Crónica del Reinado de Carlos IX

Prosper Mérimée


Novela


Crónica del Reinado de Carlos IX
Prefacio
I. La soldadesca alemana
II. El despertar de un festín
III. La juventud cortesana
IV. El converso
V. El sermón
VI. Un jefe de partido
VII. Un jefe de partido (continuación)
VIII. Diálogo entre el lector y el autor
IX. El guante
X. La cacería
XI. El desafío en el Pré-aux-Clercs
XII. Magia blanca
XIII. La calumnia
XIV. La cita

«A veros va a venir a este mismo salón y os pide mi señora la deis conversación.»

(Molière: Tartufo.)


Mergy volvió a alojarse en casa de su hermano; fue luego a dar las gracias a la reina madre y reapareció en la corte. Al entrar en el Louvre pudo advertir que había heredado algo de la consideración que gozaba Comminges. Personas que no conocía más que de vista le saludaban con aire humilde y familiar. Los hombres, al hablarle, ocultaban mal su envidia con una cortesía solícita, y las mujeres le guiñaban los ojos y le hacían toda clase de arrumacos, porque la reputación de duelista era entonces el mejor medio de conmover los corazones femeninos. Haber matado a tres o cuatro hombres en singular combate se consideraba de tanto valor como la hermosura, la riqueza y el ingenio. Así que cuando nuestro héroe apareció en la galería del Louvre escuchó que se levantaba alrededor de él un prolongado murmullo. «Aquí está Mergy el menor, que ha matado a Comminges.» «¡Qué joven es!» «¡Y qué apostura más gallarda!» «¡Qué buen empaque!» «¡Lleva el bigote airosamente levantado!» «¿Se sabe quién es su amada?»

Y Mergy buscaba en vano entre la multitud los ojos azules y las cejas negras de la señora de Turgis... Fue a casa de ella, y allí pudo enterarse de que uno de los días después de la muerte de Comminges había marchado a una de sus haciendas, alejándose de París unas veinte leguas... Si se había de dar crédito a las murmuraciones, el dolor que le causara la muerte del hombre consagrado a ella le había obligado a buscar un refugio donde pudiera olvidar sus nostalgias.

Una mañana, mientras el capitán, tumbado en la cama, leía, esperando el desayuno, La vida muy horrenda de Pantagruel, y a su hermano le daba una lección de guitarra el profesor Humberto Vinibella, un lacayo fue a anunciar a Bernardo que una vieja vestida con pulcritud le aguardaba en la sala del primer piso y que con aire misterioso había pedido molestarle unos momentos. Bajó en seguida y recibió de las manos curtidas de la vieja, que no era ni Marta ni Camilla, una carta, que esparció un dulce perfume. Estaba cerrada con un hilo de oro y un largo sello de cera verde, sobre el cual, en vez de escudo heráldico, no se veía más que un Amor, puesto el dedo en la boca y con esta divisa castellana: «Callad.»

Abrió la carta y no se encontró sino una sola línea escrita en español, y que apenas pudo comprender: «Esta noche, una dama espera a vuestra merced.»

—¿Quién os ha dado esta carta? —preguntó a la vieja.

—Una dama.

—¿Su nombre?

—No lo sé; dice ella que es española.

—¿De dónde la conocéis?

La vieja se encogió de hombros.

—Vuestra galantería y vuestra reputación os proporcionan estas molestias —dijo ella en tono burlón—. Pero, decidme, ¿vendréis?

—¿Adónde hay que ir?

—Estad a las ocho y media en la iglesia de San Germán, al lado izquierdo de la nave.

—¿Es en la Iglesia donde veré a esa dama?

—No; alguien irá a buscaros y os conducirá donde está ella. Pero sed discreto e id solo.

—Sí.

—¿Lo prometéis?

—Os doy mi palabra.

—Adiós, pues... Sobre todo, no me sigáis.

Hizo una reverencia profunda y partió rápida.

—¡Veamos! ¿Qué quería de ti esa noble entrometida? —preguntó el capitán cuando volvió su hermano y hubo partido el maestro de guitarra.

—¡Oh, nada! —respondió Mergy con aire de indiferencia, mientras miraba con mucha atención la virgen, de la cual hemos hablado.

—¡Misterios conmigo! ¿No es necesario que te acompañe a una cita, guarde la calle y reciba a los celosos a estocada limpia?

—Nada; no es necesario nada.

—Bueno, como quieras. Guarda para ti tus secretos; pero apostaría cualquiera cosa a que tienes tantas ganas de contarlo como yo de saberlo.

Mergy punteaba con aire distraído las cuerdas de su guitarra.

—A propósito, Jorge; yo no puedo ir a comer esta noche a casa de Vandreuil.

—¡Ah! Es para esta noche... ¿Y es ella bonita? ¿Es una dama de la corte? ¿Una burguesa? ¿Una tendera?

—Pues no lo sé, en verdad... Voy a ser presentado a una dama... que no es de nuestro país...; pero ignoro quién sea.

—¿Pero al menos sabrás dónde vas a ir a buscarla?

Bernardo enseñó la carta y repitió lo que la vieja acababa de decir.

—La letra está disimulada, y yo no sé qué pensar de todas estas precauciones.

—Debe ser una gran señora, Jorge.

—Todos los jóvenes, por el más ligero motivo, se figuran que las más encopetadas damas van a perder por ellos la cabeza.

—¿No te gusta el perfume que exhala el billetito?

—¿Qué prueba todo esto?

La frente del capitán se obscureció repentinamente, pues una idea siniestra se enseñoreó en su espíritu.

—Los Comminges son rencorosos —dijo—, y acaso esta carta no sea sino una invención suya para llevarte a algún sitio separadamente y hacerte pagar caro la puñalada que los ha hecho herederos.

—¡Oh! ¡Qué idea!

—No sería la primera vez que el amor ha servido de pretexto para la venganza. Tú has leído la Biblia. ¿Recuerdas a Sansón traicionado por Dalila?

—Sería preciso que fuese un cobarde para que una conjetura incierta me hiciese faltar a una cita que acaso sea deliciosa... ¡Una española!

—Al menos ve bien armado... Si quieres, te haré seguir por dos lacayos.

—¡Vaya! ¿Quieres que sean viles testigos de mi buena fortuna?

—Ésta es la costumbre en la actualidad. Cuántas veces no habré visto a mi grande amigo Ardelay ir a ver a su amada con una cota de malla en la espalda y dos pistolas en la cintura... y detrás marchaban cuatro soldados de su compañía con sendos arcabuces cargados. Tú no conoces todavía París, hermanito; y créeme, el exceso de precaución no es inútil jamás. Nadie lleva la cota de malla por gusto siendo ella tan incómoda.

—Me encuentro sin ninguna inquietud. Si los parientes de Comminges lo quisieran, me habrían podido atacar de noche en la calle.

—En fin; no te dejo salir sino a condición de que lleves tus pistolas.

—Bueno; pero se burlarán de mí.

—Pero esto no es todo; es necesario almorzar bien, comer dos perdices y un buen pastel de gallo, a fin de hacer honor esta noche a la familia Mergy.

Bernardo se retiró a su habitación, donde pasó lo menos cuatro horas con los peines, los rizos y los perfumes y estudiando los discursos elocuentes que se proponía pronunciar ante la bella desconocida.

Dejo al lector que considere si fue exacto a la cita. Durante más de media hora estuvo paseándose por la iglesia. Había ya contado tres veces los cirios, las columnas y los ex votos, cuando una mujer vieja, envuelta cuidadosamente en una capa negra, le tomó de la mano, y sin decir una sola palabra, lo condujo a la calle. Siempre guardando el mismo silencio, le llevó ella, después de dar varias vueltas, a una callejuela estrecha y en apariencia deshabitada. Se detuvo delante de una pequeña puerta ojival muy baja, que ella abrió con una llave sacada del bolsillo. Entró la primera, seguida de Mergy, que se agarró al manto de la vieja a causa de la obscuridad. Una vez dentro percibió el ruido que producían dos enormes cerrojos. Su guía le previno en voz baja que estaba junto a una escalera y que tenía que subir veintisiete peldaños. La escalera era muy estrecha, y los escalones, viejos y desiguales, le hicieron temer más de una vez que caería al suelo. Por fin, después del vigesimoséptimo escalón, que terminaba en un descansillo, la vieja abrió una puerta, y una luz viva deslumbró un momento los ojos de Mergy, que entró en seguida en una habitación amueblada con una elegancia muy superior a lo que hacía suponer el aspecto de la casa.

Las paredes estaban adornadas con una tapicería de flores, algo pasada a decir verdad, pero que todavía resultaba propia. En medio de la estancia vio una mesa que alumbraban dos bujías de cera rosa, cubierta de varias clases de frutas y pasteles, vasos y jarras de cristal que contenían vinos de diferentes especies. Dos grandes sillones colocados a cada extremo de la mesa parecían aguardar a los convidados. En una alcoba a medio cerrar por unas cortinas de seda había una cama ornada y cubierta de satén carmesí. Varios braserillos esparcían por la habitación un perfume voluptuoso.

La vieja se quitó su manto, y Mergy su capa. Pronto reconoció a la mensajera que le había llevado la carta.

—¡Santa María! —exclamó la vieja al advertir las pistolas y la espada de Mergy—. Pero ¿creéis que vais aquí a luchar con unos gigantes? Mi buen caballero, no se trata ahora precisamente de andar a estocadas.

—Así prefiero creerlo; pero pudiera ocurrir que unos hermanos o un marido malhumorado viniera a turbar nuestra conversación, y traía eso para sacudirles el polvo.

—No tenéis que temer nada aquí. Mas, decidme: ¿qué os parece esta habitación?

—Muy bonita; pero me aburriría mucho si tuviera que estar solo en ella.

—Alguien vendrá que os hará buena compañía. Pero me tenéis que hacer antes una promesa.

—¿Cuál?

—Si sois católico, poned la mano sobre este crucifijo —y sacó uno de un armario—, y si sois hugonote, jurad por Lutero..., Calvino..., por vuestros dioses, en fin...

—¿Y qué debo jurar? —preguntó riendo.

—Vais a jurar que no haréis ningún esfuerzo para intentar conocer a la dama que va a venir aquí.

—La condición es rigurosa.

—Jurad, o os vuelvo a conducir hasta la calle.

—Os doy mi palabra de honor. Vale ella más que los ridículos juramentos que me proponéis.

—Eso está bien. Esperad con paciencia; comed y bebed, si gustáis, y muy pronto os hallaréis en presencia de la dama española.

La vieja cogió de nuevo su manto, salió y cerró la puerta con doble vuelta.

Mergy se sentó en un sillón. Su corazón latía con violencia; experimentó una emoción fuerte y casi de la misma naturaleza que aquella que había sentido unos días antes en el Pré-aux-Clercs en el momento de encontrarse con su enemigo.

El más profundo silencio reinaba en la casa, y transcurrió un terrible cuarto de hora, durante el cual la imaginación de nuestro héroe le iba representando, una detrás de otra, vanas imágenes: Venus saliendo de la tapicería para arrojarse en sus brazos; la condesa de Turgis en traje de casa; una princesa de sangre real; una banda de asesinos, y, por último, la idea más horrible: una vieja enamorada.

De repente, y sin que el menor ruido anunciase que alguien había entrado en la casa, la llave dio vueltas rápidamente en la cerradura, la puerta se abrió y se cerró pronto y una mujer enmascarada penetró en la estancia.

Su estatura era alta y proporcionada. Un traje muy apretado de talle hacía resaltar la elegancia de su apostura; mas ni el pie, chiquito, calzado con un chapín de terciopelo blanco, ni la mano, pequeña, aunque por desgracia cubierta por un guante bordado, permitían adivinar la edad de la desconocida. Pero no se sabe qué, acaso una influencia magnética o quizá un presentimiento, hacía suponer que ella no tenía arriba de veinticinco años. Su tocado era rico, galante y sencillo a la vez.

Mergy se levantó en seguida, y después puso una rodilla en tierra delante de ella. La dama dio un paso hacia él, y dijo luego con voz dulce:

—Dios os guarde, caballero. Sea vuestra merced bien venido.

Mergy hizo un movimiento de sorpresa.

—¿Habla vuestra merced español?.

Mergy ni hablaba español ni casi lo entendía.

La dama pareció contrariada... Se dejó conducir a uno de los sillones y en él tomó asiento, haciendo señas a Mergy de que ocupara él otro. Entonces ella comenzó la conversación en francés, pero con un acento extranjero que unas veces era marcadísimo y otras cesaba por completo.

—Caballero, vuestra gran valentía me ha hecho olvidar la reserva habitual de nuestro sexo; quería conocer a un caballero perfecto y lo encuentro tal y conforme la fama lo publica.

Mergy se inclinó, con el rostro enrojecido.

—¿Tendréis la crueldad —preguntó— de conservar, señora, ese antifaz, que como una nube envidiosa me oculta los rayos del Sol?

Esta frase la había leído en un libro traducido del español.

—Señor caballero, estoy contenta de vuestra discreción, y me veréis más de una vez a cara descubierta; pero por hoy contentaros con el placer de la charla.

—¡Ah señora! Este placer me hace desear veros todavía con más violencia.

Estaba de rodillas y parecía dispuesto a arrancar el antifaz.

Poco a poco, caballero francés; sois demasiado impetuoso. Estaos quieto, o me marcho al instante. Si supierais quién soy y a lo que me atrevo para venir a veros, os daríais por muy satisfecho del honor que os hago viniendo aquí.

—En verdad me parece que vuestra voz me es conocida.

—Es, sin embargo, la vez primera que la escucháis. Decidme: ¿seréis capaz de amar con constancia a una mujer que os correspondiera?

—Estoy tan cerca de vos...

—No me habéis visto jamás; así que no podéis amarme. ¿Sabéis si soy guapa o fea?

—Estoy seguro de que sois encantadora.

La desconocida retiró su mano, de la cual él se había apoderado, y se la llevó al antifaz como si tuviera miedo de que se lo quitaran.

—¿Qué haríais si vierais aparecer delante de vos una mujer de cincuenta años, fea hasta dar un susto?

—Es imposible.

—A los cincuenta años se ama todavía.

Suspiró ella y nuestro joven se echó a temblar.

—Vuestro talle elegante, esta mano que parecéis robarme, todo me prueba vuestra juventud.

En esta frase había más galantería que convicción.

—¡Ay!

Mergy empezó a sentir cierta inquietud.

—Para vosotros los hombres, el amor no es suficiente por sí solo. Necesitáis que le acompañe la belleza.

Y dio un nuevo suspiro.

—Dejadme, por favor; quitaos el antifaz.

—No, no —contestó ella, rechazándole vivamente—. Acordaos de vuestra promesa.

Y después añadió en tono más galante:

—Arriesgo mucho si me descubro... Ahora gozo del placer de veros a mis pies, y si por casualidad no fuera ni joven ni bonita... ni de vuestro gusto..., acaso seríais capaz de abandonarme.

—Mostradme solamente esa mano chiquita.

Se quitó la dama un guante perfumado y tendió a Mergy una mano, como la nieve de blanca.

—Conozco esta mano —exclamó el caballero—, no hay más que otra tan bella en París.

—¿De verdad? ¿Y de quién es esa mano?

—De... una condesa.

—¿Qué condesa?

—La condesa de Turgis.

—¡Ah!... Ya sé lo que queréis decir... Si la de Turgis tiene manos bonitas es merced a las pastas de almendra de su tocador. Pero yo me jacto de que mis manos son más suaves que las suyas.

Todo esto lo manifestó con un tono tan natural, que Mergy, el cual había creído reconocer la voz de la bella condesa, concibió algunas dudas, y se sintió en la necesidad de abandonar aquella idea.

«Dos en vez de una —pensó—; me deben proteger las damas», y buscó en la mano bonita la marca de una sortija que recordó llevaba la de Turgis; pero en los dedos redondos y perfectamente formados no había ni la menor huella de presión ni la más insignificante concavidad.

—¡La de Turgis! —exclamó la desconocida, riendo—. Parece que estoy obligada a que siempre me confundan con ella. Pero, a Dios gracias, creo valer un poco más.

—La condesa es, y doy mi palabra de honor, la mujer más bella que he visto en mi vida.

—¿Estáis enamorado de ella? —preguntó la enmascarada vivamente.

—Quizá; mas quitaos, por favor, el antifaz y mostradme que sois más hermosa que la de Turgis.

—Cuando esté bien segura de que me amáis, entonces podréis verme a cara descubierta.

—¡Amaros!... Pero ¡pardiez!... ¿Cómo puede ser sin haberos visto?...

—Mi mano es bien bonita. Pues figuraos que mi cara está de acuerdo con ella.

—Ahora estoy seguro de que sois encantadora, porque acabáis de traicionaros olvidando disimular vuestra voz. La reconozco; estoy cierto.

—¿Es la voz de la de Turgis? —preguntó ella riendo y con un marcadísimo acento español.

—Precisamente.

—Error, error por vuestra parte, Bernardo; yo me llamo doña María..., doña María...; ya os diré más tarde mi apellido. Soy una dama de Barcelona; mi padre, que me vigila muy rigurosamente, está viajando desde hace algún tiempo, y yo me aprovecho de su ausencia para divertirme y visitar la corte de París. En cuanto a la de Turgis, cesad, os lo ruego, de hablarme de ella; me es odiosa; es la mujer más mala de la corte... ¿Sabréis, desde luego, cómo quedó viuda?

—He oído alguna cosa.

—¿Sí?... Hablad... ¿Qué os han dicho?

—Que al sorprender a su marido en amante coloquio con una camarera se enfureció la condesa, agarró una daga y con ella le hirió... El pobre hombre moría al mes siguiente.

—¿Esta acción os parece... horrible?

—Os confieso que merece excusa. Se dice que la condesa amaba a su marido, y hay que tener en gran estima a los celos.

—Habláis así porque creéis estar delante de la de Turgis; pero sé que la despreciáis en el fondo del corazón.

En este acento había una expresión triste y melancólica; pero no era la voz de la condesa. Mergy no sabía qué pensar.

—¡Cómo! —dijo—, ¿sois española y no os inspiran simpatía los celosos?

—Dejemos eso... ¿Qué es ese cordón negro que lleváis pendiente del cuello?

—Una reliquia.

—Os creía protestante.

—Y lo soy. Pero esta reliquia me la dio una dama, y la llevo en recuerdo suyo.

—Si deseáis agradarme, no tenéis que pensar más en otras damas. Para vos no debe haber más que yo... ¿Quién os dio esa reliquia?... ¿Fue también la de Turgis?

—No, en verdad.

—Mentís.

—¿Sois entonces la señora de Turgis?

—Habéis cometido una traición, Bernardo.

—¿Cómo?

—Cuando vea a la de Turgis, la preguntaré por qué hace el sacrilegio de regalar cosas santas a un hereje.

La incertidumbre de Mergy aumentaba a cada momento.

—Pero quiero esa reliquia; dádmela.

—No; no puedo.

—La quiero. ¿Osáis rehusar?

—He prometido devolverla.

—¡Bah! ¡Una puerilidad de promesa! ¡Promesa que se hace a una mujer falsa no compromete a nada! Además, estad en guardia; acaso sea un sortilegio, un amuleto peligroso lo que lleváis encima. Se dice que la de Turgis es una gran maga.

—No creo en la magia.

—¿Ni en los magos?

—Un poco en las magas.

Y recalcó mucho esta última palabra.

—Escuchad: si me dais esa reliquia, tal vez me quite el antifaz.

—¡Por mi vida!... Ésta es la voz de la señora de Turgis.

—Por última vez: ¿me queréis entregar esa reliquia?

—Os la devolveré cuando os quitéis el antifaz.

—¡Ah!, ya me tenéis impaciente con vuestra condesa de Turgis. Amadla como os plazca, ¿a mí qué me importa?

Y se dejó caer en un sillón, como si estuviera incomodada. El satén que cubría su garganta se elevaba y descendía con gran rapidez.

Durante algunos minutos guardó silencio, y después, volviéndose repentinamente, dijo en tono burlón:

¡Válgame Dios! Vuestra merced no es un caballero: es un monje.

De un puñetazo, la enmascarada derribó las dos bujías que alumbraban la mesa, y la mitad de las botellas y los platos. Las luces se apagaron al instante. Al mismo tiempo se arrancó ella el antifaz... En la más completa obscuridad, Mergy sintió una boca de fuego que buscaba la suya y dos brazos que le estrechaban con fuerza.

XV. La obscuridad
XVI. La confesión
XVII. La audiencia particular
XVIII. El catecúmeno
XIX. El franciscano
XX. La caballería ligera
XXI. Último esfuerzo
XXII. El 24 de agosto
XXIII. Los dos frailes
XXIV. El sitio de la Rochela
XXV. La Noue
XXVI. El ataque
XXVII. El hospital

Esta novela, escrita en aquel período de exaltación sentimental que supo conducir el arte literario hacia nuevas formas, más en armonía con la verdad y la belleza, tiene toda ella un matiz de universalidad, por encima del tiempo y de los países, que es el reflejo más fiel del espíritu de Próspero Mérimée, sutil, perspicaz y dulcemente burlón.

En la época del romanticismo, un escritor que, sin dejar de ser romántico, sabía sonreír y comprender todas las cosas, no es sorprendente que alcanzase en su arte esa nota de personalidad que hace perdurar los libros, y que las generaciones posteriores al autor los lean con el íntimo encanto que sólo llega a producir lo perfectamente artístico, por ser perfectamente humano. Esta novela, escrita en 1829, es una novela moderna, y en sus páginas, de una maravillosa y elegante amenidad, se advierte un sentimiento comprensivo de la vida, análogo, en ocasiones, al que informa la prodigiosa labor de Anatole France.

El lector va a encontrarse trasladado a una época en que los hombres luchan por dos diferentes ideales religiosos. Se derrama la sangre humana por las ideas fanáticas. Los crímenes más abyectos tienen su justificación por el fin que les determina, pues cada partido se cree en la posesión de la verdad, y todo es lícito para su servicio. Las pasiones en años tan turbulentos no pueden estar ocultas, y las muestra al desnudo el novelista, vistas al través de su temperamento artístico, y su obra produce tal sensación de verismo, que no nos produce duda que los súbditos del penúltimo Valois fuesen como los describe Mérimée.

Desafíos entre cortesanos, quimeras entre villanos, amoríos galantes, fanatismos de frailes y de pastores evangélicos, truhanerías de soldadesca, exaltación del espíritu caballeresco, y la guerra, la más odiosa y execrable de las guerras, por ser entre hombres de la misma lengua y de la misma sangre, forman la composición de este cuadro de admirable plasticidad.

¿Cómo se ha podido realizar este trasunto exacto y bello? Mérimée lo explica razonada y artísticamente en el prefacio que puso en su novela, que hace innecesaria cualquier prolija disertación aclaratoria.

Prefacio

Acabo de leer un gran número de memorias y folletos relativos a fines del siglo XVI. He querido hacer un extracto de mis lecturas, y este extracto aquí os lo presento.

Lo que más me gusta en la Historia son las anécdotas, y entre las anécdotas prefiero aquellas donde me imagino encontrar una pintura verdadera de las costumbres y los caracteres de una época.

Acaso este gusto no sea muy noble; pero confieso con rubor que yo cedería voluntariamente a Tucídides por las memorias auténticas de Aspasia o de un esclavo de Pericles; porque las memorias, que son las conversaciones familiares del autor con el lector, proporcionan esos retratos del hombre que tanto me divierten e interesan. No es, pues, en Mezeray, sino en Montluc, Brantome, d'Aubigné, Tavannes, La Noue, etc., donde puede uno formarse idea de lo que era un francés del siglo XVI. Y en el estilo de estos autores contemporáneos se aprende tanto como en sus narraciones.

Por ejemplo, yo he leído en L'Etoile esta nota concisa:

«La señorita de Chateauneuf, una de las amiguitas del rey, estaba casada por amor con Antinotti Florentin, cómitre de galeras en Marsella, y habiéndole encontrado robando, le mató virilmente con sus propias manos.»

Con esta anécdota y con tantas otras, de las cuales se halla plena la obra de Brantome, rehago en mi espíritu un carácter, y puedo resucitar tal como era una dama de la corte de Enrique III.

Me parece curioso comparar aquellas costumbres con las nuestras, y observar en estas últimas la decadencia de las pasiones enérgicas en provecho de la tranquilidad, o tal vez de la dicha. Queda, sin embargo, la duda de saber si nosotros valemos menos que nuestros ancestrales, lo cual no es fácil resolver, porque a través de los tiempos varían mucho las ideas en relación con las mismas acciones.

Un asesinato o un envenenamiento no inspiraban en 1500 los sentimientos de repulsión que producen en la actualidad. Un caballero mataba a su enemigo a traición; pedía luego que le perdonasen; obtenía el perdón, y volvía a presentarse en el mundo, sin que nadie le pusiera mala cara. Y si el asesinato tenía por causa una venganza legítima, se hablaba del asesino como lo hacemos hoy del hombre de mundo que, gravemente ofendido por un impertinente, le ha matado en duelo.

Me parece, pues, evidente que las acciones de los hombres del siglo XVI no puedan ser juzgadas por las ideas del siglo XIX. Lo que es un crimen en un estado civilizado perfeccionado, no pasa de ser un golpe de audacia en otra civilización más rudimentaria, y acaso sea una acción meritoria en tiempos de barbarie. El juicio que merece una misma acción puede variar también según los países, porque entre un pueblo y otro pueblo hay tantas diferencias como entre un siglo y otro siglo.

Mehemet-Alí, a quien los mamelucos disputaban el poder en Egipto, invitó un día a los principales jefes de esta milicia a una fiesta en su palacio. Una vez los mamelucos dentro, las puertas se cerraron y los albaneses los fusilaron, desde lo alto de las terrazas. Desde entonces Mehemet-Alí; reina sin enemigos en Egipto.

Pues bien: los franceses nos relacionamos con Mehemet-Alí; es hasta estimado, por los europeos; los periódicos le hacen pasar por un grande hombre; se dice que es el bienhechor de Egipto. Y, sin embargo, ¿qué cosa más horrible puede haber que asesinar a unos hombres indefensos? Pero la verdad es que tales traiciones están autorizadas por los usos del país y por la imposibilidad de resolver de otra manera un asunto determinado. Y entonces se aplica la máxima de Fígaro: Ma per Dio, l'utilitá.

Si un ministro francés —no nombro a ninguno— encontrase unos albaneses dispuestos a fusilar en cuanto les diesen la orden, y si en una gran comida se deshiciera de los adalides políticos de la izquierda, su acción sería de hecho la misma que la del bajá de Egipto, y en moral, cien veces más culpable, porque el asesinato no entra en nuestras costumbres.

Pero este ministro destituye a numerosos electores liberales, a obscuros empleadas de los ministerios, asusta a otros muchos y consigue así que se hagan unas elecciones a su gusto. Si Mehemet-Alí fuera ministro en Francia, no podría hacer más, y, sin duda, el ministro de Francia, si mandara en Egipto, se hubiera visto obligado a recurrir a los fusilamientos, porque las destituciones parece que no producen ningún efecto moral entre los mamelucos.

La San Bartolomé fue un gran crimen, hasta para su tiempo; pero yo insisto en que una matanza en el siglo XVI no puede ser tan criminal como una en el siglo XIX. Añadamos que la mayor parte de la nación intervino en ella de hecho o dándola su asentimiento, pues todos se armaron contra los hugonotes, a quienes consideraban como extranjeros y enemigos.

La San Bartolomé fue una insurrección nacional semejante a la de los españoles en 1808, y los burgueses de París, asesinando a los herejes, creían firmemente obedecer la voz del cielo.

No incumbe a un narrador de cuentos como yo dar en este volumen los datos justos de los sucesos históricos ocurridos el año 1572; pero ya que he hablado de la San Bartolomé, no puede impedírseme que exponga algunas ideas que me ha inspirado la lectura de esa sangrienta página de nuestra historia.

¿Han sido bien comprendidas las causas que motivaron la matanza? ¿Fue aquélla largamente meditada o fue el resultado de una determinación súbita? ¿Acaso dependió del azar?

A ninguna de estas preguntas da la Historia contestación que me satisfaga.

Los historiadores admiten como pruebas murmuraciones y rumores de aldea, que carecen de peso para decidir un punto histórico tan importante.

Unos presentan a Carlos IX como un prodigio en el arte del disimulo; otros, como un verdugo caprichoso e impaciente. Si antes del 24 de agosto amenazaba con fiereza a los protestantes..., era una prueba que meditaba su ruina con antelación. Y si se mostraba complaciente con ellos..., prueba de su disimulo.

No voy a citar sino una historia que se encuentra muy extendida, y que demuestra con qué ligereza se admiten las suposiciones menos probables.

Aseguraba este rumor que un año antes de la San Bartolomé estaba ya formado un plan de matanzas, el cual era el siguiente. Se debía edificar en Pré-aux-Clercs una gran torre en un bosque, dentro de la cual se hallarían el duque de Guisa con sus caballeros y los soldados católicos. El almirante, al mando de sus protestantes, simularía un ataque para dar al rey el espectáculo de un sitio. Una vez iniciado el simulacro, y a una señal convenida, los católicos harían uso de las armas antes que los enemigos tuviesen tiempo de apercibirse a la defensa. Se añade, para embellecer la Historia, que un favorito de Carlos IX, llamado Lignerolles, descubrió indiscretamente toda la trama al rey, diciéndole: «¡Ah señor! Esperad todavía. Poseemos un fuerte que nos vengará de todos los heréticos.»

Observad, si os gusta, que ni un solo pilar de ese fuerte estaba todavía levantado... El rey, sin embargo, no dudó en mandar que asesinasen al individuo charlatán. El proyecto se dice que había sido inventado por el canciller Biraque, a pesar de estas palabras suyas, que anuncian pretensiones muy diferentes: «Para librar al rey de sus enemigos yo no pido sino algunos cocineros.» Este último procedimiento era mucho más práctico que el otro, cuya extravagancia le hacía imposible. En efecto: ¿cómo los cautos protestantes no habían de alarmarse ante los preparativos de un simulacro que ponía frente a frente a dos bandos enemigos hasta hacía poco tiempo? Además, para obtener un triunfo sobre los hugonotes constituiría un mal procedimiento reunirlos con armas y formando ejército. Es evidente que, de estar comprometidos para exterminarlos, era preferible acometerlos solos e inermes.

Estoy, pues, perfectamente convencido de que la matanza no fue premeditada, y no puedo concebir que una opinión contraria a ésta haya sido adoptada por escritores que presentaban a Catalina como una mala mujer —lo cual era verdad—, pero teniendo al mismo tiempo una de las cabezas más profundamente políticas de su siglo.

De momento dejemos de lado a la moral y estudiemos la supuesta conjura desde el punto de vista de utilidad. No podía ser conveniente para la corte, y en su ejecución se revelaba tanta torpeza, que hacía necesario suponer que estaba proyectada por unos hombres extravagantes.

Examinemos si la autoridad real debía ganar o perder con esta ejecución y si su interés le aconsejaba soportarla.

Francia estaba dividida entonces en tres grandes partidos: el de los protestantes, cuyo jefe, después de la muerte del príncipe Condé, era el almirante; el del rey, el más débil, y el de los Guisas, que lo constituían los ultrarrealistas de aquel tiempo.

Es evidente que el rey, el cual tenía por igual miedo a los Guisas que a los protestantes, debía procurar la conservación de su autoridad equilibrando el influjo de los dos partidos, pues destruir uno de ellos equivalía a quedar a la merced del otro.

El sistema llamado de la «báscula» era en aquel entonces muy conocido y practicado. Luis XI había dicho: Divide y vencerás.

Veamos si Carlos IX era devoto, porque una religiosidad excesiva habría podido sugerirle medidas opuestas a sus intereses. Pero todo nos demuestra que si no era lo que hoy se llama un espíritu fuerte, tampoco se le debe considerar como un fanático. Además, su madre, que le dirigía, no hubiera nunca dudado en sacrificar sus escrúpulos religiosos ante su amor por el Poder.

Pero supongamos que Carlos, su madre o el Gobierno hubieran, contra todas las reglas de la política, resuelto destruir a los protestantes. Una vez tomada esta resolución, habrían meditado maduramente los medios más oportunos para asegurar su buen éxito. Desde luego, lo primero que se les ocurriría, como el más seguro partido, sería que la matanza se ejecutara simultáneamente en todas las poblaciones del reino, a fin de que los hugonotes, atacados por fuerzas superiores , no pudieran defenderse en parte alguna. Un solo día bastaría para destruirlos. De esta manera Asuero había concebido las matanzas de judíos.

Sin embargo, he leído que las primeras órdenes del rey para que se asesinase a los protestantes tenían por fecha el 29 de agosto, o sea cuatro días después de la de San Bartolomé, cuando la noticia de esta gran carnicería había de preceder a los despachos del rey y llevar la alarma a todos los reformistas.

Era sobre todo necesario apoderarse de las poblaciones seguras para los protestantes. Mientras ellos continuaban en el Poder, la autoridad real no estaba asegurada. Así, y siguiendo la hipótesis del complot de católicos, es lógico creer que una de las más importantes medidas habría sido apoderarse de la Rochela el mismo día 24 de agosto y colocar un ejército en el Mediodía de Francia, a fin de impedir toda reunión a los reformistas.

Y nada de esto se hizo.

No puedo admitir que los mismos hombres que habían concebido un crimen, cuyas consecuencias eran de tanta importancia, lo ejecutaran tan mal. Las medidas fueron, en efecto, pésimamente adoptadas y no evitaron que algunos meses después, de la de San Bartolomé estallase la guerra, que se cubrieran de gloria los reformistas y que hasta se retiraran con nuevas ventajas.

El propio asesinato de Coligny, que fue realizado dos días antes de la matanza, ¿no acaba de refutar el supuesto de una conspiración? ¿Por qué matar al jefe antes de los asesinatos generales? ¿No era el medio de que se asustasen los hugonotes y se vieran obligados a refugiarse en lugares seguros?

No ignoro que muchos autores atribuyen solamente al duque de Guisa el atentado cometido en la persona del almirante; otros recuerdan que la opinión pública acusó al rey de este crimen y que el asesino fue recompensado por Carlos.

De estos hechos, dándolos por exactos, quiero sacar un nuevo argumento contra la conspiración. Si hubiera existido, el duque de Guisa debía necesariamente tomar parte en ella; entonces, ¿por qué no retardar dos días su venganza de familia, a fin de tenerla más segura? ¿Por qué comprometer el buen éxito de la empresa, solamente por el deseo de adelantar cuarenta y ocho horas la muerte de su enemigo?

Todo me prueba, pues, que la gran matanza no fue la consecuencia de una conjuración real contra un partido del pueblo. La San Bartolomé me parece la resultante de una insurrección popular improvisada.

Con toda humildad voy a daros mi explicación sobre este enigma.

Coligny en tres ocasiones había tratado con su soberano de potencia a potencia; ésta es una razón para que fuese odiado. Muerta Juana de Albret, y siendo muy jóvenes el rey de Navarra y el nuevo príncipe de Condé para que ejercieran influencia, Coligny era verdaderamente el único jefe del partido reformista. Una vez asesinado, los dos príncipes quedaban prisioneros, puestos a la disposición del rey. Por lo tanto, la muerte de Coligny, y sólo de Coligny, era lo más importante para asegurar la potencia de Carlos, el cual acaso no había olvidado la frase del duque de Alba: «Una cabeza de salmón vale más que diez mil ranas.»

Pero si del mismo golpe el rey se desembarazaba del almirante y del duque de Guisa, era evidente que Carlos se constituía en amo absoluto.

He aquí el partido que debió tomar: una vez asesinado el almirante, insinuar la culpabilidad del duque de Guisa para que se persiguiese a este príncipe como asesino, anunciando que le había abandonado a la venganza de los hugonotes. Se sabe que el duque de Guisa, culpable o no del atentado de Maurevel, abandonó París a toda prisa, y que los reformistas, en apariencia protegidos por el rey, lanzaron toda clase de amenazas contra los príncipes de la casa de Lorena.

El pueblo de París era en aquella época horriblemente fanático. Los burgueses, organizados militarmente, formaban una especie de guardia nacional, dispuesta a tomar las armas al primer llamamiento. El duque de Guisa era tan querido de los parisienses, por la memoria de su padre y por su propio mérito, como odiados los hugonotes, que por dos veces habían puesto sitio a la ciudad. La espacie de favor que éstos gozaban en la corte —pues una hermana del propio rey se casaba con un príncipe de aquella religión— aumentaba su arrogancia y el odio de sus enemigos. En estas condiciones bastaba un jefe que se pusiera a la cabeza de los fanáticos católicos y que les gritase: «Matad», para que ellos se apresuraran a la degollina de sus compatriotas heréticos.

El duque, desterrado de la corte, amenazado por el rey y por los protestantes, debía buscar un apoyo cerca del pueblo. Reúne a los jefes de la guardia burguesa, les habla de una conspiración contra los herejes y les compromete a exterminarlos. Sólo entonces la matanza fue meditada. Y como entre el plan y la ejecución transcurrieron escasas horas, se explica fácilmente que el secreto de la conjura pudiera guardarse bien; lo que en otro caso parecería extraordinario, porque las confidencias llegan bien pronto a París.

Es difícil determinar qué parte correspondió al duque en la matanza. Si no la aprobó, por lo menos es cierto que la dejó ejecutar. Después de dos días de asesinatos y de violencias, quiso detener la carnicería. Mas cuando se desencadenan los furores populares, no se satisfacen éstos con un poco de sangre. Hubo sesenta mil víctimas. La monarquía no tuvo más remedio que dejarse arrastrar por el torrente. Carlos IX renovó sus órdenes de clemencia y pronto dio otras para extender los asesinatos a toda Francia.

Tal es mi opinión sobre la San Bartolomé, y al exponerla aquí digo con lord Byron:


«I only say, suppose this supposition»

(Don Juan, canto I st. LXXXV.)


Próspero MÉRIMÉE

1829.

I. La soldadesca alemana

«The black bannds came over
the Alps and their snow
with Bourboun the rover
they passed the broad Po.»

Lord Byron: The deformed transformed.


No lejos de Etampes, yendo del lado de París, puede verse todavía un gran edificio cuadrado, con vidrieras ojivales, ornadas de algunas groseras esculturas. Encima de la puerta hay una hornacina que antaño guardaba una virgen de piedra; pero durante la revolución corrió la suerte de casi todas las efigies de santos y santas y fue destruida con gran ceremonia por el presidente del club revolucionario de Larey. Pasado algún tiempo fue substituida por otra virgen, a decir verdad, de yeso; pero que, vestida con algunos pedazos de seda y luciendo algunas cuentas de vidrio, no desempeña del todo mal papel y da cierto aire respetable a la actual hostería de Claudio Giraut.

Hará poco más de dos —es decir, en 1572— este edificio se le destinaba como ahora para alojamiento de los viajeros fatigados; pero en aquel entonces tenía otras apariencias. Los muros estaban cubiertos de inscripciones que atestiguaban las diversas suertes que corrían los contendientes de una guerra civil. Al lado del grafito: ¡Viva el príncipe de Condé! se leía también: ¡Viva el duque de Guisa! ¡Mueran los hugonotes! Un poco más lejos un soldado había dibujado con carbón una horca y un ahorcado, y debajo escribía en tono de desprecio: Gaspar de Chatillon. Parecía, sin embargo, que las protestantes habían hasta hace poco dominado en estos parajes, pero ya no, pues el nombre de su jefe había sido substituido par el del duque de Guisa. Otras inscripciones medio borradas, bastante difíciles de leer y mucho más de traducir en términos decentes, probaban que el rey y su madre fueron tan poco respetados como los jefes de sus partidos. Pero, la pobre virgen de la hornacina parecía la condenada a sufrir los furores civiles y religiosos. La estatua, desmochada en veinte sitios por las balas, era una muestra del celo de los soldados hugonotes para destruir lo que ellos llamaban «imágenes paganas». Mientras que el devoto católico se quitaba respetuosamente su sombrero, al pasar delante de la estatua, el caballero protestante se creía obligado a lanzar un arcabuzazo, y si acertaba en la puntería, llegaba a suponer que había aniquilado la bestia de la Apocalipsis y destruido la idolatría.

Después de varios meses de guerra, la paz se había hecho entre los dos bandos rivales; pero era una paz ficticia, afirmada con los labios mas no con el corazón. La animosidad de los dos partidos subsistía implacable. Todo eran presagios de que la paz no podía ser de duración larga.

La posada del León de Oro, cuyo era el nombre de la hostería, estaba repleta de soldados aquel día. Por su acento extranjero y sus bizarros trajes se les podía reconocer por esos jinetes alemanes que iban a ofrecer sus servicios a los protestantes, sobre todo cuando tenían la seguridad de ser bien pagados. Si la destreza de esos extranjeros para manejar sus caballos y sus armas de fuego les hacía estimadísimos en un día de batalla, de otra parte habían conseguido la reputación —quizá justamente adquirida— de ladrones consumados e implacables vengativos. Los soldados que se encontraban en la posada serían unos cincuenta; habían abandonado París la víspera y regresaban a Orleans, donde tenían su guarnición.

Mientras los unos daban el pienso a sus caballos, atados a las murallas, los otros avivaban la lumbre y se cuidaban de hacer una buena comida. El desgraciado hostelero, con la gorra en la mano y las lágrimas en los ojos, contemplaba la escena turbulenta de que su hostería era teatro. Veía su corral destruido, su bodega saqueada y sus botellas rotas por el cuello para evitarse la molestia de descorcharlas; y lo peor es que tenía el convencimiento de que, a pesar de las severas órdenes del rey para la disciplina de los hombres de guerra, no había esperanza de indemnización alguna por parte de una gente que le trataba como enemigo. En aquellos malos tiempos era una verdad incontrovertible que, tanto en paz como en guerra, la tropa vivía sobre el país, apoderándose de cuanto caía al alcance de sus manos.

Delante de una mesa de roble, ennegrecida por la grasa y el humo, ocupaba un asiento el capitán de aquellos soldados. Era un hombre alto y grueso, de unos cincuenta años de edad, nariz aguileña, tez enrojecida, cabellos encanecidos y escasos, que malamente cubrían una vieja cicatriz, la cual, comenzando en la oreja izquierda, venía a perderse en su espeso bigote. Se había quitado la coraza y el casco, y no conservaba sino un justillo de cuero de Hungría, negro por el frote de las armas y cuidadosamente remendado por varios sitios. Su sable y las pistolas las había depositado en un banco, quedándose tan sólo con un largo puñal, arma que todo hombre prudente no debe abandonar sino para meterse en la cama.

A su izquierda estaba un muchacho arrebatado de color, alto y muy proporcionado de cuerpo a la estatura. Su justillo lo tenía bordado, y en todo su traje se observaba un poco más aseo que en el de su compañero. Éste era el portaestandarte de la compañía, el teniente del capitán.

Dos mujeres de veinte a veinticinco años les acompañaban sentadas a la misma mesa. Se observaba una mezcla de miseria y lujo en sus vestidos, no confeccionados para ellas, sino que los azares de la guerra les habían hecho caer entre sus manos. La una llevaba una especie de blusa de damasco, bordada de oro, pero toda deslustrada, y el resto del traje era de tela vulgar. La otra, un vestido de terciopelo violeta y un sombrero de hombre, de fieltro gris y ornado con una pluma de gallo. Las dos eran bonitas; pero sus miradas insolentes y la libertad de su lenguaje denotaban el hábito de vivir en compañía de soldados. Se habían marchado de Alemania a la ventura, sin empleo fijo. La del traje de terciopelo era bohemia y sabía echar las cartas y tocar la mandolina. La otra tenía ciertos conocimientos quirúrgicos, y en la apariencia denotaba poseer un puesto muy importante en la estimación del lugarteniente.

Estas cuatro personas, cada una enfrente de otra, ante una gran botella y sendos vasos, conversaban y bebían, esperando que se guisara la comida.

La charla se iba haciendo lánguida, como corresponde a gentes de importancia, cuando se detuvo delante de la posada un hombre joven, alto y elegantemente vestido, montando un buen caballo alazán.

El teniente se levantó del banco, avanzó hacia el recién llegado y asió la brida de su caballo. El forastero se preparó a dar las gracias por lo que él consideraba un acto de cortesía; mas no tardó en comprender su equivocación el ver que el teniente abría la boca del alazán y examinaba los dientes, con mirada de hombre práctico en el asunto. Después, al contemplar las piernas y la grupa del noble animal, sacudió la cabeza con aire de hombre satisfecho y dijo:

—Buen caballo monta usted, caballero.

Y añadió algunas palabras en alemán que hicieron reír a sus camaradas, al cual grupo se reintegró.

Este examen, por su falta de educación, no fue muy del agrado del viajero, quien, sin embargo, se contentó con lanzar una mirada despectiva al teniente, y puso pie en tierra sin ayuda de nadie.

El hostelero, que salía entonces de la casa, tomó respetuosamente la brida entre sus manos, y quedo, para que los soldados no le oyeran, dijo:

—Dios os proteja, caballero. A mala hora llegáis. Porque la compañía de esos abominables herejes, a quien San Cristóbal confunda, no puede ser agradable para buenos cristianos como usted y yo.

El caballero sonrió con cierta amargura.

—Esos señores —preguntó—, ¿son soldados protestantes?

—Por lo que les pagan —replicó el hostelero—. ¡Que Nuestra Señora los confunda! En una hora que llevan aquí han destruido la mitad de mis muebles. Son ladrones crueles como su jefe, monsieur de Chatillon, ese almirante de Satanás.

—Para ser un pobre hombre como sois tenéis escasa prudencia —respondió el forastero—. Podíais estar hablando con un protestante que os contestara con un buen puñetazo.

Y diciendo estas palabras, golpeó nerviosamente su bota de cuero con la fusta.

—¡Cómo!... ¿Qué?... ¿Sois hugonote?... ¿Protestante?... ¡Quién lo diría! —exclamó el hostelero, estupefacto.

Y retrocediendo unos pasos, miró al forastero de la cabeza a los pies, como para buscar en su vestido, algún signo con el cual adivinase a qué religión pertenecía. El examen de la fisonomía franca y riente del recién llegado le tranquilizaron poco a poco, y añadió muy bajo:

—¡Un protestante con traje de terciopelo verde! ¡Oh! ¡Esto no es posible! ¡Un señor tan elegante no suele verse entre los heréticos! ¡Santa María! ¡Un justillo de terciopelo es cosa demasiado para esos mugrientos!

La fusta silbó en el aire y golpeó en el rostro del pobre hostelero, sirviendo como muestra de la profesión de fe de su interlocutor.

—¡Insolente! Aprende a retener tu lengua. Ahora, lleva mi caballo a la cuadra y que no le falte nada.

El posadero bajó la cabeza tristemente, y mientras conducía el caballo a una especie de cobertizo, iba murmurando por lo bajo miles de maldiciones contra los herejes alemanes y franceses; y si el forastero por sí mismo no se hubiera cerciorado de cómo se trataba a su caballo, la pobre bestia hubiera sido, sin duda, privada de su pienso en calidad de herética.

El caballero entró en la cocina y saludó a las personas que se hallaban en ella reunidas, quitándose gentilmente su enorme sombrero, que estaba adornado con una pluma amarilla y negra. El capitán devolvió el saludo, y ambos personajes estuvieron algún tiempo sin hablarse.

—Capitán —dijo al fin el forastero—. Soy un caballero protestante que se congratula de encontrarse aquí con unos hermanos en religión. Si no tenéis inconveniente comeremos juntos.

El capitán, a quien el talante distinguido y la elegancia en el vestir del caballero le habían prevenido favorablemente, contestó que en ello tenía un honor, y pronto la señorita Mila —la joven bohemia de que hemos hablado— le hizo sitio en su banco al lado de ella, y como era mujer muy servicial, le dio de beber en su mismo vaso, que el capitán volvió a llenar inmediatamente.

—Me llamo Dietrich Hornstein —dijo el capitán chocando su vaso con el del caballero— ¿Usted habrá oído hablar de Dietrich Hornstein? ¿Sabréis que se cubrió de gloria en la batalla de Dreux y después en la de Arnay-le-Duc?

El forastero comprendió que ésta era una manera indirecta de preguntarle su nombre, y respondió:

—Tengo el sentimiento de no poder presentarme con otro nombre tan célebre como el vuestro, capitán. Pero mi padre ha sido muy conocido en nuestras guerras civiles. Me llamo Bernardo de Mergy.

—¡Ah! ¿Qué dice usted? —gritó el capitán llenando su vaso hasta el borde—. He conocido mucho a vuestro padre desde que empezó la guerra y le he tratado como a un amigo íntimo. A su salud, Bernardo.

El capitán levantó su vaso y dijo algunas palabras en alemán a sus hombres, los cuales, en cuanto vieron que su jefe se llevaba el líquido a los labios, arrojaron al aire sus sombreros y prorrumpieron en exclamaciones. El hostelero creyó que era la señal de una matanza y se puso de rodillas. El propio Bernardo se quedó algo sorprendido de tan extraordinario honor; sin embargo, se creyó en el caso de corresponder a esta cortesía alemana bebiendo a la salud del capitán.

Las botellas, que estaban casi vacías, no eran suficientes para este nuevo brindis.

—Levántate, haragán —dijo el capitán volviéndose hacia el posadero, que continuaba de rodillas— levántate y ve a buscar más vino. ¿Pero no ves que las botellas están vacías?

Y para que de ello se convenciese, el teniente le arrojó una a la cabeza. El hostelero echó a correr hacia la cueva.

—Este hombre es un rematado insolente —dijo Mergy—; pero podríais haberle hecho mucho daño si la botella le alcanza.

—¡Bah! —contestó el teniente riendo a carcajadas.

—La cabeza de un papista —añadió Mila— es más dura que esa botella.

El teniente rió con más fuerza y fue imitado por todos los concurrentes, incluso Alergy, aunque lo hacía más por la boca graciosa de la bohemia que por su gracia cruel.

Traído más vino, la comida servida, y después de un instante de silencio, el capitán dijo con la boca llena:

—He conocido mucho a M. de Mergy. Era coronel de infantería cuando la primera hazaña del príncipe. Durante el sitio de Orleans hemos dormido durante dos meses en el mismo cuarto. ¿Y cómo se encuentra actualmente?

—Bastante bien para sus muchos años, gracias a Dios. Muchas veces me ha hablado de los soldados alemanes y de sus valientes cargas en la batalla de Dreux.

—También he conocido a vuestro hermano mayor..., el capitán Jorge...

Mergy se sintió molesto al oír hablar de su hermano.

—Era un verdadero bravo —continuó el capitán—; pero ¡mala peste! no tenía buena cabeza. Lo siento por vuestro padre. Su abjuración le habrá producido un gran disgusto.

Mergy enrojeció hasta en el blanco de los ojos y balbuceó algunas palabras para excusar a su hermano; pero bien fácilmente se traslucía que le juzgaba con más severidad aún que el capitán.

—¡Bah! Observo que esta charla os poduce pena. No hablemos más de ello. Fue una pérdida para la religión y una gran adquisición para el rey, que, según dicen, le distingue mucho.

—¿Venís de París, no es eso? —interrumpió Mergy, deseoso de cambiar la conversación—. ¿Ha llegado ya el almirante? ¿Le habéis visto? ¿Sabéis cómo se encuentra?

—Llegó de Blois con la corte cuando nosotros salíamos. Está muy bueno. Hecho un muchacho. Puede resistir todavía veinte guerras civiles. Su majestad le trata con tanta distinción, que los papistas rabian de despecho.

—Nunca reconocerá el rey su mérito lo suficiente.

—Ayer mismo vi al rey estrechando la mano del almirante en la escalera del Louvre. M. de Guisa tenía la cara lastimosa de un azotado. A mí se me representaba el rey como el hombre que enseña el león en la feria y le toma la pata de la mano, como si se tratase de un perro; pero, sin embargo, no olvidando jamás que esa pata tiene terribles uñas. ¡Juraría que Carlos IX sentía las uñas del almirante!

—El almirante tiene el brazo largo —dijo el teniente. Esta frase era una especie de proverbio en el ejército protestante.

—Para su edad es un hombre muy guapo —observó Mila.

—Le preferiría para amante antes que a un papista joven —añadió la señorita Trudchen, la amiga del teniente.

—Es la columna que sostiene nuestra religión —dijo Mergy—, y es acreedor a toda clase de alabanzas.

—Sí, pero es enormemente severo en cuestiones de disciplina —contestó el capitán, sacudiendo la cabeza.

El teniente guiñó un ojo con aire significativo, y su gruesa fisonomía se contrajo al hacer un gesto, que él creía sonrisa.

—No me explico —replicó Mergy— que un viejo soldado como vos, capitán, reproche al almirante por la estrecha disciplina que hace observar a sus soldados.

—Sí, sin duda. Es necesaria la disciplina; pero hay que tener en cuenta las fatigas que sufre el soldado y permitirle algún desahogo cuando por azar encuentra ocasiones para ello. ¡Bah! Cada hombre tiene sus defectos, y aunque me quiso ahorcar, bebamos a la salud del almirante.

—¿Que os quiso ahorcar el almirante? —exclamó Mergy.

—Sí, ¡voto al diablo! Me quiso ahorcar; pero yo no soy muy rencoroso. Bebamos a la salud del almirante.

Antes que Mergy pudiera insistir, el capitán llenó todos los vasos, se quitó el sombrero y ordenó a los soldados que lanzaran tres hurras. Los vasos vacíos y el tumulto apaciguado, Mergy insistió:

—¿Y por qué le quisieron ahorcar, capitán?

—Por una tontería. Entré a saco en el convento de Saulonge y le prendí fuego fortuitamente.

—Sí, pero no todos los frailes estaban fuera de casa —interrumpió el teniente, riendo su gracia a carcajadas.

—¡Bah! ¿Y qué importa que semejante canalla sea quemada un poco antes o un poco después? Sin embargo, ¿lo creeréis, señor de Mergy? El almirante se incomodó mucho, y me hizo prender. Después, y sin guardarme cortesías, sus jueces se revolvieron en contra de este modesto capitán. Pero todos los grandes señores que rodean al almirante, incluso M. de Lanoue, que, como no ignoráis, es poco sensiblero para el soldado, le rogaron que me perdonase; mas él rehusó en absoluto. ¡Dios de Dios! ¡Estaba colérico, iracundo! Mascaba con rabia su mondadientes, y ya conoceréis el proverbio: «Dios nos libre de los Padrenuestros de M. de Montmorency y del mondadientes del almirante.» «Es necesario —parece que decía— matar la mala hierba cuando está retoñando; si la dejamos crecer ella nos destruirá...» Subí allá arriba..., ya os figuráis dónde, y todavía me parece estar contemplando a nuestro pastor con el libro bajo el brazo... Esta operación la presidía cierto roble..., el patíbulo..., que no se me olvidará nunca, con su brazo hacia adelante. Se me puso la cuerda al cuello. Cuantas veces recuerdo aquel cordel se me queda el gañote tan seco como la yesca.

—Toma, para humedecerlo —dijo Mila, y llenó hasta el borde el vaso del narrador.

El capitán lo bebió de un solo trago y continuó su relato:

—Me consideraba ya perdido, cuando divisé al almirante, y le dije: «¡Eh! Monseñor. ¿Se puede así ahorcar a un hombre que mandaba los soldados más valerosos en la batalla de Dreux?» Le vi escupir su mondadientes y tomar otro nuevo, y me dijo: «Es buena señal.» Luego, el almirante habló bajo con el capitán Cormier... Después llamó al preboste: «¡Bueno! ¡Que icen pronto a ese hombre de la horca!» Y tranquilamente giró sobre sus talones, marchándose a otra parte. Me izaron en seguida; pero el bravo Cormier, que tenía la espada en la mano, rasgó con ella la cuerda, y yo caí a tierra, desde el terrible madero, rojo, como un cangrejo cocido.

—Os felicito —dijo Mergy— de vuestra buena suerte en aquellos momentos.

Empezó Bernardo a comprender lo que era el capitán, y parecía experimentar cierta repugnancia encontrándose acompañado de un hombre que con justicia había merecido la horca; pero en aquel tiempo desdichado los crímenes eran tan frecuentes, que no se podían juzgar con el rigor que en la actualidad. Las crueldades de un partido autorizaban toda clase de represalias, y los odios de religión ahogaban los sentimientos de solidaridad nacional. Además, los arrumacos de Mila, a la que empezaba a encontrar muy bonita, y los vapores del vino, que obraban con más eficacia en su cabeza, no habituada, que en la de los soldados, cuya costumbre de beber era constante, le producían una extraordinaria indulgencia hacia sus compañeros de mesa.

—Yo escondí al capitán en un carromato durante ocho días —dijo Mila— y no le permitía salir más que de noche.

—Y yo —añadió Trudchen— le llevaba de comer y beber. Todo hay que decirlo.

—El almirante —prosiguió el capitán— parecía lleno de cólera contra Cormier; pero era una farsa que los dos representaban muy bien. Durante algún tiempo iba yo siguiendo al ejército, pero sin atreverme a presentar delante del almirante. Pero en el sitio de Lognac me descubrió en una trinchera y me dijo: «Amigo Dietrich, ya que no fuiste ahorcado, vas a dejarte ahora arcabucear.» Y me mostró la brecha. En el acto comprendí lo que quería, y me lancé bravamente al asalto. Al día siguiente me lo encontré en la calle, llevando yo en la mano mi sombrero, atravesado por una bala de arcabuz. «Monseñor —le dije—, lo mismo que me ahorcaron, me han arcabuceado.» Sonrió y me alargó su bolsa diciendo: «Toma, para que te compres un sombrero nuevo.» Desde entonces hemos sido buenos amigos. ¡Ah! ¡Qué hermoso saqueo el del pueblo de Lognac! ¡Cuando lo recuerdo se me hace la boca agua!

—¡Qué vestidos de seda más bonitos! —exclamó Mila—.

—¡Cuánta cantidad de riquísimas telas! —añadió Trudchen.

—¡Qué bien nos portamos con las religiosas del convento! —expuso el teniente—. Doscientos arcabuceros de a caballo encerrados con cien religiosas.

—Y hubo más de veinte que abjuraron el papismo —dijo Mila—. Tan de su gusto encontraron a los hugonotes.

—Sí que resultó un espectáculo hermoso —exclamó el capitán— ver a nuestra soldadesca yendo a beber con las casullas de los padres sobre los hombros, a los caballos comiendo la avena en el altar y a nosotros bebiendo el buen vino de los frailes en cálices de plata.

Volvió la cabeza para pedir más bebida y se encontró al hostelero con las manos juntas, los ojos elevados al cielo y todo el rostro con una expresión de horror indefinible.

—Imbécil —dijo el bravo Dietrich Hornstein—, ¿cómo puede haber hombres tan tontos que se crean las imbecilidades que inventan los curas papistas? Mire, señor de Mergy, en la batalla de Montcontour maté de un pistoletazo a un caballero del duque de Anjou; y registrando sus ropas, ¿sabéis lo que encontré sobre su estómago? Un gran trozo de seda todo cubierto con nombres de santos. Pensaba con esto asegurarse de las balas. ¡Mil demonios! ¡Si no existe un escapulario que no atraviese una bala protestante!

—Pues en mi país —interrumpió el teniente— se venden unos pergaminos que nos libran del plomo y del hierro.

—Yo preferiría siempre una coraza de acero bien templado —dijo Mergy—, como las que vende Jacobo Leschot en los Países Bajos.

—Sin embargo, no es posible negar —dijo el capitán— que se pueden amortiguar las heridas. Yo mismo he visto en la batalla de Dreux a un caballero herido de un arcabuzazo en medio del pecho; pues bien: este hombre conocía la receta de un ungüento, y colocándolo en su correaje, se frotó con él la herida. Poco después no tenía sino la señal negra y roja que deja un arcabuzazo.

—¿Y no creéis mejor que el frote con el correaje sería suficiente para amortiguar el golpe?

—Vosotros, los franceses, no queréis creer en nada. Pero ¿qué diríais de haber visto como yo a un gendarme silesiano poner su mano sobre una mesa sin que hubiera persona alguna que pudiera mellársela a cuchilladas? ¿Os reís por creerlo imposible? Preguntad a Mila. ¿Ve usted a esta muchacha? Es de un país donde las brujas abundan tanto como aquí los frailes. Ella os podrá contar historias asombrosas. ¡Cuántas veces, en las largas veladas otoñales, cuando estamos reunidos al aire libre y junto a una hoguera, se me han erizado los cabellos escuchando las aventuras que refiere!

—Os agradecería mucho que contarais una —dijo Mergy—. Hacedme ese favor, bella Mila.

—Sí, Mila —añadió el capitán—, refiérenos alguna historia mientras terminamos estas botellas.

—Escuchadme, pues —dijo Mila—, y vos, caballero, que no creéis en nada, hacedme el favor de guardar las dudas para vos solo.

—¿Cómo os atrevéis a decir que no creo en nada? —respondió Mergy muy quedo—. Por mi fe os juro que creo que me habéis embrujado, tan enamorado me tenéis de vos.

Mila le rechazó con dulzura, cuando la boca de Mergy llegaba casi a su mejilla, y después de echar a derecha e izquierda una mirada fugitiva para asegurarse de que todo el mundo la oía, comenzó de esta suerte:

—Capitán, ¿habéis estado alguna vez en Hameln?

—¡Jamás!

—¿Y usted, teniente?

—Tampoco.

—¡Cómo! ¿No hay aquí nadie que haya estado en Hameln?

—Allí pasé yo un año —dijo un soldado.

—Pues bien, Fritz: ¿recuerdas la iglesia de Hameln?

—La he visto más de cien veces.

—¿Y sus vidrieras iluminadas?

—Ciertamente.

—¿Y qué has visto pintado en esas vidrieras?

—¿En esas vidrieras?... A la izquierda, un hombre alto y moreno, que toca la flauta, y unos niños que corren detrás de él.

—Exacto. Pues bien. Os voy a contar la historia de ese hombre moreno y de esos niños:

«Hará muchos años, la población de Hameln se vio atormentada por una plaga de ratas que venían del Norte, tan enorme y tan espesa como las sombras de la noche. Un carretero no se hubiera atrevido a conducir sus caballos por el camino que siguen las ratas. Todo lo devoraban en un instante, y en una granja les era más fácil a esos animales comerse un tonel de trigo que a mí beber este vaso de vino.»

Se lo bebió, se enjugó la boca y prosiguió:

«Ratoneras, venenos, plegarias y sortilegios fueron inútiles. Se hizo venir de Brema un barco cargado de gatos, y tampoco se consiguió nada. Si mataban mil, llegaban diez mil ratas más poderosas. En breve, si no se hallaba un remedio contra este mal, no quedaría en todo Hameln ni un solo grano de trigo y los habitantes se morirían de hambre.

»Pero he aquí que un día de viernes se presentó ante el burgomaestre de la población un hombre alto, seco, ojos grandes, boca alargada hasta las orejas, vestido con un justillo rojo, con un sombrero en punta, los calzones ornados de cintas, las medias grises y los zapatos de adornos encaramados. Llevaba en la mano un pequeño saco de piel. Me parece que le estoy viendo todavía.»

Todas las miradas se volvieron involuntariamente hacia la pared, en la cual Mila tenía fijos sus ojos.

—¿Pero lo visteis vos?

—Yo no. Mi abuela. Pero se acordaba tan bien de la figura, que hubiera podido pintar el retrato.

—¿Y qué le dijo al burgomaestre?

«Ofreció, mediante cien ducados, librar al pueblo de la plaga que le destruía. Comprenderéis que, tanto el burgomaestre como los ricos, aceptaron en seguida. Entonces el forastero sacó una flauta de bronce, y colocándose en la plaza del Mercado, delante de la iglesia, pero dándole la espalda, comenzó a tocar un aire musical rarísimo que no conocía ningún flautista de Alemania; y al escuchar esta música, de todos los graneros, de los rincones de los muros, de las vigas y de los telares comenzaron a salir ratas y ratones, que escuchaban extasiados. El forastero, sin dejar de tocar su flauta, se dirigió al río Weser, y remangándose los calzones se metió en el agua, seguido de todas las ratas de Hameln, que inmediatamente se ahogaron. No quedó más que una sola en todo el pueblo, y ahora os diré por qué. El mago —el flautista era un mago— preguntó a un ratón rezagado que todavía no había entrado en el río por qué razón Klauss, que así se llamaba aquella rata blanca, no se había presentado al llamamiento. 'Señor —respondió el ratoncillo— es tan vieja, que no puede andar.' 'Vete a buscarla tú mismo' —ordenó el mago—, y el ratoncito se volvió al pueblo, no tardando en venir acompañado de una rata gorda y blanca, tan viejecita, tan viejecita, que apenas si podía moverse. Los dos animales, el más joven arrastrando a la vieja por la cola, se metieron en el río y se ahogaron como sus camaradas. Así se pudo salvar el pueblo. Mas, cuando el forastero se presentó en el municipio para recibir la recompensa ofrecida, los ricos reflexionaron, y al advertir que ya no podían tener miedo de las ratas, creyeron que harían un bonito negocio dando al mago —a quien suponían sin buenos protectores— diez ducados en vez de los ciento que le tenían prometido. El forastero reclamó con insistencia su paga íntegra; pero se le envió a freír espárragos. Amenazó muy seriamente que se vengaría si no le pagaban en el acto lo convenido. Los burgueses, ante esta amenaza, se echaron a reír a carcajadas y le pusieron de patitas en la calle, diciendo burlonamente: '¡Miren el matador de ratas! ¡Miren ese matador de ratas!'; y todos los chiquillos de la aldea fueron detrás de él por las calles repitiendo a gritos y en mofa esas palabras despectivas. El viernes siguiente, al mediodía, reapareció el forastero en la plaza del Mercado. Esta vez traía un sombrero color de púrpura, levantada el ala de una manera bizarra. Sacó una flauta muy distinta que la anterior, y desde que la hizo sonar, todos los niños, de seis a quince años, le empezaron a seguir y salieron del pueblo en su compañía.»

—¿Pero los habitantes de Hameln les dejaron marchar? —preguntaron a la vez Mergy y el capitán.

«Los siguieron hasta la montaña de Koppenberg, cerca de una cueva que ahora se halla tapiada. El flautista penetró en ella y todos los chicos detrás de él. Durante algún tiempo se oía el son de la flauta, que iba disminuyendo poco a poco, hasta no percibirse nada. Los niños habían desaparecido y no se les volvió a ver jamás.»

La bohemia se detuvo para observar en las caras del auditorio el efecto que había producido su relato.

El soldado que estuvo viviendo en Hameln usó de la palabra y dijo:

—Esa historia tiene que ser verdadera, pues cuando se habla en Hameln de algún acontecimiento extraordinario siempre se dice: «Esto ocurrió veinte o diez años después de la partida de nuestros chiquillos..., o el señor Falkeustein saqueó nuestro pueblo sesenta años después de que se llevaron a los niños.»

—Pero lo más curioso del caso —añadió Mila— fue que al mismo tiempo, muy lejos de Hameln, en Transilvania, aparecieron algunos muchachos que hablaban muy bien el alemán y que no sabían decir de dónde venían. Ya mayorcitos se casaron en aquel país, enseñaron a sus hijos el alemán, y desde entonces se habla nuestra lengua en Transilvania.

—¿Serían los chiquillos de Hameln, que el diablo los había transportado? —preguntó Mergy riendo.

—¡Pongo por testigo al cielo de que es verdad! —exclamó el capitán—. Yo he estado en Transilvania y he oído hablar mi idioma, mientras que en los países de alrededor charlan una jerigonza del infierno.

Tan rotunda afirmación por parte de un capitán no admitía réplica.

—¿Queréis que os diga la buenaventura? —preguntó Mila a Mergy.

—Con mucho gusto —respondió; y mientras enlazaba su brazo izquierdo al talle de la bohemia, presentó a ésta su mano derecha abierta.

Durante cerca de cinco minutos Mila estuvo observándola sin hablar y sacudiendo de vez en vez la cabeza con aire pensativo...

—¡Vamos, niña, dime! ¿Será mía la mujer a quien amo?

Mila le pegó un papirotazo en la mano.

—Felicidad y desgracia —dijo—: de todo hay. Los ojos azules auguran mal y bien. Lo peor es que verterás tu propia sangre.

El capitán y el teniente guardaron silencio, demostrando disgusto al oír tan siniestra profecía.

El hostelero se persignó repetidas veces.

—Creeré que eres realmente bruja —dijo Mergy— si me dices lo que haré dentro de un momento.

—Me darás muchos besos —murmuró la bohemia a su oído.

—¡Eres bruja! —exclamó Mergy besándola; e insistió, sin ser visto, en sus caricias a la bonita gitana, que se dejaba querer cada vez más gustosa.

Trudchen cogió una especie de mandolina, que tenía casi todas sus cuerdas, y preludió un himno alemán. Entonces, y rodeada de todos los soldados, empezó a cantar en su lengua una canción guerrera, cuyo estribillo repetían los oyentes.

El capitán, excitado por el ejemplo, se puso también a cantar, con una voz ronca de tanta bebida, una vieja canción hugonote, cuya música era menos bárbara que las palabras:


«Aunque ha muerto Condé
a caballo se ve al señor almirante.
No habrá quién le resista
cuando diga: —¡Adelante!
A zurrar al papista.—
¡Papista! ¡Papista! ¡Papista!»


Todos los soldados, enardecidos por el vino, cantaban cada uno con un aire diferente. El piso estaba cubierto de platos y botellas. En la estancia no se oía sino juramentos, carcajadas y cantares báquicos. Pronto, sin embargo, el sueño, favorecido por el alcohol del vino de Orleans, hizo sentir su poder sobre los actores de esta escena dionisíaca. Los soldados se acostaron en los bancos; el teniente, después de colocar dos centinelas a la puerta de la posada, se fue, dando tumbos, en busca del lecho; el capitán, que conservaba todavía el sentido de la línea recta, subió la escalera que conducía al cuarto del hostelero, el cual había escogido por ser el mejor de la posada.

¿Y Mergy y la bohemia? Ambos habían desaparecido antes de que el capitán cantase su canción.

II. El despertar de un festín

«Me va a ser necesario
buscar dinero en seguida.»

(Molière: Las preciosas ridículas.)


Al día siguiente, Mergy se despertó muy avanzada la mañana, con la cabeza un poco turbada por los recuerdos de la noche última. Sus prendas de vestir estaban tiradas por el cuarto, y su maleta, abierta sobre el suelo. Se incorporó en la cama, y durante algún tiempo estuvo contemplando esta escena de desorden, mientras se frotaba el rostro para coordinar sus ideas. Su fisonomía expresaba a la vez la fatiga, el asombro y la inquietud.

Unas pisadas se empezaron a oír por la escalera de piedra que conducía a la habitación. Se abrió la puerta sin que nadie se tomase la molestia de pedir permiso, y penetró en la estancia el hostelero, con una cara todavía más enfurruñada que la víspera; pero era fácil observar en sus miradas una expresión impertinente que había substituido a la del miedo.

Después de advertir el espectáculo que ofrecía la habitación, se santiguó, como presa de horror a la vista de tanto desorden.

—¡Ah, caballerito! ¿Todavía en la cama? —exclamó—. ¡Vamos! A levantarse, que hay que arreglar nuestras cuentas.

Mergy, bostezando, sacó una pierna fuera de la cama.

—¿A qué se debe este desorden? ¿Quién se ha permitido la libertad de abrir mi maleta? —preguntó con un tono tan malhumorado como el del hostelero.

—¿A qué se debe? ¿A qué se debe? —respondió éste—. Y yo qué sé. No me voy a cuidar de vuestra maleta. Vos habéis trastornado toda mi casa; pero, por San Eustaquio, mi Patrón, que me lo pagaréis.

Mientras hablaba, Mergy fue a ponerse las botas de campaña color escarlata, y al hacer un movimiento, la bolsa cayó de su bolsillo. Pareciole que el sonido producido en la caída era muy diferente del que había escuchado antes, y con cierta inquietud la recogió del suelo.

—Me han robado —gritó al abrirla, volviéndose hacia el hostelero.

En vez de veinte escudos de oro que contenía antes no encontró sino dos.

Eustaquio se encogió de hombros y sonrió con aire de desprecio.

—¡Se me ha robado! —repitió Mergy, anudándose con rapidez su cinturón—. Tenía veinte escudos de oro en esta bolsa, y yo quiero que se me reintegren; en vuestra casa es donde me los han quitado.

—¡Por mi salud! Os aseguro que me satisface —exclamó insolentemente el posadero—. Así aprenderéis a no fiaros de brujas ni de ladrones. Pero siempre se juntan los de la misma calaña. Y a todos estos herejes, brujos y ladrones no les hacen compañía sino sus semejantes.

—¿Qué dices, granuja? —exclamó Mergy, colérico, al sentir interiormente la justicia del reproche. Y como todo hombre que ha sufrido una equivocación, deseoso de asir por los cabellos un pretexto cualquiera de contienda.

—Digo —contestó el hostelero, alzando la voz y poniéndose en jarras— que habéis saqueado mi casa, y quiero que se me pague hasta el último sueldo.

—Pagaré mi escote; pero nada más. ¿Dónde está el capitán Corn... Hornstein?

—Me han bebido —proseguía Eustaquio, gritando cada vez más alto— más de doscientas botellas de mi vino añejo. Pero vos me respondéis de ellas.

Mergy había terminado ya de vestirse.

—¿Dónde está el capitán? —volvió a repetir con voz tonante.

—Hace dos horas que se ha marchado, y por mí que se vaya al diablo con todos los hugonotes, en espera de que los católicos los quemen vivos.

Una vigorosa bofetada fue la única respuesta que Mergy encontró de momento a estas palabras.

Lo imprevisto y lo fuerte del golpe hicieron retroceder al hostelero algunos pasos. El mango de un gran cuchillo asomaba por el bolsillo de sus calzones. Le asió de su mano derecha con mucha violencia, y sin duda habría sucedido una gran desgracia si el hombre cede a su primer arrebato de cólera. Pero la prudencia detuvo el efecto de su ira, sobre todo al ver que Mergy alargaba la mano hacia la cabecera de la cama, de la cual pendía un espadín. Renunció, pues, a un combate desigual, y descendió precipitadamente la escalera, dando enormes voces:

—¡Al asesino! ¡Al asesino!

Dueño del campo de batalla, pero algo inquieto por las consecuencias de su victoria, ajustó Mergy bien su cinturón, se colocó las pistolas, cerró la maleta, y, llevándola de la mano, decidió ir a dar sus quejas ante el juez más próximo; abrió la puerta, y al poner el pie en el primer peldaño de la escalera, se encontró con que un ejército enemigo le salía al encuentro inopinadamente.

El hostelero marchaba a su cabeza con una vieja alabarda en la mano; tres marmitones armados de asadores y palos le seguían de cerca; un vecino, con un arcabuz enmohecido, formaba la retaguardia. Tanto de una parte como de otra no se aguardaba nada para empezar el terrible encuentro. Sólo cinco o seis escalones separaban a los dos ejércitos enemigos. Mergy dejó caer la maleta y asió una de las pistolas. Este movimiento hostil hizo advertir a Eustaquio y a sus acólitos que el orden de batalla en que se presentaban adolecía de grandes vicios. Igual que a los persas en la batalla de Salamina, se les había olvidado a ellos escoger una buena posición para desarrollar con ventajas su fuerza numérica. El único soldado de este ejército que llevaba un arma de fuego no se podía servir de ella sin herir a sus compañeros que le precedían, mientras que las pistolas del hugonote enfilaban bien la escalera y era posible que todos fueran derribados de un solo golpe. Al montar Mergy el gatillo de su pistola se produjo cierto sonido, que hizo estremecer las orejas de sus enemigos, como si éstos hubieran escuchado la propia explosión del alma. Con un movimiento espontáneo, la columna atacante dio media vuelta y corrió a buscar en la cocina un campo de batalla más vasto y más ventajoso. Pero en el desorden irremediable de toda retirada forzosa, el hostelero, al querer volver su alabarda, se enredó con ella entre las piernas y cayó al suelo. El enemigo se mostró generoso y desdeñó hacer uso de sus armas, contentándose con arrojar la maleta sobre los contrarios, que cayó sobre ellos como un pedazo de roca y les hizo acelerar su movimiento de retirada, quedando para Mergy libre la escalera y en posesión, como trofeo, de la rota alabarda.

Bernardo descendió rápidamente a la cocina, donde el enemigo estaba formado en línea. El hombre que llevaba el arcabuz tenía ya el arma en alto y soplaba la mecha encendida. El posadero, todo cubierto de sangre, pues su nariz había resultado en la caída violentamente golpeada, se colocó detrás de los suyos, a semejanza de lo hecho por Menelao cuando fue herido en la guerra de Troya y no quiso abandonar las filas griegas. Representando el papel de Poladira, la mujer del hostelero, con los cabellos en desorden y la papalina rota, le limpiaba la cara con una servilleta sucia.

Mergy adoptó, sin vacilar, un partido. Se encaminó hacia el que llevaba el arcabuz y le puso en el pecho la boca de su pistola, diciendo:

—O sueltas la mecha, o te mato.

La mecha cayó a tierra, y Mergy, con su bota, pisoteó hasta aplastarlo el trozo de cuerda encendido. En seguida todos los aliados rindieron sus armas simultáneamente.

—Respecto a vos —dijo Mergy dirigiéndose al huésped—, el correctivo que os he impuesto os enseñará a tratar a vuestros huéspedes con más cortesía. Si quisiera podría obligar al preboste a que os retirase el permiso para ejercer vuestra industria. Pero no soy rencoroso... Veamos: ¿a cuánto alcanza mi cuenta?

Eustaquio, al advertir que Bernardo hablaba al mismo tiempo que volvía a colocar en el cinto su pistola, adquirió algo más de energía, y lacrimoso, murmuró con tristeza fingida:

—¡Romperme todos los platos, azotar a los desgraciados, golpear las narices de los cristianos viejos..., armar un tumulto del demonio!... ¡No sé cómo después de esto se puede indemnizar a un hombre honrado!

—Vuestra nariz —replicó Mergy— será pagada en lo que valga... Respecto a los platos rotos, diríjase a los soldados alemanes; es un asunto que no me incumbe... Decidme de una vez lo que debo por mi hospedaje.

El posadero miró a su mujer, a los marmitones y al vecino, como queriéndoles pedir consejo y protección.

—¡La soldadesca! ¡La soldadesca! —dijo—. Ver dinero suyo es difícil... El capitán me ha pagado con tres libras y el teniente con un puntapié.

Mergy tomó uno de los escudos de oro que le quedaban, y arrojándoselo al posadero, dijo:

—Así nos separaremos como buenos amigos.

Eustaquio, en lugar de coger la moneda, la dejó caer desdeñosamente al suelo.

—¡Un escudo! ¡Nada más que un escudo! murmuró la mujer con tono compungido— ¡Y vienen aquí tantos señores católicos que aunque hagan barrabasadas saben pagarlas como es debido!

Si Mergy hubiera tenido más dinero, seguramente el partido hugonote quedara con mayor reputación de generosidad; pero ante la carestía de su bolsa, se contentó con decir:

—Haced lo que queráis. Esos caballeros católicos que tanto os pagan no les habrán robado en esta casa. Tomad el escudo o dejadlo.

E hizo un movimiento como para volver a embolsárselo. El hostelero le atajó y se guardó el dinero.

—¡Hola! —añadió el viajero en tono imperativo—. ¡Que traigan mi caballo!... ¡A ver tú, bergante! ¡Tira esos asadores y lleva mi maleta!

—¿Vuestro caballo, señor?... —dijo uno de los marmitones, haciendo un gesto burlón.

El posadero, a pesar de su enfado, levantó la cabeza y sus ojos brillaron un instante con la expresión de una alegría maligna.

—Yo mismo —dijo— os voy a traer el caballo, señor. Yo mismo quiero proporcionaros ese gusto.

Y se marchó con la servilleta puesta todavía sobre la nariz.

Mergy le siguió sus pasos, y cuál no sería su sorpresa al encontrarse, en vez del gallardo alazán que había traído, con un caballo viejo y pío, desfigurado por una enorme cicatriz en la cabeza, y en vez de su elegante silla de fino terciopelo flamenco otra de cuero guarnecido de hierro, como usan los soldados.

—¿Qué significa esto? ¿Dónde está mi caballo?

—¡Que el señor se tome la molestia de preguntarlo a los soldados protestantes! —respondió el posadero con falsa humildad—. Esos dignos extranjeros se lo han llevado con ellos... Deben haberse equivocado por la semejanza...

—¡Bonito caballo! —dijo uno de los marmitones—. ¡Juraría que no tiene arriba de veinte años!

—Nadie podrá negar que sea un caballo, de batalla —añadió otro—. ¡Mirad qué sablazo ha recibido en la frente!

—¡Y qué colores más preciosos! —dijo un tercero—. Negro y blanco, lo mismo que el traje de un sacerdote.

Mergy entró en la cuadra y la halló vacía.

—¿Y por qué habéis permitido que se llevaran mi caballo? —gritó, lleno de rabia.

—¡Oh caballero! El teniente me dijo que era un trato que teníais arreglado entre los dos. Además, mis criados eran los que cuidaban de la cuadra.

La cólera dominaba a Mergy, y en su mal humor no sabía qué partido tomar.

—Buscaré al capitán —murmuró entre dientes— y me hará justicia del bandido que me ha robado.

—Hará muy bien, ciertamente, vuestra señoría —dijo el posadero—, porque aquel capitán... ¿cómo se llamaba?... tenía cara de ser una persona muy decente.

Mergy se había hecho ya la reflexión de que el capitán había favorecido o acaso ordenado el robo.

—Y vuestros escudos de oro —añadió Eustaquio —podríais pedírselos a aquella muchacha tan bonita con quien tanto hablabais. De seguro que, por equivocación, los metió en su equipaje esta mañana.

—¿Pongo la maleta de vuestra señoría sobre el caballo de vuestra señoría? —preguntó el mozo de cuadra en un tono mezcla de respeto y burla.

Mergy comprendió que cuanto más tiempo permaneciera en la posada tendría que sufrir nuevas y mayores insidias de aquella canalla. Colocada la maleta, se colocó sobre la pésima silla del caballo, el cual, al sentir que tenía encima un nuevo amo, le vino en gana probar los conocimientos hípicos del jinete. No tardó mucho en convencerse el rocín de que le montaba un hombre experto y con pocos deseos de sufrir sus chanzas, y que contestaba a las coces con fuertes espolazos... Entonces el animal tomó el prudente partido de obedecer y lanzarse por el camino a un trote largo. Pero en su lucha con el caballero había perdido parte de su vigor y le ocurrió lo que acontece a cuantos realizan esfuerzos desproporcionados: que cayó a tierra falto de resistencia. Nuestro héroe se levantó rápido del suelo, ligeramente molido, pero mucho más molesto por el griterío burlesco que se levantó contra él. Pensó un instante si no debería tomar venganza a estocada limpia; pero, por reflexión, creyó que era lo más prudente hacer como que no oía las injurias que le lanzaban desde lejos, y volviendo a montar en el penco lentamente, continuó el camino de Orleans, seguido a distancia de una banda de chiquillos, de los cuales unos le cantaban la canción de Juan Pataquín, mientras que otros gritaban con todas las fuerzas de sus pulmones: «¡Al hugonote! ¡Al hugonote!»

Después de haber cabalgado cerca da media legua reflexionó que no encontraría a los soldados de la noche anterior; que su caballo estaba ya rendido, y que podía considerarse feliz con no volver a ver a aquellos caballeros. Poco a poco se fue acostumbrando a la idea de que su caballo estaba perdido sin remedio, y como no tenía nada que hacer en la carretera de Orleans, tomó la de París, o, mejor dicho, un atajo que le evitaba pasar nuevamente por la posada, testigo de sus desastres. Como estaba acostumbrado a buscar el buen aspecto de cuantas cosas ocurren en la vida, insensiblemente fue considerando que podía sentirse muy satisfecho de aquella aventura... Pudo haber sido robado por completo, y hasta estuvo expuesto a que le asesinaran..., y, sin embargo, le había quedado en medio de tantos azares un escudo de oro y un caballo, que, aunque viejísimo, todavía andaba un poco... Y, para decirlo todo..., el recuerdo de la bohemia bonita le hacía de vez en cuando sonreír.

Después de algunas horas de marcha y de reconfortarse con un almuerzo, encontró hasta gentil el acto realizado por Mila de no llevarse más que diez y ocho escudos de una bolsa que contenía veinte.

No se curaba del todo la pena que le producía la pérdida de su hermoso alazán; pero no dejaba de convenirse consigo mismo que un ladrón de peores instintos que el teniente se hubiera llevado el caballo sin dejar otro que le reemplazara...

Mergy llegó por la tarde a París, un poco antes que cerraran las puertas, y se alojó en una posada de la calle de Santiago.

III. La juventud cortesana

«Jochimo.
... The ring is won
Posthumus.
The stone's too hard to come by.
Jochimo.
Not a whit.
Your lady beig so easy.»

(Shakespeare: Cymbeline.)


Al llegar a París, Mergy esperaba ser eficazmente recomendado al almirante Coligny y obtener un puesto en el ejército, que, según se decía, iba a combatir en Flandes a las órdenes de ese gran capitán. Suponía con cierto orgullo que los amigos de su padre, para los que llevaba cartas de recomendación, le apoyarían en su demanda y le servirían de introductores en la corte del rey y cerca del almirante, que también tenía sus cortesanos. Mergy sabía que su hermano gozaba de algún valimiento; pero estaba indeciso si debía de ir o no a buscarlo. La abjuración de Jorge de Mergy le separó por completo de su familia, en la cual aquél era considerado como un extraño. No era el único caso de familias desunidas en aquel entonces por la diferencia de opiniones religiosas. Desde hacía mucho tiempo, el padre de Jorge tenía prohibido que en su presencia se pronunciara el nombre del apóstata, apoyando su rigor en el pasaje del Evangelio que dice: «Si tu ojo derecho es causa de escándalo, arráncatelo.» Aunque Bernardo no participaba de tanta severidad, el cambio de religión de su hermano le parecía también una vergüenza para el honor de su familia, y, necesariamente, los sentimientos de cariño fraternal tenían que sufrir bastante ante tal convencimiento.

Antes de adoptar un partido sobre la conducta a seguir respecto a este asunto, y antes de presentar sus cartas de recomendación, pensó que lo más urgente era proporcionarse medios de llenar su bolsa, que estaba ya totalmente vacía, y con tal intención salió de su posada para ir a casa de un orfebre del puente de San Miguel, deudor a su familia de una suma que Mergy tenía el encargo de cobrar.

A la entrada del puente se encontró con algunos jóvenes vestidos con gran elegancia, que caminaban del brazo, obstruyendo por completo el estrecho pasaje, lleno de tiendas y barracas, colocadas como dos muros paralelos, quitando a los transeúntes la vista del río. Detrás de aquellos caballeros iban sus lacayos, llevando cada uno de la mano una de esas largas espadas de dos filos, llamadas de desafío, y una daga, cuya cazoleta era tan grande, que en un caso de necesidad podía servir de escudo. Estas armas debían creerlas muy pesadas aquellos caballeros, o acaso estaban deseosos de mostrar a todo el mundo que poseían lacayos a quienes vestían con gran lujo.

Parecían los jóvenes de excelente humor, a juzgar por sus carcajadas continuas. Si una mujer elegante pasaba ante ellos, la dirigían un saludo, mezcla de cortesía e impertinencia; otros de estos muchachos parecían tener un gran regocijo en dar fuertes codazos a los graves burgueses, que se retiraban murmurando por lo bajo miles de imprecaciones contra la insolencia de los cortesanos. De todos estos jóvenes no había más que uno que caminaba con la cabeza baja y parecía no querer tomar parte en las diversiones.

—¡Pero, Jorge, por Dios! —exclamó uno del grupo, golpeándole la espalda—, ¿qué es lo que te pasa? Hace un cuarto de hora largo que no has abierto la boca. ¿Es que has decidido hacerte cartujo?

El nombre Jorge hizo estremecerse a Bernardo; pero no pudo escuchar la respuesta de la persona a quien iban dirigidas esas palabras.

—Me apuesto cien pistolas —dijo el mismo caballero— a que se halla enamorado de algún dragón de virtud. ¡Pobre amigo! Te compadezco. Sí que es tener desgracia enamorarse en París de una mujer poco accesible.

—Vete a casa del hechicero Rudbeck —añadió otro— y te dará un filtro para hacerte amar.

—Acaso —indicó un tercero— nuestro amigo el capitán se ha enamorado de una monja. Estos diablos de hugonotes, convertidos o no, gustan mucho de las esposas del Señor.

Una voz, que Mergy reconoció al instante, respondió con tristeza:

—¡Pardiez! No estaría tan triste si se tratara de asuntos amorosos; pero —añadió más bajo— ha llegado Pons, al que envié con una carta para mi padre, y me dice que aquél persiste en no querer que le hablen de mí.

—Tu padre es de la vieja cepa —añadió otro de los jóvenes—. ¡Es uno de esos antiguos hugonotes que son indomables!

En aquel momento, el capitán Jorge, que volvió la cabeza por azar, advirtió a Bernardo. Dando un grito de sorpresa se fue hacia él con los brazos abiertos. Mergy no dudó un instante y le recibió en los suyos, estrechándole contra su pecho. Tal vez si aquel encuentro no hubiera sido imprevisto, ellos habrían procurado mostrarse un poco indiferentes; pero la casualidad devolvió a la naturaleza todos sus derechos. Y empezaron a tratarse como amigos que no se ven después de un largo viaje.

Luego de los abrazos y de las primeras palabras, Jorge se volvió hacia sus compañeros, que se habían detenido para contemplar la escena, y les dijo:

—Caballeros, acabo de tener un encuentro inesperado. Perdonadme si me he separado de vosotros para abrazar a un hermano que no había visto desde hace siete años.

—¡Pardiez! Nosotros no permitiremos que nos abandones hoy. La comida está dispuesta, y es necesario que no faltes.

Y el que hablaba así le agarraba al mismo tiempo de la capa para no dejarle escapar.

—Beville tiene razón —añadió otro—, y no estamos dispuestos a tolerar que te vayas.

—¡Eh, pues buena dificultad! —replicó Beville—. Que tu hermano venga a comer con nosotros. En vez de un buen compañero tendremos dos.

—Disculpadme, caballeros —dijo entonces Mergy—; pero hoy tengo tantas cosas que hacer... Debo enviar unas cartas...

—Dejadlo para mañana.

—Me es necesario que salgan esta noche... Y —añadió Mergy, sonriendo y un poco avergonzado— os confesaré que me hallo sin dinero, y que me es indispensable ir a buscarlo.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Bonita excusa! —exclamaron todos a la vez—. No podríamos permitir que rehusaseis comer con unos caballeros cristianos para ir a tomar préstamo de un judío.

—¡Tened, querido amigo! —dijo Beville, sacando con cierta afectación una gruesa bolsa de seda—. Fiaros de mí como de vuestro propio administrador. El juego me ha tratado bien estos últimos días.

—¡Vamos! ¡Vamos! No nos detengamos más, y a comer, que la comida nos espera —dijeron varios.

El capitán, todavía indeciso, miraba a su hermano.

—¡Bah! —dijo al fin—, ya tendrás tiempo suficiente para escribir tus cartas. Respecto al dinero, yo lo tengo. De modo que vente con nosotros, y así empezarás a hacer conocimiento con la vida de París.

Mergy se dejó llevar. Su hermano le fue presentando a sus amigos, uno después de otro: el barón de Vandreuil, el caballero de Rheincy, el vizconde de Beville, etc., los cuales recibieron con palabras cariñosas al recién venido, quien se vio obligado a abrazar a todos. Beville fue el último.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó al hacerlo—. Por mi vida, camarada, yo percibo cierto olor herético. Apostaría mi silla de oro contra una pistola a que sois muy religioso.

—Es cierto, caballero. Aunque no estoy seguro de ser tan buen religioso como aseguráis, y es mi obligación.

—¡Ved si no sé distinguir un hugonote entre mil personas! ¡Mal rayo! Qué aire más serio ponen estos caballeros cuando se les habla de su religión.

—Me parece que no se debe hablar nunca en broma de una cosa tan seria.

—M. de Mergy tiene razón —dijo el barón de Vandreuil—, y a vos, Beville, os producirán desgracia vuestras feas burlas de las cosas sagradas.

—¡Mirad el carita de santo, por dónde sale! —dijo Beville—; es el más taimado libertino de todos nosotros, y de vez en cuando se cree en el caso de predicarnos un sermón.

—Dejadme ser lo que sea, Beville —dijo Vandreuil—. Si me entrego al libertinaje es porque no puedo domar mi carne; pero respeto cuanto es respetable.

—Pues yo sólo respeto mucho... a mi madre, que es la única mujer virtuosa que he conocido. Los hombres, querido, que se llamen católicos, hugonotes, papistas, judíos o turcos, los creo todos unos. Me preocupo de ellos lo mismo que de una espuela rota.

—¡Impío! —murmuró Vandreuil. E hizo el signo de la cruz sobre su boca, limpiándosela después varias veces con el pañuelo.

—Debes saber, Bernardo —dijo el capitán Jorge—, que entre nosotros no hallarás disputas como aquellas que entablaba nuestro sabio maestro Teobaldo Wolfrteinius. Hacemos poco caso de conversaciones teológicas, y, a Dios gracias, solemos emplear mejor nuestro tiempo.

—Acaso —respondió Mergy con un poco de amargura— hubiera sido preferible para ti que escucharas más atentamente las doctas disertaciones del digno pastor que acabas de nombrar.

—Deja este asunto, hermanito; quizá te hable de ello más tarde; sé que tienes de mí una opinión... No importa... Pero no estamos aquí para hablar de estas cosas... No dudes que soy un hombre honrado, y tú lo comprenderás algún día... Mas ahora no debemos pensar sino en divertirnos.

Y se pasó la mano por la frente como para desechar una idea penosa.

—¡Mi buen hermano! —le dijo por lo bajo Mergy, estrechándole la diestra. Jorge se la apretó mucho, y ambos se apresuraron a reunirse con sus compañeros, que les precedían algunos pasos.

Al transitar delante del Louvre, de donde salían señores vestidos con gran lujo, el capitán y sus amigos saludaban o abrazaban a casi todos ellos. Al mismo tiempo iban presentando a Mergy, el cual hizo conocimiento en un instante con infinidad de personajes célebres de la época, averiguando también sus motes —porque entonces cada hombre tenía el suyo—, así como las historias escandalosas que a cada cual le achacaban.

—¿Veis —dijo uno— a ese consejero pálido y amarillo? Es Petrus de finibus; en francés, Pedro Seguier, que, en cuanto emprende, se da tan buena maña, que consigue siempre lo que se ha propuesto. He aquí al capitancete Quemabamos. Thoré de Montmorency; ahora viene el arzobispo de las Botellas, que todavía puede tenerse derecho sobre la mula, porque no ha llegado la hora de la comida. Este que veis es un héroe de vuestro partido, el bravo conde de la Rochefoucauld, llamado de sobrenombre el enemigo de las coles, pues en la última guerra hizo arcabucear un campo de esas hortalizas creyendo que eran soldados contrarios.

Antes de un cuarto de hora, Mergy averiguó el nombre de los amantes de casi todas las damas de la corte y el número de los duelos que la belleza de éstas había motivado. Se dio cuenta de que la reputación de una dama era proporcional con los muertos que produjeran sus encantos. Así, madame de Courteval, cuyo amante mató a dos de sus rivales, tenía una mayor consideración social que la pobre condesa de Pomerande, que no había dado ocasión sino a un duelo insignificante, resuelto con una herida leve.

Una mujer, alta de cuerpo, montada en una mula blanca, que conducía un escudero, y seguida de dos lacayos, llamó la atención de Mergy; el traje se ajustaba a la última moda y sus fuertes bordados le obligaban a una actitud de rigidez. Debía de ser muy bonita, aparentemente, pues es sabido que en aquellos tiempos las señoras principales no salían a la calle sino con el rostro cubierto con un velo; el suyo era de terciopelo negro. Sin embargo, se veía, o más bien se adivinaba, por las aberturas de los ojos, que debía de tener el cutis de una maravillosa blancura y los ojos de un azul intenso.

Al pasar delante de la juventud cortesana aligeró el paso de la mula y pareció mirar con cierta atención a Mergy, cuya figura le era desconocida. A su paso, las plumas de todos los sombreros rozaban la tierra, y ella, para contestar a tanto saludo que le dirigían sus admiradores, inclinaba la cabeza con un ligero y gracioso movimiento. Mientras ella se alejaba, un suave golpe de viento hizo levantar los bajos de su hermoso y largo vestido de satén, dejando ver un instante, que era toda una promesa, un zapatito de terciopelo blanco y algunas pulgadas de sus medias de seda color rosa.

—¿Quién es esta dama a quien todo el mundo saluda? —preguntó Mergy con curiosidad.

—¡Ya te has enamorado! —exclamó Beville—. Esta mujer acapara a todo el mundo. Lo mismo los hugonotes que los papistas se enamoran de la condesa Diana de Turgis.

—Es una de las bellezas de la corte —añadió Jorge—; de las más peligrosas Circes para los hombres galantes. Pero, ¡mala peste!, una de las ciudadelas más difíciles de conquistar.

—¿También es causa de muchos desafíos? —preguntó Jorge riendo.

—¡Oh! Los cuenta por veintenas —respondió el barón de Vandreuil—; pero lo gracioso es que ella misma ha querido batirse. Envió un reto en las formas habituales a una amiga que se le había adelantado en cierto asunto.

—¡Qué divertido! —exclamó Mergy.

—No hubiera sido la primera dama de la corte que sufriera un percance —dijo Jorge—. El reto lo envió en regla y con buen estilo a la señora de Sainte-Foix, provocándola a un combate a muerte, a espada y daga, y en camisa, como hacen los duelistas «refinados».

—Me hubiera gustado mucho ser el testigo de esas damas, para poder verlas en camisa —dijo el caballero de Rheincy.

—¿Y se efectuó el duelo? —preguntó Mergy.

—No —respondió el capitán—. Se las reconcilió.

—Sí fue el mismo Jorge quien las reconcilió —dijo Vandreuil—; era entonces el amante de la Sainte-Foix.

—¡Cállate! ¡No hables de eso! —suplicó Jorge con un tono de hombre discreto.

—A la de Turgis le pasa lo que a Vandreuil —dijo Beville—. Hace una mezcolanza con la religión y las costumbres de la época; quiso batirse en duelo, que es un pecado mortal, y oye dos misas diarias.

—No te ocupes de las misas que podamos oír —exclamó Vandreuil.

—Sí, va a misa ella todos los días —expuso Rheincy—; pero es para dejarse ver sin velo.

—Por ese único motivo me parece que van tantas mujeres a misa —observó Mergy, encantado de encontrar un motivo de menosprecio para una religión que no profesaba.

—Y al sermón hugonote —añadió Beville—: pues cuando concluye se apagan las luces, y entonces ocurren cosas muy bonitas. Por los sermones siento envidia de los luteranos.

—¿Pero creéis esos cuentos absurdos? —exclamó Mergy en tono despectivo.

—¡Que si lo creo! Nuestro amigo Ferrand iba a los sermones en Orleans para ver a la esposa de un cierto notario. ¡Una mujer soberbia! ¡Se me hace la boca miel recordándola! No la podía ver más que allí. Por fortuna, un hugonote conocido suyo le indicó un sitio para entrevistarse con ella en la iglesia reformista... Fue a los sermones, y ¡figuraos si nuestra camarada en aquella obscuridad emplearía mal el tiempo!

—Eso es imposible —Dijo Mergy secamente.

—¿Imposible? ¿Y por qué?

—Porque un protestante no hará nunca la bajeza de llevar a su templo a un papista.

Esta respuesta produjo una explosión de carcajadas.

—¡Ah! ¡Ah! —dijo el barón de Vandreuil—. ¿Creéis que un hugonote no puede ser ladrón, traidor o ducho en terceras?

—Este hombre ha caído de la Luna —exclamó Rheincy.

—Por mi parte —dijo Beville—, si quisiera hacer una jugarreta a un hugonote, me dirigiría a su pastor como medio para no perder el tiempo.

—¿Será, sin duda —respondió Mergy—, porque vuestros sacerdotes están habituados a hacer semejantes papeles?

—Nuestros sacerdotes... —dijo Vandreuil, rugiendo de ira.

—Concluid esas enojosas discusiones —interrumpió Jorge, advirtiendo el tono agrio de cada uno—; dejad todas esas gazmoñerías sectarias. Propongo que el primero que pronuncie las palabras papista, hugonote, protestante o católico, sufra una fuerte multa.

—¡Aprobado! —exclamó Beville—. Y que se le obligue a invitarnos a vino de Cahors en la hostería adonde vamos a comer.

Hubo un momento de silencio.

—Después de la muerte del pobre Lannoy, a la de Turgis no se le ha conocido ningún amante —dijo Jorge, deseoso de evitar las discusiones teológicas—. ¿Quién será capaz de afirmar que una parisiense carece de amante? —exclamó Beville—; lo único seguro es que Comminges tiene bien estrechado el cerco.

—Por esa causa Navarrete ha abandonado la conquista —dijo Vandreuil—; parece tener miedo de su terrible rival.

—¿Es celoso Comminges? —preguntó el capitán.

—Como un tigre, y está decidido a matar a cuantos galanteen a la hermosa condesa; de modo que si no quiere quedarse sin amante, se conformará con Comminges.

—¿Pero quién es ese hombre formidable? —preguntó Mergy, que experimentaba, sin darse cuenta, una vivísima curiosidad por cuanto de cerca o de lejos se refiriera a la condesa de Turgis.

—Es uno de nuestros más famosos refinados —respondió Rheincy—. Y como acabáis de llegar de provincias, os voy a explicar lo que significa esa palabra. Un refinado es el más perfecto de los hombres de mundo; un caballero que se bate porque otro ha tocado su capa con la suya, por haber recibido un pequeño pisotón o por otros motivos tan fútiles y arbitrarios.

—Comminges —dijo Vandreuil— llevó un día un hombre a Pré-aux-Clercs ; se quitaron sus justillos y tiraron de espada. «¿Eres tú Berny de Auvernia?» —preguntó Comminges. «No —respondió el otro—. Me llamo Villequier, y soy de Normandía.» «Te torné por otro —respondió Comminges—; pero, ya que te provoqué, es necesario que nos batamos...» Y lo mató bravamente.

Cada uno de los jóvenes citó algún rasgo de la destreza o las provocaciones de Comminges. La materia era abundante, y en esta conversación siguieron hasta llegar a la hostería de More, situada fuera de la ciudad, en medio de un jardín, y muy cerca del sitio donde se estaba construyendo las Tullerías, obra que comenzó en 1564. Muchos jóvenes de la amistad de Jorge y de sus compañeros fueron encontrados en el camino, y se unieron al grupo, sentándose todos a la mesa en numerosa y bulliciosa camaradería.

Mergy, que había tomado asiento al lado del barón de Vandreuil, observó que éste, al ocupar su sitio, hizo el signo de la cruz, y musitó, teniendo los ojos cerrados, esta singularísima oración:

¡Sans Deo, pax vivis, salutem defunctis, et beata viscera virginis Mariae quae porfaverunt Aeterni Patris Filium!

—¿Sabéis el latín, barón? —preguntó Mergy.

—¿Habéis escuchado mi rezo?

—Sí; pero os confesaré que no lo he comprendido.

—A decir verdad, yo no sé latín; y apenas si entiendo una palabra del sentido de esa oración; pero me la enseñó una de mis tías, teniéndola por muy milagrosa, y yo puedo asegurar que me ha hecho muy buenos servicios.

—Me parece que esos latinajos son muy católicos, y, por tanto, nosotros, los hugonotes, no podemos comprenderlos.

—¡A pagar la multa! ¡A pagar la multa! —gritaron a la vez Jorge y Beville. Mergy la pagó de buena gana, y en la mesa fueron servidas nuevas botellas, cuyo vino aumentó el excelente humor de la alegre compañía.

La conversación se hizo cada vez más bulliciosa y Mergy se aprovechó del tumulto para hablar con su hermano, sin prestar atención a lo que pasaba a su alrededor. Pero al segundo plato les sacó de su aparte el rumor de una violenta disputa que acababa de estallar entre dos comensales.

—¡Eso es falso! —gritaba el caballero de Rheincy.

—¿Falso? —dijo Vandreuil.

Y su rostro, que era de natural pálido, se puso como el de un cadáver.

—Es la más virtuosa, la más santa de las mujeres —prosiguió el caballero.

Vandreuil sonrió con amargura, encogiéndose de hombros. Todas las miradas estaban fijas en los autores de esta escena, y cada uno parecía querer esperar, en una neutralidad silenciosa, el resultado de la disputa.

—¿De qué se trata, caballeros? ¿A qué viene ese alboroto? —preguntó el capitán, deseoso, según su costumbre, de oponerse a cualquier atentado contra la buena armonía.

—Nuestro amigo Rheincy —respondió tranquilamente Beville— pretende que la señora de Sillery, de la cual se halla enamorado, es muy virtuosa, mientras que el barón afirma que es una cualquiera.

Una carcajada general, que estalló al oír tales palabras, aumentó el furor de Rheincy, que miraba con los ojos inflamados de rabia a Vandreuil y Beville.

—Puedo mostrar una carta —dijo el barón.

—Te desafío a que lo hagas —gritó el caballero.

—¡Bien! —dijo Vandreuil, con tono burlón y desdeñoso—. Voy a leer una de sus cartas a estos caballeros. Quizá conozcan su letra tan bien como yo, pues no tengo la pretensión de creerme el único hombre agraciado por sus billetitos y sus encantos. He aquí una carta que hoy mismo me ha enviado ella.

Y empezó a escudriñar en sus bolsillos a la rebusca del billete.

—¡Mientes! ¡Mientes!

La mesa era muy ancha para que la mano del barón pudiera alcanzar a su contrario, que se hallaba enfrente de él.

—¡Te haré pagar muy caro ese insulto! —gritó.

Y, acompañando la acción a la palabra, le arrojó una botella a la cabeza. Rheincy pudo eludir el golpe, y, derribando la silla en su precipitación, corrió a descolgar su espada de la pared.

Todos se levantaron; unos, para intervenir en la quimera, y la mayor parte, por la precaución de no estar muy cerca.

—¡Deteneos! ¿Estáis locos? —exclamó Jorge, colocándose delante del barón, por tenerle más próximo—. ¿Se van a batir dos buenos amigos por una despreciable mujerzuela?

—Una botella arrojada a la cabeza equivale a un bofetón —decía fríamente Beville—. ¡Vamos, caballeros! ¡A desenvainar las tizonas!

—¡Hacer plaza! ¡Hacer plaza! ¡Y a pelear con limpieza! —gritaron casi todos los jóvenes.

—¡Hala, Juanito!... Cierra la puerta —dijo indolentemente el hostelero, acostumbrado a presenciar escenas semejantes—. Si los arcabuceros del rey pasasen en este momento, interrumpirían a esos caballeros, y perjudicarían mi casa.

—¿Pero vais a batiros en un comedor de hostería como si fuerais soldados borrachos? —prosiguió Jorge, deseoso de ganar tiempo—. Esperad al menos a mañana.

—¿Hasta mañana?... Pues bien, sea —dijo Rheincy.

E hizo ademán de envainar la espada.

—¿Hay miedo, caballerito? —contestó Vandreuil.

Rápido Rheincy, separando a cuantos obstruían su ataque, se lanzó sobre su enemigo. Los dos se acometieron con grande ímpetu; pero Vandreuil había tenido tiempo de arrollarse una servilleta al brazo izquierdo y se valía de ella, con mucha habilidad, para evitar los golpes de filo, mientras que Rheincy, el cual había olvidado tal precaución, se encontraba en situación desigual, y fue ligeramente herido en los primeros asaltos. Sin embargo, no dejaba de pelear con gran valentía. Llamó a sus lacayos y les pidió que le trajesen su daga; pero Beville los detuvo, manifestando que como Vandreuil carecía de ese arma, su adversario no podía, pues, usarla noblemente. Algunos amigos de Rheincy protestaron contra ello; cambiáronse palabras fuertes, y es seguro que el duelo habría concluido con un combate general si Vandrauil no se desembarazase a escape de su adversario, hiriéndole en el pecho con una estocada hábil y peligrosa. En el acto colocó un pie sobre la espada de Rheincy, para impedirle que la recogiera, y levantó la suya, con objeto de dar el golpe de gracia mortal, pues las costumbres de los desafíos permitían en aquel entonces atrocidad tan cobarde.

—¡Herir a un enemigo desarmado! —exclamó Jorge.

Y arrancó la espada al barón.

La herida del caballero no era mortal; pero ya iba perdiendo mucha sangre. Se fue atajándola, lo mejor que se pudo, con las servilletas, mientras que el herido, con una risa forzada, decía entre dientes que el asunto no había terminado.

En seguida acudieron un fraile y un cirujano, disputándose cuál debía atender antes al paciente. El cirujano fue al fin el preferido, e hizo transportar al enfermo hasta la orilla del Sena, desde donde se le condujo en una barca hasta su casa...

Mientras que los criados se llevaban las servilletas ensangrentadas y limpiaban el pavimento, rojo de la sangre vertida, fueron colocándose nuevas botellas sobre la mesa... Vandreuil, después de limpiar cuidadosamente su espada, la envainó, hizo el signo de la cruz, y, con una imperturbable sangre fría, sacó de su bolsillo una carta, suplicó silencio y leyó la primera línea, cuyas palabras produjeron enormes carcajadas:

«Querido: Ese fastidioso caballero que me persigue...»

—Salgamos de aquí —dijo Mergy a su hermano, con una expresión de disgusto.

El capitán le siguió... La carta absorbía la atención de todos, y no fue notada la ausencia de los hermanos.

IV. El converso

«Don Juan.— ¿Tomas por moneda corriente lo que te acabo de decir? ¿Crees que mi boca está de acuerdo con mi corazón?»

(Molière: El convidado de piedra.)


El capitán Jorge entró en la ciudad con su hermano y le condujo a su casa. En el camino apenas si cambiaron algunas palabras. La escena de la cual habían sido testigos les dejó una impresión penosa, que les hizo involuntariamente guardar silencio.

La disputa y el irregular combate que habían presenciado no tenía nada de extraordinario en aquellos tiempos. En toda Francia la susceptibilidad quisquillosa de la nobleza daba motivo a los más funestos encuentros, hasta el punto de que, según cálculo moderado, durante los reinados de Enrique III y Enrique IV perdieron la vida en desafíos más caballeros que en diez años de guerras civiles.

La habitación del capitán estaba amueblada con mucha elegancia. Las cortinas de seda bordadas de flores y los tapices de brillantes coloridos atrajeron en el acto la atención de Mergy, cuyos ojos estaban acostumbrados a contemplar adornos más sencillos. Entró en una habitación que su hermano llamaba simplemente el oratorio, ya que todavía no se habían inventado vocablos más en consonancia para significar el refinamiento de las estancias. Un Santo Cristo de roble, bien esculpido; una Virgen, pintada por un artista italiano, y una pila de agua bendita, adornada de un ramo de boj, parecían justificar el piadoso nombre con que se designaba la habitación, mientras que una alta y espaciosa cama, cubierta con telas de damasco; un espejo de Venecia, un retrato de mujer, diferentes armas y varios instrumentos musicales, indicaban claramente las costumbres un poco mundanas del propietario.

Mergy miró con desprecio la pila del agua bendita y el ramo de boj, que le recordaban la apostasía de su hermano. Un lacayito trajo confituras, grajeas y excelente vino. El té y el café no estaban en uso todavía, y con el vino reemplazaban nuestros abuelos esas bebidas ahora elegantes.

Bernardo, con el vaso en la mano, dirigía constantemente sus miradas desde el retrato de la Virgen a la pila y desde la pila al Santo Cristo. Suspiró con pena, y mirando a su hermano que perezosamente se había tendido en la cama, le dijo:

—¡Estás hecho un papista!... ¿Qué diría nuestra madre si te viera?

El recuerdo pareció afectar dolorosamente al capitán. Se le arrugaron sus grandes cejas e hizo un gesto como para rogar a su hermano que no prosiguiese... Mas éste continuó implacable:

—¿Pero es posible que de corazón hayas abjurado la creencia de tu familia, como lo has hecho con los labios?

—¡La creencia de nuestra familia!... ¡Si nunca ha sido la mía!... ¿Qué?... ¿Yo?... ¡Creer en los hipócritas sermones de vuestros pastores gangosos!... ¡Yo!...

—¡Sin duda es mucho mejor creer en el purgatorio, en la confesión, en la infalibilidad del Papa! ¡Debe de ser, por lo visto, preferible arrodillarse ante las sucias sandalias de un capuchino! Si llegará un día en que creerás que no es posible comer sin recitar antes la ridícula oración de Vandreuil.

—Escucha, Bernardo; odio las disputas, sobre todo si son de cuestiones religiosas; pero es necesario que, tarde o temprano, me explique contigo, y puesto que estamos el uno enfrente del otro, terminaremos de una vez. Te voy a hablar con el corazón abierto.

—¿Es que no crees en las invenciones de los papistas? —preguntó Mergy muy satisfecho.

El capitán se encogió de hombros, y después de hacer sonar sus largas espuelas, dejando caer los botones de las botas contra el suelo, exclamó:

—¡Papistas! ¡Hugonotes! ¡Todo supersticiones! Yo no puedo creer en aquello que mi razón estima absurdo. Tanto nuestras letanías como vuestros salmos, son estúpidos. Solamente se diferencian —añadió sonriendo— en que en nuestra iglesia se escucha buena música, mientras que en las vuestras tenéis la guerra declarada a los oídos delicados.

—¡Bonita superioridad para tu religión! ¡Con ella haréis muchos prosélitos!

—No la llames mi religión, porque creo en ella lo mismo que en la tuya. Cuando he conseguido pensar por mí mismo, cuando he sido dueño de mi razón...

—Pero...

—Déjate de sermones, ya sé todo lo que me vas a decir... Yo también tuve en otro tiempo mis esperanzas, mis temores... ¿Crees tú que no he realizado poderosos esfuerzos para conservar las dichosas supersticiones de mi infancia? He leído a todos nuestros doctores para buscar algún alivio contra la duda que me atormentaba, y la lectura no hizo sino acrecentarla. No me ha sido posible tener fe. La fe es un don precioso que se me ha negado; pero que por nada en el mundo procuraría evitárselo a mis semejantes.

—Te compadezco.

—Enhorabuena. Tienes razón... Como protestante no creo en los sermones, y como católico me río de las misas. ¡Eh! ¡Mil diantres! Las atrocidades de las guerras civiles, ¿no son por sí solas suficientes para aniquilar la fe más rotunda?

—Esas atrocidades las cometen los hombres, y hombres que han pervertido la palabra de Dios.

—Esta respuesta no es tuya, y tú me perdonarás si no me convence... A vuestro Dios no le comprendo, no le puedo comprender... Y si demuestro tener creencias, es, como dice nuestro amigo Jodelle, «a beneficio de inventario».

—Si las dos religiones te son indiferentes, ¿para qué esta abjuración, que tanto ha afligido a tu familia y a tus amigos? —preguntó Mergy.

—Si más de veinte veces he escrito a nuestro padre para explicar las causas de ello y justificarme ante sus ojos. Pero siempre ha arrojado mis cartas al fuego, tratándome como si fuera un empedernido criminal.

—Ni mi madre ni yo hemos aprobado un rigor tan excesivo... Pero las órdenes paternas...

—¡No sé lo que pueda pensar de mí! ¡Ni me importa!... Voy a referirte las razones de mi determinación, que en la actualidad no se repetiría si estuviese en el caso de volver a empezar.

—¡Ah! Siempre pensé que te arrepentirías.

—¿Arrepentirme? No; estoy seguro de no haber cometido una mala acción. Cuando estabas tú todavía en el colegio estudiando Latín y Griego, yo me había puesto ya la coraza, ceñido la escarapela blanca, y me hallé combatiendo en nuestras primeras guerras civiles. El príncipe de Condé, que hizo cometer tantas faltas a nuestro partido, se ocupaba de los asuntos serios únicamente cuando sus amores le dejaban tiempo. Yo era correspondido en mi cariño por una dama; el príncipe se enamoró de ella y me pidió que se la cediese; me negué en absoluto, y se convirtió en mi implacable enemigo.


«Aquel príncipe gallardo,
que tanto besa a su novia.»


Me presentó ante los fanáticos del partido como un monstruo de irreligión y libertinaje. Si yo no tenía más que un amor... y dejaba a los otros en paz para que preparasen a su gusto las cosas religiosas, ¿para qué me declararon la guerra?

—No hubiera creído nunca al príncipe capaz de cometer una acción tan fea.

—Ha muerto ya y de él habéis hecho un héroe. Así va el mundo. Reconozco, sin embargo, que tenía buenas cualidades... Ha muerto como un bravo, y le perdono... Pero entonces era poderoso y yo un pobre caballero que parecía cometer un crimen si osaba resistirle.

El capitán dio algunos paseos por la estancia, y continuó con voz cada vez más emocionada:

—Todos los pastores, todos los santurrones del ejército se revolvieron contra mí; yo no hacía ningún caso ni de sus abominaciones ni de sus prédicas. Un caballero cortesano del príncipe, para adularle, me llamó granuja delante de todos los capitanes. Le di una bofetada y le maté en duelo. En nuestro ejército había doce desafíos diarios, y los generales adoptaban el partido de no darse por enterados. Se hizo una excepción conmigo, y el príncipe quiso que pagara mi culpa y sirviera de ejemplo. Las súplicas de personas influyentes, y sobre todo las del almirante, consiguieron mi indulto. Pero el odio del príncipe no estaba satisfecho. En el combate de Jazeneuil mandaba yo una compañía que había sido de las primeras en entrar en fuego; mi coraza, marcada con dos impactos de arcabuz, y mi brazo izquierdo, atravesado de un balazo, mostraban cuál era mi comportamiento... No tenía yo a mi mando sino veinte hombres, y en contra mía se lanzaba un batallón de suizos del rey. El príncipe de Condé me ordenó que cargase... Me atreví a pedirle dos compañías de alemanes..., y... ¡me llamó cobarde!

Mergy se levantó y estrechó con emoción la mano de Jorge. El capitán prosiguió con los ojos encendidos por la cólera y sin dejar de pasearse.

—Me llamó cobarde delante de todos aquellos caballeros, de doradas armaduras, que algunos meses más tarde le abandonaron en Jarnac, dejándole asesinar... Creí que era necesario morir; y me lancé sobre los suizos, jurando que, si por azar quedaba con vida, no desenvainaría nunca mi espada en defensa de tan injusto príncipe. Caído de mi caballo, y herido gravemente, hubiera muerto con seguridad si uno de los caballeros del duque de Anjou —Beville, ese loco con quien hemos comido— no me salvara la vida tomándome en brazos y no me llevara ante el duque. Se me cuidó con gran esmero... yo estaba sediento de venganza... Los católicos procuraron halagarme con sus mimos, me invitaban a que entrase al servicio de mi bienhechor el duque de Anjou, y me recitaron el siguiente verso latino:


Omne solum forti patria est, ut piscibus acquo.


Veía, además, con indignación, que los protestantes trajesen tantos extranjeros a nuestra patria... ¿Pero por qué no decirte la principal razón que me determinó? Buscaba la venganza y me hice católico ante la posibilidad de encontrarme un día con el príncipe de Condé en el campo de batalla y matarlo... Un cobarde se encargó después de cobrar mi deuda... La forma en que murió casi me hace olvidar mi odio... Le vi caído y lleno de sangre, entre varios soldados muertos; levanté su cadáver con mis propias manos y le cubrí con mi capa. Yo estaba ya afiliado a los católicos; mandaba un escuadrón de caballería y no podía abandonarlos. Felizmente, creo haber prestado bastantes servicios a mi antiguo partido. He procurado, en lo que de mí dependía y era posible, endulzar los rigores de una guerra religiosa, y he tenido la suerte de salvar la vida a muchos antiguos amigos.

—Oliverio de Basseville hace público en todas partes que te debe la existencia.

—Y aquí me tienes hecho un católico —dijo Jorge con voz ya bastante calmada—. Esta religión no va mal con mi temperamento, y me acomodo con facilidad a sus devociones... Mira este cuadro de la Virgen... Es el retrato de una cortesana de Italia. Las santurronas admiran mi piedad y se persignan delante de la pretendida virgen... Créeme... Estoy más a gusto con los curas que con los pastores protestantes... Puedo vivir a mis anchas sacrificándome muy poco en aras de la canalla clerical... ¿Que es necesario ir a misa? Pues voy de vez en cuando y veo caras bonitas de mujeres... ¿Que es preciso confesarme? ¡Pardiez!, conozco un admirable franciscano, el cual fue arcabucero de caballería, y que por un escudo me entrega un billete de confesión y comunión, y para que me salga más barato, él mismo se encarga de llevar cartitas mías a sus graciosas penitentes... De modo que... ¡vivan las misas! ¡Vivan las misas!

Mergy no pudo evitar una sonrisa.

—¡Mira! —siguió el capitán—. Éste es mi libro de oraciones.

Y le enseñó uno ricamente encuadernado con un estuche de terciopelo y una manecilla de plata...

—Es tan bueno como los que usáis para vuestros rezos.

Mergy leyó en el dorso: Libro de Horas.

—Es buena la encuadernación —dijo con cierto aire de disgusto, abandonando el libro.

El capitán le abrió y presentó a su hermano la primera página, que decía así: La vida muy horrenda del gran Gargantúa, padre de Pantagruel, escrita por M. Alcofribas, que sabe abstraer la quintaesencia.

—¡Háblame de este libro y no de esas cosas vuestras! —exclamó Jorge riendo—. Es para mí de mucha más importancia que todos los volúmenes teológicos de la biblioteca de Ginebra.

—El autor de este libro estaba repleto de saber; pero hizo muy mal uso de su sabiduría —añadió Bernardo.

Jorge se encogió de hombros y dijo:

—¡No dejes de leer este volumen, y ya me hablarás después!

Mergy tomó el libro, y transcurrido un instante de silencio, contestó:

—Creo que solamente un ilegítimo despecho de amor propio te ha llevado a realizar un acto del cual te arrepentirás algún día.

El capitán bajó la cabeza, y su mirada fija en la alfombra parecía observar curiosamente los dibujos.

—¡Ya está hecho! —dijo al fin, suspirando con angustia; y añadió en tono burlón y alegre—: Acaso llegue un día en que vuelva a oír sermones protestantes... Pero dejemos esto y prométeme no hablar de cosas tan aburridas.

—Espero que tus propias reflexiones surtan mejor efecto que todos mis discursos.

—¡Sea!... Pero ahora hablemos de nuestras cosas... ¿Qué proyectos temías al venir a la corte?

—Espero que mediante las recomendaciones que traigo para Coligny me admita entre los caballeros que van a acompañarle a la campaña de los Países Bajos.

—Muy mal pensado. No es gentil que un joven lleno de valor y ciñendo espada al cinto le entusiasme representar un papel de criado. Entra como voluntario en la guardia del rey o en mi escuadrón de caballería ligera... Harás la campaña como todos nosotros, sin hallarte sujeto a una disimulada servidumbre.

—No me agrada mucho la idea de entrar en la guardia del rey; y hasta siento cierta repugnancia... Preferiría ser soldado en tu escuadrón; pero nuestro padre quiere que haga mi primer campaña bajo las órdenes inmediatas del almirante.

—¡Ah! ¡Qué bien conozco a nuestros hugonotes! Siempre predicando la unión y los primeros en remover los antiguos rencores.

—¿Cómo?

—Sí; el rey es a vuestros ojos un tirano. ¿Qué digo? Ni siquiera un tirano: un usurpador. Después de la muerte de Luis XIII es Gaspar I vuestro único rey de Francia.

—¡Qué broma tan estúpida!

—De todos modos, lo mismo da que estés al servicio del príncipe Gaspar que del duque de Guisa. M. de Chatillon es un gran capitán y a su lado aprenderás bien el arte de la guerra.

—Hasta sus enemigos le estiman.

—Hay, sin embargo, en su vida cierto disparo de pistola que no le honra mucho.

—Ha probado su inocencia. Y, además, todos sus actos desmienten que pueda ser el cobarde asesino de Poltrot.

—¿Conoces el axioma católico Fenit cui profuit? Sin su pistoletazo se habría tomado Orleans.

—De todas maneras no habría sido sino un hombre menos en el ejército católico.

—¡Sí! ¡Pero qué hombre! ¿No has oído nunca estos dos malos versos, que valen tanto como vuestros salmos:


Mientras en Francia haya Merés
mereceréis la muerte, Guisas?


—Puerilidades ridículas, y nada más... Resultaría una pesada letanía si yo refiriese todos los crímenes de los Guisas... Para restablecer la paz en Francia, si yo fuese rey, haría lo siguiente: A los Guisas y a los Chatillons los metería en un saco de cuero, bien cosido y bien anudado, y atándoles cien mil libras de hierro para que no pudiesen escaparse y nadar, los arrojaría al agua..., y queda mucha gente a quien gustoso metería también en ese saco.

—Es una felicidad que no seas rey de Francia.

La conversación tomó un giro más alegre, se abandonaron los temas políticos y teológicos, y los dos hermanos se refirieron cuantas aventuras les habían ocurrido desde que estaban separados. Mergy fue lo bastante franco para no ocultar su historia de la posada; Jorge se rió mucho al enterarse en qué forma perdió los diez y ocho escudos y buen caballo alazán...

Se dejó escuchar el sonido de las campanas en una iglesia vecina.

—¡Pardiez! —exclamó el capitán—. Vamos a oír el sermón de la tarde. Te aseguro que no te aburrirás.

—Lo agradezco... Pero puedo asegurarte que no tengo gana alguna de convertirme.

—Vamos, hombre. Esta tarde predica el hermano Lubin. Es un franciscano que hace la religión muy divertida, y le va a escuchar una gran muchedumbre. Además, en la iglesia de Santiago debe hallarse hoy toda la corte. Es un espectáculo digno de verse.

—¿Estará también la condesa de Turgis? ¿Y tendrá el velo quitado?

—No puede faltar... Cuando te pongas en la fila de los caballeros, a la salida del sermón, no se te olvide ofrecerle agua bendita... Es ésa una de las más agradables ceremonias de la religión católica. ¡Cuántas manos lindísimas he estrechado y qué de cartitas deslicé con disimulo al ofrecer el agua bendita!

—¡No sé! Pero esa agua que tú llamas bendita me disgusta de un modo que creo no podré meter en ella los dedos por nada en el mundo.

El capitán le interrumpió con una carcajada. Los dos tomaron sus capas y se fueron a la iglesia de Santiago, llena ya de personas piadosas y elegantes.

V. El sermón

«Boca bien grande para todos los usos de la boca; habilísimo matador del tiempo; buen violador de misas por su medro; gran escamoteador de las vigilias... Para decirlo de una vez: compendio y resumen de todos los frailes frailunos de la frailería.»

Rabelais.


Cuando el capitán Jorge y su hermano atravesaban la iglesia para buscar un sitio cómodo y próximo al predicador, llamaron su atención unas carcajadas que se oían dentro de la sacristía. Entraron en ella y vieron a un hombre muy gordo, revestido con el hábito de San Francisco, de cara alegre y coloradota, que se hallaba charlando animosamente con media docena de muchachos jóvenes que tenían lujosos trajes.

—¡Vamos, muchachos, voy teniendo prisa! —dijo—. Dadme el tema para el sermón.

—Hablarnos hoy de las tretas que algunas señoras se traen con sus maridos —pidió uno de los jóvenes, en quien Jorge reconoció en seguida a Beville.

—La materia es rica, querido; convengo en ello. Pero ¿qué podré yo decir que supere al predicador de Pontoise, quien gritó en su sermón: «Voy a arrojar mi bonete a la cabeza de aquella de vosotras que haya puesto más cuernos a su marido»? No hubo una sola mujer en la iglesia que no se cubriese la cabeza con el manto en actitud de parar el golpe.

—¡Oh padre Lubin! —dijo otro muchacho—. No he venido al sermón sino para oíros hablar. Contadnos alguna cosa regocijante. ¿Por qué no predicáis sobre el pecado del amor, que es en la actualidad el más de moda?

—Será una moda para vosotros, caballeritos, que no tenéis arriba de veinticinco años; pero yo he cumplido hace tiempo los cincuenta, y a mi edad no se puede hablar de amor. Ya ni me acuerdo de ese pecado.

—No seáis hipócrita, padre Lubin; discurrís ahora sobre el amor tan bien como antes; si os conoceremos...

—Sí; predicad sobre la lujuria —añadió Beville—; todas las damas dirán que sois experto en la materia.

El franciscano respondió a esta afirmación con un guiño de ojos maliciosos, en el cual se advertía el placer y el orgullo que experimentaba al achacarle un vicio que supone juventud.

—No, no puedo predicar sobre ese tema, porque las señoras de la corte no querrían luego confesarse conmigo... si me encontraban demasiado severo... Si hablo sobre ello será tan sólo para demostrar que nos condenaremos para toda la existencia... por sólo un minuto de placer.

—¡Bien!... ¡Ah! ¡Ya está aquí el capitán! A ver, Jorge, si se te ocurre un asunto para el sermón. El padre Lubin se ha comprometido a predicar sobre cualquier tema que le indiquemos.

—Sí —contestó el fraile—. Pero concluid de una vez, porque ya debiera estar en el púlpito.

—Apostaría cualquiera cosa a que no os atrevéis a intercalar juramentos en el sermón —dijo Beville.

—¿Y por qué no, si me porfiáis mucho? —respondió osadamente el padre Lubin.

—Apuesto diez pistolas.

—¿Diez pistolas? Aceptado.

—Beville —dijo el capitán—, llevo la mitad en tu parte.

—No, no —contestó aquél—. Quiero ganarme solo el dinero del buen padre... Si él lanza los juramentos, no lloraré por mis diez pistolas. La cosa se lo merece.

—Os puedo anunciar que ya he ganado. Comenzaré mi sermón con tres juramentos. ¡Ah caballeritos! ¿Os figuráis que por llevar un espadón al cinto y una pluma en el sombrero sois los únicos que pueden lanzar interjecciones fuertes? ¡Ahora veréis cuán grande es vuestro engaño!

Y después de hablar así, abandonó la sacristía y subió al púlpito. Pronto reinó en la iglesia el más profundo silencio.

El predicador echó una mirada sobre la muchedumbre, dispuesta a escuchar su verbo; buscó con los ojos a Beville, y cuando le vio, frunció las cejas, puso una mano sobre la cadera y, en un tono de hombre arrebatado por la cólera, comenzó su sermón con las siguientes exclamaciones:

«Amados hermanos:

»¡Por la virtud!... ¡Por la muerte!... ¡Por la sangre!...» —y pegaba puñetazos sobre el púlpito.

Un murmullo de sorpresa e indignación interrumpió al predicador, o, más bien, reemplazó la pausa que él dejaba de intento.

«... de Dios —continuó el franciscano, substituyendo el tono iracundo por otro gangoso y clerical—, hemos sido salvados del infierno!»

Una carcajada general interrumpió el sermón por segunda vez... Beville sacó su bolsa y la sacudió con afectación delante del predicador, como confesando que había perdido.

«Pues bien, mis amados hermanos —prosiguió imperturbable el padre Lubin—, estaréis satisfechos, ¿verdad? Los hombres han sido salvados del infierno. Preciosas palabras. Supondréis vosotros que ya no nos queda más sino cruzarnos de brazos e irnos a divertir. Nos hemos librado del horroroso fuego del infierno, y respecto al del purgatorio, que no es, comparado con el otro, sino fogata de candelas, nos podremos curar con el ungüento de una docena de misas. Pues ¡a comer!, ¡a beber!, ¡a divertirnos!

»¡Oh! ¡Qué endurecidos pecadores estáis hechos! Pero —y es el padre Lubin quien os lo dice— no contáis con la huéspeda.

»Os atrevéis a creer, caballeros heréticos, hugonotes y hugonotizantes, que sólo para librarnos del infierno fue nuestro Salvador crucificado? ¡Qué enorme tontería! ¿Por semejante canalla iba a derramar su preciosa sangre? Eso sería arrojar margaritas a puercos, y no olvidemos que Nuestro Señor precipitó en el mar dos mil puercos. Et ecce impetu abiit totus grex praeceps in mare. ¡Buen viaje, señores puercos! ¡Y pueden todos los herejes tomar el mismo camino!»

Al llegar a este punto, el orador tosió y se detuvo un momento para dirigir una mirada sobre los fieles y juzgar el efecto que producía su elocuencia... Luego prosiguió:

«De modo, señores hugonotes, que convertirse pronto... y muy pronto; si no, es imposible que os libréis de los tormentos infernales. Dad la espalda los pecadores y gritad conmigo: ¡Viva la misa!

»Y vosotros, mis amados hermanos los católicos, que os frotáis las manos satisfechos pensando en las delicias del paraíso..., pues, con franqueza, hermanos: el paraíso está a más distancia de la corte donde vivís en pleno paraíso, que desde San Lázaro a la Puerta de San Dionisio, aun tomando por el atajo.

»La virtud, la muerte, la sangre de Dios os han librado del infierno... Sí, os libran del pecado original, de acuerdo. Mas ¡ay de vosotros si Satanás os atrapa! Circuit quaerus quem devoret.

»¡Oh mis amados hermanos! Satanás es un esgrimidor más experto que Juan el Grande, Juan el Pequeño y el Inglés, y son terribles sus asaltos.

»En cuanto nos quitamos los sayos y las botas de campana y estamos en momento propicio de pecar mortalmente, Satanás nos lleva a los Pré-aux-Clercs de la existencia eterna. Las armas con que nos defendemos son los divinos sacramentos; él lleva al combate todo un arsenal, que lo constituyen nuestros pecados, a la vez armas ofensivas y defensivas.

»Me parece verle entrar al duelo en campo cerrado, con la Gula sobre la tripa, sirviéndole de coraza, y empleada por la Pereza; en su cintura conduce la Lujuria, que es una espada muy peligrosa; la Envidia es la daga; el Orgullo se le coloca en la cabeza, como un soldado el almete; en sus bolsillos guarda la Avaricia, para aprovecharse de ella cuando tenga necesidad, y la Ira, con todas las injurias, hijas suyas, la tiene siempre en la boca; nuestro enemigo viene armado, como veis, hasta los dientes.

»Cuando da Dios la señal, no dice Satanás las palabras corteses de los duelistas bien educados: 'Caballero, ¿estáis en guardia?' Se tira a fondo sobre los buenos cristianos, con la cabeza baja, y sin decir oste ni moste. El cristiano, si advierte que va a recibir una estocada en medio del estómago, puede pararla por medio de la Templanza

Al llegar este momento de su sermón, el predicador, para que se entendiesen mejor sus imágenes, asió un crucifijo y comenzó a esgrimirle como si fuera una espada, tirándose a fondo, marcando paradas, sin olvidarse de romper y marchar, lo mismo que haría un maestro de esgrima para explicar un golpe difícil.

«Satanás se retira para descargar una finta con la Ira; luego hace otra muy astuta con la Hipocresía, y de repente os lanza una estocada armada del Orgullo... El cristiano para el primer golpe con la Paciencia y los otros con la Humildad... Satanás, irritado, acomete esgrimiendo la Lujuria; pero también puede este ataque dominarse con las Mortificaciones. Se ve perdido el enemigo e intenta echaros la zancadilla con la Pereza y arremeter a puñaladas con la Envidia, mientras prepara para entrar en el combate a la Avaricia como arma suprema. Entonces es cuando necesitáis tener buen ojo. Con el Trabajo os libraréis de la zancadilla que tiende la Pereza; de la puñalada de la Envidia, con el Amor al prójimo —parada muy difícil, amados hermanos—, y respecto a la estocada de la Avaricia, sólo podrá eludirse con la Caridad.

»Pero, queridos hermanos: ¿cuántos puede haber entre vosotros que, acometidos por un poderoso enemigo, unas veces en tercera y otras en cuarta, con puntas y con filo, tengan siempre prevenidas las respuestas a las estocadas del enemigo? A más de un campeón he visto caer a tierra, y entonces, si rápido no apela a la Contrición, está perdido para siempre. Este supremo medio defensivo es necesario usarle más tarde o más temprano... Muchos de vosotros creéis que para un pecadillo siempre habrá tiempo de confesarlo... Pero, ¡ay!, por desgracia, hermanos, yo he visto a muchos moribundos que querían decir su pecado; pero como les faltaba la voz..., su alma se la llevó el diablo.»

El hermano Lubin continuó todavía algún tiempo haciendo gala de elocuencia; y cuando abandonó el púlpito, un amante del bien hablar habría anotado que el sermón, el cual duró una hora justa, contenía treinta y siete símiles más, parecidos a los anteriores. Católicos y protestantes, aplaudieron al predicador, que permaneció algún tiempo al pie del púlpito, rodeado de una muchedumbre solícita, compuesta por gentes que acudían de todas partes de la iglesia para ofrecer sus felicitaciones al franciscano.

Durante el sermón, Mergy preguntó varias veces dónde estaba la condesa de Turgis; inútilmente su hermano la había buscado con los ojos... O la bella señora no estaba en la iglesia, o se ocultaba de sus admiradores en algún rincón escondido.

—Quisiera —dijo Mergy, saliendo— que todas las personas que han oído este absurdo sermón escucharan las simples exhortaciones de nuestros pastores.

—Mira a la condesa de Turgis —le dijo en voz baja el capitán, apretándole el brazo.

Mergy volvió la cabeza y vio pasar con la rapidez de un relámpago por el atrio obscuro a una mujer lujosamente vestida, que conducía de la mano un hombre joven, rubio, delgado, de rostro afeminado y de aspecto delicaducho, y cuyo atavío era de una negligencia tal vez estudiada... La muchedumbre abría paso ante ellos con un azoramiento no exento de terror... El caballero era el terrible Comminges.

Mergy apenas si tuvo tiempo de mirar a la condesa. No podía darse cuenta de sus rasgos fisonómicos, y, sin embargo, esa mujer le había hecho una gran impresión... Y Comminges le era extremadamente antipático, sin poder explicarse los motivos... Se indignaba de ver a un hombre tan débil en apariencia y ya poseedor de tanto renombre.

«Si la condesa —pensó— se atreviera a amar a cualquiera de éstos, Comminges lo mataría. Ha jurado matar a cuantos ame esa mujer...»

Y se llevó la mano involuntariamente al puño de su espada; pero pronto se avergonzó de tal arrebato.

«¿Qué me importa, después de todo? —se dijo—. No le envidio su conquista, a la cual no he podido ni ver.»

A pesar de estas ideas, el encuentro le había dejado una impresión penosa y durante el camino desde la iglesia a casa de su hermano guardó silencio.

Encontraron la cena servida. Mergy comió poco, y en cuanto quitaron la mesa, mostró deseos de volver a su hostería. El capitán le permitió que marchase; pero con la promesa de que volviera al día siguiente para establecerse en la casa de modo definitivo.

No hay necesidad de decir que Mergy encontró en casa de su hermano dinero, un caballo, etc., y además el conocimiento de un sastre de la corte y de un popular comerciante de la aristocracia, donde todo joven que deseaba ser bien visto de las damas debía comprar sus guantes, sus gorgueras a la confusión, y sus zapatos llamados en aquel tiempo de puente levadizo, que eran entonces las prendas más a la moda...

La noche estaba muy obscura, y Bernardo volvió a su posada en compañía de los lacayos de Jorge, armados de espadas y pistolas, porque las calles de París, después de las ocho de la noche, eran entonces más peligrosas todavía que lo es en la actualidad el camino de Sevilla a Granada.

VI. Un jefe de partido

«Jocky of Norfolk he not too bold, for Dickon thy master is bought and sold.»

(Shakespeare: Ricardo III.)


Bernardo de Mergy, al regresar a la humilde posada, miró con tristeza a su estancia vieja y lóbrega. Cuando comparó en su espíritu las paredes del cuarto —en otro tiempo primorosamente enjalbegadas y ahora ennegrecidas— con las brillantes tapicerías de seda de la habitación que acababa de abandonar; cuando recordó la bonita virgen italiana, y en lugar de ella veía sobre su lecho una viejísima imagen de santo, penetró en su cerebro una idea bastante vil. Todo aquel lujo, aquellas elegancias, los favores de las damas, la protección del rey, tantas cosas gratísimas, no le habían costado a Jorge sino una sola palabra, y una palabra bien fácil de pronunciar, pues era suficiente que saliera de los labios, sin que para nada se interrogase el fondo del corazón. Pronto se presentaron a su memoria los nombres de varios protestantes que el abjurar su religión les produjo grandes honores, y como el diablo hace un arma de cualquiera cosa, recordó la parábola del hijo pródigo para deducir esta moralidad extraña: que a un hugonote converso le tiene que ir mejor que a un católico perseverante.

Estos pensamientos, que se reproducían en todas formas y que le obsesionaban a pesar suyo, empezaban a proporcionarle disgusto. Tomó una Biblia de Ginebra que había pertenecido a su madre, y leyó durante algún tiempo. Más calmado entonces, dejó el libro, se metió en la cama y, antes de cerrar los ojos, se hizo interiormente el juramento de vivir y morir dentro de la religión paterna.

Mas a pesar de la lectura y el juramento, no podía olvidarse de las aventuras de la tarde. Veía las cortinas de seda púrpura, la vajilla de oro; luego se le presentaban las mesas derribadas, las espadas brillando, y la sangre que corría mezclada con el vino. Después, y en ese estado intermedio entre la vigilia y el sueño, se le apareció la pintada virgen italiana saliendo de su marco y bailando, delante de él. Quería fijar los rasgos de su cara en la memoria, y entonces sólo percibía un velo negro... ¡y aquellos ojos de un azul intenso y aquel cutis tan blanco que a través del velo advirtió un instante!... El velo caía, al fin, y aparecía una figura celeste, pero sin contornos fijos; era como la imagen de una ninfa surgiendo de un agua turbia. Involuntariamente bajó los ojos; pero presto los levantó, al no aparecer ante ellos sino la silueta del terrible Comminges con una espada ensangrentada en la mano...

Mergy se levantó pronto, y marchó en seguida a casa de su hermano para dejar su ligero equipaje. Rehusó por el momento visitar en su compañía las curiosidades de la ciudad, y se marchó solo al palacio de Chatillon para presentar al almirante las cartas donde le recomendaban.

Encontró la casa obstruida por una muchedumbre de criados y caballos, entre los cuales se abrió camino a duras penas, hasta llegar a una enorme antecámara repleta de escuderos y pajes, que aunque no tenían más armas que sus espadas, formaban una imponente guardia del almirante. Un ujier vestido de negro echó una mirada sobre la gorguera de Mergy y sobre una cadena de oro que su hermano le había prestado, y al ver este atavío lujoso, no tuvo inconveniente en introducirle en la habitación donde se hallaba su amo.

Señores, caballeros, pastores evangélicos, en número de más de cuarenta personas, todos en pie y con la cabeza descubierta y en una actitud respetuosa, rodeaban al almirante, que se hallaba vestido todo de negro y con gran sencillez. Era alto de estatura, pero algo encorvado, y las fatigas de la guerra habían impreso en su frente más arrugas que los años. Sobre su pecho caía una luenga barba blanca. Sus mejillas, ya de natural hundidas, le parecían ahora más a causa de una herida que le dejó una enorme cicatriz que apenas si podía tapar el largo bigote. En la batalla de Montcontour un pistoletazo le había horadado el carrillo, perdiendo varios dientes y muelas. La expresión de su fisonomía era más bien triste que severa, y podría asegurarse que después de la muerte del bravo Dandelot ninguno le había visto sonreír. Estaba en pie con la mano apoyada en una mesa cubierta de mapas y planas, en medio de los cuales había una enorme Biblia en 4.º Algunos mondadientes esparcidos entre los mapas recordaban una costumbre de la cual con frecuencia se le hacía burla. En la mesa trabajaba un secretario, escribiendo cartas, que entregaba luego al almirante para la firma.

A la vista de este grande hombre, que para sus correligionarios era más que un rey, pues reunía en una sola persona las cualidades del héroe y del santo, Mergy se sintió acometido de un respeto tal, que involuntariamente llevó una rodilla a tierra. El almirante, sorprendido y molesto por tan excesiva veneración, le hizo señas de que se levantara, tomó con cierta negligencia la carta que le entregaba el joven entusiasta y lanzó una mirada sobre las armas del sello.

—Es de mi antiguo camarada el barón de Mergy —dijo—, y vos, caballero, se le parecéis tanto que no dudo seáis su hijo.

—Señor, mi padre hubiera deseado venir en persona a ofreceros sus respetos; pero su avanzada edad no se lo permite.

—Caballeros —dijo Coligny, después de haber leído la carta, volviéndose hacia las personas que le rodeaban—, os presento el hijo del barón de Mergy, el cual se halla a más de doscientas leguas de nosotros. Parece que no nos faltarán voluntarios para la campaña de Flandes. Os pido, señores, vuestra amistad para este caballero. Todos tenéis a su padre en la más alta estimación.

Pronto recibió Mergy a la vez abrazos y felicitaciones.

—¿Habéis guerreado ya, Bernardo? —preguntó el almirante—. ¿Habéis escuchado el ruido que produce el fuego de los arcabuces?

Mergy respondió, poniéndose muy encarnado, que todavía no había tenido la dicha de pelear en defensa de la religión.

—Se os debe felicitar más bien, caballero, de no haberos visto obligado a derramar la sangre de vuestros conciudadanos —dijo, Coligny en tono grave—. Gracias a Dios —añadió suspirando—, la guerra civil ha concluido; ¡la religión es libre! y constituye una dicha para nosotros que no tengamos que sacar nuestras espadas sino contra los enemigos del rey y de la patria.

Después, golpeando la espalda del joven, prosiguió:

—Estoy seguro de que no desmentiréis vuestra sangre. Según la intención de vuestro padre, prestaréis servicio al lado mío, y cuando peleemos con los españoles os haré portaestandarte, y pronto seréis teniente de mi regimiento.

—¡Os juro —exclamó Mergy en tono resuelto— que al primer encuentro con el enemigo me haréis teniente, o mi padre habrá perdido a su hijo!

—Bien, bravo muchacho; habláis como hablaría vuestro, padre.

Y después, dirigiéndose a su intendente, añadió:

—Aquí tenéis a Samuel. Si necesitáis dinero para el equipo, os lo proporcionará.

El intendente se inclinó delante de Mergy, que, avergonzado, dio las gracias, rehusando la oferta.

—Mi padre y mi hermano —dijo— proveen con largueza mis necesidades.

—¿Vuestro hermano?... El capitán Jorge Mergy, que después de las primeras guerras abjuró de su religión?

Mergy bajó tristemente la cabeza; algo murmuraron sus labios; pero la respuesta no se entendió.

—Es un bravo soldado —prosiguió el almirante—; ¿pero para qué sirve la valentía sin el temor de Dios? Joven, en vuestra familia tenéis ejemplos a imitar y otros a eludir.

—Procuraré parecerme a mi hermano en sus acciones gloriosas..., pero no en su apostasía.

—¡Bien, Bernardo! Venidme a ver con frecuencia y consideradme como un buen amigo. París no puede ser para vos un espejo de buenas costumbres; mas yo espero llevaros muy pronto adonde se puede conquistar la gloria.

Mergy se inclinó respetuosamente y se retiró al círculo de señores que rodeaban al almirante.

—Caballeros —dijo Coligny, reanudando la conversación que la llegada de Bernardo había interrumpido—, de todas partes recibo excelentes noticias. Los asesinos de Ruen han sido castigados...

—Pero los de Tolosa, no —dijo un viejo pastor, de rostro sombrío y fanático.

—Estáis completamente equivocado, señor. La noticia me la dieron hace un instante. En Tolosa se halla establecido ya el tribunal de justicia, de nuestro partido. Cada día me da el rey fidedignas pruebas de que la justicia es igual para todos.

El viejo pastor sacudió la cabeza con aire incrédulo.

Un anciano de barba blanca, vestido de terciopelo negro, exclamó:

—¡La justicia es la misma, sí! A los Chatillon, los Montmorency y los Guisas, todos juntos, quisieran Carlos y su digna madre derribarlos de un solo golpe.

—Hablad más respetuosamente del rey, M. de Bonissan —dijo Coligny, en tono severo—. Olvidaos, olvidaos de los antiguos rencores. Hasta ahora nada nos dice que los viejos católicos practiquen peor que nosotros el divino precepto que nos manda olvidar las injurias.

—¡Por los huesos de mi padre! Les es más fácil que a nosotros —murmuró Bonissan—. A quien le han martirizado veintitrés parientes no puede exigírsele que lo olvide con facilidad.

Y continuó hablando en el mismo tono hosco hasta que le interrumpió la llegada de un viejo andrajoso, de cara repulsiva y con una capa muy usada, que entró en la sala y, rápido, entregó un papel sellado a Coligny.

—¿Quién eres? —dijo éste sin romper el sello.

—Uno de vuestros amigos —respondió el viejo con voz ronca.

Y se marchó inmediatamente.

—Yo he visto a este hombre salir esta misma mañana del palacio de Guisa —dijo un caballero.

—Es un hechicero —dijo otro.

—Un envenenador —afirmó un tercero.

—El duque de Guisa le envía para envenenar al almirante.

—¿Envenenarme? —preguntó el almirante—, ¿envenenarme con una carta?

—¡Recordad los guantes de la reina de Navarra! —exclamó Bonissan.

—No creo en el veneno de los guantes ni en el de las cartas... De lo que estoy seguro es de que el duque de Guisa no puede cometer una cobardía.

Iba a abrir la carta, cuando Bonissan se lanzó sobre él, y agarrándole una mano, exclamó:

—¡No la rompáis, por Dios, que saldrá de ella un veneno mortal!

Todos los presentes rodearon al almirante, que hacía grandes esfuerzos para librarse de Bonissan.

—¡Veo salir un vapor ligero de la carta! —exclamó uno.

—¡Dejadla! ¡Dejadla! —fue el grito general.

—¡Pero parecéis locos! ¿Me queréis soltar? —dijo el almirante, contendiendo con sus cortesanos.

Y durante la especie de lucha que había sostenido, el papel cayó al suelo.

—¡Samuel, amigo Samuel! Mostraos como servidor leal —exclamó Bonissan—. Abrid esa carta y no la entreguéis a vuestro señor sino cuando os halléis seguro de que no contiene nada sospechoso.

La comisión no parecía ser muy del gusto del intendente. Sin titubear, Mergy recogió la carta y rasgó el sello. En el acto se encontró aislado de todos los caballeros, que se habían echado atrás como si estallase una mina dentro del aposento... Pero no salía ningún vapor maligno; no se oyó ni un estornudo... Un papel muy sucio y unas cuantas líneas de escritura era todo lo que contenía el terrible documento.

Las mismas personas que fueron las primeras en separarse temerosas, fueron también las que más pronto se aproximaron riendo al advertir que no existía nada peligroso.

—¿Qué significa esta impertinencia? —exclamó colérico Coligny, desembarazándose de Bonissan—. ¡Atreverse a abrir una carta que me está dirigida!

—Señor almirante: si por acaso este papel hubiera contenido algún veneno suficientemente sutil para que perdierais la vida, era preferible que fuese la víctima un hombre como yo, y no vos, cuya existencia es preciosa para la causa de nuestra religión.

Se escuchó un murmullo admirativo; Coligny estrechó con cariño la mano del joven, y después de un instante de silencio, dijo:

—Ya que has abierto la carta, lee en voz alta su contenido.

Y Mergy leyó estas líneas:

«El cielo está esclarecido al Occidente de resplandores sangrientos. Algunas estrellas han desaparecido del firmamento y espadas ardiendo han sido vistas en los aires. Es necesario ser ciego para no comprender lo que presagian esos signos. Gaspar, ciñe tu espada, calza tus espuelas, o, en caso contrario, dentro de pocos días los grajos se repartirán tu carne.»

—Al decir los grajos designa a los Guisas —dijo Bonissan.

El almirante se encogió de hombros con desdén y todo el mundo guardó silencio, pues era evidente que la profecía había hecho cierta impresión en la asamblea.

—¡Cuánta gente hay en París que no se ocupa más que de tonterías! —dijo fríamente Coligny—. Lo menos existen diez mil pícaros cuyo solo oficio es el de predecir lo futuro.

—El aviso, tal como viene, no es, sin embargo, de despreciar —dijo un capitán de infantería—. El duque de Guisa ha dicho públicamente que no dormirá tranquilo hasta que no os dé una estocada en el vientre.

—¡Y le será muy fácil a un enemigo llegar hasta vos! —añadió Bonissan—. En vuestro lugar, no iría al Louvre sino acorazado.

—¡Vamos, camaradas! —respondió el almirante—. Creed que no es tan fácil que se dirijan los asesinos a viejos soldados como nosotros. ¡Si tienen más miedo de uno que uno de ellos!

Habló después durante algún tiempo de la campaña de Flandes y de asuntos religiosos; varias personas le entregaron memoriales para que los remitiera al rey; a todos los suplicantes les recibía con bondad, dirigiendo a cada uno palabras afectuosas. Sonaron las diez, y pidió su sombrero y sus guantes para marcharse al Louvre. Algunos de los caballeros le suplicaron permiso para retirarse, y otros muchos le acompañaron con objeto de servirle a la vez de guardia y de cortejo.

VII. Un jefe de partido (continuación)

En cuanto volvió a ver el capitán a su hermano le dijo:

—¿Qué? ¿Has hablado con Gaspar I? ¿Cómo te ha recibido?

—Con una bondad que no olvidaré nunca.

—Me alegro mucho.

—¡Oh Jorge! ¡Qué hombre!

—¿Qué hombre? Un hombre como casi todos, que tienen un poco más de ambición y de paciencia que mis lacayos..., sin hablar de la diferencia de origen... El nacimiento de M. de Chatillon ha hecho mucho en favor suyo.

—¿Y fue su nacimiento el que le ha enseñado el arte de la guerra y le ha hecho el primer capitán de nuestro tiempo?

—No, sin duda; pero su mérito no ha evitado que le derrotasen siempre... ¡Bah! ¡Dejemos esto!... Hoy has conocido al almirante. ¡Muy bien! A tal señor, tal honor... Te convenía comenzar a hacer la corte a M. de Chatillon... Ahora, dime: ¿quieres venir mañana de caza? Te presentaré a una persona que merece ser conocida: a Carlos, rey de Francia.

—¿Que iré a la cacería real?

—Sin duda, y en ella verás a las más bonitas damas y a los mejores caballos de la corte. La cita es en el castillo de Madrid, adonde debemos ir temprano. Te cedo mi caballo tordo y te aseguro que no necesitarás usar las espuelas para estar siempre al lado de los perros.

Un lacayo entró en la habitación y entregó a Mergy una carta que acababa de traer un paje del rey. Mergy la abrió y su sorpresa fue tanta como la de su hermano, al encontrarse con un título de teniente. El sello real estaba agregado al pergamino y el nombramiento venía extendido en buena forma.

—¡Demonio! —gritó Jorge—. Vaya un favor repentino e inesperado. ¿Pero cómo Carlos IX, que no sabe que existes en el mundo, te envía un título de teniente?

—Creo deberle el favor al almirante —dijo Mergy, y refirió a su hermano la historia de la carta misteriosa que había abierto con tanta valentía. El capitán se rió mucho de la aventura, y sin piedad alguna hizo burlas de su hermano.

VIII. Diálogo entre el lector y el autor

—¡Ah! Señor autor: qué ocasión más bonita se os presenta para trazar retratos literarios. ¡Y qué retratos! Nos vais a llevar al castillo de Madrid, en medio de los esplendores de la corte. ¡Y qué corte tan magnífica! ¿Nos quiere usted describir esa corte francoitaliana? Procure mostrarnos, uno después de otro, todos los caracteres que la distinguen... ¡Cuántas cosas vamos a aprender! ¡Y qué interesante va a resultarnos pasar una jornada en compañía de tan principales personajes!

—¡Ay! Señor lector; ¿qué me pedís? Yo quisiera tener suficiente talento para escribir una historia de Francia; entonces no narraría cuentos. Pero, decidme, amigo; ¿por qué queréis hacer conocimiento con gentes que no desempeñan un papel importante en mi novela?

—¿Pero habéis cometido la grande injusticia de no concederles un primer puesto? ¡Cómo! ¡Nos trasladáis al año 1572 y pretendéis esquivar los retratos de tantos hombres renombrados! ¡Vamos! No debéis dudar. Comenzad. Os voy a dar hecha la primera frase: La puerta del salón se abre y se ve aparecer...

—Pero, querido lector, si en el castillo de Madrid no había ningún salón. Los salones...

—¡Bien! El grande aposento estaba lleno de una muchedumbre..., etc., entre la cual se distinguían...

—¿Quiénes quiere usted que se distingan?

—¡Pardiez! Primo, Carlos IX.

Secundo?

—¡Alto! Describamos antes su traje; después trace su retrato físico, y, por último, su retrato moral. Es el camino que actualmente siguen todos los novelistas.

—¿Su traje? Está vestido de cazador, con una corneta de caza que cuelga de su cuello.

—Sois muy breve.

—Respecto a su retrato físico... Esperad... Creo que le conoceríais mejor yendo a ver su cuadro al museo de Angulema. Se halla en la segunda sala, número 98.

—Pero, señor autor, vivo fuera de París. ¿Pretendéis que haga un viaje nada más que por ver el busto de Carlos IX?

—¡Bueno! Pues figuraos un hombre joven, bastante bien proporcionado de líneas, aunque con la cabeza algo hundida en las espaldas; el cuello, tendido, le obliga a presentar con torpeza la frente hacia adelante; los labios son delgados y largos y acentuadísimo el superior; la tez es descolorida, y sus grandes ojos verdes parecen no mirar nunca a la persona con la cual conversa. No creáis, sin embargo, que en su mirada pueda leerse estas dos terribles palabras: San Bartolomé, ni nada semejante. Su expresión es más bien estúpida e inquieta que dura y feroz. Os le podréis representar a la perfección al acordaros de algún inglés joven que hayáis visto entrar en un gran salón donde todo el mundo está sentado. Le veréis atravesar una fila de damas, que guardan silencio cuando pasa. Enganchándose en el traje de una, chocando con la silla de otra, a duras penas podrá llegar hasta el sitio donde se encuentra la dueña de la casa, y sólo entonces podrá advertir que al descender del coche se ha manchado el traje de barro... ¿No habéis visto nunca estas caras azoradas?... Acaso vos mismo la habéis contemplado en vuestro espejo antes que los usos del gran mundo os hayan dado un dominio completo de las formas sociales.

—¿Y Catalina de Médicis?

—¿Catalina de Médicis? ¡Diablo! No pensaba en ella. Creo que es la última vez que voy a escribir su nombre. En aquel tiempo era una mujer gruesa, pero todavía frescachona, bastante bien conservada para su edad. Su nariz era muy abultada y sus labios apretados como las personas que sienten los primeros efectos del mareo marítimo... Los ojos los tenía siempre a medio cerrar, y bostezaba a cada momento, diciendo con el mismo tono: ¡Ah! ¿Quién me librará de este odioso bearnés? Magdalena, da leche azucarada a mi perrito napolitano.

Pero precisa decir algunas palabras de más importancia. Catalina acababa de hacer envenenar a Juana de Albret, al menos el rumor público lo aseguró, y todo lo aparentaba.

—Nada de eso... Y si se asegura que existía tal apariencia, ¿dónde está el astuto disimulo que tanto se mienta?

—¿Y Enrique IV? ¿Y Margarita de Navarra? Mostradnos a Enrique, bravo, galante y bueno sobre todo. Margarita desliza un billete en la mano de un paje, mientras que, por su parte, Enrique enamora a una dama de la corte de Catalina.

—Respecto a Enrique IV, nadie podía adivinar en aquel muchacho aturdido al héroe y al futuro rey de Francia. Olvida a su madre a los quince días de su fallecimiento. Habla como un caballerizo, metido en una conversación sobre la cacería del ciervo. Os hago grada de su retrato, sobre todo si, como espero, no sois cazador.

—¿Y Margarita?

—Estaba un poco indispuesta y no salía de su cámara.

—Bonita manera de evitar dificultades. ¿Y el duque de Anjou? ¿Y el príncipe de Condé? ¿Y el duque de Guisa? ¿Y Tavannes, Rets, La Rochefoucauld, Teligny? ¿Y Thoré? ¿Y Méru? ¿Y tantos otros?

—Los conocéis mejor que yo. Os voy a hablar de mi amigo Mergy.

—¡Ah! Advierto que no voy a encontrar en vuestra novela lo que buscaba.

—Mucho lo temo.

IX. El guante

«Cayose un escarpín de la derecha
mano, que de la izquierda importa poco,
a la señora Blanca, y amor loco
a dos fidalgos disparó la flecha.»

(Lope de Vega: El guante de doña Blanca.)


La corte estaba en el castillo de Madrid. La reina madre, rodeada de sus damas, esperaba en su cámara que el rey viniese a desayunar con ella, antes de montar a caballo. El rey, seguido de los príncipes, atravesó lentamente una galería donde aguardaban cuantos debían acompañarle a la cacería. Oía con distracción las flores de los cortesanos y contestaba con brusquedad. Al pasar delante de los dos hermanos, el capitán hincó la rodilla y presentó al nuevo teniente. Mergy se inclinó con gran respeto y dio gracias a su majestad por el honor que acababa de recibir sin merecerlo.

—¡Ah! ¿Sois vos el caballero de quien me ha hablado mi señor, el almirante? ¿El hermano del capitán Jorge?

—Sí, señor.

—¿Sois católico o hugonote?

—Señor, soy protestante.

—No lo he preguntado más que por curiosidad, pues me importa un ardite la religión que tengan los que me sirven bien...

El rey, después de pronunciar estas palabras memorables, entró en busca de la reina.

Un enjambre de mujeres pululaban por la galería, pareciendo enviadas para que perdiesen la paciencia los caballeros. No quiero hablar sino de una sola de las beldades de una corte fértil en bellezas; me refiero a la condesa de Turgis, que desempeña un gran papel en nuestra historia. Se había puesto un traje de amazona, a la vez ligero y galante, y no llevaba el odioso velo. Su tez de una blancura deslumbradora, pero uniformemente pálida, hacía resaltar sus cabellos negro azabache; las cejas arqueadas, que por la extremidad se tocaban ligeramente, comunicaban a su fisonomía un aire de dureza, o más bien de orgullo, sin quitar ninguna gracia al conjunto de los rasgos. En sus grandes ojos azules no se observaba sino una expresión de fiereza peligrosa, y en una conversación animada se veía pronto que sus pupilas se engrandecían y dilataban como las de un gato; sus miradas quemaban como el fuego, y era muy difícil, hasta para un habituado hombre de mundo, sostener algún tiempo la acción mágica de sus ojos.

—¡La condesa de Turgis! ¡Qué bonita está hoy! —murmuraron los cortesanos, procurando acercarse para verla mejor.

Mergy, que se encontraba a su paso, quedó tan encantado de aquella belleza, que permaneció inmóvil, y no se le ocurrió volver a la fila para dejar camino hasta que tocaron su justillo las enormes mangas de seda de la condesa.

Notó ella esta emoción, acaso con placer, y se dignó fijar un instante sus bellos ojos sobre los de Mergy, que bajó los suyos rápidamente, mientras sus mejillas se cubrían de púrpura. La condesa sonrió, y al pasar dejó caer uno de sus guantes al lado de nuestro héroe, que, inmóvil, azorado, no pensó en recogerlo. Pronto un hombre joven y rubio —no podía ser otro que Comminges—, que se encontraba detrás de Mergy, le empujó con rudeza para adelantársele, y asiendo el guante, y después de besarlo con respeto, lo entregó a la de Turgis. Ésta, sin dar las gracias, se volvió a Mergy, a quien contempló un instante con expresión de desprecio; luego llamó a su lado al capitán Jorge.

—¡Capitán! —dijo en voz alta—. ¿Quién es ese pazguato? Seguramente que será hugonote, a juzgar por su cortesía.

Una carcajada general acabó de desconcertar al desgraciado Mergy.

—Es mi hermano, señora —respondió Jorge un poco más bajo—. No lleva en París más que tres días; pero os juro por mi honor que no es tan torpe como lo era Lannoy antes de que os encargaseis de educarlo.

La condesa pareció molestada.

—Capitán, ésa es una fea galantería. No habléis mal de los muertos. Venid. Dadme la mano. Os tengo que hablar de una dama que no está muy contenta de vos.

Jorge tomó respetuosamente su mano y la condujo hacia un alejado rincón de una ventana, y al marchar lanzó ella otra mirada sobre Mergy.

Deslumbrado todavía por la aparición de la condesa, a la que tenía miedo de ver, por lo cual continuaba con los ojos fijos en el suelo. Mergy sintió que le golpeaban cariñosamente en la espalda. Al volverse se encontró con el barón de Vandreuil, que, agarrándole de la mano, le separó de los cortesanos para poder hablar sin ser interrumpido.

—Mi querido amigo —dijo—, no conocéis todavía nuestras costumbres, y quizá ignoréis cómo debéis de conduciros.

Mergy le miró con aire de asombro.

—Vuestro hermano está ocupado y no puede aconsejaros; si lo permitís, le reemplazaré yo.

—No sé, caballero; no sé...

—Habéis sido gravemente ofendido, y al ver esta actitud pasiva, creo que no pensáis en buscar los medios de venganza.

—¿Vengarme? ¿De qué? —preguntó Mergy, rojo hasta en el blanco de los ojos.

—¿No os ha tropezado Comminges hace un momento con rudeza? Toda la corte ha presenciado la ofensa y espera un acto de vuestra energía.

—Pero —dijo Mergy— en una galería donde hay tanta gente nada tiene de extraño que alguno me haya tropezado involuntariamente.

—Caballero de Mergy, no tengo el honor de ser antiguo amigo vuestro; pero lo es vuestro hermano, y él os podrá decir que yo practico, tanto como me es posible, el divino precepto de olvidar las injurias. Por lo tanto, no quisiera meteros en una contienda; pero al mismo tiempo creo que mi deber es deciros que Comminges no os ha tropezado por inadvertencia. Lo ha hecho para afrentaros, y si no os tropieza habría buscado otra ofensa. Después, al recoger el guante de la de Turgis, usurpó un derecho que no correspondía más que a vos. El guante se hallaba a vuestros pies; ergo a vos sólo correspondía recogerlo y entregarlo. Además, mirad al final de la galería y hallaréis a Comminges que os muestra con el dedo y se burla de vos.

Mergy volvió la cabeza y advirtió a Comminges rodeado de cuatro o cinco señores, a quienes contaba riendo alguna cosa que parecían oír con mucha curiosidad. Nada probaba que se tratase de Bernardo; pero ante la afirmación de su caritativo consejero, sintió nuestro héroe que se agitaba una violenta cólera en su corazón.

—Iré a buscarle después de la cacería —dijo— y le hablaré del asunto.

—¡Oh! No demoréis nunca una resolución, y tened en cuenta que ofendéis menos a Dios llamando a vuestro adversario inmediatamente después de la injuria que haciéndolo cuando ha habido tiempo de reflexionar. En un momento de arrebato —que no es más que un pecado venial— se debe provocar a un enemigo, y si se bate uno pronto no se comete un pecado muy grande. Pero olvido que estoy hablando a un protestante. Creedme, sin embargo, que os conviene llamarle en seguida.

—¿Supongo que no se negará a darme las excusas que merezco?

—En eso, querido amigo, estáis equivocado. Comminges no ha dicho nunca: «Perdón; he sido injusto.» Pero es un hombre muy galante y os dará una satisfacción.

Mergy hizo esfuerzos para dominarse y adoptar un aire de indiferencia.

—Si he sido insultado me dará la satisfacción; cualquiera que sea, yo sabré exigirla.

—Muy bien; sois un bravo. Me gusta veros tan audaz, tanto más que no ignoráis que Comminges es una de nuestras mejores espadas. ¡Pardiez! Es un hombre que sabe tener un arma en la mano. Tomó en Roma lecciones de Brambilla, y «Juan el Pequeño» no se atreve a tirar con él.

Y al hablar así, miraba con atención la pálida figura de Mergy, que, sin embargo, parecía más emocionado por la ofensa que miedoso ante sus resultas.

—Me gustaría serviros de padrino; pero además de que comulgo mañana, estoy comprometido con M. de Rheincy, y sólo contra él puedo sacar mi espada.

—Os lo agradezco, caballero. Si llega el caso, mi hermano será el testigo.

—El capitán conoce admirablemente esta clase de asuntos. Ahora os voy a traer a Comminges para que os expliquéis con él.

Mergy se inclinó, y volviéndose hacia la pared, pensó la forma del reto, procurando al mismo tiempo que su rostro adquiriese una expresión digna.

Se necesita una cierta gracia para provocar un duelo, y no se adquiere al igual que tantas cosas, sino por la costumbre. Era la primera cuestión personal de nuestro héroe, y, por consecuencia, tuvo un instante de emoción; pero sentía ya menos miedo a recibir una estocada que a decir algo que fuese impropio de un caballero. Cuando apenas si tenía preparada una frase dura y concisa, se presentó el barón de Vandreuil con su enemigo.

Comminges, con el sombrero en la mano, se inclinó con una cortesía impertinente, y con voz melosa, dijo:

—¿Deseabais hablarme, caballero?

La ira le hizo sentir a Mergy la sangre en el rostro, y respondió en el acto con una voz más dura de lo que esperaba.

—Os habéis conducido conmigo de manera impertinente y deseo de vos una satisfacción.

Vandreuil hizo un signo de aprobación. Comminges se irguió, y colocando la mano en la cadera, postura de rigor en esos casos, dijo con mucha gravedad:

—Como sois el que demanda, caballero, me corresponde a mí la elección de armas.

—Elegid las que prefiráis.

Comminges pareció reflexionar un momento.

—El sable con punta y dos filos es buen arma; pero sus heridas nos pueden desfigurar, y a nuestra edad —añadió, sonriendo— no gusta a las amadas vernos una gran cicatriz en medio del rostro. La espada no hace más que un pequeño agujero, pero es suficiente —y sonreía al decir estas palabras—. Escojo, pues, la espada y la daga.

—¡Muy bien —dijo Mergy.

Y dio un paso para marcharse.

—Un instante —exclamó Vandreuil—; os olvidáis de convenir el sitio.

—En el Pré-aux-Clercs se bate toda la corte. ¡Pero si este caballero prefiere otro sitio!...

—En el Pré-aux-Clercs, sea.

—En cuanto a la hora... Yo mañana no me levantaré hasta las ocho, por ciertas razones. No duermo en casa esta noche y no podré ir al Pré hasta las nueve.

—A las nueve, pues.

Al volver los ojos Mergy se encontró con la condesa de Turgis, que venía de dejar al capitán entregado en una conversación con otra dama. A la vista de la bella, culpable de la cuestión, nuestro héroe procuró adoptar una actitud de gravedad y fingida indiferencia.

—Desde hace algún tiempo está de moda batirse con calzas rojas —dijo Vandreuil—; si no las tenéis, yo os las podré proporcionar. La sangre se confunde con la ropa y resulta más apropiado.

—Me parece una puerilidad —dijo Comminges.

Mergy sonrió de mala gana.

—Bien, amigos —añadió el barón—; ya no falta más que convenir cuáles han de ser los padrinos.

—Como este caballero es nuevo en la corte, le será difícil encontrar un segundo padrino; pero, por condescendencia, me contentaré con uno solamente.

Mergy, con algún esfuerzo, insinuó una sonrisa.

—No se puede ser más cortés —dijo el barón—. Es muy agradable tener una cuestión con un caballero tan correcto y tan acomodaticio como monsieur de Comminges.

—Como tendréis necesidad de una espada del mismo tamaño que la mía, os recomiendo la tienda de Laurent, en la calle de la Ferronière: es el mejor armero de la ciudad. Decidle que vais de mi parte, y os servirá bien.

Al decir estas palabras se despidió con un ademán elegante y se volvió al grupo de jóvenes que había abandonado.

—Os felicito, Bernardo —dijo Vandreuil—; habéis lanzado muy bien vuestro reto. ¡Decidle tales palabras a Comminges! No está habituado a que le hablen de esa manera. Se le considera el más grande de los esgrimidores, después de haber matado al gran Canillac; porque Saint-Michel, a quien mató hará dos meses, no constituía un gran honor. Saint-Michel no era de los más hábiles, mientras que Canillac había ya matado a cinco o seis caballeros, sin sufrir ni un rasguño. Había aprendido en Nápoles con Borelli, y se decía que Lausac, sintiéndose morir, le enseñó un golpe secreto, con el cual lograba sus triunfos; pero, a decir verdad, como Canillac había saqueado la iglesia de Auxerre y arrojado a tierra las hostias sagradas, es natural que fuese castigado.

Mergy, aunque estos detalles no le divertían, se creyó obligado a continuar la conversación, temeroso de que Vandreuil sospechase algo ofensivo para su bravura.

—Felizmente —dijo— no he saqueado ninguna iglesia ni he tenido en mis manos una hostia consagrada; tengo, pues, un menor peligro que correr.

—Necesito haceros una advertencia. Cuando crucéis el hierro con Comminges, tened cuidado con una de sus fintas, que le costó la vida al capitán Tomaso. Gritó Comminges que la punta de su espada estaba rota. Tomaso elevó entonces su arma por encima de la cabeza, aguardando el ataque; pero la espada de su adversario, que conservaba la guardia, penetró en el pecho de Tomaso, el cual estaba completamente desprevenido... Pero os vais a batir con espadas largas, y no es tan peligroso el golpe.

—Me defenderé lo mejor que pueda.

—¡Ah! Escuchad todavía... Elegid una daga cuya empuñadura sea sólida; son muy útiles para las paradas. ¿Veis esta cicatriz en mi mano izquierda? Me la ocasionó el haber salido un día de casa sin daga. Tallard y yo nos desafiamos, y, falto de una defensa importante, llegué a creer que perdía la mano.

—¿Y fue herido el contrario? —preguntó Mergy, adoptando un aire de distracción.

—Gracias a un voto que hice a San Mauricio, mi Patrón, pude matarlo... Cuidad de envolveros bien con alguna tela... Eso no puede perjudicar. No es tan fácil la muerte con esa envoltura... Deberíais también colocar vuestra espada sobre el altar durante la misa...; pero me olvido que sois protestante... Todavía otra advertencia... No hagáis un puntillo de honra de no romper...; por el contrario, dejarle marchar... Está falto de aliento y se ahoga... Procurad cansarle, y cuando encontréis ocasión oportuna, tiraros a fondo, con una buena estocada en el pecho, y os habréis desembarazado de vuestro enemigo.

Vandreuil hubiera continuado todavía con tan excelentes consejos de no haberse oído un gran rumor, que era anuncio de que el rey había montado a caballo... La puerta de la habitación de la reina se abrió, y sus majestades, en traje de cacería, se dirigieron hacia la escalinata.

El capitán Jorge, que acababa de dejar a su dama, se dirigió a su hermano, y, golpeándole cariñosamente en la espalda, le dijo en tono alegre:

—¡Granuja! ¡Estás de enhorabuena! ¡Miren el barbilindo!... No haces más que mostrarte en la corte, y ya las damas se han vuelto locas. Durante un cuarto de hora la condesa no me ha hablado más que de ti. ¡Vamos! ¡Ahora un poco de valor! Durante la cacería, procura galopar siempre al lado de ella, y pórtate con mucha galantería... ¿Pero qué diablos te pasa?... Cualquiera supondría que estás enfermo... ¿Qué cara larga es ésa?... ¡Anda, hombre, alégrate!

—No tengo muchas ganas de ir a la cacería, y quisiera...

—Si no vais de caza —dijo en tono bajo Vandreuil— Comminges creerá que tenéis miedo de encontrarlo.

—¡Vamos! —dijo Mergy, pasándose la mano por su frente ardorosa...

Creyó que era preferible esperar al fin de la cacería para confiar a su hermano la aventura.

—¡Qué vergüenza! —pensaba—. ¡Si la señora de Turgis llega a creer que tengo miedo! ¡Si supone que la idea de un próximo desafío me impide gozar de la cacería!

X. La cacería

«The very butcher of silk button, a duellist, a gentleman of the very first house —of the first and second cause: ¡Ah!, —the inmortal passado the punto riverso

(Shakespeare: Romeo and Juliet.)


Un gran número de señoras y caballeros, vestidos con gran lujo y montados en soberbios caballos, ambulaban aquí y allá por el patio del castillo. Las trompas de caza, los ladridos de los perros y las tumultuosas y galantes palabras de los caballeros formaban una algarabía deliciosa para las orejas de un cazador, pero muy desagradable para otro oído humano.

Mergy siguió maquinalmente a Jorge por el patio, y sin saber cómo se encontró al lado de la bella condesa, cubierta ya con un velo y montada en un hermoso caballo andaluz, piafante de impaciencia y que mascaba el bocado, anheloso de libertad. Sobre este animal, que hubiese preocupado al más experto jinete, estaba la condesa sentada en su silla de cuero con tanta tranquilidad como en los sillones de sus cámaras.

El capitán se presentó con el pretexto de encinchar mejor el caballo andaluz.

—¡Aquí está mi hermano! —dijo a la amazona a media voz, pero lo bastante alto para que lo entendiese Mergy—. Tratad con dulzura al pobre muchacho, ya que le tenéis algo loco desde cierto día en que os vio salir del Louvre.

—He olvidado su nombre —respondió ella con brusquedad—. ¿Cómo se llama?

—Bernardo... Fijaos, señora, en que lleva la banda del mismo color que vuestras cintas.

—¿Sabe montar a caballo?

—Vos juzgaréis.

Saludó cortésmente y fue a buscar a una dama de la reina a la cual cortejaba hacía algún tiempo. Medio inclinado en el arzón de su silla, con la mano en la brida del caballo que conducía a su cortejo, pronto olvidó a su hermano y a su bella y altiva compañera.

—¿Conocíais a Comminges, señor de Mergy? —preguntó la condesa de Turgis.

—¿Yo, señora?..., muy poco —respondió balbuceando Bernardo.

—Pero hace un momento le hablabais.

—Era la primera vez.

—Creo adivinar lo que le habéis dicho.

Y a través del velo sus ojos parecían leer hasta el fondo del alma de Mergy.

Una dama se acercó a la condesa e interrumpió la conversación, lo que satisfizo a Bernardo, que estaba horriblemente azorado. Pero continuó sin separarse de la de Turgis, sin saber por qué, o acaso esperando así causar alguna molestia a Comminges, que le observaba de lejos.

La cabalgada había salido ya del castillo. Los ojeadores lanzaron un ciervo que, rápido, penetró en el bosque; todos los cazadores le siguieron, y Mergy pudo observar, no sin cierto asombro, la pericia de la de Turgis en el manejo del caballo y la intrepidez con que franqueaba cuantos obstáculos se oponían a su paso. Bernardo, debido a la bondad de su cabalgadura, conseguía no separarse de Diana; pero el conde de Comminges, tan bien montado como él, no se apartó tampoco, y a pesar de la rapidez de un galope impetuoso, a pesar del entusiasmo que ponía en la persecución, el otro hablaba constantemente con la amazona, mientras que el pobre Mergy tenía que envidiar a su rival en silencio la gracia, la suficiencia, y sobre todo, el talento de decir cosas agradables, que, a juzgar por el placer con que las oía la condesa, debían de ser muy divertidas... Los dos jóvenes, animados de una noble emulación, se dedicaron a saltar las más altas empalizadas y los fosos de enorme profundidad y longitud, expuestos veinte veces a sufrir heridas peligrosas.

La condesa, de repente, se separó del grueso de la cacería y entró en una calle del bosque, la cual hacía ángulo con otra en la que cazaba el rey con su comitiva.

—¿Qué hacéis? —exclamó Comminges—. ¡Habéis extraviado el camino! ¿No escucháis al otro lado el sonido de los cuernos y el ladrido de los perros?

—Pues bien: tomad el otro camino, ¿qué os detiene?

Comminges no respondió nada y la siguió. Mergy hizo lo propio, y cuando se internaron algunos cientos de pasos por la senda, detuvo la condesa su caballo, imitándole Comminges a su derecha y Mergy a su izquierda.

—Lleváis un buen caballo de batalla, señor de Mergy —dijo Comminges—. No se le ve ni una gota de sudor.

—Es un berebere que le regaló un español a mi hermano. Mirad la cicatriz de una estocada que recibió en Montcontour.

—¿Habéis hecho la guerra? —preguntó la condesa.

—No, señora.

—¿No habéis recibido nunca un arcabuzazo?

—No, señora.

—¿Ni una estocada?

—Jamás.

Mergy creyó advertir que ella sonreía. Comminges se atusó el bigote con aire desenvuelto.

—Nada sienta mejor a un caballero joven que una herida —dijo—. ¿No es cierto, condesa?

—Sí; pero tiene que estar bien ganada.

—¿Qué entendéis por bien ganada?

—Una herida es gloriosa si se gana en el campo de batalla; pero en un duelo no es lo mismo; no conozco nada más despreciable.

—Me figuro que el señor de Mergy ha hablado con vos antes de montar a caballo.

—No —dijo secamente la condesa.

Mergy aproximó su caballo cerca del de Comminges.

—Caballero —le dijo en tono bajo—, en cuanto nos hayamos divertido un rato con la caza nos podremos apartar a algún soto escondido, y espero que os probaré que no he hecho nada para evitar el duelo.

Comminges le miró con aire mezcla de alegría y de piedad.

—No puedo adoptar semejante proposición. No somos unos miserables para batirnos sin padrinos. Y nuestros amigos que deben de acudir a la fiesta no nos perdonarían haberles olvidado.

—Como queráis, caballero —dijo Mergy.

Y se volvió junto a la condesa, cuyo caballo se había adelantado algunos pasos al suyo. La señora de Turgis cabalgaba con la cabeza inclinada sobre el pecho y parecía por completo entregarse a sus pensamientos.

Silenciosos los tres, llegaron hasta una encrucijada en que terminaba la senda.

—¿No escucháis el ruido de la trompa? —preguntó Comminges.

—Me parece que viene de aquel soto a nuestra izquierda —contestó Mergy.

—Sí, es el ruido del cuerno. Estoy seguro de ello, y hasta apostaría a que es un cuerno de Bolonia. ¡Dios me valga! Ese cuerno no lo ha construido mi amigo Pompignan. No podéis figuraros, caballero de Mergy, la gran diferencia que existe entre un cuerno de Bolonia y los que fabrican los miserables artesanos de París.

—Éste se escucha de muy lejos.

—¡Y qué pureza de sonido! Los perros, al oírle, se olvidan que han corrido diez leguas. A decir verdad, no se construyen buenas trompas más que en Italia y en Flandes. ¿Y qué pensáis de mi cuello a la valona? Es muy decoroso para un traje de caza; tengo cuellos y gorgueras a la confusión para ir a los bailes; pero este cuello tan sencillo ¿creéis que me lo podrían bordar en París? Imposible. Me los traen de Breda. Si os gustan, haré que os los traigan también por conducto de un amigo que tengo en Flandes... Pero... —y se interrumpió riendo—. ¡Qué distraído soy!... No me acordaba...

La condesa detuvo su caballo.

—Comminges, la caza espera. Y a juzgar por el cuerno, el ciervo está ya acorralado.

—Tenéis razón, señora.

—¿No queréis asistir al momento del triunfo?

—Sin duda; de otra manera, perderíamos nuestra buena reputación de cazadores y jinetes.

—Pues bien: es necesario darse prisa.

—Sí; nuestros caballos están inquietos. ¡Vamos! ¡Dadnos la señal!

—Estoy fatigada y me quedo aquí. El señor de Mergy me hará compañía. Partid vos.

—Pero...

—Lo voy a decir dos veces... Picad espuelas.

Comminges permaneció inmóvil. La sangre le subió al rostro y miró a la condesa y a Mergy con mirada furiosa.

—La señora de Turgis tiene necesidad de que haya un desafío —dijo Comminges con amarga sonrisa.

La condesa extendió la mano hacia el soto de donde venía el ruido del cuerno e hizo con los dedos un signo muy significativo. Pero Comminges no parecía dispuesto a dejar el campo libre a su rival.

—Va a ser necesario que me explique claramente con vos —dijo furiosa—. ¡Dejadme, caballero Comminges; vuestra presencia me importuna! ¿Me comprendéis ahora?

—Perfectamente, señora —respondió furioso. Y añadió más bajo:—Y en cuanto a ese barbilindo..., no tendrá mucho tiempo para divertiros. ¡Adiós, caballero de Mergy; hasta pronto!

Estas últimas palabras las pronunció con un énfasis particular; y después, picando espuelas, partió al galope.

La condesa detuvo su caballo, que quería imitar al compañero, y poniéndose al paso, cabalgó largo rato en silencio; levantaba la cabeza de cuando en cuando para mirar a Mergy, como si desease hablarle; luego bajó los ojos, como avergonzada de no encontrar una frase para entrar en materia.

Mergy se creyó obligado a comenzar.

—Os estoy muy agradecido, señora, de la preferencia de que me hacéis objeto.

—Bernardo... ¿Sabe usted tirar a las armas?

—Sí, señora —respondió un poco asombrado de la pregunta.

—Pero... ¿Bien?... ¿Bien?

—Bastante bien para un caballero; pero, sin duda, muy mal para un maestro de armas.

—Pero en el país en que vivimos los caballeros son más expertos en las armas que los propios maestros.

—En efecto, he oído decir que muchos de ellos pierden en las salas de armas un tiempo que podrían emplear mejor en otra parte.

—¿Mejor?

—Sí, sin duda. ¿No es preferible conversar con las damas —dijo sonriendo— que no derretirse en sudor haciendo esgrima?

—Decidme: ¿os habéis batido muchas veces?

—Jamás... ¿Pero por qué estas preguntas?

—Sabed, para vuestro gobierno, que no se debe nunca interrogar a una dama por qué hace alguna cosa; al menos tal es la costumbre de los caballeros bien educados.

—Me conformo a ella —dijo Mergy sonriendo ligeramente e inclinándose sobre el cuello del caballo.

—Sepamos... ¿Qué haréis mañana?

—¿Mañana?

—Sí; no os hagáis el asombrado.

—Señora...

—Respondedme; lo sé todo —exclamó extendiendo la mano hacia él con un gesto de reina. La punta de su dedo tocó una manga de Mergy y le hizo estremecerse.

—Haré lo que mejor pueda —dijo al fin.

—Me gusta vuestra respuesta; no es ni de cobarde ni de fanfarrón... —¿Pero sabéis que vuestro primer duelo va a ser con un espadachín de gran fama?

—¡Qué queréis! Me encontraré algo cohibido, como me hallo en este momento —añadió sonriendo—; yo no había tratado nunca más que con aldeanas, y el primer día de mi entrada en la corte me encuentro conversando con la más bella dama de la corte de Francia.

—Hablad con seriedad. Comminges es la mejor espada de París, población donde viven los mejores esgrimidores. Y, además, Comminges es el rey de los «refinados».

—Se dice.

—¿Y no estáis inquieto?

—Repito que haré lo que pueda. No se debe nunca desesperar con una espada en la mano, y, sobre todo, contando con la ayuda de Dios.

—¡La ayuda de Dios! —interrumpió ella con aire de desprecio—; ¿no sois hugonote, señor de Mergy?

—Sí, señora —respondió con su seriedad de costumbre, cuando le hablaban de la religión.

—Corréis más riesgo que el otro.

—¿Por qué?

—Exponer la vida no es nada; pero vos exponéis más que vuestra vida... vuestra alma.

—Razonáis, señora, con las ideas de vuestra religión; las mías son más seguras.

—No juguéis con estas cosas. ¡Os puede esperar toda una eternidad de sufrimientos!

—De todas formas sería lo mismo, pues si muriese mañana católico, moriría en pecado mortal.

—La diferencia es muy grande —dijo ella algo molesta de que le opusieran un argumento razonable y fundado en su propia creencia—. Nuestros doctores lo explican.

—¡Oh!, sin duda. Ellos lo explican todo. Como se toman la libertad de alterar a su gusto el Evangelio... Por ejemplo...

—Dejad esto. No se puede hablar un momento con un hugonote sin oír una cita de las Santas Escrituras.

—Es que nosotros las conocemos y vuestros sacerdotes apenas si las han leído... Pero cambiemos de conversación. ¿Creéis que hayan cazado ya al ciervo?

—¡Sí que estáis convencido de vuestra religión!

—Volvemos a comenzar, señora.

—¿Pero la creéis buena?

—Creo que es la mejor, o, mejor dicho, la única buena... Si no fuera así cambiaría...

—Vuestro hermano se ha convertido...

—Tenía poderosas razones para hacerse católico, y yo tengo las mías para continuar protestante.

—¡Qué obstinados y sordos estáis todos para oír la voz de la razón! —exclamó colérica.

—Me parece que mañana va a llover —dijo Mergy mirando al cielo.

—Caballero de Mergy, la amistad que yo tengo con vuestro hermano y el peligro a que estáis expuesto me inspiran hacia vos una gran simpatía.

Bernardo se inclinó respetuosamente.

—Los heréticos ¿no tenéis fe en las reliquias?

Mergy sonrió.

—¿Y creéis mancharos si las tocáis? —continuó ella—. Os molesta usarlas, mientras que a nosotros los católicos romanos tanto nos satisfacen.

—Ese uso nos parece, por lo menos, inútil.

—Escuchad. Uno de mis primos colocó en cierta ocasión un escapulario en el cuello de un perro de caza; después le disparó un tiro con un arcabuz cargado de perdigones.

—¿Y murió el perro?

—No le alcanzó ni un solo plomo.

—Admirable. Me gustaría tener una reliquia parecida.

—¿De veras?... ¿Y la llevaríais?

—Sin duda; ya que vuestra religión defiende hasta a los perros, acaso pueda convenirme... Pero... un instante. ¿Un hereje valdrá tanto como un perro..., un perro de un católico, se entiende?

Sin atenderle, la de Turgis desabrochó ligeramente su corpiño y sacó de su seno una pequeña caja de oro muy lisa, atada por una cinta negra.

—Tened —dijo ella—. Me habéis prometido llevarla. Ya me la devolveréis.

—Si puedo, ciertamente.

—Pero escuchad... Tened mucho cuidado... No cometáis ningún sacrilegio.

—Acepto la reliquia por venir de vos.

Y colocó la reliquia alrededor de su cuello.

—Un católico hubiera besado la mano que le otorga este santo talismán.

Mergy cogió su mano e intentó llevarla a los labios.

—No, no; es demasiado tarde.

—Pensadlo bien; mirad que acaso no pueda gozar nunca de semejante fortuna.

—¡Quitadme el guante! —dijo ella tendiéndole la mano.

Y al quitárselo creyó sentir Bernardo que la condesa le oprimía dulcemente, e imprimió un beso de fuego sobre aquella mano blanca y bella.

—Caballero —dijo la condesa con voz emocionada—, ¿seréis siempre contumaz? ¿No habrá algún medio para sacaros de vuestro error?... ¿Os convertiríais gracias a mí?

—No lo sé. Rogadme con constancia y con energía... Lo que puedo aseguraros es que no habrá otra mujer capaz de conseguir mi conversión.

—Decídmelo francamente: si una mujer..., una... cualquiera que sea; una mujer se decidiera...

La condesa se detuvo.

—¿Se decidiera?

—Sí..., al amor, por ejemplo. Sed franco y hablad seriamente.

—¿Seriamente?

E intentó de nuevo estrechar su mano.

—Sí, si tuvierais un grande amor por una mujer de religión diferente a la vuestra... Este amor ¿no sería capaz de haceros cambiar de ideas?... Dios se vale de toda clase de medios.

—¿Queréis que os conteste con franqueza y seriedad?

—Lo exijo.

Mergy bajó la cabeza y dudó al responder. Procuraba encontrar una respuesta evasiva. La señora de Turgis se insinuaba de una manera que él no podía rechazar. Pero, de otra parte, como no llevaba en París sino unas cuantas horas, su conciencia de provinciano se sentía terriblemente puntillosa.

—¡Ya escucho el grito de la victoria! —exclamó de repente la condesa, sin aguardar la difícil contestación. Y dio un fustazo al caballo, que partió rápidamente... Mergy la siguió, pero sin obtener de ella ni una mirada ni una palabra.

En pocos minutos se unieron a los cazadores, muy emocionados en aquel momento por los incidentes de la caza.

El ciervo, en su huida, se había arrojado a un estanque, y era dificultoso ir en su busca. Muchos caballeros echaron pie a tierra, y armados de pértigas le obligaron a proseguir la carrera. Pero la frialdad del agua había acabado de extenuar las fuerzas del animal. Salió del estanque, tiritando, con la lengua fuera, y siguió corriendo, pero en curvas irregulares. Los perros, por el contrario, parecían redoblar su ardor... A una poca distancia del estanque el ciervo comprendió por instinto que le era imposible huir, e hizo un esfuerzo desesperado. Se apoyó contra un viejo y fuerte roble, y con gran bravura hizo frente a los perros. Los primeros que le atacaron los lanzó al aire con el bandullo colgante. Un caballo y su caballero fueron violentamente volteados... Hombres, caballos y perros, adaptando una actitud prudente, formaron un gran círculo alrededor del ciervo, pero sin osar valerse de sus armas amenazantes.

El rey puso pie en tierra con mucha agilidad, y con el cuchillo de caza en la mano se colocó astutamente detrás del roble, y, rápido, asestó un golpe en el corvejón del ciervo.

El animal lanzó una especie de silbido angustioso y cayó en seguida. Al instante veinte perros se precipitaron sobre él, y agarrándole por la garganta, el hocico y la lengua, le obligaron a permanecer inmóvil. Unas gruesas lágrimas corrían de sus ojos.

—¡Que se aproximen las damas! —exclamó el rey.

Las señoras se aproximaron, pues ya casi todas se habían apeado.

—Toma, parpaillot —gritó el rey, y clavó el cuchillo en el costado del ciervo, revolviendo la hoja para agrandar la herida. La sangre corría con abundancia y cubrió la cara, las manos y el traje de Carlos IX.

Parpaillot era un vocablo despectivo con el cual solían designar con frecuencia los católicos a los calvinistas. La palabra y la forma en que fue empleada disgustó a muchos, mientras que otros la recibieron con aplausos.

—El rey tiene el aspecto de un matarife —dijo bastante alto y con una expresión de disgusto Teligny, el yerno del almirante.

Algunas almas caritativas, de esas que no faltan nunca en las cortes, comunicaron la frase al monarca, que no la olvidó nunca.

Después de haber gozado del espectáculo agradable de ver a los perros devorando las entrañas del ciervo, la corte emprendió el camino de París. Durante el trayecto, Mergy refirió a su hermano el insulto que había recibido y su provocación a desafío. Como ya todo consejo era inútil al capitán, se contentó con prometerle su compañía en el combate.

XI. El desafío en el Pré-aux-Clercs

«For one of must yield his breath ere from the field on foot we flee.»

(The duel of Stuart and wharton.)


A pesar de haberse fatigado en la cacería, Mergy pasó una gran parte de la noche sin dormir. Fue presa de una fiebre elevada, que comunicaba a su imaginación una actividad desesperante. Numerosos pensamientos accesorios y hasta extraños al encuentro futuro asediaban y turbaban su cerebro; alguna vez llegó a imaginarse que la fiebre que le acometiera no era sino el preludio de una enfermedad grave que se declararía dentro de pocas horas, obligándole a permanecer en el lecho. Y entonces, ¿qué sería de su honor? ¿Qué se pensaría entre las personas de su sociedad? ¿Y qué dirían, sobre todo la señora de Turgis y Comminges? ¡Si hubiera podido apresurar la hora fijada para el combate!

Felizmente, al salir el Sol, sintió su sangre calmarse, y pensó con mucha menos emoción en el encuentro. Se vistió tranquilamente y hasta estuvo atento en su tocado. Empezó a pensar que la hermosa acudiría al campo de batalla, y al encontrarle ligeramente herido, le cuidaría con sus propias manos, declarando en público su amor. El reloj del Louvre, al dar las ocho, lo apartó de estas ideas, y un segundo después su hermano entró en la habitación.

En su rostro tenía Jorge marcada una profunda tristeza, demostrativa de que tampoco había pasado una buena noche. Se esforzó, sin embargo, en adoptar una actitud alegre y en sonreír al estrechar la mano de Mergy.

—Aquí tienes una espada y una daga de gran cazoleta, las dos forjadas en casa de Luna, en Toledo. Mira si el peso te conviene.

Y arrojó las armas sobre el lecho de Bernardo.

Tomó éste la espada, la plegó, examinó la punta y pareció satisfecho. Luego fijó su atención en la daga; la cazoleta estaba horadada por numerosos agujeros, dedicados a detener la punta de la espada enemiga, y a no dejarla salir fácilmente.

—Con tan buenas armas —dijo— creo que me podré defender.

Después mostró la reliquia que la señora de Turgis le regalara, y que ella llevaba escondida en el seno.

—Éste es un talismán —añadió sonriendo— que preserva de las estocadas mejor que una cota de malla.

—¿De dónde te viene ese juguete?

—Adivínalo.

Y su vanidad de parecer un favorito de las damas le hizo olvidar un momento a Comminges, y a la espada de combate que delante de él estaba desnuda.

—¡Juraría que te lo ha regalado esa loca de condesa! ¡Que el diablo se lleve a ella y a su caja!

—¿Sabes que la reliquia me la ha dado con el exclusivo objeto de que me auxilie en el combate de hoy?

—Me parece que haría mejor en enguantarse y no buscar ocasiones de enseñar su bella y blanca mano.

—Dios me libre —añadió Mergy poniéndose rojo— de creer en los talismanes de los papistas; pero si muero hoy, quisiera que ella supiese que había caído con su reliquia en el pecho.

—¡Qué fatuo! —exclamó el capitán encogiéndose de hombros.

—Toma esta carta para nuestra madre —dijo Mergy con voz temblorosa.

Jorge se quedó con ella, y aproximándose a una mesa, abrió un ejemplar pequeño de la Biblia, mientras que su hermano, acabándose de vestir, se ocupaba en anudar la profusión de ojales que contenían los vestidos de aquel entonces.

En la primera página de la Biblia que leía el capitán estaban escritas las siguientes palabras, por mano de su madre: «El 1 de mayo de 1557 nació mi hijo Bernardo. ¡Señor, condúcele por buen camino! ¡Señor, presérvale de todo mal!» Se mordió los labios con rabia y arrojó el libro sobre la mesa. Mergy, que observó el movimiento, supuso que alguna idea impía habría cruzado por su mente; recogió el tomo con gran respeto, lo guardó en un estuche bordado y lo encerró en un armario.

—Es la Biblia de mi madre —dijo.

El capitán se paseó por la estancia sin responder.

—¿No será ya hora de partir? —dijo Mergy, abrochando la espada al tahalí.

—Todavía no. Tenemos tiempo de desayunarnos.

Se sentaron los dos delante de una mesa cubierta de toda clase de pasteles y de un jarro de plata lleno de vino. Mientras comían discutieron largamente, y con apariencia de interés, si el mérito de este vino era mejor o peor que otros de la bodega del capitán; cada uno de ellos se esforzaba en esta conversación fútil en ocultar al otro los verdaderos sentimientos de su alma.

El capitán se levantó el primero.

—Marchemos —dijo con voz ronca.

Y colocándose el sombrero hasta los ojos, descendió por la escalera.

En una barca atravesaron el Sena. El barquero, que adivinó en sus caras el motivo que los conducía al Pré-aux-Clercs, se apresuró, mientras remaba con gran vigor, a referirles, con muchos detalles, que el mes pasado dos caballeros, uno de los cuales se llamaba el conde de Comminges, le habían hecho el honor de alquilarle su lancha para poderse batir a su gusto, sin temor a ser interrumpidos. El adversario de Comminges, cuyo nombre sentía no recordar, había perecido, y después fue el cadáver llevado a la orilla, de donde no se le había podido recoger.

Al llegar a la ribera opuesta advirtieron otra barca que conducía a Comminges y al vizconde de Beville.

—¡Hola! —exclamó este último—. ¿Eres tú o tu hermano a quien va a matar Comminges?

Y al decir estas palabras abrazó a Jorge, riendo.

El capitán y Comminges se saludaron con gravedad.

—Caballero —dijo el capitán a Comminges en cuanto pudo desembarazarse de Beville—, creo que es mi deber realizar todavía un esfuerzo, a fin de impedir las consecuencias de una contienda que no está fundada en motivos que atenten realmente al honor. Estoy seguro que Beville unirá sus esfuerzos a los míos.

Beville hizo un gesto negativo.

—Mi hermano es muy joven —añadió Jorge— y carece de experiencia en la esgrima; por consecuencia, se halla más obligado que otro a mostrarse susceptible. Vos, caballero, tenéis una reputación bien ganada, y vuestro honor en nada desmerecería si reconocierais delante de nosotros que, por una equivocación...

Comminges le interrumpió con una carcajada...

—¡Es gracioso, querido capitán! ¿Creéis que soy un hombre que abandona al amanecer el lecho, en donde yace con su amada, y atraviesa el Sena para dar excusas a este mozalbete?

—Olvidáis, caballero, que se trata de mi hermano, y le despreciáis...

—Aunque fuera vuestro padre, ¿qué me importa? Me preocupa muy poco vuestra familia.

—Pues, con vuestro permiso, recojo el guante dirigido a mi familia, y, como soy el hermano mayor, seré el primero en batirme con vos, si no os oponéis.

—Perdonad, capitán. Estoy obligado, con arreglo a las leyes del duelo, a dar prioridad en el desafío al caballero que me ha provocado. Vuestro hermano tiene un derecho imprescriptible, como dicen en el Palacio de Justicia. Cuando concluya con él estaré a vuestras órdenes.

—Es perfectamente justo —exclamó Beville—, y no permitiré que sea de otra manera.

Mergy, sorprendido de lo largo del coloquio, se acercó a pasos lentos y llegó en el preciso instante en que su hermano colmaba de injurias a Comminges, llegando a llamarle cobarde, a lo que respondió fríamente:

—Después de vuestro hermano me ocuparé de vos.

Bernardo agarró a Jorge por el brazo.

—¿Es así como me ayudas? —le dijo—. ¿Pretendes que delegue en ti el puesto que me corresponde?... Caballero —dijo, volviéndose hacia Comminges—, estoy a vuestras órdenes. Podemos empezar cuando gustéis.

—En seguida —respondió el espadachín.

—¡Admirable contestación! —dijo Beville, estrechando la mano de Mergy—. Si no tenemos el sentimiento de enterrarte en este campo, irás muy lejos, muchacho.

Comminges se quitó el justillo y desabrochó las cintas de sus zapatos para demostrar que tenía el propósito de no retroceder ni un paso. Era una moda al uso de los duelistas profesionales. Mergy y Beville le imitaron; sólo el capitán permaneció sin quitarse ni la capa.

—¿Qué haces, querido Jorge? ¿No sabes que tienes que batirte conmigo? —dijo Beville—. Ni tú ni yo somos de esos que, cruzados de brazos, dejan a sus amigos que combatan. Nosotros practicamos la costumbre de Andalucía.

El capitán se encogió de hombros.

—¿Pero supones que estoy de broma? Te juro por mi vida que tenemos que batirnos. ¡Que me lleve el diablo si no lo consigo!

—Eres loco o tonto —dijo Jorge con frialdad.

—¡Pardiez! Me darás cuenta de esas palabras, si no quieres obligarme a...

Y llevó la mano a la espada, todavía en la vaina, en actitud airada y agresiva.

—¿Lo quieres? —dijo el capitán—. Sea...

Comminges, con una elegancia especial, desenvainó rápido la espada y arrojó a veinte pasos de distancia la vaina y el tahalí; Beville quiso imitarle; pero su arma se resistía a salir al llegar a la mitad de la hoja, lo que juzgó como una desventura y un presagio. Los dos hermanos desenvainaron también las espadas, aunque menos aparatosamente; también arrojaron las vainas que habrían podido estorbarles. Cada uno se colocó delante de su adversario con la espada desnuda en la mano derecha y la daga en la izquierda. Los cuatro hierros se cruzaron al mismo tiempo.

Jorge, por cierta maniobra de esgrima que los maestros italianos llamaban entonces liscio di spada a cavare alla vita, y que consiste simultáneamente en oponer la fuerza a la habilidad, dominó a su adversario, el cual tuvo que soltar su espada, encontrándose en el pecho con la punta de la de su enemigo.

Pero Jorge de Mergy bajó el arma.

—Tienes menos fuerza que yo —dijo—; cesemos el combate... No esperes a que me encolerice.

Beville se había puesto pálido al ver la espada del capitán que le rozaba el pecho. Algo confuso le tendió la mano, y los dos, después de arrojar sus armas a tierra, se volvieron impacientes para contemplar el combate de los importantes actores de esta escena.

Mergy conservaba su sangre fría, dando muestras de bravura. Era ducho en la esgrima y tenía una fuerza corporal superior a la de Comminges, que, además, parecía resentido de las fatigas de la noche anterior. Durante algún tiempo se concretó tan sólo nuestro héroe a parar con una prudencia extrema, que olvidaba únicamente al avanzar Comminges; Bernardo, con gran vista, presentaba siempre a su enemigo la punta de su espada, y mientras se cubría el pecho con la daga. Esta resistencia inesperada irritó a Comminges. Se le vio palidecer; pero en un hombre valiente la palidez no indica sino un exceso de ira... Con gran furor y pericia redobló sus ataques... En uno nuevo batió con suma destreza la espada de Mergy, y se lanzó a fondo sobre su enemigo, el cual necesariamente hubiera perecido sin una circunstancia imprevista, casi milagrosa. La punta del acero tropezó con el pulido amuleto, y el arma resbaló, tomando una dirección oblicua, y, en vez de entrar en los pulmones, no atravesó más que la piel, y siguiendo una dirección paralela a la quinta costilla, fue a salir a pocos centímetros de la primera herida. Y antes de que Comminges pudiese poner de nuevo su espada en guardia, Mergy le hirió en la cabeza con la daga tan violentamente, que perdió el equilibrio y cayó a tierra. Comminges vino al suelo simultáneamente y los dos padrinos les creyeron muertos.

Bernardo se levantó en seguida, y su primer impulso fue recoger su espada, que se le había escapado en la caída... Comminges no se movía... Beville acudió en su socorro y le encontró con el rostro todo cubierto de sangre. Al atajarla vio que la daga había penetrado en un ojo y que su amigo murió instantáneamente, pues que el hierro le debió llegar hasta el cerebro.

Mergy contempló el cadáver, un poco turbado.

—Estás herido, Bernardo —dijo el capitán, yendo a su socorro.

—¿Herido?

Y advirtió entonces por primera vez que su camisa estaba ensangrentada.

—No es nada —dijo el capitán—. La estocada ha resbalado.

Y restañó la sangre con un pañuelo, pidiendo también el de Beville para acabar la cura. Beville dejó caer en la hierba el cuerpo del espadachín y entregó su pañuelo en el acto, así como el de Comminges, recogido del justillo.

—¡Pardiez, amigo! ¡Vaya un golpe! ¡Por mi vida! ¿Qué van a hacer los «refinados» de París si de provincias empiezan a venir muchos jóvenes de vuestra fortaleza? Decidme: ¿Cuántos duelos habéis tenido ya?

—Éste es el primero —respondió Mergy—. Pero, en nombre de Dios, id a socorrer a vuestro amigo.

—Tal como le habéis dejado, no tiene necesidad de socorros; la daga ha entrado hasta el cerebro, y el golpe ha sido tan bueno y con tal fuerza descargado, que... Mirad su ceja y su mejilla; la cazoleta de la daga ha quedado marcada como un sello en la cera.

Mergy sintió un gran temblor en todos sus miembros, y gruesas lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.

Beville recogió la daga y empezó a observar con gran atención la sangre que llenaba las estrías.

—He aquí un instrumento —dijo— a quien el hermano menor de Comminges deberá algo importante. Esta hermosa daga le hace heredero de una soberbia fortuna.

—Vámonos... ¡Llevadme de aquí! —dijo Mergy con voz emocionada, agarrándose al brazo de Jorge.

—No te aflijas tanto —contestó, mientras le ayudaba a ponerse de nuevo el justillo—. Después de todo, el hombre que ha muerto no era digno de que se le llore.

—¡Pobre Comminges! —exclamó Mergy—. ¡Y decir que te ha matado un hombre que se bate por vez primera, a ti que contabas cerca de cien desafíos! ¡Pobre Comminges!

Tal fue el fin de su oración fúnebre.

Al echar una última mirada sobre su amigo, Beville advirtió el reloj del difunto, suspendido sobre el cuello, según la moda de entonces.

—¡Pardiez! —exclamó—. Ya no tienes necesidad de saber la hora.

Y recogiendo el reloj se lo metió en el bolsillo mientras hacía observar que el hermano de Comminges iba a ser suficientemente rico y que él quería conservar un recuerdo de su amigo.

Y como viera alejarse a los dos hermanos, exclamó mientras se ponía el justillo con mucha prisa:

—¡Aguardadme! ¡Eh, caballero de Mergy! ¡Que os olvidáis de vuestra daga! Al menos, no dejarla perder.

Y limpiando la hoja con la camisa del muerto, corrió a reunirse con el joven duelista.

—Consolaos, querido —le dijo cuando entraban en la lancha—. No pongáis esa cara afligida. Creedme. En vez de esas lamentaciones, id hoy mismo a casa de vuestra amada y dedicaros a una tarea que, dentro de nueve meses, proporcione a la república un ciudadano, que será compensación ante vuestra conciencia del que acabáis de matar. De todas maneras, el mundo poco habrá perdido con lo que habéis hecho... Vamos, barquero, rema como si fueses a ganar por ello una buena propina... Mirad esos hombres con alabardas que avanzan hacia nosotros... Son los alguaciles que regresan de la torre de Nesle, y no nos conviene encontrarnos con ellos.

XII. Magia blanca

«Esta noche he soñado con pescado muerto y huevos podridos, y me tiene enseñado el señor de Anaxarque que los huevos podridos y el pescado muerto indican un mal encuentro.»

(Molière: Les amants magnifiques.)


Aquellos hombres armados de alabardas constituían la ronda encargada de vigilar los alrededores del Pré-aux-Clercs, con la obligación de intervenir en las contiendas que ocurrían constantemente en el terreno clásico de los duelos. Según su costumbre, avanzaban con gran lentitud, con objeto de no llegar hasta que todo estuviese terminado, pues sus tentativas para restablecer la paz eran con frecuencia muy mal recibidas. Más de una vez se había visto a dos enemigos encarnizados suspender un combate a muerte para cargar unidos contra los soldados que pretendían separarlos... Las funciones de esta guardia quedaban, por lo tanto, reducidas a socorrer a los heridos y a transportar a los muertos. Por esta vez, los arqueros no tenían sino este último deber que cumplir, y lo realizaron según su costumbre, o sea después de registrar cuidadosamente los bolsillos del desgraciado Comminges y de distribuirse sus vestidos.

—Querido amigo —dijo Beville, volviéndose hacia Mergy—: os voy a dar un consejo, y es que os hagáis llevar con el mayor secreto a casa del maestro Ambrosio Paré, que es un hombre admirable para coser una herida o para sanar un miembro roto. Verdad que el hombre es tan herético como el propio Calvino; pero tiene tan buena reputación que hasta los más fervorosos católicos recurren a él. No ha habido hasta ahora más que la marquesa de Boinieres, que se dejó morir con gran bravura antes que deber la vida a un hugonote... Apostaría diez pistolas a que está en el paraíso.

—La herida no es de importancia —dijo Jorge—. Antes de tres días está cerrada... Pero Comminges tiene parientes en París y me figuro que se creerán en el caso de tomar su muerte a pecho.

—¡Ah! Sí... La madre, por el qué dirán, se dedicará a perseguir a nuestro amigo... ¡Bah!... Si le pide el indulto por conducto de M. de Chatillon, el rey accederá en seguida; Carlos IX es como una cera modelada a su gusta por los dedos del almirante.

—Quisiera, si eso es posible —dijo Mergy con voz débil—, que el almirante no supiera nada de lo que acaba de pasar.

—¿Y por qué? ¿Creéis que a esa vieja barba gris podrá molestarle saber de qué gallarda manera un protestante acaba de despachar a un católico?

Mergy respondió con un profundo suspiro.

—Comminges era lo suficientemente conocido en la corte para que su muerte no produzca escándalo —dijo el capitán—. Pero tú te has portado como un caballero, y en esta cuestión todo es honorable para ti... Hace ya mucho tiempo que no he visitado al viejo Chatillon, y se me ofrece un buen motivo para renovar con él mis conocimientos.

—Como es muy desagradable pasar algunas horas entre los cerrojos de la justicia —advirtió Beville—, voy a llevar a tu hermano a una casa adonde ninguno ha de ir a buscarlo. Allí estará perfectamente tranquilo aguardando que su asunto quede arreglado... pues ignoro si en su calidad de hereje podrá ser recibido en un convento.

—Os agradezco la oferta, caballero —dijo Mergy—; pero yo no la puedo aceptar... Podría comprometeros, y me disgusta...

—En nada, en nada... Además, ¿no es justo que se haga algo por los buenos amigos?... La casa adonde os voy a alojar pertenece a uno de mis primos, el cual no está ahora en París, y la puso a mi disposición. Vive en ella una persona a quien he dado permiso para que la habite, y que os cuidará; se trata de una vieja, mujer muy útil para la juventud, y que me es muy fiel... Está ducha en medicina, magia y astronomía... ¡No ignora nada! Pero donde demuestra mayor talento es en los asuntos de tercería... Estoy seguro de que se las arreglaría bien para llevar una carta de amor a la reina, si yo se lo pidiese.

—¡Bueno! —dijo el capitán—. Le llevaremos a esa casa en seguida que el maestro Ambrosio le haya hecho la cura.

Hablando así, llegaron a la orilla derecha del río. Después de subir Mergy a un caballo, no sin alguna fatiga, le condujeron a la habitación del famoso cirujano, y desde allí a una casa solitaria en el arrabal de San Antonio, y no le abandonaron sino hasta muy caída la tarde, bien acostado en una mullida cama, y después de recomendar a la vieja que lo cuidase mucho.

Cuando se acaba de matar a un hombre, y este hombre es el primero que se mata, se está atormentado durante algún tiempo, sobre todo al aproximarse la noche, por el recuerdo y la imagen de la última convulsión que precedió a la muerte. Está el espíritu completamente preocupado por ideas negras y no se puede sin gran trabajo tomar parte en la conversación más sencilla, que fatiga y aburre. Pero, de otra parte, hay miedo a la soledad, pues ésta infunde más energía a las ideas atormentadoras. A pesar de las visitas frecuentes de Beville y el capitán, Mergy pasó los primeros días que siguieron al desafío dominado por una tristeza horrible. Una fiebre muy alta, consecuencia de la herida, le privaba del sueño durante las noches, y entonces se sentía muy desgraciado. Tan sólo la idea de que pensara en él la señora de Turgis y admirara su valor podía consolarle un poco, pero no por completo.

Una noche, deprimido por el calor asfixiante —era en el mes de julio—, quiso salir de su habitación para pasearse y respirar el aire libre en un jardín plantado de árboles, en medio del cual se situaba la casa. Se puso una capa sobre sus espaldas e intentó salir; pero se encontró con que la puerta del cuarto estaba cerrada con llave por fuera. Supuso que no podía ser otra cosa sino una equivocación de la vieja que le cuidaba; pero como tenía el cuarto muy lejos de él y a aquella hora estaría profundamente dormida, creyó que era completamente inútil molestarse en llamarla. Además, la ventana estaba a poca altura del suelo y la tierra del jardín se hallaba muy blanda, por haber sido recientemente removida. En un instante se encontró en pleno arbolado. El cielo se hallaba cubierto de nubes. Ni una estrella mostraba la punta de su nariz, y sólo algunos rarísimos soplos de viento producían un frescor de vez en cuando a la atmósfera cálida y pesada. Era alrededor de las dos de la madrugada, y el más profundo silencio reinaba en aquellos lugares.

Mergy se paseó algún tiempo, absorbido por sus ensueños, los cuales fueron interrumpidos al oír golpear en la puerta de la calle. Era un ruido débil y misterioso, y quien lo produjo debía de contar de antemano con que alguien le escuchase para salir a abrir. Una visita a una casa solitaria y en hora semejante resultaba sorprendente. Mergy permaneció inmóvil en un sitio sombrío del jardín, donde observaba sin ser visto. Una mujer, que no podía ser otra sino la vieja, salió inmediatamente de la casa con una linterna sorda en la mano; abrió la puerta y entró en el jardín una persona cubierta con un gran manto negro, guarnecido de un capuchón.

La curiosidad de Bernardo se excitó vivamente. El talle y los vestidos de quien acababa de entrar indicaban a una mujer. Saludó la vieja con muestras de gran respeto, mientras que la del manto negro apenas si se dignó hacer una leve inclinación de cabeza... Pero puso en la mano de la anciana cierta cosa que ésta pareció recibir con mucho agrado. Un ruido claro y metálico que se escuchó, y que obligó a la vieja a inclinarse para rebuscar en tierra, hizo comprender a Mergy que acababa de recibir dinero... Las dos mujeres marcharon hacia el jardín, caminando primero la vieja con la linterna escondida... Al fondo del jardín había una especie de glorieta, formada por unos tilos plantados en círculo y reunidos en un seto muy espeso, que podía bastante bien reemplazar a un muro. Dos entradas, o, mejor dicho, dos puertas, conducían a este boscaje, en medio del cual estaba colocada una mesita de piedra. Entraron allí la vieja y la mujer tapada. Mergy, conteniendo la respiración, las siguió a paso ligero y se colocó detrás de la glorieta en forma de poder oír y ver tanto como le permitiera la escasísima luz que alumbraba aquella escena.

La vieja comenzó por encender alguna cosa que ardió pronto al ser raspada en la piedra de la mesa, produciendo una luz pálida y azulada, como la del espíritu de vino mezclado con sal. La vieja apagó o escondió su linterna; de forma que a la claridad titilante que salía del infiernillo le hubiera sido muy difícil a Mergy reconocer los rasgos de la mujer extraña aunque ella no estuviera oculta por un velo y un capuchón. El talle y el talante de la vieja no valían el trabajo de intentar reconocerla; observó tan sólo que tenía la cara pintarrajeada de un color obscuro, que le daba una apariencia de estatua de bronce, y venía cubierta con una papalina blanca. La mesa estaba repleta de cosas rarísimas que apenas se entreveían. Parecían alineadas con cierto orden, y creyó distinguir frutas, osamentas y jirones de lienzos ensangrentados. Una figura de hombre hecha con cera, que tendría un pie de altura y que se parecía mucho a Bernardo, estaba colocada encima de aquellas telas antipáticas.

—De modo, Camilla —preguntó la dama en voz baja—, que ya está mejor, ¿verdad?

Esta voz hizo estremecer a Mergy.

—Un poco mejor, señora —respondió la vieja—, gracias a nuestro arte. Sólo con estos jirones y la poca sangre que contienen he podido hacer sus compresas, y, por lo tanto, me es difícil hacer una gran cosa.

—¿Y qué dice el maestro Ambrosio Paré?

—Lo ignoro. ¿Qué importa lo que diga ese ignorante? Os aseguro que la herida es profunda, peligrosa y terrible, y que sólo sanará con arreglo a las leyes de la simpatía mágica...; pero es necesario con frecuencia hacer sacrificios a los espíritus de la tierra y del aire... y para sacrificar...

La dama comprendió en seguida.

—Si le curas —dijo—, tendrás el doble de lo que te llevo dado.

—Tened buenas esperanzas, y contad conmigo.

—¡Ah Camila! ¡Si él fuera a morir...!

—Tranquilizáos; los espíritus son clementes, los astros nos protegen, y el último sacrificio del carnero negro ha dispuesto favorablemente al otro.

—Te aseguro que me ha costado un gran trabajo encontrarlo. Se lo hice comprar a unos arcabuceros que han despojado el cadáver. Ella sacó algo por debajo de su manto, y Mergy vio brillar la hoja de una espada, que cogió la vieja y aproximó a la luz para examinarla.

—¡Gracias el cielo, la hoja está sangrienta y herrumbrosa! —dijo—. Sí, su sangre es como la del basilisco de Cathay y deja sobre el acero una huella que nada puede borrar.

Era evidente que la señora tapada experimentaba una emoción extraordinaria.

—Ved, Camila, cómo la sangre está cerca de la empuñadura. ¡El golpe acaso sea mortal!

—Esta sangre no es del corazón: curará.

—¿Curará?

—Sí, pero para ser atacado de una enfermedad incurable.

—¿Qué enfermedad?

—El amor.

—¡Ah Camila! ¿Dices verdad?

—¿Cuándo he faltado a ella? ¿Cuándo me he equivocado en mis predicciones? ¿No os predije ya que saldría vencedor en el combate? ¿No os había anunciado que los espíritus combatirían a favor suyo? ¿No he enterrado en el mismo sitio donde debía batirse una gallina negra y una espada bendecida por un sacerdote?

—Es verdad.

—Vos misma ¿no habéis taladrado en imagen el corazón de su adversario, dirigiendo así los golpes del hombre a quien dedicaba yo mi ciencia?

—Sí, Camila; horadé en imagen el corazón de Comminges; mas se dice que ha muerto de una estocada en la cabeza.

—Sin duda; el hierro penetró en el cerebro. Pero si ha muerto, ¿no es porque la sangre de su corazón se ha coagulado?

La dama tapada quedó convencida ante la fuerza de tal argumento, y calló. La vieja roció de aceite y de bálsamo la hoja de la espada, envolviéndola en tiras con sumo cuidado.

—Ved, señora. Este aceite de escorpión, con el cual froto la espada, posee una virtud simpática para ese caballero, que recibirá los efectos saludables del bálsamo africano como si lo colocasen en la herida, y si pusiera la punta de esta espada a enrojecer en el fuego, el pobre enfermo sentiría igual dolor que si le quemaran vivo.

—¡Oh! ¡Te guardarás bien!

—Una tarde estaba yo al lado del fuego ocupada en frotar de bálsamo una espada, a fin de curar a un caballero joven que tenía dos tremendas heridas en la cabeza, y me quedé dormida en la faena. Poco después, un lacayo del enfermo vino a golpear mi puerta; me dijo que su amo estaba sufriendo la pasión y muerte, y que en el instante en que le había dejado clamaba que se sentía como en un brasero encendido. ¿Sabéis qué había pasado? La espada distraídamente la dejé resbalar y la hoja estaba en aquel momento entre los carbones. La retiré rápida y dije al lacayo que a su vuelta encontraría a su amo completamente bien. En efecto: sumergí pronto el hierro en agua helada, que mezclé con algunas drogas, y fui a visitar a mi enfermo. Al entrar me dijo:

—¡Ah! Mi buena Camila, qué bien me encuentro ahora. Me parece estar en un baño de agua fría, mientras que hace poco me hallaba, como San Lorenzo, en la parrilla.

Concluyó la vieja de untar con bálsamo la espada, y dijo con aire satisfecho:

—Ya está bien. Ahora me encuentro segura de su curación; ya podéis ocuparos de la última ceremonia.

Arrojó unos polvos odoríficos sobre la llama y pronunció unas palabras bárbaras haciendo el signo de la cruz. Entonces la dama cogió la imagen de cera con mano temblorosa, y teniéndola debajo del infiernillo, pronunció con voz emocionante estas palabras:

Lo mismo que esta cera se ablanda y se quema ante la llama de ese fuego, quiero que el corazón de Bernardo de Mergy se ablande y queme de amor por mí.

—Bien. Tomad ahora esta bujía verde, colocadla al mediodía según las reglas. Mañana deberá alumbrar el altar de la Virgen.

—Lo haré así. Pero, a pesar de todas las promesas, estoy horriblemente inquieta. Ayer soñé que había muerto.

—¿Dormías sobre el costado derecho o sobre el izquierdo?

—¿Según el costado que se duerma son los sueños verdaderos?

—Decidme, desde luego, sobre qué costado dormís. Podríais si no haceros ciertas ilusiones.

—Duermo siempre sobre el costado derecho.

—Tranquilizaos. Vuestro sueño no anuncia sino felicidades.

—¡Dios lo quiera! Se me apareció todo pálido, ensangrentado y envuelto en un sudario.

Al hablar así volvió la cabeza y se encontró a Mergy de pie junto a una de las entradas del boscaje. La sorpresa le hizo lanzar un grito tan penetrante, que el propio Mergy se quedó asombrado. La vieja, fuera por intención, o fuera por descuido, derribó la mesa embrujada, y al momento se elevó hasta la cima de los tilos una llama brillante que dejó ciego a Mergy durante unos segundos. Las dos mujeres escaparon rápidamente por la otra salida de la glorieta. En cuanto Mergy pudo distinguir la abertura del seto, se puso a perseguirlas; pero, al primer paso creyó caer al suelo, pues sus piernas tropezaban con cierto estorbo. Reconoció que era la espada a la cual debía su curación. Perdió el tiempo en separarla y en volver a encontrar el camino, y así, al llegar a una calle de árboles larga y recta, pensó que no podía alcanzar a las fugitivas, y escuchó el ruido que al cerrarse producía la puerta de la calle... Estaban ellas, pues, fuera de alcance.

Un poco mortificado de haber dejado escapar tan buena presa, regresó a su cuarto a tientas y se metió en la cama. Todos los pensamientos lúgubres fueron desterrados de su espíritu, y los remordimientos, si los hubo, como las inquietudes que podía causarle su posición, desaparecieron como por obra de encantamiento. No pensaba más que en la felicidad de amar a la mujer más bonita de París y ser correspondido por ella, pues no admitía duda de que la señora de Turgis era la dama tapada... No pudo dormirse hasta un poco antes de la salida del Sol, y despertó muy avanzada la mañana. En su almohada encontró una carta colocada allí sin que él pudiese explicarse cómo. La abrió y leyó estas palabras: «Caballero: El honor de una dama depende de vuestra discreción.»

Poco después entró la vieja en el cuarto trayendo un caldo. Contra su costumbre, llevaba pendiente de la cintura un rosario de gruesas cuentas. Su piel, cuidadosamente lavada, no tenía la apariencia del bronce, sino la de un pergamino ahumado. Marchaba a pasos lentos y con los ojos bajos, como una persona que supone que la vista de las cosas terrenas no debe turbarla de sus contemplaciones divinas.

Mergy creyó que para practicar más meritoriamente la virtud que el billete misterioso le recomendaba debía antes instruirse a fondo sobre aquello que tenía que callar a todo el mundo. Con el caldo en la mano, y sin dejar a la vieja Marta tiempo para ganar la puerta, le dijo:

—No me habéis advertido que también os llamabais Camila.

—¿Camila?... Me llamo Marta, señor... Marta Michelli —contestó la vieja, afectando sorpresa.

—¡Bien! Pero os llamáis Marta para los hombres; pero con el nombre de Camila tenéis vuestros tratos con los espíritus.

—¡Los espíritus!... ¡El Señor me valga!... ¿Qué queréis decir?

E hizo varias veces el signo de la cruz.

—¡Vamos! ¡Pocos fingimientos conmigo! No diré nada a nadie, y todo se quedará entre nosotros. ¿Quién es esa dama que se interesa tanto por mi salud?

—¿Una dama que...?

—No repitáis cuanto voy diciendo Y hablad francamente. ¡Por mi fe de caballero, os juro que no os traicionaré!

—En verdad, os digo, mi buen señor, que no entiendo lo que decís.

Mergy no pudo evitar la risa al verla adoptar un aire de asombro y llevarse la mano al corazón. Sacó una pieza de oro de una bolsa que pendía en la cabecera de la cama y se la presentó a la vieja.

—Tomad, excelente Camila; son tantos vuestros cuidados para conmigo, y trabajáis con tal escrúpulo frotando las espadas con bálsamo de escorpión, que hace tiempo he debido haceros un regalo.

—¡Pero, caballero! Os juro que no comprendo nada de cuanto decís.

—¡Pardiez! Marta o Camila, no me pongáis colérico y respondedme. ¿Quién es la dama con la cual habéis hecho tanta brujería la noche última?

—¡Ah! ¡Dios mío!... Ya está colérico... ¿Le entrará el delirio?

Mergy, impaciente, agarró la almohada y se la arrojó a la cabeza. La vieja la colocó, sumisa, sobre la cama; recogió el escudo de oro que había caído a tierra, y como el capitán entrase en aquel momento, se vio libre de un interrogatorio que hubiera podido acabar muy desagradablemente para ella.

XIII. La calumnia

«Thou dost belle him Percy, thou dos belle him.»

(Shakespeare: K. Henry IV.)


Jorge había estado en el palacio del almirante aquella misma mañana para hablar del asunto de su hermano. En dos palabras le refirió la aventura.

El almirante, mientras escuchaba, partió el mondadientes que tenía en la boca; en él era esto un signo de impaciencia.

—Conozco ya lo ocurrido —dijo— y me asombra que me lo contéis..., pues se trata de algo muy público.

—Si os importuno, señor almirante, es porque conozco el interés con que os dignáis favorecer a mi familia, y me atrevo a esperar que solicitaréis el favor del rey para mi hermano. Vuestro crédito cerca de su majestad...

—Mi crédito, si alguno tengo —interrumpió vivamente el almirante—, mi crédito estriba en que no dirijo sino demandas justas a su majestad.

Y al pronunciar este nombre se descubrió con gran respeto.

—La circunstancia que obliga a mi hermano a recurrir a vuestra bondad, es desgraciadamente muy común hoy en día. El rey ha firmado el año último más de mil quinientos indultos, y el propio adversario de Bernardo pudo gozar con frecuencia de la inmunidad.

—Vuestro hermano ha sido el agresor. Quizá, y desearía que fuese cierto, no ha hecho sino seguir detestables consejos.

Y al hablar así miró fijamente al capitán.

—He hecho grandes esfuerzos para impedir las funestas consecuencias de la contienda; pero sabéis que M. de Comminges no era hombre acostumbrado a dar explicaciones sino con la punta de la espada. El honor de un caballero y la opinión de las damas han...

—¿Éste es el lenguaje con que hablabais a ese joven? ¿Sin duda aspiráis a hacer de él un «refinado»?... ¡Lo que su padre sufriría si supiera cómo su hijo ha despreciado sus consejos! ¡Dios mío! Va a hacer ya dos años que concluyeron las guerras civiles y ya se han olvidado las olas de sangre vertida... No están contentos... ¡Se conoce que es necesario que todos los días los franceses asesinen a los franceses!

—Si yo hubiera podido suponer, señor, que mi petición os iba a desagradar...

—Escuchad, señor de Mergy, yo podría hacer violencia a mis sentimientos de cristiano y excusar la provocación de Bernardo; pero su conducta en el duelo, según el rumor público, no ha sido...

—¿Qué decís, señor almirante?

—¡Que el combate no se ha efectuado de una manera leal, y como es costumbre entre caballeros franceses!

—¿Y quién ha osado propagar tan infame calumnia? —exclamó Jorge con los ojos centelleantes de furor.

—Calmaos... No podréis dirigir vuestro reto de desafío a nadie, porque todavía no es costumbre batirse con las mujeres... La madre de Comminges ha dado al rey ciertos detalles que hacen poco honor a vuestro hermano. Así se explica cómo un formidable campeón ha podido sucumbir fácilmente a manos de un chicuelo.

—El dolor de una madre es grande y justo. ¿Es para asombrarse que la pobre mujer se resista a la verdad estando sus ojos todavía bañados en lágrimas? Me congratulo, señor almirante, de que no juzgaréis a mi hermano por la referencia de la señora de Comminges.

Coligny pareció estremecerse y su voz perdió un poco de su amarga ironía.

—No podéis negar, sin embargo, que Beville, el testigo de Comminges, no sea íntimo amigo vuestro.

—Le conozco desde hace mucho tiempo, y hasta le estoy muy obligado. Pero Comminges era también íntimo amigo suyo. Además, fue el propio Comminges quien le escogió para testigo. En fin, la bravura y el honor de Beville le resguardan de cualquier sospecha de deslealtad.

El almirante contrajo su boca con aire de profundo desprecio.

—¡El honor de Beville! —dijo encogiéndose de hombros—. ¡Un ateo! ¡Un hombre entregado al libertinaje!

—¡Beville es un hombre de honor, lo aseguro! —exclamó el capitán con energía—. ¿Pero a qué tantos discursos?... ¿No estaba también yo presente en el duelo? ¿Vais, señor almirante, a poner en duda mi honor, y acusarme de asesinato?

En estas palabras había algo como de amenaza. Coligny hizo como que no comprendía la alusión a la muerte del duque Francisco de Guisa, que le atribuían por odio los católicos. Los rasgos de su fisonomía no se alteraron.

—Caballero de Mergy —dijo en tono frío y desdeñoso—, un hombre que ha renegado de su religión no tiene derecho a hablar de su honor, pues nadie le creerá...

El rostro del capitán se puso rojo púrpura, y un momento después, de una palidez mortal... Retrocedió unos pasos, como para no ceder a la tentación de pegar al anciano.

—¡Señor! —exclamó—, vuestra edad y vuestra jerarquía os permiten insultar impunemente a un pobre caballero en lo que tiene de más preciado. Mas os ruego que ordenéis a uno de los vuestros, o a varios, que sostengan las palabras que acabáis de pronunciar. ¡Juro ante Dios que se las haré sorber hasta que los ahoguen!

—Será ésa, sin duda, la práctica entre los «refinados». No estoy en sus costumbres, y separo de mi servicio a los caballeros que los imitan.

Y al hablar así volvió la espalda a Jorge.

El capitán, con la rabia en el alma, salió del palacio de Chatillon, saltó sobre su caballo, y como para aliviar su furor, hizo galopar violentamente al pobre animal, pegándole fuertes espolazos en los flancos. En esta impetuosa carrera estuvo a punto de aplastar a varios pacíficos transeúntes; y fue una felicidad que no encontrara un «refinado» en su camino, porque con la rabia que le poseía hubiera asido cualquier ocasión por los cabellos para desnudar su tizona.

Al llegar cerca de Vincennes comenzó a calmarse la agitación de su sangre. Volvió bridas y dirigió hacia París el caballo, que se bañaba en sudor.

—¡Pobre amigo! —dijo—. Eres tú quien recibe el castigo del insulto que me han dirigido.

Y acariciando el cuello de la víctima inocente, puso al animal al paso, hasta casa de Bernardo, a quien dijo tan sólo que el almirante se había negado a intervenir en su favor, suprimiendo los detalles importantes de la conversación.

Pero pocos momentos después entró Beville, que abrazó a Mergy diciéndole entusiasmado:

—Os felicito, buen amigo. Aquí tenéis vuestro indulto, que se os concede a ruegos reiterados de la reina.

Mergy mostró menos sorpresa que su hermano. En su alma atribuía este favor a la dama tapada; es decir, a la condesa de Turgis.

XIV. La cita

«A veros va a venir a este mismo salón y os pide mi señora la deis conversación.»

(Molière: Tartufo.)


Mergy volvió a alojarse en casa de su hermano; fue luego a dar las gracias a la reina madre y reapareció en la corte. Al entrar en el Louvre pudo advertir que había heredado algo de la consideración que gozaba Comminges. Personas que no conocía más que de vista le saludaban con aire humilde y familiar. Los hombres, al hablarle, ocultaban mal su envidia con una cortesía solícita, y las mujeres le guiñaban los ojos y le hacían toda clase de arrumacos, porque la reputación de duelista era entonces el mejor medio de conmover los corazones femeninos. Haber matado a tres o cuatro hombres en singular combate se consideraba de tanto valor como la hermosura, la riqueza y el ingenio. Así que cuando nuestro héroe apareció en la galería del Louvre escuchó que se levantaba alrededor de él un prolongado murmullo. «Aquí está Mergy el menor, que ha matado a Comminges.» «¡Qué joven es!» «¡Y qué apostura más gallarda!» «¡Qué buen empaque!» «¡Lleva el bigote airosamente levantado!» «¿Se sabe quién es su amada?»

Y Mergy buscaba en vano entre la multitud los ojos azules y las cejas negras de la señora de Turgis... Fue a casa de ella, y allí pudo enterarse de que uno de los días después de la muerte de Comminges había marchado a una de sus haciendas, alejándose de París unas veinte leguas... Si se había de dar crédito a las murmuraciones, el dolor que le causara la muerte del hombre consagrado a ella le había obligado a buscar un refugio donde pudiera olvidar sus nostalgias.

Una mañana, mientras el capitán, tumbado en la cama, leía, esperando el desayuno, La vida muy horrenda de Pantagruel, y a su hermano le daba una lección de guitarra el profesor Humberto Vinibella, un lacayo fue a anunciar a Bernardo que una vieja vestida con pulcritud le aguardaba en la sala del primer piso y que con aire misterioso había pedido molestarle unos momentos. Bajó en seguida y recibió de las manos curtidas de la vieja, que no era ni Marta ni Camilla, una carta, que esparció un dulce perfume. Estaba cerrada con un hilo de oro y un largo sello de cera verde, sobre el cual, en vez de escudo heráldico, no se veía más que un Amor, puesto el dedo en la boca y con esta divisa castellana: «Callad.»

Abrió la carta y no se encontró sino una sola línea escrita en español, y que apenas pudo comprender: «Esta noche, una dama espera a vuestra merced.»

—¿Quién os ha dado esta carta? —preguntó a la vieja.

—Una dama.

—¿Su nombre?

—No lo sé; dice ella que es española.

—¿De dónde la conocéis?

La vieja se encogió de hombros.

—Vuestra galantería y vuestra reputación os proporcionan estas molestias —dijo ella en tono burlón—. Pero, decidme, ¿vendréis?

—¿Adónde hay que ir?

—Estad a las ocho y media en la iglesia de San Germán, al lado izquierdo de la nave.

—¿Es en la Iglesia donde veré a esa dama?

—No; alguien irá a buscaros y os conducirá donde está ella. Pero sed discreto e id solo.

—Sí.

—¿Lo prometéis?

—Os doy mi palabra.

—Adiós, pues... Sobre todo, no me sigáis.

Hizo una reverencia profunda y partió rápida.

—¡Veamos! ¿Qué quería de ti esa noble entrometida? —preguntó el capitán cuando volvió su hermano y hubo partido el maestro de guitarra.

—¡Oh, nada! —respondió Mergy con aire de indiferencia, mientras miraba con mucha atención la virgen, de la cual hemos hablado.

—¡Misterios conmigo! ¿No es necesario que te acompañe a una cita, guarde la calle y reciba a los celosos a estocada limpia?

—Nada; no es necesario nada.

—Bueno, como quieras. Guarda para ti tus secretos; pero apostaría cualquiera cosa a que tienes tantas ganas de contarlo como yo de saberlo.

Mergy punteaba con aire distraído las cuerdas de su guitarra.

—A propósito, Jorge; yo no puedo ir a comer esta noche a casa de Vandreuil.

—¡Ah! Es para esta noche... ¿Y es ella bonita? ¿Es una dama de la corte? ¿Una burguesa? ¿Una tendera?

—Pues no lo sé, en verdad... Voy a ser presentado a una dama... que no es de nuestro país...; pero ignoro quién sea.

—¿Pero al menos sabrás dónde vas a ir a buscarla?

Bernardo enseñó la carta y repitió lo que la vieja acababa de decir.

—La letra está disimulada, y yo no sé qué pensar de todas estas precauciones.

—Debe ser una gran señora, Jorge.

—Todos los jóvenes, por el más ligero motivo, se figuran que las más encopetadas damas van a perder por ellos la cabeza.

—¿No te gusta el perfume que exhala el billetito?

—¿Qué prueba todo esto?

La frente del capitán se obscureció repentinamente, pues una idea siniestra se enseñoreó en su espíritu.

—Los Comminges son rencorosos —dijo—, y acaso esta carta no sea sino una invención suya para llevarte a algún sitio separadamente y hacerte pagar caro la puñalada que los ha hecho herederos.

—¡Oh! ¡Qué idea!

—No sería la primera vez que el amor ha servido de pretexto para la venganza. Tú has leído la Biblia. ¿Recuerdas a Sansón traicionado por Dalila?

—Sería preciso que fuese un cobarde para que una conjetura incierta me hiciese faltar a una cita que acaso sea deliciosa... ¡Una española!

—Al menos ve bien armado... Si quieres, te haré seguir por dos lacayos.

—¡Vaya! ¿Quieres que sean viles testigos de mi buena fortuna?

—Ésta es la costumbre en la actualidad. Cuántas veces no habré visto a mi grande amigo Ardelay ir a ver a su amada con una cota de malla en la espalda y dos pistolas en la cintura... y detrás marchaban cuatro soldados de su compañía con sendos arcabuces cargados. Tú no conoces todavía París, hermanito; y créeme, el exceso de precaución no es inútil jamás. Nadie lleva la cota de malla por gusto siendo ella tan incómoda.

—Me encuentro sin ninguna inquietud. Si los parientes de Comminges lo quisieran, me habrían podido atacar de noche en la calle.

—En fin; no te dejo salir sino a condición de que lleves tus pistolas.

—Bueno; pero se burlarán de mí.

—Pero esto no es todo; es necesario almorzar bien, comer dos perdices y un buen pastel de gallo, a fin de hacer honor esta noche a la familia Mergy.

Bernardo se retiró a su habitación, donde pasó lo menos cuatro horas con los peines, los rizos y los perfumes y estudiando los discursos elocuentes que se proponía pronunciar ante la bella desconocida.

Dejo al lector que considere si fue exacto a la cita. Durante más de media hora estuvo paseándose por la iglesia. Había ya contado tres veces los cirios, las columnas y los ex votos, cuando una mujer vieja, envuelta cuidadosamente en una capa negra, le tomó de la mano, y sin decir una sola palabra, lo condujo a la calle. Siempre guardando el mismo silencio, le llevó ella, después de dar varias vueltas, a una callejuela estrecha y en apariencia deshabitada. Se detuvo delante de una pequeña puerta ojival muy baja, que ella abrió con una llave sacada del bolsillo. Entró la primera, seguida de Mergy, que se agarró al manto de la vieja a causa de la obscuridad. Una vez dentro percibió el ruido que producían dos enormes cerrojos. Su guía le previno en voz baja que estaba junto a una escalera y que tenía que subir veintisiete peldaños. La escalera era muy estrecha, y los escalones, viejos y desiguales, le hicieron temer más de una vez que caería al suelo. Por fin, después del vigesimoséptimo escalón, que terminaba en un descansillo, la vieja abrió una puerta, y una luz viva deslumbró un momento los ojos de Mergy, que entró en seguida en una habitación amueblada con una elegancia muy superior a lo que hacía suponer el aspecto de la casa.

Las paredes estaban adornadas con una tapicería de flores, algo pasada a decir verdad, pero que todavía resultaba propia. En medio de la estancia vio una mesa que alumbraban dos bujías de cera rosa, cubierta de varias clases de frutas y pasteles, vasos y jarras de cristal que contenían vinos de diferentes especies. Dos grandes sillones colocados a cada extremo de la mesa parecían aguardar a los convidados. En una alcoba a medio cerrar por unas cortinas de seda había una cama ornada y cubierta de satén carmesí. Varios braserillos esparcían por la habitación un perfume voluptuoso.

La vieja se quitó su manto, y Mergy su capa. Pronto reconoció a la mensajera que le había llevado la carta.

—¡Santa María! —exclamó la vieja al advertir las pistolas y la espada de Mergy—. Pero ¿creéis que vais aquí a luchar con unos gigantes? Mi buen caballero, no se trata ahora precisamente de andar a estocadas.

—Así prefiero creerlo; pero pudiera ocurrir que unos hermanos o un marido malhumorado viniera a turbar nuestra conversación, y traía eso para sacudirles el polvo.

—No tenéis que temer nada aquí. Mas, decidme: ¿qué os parece esta habitación?

—Muy bonita; pero me aburriría mucho si tuviera que estar solo en ella.

—Alguien vendrá que os hará buena compañía. Pero me tenéis que hacer antes una promesa.

—¿Cuál?

—Si sois católico, poned la mano sobre este crucifijo —y sacó uno de un armario—, y si sois hugonote, jurad por Lutero..., Calvino..., por vuestros dioses, en fin...

—¿Y qué debo jurar? —preguntó riendo.

—Vais a jurar que no haréis ningún esfuerzo para intentar conocer a la dama que va a venir aquí.

—La condición es rigurosa.

—Jurad, o os vuelvo a conducir hasta la calle.

—Os doy mi palabra de honor. Vale ella más que los ridículos juramentos que me proponéis.

—Eso está bien. Esperad con paciencia; comed y bebed, si gustáis, y muy pronto os hallaréis en presencia de la dama española.

La vieja cogió de nuevo su manto, salió y cerró la puerta con doble vuelta.

Mergy se sentó en un sillón. Su corazón latía con violencia; experimentó una emoción fuerte y casi de la misma naturaleza que aquella que había sentido unos días antes en el Pré-aux-Clercs en el momento de encontrarse con su enemigo.

El más profundo silencio reinaba en la casa, y transcurrió un terrible cuarto de hora, durante el cual la imaginación de nuestro héroe le iba representando, una detrás de otra, vanas imágenes: Venus saliendo de la tapicería para arrojarse en sus brazos; la condesa de Turgis en traje de casa; una princesa de sangre real; una banda de asesinos, y, por último, la idea más horrible: una vieja enamorada.

De repente, y sin que el menor ruido anunciase que alguien había entrado en la casa, la llave dio vueltas rápidamente en la cerradura, la puerta se abrió y se cerró pronto y una mujer enmascarada penetró en la estancia.

Su estatura era alta y proporcionada. Un traje muy apretado de talle hacía resaltar la elegancia de su apostura; mas ni el pie, chiquito, calzado con un chapín de terciopelo blanco, ni la mano, pequeña, aunque por desgracia cubierta por un guante bordado, permitían adivinar la edad de la desconocida. Pero no se sabe qué, acaso una influencia magnética o quizá un presentimiento, hacía suponer que ella no tenía arriba de veinticinco años. Su tocado era rico, galante y sencillo a la vez.

Mergy se levantó en seguida, y después puso una rodilla en tierra delante de ella. La dama dio un paso hacia él, y dijo luego con voz dulce:

—Dios os guarde, caballero. Sea vuestra merced bien venido.

Mergy hizo un movimiento de sorpresa.

—¿Habla vuestra merced español?.

Mergy ni hablaba español ni casi lo entendía.

La dama pareció contrariada... Se dejó conducir a uno de los sillones y en él tomó asiento, haciendo señas a Mergy de que ocupara él otro. Entonces ella comenzó la conversación en francés, pero con un acento extranjero que unas veces era marcadísimo y otras cesaba por completo.

—Caballero, vuestra gran valentía me ha hecho olvidar la reserva habitual de nuestro sexo; quería conocer a un caballero perfecto y lo encuentro tal y conforme la fama lo publica.

Mergy se inclinó, con el rostro enrojecido.

—¿Tendréis la crueldad —preguntó— de conservar, señora, ese antifaz, que como una nube envidiosa me oculta los rayos del Sol?

Esta frase la había leído en un libro traducido del español.

—Señor caballero, estoy contenta de vuestra discreción, y me veréis más de una vez a cara descubierta; pero por hoy contentaros con el placer de la charla.

—¡Ah señora! Este placer me hace desear veros todavía con más violencia.

Estaba de rodillas y parecía dispuesto a arrancar el antifaz.

Poco a poco, caballero francés; sois demasiado impetuoso. Estaos quieto, o me marcho al instante. Si supierais quién soy y a lo que me atrevo para venir a veros, os daríais por muy satisfecho del honor que os hago viniendo aquí.

—En verdad me parece que vuestra voz me es conocida.

—Es, sin embargo, la vez primera que la escucháis. Decidme: ¿seréis capaz de amar con constancia a una mujer que os correspondiera?

—Estoy tan cerca de vos...

—No me habéis visto jamás; así que no podéis amarme. ¿Sabéis si soy guapa o fea?

—Estoy seguro de que sois encantadora.

La desconocida retiró su mano, de la cual él se había apoderado, y se la llevó al antifaz como si tuviera miedo de que se lo quitaran.

—¿Qué haríais si vierais aparecer delante de vos una mujer de cincuenta años, fea hasta dar un susto?

—Es imposible.

—A los cincuenta años se ama todavía.

Suspiró ella y nuestro joven se echó a temblar.

—Vuestro talle elegante, esta mano que parecéis robarme, todo me prueba vuestra juventud.

En esta frase había más galantería que convicción.

—¡Ay!

Mergy empezó a sentir cierta inquietud.

—Para vosotros los hombres, el amor no es suficiente por sí solo. Necesitáis que le acompañe la belleza.

Y dio un nuevo suspiro.

—Dejadme, por favor; quitaos el antifaz.

—No, no —contestó ella, rechazándole vivamente—. Acordaos de vuestra promesa.

Y después añadió en tono más galante:

—Arriesgo mucho si me descubro... Ahora gozo del placer de veros a mis pies, y si por casualidad no fuera ni joven ni bonita... ni de vuestro gusto..., acaso seríais capaz de abandonarme.

—Mostradme solamente esa mano chiquita.

Se quitó la dama un guante perfumado y tendió a Mergy una mano, como la nieve de blanca.

—Conozco esta mano —exclamó el caballero—, no hay más que otra tan bella en París.

—¿De verdad? ¿Y de quién es esa mano?

—De... una condesa.

—¿Qué condesa?

—La condesa de Turgis.

—¡Ah!... Ya sé lo que queréis decir... Si la de Turgis tiene manos bonitas es merced a las pastas de almendra de su tocador. Pero yo me jacto de que mis manos son más suaves que las suyas.

Todo esto lo manifestó con un tono tan natural, que Mergy, el cual había creído reconocer la voz de la bella condesa, concibió algunas dudas, y se sintió en la necesidad de abandonar aquella idea.

«Dos en vez de una —pensó—; me deben proteger las damas», y buscó en la mano bonita la marca de una sortija que recordó llevaba la de Turgis; pero en los dedos redondos y perfectamente formados no había ni la menor huella de presión ni la más insignificante concavidad.

—¡La de Turgis! —exclamó la desconocida, riendo—. Parece que estoy obligada a que siempre me confundan con ella. Pero, a Dios gracias, creo valer un poco más.

—La condesa es, y doy mi palabra de honor, la mujer más bella que he visto en mi vida.

—¿Estáis enamorado de ella? —preguntó la enmascarada vivamente.

—Quizá; mas quitaos, por favor, el antifaz y mostradme que sois más hermosa que la de Turgis.

—Cuando esté bien segura de que me amáis, entonces podréis verme a cara descubierta.

—¡Amaros!... Pero ¡pardiez!... ¿Cómo puede ser sin haberos visto?...

—Mi mano es bien bonita. Pues figuraos que mi cara está de acuerdo con ella.

—Ahora estoy seguro de que sois encantadora, porque acabáis de traicionaros olvidando disimular vuestra voz. La reconozco; estoy cierto.

—¿Es la voz de la de Turgis? —preguntó ella riendo y con un marcadísimo acento español.

—Precisamente.

—Error, error por vuestra parte, Bernardo; yo me llamo doña María..., doña María...; ya os diré más tarde mi apellido. Soy una dama de Barcelona; mi padre, que me vigila muy rigurosamente, está viajando desde hace algún tiempo, y yo me aprovecho de su ausencia para divertirme y visitar la corte de París. En cuanto a la de Turgis, cesad, os lo ruego, de hablarme de ella; me es odiosa; es la mujer más mala de la corte... ¿Sabréis, desde luego, cómo quedó viuda?

—He oído alguna cosa.

—¿Sí?... Hablad... ¿Qué os han dicho?

—Que al sorprender a su marido en amante coloquio con una camarera se enfureció la condesa, agarró una daga y con ella le hirió... El pobre hombre moría al mes siguiente.

—¿Esta acción os parece... horrible?

—Os confieso que merece excusa. Se dice que la condesa amaba a su marido, y hay que tener en gran estima a los celos.

—Habláis así porque creéis estar delante de la de Turgis; pero sé que la despreciáis en el fondo del corazón.

En este acento había una expresión triste y melancólica; pero no era la voz de la condesa. Mergy no sabía qué pensar.

—¡Cómo! —dijo—, ¿sois española y no os inspiran simpatía los celosos?

—Dejemos eso... ¿Qué es ese cordón negro que lleváis pendiente del cuello?

—Una reliquia.

—Os creía protestante.

—Y lo soy. Pero esta reliquia me la dio una dama, y la llevo en recuerdo suyo.

—Si deseáis agradarme, no tenéis que pensar más en otras damas. Para vos no debe haber más que yo... ¿Quién os dio esa reliquia?... ¿Fue también la de Turgis?

—No, en verdad.

—Mentís.

—¿Sois entonces la señora de Turgis?

—Habéis cometido una traición, Bernardo.

—¿Cómo?

—Cuando vea a la de Turgis, la preguntaré por qué hace el sacrilegio de regalar cosas santas a un hereje.

La incertidumbre de Mergy aumentaba a cada momento.

—Pero quiero esa reliquia; dádmela.

—No; no puedo.

—La quiero. ¿Osáis rehusar?

—He prometido devolverla.

—¡Bah! ¡Una puerilidad de promesa! ¡Promesa que se hace a una mujer falsa no compromete a nada! Además, estad en guardia; acaso sea un sortilegio, un amuleto peligroso lo que lleváis encima. Se dice que la de Turgis es una gran maga.

—No creo en la magia.

—¿Ni en los magos?

—Un poco en las magas.

Y recalcó mucho esta última palabra.

—Escuchad: si me dais esa reliquia, tal vez me quite el antifaz.

—¡Por mi vida!... Ésta es la voz de la señora de Turgis.

—Por última vez: ¿me queréis entregar esa reliquia?

—Os la devolveré cuando os quitéis el antifaz.

—¡Ah!, ya me tenéis impaciente con vuestra condesa de Turgis. Amadla como os plazca, ¿a mí qué me importa?

Y se dejó caer en un sillón, como si estuviera incomodada. El satén que cubría su garganta se elevaba y descendía con gran rapidez.

Durante algunos minutos guardó silencio, y después, volviéndose repentinamente, dijo en tono burlón:

¡Válgame Dios! Vuestra merced no es un caballero: es un monje.

De un puñetazo, la enmascarada derribó las dos bujías que alumbraban la mesa, y la mitad de las botellas y los platos. Las luces se apagaron al instante. Al mismo tiempo se arrancó ella el antifaz... En la más completa obscuridad, Mergy sintió una boca de fuego que buscaba la suya y dos brazos que le estrechaban con fuerza.

XV. La obscuridad

«De noche todos los gatos son pardos.»


El reloj de una iglesia vecina dio cuatro campanadas.

—¡Jesús! ¡Las cuatro! Apenas si tendré tiempo de regresar a casa antes que sea de día.

—¡Oh! ¡Pícara! ¿Me abandonáis tan pronto?

—Es necesario; ya es hora de que se interrumpa nuestro delirio.

—¡Nuestro delirio! Pensad, querida condesa, que yo no os he visto.

—Dejad ya a vuestra condesa y no seáis niño; yo soy doña María, y cuando tengamos luz podréis convenceros de que no soy la que suponéis.

—¿Hacia qué lado está la puerta? Voy a llamar.

—No, dejadme andar sola. Conozco muy bien esta cámara, y sé dónde encontraré un eslabón.

—Tened cuidado no os hagáis mal con algún pedazo de vidrio; ¡rompisteis anoche tantos!

—Dejadme hacer. ¿Lo encontráis?

—¡Ah! Sí. Es mi corsé... ¡Virgen Santa! ¿Cómo haría yo? Corté anoche todos los cordones con vuestro puñal.

—Habrá que llamar a la vieja.

—No os mováis; dejadme... Adiós, querido Bernardo .

La puerta se abrió y se cerró en seguida. Una larga carcajada se escuchó por fuera. Mergy comprendió que su conquista se había escapado. Intentó perseguirla; pero en la obscuridad tropezaba con los mueble y con las cortinas, sin poder encontrar la puerta. Se abrió ésta de repente y alguien entró llevando una linterna sorda. Mergy agarró rápido por el brazo a la persona que la conducía.

—¡Ah! Ya os tengo. Ahora no podréis escapar —exclamó, abrazándola tiernamente.

—Dejadme, señor de Mergy —dijo una voz áspera—; no se debe apretar a las gentes de esa manera.

Y reconoció a la vieja.

—¡Que el diablo os lleve! —exclamó.

Se vistió en silencio, recogió sus armas y su capa y salió de aquella casa en el estado de un hombre que, después de haber bebido un excelente vino de Madera, se zampa, por la distracción de un criado, un vaso de jarabe antiescorbútico, olvidado en la bodega durante muchos años.

Mergy fue bastante discreto con su hermano; le habló de una dama española de gran hermosura, por lo que podía juzgarse en la obscuridad; pero no dijo una palabra de las sospechas que había formado sobre la incógnita señora.

XVI. La confesión

«¡Ah! ¡Por favor, Alimené, cesad! ¡os lo suplico!, y hablemos seriamente.»

(Molière: Amphitryon.)


Dos días transcurrieron sin informes de la fingida española. Al tercero se enteraron de que la señora de Turgis había llegado la víspera a París, y que aquella misma jornada iba a hacer la corte a la reina madre. Los dos hermanos se dirigieron pronto al Louvre y la encontraron en una galería, charlando con otras damas. La presencia de Mergy no pareció causarla emoción alguna, pues ni el más leve carmín enrojeció sus mejillas, habitualmente pálidas. En cuanto se fijó en él, la condesa le hizo un gracioso gesto de cabeza, como a un amigo antiguo, y después de los primeros cumplimientos, le dijo:

—Ahora espero que vuestra obstinación, hugonote, se haya bamboleado un poco. Son necesarios los milagros para que os convirtáis.

—¿Cómo?

—¿Qué? ¿No habéis experimentado por vos mismo los efectos sorprendentes del poder de las reliquias?

Mergy sonrió con aire incrédulo.

—El recuerdo de la bella mano que me regaló esta cajita y el amor que ella me inspira doblaron mis energías y mi destreza.

Rió ella, amenazándole con el dedo.

—Estáis un poco impertinente. ¿Sabéis a quién dirigís ese lenguaje?

Mientras hablaba se quitó el guante para arreglar sus cabellos, y Mergy miró con fijeza su mano, y de la mano elevó la mirada a los ojos sagaces y malignos de la condesa. El aire de asombro del joven excitó en ella la risa.

—¿Por qué os reís?

—Y vos ¿por qué me miráis con esa cara de asombro?

—Perdonadme; pero desde hace algunos días no me pasan más que cosas asombrosas.

—En verdad debe de ser curioso. Contadnos en seguida alguno de esos sucesos sorprendentes que os ocurren a cada momento.

—No puedo hablar ahora, y menos en este lugar. Además, no se me ha olvidado cierta divisa española que me enseñaron hace tres días.

—¿Qué divisa?

—Esta sola palabra: callad.

—¿Y qué quiere decir?

—¿Qué? ¿No sabéis el español? —preguntó observándola con la mayor atención.

Pero ella soportó el examen sin dejar aparentar que comprendiera el sentido oculto de la pregunta; y pronto la mirada del joven, que había estado fija en la suya, se bajó rápida, forzada a reconocer la potencia superior de unos ojos que había osado desafiar.

—En mi infancia —respondió la condesa en el tono de la más perfecta indiferencia— aprendí algunas palabras de español; pero pronto se me olvidaron. De modo que habladme en francés, si queréis que os comprenda. Veamos: ¿qué significa esa divisa?

—Aconseja la discreción.

—¡Ah! Me place. Nuestra juventud cortesana debería de adoptarla, o, sobre todo, justificarla con su conducta... Os habéis hecho un sabio, caballero de Mergy. ¿Quién os ha enseñado el español? Apostaría a que era una dama.

Mergy la miró con aire cariñoso y sonrió.

—No sé más que algunas palabras en español —dijo en voz baja—. Es el amor quien las ha grabado en mi memoria.

—¡El amor! —repitió la condesa con aire burlón.

Como hablara muy alto, varias damas volvieron la cabeza al oír esta palabra, como para preguntar de qué se hablaba. Mergy, un poco molesto por la burla, y descontento de verse tratado de esa suerte, sacó de su bolsillo la carta que le había entregado la vieja y se la presentó a la condesa.

—No dudo —dijo— que seáis tan sabia como yo y comprenderéis sin dificultad esas palabras en español.

Diana de Turgis tomó la carta, la leyó o aparentó leerla, y riendo con todas sus fuerzas, se la entregó a la dama que se encontraba más cerca de ella.

—Tened, señora de Chateauvieux; leed ese cariñoso billete que el señor de Mergy ha recibido de su amada, que me quiero enterar de lo que dice. Lo bonito del caso es que yo conozco la mano que lo ha escrito.

—No lo he dudado un momento —dijo Mergy algo secamente y en voz muy baja.

La señora de Chateauvieux leyó el billete, se echó a reír y lo entregó a un caballero; éste, a su vez, lo pasó a otras manos, y a los pocos momentos no hubo nadie en la galería que ignorase el buen trato que había recibido Bernardo por parte de una dama española.

Cuando disminuyeron las carcajadas, preguntó la condesa a Mergy en tono burlón si era bonita la mujer que le escribió el billete.

—Por mi honor, os digo, señora, que no la he encontrado menos bonita que vos.

—¡Oh! ¿Qué decís? ¡Jesús! No debéis de haberla visto más que de noche; yo la conozco muy bien, y os aseguro que se os puede felicitar por vuestra buena fortuna.

Y estalló en una gran risa.

—¡Querida! —dijo la Chateauvieux—. Decidnos el nombre de esa dama española que ha tenido la dicha de adueñarse del corazón de Mergy.

—Antes de nombrarla, os ruego, delante de estas damas, que nos digáis, caballero de Mergy, si habéis visto a vuestra amada durante el día.

Bernardo se hallaba verdaderamente molesto, y su inquietud y su mal humor se pintaban de un modo muy cómico en su fisonomía.

—Sin más misterios: ese billete está escrito por la señora María Rodríguez. Conozco su letra como la de mi padre.

—¡María Rodríguez! —exclamaron todas las damas, estallando en risas.

María Rodríguez era una mujer de más de cincuenta años. Había sido dueña en Madrid. No se sabe cómo llegó a Francia ni por qué motivos la tomó a su servicio Margarita de Valois... Quizá desease tener en su casa aquella especie de monstruo para hacer resaltar más por la comparación su hermosura, ya que estaba de moda en aquella época que los pintores trazaran en una misma tela el retrato de una belleza y la caricatura de su enano. Cuando la Rodríguez hizo su presentación en el Louvre, divirtió extraordinariamente a las damas de la corte por su aire estirado y sus vestidos a la antigua.

Mergy tiritaba. También había visto a la dueña, y recordaba con horror que la dama del antifaz decía llamarse doña María; sus recuerdos se hicieron confusos. Estaba completamente aturdido, y su azoramiento hacía aumentar las carcajadas.

—Es una dama muy discreta —dijo la condesa de Turgis—, y no podríais encontrar mejor cosa. Tiene un elegante aspecto cuando se pone sus dientes postizos y su peluca negra... Además, no tendrá, ciertamente, arriba de sesenta años.

—Esa mujer os traerá buena suerte —exclamó la de Chateauvieux.

—¿Os gustan las antigüedades? —preguntó otra dama.

—¡Qué lástima! —dijo muy quedo una camarista de la reina—. ¡Qué lástima que los hombres tengan caprichos tan ridículos!

Mergy se defendió lo mejor que pudo. Las frases irónicas llovían sobre él, y estaba haciendo una triste figura, cuando el rey apareció de repente al final de la galería, y su presencia hizo que cesaran al instante las risas y burlerías. Cada uno se apresuró a ceder paso al monarca, y el silencio sucedió al tumulto.

El rey acompañaba al almirante, con el cual había conversado largo rato en su gabinete. Apoyaba familiarmente la mano sobre la espalda de Coligny, cuya barba gris y sus vestidos negros contrastaban con el aire juvenil de Carlos y sus ropas de brillantes bordados. Al verlos se diría que aquel rey joven, con un discernimiento muy raro en el trono, había sabido elegir por favorito al más virtuoso y sabio de sus súbditos.

Mientras atravesaban la galería y todas las miradas estaban fijas en ellos, Mergy escuchó a su oído la voz de la condesa, que murmuraba muy quedo:

—¡Sin guardarme rencor! Tened, y no mirad hasta que no estéis fuera.

Al mismo tiempo cayó cierta cosa en el sombrero que tenía en la mano. Era un papel con un sello y envuelto en algo duro. La guardó en el bolsillo, y un cuarto de hora después, en cuanto estuvo fuera del Louvre, lo abrió y encontró una pequeña llave y estas palabras escritas:

«Esta llave abre la puerta de mi jardín... Id hoy por la noche, a las diez... Os amo... Me ofreceré a vos sin antifaz alguno, y veréis al fin a doña María, que es vuestra.—Diana

El rey acompañó al almirante hasta el final de la galería.

—Adiós, mi señor —le dijo, estrechándole las manos—; ya sabéis cuánto os amo y respeto, y no ignoro que sois para mí el cuerpo y el alma.

Y acompañó esta frase de una carcajada. Después, al volver a su gabinete, se detuvo delante del capitán Jorge.

—Mañana, después de la misa —dijo—, vendréis a hablar conmigo en mi cámara.

Dio media vuelta, y luego de mirar con inquietud hacia la puerta por donde Coligny acababa de marchar, abandonó la galería para encerrarse con el mariscal de Retz.

XVII. La audiencia particular

«Do yon find
Your patience so predominant in your nature
That yon can let this go?»

(Shakespeare: Macbeth.)


El capitán Jorge se presentó en el Louvre a la hora indicada. Tan pronto como dijo su nombre, un ujier, levantando una mampara de tapicería, le introdujo en el gabinete del rey. El monarca, que estaba sentado junto a una mesa pequeña y en disposición de escribir, le hizo seña con la mano de que esperase, como si creyera perder al hablar el hilo de las ideas que le preocupaban entonces. El capitán, en una actitud respetuosa, permaneció de pie a seis pasos de la mesa y tuvo tiempo de pasear sus miradas sobre la cámara y observar al detalle su decorado.

Era muy sencillo, pues no consistía apenas sino en instrumentos de caza sin orden colgados de las paredes. Un buen cuadro representando a la Virgen, con un gran ramo de boj encima, estaba clavado entre un arcabuz y un cuerno de caza. La mesa sobre la cual escribía el monarca se hallaba cubierta de papeles y libros. Sobre el suelo, un rosario y un libro de Horas se mezclaban con filetes de caballos y campanillas de halcones. Un gran lebrel dormía en un cojín muy cerca de su amo.

De repente, el rey arrojó su pluma a tierra en un movimiento de furor y pronunció entre dientes un terrible juramento. Con la cabeza baja y paso irregular recorrió dos o tres veces lo largo de la estancia. Luego se detuvo repentinamente delante del capitán y le miró azorado, como si le advirtiera por primera vez.

—¡Ah! ¡Sois vos! —dijo retrocediendo un paso.

El capitán se inclinó hasta la cadera.

—Me alegro tanto de veros... Tenemos que hablar... Pero...

Y se detuvo.

La boca entreabierta, el cuello alargado, el pie izquierdo adelantando al derecho en seis pulgadas, en la posición, en fin, con que supongo que un pintor trazara la imagen representativa de la atención, quedó Jorge esperando el fin de la frase comenzada. Pero el rey había dejado caer su cabeza sobre el pecho, y parecía preocupado por ideas muy distintas y a muchas leguas de distancia de la que estuvo a punto de expresar hacía un momento.

Hubo un silencio de algunos minutos. Se sentó el rey y se llevó la mano a la frente como una persona muy fatigada.

—¡Diablo de rima! —exclamó golpeando el pie y haciendo retemblar las largas espuelas con que sus botas estaban armadas.

El gran lebrel se despertó sobresaltado y tomó el ruido por un llamamiento que se le dirigía; se levantó, se aproximó al sillón del rey y puso sus dos patas sobre las rodillas reales, y levantando su cabeza afilada, que sobrepujaba en mucho a la de Carlos, abrió una larga boca y bostezó sin la menor ceremonia, pues es dificilísimo que se adapte un perro a las costumbres delicadas de la corte.

El rey separó al can, que, suspirando, se volvió a dormir. Los ojos de Carlos encontraron por azar al capitán, y aquél dijo:

—Perdonadme, Jorge; es una... rima que me hace sudar sangre.

—¿Importuno acaso a vuestra majestad? —dijo el capitán, haciendo una gran reverencia.

—Nada, nada —contestó el rey.

Y levantándose, puso su mano sobre la espalda del capitán, con aire de gran familiaridad.

Sonreía al mismo tiempo; pero esta sonrisa era sólo de sus labios, pues sus ojos, distraídos, no tomaban en ella parte alguna.

—¿Estáis aún fatigado de la última cacería? —preguntó el rey, evidentemente cohibido para entrar en materia—. El ciervo tardó mucho tiempo en ser dominado.

—Señor, sería indigno de mandar un escuadrón de caballería ligera de vuestra majestad si me hubiese fatigado por una carrera como la del último día. Durante las pasadas guerras, M. de Guisa, al verme siempre montado, me llamó de sobrenombre el albanés.

—Sí; me han dicho, en efecto, que eres un gran jinete... Pero, dime: ¿sabes tú tirar bien con el arcabuz?

—Señor, creo que sí. Mas, sin embargo, estoy muy lejos de poseer la destreza de vuestra majestad... Ésa no la tiene todo el mundo.

—Toma este largo arcabuz y cárgale con doce perdigones. ¡Que me condene si a sesenta pasos se encuentra uno solo fuera del pecho de la víctima que tú tomes por blanco!

—Sesenta pasos es una gran distancia; ¡pero a mí me gustaría poco que hiciese esa prueba conmigo un tirador como vuestra majestad!

—Y a doscientos pasos metes una bala en un cuerpo humano, si la bala es de calibre.

El rey puso el arcabuz en las manos del capitán.

—Parece tan bueno como rico —dijo Jorge, después de haberle examinado cuidadosamente y hacer jugar el gatillo.

—Veo que dominas el arma, mi bravo soldado. Ponla en juego para ver cómo la manejas.

El capitán obedeció.

—Un arcabuz es una cosa bonita —continuó Carlos, hablando con lentitud—. A cien pasos de distancia, y con un leve movimiento de dedo, se puede uno desembarazar de un enemigo, sin que le valgan ni corazas ni cotas de malla.

Carlos IX, como se ha dicho, fuera a causa de una costumbre infantil, o fuera por timidez natural, no miraba nunca al rostro de la persona a quien se dirigía. Esta vez, sin embargo, miró fijamente al capitán, y con una expresión extraordinaria. Jorge bajó los ojos involuntariamente, y el rey los apartó rápido. Hubo un nuevo instante de silencio, que Jorge fue el primero en romper.

—Aunque se tenga mucha destreza con las armas de fuego, considero más seguras la espada y la lanza.

—Sí; pero el arcabuz...

Carlos sonrió de modo extraño, y añadió después:

—Me han dicho, Jorge, que has sido gravemente ofendido por el almirante.

—Señor...

—Lo sé... estoy seguro... Pero me gustaría oírlo contar a ti mismo.

—Es verdad, señor. Fui a hablarle de una enojosa cuestión que era para mí de sumo interés.

—¿El duelo de tu hermano? ¡Pardiez! Es un valiente muchacho, que ha merecido mi estimación. Comminges era un fatuo, y tenía bien ganado lo que le ha ocurrido. Pero, ¡por mi vida! ¿Cómo se las ha arreglado esa vieja barba gris para buscarte querella?

—Supongo que nuestras diferentes creencias, y mi conversión, que creía olvidada por los hugonotes.

—¿Olvidada?

—Vuestra majestad ha dado el ejemplo de olvido en los disentimientos religiosos, y vuestra rara e imparcial justicia...

—Aprende, camarada, cómo el almirante no olvida nunca.

—Ya lo advierto, señor.

Y la fisonomía de Jorge se obscureció.

—Dime, Jorge, ¿qué piensas hacer?

—¿Yo, señor?

—Sí; habla francamente.

—Señor, soy un pobre caballero, y el almirante, muy viejo para que yo pueda retarlo. Además, señor... —dijo inclinándose como si quisiera reparar con una frase cortesana la impresión que su atrevimiento hubiera producido en el rey—, ¡y el temor, para mí grande, de perder la consideración de vuestra majestad!...

—¡Bah! —exclamó el rey, y apoyó su mano derecha sobre la espalda de Jorge.

—Felizmente —siguió el capitán—, mi honor no se halla entre las manos del almirante; y si alguno de mi calidad osara mostrar dudas sobre ello, entonces yo suplicaría a vuestra majestad me permitiese...

—¿De modo que no te piensas vengar del almirante?... Sin embargo, su insolencia ha sido tremenda.

Jorge abrió los ojos asombrado.

—¡Te ha ofendido! —continuó el rey—. ¡Sí! ¡Que el diablo me lleve! ¡Te ha ofendido gravemente, me lo han dicho!... Un caballero no es un lacayo, y hay cosas que no se pueden sufrir ni de un príncipe.

—¿Cómo me puedo vengar de él? ¿Podría encontrar un medio de que nos batiéramos?

—Quizá... Pero...

El rey cogió el arcabuz y le puso en juego.

—¿Me comprendes? —añadió.

El capitán retrocedió unos pasos. El gesto del monarca era bastante claro, y la expresión diabólica de su fisonomía le explicaba mucho.

—¡Oh!, señor. ¿Vos me aconsejáis?

El rey golpeó fuertemente el suelo con el arcabuz y exclamó mirando al capitán con ojos furiosos:

—¡Aconsejarte! ¡Ira de Dios! ¡Yo no te aconsejo nada!

El capitán no sabía qué responder, e hizo lo que tantas personas hubiesen hecho en su caso: inclinarse y bajar los ojos.

Carlos prosiguió con un tono más dulce:

—Quiero decir que si tú le dieras un buen arcabuzazo para vengar tu honor... a mí me sería igual. ¡Voto al demonio! Un caballero no posee un bien más preciado que su honor, y en defensa de éste es perdonable cuanto haga... Y estos Chatillons son fieros e insolentes como criados de verdugos. Ya sé que a esos pícaros les gustaría retorcerme el cuello y ocupar mi plaza... Cuando veo al almirante me entran deseos a veces de arrancarle los pelos de la barba.

A este torrente palabrero de un hombre que no era pródigo de ordinario en su conversación, el capitán no respondió nada.

—Pues bien, ¡por la sangre de Cristo!, ¿qué piensas hacer?... En tu lugar, yo le aguardaría al salir de su... sermón, y desde alguna ventana le lanzaría un buen arcabuzazo en los riñones. ¡Pardiez! Mi primo Guisa lo sabría agradecer, y tú habrías hecho mucho por la paz del reino... ¿Sabes que ese parpaillot es más rey de Francia que yo mismo?... Te digo lo que pienso... Es necesario que aprenda a no hacer desgarrones en el honor de un caballero. Un desgarrón en el honor se paga con un desgarrón en la piel.

—El honor de un caballero se estropea, en vez de componerse, con un asesinato.

Esta respuesta fue para el rey como la herida de un rayo. Inmóvil, con las manos extendidas hacia el capitán, agarraba todavía el arcabuz que acababa de ofrecerle como instrumento de su venganza. Su boca, medio abierta, empalideció, y su mirada feroz, fija en la de Jorge, lanzaba y recibía a la vez una horrible fascinación.

El arcabuz escapó al fin de las manos temblorosas del rey, e hizo retemblar el suelo en su caída; el capitán se lanzó en el acto a recogerlo, y el rey se sentó entonces en su sillón, bajando la cabeza con aire sombrío. Los movimientos precipitados de su boca y sus cejas eran anuncio de los combates que se libraban en el fondo de su corazón.

—Capitán —dijo, después de un largo silencio—. ¿Dónde está tu escuadrón de caballería ligera?

—En Meaux, señor.

—Irás a reunirte con él dentro de poco, y tú mismo le conducirás a París... Dentro de algunos días recibirás la orden. Adiós.

En su voz se notaba un acento duro y colérico. El capitán le hizo un profundo saludo, y Carlos, mostrándole con la mano la puerta del gabinete, le indicaba que la audiencia había concluido.

El capitán salía lentamente, haciendo las reverencias al uso, cuando el rey se levantó con impaciencia, le asió de un brazo y le dijo:

—¡Por lo menos, punto en boca! ¡Ya me entiendes!

Jorge se inclinó y llevó su mano al pecho. Al abandonar la cámara le pareció escuchar al rey que llamaba al lebrel con voz dura, haciendo silbar su fusta de caza, como dispuesto a descargar su mal humor en el inocente animal.

De vuelta a su casa, Jorge escribió la carta siguiente, que hizo mandar al almirante:

«Uno que no os estima, pero que ama mucho su honor, os advierte que desconfiéis del duque de Guisa, o quizá de otra más alta persona. Vuestra vida está amenazada.»

Esta carta no produjo ningún efecto en el ánimo atrevido de Coligny. Es sabido que poco tiempo después, el 22 de agosto de 1572, fue herido de un arcabucazo por un facineroso llamado Maurevel, que recibió en aquella ocasión el sobrenombre de asesino al servicio del rey.

XVIII. El catecúmeno

«This pleasing to be school'd in a
strange tongue, by female lips and eyes.»

(Lord Byron: Don Juan, canto II.)


Cuando son discretos dos amantes, a veces transcurren hasta ocho días sin que el público se cerciore de ese amor. Pasado ese tiempo, la prudencia se suspende, las precauciones empiezan a parecer ridículas, y una mirada fácilmente sorprendida se interpreta con la misma facilidad, y ya todo está claro.

Así, los amores de la condesa de Turgis y de Mergy dejaron de ser muy pronto un secreto para la corte de Catalina. Una multitud de pruebas evidentes habría abierto los ojos hasta a los más ciegos... La señora de Turgis gustaba de las cintas lilas, y el tahalí de la espada de Mergy y su justillo y sus zapatos lucían adornos de ese color. La condesa había declarado en público su horror por la barba de mentón y su preferencia hacia los bigotes galantemente levantados; poco después, el mentón de Bernardo se presentaba afeitadísimo, y su bigote, desesperadamente rizado y peinado con toda clase de pomadas, presentaba unas guías enormes que por debajo de la nariz llegaban a cruzarse. Por si esto no fuera bastante, se llegó a decir que cualquier caballero que pasease una mañana por la calle de Assis habría visto abrir la puerta del jardín de la condesa y salir a un hombre, en el cual, a pesar de que iba cuidadosamente embozado en su capa hasta los ojos, reconocería con poco trabajo al caballero de Mergy.

Pero lo que parecía más terminante, y lo que realmente sorprendió a todo el mundo, era ver al joven hugonote, que antes odiaba implacablemente las ceremonias del culto católico, frecuentar ahora las iglesias con grande asiduidad, no faltar a ninguna procesión, y hasta mojar sus dedos en agua bendita, cosa que días antes hubiera considerado como un horrible sacrilegio. Los cortesanos se decían al oído que Diana acababa de ganar un alma para Dios, y muchos caballeros jóvenes de la religión reformada declararon que ellos acaso pensarían seriamente en convertirse, si en vez de capuchinos y franciscanos les predicaran los sermones jóvenes tan bonitas como la señora de Turgis.

Faltaba mucho, sin embargo, para que Bernardo se convirtiera. Es verdad que acompañaba a la condesa a la iglesia; pero era para colocarse al lado de su amada y no dejar de hablar mientras duraba la misa, con grande escándalo de los devotos. De este modo, no solamente no escuchaba el sacrificio, sino que impedía a los fieles que prestasen la atención conveniente. Iba a las procesiones porque en aquella época era algo tan divertido como en la actualidad una mascarada, y si no hacía escrúpulos de mojar sus dedos en agua bendita, era porque le daba derecho a estrechar delante de gente una blanca mano que temblaba al contacto con la suya. Pero si todavía conservaba su creencia, era a fuerza de terribles luchas, pues Diana argumentaba contra él con la ventaja de que escogía, para entablar sus disputas teológicas, los momentos en que Mergy no podía rehusarle ninguna cosa.

—¡Querido Bernardo! —le decía ella una noche, apoyando su cabeza sobre la espalda de su amante, mientras que él enlazaba en su cuello las trenzas de los cabellos negros—. ¡Querido Bernardo! Has oído esta tarde un sermón conmigo, ¿y no han hecho ningún efecto en tu corazón palabras tan conmovedoras? ¿Vas a permanecer insensible toda tu vida?

—Pero, ángel mío, ¿cómo quieres que la voz gangosa de un capuchino pueda lograr lo que no han conseguido tu voz dulce y tus argumentos religiosos, acompañados de tus miradas amorosas?

—¡Desgraciado! Quisiera estrangularte.

Y tirándole de una de las trenzas de su cabello, de las cuales le tenía asido, le atrajo más cerca de ella.

—¿Sabes en qué paso el tiempo durante el sermón? En contar las perlas que tienes entre tus rizos.

—Estaba segura de que no escuchas el sermón. Siempre es la misma historia. ¡Ah! —añadió con un poco de tristeza—. Veo que no me amas como yo te amo; si no fuera así, hace tiempo que estarías convertido.

—Pero, Diana, ¿para qué esas eternas discusiones? Dejémoslas para los doctores de la Sorbona y sus ministros, y nosotros pasemos el tiempo de otra manera más amable.

—¡Dejarlo!... Si te pudiera salvar, ¡qué feliz sería! Escucha, Bernardo: para salvarte, consentiría gustosa en doblar el número de años que debo estar en el purgatorio.

Mergy fue a tomarla en sus brazos sonriendo, pero ella le rechazó con una expresión de indecible tristeza.

—¡Ay! No harás nada por mí; no te preocupa el peligro que corre mi alma mientras me entrego a ti...

Y varias lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Pero, encanto, ¿no sabes que el amor excusa muchas cosas?

—Lo sé bien, y si yo pudiera salvar tu alma, todos mis pecados me serían perdonados, así como los que estamos cometiendo juntos y los que podamos cometer todavía... Todos, todos serían absueltos. ¿Qué digo? Nuestros mismos pecados habrían sido el instrumento de nuestra gracia.

Y al hablar de este modo le estrechaba en sus brazos con fuerza, y la vehemencia del entusiasmo que le animaba hacía tan cómica la situación, que Mergy tuvo necesidad de contenerse para no saludar con una gran carcajada esta extraña manera de predicar.

—Aguardemos un poco para la conversión, querida Diana, cuando los dos seamos algo viejos..., cuando los años nos impidan amarnos con tanto ardimiento.

—Me entristeces, desgraciado... ¿Por qué esa sonrisa diabólica en tus labios? ¿Crees que puedo desearlos ahora?

—Observa que yo no me sonrío.

—Vamos, ya estoy tranquila. Dime, querido Bernardo: ¿has leído el libro que te regalé?

—Sí, lo acabo de leer.

—¿Y qué te parece? Expone razonamientos contundentes, y ante ellos los incrédulos tienen que taparse la boca.

—Tu libro, querida Diana, no es más que un tejido de mentiras y de impertinencias. Es lo más imbécil que ha salido hasta ahora de una imprenta papista. Apostaría a que no lo has leído, aunque me hablas de él con tanta seguridad.

—No, no lo he leído todavía —dijo Diana, enrojeciendo un poco—; pero estoy segura de que se halla lleno de razón y de verdad. Lo prueba el propio encarnizamiento de los hugonotes en despreciarlo.

—¿Quieres que, por pasatiempo y con las Santas Escrituras en la mano, yo te demuestre...?

—¡Oh! Guárdate bien, Bernardo. Yo no leo las Escrituras, como hacen los herejes. No quiero que debilites mi creencia. Además, perderías el tiempo. Vosotros, los hugonotes, estáis siempre armados de una ciencia que desespera. Cuando disputáis os gusta arrojárnosla a la cara, y los pobres católicos que no han leído ni a Aristóteles ni la Biblia no saben cómo contestar.

—¡Ah! Pero es que vosotros, los católicos, creéis las cosas porque sí, sin tomaros la molestia de comprobar si son razonables o no. Nosotros, en cambio, estudiamos nuestra religión antes de defenderla, y, sobre todo, antes de quererla propagar.

—¡Ah! ¡Quién tuviera la elocuencia del franciscano padre Giron!

—Es un imbécil y un charlatán. No sabe más que gritar. Hace seis años, en una conferencia pública, le revolcó nuestro pastor Houdart.

—¡Mentiras! ¡Mentiras de los herejes!

—¡Cómo! ¿No sabes tú que en el curso de la discusión se vio que al buen padre le caían gruesas gotas de sudor sobre un Crisóstomo que tenía en la mano? ¿Lo hacía acaso por gracia?

—No te quiero oír. No envenenes mis oídos con tus herejías. Bernardo, mi querido Bernardo, yo te conjuro a que no escuches esas doctrinas de Satanás, que te llevarán al infierno. Salva tu alma ingresando en nuestra Iglesia.

Y, como a pesar de sus instancias, leyese en los ojos de su amante la incredulidad, añadió:

—Si me amas, renuncia por mí a tus condenables ideas.

—Me sería más fácil, querida Diana, renunciar por ti a la vida que no a lo que mi razón ha comprobado una verdad. ¿Cómo quieres que tu amor me impida creer que dos y dos son cuatro?

—Cruel.

Mergy tenía un medio infalible para terminar las discusiones de esta especie, y se empleó:

—¡Ay, querido Bernardo! —dijo la condesa con voz lánguida, cuando el nuevo día obligó a Mergy a retirarse—; me condenaré por ti, sin tener el consuelo de salvarte.

—No te preocupes, ángel mío. El padre Giron nos absolverá in articulo mortis.

XIX. El franciscano

«Monachus in claustra
mon valet ova duo:
sed quando est extra,
bene valet triginto.»


Al día siguiente del matrimonio de Margarita con el rey de Navarra, el capitán Jorge, por orden superior, abandonó París, para ponerse al frente de su escuadrón de caballería ligera, que guarnecía Meaux. Su hermano le dio el adiós con gran cariño, y esperando volver a verle antes de que concluyeran las fiestas, se resignó de buen grado a habitar solo la casa unos cuantos días. La señora de Turgis le distraía bastante para que pudiesen asustarle algunos momentos de soledad. Toda la noche la pasaba fuera de casa, y el día entero le dedicaba a dormir.

El viernes 22 de agosto de 1572, el almirante fue gravemente herido por un facineroso llamado Maurevel. Como el rumor había atribuido el cobarde asesinato al duque de Guisa, este señor se creyó en el caso de abandonar París para substraerse a los lamentos y a las amenazas de los reformistas. El rey, de momento, pareció querer perseguir al duque con gran rigor; pero luego no puso ningún obstáculo a su regreso, que fue señalado por la horrible matanza del 24 de agosto.

Un gran número de caballeros protestantes, jinetes en briosos caballos, después de haber ido a visitar al almirante, recorrieron las calles con la intención de buscar al duque de Guisa o a sus amigos y entablar contienda si los encontraban. No ocurrió nada, sin embargo. El populacho, asustado ante el número, o quizá queriendo reservarse para mejor ocasión, guardó silencio ante el formidable grupo, y sin darse por enterado, les oyó gritar: ¡Mueran los asesinos del almirante! ¡Abajo los guisistas!

A la vuelta de una calle, una docena de jóvenes católicos y varios servidores de Guisa se presentaron inopinadamente delante del grupo protestante. Se esperaba una pendencia seria; pero no sucedió nada. Los católicos, acaso por prudencia, o tal vez porque obraran con órdenes precisas, no respondieron a las injurias de los protestantes, y un joven de buen aspecto que marchaba a la cabeza de aquéllos avanzó hacia Mergy, y saludándole con cortesía, le dijo en tono amistoso y familiar:

—Buenos días, caballero de Mergy. ¿Sin duda habréis visto a M. de Chatillon? ¿Cómo se encuentra? ¿Ha sido preso el asesino?

Los dos grupos se detuvieron. Mergy reconoció el barón de Vandreuil, correspondió a su saludo y respondió a sus preguntas. Se entablaron numerosas conversaciones particulares, y como duraron poco, ambos bandos se separaron sin disputar. Los católicos cedieron la calle y cada uno prosiguió su camino.

El barón de Vandreuil había detenido a Mergy bastante tiempo; de modo que nuestro héroe se quedó algo detrás de sus compañeros. Al despedirle, le dijo Vandreuil, mientras examinaba la silla de su caballo:

—¡Tened cuidado! Mucho me equivoco, o a este animal no le aprieta bien la cincha. ¡Estad prevenido!

Mergy puso pie en tierra y encinchó de nuevo al caballo. En cuanto volvió a montar, pudo advertir que alguien iba al trote largo detrás de él. Volvió la cabeza y se encontró con un hombre joven, cuya figura le era desconocida y que formaba parte del grupo que acababa de abandonar.

—¡Ira de Dios! —dijo el perseguidor al alcanzar a Bernardo—. Me satisfaría mucho encontrar a uno de esos que van gritando: ¡Abajo los guisistas!

—Pues no debéis correr demasiado para encontrarlo —respondió Mergy—. Aquí hay uno a vuestra disposición.

—¿Seréis por casualidad de la pandilla de esos granujas?

Mergy desenvainó rápidamente, y con un planazo de su espada golpeó el rostro del amigo de los Guisas. Éste sacó una pistola y disparó; pero felizmente erró el golpe. El amante de Diana respondió con una gran estocada a la cabeza de su enemigo, que cayó del caballo bañado en sangre. El populacho, hasta entonces espectador impasible, tomó partido por el herido. El caballero hugonote fue asediado a pedradas y estacazos, y como toda resistencia contra la multitud era inútil, decidió picar espuelas y partir al galope. Al querer dar rápido la vuelta a un ángulo de la calle, cayó a tierra el noble bruto, derribando al jinete, que resultó sin herida alguna, pero impedido de proseguir su huida para librarse del populacho furioso que le rodeaba. Entonces se adosó contra la pared y pudo defenderse algunos momentos con la espada contra los primeros que se presentaron. Pero un fuerte bastonazo rompió la hoja de su arma, y hubiese sido derribado y hecho pedazos por la multitud, si un franciscano, colocándose delante de los hombres que le perseguían, no le hubiera cubierto con su propio cuerpo.

—¿Qué hacéis, hijos míos? —exclamó—. Dejad a ese hombre. No es culpable.

—Es un hugonote —gritaron cien voces furiosas.

—Pues bien. Dejadle tiempo de arrepentirse. Lo tiene todavía.

Las manos que sujetaran a Mergy le soltaron en seguida. Se levantó rápido, recogió el trozo de su espada y se dispuso a vender muy cara su vida, si de nuevo era atacado.

—Dejad vivir a este hombre —dijo el fraile—, y tened paciencia. Dentro de poco, los hugonotes irán a misa.

—¡Paciencia! ¡Paciencia! —repitieron numerosas veces con mal humor—. Hace mucho tiempo que se nos habla de paciencia, y, entre tanto, cada domingo los hugonotes en sus iglesias escandalizan con sus cánticos a los cristianos honestos.

—¡Eh! ¿No conocéis el proverbio: Tanto canta el búho, que al fin enloquece? —dijo el fraile en tono burlón—. Dejadle chillar todavía un poco; pronto, por la gracia de Nuestra Señora, les oiréis cantar misa en latín. En cuanto a este joven parpaillot, dejádmelo a mí y haré de él un buen cristiano. ¡Vamos! No quemad el asado para comerlo más pronto.

La muchedumbre se dispersó murmurando, pero sin dirigir la menor injuria a Mergy, al que dejaron hasta su caballo.

—Es la primera vez en mi vida que he visto con placer vuestro traje —dijo Bernardo al fraile—. Creed en mi reconocimiento, y aceptad esta bolsa.

—Si la destináis para los pobres, acepto, caballero. Sabréis que me intereso por vos. Conozco mucho a vuestro hermano y quiero que todo os vaya bien.

—Os lo agradezco, padre; pero no tengo ningún deseo de convertirme... ¿Pero de qué me conocéis? ¿Cuál es vuestro nombre?

—Me llamo el hermano Lubin..., y... pícaro, ya os veo rondar con frecuencia alrededor de cierta casa... ¡Chist!... Decidme, caballero de Mergy: ¿creéis ahora que un fraile pueda hacer el bien?

—Por todas partes publicaré vuestra generosidad, padre Lubin.

—¿Y no queréis abandonar el sermón por la misa?

—No, de ningún modo. No iré nunca a la iglesia más que para oír vuestras predicaciones.

—Sois hombre de gusto a lo que parece.

—Y el más grande de vuestros admiradores.

—Me duele que queráis continuar con vuestra herejía. Os he prevenido; he hecho lo que puedo... Por lo tanto, me lavo las manos. Adiós, buen muchacho.

—Adiós, padre.

Mergy montó de nuevo en su caballo y se dirigió a su casa, un poco molido, pero muy satisfecho de haber salido bien librado de un riesgo gravísimo.

XX. La caballería ligera

He amongts us
that spares his father, brother,
or his friend is damned.»

(Otway: Vence preservada.)


La tarde del 24 de agosto, un escuadrón de caballería ligera entró en París por la puerta de San Antonio. Las botas y los trajes de los jinetes, cubiertos de polvo, delataban que venían de hacer una larga caminata. Las últimas luces del Sol expirante esclarecían los rostros curtidos de los soldados, en los cuales se podía leer cierta vaga inquietud que les hacía sentir la proximidad de un suceso que aún desconocían, pero que por instinto juzgaban de naturaleza funesta.

La tropa se dirigió al paso hacia un gran espacio de terreno sin edificar que se extendía cerca del antiguo palacio de Tornillos. Allí, el capitán ordenó hacer alto, y envió para el reconocimiento a una docena de hombres, al mando del teniente, y colocó centinelas, con la mecha encendida, a la entrada de las calles vecinas, como si estuviera aguardando la llegada del enemigo. Después de haber tomado esta precaución extraordinaria volvió al frente de su escuadrón.

—¡Sargento! —dijo con voz más dura y más imperiosa que de costumbre.

Un viejo jinete, que tenía el sombrero ornado de un galón de oro y que llevaba una banda bordada, se aproximó respetuosamente a su jefe.

—¿Todos los soldados están provistos de mechas?

—Sí, capitán.

—Las gualderas de cureña, ¿están preparadas? ¿Hay balas en cantidad suficiente?

—Sí, capitán.

—Bien.

E hizo marchar al paso a su cabalgadura delante de sus soldados. El sargento le seguía a la distancia del largo de un caballo. Había advertido la intranquilidad del capitán y dudaba en preguntarle. Al fin tomó valor.

—Capitán, ¿permitís a los soldados que den de comer a las bestias? Sabéis que no han comido en todo el día.

—No lo autorizo.

—Un poco de avena. Concluyen en seguida.

—¡Que ni un solo caballo sea desbridado!

—Es que si fuese necesario que trabajasen esta noche... Como se dice... que tal vez...

El capitán hizo un gesto de impaciencia.

—¡Volved a vuestro puesto! —dijo secamente.

Y continuó paseándose. El sargento se juntó con los soldados.

—¿Qué ocurre, sargento? ¿Es verdad lo que se dice? ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué ha dicho? ¿Qué le ha dicho el capitán?

Una veintena de preguntas le fueron dirigidas a la vez por los veteranos, cuyos servicios y una costumbre de camaradería autorizaban esta familiaridad con un superior.

—¡Vamos a ver cosas buenas! —dijo el sargento en el tono de un hombre que sabe más de lo que dice.

—¿Cómo? ¿Cómo?

—No quiere que desbridemos a los caballos ni por un instante..., porque..., ¿quién sabe?..., de un momento a otro puede tener necesidad de nuestros servicios.

—¡Ah! ¿Pero nos vamos a batir? ¿Y contra quién? —preguntó el teniente.

—¿Contra quién? —dijo el sargento, repitiendo la pregunta para tener tiempo de reflexionar—. ¡Pardiez! ¿Contra quién va a ser? Pues contra los enemigos del rey.

—Sí. Pero ¿quiénes son los enemigos del rey? —insistió el terco preguntón.

—¡Los enemigos del rey!... ¡Ésos serán!

Y se encogió de hombros desdeñosamente.

—Los españoles son los enemigos del rey —observó uno de los soldados—. Pero no creo que hayan venido en catimini sin que nadie los advierta.

—¡Bah! —manifestó otro—. Yo conozco enemigos del rey que no son españoles.

—Berrando tiene razón —dijo el sargento—, y me figuro de quiénes habla.

—¿De cuáles?

—De los hugonotes —dijo Berrando—. No hace falta ser brujo para notarlo. Todo el mundo sabe que los hugonotes han tomado su religión de Alemania, y yo tengo la seguridad de que los alemanes son nuestros enemigos, y contra ellos he peleado con frecuencia, sobre todo en San Quintín, donde se batían como demonios.

—Todo eso está muy bien —opinó otro—; pero la paz ha sido hecha, y para celebrarla y que no se olvide ha habido mucha música.

—La prueba de que no son nuestros enemigos —dijo un soldado joven y mejor trajeado que los demás— es que el conde de la Rochefoucauld mandará la caballería ligera de la guerra que vamos a hacer en Flandes. ¿Y no es sabido que la Rochefoucauld pertenece a la religión protestante? ¡Que me lleve el diablo si ese conde no es reformista de los pies a la cabeza! Lleva espuelas a lo Condé y el sombrero a lo hugonote.

—¡Mala peste se le lleve! —exclamó el sargento—. Tú no sabes nada, Merlin. No estabas todavía con nosotros. Fue la Rochefoucauld quien dirigió la emboscada, que nos impidió llegar a tiempo a La Robraye en Poitou. Es un costal de malicias y un pícaro consumado.

—Además, ha dicho —añadió Berrando— que una compañía de alemanes vale más que un escuadrón de caballería ligera. Estoy tan seguro de ello como de que estos caballos han galopado. Me lo dijo un paje de la reina.

Un movimiento de indignación se manifestó en el auditorio; pero cedió bien pronto a la natural curiosidad de saber contra quién se dirigían los preparativos belicosos y las precauciones extraordinarias que se acababan de adoptar.

—¿Es verdad, sargento —preguntó el teniente—, que ayer han querido matar al rey?

—Apostaría que ésas son cosas de herejes.

—El hostelero de la Cruz de San Andrés, donde hemos almorzado —dijo Berrando—, nos ha dicho que los hugonotes quieren concluir con las misas.

—En ese caso comeremos cerdo todos los días —observó Merlin filosóficamente—. Pedazos de tocino en lugar de la gamella de habas. No hay por qué afligirse.

—Sí; pero en cuanto los hugonotes manden, la primera cosa que harán es disolver todos los escuadrones de caballería ligera para substituirlos por esos perros de alemanes.

—Si esto fuera así, sería voluntario para darles la grupa. ¡Por mi vida! Me voy a hacer buen católico. Decid, Bertrand: vos, que habéis servido con el almirante, ¿es verdad que no paga más que ocho sueldos a sus jinetes?

—Ni un dinero más da ese viejo leproso... Le tuve que abandonar después de la primera campana.

—¡De qué mal humor está hoy el capitán! —dijo otro—. Un hombre que de ordinario es tan francote y que charla gustoso con el soldado, no ha despegado los labios en todo el camino.

—Son las noticias que corren, que le fastidian —respondió el sargento.

—¿Y qué noticias?

—Por la apariencia, lo que quieren hacer los hugonotes.

—La guerra civil va a recomenzar —dijo Berrando.

—Mejor para nosotros —contestó Merlin, que veía siempre el lado bueno de todas las cosas—. Habrá entonces estocadas y tiros, aldeas que quemar y hugonotes a los cuales sacudiremos fuerte.

—Todo parece tener la apariencia de que han querido resucitar el viejo asunto de Amboise —dijo el sargento—. Por esto nos han hecho venir... Guardemos buen orden.

En este momento el teniente llegó con tropa, se acercó al capitán y le habló bajo, mientras los soldados que le habían acompañado se mezclaban con sus camaradas.

—¡Por mi vida! —dijo uno de los que habían ido al reconocimiento—. No sé lo que ocurre hoy en París. No hemos visto ni un gato en la calle; pero, en cambio, la Bastilla está repleta de tropas. He observado que las picas de los suizos abundan tanto en la corte como las espigas de trigo en los campos.

—No habría menos de quinientos —añadió otro.

—Lo que es cierto —dijo el primero —es que los hugonotes han querido asesinar al rey, y que durante el alboroto el almirante ha sido herido por la propia mano del duque de Guisa.

—¡Ah, el bandido!... Muy bien hecho —exclamó el sargento.

—Además —continuó aquél—, los suizos dicen en su jerga que ya están hartos de sufrir herejes en Francia.

—Durante mucho tiempo se han fiado de ellos —dijo Merlin.

—¿No podrán decir los hugonotes que nos han derrotado en Jarnac y Montcontourt, a pesar de su fantasía y su petulancia?

—Quisieran —dijo el teniente— engullir la tajada y que nosotros nos comiéramos los codos.

—Ya es hora de que los buenos católicos les demos lo que se merecen.

—Por mí —dijo el sargento—, si dice el rey: «¡Mata esos granujas!», que pierda mi tahalí si espero a oírlo dos veces.

—¡Oye, Belle-Rose! Dinos algo de lo que ha hecho el teniente —preguntó Merlín.

—Ha hablado con una especie de oficial de los suizos. Debía de ser cosa curiosa, pues exclamaba a cada momento: «¡Ah Dios mío! ¡Ah Dios mio!»

—Silencio... Mirad esos jinetes que llegan al galope... Sin duda nos traen una orden.

—Me parece que no son sino dos. El capitán y el teniente van a su encuentro.

En efecto, dos jinetes se dirigían rápidamente hacia el escuadrón de caballería ligera. El uno, ricamente vestido y llevando un sombrero cubierto de plumas y una banda verde, montaba un caballo de batalla. Su compañero era un hombre grueso y pequeño de estatura, que lucía un traje negro y mostraba un gran crucifijo de madera.

—Nos vamos a batir, seguro —dijo el sargento—; pues envían un limosnero para que confiese a los heridos.

—Es poco agradable batirse sin haber comido —dijo Merlin por lo bajo.

Los dos jinetes fueron deteniendo la marcha de sus caballos, de modo que al juntarse con el capitán les pudieron parar sin esfuerzo.

—Beso las manos de M. De Mergy —dijo el hombre de la escarapela verde—. ¿Reconocéis a vuestro servidor Tomás de Maurevel?

El capitán ignoraba todavía el nuevo crimen de Maurevel, pero le conocía como el asesino del bravo Mouy. Así es que le contestó secamente:

—No conozco a M. De Maurevel. ¿Supongo que habréis venido para decirnos por qué nos han traído aquí?

—Se trata, caballero, de salvar a nuestro buen rey y a nuestra santa religión del peligro que los amenaza.

—¿Cuál es ese peligro? —preguntó Jorge en tono de desprecio.

—Los hugonotes han conspirado contra su majestad; pero su miserable maquinación ha sido descubierta a tiempo, gracias a Dios, y todos los buenos cristianos deben reunirse esta noche para exterminarlos, aprovechando su sueño.

—Como fueron exterminados los medianitas por el fuerte Gedeón —dijo el hombre del traje negro.

—¿Qué decís? —dijo Mergy estremecido de horror.

—Los hugonotes están armados —prosiguió Maurevel—; pero dominan la ciudad los guardias franceses y tres mil suizos. Contamos en conjunto con sesenta mil hombres; a las once en punto será dada la señal y comenzará el movimiento.

—¡Miserable impostor! ¿Qué infame mentira estáis divulgando? El rey no ordena asesinatos... Todo lo más, los paga.

Pero al hablar así, Jorge recordó la extraña conversación que hacía algunos días sostuvo con Carlos IX.

—No os encolericéis, señor capitán; si el servicio del rey no reclamara todos mis cuidados, sabría contestar a vuestras injurias. Escuchadme: vengo de parte de su majestad para requeriros que me acompañéis con vuestros soldados. Estamos encargados de la calle de San Antonio y de sus cuarteles vecinos. El reverendo padre Malebouche va a exhortar a la tropa, y les distribuirá cruces blancas, como llevan todos los católicos, a fin de que en la obscuridad no se confunda los fieles con los herejes.

—¿Y creéis que yo voy a prestarme a que se asesine gente indefensa?

—Sois católico y reconocéis como rey a Carlos IX. ¿Conocéis la firma del mariscal de Retz, al cual estáis obligado a guardar obediencia?

Y le enseñó un papel que llevaba en su cintura.

Mergy hizo aproximar a un soldado, que le presentó una antorcha de paja encendida en la mecha de un arcabuz. A esta luz leyó una orden en regla, en la que se le encargaba prestar ayuda a la guardia burguesa y obedecer a M. De Maurevel para un servicio que dicho señor debía explicarle. Adjunta a esta orden había una lista de nombres con el siguiente título: Lista de los herejes que deben morir en el barrio de San Antonio. La fogata de la antorcha que se quemaba en manos de los soldados mostró a toda la tropa la emoción profunda que producía en su jefe esta orden, que ignoraba hasta entonces.

—Jamás mis soldados harán el oficio de asesinos —dijo Jorge, arrojando el papel al rostro de Maurevel.

—Éstos no se pueden llamar asesinatos —replicó el sacerdote—; se trata de herejes, y es, por lo tanto, justicia lo que se va a hacer en este lugar.

—Bravos soldados —exclamó Maurevel, dirigiéndose al escuadrón—: Los hugonotes quieren asesinar al rey y a los católicos. Es preciso anticiparnos. Esta noche les sorprenderemos dormidos y les mataremos... El rey autoriza el saqueo de sus casas.

Un grito feroz de alegría partió de las filas.

—¡Viva el rey! ¡Mueran los hugonotes!

—¡Silencio en las filas! —exclamó el capitán con voz tonante—. Sólo yo tengo el derecho de mandar a estos soldados. Camaradas: lo que dice ese miserable no puede ser verdad, y aunque el rey lo hubiese ordenado, nunca mis gentes podrían matar a gente indefensa.

Los soldados guardaron silencio.

—¡Viva el rey! ¡Mueran los hugonotes! —exclamaron casi a la vez Maurevel y su acompañante.

Y la soldadesca repitió con entusiasmo:

—¡Viva el rey! ¡Mueran los hugonotes!

—Capitán, ¿obedeceréis? —dijo Maurevel.

—Yo ya no soy capitán —exclamó Jorge, y se arrancó el alzacuello y la banda, insignias de su dignidad.

—¡Apoderaos de ese traidor! —exclamó Maurevel, sacando su espada—. Matad a ese rebelde que desobedece a su rey.

Pero ni un soldado osó levantar la mano contra su jefe... Jorge hizo saltar la espada de la mano de Maurevel; pero en vez de atravesarle con la suya, se contentó con golpearle con el puño en la cara, tan violentamente, que le hizo caer por el suelo.

—Adiós, cobardes —dijo a su tropa—. Creía tener soldados y no asesinos.

Después, volviéndose hacia el teniente, añadió:

—Alfonso, si queréis ser capitán, aquí tenéis una buena ocasión. Poneos a la cabeza de esos bandidos.

Y diciendo estas palabras picó espuelas y se alejó al galope hacia el interior de la ciudad. El teniente dio algunos pasos como para seguirle; pero pronto detuvo el paso de su caballo, volvió bridas y se incorporó al escuadrón, juzgando tal vez que el consejo del capitán, aunque dado en un momento de cólera, no era malo de seguir.

Maurevel, todavía aturdido del tremendo golpe que acababa de recibir, montó a caballo blasfemando; el cura elevaba su crucifijo y exhortaba a los soldados a no perdonar ni un solo hugonote, a ahogar la herejía en ríos de sangre.

La tropa, que un momento había estado dudosa ante la actitud del capitán, al verse desembarazada de su presencia, y ante la perspectiva de un gran saqueo, se decidió pronto. Sacaron todos sus sables, y colocándolos por encima de su cabeza, juraron ejecutar fielmente cuanto les mandara Maurevel.

XXI. Último esfuerzo

«Soothsayer
Beware the Ides of March.»

(Shakespeare: Julius Caesar.)


La misma tarde, y a la hora acostumbrada, Mergy salía de su casa envuelto en una capa grisácea, con el sombrero caído hasta los ojos, y mostrando la natural discreción, se dirigió hacia la vivienda de la condesa. Sólo había dado algunos pasos cuando se encontró con el cirujano Ambrosio Paré, que le había cuidado cuando estuvo herido. Paré, sin duda, salía del hotel de Chatillon, y Mergy se dio a conocer para preguntarle noticias del almirante.

—Va mejor —dijo el cirujano—, la herida se presenta bien. Con la ayuda de Dios curará. Espero que la poción que le he prescrito para esta noche le haga bien y pueda dormir tranquilamente.

Un hombre del pueblo que pasaba junto a ellos había escuchado que hablaban del almirante. Cuando se alejó lo suficiente para poder insolentarse sin miedo a un correctivo, gritó:

—Ese demonio de almirante irá pronto a bailar la danza en Montfaucon.

Y huyó a todo el correr de sus piernas.

—¡Canalla! ¡Miserable! —dijo Mergy—. Es una vergüenza que nuestro almirante se vea obligado a vivir en una ciudad donde tiene tantos enemigos.

—Felizmente su palacio está bien guardado —respondió el cirujano—. Cuando le abandoné, las escaleras estaban llenas de soldados y las luces se habían encendido. ¡Ah!, caballero de Mergy, las gentes de esta ciudad no nos quieren... Pero ya es tarde, y tengo que volver al Louvre.

Se separaron cortésmente y Mergy continuó su camino, absorto en sus pensamientos color de rosa, que le hacían olvidar al almirante y a los católicos. Sin embargo, no pudieron aquéllos impedirle notar un movimiento extraordinario en las calles de París, en general poco frecuentadas después de caer el día. Encontró muchos mozos de cordel que llevaban sobre sus espaldas unos fardos de forma rara y que parecían contener picas; vio también destacamentos de soldados que marchaban en silencio con las armas en alto y las mechas encendidas; muchas ventanas se abrían precipitadamente y en ellas se mostraban algunas personas con luces, desapareciendo en el acto.

—¡Hola! —exclamó—, buen hombre. ¿Adónde lleváis esa armadura a estas horas?

—Al Louvre, caballero, para la diversión de esta noche.

—Camarada —dijo Mergy a un sargento que mandaba una patrulla—, ¿a qué sitio os dirigís armados en pie de guerra?

—Al Louvre, caballero, a la diversión de esta noche.

—¡Hola, paje! Esos caballos que llevan tus compañeros y parecen preparados para entrar en batalla, ¿a qué lugar los conducen?

—Al Louvre, caballero, para la diversión de esta noche.

—¡La diversión de esta noche! —se dijo Mergy—. Parece que todo el mundo menos yo está en el secreto. Pero poco me importa. El rey puede divertirse sin mí, y yo tengo poca curiosidad en saber cuáles son sus diversiones.

Un poco más lejos se fijó en un hombre mal vestido que se detenía delante de algunas casas y que marcaba en los portales con tiza una cruz blanca.

—¡Oiga, buen hombre! —dijo—. ¿Sois un furriel que debe hospedar soldados, para marcar así las habitaciones?

El desconocido desapareció sin responder.

Al volver una calle y entrar en la que vivía la condesa, chocó Mergy con un hombre, como él, embozado en una gran capa, y que caminaba en sentido contrario. A pesar de la obscuridad y del cuidado que parecían poner en ocultarse el uno del otro, se reconocieron en seguida.

—¡Ah! Buenas noches, señor de Beville —dijo Mergy, tendiéndole la mano.

Y para estrechar su diestra tuvo que hacer Beville un extraño movimiento con su capa. De la mano derecha a la izquierda cambió una cosa muy pesada que conducía... La capa se entreabrió un poco.

—¡Salud al valiente campeón amado de las damas! —exclamó Beville—. Apostaría a que mi noble amigo va a gozar de su buena fortuna.

—¿Y vos, caballero?... Me parece que algunos maridos se muestran hacia vos muy malhumorados. O me equivoco mucho, o eso que lleváis en las espaldas es una cota de malla y lo que ocultáis entre la capa son dos buenas pistolas.

—Es necesario ser prudente, Bernardo; muy prudente...

Y al pronunciar estas palabras arregló su capa en forma que ocultase cuidadosamente las armas que conducía.

—Lamento mucho no poder ofreceros esta noche mi espada y mis servicios para guardar la calle y hacer centinela ante la casa de vuestra amada. Me es imposible por hoy; pero en otra ocasión podéis disponer de mí.

—Esta noche no podéis venir conmigo, caballero de Mergy.

Y acompañó estas pocas palabras de una sonrisa extraña.

—Entonces, buena suerte. ¡Adiós!

—Os deseo también buena suerte.

Y puso un cierto énfasis en este cumplimiento. Se separaron; y Mergy había ya andado algunos pases, cuando escuchó que de nuevo le llamaba Beville. Se volvió y pudo ver que venía hacia él.

—¿Está vuestro hermano en París?

—Le espero de un momento a otro... ¡Ah!... Decidme... ¿sois de la diversión de esta noche?

—¿De la diversión?...

—Sí; por todas partes se dice que esta noche se divertirán mucho en la corte.

Beville murmuró entre dientes algunas palabras.

—¡Adiós! —dijo Mergy—. Tengo un poco de prisa, y... ya comprenderéis lo que quiero decir.

—¡Escuchad! ¡Escuchad!... Una sola palabra... No os puedo abandonar sin daros un consejo de verdadero amigo.

—¿Qué consejo?

—No paséis le noche en casa de ella. Creédmelo. Me lo agradeceréis mañana.

—¿Ése es vuestro consejo? Pero no lo comprendo... ¿Quién es ella?

—¡Bah! Ya nos entendemos... Pero si sois prudente debéis atravesar el Sena esta misma noche.

—¿Es una broma que me dais?

—No; en mi vida he hablado más seriamente... Pasad el Sena, os digo, y que el diablo os dé prisa... Llegad hasta el convento de los jacobinos, en la calle de Santiago. Pasadas dos puertas de la iglesia veréis un gran crucifijo de madera, clavado en las paredes de una casa de mezquino aspecto. Resulta algo cómica, pero no debe importaros. Golpead la puerta y os recibirá una vieja muy cariñosa que es de toda mi confianza... ¡Vamos!... Pasad al otro lado del Sena... Allí os espera la señora Brulard y sus gentiles y lindas sobrinitas... ¿Me entendéis?

—Sois graciosísimo... Muy buenas noches.

—No; seguid el aviso que os doy. ¡Os aseguro por mi honor de caballero que lo agradeceréis!

—Muchas gracias... Lo aprovecharé en otra ocasión... Ahora me están esperando.

—¡Pasad el Sena, Mergy! Es mi última palabra. Si os sucede alguna desgracia por no haberme hecho caso, yo me lavo las manos.

El tono de Beville eran tan serio y tan fuera de costumbre, que sorprendió a Mergy, el cual se creyó en el caso de llamarle otra vez.

—¿Pero qué diablos queréis decir, caballero de Beville?... Explicaos, y no habladme con enigmas.

—Mi buen amigo, acaso no debiera hablaros tan claramente; pero pasad el río antes de que sea media noche... y adiós.

—Pero...

Beville estaba ya lejos... Mergy le siguió un instante; pero vergonzoso de perder un tiempo que podría ser muy bien empleado, continuó su camino y se aproximó al jardín objeto de su viaje. Se vio obligado a pasearse algún tiempo a lo largo de la calle en espera de que se alejaran varios transeúntes, pues temía que se sorprendieran de verle entrar a aquellas horas en una casa, y por una puerta que no era la principal... La noche era hermosa; un agradable airecillo había amortiguado el calor; la Luna aparecía y desaparecía entre nubes blancas. Era una noche para amar.

La calle quedó desierta a los pocos momentos. Bernardo abrió la puerta del jardín y la cerró sin ruido. Su corazón latía con fuerza y no pensaba sino en los placeres que le esperaban junto a Diana, pues habían desaparecido las ideas siniestras que las extrañas palabras de Beville hicieron nacer en su espíritu.

De puntillas se aproximó a la casa. Una luz detrás de una cortina roja brillaba a través de una ventana; era la señal convenida... Mergy entró rápidamente en el oratorio de su amada.

Diana estaba a medio acostar en un lecho bajo, recubierto con damasco azul obscuro. Sus negros cabellos, en desorden, cubrían totalmente la almohada, en donde apoyaba la cabeza. Tenía los ojos cerrados, y parecía hacer esfuerzos para conservarlos así. Una lámpara de plata esclarecía la estancia y proyectaba toda su luz sobre la figura pálida y los labios ígneos de la condesa de Turgis. No dormía; pero al verla, se creyera que estaba atormentada por una horrorosa pesadilla... Al advertir el ruido que las botas de Mergy producían en la alfombra, levantó la cabeza, abrió los ojos y la boca, y ahogándose prorrumpió en un grito miedoso.

—¿Te asusto, ángel mío? —dijo Mergy de rodillas delante de ella, e inclinándose ante la almohada donde Diana acababa de dejar caer la cabeza.

—Al fin llegaste... Dios sea loado.

—¿Te he hecho esperar? No es todavía la media noche.

—¡Ah! Déjame..., Bernardo... ¿No te ha visto entrar nadie?

—Nadie... ¿Pero qué te pasa, mi amor? ¿Por qué tus labios graciosos huyen de los míos?

—¡Ah, Bernardo! Si tú supieras... ¡Oh! No me atormentes más; te lo ruego. Sufro horriblemente... Tengo una jaqueca espantosa... Mi cabeza está ardiendo.

—¡Pobrecita!

—Siéntate al lado mío... Y, por favor, no me pidas nada esta noche... Estoy muy enferma.

Hundió su cabeza entre las almohadas y dejó escapar un gemido doloroso.

De repente se puso de codos en la cama, sacudió sus cabellos, que le cubrían toda su figura, y cogiendo la mano de Mergy, se la llevó a la sien.

Bernardo sintió latir la arteria con gran fuerza.

—Tu mano está fría y me hace bien —dijo ella.

—¡Mi Diana! Quisiera tener la jaqueca en lugar tuyo —dijo el caballero, besando la frente, que era fuego.

—¡Ah! Sí..., y yo querría... Pasa la punta de tus dedos sobre mis párpados... esto me aliviará... Creo que si llorara sufriría menos; pero no puedo llorar.

Hubo un largo silencio, interrumpido solamente por la respiración irregular de la condesa. Mergy, de rodillas ante el lecho, frotaba y besaba dulcemente los párpados de su bella Diana. Tenía la mano izquierda apoyada en la almohada, y los dedos de su amante enlazados con los suyos se cerraban de tiempo en tiempo por un movimiento convulsivo. El aliento de Diana, dulce y cálido a la vez, cosquilleaba con voluptuosidad los labios de Mergy.

—Querida Diana —dijo éste al fin—: me parece que te atormenta alguna cosa peor que la jaqueca... ¿Tienes alguna penita?... ¿Y por qué no me la cuentas? Ya que nos amamos debemos repartirnos las desdichas lo mismo que los placeres.

La condesa sacudía la cabeza sin abrir los ojos... Algo murmuraron sus labios, pero sin llegar a pronunciar una palabra articulada; después, como fatigada por el esfuerzo, dejó caer la cabeza sobre la espalda de su amante.

En este momento el reloj dio las once y media. Diana tiritaba, y se inclinó toda temblorosa.

—En verdad que me asustas, encanto.

—Nada..., nada todavía —dijo ella con voz ronca—; el sonido de ese reloj me angustia. A cada golpe me parece sentir un hierro rojo que me atraviesa la frente.

Mergy no encontró mejor remedio ni mejor respuesta que besar la frente que se inclinaba hacia él.

De repente, Diana alzó las manos y las colocó sobre la espalda de su amante, mientras que, sentada sobre el lecho, le dirigía miradas abrasadoras, como rayos, y que parecían quererle atravesar.

—Bernardo —dijo— ¿cuándo vas a convertirte?

—Pero, ángel mío, no hablemos de esto hoy; te vas a poner más enferma.

—Es tu obstinación la que me pone mala...; mas a ti te importa poco... Pero el tiempo corre y antes de morir quisiera emplear en exhortarte hasta mi último suspiro.

Mergy quiso hacerla callar con un beso. Éste es un argumento muy bueno y que suele servir como término de todas las cuestiones que un amante sostiene con su amada. Pero Diana, que de ordinario solía ahorrarle la mitad del camino, le rechazó esta vez casi con energía.

—Escuchadme, caballero de Mergy —dijo—; todos los días vierto lágrimas de sangre pensando en vos y en vuestro error. ¡Ya sabéis lo que os quiero! Juzgad cuáles deben de ser los sufrimientos que padezco cuando reflexiono que el hombre que es para mí más querido que la propia vida, puede correr, quizá dentro de un instante, un peligro de cuerpo y alma.

—Diana, recordad que hemos convenido no hablar de semejante asunto.

—Es necesario, desdichado. ¿Quién te dice que tengas todavía una hora para arrepentirte?

El tono con que se pronunciaron estas palabras y su propia energía recordó a Mergy involuntariamente el singular aviso que había recibido de Beville. Le emocionó un poco; pero, sin embargo, supo contenerse, aunque continuaba atribuyendo al fervor religioso el deseo catequista.

—¿Qué quieres decir, encanto? ¿Crees que el cielo, para matar un hugonote, se va a desplomar sobre mi cabeza, como la noche última el techo de tu cama?

—Vuestra terquedad me desespera... Oíd: he soñado que vuestros enemigos se disponían a asesinaros... Y yo os veía, sangriento y desgarrado, entregar el alma a Dios antes de que pudiera enviaros mi confesor.

—¿Mis enemigos? No creo tenerlos.

—¡Insensato! ¿No son vuestros enemigos cuantos detestan vuestra herejía? ¿No es toda Francia?... Sí, a todos los franceses tendréis por enemigos mientras lo seáis de Dios y de la Iglesia.

—Deja todo eso, reina mía. En cuanto a tus sueños, dirígete a la vieja Camila para que te los explique, pues yo no los entiendo... Pero hablemos de otra cosa. Me parece que has estado hoy en palacio y que de allí has sacado esa jaqueca que tanto te hace sufrir y que a mí me pone rabioso.

—Sí; vengo de palacio, Bernardo. He visto a la reina y me he separado de ella determinada a intentar un último esfuerzo para haceros que cambiéis de opinión. Es necesario..., absolutamente necesario.

—Me parece, querida —interrumpió Mergy—, que, puesto que te encuentras tan fuerte para sermonearme, a pesar de tu enfermedad, podríamos, si me lo permites, emplear mejor nuestro tiempo.

Diana escuchó esta picardía con una mirada de desdén, mezclada de ira.

—¡Réprobo! —dijo en voz baja y como si hablara para ella misma—. ¿Por qué seré tan débil con él?

Y después continuó en voz alta:

—Os lo voy a decir claramente: no me amáis, y me tenéis en la misma estima que a un caballo. Con tal que sirva para vuestros placeres, lo demás no importa, aunque me muera de sufrimiento... Y es por vos, por vos sólo por quien sufro las torturas de mi conciencia, ante las cuales no son nada todos los tormentos que pueda inventar la rabia de los hombres. Una sola palabra pronunciada por vuestra boca podría traer la paz a mi alma; pero nunca la diréis. Jamás me haréis el sacrificio de vuestros prejuicios.

—Querida Diana, ¿qué persecución es necesario que sufra? Sé justa y que no te ciegue el celo por tu religión. Respóndeme: para cuanto humanamente puedo realizar con mi brazo o mi inteligencia, ¿encontrarías un esclavo más sumiso? Y es que me hallo dispuesto a morir por ti, si fuera preciso, pero no a creer en determinadas cosas.

Le escuchó ella encogiéndose de hombros, y le lanzó una mirada en la que había hasta odio.

—Me sería imposible —continuó Mergy— cambiar en obsequio tuyo mis cabellos castaños por cabellos rubios, no podría tampoco cambiar la forma de mis miembros. La religión constituye uno de ellos, y éste no podrán arrancármelo más que con la vida. Me pueden estar predicando toda ella, y no creeré nunca que un pedazo de pan sin levadura...

—¡Calla! —exclamó Diana en tono autoritario—. No blasfemes. Todo lo he ensayado y nada he conseguido. Estáis infectados del veneno de la herejía; sois un pueblo tozudo que cierra ojos y oídos a la verdad; tenéis miedo a oír y a entender. Pues bien: ha llegado el día en que ya no oiréis nada ni escucharéis nada. No había más que un medio para destruir la plaga, y este medio va a emplearse.

Dio algunos pasos por la cámara, demostrando grande agitación, y prosiguió:

—Antes de una hora se le van a cortar las siete cabezas al dragón de la herejía. Las espadas están afiladas y los fieles están prestos. Los impíos van a desaparecer de la faz de la tierra.

Y luego, señalando con el dedo el reloj, situado en uno de los rincones de la habitación, añadió:

—Tienes todavía un cuarto de hora para arrepentirte: cuando esa aguja llegue a ese punto será tarde.

Prosiguió hablando hasta que un ruido sordo y parecido a los estremecimientos de una muchedumbre que contempla un incendio, se empezó a escuchar confusamente; después fue creciendo con rapidez. Al cabo de pocos minutos se escuchaban ya claramente desde lejos el repiquetear de las campanas y las detonaciones de las armas de fuego.

—¿Qué horrores me anuncias? —exclamó Mergy.

La condesa se lanzó hacia la ventana, que estaba abierta.

Entonces el rumor, que ya no detenían las vidrieras y las cortinas, se percibió con gran claridad. Se distinguían los gritos de dolor de las exclamaciones de alegría. Una humareda rojiza se esparcía hacia el cielo por todos los puntos de la ciudad adonde alcanzaba la vista. Se dijera que había estallado un inmenso incendio, si un fuerte olor de resina, que no podía ser producido más que por las antorchas iluminadas, no se sintiese con intensidad. Al mismo tiempo, el resplandor de un arcabuzazo, que parecía haber sido disparado en la misma calle, iluminó un momento las vidrieras de una casa vecina.

—¡La matanza ha comenzado! —exclamó la condesa, llevándose aterrorizada la mano a la cabeza.

—¿Qué matanza? ¿Qué quieres decir?

—Esta noche se degüella a todos los hugonotes; el rey lo ha ordenado. Todos los católicos han tornado las armas, y ni un solo hugonote quedará con vida. La Iglesia y Francia están salvadas; pero tú te hallas irremisiblemente perdido si no abjuras tu falsa creencia.

Mergy sintió un sudor frío por todo su cuerpo. Lanzó una mirada feroz sobre Diana de Turgis, cuya fisonomía expresaba una singular mezcla de angustia y de triunfo. La algarabía espantosa que retumbaba en sus oídos y que alborotaba toda la ciudad era una prueba evidente de la terrible noticia que acababa de saber. Durante algunos momentos la condesa permaneció inmóvil, con los ojos fijos sobre él, y sin decir una palabra; el dedo lo tenía extendido hacia la ventana, como para representar en la imaginación de Mergy las escenas sanguinarias que se dejaban adivinar por los clamores y por la iluminación. Poco a poco su expresión se fue suavizando, su alegría salvaje desaparecía y sólo el terror dominaba en ella. Cayó de rodillas, y en tono suplicante dijo:

—¡Bernardo! ¡Te conjuro! ¡Salva tu vida! ¡Conviértete! ¡Salva tu vida y salvarás la mía, pues depende de la tuya!

Mergy la volvió a mirar ferozmente, mientras que ella le seguía por la estancia andando de rodillas y con los brazos extendidas. Sin responder una palabra, Bernardo corrió al fondo del oratorio y se apoderó de una espada que al entrar había dejado sobre un sillón.

—¡Desgraciado! ¿Qué vas a hacer? —exclamó la condesa corriendo hacia él.

—¡Defenderme! No se me degollará como a un carnero.

—¡Insensato! Mil espadas no podrían salvarte. Toda la población está en armas. La guardia del rey, los suizos, los burgueses y el pueblo, todos toman parte en la matanza, y no existe en este momento un solo hugonote a quien no le amenacen diez puñales sobre el pecho. No hay más que un medio de arrancarte a la muerte: hazte católico.

Mergy era valiente; pero pensaba en los peligros que se le ofrecían esa noche, y sintió un momento que una cobardía le penetraba hasta el fondo del corazón; y la idea de salvarse abjurando se presentó en su espíritu con la rapidez de un rayo.

—Respondo de tu vida si te haces católico —dijo Diana juntando las manos.

—Si abjuro —pensó Mergy— me despreciaré toda la vida.

Este pensamiento fue suficiente para devolverle el valor, doblado ante la vergüenza de haberse sentido débil un momento. Se ajustó el sombrero a la cabeza, se apretó el cinturón y enrollando su capa alrededor del brazo izquierdo, a guisa de escudo, dio un paso hacia la puerta, con aire resuelto.

—¿Dónde vas, desgraciado?

—A la calle. No quiero que tengáis la pena de que me degüellen ante vuestros ojos y en vuestra casa.

Habla en su voz un dejo tal de desprecio, que la condesa se sintió molesta. Fue a colocarse delante de él; pero Mergy la rechazó con dureza. Pero ella se agarró a su justillo, y arrastrándose de rodillas, le seguía.

—Déjame —exclamó Bernardo—. ¿Quieres entregarme tú misma a los puñales de los asesinos? La amada de un hugonote puede librarse de sus pecados ofreciendo a Dios la sangre de su amante.

—Detente, Bernardo, te lo suplico. Quiero librarte. Vive para mí. Sálvate en nombre de nuestro amor. Consiente en pronunciar una sola palabra, y te juro que estás salvado.

—¿Quién, yo? ¿Adoptar una religión de asesinos y de bandidos? Santos mártires del Evangelio, voy a reunirme con vosotros.

Y rechazó tan bruscamente a la condesa, que ésta cayó sobre el suelo. Había ya abierto la puerta para marchar, cuando Diana se lanzó hacia él con la agilidad de una tigresa y le estrechó en un abrazo tan fuerte como el que pudiera dar el hombre más robusto.

—¡Bernardo! exclamó ella con las lágrimas en los ojos y fuera de sí—; te prefiero de esa manera mejor que si te hicieras católico.

Y le condujo hacia la cama, donde se dejó caer con él cubriéndole de besos y lágrimas.

—Estate aquí, mi único amor; estate conmigo, mi bravo Bernardo —decía estrechándole y envolviéndole en su cuerpo como una serpiente sobre su presa. No vendrán ellos a buscarte aquí; y tendrían que matarme primero que llegar a tu pecho con sus armas. Perdóname, mi amor. No te pude advertir más pronto el peligro que te amenaza. Estaba obligada por un juramento terrible. Mas yo te salvaré o pereceré contigo.

En ese momento golpearon con violencia a la puerta de la calle. La condesa lanzó un grito, y Mergy se levantó y volvió arrollar su capa al brazo izquierdo. Se sentía más fuerte y más resuelto, y no hubiera dudado en hacer frente a cien asesinos si ellos se le hubieran presentado.

En aquel entonces casi todas las casas de París tenían en el portal una pequeña abertura cuadrada con un enrejado de hierro muy tupido, de manera que los vecinos pudiesen reconocer por dentro a la persona que deseaba entrar. Además, las puertas eran de roble macizo y estaban guarnecidas de clavos y de trozos de hierro, para asegurar todavía más las precauciones, en forma que no se podía entrar a viva fuerza, sino por un sitio en regla. Dos troneras estrechas estaban colocadas a los lados del portal, y desde ellas, sin ser advertido, se podía fácilmente disparar sobre los asaltantes.

Un viejo escudero de la condesa examinó por el enrejado el rostro de la persona que llamaba, y después de someterla a un interrogatorio, subió a decir a su señora que el capitán Jorge de Mergy suplicaba con insistencia ser introducido en la casa. Cesaron los temores, y la puerta se abrió.

XXII. El 24 de agosto

«¡Verted sangre! ¡Verted sangre!»

(Palabras del mariscal de Tavannes.)


Después de haber abandonado su escuadrón, el capitán Jorge se dirigió a su casa, donde esperaba encontrar a su hermano; pero éste se había ido, diciendo a la servidumbre que se ausentaba para toda la noche. Jorge, comprendiendo que Bernardo se hallaba con la condesa, se decidió a ir en su busca. Pero la matanza había ya comenzado; el tumulto, el correr de los asesinos y las cadenas tendidas en medio de la calle le detenían a cada paso. Se vio forzado a pasar cerca del Louvre, que era el sitio donde el fanatismo desplazaba todos sus furores. Un gran número de protestantes habitaban ese barrio, invadido de momento por los burgueses católicos y los soldados de la guardia, que llevaban en la mano el hierro y el fuego. Allí, según la enérgica expresión de un escritor contemporáneo , la sangre corría por todas partes buscando un cauce, y no se podían atravesar las calles sin correr el riesgo de ser aplastados a cada momento por los cadáveres que se arrojaban desde las ventanas.

Por una infernal precaución, la mayor parte de los barcos, que ordinariamente estaban amarradas a lo largo del Louvre, fueron llevados a la otra orilla del río; de suerte que casi todos los fugitivos que corrían al Sena, esperando embarcarse como medio de escapar de sus enemigos, se encontraban ante el dilema de elegir entre el agua o las alabardas de los soldados que los perseguían..., y desde una de las ventanas de su palacio se veía, según se asegura, a Carlos IX, armado de un largo arcabuz, cazando a los indefensos transeúntes hugonotes.

El capitán, saltando por encima de los cuerpos muertos y salpicándose con su sangre, proseguía la marcha, expuesto a cada paso a caer víctima de la equivocación de un asesino. Se había fijado en que los soldados y los burgueses armados llevaban una banda blanca en el brazo y una cruz del mismo color en el sombrero. Con facilidad habría podido recoger uno de estos signos de reconocimiento, pero el horror que le inspiraban los asesinos se extendía hasta sus enseñas.

Junto al borde de la ribera, cerca del Chatelet, oyó que le llamaban. Volvió la cabeza y vio a un hombre armado hasta los dientes, pero que no parecía hacer uso de sus armas, aunque llevaba la cruz blanca en su sombrero. Este hombre enrollaba entre sus dedos un papel en tono de complacencia... Era Beville, que con gran frialdad estaba mirando los cadáveres y los hombres vivos que se arrojaban al Sena por encima del puente de Meunier.

—¿Qué diablos haces tú aquí, Jorge? ¿Es una casualidad, o es más bien tu gusto el que te conduce a la caza de hugonotes?

—¿Y tú, qué haces en medio de tanto miserable?

—¿Yo? ¡Pardiez! Mira; es un espectáculo. ¿Sabes lo que he hecho? Tú ya conoces al viejo Miguel Cornaban, ese usurero hugonote al que tenía que pagar tantos intereses.

—¡Le mataste, desgraciado!

—¿Yo? ¡Quiá! No me meto en asuntos de religión. Lejos de matarle le he escondido en mi bodega, y él me ha perdonado todas mis deudas. De modo que he hecho una buena acción y gozo la recompensa. Bien es verdad que para que firmase antes el finiquito le he tenido que poner por dos veces las pistolas en la cabeza; pero que me lleve el diablo si estaba dispuesto a disparar... ¡Oye!... Mira a esa mujer amarrada por las enaguas a la columna del puente... Caerá..., no..., no caerá. ¡Mala peste! Es un espectáculo curioso y merece que se le vea desde más cerca.

Jorge se separó de su amigo, diciendo:

—He aquí uno de los caballeros más decentes que conozco hoy en esta ciudad.

Penetró en la calle de San José, que estaba desierta y sin luz; sin duda no la habitaba ni un solo reformista. Sin embargo, escuchaba claramente el tumulto de las calles vecinas. De repente, los muros blancos de las casas fueron iluminados por la luz rojiza de las antorchas. Jorge escuchó unos gritos penetrantes y vio una mujer medio desnuda, con los cabellos al aire, que llevaba un niño en sus brazos. Huía con una velocidad sobrenatural. Dos hombres la perseguían, animándose el uno al otro con gritos salvajes, como los cazadores que van en pos de un buen venado, cuando uno de sus perseguidores hizo fuego contra ella con un arcabuz. Resultó herida en la espalda y cayó al suelo. Se levantó pronto, dio un paso hacia Jorge y volvió a caer, inclinada sobre las rodillas; después, haciendo un último esfuerzo, levantó el niño, miró al capitán, como si quisiese confiarle la criatura a su generosidad... y expiró sin decir una palabra.

—¡Otra perra herética que ha caído! —exclamó el hombre que había disparado el arcabuz—. No buscaré reposo hasta que no haya despachado una docena.

—¡Miserable! —dijo el capitán—. Y le disparó a boca de jarro un tiro de pistola.

La cabeza del asesino golpeó sobre los muros de las casas. Abrió los ojos, mostrando un gran terror, y resbalando sobre los talones, como una tabla mal colocada, cayó muerto a tierra.

—¡Cómo! ¡Matar a un católico! —exclamó el compañero del difunto, que llevaba una antorcha en la siniestra y una espada ensangrentada en la diestra—. ¿Quién sois vos? ¡Por la santa misa! Pero veo que pertenecéis a la caballería ligera del rey... Os habéis equivocado, señor oficial.

El capitán sacó de su cinturón otra pistola y la preparó. Este movimiento y el ruido del gatillo fueron perfectamente comprendidos. El asesino arrojó su antorcha y echó a correr tanto como le permitían sus piernas. Jorge desdeñó tirar sobre él. Examinó un momento a la mujer que estaba caída en tierra y reconoció que había muerto. La bala le había atravesado de parte a parte; el niño, rodeando con sus bracitos el cuello de su madre, gritaba y lloraba; la sangre cubría todo su cuerpo; pero por un milagro no había sido herido.

El capitán le sacó de los brazos de la mujer, no sin algún trabajo. Luego envolvió a la criatura en su capa, y con justa prudencia, ante los encuentros que había tenido, arrancó la cruz blanca del sombrero del muerto y la puso en el suyo. De esta suerte pudo llegar, sin ser detenido, hasta la casa de la condesa.

Los dos hermanos cayeron simultáneamente en brazos el uno del otro, y durante algún tiempo estuvieron estrechamente abrazados, sin decir una palabra... En pocas dio luego cuenta el capitán del estado en que se encontraba la ciudad. Bernardo maldijo al rey, a los Guisas y a los curas; quiso salir y reunirse con sus hermanos de religión, para ensayar alguna resistencia contra los enemigos. La condesa lloraba y le retenía, y el niño daba gritos llamando a su madre.

Después de un largo tiempo de lágrimas, imprecaciones y gemidos, se hizo necesario adoptar una determinación. En cuanto al niño, el escudero de la condesa se encargó de buscar una mujer que le cuidase... Mergy no podía huir en aquel momento... ¿Dónde iba a dirigirse? ¿Le constaba que los asesinos no se habían extendido de un lado a otro de Francia?...

Varios destacamentos de la guardia ocupaban los puntos del barrio de San Germán por donde los reformistas hubieran podido escapar para dirigirse a las provincias del Mediodía, que eran las más afectas a su causa. Además, parecía poco probable y hasta imprudente implorar la piedad del monarca en un momento en que, embriagado por la carnicería, no pensaba sino en hacer nuevas víctimas. La casa de la condesa, por la reputación que ésta tenía de religiosa, no se hallaba expuesta a serios registros por parte de los asesinos, y Diana creía segura a sus gentes. Mergy no podía encontrar un refugio donde corriera menos riesgo. Fue, pues, resuelto que estuviera allí escondido en espera de nuevos acontecimientos.

El día, en vez de hacer cegar las matanzas, pareció más bien acrecentarlas con cierta regularidad. No hubo católico que ante el temor de ser acusado de sospechoso no se pusiese la cruz blanca, no denunciase a los hugonotes que todavía vivían. El rey, encerrado en su palacio, resultaba inaccesible para toda persona que no fuera uno de los jefes y organizadores de la matanza. El populacho, estimulado por la esperanza del saqueo, se había puesto al lado de la guardia burguesa y de los soldados, y los predicadores exhortaban a los fieles desde el púlpito a redoblar su crueldad.

—Aplastemos de una vez —exclamaban— las cabezas de la hidra, y pongamos fin para siempre a las guerras civiles.

Y para persuadir al pueblo, ávido de sangre y milagros, que el cielo aprobaba sus furores, les decían que Dios intentaba aumentarles la bravura con un prodigio maravilloso.

—Id al cementerio de los inocentes —clamaban y allí veréis un espino que acaba de florecer rejuvenecido y fortificado por el riego de la sangre herética.

Procesiones numerosas de asesinos armados iban al cementerio a adorar al árbol santo, y salían impelidos de un nuevo ardor para descubrir y matar a los que el cielo condenaba tan manifiestamente. Una frase de Catalina corría par todas las bocas, y era repetida cuando se estrangulaba a las mujeres y los niños: «Hoy la humanidad ha llegado a ser cruel, y la crueldad, a ser humana.»

¡Cosa extraña! Entre tantos protestantes había poquísimos que no hubieran hecho la guerra y asistido a batallas encarnizadas, en las cuales pudieron advertir la importancia que tiene el número para el triunfo. Pues bien: en toda la matanza tan sólo dos opusieron alguna resistencia a los asesinos, y de estos dos hombres sólo uno había guerreado. Acaso el hábito de combatir en ejércitos de manera regular les había privado de la energía individual, que podría excitar a cada protestante a defenderse en su casa como en una fortaleza. Se veía a viejos guerreros, como víctimas inmoladas, entregar su garganta a miserables que la víspera hubiesen temblado ante ellos. Olvidaban la bravura por la resignación, y preferían la gloria de los mártires a la de los soldados.

Cuando la sed de sangre fue aplacándose, los más clementes de los asesinos ofrecían la vida a sus futuras víctimas a cambio de la abjuración. Un número reducido de calvinistas se aprovechó de esta oferta y consintió en librarse de la muerte y de los tormentos por una excusable mentira. Otros muchos, sin embargo, entre ellos niños y mujeres, rezaban sus plegarias, teniendo las espadas levantadas sobre sus cabezas, y morían sin exhalar un lamento.

Transcurrido el segundo día, el rey intentó concluir con la matanza; pero cuando se han aflojado las bridas a las pasiones de la muchedumbre, no es posible detenerla. Los puñales no cesaron de herir, y el rey mismo, armado de una compasión impía, se vio obligado a revocar sus palabras de clemencia y a exagerar el odio hasta la perversidad, lo cual constituía, sin embargo, uno de los rasgos principales de su carácter.

Durante los primeros días que siguieron a la «San Bartolomé», Mergy fue visitado en su refugio, con regularidad, por su hermano, que le refería nuevos detalles de las escenas horribles que había presenciado como testigo.

—¡Ah! ¿Cuándo podré abandonar este país de asesinos y crímenes? —exclamaba Jorge—. Más preferiría vivir entre bestias salvajes, que entre franceses.

—Vente conmigo a La Rochela —dijo Mergy—, donde espero que los asesinos no habrán llegado todavía. Ven a morir conmigo, y haz olvidar tu apostasía defendiendo este último baluarte de nuestra religión.

—¿Y qué será de mí? —dijo Diana.

—Más bien prefiero ir a Alemania o a Inglaterra —respondió Jorge—. Allí, al menos, ni nos degollarán ni degollaremos a nadie.

Estos proyectos no pudieron realizarse en seguida. Jorge fue encarcelado por haber desobedecido las órdenes del rey, y la condesa, temerosa de que su amante fuera descubierto, no pensaba en permitirle que abandonase París.

XXIII. Los dos frailes

«En poniendo un capuchón
te encuentras un fraile hecho.»

(Canción popular francesa.)


En una taberna situada a las orillas del Loira, a poca distancia de Orleans, conforme se va hacia Beaugency, estaba sentado junto a una mesa un fraile joven, vestido con hábito negro, y que se cubría la cabeza con un gran capuchón. Sus ojos se hallaban fijos en el breviario, con una atención completamente edificante, y no se apartaban ni un segundo del libro, a pesar de que había elegido un rincón muy obscuro para leer. En la cintura llevaba un rosario, cuyas cuentas eran más grandes que huevos de paloma, y un enorme surtido de medallas de santos, suspendidas por una cuerda, sonaban a cada movimiento que hacía. En un instante en que levantó la cabeza para mirar al lado de la puerta, pudo observarse que tenía una boca bien hecha, adornada por un gran bigote levantado en forma de arco turco, que hubiese complacido al más galante capitán de gendarmería. Las manos del fraile eran muy blancas, y sus uñas, cuidadísimas, y en todo su aspecto no había nada que anunciase que el buen franciscano, siguiendo la costumbre de su Orden, hubiese manejado mucho la azada y el rastrillo.

Una gruesa y mofletuda aldeana, que desempeñaba simultáneamente las funciones de criada y cocinera en la taberna —de la cual era dueña—, se aproximó al fraile, y después de hacerle una reverencia muy torpe, le dijo:

—Veamos, padre, ¿no queréis que os prepare algo para vuestra comida? Es ya más de mediodía.

—¿Pero es que la barca de Beaugency va a tardar todavía mucho tiempo?

—¿Quién sabe? El agua está muy baja, y no se navega como se quiere. Además, no es aún la hora. En vuestro lugar, me pondría a comer aquí.

—¡Bueno! Comeré. ¿Pero no hay otra habitación más que ésta donde se pueda almorzar? Percibo aquí un olor muy poco agradable.

—Sois muy delicado, padre. Yo no siento nada.

—¿Es que han chamuscado a los cerdos cerca de esta taberna?

—¿A los cerdos? ¡Ah, sí! ¡Es divertido!... Muy cerca de aquí... Pero eran unos cerdos que cuando vivían llevaban vestidos de seda y no sirven para comer. Son hugonotes, reverendo padre, que han sido quemados a la orilla del agua, a cien pasos de aquí, y de ellos es el hedor que percibís.

—¿De hugonotes?

—Sí, de hugonotes... ¿Queréis tomar cualquier cosa?... Ese olor no puede quitaros el apetito. En cuanto a cambiar de habitación para comer, no es posible, porque no tengo más que ésta; de modo que con ella os tenéis que contentar. ¡Bah! ¡Los hugonotes! Si no les queman es posible que olieran peor. Esta mañana había sobre la arena un montón de ellos..., un montón así de alto..., tan alto como esa chimenea.

—¿Y habéis visto los cadáveres?

—¡Ah! Me decís eso porque estaban desnudos. Pero siendo cadáveres, reverendo, ya no es el mismo caso; no me hicieron otro efecto que si hubiera visto un montón de ranas muertas. Parece que ayer se ha trabajado muy bonitamente en Orleans, pues el Loira nos ha traído una gran cantidad de esos pescados heréticos, y como las aguas están bajas, se encuentran entre la arena en gran cantidad. El chico del molinero fue ayer tarde a ver si había algún pescado entre sus redes, y se encontró en ellas a una mujer muerta que presentaba una herida de alabarda en el estómago, que le salía por la espalda. El muchacho hubiera preferido encontrar una buena carpa... Pero ¿qué tenéis, reverendo?... ¿Es que os va a dar un desmayo? ¿Queréis que os traiga un buen vaso de vino de Reaugency? Esto os arreglará el cuerpo.

—Os lo agradezco.

—¿Y qué os traigo de comer?

—Lo que os venga en gana... poco me importa.

—Tengo la cocina bien provista...

—¡Vaya! Traedme un pollo y dejadme en paz.

—¡Un pollo! ¡Un pollo!, reverendo padre. ¡Sí que está bueno esto! No será en vuestros dientes donde las arañas hagan sus telas en tiempo de ayuno. ¿Tenéis bula del Papa para comer pollo en viernes?

—¡Ah! Estaba distraído. No me acordaba que hoy es viernes... Los viernes, carne no comerás... Dadme huevos... Os agradezco que me hayáis advertido a tiempo para evitarme un gran pecado.

—¡Miren los caballeros! —murmuró entre dientes la tabernera—. Si no se les advirtiera comerían pollos en día de vigilia, y si nosotros nos olvidásemos y hallaran en la sopa algún pedazo de carne promoverían el gran escándalo.

Dicho esto, fue a ocuparse de preparar sus huevos, y el fraile continuó leyendo su breviario.

Avemaría —dijo otro fraile entrando en la taberna en el momento en que Margarita la tabernera tenía la sartén por el mango y se preparaba a freír una voluminosa tortilla.

El recién llegado era un hombre de cierta edad, con barba gris, alto, ancho y fuerte; tenía la cara muy enrojecida; pero lo que llamaba más la atención era un enorme empasto que le cubría un ojo y la mitad de la mejilla. Hablaba francés con facilidad; pero se le notaba en la conversación un ligero acento extranjero.

En el momento en que entró este fraile, el otro inclinó el capuchón por la cara todavía más, de manera que no podía ser reconocido, y qué sorpresa no experimentaría Margarita al fijarse en que el fraile recién llegado, que a causa del calor tenía la capucha quitada, se la echó por la cabeza al advertir a su hermano en religión.

—Padre —dijo la tabernera—, llegáis a punto para comer. No tendréis que esperar. Y, además, almorzaréis en buena compañía...

Y después, dirigiéndose al fraile joven, le dijo:

—¿No es verdad, reverencia, que estáis encantado de comer con este otro padre franciscano? El olor de mi tortilla, ¿no os empieza a abrir el apetito? No he economizado la manteca.

El fraile joven respondió con timidez y balbuceando:

—Tengo miedo de incomodaros, señor.

El fraile viejo dijo bajando la cabeza:

—Soy un pobre fraile alsaciano..., hablo francés muy mal... y temo que mi compañía no sea agradable a mi compañero.

—¡Vamos! —contestó la señora Margarita—. ¡Pues no se vienen ahora con cumplidos! Entre frailes, y frailes de la misma Orden, no tiene que haber más que una sola mesa y una sola cama.

Y cogiendo una silla la colocó junto a la mesa y enfrente del sitio que ocupaba el fraile joven. El viejo tomó asiento, mostrando cierta molestia; parecía dudar entre el deseo de comer y el hecho de encontrarse en compañía de un hermano de religión.

La tortilla fue servida.

—Ahora, padres, despachad pronto vuestras oraciones, y decidme si no está buena la tortilla.

Al oír recordar el Benedícite, los padres parecieron sentirse todavía más molestos. El más joven dijo al más viejo:

—Debéis rezarle. Sois de más edad y os corresponde ese honor.

—No, de ninguna manera. Estabais aquí antes que yo; rezad vos.

—No; os lo ruego.

—No debo ser yo el que rece.

—Es absolutamente necesario.

—Debéis advertir —dijo la señora Margarita— que se está enfriando mi tortilla. ¿Se habrá visto alguna vez franciscanos más ceremoniosos? Que el más viejo diga el Benedícite y el más joven las gracias.

—No sé decir el Benedícite más que en mi lengua —dijo el fraile viejo.

El joven pareció sorprendido, y echó a hurtadillas una mirada sobre su compañero. Éste, sin embargo, juntando las manos de manera muy devota, comenzó a murmurar para su capuchón algunas palabras que nadie entendía. Luego se volvió a sentar en menos de nada, y sin decir una palabra, engulló las tres cuartas partes de la tortilla, y vació la botella de vino. Su compañero, con la nariz sobre el plato, no abría tampoco la boca más que para comer. Concluida la tortilla se levantó, juntó las manos, y, con gran rapidez y balbuceando, pronunció algunas palabras en latín, de las cuales fueron las últimas: «Et beata viscera virginis Mariae.» Fueron las únicas palabras que entendió la señora Margarita.

—¡Qué manera de rezar las gracias, reverendo padre! Me parece que no es así como las dice nuestro cura.

—Son las gracias que rezarnos en nuestro convento —dijo el franciscano joven.

—¿Va a venir pronto la barca? —preguntó el otro fraile.

—¡Paciencia! Ya debe estar al llegar —respondió Margarita.

El fraile joven pareció contrariado, a juzgar por el movimiento de cabeza que hizo. Sin embargo, se abstuvo de hacer la menor observación, y, tomando el breviario, se enfrascó de nuevo en la lectura con grande atención.

A su lado, el alsaciano, volviendo la espalda a su compañero, empezó a mover las cuentas del rosario entre el índice y el pulgar, y hacía movimientos con los labios; pero sin que se le escuchase un solo sonido.

—Son los dos frailes más raros que he visto en mi vida, y también los más silenciosos —pensó Margarita, mientras se disponía a hilar.

Durante un cuarto de hora, el silencio no se interrumpió más que por el ruido de la rueca, hasta que entraron en la taberna cuatro hombres armados y de cara atravesada. A la vista de los frailes se llevaron ligeramente la mano al sombrero, y uno de ellos, saludando a Margarita con el nombre familiar de «Margot», la pidió vino y comida muy de prisa, pues, según decía, «el gaznate se me está enmoheciendo por falta de trabajo en las mandíbulas».

—¡Vino, vino! —murmuró la señora Margarita—. Muy pronto lo decís, señor Bois-Dauphin. ¿Pero quién va a pagar el gasto? Sabréis que Jerónimo Crédito ha fallecido; además, me debéis tanto de vino como de comidas y cenas, a más de seis escudos, lo cual es tan verdad como que soy una mujer honrada.

—Tan mentira es lo uno como lo otro —respondió riendo Bois-Dauphin—; yo no os debo señora Margarita más que dos escudos, y ni un solo dinero de más.

Y concluyó con un juramento.

—¡Ah! ¡Jesús, María!... Se puede mentir de tal modo...

—¡Vamos! ¡Vamos! No chillar de esa manera. ¡Vaya por los seis escudos! Ya los pagaré, Margaritona, unidos al gasto que hagamos ahora. Se gana muy poco en el oficio en que nos hemos metido; no sé lo que hacían esos sinvergüenzas con su dinero.

—Es posible que se lo zampen, al igual de los alemanes —dijo uno de sus camaradas.

—¡Mala peste! —dijo Bois-Dauphin—. Es necesario mirar muy de cerca. Los buenos dineros, aunque se encuentren en el esqueleto de un hereje, no deben ser arrojados a los perros.

—¡Cómo gritaba esta mañana la hija de aquel pastor! —dijo un tercero.

—¡Y su padre, el viejo pastor! —añadió el último—. ¡Cómo me he reído! Estaba tan gordo, que no se podía hundir en el agua.

—¿Habéis trabajado mucho esta mañana? —preguntó Margarita, que volvía de la bodega con varias botellas.

—Entre hombres, niños y mujeres —dijo Bois-Dauphin—, son doce los que hemos tirado al agua o al fuego. Pero lo peor, Margarita, es que no tenían encima ni un sueldo, ni una blanca; fuera de una mujer a la cual encontramos algunas fruslerías, toda la caza no ha valido las cuatro patas de un perro... Sí, padre —prosiguió, dirigiéndose al más joven de los frailes—; esta mañana hemos ganado bien las indulgencias, matando a esos cochinos herejes vuestros enemigos.

El fraile se le quedó mirando un momento con fijeza, y en seguida volvió a la lectura; pero el breviario temblaba visiblemente en su mano izquierda, mientras que apretaba con fuerza el puño derecho, como un hombre agitado por una emoción reconcentrada.

—A propósito de indulgencia —dijo Bois-Dauphin, volviéndose hacia sus compañeros—. ¿Sabéis que me gustaría poseer una bula para que pudiera comer hoy carne? He visto en el corral de la señora Margarita unos pollos que me tientan furiosamente.

—¡Pardiez! —dijo uno de aquellos granujas—. ¡Vamos a comerlos, que no nos harán daño! Con ir mañana a confesar, está arreglado todo.

—Escuchad, compañeros —dijo otro—; se me ocurre una idea. Pidamos a ese fraile grueso el permiso para comer carne.

—Sí. ¡Como si él pudiera darlo! —respondió otro camarada.

—¡Por la Virgen Santísima! —exclamó Bois-Dauphin—. Tengo un medio mucho mejor que esos, y os lo voy a decir al oído.

Los cuatro tunantes se aproximaron el uno al otro, y Bois-Dauphin les explicó en voz baja su proyecto, que fue acogido con grandes carcajadas. Uno solo de los granujas mostró escrúpulos.

—Es una mala idea la tuya, Bois-Dauphin —dijo—, y te traerá desgracia; yo no me mezclo en eso.

—¡Cállate, Guillemain! ¡Como si fuera un pecado terrible hacer olfatear a un hombre la hoja de un puñal!

—¡Pero a un tonsurado!

Hablaban en voz queda los cuatro pícaros, y los dos frailes parecían querer adivinar sus proyectos por algunas frases que percibían de la conversación.

—¡Bah! No hay cuidado —afirmó Bois-Dauphin en tono más alto—. Y, después de todo, soy yo y no tú el que tendrá que responder del pecado.

—¡Sí, sí! —exclamaron los otros dos— Bois-Dauphin tiene razón.

Inmediatamente, Bois-Dauphin se levantó y salió de la sala. Un instante después se escuchó el chillido de unos pollos, y al minuto reapareció el granuja con sendas aves muertas en las manos.

—¡Ah! ¡El maldito! —exclamó la señora Margarita—. ¡Matar mis pollos! ¡Y en viernes! ¿Qué has hecho, canalla?

—Silencio, Margarita, y no me atormentes con gritos los oídos. Ya sabes que soy muy mal muchacho... Prepara el asador y déjame hacer.

Después se aproximó al fraile alsaciano y le dijo:

—Padre, ¿ve usted esos animales? Pues bien: yo quisiera que nos hicieseis la gracia de bautizarlos.

El fraile retrocedió sorprendido, cerró el otro su libro, y Margarita comenzó a decir injurias a Bois-Dauphin.

—¿Que yo les bautice? —preguntó el fraile.

—Sí, padre mío. Yo seré el padrino, y Margot la madrina. Sabed los nombres que quiero dar a mis ahijados: uno se llamará Carpa, y el otro Perca. Qué nombres tan bonitos, ¿verdad?

—¡Bautizar a unos pollos! —exclamó el padre, riendo.

—Sí, ¡pardiez!, padre... Vamos presto a la tarea.

—¡Ah bandido! —exclamó Margarita—. ¿Tú crees que dejaré hacer esa herejía en mi casa? ¿Supones que estás entre judíos o entre hechiceros para bautizar a los animales?

—¡Llevaros a esa alborotadora! —dijo Bois-Dauphin—; y vos, padre, ¿no sabréis leerme el nombre del forjador que ha hecho la hoja de este cuchillo?

Y, al hablar así, pasé el puñal por la nariz del viejo fraile. El joven se levantó rápido de su banco; pero pronto, y como por efecto de una reflexión de prudencia, se volvió a sentar, determinado a tener paciencia.

—¿Pero cómo quieres que yo bautice a estos volátiles, hijo mío?

—¡Pardiez! Es bien fácil... Como nos han bautizado a nosotros los hijos de mujer. Arrojad un poco de agua sobre su cabeza y decid las palabras sacramentales en vuestra jerga latina. ¡Vamos, Juan! Trae un vaso de agua, y vosotros quitaos el sombrero y adoptad una actitud de recogimiento.

Ante la sorpresa general, el viejo franciscano tomó un poco de agua y la esparció sobre la cabeza de los pollos, pronunciando rápido y confuso unas palabras, que tenían el aire de una oración, concluyó diciendo: Baptizo te Carpam et Percham. Luego se sentó y volvió a rezar su rosario con gran calma, como si acabara de hacer una cosa muy natural.

El asombro hizo enmudecer a la señora Margarita. Bois-Dauphin triunfaba.

—¡Vamos, Margarita! —dijo, presentando los dos pollos—; ásanos esta carpa y esta perca; resultan un excelente manjar.

Pero, a pesar del bautismo, Margarita rehusaba todavía considerarlos como un alimento de cristianos. Fue necesario que los bandidos la amenazasen con maltratarla para que se decidiera a meter en el asador los peces improvisados.

Bois-Dauphin y sus camaradas bebían copiosamente, y se sucedían los brindis en medio de un gran alboroto.

—¡Escuchad! —exclamó Bois-Dauphin, dando un tremendo puñetazo en la mesa para que se hiciera el silencio—; propongo beber a la salud de nuestro padre el Papa y a la muerte de todos los hugonotes; pero es necesario que esos dos frailucos y la señora Margarita beban con nosotros.

La proposición la acogieron sus tres camaradas con grandes aclamaciones aprobatorias.

Se levantó, tambaleándose un poco, pues se hallaba medio borracho, y con una botella en la mano fue a llenar el vaso del fraile joven.

—¡Tomad, padre! —dijo—. A la santidad de su salud. Digo... Me he equivocado... ¡A la salud de Su Santidad, y a la muerte...

—Yo no bebo entre comidas —respondió el fraile fríamente.

—¡Oh! ¡Pardiez! Vos beberéis, o el diablo me lleve si no decís por qué...

Al decir estas palabras, colocó la botella en la mesa, y tomando el vaso, le aproximó a los labios del fraile, que se inclinaba sobre su breviario, con gran calma en apariencia. Algunas gotas de vino cayeron sobre el libro. Rápido, el fraile se levantó y asió el vaso; pero, en vez de beber, arrojó su contenido al rostro de Bois-Dauphin. Todo el mundo se echó a reír... El padre, adosado contra la pared y cruzado de brazos, miraba fijamente al bandido.

—¿Sabéis, padre, que esa broma no ha sido de mi agrado? Si no fuerais fraile os enseñaría a conocer el mundo.

Y, al hablar así, alargó la mano hacia la cara del fraile, y con la punta de sus dedos rozó el bigote.

El rostro del religioso se puso de un púrpura subido. Con una mano agarró el cuello del insolente bandido, y con la otra le dio un botellazo en la cabeza, tan violento, que Bois-Dauphin cayó al suelo sin conocimiento, inundado a la vez de sangre y de vino.

—¡Maravilloso, valiente! —exclamó el fraile viejo—. Ese mandria no se merecía otra cosa.

—¡Bois-Dauphin ha muerto! —exclamaron los tres tunantes, viendo que su camarada no se movía—. ¡Ah pícaro! Nosotros sabremos castigar tu soberbia.

E inmediatamente desenvainaron las espadas; pero el fraile joven, con una agilidad sorprendente, se remangó los hábitos, y, apoderándose de la espada del caído, se puso en guardia, como un hombre experto, y de la manera más resuelta. Al mismo tiempo, su hermano de religión sacó por debajo de sus ropas un puñal, cuya hoja tendría sus diez y ocho pulgadas de largo, y con aire marcial se puso al lado de su compañero.

—¡Ah canallas! —exclamaron—. Os vamos a dar una lección, para que sepáis mejor vuestro oficio.

A los pocos momentos, los tres granujas, heridos o desarmados, se vieron en la necesidad de saltar por la ventana.

—¡Jesús, María y José! —exclamó la señora Margarita—. Sois unos campeones, buenos padres. Hacéis honor a nuestra santa religión... Pero el resultado de esta contienda ha sido un hombre muerto, cosa muy desagradable para la reputación de esta hostería.

—¡Oh, qué simpleza! Si no está muerto —dijo el fraile viejo—. Le oigo gruñir, y le voy a dar la extremaunción.

Se acercó al herido, le agarró por el pelo, y, poniéndole en la garganta el puñal, hubiera acabado con él si la señora Margarita y el otro fraile no se interpusiesen.

—¿Qué hacéis, Dios mío? —decía Margarita—. ¡Matar a un hombre! ¡A un hombre que pasa por buen católico, aunque lo sea muy poco, según parece!

—Supongo —dijo el fraile joven— que asuntos apremiantes os llevan, como a mí, a Beaugency... Ya está aquí la barca. Vámonos.

—Tenéis razón; os sigo.

Y después de limpiar su puñal, le ocultó entre sus ropas.

Los dos valientes frailes, después de pagar su gasto, se encaminaron juntos hacia el Loira, dejando a Bois-Dauphin entre las manos cariñosas de Margarita, que se dedicó a registrar cuidadosamente los bolsillos del herido. Después de esta elemental faena se preocupó de ir quitando de la cara los pedazos de vidrio, a fin de curarle con arreglo a todos los usos de las comadres en casos semejantes.

—O me equivoco mucho, o yo os he visto en alguna otra parte —dijo el franciscano joven al viejo.

—¡Que el diablo me lleve si vuestra cara me es desconocida! Pero...

—Cuando os vi por primera vez me parece que no llevabais ese hábito.

—¿Y vos?

—¿Erais capitán?

—Dietrich Hornstein, para serviros; y vos sois aquel caballero joven con quien comí en una hostería cerca de Etampes.

—El mismo.

—¿No os llamáis Mergy?

—Sí; pero ahora no uso este nombre... Me llamo el hermano Ambrosio.

—Y yo el hermano Antonio de Alsacia.

—¡Bien!. ¿Y dónde vais?

—A la Rochela, si puedo llegar.

—Y yo también.

—Estoy encantado con vuestro encuentro... Pero, ¡demonio!... Me habéis horriblemente azorado con vuestro Benedícite... Yo no sabía decir una palabra, y como os había tomado por un fraile verdadero...

—A mí me pasaba lo mismo.

—¿De dónde os habéis escapado?

—De París. ¿Y vos?

—De Orleans... Tuve que estar escondido durante ocho días... Mis pobres soldados... El teniente... están en el Loira.

—¿Y Mila?

—Se convirtió al catolicismo.

—¿Y mi caballo, capitán?

—¡Ah! ¿Vuestro caballo?... Hice azotar al teniente que lo hurtó... Pero, como no sabía dónde parabais, no os le pude devolver. Lo guardaba para mí, en espera de tener el honor de encontraros... En la actualidad debe de pertenecer, sin duda, a algún cochino católico.

—¡Chist! No pronunciéis esas palabras tan alto. Capitán, vamos a unir nuestras suertes, y ayudémonos siempre como lo hemos hecho hace un momento.

—Aceptado, y en tanto que Dietrich Hornstein tenga una sola gota de sangre en sus venas, hará buen uso de su cuchillo a vuestro lado.

Se estrecharon las manos con alegría.

—¡Ah! ¿Qué diablo de historia es aquella que me vinieron a contar a propósito de unos pollos que querían convertir en pescado? Esos católicos son tontos de capirote.

—¡Chist! ¡Callad, por Dios!... Aquí esta la barca.

Llegaron a ella y ocuparon sus puestos. Navegaron por el río hasta Beaugency sin otro incidente que encontrar numerosos cadáveres de compañeros suyos en religión, que flotaban sobre las aguas del Loira.

Alguien advirtió que la mayor parte de ellos estaban tumbados en el río sobre las espaldas.

—Están pidiendo venganza al cielo —dijo Mergy en voz baja al capitán.

Dietrich le estrechó la mano sin responder.

XXIV. El sitio de la Rochela

«Still hope and suffer all who can!»

(Moore: Fudge family.)


La Rochela, de la cual casi todos sus habitantes profesaban la religión reformista, se podía considerar entonces como la capital de las provincias del Mediodía, y el más seguro baluarte de la causa hugonote. Un extendido comercio con Inglaterra y con España les permitía introducir riquezas considerables, y de aquí el espíritu de independencia que sostenían por encima de todo. La población, compuesta en su mayor parte de pescadores y marineros, que con frecuencia se hacían corsarios, estaba familiarizada con todos los peligros de la vida aventurera, y poseían hábitos de disciplina y de guerra.

A esta gente, la noticia de los asesinatos del 24 de agosto, lejos de producirles el sentimiento de resignación estúpida que se había apoderado de la mayor parte de los hugonotes y les hacía desconfiar en el triunfo de su causa, les dio una mayor bravura, que quizá tenía por causa la desesperación.

De común acuerdo resolvieron sufrir toda suerte de calamidades antes de abrir las puertas de la ciudad a un enemigo que acababa de dar pruebas de su mala fe y de su barbarie. Mientras que los pastores aumentaban este celo con discursos fanáticos, viejos, mujeres y niños trabajaban con gran ahínco en reparar las antiguas fortificaciones y en construir otras nuevas. Se amontonaban los víveres y las armas, se equipaban los buques, y no se perdía ni un momento en organizar y preparar los medios de defensa de que la ciudad era susceptible. Numerosos caballeros, escapados de la matanza, se habían juntado con la gente de la Rochela, y las descripciones que hacían de los crímenes cometidos enardecían a los más cobardes. Para estos hombres, milagrosamente salvados de la muerte, la guerra y sus azares era como un viento ligero para un navegante que acaba de escapar de una tempestad. Mergy y su compañero fueron de estos fugitivos que habían ido a engrosar las filas de los defensores de la Rochela.

La corte de París, alarmada por tales preparativos, se arrepentía de no haberlos prevenido de antemano. El mariscal de Biron se dirigió hacia la Rochela, llevando proposiciones pacíficas. El rey tenía razones para suponer que la elección de Biron sería agradable a los de la Rochela, pues este mariscal, lejos de tomar parte en las matanzas de la «San Bartolomé», salvó a numerosos protestantes de calidad, y él mismo había apuntado con los cañones del arsenal, que estaban bajo su mando, contra los asesinos que lucían las insignias reales. No podía sino ser admitido en la ciudad y reconocido en calidad de gobernador real, prometiendo respetar los privilegios y las franquicias de los habitantes y dejarles libres el ejercicio de su religión. Pero después de haber sido asesinados sesenta mil protestantes, ¿se podía creer en las promesas de Carlos IX? Además, durante el curso de las negociaciones, las matanzas continuaron en Burdeos, los soldados de Biron saqueaban el territorio de la Rochela y una flota real detenía las embarcaciones mercantes y bloqueaba el puerto.

Los burgueses de la Rochela se negaron a recibir a Biron, y respondieron que ellos no podían tratar con el rey en tanto que fuese cautivo de los Guisas, sea que ellos creyesen a estos últimos los únicos autores de los males que sufrían los calvinistas, o sea que por esta ficción, después con frecuencia repetida, quisieran asegurarse a cuantos suponían que la fidelidad del rey era antes que los intereses de la religión. No hubo, pues, medio de entenderse. El rey, entonces, recurrió a otro negociador, enviando a La Noue. La Noue, a quien apodaban Brazo de Hierro, a causa de uno postizo con el que había reemplazado a otro verdadero, perdido en un combate, era un fervoroso calvinista, que en las últimas guerras civiles había demostrado su gran bravura y sus muchos talentos militares.

El almirante, del cual era amigo, no había encontrado un lugarteniente más hábil ni más fiel. En el momento de la San Bartolomé estaba La Noue en los Países Bajos, dirigiendo las bandas flamencas, insurreccionadas, que luchaban contra la potencia española. Traicionado por la fortuna, tuvo que rendirse al duque de Alba, quien le trató bastante bien. Después, y cuando tanta sangre vertida había excitado sus remordimientos, Carlos IX le llamó, y, contra lo que podía suponerse, le trató con suma afabilidad. Este monarca, que en todo era extremado, abrumaba a caricias a un protestante, después de haber degollado a cien mil. Una especie de fatalidad pareció proteger el destino de La Noue; en la tercera guerra civil había caído prisionero en Jarnac y en Montcontour, y siempre fue puesto en libertad, sin rescate alguno, por el hermano del rey, a pesar de las instancias de una parte de sus capitanes, que le incitaban a sacrificar a un hombre muy peligroso para ser dejado libre, y demasiado decente para poder sobornarle. Carlos pensó que La Noue se acordaría de su clemencia, y le dio el encargo de exhortar a los de la Rochela a la sumisión. Aceptó La Noue; pero a condición de que no se le exigiese nada incompatible con su honor, y marchó en compañía de un sacerdote italiano que debía vigilarlo.

En seguida pudo experimentar la mortificación de advertir que se desconfiaba de él. No se le permitió entrar en la Rochela, y para las entrevistas fue señalada una pequeña aldea de los alrededores, Tadou, donde encontró a los diputadas. Todos le conocían como a un antiguo conmilitón; pero ni uno solo le tendió una mano amiga, ni quiso reconocerle. En pocas palabras expuso las proposiciones del rey y la substancia de su discurso fueron estas palabras:

—Fiaros de las promesas del rey. La guerra civil es el peor de los males.

El alcalde de la Rochela le respondió con amarga sonrisa.

—Estamos viendo a un hombre que se parece a La Noue; pero La Noue no habría propuesto a sus hermanos que se sometieran a los asesinos. La Noue, que era tan fiel al almirante, hubiera querido vengarle en vez de— tratar con sus asesinos. No, vos no sois La Noue.

Estos reproches llegaron hasta el alma al desgraciado embajador, que recordó los servicios que había prestado a la causa de los calvinistas, mostró su brazo mutilado e hizo protestas de su fervor religioso. Poco a poco la desconfianza de la gente de la Rochela se disipó; las puertas de la ciudad se abrieron para La Noue; le enseñaron los preparativos de defensa y le pidieron que se pusiese al frente de los protestantes. La oferta era muy tentadora para un viejo soldado. El juramento hecho a Carlos había sido condicionado, con la manifestación de que podía interpretarle con arreglo a conciencia. La Noue creyó que poniéndose a la cabeza de los de la Rochela aseguraba las disposiciones pacíficas y podría al mismo tiempo conciliar la fidelidad prestada al rey con la que debía a su religión. Se equivocó.

Un ejército real fue a atacar la Rochela. La Noue, al frente de los protestantes, mataba muchos católicos en los ataques. Después, cuando regresaban a la ciudad, exhortaba a la paz. ¿Qué podía suceder? Los católicos creían que había faltado a su palabra al rey, y los hugonotes le acusaban de traidor.

En estas condiciones, La Noue, muy molesto, buscaba la muerte y exponía a diario su vida más de veinte veces.

XXV. La Noue

«¡Este hombre es invulnerable hasta por el talón!»

(D'Aubigné: El barón de Foeneste.)


Los sitiados acababan de realizar un feliz ataque contra las defensas avanzadas del ejército católico. Habían tomado unas cuantas varas de trinchera, destruido varios gaviones y matado un centenar de soldados. El destacamento que obtuvo esta victoria volvía a la ciudad por la puerta de Tadou. Al frente de una compañía de arcabuceros marchaba el capitán Dietrich, con el rostro congestionado, sin aliento y pidiendo de beber, señal segura de que no se mostrara ocioso en la pelea. Le seguía una muchedumbre de burgueses, entre los cuales figuraban numerosas mujeres, que por su aspecto parecían haber tomado parte en la lucha. Detrás caminaban unos cuarenta prisioneros, la mayor parte cubiertos de heridas, entre dos filas de soldados, que a duras penas podían defenderles contra el furor del pueblo, que se acumulaba a su paso. Unos cuarenta caballeros formaban la retaguardia. La Noue, acompañado de Mergy, que le servía de ayudante de campo, marchaba el último. Su coraza había sido abollada por una bala y su caballo tenía heridas en dos sitios del cuerpo... En su mano izquierda asía una pistola descargada, y gobernaba las bridas de su caballo, con un gancho colgante de su brazo derecho, en el lugar donde debiera tener la mano.

—Dejad paso a los prisioneros, amigos —exclamaba a cada momento—. Sed humanos y compasivos. Están heridos y no pueden defenderse; ya no son vuestros contrarios.

Pero la canalla respondía con vociferaciones salvajes.

—¡A cazar a los papistas! —gritaban—. ¡A la horca con ellos! ¡Viva La Noue!

Mergy y los otros jinetes distribuyeron entre la multitud algunos lanzazos, como añadidura a las exhortaciones generosas de su jefe. Los prisioneros pudieron ser, al fin, conducidos a la cárcel de la ciudad, donde, vigilados por una buena guardia, no tenían que temer los furores del populacho. El destacamento se dispersó, y La Noue, acompañado de algunos caballeros, puso pie a tierra ante el municipio en el momento mismo en que salía el alcalde, seguido de numerosos burgueses y de un pastor viejo llamado Laplace.

—¡Salud, valeroso La Noue! —dijo el alcalde, tendiéndole la mano—. Acabáis de demostrar a esos asesinos que aunque haya muerto el almirante no se ha exterminado la raza de los bravos.

—El combate ha terminado felizmente, señor —dijo La Noue con modestia—. No hemos tenido más que cinco muertos y unos cuantos heridos.

—Como vos mandabais el ataque, estábamos seguros del buen éxito.

—¡Eh! ¿Qué podría hacer La Noue sin el socorro de Dios? —exclamó en tono displicente el viejo pastor—. Es Dios, que ha combatido hoy a favor nuestro y se ha dignado escuchar nuestras plegarias.

—Dios es, en efecto, quien da o quita la victoria a su agrado —respondió La Noue con gran calma—, y nada más que a él se pueden agradecer las victorias en las guerras.

Y después, dirigiéndose al alcalde, añadió:

—¿Y el concejo ha deliberado sobre las nuevas proposiciones de su majestad?

—Sí —respondió aquél—; hemos despedido al emisario rogándole que no se tome la molestia de dirigirnos nuevas notificaciones. De aquí en adelante no responderemos más que con arcabuzazos.

—¡Debíais haber ahorrado al emisario —exclamó el pastor—, pues está escrito: Algunos granujas hay entre vosotros que han querido seducir a los habitantes de esta ciudad... Pero no faltarás a tu obligación de hacerles morir; tu mano será la primera sobre ellos, y en seguida la de todo el pueblo.

La Noue suspiró y elevó los ojos al cielo, sin responder.

—¿Qué? ¿Rendirnos? —prosiguió el alcalde—. ¿Rendirnos cuando nuestras murallas están todavía de pie? ¿Cuando el enemigo no se atreve a atacarlas de cerca mientras que nosotros podemos ir todos los días a insultarle a sus trincheras? Creedme, señor de La Noue, si no hubiera soldados en la Rochela las mujeres serían suficientes para contender con los enemigos de París.

—Señor, cuando se es más fuerte es necesario hablar con miramiento del enemigo, y cuando se es más débil...

—¿Y quién os dice que somos los más débiles? —interrumpió Laplace—. ¿No combate Dios con nosotros? ¿Y Gedeón con trescientos israelitas no fue más fuerte que todo el ejército de los medianitas?

—Sabéis mejor que nadie, señor alcalde, la escasez de los aprovisionamientos; la pólvora va faltando y me veo obligado a escasearla a nuestros arcabuceros.

—Montgomery nos la enviará desde Inglaterra —dijo el alcalde.

—El fuego del cielo caerá sobre los papistas —añadió el pastor.

—El pan encarece cada día, señor alcalde.

—Un día u otro veremos aparecer a la armada inglesa y entonces volverá la abundancia a la ciudad.

—¡Si es preciso Dios hará caer el maná! —exclamó impetuosamente Laplace.

—En cuanto a los socorros de que habláis —respondió La Noue— bastaría un viento Sur que durase algunos días para que no pudiesen llegar a nuestro puerto. Además, pueden capturarlos nuestros enemigos...

—¡Soplará viento del Norte! ¡Yo te lo predigo, hombre de poca fe! —dijo el pastor—. ¡Perdiste el brazo derecho y la bravura a un tiempo mismo!

La Noue parecía dispuesto a no responderle. Prosiguió dirigiéndose tan sólo al alcalde.

—Perder un hombre es para nosotros más grave que diez para el enemigo. Creo que si los católicos estrechan el sitio con energía nos veremos obligados a aceptar unas condiciones mucho más duras que las que habéis rechazado con tanto desprecio. Si, como espero, el rey se contenta con ver su autoridad reconocida en esta ciudad, y no exige de ella sacrificios que no puede hacer, creo que es nuestra obligación abrir las puertas, pues, a pesar de todo, Carlos IX es nuestro amo.

—¡No tenemos más amo que Cristo! ¡Sólo un impío puede llamar amo suyo al feroz Achab, a ese Carlos que bebe la sangre de los profetas! —y la cólera del pastor redoblaba viendo la imperturbable sangre fría de La Noue.

—Respecto a mí —agregó el alcalde—, recuerdo que la última vez que el almirante pasó por nuestra ciudad nos decía: «El rey me ha dado su palabra de que tanto los protestantes como los católicos serán tratados lo mismo.» Seis meses después, el rey, que tenía empeñada su palabra, hizo asesinar a los hugonotes. Si abrimos nuestras puertas hará con nosotros una matanza idéntica a la de San Bartolomé.

—El rey ha sido engañado por los Guisas. Está arrepentido y quiere rescatar la sangre vertida. Si por vuestra obstinación en no querer tratos, irritáis a los católicos, toda la energía del reino caerá sobre la Rochela, y será destruido el último baluarte de la religión reformista... ¡La paz! ¡La paz! Creedme a mí, señor alcalde.

—¡Cobarde! —exclamó el pastor—. Deseas la paz porque tienes miedo a perder la vida.

—¡Oh!, señor Laplace... —dijo el alcalde.

—¡Bueno! —y La Noue prosiguió fríamente—. Mi última palabra es que si el rey consiente en no traer guarnición a la Rochela y dejarnos con libertad religiosa, debemos entregar las llaves y afirmar nuestra sumisión.

—Eres un traidor —exclamó Laplace— que ha sido sobornado por los tiranos.

—¡Por Dios! ¿Qué decís, señor Laplace? —respondió el alcalde.

La Noue sonrió con aire despectivo.

—Ya lo veis, señor alcalde, vivimos en tiempos muy extraños; los hombres de guerra hablan de paz y los ministros de Cristo predican la guerra... ¡Querido señor —prosiguió el general, dirigiéndose por fin a Laplace—, ya es hora de comer y me parece que vuestra esposa debe de estar esperándole en casa!

Estas últimas palabras acabaron de poner furioso al pastor. No encontró ninguna injuria con qué contestar, y como una bofetada excusa responder razonablemente, golpeó la mejilla del viejo militar.

—¡Por el nombre de Dios! ¿Qué hacéis? —exclamó el alcalde. El señor La Noue es el mejor ciudadano y el más bravo soldado de la Rochela.

Mergy, que estaba presente, se dispuso a imponer un correctivo a Laplace, del cual hubiese guardado recuerdo; pero La Noue lo detuvo.

Cuando su barba gris fue tocada por la mano del viejo loco, hubo un instante, rápido como el pensamiento, en que sus ojos brillaron con relampagueo de indignación y coraje... Pero pronto su fisonomía recobró la acostumbrada impasibilidad; se hubiera dicho que el pastor había golpeado el busto de mármol de un senador romano, o, más bien, que ya La Noue no había sido tocado en el rostro sino por una cosa inanimada.

—Llevad a ese viejo con su mujer —dijo a uno de los burgueses que acompañaban al viejo pastor—. Decidle que tenga cuidado; no se ha comportado hoy como es debido... y a vos, señor alcalde, os ruego que me busquéis entre los habitantes ciento cincuenta voluntarios, pues quiero intentar un ataque al amanecer. Es el momento en que los soldados que han pasado la noche en las trincheras se hallan todavía entumecidos por el frío, y hay que cazarlos entonces como a los osos en el deshielo... He observado que las gentes que duermen bajo techado están mucho más ágiles por la mañana que cuantos pasan la noche a la luz de las estrellas...

Y añadió:

—Caballero de Mergy, si no tenéis mucha prisa para comer, os propongo que vengáis conmigo a la atalaya del Evangelio... Desde allí podremos observar los trabajos del enemigo.

Saludó al alcalde, y apoyado en la espalda de su ayudante, marchó a la atalaya.

Llegaron un momento después que un cañonazo había herido mortalmente a dos hombres. Hasta las piedras estaban cubiertas de sangre, y uno de aquellos infelices, alcanzado por la metralla, pedía a voces que le rematasen. La Noue, con el codo apoyado sobre el parapeto, miró algún tiempo silenciosamente los trabajos que realizaban los asaltantes... Después se volvió a Mergy y le dijo:

—La guerra es una cosa terrible... ¡Pero una guerra civil es todavía más espantosa!... Esa bala ha sido puesta en un cañón francés, y fue un francés quien ha disparado y dos franceses han sido muertos por esa bala... No preocupa mucho matar a un hombre a gran distancia, pero es terrible, caballero de Mergy, clavar la espada a un hombre que os pide compasión en vuestra lengua materna... Y, sin embargo, nosotros hemos hecho eso mismo esta misma mañana.

—¡Ah señor! ¡Si hubierais visto los asesinatos del 24 de agosto! ¡Si hubierais pasado el Sena cuando estaba rojo y llevaba tantos cadáveres, no tendríais esa piedad para los hombres con quien combatimos! Para mí, todo papista es un asesino.

—No calumniéis a vuestro país. En este mismo ejército que nos asedia hay muy pocos monstruos de esos que habláis. Los soldados no son sino aldeanos franceses que dejaron de arar para servir al rey, y los caballeros y los capitanes se baten porque han prestado juramento de fidelidad al monarca... Quizá tengan ellos razón, y nosotros..., nosotros seamos unos rebeldes.

—¡Rebeldes! Nuestra causa es justa; combatimos en defensa de nuestra religión y nuestra vida.

—Veo que tenéis pocos escrúpulos; sois feliz, caballero de Mergy.

Y el viejo soldado suspiró profundamente.

—¡Pardiez! —dijo un soldado que acababa de descargar el arcabuz—. Ese hombre debe de tener tratos con el demonio... Le estoy tirando desde hace tres días y no le he podido tocar.

—¿A quién? —preguntó Mergy.

—¿No veis aquel hombre alto, de justillo blanco y que lleva la banda y la pluma rojas? Todos los días se pasea ante nuestras narices, como si quisiera hacernos burla... Debe de ser una de las espadas de más nombradía en la corte...

—La distancia es grande —objetó Mergy—; pero no importa. Venga un arcabuz.

Un soldado puso el arma entre sus manos. Mergy colocó el cañón de ella sobre el parapeto y buscó la puntería con grande atención.

—¿Si fuera alguno de vuestros amigos? —dijo La Noue—. ¿Por qué os gusta desempeñar el oficio de arcabucero?

Mergy iba a hacer jugar el gatillo, pero detuvo su dedo.

—No tengo amigos entre los católicos —dijo—, excepto uno a quien quiero bien... Pero ése estoy seguro que no figura entre los asaltantes.

—Si fuera vuestro hermano, que hubiese acompañado a monseñor...

Partió el tiro de arcabuz; pero la mano de Mergy había temblado y se vio alzarse el polvo mucho más lejos del sitio donde se paseaba el caballero; Mergy no creía que su hermano estuviera en el ejército católico; sin embargo, se alegró al advertir que había errado el golpe... El hombre sobre el cual disparó continuó su paseo con lentitud, y desapareció pronto entre los montones de tierra removida que se elevaban por todas partes alrededor de la Rochela.

XXVI. El ataque

«Dead, for a ducat! Dead!»

(Shakespeare: Hamlet.)


Una lluvia fría y fina que estuvo cayendo toda la noche cesó por fin en el instante en que el nuevo día se anunciaba en el cielo por el lado de Oriente con resplandores pálidos. El alba trajo una niebla pesada que se esparcía aquí y allá en largos jirones parduzcos que volvían a reunirse pronto, como las ondas marinas, separadas por un navío, que imprimen después una estela blanca. Cubierta con este vapor espeso, que ocultaba las copas de los árboles, la campiña parecía una vasta inundación.

En la ciudad, la luz incierta del amanecer, mezclada con la de las antorchas, alumbraba vagamente a los soldados y voluntarios congregados en la calle que conducía a la atalaya del Evangelio. Golpeaban el pavimento con los pies y movían constantemente el cuerpo, como hombres dominados por ese frío húmedo y penetrante de los amaneceres invernales. Los juramentos y las imprecaciones enérgicas no se escatimaban y se dirigían contra aquellos que habían tenido la ocurrencia de mandarles a combatir a semejante hora.

Pero, a pesar de sus denuestos, podía observarse en sus discursos ese buen humor y esa esperanza que anima a los soldados que manda un jefe estimado de la tropa. Se les oía decir en un tono mitad burlón y mitad colérico:

—Ese maldito Brazo de hierro, ese Juan sin sueño, nos está dando un bonito despertar. ¡Así le abrase la fiebre! ¡El diablo de hombre! ¡Con él no se está nunca seguro de poder pasar una buena noche! ¡Por las barbas del almirante, si no oigo roncar pronto a los arcabuces, me voy a dormir como si estuviera en la cama. ¡Ah!... Ya nos traen aquí el aguardiente, que nos devolverá las fuerzas e impedirá que agarremos un catarro entre esa maldita niebla.

Mientras que se distribuía el aguardiente a los soldados, los oficiales rodeaban a La Noue delante de una tienda y escuchaban con sumo interés el plan de ataque que se proponía realizar dentro el ejército sitiador. Un redoblar de tambores empezó a oírse, y cada uno ocupó su puesto. Un pastor bendijo a los soldados, los exhortó a comportarse bien, con la promesa de la bienaventuranza eterna si morían y de la estimación de sus conciudadanos si regresaban a la ciudad. El sermón fue corto, pero a La Noue le pareció demasiado largo. Parecía tener prisa para comenzar las escenas sangrientas. En cuanto concluyó el pastor y los soldados dijeron Amén, exclamó con voz enérgica y ronca:

—¡Camaradas! El ministro de Dios os acaba de decir la verdad. Recomendemos nuestras almas al Señor. Al primero que dispare un tiro cuya bala no entre en el vientre de un papista le mataré si no consigue escapar.

—Caballero —dijo Mergy en tono bajo, ése es un discurso muy diferente a los de ayer.

—¿Sabéis latín? —preguntó La Noue en tono brusco.

—Sí, señor.

—Pues bien: recordad aquella frase: Age quod agis.

Se hizo la señal de ataque, disparándose un cañonazo; toda la tropa se dirigió a pasos largos hacia la campiña; simultáneamente pequeños pelotones de soldados que salían de diversos sitios llevaban la alarma a las líneas enemigas, a fin de que los católicos, creyéndose asaltados por todos lados, no se atreviesen a enviar socorros al lugar donde iba a efectuarse el ataque principal para no desguarnecer sus trincheras, que parecían amenazadas.

La atalaya del Evangelio, contra la cual los ingenieros del ejército católico habían dirigido toda clase de esfuerzos, tenía que sufrir los tiros de una batería de cinco cañones colocada en una pequeña eminencia junto a un edificio arruinado que antes del sitio había sido un molino. Un foso, con su parapeto, defendía la parte que daba a la ciudad, y delante del foso hacían centinela varios arcabuceros. Pero, como lo había previsto el jefe protestante, estos soldados, que habían pasado toda la noche a la intemperie, estaban casi inutilizados a causa del frío, y los asaltantes, bien preparados para el ataque, tenían una ventaja sobre aquellos hombres inadvertidos, fatigados por la velada y calados por la lluvia.

Los primeros centinelas fueron degollados. Algunos arcabuceros que habían huido por milagro despertaron a la guardia a tiempo para que viesen al enemigo, dueño ya del parapeto y trepando hacia el molino. Unos cuantos intentaron resistir; pero sus armas se les escapaban de la mano, a causa del frío, y al disparar, casi todos fallaron la puntería, mientras que no se perdiera ni uno solo de los tiros que lanzaban los asaltantes. La victoria no podía ser dudosa, y los protestantes, dueños ya de la batería, gritaban con ferocidad: «No demos cuartel. ¡Acordaos del 24 de agosto!»

Unos cincuenta soldados, con su capitán, estaban alojados en la torre del molino. El capitán, en gorro de dormir y en calzoncillos, con una almohada en una mano y la espada en la otra, abrió la puerta para preguntar de dónde venía el tumulto. Lejos de suponer que era un ataque del enemigo, creía que el rumor le causaba una riña entre sus soldados. Pero pronto fue cruelmente desengañado: una alabarda le hizo caer por tierra bañado en sangre. Los soldados tuvieron tiempo para formar barricadas en las puertas de la torre, y durante algún tiempo se defendieron con bravura, disparando desde las ventanas. Pero alrededor del edificio había un gran montón de paja y heno y muchas ramas de árboles que debían servir para hacer gaviones. Los protestantes les prendieron fuego, y en un instante las llamas se enseñorearon en la torre y llegaron hasta la cumbre. Pronto se escucharon gritos de desesperación. El techo ardía e iba a caer sobre la cabeza de los desgraciados que ocupaban el molino. Las mismas barricadas recién construidas les impedían salir, y si intentaban escapar por las ventanas caerían sobre las llamas o serían recibidos en la punta de las lanzas enemigas. Se vio entonces un espectáculo espantoso. Un abanderado, revestido con una armadura completa, intentó saltar, como los otros, por una ventana estrecha. Su coraza terminaba, siguiendo una moda muy frecuente entonces, por una especie de enagüilla de hierro, que cubría los muslos y el vientre y se ensanchaba como un embudo, de manera que permitía moverse con facilidad. La ventana no era lo suficientemente ancha para dejar paso a esta parte de la armadura; y el abanderado, en su turbación, se lanzó con tanta violencia, que se encontró con la mayor parte del cuerpo en la parte de fuera, sin poder moverse y cogido como en un tomo. Las llamas iban llegando hasta él y chamuscaban su armadura, hasta que poco a poco fue quemándose vivo, como en una hornaza el famoso toro de bronce inventado por Phalaris. El desgraciado católico daba gritos espantosos y agitaba los brazos como pidiendo socorro. Hubo un momento de silencio entre los asaltantes; luego, todos a la vez, y como de acuerdo, lanzaron un gran clamor de guerra para aturdirse y no oír los gemidos del hombre que se quemaba vivo, que, al fin, desapareció entre un torbellino de llamas y de humo, viéndosele caer entre los escombros de la torre con el casco puesto al rojo por el fuego.

En los combates, las sensaciones de horror y tristeza duran muy poco; el instinto de conservación habla muy fuerte en el espíritu del soldado para que sea sensible a las miserias de los otros. Mientras una parte de la gente de la Rochela perseguía a los fugitivos, los otros clavaban los cañones, rompían las ruedas y precipitaban en el foso los gaviones de la batería y los cadáveres de sus defensores.

Mergy, que había sido de los primeros en escalar el foso, tomó aliento unos instantes para grabar con la punta de su puñal el nombre de Diana en una de las piezas de la batería; después ayudó a los otros a destruir los trabajos de los católicos. Un soldado había cogido por la cabeza al capitán del rey, que no daba señales de vida, y otro le llevaba por los pies, balanceándole por diversión y dispuestos a lanzarle al foso. De repente el supuesto cadáver abrió los ojos, reconoció a Mergy y exclamó:

—Caballero de Mergy, gracias. Soy vuestro prisionero. Salvadme. ¿No reconocéis a vuestro amigo Beville?

El desgraciado tenía la cara cubierta de sangre, y Mergy apenas pudo reconocer en el moribundo al joven elegante que había abandonado hace poco pletórico de vida y de alegría. Le hizo depositar con precaución en la hierba, vendó él mismo sus heridas, y, colocándole sobre un caballo, ordenó que le llevasen a la ciudad.

Cuando le decía adiós y ayudaba a conducir fuera del bastión advirtió a una fuerza de caballería que avanzaba al trote entre la ciudad y el molino. A juzgar por la apariencia, debía de ser un destacamento de soldados católicos que intentaban cortar la retirada a los protestantes.

Mergy corrió en seguida a prevenir a La Noue.

—Si queréis confiarme solamente cuarenta arcabuceros —dijo—, me colocaré detrás del seto que bordea ese camino estrecho por donde van a pasar, y si no vuelven grupas rápidamente, dejaré que me ahorquen.

—Muy bien, muchacho; tú llegarás a ser un gran capitán. ¡Vamos, vosotros! Seguid a este caballero y obedeced lo que os mande.

A los pocos segundos, Mergy tenía dispuestos a sus arcabuceros a lo largo del seto; les hizo poner una rodilla en tierra, preparar sus armas y les prohibió que disparasen sin orden previa.

Los jinetes enemigos avanzaban rápidamente, y ya se escuchaba con claridad el trote de sus caballos sobre el lodo del camino.

—El capitán —dijo Mergy, en voz baja— es ese petulante de la pluma roja, que ayer no pudimos cazar. ¡Que no se escape hoy!

El arcabucero que tenía a su lado bajó la cabeza como para decir que respondía del buen éxito... Los jinetes católicos serían tan sólo unos veinte, y su capitán volvía la cabeza como para dar una orden a sus soldados, cuando Mergy, levantándose, gritó repentinamente:

—¡Fuego!

El capitán de la pluma roja cambió de postura al oír el grito, y Mergy reconoció a su hermano. Rápido extendió la mano hacía el arcabuz más próximo; pero antes de que pudiera tocarle se había disparado el tiro. Los jinetes, sorprendidos por esta descarga inesperada, se dispersaron, huyendo por la campiña: el capitán Jorge de Mergy cayó al suelo atravesado por dos balas.

XXVII. El hospital

«Father.—Why are you so obstinate?
Pierre.—Why you so troublesome,
that a poor wretch cant die in peace?
But you like ravens, will be croaking
round him.»

(Otway: Venice Preserved.)


Un antiguo convento de religiosos, confiscado por el Municipio de la Rochela, fue transformado durante el sitio en hospital para los heridos. El piso de la capilla, de la cual se habían retirado los altares, los bancos y los ornamentos religiosos, estaba cubierto de paja y heno; era el lugar donde se llevaba a los heridos de condición precaria. El refectorio se había dispuesto para los oficiales y los caballeros. Era una sala espaciosa, artesonada con viejos robles, y con largas vidrieras ojivales, que proporcionaban la suficiente luz para las operaciones quirúrgicas practicadas continuamente.

Allí estaba el capitán Jorge acostado en un jergón, enrojecido por su sangre y por la de otros desgraciados que le habían precedido en ese lugar de dolor. Un montón de paja le servía de almohada. Se le acababa de quitar la coraza y de desgarrar el justillo y la camisa, quedando desnudo hasta la cintura; pero el brazo derecho le tenía todavía armado con su guantelete de acero. Un soldado restañaba las heridas, la una en el vientre, por debajo de la coraza, y la otra, ligerísima, en el brazo izquierdo. Mergy estaba tan abatido por el dolor, que era incapaz de prestar auxilios con eficacia. Unas veces lloraba de rodillas delante de su hermano, otras se tiraba al suelo prorrumpiendo en gritos de desesperación, y no cesaba de acusarse de que había matado al hermano más cariñoso y al mejor de los amigos. El capitán, sin embargo, conservaba toda su calma, esforzándose en moderar los transportes de Bernardo.

A pocos pasos del jergón había otro donde yacía el pobre Beville, también muy mal herido. Su fisonomía no expresaba la resignación tranquila que podía advertirse en el otro. De vez en cuando dejaba escapar un gemido sordo y volvía los ojos hacia su compañero como pidiéndole un poco de su coraje y su firmeza.

Un hombre de cuarenta años todo lo más, seco, delgado, calvo y con muchas arrugas, entró en la sala y se aproximó al capitán, llevando en la mano un saco verde, del cual se escuchaba el ruido que al chocar producían varios aparatos quirúrgicos, que aterraban a los pobres enfermos. Era el maestro Brisart, cirujano muy hábil para su tiempo, discípulo y amigo del célebre Ambrosio Paré. Debía de haber hecho alguna operación, pues sus brazos estaban desnudos hasta el codo, y llevaba todavía puesto un gran delantal ensangrentado.

—¿Qué me queréis? ¿Quién sois vos? —preguntó Jorge.

—Soy cirujano, caballero, y si el nombre del maestro Brisart os es desconocido, será porque ignoráis muchas cosas... Ahora ¡haced de tripas corazón!, como dijo el otro... Soy muy experto en arcabucazos, gracias a Dios, y quisiera tener tantos sacos de mil libras como balas he extraído del cuerpo a personas que se encuentran hoy tan sanas como yo.

—Decidme la verdad, doctor. ¿La herida es mortal, como creo?

El cirujano examinó primero la del brazo izquierdo, y dijo:

—¡Eso es una insignificancia!

Luego empezó a sondear la otra, operación que produjo al herido un horrible dolor, que su cara reflejaba en gestos significativos. Era tan vivo el sufrimiento, que con su brazo derecho rechazó con fuerza al cirujano.

—¡Pardiez! No avancéis más, doctor del demonio —exclamó—; ya observo en vuestra cara que esto es muy grave.

—Caballero, voy creyendo que la bala no atravesó, como me figuraba, el oblicuo pequeño del bajo vientre, y que, remontándose, se ha ido a alojar en la espina dorsal, que antes llamábamos en griego rachis. Lo que me hace pensar de este modo es que vuestras piernas carecen de movimiento y se han quedado frías. Este síntoma patognomónico no nos equivoca..., aunque hay casos...

—¡Un tiro disparado de frente, a quemarropa, y una bala en la espina dorsal! ¡Mala peste! Doctor es necesario enviar ad patres a un pobre diablo... No me atormentéis más y dejadme morir tranquilo.

—No. ¡Vivirá, vivirá! —exclamaba Mergy, fijando un momento su mirada extraviada sobre el cirujano y asiéndole fuertemente del brazo.

—Sí, todavía una hora, quizás dos —dijo fríamente el maestro Brisart—; se trata de un hombre muy robusto.

Mergy cayó de rodillas, agarró la mano derecha del capitán y roció con un torrente de lágrimas el guantelete de que estaba cubierta.

—¿Dos horas? —respondió Jorge—. Tanto mejor; creía que iba a sufrir por más tiempo.

—No; esto es imposible —exclamó Mergy, sollozando—; tú no morirás. Un hermano no puede morir por la mano de otro.

—Vamos, estate tranquilo, y no me sacudas el jergón. Cada uno de tus movimientos me molesta. No sufro ahora mucho, aunque lo que me pasa sea muy serio... Es lo que decía Zany al caer desde lo alto del campanario: «Hasta ahora va bien; lo malo será al llegar al suelo.»

Mergy se sentó cerca del jergón, con la cabeza inclinada hasta las rodillas y oculta entre las manos. Estaba inmóvil y como adormecido; solamente, por intervalos, unos movimientos convulsivos hacían estremecer todo su cuerpo, como los escalofríos de la fiebre, y unos gemidos, que en nada se parecían a la voz humana, se escapaban con esfuerzo de su pecho.

El cirujano había puesto sobre la herida algunos trapos para calmar la sangre, y enjugaba la sonda con la mayor sangre fría.

—Creo que debéis de hacer vuestros preparativos —dijo—; si queréis un pastor, no faltan aquí. Si preferís a un sacerdote, se os traerá uno. He visto hace poco a un fraile que nuestros hombres han hecho prisionero... Mirad, está confesando, lejos, a otro oficial papista que va a morir.

—¡Que me den de beber! —dijo el capitán.

—¡Guardaos bien! ¡Moriríais una hora antes!

—¡Un vaso de vino vale una hora de vida!... ¡Adiós, doctor! Al lado mío hay otra persona que os espera con impaciencia.

—¿Pero qué os envío: un pastor o un fraile?

—Ni al uno ni al otro.

—¿Cómo?

—Dejadme en paz.

El cirujano se encogió de hombros y se aproximó a Beville.

—¡Mil demonios! —exclamó—. ¡Vaya una herida! Esos diablejos de voluntarios hieren bien fuerte.

—Curaré, ¿no es verdad? —preguntó el herido con voz débil.

—Respirad un poco —dijo el maestro Brisak.

Se escuchó entonces una especie de silbido apagado, que le producía el aire al salir del pecho de Beville por la herida, al mismo tiempo que por la boca, mientras la sangre corría a borbotones.

El cirujano silbó también como para imitar aquel ruido extraño. Después colocó de prisa una compresa, recogió sus instrumentos y se dispuso a salir. Los ojos de Beville brillaban como llamas siguiendo todos sus movimientos.

—¿Cómo me encontráis, doctor? —preguntó con voz temblorosa.

—Haced también vuestros preparativos —respondió fríamente el cirujano. Y se alejó.

—¡Ay! ¡Morir tan joven! —exclamó el desgraciado Beville, dejando caer la cabeza sobre el montón de paja que le servía de almohada.

El capitán Jorge pidió de beber; pero nadie quería darle ni un vaso de agua, por el temor de anticipar su fin. ¡Extraña humanidad, que se empeña en prolongar los sufrimientos! En ese instante, La Noue y el capitán Dietrich, acompañados de numerosos oficiales, entraron en la sala para ver a los heridos. Se detuvieron todos delante del jergón de Jorge, y La Noue, apoyado en el pomo de su espada, miraba alternativamente a los dos hermanos con ojos que eran reflejo de la emoción que le hacía experimentar el triste espectáculo,

Una cantimplora que el capitán alemán llevaba al costado llamó la atención de Jorge.

—Capitán —dijo—: ¿sois un viejo soldado, por lo que parece?

—Sí; un viejo soldado. El humo de la pólvora, ha puesto gris mi barba antes que los años. Soy el capitán Dietrich Hornstein.

—Y decidme: ¿qué haríais si estuvieseis tan gravemente herido como yo?

El capitán Dietrich observó un instante las heridas como hombre acostumbrado a juzgar de su gravedad.

—Pondría en orden mi conciencia —respondió— y pediría que me dieran un buen vaso de vino del Rin, si hubiera en los alrededores alguna botella.

—Pues bien: yo no pido sino un poco del pésimo vino de la Rochela, y estos imbéciles no me lo quieren dar.

Dietrich se quitó la cantimplora, que era de un grueso imponente, y se dispuso a entregarla al herido.

—¿Qué hacéis, capitán? —exclamó un arcabucero—; el médico ha dicho que morirá en cuanto beba.

—¿Qué importa? Al menos gozará cierto placer antes de morir. Tomad, valiente; lo único que me apena es no tener mejor vino que ofreceros.

—Sois un hombre agradabilísimo, capitán Dietrich —dijo Jorge, después de haber bebido. Y luego presentó la cantimplora a su vecino—. Y tú, pobre Beville, ¿no opinas lo mismo que yo?

Pero Beville movió la cabeza sin responder...

—¡Ah! ¡Ah! —exclamó Jorge—. ¡Otro tormento se me presenta! ¿Pero no me dejarán morir en paz?

Acababa de ver a un pastor que llevaba la Biblia bajo el brazo.

—Hijo mío —dijo el pastor—, en el momento en que estáis...

—¡Basta, basta!... Ya sé lo que me vais a decir; pero es tiempo perdido... Yo soy católico.

—¡Católico! —exclamó Beville—. ¿Pero no eres ateo?

—De niño —prosiguió el ministro— habéis sido educado en la religión reformista; y en este instante solemne y terrible, cuando vais a comparecer delante del juez supremo de las acciones y de las conciencias...

—Yo soy católico... ¡Por los cuernos del diablo, dejadme tranquilo!

—Mas...

—Capitán Dietrich, tened piedad de mí. Me habéis prestado un gran servicio; os suplico ahora otro. Haced que pueda morir sin exhortaciones ni jeremiadas.

—Retiraos —dijo el capitán al pastor—; ya veis que no está de humor para escuchar vuestras predicaciones.

La Noue hizo una señal al fraile, que se aproximó inmediatamente.

—Aquí tenéis un sacerdote de vuestra religión —dijo a Jorge—; nosotros no pretendemos esclavizar las conciencias.

—¡Que el fraile y el pastor se vayan al diablo! —respondió el herido.

El religioso hugonote y el religioso católico estaban a cada costado de la cama, y parecían disputarse el moribundo.

—Este caballero es católico —dijo el fraile.

—Pero nació protestante —contestó el pastor—, y me pertenece.

—Pero se convirtió...

—Pero debe morir con la fe de sus padres.

—Confesaos, hijo mío.

—Recitad los símbolos, hijo mío.

—¿No es verdad que morís dentro de la fe católica?

—Rechazad a ese enviado del Anticristo —exclamó el pastor, que se sentía apoyado por la mayoría de los asistentes.

Un soldado hugonote, lleno de celo religioso, agarró al fraile por el cordón de su hábito y le apartó de la cama, gritando:

—¡Fuera de aquí, tonsurado! ¡Carne de horca! Hace ya mucho tiempo que no se canta misa en la Rochela.

—¡Deteneos! —dijo La Noue—. Si ese caballero quiere confesarse, juro por mi honor que nadie se lo impedirá.

—Muchas gracias, señor La Noue —dijo el moribundo con voz débil.

—Sois testigos —interrumpió el fraile— de que se quiere confesar.

—No. ¡Que él diablo me lleve si me importa eso!

—¡Vuelve a la fe de tus ancestrales! —suplicó el pastor.

—No, tampoco es eso. ¡Dejadme los dos! ¿Me he muerto ya para que los cuervos se disputen mi carnaza? Me son indiferentes vuestras misas y vuestros salmos.

—¡Blasfema! —exclamaron a la vez los dos sacerdotes de cultos enemigos.

—Es necesario creer en alguna cosa —dijo el capitán Dietrich, con flema imperturbable.

—Pues creo... en que sois un hombre valeroso que me libraréis de esas arpías... Que se retiren y me dejen morir como a un perro.

—Sí; muere como un perro —dijo el pastor, alejándose indignado.

El fraile hizo el signo de la cruz y se aproximó al lecho de Beville.

La Noue y Mergy detuvieron al pastor.

—Todavía un último esfuerzo —dijo Mergy—. ¡Tened piedad de él! ¡Tened piedad de mí!

—Caballero —dijo La Noue al moribundo—. Creed a un viejo soldado: las exhortaciones de un hombre consagrado a Dios pueden endulzar los últimos instantes de un moribundo. No escuchéis las voces de la vanidad y no perdáis vuestra alma por fanfarronada.

—Caballero, no es hoy la primera vez que he pensado en la muerte... No tengo necesidad de que se me exhorte para estar preparado. No me gustan las fanfarronadas, y menos en este momento... Pero, ¡qué diablos!, no tengo ganas de escuchar paparruchas.

El pastor se encogió de hombros. La Noue suspiró. Ambos se alejaron a pasos lentos y con la cabeza baja.

—Camarada —dijo Dietrich—, debéis de sufrir horriblemente para decir esas cosas.

—Sí, capitán; sufro mucho.

—Espero que Dios no se ofenderá por vuestras palabras, aunque parecen terribles blasfemias... Pero cuando un arcabuzazo le ha atravesado a uno el cuerpo, ¡pardiez!, se puede permitir algunos juramentos para consolarse.

Jorge sonrió y volvió a tomar la cantimplora.

—¡A vuestra salud, capitán! Sois el mejor enfermero que puede tener un soldado herido —y al hablar así le alargó la mano, que fue estrechada por Dietrich con evidentes señales de emoción.

—¡Mala peste! —dijo en voz baja—. ¡Si mi hermano Hennin fuera católico, y yo le hubiera matado de un arcabuzazo en el vientre!... Se ha cumplido la profecía de Mila.

—Jorge, mi buen amigo —dijo Beville con voz apagada—; dime algo... ¡Vamos a morir! ¡Es un momento terrible! ¿Piensas lo mismo que cuando me hiciste ateo?

—Sin duda. ¡Ánimo!... Dentro de unos minutos no sufriremos nada.

—Pero este fraile me habla del fuego..., de los demonios... ¿qué sé yo?... Pero me parece que todo eso no es seguro...

—¡Farsantes!

—¿Y si fuera verdad?

—Capitán, os lego mi coraza y mi espada. Quisiera tener otra cosa mejor que ofreceros en cambio del vino que me habéis dado tan generosamente.

—¡Jorge, amigo Jorge!... ¡Sería espantoso si eso fuera cierto...! ¡Toda una eternidad!

—¡Cobarde!

—Sí, cobarde; se dice pronto... Pero debe estar permitida la cobardía cuando se trata de sufrir eternamente.

—Bueno; pues confiésate.

—Te ruego que me digas si estás seguro de que no hay infierno.

—¡Bah!

—No; respóndeme. ¿Estás bien seguro? Júrame por tu honor que no hay infierno.

—No estoy seguro de nada. Si existe el diablo, ahora veremos si es tan negro como dicen.

—¿Pero no estás seguro?

—Confiésate; yo te lo aconsejo.

—¿Es que te estás burlando de mí?

El capitán no pudo evitar una sonrisa; después dijo en tono serio:

—En tu lugar, me confesaría; es lo más seguro, pues confesado y con los óleos se pueden esperar tranquilamente los acontecimientos.

—Pues haré lo que tú hagas... Confiésate.

—¡Ah! No.

—Haz lo que quieras; pero yo voy a morir como buen católico... ¡Vamos, padre! Mandadme decir el confiteor y apúnteme, porque se me ha olvidado.

Mientras se confesaba. Jorge bebió otro vaso de vino, y luego apoyó la cabeza sobre la incómoda almohada y cerró los ojos. Estuvo tranquilo durante un cuarto de hora, y después, con los labios cerrados, lanzó un largo gemido que le arrancaba el dolor.

Mergy, creyendo que expiraba, dio un grito y levantó la cabeza. El capitán volvió a abrir los ojos.

—¿Pero todavía? —dijo, rechazándole con dulzura—. Te ruego, Bernardo, que te calmes.

—¡Jorge, Jorge! ¡Mueres por mis manos!

—¿Qué quieres?... No soy el primer francés matado por su hermano... y no creo que seré el último... Mas no debo de acusarme sino a mí mismo... Cuando monseñor me sacó de la prisión y me llevó con él, me juré no desenvainar la espada en esta guerra... Pero vi que ese pobre diablo de Beville era atacado... Escuché el ruido de los arcabuzazos... y quise presenciar el combate desde muy cerca.

Cerró los ojos, y a los pocos segundos los volvió a abrir, diciendo a su hermano:

—La condesa de Turgis me ha encargado te diga que no te olvida.

Y sonrió dulcemente.

Fueron sus últimas palabras. Murió al cuarto de hora, sin que pareciese sufrir mucho. Algunos minutos después Beville expiró en los brazos del fraile, el cual aseguró que había visto en los aires el grito de júbilo con que los ángeles recibían el alma de un pecador arrepentido, mientras que bajo la tierra se escuchaban los alaridos de triunfo de los diablos al llevarse al infierno el alma del capitán Jorge.

Se lee en todas las historias de Francia que La Noue abandonó la Rochela, molesto de la guerra civil y con la conciencia atormentada por el juramento que había prestado al rey, y cómo el ejército católico fue obligado a levantar el sitio, firmándose la cuarta paz, a la que siguió pronto la muerte de Carlos IX.

¿Se consoló Mergy? ¿Diana tuvo un nuevo amante?

Son preguntas cuya contestación dejo al capricho del lector, para que pueda terminar esta novela como sea más de su gusto.


Publicado el 10 de enero de 2018 por Edu Robsy.
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