La Flecha Negra

Robert Louis Stevenson


Novela



Prólogo

Cierta tarde, muy avanzada ya la primavera, se oye en hora desusada la campana del Castillo del Foso, en Tunstall. Desde las cercanías hasta los más apartados rincones, en el bosque y en los campos que se extendían a lo largo del río, comenzaron las gentes a abandonar sus tareas para correr hacia el sitio de donde procedía el toque de alarma, y en la aldea de Tunstall un grupo de pobres campesinos se preguntaban asombrados a qué se debería la llamada.

En aquella época, que era la del reinado de Enrique VI, el aspecto que presentaba la aldea de Tunstall era muy parecido al que actualmente tiene. No pasaría de unas veinte las casas, toscamente construidas con madera de roble, que se hallaban esparcidas por el extenso y verde valle que ascendía desde el río. Al pie de aquel, el camino cruzaba un puente y, subiendo por el lado opuesto, desaparecía en los linderos del bosque, hasta llegar al Castillo del Foso, desde donde continuaba hacia la abadía de Holywood. Hacia la mitad de camino se alzaba la iglesia rodeada de tejos. A ambos lados, limitando el paisaje y coronando las montañas, se encontraban los verdes olmos y los verdeantes robles del bosque.

Sobre una loma inmediata al puente se erguía una cruz de piedra, a cuyo alrededor se había reunido un grupo —media docena de mujeres y un mozo alto vestido con un sayo rojizo discutiendo acerca de lo que podía anunciar el toque de rebato. Media hora antes, un mensajero había cruzado la aldea, con tal prisa que apagó la sed con un jarro de cerveza sin desmontar siquiera del caballo, tan urgente era su mensaje. Mas ni él mismo sabía de qué se trataba; únicamente, que llevaba pliegos sellados de sir Daniel Brackley para sir Oliver Oates, el párroco encargado de cuidar del Castillo del Foso en ausencia del dueño.

Se oyó entonces el galopar de otro caballo, y al rato, saliendo de los linderos del bosque y cruzando con estrépito el puente, llegó a caballo el joven master Richard Shelton, que se hallaba bajo la tutela de sir Daniel. Él, al menos, sabría algo de lo que ocurría, por lo que, llamándole, le suplicaron que se lo explicara. El muchacho, un joven que aún no había cumplido los dieciocho años, de rostro curtido por el sol y ojos grises, con jubón de gamuza con cuello de terciopelo negro, verde capuchón sobre su cabeza y una ballesta de acero terciada a la espalda, detúvose de buena gana. Al parecer, el correo había traído importantes noticias. Era inminente la batalla. Sir Daniel había ordenado que todo hombre capaz de tensar un arco o de empuñar un hacha partiese inmediatamente hacia Kettley, bajo pena de incurrir en su enojo.

Pero nada sabía Dick acerca de por quién habían de luchar ni del lugar donde se libraría la batalla. El mismo sir Oliver no tardaría en llegar y Bennet Hatch se estaba preparando en aquel momento, pues él había de acaudillar a los hombres.

—¡Esto será la ruina de esta tierra! —exclamó una mujer—. Si los barones viven en guerra constante, los campesinos tendrán que alimentarse de raíces.

—Nada de eso —dijo Dick—: el que nos siga recibirá seis peniques diarios, y los arqueros, doce.

—Eso será si viven —repuso la mujer—; pero ¿y si mueren, señor?

—Nada más honroso que morir por su señor natural.

—No será el mío —replicó el hombre del sayo—. Yo seguí a los Walsingham, y como yo, todos los de Brierley, hasta hace un par de años por la Candelaria. ¡Y ahora he de pasarme al bando de los Brackley! La ley lo hizo, y no la naturaleza. ¿Qué me importan a mí sir Daniel ni sir Oliver, que entiende más de leyes que de honradez? Yo no tengo más señor natural que el pobre rey Enrique VI, a quien Dios bendiga, ese infeliz inocente que no sabe cuál es su mano derecha ni cuál su izquierda.

—Mala lengua tenéis, amigo —dijo Dick—, si así difamáis a vuestro buen amo y a mi señor, el rey, en la misma calumnia. Pero el rey Enrique, ¡loados sean los santos!, ha recobrado el juicio y todo lo pondrá en orden pacíficamente. En cuanto a sir Daniel, muy valiente os mostráis a espaldas suyas. Pero no soy ningún chismoso, así que no hablemos más del asunto.

—Nada he dicho en vuestro agravio, master Richard —repuso el campesino—. Sois todavía un muchacho, pero cuando seáis un hombre, os encontraréis con la bolsa vacía. Y no digo más: ¡que todos los santos del cielo ayuden a los vecinos de sir Daniel y la Virgen bendita proteja a sus pupilos!

—Clipsby —dijo Richard—: lo que estáis diciendo no puedo escucharlo, sin faltar a mi honor.

Sir Daniel es un amo bondadoso para mí, y mi tutor.

—¡Vamos! ¿Queréis descifrarme un acertijo? —repuso Clipsby—. ¿De qué bando es sir Daniel?

—No lo sé —murmuró Dick, enrojeciendo, pues su tutor, en los disturbios de aquella época, cambiaba continuamente de partido, y a cada uno de esos cambios acompañaba algún aumento en su fortuna.

—Claro —repuso Clipsby—; ni vos ni nadie, pues, en verdad, se acuesta siendo de los Lancaster y se levanta de los de York.

En aquel preciso instante, el puente retumbó bajo los cascos de un caballo. Se volvieron los del grupo y vieron llegar, a galope, a Bennet Hatch. Era éste un hombre de rostro moreno, pelo entrecano y aspecto torvo; iba armado con espada y lanza, una celada cubría su cabeza y su cuerpo una cota de cuero. Hombre de relieve en aquellos lugares, se le consideraba la mano derecha de sir Daniel, lo mismo en la paz que en la guerra, y, a la sazón, por conveniencia de su amo, ejercía el cargo de alguacil.

—¡Clipsby! —gritó—: Corre al Castillo del Foso y manda a todos los rezagados por el mismo camino. Bowyer os dará cotas y celadas. Hemos de salir antes del toque de queda. Fíjate bien: al que sea el último en llegar a la puerta, sir Daniel le dará su merecido. Conque mucho cuidado, porque ya te conozco y sé que no eres hombre en quien se pueda confiar.

Y dirigiéndose a una de las mujeres, añadió:

—Nance, ¿dónde está el viejo Appleyard? ¿En la ciudad?

—En su campo, con toda seguridad —respondió la mujer.

El grupo se dispersó, y mientras Clipsby cruzaba pausadamente el puente, Bennet y el joven Shelton cabalgaban juntos por el camino, atravesando la aldea y dejando atrás la iglesia.

—Verás cómo ese cascarrabias —dijo Bennet— se pasa el tiempo murmurando y hablando sin ton ni son de Enrique V. ¡Y todo porque estuvo en las guerras de Francia!

La casa adonde se encaminaban era la última de la aldea, y se alzaba solitaria entre unas lilas. Más allá de ella, por los tres lados, se abría la pradera, elevándose hasta las márgenes del bosque.

Hatch desmontó, colocó las riendas sobre la cerca y echó a andar por el campo, llevando a Dick junto a sí, hacia donde cavaba el viejo soldado, hundido hasta las rodillas entre sus coles, tarareando con voz cascada una cancioncilla. Todo él iba vestido de cuero excepto la capucha y la esclavina, que eran de frisa negra, anudadas con cinta escarlata. Por el color y las arrugas, dijérase que su rostro era una cáscara de nuez; pero sus viejos ojos grises eran bastante claros y límpidos todavía, y perfecta su vista. Quizá porque era sordo, quizá porque no creyese digno de un viejo arquero de Agincourt prestar atención a semejantes disturbios, el caso es que ni las ásperas notas de la campana tocando a rebato ni la proximidad de Bennet y el muchacho parecieron impresionarle, y continuó cavando mientras con débil y temblorosa vocecilla entonaba la melodía: Si he de ser, mi señora, de vuestra propiedad os ruego que de mí tengáis piedad.

—Nick Appleyard —dijo Hatch—: sir Oliver te saluda y te ordena que, antes de una hora, te dirijas al Castillo del Foso para encargarte del mando.

El viejo alzó la vista.

—¡Dios os guarde, señores míos! —repuso, sonriendo—. ¿Dónde va master Hatch?

—Master Hatch parte para Kettley con todos los hombres que puedan montar a caballo — contestó Bennet—. Parece que va a haber por aquellos alrededores una batalla, y mi señor espera refuerzos.

—¡Bien! —dijo Appleyard—. ¿Y qué guarnición me dejáis?

—Te dejo seis hombres escogidos y, además, sir Oliver —contestó Hatch.

—No bastan para defender la plaza —observó Appleyard—. Se necesitarán cuarenta hombres para resistir como es debido.

—¡Cómo! ¿Para que nos salieras con eso te hemos venido a buscar, viejo pícaro? —replicó Bennet—. ¿Quién sino tú es capaz de hacerlo con semejante guarnición?

—¡Sí, cuando te aprieta el zapato te acuerdas del viejo! —repuso Nick—. No hay uno de vuestros hombres capaz de sostenerse a caballo ni de manejar una pica; y en cuanto a arqueros, si el viejo Enrique V resucitase, sería capaz de ofrecerse, por un ochavo cada vez, a servir de blanco en vuestros tiros.

—¡Vamos, Nick, que todavía hay alguien que sabe disparar un arco! —exclamó Bennet.

—¡Disparar un arco! —repitió Appleyard—. ¡Sí! Pero ¿quién sería capaz de dar en el blanco?

Ahí es donde hay que tener buen ojo y la cabeza en su sitio. Si no, vamos a ver, ¿a qué llamaríais vos un tiro largo de ballesta?

—¡Hombre! Largo sería a una distancia como de aquí al bosque —contestó Bennet mirando en torno suyo.

—Sí, algo largo sería —murmuró el viejo, volviéndose para mirar por encima del hombro.

Después se colocó la mano sobre los ojos y permaneció con ellos fijos en la lejanía.

—¿Qué miras? —preguntó Bennet entre dientes—. ¿Acaso ves a Enrique V?

El veterano siguió mirando hacia la colina. El sol brillaba esplendoroso sobre las praderas; ramoneaban algunas ovejas blancas. Todo estaba en silencio, turbado tan sólo por el lejano tañido de la campana.

—¿Qué ocurre, Appleyard? —inquirió Dick.

—Qué ha de ocurrir... Los pájaros.

Sobre la parte superior del bosque, desde donde descendía como una lengua a través de los prados, para terminar en un par de olmos verdes, a un tiro de flecha aproximadamente del lugar donde nuestros interlocutores se hallaban, una bandada de pájaros revoloteaba de un lado a otro con evidente alarma.

—¿Qué pasa con los pájaros? —preguntó Bennet.

—¡Verdaderamente —repuso Appleyard—, hacéis bien en iros a la guerra, master Bennet!

Los pájaros son buenos centinelas; en los bosques suelen ser los que primero figuran en la línea de batalla. ¡Mirad! Si éste fuera un campamento, bien pudiera haber arqueros acechando para dar con nosotros, y, sin embargo, aquí estaríais como si tal cosa.

—¡Qué dices, condenado! —gritó Hatch—. ¡Si en torno nuestro no hay más hombres que los de sir Daniel, en Kettley! Estás más seguro que en la torre de Londres, y quieres asustarnos con unos cuantos gorriones o algún pinzón.

—¡Escuchadle! —rezongó Appleyard—. ¡Cuántos bribones se dejarían cortar las orejas con tal de darse el gustazo de podernos enviar una flecha a cualquiera de nosotros! ¡San Miguel nos valga! ¡Si nos odian como si fuéramos la peste!

—¡Cierto es que odian a sir Daniel! —repuso Hatch algo más sosegado.

—A sir Daniel y a todo el que le sirve —refunfuñó Appleyard—, y en primer término a Bennet Hatch y al viejo Nicholas, el arquero. Mirad: si allá lejos, en el extremo del bosque, hubiese un hombre forzudo y vos y yo permaneciésemos aquí a merced suya, como lo estamos, ¿a quién creéis que escogerían?

—Apuesto que a ti —repuso Hatch.

—¡Apuesto mi capote contra un cinto de cuero a que seríais vos el elegido! —exclamó el viejo arquero—. Vos fuisteis quien incendió Grimstone, Bennet, y eso no os lo perdonarán nunca, amigo mío. En cuanto a mí, pronto estaré en lugar seguro, Dios mediante, lejos de los tiros de flecha y de los cañonazos también... y de todas las ruindades de mis enemigos. Ya soy viejo y me acerco rápidamente a mi última morada, donde el lecho está dispuesto. Pero vos, Bennet, quedaréis a merced de todos los peligros, y si llegáis a mi edad sin que os hayan colgado, será porque el genuino espíritu inglés habrá muerto ya.

—Eres el viejo mastuerzo de peor genio de todo el bosque de Tunstall —replicó Hatch, enojado por aquellos amenazadores presagios—. Anda de una vez a armarte antes de que llegue sir Oliver, y déjate, por una vez en tu vida, de charlas inútiles. Si a Enrique V le hablabas tanto, tendría más llenos los oídos que el bolsillo.

Silbó en el aire una flecha como un gigantesco abejorro y vino a clavársele al viejo Appleyard entre ambos omoplatos, atravesándole de parte a parte y haciéndole caer de cabeza sobre las coles. Hatch contuvo un grito y saltó en el aire; después, agachándose cuanto pudo, corrió a refugiarse en la casa. Entretanto, sir Dick Shelton se había ocultado tras unas lilas y con el arco tenso y apoyado en el hombro apuntaba hacia el bosque.

No se movía ni una hoja. Las ovejas pacían tranquilamente y los pájaros se habían apaciguado. Pero en el suelo yacía el viejo, con una flecha de una vara de largo clavada en la espalda. Hatch continuaba protegido bajo el alero del tejado, y Dick estaba alerta, agazapado tras el árbol.

—¿Veis algo? —gritó Hatch.

—No se mueve ni una rama —contestó Dick.

—Me da vergüenza dejarle ahí tendido —dijo Bennet, adelantándose de nuevo con vacilante paso y muy pálido el rostro—. No perdáis de vista el bosque, master Shelton; vigiladlo bien. ¡Los santos nos asistan! ¡Buen tiro fue éste!

Bennet alzó al viejo arquero y lo apoyó sobre su rodilla. Todavía no estaba muerto. Su rostro se contraía, abría y cerraba los ojos maquinalmente, y tenía el horrible aspecto de quien sufre un gran dolor.

—¿Me oyes, Nick? —le preguntó Hatch—. ¿Deseas algo? ¿Tienes algo que decir antes de dejar este mundo, hermano?

—¡Arráncame esta flecha y déjame morir, por la Virgen María! —susurró Appleyard—. ¡Ya se acabó para mí la vieja Inglaterra! ¡Arráncamela, arráncamela!

—Master Dick —exclamó Bennet—, acercaos y dad un buen tirón a la flecha.

Lo que él quiere es morir, el pobre pecador.

Dick dejó en el suelo su ballesta y, tirando de la flecha con todas sus fuerzas, consiguió arrancarla de la herida. Brotó un chorro de sangre, intentó el viejo arquero ponerse de pie y, pronunciando el nombre de Dios, cayó muerto.

Hatch, arrodillado entre las coles, oró con fervor por el descanso de su alma. Mas, en tanto que oraba, veíase que su atención se hallaba dividida: no dejaba de mirar ni un instante de reojo hacia aquel rincón del bosque de donde partiera el certero flechazo. Terminada su oración, se alzó de nuevo, se quitó una de sus manoplas de malla y se enjugó el pálido rostro, empapado de un sudor aterrado.

—Sí —dijo—, la próxima vez me tocará a mí.

—¿Quién habrá hecho esto, Bennet? —preguntó Richard, conservando aún en su mano la flecha.

—Sólo Dios lo sabe —respondió Hatch—. Quizá andan por ahí más de cuarenta cristianos a quienes él y yo hemos arrojado de sus casas y de sus tierras, persiguiéndolos después. Él ha pagado ya su deuda, pobre viejo, y acaso no tarde yo mucho en pagar la mía. Sir Daniel tiene la mano demasiado dura.

—Extraña flecha es ésta —dijo el muchacho contemplando la que tenía en la mano.

—Sí, por cierto —exclamó Bennet—. Negra y guarnecida de plumas, también negras. Nada tiene de bonita ni de alegre, porque dicen que el negro es presagio de entierro. Y aquí se ven algunas palabras escritas. Limpiad la sangre y leedlas. ¿Qué dicen?

—Para Appleyard, de John Amend—all —leyó Shelton—. ¿Qué significa esto?

—¡No lo sé; pero no me gusta nada! —contestó el servidor sacudiendo la cabeza. ¡John Amend—all! Vaya nombre para uno de esos bribones rebeldes. Pero ¿qué hacemos aquí, sirviendo de blanco? Cogedle por las rodillas, master Shelton, que yo le levantaré de los hombros, y dejémosle en su casa. ¡Buen disgusto va a darle esto a sir Oliver! Más blanco que la cera se quedará cuando lo sepa, y ni un molino de viento gruñirá más que él.

Entre los dos llevaron el cuerpo del viejo arquero a su casa, donde había vivido completamente solo. Allí le dejaron tendido en el suelo, para no manchar el colchón de la cama, y colocaron sus miembros lo mejor que pudieron.

La casa de Appleyard era de aspecto limpio y sencillo. Sólo contenía una cama con colcha azul, un aparador, un gran arcón, un par de taburetes y una mesa con goznes en un rincón junto a la chimenea. De la pared colgaba la armería del viejo soldado: sus arcos y su coraza. Hatch comenzó a mirar en torno suyo con curiosidad.

—Nick tenía dinero —dijo—. Debe de tener escondidas unas sesenta libras. ¡Cómo me gustaría encontrarlas! Cuando se pierde un buen amigo, master Richard, el mejor consuelo es heredarle. Mirad ese arcón. Apostaría cualquier cosa a que contiene cerca de su buena media fanega de oro. Appleyard el arquero tenía la mano dura para recoger, y también para guardar.

¡Que Dios le haya perdonado sus pecados! Cerca de ochenta años se ha mantenido en pie, y siempre recogiendo y guardando; pero al fin ha tenido que tenderse de espaldas para siempre, ¡pobre viejo huraño!, y ya se han acabado para él todas las necesidades... Sin duda, pienso yo, si sus bienes van a parar a manos de un buen amigo, se alegrará de ello y se sentirá más feliz allá en el cielo.

—¡Vamos, Hatch! —exclamó Dick—. Respetad esos ojos cerrados para siempre... ¿Seríais capaz de robarle ante su propio cadáver? ¡Echaría a andar para impedirlo!

Hatch hizo la señal de la cruz varias veces, pero luego volvió el color a su rostro, y no fue fácil disuadirle de sus propósitos. La hubiera emprendido con el arcón si en aquel momento no se hubiera oído ruido en la puerta de la cerca, y si poco después no se hubiese abierto la de la casa, dando paso a un hombre alto, corpulento y colorado, de ojos negros, de unos cincuenta años de edad, cubierto con negro traje talar y sobrepelliz.

—Appleyard —entraba diciendo el recién llegado; pero al contemplar el cuadro se quedó paralizado de asombro—. ¡Ave María! —exclamó—. ¡Dios y los santos nos asistan! ¿Qué escándalo es éste?

—Frío escándalo para Appleyard, señor cura —contestó Hatch sin asomo de humor—. Acaban de asesinarle a la puerta de su casa, y llega en este momento al Purgatorio.

¡Verdaderamente, si es cierto lo que cuentan, allí no han de faltarle carbón ni lumbre!

Con vacilante paso se dejó caer sir Oliver sobre uno de los taburetes, demudado el rostro y sintiéndose desfallecer.

—¡Esto es la ejecución de una sentencia! —dijo—. ¡Oh! ¡Qué golpe! ¡Qué golpe! —exclamó sollozando. Y enseguida comenzó a rezar infinidad de oraciones.

Hatch, entretanto, se despojaba respetuosamente de su celada e hincaba su rodilla en tierra.

—¡Ay, Bennet! —murmuró el clérigo, algo repuesto de su asombro—. ¿Qué puede ser esto? ¿Quién será el enemigo que se ha atrevido a ejecutarlo?

—Aquí tenéis la flecha, sir Oliver. Mirad: lleva escritas unas palabras —observó Dick.

—¡Cómo! —exclamó el cura—. ¡Esto es abominable! John Amend—all! ¡Un nombre digno de un lollardo! ¡Y negro el color de la flecha, como de mal agüero! ¡Caballeros, esta maldita flecha no me gusta nada! Pero lo importante ahora es que deliberemos de dónde puede venir.

Ayúdame a pensar, Bennet. Entre tantos que nos quieren mal, ¿quién será el que tan audazmente nos reta? ¿Simnel? No lo creo. ¿Los Walsingham? No, no han llegado aún hasta ese punto; aún confían en imponérsenos cuando las cosas cambien. También pudiera ser Simon Malmesbury. ¿Qué crees tú, Bennet?

—¿Podría ser, señor —repuso Hatch—, Ellis Duckworth?

—No, Bennet, no. Eso nunca —dijo el cura—. Jamás una revolución se fraguó entre los de abajo, Bennet, y esta opinión la comparten todos los cronistas sensatos. Las rebeliones se encaminan de arriba abajo. Cuando Dick, Tom y Harry la toman por su cuenta, averigua siempre dónde está el personaje que ha de aprovecharse de ella. Puesto que sir Daniel se ha unido, una vez más, al partido de la reina, ha caído en desgracia con los señores de York. De ahí viene el golpe, Bennet; por qué medios, es cosa que no puedo precisar aún; pero ahí está el meollo del asunto.

—No quisiera que lo tomarais a mal, sir Oliver —repuso Bennet—, pero tanto se ha apretado la soga al cuello de las gentes, que esto está a punto de estallar; eso mismo veía venir el pobre Appleyard. Y si me lo permitís, os diré que la gente nos odia tanto que no necesitan que los espoleen los de York ni los de Lancaster. Oíd lo que yo pienso: vos, que sois clérigo, y sir Daniel, que tan pronto navega a uno como a otro viento, os habéis apoderado de los bienes de muchos y habéis hecho apalear y colgar a no pocos hombres. Ahora os piden cuentas de todo ello; pero como, al fin, no sé por qué, siempre os favorece la ley, creéis que todo queda arreglado. Pero permitidme que os diga, sir Oliver, que el hombre que habéis despojado de sus bienes y mandado apalear es el que más indignado está ahora, y un buen día, azuzado por el diablo, echará mano de su arco y os meterá en el cuerpo una flecha.

—No, Bennet, estás en un grave error. Deberías agradecerme que te corrija —replicó sir Oliver—. Eres un charlatán, Bennet, un chismoso; tienes la lengua demasiado larga. Tienes que corregirte. Bennet, tienes que corregirte.

—Bien, no diré una palabra más. Haced lo que os plazca —repuso el escudero.

Se levantó el cura del taburete en el que estaba sentado y del estuche que llevaba pendiente del cuello sacó cera y una vela pequeña, pedernal y eslabón, procediendo con todo ello a sellar con las armas de sir Daniel el arcón y el armario, mientras Hatch le miraba con profundo desconsuelo. A continuación salieron todos de la casa, algo atemorizados, y se dispusieron a montar a caballo.

—Ya hace rato que debiéramos estar en camino, sir Oliver —dijo Hatch, al sostenerle el estribo para que montara.

—Es cierto; pero las cosas han cambiado, Bennet —repuso el cura—. Ya no tenemos a Appleyard, que en paz descanse, para encargarse del mando de la guarnición. Por tanto, tú vas a quedarte conmigo, Bennet. Necesito a mi lado un hombre de confianza en estos tiempos de traidoras flechas negras. «La flecha que de día vuela... », dice el Evangelio. Y no recuerdo lo que sigue. ¡Verdaderamente soy un cura holgazán, demasiado ocupado de los asuntos humanos! Mas cabalguemos, master Hatch. Nuestros hombres deben de estar ya en la iglesia.

Emprendieron, pues, la marcha camino abajo, con el viento que hacía flotar los hábitos del cura a su favor, y dejaron tras ellos algunas nubecillas que velaban el sol poniente.

Pasaron tres de las casas dispersas que componían la aldea de Tunstall, y, al volver un recodo, apareció ante ellos la iglesia. A su alrededor se apiñaban diez o doce casas, mas en la parte posterior el cementerio parroquial lindaba con los prados. Ante el pórtico se hallaban reunidos unos veinte hombres, montados unos y de pie otros junto a sus caballos. Iban armados y montados de diversas formas: unos con lanzas, otros con picas o con arcos y cabalgando algunos caballos de labor, salpicados todavía del lodo de los surcos. Al fin y al cabo no eran más que la hez del pueblo, ya que los mejores hombres y los mejor equipados se hallaban ya en el campo con sir Daniel.

—No lo hemos hecho del todo mal, ¡alabada sea la cruz de Holywood! Sir Daniel se pondrá contento —murmuró el cura, contando para sí los que formaban la tropa.

—¿Quién vive? ¡Alto, si eres de los nuestros! —gritó de pronto Bennet.

Acababa de ver a un hombre deslizarse por entre los tejos del cementerio. Mas aquél, al escuchar su requerimiento, abandonó su escondite y puso pies en polvorosa en dirección al bosque. Los hombres que se hallaban en el pórtico, que no se habían percatado hasta entonces de la presencia del intruso, se dispersaron. Los que habían echado pie a tierra volvieron a montar precipitadamente, y el resto salió en persecución del fugitivo. Pero tuvieron que dar un rodeo en torno al lugar sagrado y era evidente que se les escaparía la presa. Hatch, lanzando un juramento, dirigió su caballo hacia los setos para cortarle el paso, pero la bestia rehusó saltar y dejó a su jinete tendido sobre el polvo. A pesar de que se levantó al instante y de nuevo se apoderó de las riendas, había transcurrido el tiempo suficiente para que el fugitivo ganase una buena ventaja, perdiéndose así toda esperanza de capturarle.

Quien mostró tener más cabeza fue Dick Shelton. En lugar de empeñarse en la inútil persecución, descolgó la ballesta que llevaba a su espalda, la armó, colocó en ella una saeta, y mientras los demás desistían ya de la persecución, se volvió hacia Bennet y le preguntó si debía disparar.

—¡Dispara! ¡Dispara! —gritó el cura con sanguinaria violencia.

—Apuntad bien, master Dick —exclamó Bennet—, y dad con él en tierra como manzana madura.

El fugitivo se hallaba a pocos pasos de su refugio; pero esta última parte del prado ascendía en pronunciado declive, de forma que su carrera resultaba, proporcionalmente, mucho más lenta. Entre la grisácea luz del ocaso y la irregularidad de movimientos del fugitivo, el blanco no tenía nada de fácil. Por otra parte, Dick, al alzar su arco, sintió una especie de lástima y un vago deseo de errar el tiro. Voló al fin la saeta.

Vaciló el hombre y cayó; sus enemigos prorrumpieron en triunfal vocerío. Pero su alegría fue prematura. El hombre había sufrido una caída sin importancia; rápidamente se puso en pie, se volvió para agitar su gorro mofándose de ellos, y pronto desapareció entre la espesura del bosque.


—¡Mala peste se lo lleve! —gritó Bennet—. ¡Tiene pies de ladrón! ¡Por san Banbury que sabe correr! Pero le disteis, master Shelton; aunque os ha robado la saeta. ¡Ojalá no tenga nunca más suerte que la que yo le deseo!

—Pero ¿qué hacía rondando la iglesia? –preguntó sir Oliver—. Mucho me temo que haya cometido alguna maldad. Clipsby, desmonta y mira con cuidado por y entre esos tejos a ver si encuentras algo.

Partió Clipsby y al rato volvía con un papel en la mano.

—Esto encontré clavado en la puerta de la iglesia —dijo, entregándoselo al párroco—. Nada más he hallado, señor cura.

—¡Vaya! ¡Por el poder de nuestra santa Madre Iglesia! —exclamó sir Oliver—. ¡Esto raya en sacrilegio! ¡Que se haga porque es voluntad del rey o del señor feudal mandarlo... bien, pase; pero que cualquier descamisado vagabundo venga a pegar papeles en la puerta del presbiterio... eso, eso es casi un sacrilegio!... Por menos han llevado a la hoguera a muchos hombres. Pero, a ver, ¿qué se nos dice aquí?... Va desapareciendo la luz por momentos...

Master Richard, vos que sois joven y tenéis buena vista, ¿queréis leerme este libelo?

Dick Shelton tomó el papel y leyó en voz alta. Contenía algunos versos, toscas coplas de ciego que apenas si rimaban, escritas en burdos caracteres y con mala ortografía. Algo corregidos y mejorados, decían más o menos:

Tenía en el cinto cuatro flechas negras por las cuatro penas que he soportado y para los cuatro hombres malvados que nos tiranizan y nos atropellan. Una dio en el blanco, una ya acertó pues al viejo Appleyard muerto lo dejó. Otra, master Hatch, para vos, no miento por quemar Grimstone hasta los cimientos. A Oliver Oates otra irá a parar que a sir Harry Shelton mandó degollar. Y para sir Daniel la cuarta será y todos dirán que bien hecho está. Cada cual tendrá lo que ha merecido una flecha negra por cada maldad y ahora caed de rodillas, rezad ¡porque ya estáis muertos, vosotros, bandidos!

JOHN AMEND—ALL de la Verde Floresta y sus alegres compañeros Ítem más: tenemos más flechas y buenas cuerdas de cáñamo para otros secuaces vuestros.

—¡Malos tiempos para la caridad y el perdón cristiano! —exclamó tristemente sir Oliver—. ¡Qué malo es el mundo, y cada día empeora más! Por la cruz de Holywood os juro que tan inocente soy del mal causado a ese caballero, de palabra u obra, como el niño que espera el bautismo. Tampoco es cierto que le degollaran, pues también en eso están equivocados. Todavía viven testigos que pueden demostrarlo.

—No importa eso, señor cura —interrumpió Bennet—. No hay que hablar más del asunto.

—Nada de eso, master Bennet. Y hazme el favor de no propasarte. Yo he de hacer que resplandezca mi inocencia. No permitiré perder la vida bajo el peso de una calumnia. Pongo a todos por testigos de que nada tengo que ver en este asunto. Ni siquiera estaba entonces en el Castillo del Foso. Precisamente me habían mandado a un recado antes de las nueve de la noche...

—Sir Oliver —interrumpió Bennet—, puesto que, por lo visto, no queréis acabar este sermón, acudiré a otro medio. Goffe, toca llamada. ¡A caballo!

Y mientras sonaba el toque de corneta, Bennet se acercó al sorprendido cura y le susurró al oído, acompañándose de violentos ademanes.

Dick Shelton vio cómo los ojos del cura se fijaron un instante en él con una mirada de asombro. Motivos tenía de inquietud, pues aquel Harry Shelton era su propio padre natural.

Pero sus labios permanecieron mudos y su rostro impasible.

Hatch y sir Oliver discutieron durante un largo rato la situación. Decidieron reservar diez hombres, no sólo como guarnición del Castillo del Foso, sino para dar escolta al cura a través del bosque. Como Bennet habría de quedarse atrás, master Shelton tomaría el mando del refuerzo. No cabía otra elección: los demás eran hombres rudos, torpes y nada diestros para la guerra, mientras que Dick no sólo era popular sino que tenía un carácter resuelto y cierta gravedad superior a sus años. Sir Oliver le había dado una buena instrucción, y el mismo Hatch le había enseñado el manejo de las armas y los primeros principios del mando. Bennet siempre se había mostrado amable y servicial con él. Era Bennet uno de esos hombres crueles e implacables con sus enemigos, pero rudamente fiel y cariñoso con sus amigos; por eso, mientras sir Oliver entraba en la casa próxima para escribir el relato de los últimos acontecimientos a su señor, Bennet se acercó al pupilo de éste para desearle que le diera Dios muy buena suerte en su empresa.

—Debéis hacer todo el camino dando un gran rodeo, master Shelton —le advirtió Hatch—. Por lo que más queráis, dad la vuelta al puente. Llevad siempre delante, a cincuenta pasos, un hombre de confianza para que atraiga sobre sí los tiros; y marchad siempre con cuidado, a la callada, hasta que hayáis dejado atrás el bosque. Si los bribones caen sobre vos, seguid cabalgando; nada ganaréis con hacerles frente. Y continuad siempre adelante, master Shelton; no retrocedáis, si en algo apreciáis vuestra vida; acordaos de que en Tunstall no podéis esperar auxilio. Y ahora, puesto que vais a servir al rey en la guerra y yo he de quedarme aquí con evidente peligro de perder la vida, por lo que sólo los santos del cielo saben si hemos de volver a vernos en este mundo, voy a daros mis últimos consejos antes de vuestra marcha. No perdáis de vista a sir Daniel: no es hombre de fiar. No depositéis vuestra confianza en el clérigo ese: no es malo, pero no es más que un monigote o un instrumento en las manos de sir Daniel. Cuidad mucho de buscar buenos amos donde quiera que vayáis; ganad amigos poderosos.

Y acordaos, aunque sólo sea durante el tiempo necesario para rezar un padrenuestro, de Bennet Hatch. Otros bribones, mucho peores que él, hay en este bajo mundo. Y ahora, ¡que Dios os dé buena suerte!

—Y que el cielo te acompañe, Bennet —contestó Dick—. Siempre fuiste un buen amigo para mí, y así lo diré en todo tiempo y ocasión.

—Otra cosa, señor —añadió Bennet con cierto embarazo—: si ese Amend—all me ensartase con alguna flecha, bueno sería, acaso, que os desprendieseis de alguna monedilla de oro o quizá de una libra por el bien de mi alma, pues muy probable es que buena falta me haga allá en el Purgatorio.

—Tu voluntad será cumplida, Bennet —repuso Dick—. Pero ¡ánimo, hombre! Todavía hemos de volver a encontrarnos en un lugar donde más necesitado estés de cerveza que de misas.

—¡Quiéralo el cielo, master Dick! —exclamó Bennet—. Pero aquí llega sir Oliver. Si tan rápido fuera con el arco como con la pluma, bravo hombre de armas sería.

Sir Oliver entregó a Dick un pliego sellado con esta dirección: «Al muy noble y venerado caballero sir Daniel Brackley, mi dueño y señor, para serle entregado con toda urgencia.»

Y Dick, colocándolo en el pecho en su casaca, dio su palabra de ejecutar la orden y partió hacia el este, con dirección a la aldea.

Libro Primero

En la posada del Sol, de Kettley

Sirf Daniel Brackley y sus hombres pernoctaron aquella noche en Kettley, cómodamente alojados y protegidos por una buena guardia. Pero el caballero de Tunstall era uno de esos hombres cuya codicia es insaciable, y aun en aquel momento, a punto de meterse en una aventura que no sabía si había de favorecerle o arruinarle, ya estaba en pie a la una de la madrugada dispuesto a esquilmar a sus pobres vecinos. Solía dedicarse al tráfico de herencias en litigio; su método consistía en comprar los derechos del demandante que tuviese menos probabilidades de ganar y una vez hecho esto, valiéndose de la influencia que los lores tenían con el rey, se procuraba injustas sentencias a su favor; o, si eso era andarse con demasiados rodeos, se apoderaba del dominio en litigio por la fuerza de las armas, confiando en su influencia y en las marrullerías de sir Oliver para burlar la ley y conservar lo que había arrebatado. Kettley era uno de los lugares adquiridos por él de tal modo; recientemente había caído en sus garras y todavía luchaba con la oposición de sus arrendatarios y de la opinión pública. Precisamente para imponer respeto y contener ese descontento acababa de llevar allí sus tropas.

A las dos de la mañana, Sir Daniel se hallaba en la sala de la posada, sentado delante de la chimenea, pues hacía frío a esa hora en los marjales de Kettley. Junto a su codo tenía una jarra de cerveza bien sazonada de especias. Se había quitado el yelmo y, envuelto cálidamente en una capa color sangre, apoyaba su cabeza calva y su rostro enjuto y moreno descansando sobre una mano,. En el extremo más alejado de la estancia, alrededor de una docena de sus hombres montaban guardia en la puerta o yacían descansando sobre los bancos; y cerca de sir Daniel, un muchacho, que aparentaba unos doce o trece años, estaba tendido en el suelo, arropado en una capa. El posadero de “El Sol” se hallaba de pie ante el gran personaje.

—Pues escuchadme bien, mi posadero, —Dijo Sir Daniel, —No cumpláis fielmente más órdenes que las mías, y me hallaréis siempre un buen señor. Necesito tener hombres adictos en los pueblos importantes, y quiero a Adam—a—More de alguacil mayor*; si otro hombre resulta elegido no os servirá de nada; más bien os saldrá caro. Porque tomaré buena cuenta de los que han pagado sus rentas a Walsingham...Vos entre ellos, mi posadero.

—Buen caballero, — Dijo el posadero, —Juro por la cruz de Holywood que si pagué a Walsingham fue por la fuerza. No, poderoso caballero, No aprecio a esos bribones de los Walsingham, que eran tan pobres como las ratas no hace mucho, poderoso caballero. Prefiero un gran señor como vos. Podéis preguntar a cualquiera de mis vecinos: todos os dirán que soy partidario decidido de Brackley.”

—Quizás, — dijo Sir Daniel, secamente. –Entonces pagarás doble renta. Al posadero se le ensombreció el semblante, pero no dijo nada. Aquella era una desgracia que los arrendatarios soportaban con tanta frecuencia, sobre todo en aquellos tiempos turbulentos, que hasta podía darse por satisfecho de comprar la paz por aquel precio. — ¡Selden , tráeme a ese de ahí! —gritó el caballero. Y uno de sus soldados condujo hasta él a un pobre viejo, encogido, pálido como la cera y temblando a causa de la fiebre de los pantanos.

—¿Cómo te llamas, rufián? — dijo Sir Daniel.

—Con permiso de vuestra señoría, —replicó el hombre, —me llamo Condall, Condall de Shoreby, para servir a vuestra señoría.”

—Me han llegado malas referencias sobre ti, —repuso el caballero—;que andas trabajando en la traición, bellaco; que haces correr falsedades por la comarca; que seres sospechoso de varias muertes. ¿Cómo tienes tanta osadía? Pero voy a acabar contigo.”

—Dignísimo y reverendísimo señor –exclamó el hombre—, aquí hay algún malentendido, con perdón de vuestra señoría. Yo sólo soy un hombre humilde particular que nunca ha hecho daño a nadie.

—El subsheriff me ha informado pésimamente de ti, —dijo el caballero—. “Prender a ese tal Tyndal de Shoreby”, ha dicho. —Condall, mi buen señor; Condall es mi humilde nombre —dijo el infeliz.

—Condall o Tyndal, da igual —replicó Sir Daniel con frialdad—. Porque a fe que, viéndote ahora, mucho recelo de tu honradez. Si quieres salvar el cuello, escríbeme ahora mismo una obligación por veinte libras. —¿Por veinte libras, mi buen señor? —exclamó Condall—. ¡Eso es una completa locura! Toda la tierra que tengo no llega a setenta chelines.

—Condall, o Tyndal —replicó Sir Daniel, sonriendo—: Me arriesgaré a sufrir esa perdida. Pon veinte, Una vez me haya yo cobrado todo lo que pueda, y cuando no pueda resarcirme del resto, me mostraré buen señor, seré generoso contigo y te perdonaré el resto.

—¡Ay de mí, señor! Eso no puede ser... porque no sé escribir —contestó Condall.

—¡Qué pena! —dijo el caballero—. Porque entonces la cosa no tiene remedio. Yo que hubiera querido perdonarte, aun teniendo que violentar mi conciencia... Selden —añadió llamando a éste—: coge a este viejo bandido con cuidado, llévale junto al olmo más próximo y cuélgale con cariño del pescuezo en sitio que yo pueda verle al pasar a caballo. Ve con Dios, pues, mi buen master Condall, apreciado master Tyndall; a todo galope vas hacia el Paraíso... Que Dios te acompañe.

—No, mi muy querido señor —replicó Condall dibufando una forzada y obsequiosa sonrisa—. Si tanto es vuestro empeño, haré cuanto pueda por complaceros y, aunque torpemente, ejecutaré vuestro mandato.

—Amigo —ordenó sir Daniel—, ahora tendrás que firmar por cuarenta. ¡Vamos, pronto! Eres demasiado — marrullero para no tener más que setenta chelines. Selden, cuida de que firme en debida forma y ante los testigos necesarios.

Y sir Daniel, que era el más jocoso caballero de cuantos en Inglaterra pudieran hallarse, sorbió un trago de tibia cerveza y, recostándose cómodamente en su asiento, sonrió satisfecho.

Entretanto, el muchacho que estaba tendido en el suelo comenzó a agitarse, y pronto se halló sentado contemplando a los que le rodeaban con asustada expresión.

—¡Ven acá! —exclamó sir Daniel, y en tanto que el muchacho se levantaba y se le acercaba pausadamente, se recostó de nuevo en su asiento, riendo a carcajadas—. ¡Por la santa cruz!

¡Vaya un muchacho valiente!

Al mozalbete se le encendió el rostro de ira, y sus ojos negros relampaguearon con destellos de odio. Al verle de pie, resultaba más difícil precisar su edad. La expresión de su semblante le hacía parecer mayor; pero su rostro era fino y delicado como el de un niño, y, en cuanto al cuerpo, era desusadamente esbelto y delgado y su porte algo desmañado.

—Me habéis llamado, sir Daniel —murmuró—. ¿Fue únicamente para reíros de mi lastimoso estado?

—No, muchacho, no; pero deja que me ría —contestó el caballero—. Deja que me ría, te lo ruego. Si pudieras verte a ti mismo, te aseguro que serías el primero en reírte.

—¡Bien! —exclamó el mozalbete, sonrojándose de nuevo—. De esto ya responderéis cuando respondáis de lo otro. ¡Reíros mientras podáis!

—Mira, primo —repuso sir Daniel con cierta ansiedad—, No creas que me burlo de ti; es una simple broma entre parientes y buenos amigos. Voy a proporcionarte un casamiento que te valdrá mil libras, ¿eh?, y a mimarte con exceso. Cierto es que te apresé con dureza y brusquedad, como las circunstancias lo exigían; pero de aquí en adelante te mantendré de muy buena gana y te serviré con el mayor gusto. Vas a ser la señora Shelton... Lady Shelton, ¡a fe mía!, pues el muchacho promete. Vamos, vamos, no te espantes de una risa franca; cura la melancolía. El que ríe no es un mal hombre, primo mío; los pícaros no ríen. ¡A ver, posadero!

Traedme comida para master John, mi primo. Y ahora, cariño mío, siéntate y come.

—No —replicó master John—. No probaré ni un bocado de pan. Puesto que me obligáis a cometer este pecado, ayunaré por la salvación de mi alma. Y vos, buen posadero, dadme un vaso de agua clara y os quedaré muy agradecido.

—¡Bueno, ya te sacaremos bula! —exclamó el caballero—. ¡Y no faltarán buenos confesores que te absuelvan! Tranquilízate, pues, y come.

Pero el muchacho era terco: se bebió el vaso de agua y, envolviéndose de nuevo en su capa, se sentó en un rincón a meditar.

Una o dos horas después hubo gran conmoción en el pueblo, y se oyó el alboroto de las voces de los centinelas dando el alto, acompañado del ruido de armas y caballos. A poco, un escuadrón de soldados llegó hasta la puerta de la posada, y Richard Shelton, salpicado de barro, apareció en el umbral.

—Dios os guarde, sir Daniel —dijo.

—¡Cómo! ¡Dick Shelton! —exclamó el caballero, y, al oír el nombre de Dick, el otro muchacho le miró con curiosidad—. ¿Qué hace Bennet Hatch?

—Dignaos, caballero, enteraros del contenido de este pliego de sir Oliver, en el que se da cuenta detallada de todo lo sucedido —contestó Richard, presentándole la carta del clérigo—. Además, convendría que partieseis a toda prisa para Risingham, pues en el camino encontramos a un mensajero, portador de unos pliegos, que galopaba desesperadamente, y, según nos dijo, mi señor de Risingham se encuentra en situación apurada y necesita con urgencia vuestra presencia.

—¿Qué decís? ¿Que está en situación apurada? —preguntó el caballero—. Entonces apresurémonos a sentarnos, mi buen Richard. Del modo que van hoy las cosas en este pobre reino de Inglaterra, el que más despacio cabalga es el que más seguro llega. Dicen que el retraso engendra el peligro; pero yo más bien creo que ese prurito de hacer algo es lo que pierde a los hombres; tomad nota de ello, Dick. Pero veamos primero qué clase de ganado habéis traído. ¡Selden, trae una antorcha a la puerta!

Y sir Daniel salió a la calle, donde, a la rojiza luz de la antorcha, pasó revista a las nuevas tropas que le llegaban. Como vecino y como amo era muy impopular; pero como jefe en la guerra, queríanle todos cuantos seguían su bandera. Su audacia, su reconocido valor, la solicitud con que cuidaba de que estuvieran bien atendidos sus soldados y hasta sus rudos sarcasmos eran muy del gusto de aquellos audaces aventureros que vestían cota de malla.

—¡Por la santa cruz! —exclamó—. Pero ¿qué míseros perros son éstos? Unos más encorvados que arcos, otros más flacos que lanzas. ¡Amigos míos: iréis a la vanguardia en el campo de batalla! No perderé gran cosa con vosotros. Mirad aquel viejo villano montado en el caballo moteado. ¡Un borrego montado en un cerdo tendría un aire mucho más marcial! ¡Hola, Clipsby! ¿Estás ahí, buena pieza? Eres uno de los que yo perdería de buena gana. Irás delante de todos, con una diana pintada en tu cota, para que los arqueros puedan apuntarte mejor. Tú me enseñarás el camino, pícaro.

—Os enseñaré cuantos caminos queráis, sir Daniel, excepto el que os lleve a cambiar de partido —replicó audazmente Clipsby.

Soltó sir Daniel una estrepitosa carcajada.

—¡Bien contestado, muchacho! —exclamó alborozado—. Lengua viperina tienes. Y te perdono la frase por lo graciosa. ¡Selden, cuida de que den de comer a los hombres y a los caballos!

El caballero volvió a entrar en la posada.

—Ahora, amigo Dick —dijo—, empieza a despachar eso: ahí tienes buena cerveza y buen tocino. Come, mientras yo leo la carta.

Abrió el pliego y a medida que leía fruncía más el entrecejo. Terminada la lectura, se sentó unos momentos, pensativo. Luego clavó una mirada penetrante sobre su pupilo.

—Dime, Dick —dijo al fin—: ¿viste tú esos versitos?

Contestó Dick afirmativamente.

—En ellos se cita el nombre de tu padre —continuó el caballero— y algún loco acusa a nuestro pobre párroco de haberle asesinado.

—Él lo niega enérgicamente —repuso Dick.

—¿Que lo ha negado? —exclamó el caballero vivamente—. No le hagas caso. Tiene la lengua muy suelta, charla más que una cotorra. Día llegará, Dick, en que, con más tiempo y calma, te ponga yo al tanto de este asunto. Se sospechó, por entonces, que el autor de todo fue un tal Duckworth; pero andaban los tiempos muy revueltos y no podía esperarse que se hiciese justicia.

—¿Ocurrió la muerte en el Castillo del Foso? —aventuró a preguntar Dick, sintiendo que el corazón le latía deprisa.

—Ocurrió entre el Castillo del Foso y Holywood —contestó sir Daniel con toda calma, pero lanzándole una mirada de reojo, preñada de recelo, añadió—: Y ahora date prisa en terminar de comer, pues habrás de regresar a Tunstall para llevar algunas líneas de mi parte.

Una expresión de tristeza apareció en el rostro de Dick.

—¡Por favor, sir Daniel! —exclamó—. ¡Mandad a uno de los villanos! Os suplico que me dejéis tomar parte en la batalla. Yo os prometo que he de asestar buenos golpes.

—No lo dudo —replicó sir Daniel, disponiéndose a escribir—. Pero aquí, Dick, no esperes ganar ninguna gloria. Yo no me moveré de Kettley hasta tener noticias del curso de la guerra, y entonces me uniré al vencedor. Y no te alarmes, ni me taches de cobarde; no es sino prudente discreción; pues tan agitado está este pobre reino por las constantes rebeliones, y tanto cambia de manos el nombre y la custodia del rey, que nadie puede asegurar lo que ocurrirá mañana. Todo son trifulcas y concursos de ingenio, y, entretanto, la Razón espera sentada a un lado, hasta que acabe la lucha.

Dicho esto, volvió la espalda a Dick sir Daniel, y al otro extremo de la larga mesa comenzó a escribir su carta, algo torcido el gesto, pues este asunto de la flecha negra se le había atragantado.

Entretanto, el joven Shelton daba buena cuenta de su desayuno cuando sintió que alguien le tocaba el brazo al tiempo que, en voz muy baja, le susurraba al oído:

—No os mováis ni deis señal alguna, os lo suplico —dijo la voz—; pero indicadme, por el amor de Dios, el camino más corto para llegar a Holywood. Buen muchacho, ayudadme a salir del grave peligro en que me hallo y del que depende la salvación de mi alma.

—Tomad por el atajo del molino —contestó en el mismo tono Dick—. Os conducirá hasta el embarcadero de Till, y allí preguntad de nuevo.

Y sin volver la cabeza, prosiguió devorando su comida. Mas con el rabillo del ojo lanzó una rápida mirada al mozalbete, llamado master John, que, arrastrándose furtivamente, salía de la estancia.

Vaya —pensó Dick—. ¡Si es tan joven como yo! Y me ha llamado «buen muchacho». De haberlo sabido, habría dejado que ahorcaran a ese pícaro antes que decirle lo que me preguntaba. Bueno, si logra atravesar los pantanos, puedo alcanzarle para darle un buen tirón de orejas.

Media hora después entregaba sir Daniel la carta a Dick, ordenándole que, a toda carrera, partiera para el Castillo del Foso. Y pasada otra media hora más de su partida, llegaba precipitadamente otro mensajero enviado por el señor de Risingham.

—Sir Daniel —dijo el mensajero—. ¡Grande es la gloria que os estáis perdiendo! Esta mañana, al apuntar el alba, volvimos a la lucha y derrotamos a la vanguardia y deshicimos toda su ala derecha. Sólo el centro de la batalla se mantuvo firme. Si hubiéramos contado con vuestros hombres, habríamos dado con todos en el fondo del río. ¿Queréis ser el último en la lucha? No estaría ello al nivel de vuestra fama.

—No —exclamó el caballero—. Precisamente ahora iba a salir. ¡Toca llamada, Selden! Señor, estoy con vos al instante. Aún no hace dos horas que llegó la mayor parte de mis fuerzas. La espuela es un buen pienso, pero puede matar al caballo. ¡Aprisa, muchachos!

El toque de llamada resonaba alegremente en aquella hora matinal, y de todas partes acudían los hombres de sir Daniel hacia la calle principal, formando delante de la posada. Habían dormido sin dejar sus armas, ensillados los caballos, y a los diez minutos cien hombres y arqueros, perfectamente equipados y bien disciplinados, se hallaban formados y dispuestos. La mayor parte vestía el uniforme morado y azul de sir Daniel, lo que daba mayor vistosidad a la formación. Cabalgaban en primera línea los mejor armados; en el lugar menos visible, a la cola de la columna, iba el misérrimo refuerzo de la noche anterior.

Contemplando con orgullo las largas filas, dijo sir Daniel:

—Ésos son los muchachos que habrán de sacaros del aprieto.

—Buenos han de ser, a juzgar por su aspecto —respondió el mensajero—. Por eso es mayor mi pesadumbre de que no hayáis partido más pronto.

—¡Qué le vamos a hacer! —murmuró el caballero—. Así, señor mensajero, el fin de una lucha coincidirá con el comienzo de una fiesta —y así diciendo montó en su silla—. Pero... ¡cómo! ¿Qué es esto? —gritó ¡John! ¡Joanna! ¡Por la sagrada cruz!... ¿Dónde se ha metido? ¡Posadero!... ¿Dónde está la muchacha?

—¿La muchacha, sir Daniel? No, no he visto por aquí a ninguna muchacha.

—¡Bueno, pues el muchacho, viejo chocho! —rugió el caballero—. ¿Dónde tenéis los ojos que no vistes que era una moza? Aquella de la capa morada..., la que tomó un vaso de agua por todo desayuno, ¡so bribón!:.. ¿dónde está?

—Pero... ¡por todos los santos! —balbució el posadero—. ¡Master John le llamabais vos, señor! Y claro... nada malo pensé. Le..., es decir, la vi en la cuadra hace más de una hora... ensillando vuestro caballo tordo...

—¡Por la santa cruz! —rugió sir Daniel—. ¡Quinientas libras y más me hubiera valido la moza!

—Noble señor —advirtió el mensajero con amargura—, mientras vos clamáis al cielo por quinientas libras, en otra parte se está perdiendo o ganando el reino de Inglaterra.

—Decís bien, mensajero —repuso sir Daniel—. ¡Selden, escoge seis ballesteros que salgan en su persecución. Y, cueste lo que cueste, que a mi regreso la encuentre en el Castillo del Foso.

Y ahora, señor mensajero, ¡en marcha!

La tropa partió a buen trote y Selden y sus seis ballesteros se quedaron atrás en la calle de Kettley, ante los asombrados ojos de los lugareños.

En el Pantano

Serían cerca de las seis de aquella mañana de mayo cuando Dick entraba a caballo por los pantanos, de regreso a su casa. Azul y despejado estaba el cielo; soplaba, alegre y ruidoso, el viento; giraban las aspas de los molinos y los sauces, esparcidos por todo el pantano, ondulaban blanqueando como un campo de trigo. La noche entera había pasado Dick sobre la silla de su caballo y, sin embargo, se sentía sano de cuerpo y con el corazón animoso, por lo que cabalgaba alegremente.

Descendía el camino hasta ir a hundirse en el pantano, y perdió de vista las sierras vecinas, exceptuando el molino de viento de Kettley, en la cima de la colina que a su espalda quedaba, y allí lejos, frente a él, la parte alta del bosque de Tunstall. A derecha e izquierda se extendían grandes y rumorosos cañaverales mezclados con sauces; lagunas cuyas aguas agitaba el viento, y traidoras ciénagas, verdes como esmeraldas, ofreciéndose tentadoras al viajero para perderle. Conducía el sendero, casi en línea recta, a través del pantano. Databa de larga fecha el camino, pues sus cimientos los echaron los ejércitos romanos; mas con el transcurso del tiempo se hundió gran parte del sendero, y, de trecho en trecho, cientos de metros se hallaban sumergidos bajo las estancadas aguas del pantano.

A cosa de una milla de Kettley, Dick tropezó con una de esas lagunas que interceptaban el camino real, en un sitio en que los cañaverales y sauces crecían desparramados cual diminutos islotes, produciendo confusión al viajero. La brecha era sumamente extensa, y en aquel lugar un forastero, desconocedor de aquellos parajes, podía extraviarse, por lo cual Dick recordó, aterrado, al muchacho a quien tan a la ligera había encaminado hacia aquel sitio. En cuanto a él, le bastó dirigir una mirada hacia atrás, sobre las aspas del molino que se movían cual manchas negras sobre el azul del cielo; y otra hacia delante, sobre las elevadas cimas del bosque de Tunstall, para orientarse y continuar en línea recta a través de las aguas que lamían las rodillas de su caballo, que él dirigía con la misma seguridad que si marchara por el camino real.

A mitad de camino de aquel paso difícil, cuando ya vislumbraba el camino seco que se elevaba en la orilla opuesta, sintió a la derecha ruido de chapoteos sobre el agua y pudo ver a un caballo tordo hundido en el barro hasta la cincha y luchando aún, con espasmódicos movimientos, por salir de él. Instantáneamente, como si el noble bruto hubiese adivinado la proximidad del auxilio, comenzó a relinchar de forma conmovedora. Giraban sus ojos inyectados en sangre, locos de terror, y mientras se revolcaba en el cenagal, verdaderas nubes de insectos se elevaban del mismo zumbando sordamente en el aire.

¡Ah! ¿Y el muchacho? —pensó Dick—. ¿Habrá perecido? Éste es su caballo, sin duda. ¡Valeroso animal! No, compañero, si tan lastimosamente clamas, haré cuanto puede hacer un hombre por ti. ¡No has de quedarte ahí, hundiéndote pulgada a pulgada!

Y montando la ballesta, le hundió en la cabeza una certera flecha. Tras este acto de brutal piedad Dick siguió su camino, algo más sereno su ánimo, mirando atentamente en torno, en busca de alguna señal de su menos afortunado predecesor en el camino.

¡Ojalá me hubiera arriesgado a darle más detalles de los que le di —pensó—, pues mucho me temo que se haya quedado hundido en el lodazal!

Pensaba esto cuando una voz le llamó por su nombre desde un lado del camino y, mirando por encima del hombro, vio aparecer el rostro del muchacho entre los cañaverales.

—¡Ah! ¿Estáis ahí? elijo, deteniendo el caballo—. Tan oculto estabais entre las cañas, que pasaba de largo sin veros. A vuestro caballo vi hundido en el fango y puse fin a su agonía, haciendo lo que a vos os correspondía, siquiera fuese por lástima. Pero salid ya de vuestro escondite. Nadie hay aquí que pueda causaros inquietud.

—¡Ah, buen muchacho! ¿Cómo iba a hacerlo, si no tenía armas? Y aunque las tuviese... no sé manejarlas —contestó el otro, saliendo al camino.

—¿Y por qué me llamáis «buen muchacho»? No sois, me parece, el mayor de nosotros dos.

—Perdonadme, master Shelton —repuso el otro—. No tuve la menor intención de ofenderos. Más bien quería implorar vuestra nobleza y favor, pues me encuentro más angustiado que nunca, perdido el camino, la capa y mi pobre corcel. ¡Látigo y espuelas tengo, pero no caballo que montar! ¡Y sobre todo —agregó, mirando con tristeza su propio traje—; ¡sobre todo... estoy tan sucio y lleno de lodo!

—¡Queréis callar! —exclamó Dick—. ¿Os importa tanto un chapuzón más o menos? Sangre de una herida o polvo o barro del camino... ¿qué son sino adornos del hombre?

—Pues yo prefiero no verme tan adornado —objetó el muchacho—. Pero, por Dios os ruego, ¿qué he de hacer? Buen master Shelton, aconsejadme, os lo suplico. Si no llego sano y salvo a Holywood, estoy perdido.

—¡Vamos! —exclamó Dick, echando pie a tierra—. Algo más que consejos voy a daros. Tomad mi caballo, que yo iré corriendo un rato. Cuando esté cansado, cambiaremos; así, cabalgando y corriendo, los dos podemos ir más deprisa.

Hicieron el cambio y siguieron adelante con toda la rapidez que les permitía la desigualdad del camino, conservando Dick su mano sobre la rodilla de su compañero.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó Dick. —Llamadme John Matcham —contestó el muchacho.

—¿Y qué vais a hacer en Holywood?

—Buscar un lugar seguro para librarme de la tiranía de un hombre. El buen abad de Holywood es un fuerte apoyo para los débiles.

—¿Y cómo es que estabais con sir Daniel? —continuó Dick.

—¡Ah! —exclamó el otro ¡Por un abuso de fuerza! ¡Me sacó violentamente de mi propia casa, me vistió con estas ropas, cabalgó a mi lado hasta que desfallecí de fatiga, hizo continua burla de mí hasta hacerme llorar, y cuando algunos de mis amigos salieron en su persecución creyendo que podrían rescatarme, me colocó en la retaguardia para que yo recibiera los propios disparos de los míos! Uno de los dardos me hirió en el pie derecho, y, aunque puedo andar, cojeo un poco. ¡Ah, día vendrá en que ajustemos las cuentas pendientes; entonces pagará caro todo lo que me ha hecho!

—¿No veis que lo que decís es como ladrarle a la luna? —replicó Dick—. Sabed que el caballero es valiente y tiene mano de hierro, y si sospechase que yo intervine en vuestra fuga, malos vientos soplarían para mí.

—¡Pobre muchacho! —exclamó el otro—. Ya sé que sois su pupilo. Por lo visto, yo también lo soy, según dice, o si no, que ha comprado el derecho de casarme a su gusto, con quien él quiera... No sé de qué se trata, pero sí que le sirve de pretexto para tenerme esclavizado.

—¡Otra vez me llamáis «muchacho»! —exclamó Dick.

—¿He de llamaros «muchacha», amigo Richard? —replicó Matcham.

—¡No, eso sí que no! —repuso Dick—. Reniego de ellas.

—Habláis como un niño —replicó el otro—. Y pensáis más en ellas de lo que os figuráis.

—Claro que no —repuso Dick con aire resuelto—. Ni siquiera pasan por mi imaginación. ¡Para mí son la mayor calamidad que puede darse! A mí dadme cacerías, batallas y fiestas y la alegre vida de los habitantes de los bosques. Jamás oí hablar de muchacha alguna que sirviese para nada; sólo de una supe, y aun esa, pobre miserable, fue quemada por bruja por llevar ropas de hombre, contra las leyes naturales.

Se santiguó con el mayor fervor master Matcham al oír tales palabras, y pareció murmurar una oración.

—¿Por qué hacéis eso? —preguntó Dick.

—Rezo por su alma —respondió el otro con voz algo trémula.

—¡Por el alma de una hechicera! —exclamó Dick—. Rezad, si ello os place. Después de todo, esa Juana de Arco era la mejor moza de toda Europa. El viejo Appleyard, el arquero, tuvo que huir de ella como del demonio. Sí, era una muchacha valiente.

—Bien, master Richard —interrumpió Matcham—. Pero si tan poco apreciáis a las mujeres, no sois un hombre como los demás, pues Dios los creó a unos y a otras para que formaran parejas, e hizo brotar el amor en el mundo para esperanza del hombre y consuelo de la mujer.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Dick—. ¡Sois un niño de teta cuando así abogáis por las mujeres! Y si os imagináis que no soy un hombre de veras, bajad al camino y con los puños, con el sable o con el arco y la flecha, probaré mi hombría sobre vuestro cuerpo.

—No, yo nada tengo de luchador —replicó Matcham con vehemencia—. No quise ofenderos. Todo fue una broma. Y si hablé de las mujeres es porque oí decir que ibais a casaros.

—¡Casarme yo! —exclamó Dick—. Es la primera vez que oigo hablar de ello. ¿Y sabéis con quién he de casarme?

—Con una muchacha llamada Joan Sedley —contestó Matcham, enrojeciendo—. Obra de sir Daniel, quien de ambas partes iba a sacar dinero. Por cierto que oí a la pobre muchacha lamentarse amargamente de semejante boda. Parece que ella opina como vos, o que no le gusta el novio.

—¡Bien! Al fin y al cabo el matrimonio es como la muerte: para todos llega —murmuró Dick con resignación—. ¿Y decís que se lamentaba? Pues ahí tenéis una prueba del poco seso de esas muchachas! ¡Lamentarse antes de haberme visto! ¿Acaso me lamento yo? ¡En absoluto! Y si tuviera que casarme, lo haría sin derramar una lágrima. Pero si la conocéis, decidme: ¿cómo es ella? ¿Guapa o fea? ¿Simpática o antipática?

—¿Y eso qué os importa? —replicó Matcham—. Si al fin habéis de casaros, ¿qué remedio os queda sino aceptar la boda? ¿Qué más da que sea guapa o fea? Eso son niñerías, y vos no sois ningún niño de pecho, master Richard. Sea como fuere, os casaréis sin derramar una lágrima.

—Decís bien: nada me importa —repuso Shelton. —Veo que vuestra esposa tendrá un agradable marido. —Tendrá el que el cielo le haya deparado —replicó Dick—. Los habrá peores... y mejores también.

—¡Pobre muchacha! —exclamó el otro.

—¿Y por qué pobre? —inquirió Dick.

—¡Qué desgracia tener que casarse con un hombre tan insensible! —respondió su compañero.

—Realmente debo de ser muy insensible —murmuró Dick— desde el momento que ando yo a pie mientras vos cabalgáis en mi caballo.

—Perdonadme, amigo Dick —suplicó Matcham—. Fue una broma lo que dije; sois el hombre más bondadoso de toda Inglaterra.

—Dejaos de alabanzas —repuso Dick, turbado al ver el excesivo calor que ponía en sus expresiones su compañero—. En nada me habéis ofendido. Afortunadamente, no me enojo tan fácilmente.

El viento que soplaba tras ellos trajo en aquel instante el bronco sonido de las trompetas de sir Daniel.

—¡El toque de llamada! —exclamó Dick.

—¡Ay de mí! ¡Han descubierto mi fuga, y no tengo caballo! —gimió Matcham, pálido como un muerto.

—¡Ánimo! —recomendó Dick—. Les lleváis una buena delantera y estamos cerca del embarcadero. ¡Por otra parte, me parece que quien se ha quedado aquí sin caballo soy yo!

—¡Pobre de mí, me cogerán! —exclamó el fugitivo—. ¡Por amor de Dios, buen Dick, ayudadme, aunque sólo sea un poco!

—Pero... ¿qué os pasa? —dijo Dick—. ¡Más de lo que os estoy ayudando! ¡Qué pena me da ver a un muchacho tan acobardado! ¡Escuchad, John Matcham, si es que os llamáis John Matcham; yo, Richard Shelton, pase lo que pase, suceda lo que suceda, os pondré a salvo en Holywood! ¡Que el cielo me confunda si falto a mi palabra! ¡Vamos, ánimo, señor Carapálida! El camino es ya aquí algo mejor. ¡Meted espuelas al caballo! ¡Al trote largo! ¡A escape! No os preocupéis por mí, que yo corro como un gamo.

Marchando al trote largo, en tanto Dick corría sin esfuerzo a su lado, cruzaron el resto del pantano y llegaron a la orilla del río, junto a la choza del barquero.

La Barca del Pantano

Era el río Till de ancho cauce y perezosa corriente de aguas fangosas, procedentes del pantano, que en esta parte de su curso se adentraba entre una veintena de islotes de cenagoso terreno cubierto de sauces.

Sus aguas eras sucias, pero en aquella serena y brillante mañana todo parecía hermoso. El viento y los martinetes quebrábanlas en innumerables ondulaciones y, al reflejarse el cielo en la superficie, las matizaban con dispersos trozos de sonriente azul.

Avanzaba el río en un recodo hasta encontrar el camino, y junto a la orilla parecía dormitar perezosamente la cabaña del barquero. Era de zarzo y arcilla, y sobre su tejado crecía verde hierba.

Dick se dirigió hacia la puerta y la abrió. Dentro, sobre un sucio capote rojo, se hallaba tendido y tiritando el barquero, un hombretón consumido por las fiebres del país.

—¡Hola, master Shelton! —saludó—. ¿Venís por la barca? ¡Malos tiempos corren! Tened cuidado, que anda por ahí una partida. Más os valiera dar media vuelta y volveros, intentando el paso por el puente.

—Nada de eso; el tiempo vuela, Hugh, y tengo mucha prisa —repuso Dick.

—Obstinado sois... —replicó el barquero, levantándose—. Si llegáis sano y salvo al Castillo del Foso, bien podréis decir que sois afortunado; pero, en fin, no hablemos más.

Advirtiendo la presencia de Matcham, preguntó:

—¿Quién es éste? —y se detuvo un momento en el umbral de la cabaña, mirándole con sorpresa.

—Es master Matcham, un pariente mío —contestó Dick.

—Buenos días, buen barquero —dijo Matcham, que acababa de desmontar y se acercaba conduciendo de la rienda al caballo—. Llevadme en la barca, os lo suplico. Tenemos muchísima prisa.

El demacrado barquero siguió mirándole muy fijamente.

—¡Por la misa! —exclamó al fin, y soltó una franca carcajada.

Matcham se ruborizó hasta la raíz de los pelos y retrocedió un paso; en tanto, Dick, con expresión de violento enojo, puso su mano en el hombro del rústico y le gritó:

—¡Vamos, grosero! ¡Cumple tu obligación y déjate de chanzas con tus superiores! Refunfuñando desató la barca el hombre y la empujó hacia las hondas aguas. Hizo meter el caballo en ella Dick y tras la cabalgadura entró Matcham.

—Pequeño os hizo Dios —murmuró Hugh sonriendo—; acaso equivocaron el molde. No, master Shelton, no; yo soy de los vuestros —añadió, empuñando los remos—. Aunque no sea nada, un gato bien puede atreverse a mirar a un rey; y eso hice: mirar un momento a master Matcham.

—¡Cállate, patán, y dobla el espinazo! —ordenó Dick.

Se hallaban en la boca de la ensenada y la perspectiva se abría a ambos lados del río. Por todas partes es taba rodeado de islotes. Bancos de arcilla descendían desde ellos, cabeceaban los sauces, ondulaban los cañaverales y piaban y se zambullían los martinetes. En aquel laberinto de aguas no se percibía signo alguno del hombre.

—Señor —dijo el barquero, aguantando el bote con un remo—: tengo el presentimiento de que John—a— Fenne está en la isla. Guarda mucho rencor a los de sir Daniel. ¿Qué os parece si cambiáramos de rumbo, remontando—la corriente, y os dejara en tierra a cosa de un tiro de flecha del sendero? Sería preferible que no os tropezarais con John Fenne.

—¿Cómo? ¿Es él uno de los de la partida? —preguntó Dick.

—Más valdrá que no hablemos de eso —dijo Hugh—. Pero yo, por mi gusto, remontaría la corriente. ¿Qué pasaría si a master Matcham le alcanzase una flecha? —añadió, volviendo a reír.

—Está bien, Hugh —respondió Dick.

—Escuchad entonces —prosiguió el barquero—. Puesto que estáis de acuerdo conmigo, descolgaos esa ballesta... Así; ahora, preparadla... bien, poned una flecha... Y quedaos así, mirándome ceñudo.

—¿Qué significa esto? —preguntó Dick.

—Significa que si os paso en la barca, será por fuerza o por miedo —replicó el barquero—. De lo contrario, si John Fenne lo descubriese, es muy probable que se convirtiera en mi más temible y molesto vecino...

—¿Tanto es el poder de esos patanes? ¿Hasta en la propia barca de sir Daniel mandan?

—No —murmuró el barquero, guiñando un ojo—. Pero, ¡escuchadme! Sir Daniel caerá; su estrella se eclipsa. Mas... ¡silencio! —y encorvó el cuerpo, poniéndose a remar de nuevo.

Remontaron un buen trecho del río, dieron la vuelta al extremo de uno de los islotes y suavemente llegaron a un estrecho canal próximo a la orilla opuesta. Entonces se detuvo Hugh en medio de la corriente.

—Tendríais que desembarcar entre los sauces.

—Pero aquí no hay senda ni desembarcadero, no se ven más que pantanos cubiertos de sauces y charcas cenagosas —objetó Dick.

—Master Shelton —repuso Hugh—: no me atrevo a llevaros más cerca, en interés vuestro. Ese sujeto espía mi barca con la mano en el arco. A cuantos pasan por aquí y gozan del favor de sir Daniel los caza como si fueran conejos. Se lo he oído jurar por la santa cruz. Si no os conociera desde tanto tiempo, ¡ay, desde hace tantos años!, os hubiera dejado seguir adelante; pero en recuerdo de los días pasados y ya que con vos lleváis este muñeco, tan poco hecho a heridas y a andanzas guerreras, me he jugado mis dos pobres orejas por dejaros a salvo. ¡Contentaos con eso, que más no puedo hacer: os lo juro por la salvación de mi alma!

Hablando estaba aún Hugh, apoyado sobre los remos, cuando de entre los sauces del islote salió una voz potente, seguida del rumor que un hombre vigoroso causaba al abrirse paso a través del bosque.

—¡Mala peste se lo lleve! —exclamó Hugh—. ¡Todo el rato ha estado en el islote de arriba! — Y así diciendo, remó con fuerza hacia la orilla—. ¡Apuntadme con la ballesta, buen Dick! ¡Apuntadme y que se vea bien claro que me estáis amenazando! —añadió—. ¡Si yo traté de salvar vuestro pellejo, justo es ahora que salvéis el mío!

Chocó el bote contra un grupo de sauces del cenagoso suelo con un crujido. Matcham, pálido, pero sin perder el ánimo y manteniéndose ojo avizor, corrió por los bancos de la barca y saltó a la orilla a una señal de Dick. Éste, cogiendo de las riendas al caballo, intentó seguirle. Pero fuese por el volumen del caballo, fuese por la frondosidad de la espesura, el caso es que quedaron ambos atascados. Relinchó y coceó el caballo, y el bote, balanceándose en un remolino de la corriente, iba y venía de un lado a otro, cabeceando con violencia.

—No va a poder ser, Hugh; aquí no hay modo de desembarcar —exclamó Dick; pero continuaba luchando con la espesura y con el espantado animal.

En la orilla del islote apareció un hombre de elevada estatura, llevando en la mano un enorme arco. Por el rabillo del ojo vio Dick cómo el recién llegado montaba el arco con gran esfuerzo, roja la cara por la precipitación.

—¿Quién va? —gritó—. Hugh, ¿quién va?

—Es master Shelton, John —respondió el barquero.

—¡Alto, Dick Shelton! —ordenó el del islote—. ¡Quieto, y os juro que no os haré ningún daño! ¡Quieto! ¡Y tú, Hugh, vuelve a tu puesto!

Dick le dio una respuesta burlona.

—Bueno; entonces tendréis que ir a pie —replicó el hombre, disparando la flecha.

El caballo, herido por el dardo, se encabritó, lleno de terror; volcó la embarcación y en un instante estaban todos luchando con los remolinos de la corriente.

Al salir a flote, Dick se halló a cosa de un metro de la orilla, y antes de que sus ojos pudieran ver con toda claridad, su mano se había cerrado sobre algo firme y resistente que al instante comenzó a arrastrarle hacia delante. Era la fusta que Matcham, arrastrándose por las colgantes ramas de un sauce, le tendía oportunamente.

—¡Por la misa! —exclamó Dick, en tanto recibía el auxilio para poner pie en tierra—. Os debo la vida. Nado como una bala de cañón.

Y se volvió enseguida hacia el islote.

En mitad de la corriente nadaba Hugh, cogido a su barca volcada, mientras que John—a—Fenne, furioso por la mala fortuna de su tiro, le gritaba que se diera prisa.

—¡Vamos, Jack! —dijo Shelton—, corramos. Antes de que Hugh pueda arrastrar su lancha hasta la orilla o de que entre ambos la enderecen estaremos nosotros a salvo.

Predicando con el ejemplo, comenzó su carrera, ocultándose, cambiando continuamente de dirección entre los sauces, saltando de promontorio en promontorio sobre los lugares pantanosos. No tenía tiempo para fijarse en qué dirección marchaba: lo importante era volver la espalda al río y alejarse de aquel sitio.

Pronto observó que el terreno comenzaba a ascender, lo que le indicó que marchaba por buen camino. Poco después penetraban en un repecho cubierto de mullido césped, donde los olmos se mezclaban ya con los sauces.

Pero allí Matcham, que avanzaba penosamente, quedando muy rezagado, se dejó caer al suelo y gritó, jadeante, a su compañero:

—¡Déjame, Dick, no puedo más!

Dick se volvió y retrocedió hasta donde se hallaba tendido su compañero.

—¿Dejarte, Jack? —exclamó—. Eso sería una villanía, después de que, por salvarme la vida, te has expuesto a que te hirieran de un flechazo y a un chapuzón y quizá a ahogarte también. Ahogarte, sí, pues sólo Dios sabe cómo no te arrastré conmigo.

—Nada de eso —repuso Matcham—; sé nadar y nos hubiéramos salvado los dos.

—¿Sabes nadar? —exclamó Dick asombrado.

Era ésta una de las varoniles habilidades de que él se reconocía incapaz. Entre las cosas que admiraba, la primera era la de haber matado a un hombre en buena lid, pero la segunda consistía en saber nadar.

—¡Bueno! —dijo— Esto ha de servirme de lección. Yo prometí cuidar de ti hasta llegar a Holywood y, ¡por la cruz!, más capaz te has mostrado tú de cuidarme y salvarme a mí.

—Entonces, Dick, ¿somos amigos?... —preguntó master Matcham.

—¿Es que hemos dejado de serlo alguna vez? —repuso Dick—. Eres un bravo mozo, a tu manera, aunque algo afeminado todavía. Hasta hoy no me tropecé con nadie que se te pareciera. Mas, por amor de Dios, recupera el aliento y sigamos adelante. No es éste el momento apropiado para charlas.

—Me duele este pie horriblemente —dijo Matcham.

—¡Ah! Ya se me había olvidado. ¡Bueno! Tendremos que ir más despacio. Lo que yo quisiera es saber dónde estamos. He perdido el camino, aunque tal vez sea mejor así. Si vigilan el embarcadero, quizá vigilen el sendero también. ¡Ojalá hubiera vuelto sir Daniel con sólo cuarenta hombres! Barreríamos a estos bribones como el viento barre las hojas. Acércate, Jack, y apóyate en mi hombro... Pero... si no llegas... ¿Qué edad tienes? ¿Doce años?

—No; tengo dieciséis —respondió Matcham.

—Poco has crecido para esa edad —observó Dick—. Cógete de mi mano. Iremos despacio... No temas. Te debo la vida... y soy buen pagador, Jack, lo mismo del bien que del mal.

Comenzaron a remontar la cuesta.

—Tarde o temprano daremos con el camino —añadió Dick—, y entonces sabremos adónde vamos. Pero... ¡qué mano tan pequeña tienes, Jack! Si yo tuviese unas manos como las tuyas, me daría vergüenza enseñarlas... Y... ¿sabes lo que te digo? —prosiguió soltando una risita—: ¡Juraría que Hugh el barquero te tomó por una muchacha!

—¡No es posible! —exclamó Matcham, ruborizándose.

—¡Te digo que sí y apuesto lo que quieras! —gritó Dick—. Pero no hay por qué censurarle; más aspecto tienes de muchacha que de hombre. Para ser muchacho tienes un extraño aspecto; pero para muchacha, Jack, serías guapa. Una moza muy bien parecida.

—Bueno —repuso Matcham—; pero tú sabes muy bien que no lo soy.

—Claro que lo sé; es una broma —explicó Dick—. Hombre eres, y si no, que se lo pregunten a tu madre. ¡Ánimo, valiente! Buenos golpes has de repartir todavía. Y ahora dime, Jack: ¿a quién de los dos armarán caballero primero? Porque yo he de serlo, o moriré por ello. Eso de «sir Richard Shelton, caballero» suena muy bien, y tampoco sonará mal «sir John Matcham».

—Dick, por favor, espera que beba —suplicó el otro, deteniéndose al pasar junto a una cristalina fuente que brotando del declive caía en diminuto charco empedrado de guijarros y no mayor que un bolsillo—. ¡Ay, Dick, si pudiera encontrar algo que comer! ¡Me muero de hambre!

—Pero, ¡tonto!, ¿por qué no comiste en Kettley? —preguntó Dick.

—Había hecho voto de ayunar... por un pecado que me indujeron a cometer —balbució Matcham—. Pero, lo que es ahora, aunque fuese pan duro como una piedra, lo devoraría.

—Siéntate, pues, y come —dijo Dick—, mientras yo exploro el terreno para buscar el camino.

Echó mano Dick al zurrón que llevaba y de él sacó pan y unos trozos de tocino seco, que Matcham comenzó a devorar, mientras él se perdía entre los árboles.

A corta distancia corría un arroyuelo, filtrándose entre hojas secas. Poco más allá se erguían, ya más corpulentos y espaciados, los árboles; y las hayas y los robles comenzaban a sustituir al olmo y al sauce. Como el viento agitaba de continuo las hojas, el rumor de los pasos de Dick sobre el suelo cubierto de hayucos quedaba bastante amortiguado; eran para el oído lo que una noche sin luna es para la vista. Sin embargo, Dick avanzaba con precaución, deslizándose de un grueso tronco a otro, sin dejar de escudriñar en torno suyo mientras marchaba. De pronto, rápido como una sombra, un gamo atravesó la maleza. Contrariado por el encuentro, se detuvo. Sin duda esta parte del bosque estaba solitaria; pero la huida del pobre animal azorado podía resultar un aviso de que alguien transitaba por allí, por lo cual, en vez de seguir adelante, se volvió hacia el árbol corpulento más próximo y comenzó a trepar.

La suerte le fue propicia. El roble al que había subido era uno de los más altos de aquel rincón del bosque: sobresalía unos dos metros de los que le circundaban. Dick se encaramó sobre la horquilla más alta y, sentado en ella, vertiginosamente balanceado por el vendaval, divisó a su espalda todo el llano de pantanos hasta Kettley, y el río Till serpenteando entre frondosos islotes, y enfrente, la blanca cinta del camino introduciéndose a través del bosque.

Enderezado el bote, se hallaba ya a mitad del camino de vuelta al embarcadero. Fuera de esto, ni rastro de hombres por ninguna parte, y nada se movía excepto el viento. A punto de descender estaba cuando, tendiendo en torno la mirada por última vez, tropezó su vista con una línea de puntos movedizos allá hacia el centro del pantano.

Era evidente que un pelotón de gente armada marchaba a buen paso por el camino real, lo que le produjo cierta inquietud, pues rápidamente descendió del árbol y regresó a través del bosque en busca de su compañero.

La cuadrilla de la Verde Floresta

Reanimado Matcham después de su reposo, los dos muchachos, a quienes parecía haberles prestado alas lo que Dick había visto, atravesaron las afueras del bosque, cruzaron sin el menor tropiezo el camino y comenzaron a ascender por las empinadas tierras del bosque de Tunstall. Había más árboles cada vez, formando bosquecillos, y entre ellos se extendían por la arenosa tierra brezos y retamas espinosas, con algunas salpicaduras de añosos tejos. El terreno se hacía cada vez más escabroso, lleno de hoyos y montecillos. Y a cada paso de la ascensión, el viento silbaba con más fuerza y los árboles se curvaban como cañas de pescar.

Acababan de llegar a uno de los claros cuando, de repente, Dick se echó de cara al suelo entre unas zarzas y comenzó a arrastrarse lentamente hacia atrás buscando el abrigo de un bosquecillo. Matcham, presa de gran turbación —no comprendía el motivo de aquella huida—, le imitó, y hasta haber llegado al refugio de la espesura no se atrevió a volverse para pedirle a Dick una explicación. Por toda respuesta, Dick señaló con el dedo.

En el extremo opuesto del claro se elevaba sobre los otros árboles un abeto, cuyo oscuro follaje se recortaba contra el cielo. Su tronco, recto y sólido como una columna, se elevaba unos quince metros sobre el terreno, y a esta altura se bifurcaba en dos macizas ramas, y en la horquilla que formaban, como marinero subido en el mástil, se hallaba un hombre cubierto con verde tabardo, vigilando por todas partes. El sol relucía en sus cabellos; con una mano se hacía sombra sobre los ojos para avizorar la lejanía, y lentamente volvía la cabeza de uno a otro lado con la regularidad de un mecanismo.

Los dos jóvenes cambiaron una expresiva mirada.

—Probemos por la izquierda —dijo Dick—. Por poco caemos tontamente en la trampa, Jack.

Diez minutos después llegaban a un camino trillado.

—No conozco esta parte del bosque —observó Dick—. ¿Adónde nos conducirá este sendero?

—Sigámoslo —dijo Matcham.

Algunos metros más allá seguía el caminillo hasta la cresta de un monte, y desde allí descendía bruscamente hacia una hondonada en forma de taza. Al pie, como saliendo de un espeso bosquecillo de espinos en flor, dos o tres caballetes sin tejado, ennegrecidos como por la acción del fuego, y una larga y solitaria chimenea mostraban las ruinas de una casa.

—¿Qué será eso? —murmuró Matcham.

—No lo sé —respondió Dick—. Estoy desorientado. Avancemos con cautela.

Saltándoles el corazón en el pecho, fueron descendiendo por entre los espinos. Aquí y allá descubrían señales de reciente cultivo; entre los matorrales crecían los árboles frutales y las hortalizas; sobre la hierba se veían pedazos de lo que fue un reloj de sol. Les parecía que caminaban sobre lo que había sido una huerta. Avanzaron unos pasos más y llegaron ante las ruinas de la casa. Ésta debió ser, en su tiempo, una agradable y sólida mansión. La rodeaba un foso profundo, cegado ahora por los escombros, y una viga caída hacía las veces de puente. Hallábanse en pie las dos paredes extremas, a través de cuyas ventanas desnudas brillaba el sol; pero el resto del edificio se había derrumbado y yacía en informe montón de ruinas, tiznadas por el fuego. En el interior brotaban algunas verdes plantas por entre grietas.

—Ahora que recuerdo —cuchicheó Dick—, esto debe de ser Grimstone. Era el fuerte de un tal Simon Malmesbury, y sir Daniel fue su ruina. Hace cinco años que Bennet Hatch lo incendió. Fue una lástima, pues la casa era magnífica.

En la hondonada, donde el viento no soplaba, la temperatura era agradable y el aire quieto y silencioso. Matcham, cogiéndose del brazo de Dick, levantó un dedo, advirtiéndole:

—¡Silencio!

Oyeron un extraño ruido que vino a turbar aquella quietud. Se repitió por segunda vez, y ello les permitió apreciar la naturaleza del mismo. Era el sonido producido por un hombretón al carraspear. Al rato, una voz ronca y desafinada comenzó a cantar:

Y habló así el capitán, de los bandidos rey: «¿Qué hacéis en la espesura, mi muy alegre grey?» Gamelyn respondía, los ojos sin bajar. « Quien por ciudad no puede, por el bosque ha de andar. »

Hizo una pausa el cantor, se oyó un leve tintineo de hierros y reinó de nuevo el silencio. Los dos muchachos se miraron sorprendidos. Fuera quien fuera su invisible vecino, el hecho era que se hallaba al otro lado de las ruinas. De súbito se coloreó el rostro de Matcham, y un instante después atravesaba la caída viga y trepaba con cautela sobre el enorme montón de maderos y escombros que llenaban el interior de la casa sin techo. Dick le hubiera detenido de haberle dado tiempo su amigo para ello; pero no tuvo ya más remedio que seguirle.

En uno de los rincones del ruinoso edificio, dos vigas habían quedado en cruz al caer, dando protección a un espacio libre, no mayor que el que ocuparía un banco de iglesia, en el que se agazaparon en silencio los dos muchachos. Quedaban perfectamente ocultos, y a través de una aspillera escudriñaron el otro lado de las ruinas.

Al atisbar a través de este orificio, se quedaron como petrificados de terror. Retroceder era imposible; apenas si se atrevían a respirar. En el borde mismo de la hondonada, a menos de diez metros del lugar donde estaban agazapados, borbollaba un caldero de hierro lanzando nubes de vapor, y junto a él, en actitud de acecho, como si hubiera oído algún rumor sospechoso al encaramarse ellos por los escombros, se hallaba un hombre alto, de cara rojiza y tez curtida, con una cuchara de hierro en la mano derecha y un cuerno de caza y una formidable daga colgados al cinto. Sin duda éste era el cantor, y era evidente que removía el caldero cuando percibió el rumor de algún paso entre los escombros. Algo más allá dormitaba un hombre tendido en el suelo, envuelto en un pardo capote; sobre su rostro revoloteaba una mariposa. Todo esto se veía en un espacio abierto que cubrían margaritas silvestres; en el lado opuesto, suspendidos de un florido espino blanco, se veían un arco, un haz de flechas y restos de la carne de un ciervo.

Enseguida, el individuo dejó su actitud recelosa, se llevó el cucharón a la boca, saboreó su contenido, sacudió la cabeza satisfecho, y volvió a remover el líquido del caldero mientras cantaba:

«Quien por ciudad no puede, por el bosque ha de andar.» Graznó, reanudando su canción donde la había dejado antes: No venimos, señor, a causar ningún mal sino a clavarle una flecha a un ciervo real.

Mientras así cantaba, de vez en cuando sacaba una cucharada de aquel caldo y, después de soplarla, la saboreaba con el aire de un experto cocinero. Al fin juzgó, sin duda, que el rancho estaba ya en su punto, pues, empuñando el cuerno de caza que llevaba pendiente del cinto, lo hizo sonar tres veces como toque de llamada.

Su compañero se despertó, dio en el suelo una vuelta, espantó la mariposa y miró en torno.

—¿Qué pasa, hermano? —preguntó—. ¿Está lista la comida?

—Sí, borrachín —respondió el cocinero—. La comida está lista, y bien seca por cierto, sin pan ni cerveza. Poco regalada se nos ha vuelto la vida en el bosque; tiempo hubo en que se podía vivir como un abad mitrado, porque a pesar de las lluvias y las blancas heladas, tenías vino y cerveza hasta hartarte. Pero ahora, desalentados andan los hombres, y ese John Amend—all, ¡Dios nos salve y nos proteja!, no es más que un espantapájaros.

—No —repuso el otro—, es que tú le tienes demasiada afición a la carne y a la bebida, Lawless. Aguarda un poco, aguarda; ya vendrán tiempos mejores.

—Mira —replicó el cocinero—; esperando estoy esos buenos tiempos desde que era así de alto. He sido franciscano, arquero del rey, marinero; he navegado por los mares salados y también he estado ya otras veces en los bosques tirando a los ciervos del rey. ¿Y qué he ganado con todo ello? ¡Nada! Más me hubiera valido haberme quedado rezando en el claustro.

John Abbot es más útil que John Amend—all. ¡Por la Virgen! Ahí vienen ésos. Uno tras otro, iban llegando al prado una serie de individuos, todos de elevada estatura. Cada uno de ellos sacaba, al llegar, un cuchillo y una escudilla de cuerno, se servía el rancho del caldero y se sentaba a comer sobre la hierba. Iban muy diversamente equipados y armados: unos con sucios sayos y sin más arma que un cuchillo y un arco viejo; otros con toda la pompa de aquellas selváticas partidas, de paño verde de Lincoln, lo mismo el capuchón que el jubón, con elegantes flechas en el cinto adornadas de plumas de pavo real, un cuerno en bandolera y espada y daga al costado. Llegaban silenciosos y hambrientos, y, gruñendo apenas un saludo, se disponían inmediatamente a comer.

Una veintena de ellos se habían reunido cuando, de entre los espinos, salió el rumor de unos vítores ahogados, y al momento aparecieron en el prado cinco o seis monteros, llevando unas parihuelas. Un hombre alto, corpulento, de pelo entrecano, y de cutis tan oscuro como un jamón ahumado, marchaba al frente con cierto aire de autoridad, terciado el arco a su espalda y con una brillante jabalina en la mano.

—¡Muchachos! —gritó—. ¡Buenos compañeros y alegres amigos míos! Hace tiempo que vivís sufriendo privaciones e incomodidades, sin un buen trago con que refrescar el gaznate. Pero ¿qué os dije siempre? Soportad vuestra suerte, pues cambia y cambia pronto. Y aquí está la prueba de que no me engañé; aquí tenéis uno de sus primeros frutos... cerveza, esa bendición de Dios.

Hubo un murmullo de aprobación y aplauso cuando los portadores dejaron sobre el suelo las parihuelas y mostraron un abultado barril.

—Y ahora, despachad pronto, muchachos —prosiguió aquel hombre—. Hay trabajo que nos espera... Un puñado de arqueros acaba de llegar al embarcadero; morados y azules son sus trajes, buen blanco para nuestras flechas, que no ha de quedar uno que no pruebe... Porque, muchachos, aquí estamos cincuenta hombres, y todos hemos sido vilmente agraviados. Unos perdieron sus tierras, otros sus amigos, otros fueron proscritos y todos sufrieron injusta opresión. ¿Y quién es el causante de tanto mal? ¡Sir Daniel! ¿Y ha de gozarse en ello? ¿Ha de sentarse cómodamente en nuestras propias casas? ¿Ha de chupar el meollo al hueso que nos ha robado? Creo que no. Él buscó su fuerza en la ley, ganó pleitos. Pero ¡ah! hay un pleito que no ganará... En mi cinto llevo una citación que, con la ayuda de todos los santos, acabará con él.

Al llegar aquí la arenga, ya andaba Lawless por el segundo cuerno de cerveza; lo alzó como si fuera a brindar por el orador.

—Master Ellis —dijo—: clamáis venganza y ¡bien os sienta ese papel! Pero vuestro pobrecillo hermano del bosque, que jamás tuvo tierras que perder ni amigos en quien pensar, mira, por su parte, al provecho de la cosa. ¡Más quisiera un noble de oro y un azumbre de vino canario que todas las venganzas del Purgatorio!

—Lawless —replicó el otro—: para llegar al Castillo del Foso, sir Daniel tiene que atravesar el bosque. Haremos que su paso le cueste más caro que una batalla. Y cuando hayamos dado con él en tierra y con el puñado de miserables que se nos hayan escapado, vencidos y fugitivos sus mejores amigos, sin que nadie acuda en su auxilio, sitiaremos a ese viejo zorro y grande será su caída. Ése sí que es un gamo rollizo; con él tendremos comida para todos.

—Sí —repuso Lawless—; a muchas de esas comilonas he asistido ya; pero cocinarlas es trabajo difícil, master Ellis. Y entretanto, ¿qué hacemos? Preparamos flechas negras, escribimos canciones y bebemos buena agua fresca, la más desagradable de las bebidas.

—Faltas a la verdad, Will Lawless. Aún hueles tú a la despensa de los franciscanos; la gula te pierde —contestó Ellis—. Veinte libras le cogimos a Appleyard, siete marcos anoche al mensajero y el otro día le sacamos cincuenta al mercader.

—Y hoy —añadió uno de los hombres— he detenido yo a un gordinflón perdonador de pecados que galopaba hacia Holywood. Aquí está su bolsa.

Ellis contó el contenido.

—¡Cien chelines! —refunfuñó—. ¡Idiota! Llevaría más en las sandalias o cosido en esclavina. Eres un chiquillo, Tom Cuckow; se te ha escapado el pez.

A pesar de todo, Ellis se metió la bolsa en la escarcela con aire indiferente. Apoyado en la jabalina, paseó la mirada en torno suyo. En diversas actitudes, los demás se dedicaban a engullir vorazmente el potaje de ciervo, remojándolo abundantemente con buenos tragos de cerveza. Era aquél un día afortunado, pero los asuntos apremiaban y comían rápidamente. Los que primero llegaron ya habían despachado su colación. Unos se tendieron sobre la hierba y se quedaron dormidos; otros charlaban o repasaban sus armas, y uno que estaba de muy buen humor, alzando su cuenco de cerveza, comenzó a cantar:

No hay ley en este bosque, no nos falta el yantar, alegre y regalado con carne de venado el verano al llegar.

El duro invierno vuelve, con lluvia y con nieve, vuelve de nuevo a helar, cada uno en su emboscada, la capucha calada junto al fuego a cantar.

Durante todo este tiempo, los muchachos permanecieron ocultos, escuchando, echados uno junto a otro. Pero Richard tenía preparada la ballesta y empuñaba el gancho de hierro que usaba para tensarla. No se habían atrevido a moverse, y toda esta escena de la vida selvática se desarrolló ante sus ojos como sobre un escenario. Pero, de pronto, algo extraño vino a interrumpirla.

La alta chimenea que sobresalía del resto de las ruinas se elevaba precisamente por encima del escondite de los dos muchachos. Un silbido rasgó el aire, después se oyó un sonoro chasquido y junto a ellos cayeron los fragmentos de una flecha rota. Alguien, oculto en la parte alta del bosque, tal vez el mismo centinela que vieron encaramado en el abeto, acababa de disparar una flecha al cañón de la chimenea.

Matcham no pudo contener un pequeño grito, que sofocó inmediatamente, y hasta el mismo Dick se sobresaltó, dejando escapar de sus dedos el gancho de hierro. Mas para los compañeros del prado era aquélla una señal convenida. Al instante se pusieron todos en pie, ciñéndose los cinturones, templando las cuerdas de los arcos y desenvainando espadas y dagas.

Levantó una mano Ellis; su rostro adquirió una expresión de salvaje energía, y sobre su morena y curtida cara brilló intensamente el blanco de sus ojos.

—¡Muchachos —exclamó—, ya sabéis vuestros puestos! Que ni uno solo de ellos se os escape. Appleyard no fue más que un aperitivo; ahora es cuando nos sentamos a la mesa. ¡Tres son los hombres a quienes he de vengar cumplidamente: Harry Shelton, Simon Malmesbury y —se golpeó el amplio pecho— Ellis Duckworth!

Por entre los espinos llegó otro hombre, rojo de tanto correr.

—¡No es sir Daniel! —exclamó jadeante—. No son más que siete. ¿Ha disparado ya ése la flecha?

—Ahí se ha roto ahora mismo —respondió Ellis.

—¡Maldición! —exclamó el mensajero—. Ya me pareció oírla silbar. ¡Y me he quedado sin comer!

En un minuto, corriendo unos, andando otros rápidamente, según se hallaran más o menos lejos, los hombres de la Flecha Negra desaparecieron de los alrededores de la casa en ruinas; y el caldero, el fuego, ya casi apagado, y los restos del ciervo colgados del espino, quedaron solitarios para dar fe de su paso por aquel lugar.

Sanguinario como el cazador

Los muchachos permanecieron inmóviles hasta que el ruido de los últimos pasos se hubo desvanecido. Se levantaron maltrechos y doloridos por lo forzado de la postura, treparon por las ruinas y, valiéndose de la viga caída, cruzaron el antiguo foso. Matcham había recogido del suelo el gancho de hierro y marchaba el primero, seguido de Dick, rígido y con la ballesta bajo el brazo.

—Ahora —dijo Matcham—, adelante, hacia Holywood.

—¡A Holywood! —exclamó Dick—. ¿Cuando buenos compañeros están en peligro de ser alcanzados por los tiros de esa gente? ¡No! ¡Antes te dejaría ahorcar, Jack!

—¿De modo que me abandonarías? —preguntó Matcham.

—¡Sí! —repuso Dick—. Y si no llego a tiempo de poner en guardia a esos muchachos, moriré con ellos. ¡Cómo! ¿Pretenderías tú que abandonara a mis propios compañeros, entre los cuales he vivido? Supongo que no. Dame el gancho.

Nada más lejos de la imaginación de Matcham.

—Dick —le dijo—, tú juraste por los santos del cielo que me dejarías a salvo en Holywood. ¿Renegarías de tu juramento? ¿Serías capaz de abandonarme... para ser un perjuro?

—No —replicó Dick—. Cuando lo juré pensaba cumplirlo; ése era mi propósito... Pero ahora... Hazte cargo, Jack, y ponte en mi lugar. Déjame avisar a esos hombres, y, si es necesario, que corra con ellos el peligro. Después, partiré de nuevo para Holywood a cumplir mi juramento.

—Te estás burlando de mí —repuso Matcham—. Esos hombres a quienes quieres socorrer son los que me persiguen para perderme.

Dick se rascó la cabeza.

—No tengo más remedio, Jack —contestó—. ¿Qué le voy a hacer? Tú no corres ningún peligro, muchacho; pero ellos van camino de la muerte. ¡La muerte! —añadió—. ¡Piénsalo! ¿Por qué demonios te empeñas en retenerme aquí? Dame el gancho. ¡Por san Jorge! ¿Han de morir todos ellos?

—Richard Shelton —dijo Matcham mirándole de hito en hito—: ¿Serías capaz de unirte al partido de sir Daniel? ¿No tienes orejas? ¿No has oído lo que dijo Ellis? ¿O es que nada te dice el corazón cuando se trata de los de tu sangre y del padre que esos hombres asesinaron? «Harry Shelton», dijo, y sir Harry Shelton era tu padre, tan cierto como ese sol que nos alumbra.

—¿Y qué pretendes? ¿Que yo dé crédito a esa pandilla de ladrones?

—No. No es ésta la primera vez que lo oigo —replicó Matcham—. Todo el mundo sabe que fue sir Daniel quien lo mató. Y lo mató faltando a su juramento de respetarle la vida; en su propia casa fue derramada su sangre inocente. ¡El cielo clama venganza, y tú, el hijo de aquel hombre, pretendes auxiliar y defender al asesino!

Jack —exclamó el muchacho—, no lo sé. Acaso sea cierto, pero ¿cómo puedo yo saberlo? Escucha: ese hombre me ha criado y educado; con los suyos compartí caza y juegos, y abandonarlos en la hora del peligro... ¡Oh!, si tal cosa hiciera, muchacho, sería prueba de que no tengo ni pizca de honor. No, Jack, tú no me pedirías hacer tal cosa; no puedes querer que yo sea tan villano.

—Pero ¿y tu padre, Dick? —dijo Matcham, indeciso—. Tu padre... ¿y el juramento que me hiciste? Al cielo pusiste por testigo.

—¿Mi padre? —exclamó Shelton—. ¡Mi padre me dejaría ir! Si es cierto que sir Daniel le mató, cuando llegue la hora esta mano dará muerte a sir Daniel; pero ni a él ni a los suyos los abandonaré en el momento del peligro. Y en cuanto a mi juramento, mi buen Jack, tú vas a relevarme de él ahora mismo. Por las muchas vidas que ahora peligran, de pobres hombres que ningún mal te hicieron, y, además, por mi propio honor, tú vas a dejarme ahora libre de ese peso.

—¿Yo, Dick? ¡Jamás! —repuso Matcham—. Y si me abandonas serás un perjuro, y así lo pregonaré por todas partes.

—¡Me hierve la sangre! ¡Dame ese gancho! ¡Dámelo!

—¡No quiero dártelo! —le contestó Matcham—. ¡He de salvarte a pesar tuyo!

—¿No? —gritó Dick—. ¡Pues te obligaré a ello!

—¡Inténtalo! —replicó el otro.

Quedaron mirándose frente a frente, dispuestos ambos a saltar. Brincó entonces Dick, y aunque Matcham giró rápidamente y emprendió la huida, le ganó la delantera. Dick, con otro par de saltos, le quitó el gancho, retorciéndole la mano en que lo empuñaba, le arrojó violentamente al suelo y quedó frente a él, amenazándole con los puños. Matcham quedó tendido en el lugar donde había caído, con la cara sobre la hierba, sin ofrecer resistencia. Dick aprestó entonces su arco.

—¡Ya te enseñaré!... —gritó furioso—. ¡Con juramento o sin él, lo que es por mí, pueden ahorcarte! Girando sobre sus talones, echó a correr. Instantáneamente Matcham se levantó y corrió tras él.

—¿Qué quieres? —gritó Dick parándose—. ¿Por qué me sigues? ¡No te acerques!

—Te seguiré si se me antoja —repuso Matcham—. El bosque es de todo el mundo.

—¡Atrás! —rugió Dick, apuntándole con el arco.

—¡Ah! ¡Qué valiente! —replicó Matcham—. ¡Dispara!

Algo confundido Dick bajó su arma.

—Escucha —dijo—: ya me has hecho bastante daño. Sigue tu camino en paz, porque, de lo contrario, lo quieras o no, te obligaré a hacerlo.

—Bien —dijo Matcham tercamente—. Tú eres el más fuerte de los dos. Haz lo que quieras. Yo no dejaré de seguirte, Dick, a menos que me obligues.

Dick estaba casi fuera de sí ante tal insistencia. No tenía valor para golpear a una pobre criatura tan incapaz de defenderse; pero en verdad que no conocía otro medio para librarse de aquel molesto y acaso —como ya comenzaba a pensarlo— infiel compañero.

—Estás loco —gritó—. Pero, ¡imbécil! ¿No ves que corro en busca de tus enemigos, tan deprisa como los pies puedan llevarme?

—No me importa, Dick —repuso el otro—. Si tú vas a que te maten, yo moriré contigo. Mejor quisiera que me encarcelasen contigo que estar libre y sin ti.

—Bien —respondió el otro—. No puedo detenerme más discutiendo. Sígueme, si es preciso; pero si me traicionas, poco ganarás con ello, fíjate bien. Te meteré una flecha en el cuerpo, muchacho.

Así diciendo, Dick emprendió de nuevo veloz carrera, manteniéndose siempre en el borde del bosque y mirando atentamente en torno suyo mientras corría. Sin aflojar el paso, salió de la hondonada y volvió a los sitios más abiertos y despejados. A la izquierda surgía una eminencia, salpicada de doradas retamas y coronada por un negro penacho de abetos. Desde allí podré ver mejor, pensó, y se lanzó hacia aquel sitio, atravesando un claro cubierto de brezos.

No había avanzado más que algunos metros cuando Matcham, tocándole en un brazo, le señaló algo con el dedo. Al este de la cima se iniciaba un declive, como si un valle cruzase al otro lado. No habían desaparecido aún allí los brezos, y la tierra era rojiza como adarga enmohecida, sobriamente punteada de tejos. En aquel lugar percibió Dick, uno tras otro, a diez casacas verdes que escalaban la altura; marchando a la cabeza de ellos, claramente discernible por llevar su jabalina, Ellis Duckworth en persona. De uno en uno fueron ganando la cumbre, se dibujaron un momento contra el cielo y se hundieron en el otro lado, hasta que el último desapareció.

Dick contempló a Matcham con ojos bondadosos.

—¿De modo que me eres fiel, Jack?—preguntó—. Pensé que acaso fueras del otro partido.

Matcham se puso a sollozar.

—Pero ¡vamos! ¡Que los santos nos asistan! ¿Por una palabra vas a lloriquear?

—Es que me hiciste daño —sollozó Matcham—. Me hiciste daño cuando me arrojaste al suelo. Eres un cobarde que abusas de tu fuerza.

—¡No digas tonterías! —exclamó Dick bruscamente—. No tenías derecho a quedarte con mi gancho. Lo que yo debía haber hecho era darte una buena paliza. Si vienes tendrás que obedecerme; anda, vamos.

Casi le entraban ganas a Matcham de quedarse rezagado. Pero al ver que Dick continuaba corriendo cuanto podía hacia la cumbre y ni siquiera volvía la vista atrás, lo pensó mejor y corrió tras él a su vez. El terreno era difícil y escarpado: Dick le había ganado una buena delantera, y lo cierto era que tenía las piernas más ligeras. Por eso hacía ya rato que Dick había llegado a la cima, rastreando entre los abetos y escondiéndose tras unas espesas matas de retamas, antes de que Matcham, jadeante como un ciervo, se reuniera con él y pudiera echarse a su lado.

Abajo, en el fondo del amplio valle, el atajo que partía de la aldea de Tunstall descendía serpenteando hasta el vado. Camino bien trillado, fácilmente podía la vista seguir su curso de punta a punta. Aquí lo bordeaban los claros del bosque, abiertos por completo; quedaba más allá como encerrado entre los árboles; y cada cien metros se extendía junto a un lugar propicio para una emboscada. Muy abajo ya del camino se veían relucir al sol siete celadas de acero, y, de cuando en cuando, donde los árboles clareaban, aparecían en descubierto Selden y sus hombres, cabalgando animosos, dispuestos a cumplir las órdenes de sir Daniel. El viento se había calmado un poco, mas todavía luchaba algo alborotado con los árboles, y si allí hubiese estado Appleyard quizá se hubiera puesto en guardia al observar la agitación de que daban muestras los pájaros.

—Fíjate —murmuró Dick—. Muy adentro del bosque se hallan ya; y en seguir adelante estriba más bien su salvación. Pero ¿ves ese extenso claro que se alarga debajo de nosotros y en medio del cual hay unos cuarenta árboles que parecen formar una isla? Allí es donde pueden salvarse. Si llegan sin tropiezo hasta ese grupo, ya hallaré yo medio de advertirles del peligro. Pero temo que el corazón me engaña: no son más que siete contra tantos... y sin más armas que sus ballestas. El arco de grandes dimensiones será siempre superior a éstas, Jack.

Selden y sus hombres continuaban ascendiendo por la tortuosa senda, ignorantes del peligro que corrían, y por momentos se acercaban. Sin embargo, una vez hicieron alto, se reunieron en un grupo y parecieron señalar hacia determinado sitio y ponerse a escuchar. Pero lo que les había llamado la atención era algo que hasta ellos llegaba a través de los llanos; el sordo rugido del cañón que, de cuando en cuando, traía el viento, y que hablaba de la gran batalla. Valía la pena fijarse en ello, puesto que si desde allí se oía en el bosque de Tunstall, el combate debía de haberse ido corriendo hacia el este y, en consecuencia, era señal de que la jornada no había sido favorable para sir Daniel ni para los señores de la rosa roja.

Mas al instante reanudó su marcha el destacamento, aproximándose a uno de los claros del camino, cubierto de brezos, adonde sólo una especie de lengua del bosque venía a juntarse con la carretera. Se hallaban precisamente frente a ésta cuando en el aire brilló una flecha. Uno de los hombres alzó los brazos, se encabritó el caballo y ambos rodaron, agitándose en confuso montón. Hasta el lugar donde se hallaban los muchachos llegaba el griterío que armaron los hombres; vieron a los espantados caballos encabritarse y, poco después, mientras el destacamento recobraba la serenidad, observaron que uno de los del grupo se disponía a echar pie a tierra. Una segunda flecha centelleó describiendo un amplio arco, y un segundo jinete mordió el polvo. Al hombre que estaba descabalgando se le escaparon las riendas, y su caballo salió disparado al galope, arrastrándole por la carretera cogido al estribo por un pie, rebotando de piedra en piedra y herido por los cascos del animal en su huida. Los cuatro que aún quedaban sobre sus sillas se dispersaron; uno giró, chillando, en dirección al vado; los otros tres, sueltas las riendas y flotando al viento las ropas, remontaron a galope tendido la carretera de Tunstall. De cada grupo de árboles que pasaban salía disparada una flecha. Pronto cayó un caballo; mas el jinete, poniéndose en pie, corrió tras sus compañeros hasta que un nuevo disparo dio con él en tierra. Otro de los hombres cayó herido, y luego su caballo, quedando sólo uno de los soldados, y desmontado. Solamente se oía en diferentes direcciones el galopar de tres caballos sin jinete, que se extinguía rápidamente en la lejanía.

Durante todo esto, ninguno de los atacantes se había mostrado por parte alguna. Aquí y allá, a lo largo del sendero, hombres y corceles aún vivos se revolcaban en la agonía. Mas ningún piadoso enemigo salía de la espesura para poner fin a sus sufrimientos.

El solitario superviviente permanecía desconcertado en el camino, junto a su caída cabalgadura. Había llegado a aquel ancho claro con el islote de árboles señalado por Dick. Acaso se hallara a unos quinientos metros del lugar en que estaban escondidos los muchachos, y ambos podían verle claramente, mientras miraba por todos lados con mortal ansiedad. Mas, como nada sucedía, comenzó a recobrar el perdido ánimo y rápidamente se descolgó y montó su arco. En aquel mismo instante, por algo característico que vio en sus movimientos, reconoció Dick en aquel hombre a Selden. Ante tal intento de resistencia, salieron de cuantos sitios se hallaban a cubierto, en torno suyo, rumores de risas. Veinte hombres, por lo menos —se encontraba allí lo más nutrido de la emboscada—, se unieron a este cruel e importuno regocijo. Centelleó entonces una flecha por encima del hombro de Selden, que saltó, retrocediendo. Otro dardo fue a clavarse a sus pies, temblando un momento. Se dirigió entonces a la espesura, y una tercera flecha pasó ante su rostro, yendo a caer frente a él. Repitiéronse las sonoras carcajadas, elevándose de diversos matorrales.

Era evidente que sus atacantes no hacían sino acosarle, como en aquellos tiempos acosaban los hombres al pobre toro, o como el gato se divierte con el ratón. La escaramuza había terminado; en la parte baja de la carretera, un individuo vestido de verde recogía pausadamente las flechas, mientras los demás, con malsano placer, gozaban ante el espectáculo que les ofrecía la tortura de aquel infeliz, tan pecador como ellos. Selden comenzó a comprender; lanzó un grito de rabia, se echó a la cara la ballesta y disparó una saeta como al azar, hacia el bosque. Tuvo suerte, pues le respondió un grito ahogado. Arrojando al suelo su arma, Selden echó a correr por el claro del bosque, casi en línea recta hacia Dick y Matcham.

Los de la partida de la Flecha Negra, al verle, comenzaron a disparar de veras. Mas ya no era tiempo, habían dejado pasar el momento oportuno y la mayor parte de ellos tenían que disparar ahora de cara al sol. Y Selden, al correr, daba saltos de un lado a otro para dificultar la puntería y engañarlos. Y lo mejor de todo: al dirigirse hacia la parte superior del claro, había frustrado el plan que tenían preparado; no había tiradores apostados más allá del que acababa de herir o matar, y la confusión de los cabecillas se hizo pronto manifiesta. Sonaron tres silbidos, y después dos más... Desde otro sitio volvieron a silbar. Por todos lados se oía el rumor de gente que corría a través de los matorrales; un espantado ciervo apareció en el claro, se detuvo un instante sobre tres patas, olfateando el aire, y de nuevo se internó en la espesura.

Aún continuaba Selden corriendo y dando saltos, seguido sin cesar por las flechas, mas todas erraban el blanco. Parecía que iba a conseguir escapar. Dick había preparado la ballesta, pronto a proteger su huida, y hasta Matcham, olvidándose de su propio interés, se sentía ya, en el fondo de su corazón, a favor del pobre fugitivo, siguiendo ambos muchachos la escena anhelantes y temblorosos.

Se hallaba ya a unos cincuenta metros de ellos cuando le alcanzó una flecha y cayó. Se alzó, sin embargo, al instante; mas vacilaba en su carrera y, como si estuviese ciego, se desvió de su dirección. Dick se puso en pie de un salto y le hizo señas agitando la mano.

—¡Por aquí! —gritó—. ¡Por este lado! ¡Aquí hallarás ayuda! ¡Corre, muchacho, corre!

Pero en aquel preciso instante una flecha hirió a Selden en el hombro, y, atravesando su jubón por entre las placas de su cota de malla, dio con él en tierra pesadamente.

—¡Oh, pobrecillo! —exclamó Matcham, juntando las manos.

Dick se quedó petrificado, sirviendo de blanco a los arqueros.

Diez probabilidades contra una tenía de que le alcanzase una flecha, porque los habitantes de los bosques estaban furiosos consigo mismos y la aparición de Dick a retaguardia de su posición les había cogido por sorpresa. Pero en aquel momento, saliendo de una parte del bosque muy cercana al lugar donde se hallaban los dos muchachos, se alzó una voz estentórea: la voz de Ellis Duckworth.

—¡Alto! —gritó—. ¡No tiréis! ¡Cogedle vivo! Es el joven Shelton... el hijo de Harry.

Inmediatamente se oyó un penetrante silbido que se repitió varias veces, y sonó de nuevo más lejos. Al parecer, aquel silbido era la corneta de guerra de John Amend—all, con la cual transmitía sus órdenes.

—¡Ah, qué mala suerte! —exclamó Dick—. Estamos perdidos. ¡Deprisa, Jack, vamos deprisa!

Y ambos muchachos dieron media vuelta y echaron a correr por entre el grupo de pinos que cubría la cima de la colina.

Hasta el fin de la Jornada

Había llegado el momento de correr. Por todos lados subía ya la colina la partida de la Flecha Negra. Algunos, porque eran mejores corredores o podían ascender por sitios más rasos, habían avanzado más que otros y se hallaban muy cerca de su meta; los demás, siguiendo por los valles, se habían esparcido a derecha e izquierda y tenían flanqueados a los muchachos por ambos lados.

Dick se precipitó en la espesura más próxima. Era un alto robledal, de terreno firme y limpio de maleza, por el cual, al extenderse cuesta abajo, corrieron a gran velocidad. Venía luego un claro, que evitó Dick, manteniéndose a la izquierda del mismo. Diez minutos después surgió el mismo obstáculo, ante el cual siguieron igual procedimiento. Mientras los muchachos torcían siempre hacia la izquierda, acercándose cada vez más al camino real y al río que una o dos horas antes habían cruzado, la mayor parte de sus perseguidores se inclinaban hacia el lado opuesto y corrían en dirección a Tunstall.

Los muchachos se detuvieron a respirar. Ningún ruido se oía que indicase que los perseguían. Dick aplicó el oído a tierra, mas siguió sin oír nada; sin embargo, como el viento agitaba los árboles, era imposible averiguar nada con certeza.

—¡Sigamos! —erijo Dick, y cansados como estaban, cojeando Matcham debido a la herida de su pie, se pusieron en marcha de nuevo bajando la colina.

Tres minutos después penetraban en una espesura de árboles de hoja perenne. Por encima de sus cabezas se elevaban a gran altura los árboles, formando techo continuo de follaje. El bosquecillo era como una bóveda poblada de columnas, alta como la de una catedral, y, a excepción de los acebos, que les estorbaban el paso, estaba despejado y cubierto de suave césped.

Por el lado opuesto, abriéndose paso entre la última franja de arbustos, salieron a la débil claridad del bosquecillo.

—¡Alto! —gritó una voz.

Entre los enormes troncos, a unos veinte metros, apareció ante ellos un individuo grueso, vestido de verde, jadeante por la carrera, que inmediatamente les apuntó con el arco a punto de disparar. Matcham se detuvo lanzando un grito; pero Dick, sin vacilar, se lanzó recto hacia el forajido, desenvainando su daga. Sea que el otro se quedara sorprendido por la audacia del ataque, o bien que las órdenes recibidas detuvieran su mano, lo cierto es que no disparó: se quedó vacilando, y, antes de que tuviera tiempo de rehacerse, Dick saltó a su cuello y le arrojó de espaldas sobre el césped.

Cayó la flecha por un lado y por otro el arco, con un chasquido que resonó en la quietud del lugar. El desarmado forajido se aferró a su atacante; pero la daga brilló en el aire y descendió dos veces. Se oyeron dos gemidos y Dick se puso en pie. En el suelo quedaba el hombre, inmóvil, atravesado el costado.

—¡Sigamos adelante! —gritó Dick, y una vez más se lanzó a la carrera, siguiéndole algo rezagado Matcham.

Poco era lo que avanzaban, pues marchaban penosamente y resollando con fuerza. Matcham sentía un agudo dolor en el costado, y la cabeza le daba vueltas; a Dick le pesaban las rodillas como si fueran de plomo. Mas prosiguieron la carrera sin perder el ánimo.

Al poco rato llegaron al final del bosquecillo. Terminaba bruscamente; frente a ellos estaba el camino real que iba de Risingham a Shoreby, encerrado en ese punto entre dos muros iguales de espeso bosque.

Al verlo, Dick se detuvo, y en cuanto cesó de correr advirtió un confuso rumor, que rápidamente fue aumentando. Al principio parecía ser debido a una ráfaga de fortísimo viento; pero pronto se hizo más definido, transformándose claramente en el galopar de unos caballos. Con la velocidad del rayo, un escuadrón de hombres dio la vuelta al recodo, pasó ante los muchachos y desaparecieron en un instante. Galopaban como si en ello les fuera la vida, en completo desorden; algunos iban heridos, y junto a ellos se veían caballos sin jinete y con las sillas ensangrentadas. Eran fugitivos de la gran batalla.

Había empezado a desvanecerse el ruido de su paso en la dirección de Shoreby, cuando un nuevo rumor de cascos de caballos resonó como siguiendo su rastro y otro fugitivo apareció en la carretera, cabalgando solo y demostrando por su espléndida armadura ser hombre de elevada condición. Le seguían de cerca varios carros de bagaje que los caballos arrastraban sosteniendo un medio galope desordenado, azuzados por los latigazos de los conductores. Debían de haber emprendido su huida a primera hora del día, pero no había de salvarles su cobardía: poco antes de llegar al sitio donde los muchachos miraban asombrados, un hombre, con la armadura agujereada y al parecer fuera de sí, ganó la delantera a los carros y con el puño de su espada comenzó a derribar a los conductores. Algunos saltaron de sus puestos y a carrera tendida se adentraron en el bosque; mas a los otros los acuchilló sentados donde estaban, sin cesar de maldecirles por cobardes, con voz que apenas parecía humana.

Había ido aumentando el ruido de la lejanía; el rodar de los carros, los cascos de los caballos, los gritos de los hombres; todo llegaba en alas del viento, en creciente y confuso rumor. Evidentemente, un ejército derrotado llegaba por la carretera con el ímpetu de una inundación.

Sombrío el rostro, Dick permanecía allí. Había pensado seguir el camino real hasta donde torcía en dirección de Holywood, y ahora se veía forzado a cambiar de plan. Había reconocido los colores del conde de Risingham, prueba de que la batalla había resultado adversa para los de la rosa de Lancaster. ¿Se había unido a él sir Daniel y resultaba también ahora un fugitivo? ¿O se habría pasado al partido de los de York, con menosprecio de su honor? Horrible dilema.

—Vamos —dijo muy serio; y girando sobre sus talones, comenzó a marchar a través del bosquecillo, precediendo a Matcham que le seguía cojeando.

Durante un buen rato continuaron cruzando el bosque en silencio. Atardecía; el sol se ponía más allá de la llanura de Kettley; las altas copas de los árboles brillaban con reflejos de oro, pero las sombras se espesaban y comenzaba a sentirse el frío de la noche.

—¡Si hubiera algo que comer! —exclamó de pronto Dick, deteniéndose.

Matcham se sentó en el suelo y empezó a llorar.

—Lloras por tu cena; pero cuando se trataba de salvar la vida a unos hombres, bien duro de corazón te mostrabas —le dijo Dick desdeñosamente—. Siete muertos pesan sobre tu conciencia, master Jack; jamás te lo perdonaré.

—¡Conciencia! —gritó Matcham, mirándole fieramente—. ¡De mi conciencia hablas! ¡Y en tu daga todavía está la sangre roja de un hombre! ¿Y por qué mataste al desgraciado? Te apuntó con el arco, pero no disparó. ¡Te tuvo en sus manos y te perdonó la vida! Tan valiente es el que mata a un gato como el que mata a un hombre que no se defiende.

Dick se quedó mudo de sorpresa.

—Le maté cara a cara, lealmente. Me arrojé contra él mientras me estaba apuntando — replicó.

—Fue un golpe cobarde —repuso Matcham—. Master Dick, no eres más que un patán y un bravucón; no haces más que abusar de tu superioridad o de la ventaja que momentáneamente tienes. El día que topes con uno más fuerte que tú, te veremos humillarte a sus pies. Ni siquiera sientes el deseo de venganza..., pues aún está pidiéndola la muerte de tu padre, y permites tú que su espectro clame en vano por la debida justicia. ¡Mas si en tus manos cae una pobre criatura falta de fuerza y de destreza y que, a pesar de todo, quiere favorecerte, tendrás que acabar con ella!

Demasiado furioso estaba Dick para advertir ese ella.

—¡Caramba! —gritó—. ¡Ésa sí que es una noticia! Entre dos siempre habrá uno más fuerte. Si el más recio derriba al débil, éste recibirá su merecido. Lo que tú te mereces, master Jack, son unos buenos azotes por tu mala conducta y por tu ingratitud para conmigo; y puesto que lo mereces, lo tendrás.

Y Dick, que hasta en los momentos en que más encolerizado estaba sabía conservar una apariencia de serenidad, comenzó a desabrocharse el cinturón.

—Ésta será tu cena —dijo, ceñudo.

Matcham no lloraba ya; estaba blanco como la cera. Pero miraba a Dick con firmeza a la cara y permanecía inmóvil. Blandiendo el cinturón de cuero, Dick avanzó un paso. Entonces se detuvo, desconcertado al ver aquellos grandes ojos que le miraban de hito en hito y ante el demacrado y fatigadísimo rostro de su compañero.

—Dime entonces que estabas equivocado —murmuró débilmente.

—¡No! —exclamó Matcham—. Yo tengo razón. ¡Anda, cruel! Estoy cojo... estoy rendido... no me resisto... jamás te hice ningún daño, pero tú ... ¡Pégame, cobarde!

Levantó Dick el cinto ante esta última provocación, pero al ver que Matcham retrocedía encogido con expresión de temor, de nuevo le faltó valor. Cayó de su mano la correa y quedó indeciso, como atontado.

—¡Mala peste te lleve! —dijo—. ¡Si tan débil de manos eres, más cuidado debieras tener con la lengua! Pero así me ahorquen que no he de ser yo quien te pegue. —Y se ciñó de nuevo el cinturón—. No te pegaré, no —añadió—; pero lo que es perdonarte..., eso nunca. Yo no te conocía; tú eras el enemigo de mi amo; yo te presté mi caballo y devoraste mi comida; y me has llamado insensible, cobarde y bravucón. ¡Has colmado la medida hasta rebosarla! Gran cosa es ser débil, según veo. Puedes hacer todo el mal que quieras, que nadie te castigará; puedes robar a un hombre sus armas en un momento de necesidad, que, sin embargo, ese hombre no intentará recuperarlas... ¡Claro! ¡Eres tan endeble! Entonces... si alguien te acometiera con una lanza, al mismo tiempo que gritaba que es débil, deberías dejar que este hombre débil te atravesase de parte a parte. ¡Vaya! ¡No hablemos más de tales necedades!

—Y a pesar de todo, no me pegas... —repuso Matcham.

—Dejemos eso —replicó Dick—. Voy a tener que enseñarte muchas cosas. Eres muy mal educado, por lo que veo. Sin embargo, hay en ti algo bueno, y desde luego no hay duda de que me salvaste allí en el río. ¿Ves? Ya se me había olvidado. Soy tan desagradecido como tú. Pero, ven acá: sigamos andando. Si hemos de llegar a Holywood esta noche, o mañana temprano, mejor es que nos pongamos en marcha a toda prisa.

Pero aunque Dick había recobrado su habitual buen humor, Matcham no le perdonaba nada de lo ocurrido. Su violencia, el recuerdo del hombre a quien había dado muerte y, sobre todo, la visión de la correa en alto amenazándole, eran cosas que no podía olvidar fácilmente.

—Por pura fórmula te daré las gracias —dijo Matcham—. Pero en verdad, master Shelton, que preferiría buscar yo solo mi camino. Aquí está el ancho bosque; elijamos cada uno nuestra senda. Ya sé que te debo una comida y una lección. ¡Adiós!

—¡Si ése es tu deseo —gritó Dick—, que el diablo te lleve!

Tomó cada uno dirección distinta, comenzando a andar separados, sin cuidar del rumbo que seguían, atentos sólo a su reyerta. Pero aún no se había alejado Dick diez pasos, cuando oyó pronunciar su nombre y vio que Matcham volvía tras él.

—Dick —le dijo—: no está bien que nos separemos tan fríamente. Ésta es mi mano y en ella pongo mi corazón. Por lo que me has ayudado, y no por pura fórmula, sino de todo corazón, te doy las gracias. ¡Que la suerte te acompañe, adiós!

—Bien, muchacho —respondió Dick, estrechando la mano que Matcham le tendía—. Que salgas con bien te deseo, si eres capaz de ello. Pero lo dudo: te gusta demasiado discutir.

Se separaron por segunda vez; pero finalmente fue Dick el que corrió en busca de Matcham.

—Escucha —le dijo—: toma mi ballesta; no vayas desarmado.

—¡Tu ballesta! —exclamó Matcham—. No, muchacho; no tengo fuerza para tensar el arco, ni sabría apuntar con ella. De nada me serviría, mi buen muchacho. De todos modos, gracias.

Había cerrado la noche, y bajo los árboles, ninguno podía leer en el rostro del otro.

—Te acompañaré un rato —dijo Dick—. La noche está oscura. Quisiera dejarte en el camino, por lo menos. Tengo miedo por ti; temo que puedas perderte.

Comenzó a avanzar y Matcham le siguió una vez más. La oscuridad iba en aumento; tan sólo en los sitios despejados se veía el cielo, salpicado de estrellitas. Se percibía débilmente, a lo lejos, el rumor producido por la derrota del fugitivo ejército de Lancaster. Pero a cada paso lo dejaban más a su espalda.

Al cabo de media hora de silenciosa marcha, llegaron a una ancha franja de brezos que formaba un claro. Al tenue resplandor de las estrellas brillaba vagamente, como afelpado por los abundantes helechos y con islotes de tejos agrupados. Allí se detuvieron y entonces se miraron uno a otro.

—¿Estás cansado? —preguntó Dick.

—Sí; tanto —respondió Matcham—, que de buena gana me echaría aquí y me dejaría morir.

—Oigo el murmullo de un río —dijo Dick—. Vamos hasta allí, porque me muero de sed. Descendía suavemente el terreno, y, en efecto, en el fondo hallaron un riachuelo que corría por entre sauces. Se tendieron de bruces junto a la orilla, y, aplicando la boca al agua de un remanso tachonado de estrellas, bebieron hasta hartarse.

—Dick —dijo Matcham—, me es imposible continuar... No puedo más.

—Al bajar vi una hondonada —dijo Dick—. Vamos allí y nos echaremos a dormir.

—¡Sí, con toda el alma! —exclamó Matcham.

La hondonada era arenosa y seca; de uno de los bordes colgaban unas zarzas formando una especie de refugio; allí se tendieron los dos muchachos, apretados uno contra otro para lograr un poco de calor, olvidada ya la pasada disputa. Pronto el sueño cayó sobre ellos cual pesada nube y, bajo el rocío y al resplandor de las estrellas, descansaron plácidamente.

El Encapuchado

Se despertaron antes de rayar el día; no sonaba aún el cantar de los pajarillos, pero se oían ya sus gorjeos entre la fronda. No había salido aún el sol; mas hacia el este el cielo se teñía de majestuosos colores. Medio muertos de hambre y rendidos de cansancio, yacían inmóviles, sumidos en deliciosa lasitud. Así estaban cuando, de pronto, llegó a sus oídos el tañido de una campana.

—¿Una campana? —exclamó Dick, incorporándose—. ¿Tan cerca estamos de Holywood? Repicó de nuevo la campana, pero esta vez más cerca; y luego, acercándose cada vez más, volvió a sonar, con interrupciones, a lo lejos, en el silencio de la mañana.

—¿Qué significará esto? —murmuró Dick, despierto ya.

—Es alguien que camina —observó Matcham—, y la campana toca cada vez que se mueve.

—Ya lo veo —dijo Dick—. Pero ¿por qué motivo? ¿Qué hace esa persona en el bosque de Tunstall? Jack —añadió—, ríete de mí si quieres, pero maldita la gracia que me hace ese sonido tan profundo.

—Sí —corroboró Matcham, estremeciéndose—. Lo cierto es que tiene un tono lúgubre... Si no fuese ya de día...

En ese preciso momento, la campana comenzó a repicar más fuerte y más deprisa, luego sonó una sola vez, secamente, y quedó en silencio durante un rato.

—Parece como si el que la lleva hubiese corrido durante el tiempo que se necesita para rezar un padrenuestro, y hubiera saltado al otro lado del río —dijo Dick.

—Y ahora vuelve a caminar pausadamente —agregó Matcham.

—No, no tan pausadamente —repuso Dick—. Ese hombre anda bastante rápidamente. Teme por su vida o lleva algún recado muy urgente. ¿No adviertes con qué rapidez se acerca cada vez más el repique?

—Está ya muy cerca —contestó Matcham. Se hallaban al borde de la hondonada, y por estar ésta situada en una eminencia, dominaban la mayor parte del claro, hasta la parte alta del bosque espeso que lo cercaba. A la clara luz del día vieron un sendero que, como una cinta blanca, se deslizaba serpenteando entre retamas. Pasaba a unos cien metros de la hondonada y cruzaba todo el claro de este a oeste. Por la dirección que seguía, Dick pensó que había de conducir, más o menos directamente, al Castillo del Foso. En aquel sendero, surgiendo de los linderos del bosque, apareció una figura blanca. Se detuvo unos momentos, como para mirar en torno suyo; luego, con paso lento y casi doblado el cuerpo, se fue aproximando a través del brezal. A cada paso que avanzaba, sonaba la campana. No se le veía la cara: una blanca capucha, ni siquiera agujereada al nivel de los ojos, le cubría la cabeza; y cuando aquella criatura se movía, parecía ir tanteando el camino, golpeando ligeramente el suelo con su bastón. Un miedo mortal heló la sangre en el cuerpo de los dos muchachos.

—¡Un leproso! —exclamó Dick con ronco acento.

—¡Su contacto es la muerte! —dijo Matcham—. Corramos.

—No —repuso Dick—. ¿No lo ves?... Está ciego. Se guía con su bastón. Quedémonos quietos; el viento sopla hacia el sendero y pasará de largo sin hacernos daño. ¡Pobre desgraciado! ¡Debiéramos tenerle lástima!

—Yo se la tendré cuando haya pasado —replicó Matcham. El ciego leproso se hallaba ya en la mitad del camino que le faltaba para llegar frente a ellos. Salió entonces el sol, que iluminó de lleno el velado rostro. De elevada estatura había sido el hombre antes de que la repugnante enfermedad encorvase su cuerpo; y aun ahora andaba con paso firme. El lúgubre tañido de la campana, el acompasado ruido de su bastón, la opaca pantalla que cubría su semblante y la certidumbre de que no sólo estaba condenado a muerte y a constante sufrimiento, sino que para siempre le estaba vedado todo contacto con sus prójimos, llenaban de espanto el corazón de los muchachos, y a cada paso que iba acercando al caminante, parecían abandonarles más el valor y las fuerzas.

Al llegar al nivel de la hondonada, el hombre se detuvo y volvió la cara hacia los muchachos.

—¡Que la Virgen María nos proteja! ¡Nos está viendo! —murmuró Matcham.

—¡Calla! —susurró Dick—. No hace más que escuchar. ¡Está ciego, tonto!

El leproso se quedó mirando o escuchando, sea lo que fuere lo que realmente hiciese, durante unos segundos. Luego echó a andar de nuevo, pero enseguida volvió a pararse y a volverse, de tal modo que parecía estar mirando a los dos muchachos. El mismo Dick palideció entonces y cerró los ojos, como si por el mero hecho de verle pudiera contagiarse. Pero pronto volvió a sonar la campana, y esta vez, ya sin ninguna vacilación, el leproso cruzó el resto del brezal y desapareció en la espesura.

—¡Nos ha visto! —dijo Matcham—. ¡Podría jurarlo!

—¡Silencio! —ordenó Dick, recobrando un asomo de la perdida serenidad—. No hizo más que oírnos. Tenía miedo, ¡el pobre desgraciado! Si tú fueras ciego y anduvieses rodeado de las tinieblas de una noche eterna, también te alarmarías al solo crujido de una rama o por el piar de un pájaro.

—Dick, mi buen Dick, nos ha visto —repitió Matcham—. Cuando alguien escucha, no hace lo que ha hecho ese hombre; obra de otro modo, Dick. Éste veía; no escuchaba. Tenía malas intenciones. ¡Fíjate, si no lo crees, en si vuelves a oír sonar la campana ahora! No se equivocaba: la campana no volvió a sonar más.

—No me gusta eso —dijo Dick—. No, no me gusta ni pizca. ¿Qué puede significar? ¡Sigamos adelante!

—Él siguió hacia el este —advirtió Matcham—. Dick, vámonos en línea recta hacia el oeste. ¡No estaré tranquilo hasta haber vuelto la espalda a ese leproso!

—No seas tan cobarde, Jack —replicó su compañero—. Iremos sin rodeos a Holywood, o cuando menos lo más directamente que pueda guiarte, y para ello tomaremos hacia el norte. Se pusieron en pie enseguida, atravesaron la corriente, saltando de piedra en piedra, y comenzaron a ascender por el lado opuesto, que era más escarpado, hacia los linderos del bosque. El terreno era cada vez más desigual, lleno de montículos y hondonadas; crecían los árboles esparcidos o por grupos; era difícil elegir la senda, y los muchachos marchaban un poco a la ventura. Además, estaban fatigados y caminaban penosamente, arrastrando los pies por la arenosa tierra.

Finalmente, al llegar a la cima de un otero, se percataron de que, a unos cien pies frente a ellos, cruzaba el leproso una hondonada, precisamente por el camino que habían de seguir ellos mismos. Ya no hacía sonar la campana, no tanteaba con su bastón la tierra para guiarse, y avanzaba con el paso rápido y firme de un hombre que ve perfectamente. Un momento después, desapareció en la espesura.

Al primer atisbo de aquella figura, los dos muchachos se habían agachado tras unas matas de retama, y allí permanecieron sobrecogidos de espanto.

—Nos persigue —exclamó Dick—. ¿Viste cómo sujetaba el badajo de la campana para que no sonara? ¡Que el cielo nos ayude, pues no me siento con fuerzas para luchar contra esa pestilencia!

—Pero ¿qué hace? —exclamó Matcham—. ¿Qué quiere? ¿Quién oyó jamás que un leproso, por pura maldad, persiguiera a dos muchachos desgraciados? ¿No lleva la campana para que la gente pueda alejarse de él? Dick, esto encierra un misterio.

—¡No me importa! —gimió Dick—. Las fuerzas me han abandonado, mis piernas flaquean... ¡Que el cielo me proteja!

—Pero ¿te vas a quedar ahí sin hacer nada? —le gritó Matcham—. Regresemos al claro. Nuestra posición será mejor y no podrá pillarnos desprevenidos.

—No, no haré tal cosa —replicó Dick—. Ha llegado mi hora. Y acaso nos pase de largo. ¡Entonces móntame el arco! —exclamó Matcham—. ¡Vamos! ¿Eres un hombre o no lo eres? Dick se santiguó.

—¿Querrías que disparase sobre un leproso? La mano no me obedecería. ¡No, no —añadió—; déjalo! Con un hombre sano sí lucharía; pero no con fantasmas ni leprosos. Lo que es éste no lo sé; pero sea uno u otro, ¡que el cielo nos proteja!

—Bien —dijo Matcham—; si ése es el valor de un hombre, ¡bien poca cosa es un hombre! Pero ya que nada quieres hacer, ocultémonos. Se oyó entonces una sola y sorda campanada.

—¡Se le ha escapado el badajo! —cuchicheó Matcham—. Pero, ¡cielos, qué cerca está! Dick no pronunció una sola palabra. De puro terror sus dientes casi castañeteaban. Pronto vieron asomar por entre unos matorrales un pedazo de la blanca vestidura; luego, la cabeza del leproso apareció tras un tronco, y pareció escudriñar en torno con la mirada, antes de retirarse de nuevo. Para sus nervios en tensión, toda la maleza se hallaba poblada de ruidos y crujir de ramas, y el corazón les saltaba con tal fuerza en el pecho que oían sus latidos.

De pronto, lanzando un grito, apareció el leproso en el claro inmediato y corrió en línea recta hacia los muchachos. Entonces los dos se separaron dando alaridos, y comenzaron a correr en distintas direcciones. Pero su horrible enemigo se apoderó muy pronto de Matcham, lo arrojó violentamente al suelo y al instante lo hizo prisionero. El muchacho lanzó un alarido que resonó por todo el bosque, se resistió luchando frenéticamente y de pronto desmayaron todos sus miembros y cayó inerte en brazos de su aprehensor.

Dick oyó el grito y se volvió. Vio caer a Matcham y en un instante se avivaron en él el ánimo y las fuerzas perdidas. Con un alarido mezcla de ira y de piedad, descolgó y montó su ballesta. Pero antes de que le diese tiempo a disparar, el leproso alzó una mano.

—¡No dispares, Dick! —le gritó una voz que le era conocida—. ¡No dispares, loco! ¿No conoces a tus amigos?

Y colocando a Matcham sobre el césped, se quitó del rostro su capucha y aparecieron las facciones de sir Daniel Brackley.

—;Sir Daniel! —exclamó Dick.

—¡Sí! El mismo; sir Daniel —replicó el caballero—. ¿Ibas a disparar sobre tu tutor, so granuja? Mas ahí está ése... ése. —Y aquí se interrumpió para preguntar, señalando a Matcham— ¿Cómo le llamas, Dick?

—Le llamo master Matcham —respondió Dick—. ¿No le conocéis? Él me dijo que sí.

—Sí —contestó sir Daniel riendo entre dientes—. Conozco al muchacho. Pero se ha desmayado, y realmente con menos podría desmayarse. ¿Qué hay, Dick? ¿Te hice sentir el miedo a la muerte?

—En verdad que sí, sir Daniel —respondió Dick, suspirando—. Con vuestro perdón os diré que hubiera preferido toparme con el diablo en persona. Todavía tiemblo. Pero decidme, señor: ¿qué os indujo a adoptar semejante disfraz? Sir Daniel frunció el entrecejo y se le ensombreció el rostro de ira al oír la pregunta.

—¿Qué me indujo a ello? —exclamó—. ¡Haces bien en recordármelo! ¿Qué? Pues el esconderme, para salvar la vida, en mi propio bosque de Tunstall. Mal parados salimos en la batalla; tan sólo llegamos a tiempo de ser barridos en la derrota. ¿Dónde están mis mejores hombres de armas? ¡No lo sé, Dick! Nos han barrido, nos han acribillado; no he visto a un solo hombre que llevase mis colores desde que vi caer a tres. En cuanto a mí, llegué a salvo a Shoreby, y, acordándome de la Flecha Negra, me procuré este sayo y esta campana y paso a paso, callandito, me vine por el sendero que va al Castillo del Foso. No hay disfraz que pueda compararse a éste; el eco de esta campana hubiera ahuyentado al bandido más valiente del bosque; todos palidecerían al oírla. Al fin me encontré contigo y con Matcham. Veía muy mal a través de esta capucha; no estaba seguro de que fueras tú, y grande mi asombro al encontraros juntos. Además, al atravesar el claro, por donde había de pasar lentamente y golpear con mi bastón, temía descubrirme. Pero, mira, ya empieza a volver en sí este desgraciado. Un sorbo de vino canario le reanimará.

Levantándose el largo sayo, el caballero sacó una gruesa botella que bajo él llevaba y comenzó a frotar las sienes y a humedecer los labios del paciente, que, gradualmente, recobraba el conocimiento y posaba sus turbios ojos sobre uno y otro.

— ¡Anímate, Jack! —le dijo Dick—. No era un leproso, sino sir Daniel! ¡Míralo!

—Tómate un buen trago de esto —añadió el caballero—. Esto te dará virilidad. Después os daré a los dos de comer, y juntos nos iremos a Tunstall. Pues en conciencia he de confesar, Dick —prosiguió, colocando pan y carne sobre la hierba—, que estoy deseando con toda mi alma verme sano y salvo entre cuatro paredes. Desde que monto a caballo jamás me he visto en un apuro semejante; mi vida en peligro, expuesto a perder mis tierras y mi hacienda, y, para colmo, todos esos vagabundos de los bosques tratando de darme caza. Pero todavía no estoy perdido. Algunos de mis muchachos se reunirán conmigo camino de casa. Hatch llevaba diez hombres y Selden seis. ¡Ah, pronto volveremos a ser fuertes! ¡Y si logro negociar la paz con mi muy afortunado e indigno señor de York, entonces, Dick, volveremos a ser hombres y a montar a caballo!

El caballero llenó de vino canario su vaso de cuerno y brindó con mudo ademán a la salud de su pupilo.

—Selden —dijo Dick, titubeando—, Selden... —Y se quedó callado. Sir Daniel bajó su vaso de vino sin probarlo.

—¡Cómo! —gritó con voz alterada—. ¿Selden? ¡Habla, habla! ¿Qué le pasa a Selden? Tartamudeando Dick le relató la emboscada y la matanza.

Le oyó en silencio el caballero; pero mientras escuchaba, iba encendiéndose en ira y entristeciéndose hasta quedarse como convulso.

—¡Bien —gritó al fin—. ¡Por mi mano derecha juro que he de vengarlos! Y si, dejo de hacerlo, si por cada uno de mis hombres no doy muerte a diez, que me arranquen esta mano del cuerpo. A Duckworth lo destruí yo como el que quiebra un junco, le sumí en la ruina, incendié hasta el techo de su casa, le arrojé de este país, ¿y ha de venir ahora a subírseme a las barbas? ¡No, Duckworth; esta vez seré más inflexible!

Se quedó en silencio un rato, en que sólo por gestos manifestaba su cólera.

—¡Comed! —gritó de pronto—. Y tú —añadió dirigiéndose a Matcham—: júrame que me seguirás hasta el Castillo del Foso.

—Os lo prometo por mi honor.

—¿Y qué me importa a mí tu honor? —exclamó el caballero—. ¡Júramelo por la salud de tu madre!

Matcham pronunció su juramento y sir Daniel volvió a cubrirse el rostro con la capucha y preparó la campana y el báculo. Al contemplarle, una vez más, con aquel espantoso disfraz, sus dos compañeros sintieron renacer la impresión de horror; pero el caballero se puso en pie sin pérdida de tiempo.

—Comed deprisa —ordenó—, y seguidme inmediatamente hasta mi casa.

Diciendo así, se puso de nuevo en marcha hacia el bosque, y comenzó a hacer sonar la campana, como contando sus pasos, mientras los dos amigos, sentados junto a la comida, no gustada todavía, oyeron desvanecerse lentamente el sonido en la lejanía.

—¿De modo que vas a Tunstall? —preguntó Dick.

—Sí, voy. ¿Qué remedio me queda? Soy más valiente a espaldas de sir Daniel que en su presencia.

Comieron apresuradamente y tomaron después por el sendero, siguiendo la parte alta del bosque, donde las grandes hayas se elevaban entre los verdes prados y los pájaros y las ardillas retozaban sobre las ramas. Dos horas después comenzaban a descender por la ladera opuesta, y ya entonces divisaron, entre las cimas de los árboles, las rojas paredes y los techos del castillo de Tunstall.

—Aquí —dijo Matcham deteniéndose— vas a despedirte de tu amigo Jack, a quien no volverás a ver más. Ven, Dick, y perdónale todo el mal que te hizo, que él por su parte te lo perdona de todo corazón.

—¿Y eso por qué? —preguntó Dick—. Si los dos vamos hacia Tunstall, me parece que he de volver a verte, y con bastante frecuencia.

—No; no volverás a ver al pobre Jack Matcham —replicó el otro—, tan miedoso y tan molesto para ti, a pesar de lo cual te sacó sano y salvo del río. No volverás a verle, Dick... ¡te lo juro por mi honor!

Abriendo los brazos, recibió en ellos a Dick, y los muchachos se abrazaron y se besaron.

—Óyeme una cosa, Dick —continuó Matcham—: me da el corazón que algo malo va a ocurrir. Vas a conocer ahora a un nuevo sir Daniel; hasta este momento todo, había prosperado en sus manos con exceso y la fortuna no le había abandonado; pero ahora, cuando el destino se vuelve contra él y su vida está en peligro, mal amo resultará para nosotros dos. Podrá ser bravo en la batalla; pero en sus ojos lleva escrita la mentira; el temor está en ellos pintado, y el miedo fue siempre más cruel que un lobo. En esa casa vamos a entrar, ¡que la Virgen María nos guíe para salir de ella!

Continuaron descendiendo en silencio hasta llegar a la plaza fuerte de sir Daniel en el bosque, donde se erguía, baja y sombría, rodeada de redondas torres y manchada de musgos y líquenes entre las aguas ornadas de lirios, que llenaban el foso. Al presentarse ellos bajó el puente levadizo, el propio sir Daniel, con Hatch y el clérigo a su lado, les recibieron.

Libro Segundo

Dick hace algunas preguntas

El Castillo del Foso no se hallaba muy lejos del escabroso camino del bosque.

Exteriormente, era un macizo rectángulo de piedra roja, flanqueado en cada esquina por una torre redonda, con aspilleras para los arqueros y coronado de almenas. En su interior encerraba un reducido patio. El foso tendría unos cuatro metros de ancho y se hallaba cruzado por un solo puente levadizo. Lo abastecía de agua una zanja que iba a parar a una laguna del bosque y que, en toda su extensión, quedaba protegida y vigilada desde las almenas de las dos torres del lado sur. A excepción de uno o dos altos y gruesos árboles que se había permitido quedasen a medio tiro de ballesta de los muros, la casa estaba en buena situación para la defensa.

Dick halló en el patio a una parte de la guarnición, ocupada en los preparativos para rechazar el ataque y discutiendo con aire sombrío las probabilidades de verse sitiados. Unos construían flechas y otros afilaban sus espadas, largo tiempo en desuso; pero mientras trabajaban sacudían la cabeza con aire preocupado.

Doce de los hombres de armas de sir Daniel habían escapado de la batalla, cruzando, entre peligros continuos, el bosque y llegado con vida al Castillo del Foso. Pero de esta docena, tres fueron gravemente heridos; dos, en Risingham, en el desorden de la derrota, y el otro, por los tiradores de John Amend—all al cruzar el bosque. Esto elevaba la fuerza de la guarnición, contando a Hatch, sir Daniel y el joven Shelton, a veintidós hombres. Y continuamente se esperaba la llegada de más. No consistía, pues, el peligro en la falta de hombres.

Lo que a todos tenía con el corazón oprimido era el terror que inspiraban los de la Flecha Negra. Por sus francos y declarados enemigos del partido de York, en aquellos tiempos de incesantes cambios, no sentía más que cierta vaga inquietud. «Las cosas —como decían las gentes de aquella época— pueden cambiar una vez más», antes de sufrir daño. Pero sus vecinos del bosque sí que les hacían temblar. No era sir Daniel únicamente el blanco de su odio. Sus hombres, conscientes de su impunidad, se portaron cruelmente en toda la comarca. Las severas órdenes se ejecutaron con sumo rigor, y de la cuadrilla que charlaba sentada en el patio no había uno solo que no fuese culpable de algún acto de opresión o de barbarie. Pero ahora, por los azares de la guerra, sir Daniel se hallaba impotente para defender a los que eran sus instrumentos; ahora, a consecuencia de unas horas de combate, en el que muchos de ellos no estuvieron presentes, todos se habían convertido en traidores al estado, sin poder escudarse en la ley, diezmados y encerrados en una pobre fortaleza, casi indefendible, y expuestos al resentimiento de sus víctimas. No les habían faltado tampoco terribles anuncios de la suerte que les esperaba.

A diferentes horas de la tarde y de la noche, no menos de siete caballos sin jinete llegaron a la puerta de la fortaleza, relinchando aterrorizados. Dos pertenecían al destacamento de Selden; cinco a los hombres de armas que fueron con sir Daniel al campo de batalla. Últimamente, poco antes de rayar el alba, había llegado tambaleándose, hasta el borde del foso, un lancero, herido de tres flechazos. Al conducirle para prestarle auxilio, entregó a Dios su alma; pero por las palabras que pronunció en su agonía, comprendieron que era el único superviviente de una considerable compañía.

Hasta el mismo Hatch, bajo su tez curtida por el sol, descubría la palidez de su ansiedad, y cuando, llevándose a Dick a un lado, supo la suerte de Selden, se dejó caer sobre un banco de piedra y lloró amargamente. Los otros, desde las banquetas y los umbrales donde se hallaban sentados tomando el sol, le miraron tan sorprendidos como alarmados; pero ninguno se aventuró a inquirir la causa de su dolor.

—¿Qué os dije yo, master Shelton? —exclamó Hatch al fin—. ¿Qué os dije yo? Así desapareceremos todos; Selden, un hombre hábil, para mí era como un hermano. ¡Pues bien: ha sido el segundo que ha partido y tras él iremos todos! Porque ¿qué decían aquellos malditos versos? «Una flecha negra por cada maldad.» ¿No era esto lo que decían? Appleyard, Selden, Smith y el viejo Humphrey se nos han ido, y allá está el pobre John Carter, pidiendo a gritos un confesor, el desdichado pecador.

Dick se puso a escuchar. Desde una ventana baja, muy cerca de donde estaban hablando ellos, llegaban a su oído gemidos y susurros.

—¿Está ahí? —preguntó.

—Sí, en el cuarto de la segunda guardia —contestó Hatch—. No pudimos llevarle más lejos; tan mal estaba ya, en cuerpo y alma. A cada escalón que le subíamos, creía morirse. Mas ahora creo yo que es su alma la que sufre. Pide, sin cesar, un cura, y sir Oliver, no sé por qué, no llega todavía. Larga va a ser su confesión, pero Appleyard y Selden, los pobres, murieron sin ella.

Dick se asomó a la ventana y miró hacia el interior. La reducida celda era baja de techo y sombría; sin embargo, distinguió al soldado herido sobre el mísero lecho.

—Carter, amigo mío, ¿cómo estás? —le preguntó.

—Master Shelton —respondió el hombre muy bajo y con gran excitación—: ¡Por la divina luz del cielo, traed al cura! ¡Ay de mí... me voy a toda prisa... me siento sin fuerzas... mis heridas son de muerte! ¡Ya no tendréis que prestarme otro servicio, éste será el último! Por el bien de mi alma y como caballero leal, id pronto; mirad que tengo un peso sobre mi conciencia que me arrastrará a los infiernos.

Lanzó algunos gemidos y Dick le oyó rechinar los dientes, bien fuera de dolor o de miedo.

En aquel momento apareció sir Daniel en el umbral de la habitación. En la mano llevaba una carta.

—Muchachos —dijo—: hemos sufrido un desagradable contratiempo; hemos sufrido un revés, ¿a qué negarlo? Pero precisamente por ello aprestémonos a ensillar de nuevo. Ese viejo Enrique VI se ha llevado la peor parte. Lavémonos, pues, las manos de él. Tengo un buen amigo que goza de gran influencia cerca del duque, el lord de Wensleydale. Pues bien: he escrito a mi amigo rogándole a su señoría su intercesión y ofreciéndole grandes satisfacciones por el pasado y razonables seguridades para el futuro. No cabe duda de que nos atenderá. Pero las súplicas sin dádivas son como canciones sin música; por eso le colmo de promesas, muchachos..., sin regatearle ninguna. ¿Qué falta, pues? ¡Ah! Una cosa importante... ¿para qué engañarnos?, una cosa importante y bastante difícil: un mensajero que la lleve. Los bosques... bien lo sabéis..., están llenos de enemigos nuestros. Muy necesaria es la rapidez; pero sin astucia y cautela de nada nos serviría. ¿Quién hay, pues, en esta compañía, que quiera llevar esta carta, entregarla a su señoría de Wensleydale y traerme la respuesta?

Se levantó al instante uno de aquellos hombres.

—Yo iré, si os place —dijo—. No me importa arriesgar el pellejo.

—No, Dick Bowyer, no irás —repuso el caballero—. No me place. Astuto eres, pero no rápido. Siempre fuiste un perezoso.

—Si es así, sir Daniel, aquí estoy yo —gritó otro.

—¡No quiera el cielo! —exclamó el caballero—. Tú eres rápido, pero nada astuto. Tú cometerías el disparate de meterte de cabeza en el campamento de John Amend—all. A los dos os doy gracias por vuestro valor, pero, verdaderamente, no puede ser.

Se ofreció entonces Hatch y también fue rechazado.

—A ti te necesito aquí, amigo Bennet; tú eres mi mano derecha —repuso el caballero.

Se adelantaron varios en grupo, y sir Daniel, al cabo, eligió uno y le dio la carta.

—Ahora —dijo el caballero—, ten presente que de tu rapidez y discreción dependemos todos. Tráeme una respuesta favorable y antes de tres meses habré limpiado mis bosques de esos vagabundos que nos desafían en nuestras propias barbas. Pero óyelo bien, Throgmorton: la tarea no tiene nada de fácil. Has de partir de noche y deslizarte como un zorro. Cómo podrás cruzar el río Till, lo ignoro, pero no será por el puente ni por el vado.

—Sé nadar —replicó Throgmorton—. No temáis; llegaré sano y salvo.

—Bien, amigo; marcha entonces a la despensa —respondió sir Daniel—, que, antes que nada, habrás de nadar en cerveza negra. —Y con estas palabras, le volvió la espalda y entró en la sala.

—¡Qué lengua tan sabia la de sir Daniel! —dijo Hatch a Dick en voz baja—. Fíjate, si no, en cómo donde otros hombres de menor calibre hubieran andado buscando paliativos, él va derecho al asunto y habla claro a toda la compañía. Éste es el peligro, les dijo, y ésta la dificultad, y todo en tono de broma. ¡Ah, por santa Bárbara, ése es un buen capitán! ¡No ha quedado un hombre que no se haya animado al oírle! ¡Mira con qué ardor se han puesto todos a trabajar de nuevo!

Este elogio de sir Daniel suscitó una idea en la mente del muchacho.

—Dime, Bennet —dijo—: ¿cómo murió mi padre?

—No me preguntes esto —respondió el otro—. Yo no tuve arte ni parte en ello; además, he de guardar silencio, master Dick. Porque, mira: de las cosas propias puede hablar un hombre, pero de rumores y habladurías no. Pregúntaselo a sir Oliver... o a Carter, si quieres; pero no a mí.

Y con el pretexto de ir a realizar la ronda, Hatch se marchó, dejando a Dick absorto en sus cavilaciones.

¿Por qué no querrá decírmelo? —pensó el muchacho—. ¿Y por qué nombró a Carter? Carter..., ¿será que éste participó en el asesinato?

Penetró en la casa y, recorriendo un pasillo, llegó a la puerta de la celda, donde yacía, gimiendo, el herido. Al verle entrar, Carter le preguntó con ansiedad:

—¿Habéis traído al cura?

—Todavía no —contestó Dick—. Antes tienes que decirme una cosa. ¿Cómo murió mi padre, Harry Shelton?

A Carter se le alteró el rostro.

—No lo sé —respondió, hosco.

—Sí lo sabes —repuso Dick—. No intentes engañarme.

—Os digo que no lo sé —repitió Carter.

—Entonces morirás sin confesión —exclamó Dick—. Aquí me quedaré. No tendrás a tu lado ningún cura; te lo aseguro. ¿De qué te serviría la penitencia, si no tienes el propósito de reparar los males en que hayas participado? Y sin arrepentimiento, la confesión no resulta más que una burla.

—Decís lo que no tenéis intención de hacer, master Dick —exclamó Carter con toda calma—. Mal está amenazar a un moribundo y, en verdad, mal os sienta. Pero si poco habla en vuestro favor, de menos os servirá. Quedaos, si gustáis. Condenaréis mi alma... ¡pero no averiguaréis nada! Esto es todo cuanto he de deciros.

Y el herido se volvió del otro lado.

Verdaderamente, Dick había hablado con precipitación y se sentía avergonzado de su amenaza. Pero intentó un último esfuerzo.

—Carter —exclamó—: no me has comprendido. Sé perfectamente que fuiste un instrumento en manos de otros; el vasallo ha de obedecer a su señor; no quiero culpar a nadie. Pero, por muchas partes, empiezo a saber que sobre mi juventud e ignorancia pesa el deber de vengar a mi padre. Por eso te suplico, amigo Carter, que olvides mis amenazas, y que con sinceridad y contrición me digas algo que pueda ayudarme.

Carter guardó silencio; por mucho que insistió Dick, no pudo arrancarle una sola palabra.

—Muy bien —exclamó Dick—. Voy a llamar al cura, como deseas; pues sean las que fueren tus deudas para conmigo o los míos, no quisiera yo tenerlas con nadie, y menos con quien se halla en el tránsito de la muerte.

Una vez más el viejo soldado permaneció silencioso; hasta sus gemidos había contenido; y, al volverse Dick y abandonar la estancia, no pudo menos de admirar aquella huraña fortaleza de ánimo. Sin embargo —pensó—, ¿de qué sirve el valor sin la inteligencia? Si sus manos no hubieran estado manchadas de sangre, habría hablado; su silencio ha confesado más claramente el secreto que todas las palabras que pudiera emplear. De todos lados llueven pruebas sobre mí. Sir Daniel, sea por propia mano o por la de sus hombres, es quien lo hizo todo.

Dick se detuvo un momento en medio del enlosado corredor, sintiendo el corazón oprimido. En aquella ocasión, cuando la suerte de sir Daniel estaba en decadencia, cuando sitiado por los arqueros de la Flecha Negra y proscrito por los victoriosos partidarios de York ¿iba a volverse él también contra el hombre que le había criado y educado, que si castigó con severidad sus faltas infantiles, habíale protegido infatigablemente en su juventud? Cruel necesidad sería ésta, si llegaba a ser ineludible su deber.

¡Quiera el cielo que sea inocente!, se dijo. Resonaron unos pasos sobre las losas, y vio acercarse gravemente a sir Oliver.

—Alguien os espera con ansiedad —dijo Dick.

—Precisamente allá voy, mi buen Richard —contestó el clérigo—. Es el pobre Carter... Desgraciadamente, no tiene remedio.

—Más enfermo del alma está que del cuerpo —repuso Dick.

—¿Le has visto? —preguntó sir Oliver con visible sobresalto.

—De allí vengo —respondió Dick.

—¿Qué te dijo?... ¿Qué te dijo? —exclamó el cura, con extraordinaria vehemencia y cierta acritud.

—No hizo más que llamaros de un modo que daba lástima, sir Oliver. Convendría que os dierais prisa, pues su estado es grave —replicó el muchacho.

—Voy enseguida. ¡Qué le vamos a hacer! Todos tenemos nuestros pecados. A todos nos llega nuestra hora, amigo Richard.

—Sí, sir Oliver, y ojalá que todos lleguemos a ella justa y honradamente.

Bajó el cura los ojos, y, murmurando una bendición que apenas pudo oírse, desapareció apresuradamente.


¡El también! —pensó Dick—. ¡Él, a quien debo mi educación religiosa! ¿Qué mundo es éste, si todos los que por mí se inquietan son culpables de la muerte de mi padre? ¡Venganza! ¡Ay! ¡Triste suerte la mía si he de verme obligado a vengarme de mis propios amigos!

Esta idea trajo a su memoria el recuerdo de Matcham.

Sonrió al pensar en su raro compañero, y le asaltó la curiosidad de saber dónde estaría. Desde que juntos llegaron a las puertas del Castillo del Foso, había desaparecido el jovenzuelo, y ya empezaba Dick a sentir el deseo de cruzar con él la palabra.

Cerca de una hora después, celebrada la misa rápidamente por sir Oliver, se reunió la compañía en la sala, disponiéndose para la comida. Era un largo y bajo aposento, cubierto de verdes juncos y ornadas sus paredes con tapices de Arras representando hombres salvajes y sabuesos siguiendo un rastro; aquí y allá colgaban lanzas, arcos y escudos. Ardía el fuego en la gran chimenea. En torno a la pared había bancos tapizados y, en el centro, la mesa, bien provista, esperaba la llegada de los comensales.

No se presentaron sir Daniel ni su esposa. El mismo sir Oliver estaba también ausente, y tampoco se sabía nada de Matcham.

Dick comenzó a alarmarse, recordando los tristes presentimientos de su compañero, y sospechando ya que algo malo le hubiera ocurrido a éste en aquella casa.

Después de la comida se encontró con Goody Hatch, que marchaba apresuradamente en busca de lady Brackley.

—Goody —le dijo—: por favor, ¿dónde está master Matcham? Cuando llegamos te vi entrar con él.

La vieja se echó a reír a carcajadas.

—¡Ah, master Dick! ¡Sin duda tenéis buenos ojos! —y volvió a reír.

—Bien, pero oye: ¿dónde está? —insistió Dick.

—No le veréis ya más —replicó la vieja—. Nunca más. Estad seguro de ello.

—Si no he de verle —respondió el muchacho—, habré de saber por qué razón. El no vino aquí por su propia voluntad; poco valgo, mas soy su mejor protector y cuidaré de que se le trate bien. ¡Son ya demasiados misterios y empiezo a estar cansado de ello!

Apenas acababa de hablar, cuando caía sobre su hombro una pesada mano. Era Bennet Hatch, que llegó por detrás, en silencio, y con un gesto del pulgar despidió a su mujer.

—Amigo Dick —le dijo tan pronto como estuvieron solos—: ¿estáis realmente loco? Si no dejáis en paz ciertas cosas, más os valiera estar en el mar salado que aquí en el Castillo del Foso. Me habéis venido a mí con preguntas, habéis estado atormentando a Carter, y al clericucho le habéis aterrorizado con insinuaciones. Tened más prudencia, no seáis necio, y sobre todo ahora, cuando sir Daniel os llame, ponedle buena cara, por discreción. Vais a sufrir un riguroso interrogatorio. Tened cuidado con lo que respondéis.

—Hatch —replicó Dick—: todo esto me huele a conciencia culpable.

—Y si no obráis con más prudencia, pronto os olerá a sangre —repuso Hatch—. No hago más que advertiros. Y ahí viene uno a llamaros. En efecto, en ese momento cruzaba el patio un hombre que venía en busca de Dick para decirle que sir Daniel le esperaba.

Los dos juramentos

Sir Daniel se hallaba en la sala, paseando malhumorado ante la lumbre y esperando la llegada de Dick. Nadie más había en la estancia, a excepción de sir Oliver, y aun éste se mantenía discretamente sentado a cierta distancia, hojeando su breviario y musitando sus preces.

—¿Me habéis mandado llamar, sir Daniel? —preguntó el joven Shelton.

—En efecto, te he mandado llamar —respondió el caballero—. Porque... ¿qué ha llegado a mis oídos? ¿Tan mal tutor he sido para ti que te apresuras a difamarme? ¿O acaso porque me ves por el momento derrotado, piensas abandonar mi partido? ¡No era así tu padre! Cuando le tenía uno a su lado, allí podía estar seguro de que se quedaría, contra viento y marea. Pero tú, Dick, me parece que eres amigo de los buenos tiempos solamente y buscas ahora el medio de desembarazarte de tu fidelidad.

—Permitidme, sir Daniel: eso no es así —repuso Dick con firmeza—. Soy agradecido y fiel, hasta donde pueden llegar el agradecimiento y la fidelidad. Y antes de proseguir tengo que daros las gracias a vos y a sir Oliver; los dos tenéis derechos sobre mí... nadie con más derechos que vos, y sería un perro desagradecido si lo olvidase.

—Bien está eso —dijo sir Daniel. Pero mostrándose de pronto muy enojado, continuó—: Gratitud, fidelidad... palabras nada más son, Dick Shelton; yo quiero hechos. En esta hora de peligro para mí, cuando mi buen nombre está en entredicho, se confiscan mis tierras y cuando en mis bosques pululan los que anhelan destruirme, ¿de qué me sirve tu gratitud? ¿Qué valor tiene tu fidelidad? No me quedan más que unos cuantos de mis hombres... ¿Es gratitud o fidelidad envenenar sus almas con tus insidiosas murmuraciones? ¡Dios me libre de semejante gratitud! Pero, veamos, ¿qué deseas? Habla; aquí estamos para contestarte. Si algo tienes que decir contra mí, adelántate y dilo.

—Señor —contestó Dick—: mi padre murió siendo yo muy niño. Hasta mis oídos llegaron rumores de que fue vilmente asesinado. Hasta mí ha llegado... no he de ocultarlo, que vos tuvisteis parte en el crimen. Y en verdad os digo que no podré tener paz en mi espíritu ni decidirme a ayudaros hasta que se desvanezcan mis dudas.

Sir Daniel se sentó en un ancho escaño y, apoyando en una mano la barbilla, miró fijamente a Dick.

—¿Y crees tú —preguntó— que hubiera sido yo tutor del hijo de un hombre a quien asesiné?

—No —respondió Dick—; perdonadme si os contesto con rudeza: pero lo cierto es que sabéis perfectamente cuán productiva es una tutoría. Durante todos estos años, ¿no habéis estado disfrutando de mis rentas y capitaneando mis hombres? No sé lo que eso os pueda valer; pero sé que algo vale. Perdonadme de nuevo, pero si cometisteis la vileza de matar a un hombre que estaba bajo vuestra guarda, acaso tuvierais razones suficientes para cometer acciones menos viles.

—Cuando yo tenía tu edad, muchacho —replicó con severidad sir Daniel—, jamás atormentaron mi espíritu semejantes sospechas. Y en cuanto a sir Oliver, aquí presente — añadió—, ¿por qué había de ser él, un sacerdote, culpable de una acción semejante?

—No, sir Daniel —exclamó Dick—; el perro va donde su amo le ordena. Sabido es que este sacerdote no es más que vuestro instrumento. Hablo con franqueza; no están los tiempos para cortesías. Del mismo modo que hablo quisiera que se me contestara. ¡Y, sin embargo, no se me da una respuesta categórica! Vos no hacéis sino volver a interrogarme. Os aconsejo que tengáis cuidado, sir Daniel, porque por este camino aumentáis mis dudas en vez de disiparlas.

—Te contestaré con toda franqueza, master Richard —dijo el caballero—. Si pretendiera hacerte creer que no me enojan tus palabras, te engañaría. Seré justo, aun en mi cólera. Cuando seas un hombre hecho y derecho, y yo no sea tu tutor, y no pueda, por consiguiente, resentirme de ello, ven entonces con eso, y verás qué pronto te contesto como te mereces: con un puñetazo en la boca. Hasta entonces dos caminos tienes: tragarte esos insultos, tener quieta tu lengua y luchar entretanto por el hombre que te ha dado de comer y ha luchado por ti en la infancia, o si no... la puerta está abierta... de enemigos míos están llenos mis bosques... vete.

La energía con que fueron pronunciadas estas palabras, y las furiosas miradas que las acompañaron hicieron vacilar a Dick; sin embargo, no le privaron de observar que, después de todo, continuaba sin obtener respuesta.

—Nada hay que desee más ansiosamente, sir Daniel, que creeros —repuso—. Aseguradme que sois inocente de ello.

—¿Aceptarías mi palabra de honor, Dick?

—La aceptaría —contestó el muchacho.

—Pues te la doy —contestó sir Daniel—. Por mi honor, por la eterna salvación de mi alma, y tan cierto como he de responder de mis actos en el otro mundo, afirmo que no tuve arte ni parte en la muerte de tu padre.

Tendió su mano y Dick la estrechó con vehemencia. Ni uno ni otro se fijaron en el clérigo, quien, al oír pronunciar tan solemne como falso juramento, se levantó casi de su asiento en un paroxismo de horror y remordimiento.

—¡Ah! —exclamó Dick—. ¡Ahora es cuando debo apelar a la bondad de vuestro gran corazón para que me perdonéis! Me he portado como un verdadero insensato al dudar de vos. Pero os prometo que no volveré a dudar.

—Estás perdonado, Dick —repuso sir Daniel—. Tú no conoces el mundo ni su índole calumniosa.

—Tanto más culpable me reconozco —añadió el joven—, cuanto que la villana acusación iba dirigida no a vos, sino a sir Oliver.

Volvióse, al hablar, hacia el clérigo e hizo una pausa en medio de su última frase. Aquel hombre alto, colorado, corpulento, recio de miembros, parecía en ese momento como materialmente deshecho; perdido su color, flojos sus miembros, sus labios balbucían oraciones. Y en ese instante, cuando Dick puso de pronto sus ojos sobre él, dio un fuerte grito, que más bien parecía alarido de animal salvaje, y escondió su rostro entre las manos.

En dos zancadas acudió sir Daniel a su lado y le sacudió furiosamente, cogiéndole por un hombro. Inmediatamente sintió Dick renacer sus sospechas.

—¡Sí! —exclamó—. ¡También debe jurar sir Oliver! A él era a quien acusaban.

—¡Jurará! —dijo el caballero.

Sir Oliver, mudo de espanto, agitaba los brazos.

—¡Ah, sí! ¡Tenéis que jurar! —gritó sir Daniel fuera de sí—. Aquí, sobre este libro —añadió, recogiendo el breviario que había dejado caer el cura—. ¿Cómo? ¿No lo hacéis? ¡Me hacéis dudar! jurad, os digo, jurad! Pero el clérigo seguía sin hablar. El miedo que le infundía sir Daniel, mezclándose con su terror al perjurio, elevados al mismo grado, ahogaban su garganta.

En aquel preciso instante, a través de la alta vidriera de colores, que saltó en pedazos, penetró una flecha negra, que fue a clavarse en el centro de la larga mesa.

Dando un gran grito, sir Oliver cayó desvanecido sobre los juncos; mientras el caballero, seguido de Dick, se precipitaba hacia el patio y subía a las almenas por la más cercana escalera de caracol. Alerta estaban allí todos los centinelas. Brillaba plácidamente el sol sobre los verdes prados salpicados de árboles y sobre los poblados collados del bosque que limitaban el paisaje. No se descubría señal alguna de que alguien sitiara la casa.

—¿De dónde vino esa flecha? —preguntó el caballero.

—Del otro lado de aquel grupo de árboles, sir Daniel —contestó un centinela.

El caballero se quedó un rato pensativo. Luego, volviéndose hacia Dick, le dijo:

—Vigílame a esos hombres, Dick; a tu cargo los dejo. En cuanto al clérigo, habrá de justificarse, o sabré qué razón hay que se lo impida. Casi empiezo a participar de tus sospechas. Jurará, yo te lo aseguro, o de lo contrario le haremos confesarse culpable.

Dick le contestó con cierta frialdad y el caballero, dirigiéndole una penetrante mirada, se volvió precipitadamente a la sala. Lo primero que hizo fue examinar la flecha. Era la primera que había visto de aquella clase, y al volverla de uno y otro lado, su negro color le hizo sentir cierto miedo. También allí había algo escrito... una sola palabra: Enterrado.

—¡Ah! —exclamó—. Saben, pues, que he regresado a mi casa. ¡Enterrado! ¡Bueno, sí; pero no hay entre todos ellos un solo perro que sea capaz de desenterrarme!

Sir Oliver había vuelto en sí y se ponía en pie, no sin esfuerzos.

—¡Ay de mí, sir Daniel! —gimió—. ¡Qué espantoso juramento habéis hecho! ¡Estáis condenado para toda la eternidad!

—Sí —repuso el caballero—, es verdad que yo he pronunciado un juramento, cabeza de chorlito, pero el que vos vais a hacer será mayor. Juraréis sobre la bendita cruz de Holywood.

Fijaos bien y aprendeos las palabras, pues esta noche juraréis.

—¡Que el cielo os ilumine! —respondió el clérigo—. ¡Quiera el cielo apartar de vuestro corazón tamaña iniquidad!

—Mirad, buen padre —dijo sir Daniel—: si vais a inclinaros hacia el camino de la piedad, no os diré más sino que habéis empezado demasiado tarde. Mas si en cualquier sentido os inclináis a la prudencia, entonces escuchadme. Ese muchacho empieza ya a molestarme más que si fuera una avispa. Le necesito porque quisiera negociar su boda. Pero con toda claridad os digo que si continúa molestándome irá a reunirse con su padre. Voy a dar ahora mismo orden de que le trasladen a la cámara que está encima de la capilla. Si allí juráis que sois inocente con firme juramento y en actitud serena, ¡ todo irá bien; el muchacho vivirá en paz un poco y yo podré perdonarle la vida. Pero si tartamudeáis o palidecéis, o intentáis fingir o embrollar el juramento, no os creerá, y entonces, ¡os juro que morirá! Ya tenéis, pues, algo sobre qué meditar.

—¡La habitación que está encima de la capilla! —exclamó, sin aliento casi, el cura.

—La misma —replicó el caballero—. Por consiguiente, si queréis salvarle, salvadle; pero, si no queréis, ¡marchaos, os lo ruego, y dejadme en paz! Porque de haberme yo dejado llevar por un momento de arrebato, ya os hubiera atravesado con mi espada por vuestra intolerable cobardía y necedad. ¿Habéis escogido ya el camino que vais a seguir? ¡Hablad!

—Queda escogido —contestó el clérigo—. Que el cielo me perdone, pero voy a hacer un mal para evitar otro mayor. Juraré por salvar a ese muchacho.

—¡Es lo mejor! erijo sir Daniel—. Mandad a buscarle, pues, inmediatamente. Le veréis a solas. Sin embargo, yo os vigilaré. Estaré ahí, en la habitación forrada de madera.

El caballero levantó el tapiz y lo dejó caer tras él. Se oyó el ruido de un resorte que se abría, al que siguió el crujir de unos peldaños al subir alguien.

Al quedar solo, sir Oliver lanzó una medrosa mirada a la pared cubierta con el tapiz y se persignó con muestras de terror y contrición.

—Si es cierto que está en la habitación de la capilla— murmuró el cura—, aunque sea a costa de la condenación de mi alma he de salvarle.

Breves instantes después, Dick, llamado por otro mensajero, encontró a sir Oliver de pie junto a la mesa de la sala, pálido el rostro y en actitud resuelta.

—Richard Shelton —le dijo—: me has exigido un juramento. Podría quejarme de tu conducta, podría negártelo; pero el recuerdo del tiempo pasado influye en mi corazón y, por afecto, voy a complacerte. ¡Por la sagrada cruz de Holywood, te juro que yo no maté a tu padre!

—Sir Oliver —dijo Dick—: cuando por vez primera leí aquel papel de John Amend—all, yo estaba convencido de ello. Pero permitidme que os haga dos preguntas: vos no lo matasteis, concedido. Pero ¿tuvisteis parte en su muerte?

—Ninguna —contestó sir Oliver, y al mismo tiempo que esto decía comenzó a hacer gestos y señas con la boca y las cejas, como si quisiera advertirle de algo pero no se atreviera a pronunciar una sola palabra.

Dick le contempló asombrado y, volviéndose, lanzó una ojeada en torno de la sala vacía.

—¿Qué hacéis? —preguntó.

—¿Yo? Nada —replicó el clérigo, dominándose rápidamente hasta recobrar su anterior aspecto—. No hago nada; es que sufro, estoy enfermo... Yo... yo..., por favor, Dick..., debo marcharme. Por la sagrada cruz de Holywood, te juro que soy inocente, lo mismo de violencia que de traición. Conténtate con eso, buen muchacho. ¡Adiós!

Y escapó del cuarto con extraordinaria rapidez.

Dick se quedó como petrificado en su sitio, paseando sus miradas por la estancia y pintadas en su rostro las más variadas emociones: sorpresa, duda, recelo, y aun la impresión del lado cómico de aquella conducta. Gradualmente fue aclarándose su espíritu, las sospechas fueron imponiéndose a todo lo demás, y al fin quedaron convertidas en certidumbre de lo peor que cabía pensar. Alzó la cabeza y, al hacerlo, se sintió profundamente sobresaltado. En la parte superior de la pared, tejida en el tapiz, veíase la figura de un cazador salvaje. Con una mano se llevaba un cuerno a la boca; en la otra, blandía una gruesa lanza, y su rostro moreno representaba un africano.

Pues bien: esto fue lo que tan vivamente sobresaltó a Richard Shelton. El sol se había alejado ya de las ventanas de la sala, y al propio tiempo ardía el fuego de leña en grandes llamaradas en la amplia chimenea, lanzando cambiantes reflejos sobre el techo y las colgaduras. A aquella luz, la figura del cazador negro acababa de parpadear, moviendo un párpado que era blanco.

Continuó Dick mirando fijamente aquel ojo. La luz brillaba sobre él como sobre una gema; parecía líquido, transparente: estaba vivo. De nuevo el blanco párpado se cerró sobre el ojo durante una fracción de segundo, y un instante después había desaparecido.

No podía haber error: aquel ojo vivo, que había estado observándole a través del agujero abierto en el tapiz, había desaparecido. La luz del fuego no brillaba ya sobre la superficie reflectora.

Instantáneamente se despertó en Dick el terror de su situación. Las advertencias de Hatch, las mudas y raras señas del cura; aquel ojo que desde la pared le había espiado, todo se agolpó en su mente. Comprendió que se le había sometido a una prueba, que una vez más había revelado sus dudas, sus sospechas, y que, a menos que ocurriera un milagro, estaba perdido.

Si no logro salir de esta casa —pensó—, soy hombre muerto. Y también ese pobre Matcham... ¡a qué nido de basiliscos le he traído!

Aún estaba pensando en ello cuando llegó un hombre a toda prisa para ordenarle que le ayudase a trasladar sus armas, sus ropas y sus dos o tres libros a otra habitación.

—¿Otra habitación? —repitió él—. ¿Y por qué? ¿A qué habitación?

—A una que está encima de la capilla —contestó el mensajero.

—Ha estado vacía mucho tiempo —observó Dick, pensativo—. ¿Qué clase de cuarto es ése?

—¡Ah! Pues excelente... —contestó el hombre—. Pero... —añadió bajando la voz— le llaman el de los duendes.

—¿El de los duendes? —repitió Dick, estremeciéndose—. Nunca lo oí decir. Pero, decidme... ¿quiénes son esos duendes?

El mensajero miró a todos lados; luego, en voz baja, que parecía un murmullo, respondió:

—El sacristán de san Juan... Le pusieron a dormir allí una noche, y a la mañana siguiente... ¡uf!, había desaparecido. El diablo se lo llevó, según dicen; lo más significativo es que la noche antes estuvo bebiendo hasta muy tarde.

Siguió Dick a aquel hombre, llena el alma de los más negros presentimientos.

La habitación sobre la capilla

Nada nuevo podía observarse desde las almenas. El sol iba al ocaso y, al fin, desapareció; pero ante los ojos ávidos de los centinelas no apareció alma viviente en las cercanías del castillo de Tunstall.

Cuando la noche estuvo bien avanzada, Thrognaorton fue conducido a una habitación que daba a un ángulo del foso. Desde allí le bajaron con todas las precauciones; se le oyó agitar el agua nadando brevísimo rato; después se vio cómo un bulto negro tomaba tierra, valiéndose de las ramas de un sauce y arrastrándose inmediatamente por la hierba. Durante media hora sir Daniel y Hatch permanecieron escuchando ansiosamente; pero todo permanecía en completo silencio. El mensajero había logrado alejarse sano y salvo.

Sir Daniel desarrugó el entrecejo y se volvió hacia Hatch.

—Bennet —le dijo—, como ves, ese John Amend—all no es más que un hombre como los demás; también duerme. ¡Ya daremos buen fin de él!

Toda la tarde estuvo Dick de un lado para otro recibiendo órdenes que se sucedían constantemente, hasta dejarle mareado el número y la urgencia de ellas. Durante todo ese tiempo nada supo de sir Oliver ni de Matcham; sin embargo, tanto el recuerdo del cura como el del joven acudían sin cesar a su mente. Ahora se proponía, principalmente, huir del Castillo del Foso tan pronto como pudiera; pero antes de partir deseaba poder cruzar unas palabras con ambos.

Al fin, alumbrándose con una lámpara, subió a su nueva habitación. Era amplia, baja de techo y algo oscura. La ventana daba al foso y, a pesar de hallarse muy alta, estaba defendida por gruesas rejas. La cama era lujosa, con una almohada de pluma y otra de espliego, ostentando un cubrecama rojo con rosas bordadas. En torno a las paredes había unos armarios cerrados con llave y candado, ocultos a la vista por oscuros tapices que de ellos colgaban. Lo escudriñó todo Dick levantando los tapices, dando golpecitos en los tableros y tratando inútilmente de abrirlos. Se aseguró de que la puerta era resistente y sólido el cerrojo; luego colocó su lámpara sobre una repisa y una vez más paseó la mirada en torno suyo. ¿Por qué le habían mandado a aquella habitación? Era mayor y más elegante que la suya. ¿No sería aquello más que una trampa en que le tendrían cogido? ¿Habría alguna entrada secreta? ¿Estaría, en verdad, poblada de duendes? La sangre se le heló en las venas al pensarlo.

Casi encima de él las fuertes pisadas de un centinela resonaban pesadamente. Sabía que debajo de él estaba la bóveda de la capilla y contigua a ésta se hallaba la sala. Indudablemente existiría un pasadizo secreto en dicha sala: el ojo que había estado observándole desde el tapiz era prueba de ello. ¿No era más que probable que el pasadizo llegara hasta la capilla y en tal caso que tuviese salida a su propia habitación?

Dormir en un lugar semejante, pensó, sería temerario. Preparó, pues, sus armas y se colocó en posición de usarlas, en un rincón del aposento, detrás de la puerta. Si algo tramaban contra él, vendería cara su vida.

Arriba, sobre el almenado techo, se oyó el rumor de numerosas pisadas, las voces del ¡quién vive! y del santo y seña: era el relevo de la guardia.

Y precisamente entonces oyó también un rumor sordo, como si arañaran la puerta del cuarto; el ruido se hizo un poco más perceptible, y enseguida oyó susurrar:

—¡Dick, Dick, soy yo!

Corrió Dick a la puerta, la abrió y entró Matcham. Estaba muy pálido y llevaba una lámpara en la mano y una daga en la otra.

—¡Cierra la puerta! —cuchicheó—. ¡Deprisa, Dick! Esta casa está llena de espías; los oigo seguirme por los corredores y respirar tras los tapices que guarnecen las paredes.

—Sosiégate —repuso Dick—; ya está cerrada. Por ahora estamos seguros, si es posible estarlo entre estas paredes. Pero me alegro mucho de verte, muchacho. ¡Creía que habías volado! ¿Dónde te escondiste?

—No importa eso —repuso Matcham—, puesto que estamos juntos; ya nada importa. Pero dime, Dick: ¿tienes los ojos bien abiertos? ¿Te han dicho lo que van a hacer mañana?

—No —respondió Dick—. ¿Qué van a hacer?

—Mañana o esta noche, no lo sé —añadió el otro—. Pero el hecho es que piensan atentar contra tu vida. Tengo pruebas de ello: les he oído hablar en voz baja, y es como si me lo hubieran dicho.

—¡Ah! —exclamó Dick—. ¿Se trata de eso? ¡Ya me lo figuraba!

Y Dick contó entonces a Matcham detalladamente lo ocurrido.

Una vez que hubo terminado, se alzó Matcham y a su vez comenzó a examinar la habitación.

—No —dijo—, no se ve ninguna entrada. Sin embargo, es absolutamente seguro que existe alguna. Dick, yo no me separo de tu lado, y si has de morir, moriré contigo... ¡Mira! He robado una daga. ¡Y haré todo lo que pueda! Entretanto, si sabes de alguna salida, de alguna puerta falsa que pudiéramos abrir o de alguna ventana desde la cual pudiéramos descolgarnos, estoy dispuesto a afrontar cualquier peligro para huir contigo.

—¡Jack! —exclamó Dick—. ¡Jack, eres el mejor corazón, el más fiel y más valiente de toda Inglaterra! Dame tu mano, Jack.

Y se la estrechó en silencio.

—Oye —continuó—: hay una ventana por la cual se descolgó el mensajero que vino; la cuerda debe de estar todavía en la habitación. Siempre es una esperanza.

—¡Chitón! —exclamó Matcham.

Ambos escucharon. Por debajo del suelo se percibía un ruido; cesó un instante y luego volvió a comenzar.

—Alguien anda en el cuarto de abajo —cuchicheó Matcham.

—No —repuso Dick—. Abajo no hay habitación; estamos sobre la capilla. Ése es el que viene a asesinarme, que pasa por el corredor secreto. Bien; déjale que venga. ¡Mal lo pasará! —dijo, y rechinó los dientes.

—Apaga las luces —dijo Matcham—. Tal vez él mismo se descubrirá.

Apagaron las luces y quedaron en un silencio de muerte. Las pisadas de debajo sonaban muy tenues; pero eran claramente perceptibles. Se oyeron varias idas y venidas, y, después, el chirrido de una llave girando en una mohosa cerradura, seguido de un prolongado silencio.

Enseguida comenzaron de nuevo los pasos: de pronto, apareció un rayo de luz sobre la entabladura del cuarto, en un rincón apartado. La grieta se ensanchó y se abrió una trampilla que dejó pasar un chorro de luz. Vieron ambos muchachos una recia mano que empujaba aquélla, y Dick se echó a la cara la ballesta, esperando que a la mano siguiera la cabeza del hombre.

Pero hubo entonces una inesperada interrupción. Procedentes de un remoto ángulo del Castillo del Foso empezaron a oírse gritos, primero uno y después varios, llamando a alguien por su nombre. Este ruido, evidentemente, desconcertó al asesino, pues la trampilla descendió en silencio a su primera posición y los pasos que retrocedían vertiginosamente resonaron una vez más debajo de donde estaban los dos jóvenes, y, al fin, se desvanecieron.

Hubo un momento de tregua. Dick exhaló un profundo suspiro; entonces, sólo entonces, se puso a escuchar el vocerío que acababa de interrumpir el cauteloso ataque del desconocido, y que más bien iba en aumento que otra cosa. Por todo el Castillo del Foso resonaban las carreras, el abrir y cerrar de puertas, y entre todo este bullicio descollaba la voz de sir Daniel, gritando: « ¡Joanna! ».

—Joanna! —repitió Dick—. ¿Quién diablos será? Aquí no hay ninguna Joanna ni la ha habido nunca. ¿Qué significa esto?

Guardaba silencio Matcham. Se había apartado de su compañero. Sólo la débil claridad de las estrellas penetraba por la ventana, y en el extremo rincón del aposento, donde se hallaban los dos, la oscuridad era completa.

—Jack —dijo Dick—; no sé dónde estuviste todo el día. ¿Viste tú a esa Joanna?

—No —respondió Matcham—. No la he visto.

—¿Ni has oído hablar de ella? —inquirió Dick.

El rumor de pasos iba aproximándose. Sir Daniel seguía llamando a Joanna desde el patio.

—¿Oíste hablar de ella? —repitió Dick.

—Sí, oí hablar.

—¡Cómo te tiembla la voz! —exclamó Dick—. ¿Qué te sucede? Ha sido una verdadera suerte el que busquen a esa Joanna; ella hará que se olviden de nosotros.

—¡Dick! —exclamó Matcham—. ¡Estoy perdido! ¡Estamos los dos perdidos! Huyamos, si aún es tiempo. No descansarán hasta que den conmigo. O si no, déjame ir delante, cuando me hayan encontrado, tú podrás huir. ¡Déjame salir, Dick, buen Dick, déjame salir! Buscaba a tientas el cerrojo, cuando, al fin, Dick comprendió lo que ocurría.

—¡Por la misa! ¡Tú no eres Jack, tú eres Joanna Sedley! —gritó—. ¡Tú eres la muchacha que no quería casarse conmigo!

La muchacha se detuvo y quedó muda e inmóvil. Tampoco pronunció palabra Dick por unos momentos, hasta que, al cabo, continuó:

—Joanna: me salvaste la vida y yo salvé la tuya; juntos hemos visto correr la sangre, y hemos sido amigos y enemigos... sí... y con mi cinto te amenacé con darte azotes, creyendo siempre que eras un hombre. Mas ahora que estoy en las garras de la muerte y se acerca mi hora, debo decirte antes de morir: eres la muchacha más noble y más valiente que existe bajo el cielo, y si escapase con vida me casaría contigo muy gozoso; y, viva o muerta, te amo.

Ella no respondió.

—Ven acá —siguió él—, habla, Jack. Acércate, sé buena chica y dime que me amas tú también.

—¿Para qué, Dick? —repuso ella—. ¿Estaría yo aquí, si no?

—Pues bien, mira —continuó Dick—: si de aquí salimos vivos, nos casaremos; y si hemos de morir, moriremos juntos, y todo habrá terminado. Pero ahora que recuerdo, ¿cómo encontraste mi cuarto?

—Pregunté a la señora Hatch —contestó ella.

—Bien, esa mujer es de fiar; no te descubrirá. Tenemos tiempo por delante.

Como para contradecir sus palabras, en ese mismo momento se oyeron pasos en el corredor y el violento golpear de un puño sobre la puerta.

—¡Eh! —gritó una voz—. ¡Abrid, master Dick, abrid!

Dick no se movió ni respondió.

—Todo está perdido —dijo la muchacha, echando sus brazos al cuello de Dick.

Llegaron más hombres que se agruparon en la puerta. Luego llegó el propio sir Daniel e instantáneamente cesó el ruido.

—Dick —gritó el caballero—. No seas borrico. Hasta los Siete Durmientes se hubieran despertado antes que tú. Sabemos que ella está ahí dentro. Abre la puerta, hombre. Dick continuó en silencio.

—¡Echad la puerta abajo! —ordenó sir Daniel.

Inmediatamente sus secuaces cayeron como furias sobre la puerta, a puñetazos y a patadas. Por muy sólida que fuese, por bien atrancada que estuviese, pronto habría cedido. Pero la fortuna, una vez más, vino en su ayuda. Entre la atronadora tormenta de golpes sobresalió el grito de un centinela; a éste siguió otro y por todas las almenas se levantó un tremendo vocerío, que fue contestado por otro desde el bosque. En los primeros momentos de alarma pareció como si los forajidos del bosque asaltaran el Castillo del Foso. Inmediatamente, sir Daniel y sus hombres desistieron del ataque contra el aposento de Dick y corrieron a la defensa de los muros exteriores.

—Ahora —exclamó Dick—, estamos salvados.

Con ambas manos se cogió al pesado y anticuado lecho y trató en vano de moverlo.

—¡Ayúdame, Jack! —gritó—. ¡Ayúdame con toda tu alma!

Haciendo un gran esfuerzo, entre los dos arrastraron la pesada armadura de roble a través de la habitación, apoyándola contra la puerta.

—No haces más que empeorar las cosas con esto —observó con tristeza Joanna—. Ahora entrarán por la trampa.

—No —replicó Dick—. Sir Daniel no se atrevería a revelar su secreto a tanta gente. Por la trampa es por donde huiremos nosotros, ¿oyes? El ataque a la casa ha terminado. ¡Quizá ni ataque ha habido!

Así era, en efecto: se trataba de la llegada de otro gran grupo de fugitivos de la derrota de Risingham, que vinieron a estorbar los propósitos de sir Daniel. Aprovechando la oscuridad llegaron hasta la gran puerta, y estaban ahora descabalgando en el patio, con gran ruido de cascos y chocar de armaduras.

—Pronto volverá —dijo Dick—. ¡Corramos a la trampa!

Encendió una lámpara y juntos corrieron al rincón del cuarto. Fácilmente descubrieron la grieta, por donde todavía penetraba alguna luz, y cogiendo una gruesa espada de su pequeña armería la introdujo Dick en la hendidura y se apoyó con fuerza en la empuñadura. La trampa se movió, entreabriéndose un poco, y al fin se levantó del todo. Cogiéndola a la vez ambos jóvenes, la dejaron abierta por completo. Vieron entonces unos cuantos escalones, y al pie de ellos, donde la dejara el hombre que se alejó sin cometer el crimen que se proponía, ardía una lámpara.

—Ahora —dijo Dick— ve tú primero y coge la lámpara. Yo te seguiré y cerraré la trampa.

Descendieron uno tras otro, y cuando Dick bajaba la trampa comenzaron a oírse de nuevo los golpes en la puerta del aposento.

El Pasadizo

El pasadizo en el que se hallaron Dick y Joanna era estrecho, sucio y corto. En el extremo opuesto había una puerta entreabierta; la misma, sin duda, que antes oyeron abrir al hombre.

Espesas telarañas colgaban del techo, y el empedrado suelo sonaba a hueco al andar por él. Del otro lado de la puerta, se bifurcaba el pasadizo en ángulo recto. Tomó Dick, al azar, por una de las dos ramas, y corrió la pareja resonando sus pasos a lo largo del hueco formado por la bóveda de la capilla. La parte superior del arqueado techo se elevaba como el lomo de una ballena a la débil luz de la lámpara. De trecho en trecho había una especie de troneras, disimuladas del otro lado por la talla de las cornisas; y mirando a través de una de ellas vio Dick el empedrado suelo de la capilla... el altar con sus cirios encendidos, y ante él, tendido sobre los escalones, la figura de sir Oliver orando con las manos en alto.

Al otro extremo bajaron los fugitivos nuevos escalones. El pasadizo se estrechaba allí; la pared, en uno de sus lados, era de madera y a través de los intersticios llegaba el ruido de gente que hablaba y un débil temblor de luces. En ese momento llegaron ante un agujero redondo, que tendría el tamaño de un ojo humano, y Dick, mirando a través de él, contempló el interior de la sala, en la que, sentados a la mesa, media docena de hombres, con cotas de malla, bebían a grandes tragos y daban buena cuenta de un pastel de carne de ciervo.

—Por aquí no hay salvación —dijo Dick—. Intentemos retroceder.

—No —replicó Joanna—. Es posible que el pasadizo continúe.

Y siguió adelante. Pero a los pocos metros terminaba el pasadizo en el descansillo de una corta escalera; era evidente que mientras los soldados ocupasen la sala, sería imposible escapar por aquel lado.

Volvieron sobre sus pasos con la mayor rapidez imaginable y comenzaron a explorar la otra rama del corredor. Era ésta excesivamente estrecha, permitiendo apenas el paso de un hombre grueso, y les conducía continuamente ya hacia arriba, ya hacia abajo, por medio de pequeños y empinados escalones, hasta que Dick acabó por perder toda noción del lugar en que se hallaba.

Al final se hacía más angosto y bajo el pasadizo las escaleras seguían descendiendo; las paredes, a uno y otro lado, eran húmedas y viscosas al tacto; y frente a ellos, a lo lejos, oyeron chirridos y carreras de ratas.

—Debemos de estar en los calabozos —observó Dick.

—Y sin hallar salida por ninguna parte —añadió Joanna.

—Sin embargo, ¡una salida u otra debe haber!

Enseguida llegaron, en efecto, a un pronunciado ángulo, y allí terminaba el pasadizo en un tramo de escalones. En el rellano había una pesada losa a modo de trampa, y contra ella aplicaron la espalda, empujando para levantarla. No lograron moverla siquiera.

—Alguien la aguanta —indicó Joanna.

—No lo creo —repuso Dick—, pues aunque estuviera sujetándola un hombre con la fuerza de diez, algo tendría que ceder. Pero eso es un peso muerto, como el de una roca. Algún peso hay sobre la trampa. Por aquí no hay salida; ¡ah, Jack, tan prisioneros estamos como si tuviésemos grillos en los pies! Siéntate en el suelo y hablemos. Dentro de un rato volveremos, cuando acaso no nos vigilen ya tan cuidadosamente y... ¿quién sabe?, quizá podamos salir de aquí y probar fortuna. Pero, en mi pobre opinión, estamos perdidos.

—¡Dick! —exclamó la muchacha—, ¡qué día tan desgraciado aquel en que me viste por vez primera! Porque como la más desdichada y la más ingrata de las mueres, yo soy quien te ha traído a este trance.

—¡Ánimo! —repuso Dick—. Estaba escrito, y lo que escrito está, de grado o por fuerza ha de realizarse. Pero cuéntame qué clase de muchacha eres tú y cómo caíste en manos de sir Daniel; más valdrá eso que estar quejándote en vano de tu suerte o de la mía.

—Como tú —dijo Joanna—, soy huérfana de padre y madre, y, para mayor desgracia mía, y también tuya ahora, soy rica, un buen partido. Lord Foxham fue mi tutor; sin embargo, parece ser que sir Daniel compró al rey el derecho de casarme con quien quisiera y lo pagó a buen precio. Aquí me tienes, pues, a mí, pobre criatura, entre dos hombres ricos y poderosos que luchan por cuál de ellos deberá concertar mi casamiento, ¡y apenas si he salido de los brazos de mi nodriza! Mas las cosas cambiaron, vino un nuevo canciller y sir Daniel compró mi tutoría, hollando los derechos de lord Foxham. Volvió a cambiar la situación y entonces el lord compró mi boda, venciendo, a su vez, a sir Daniel. Desde entonces todo fue de mal en peor entre ellos... Sin embargo, lord Foxham me retuvo en su poder y se portó conmigo como magnánimo señor. Llegó, por fin, el día en que había de casarme... o venderme, para hablar con mayor propiedad. Lord Foxham recibiría por mí quinientas libras. Hamley se llamaba el novio, y mañana, Dick, precisamente mañana, debía ser el día de mis esponsales. Si no hubiese llegado a oídos de sir Daniel, me habrían casado, no hay duda... ¡y no te hubiera conocido, Dick... Dick querido!

Al decir esto ella le tomó la mano y la besó con gracia y delicadeza exquisitas; Dick atrajo la suya e hizo lo mismo.

—Pues bien —continuó ella—, sir Daniel se apoderó de mí por sorpresa en el jardín y me obligó a vestirme con este traje de hombre, pecado mortal para una mujer, y que, además, no me sienta bien. Me llevó a caballo a Kettley, como viste, diciéndome que tenía que casarme contigo; pero yo, en el fondo de mi corazón, juré que con quien me casaría, aun en contra de su voluntad, sería con Hamley.

—¿Sí? —exclamó Dick—. ¡Entonces tú querías a Hamley!

—¡No! —replicó Joanna—. Yo no le quería; pero odiaba a sir Daniel. Entonces, Dick, tú me auxiliaste, tú fuiste valiente y bondadoso, y, contra mi voluntad, te apoderaste de mi corazón. Ahora, si podemos lograrlo, me casaré gozosa contigo. Y si el destino cruel no lo permite, yo seguiría queriéndote. Mientras lata en el pecho mi corazón, te seré fiel.

—Y yo —repuso Dick—, a quien hasta ahora nunca importó un comino ninguna clase de mujer, me sentí atraído hacia ti que eras un hombre. Tenía lástima de ti sin saber por qué. Cuando quise azotarte me faltaron las fuerzas. Pero cuando confesaste que eras una muchacha, Jack..., porque Jack seguiré llamándote..., entonces sí que tuve la seguridad de que eras la mujer que había de ser mía. ¡Escucha! —dijo, interrumpiéndose—: alguien viene.

Fuertes pasos resonaban en el estrecho pasadizo, y al eco de los mismos volvió a oírse el rumor de las ratas que huían a bandadas.

Dick examinó su posición. El brusco recodo del corredor le daba evidente ventaja, ya que así podía disparar resguardado por la pared. Pero era indudable que la luz estaba demasiado cerca de él; avanzando unos pasos, colocó la lámpara en el centro del pasadizo y volvió a ponerse en acecho.

A poco, en el lejano extremo del pasadizo, apareció Bennet. Al parecer, iba solo, y llevaba en la mano una antorcha encendida que hacía de él un excelente blanco.

—¡Alto, Bennet! —le gritó Dick—. ¡Un paso más y eres hombre muerto!

—De modo que estáis ahí —repuso Hatch, escudriñando en la oscuridad—. No os veo. ¡Ajá! Habéis obrado con prudencia, Dick; habéis colocado la lámpara delante. ¡A fe que, aunque sólo haya sido para mejor apuntar a mi pobre cuerpo, me regocija ver que aprovechasteis mis lecciones! Pero, decidme: ¿qué hacéis? ¿Qué buscáis? ¿Por qué habéis de tirar contra vuestro viejo y buen amigo? ¿Tenéis ahí a la damisela?

—No, Bennet; soy yo quien ha de preguntar y tú quien ha de responder —repuso Dick—. ¿Por qué me hallo en peligro de muerte? ¿Por qué vienen los hombres a asesinarme en mi lecho? ¿Por qué tengo que huir en la fortaleza de mi propio tutor y de los amigos entre quienes he vivido y a quienes jamás hice daño alguno?

—Master Dick, master Dick —respondió Bennet ¿qué os dije? ¡Sois valiente; pero también el muchacho más imprudente que pueda imaginarse!

Hatch se quedó en silencio durante breve rato.

—Escuchad —continuó—: vuelvo atrás para ver a sir Daniel y decirle dónde estáis, y cómo os halláis apostado, pues, en verdad, para eso me mandó venir. Pero vos, si no sois tonto, haréis bien en marcharos antes de que vuelva.

—¡Marcharme! —repitió Dick—. ¡Ya me hubiera marchado si supiera cómo! No puedo levantar la trampa.

—Poned la mano en la esquina y ved lo que allí encontráis —contestó Bennet—. La cuerda de Throgmorton está todavía en la cámara oscura. Adiós.

Y girando sobre sus talones desapareció Hatch entre las vueltas y recodos del pasadizo. Recogió inmediatamente su lámpara Dick y procedió a obrar tal como le habían indicado. En una de las esquinas de la trampa había un hondo hueco en la pared. Metiendo su brazo por aquella abertura tropezó Dick con una barra de hierro, que empujó vigorosamente hacia arriba. Oyó entonces un chasquido e instantáneamente se movió sobre su asiento la gran losa.

Quedaba libre el paso. Tras un pequeño esfuerzo alzaron fácilmente la trampa y salieron a un cuarto abovedado que daba a un patio por uno de sus extremos y donde dos hombres, arremangados los brazos, limpiaban los caballos de los recién llegados. Dos antorchas, metidas en aros de hierro fijos a la pared, iluminaban la escena.

Cómo cambió Dick de Partido

Dick apagó su lámpara para no llamar la atención, tomó escaleras arriba y traspasó el corredor. En la cámara oscura halló la cuerda atada a las patas de una pesadísima y muy antigua cama, que no habían cuidado aún de retirar. Cogiendo el rollo y llevándolo a la ventana, comenzó a bajar la cuerda, lenta y cautelosamente, en medio de la oscuridad de la noche.

Joanna estaba a su lado; pero a medida que se extendía la soga y Dick continuaba arriándola, comenzó a sentir que el ánimo le flaqueaba, dudando ya de poder cumplir su resolución.

—Dick —murmuró—: ¿tan hondo está? No puedo siquiera intentar bajar. Me caería, buen Dick.

Precisamente habló en el momento más delicado de la operación. Dick se sobresaltó, resbaló de sus manos el resto de la cuerda yendo a caer su extremo sobre el foso con estrépito.

Instantáneamente desde las almenas superiores gritó la voz de un centinela: «¿Quién va?»

—¡Qué desgracia! —exclamó Dick—. ¡Ahora sí que estamos arreglados! Baja tú... Coge la cuerda.

—No puedo —dijo ella retrocediendo.

—Pues si tú no puedes, menos podré yo —repuso Shelton—. ¿Cómo voy a pasar a nado el foso sin ti? ¿Me abandonas entonces?

—Dick —murmuró ella—. No puedo. Las fuerzas me faltan.

—¡Pues estamos perdidos! —gritó él, dando sobre el suelo una furiosa patada. Mas al oír pasos, corrió a la puerta e intentó cerrarla.

Antes de que pudiese correr el cerrojo, unos brazos vigorosos la empujaban contra él desde el otro lado. Luchó un instante, mas, viéndose perdido, retrocedió hacia la ventana. La muchacha había caído medio desplomada contra la pared en el marco de la ventana; estaba casi sin sentido, por lo que, al cogerla para levantarla, se le quedó en los brazos abandonada, sin fuerzas.

En el mismo instante los hombres que habían forzado la puerta se lanzaron sobre él. De un puñetazo dejó tendido al primero y retrocedieron los otros en desorden, y, aprovechando la oportunidad, montó sobre el antepecho de la ventana y, agarrándose a la cuerda con ambas manos, se deslizó por ella.

Era una cuerda de nudos, lo que facilitaba el descenso; pero tan grande era la precipitación de Dick y tan poca su experiencia en semejante gimnasia, que iba y venía sin cesar en el aire como ajusticiado en la horca, ya golpeándose la cabeza, ya magullándose las manos contra las piedras del muro. El aire zumbaba en sus oídos; las estrellas que se reflejaban en el foso las veía girar en torbellino como hojas secas arrastradas por la tempestad.

De pronto no pudo agarrarse ya a la cuerda y cayó de cabeza en el agua helada.

Al volver a la superficie, su mano tropezó con la cuerda, que, libre ya de su peso, se balanceaba de un lado a otro. En lo alto brillaba un rojo resplandor; alzando la vista pudo ver, a la luz de las antorchas y de faroles llenos de carbones encendidos, que las almenas aparecían guarnecidas de rostros asomándose. Vio cómo los ojos de aquel hombre escudriñaban buscándole de aquí para allá; pero estaba a demasiada profundidad, y, por tanto, avizoraban en vano.

Se percató entonces de que la cuerda era mucho más larga de lo necesario, y así, agarrado a ella, comenzó a bracear lo mejor que pudo en dirección al borde opuesto del foso, conservando la cabeza fuera del agua. Así recorrió hasta mucho más de la mitad del camino; pero cuando ya la orilla se hallaba casi al alcance de su mano, la cuerda, por su propio peso, empezó a tirar de él hacia atrás. Sacando fuerzas de flaqueza, la soltó y dio un salto para asirse a las colgantes ramas de sauce que aquella misma tarde sirvieron al mensajero de sir Daniel para echar pie a tierra. Se hundió, salió a flote y volvió a hundirse, hasta que, al fin, aferró la mano en una rama mayor; con la velocidad del pensamiento se arrastró hasta la parte más frondosa del árbol; se quedó allí abrazado, chorreando y jadeando, dudando de que realmente hubiera logrado escaparse.

Pero todo esto era imposible hacerlo sin fuertes chapoteos, que sirvieron para indicar su posición a los hombres que vigilaban desde las almenas. Una lluvia de flechas y dardos cayó en torno suyo en medio de la oscuridad como violento pedrisco; de pronto arrojaron al suelo una antorcha, que brilló en el aire en su rápida trayectoria, quedó un instante pegada al borde del foso, donde ardió con viva llama, alumbrando en torno suyo como una luminaria... y, al fin, por fortuna para Dick, resbaló, cayo pesadamente en el foso y se apagó al instante.

Pero había cumplido su objetivo. Los tiradores tuvieron tiempo de ver el sauce y a Dick escondido entre sus ramas; a pesar de que el muchacho saltó al instante y se alejó corriendo de la orilla, no pudo escapar a sus tiros. Una flecha le alcanzó en un hombro y otra voló rozando su cabeza.

Pareció prestarle alas el dolor de las heridas, y, no bien se halló sobre terreno llano, huyó desesperadamente a carrera tendida, sin preocuparse de la dirección de su huida.

En sus primeros pasos le siguieron los disparos, pero pronto cesaron éstos, y cuando al fin se detuvo y miró hacia atrás, se hallaba ya a buen trecho del Castillo del Foso, aunque pudiera distinguir todavía la luz de las antorchas, moviéndose de un lado a otro en las almenas.

Se recostó contra un árbol, chorreando agua y sangre, magullado, herido y solo. De todos modos, por esta vez, había salvado la vida, y aunque Joanna quedara en poder de sir Daniel, no se consideraba responsable de un accidente que no estuvo en sus manos evitar, ni auguraba fatales consecuencias para la muchacha. Sir Daniel era cruel, pero no era probable que lo fuese con una damisela que contaba con otros protectores capaces de pedirle cuentas. Más probable sería que se apresurase a casarla con algún amigo suyo.

Bien —pensó Dick—; de aquí a entonces ya encontraré medio de someter a ese traidor, pues ¡por la misa!, que ahora sí que estoy libre de toda gratitud u obligación; y una vez declarada la guerra, lo mismo puede el azar favorecer a unos que a otros. Mientras así pensaba, su situación era bien penosa.

Prosiguió durante un trecho su camino, luchando por abrirse paso a través del bosque; pero, en parte por el dolor de sus heridas, en parte por la oscuridad de la noche y la extrema inquietud y confusión de sus ideas, pronto se sintió tan incapaz de guiarse como de continuar adelante entre la espesa maleza, hasta que no tuvo más remedio que sentarse, apoyando el cuerpo contra el tronco de un árbol.

Al despertar de su especie de letargo, mezcla de sueño y desfallecimiento, ya la grisácea claridad de la mañana había sucedido a la noche. Una ligera y helada brisa agitaba los árboles, y mientras permanecía sentado, fija su mirada hacia delante, y adormilado todavía, advirtió que un oscuro bulto se mecía entre las ramas, a unos cien metros de distancia. La creciente claridad del día y el ir recobrando sus sentidos le permitieron, al fin, reconocer aquel objeto.

Era un hombre que colgaba de la rama de un alto roble. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, y a cada ráfaga que soplaba con fuerza daba su cuerpo vueltas y más vueltas, y brazos y piernas se agitaban en el aire como un grotesco juguete.

Se puso en pie con gran dificultad Dick, y, tambaleándose y apoyándose en los troncos de los árboles, logró acercarse a tan horrendo espectáculo. La rama estaba quizá a unos siete metros del suelo, y tan alto habían subido sus verdugos al infeliz ahorcado que sus botas se balanceaban muy por encima de donde Dick pudiera alcanzarlas; además, le habían bajado la capucha hasta cubrirle la cara, de modo que era imposible reconocerle.

Miró el joven a derecha e izquierda y al fin observó que el otro extremo de la cuerda había sido atado al tronco de un espino blanco que, cubierto de flor, crecía bajo la elevada bóveda del roble. Con su daga, única arma que le quedaba, Dick cortó la cuerda e inmediatamente, con sordo ruido, cayó el cadáver pesadamente al suelo.

Levantó Dick la capucha: era Throgmorton, el mensajero de sir Daniel. No había llegado muy lejos en su misión. Un papel que, al parecer, pasó inadvertido para los hombres de la Flecha Negra, asomaba en su pecho a través del jubón; tirando de él, Dick pudo ver que era la carta de sir Daniel a lord Wensleydale.

¡Vaya! —pensó—. Si las cosas cambian de nuevo aquí, tengo suficiente para avergonzar a sir Daniel... y hasta quién sabe si para hacerle decapitar.

Guardando el papel en su pecho, rezó una oración al muerto y reanudó la marcha a través del bosque. Su fatiga y su debilidad aumentaban por momentos; le zumbaban los oídos, vacilaba en su paso y, a intervalos, se sentía desfallecer; a tal punto había llegado por la pérdida de sangre. Indudablemente, se desvió varias veces del verdadero camino que debía seguir; mas al fin salió a la carretera real, no muy lejos de la aldea de Tunstall.

Una voz áspera le dio el alto.

—¿Alto? —repitió Dick—. ¡Por la misa, si casi me caigo!

Acompañando la acción a la palabra, cayó cuan largo era sobre el camino.

Dos hombres salieron de la espesura, vistiendo verde jubón y armados de grandes arcos, aliabas y espadas cortas.

—¡Mira, Lawless! —exclamó el más joven de los dos—. ¡Si es el joven Shelton!

—Sabroso bocado ha de parecerle que le llevamos a John Amend—all —repuso el otro—. Aunque a fe mía que ha estado en la guerra. Aquí tiene un desgarrón en la cabellera que le habrá costado su buena onza de sangre.

—Y aquí —añadió Greensheve—, en el hombro, tiene un agujero que le habrá escocido de lo lindo. ¿Quién te parece a ti que le habrá hecho esto? Si es uno de los nuestros puede encomendarse a Dios, pues Ellis le dará muy corta confesión y muy larga cuerda.

—Arriba con el cachorro —dijo Lawless—. Échamelo a la espalda.

Cuando Dick estuvo colocado sobre sus hombros y se hubo apretado los brazos del muchacho en torno al cuello, afianzándolo bien, el ex fraile franciscano añadió:

—Guarda tú el puesto, hermano Greensheve. Ya me lo llevaré yo solo.

Volvió Greensheve a su escondite al borde del camino, y Lawless se fue colina abajo, silbando tranquilamente, llevando sobre sus hombros, muy bien colocado, a Dick, desmayado todavía.

Al salir del extremo del bosque, se alzó el sol en el horizonte y apareció ante su vista la aldea de Tunstall esparcida y como trepando por la colina opuesta. Todo parecía en calma, pero una sólida avanzada de unos diez arqueros vigilaba atentamente el puente a cada lado del camino, y tan pronto como divisaron a Lawless con su carga a cuestas, comenzaron a agitarse y preparar sus arcos como buenos centinelas.

—¿Quién va? —gritó el que los mandaba.

—Will Lawless, ¡por la Cruz!... ¡Si me conoces tan bien como a los dedos de tus manos! —contestó el forajido desdeñosamente.

—Di el santo y seña, Lawless —replicó el otro.

—¡Esa sí que es buena! ¡Vaya, que el cielo te ilumine, pedazo de alcornoque! —repuso Lawless—. ¿No fui yo mismo quien te lo dio a ti? Pero estáis todos locos, jugando a los soldados... Si estoy en el bosque, debo proceder como en el bosque, y mi santo y seña es éste: «¡Una higa para estos soldados de pacotilla!»

—Lawless: estás dando mal ejemplo; danos la consigna, loco bufón —insistió el que mandaba la guardia.

—¿Y si se me hubiera olvidado? —preguntó el otro.

—Si se te hubiera olvidado... lo que sé que no es cierto... ¡por la misa, que te metería una flecha en tu cuerpo gordinflón! —repuso el primero.

—Bien; si tan mal genio tienes —dijo Lawless—, te daré la consigna: «Duckworth y Shelton», y como ilustración del mismo, aquí tienes a Shelton en mis hombros, y a Duckworth se lo llevo.

—Pasa, Lawless —dijo el centinela.

—¿Dónde está John? —preguntó el ex fraile.

—Está en audiencia... y cobra rentas como si para ello hubiera nacido —exclamó otro de los que allí estaban.

Así era, en efecto. Cuando Lawless se internó en el pueblo hasta llegar a la pobre posada del mismo, encontró a Ellis Duckworth rodeado de los arrendatarios de sir Daniel, a los cuales, por el derecho de conquista que le daba su buena partida de arqueros, les iba cobrando muy tranquilamente sus arrendamientos, dándoles a cambio los correspondientes recibos. A juzgar por los rostros de los vasallos, era evidente cuán poco les agradaba el procedimiento, porque alegaban, con mucha razón, que tendrían que pagarles dos veces.

Tan pronto como supo lo que Lawless había traído despidió Ellis a los arrendatarios, y con grandes muestras de interés y cuidado por su salud, condujo a Dick a una habitación interior de la posada. Atendieron a las heridas del muchacho y con remedios caseros le hicieron recobrar el conocimiento.

—Querido muchacho —dijo Ellis, estrechándole la mano—: estás en poder de un amigo que quiso mucho a tu padre y que, por su causa, te quiere a ti también. Descansa tranquilamente, pues bien lo necesita tu estado. Luego me contarás tu historia y entre los dos hallaremos remedio a tus males.

Horas más tarde, y una vez Dick hubo despertado de un confortable y ligero sueño, tras el que se sintió todavía muy débil, pero más despejada la cabeza y más descansado el cuerpo, le rogó, por la memoria de su padre, que le refiriera detalladamente las circunstancias de su fuga del Castillo del Foso. Algo había en el robusto y varonil aspecto de Duckworth, en la honradez que aparecía pintada en su moreno rostro, en la clara y penetrante viveza de sus ojos, que movió a Dick a obedecerle, y el muchacho refirióle, de cabo a rabo, la historia de sus aventuras durante los dos últimos días.

—Bien —dijo Ellis cuando hubo terminado—: mira todo lo que los bondadosos santos han hecho por ti, Dick Shelton; no sólo te han salvado la vida entre tantos mortales peligros, sino que te han traído a mis manos, que no desean otra cosa que auxiliar al hijo de tu buen padre.

Pórtate lealmente conmigo... ya veo que eres leal... y entre tú y yo barreremos del mundo de los vivos a ese falso y traidor.

—¿Vais a asaltar el castillo? —preguntó Dick.

—Ni que estuviera loco podría pensar en semejante cosa —respondió Ellis—. Es demasiado poderoso; sus hombres le rodean, aquellos que anoche se me escaparon y que tan oportunamente aparecieron, ésos le han salvado. No, Dick, al contrario; tú y yo y mis bravos arqueros hemos de evacuar a toda prisa estos bosques y dejar libre el terreno a sir Daniel.

—Temo por la suerte de Jack —dijo el muchacho.

—¿Por la suerte de Jack? —repitió Duckworth—. ¡Ah, sí, por la muchacha! No, Dick; yo te prometo que si llega a hablarse de casarla con otro, intervendremos inmediatamente; hasta entonces o hasta que llegue el momento desapareceremos todos como las sombras al asomar el día. Sir Daniel mirará al este y al oeste sin hallar un solo enemigo; pensará que lo pasado fue una pesadilla de la cual despierta ahora en su lecho. Pero cuatro ojos, los nuestros, Dick, le seguirán de cerca y nuestras cuatro manos... ¡quieran todos los santos ayudarnos!... harán morder el polvo a ese traidor.

Dos días después, tan poderosa llegó a ser la guarnición de la fortaleza de sir Daniel, que éste se aventuró a hacer una salida y a la cabeza de unos cuarenta hombres a caballo avanzó hasta la aldea de Tunstall. No se disparó ni una flecha ni un hombre se vio en la espesura; ya no estaba custodiado el puente, sino que ofrecía paso franco a todo viandante; y al cruzarlo, sir Daniel vio a los aldeanos contemplándole tímidamente a las puertas de las casas.

De pronto, uno de ellos, sacando fuerzas de flaqueza, se adelantó y con los más rendidos saludos presentó al caballero una carta.

A medida que leía su contenido a éste se le oscurecía el rostro. Decía:

Al más falso y cruel de los señores, sir Daniel Brackley, caballero, digo:

Desde un principio comprendí que erais desleal y duro de corazón. Vuestras manos están manchadas con la sangre de mi padre. No la toquéis; no conseguiréis lavarla. Os participo que algún día pereceréis por mi causa, y os diré, además, que si intentáis casar con algún otro a la damisela Joanna Sedley, con la cual he jurado solemnemente casarme yo, el castigo que recibiréis será rapidísimo. El primer paso que deis para ello será también el primero que os conduzca hacia la tumba. RICHARD SHELTON

Libro Tercero

La casa junto a la playa

Habían transcurrido varios meses desde el día en que Richard Shelton pudo escapar de las garras de su tutor, meses extraordinariamente fecundos en acontecimientos para Inglaterra.

El partido de Lancaster, casi moribundo entonces, logró levantar cabeza una vez más.

Derrotados y dispersos los de York, acuchillado su jefe en el campo de batalla, pareció, durante una breve temporada del invierno que siguió a los sucesos relatados, que la casa de Lancaster había triunfado definitivamente sobre sus enemigos.

La pequeña ciudad de Shoreby—on—the—Till se hallaba llena de nobles del partido de Lancaster, procedentes de las cercanías. Estaban allí el conde de Risingham, con trescientos hombres de armas; lord Shoreby, con doscientos; y el propio sir Daniel, de nuevo en auge y enriqueciéndose una vez más a fuerza de confiscaciones, se alojaba en una casa de su propiedad, situada en la calle principal, con sesenta hombres. Verdaderamente las cosas habían cambiado.

Era una tarde oscura, de frío intenso, de la primera semana de enero. Blanqueaba la escarcha, soplaba el vendaval y todo anunciaba nieve antes del amanecer.

En una sórdida y mal alumbrada taberna de una callejuela cercana al puerto, tres o cuatro hombres sentados bebían cerveza y despachaban una frugal cena de huevos.

Todos eran parecidos: hombres robustos, de tez curtida, mano dura y mirada audaz, y aunque vestían simples tabardos, como pobres labriegos, hasta un soldado borracho lo hubiera pensado un poco antes de buscar camorra alguna en semejante compañía.

Frente al enorme fuego que ardía en la chimenea y algo apartado se hallaba también sentado otro hombre más joven, casi un niño, vestido de forma muy parecida, aunque era fácil distinguir por su aspecto que era hombre superior a ellos por nacimiento y que pudiera haber ceñido espada si la ocasión lo requiriese.

—No —dijo uno de los hombres sentados a la mesa—. No me gusta esto. Algo malo nos ocurrirá. No es éste sitio adecuado para gente alegre. A la gente alegre le gusta el campo abierto, buen abrigo y pocos enemigos; pero aquí estamos encerrados en una ciudad, rodeados de enemigos, y, para colmo de desdichas, ya veréis cómo antes de amanecer nos regala el cielo una nevada.

—Eso díselo a master Shelton, que está ahí —repuso otro, señalando con la cabeza al muchacho que estaba sentado frente al fuego.

—Mucho estoy yo dispuesto a hacer por master Shelton —replicó el primero—. Pero lo que es ir a la horca por él o por cualquier otro... ¡no, hermanos, no... eso sí que no!

Se abrió la puerta de la posada y entró apresuradamente otro hombre que se aproximó al joven.

—Master Shelton —le dijo—: sir Daniel avanza con un par de antorchas y cuatro arqueros.

Dick, pues de él se trataba, se puso inmediatamente en pie.

—Lawless —ordenó—: tú tomarás la guardia de John Capper. Greensheve, sígueme. Y tú, Capper, abre la marcha. Esta vez le seguiremos los pasos, aunque vaya a York.

Un momento después se hallaban fuera, en la oscura callejuela, y Capper, el hombre que acababa de llegar, señalaba al sitio donde brillaban dos antorchas cuyas llamas sacudía el viento.

Dormía ya profundamente la ciudad; ni un transeúnte circulaba por las calles, y nada más fácil que seguir a aquel grupo sin ser notados. Los dos portadores de las antorchas abrían la marcha; seguía un solo hombre, cuyo largo capote flotaba al viento, y guardaban la retaguardia cuatro arqueros, todos con los arcos al brazo. Marchaban a paso ligero, atravesando un dédalo de callejuelas para acercarse, cada vez más, a la playa.

—¿Sigue todas las noches esa dirección? —preguntó Dick en voz baja.

—Ésta es la tercera vez que pasa, master Shelton —respondió Capper—, y siempre a la misma hora y con la misma reducida escolta, como si quisiera guardar el secreto.

Sir Daniel y sus seis hombres habían llegado a las afueras de la ciudad, donde empezaba el campo.

Shoreby era una ciudad abierta, y aun cuando los señores de Lancaster mantenían fuerte guardia en los caminos reales, era posible, sin embargo, entrar o salir, sin ser visto, por cualquiera de las callejuelas o cruzando campos.

La angosta callejuela que seguía entonces sir Daniel terminaba bruscamente. Frente a él se extendía una áspera y desigual llanura y a un lado se percibía el rumor de la resaca. No había guardias por los alrededores ni luz alguna en aquella parte de la ciudad.

Dick y sus dos forajidos se acercaron algo más al grupo que perseguían; de pronto, al salir de entre las casas y poder abarcar mayor terreno por ambos lados, advirtieron que otra antorcha se aproximaba por distinta dirección.

—Eh —exclamó Dick—. Esto me huele a traición.

Entretanto, sir Daniel había hecho alto. Clavaron las antorchas en la arena y se echaron los hombres, como para esperar la llegada de otra patrulla.

Ésta se acercaba a buen paso. La componían únicamente cuatro hombres: un par de arqueros, un paje con la antorcha y un caballero embozado caminando en el centro.

—¿Sois vos, milord? —gritó sir Daniel.

—Yo soy, en efecto; y si alguna vez dio un caballero leal pruebas de serlo, yo soy ese hombre —respondió el jefe del segundo grupo—, porque ¿quién no preferiría hacer frente a gigantes, brujos o herejes, mejor que a este frío penetrante?

—Milord —repuso sir Daniel—: tanto más reconocida os estará la belleza, no lo dudéis. Pero ¿vamos allá? Porque cuanto antes hayáis visto mi mercancía, más pronto regresaremos a casa.

—Pero ¿por qué la guardáis ahí, buen caballero? —preguntó el otro—. Si tan joven es, tan hermosa y tan rica, ¿por qué no la presentáis entre sus compañeras? Pronto le encontraríais un buen partido, sin necesidad de helaros los dedos y arriesgaros a recibir un flechazo, yendo por el mundo a hora tan inoportuna y en plena oscuridad.

—Ya os he dicho, milord —replicó sir Daniel—, que el motivo de ello sólo a mí interesa, y no pienso daros más explicaciones. Básteos saber que si estáis ya cansado de vuestro viejo amigo Daniel Brackley, no tenéis más que publicar por todas partes que vais a casaros con Joanna Sedley, y yo os doy palabra de que inmediatamente os veréis libre de él. Pronto le encontraréis con una flecha clavada en su espalda.

Entretanto avanzaban rápidamente por la llanura los dos caballeros, precedidos por las tres antorchas inclinadas contra el viento, esparciendo nubes de humo y penachos de llamas, y seguidos por los seis arqueros.

Casi pisándoles los talones les seguía Dick. Desde luego, no había oído ni una sola palabra de esta conversación; pero había reconocido en el segundo de los interlocutores al anciano lord Shoreby, hombre de pésima reputación, a quien hasta el mismo sir Daniel aparentaba condenar en público al hablar de su conducta.

Llegaron pronto junto a la misma playa. Tenía el aire emanaciones salinas, aumentaba el rumor de las olas y allí, en un amplio jardín cercado, se alzaba una casita de dos pisos, con establos y otras dependencias.

El portador de la primera antorcha abrió una puerta que había en la cerca y, una vez que todo el grupo hubo penetrado en el jardín, volvió a cerrarla por el otro lado.

Dick y sus hombres quedaron así imposibilitados de continuar siguiéndoles, a menos que escalasen el muro y se expusieran a caer en la trampa.

Se sentaron entre un grupo de tejos y esperaron. El rojizo resplandor de las antorchas iba y venía de un lado a otro dentro del cercado, como si los portadores de las antorchas patrullaran por el jardín continuamente.

Transcurrieron unos veinte minutos, al cabo de los cuales toda la comitiva salió de nuevo. Sir Daniel y el barón, después de prolongados saludos, se separaron, dirigiéndose cada cual a su respectivo domicilio, seguidos de sus hombres y de sus luces.

Tan pronto como el rumor de sus pasos se hubo desvanecido en el aire, Dick se puso en pie con toda la rapidez de que era capaz, pues tenía todo el cuerpo dolorido y helado por el frío.

—Capper, vas a ayudarme a subir ahí —dijo.

Se adelantaron los tres hasta el muro, Capper se agachó y, subiéndosele a los hombros, Dick trepó hasta la albardilla.

—Ahora, Greensheve —cuchicheó Dick—, súbete aquí, túmbate de cara para que no te vean y mantente siempre pronto a tenderme una mano, si ves que me ocurre algo desagradable al otro lado.

Diciendo esto se dejó caer en el jardín.

Reinaba una profunda oscuridad; ni una luz brillaba en la casa. Soplaba penetrante el viento entre los arbustos y el mar azotaba la playa, Dick avanzaba cautelosamente, tropezando con los matojos y tanteando con las manos; de pronto el rechinar de la grava bajo sus pies le advirtió que se hallaba en uno de los paseos.

Se detuvo allí y, sacando la ballesta que llevaba escondida bajo el largo tabardo, se preparó para obrar sin pérdida de tiempo y avanzó de nuevo con la mayor decisión y arrojo.

El sendero le condujo en línea recta hasta el grupo de edificios.

Todo tenía un triste y ruinoso aspecto; las ventanas estaban resguardadas por desvencijados postigos, abiertos y vacíos los establos, sin heno en el henil ni grano en el granero. Cualquiera hubiese dicho que aquélla era una casa abandonada; pero Dick tenía pruebas suficientes de lo contrario. Continuó su inspección, visitando todas las dependencias, comprobando la mayor o menor solidez de las ventanas. Llegó al fin, dando un rodeo, al lado de la casa que daba al mar y, como esperaba, allí vio una lucecilla en una de las ventanas superiores.

Retrocedió unos pasos, hasta que creyó ver una sombra que se movía sobre la pared del aposento. Se acordó entonces de que, al ir tanteando en el establo, había tropezado su mano con una escalera, y fue rápidamente a buscarla. Ésta era muy corta; sin embargo, poniéndose de pie en el último peldaño, logró tocar los barrotes de hierro de la ventana, y, aferrándose a éstos con todas sus fuerzas, levanta el cuerpo hasta que sus ojos alcanzaron a ver el interior de la habitación.

En ella había dos personas. A la primera pronto la reconoció: era la señora Hatch; la segunda, una joven alta, hermosa y de grave continente, ataviada con un largo vestido bordado... ¿era posible que fuera Joanna Sedley?... ¿Aquel compañero de los bosques, Jack, a quien pensó él en castigar con su correa?

Volvió a dejarse caer en el último peldaño de la escalera, presa de una especie de aturdimiento. Jamás se le había ocurrido que su amada fuera un ser tan superior, por lo que inmediatamente experimentó una sensación de timidez. Pero no era aquél el momento oportuno para pensar. Un ligero siseo sonó muy cerca y se apresuró a descender.

—¿Quién va? —susurró.

—Greensheve —fue la respuesta en tono igualmente cauto.

—¿Qué quieres? —preguntó Dick.

—Que vigilan la casa, master Shelton —respondió el forajido—. No somos nosotros solos los que espiamos, pues estando boca abajo sobre el muro, vi a unos hombres rondando entre las sombras y les oí silbar quedamente para avisarse unos a otros.

—¡Por mi fe, esto pasa ya de extraño! —exclamó Dick—. ¿No eran hombres de sir Daniel?

—No, señor, no lo eran —respondió Greensheve—. O yo no tengo ojos, o cada uno de esos monigotes llevaba una escarapela blanca en la gorra, a cuadros oscuros.

—¿Blanca, con cuadros oscuros? —repitió Dick—. ¡No conozco esa divisa! No es ninguna de las del país.

Bien; si es así, salgamos de este jardín tan silenciosamente como podamos, porque estamos en mala posición para defendernos. Es indudable que en esta casa hay hombres de sir Daniel, y que nos cojan entre dos fuegos es lo peor que puede sucedernos. Coge la escalera; debo dejarla donde la encontré.

La restituyó, pues, al establo, y, a tientas, marcharon hacia el lugar por donde habían entrado.

Capper ocupaba ahora el puesto de Greensheve sobre la albardilla, y, tendiéndoles la mano, primero a uno y luego a otro, tiró de ellos para hacerlos subir. Cautelosa y silenciosamente se dejaron caer de nuevo al otro lado, no atreviéndose a hablar hasta que volvieron a su anterior escondite entre los tejos.

—Ahora, John Capper—dijo Dick—, vuelve a Shoreby, aunque en ello te vaya la vida. Tráeme enseguida cuantos hombres puedas reunir. Éste será el punto de cita, a no ser que los hombres estuviesen muy diseminados y vieses que el día se acercaba antes de juntarlos, en cuyo caso el sitio de cita será algo más allá, hacia la entrada de la ciudad. Greensheve y yo nos quedamos aquí vigilando. ¡Date prisa, John Capper, y que los santos vengan en tu ayuda!

Y en cuanto hubo desaparecido el enviado, continuó diciendo Dick:

—Ahora, Greensheve, vamos tú y yo a rondar el jardín, dando un rodeo. Quiero ver si tus ojos te engañaron.

Manteniéndose a buena distancia del muro, y aprovechando todos los altibajos del terreno, vigilaron la casa por dos de sus lados sin observar nada de interés. En la tercera fachada, la tapia del jardín se hallaba muy cerca de la playa, y para guardar la debida distancia tuvieron que descender algún trecho sobre las arenas. Aunque la marea estaba todavía bastante baja, la resaca era tan alta y tan llana la orilla que, al romper las olas, una gran sábana de espuma y de agua la cubría rápidamente, y así Dick y Greensheve tuvieron que realizar esta parte de su ronda hundidos hasta el tobillo o hasta las rodillas, casi vadeando las frías y saladas aguas del mar del Norte.

De pronto, destacándose contra la relativa blancura de la tapia del jardín, apareció la figura de un hombre, como una débil sombra chinesca, haciendo señales con los brazos, que agitaba violentamente. Luego cayó a tierra, y surgió otro algo más lejos, que repitió la misma operación. Así, como silenciosa consigna, estas gesticulaciones hicieron la ronda del sitiado jardín.

—Buena guardia han montado —cuchicheó Dick.

—Volvamos a tierra, buen amo —repuso Greensheve—. Estamos aquí demasiado al descubierto, porque fijaos: cuando las olas rompan detrás de nosotros, nos verán claramente contra la blanca cortina de espuma.

—Tienes razón —respondió Dick—. Volvamos a tierra y a toda prisa.

Una escaramuza en las tinieblas

Empapados por completo y helado el cuerpo, volvieron los dos aventureros a su escondrijo entre los tejos.

—¡Quiera el cielo que Capper se dé prisa! ¡Un cirio le prometo a santa María de Shoreby si regresa antes de una hora!

—¿Tenéis prisa, master Shelton? —preguntó Greensheve.

—Sí, amigo mío —respondió Dick—, porque en esa casa está la mujer a quien amo, y ¿quiénes piensas tú que pueden ser los que la rodean en secreto esta noche? ¡Enemigos, sin duda!

—Bien —repuso Greensheve—; si John vuelve pronto, daremos buena cuenta de ellos. No llegan a cuarenta los que están fuera; y cogiéndolos donde se hallan, tan desperdigados, veinte hombres bastarían para espantarlos como bandada de gorriones. Y, sin embargo, master Shelton, si ya está ella en poder de sir Daniel, poco le perjudicará el que pase a manos de otro. ¿Quién será éste?

—Sospecho que lord Shoreby —contestó Dick—. ¿Cuándo vinieron?

—Empezaron a llegar, master Dick —dijo Greensheve—, poco más o menos cuando vos saltabais la tapia. Apenas si llevaba un minuto allí cuando vi al primero de esos granujas arrastrándose hasta doblar la esquina.

En la casita se había extinguido la última luz cuando Dick y Greensheve vadeaban las rompientes olas de la playa, y era imposible adivinar en qué momento se lanzarían al ataque los hombres al acecho en torno al jardín. De dos males, Dick prefería el menor: que Joanna continuase bajo la tutela de sir Daniel, que no cayese en las garras de lord Shoreby; por tanto, tomó la resolución de que si asaltaban la casa, acudiría inmediatamente en auxilio de los sitiados.

Pero el tiempo pasaba y nada sucedía. De cuarto en cuarto de hora se repetía la misma señal en torno a la tapia del jardín, como si el jefe quisiera asegurarse de la vigilancia de sus diseminados esbirros; por lo demás, nada turbaba la tranquilidad en torno a la casita.

Al rato empezaron a llegar los refuerzos de Dick. No estaba aún muy avanzada la noche cuando cerca de veinte hombres hallábanse ya escondidos a su lado, entre los tejos.

Dividiéndolos en dos grupos, tomó él el mando del más reducido y dejó el más numeroso a las órdenes de Greensheve.

—Ahora, Kit —dijo a este último—, llévate a tus hombres al ángulo de la tapia más cercana a la playa. Colócalos de modo que puedan resistir y espera hasta que oigas atacar por el otro lado. Quisiera asegurarme de los que están frente al mar, porque entre ellos debe estar el jefe. Los demás huirán; déjalos que corran. Y vosotros, muchachos, no disparéis ni una sola flecha, porque no conseguiréis más que herir a nuestros amigos. ¡Echad mano al cuchillo y duro con él! Si vencemos, os prometo a cada uno de vosotros un noble de oro, en cuanto entre yo en posesión de mi herencia.

De la singular colección de descamisados, ladrones, asesinos y campesinos arruinados que Duckworth había reunido para que fueran sus instrumentos de venganza, los más audaces y expertos en andanzas guerreras se ofrecieron voluntarios para seguir a Richard Shelton. El servicio de vigilancia de los movimientos de sir Daniel en la ciudad de Shoreby les pareció tan fastidioso que por fin comenzaron a quejarse en voz alta, amenazando con disolver la partida. La perspectiva de un violento encuentro y el probable botín les devolvió el buen humor, y alegremente se prepararon para la batalla.

Despojándose de sus largos tabardos, aparecieron unos con simples chaquetas verdes y otros con pesadas chaquetas de cuero; bajo el capuchón, muchos llevaban gorros reforzados con placas de hierro; y en cuanto a armas ofensivas, espadas, dagas, unas cuantas jabalinas y una docena de brillantes hachas les ponían en situación de poder aventurarse a un choque hasta con tropas regulares feudales. Los arcos, aliabas y tabardos, quedaron ocultos entre los tejos y los dos grupos avanzaron resueltamente.

Cuando Dick hubo llegado al otro lado de la casa, colocó, apostados en línea, a seis hombres, a unos veinte metros de la tapia del jardín, situándose él mismo frente a ellos, a pocos pasos de distancia. Entonces, lanzando todos a la vez un mismo grito, cerraron contra los enemigos.

Éstos, que se hallaban muy esparcidos, echados en el suelo y medio helados de frío, se pusieron atropelladamente de pie, sin saber qué hacer. Antes de que tuvieran tiempo de recobrar la serenidad o de darse cuenta del número e importancia de sus atacantes, un nuevo grito resonó en sus oídos desde el lado opuesto del cercado. Entonces se dieron por perdidos y huyeron a la desbandada.

De tal modo, los dos reducidos grupos de hombres de la Flecha Negra se encontraron frente a la tapia que daba al mar; por decirlo así, cogieron entre dos fuegos aparte de los desconocidos; mientras que el resto huía en distintas direcciones, como si en ello les fuera la vida, y pronto se dispersaron en la oscuridad.

Con todo, la lucha no había hecho más que empezar. Aunque los forajidos de Dick contaran con la ventaja de la sorpresa, eran muy inferiores en número a los hombres que habían rodeado. Entretanto la marea había subido; la playa quedaba reducida a una pequeña franja, y en este húmedo campo de batalla, entre los rompientes y la tapia del jardín, comenzó, en la oscuridad, una incierta, furiosa y mortal batalla.

Los desconocidos iban bien armados; cayeron en silencio sobre sus atacantes y la pelea se convirtió en una serie de combates individuales. Dick, el primero que entró en liza, se vio atacado por tres a la vez; a uno lo derribó del primer golpe; pero como los otros dos se arrojaron furiosamente sobre él, hubo de retroceder ante la acometida. Uno de éstos era un hombretón, casi un gigante, e iba armado de un espadón, que blandía como si fuera una varilla. Contra semejante adversario, de tan largo brazo y tan largo y pesado acero, Dick, con su hacha, quedaba casi indefenso, y si hubiera continuado con igual vigor el otro atacante, el muchacho, acorralado, hubiera caído enseguida. Pero el segundo contrincante, de menor estatura y movimientos más lentos, se detuvo un instante para atisbar en torno suyo en la oscuridad y prestar oído a los ruidos de la batalla.

El gigante seguía aprovechándose de la ventaja que llevaba; Dick retrocedía, esperando el momento oportuno para atacar. De pronto, centelleó en el aire la gigantesca hoja, descendió, y el muchacho, saltando a un lado y lanzándose enseguida a fondo, le tiró un tajo oblicuo de abajo arriba con su hacha. Se oyó entonces un rugido de dolor y, antes de que el herido pudiera levantar de nuevo la formidable espada, repitió Dick el golpe por dos veces, dando con él en tierra.

Un instante después peleaba en lucha más igual con el segundo de sus perseguidores. No había ahora gran diferencia de estatura, y aunque el hombre acometía con espada y daga, en contra de una sola hacha, y era astuto y rápido en la defensa, lo que le daba cierta superioridad en las armas, quedaba ésta compensada por la mayor agilidad de Dick. Al principio, ninguno de los dos adquiría ventaja; pero el más viejo iba aprovechándose insensiblemente de la furia del más joven para llevarle al terreno que quena, y a poco observó Dick que habían cruzado todo el ancho de la playa y que estaban ya luchando hundidos hasta más arriba de las rodillas en la espuma y las burbujas de las rompientes olas. Resultaba allí inútil toda actividad, toda la ligereza de pies del mozo, hallándose éste más o menos a discreción de su enemigo; un poco más y quedaba de espaldas a sus propios hombres, advirtiendo que su diestro y experto adversario no hacía otra cosa que alejarle más y más de los suyos.

Dick rechinó los dientes de coraje. Resolvió terminar al instante el combate, y en cuanto rompió en la playa otra ola y, retirándose, dejó en seco la arena, se precipitó sobre el otro, paró un golpe con el hacha y de un salto se le agarró al cuello. El hombre cayó de espaldas y Dick sobre él, y como la siguiente ola sucedió rápidamente a la anterior, quedó sepultado bajo la sábana de agua.

Sumergido todavía, Dick le arrebató la daga de la mano y se puso en pie, victorioso.

—¡Ríndete! —le gritó—. Te perdono la vida.

—Me rindo —contestó el otro, incorporándose hasta quedar arrodillado—. Peleas como joven que eres, con ignorancia y temeridad; pero, ¡por toda la corte celestial, que te bates como un bravo!

Dick se volvió para mirar hacia la playa. El combate seguía aún vivísimo e indeciso en medio de la noche; sobre el ronco bramar de las rompientes olas se oía el chocar de los aceros y resonaban los ayes de dolor y los gritos de combate.

—Llévame adonde está tu capitán, joven —dijo el vencido caballero—. Ya es hora de que termine esta cacería.

—Señor —contestó Dick—: si estos valientes muchachos tienen capitán, es este pobre caballero que os está hablando ahora.

—Pues, entonces, llamad a vuestros perros, y yo daré a mis villanos la orden de que cesen.

Algo noble había en la voz y en las maneras del vencido adversario de Dick, por lo que éste desechó al instante todo temor de traición.

—¡Deponed las armas, muchachos! —gritó el desconocido caballero—. Me he rendido bajo promesa de respetar mi vida.

El tono del forastero era de orden absoluta, inapelable, y casi al instante cesó el estrépito y la confusión de la refriega.

—¡Lawless! —gritó Dick—. ¿Estás sano y salvo?

—¡Sí! —contestó éste—. Sano y animoso.

—Enciende la linterna —le ordenó Dick.

—¿No está aquí sir Daniel? —preguntó el caballero.

—¿Sir Daniel? —repitió Dick—. Por la cruz que espero que no. Mal lo pasaría yo si aquí estuviese.

—¿Que vos lo pasaríais mal, noble caballero? —preguntó el otro—. Entonces si no sois del partido de sir Daniel, confieso que no lo entiendo. ¿Por qué os lanzasteis, pues, contra mi emboscada? ¿Por qué lucháis, mi joven y fogoso amigo? ¿Con qué propósito? Y para terminar de preguntaros, ¿a qué buen caballero me he entregado?

Pero antes de que Dick pudiera contestar, una voz habló en la oscuridad junto a ellos. Dick pudo distinguir la divisa blanca y negra del que hablaba y el respetuoso saludo que dirigió a su superior.

—Milord —dijo—; si estos caballeros son enemigos de sir Daniel, es una verdadera lástima que hayamos tenido que venir a las manos; pero diez veces mayor sería que ellos o nosotros permaneciésemos aquí entretenidos. Los vigilantes de la casa, a menos que estén todos muertos o sordos, han tenido que oír nuestros golpes desde hace un cuarto de hora; inmediatamente habrán hecho señales a la ciudad, y como no nos apresuremos, es probable que unos y otros tengamos que habérnoslas con un nuevo enemigo.

—Hawksley tiene razón —observó el lord—. ¿Qué opináis, señor? ¿Adónde vamos?

—Milord —respondió Dick—; por mí podéis ir adonde os plazca. Empiezo a sospechar que tenemos motivos para ser amigos, y si bien es cierto que nuestras relaciones empezaron de modo harto brusco, no quisiera yo continuarlas groseramente. Separémonos, pues, milord, chocando vuestra mano con la que os tiendo, y a la hora y en el lugar que digáis encontrémonos de nuevo para ponernos de acuerdo.

—Sois demasiado confiado, joven —contestó el otro—; pero esta vez no habéis depositado mal vuestra confianza. Al apuntar el día iré a encontraros frente a la Cruz de Santa Brígida. ¡Vamos, muchachos, seguidme!

Los desconocidos desaparecieron del lugar de la escena con tal rapidez que resultaba sospechosa, y mientras los forajidos se entregaban a la agradable tarea de despojar a los muertos, Dick dio la vuelta una vez más a la tapia del jardín para examinar el frente de la casa. En una pequeña tronera de la parte alta del tejado distinguió una serie de luces, y como ciertamente podían ser vistas desde las ventanas posteriores de la residencia de sir Daniel, no dudó de que fuera ésta la señal temida por Hawksley y que, a no tardar, llegarían los lanceros del caballero de Tunstall.

Puso el oído en tierra y le pareció percibir un sordo y lejano ruido que venía de la ciudad. Volvió corriendo a la playa. Mas la tarea había terminado: ya el último cadáver estaba desarmado y despojado de sus ropas, y cuatro hombres, adentrándose en el mar, lo abandonaban a merced de las aguas.

Pocos minutos después, cuando salieron por una de las callejuelas próximas de Shoreby unos cuarenta jinetes, ensillados a toda prisa y marchando a galope, ya los alrededores de la casa junto al mar estaban sumidos en el más profundo silencio y desiertos por completo.

Entretanto, Dick y sus hombres habían vuelto a la taberna de La Cabra y la Gaita para procurarse algunas horas de reposo antes de la cita matinal.

La Cruz de Santa Brígida

A espaldas de Shoreby, en los límites del bosque de Tunstall, elevábase la Cruz de Santa Brígida. Dos caminos se cruzaban allí: uno era el de Holywood, atravesando el bosque; otro, el de Risingham, por el cual vimos huir en desorden a los vencidos partidarios de Lancaster.

Allí se juntaban ambos y descendían por la colina hasta Shoreby, y un poco antes del punto de unión coronaba la cima de un montículo la vieja cruz, maltratada por los embates del tiempo.

Las siete de la mañana serían cuando Dick llegó a aquel lugar. El frío era vivísimo; la tierra aparecía grisácea y plateada por la blanca escarcha; ya apuntaba el día por oriente, luciendo vivos colores purpúreos o anaranjados.

Dick se sentó en el primer escalón de la cruz, se envolvió bien en su tabardo y escudriñó por todos lados con vigilante mirada. No tuvo que esperar mucho. Por el camino de Holywood descendía un caballero, con rica y brillante armadura, cubierta con una sobrevesta de las más raras pieles, marchando al paso sobre un magnífico corcel. A unos veinte metros de distancia le seguía un pelotón de lanceros; pero éstos, tan pronto como divisaron el lugar de la cita, hicieron alto, mientras el caballero de la sobrevesta de piel seguía avanzando solo.

Llevaba levantada la visera y era su continente autoritario y noble, como correspondía a la riqueza de su atavío y de sus armas. No sin cierta confusión se levantó Dick al verle, y descendió del pie de la cruz para ir al encuentro de su prisionero.

—Os doy las gracias, milord, por vuestra puntualidad —dijo, haciendo una profunda reverencia—. ¿Quisiera su señoría echar pie a tierra?

—¿Estáis solo, joven? —preguntó el otro.

—No iba a ser tan cándido —repuso Dick—, y para ser franco con su señoría, os diré que los bosques que se extienden a ambos lados de esta cruz están llenos de hombres honrados que me acompañan, apostados ahí junto a sus armas.

—Habéis hecho bien —replicó el lord—. Y tanto más me place saberlo cuanto que anoche os batisteis temerariamente, más como un salvaje sarraceno loco que como guerrero cristiano. Pero no está bien que me queje, siendo yo quien llevó la peor parte.

—En efecto, milord, salisteis peor librado, puesto que caísteis —repuso Dick—. Pero si no llegan a ayudarme las olas, yo hubiera sido el vencido. Os complacisteis en dominarme, mostrando vuestra superioridad, por medio de numerosas señales que me hizo vuestra daga y que aún llevo. En fin, milord, sospecho que fui yo quien corrió todo el riesgo y sacó todo el provecho de aquella refriega de ciegos que tuvimos en la playa.

—Veo que sois lo bastante astuto como para tomarlo a broma —replicó el forastero.

—No, milord; astuto, no —repuso Dick—; no pretendo con eso sacar ventaja alguna. Pero cuando, a la luz del nuevo día, veo cuán grande es el caballero que se ha rendido, no sólo a mis armas, sino a la suerte, la oscuridad y la resaca... y cuán fácilmente podía la batalla haber tomado bien distinto giro, tratándose de un soldado tan inexperto y rústico como yo... no os extrañe, señor, que me sienta confundido con mi propia victoria.

—Decís bien —respondió el forastero—. ¿Cómo os llamáis?

—Me llamo Shelton —contestó Dick.

—Lord Foxham me llama a mí la gente —añadió el otro.

—Entonces, milord, con vuestra venia, sois el tutor de la más adorable doncella que existe en Inglaterra —exclamó Dick—. Y por lo que toca a vuestro rescate y al de los que con vos quedaron prisioneros en la playa, ninguna duda habrá ya respecto a las condiciones. Os ruego, señor, y a vuestra benevolencia y caridad apelo, que me concedáis la mano de mi señora, Joanna Sedley, y os daré, a cambio, vuestra libertad y la de vuestros seguidores; si la aceptáis, podréis contar con mi gratitud y servicio hasta la muerte.

—Pero ¿no sois vos pupilo de sir Daniel? Sí, sois el hijo de Harry Shelton, que así lo oí decir —dijo lord Foxham.

—¿Quisierais concederme, milord, el favor de desmontar? Desearía explicaros detalladamente quién soy, cuál es mi situación y por qué soy tan atrevido en mis demandas. Os ruego, milord, que os sentéis en estos peldaños, que me oigáis hasta el fin y me juzguéis después con benevolencia.

Diciendo así, Dick tendió una mano a lord Foxham para ayudarle a desmontar, le condujo por el montículo hasta la cruz, le instaló en el sitio en que antes había estado sentado él y, quedándose respetuosamente en pie ante su noble prisionero, le contó la historia de sus andanzas hasta los acontecimientos de la noche anterior.

Lord Foxham le escuchó gravemente, y cuando hubo terminado Dick, dijo:

—Master Shelton: sois el joven caballero más afortunado y más desdichado a un tiempo; pero cuantas veces os sonrió la fortuna, fue, por cierto, bien merecidamente; en cambio, cuando os acompañó la desgracia, no lo merecíais. Pero levantad el ánimo, porque habéis sabido conquistaros un amigo que no está, en verdad, desprovisto de poder y de influencia. En cuanto a vos, aunque no siente bien a una persona de vuestra alcurnia andar asociado con forajidos, he de confesar que sois valiente y honrado, muy peligroso en la batalla y cortés en la paz, joven de excelentes condiciones y valerosa conducta. En cuanto a vuestro patrimonio, no volveréis a verlo hasta que cambien de nuevo las cosas; es decir, que mientras sea el partido de Lancaster el que domine, gozará de lo vuestro sir Daniel como si suyo fuera. Mas por lo que se refiere a mi pupila, ésa ya es otra cuestión; la había prometido yo a un caballero de mi propia familia: un tal Hamley... Vieja es la promesa...

—Sí, milord, y ahora sir Daniel la ha prometido a lord Shoreby —interrumpió Dick—. Y como esta promesa es la más reciente de las dos, es la que mayor probabilidad tiene de cumplirse.

—Ésa es la pura verdad —observó lord Foxham—. Y teniendo, además, en cuenta que soy vuestro prisionero, sin que admitáis más condiciones que el concederme sencillamente la vida, y que, por otra parte, la doncella, por desgracia, está en otras manos, consentiré. Ayudadme vos con vuestra buena gente...

—Milord —exclamó Dick—; son los mismos forajidos con quienes hace poco censurabais que me uniese.

—Que sean lo que quieran; el hecho es que saben luchar —replicó lord Foxham—. Ayudadme, pues, y si entre los dos recuperamos a la doncella, ¡juro por mi honor de caballero que se casará con vos!

Dobló Dick la rodilla ante su prisionero; mas éste, levantándose de la cruz, alzó al muchacho y lo abrazó como a un hijo.

—Vamos —dijo—, si vais a casaros con Joanna, debemos ser ya buenos amigos.

El Buena Esperanza

Una hora después había regresado Dick a La Cabra y la Gaita, desayunando allí y recibiendo las noticias de sus mensajeros y centinelas. Duckworth continuaba ausente de Shoreby, y esto ocurría con mucha frecuencia ya que representaba muchos papeles en el mundo; estaba interesado en diferentes empresas y dirigía múltiples asuntos. Había fundado aquella Sociedad de la Flecha Negra, como hombre arruinado y ansioso de venganza y dinero; sin embargo, los que más a fondo le conocían, le tenían por agente y emisario del gran hacedor de reyes de Inglaterra, Richard, conde de Warwick.

El caso es que, en su ausencia, le tocó a Richard Shelton dirigir sus negocios en Shoreby, y, al sentarse a comer, se hallaba lleno de preocupaciones que su rostro reflejaba. Había quedado acordado con lord Foxham que aquella noche darían un golpe audaz para poner en libertad a Joanna Sedley a viva fuerza. De todos modos, los obstáculos eran muchos y a medida que iban llegando sus espías, todos traían noticias desagradables.

Sir Daniel se había alarmado por la escaramuza de la noche anterior. Había aumentado la guarnición de la casa del jardín; pero, no contento con esto, tenía estacionados hombres a caballo en todas las callejuelas vecinas, de modo que pudieran comunicarle en el acto cualquier movimiento que observaran. Entretanto, en el patio de su mansión, tenía ensillados otros caballos, y los jinetes armados esperaban tan sólo la señal para montar.

La nocturna aventura en proyecto iba haciéndose cada vez más difícil de efectuar, hasta que, de pronto, el rostro de Dick se iluminó.

—¡Lawless! —llamó—. Tú que has sido marinero, ¿podrías robarme un barco?

—Master Dick —repuso Lawless—, si vos me guardáis las espaldas, capaz sería de robar la Abadía de York.

Poco después ambos partían con dirección al puerto. Era éste una extensa concha situada entre arenosas colinas, rodeada de pequeñas dunas, viejos árboles sin hojas y destartaladas casuchas de los barrios bajos. Numerosos navíos y barcas estaban allí anclados o habían sido varados en la playa. El prolongado mal tiempo les había llevado desde alta mar a buscar el refugio del puerto, y el tropel de negras nubes y las frías borrascas que se sucedían sin cesar, ya con una rociada de nieve, ya con una simple ventolera, anunciaban que, lejos de mejorar, el tiempo amenazaba una próxima y más , seria tormenta.

Los marineros, en vista del frío y del viento, se habían retirado, en su mayor parte, a tierra y llenaban ahora de vocerío y cantos las tabernas de la playa. Muchos de los buques estaban anclados, sin guardia alguna, y como el día avanzaba y el tiempo no llevaba trazas de mejorar, su número aumentaba continuamente.

A estos barcos abandonados y, sobre todo, a los que se hallaban bastante alejados, dirigió Lawless su atención, mientras Dick, sentado sobre un áncora medio hundida en la arena, y prestando oídos ya a las rudas, potentes y amenazadoras voces del ventarrón, ya a los roncos cantos de la marinería en una taberna próxima, pronto se olvidó de cuanto le rodeaba y de sus preocupaciones, al pensar en la gratísima promesa de lord Foxham.

En su ensimismamiento vino a interrumpirle una mano que se posó sobre su hombro. Era la de Lawless, que le señalaba un barquito que aparecía casi solitario a escasa distancia de la entrada del puerto, donde se balanceaba suave y rítmicamente sobre el oleaje. El pálido resplandor del sol de invierno brilló en aquel momento sobre la cubierta de la embarcación, haciéndola destacar contra una masa de amenazadores nubarrones, y en esa momentánea claridad logró ver Dick que un par de hombres halaban el esquife desde un costado del buque.

—Allí está, señor —dijo Lawless—. Fijaos bien. Allí está el barco para esta noche.

Al rato el esquife se apartó del costado del buque, y los dos hombres, poniendo proa al viento, remaron vigorosamente hacia tierra. Lawless se volvió hacia un individuo que por allí andaba.

—¿Cómo se llama? —le preguntó, señalando a la pequeña embarcación.

—Se llama el Buena Esperanza, de Dartmouth —contestó el hombre—. El nombre del capitán es Arblaster. Es ese que empuña el remo de proa en el esquife.

Esto era cuanto Lawless quería saber. Dando precipitadamente las gracias al hombre, se fue, rodeando la playa, hasta cierta caleta adonde se dirigía el esquife. Se situó allí y tan pronto como se hallaron al alcance de su voz, se dirigió a los marineros del Buena Esperanza, exclamando:

—¡Hola! ¡Compadre Arblaster! ¡Bienvenido, compadre; muy bienvenido! ¡Por la cruz que me alegro de veros! ¿Es ése el Buena Esperanza? ¡Vaya, si lo conoceré yo! ¡Aunque estuviera entre mil!... ¡Buen barco, buen barco! Pero ¡caramba!, venid pronto, compadre. ¡Vamos a echar un trago! Ya cobré mi herencia, de la que sin duda habréis oído hablar. Ya soy rico, ya dejé de navegar por los mares; ahora casi siempre navego sobre cerveza especiada. ¡Vamos, amigo! ¡Venga esa mano y a beber con un viejo camarada de barco!

El patrón, Arblaster, hombre maduro, de alargado y curtido rostro, con un cuchillo que una trenzada cuerda sostenía pendiente de su cuello, y exactamente igual a un marinero de hoy día en su porte y talante, se había detenido, presa de asombro y desconfianza. Pero la mención de la herencia y cierto aire de simplicidad de hombre borracho y de franca camaradería, que tan bien fingía Lawless, se unieron para vencer su recelo, y desapareciendo en él la tensión de su semblante, tendió de pronto su mano abierta, que estrechó la del forajido en formidable apretón.

—No —dijo—; no recuerdo vuestra fisonomía. Pero ¿qué importa? Con cualquiera estoy yo dispuesto a echar un trago, y lo mismo Tom, mi marinero. Tom —añadió, dirigiéndose a su acompañante—: aquí tienes a mi compadre, de cuyo nombre no puedo acordarme; pero que sin duda es un buen marinero. Vamos a beber con él y con su amigo, que es hombre de tierra.

Abrió la marcha Lawless, y pronto estuvieron sentados en una taberna que, por ser muy nueva y hallarse en lugar descubierto y solitario, no estaba tan atestada de gente como las cercanas al centro del puerto. No era más que un tugurio de madera muy parecido a los blocaos que existen en las apartadas selvas, toscamente amueblado con uno o dos armarios, algunos bancos de madera y unos tablones colocados sobre barriles en lugar de mesas. En el centro, y como sitiado por violentas e innumerables corrientes de aire, ardía, entre espesa humareda, un fuego de viejas tablas, restos de naufragios.

—¡Ajajá! —exclamó Lawless—. ¡Ésta es la alegría del marinero: un buen fuego, un buen vaso de algo fuerte para beber en tierra, con un tiempo loco ahí fuera y un ventarrón que llega de alta mar rondando en el tejado! ¡A la salud del Buena Esperanza! ¡Porque se mantenga bien al ancla!

—¡Sí! —dijo el patrón Arblaster—, ¡buen tiempo para quedarse en tierra, a fe mía! Y tú, Tom, ¿qué dices? Compadre, decís bien, aunque no consigo acordarme de vuestro nombre; pero decís muy bien. ¡Porque el Buena Esperanza se mantenga bien al ancla! ¡Amén!

—Amigo Dick —dijo Lawless dirigiéndose a su jefe—: si no me equivoco, tenéis entre manos algunos asuntos. Pues bien: ocupaos de ellos al instante, os lo ruego, que yo aquí me quedo con esta buena compañía, dos recios y viejos marineros, y hasta que volváis yo os respondo de que estos dos valientes aguantarán aquí conmigo bebiendo vaso tras vaso. ¡Nosotros, viejos lobos de mar, no somos como los hombres de tierra!

—¡Bien dicho! —exclamó el patrón—. Podéis iros, muchacho, yo cuidaré de vuestro amigo y buen compadre mío hasta el toque de queda... ¡Sí, por María Santísima! Hasta que salga el sol de nuevo... Porque, mirad, cuando un hombre ha estado mucho tiempo en el mar, la sal penetra en la arcilla de sus huesos, y entonces ya puede beberse un pozo, que jamás apagará su sed.

Así, animado por todos, se levantó Dick, saludó y saliendo de nuevo afuera, en la tarde de borrasca, se dirigió a toda prisa hacia La Cabra y la Gaita. Desde allí mandó recado a lord Foxham de que tan pronto cerrase la noche dispondrían de una buena embarcación para hacerse a la mar. Luego, llevando consigo a un par de forajidos con cierta experiencia en la vida marinera, regresó hacia el puerto en dirección a la caleta.

El esquife del Buena Esperanza estaba allí entre otros muchos, de los cuales se distinguía fácilmente por su extremada pequeñez y fragilidad. Cuando Dick y sus dos hombres ocuparon sus puestos y empezaron a alejarse de la caleta para entrar en el puerto abierto, el pequeño cascarón se hundía en el oleaje y se bamboleaba a cada ráfaga de viento como si fuera a naufragar.

El Buena Esperanza, como hemos dicho, se hallaba anclado bastante lejos, donde la marejada era más fuerte. Ningún otro barco estaba fondeado a distancia menor que la de muchos cables, y los más cercanos estaban enteramente abandonados. Además, cuando el esquife se acercaba, una espesa cortina de nieve y el repentino oscurecimiento del cielo ocultaron a los forajidos a todo posible espionaje. En un abrir y cerrar de ojos saltaron sobre la cubierta, y el esquife quedó balanceándose a popa. El Buena Esperanza había sido apresado.

Era un barco de sólida construcción, con cubierta en la proa y en medio del buque, pero abierto en la popa. Tenía un solo mástil y estaba aparejado entre falúa y lugre. Al parecer, el patrón Arblaster había hecho un buen negocio, porque la bodega estaba llena de barriles de vino francés y en una reducida cámara, además de una imagen de la Virgen María —prueba de la devoción del patrón— se hallaban muchas arcas y armarios herméticamente cerrados, que demostraban que era rico y cuidadoso.

Un perro, único ocupante del barco, ladró furiosamente, mordiendo los talones de los huéspedes, pero pronto fue arrojado a puntapiés a la cámara, quedando allí encerrado a solas con su justo resentimiento. Se encendió una lámpara, que fue colocada en los obenques de forma que pudiera ser fácilmente distinguido el navío desde la playa. Barrenaron uno de los barriles de vino y bebieron sendos vasos de excelente Gascuña, brindando por el éxito de la aventura de aquella noche. Luego, mientras uno de los forajidos preparaba arco y flechas aprestándose para defender el buque contra cualquiera que llegase, el otro haló el esquife, saltó en él, haciéndose a la mar, y esperó la llegada de Dick.

—Bien, Jack, mantente alerta —dijo el joven jefe, disponiéndose a seguir a su subordinado—. Tú vas a servirnos de mucho.

—¡Ya lo creo! —repuso Jack—. Mientras estemos aquí; pero en cuanto ese pobre barco saque las narices fuera del puerto... ¡Mirad, ya tiembla! El infeliz me ha oído y el corazón le ha presagiado algo malo, dentro de su costillaje de roble. Pero fijaos, master Dick, cómo se cierra el cielo.

La oscuridad a lo lejos, era pasmosa, en efecto. Entre la negrura se elevaban grandes oleadas, una tras otra, y, a compás de ellas, se alzaba flotante el Buena Esperanza para hundirse vertiginosamente por el otro lado. Una ligera rociada de nieve y de espuma cayó sobre la cubierta volando como polvillo, en tanto el viento pulsaba lúgubremente el arpa entre las jarcias.

—¡Sí que tiene mala cara! —observó Dick—. Pero ¡ánimo! Esto no es más que un chubasco y pronto pasará.

Mas, a pesar de sus palabras, se sentía deprimido por la amenazadora negrura del cielo y aquel gemir y silbar del viento. Por eso, al saltar sobre un costado del Buena Esperanza y dirigirse de nuevo hacia la caleta, se santiguó devotamente y encomendó a Dios las almas de cuantos se aventuraran a merced del mar.

En la caleta ya se habían reunido una docena de forajidos. Les entregaron el esquife, ordenándoles que se embarcaran sin demora.

Algo más adentro de la playa halló Dick a lord Foxham, que corría en su busca, oculto el rostro con una oscura capucha y cubierta su brillante armadura con un largo capote bermejo de pobre aspecto.

—Joven Shelton, ¿estáis decidido, verdaderamente, a haceros a la mar?

—Milord —respondió Richard—; la casa está rodeada de hombres a caballo; sería imposible llegar a ella sin provocar la alarma; y, una vez advertido sir Daniel de nuestro propósito, no lograríamos llevarlo a buen término, a pesar de vuestra asistencia, más que cabalgando contra el viento. Ahora bien: dando un rodeo por mar corremos algún peligro por tener que luchar contra los elementos; pero (y esto compensa de sobra todo lo demás) tenemos la probabilidad de llevar a cabo lo que nos proponemos y rescatar a la doncella.

—Bien —contestó lord Foxham—. Conducidme. Os seguiré, en cierto modo, por vergüenza; pero confieso que preferiría estar en la cama.

—Por aquí, pues —dijo Dick—. Vamos a buscar a nuestro piloto.

Y abrió la marcha, dirigiéndose a la tosca taberna donde diera cita a varios de sus hombres. Algunos se hallaban rondando alrededor de la puerta; otros, más atrevidos, estaban ya dentro, eligiendo los lugares más próximos a aquél donde se hallaba sentado su camarada. Se reunieron en torno de Lawless y de los dos marineros. Éstos, a juzgar por su alterado rostro y sus turbios ojos, hacía ya rato que habían pasado de los límites de la moderación, y, al entrar Richard, seguido de cerca por lord Foxham, entonaban los tres una vieja y triste canción marinera, a coro con el continuo gemir del viento.

Lanzó Dick una rápida ojeada por todo aquel tugurio. Acababan de echar más leña al fuego, y éste arrojaba nubes de humo negro, por lo cual era difícil distinguir claramente los rincones apartados. Era evidente, sin embargo, que los forajidos eran muy superiores en número al resto de los clientes. Satisfecho sobre este punto, para el caso de un fracaso en la ejecución de su plan, se dirigió resueltamente hacia la mesa y volvió a ocupar su puesto en el banco.

—¡Eh! —gritó el patrón, ya borracho—. ¿Quién sois, eh?

—Quisiera hablar dos palabras con vos ahí fuera, master Arblaster —contestó Dick—, y de esto es de lo que vamos a hablar.

Al resplandor de la lumbre le mostró un noble de oro.

Los ojos del viejo marinero se encendieron como dos ascuas, aunque no reconociera al que le hablaba.

—Sí, muchacho —dijo—. Os acompaño. Compadre, vuelvo enseguida. Bebed de firme, compadre...

Y colgándose del brazo de Dick para asegurar sus vacilantes pasos, fue hacia la puerta de la taberna.

No bien hubo franqueado el umbral, diez fuertes brazos se apoderaron de él y le ataron; y en dos minutos, convertido en un fardo y con una buena mordaza en la boca, le arrojaron cuan largo era a un pajar vecino. Al momento, su sirviente Tom, asegurado de igual forma, fue a hacerle compañía, y los dos quedaron allí abandonados a sus torpes reflexiones durante la noche.

Como ya no había necesidad de ocultarse, a una señal convenida se reunieron los seguidores de lord Foxham, y la partida, apoderándose audazmente de cuantos botes requería su número, partieron en flotilla hacia la luz que brillaba en el aparejo de la embarcación.

Mucho antes de que hubiera subido a cubierta el último de los forajidos, ya sonaban furiosos gritos en la playa, prueba de que al menos una parte de los marineros había descubierto la desaparición de sus botes.

Pero tarde era ya, tanto para recuperarlos como para tomar venganza. De los cuarenta hombres aguerridos que se reunieron en el barco robado, ocho estaban avezados al mar y podían perfectamente constituir la tripulación. Con la ayuda de éstos se izó una vela. Se picó el cable. Lawless, tambaleándose aún y cantando todavía a voz en grito el estribillo de una canción marinera, empuñó la larga caña del timón, y el Buena Esperanza comenzó a deslizarse velozmente en medio de la oscuridad de la noche desafiando la furia de las enormes olas que se alzaban más allá de la barra del puerto.

Tomó su sitio Richard junto al aparejo de barlovento. A excepción de la propia linterna del barco y algunas lucecillas de la ciudad de Shoreby, que quedaban a sotavento, todo estaba negro como boca de lobo. Sólo de vez en cuando y a medida que el Buena Esperanza se precipitaba vertiginosamente en el abismo de las olas, se rompía una de las crestas —una gran catarata de nívea espuma—, que vivía un instante, y un momento después corría a confundirse con la estela del barco y se desvanecía.

Muchos de los hombres de a bordo permanecían echados y agarrados a lo que podían, rezando en voz alta; otros, mareados, se habían arrastrado hasta el fondo del buque, echados de cualquier manera entre el cargamento. Y entre la extremada violencia de movimientos del barco y las continuas bravatas del borracho de Lawless, que todavía cantaba vociferando agarrado al gobernalle, hasta el más valiente de todos los de a bordo hubiera sentido no pocas dudas y funestos presagios acerca del resultado de todo aquello.

Pero Lawless, que como guiado por el instinto dirigía el rumbo por entre los rompientes, se lanzó a sotavento de un gran banco de arena, donde navegaron un rato en aguas tranquilas, y bien pronto abarloaban en un tosco malecón, donde precipitadamente fue amarrada la embarcación, que quedó cabeceando y chocando contra las piedras en la oscuridad.

El Buena Esperanza (Continuación)

No se hallaba el malecón a gran distancia de la casa en la que estaba Joanna. Lo que quedaba por hacer era sólo desembarcar a los hombres, poner fuerte cerco a la casa, forzar la puerta y llevarse a la cautiva. Podían despedirse, pues, del Buena Esperanza: había cumplido su misión de llevarles a retaguardia de sus enemigos, y la retirada, tanto si salían victoriosos como si fracasaban en su principal objetivo, deberían verificarla con mayores esperanzas en dirección al bosque y de las fuerzas de reserva de lord Foxham.

Pero el desembarco de los forajidos no era tarea fácil: muchos se habían mareado, todos se hallaban ateridos de frío, el desorden y la confusión de a bordo habían relajado su disciplina, el movimiento desusado del barco y la oscuridad de la noche les tenía acobardados.

Se precipitaron, pues, todos en tropel sobre el malecón; milord, con la espada desenvainada contra sus propios partidarios, hubo de lanzarse al frente, y aquel tumultuoso impulso no pudo refrenarse sin cierto vocerío, muy lamentable en aquel caso.

Cuando se restableció un cierto orden, Dick partió al frente de unos cuantos hombres escogidos. La oscuridad en la playa, en contraste con los destellos de luz de los rompientes, apareció ante sus ojos como si fuera un cuerpo sólido, y los aullidos y silbidos de la tempestad ahogaban todo ruido menor.

Apenas había llegado al final de la escollera cuando cesó el ímpetu del viento, y entonces le pareció oír en la playa un sordo ruido de cascos de caballos y chocar de armas. Deteniendo a sus inmediatos seguidores, Dick se adelantó uno o dos pasos solo, y se alzó sobre una de las dunas; desde allí le pareció adivinar formas de hombres y de caballos que iban de un lado a otro. Le invadió un vivo desaliento. Si realmente sus enemigos estaban al acecho, si habían cercado el extremo del malecón camino de la playa, lord Foxham y él se hallaban en situación de difícil defensa, con el mar detrás y sus hombres amontonados en la oscuridad en un estrecho paso. Lanzó un cauteloso silbido, que era la señal previamente convenida.

Pero oyeron la señal muchos más de los que él deseaba.

Al instante, a través de la negra noche, cayó una lluvia de flechas disparada al azar, y tan apiñados estaban los hombres en la escollera, que más de uno fue herido, contestando a las flechas con gritos de espanto y dolor. Con aquella primera descarga lord Foxham cayó a tierra; Hawksley ordenó que le llevasen de nuevo a bordo inmediatamente, y sus hombres, durante la breve escaramuza que sucedió, lucharon —si es que siquiera luchaban— sin nadie que los guiara. Ésta fue, quizá, la causa principal del desastre que no se hizo esperar.

Al extremo del malecón, Dick se mantuvo firme, cosa de un minuto, con su puñado de hombres; hubo una o dos bajas por cada bando; se cruzaron los aceros; no se apreciaba la menor señal de ventaja cuando, de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, cambió la suerte en contra de los del Buena Esperanza. Alguien gritó que todo estaba perdido. La gente se hallaba muy predispuesta a prestar oídos a cualquier consejo funesto y desalentador. Y el grito halló eco. «¡A bordo, muchachos, sálvese quien pueda!», gritó otro. Un tercero, con el típico instinto del cobarde, lanzó la voz inevitable que se alza en todas las retiradas: « ¡Traición! ¡Nos han vendido!» Y en un momento aquella masa de hombres se lanzó, agolpándose y empujándose unos a otros, hacia atrás, hacia el malecón, volviendo sus indefensas espaldas a sus perseguidores y poblando la noche de pusilánimes alaridos.

Uno de aquellos cobardes empujaba hacia fuera la popa del barco, mientras otro trataba de retenerlo aún por la proa. Los fugitivos saltaban lanzando gritos, y eran halados a bordo o caían de espaldas en el mar, donde perecían. Algunos eran derribados por sus perseguidores en la misma escollera. Muchos se hirieron ellos mismos en la cubierta del buque por la ciega precipitación y el terror con que se atropellaban, saltando uno por encima de otro, y un tercero por encima de los dos. Al fin, deliberada o casualmente, quedó libre la proa del Buena Esperanza; Lawless, siempre alerta, y que a viva fuerza se había mantenido en su puesto junto al timón durante todo el tumulto y barullo, haciendo uso de su daga, al instante viró en la dirección debida. Comenzó una vez más a navegar el buque en aquel borrascoso mar, corriendo la sangre por los imbornales, repleta la cubierta de hombres caídos que se arrastraban luchando en la Oscuridad.

Lawless envainó entonces su daga y, volviéndose al que tenía más próximo, le dijo:

—Todos esos perros cobardes y aulladores llevan mi señal, compadre. Mientras todos saltaban luchando para poner a salvo sus vidas, no parecieron advertir los hombres los terribles empujones y las puñaladas con que Lawless defendió su puesto en medio de la confusión y el tumulto. Pero acaso habían comenzado ya a darse cuenta más clara de lo ocurrido, o tal vez alguien más oyó las palabras del timonel.

Las tropas de las que se ha apoderado el pánico se rehacen lentamente, y los hombres que acaban de deshonrarse por cobardes, como si quisieran borrar el recuerdo de su falta, caen a veces en el extremo opuesto, en la insubordinación. Así ocurría ahora, y los mismos que habían tirado las armas y hubo que izar, con los pies por delante, al Buena Esperanza, comenzaron a gritar contra sus jefes y a exigir un castigo para alguien.

Blanco de este ruin sentimiento de hostilidad fue, al fin, Lawless.

Con objeto de tomar el largo conveniente, el viejo forajido había puesto la proa del Buena Esperanza rumbo a alta mar.

—¡Cómo! —gritó uno de los que refunfuñaban—. ¡Ahora nos lleva hacia alta mar!

—¡Es verdad! —exclamó otro—. No hay duda de que estamos vendidos.

Y comenzaron todos a vociferar a coro lo mismo, que los habían traicionado, y a reclamar con penetrantes gritos y abominables juramentos que Lawless virara en redondo y los condujera inmediatamente a tierra.

Pero Lawless, rechinando los dientes, continuó en silencio gobernando la nave del modo debido, guiando al Buena Esperanza entre las formidables olas. Entre borracho y picado en su dignidad, despreció en silencio las infamantes amenazas y vanos temores de los hombres. Los descontentos se reunieron a popa, detrás del mástil, y era evidente que, como los gallos del corral, «cantaban para infundirse valor». Pronto estarían dispuestos para cometer cualquier injusticia o ingratitud. Dick comenzó a trepar por la escala, ansioso de intervenir; pero uno de los forajidos, que también tenía algo de marinero, le ganó por la mano.

—Muchachos —comenzó—: me parece que tenéis la cabeza más dura que un madero. Para regresar, primero hay que tomar el largo, ¿no es verdad? Y ese viejo Lawless...

Un puñetazo en la boca le impidió continuar; un momento después, rápidamente, como prende el fuego en un montón de paja seca, fue arrojado sobre cubierta, pisoteado y rematado a puñaladas por sus cobardes compañeros.

Estalló entonces la contenida ira de Lawless.

—¡Llevad, pues, el timón vosotros! —rugió lanzando una horrible maldición.

Y sin importarle un comino el resultado, soltó el timón.

El Buena Esperanza temblaba sobre la cresta de una inmensa ola. Se precipitó con velocidad vertiginosa por el lado opuesto. Inmediatamente otra ola, cual negra y enorme fortaleza, surgió frente a él, y, con vacilante embestida se hundió de cabeza en la líquida montaña. Las verdes aguas pasaron por encima, de proa a popa, en una masa que alcanzaba la altura de las rodillas de un hombre; la espuma subió más alta que el mástil, y el barco se levantó de nuevo del otro lado, con espantosa y trémula indecisión, como gigantesco animal mortalmente herido.

Seis o siete de los descontentos acababan de ser lanzados por la borda; en cuanto al resto, tan pronto como recobraron el habla, comenzaron a implorar a gritos a todos los santos del cielo y a suplicar a Lawless que volviera a empuñar la caña del timón. No esperó Lawless a que se lo pidieran dos veces. El terrible resultado de su gesto de justo resentimiento le había serenado por completo. Mejor que nadie de cuantos a bordo estaban sabía cuán cerca estuvo el Buena Esperanza de irse a pique, y por la desmayada resistencia que había opuesto al mar, que no había desaparecido el peligro.

Dick, que había sido arrojado al suelo por la conmoción, y estuvo a punto de ahogarse, se alzó con el agua hasta las rodillas en la inundada sentina de proa y se fue arrastrando hasta donde estaba el viejo timonel.

—Lawless —dijo—, de ti dependemos todos; tú eres un valiente que sabe gobernar el buque. Voy a ponerte tres hombres de confianza que velen por tu seguridad.

—Es inútil, señor, es inútil —repuso el timonel, escudriñando a través de la oscuridad—. Por momentos nos alejamos de los bancos de arena y, por lo tanto, el mar aprieta cada vez con mayor violencia; en cuanto a esos llorones, muy pronto estarán tumbados de espaldas. Porque mirad, mi amo, podrá ser un misterio, pero es una gran verdad que jamás un hombre malo fue buen marinero. Sólo los honrados y los valientes pueden resistir este bailoteo del barco.

—No, Lawless —exclamó Dick riéndose—. Ése es un adagio de buen marinero que no tiene más alcance que el silbido del viento. Pero dime; por favor: ¿vamos bien? ¿Es apurada nuestra situación?

—Master Shelton —repuso Lawless—; he sido franciscano (¡bendita sea mi suerte!), arquero, ladrón y marinero. De todos estos trajes, preferiría vestir a la hora de mi muerte el de fraile, como fácilmente comprenderéis, y el que menos me gustaría es el embreado chaquetón de John el marinero; y eso por dos razones excelentes: primero, porque la muerte puede pillarle a uno de repente; y segundo, por el horror de ahogarme en este gran remolino salado que tengo bajo mis pies.

Y Lawless dio una patada en el suelo.

—Sin embargo —añadió—, si no muero como un marinero esta noche, le deberé un gran cirio a Nuestra Señora.

—¿Es cierto? —preguntó Dick.

—Tal como os lo digo —respondió el forajido—. ¿No observáis cuán pesada y lentamente avanza el barco sobre las olas? ¿No oís cómo el agua ha inundado la bodega? Casi no obedece ya al timón. Esperad a que se hunda un poco más, y entonces lo veréis irse a pique como una piedra bajo vuestros pies o iremos a encallar a sotavento y se hará pedazos como una cuerda retorcida.

—Hablas con mucha tranquilidad —observó Dick—. ¿No tienes miedo?

—¿Por qué, señor? —replicó Lawless—. Si hubo un hombre con mala tripulación para llegar a buen puerto, ese hombre soy yo... fraile renegado, ladrón y todo lo demás. Pues bien, quizá os maraville, pero aún llevo en las alforjas provisión de esperanzas, y si he de ahogarme, creed que me ahogaré con la vista clara y la mano firme, master Shelton.

Dick no contestó palabra. Pero sorprendido de hallar tan resuelto de ánimo al viejo vagabundo y temiendo alguna nueva violencia o traición, fue en busca de tres hombres de confianza. La mayor parte de los hombres habían desaparecido de cubierta, que constantemente era barrida por la espuma y donde quedaban expuestos al frío viento de invierno. Se habían reunido, pues, en la bodega, entre los barriles de vino y alumbrados por dos oscilantes linternas.

Algunos seguían de juerga, brindando unos a la salud de otros y bebiendo grandes tragos del vino de Gascuña del patrón Arblaster. Pero como el Buena Esperanza continuaba luchando con las encrespadas olas, y popa y proa se alzaban alternativamente al aire para luego hundirse entre la espuma, el número de los alegres bebedores disminuía a cada nuevo bandazo. Muchos se sentaron aparte curándose las heridas, pero la mayoría yacían postrados por el mareo y gimiendo en el pantoque.

Greensheve, Cuckow y un joven de los que seguían a lord Foxham, en quien Dick se había fijado ya por su inteligencia y valor, seguían aún en condiciones de entender y dispuestos a obedecer. A éstos colocó Dick como guardias en torno al timonel; luego, dando una última mirada al negro cielo y al mar, bajó a la cámara adonde llevaron a lord Foxham sus criados.

El Buena Esperanza (Conclusión)

Los gemidos del barón herido se mezclaban con los aullidos del perro del barco. El pobre animal, bien por la pena de verse separado de sus amigos, bien porque presagiase un peligro en la trabajosa lucha del buque, lanzaba sus aullidos a cada minuto, como cañonazos intermitentes en señal de duelo, por encima del rugir de las olas y del temporal, y los más supersticiosos creían oír en ellos doblar a muerto por el Buena Esperanza.

Habían colocado a lord Foxham en una litera, sobre un capote de piel. Una lamparilla ardía débilmente ante la Virgen colocada en la lámpara, y a su tenue resplandor vio Dick el pálido semblante y los hundidos ojos del herido.

—Estoy gravemente herido —dijo—. Acercaos, joven Shelton, quiero tener junto a mí a alguien que, al menos, sea bien nacido, pues después de disfrutar siempre de vida noble y regalada, bien triste y miserable trance es el de caer herido rastreando en ruin escaramuza y morir aquí en este sucio barco donde se hiela uno entre granujas y villanos.

—No, milord, no —objetó Dick—; yo pido a todos los santos y confío en que pronto os curaréis de vuestra herida y llegaréis sano y salvo a tierra.

—¿Cómo? —preguntó el lord—. ¿Llegar salvo a tierra? ¿Hay, pues, esperanzas?

—El barco avanza con dificultad, malo está el mar, contrario es el viento —respondió el muchacho—, y, por lo que me dice el timonel, mucho será que lleguemos a tierra a pie enjuto.

—¡Ah! —exclamó el barón tristemente—. ¡Todos los terrores me asaltarán así en el tránsito de la muerte! ¡Pedid a Dios, caballero, que os conceda una existencia mísera y morir tranquilamente, mejor que veros toda la vida ensalzado y regalado a son de gaita y tamboril, para que luego, en vuestras postreras horas, os veáis hundido en la desdicha! Sea como fuere, tengo algo en la mente que no admite dilación. ¿No tenemos cura a bordo?

—Ninguno —contestó Dick.

—Atendamos, entonces, a mis intereses profanos —resumió lord Foxham—. Cuando haya muerto, debéis mostraros tan buen amigo mío como intrépido enemigo fuisteis en vida. Caigo en mala hora para mí, para Inglaterra y para los que en mí confiaron. Mis hombres son conducidos por Hamley... el que era vuestro rival; se reunirán en la sala grande de Holywood; este anillo que sacaréis de mi dedo acreditará que obráis por orden mía; además, escribiré dos palabras en este papel, ordenando a Hamley que os ceda la damisela. ¿Obedeceréis? No lo sé.

—Pero, milord, ¿de qué órdenes habláis?

—Sí —exclamó el barón—, sí: órdenes. —Y miró a Dick con aire perplejo—: ¿Sois de los Lancaster o de los York? —preguntó al fin.

—Vergüenza me da decirlo —contestó Dick—, pero no puedo contestaros clara y terminantemente. Lo que tengo por cierto, sin embargo, es que desde el momento en que sirvo a Ellis Duckworth, sirvo a la casa de York. Pues bien, siendo así, me declaro en favor de York.

—Está bien —dijo lord Foxham—, perfectamente. Porque, en verdad, si hubierais preferido a Lancaster, no sé yo entonces lo que hubiera hecho: Pero desde el momento que optáis por York, escuchadme: yo tan sólo vine aquí para vigilar a esos lores de Shoreby, mientras el excelente y joven Richard de Gloucester preparaba un ejército suficiente para caer sobre ellos y dispersarlos. He tomado notas de sus fuerzas, de las guardias que han montado y de dónde están situadas; todos estos datos debía yo entregarlos a mi joven lord el domingo, una hora antes del mediodía, en la Cruz de Santa Brígida, junto al bosque. No es probable que yo pueda acudir a la cita; pero os ruego que, por cortesía, acudáis vos en mi lugar; y ved que ni placer, ni dolor, tempestad, herida o pestilencia, os impidan llegar a la hora y sitio convenidos, porque van en ello la suerte y la prosperidad de Inglaterra.

—Solemnemente me comprometo a ello —dijo Dick—. En cuanto de mí dependa, quedará cumplida esta misión.

—Está bien —dijo el herido—. Milord el duque os dará otras órdenes, y si le obedecéis con celo y valor, vuestra fortuna está hecha. Acercadme ahora algo más la lamparilla, hasta que escriba esas líneas que he de daros.

Escribió una breve misiva «a su honorable pariente sir John Hamley», y luego otra que dejó sin sobrescrito.

—Ésta es para el duque —dijo—. El santo y seña es: «Inglaterra y Eduardo», y la contraseña «Inglaterra y York».

—¿Y Joanna, milord? —preguntó Dick.

—No, a Joanna la conseguiréis como podáis —replicó el barón—. En estas dos cartas os nombro elegido mío; pero a ella la habréis de conquistar por vos mismo, muchacho. Como estáis viendo, yo lo he intentado, y he perdido la vida. Más no podría hacer hombre viviente.

El herido comenzaba a sentirse muy fatigado y Dick, metiéndose los preciados papeles en su seno, le dio ánimos y le dejó para que descansara.

Apuntaba el día, frío y sereno, con volanderos copos de nieve. Muy cerca, a sotavento del Buena Esperanza, se extendía la costa, alternando en ella los rocosos promontorios y las bahías arenosas; más cerca de tierra, destacaban contra el cielo las cumbres de Tunstall, pobladas de bosques. Viento y mar se habían apaciguado; pero el barco navegaba casi hundido y apenas se levantaba sobre las olas.

Lawless se encontraba aún junto al timón, y ya entonces casi todos los hombres habían ido arrastrándose hasta cubierta, y con sus caras lívidas miraban atentamente la costa inhóspita.

—¿Vamos a tierra? —preguntó Dick

—Sí —contestó Lawless—, a menos que antes nos vayamos al fondo.

En aquel instante el buque se alzó tan lánguidamente ante un golpe de mar, y con tanta fuerza batió el agua sobre la bodega que Dick, involuntariamente, asió el brazo al timonel.

—¡Por la misa! —exclamó Dick cuando la proa del Buena Esperanza reapareció sobre la espuma—. Creía que nos íbamos a pique. El corazón se me subió a la garganta.

En el combés, Greensheve, Hawksley y los hombres más escogidos de ambos grupos o compañías que había a bordo estaban rompiendo a toda prisa la cubierta para construir una balsa. A ellos se sumó Dick, trabajando con ahínco para ahogar el recuerdo de la difícil situación en que se hallaba. Mas, aun en medio de su tarea, cada golpe de mar que azotaba a la pobre embarcación y cada nuevo bandazo, mientras vacilaba revolcándose entre las olas, le recordaba con horrible angustia la proximidad de la muerte.

Enseguida, al levantar la vista de su trabajo, observó que se hallaban casi debajo de un promontorio; un trozo de acantilado que se había desprendido, contra cuya base rompía el mar en abundante espuma, casi sobresalía de la cubierta, y por encima de aquél aparecía una casa coronando una duna.

Dentro de la bahía retozaban alegremente las olas; alzaron al Buena Esperanza sobre sus hombros, cubiertos de espuma; arrebataron el mando al timonel y, en un momento, arrojaron al barco con violento impulso sobre la arena y rompieron las olas contra él a la altura de la mitad del mástil, haciéndole bambolearse de un lado a otro. Siguió otra gran oleada; lo levantó de nuevo y se lo llevó más hacia dentro aún; y luego otra ola llegó a sucederla, dejándolo sobre la costa de los más peligrosos arrecifes, clavado como una cuña en un bajío.

—Bien, muchachos —exclamó Lawless—; los santos nos han protegido. La marea baja; sentémonos a beber un vaso de vino y antes de media hora podréis marchar por tierra con tanta seguridad como si caminaseis sobre un puente.

Barrenaron un barril y, sentándose donde encontraron refugio que les librase de la nieve y de la espuma, los náufragos pasaron el vaso de mano en mano, procurando hacer entrar el cuerpo en calor y levantar los abatidos ánimos.

Volvió Dick, entretanto, junto a lord Foxham, a quien halló perplejo y atemorizado, cubierto de agua su camarote hasta la altura de la rodilla, y la lámpara, que era su única luz, rota y apagada con la violencia del golpe.

—Milord —dijo el joven Shelton—; no temáis nada. Evidentemente los santos nos protegen: las olas acaban de arrojarnos sobre un banco de arena, y en cuanto baje la marea podremos ir por nuestro pie a la playa.

Casi transcurrió una hora antes de que el mar hubiera descendido lo suficiente para dejar libre el buque, y pudieran al fin emprender la marcha hacia tierra, que surgía confusamente ante ellos a través de una espesa nevada.

Sobre un montículo, que se elevaba a un lado de su camino, un grupo de hombres se apiñaba observando recelosamente los movimientos de los recién llegados.

—Bien podrían acercarse y prestarnos auxilio —observó Dick.

—Bueno, si ellos no vienen hacia nosotros, vayamos nosotros a su encuentro —dijo Hawksley—. Cuanto más pronto lleguemos a un buen fuego y cama seca, mejor para mi pobre lord.

Pero no habían avanzado mucho en dirección al montículo cuando aquellos hombres, de común acuerdo, se pusieron en pie y arrojaron sobre los náufragos una lluvia de bien dirigidas flechas.

—¡Atrás, atrás! —gritó el lord—. ¡En nombre del cielo, guardaos de contestar!

—No —exclamó Greensheve, arrancándose una flecha que se le había clavado en la cota de cuero—. No estamos en situación de luchar, enteramente empapados, jadeantes como perros y medio helados; pero por el amor de nuestra vieja Inglaterra, ¿a santo de qué viene el disparar tan cruelmente contra sus propios paisanos hundidos en la desgracia?

—Nos toman por piratas franceses —contestó lord Foxham—. En estos turbulentos y degenerados tiempos, no podemos guardar nuestras propias costas, y nuestros antiguos enemigos, a quienes antaño perseguíamos por mar y tierra, piratean ahora por todas partes a su placer, robando, matando o incendiando. Es la pena y el baldón de este desventurado país.

Los hombres del montículo se quedaron al acecho, observándoles atentamente, mientras ellos se alejaban de la playa y se internaban en las desoladas colinas de arena.

Llegaron aun a seguirles de lejos durante una o dos millas, dispuestos a descargar otra nube de flechas sobre los cansados y deprimidos fugitivos a una señal; sólo cuando, al fin, llegaron a terreno firme de un camino real y comenzó Dick a formar a sus hombres en orden marcial, desaparecieron silenciosamente entre la nieve aquellos celosos guardianes de la costa de Inglaterra.

Ya habían logrado lo que se proponían: proteger sus casas y sus tierras, sus familias y sus ganados, y, salvados ya sus intereses particulares, poco le importaba a ninguno de ellos que los franceses llevaran sangre y fuego a todas las demás parroquias del reino de Inglaterra.


Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.
Leído 130 veces.