo decir a las gentes: ¡Ese es Benítez!… ¡Ahí va Benítez!… ¡Benítez!… ¡Qué gran actor era Benítez!

González.— (Aparte). ¡Iluso! ¡Como si alguien se acordase ya de Benítez!

Benítez.— ¡Ahorrar! El ahorro supone egoísmo, pequeñez de espíritu. Eso de pensar en el porvenir está vedado a los que necesitan todo su cerebro para mirar el presente. ¡Ahorrar! De haber ahorrado, otra hubiese sido nuestra condición, y no hubiéramos sido lo que fuimos.

González.— ¡Lo que fuimos! (Tras un golpe de tos y abrochándose la americana). ¡Pensar que he tenido once gabanes en mi armarlo y ahora no puedo echarme encima ni el armario! (Tose). Y no creas que me apura el frío; eso es lo de menos. Es que me sonroja que digan al verme: ¡Ahí va González!… ¡González!… ¡El autor!… ¡Y cómo va el pobre González!

Benítez.— (Aparte). ¡Infeliz! Como si alguien se acordase ya del santo de su nombre. (Pequeña pausa). ¡La vida, chico, la vida!

González.— Qué, ¿viste a don Remigio?

Benítez.— Si; pero… nada.

González.— ¡Ingrato! Un empresario que se hizo rico a mi costa.

Benítez.— ¿A tu costa?

González.— ¿Vas a negar que explotó mi repertorio?

Benítez.— (Agresivo). ¿Y qué hubiera sido de tu repertorio sin mí?

González.— (Agresivo). ¿Y qué hubiera sido de ti sin mi repertorio? ¿Eh? ¿Quién te dio a conocer? ¿Quién te hizo hombre? ¡Contesta! ¡¡Mis obras!!

Benítez.— ¡Buenas están tus obras!

González.— No eres tú quién para juzgarlas.

Benítez.— Eso es otra cosa. Como si los actores no tuviéramos criterio en lo que precisamente debemos tenerlo. (Gruñe González).

González.— Pues, no señor, no lo tienen ustedes.

Benítez.— Acuérdate del estreno de Las Pirámides; bien claro te lo dije: ¡González, que Las Pirámides pesan mucho! ¡González, que en el acto segundo se hunden! Y se hundieron, sí, señor. Menuda grita te soplaron.

González.— ¡Nos soplaron!

Benítez.— Te soplaron; y con muchísima razón; porque tenía versos que parecían hechos en un derribo. (Declamando con chungueo).


Aunque mi pecho taladre
y al rey, mi señor, no cuadre
el juramento, os exijo:
es justo que quiera un hijo,
lo mismo que quiere el padre.
 

¡Vaya una quintillita! ¡De abrigo! (Ríe).

González.— Peor estuvo el tropezón que diste al subir la escalinata. También te dieron lo tuyo.

Benítez.— (Crispado). ¿Yo? ¿Un tropezón yo?

González.— ¡Tú, sí señor, tú!

Benítez.— ¡Puede! ¡Como había tantos ripios en escena!…

González.— (Amenazador). ¡Benítez!… (Tose).

Benítez.— (Desafiándole). ¡Qué! ¿Qué hay?… (Tose también).

González.— No tienes tú la culpa, sino yo que doy oído a tus impertinencias. ¿Por qué en vez de hablarme de Las Pirámides no me hablas de mis otros éxitos?

Benítez.— ¡Míos!

González.— ¡Tuyos! Siempre creen los actores que los aplausos son por ellos y para ellos.

Benítez.— Y así es.

González.— ¡Un cuerno! Declama en escena el Padre Nuestro a ver si te ovacionan. El aplauso es para el autor, para el que concibe, para el que crea.

Benítez.— Y al actor que lo parta un rayo.

González.— ¡Que lo parta! El actor no es nada; ni nadie un señor que habla porque sí; pero, claro, como está ante el público, cuando el público aplaude él saluda. También saluda la domadora cuando las focas hacen juegos malabares y hasta cree que el aplauso es a ella.

Benítez.—¡Cuántas tonterías dices!

González.— Eso no es discutir: argumentos, argumentos.

Benítez.— (Irónico). No: si cuando Tita Ruffo canta Rigoleto, el público aplaude a Verdi.

González.— (Idem). No, si cuando ven al Bobo de Coria, de Velázquez, admiran al Bobo.

Benítez.— Eso es lo que tú eres: un bobo.

González.— ¡Y tú imbécil!

Benítez.— (Crispado). Esa palabra no me la dices tú a mis dos veces.

González.— ¿Para qué? Con decirla una…

Benítez.— ¡González!

González.— ¡Qué! ¿Qué pasa?

Benítez.— ¡Pues no faltaría más!

González.— Eso digo yo, ¡pues no faltarla más!

Benítez.— (Tras una breve pausa). Caramba: el día que ni tienes para comer, ni tienes tabaco, te pones que, francamente, no hay quien te soporte.

González.— No es cosa de ponerse a bailar.

Benítez.— Si, pero…

González.— ¿Tienes tú?

Benítez.— Dinero, ni un real.

González.— ¿Y cigarros?

Benítez.— Uno.

González.— Que te aproveche.

Benítez.— Mira. (Enseñándole un buen cigarro habano).

González.— ¡Puro!

Benítez.— Y bueno. Me lo regalaron ayer: lo guardaba para fumármelo después de comer, pero en vista de que eso de la comida de hoy se pone tan difícil…

González.— ¿Te lo vas a fumar?

Benítez.— Si.

González.— Bueno. (Se vuelve un poco de espalda, como para no sufrir el suplicio de Tántalo, y suspira. Benítez le mira, sonríe, saca una navajilla y parte el cigarro por la mitad).

Benítez.— (Ofreciéndole medio cigarro). Toma.

González.— (Conmovido). ¿Eh? ¡Benítez!

Benítez.— Fuma.

González.— (Tomando la parte de cigarro). ¡Gracias!

Benítez.— Creíste que me lo iba a fumar yo solo.

González.— ¡No!

Benítez.— ¡Sí!

González.— ¡Perdóname! (Encienden y fuman ambos con verdadero deleite. Sus caras se transforman, parece que aspiran no bocanadas de humo, sino bocanadas de alegría. ¡Pobres viejos!)

Benítez.— (Muy satisfecho). Escucha, ¿en qué beneficio me regalaste tú una caja de cien habanos? ¿Fué el año que estrenamos Juegos de amor?

González.— No, hombre; el año de Juegos de amor fué el de la broma: te regalé un traje de luces, porque tú andabas enamorado de aquella Conchita Becerra, que te traía de coronilla.

Benítez.— Es verdad.

González.— Por cierto que la broma te supo a cuerno quemado, porque como coincidía que era ella la que te toreaba a ti… Lo de los cigarros fué el año que estrenamos El Conde Enrico.

Benítez.— Si; ahora recuerdo.

González.— ¡Ya ha llovido desde entonces!

Benítez.— Y ha tronado, que es lo peor.

González.— (Aflorando). ¡El Conde Enrico! ¿Te acuerdas?

Benítez.— (Idem). ¡Qué obra aquella!

González.— ¡Qué Conde hiciste, Pepillo!

Benítez.— ¡Es que aquel Enrico decía unas cosas muy grandes, Rafael!

González.— ¡Qué éxito!

Benítez.— ¡Qué éxito!

González.— Mucho tiempo te llamó Enrico todo el mundo.

Benítez.— Es verdad. ¿Te acuerdas de mi escena con el rey, cuando yo arrojaba a sus pies aquel puñado de monedas?

González.— ¡Qué ovación!

Benítez.— (Declamando). ¡Si es limosna, señor, ved lo que hago!

González.— ¡Qué bien has tirado tú siempre el dinero, Pepito! Por eso desde aquella noche te llamamos Enrico.

Benítez.— ¡Aquella escena electrizaba al público!…

González.— ¡Cómo te escuchaban! ¡Cómo serian tus palabras, tus gestos!

Benítez.— (Evocando). ¡Sí! Con los cuerpos inclinados, entreabiertas las bocas, brillosos los ojos, como febriles, y en los ojos lágrimas, y en las lágrimas besos de luz… ¡y aquel silencio de pesadilla, aquel vaho de fuego!… El silencio de un sollozo que no rompe y el fuego de unas lágrimas que no caen de los ojos. Y yo, arriba, en escena, ante una corte que me admiraba, arrojando un puñado de monedas a los pies de un rey que me ofendía… ¡Si es limosna, señor, ved lo que hago!…

González.— (Conmovido). ¡Y luego!

Benítez.— Luego… La explosión atronadora, la ovación delirante, el aplauso entusiasta… ¡Cuántas veces lo escuché llorando! Y tú… ¡cuántas veces al tirar de ti para que conmigo lo compartieras llorabas también!… ¡Como lloras ahora!… ¡Como ahora lloramos los dos!… (Ahoga un sollozo).

González.— (Abrazándole conmovidísimo). ¡Pepillo!

Benítez.— ¡Rafael!…

González.— ¡Qué tiempos aquellos! ¡Lo que hemos sido!

Benítez.— ¡Y lo que somos! ¡Aún somos!

González.— (Tristemente). ¡Ya!…

Benítez.— Aún nos conocen y nos admiran; aún vuelven la cara para vemos; como entonces.

González.— ¡Como entonces, no! De tantas lágrimas de entusiasmo, no ha quedado una sola de compasión. Ya ves: hoy no hemos comido; acaso nos quedemos sin comer.

Benítez.— Dios nos abrirá puertas (Por la izquierda entran en escena Juan y Enrique; son Jóvenes, visten con elegancia y vienen conversando animadamente).

Enrique.— Puedes creerme; tiemblo como un chiquillo.

Juan.— Lo comprendo.

Enrique.— Te dijo ella que vendría, ¿verdad?

Juan.— Sí; vendrá. El sitio no puede ser más a propósito; nadie se enterará de vuestra entrevista; os arregláis y en paz. Mi hermana te ha perdonado ya, tú la quieres, ¿a qué vivir separados?

Enrique.— Sí, tienes razón. (Advirtiendo la presencia de Benítez y González). Calla, hay aquí dos hombres; nos han quitado el sitio.

Juan.— (Mirándoles). Es cierto.

Enrique.— (Idem). Me contraría.

Juan.— (Idem). Puede que se marchen pronto, es tarde ya.

González.— (A Benítez). Nos miran.

Benítez.— Sí.

González.— ¿Qué será?

Benítez.— Nos habrán conocido.

Enrique.— ¿Qué haríamos para que se marcharan?

Juan.— Nada, hombre. ¿Qué vamos a hacer?

Enrique.— (Mirándoles). Parecen dos asilados.

Juan.— Sí.

Enrique.— ¡Demonio de viejos!

Juan.— No te impacientes, hombre, ven; ya se marcharán.

Enrique.— (Haciendo mutis con Juan por la derecha). Es preciso que se vayan. Quién iba a imaginar que a estas horas y en este sitio…(Mutis).

González.— Es raro.

Benítez.— Sí.

González.— Nos miraban y parecían porfiar.

Benítez.— Es que uno de ellos debe conocernos, el otro, no, y dudan, ¿ves? ¡Aún somos!

González.— Mira; no nos quitan ojo.

Benítez.— Y vuelven.

González.— Parece que quieren hablamos y no se atreven.

Benítez.— Es verdad. Pues sí amiguitos, somos nosotros, ¡nosotros! (Vuelven a entrar en escena Juan y Enrique).

González.— (Viendo que Enrique avanza hacia ellos, después de titubear). ¡Se atreven!

Enrique.— Perdónenme. ¿Serán ustedes?…

Benítez.— (Interrumpiéndole). José María Benítez y Rafael González, caballero.

Juan.— No: digo que… si serian ustedes tan nobles que… que nos dejaran este banco.

Benítez.— (Lívido). ¿Eh?

Enrique.— Una cita en este lugar me obliga…

Juan.— Si; un asunto de honor…

Benítez.— ¡Pero!…

Enrique.— A cambio de este favor… (Toma una mano de Benítez y deposita en ella cariñosamente unas pesetas).

Benítez.— (Desencajado, trémulo de indignación). ¿Qué es esto? ¡Dinero! ¡No! (Levantando el brazo y disponiéndose a tirar las pesetas a los pies de Enrique). ¡Si es limosna, señor, ved lo que hago!

González.— (Sujetándole la mano). ¡Guarda, Enrico!…

Benítez.— ¡No!

González.— (Con tristeza). ¡Guarda!… Podemos comer hoy; no cierres la puerta que Dios nos abrió. (Benítez reprime su indignación, deja caer el brazo dócilmente e inclina avergonzado la cabeza).

Enrique.— (A Juan). ¿Tú entiendes esto? (Juan hace un significativo movimiento de estupefacción y de asombro).

González.— (Cariñosamente a Benítez). Vamos, Enrico, vamos. (A los demás). Muy buenas tardes, caballeros, y muchas gracias. (Secándose una lágrima). Muy buenas tardes.

Enrique.— (Sin hacerles caso y mirando afanoso al lado opuesto). ¡Creo que viene, Juan; creo que es ella!

Benítez.— (Conteniendo un sollozo). Buenas… tardes. (Tomando del brazo a González y alejándose del banco). ¡Rafael! (Viendo que González se seca una lágrima). ¿Lloras?

González.— ¡De alegría! ¡Vamos a comer!

Benítez.— A costa de la última ilusión. No somos, Rafael, no somos. Nos han olvidado todos, ¡todos!

González.— Dios no, Pepillo… ¡Dios, no!

(Telón).

FIN DE LA OBRA

El origen de la cama

No creo que sea necesario pedir a ustedes benevolencia.

Ustedes, sin duda alguna, son capaces de usar de ella en todo momento. Deben ser ustedes, y esto me anima, de esas personas encantadoras que son benévolas hasta cuando les pisan un pie. Porque un pisotón es el termómetro de la bondad. Las personas realmente benévolas y exquisitas, cuando reciben un pisotón, sienten, más que el dolor propio, el apuro del que pisa, y se apresuran a decir: «No es nada, no es nada; apenas lo he sentido». Y están viendo las estrellas y hasta lo que hay dentro de las estrellas.

Claro que en este caso mío, que no es de pisotón ni muchísimo menos, van ustedes a ser benévolos, no sólo por la razón apuntada, sino porque yo vengo aquí a hacerles a ustedes una importantísima revelación: una revelación de tal naturaleza, que en cuanto yo diga a ustedes de lo que se trata, van ustedes a decir ¡Ole los tíos!

Porque advierto a ustedes que yo sé muchísimas cosas raras y nuevas —y perdonen ustedes la inmodestia—. A mí me encanta el desentrañar el origen de las cosas hasta llegar a su arquetipo; averiguar hasta la concausa de cualquier efecto, y en punto a lenguaje, me gusta estudiar las etimologías y llegar a la más remota raíz de cualquier vocablo.

Hay quien no le da importancia a estas lucubraciones. Hay quien pronuncia una palabra cualquiera, «Pelo», por ejemplo; y se queda tan fresco. Yo, no; yo digo «Pelo», y estudio, investigo, y sin pasarme de la raya, como es natural, no sosiego, hasta que le encuentro al pelo la raíz.

Y lo mismo me sucede con todo. Yo leí que el elefante descendía del mamut, y que el perro descendía del lobo y el gato del tigre, y me pregunté: ¿Y la araña? ¿De dónde desciende la araña? Y estuve seis meses estudiando, hasta que descubrí que la araña descendía del techo…

Pero basta de preámbulo, porque supongo a ustedes impacientes por conocer la mágica revelación prometida. ¿No se figuran ustedes de lo que se trata? Pues allá va sin más rodeos. Vamos a ver. ¿Ustedes saben quién inventó la cama? ¡A que no! Cuántas veces al acostarse, sobre todo si se han acostado ustedes cansados, rendidos, no han pensado con enorme fruición: ¡qué gran cosa es la cama! Y luego, al revolverse, al estirarse, al experimentar la dulce laxitud del horizontalismo, al sentir el cuerpo esponjado y satisfecho, con esa satisfacción sólo comparable a la que debe experimentar el terrón de azúcar cuando se derrite en el fondo de un vaso de agua, ¿no han pensado ustedes también: «Caramba, la verdad es que el que inventó la cama tenía un talento como para hacerle un alto relieve?»

¿Quién inventarla la cama?…

Yo me hice esa pregunta una noche, y ¿para qué más? Me desvelé, pegué un salto, juré que no volvería a acostarme hasta no saber quién hizo tan admirable invento, y… me he pasado cinco años durmiendo en un reclinatorio; pero ya sé quién inventó la cama, y dónde, y por qué.

Claro que lo de la almohada no me costó trabajo ninguno, ni lo del colchón tampoco. La almohada sabe todo el mundo que la inventaron los almorávides y no los almohades, como han supuesto algunos incultos, y el colchón saben hasta los chicos que lo inventó casualmente San Dimas, el buen ladrón. ¿Tampoco saben ustedes eso? Pues sí; San Dimas, en una ocasión, se introdujo furtivamente en un redil, esquiló a cuatro ovejas sin que nadie le viera, y escapó con la lana en dirección a Galipolopolí, especie de Tarrasa de aquel entonces, donde había una fábrica de camisetas y de túnicas. El propietario del redil advirtió el robo, y dispuesto a castigar al ladrón, salió con varios criados en su busca, siguiendo sus pisadas. Pero San Dimas, que tenía un ingenio que atontaba, viéndose perseguido, hizo en el suelo una zanja que tenía el tamaño justo de su cuerpo; echó la lana en la zanja y se tumbó encima, cubriendo con su cuerpo el fruto del robo. Claro, llegaron los otros, vieron a un hombre que dormía a campo raso, sin detalle alguno que delatara lo robado; pensaron: «No es éste», y volvieron grupas, diciendo: «Plancha», «plancha»; porque ya en aquel tiempo se decía lo de plancha como ahora.

Total, que San Dimas, cuando se vio solo, pensó: «¡Señores, y qué comodidad! Yo esta lana no la vendo, porque hay que ver lo ricamente que se duerme sobre ella». La metió en una funda para ocultarla, y ese fué el primer colchón que vieron los siglos.

Pero vamos a la cama, y ustedes perdonen. Cuando yo me propuse descubrir el origen de este cómodo artefacto, me acordé de un amigo que tengo en el Cuerpo de Alabarderos: un muchacho que se llama Pepe Larguero, y que tiene una perilla negra como para asustar a los niños, porque es lo que yo me dije: Larguero y con perilla, a ver si este sabe algo de la cama. Pero quiá: ni jota. Escribí entonces a Camarasa, un señor que vive en Camas, pueblo cercano a Sevilla, y que si quieres. Cablegrafié al Camagüey; pero por ley de contraste, en el Camagüey no se usan más que hamacas, cosa que me chocó. Estudié el origen del camafeo, que por cierto es bonito, y no sabiendo ya adonde escribir, busqué a Pablo Camargo, un camastrón que para con una camarilla en un café de camareras, y me dijo Camargo, yo creo que en la Historia Sagrada puedes encontrar lo que buscas. Y, en efecto, señores: en la Historia Sagrada hallé lo que apetecía.

Ustedes saben, porque eso lo saben hasta los bolcheviques, que Noé tuvo tres hijos: Sen, Can y Jafet.

Sen y Jafet se portaron muy mal con su padre. Fueron para Noé, no dos hijos, dos perros rabiosos. Así como suena: dos perros. El único que no fué perro, fué Can. Ya ven ustedes lo que son las cosas. Y eso que Can era un hombre de pocas palabras. Strabon nos lo pinta como un hombre áspero, tosco, poco comunicativo, y añade que por la sequedad de su carácter le llamaban familiarmente Canseco. Y, sin embargo, Can era un gran artista. Gustaba de los placeres de la danza; bailaba como un peón (la frase Cam-peón data de esta época), y se ha conservado a través de los siglos un célebre baile inventado por él. Todos ustedes habrán oído hablar del Can-Can.

Si quieren ustedes comprobar que todo esto es exacto, lean a Herodoto. Este célebre historiador relata detalles interesantísimos de los hijos de Noé. Hasta nos da cuenta de lo que desayunaban. Dice que Can y Sen desayunaban con pan y manteca, y Jafet con leche.

Los tres hijos de Noé se dedicaron a negocios distintos. Jafet cultivó las viñas como su padre. Sen, que por lo visto llevaba dentro un ingeniero, emprendió negocios hidráulicos, que en aquel entonces, y a raíz del diluvio, tengan una gran importancia. Construyó grandes saltos de agua, y hasta llegó a vender el agua embotellada. Siglos después, y en la culta Grecia, aun se hablaba del agua de Sen.

Can, el buen Can, puso una especie de tupi a orillas del Tigris: un tupi con honores de casino. Según Paulo Lucio, sobrino de Tito-Livio, en el tupi-Can se jugaba a lo prohibido; porque ya en aquel tiempo eran conocidos los juegos del mus, el monte y la brisca. Los pueblos primitivos, como pueblos jóvenes, pueblos niños, eran muy aficionados a jugar, y estos descendientes de Can, a pesar de ser muy religiosos, que por eso se llamaban cananeos, eran muy jugadores y algo camorristas, pues más de una vez dieron el salto del Tigris, que es un salto muy peligroso. Bueno, pues como Can era reumático, y entonces había que dormir sobre el lindo suelo cuando llegaba la noche, para no acostarse sobre aquel terreno húmedo de la orilla del rio, se trasladaba a una cabaña que se había hecho construir en un monte cercano, y dejaba a uno de sus esclavos al cuidado del establecimiento. Este esclavo, que debía ser más listo que Romanones, durmió de pie los primeros días; pero luego pensó: «pues, señor, si este suelo es húmedo, con fabricarme yo un suelo que no lo sea, estoy listo». Y nada: el huevo de Colón. Cogió cuatro barriles; puso encima la gran pizarra donde anotaban las deudas de los cananeos morosos; se acostó encima, y fué el primer hombre que durmió media vara sobre el nivel de la tierra.

Honremos la memoria de Camacho, señores; porque el inventor de la cama se llama así: Camacho; Can-M Acho=siervo de Can.

* * *

Pero como todo no ha de ser burda chirigota permítanme ustedes que muy brevemente, y para quitarles el mal sabor de boca que haya podido dejarles este puñadito de retruécanos, les cuente un cuentecillo mío, que viene como anillo al dedo a esta fiesta de caridad. Es muy cortito.

Jugaban una mañana en el Retiro varias niñas de familias acomodadas, a uno de esos juegos de corros; uno de esos juegos infantiles, en el cual las niñas se cogen de las manos y giran alrededor de otra niña que se coloca en el centro, mientras cantan;


Mariquita, levanta, levanta,
que ese baile no se baila así.
Ese baile se baila de espaldas…
Mariquira, levanta la falda…
 

Y la niña que está en el centro se cubre la carita con el vestido.

Cerca del grupo de las niñas ricas había, viéndolas jugar, una niña pobre, muy pobre: limpita, peinadita, pero de muy humilde aspecto. Y la pobre niña, abrazadita a un árbol, las miraba, y reía cuando reían ellas, y ocultaba su carita tras el tronco del árbol cuando las niñas ricas, satisfechas de tener una espectadora, la miraban con aire de protección.

Una de las niñas que jugaban, nieta por cierto del ministro de Hacienda, y que era una niña de pelo rubio y ojos claros; una de esas criaturas que nos hacen concebir cómo deben ser los ángeles, se acercó a la niñita pobre y la invitó a jugar con ellas.

La niñita pobre aceptó, avergonzada primero, contentísima después, y jugó, jugó disfrutando más que ninguna.

Cuando le llegó su tumo, se colocó en el centro del corro; cantaron las otras dando vueltas:


Mariquilla, levanta, levanta,
Mariquilla, levanta la falda…
 

y entonces la niña pobre dejó caer sus brazos desalentada; miró a las otras con angustia; huyó del grupo; se arrojó sobre el césped y se echó a llorar. La niña pobre no podía levantarse la falda para cubrirse la carita: la niña pobre… no tenía calzones…

Y aquella noche, la nieta del ministro de Hacienda, la niña rubia que se parecía a los ángeles, comió de mala gana y estaba muy triste. Tan triste, que todos notaron su tristeza, y hasta la tocaron la frente y las manitas para ver si tenía destemplanza. Pero no tenía nada, no. Era que por primera vez había reflexionado, y la reflexión deja siempre tristeza en el ánimo.

Y al despedirse de su abuelo, le dijo sonrojada, temblorosa:

—Abuelo: tú no eres buen ministro.

—¿Qué dices, chiquilla?

—Que tú no eres buen ministro: porque yo he oído decir que tú manejas todo el dinero de España, y yo he visto esta mañana a una pobrecita niña que no tenía calzones.


Publicado el 12 de abril de 2018 por Edu Robsy.
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