El Libro de las Tierras Vírgenes

Rudyard Kipling


Cuentos, Colección



Prólogo

Numerosas son las consultas a especialistas generosos que exige una obra como la presente, y el autor faltaría, a todas luces, al deber que le impone el modo como aquéllas han sido contestadas, si dejara aquí de hacer constar su gratitud para que tenga la mayor publicidad posible.

Debo dar gracias, en primer término, al sabio y distinguido Bahadur Shah, elefante destinado a la conducción de bagajes, que lleva el número 174 en el libro de registro oficial de la India, el cual, junto con su amable hermana Pudmini, suministró con la mayor galantería la historia de "Toomai el de los elefantes" y buena parte de la información contenida en "Los servidores de Su Majestad". Las aventuras de Mowgli fueron recogidas, en varias épocas y lugares, de multitud de fuentes, sobre las cuales desean los interesados que se guarde el más estricto incógnito. Sin embargo, a tanta distancia, el autor se considera en libertad para dar las gracias, también, a un caballero indio de los de vieja cepa, a un apreciable habitante de las más altas lomas de Jakko, por su persuasiva aunque algo mordaz crítica de los rasgos típicos de su raza: los presbipitecos (Género de mamíferos cuadrúmanos cuya especie típica vive en Sumatra. N. del T.), Sahi, sabio diligentísimo y hábil, miembro de una disuelta manada que vagaba por las tierras de Seeonee, y un artista conocidísimo en la mayor parte de las ferias locales de la India meridional donde atrae a toda la juventud y a cuanto hay de bello y culto en muchas aldeas, bailando, puesto el bozal, con su amo, han contribuido también a este libro con valiosísimos datos acerca de diversas gentes, maneras y costumbres. De éstos se ha usado abundantemente en las narraciones tituladas: "¡Al tigre! ¡Al tigre!", "La caza de Kaa" y "Los hermanos de Mowgli".

Deber de gratitud es igualmente para el autor el confesar que el cuento "Rikki—tikki—tavi" es, en sus líneas generales, el mismo que le relató uno de los principales herpetólogos de la India septentrional, atrevido e independiente investigador que, resuelto "no a vivir, sino a saber", sacrificó su vida al estudio incesante de la Thanatofidia oriental. Una feliz casualidad permitió al autor, viajando a bordo del Emperatriz de la India, ser útil a uno de sus compañeros de viaje.

Quienes leyeren el cuento "La foca blanca" podrán juzgar por sí mismos si no es éste un espléndido pago a sus pobres servicios.

Los hermanos de Mowgli

Desata a la noche Mang, el murciélago;
en sus alas acarréala Rann, el milano;
duerme en el corral la vacada
y de corderos duerme el atajo;
tras las reforzadas cercas se esconden
pues hasta el amanecer con libertad vagamos.

Orgullo y fuerza, zarpazo pronto,
prudente silencio: es nuestra hora.

¡Resuena el grito! ¡Para el que observa
la ley que amamos, caza abundante!

Canción nocturna en la selva.

En las colinas de Seeonee daban las siete en aquella bochornosa tarde. Papá Lobo despertóse de su sueño diurno; se rascó, bostezó, alargó las patas, primero una y luego la otra para sacudirse la pesadez que todavía sentía en ellas. Mamá Loba continuaba echada, apoyado el grande hocico de color gris sobre sus cuatro lobatos, vacilantes y chillones, en tanto que la luna hacía brillar la entrada de la caverna donde todos ellos habitaban.

—¡Augr.! .—masculló el lobo padre—. Ya es hora de ir de caza de nuevo.

Iba a lanzarse por la ladera cuando una sombra, no muy corpulenta y provista de espesa cola, cruzó el umbral y dijo con lastimera voz: —¡Buena suerte, jefe de los lobos, y que la de tus nobles hijos no sea peor! ¡Que les crezcan fuertes dientes y que nunca, en este mundo, se les olvide tener hambre!

El chacal Tabaqui, el lameplatos, era quien así hablaba. Los lobos, en la India, desprecian a Tabaqui porque siempre anda metiendo cizaña de un lado para otro, sembrando chismes, comiendo desperdicios y pedazos de cuero que busca entre los montones de basura que hay en las calles de los pueblos. Le temen, sin embargo, aunque lo desprecian, por que Tabaqui, más que nadie en toda la selva, tiende a perder la cabeza y entonces olvida lo que es tener miedo, corre por la espesura y muerde a cuanto se le pone enfrente. Cuando Tabaqui pierde la cabeza, hasta el tigre se esconde, porque lo más deshonroso que puede ocurrirle a un animal salvaje, es la locura. Los hombres le damos el nombre de hidrofobia, pero ellos la llaman dewanee (la locura) y huyen al mencionarla.

—Bueno; entra y busca —dijo papá Lobo—. Sin embargo, te advierto que aquí no hay comida.

—No para un lobo —respondió Tabaqui—, pero para un infeliz como yo, un hueso constituye un exquisito banquete. ¿Quiénes somos los Gidurg—log (el pueblo chacal) para andar escogiendo?

Y a toda prisa se dirigió al fondo de la caverna; allí encontró un hueso de gamo con algo de carne aún adherida a él y se puso a comerlo alegremente.

—Muchas, muchas gracias por tan excelente comida —dijo luego relamiéndose—. ¡Ah! ¡Qué hermosos son tus nobles hijos! ¡Qué ojos tan grandes tienen! ¡Y a pesar de ser tan jóvenes!... Pero esto no debiera causarme asombro, es verdad, pues basta recordar que los hijos de los reyes son ya hombres desde su nacimiento.

Es inútil decir que, como otro cualquiera, Tabaqui sabía que no hay nada tan fuera de lugar como elogiar a los niños estando ellos presentes, y que le divertía por extremo ver en situación embarazosa a mamá Loba y a papá Lobo.

Tabaqui permaneció inmóvil, gozando con el daño causado, y añadió luego, despechado:

—Shere Khan el Grande ha cambiado de cazadero. Según me han dicho, cazará en estas colinas durante la próxima luna.

Shere Khan era el tigre que vivía cerca del río Waingunga, a cinco leguas de distancia.

—Ningún derecho le asiste para ello —protestó enojado papá Lobo—. De acuerdo con la ley de la selva, debe advertirlo debidamente antes de cambiar de lugar. Asustará a toda la caza en dos leguas y media a la redonda; y, en este caso, yo... yo he de trabajar el doble.

—Por algo su madre le puso por nombre Lungri (el Cojo) —musitó mamá Loba—. Es cojo de nacimiento, y por eso nunca pudo matar más que ganado. Ahora lo persiguen los campesinos de Waingunga, y se viene aquí a molestar a los nuestros. Ellos revolverán toda la selva buscándolo cuando ya esté lejos, y nosotros y nuestros hijos tendremos que huir cuando peguen fuego a la maleza. ¡Te digo que le estaremos muy agradecidos a Shere Khan!

—¿Quieren que se lo diga? —preguntó Tabaqui.

—¡Fuera! —replicó papá Lobo, enfadado—. ¡Fuera de aquí y vete a cazar con tu amo! ¡Ya hiciste bastante daño esta noche!

—Me voy —dijo suavemente Tabaqui—. Desde aquí puede oírse a Shere Khan allá abajo, en la espesura. Pude haberme ahorrado traerles esta noticia.

Escuchó atentamente papá Lobo, y allá, en el valle que descendía hasta el río, oyó el seco, colérico, pérfido lamento del tigre cuando no ha podido cobrar ni una sola pieza, y poco le importa entonces que toda la selva lo sepa.

—¡lmbécil! —exclamó papá Lobo. ¡Vaya una manera de empezar el trabajo metiendo semejante ruido! ¿Creerá acaso que nuestros gamos son como sus cebados bueyes de Waingunga?

—¡Chitón! No son bueyes ni gamos lo que caza esta noche —respondió mamá Loba—. Lo que hoy busca es al hombre.

El plañidero grito se había convertido ya en algo como un zumbante ronquido que parecía llegar de todo el ámbito de la comarca. Era aquel rumor especial que turba a los leñadores y a toda la gente errante que duerme al raso, y que a veces los hace correr tan desatinados que se arrojan en las mismas fauces del tigre.

—¡Al hombre!... —dijo papá Lobo mostrando la doble hilera de blanquísimos dientes.

¡Jaug! ¿No hay acaso suficientes escarabajos y ranas en los pozos, para que ahora se le ocurra comer carne humana. ¡Y de añadidura en terreno nuestro!.

La ley de la selva —que nunca ordena algo sin tener motivo para ello— prohíbe a toda fiera que coma hombre, excepto en el caso de que ésta mate para enseñar a sus pequeñuelos a matar; pero, aun en este caso, es necesario que cace fuera del cazadero de su manada o tribu. La verdadera causa de esta disposición, es que toda humana matanza trae consigo, tarde o temprano, los hombres blancos montados en elefantes y armados de fusiles, acompañados de algunos centenares de hombres de color con batintines, cohetes y antorchas. Y entonces a todo el mundo en la selva le toca sufrir. Por lo que toca a la razón que entre sí se dan las fieras, es que alegan que el hombre es el más débil e indefenso de todos los seres vivientes, y que no es digno de un cazador poner la mano sobre él. Alegan también —y es cierto— que los devoradores de hombres se vuelven sarnosos y pierden los dientes.

El ronquido se hizo más intenso y finalmente terminó con el ¡Aaar! que lanza el tigre a plena voz en el momento de atacar.

Se oyó entonces un aullido —impropio de un tigre—, lanzado por Shere Khan.

—Erró el golpe —dijo mamá Loba—. ¿Qué sucede?

Salió papá Lobo y corrió la distancia de unos cuantos pasos, y oyó a Shere Khan murmurando y gruñendo furiosamente, en tanto se revolcaba en la maleza.

—A ese necio se le ocurrió nada menos que saltar por encima del fuego encendido por unos leñadores, y se le quemaron las patas —dijo papá Lobo, con mal humor, gruñendo—.

Tabaqui está allí, con él.

—Alguien sube por la colina —observó mamá Loba enderezando una oreja. Prepárate.

Crujieron levemente las hierbas en la espesura; papá Lobo se agachó, pronto a dar el salto, con los cuartos traseros junto a la tierra. De haber estado allí en acecho, hubieran podido ver ustedes la cosa más maravillosa del mundo: en el preciso momento de estar saltando, se detuvo el lobo. Brincó antes de haber visto contra qué se lanzaba, y, repentinamente, trató de detenerse. El resultado fue que salió disparado hacia arriba, verticalmente, hasta un metro o metro y medio de altura, y luego cayó de nuevo en el mismo lugar..

—¡Un hombre! —exclamó disgustado. Un cachorro humano. ¡Mira!

Frente a él, apoyado en una rama baja, se erguía, enteramente desnudo, un niño moreno que apenas sabía andar: una cosa, la más simpática y pequeña, la más fina y gordinflona que jamás se había presentado de noche ante la caverna de un lobo. Miró a éste cara a cara y se rió.

—¿Es eso un cachorro de hombre? —dijo mamá Loba—. Nunca vi ninguno. Tráelo.

Un lobo, si es preciso, puede llevar un huevo en el hocico sin romperlo, pues está acostumbrado a mover de un lado al otro a sus propios pequeñuelos; de esta manera, aunque se juntaron las quijadas de papá Lobo sobre la espalda del niño, ni un solo diente le arañó la piel, la que apareció intacta al colocarlo aquel entre los lobatos.

—¡Qué pequeño! ¡Qué desnudo! Y... ¡qué atrevido! —dijo dulcemente mamá Loba. El niño se abría paso entre los cachorros para arrimarse al calor de la piel—. ¡Vaya! Ahora come con los demás. De manera que éste es un cachorro de hombre, ¿eh? ¡A ver si hubo nunca un lobo que pudiera jactarse de contar con uno que estuviera entre sus hijos!...

—De eso oí hablar algunas veces, pero nunca respecto de nuestra manada o que hubiera ocurrido en mis tiempos —contestó papá Lobo—. Carece completamente de pelo y bastaría que yo lo tocara con el pie para matarlo. Pero, mira: nos ve y ni siquiera tiene miedo.

De pronto, el resplandor de la luna que penetraba por la boca de la caverna quedó interceptado por la enorme cabeza cuadrada y por una parte del pecho de Shere Khan que se asomaba a la entrada. Tabaqui, detrás de él, le decía con voz aguda:

—¡Señor, señor, se metió aquí!

—Shere Khan nos honra por extremo con su visita —dijo papá Lobo, pero sus iracundos ojos desmentían sus palabras—. ¿Qué desea Shere Khan?

—Mi presa. Un cachorro humano pasó por aquí. Sus padres huyeron. Dámelo.

Como dijo papá Lobo, Shere Khan había saltado por encima de un fuego encendido por los leñadores, y se sentía furioso por el dolor de las quemaduras que tenía en las patas.

Sin embargo, papá Lobo sabía muy bien que la boca de la caverna era suficientemente estrecha como para que no pudiera pasar por ella el tigre. Aun en el sitio donde se encontraba Shere Khan, tenía que encoger penosamente sus patas y la parte superior de su pecho, como le sucedería a un hombre que intentara pelear con otro dentro de una cuba.

—Los lobos son un pueblo libre —le respondió papá Lobo—. Sólo obedecen las órdenes del jefe de su manada y no las de un pintarrajeado cazador de reses como tú. El cachorro de hombre es nuestro... para matarlo, si nos place.

—¡Si nos place! ¡Si nos place! ¿Qué significa eso de si nos place o no? ¡Por el toro que maté! ¡Es cosa de preguntarse hasta cuándo debo estar oliendo esta perruna guarida, para que se me entregue lo que en justicia se me debe! ¡Soy yo, Shere Khan, el que les habla!

Por todos los rincones de la caverna resonó el rugido del tigre. Separándose de los lobatos mamá Loba se adelantó, fijando sus ojos en los ojos llameantes de Shere Khan; y los ojos de la loba parecían dos verdes lunas brillando en la oscuridad.

—Y yo soy Raksha (el demonio), quien te contesta. El cachorro humano es mío, Lungri, mío y muy mío. No se le matará. Vivirá y correrá junto con nuestra manada y cazará con ella; y, finalmente, y atienda bien su merced, señor cazador de desnudos cachorrillos..., devorador de ranas... matador de pocos..., finalmente, él será quien, a su vez, lo cace a usted. Así que, ahora, ¡lárguese!, o por el sambliur que maté —pues yo no como ganado hambriento—, le aseguro, fiera chamuscada de las selvas, que volverá su merced al regazo de su madre más coja aún que al venir al mundo. ¡Lárguese!.

Papá Lobo la miró con aire estupefacto... Ya casi había olvidado aquellos tiempos en que ganó a mamá Loba en fiero combate con cinco lobos, cuando ella tomaba parte en las correrías de la manada; llamarla Demonio no era un mero cumplido.

Quizás Shere Khan hubiera desafiado a papá Lobo, pero no podía resistirse contra mamá Loba; sabía que, en el lugar en que se encontraban, todas las ventajas eran para ella y lucharía hasta morir. Se retiró, pues, rezongando, de la boca dc la caverna, y, cuando se vio libre, gritó:

—¡Cada lobo aúlla en su caverna! Veremos qué dice la manada acerca de eso de criar cachorros humanos. El cachorro es mío, y finalmente vendrá a parar a mis dientes!. ¡Rabiosos! ¡Ladrones!

Jadeante se echó de nuevo mamá Loba entre sus lobatos, y papá Lobo díjole gravemente:

—Mucho hay de verdad en lo que dijo Shere Khan. Es necesario enseñar el cachorro a la manada. ¿Persistes en guardártelo, mamá?

—¡Guardarlo! —respondió ella suspirando—. Desnudo vino, de noche, hambriento y solo, y, con todo, no tenía miedo. Mira: ya echó a un lado a uno de mis hijos. ¡Y ese carnicero cojo quería matarlo y escaparse después al Waingunga, en tanto que los campesinos, en venganza, venían aquí al ojeo en nuestros cubiles! ¡Guardarlo! ¡Por supuesto que lo guardaré! Acuéstate quietecito, renacuajo. Vendrá el tiempo, Mowgli —porque en adelante llamaré a su merced Mowgli, la rana— en que no sea usted el cazado por Shere Khan, sino quien le cace a él.

—Pero, ¿qué dirá nuestra manada? —dijo papá Lobo.

La ley de la selva ordena terminantemente que cualquier lobo, al casarse, puede retirarse de la manada a que pertenece; pero también que, tan pronto como los cachorros tengan edad suficiente para sostenerse en pie, deberá llevarlos al Consejo de la manada con el fin de que los otros lobos puedan identificarlos; el Consejo se celebra una vez al mes, al resplandor de la luna llena. Después de la inspección, quedan en libertad los lobatos para correr por donde les plazca; hasta que no hayan matado al primer gamo, no se admite ninguna excusa en favor del lobo de la manada que sea ya mayor y mate a alguno de los lobatos. Al asesino se le impone como castigo la pena de muerte, donde pueda encontrársele; si se piensa durante un momento sobre esto, se verá que es realmente lo justo.

Papá Lobo esperó un poco hasta que sus cachorros pudieran corretear un poco, y luego, la noche de la reunión de toda la manada, los cogió, junto con Mowgli y con mamá Loba, y llevó a todos a la Peña del Consejo, que era una cima cubierta de piedras y guijarros en donde podían ocultarse un centenar de lobos.

Echado cuan largo era sobre su peña, estaba Akela, el enorme y gris Lobo Solitario que había llegado a ser jefe de la manada gracias a su fuerza y habilidad. Más abajo se sentaban unos cuarenta lobos de todos tamaños y colores: había veteranos de color de tejón que podían enfrentarse a solas con un gamo, y había también lobos de tres años de edad que sólo presumían que habían de poder. Desde hacía un año, el Lobo Solitario los guiaba a todos. Allá en su juventud había caído dos veces en una trampa; en otra ocasión había sido apaleado hasta darlo por muerto. Sabía muy bien, pues, los usos y costumbres de los hombres.

Se habló muy poco en la reunión de la Peña. Caían y tropezaban unos contra otros los lobatos en el centro del círculo donde se sentaban sus respectivos padres y madres. De cuando en cuando, un lobo anciano se dirigía en silencio hacia uno de los cachorros, lo miraba atentamente y se volvía a su sitio sin producir el menor ruido. De pronto, una madre empujaba a su lobato hacia la luz de la luna para estar segura de que no había pasado inadvertido. Akela, desde su peña, gritaba:.

—Ya saben lo que dice la ley; ya lo saben. ¡Miren bien, lobos!

Y las madres, ansiosas, repetían:

—¡Miren! ¡Miren bien, lobos!

Al cabo, llegó el momento —y a mamá Loba se le erizaron todos los pelos del cuello— en que papá empujó a "Mowgli, la rana", corno lo llamaban, hacia el centro. Mowgli se sentó allí, riendo y jugando con algunos guijarros a los que hacía brillar la luz de la luna.

Sin levantar la cabeza, que hacía descansar sobre sus patas, Akela continuaba profiriendo su monótono grito:

—¡Miren bien!

Se elevó un sordo rugido detrás de las rocas. Era la voz de Shere Khan que gritaba a su vez:

—Ese cachorro es mío; debéis dármelo. ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?

Akela ni siquiera movió las orejas. Se limitó a decir:

—¡Miren bien, lobos! ¿Qué le importan al Pueblo Libre los mandatos de cualquiera que no sea el mismo pueblo? ¡Miren bien!

Se elevó un coro de gruñidos. Un lobo joven, de unos cuatro años, recogió la pregunta de Shere Khan, y se dirigió de nuevo a Akela:

—¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?

Ahora bien: la ley de la selva ordena que, en caso de ponerse en tela de juicio el derecho que un cachorro tiene a ser admitido por la manada, deberán defenderlo, a lo menos, dos miembros de ésta, que no sean su padre o su madre.

—¿Quién alza la voz en favor de este cachorro? —interrogó Akela—. ¿Quién, de los que pertenecen al Pueblo Libre, habla en favor suyo?

Nadie respondía, y mamá Loba se preparó para lo que ya sabía ella que sería su última pelea, si era preciso llegar al terreno de la lucha.

Pero entonces, Baloo, único animal de otra especie a quien se le permite tomar parte en el Consejo de la manada; Baloo, el soñoliento oso pardo que alecciona a los lobatos la ley de la selva; el viejo Baloo, que va y viene por donde quiere porque su alimento se compone sólo de nueces, raíces y miel, se levantó en dos patas y gruño:

—¿El cachorro humano?... ¡Yo hablo en favor del cachorro! No puede hacernos ningún mal. No soy elocuente, pero digo la verdad. Que corra con la manada y que se le cuente como uno de tantos. Yo seré su maestro.

—Ahora necesitamos que hable otro en su favor —dijo Akela—. Ya habló Baloo, el cual es maestro de nuestros lobatos. ¿Quién quiere hablar además de él?

Se movió hacia el círculo una sombra negra. Era Bagheera, la pantera, toda ella de un color negro de tinta, pero ostentaba marcas en su piel, propias de su especie, las cuales, según como incidiera en ellas la luz, parecían las aguas de ciertas telas de seda. Todo el mundo conocía a Bagheera; nadie osaba atravesarse en su camino, porque era tan astuta como Tabaqui, tan audaz como el búfalo salvaje y tan sin freno como un elefante herido. Con todo, su voz era suave como la miel silvestre que se desprende gota a gota de un árbol y su piel era más fina que el plumón.

—¡Akela —dijo en un susurro—, y ustedes, Pueblo Libre! Yo no tengo derecho, cierto, de mezclarme en esta asamblea. Mas la ley de la selva dice que si surge alguna duda, no relacionada con alguna muerte, tocante a un nuevo cachorro, la vida de éste puede comprarse por un precio estipulado. La ley, por último, no dice quién puede o quién no puede pagar ese precio. ¿Es cierto lo que digo?.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijeron a coro los lobos más jóvenes, hambrientos siempre—.

¡Que hable Bagheera! El cachorro puede comprarse mediante un precio estipulado. Así lo dice la ley.

—Como sé que no me asiste el derecho de hablar aquí, pido el permiso de ustedes para hacerlo.

—¡Bueno! ¡Habla! —gritaron a la vez veinte voces.

—Es una vergüenza matar a un cachorro desnudo. Por lo demás, puede ser muy útil para ustedes en la caza, cuando sea mayor. Ya Baloo habló en su defensa. Pues bien: a lo que él dijo, añadiré yo la oferta de un toro cebado, acabado de matar a poca distancia de aquí, si aceptan al cachorro humano de acuerdo con lo que dice la ley. ¿Hay algo qué objetar?

Elevóse un clamor de docenas de voces que decían:

—¡Qué importa! Ya morirá cuando lleguen las lluvias del invierno; ya le abrasarán vivo los rayos del sol. Una rana desnuda como ésta, ¿en qué puede perjudicarnos? Dejémosle que se junte a la manada. ¿Dónde está el toro, Bagheera? ¡Aceptémoslo!.

Y se escuchó entonces el profundo ladrido de Akela que advertía:

—¡Mírenlo bien, mírenlo bien, lobos!

Estaba Mowgli tan entretenido jugando con los guijarros, que no observó que aquéllos se le acercaban uno a uno y lo miraban atentamente.

Descendieron al cabo todos de la colina en busca del toro muerto, exceptuando sólo a Akela, Bagheera, Baloo y los lobos de Mowgli.

Entre las sombras de la noche, rugía aún Shere Khan, furioso por no haber logrado que le entregaran a Mowgli.

—¡Ea! ¡Ruge, ruge cuanto quieras! —díjole Bagheera en sus propias barbas—, O yo no conozco nada a los hombres, o llegará el día en que esa cosa que está allí tan desnuda le hará a su merced rugir en muy distinto tono.

—Hicimos bien —observó Akela—. Los hombres y sus cachorros saben mucho. Con el tiempo, podrá ayudarnos.

—Ciertamente... Puede ser nuestro apoyo, en caso necesario, porque nadie debe forjarse la ilusión de ser siempre director de la manada —respondió Bagheera.

Akela permaneció mudo... Pensaba en aquel tiempo que fatalmente llega para todo jefe de manada, cuando sus fuerzas lo abandonan, cuando se siente más débil cada día, hasta que, al fin, los otros lobos lo matan y viene un nuevo jefe a ocupar su puesto... para que a su vez lo maten también, cuando le llegue el turno.

—Llévatelo —le dijo a papá Lobo y adiéstralo en todo aquello que debe saber quien pertenece al Pueblo Libre.

Así fue como Mowgli entró a formar parte de la manada de lobos de Seeonee, y el rescate por su vida fue un toro, y Baloo fue su defensor.

Ahora debemos contentarnos con saltar diez u once años y con adivinar la maravillosa vida que Mowgli llevó entre los lobos; si tuviéramos que escribirla, sólo Dios sabe los libros que llenaría.

Creció junto con los lobatos, aunque, por supuesto, antes de que él hubiera salido de la primera infancia, ellos ya eran lobos hechos y derechos. Papá Lobo le enseñó su oficio y el significado de todo lo que en la selva había, hasta que cada ruido bajo la hierba, cada tibio soplo del vientecillo de la noche, cada nota lanzada por el búho sobre su cabeza, cada rumor que producen los murciélagos al arañar cuando descansan durante un momento en un árbol, y cada ruidillo que causa el pez al saltar en una balsa significaron para él tanto como significa el trabajo en la oficina para el hombre de negocios. Cuando no estaba aprendiendo algo, se sentaba a tomar el sol o dormía; luego, a comer y a dormir de nuevo. Cuando sentía necesidad de lavarse o le molestaba el calor, íbase a nadar en las lagunas del bosque. Finalmente, cuando necesitaba miel —pues Baloo le había dicho que la miel con nueces era una comida tan delicada como la carne cruda—, trepaba a los árboles para buscarla, y esto último se lo enseñó Bagheera.

Tendíase la pantera sobre una rama y lo llamaba diciendo:

—Sube acá, hermanito.

Al principio, Mowgli se agarraba torpemente, como el animal llamado perezoso; pero ya después saltaba entre las ramas, de la una a la otra, con toda la maestría de un mono gris. Ocupó asimismo su lugar en el Consejo de la Peña al reunirse con la manada, y allí descubrió que, mirando fijamente a un lobo, lo obligaba a bajar los ojos. y esto fue motivo para que lo hiciera a menudo por mera diversión. En otras ocasiones arrancaba de la piel de sus amigos las largas espinas que se les habían clavado en ella, pues los lobos sufren muchísimo con las espinas y cardos que se les quedan entre las lanas.

También, en plena noche, descendía por la ladera de la colina y se llegaba hasta las tierras de cultivo y miraba curiosamente a los campesinos en sus chozas.

Desconfiaba de ellos, sin embargo, pues Bagheera le había señalado una caja cuadrada con puerta que se hundía al pisarla, colocada con tanta habilidad entre la maleza, que casi cayó él dentro. Bagheera le dijo que era una trampa.

Pero nada fue tan de su gusto como perderse con la pantera en las tibias profundidades del bosque, dormir durante todo el pesado día y contemplar por la noche cómo Bagheera se entregaba a la caza. Mataba ella sin discreción ni miramiento, según su apetito, y lo mismo Mowgli, con una sola excepción: en cuanto tuvo edad suficiente para comprender las cosas, Bagheera le enseñó que se abstuviera de matar ninguna cabeza de ganado porque la propia vida de él había sido rescatada mediante la entrega de un toro.

—Cuanto hay en la selva es tuyo —le dijo Bagheera— puedes matar todo lo que tus fuerzas te permitan. Pero, en memoria del toro que sirvió para salvar tu vida, no pondrás nunca la mano en res alguna, ni siquiera para comerla, sea joven o vieja. La ley de la selva prescribe esto.

Mowgli obedeció estrictamente lo que se le ordenaba.

Y creció, creció tan robusto como es forzoso que crezca un niño que no tiene que preocuparse por estudiar las lecciones que aprende por modo natural, y para quien no existen más cuidados que el de conseguir la comida.

Una o dos veces le intimó mamá Loba que desconfiara de Shere Khan, y asimismo le dijo que tendría que matarlo un día u otro. Pero, aunque un lobato hubiera recordado este consejo a cada momento, Mowgli lo olvidó por completo, como niño que era, por más que él mismo, indudablemente, se hubiera calificado a sí mismo de lobo a haber podido hablar en alguna lengua de las que usan los hombres.

Shere Khan salíale continuamente al paso, porque como Akela se hacía ya viejo y cada día disminuían sus fuerzas, el tigre cojo había llegado a tener estrecha amistad con los lobos más jóvenes de la manada que le seguían para recoger sus sobras; nunca hubiera tolerado esto Akela, de haberse atrevido a ejercer su autoridad llevándola al extremo.

En estas ocasiones los halagaba Shere Khan mostrándose sorprendido de que tales cazadores, tan jóvenes y excelentes, se dejaran guiar por un lobo que ya estaba medio muerto y por un cachorro humano.

—Me dicen —afirmábales Shere Khan— que no se atreve nadie de ustedes a mirar en los ojos al hombrecito cuando se reúnen en consejo.

Y los lobos le contestaban gruñendo, erizado el pelo.

Algo de esto llegó a oídos de Bagheera, que parecía estar en todas partes viéndolo y oyéndolo todo, y en más de una ocasión le explicó a Mowgli en pocas palabras que Shere Khan lo mataría algún día. A esto respondía Mowgli, riéndose:

—Cuento con la manada y contigo. E inclusive Baloo, con toda su pereza, no dejaría de dar algunos golpes en mi defensa. ¿Por qué, pues, inquietarme?

Un día en que el calor era excesivo, se le ocurrió una idea a Bagheera, idea nacida de algo que había oído. Probablemente debía la noticia a Ikki, el puerco espín. Ello fue que le dijo a Mowgli, cuando se encontraban ambos en lo más profundo de la selva, y en tanto que el muchacho reclinaba la cabeza sobre la hermosa y negra piel de Bagheera:

—¿Cuántas veces te he dicho, hermanito, que Shere Khan es enemigo tuyo?

—Tantas veces cuantos frutos tiene esa palmera —respondió Mowgli que, por supuesto, no sabía contar—.

¡Bueno! ¿Y qué? Tengo sueño, Bagheera, y Shere Khan no tiene sino mucha cola y muchas palabras... como Mao, el pavo real.

—No es hora de dormir. Baloo sabe que es verdad; lo sabe toda la manada, y hasta los infelices y simplicísimos ciervos lo saben. Además, a ti mismo te lo ha dicho Tabaqui.

—¡Oh! —respondió Mowgli—. El otro día llegóse a mí con impertinencias de que si yo era un desnudo cachorro de hombre y que no servía ni para desenterrar raíces. Pero lo cogí de la cola y le di contra una palmera dos veces para enseñarle a tener mejores modales.

—¡Vaya tontería! Aunque Tabaqui es un chismoso, te hubiera dicho algo que te interesa mucho. ¡Abre esos ojos, hermanito! Shere Khan no se atreve a matarte en la selva; acuérdate, sin embargo, de que Akela es ya muy viejo, y que no tardará en llegar el día en que le será imposible cazar un solo gamo. Ese día dejará de ser jefe. Son ya viejos también muchos de los lobos que te admitieron cuando que los son jóvenes creen, porque así fuiste presentado al consejo, y se lo enseñó Shere Khan, que un cachorro humano no tiene derecho a estar en la manada. En poco tiempo serás ya un hombre.

—¿Qué es, pues, un hombre, para que no pueda juntarse con sus hermanos? —dijo Mowgli—. Nací en la selva; he obedecido su ley, y no hay un solo lobo entre los nuestros de cuyas patas no haya yo arrancado alguna espina. ¿Cómo dudar de que son mis hermanos?

Se tendió Bagheera cuan larga era, y, con los ojos entrecerrados, dijo:

—Toca aquí, hermanito, bajo mi quijada.

Levantó Mowgli su áspera y tostada mano, y, precisamente debajo de la sedosa barbilla de Bagheera, donde los enormes y movibles músculos quedaban ocultos por el luciente pelo, encontró un espacio raído.

—Nadie, en toda la extensión de la selva sabe que yo, Bagheera, tengo esta marca, la marca que deja el collar. Y, con todo, hermanito, yo nací entre los hombres, y entre ellos murió mi madre. .. en las jaulas del Palacio Real, en Oodeypore. Tal fue el motivo que me impulsó a pagar por ti el precio convenido en el consejo, cuando no eras más que un desnudo cachorrillo. Sí; también yo nací entre los hombres. Desconocía yo la selva. Me alimentaban en artesas de hierro tras los barrotes de la jaula, hasta que una noche despertó dentro de mi ser el sentimiento de que yo era Bagheera, la pantera, y no un juguete para la diversión de los hombres, y entonces, de un zarpazo, rompí la estúpida cerradura y escapé. Y precisamente porque aprendí las costumbres de los hombres, infundí en la selva más terror que Shere Khan. ¿No es cierto?

—Así es —dijo Mowgli—. Todos en la selva temen a Bagheera... todos, excepto Mowgli.

—¡Oh!... Tú eres un cachorro humano —dijo con gran ternura la pantera negra—, y de la misma manera que yo volví a mi selva, así tú deberás volver, finalmente, a donde están los hombres.., los hombres que son tus hermanos. Pero esto, si no te matan antes en el Consejo.

—¿Por qué ha de querer alguien matarme? ¿Por qué? —dijo Mowgli.

—¡Mírame! —contestó Bagheera..

Mowgli la miró fijamente en los ojos. Al cabo de algunos momentos, la enorme pantera volvió la cabeza.

—Por esto —dijo cambiando de posición una de sus patas, que colocó sobre un lecho de hojas—. Aun para mí es imposible mirarte a los ojos, a pesar de que yo nací entre los hombres y de que te quiero, hermanito. Pero los otros te odian porque no pueden resistir el choque de tu mirada; porque eres sabio; porque en muchas ocasiones arrancaste espinas de sus patas. . ¡Porque eres un hombre!

—Ignoraba todo eso —respondió rudamente Mowgli, y arrugó las negras y pobladas cejas.

—¿Cuál es la ley de la selva? Esta: pega primero y avisa después. Conocen que eres un hombre hasta por el descuido con que te conduces. Pero sé prudente. El corazón me avisa que en cuanto Akela no pueda cobrar el primer gamo sobre el que se arroje (y cada día es más difícil para él apoderarse de los gamos que persigue), la manada se pondrá en contra de él y de ti. Tendrá lugar un consejo de la selva en la Peña, y entonces.., y entonces. . ¡Ya tengo una idea! —prosiguió Bagheera levantándose de un salto—. Dirígete de inmediato a las chozas de los hombres, allá en el valle y coge una parte de la Flor Roja que allí cultivan; con esto podrás contar en el momento oportuno con un apoyo más fuerte que yo, o que Baloo, o que el de los que bien te quieren en la manada. ¡Anda! ¡Ve a buscar la Flor Roja!

Con la expresión "Flor Roja", Bagheera quería significar el fuego; pero así hablaba porque en toda la selva no hay ser viviente que desee llamar el fuego por su nombre. Un miedo mortal se apodera de todas las fieras ante él, y para describir lo que tal pavor les causa inventan cien modos distintos.

—¿La Flor Roja? —dijo Mowgli—. Es la que crece fuera de las chozas en la hora del crepúsculo. Me apoderaré de ella.

—Así es como deben hablar los cachorros de los hombres —dijo Bagheera con orgullo—. Deberás recordar que esa flor crece en unas macetas pequeñas. Arrebata una y guárdala para cuando llegue la hora en que podrás necesitarla.

—¡Bueno! —respondió Mowgli—. Voy allá. —Le deslizó un brazo en torno del espléndido cuello y la miró profundamente en los grandes ojos, y continuó—: Pero, ¿estás segura, ¡Bagheera mía!, de que todo esto es obra de Shere Khan?

—Por la cerradura que me dio la libertad, te aseguro que sí, hermanito.

—Pues si así es, ¡por el toro que sirvió como rescate de mi vida!, te prometo que saldaré mis cuentas con Shere Khan, y hasta es posible que le pague inclusive algo más de lo que le debo.

Y al decir esto, salió rápidamente.

—este es un hombre.., todo un hombre —se dijo Bagheera, tendiéndose de nuevo en el suelo—. ¡Ah, Shere Khan! ¡Nunca emprendiste más funesta cacería que la de esta rana, diez años hace!

Mowgli se alejó por el interior del bosque a todo correr, y sentía como si el corazón le ardiera en el pecho.

A la hora en que empezaba a elevarse la niebla vespertina, llegó a la cueva; se detuvo para tomar aliento y miró hacia el fondo del valle. Los lobatos estaban ausentes. pero mamá Loba, desde la profundidad de la caverna, conoció que algo le pasaba a su rana, por el modo de respirar de ésta.

—¿Qué sucede, hijo? —preguntó.

—Habladurías propias de murciélagos, de ese Shere Khan —le respondió Mowgli—. Esta noche cazo en terreno labrantío.

Hundióse luego entre los arbustos y se dirigió al sitio por donde corrían las aguas en el fondo del valle. Oyó los salvajes alaridos de la cacería en que se hallaba la manada, y se detuvo: el mugido del sambhur perseguido; el resoplar del gamo cuando se ve acorralado.

Resonó entonces el coro de perversos e insultantes aullidos de los lobos más jóvenes:

—¡Akela! ¡Akela! ¡Que el Lobo Solitario muestre su fuerza! ¡Paso al jefe de la manada!

¡Salta, Akela!

Debió saltar el Lobo Solitario, marrando el golpe, porque Mowgli oyó el chasquido de los dientes y luego una especie de ladrido cuando el sambhur lo hizo rodar al suelo al empujarlo con las patas delanteras.

No quiso esperar más para ver lo que sucedía. Siguió adelante y los gritos se oyeron cada vez más débiles a medida que se alejaba en dirección de las tierras de labor, donde vivían los campesinos.

—Bagheera tenía razón —se dijo, jadeando fuertemente en tanto se arrellanaba sobre unos forrajes que encontró bajo la ventana de la choza—, Mañana será un día muy importante para Akela y para mi.

Pegando luego la cara a la ventana, miró el fuego que ardía en el suelo. Durante la noche vio a la mujer del labriego levantarse y arrojar sobre las llamas unos trozos de algo negro. Y por la mañana, cuando aún estaba todo envuelto en blanca y fría neblina, vio a un pequeño, hijo del campesino, coger algo como una maceta de mimbres, enjalbegada por dentro con tierra, llenarla de enrojecidas brasas, colocarla bajo una manta y salir para cuidar las vacas en el establo.

—¿Es esto todo? —dijo Mowgli—. Si un cachorro como ése puede hacerlo, entonces nada debo temer.

Dobló la esquina de la casa, corrió hacia el muchacho, le arrebató aquella como maceta y desapareció con ella entre la niebla en tanto que el chico chillaba, atemorizado.

Se parecen mucho a mí —dijo Mowgli soplando en la maceta, pues así había visto que la mujer hacía—. Esto se me morirá si no lo alimento, añadió. Y púsose a arrojar ramitas de árbol y cortezas secas sobre aquella materia de un color rojo tan vivo.

A mitad de la colina se encontró con Bagheera, cuya piel, por el rocío matinal, parecía salpicada de piedras preciosas.

—Akela erró el golpe —dijo la pantera—. A no ser porque te necesitaban también a ti, lo hubieran matado anoche. Fueron en busca tuya a la colina.

—Yo andaba por las tierras de labor. Estoy listo. ¡Mira!

Y Mowgli le mostró aquella especie de maceta llena de fuego.

—¡Bueno! Falta aún otra cosa. Yo he visto a los hombres arrojar una rama seca sobre esto, y al poco rato se abría la Flor Roja al extremo de la rama. ¿No tienes miedo de hacer lo mismo?

—No. ¿Por qué he de tener miedo? Recuerdo ahora (si no es esto un sueño) que, antes de ser lobo me acosté junto a la Flor Roja, y la sentía caliente y agradable.

Todo aquel día lo pasó Mowgli en la caverna cuidando su maceta y echando dentro de ella ramas secas para ver el efecto que producían después. Halló una rama a su gusto. Al anochecer, cuando Tabaqui llegó a la cueva y le dijo muy rudamente que lo necesitaban en el Consejo de la Peña, se estuvo riendo hasta que Tabaqui echó a correr. Se dirigió entonces al Consejo, pero riendo aún.

Junto a la roca, como signo de que la jefatura de la manada se hallaba vacante, estaba echado Akela, el Lobo Solitario. Shere Khan, con su cohorte de lobos ahítos de sus sobras, paseaba de un lado a otro con aire resuelto y satisfecho. Bagheera estaba echada junto a Mowgli éste tenía, entre sus piernas, la maceta del fuego.

Cuando estuvieron todos reunidos. Shere Khan empezó a hablar, cosa que jamás hubiera osado hacer en los buenos tiempos de Akela.

—No tiene derecho a hablar— murmuró Bagheera—. Díselo. Es de casta de perro; verás cómo se atemoriza.

Mowgli se puso en pie.

—¡Pueblo Libre! —gritó——. ¿Dirige acaso la manada Shere Khan? ¿Qué tiene que ver un tigre con nuestra jefatura?

—Al ver que el puesto estaba vacante y como se me suplicó que hablara... —empezó a decir Shere Khan.

—¿Quién lo ha suplicado? ¿Es que nos hemos convertido todos en chacales para adular a este carnicero, matador de reses? La jefatura de la manada pertenece en exclusiva a miembros de la manada misma.

Dejáronse oír feroces aullidos que significaban:

—¡Silencio, cachorro de hombre!

—¡Que hable! Observó fielmente nuestra ley.

Al fin, los ancianos de la manada Gritaron con voz tonante:

—¡Dejad que hable el Lobo Muerto!

Cuando un jefe de la manada yerra el golpe en la caza y no mata a la pieza que perseguía, recibe el nombre de Lobo Muerto durante el resto de su vida, que ya no es muy larga, por regla general.

Akela levantó la cabeza con aire de fatiga, porque en ella había ya impreso su sello la vejez.

—¡Pueblo Libre, y vosotros también, chacales de Shere Khan! —dijo—. Os dirigí en la caza durante doce estaciones, y siempre os volví de ella sin que ninguno cayera en una trampa o quedara inutilizado. Ahora erré el golpe. Sabéis bien que me hicisteis atacar a un gamo que no había sido corrido previamente para que así resaltara más vivamente mi debilidad. ¡Hábiles fueron vuestros manejos! Os asiste el derecho de matarme aquí, ahora mismo, en el Consejo de la Peña. Por tanto, me limito a preguntar esto: ¿quién le quitará la vida al Lobo Solitario? Porque, según la ley de la selva, a mí me asiste también otro derecho: exigir que os acerquéis a mí uno a uno.

Se hizo entonces un prolongado silencio, porque no le parecía muy agradable a ningún lobo tener un duelo a muerte con Akela.

De pronto, Shere Khan rugió:

—¡Bah! ¿Qué nos importa lo que masculle ese viejo chocho y sin dientes? ¡Pronto morirá! Ese hombrecito es quien ya ha vivido demasiado... ¡Pueblo Libre! Fue mi presa desde el primer día: dádmelo. Ya me cansa ese loco empeño de querer hacer de él un hombre lobo. Durante diez estaciones no hizo sino molestar a todo el mundo en la selva.

O me dáis a ese hombrecito, o de lo contrario os prometo que cazaré siempre aquí y no os daré ni un solo hueso. Él es un hombre, un chiquillo de los que tienen los hombres, y yo lo odio hasta los tuétanos.

Y entonces, más de la mitad de los lobos que formaban la manada, aulló:

—¡Un hombre! ¡Un hombre! ¿Qué tiene que ver con nosotros ningún hombre? ¡Que se vaya con los suyos!

—¿Y que alce contra vosotros a toda la gente de los pueblos? ¡No! Dádmelo a mí. Es un hombre, y ninguno de nosotros puede mirarlo fijamente en los ojos.

Levantó de nuevo Akela la cabeza y dijo:

—Ha comido de lo nuestro; durmió con nosotros hasta hoy; nos proporcionó caza; nada hizo que fuera contrario a la ley de la selva...

—Además, yo pagué por él un toro cuando se le aceptó. Vale poco un toro, pero el honor de Bagheera es algo por lo que acaso esté dispuesta a pelearse —dijo la pantera en un tono de voz que suavizó cuanto pudo.

—¡Un toro que fue pagado diez años atrás! —gruñeron entre dientes los lobos de la manada—. ¡Qué nos importan unos huesos roídos hace ya diez años!.

—Decid mejor: ¿qué nos importa una promesa? —respondió Bagheera, enseñando sus blancos dientes por debajo del labio—. ¡Bien os queda el nombre de Pueblo Libre!

—No puede juntarse con el Pueblo de la selva un cachorro humano —rugió Shere Khan—. ¡Deberéis entregármelo!

—Por todo es hermano nuestro, excepto por la sangre —continuó Akela—. ¡Y quisierais matarlo aquí! A la verdad, harto he vivido. Algunos de vosotros comen ganado; de otros oí decir que, bajo la dirección de Shere Khan, van de noche, amparados por las sombras, a robar niños a las mismas puertas de las aldeas. Deduzco de esto que sois cobardes y que hablo con cobardes. Ciertamente he de morir y mi vida carece ya de valor, mas, a tenerlo, la ofrecería en lugar de la del hombrecito. Pero prometo, por el honor de la manada (honor.. . una bagatela que habéis olvidado desde que no tenéis jefe), os prometo que, si permitís que ese hombre cachorro vuelva con los suyos, no he de enseñaros los dientes cuando me llegue la hora de morir; esperaré la muerte sin resistencia. De esta manera, se ahorrarán a lo menos tres vidas. No puedo hacer mas. Si aceptáis lo que os digo, os ahorraréis la vergüenza de matar a un hermano que no ha cometido ningún delito... un hermano cuya vida fue defendida y comprada cuando se le incorporó a nuestra manada, de acuerdo con la ley de la selva.

—¡Es un hombre.., un hombre. un hombre! —gruñeron los lobos, y la mayor parte de ellos se agruparon en torno de Shere Khan, que se azotaba los flancos con la cola.

—En tus manos queda ahora todo el asunto —dijo Bagheera a Mowgli—. No queda ya otra cosa para ti o para mí que luchar ambos contra todos.

Mowgli se puso en pie teniendo entre sus manos la maceta de fuego. Estiró los brazos y bostezó mirando a los del Consejo; pero se sentía loco de ira y de pena al ver que los lobos, actuando como lo que eran, le habían ocultado siempre el odio que sentían por él.

—¡Escúchenme! —gritó—. No existe ninguna necesidad de que estén aquí charlando como perros. Tantas veces me dijeron ya esta noche que soy un hombre —y, a la verdad, por mi gusto hubiera sido un lobo hasta el fin de mi vida—, que empiezo a comprender que están en lo cierto. Ya, en adelante, no les llamaré hermanos míos, sino sag (perros), como los llamaría un hombre. Ustedes no son quién para decir lo que harán o dejarán de hacer.

Este asunto me corresponde a mí. Y para que puedan hacerse cargo más claramente de esto, yo, el hombre, traje aquí una pequeña porción de la Flor Roja que tanto les atemoriza, como perros que son.

Arrojó al suelo la maceta de fuego; algunas de las brasas prendieron en un montón de musgo seco, que ardió de inmediato, en tanto que retrocedía aterrorizado todo el Consejo al ver elevarse las llamas.

Luego, lanzó Mowgli sobre el fuego la rama que llevaba, y cuando se encendió chisporroteando, empezó a agitarla rápidamente por encima de los acobardados lobos.

—Ya no queda aquí más amo que tú —dijo Bagheera en voz baja—. Salva la vida a Akela; fue siempre tu amigo.

Akela, el serio y viejo lobo que jamás había pedido misericordia a nadie, dirigió a Mowgli una triste mirada, en tanto que éste se erguía completamente desnudo, la negra y larga cabellera caída sobre los hombros, iluminado por las llamas de la encendida rama que agitaba y hacía temblar a las sombras.

—¡Bueno! —prosiguió Mowgli mirando pausadamente en torno suyo—. Ya veo que no son sino unos perros. Los dejo, para irme con mi gente... si es que hay en el mundo semejante cosa. Desde hoy la selva será campo vedado para mí y debo olvidarme de su amistad. Pero me mostraré más generoso que ustedes, por la sola razón de que, excepto el ser hermano por la sangre, fui todo para ustedes, por esta sola razón les prometo que, cuando sea un hombre entre los hombres, no les haré traición, como ustedes me la hicieron a mi..

Golpeó el fuego con el pie y el aire se llenó de chispas.

—Ninguna guerra habrá entre nosotros —prosiguió—. Pero antes de dejarlos, he de saldar una deuda.

Y a grandes pasos se dirigió hacia donde se hallaba sentado Shere Khan sobre sus patas y parpadeando con aire confuso al mirar las llamas, lo cogió por el puñado de pelo que tenía bajo la barba. Bagheera lo siguió, en previsión de lo que pudiera suceder.

—¡De pie, perro! —gritó Mowgli—. ¡Levántate cuando te habla un hombre, o si no, te abrasaré la piel!

Shere Khan bajó las orejas hasta aplastarlas sobre su cabeza y entornó los ojos, porque veía muy cerca de él la rama ardiendo.

—Este cazador de reses dijo que me mataría en el Consejo, porque no pudo matarme cuando yo no era sino un cachorro. Así pagamos nosotros a los perros cuando llegamos a ser hombres. ¡Si mueves uno solo de tus bigotes, Lungri, te hundo la Flor Roja en el gaznate!

Golpeó a Shere Khan en la cabeza con la rama y gimoteó el tigre con voz plañidera, agonizante de terror.

—¡Bah! ¡Lárgate ahora, chamuscado gato de la selva! Pero deberás recordar lo que digo: cuando yo vuelva al Consejo de la Peña, como es debido que todo hombre vuelva, lo haré con mi cabeza cubierta con tu piel. Por lo demás, Akela queda en libertad de seguir viviendo, del modo que mejor le cuadre. Nadie lo matará, porque no es ésa mi voluntad.

Ni creo, tampoco, que estarán aquí más tiempo con la lengua colgando, como si fueran más que perros que yo arrojo de este lugar.

Por tanto, ¡andando!

El extremo de la rama ardía furiosamente; Mowgli empezó a vapulear con ella, a un lado y a otro, a todos los que formaban el círculo. Echaron a correr los lobos aullando al sentir que las chispas les quemaban el pelo. Y, al cabo, no quedaron sino Akela, Bagheera, y unos diez lobos que se habían puesto del lado de Mowgli.

Y entonces sintió éste en su interior un dolor como jamás lo había experimentado, y, tomando aliento, sollozó, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.

—¿Qué es esto?.. . ¿Qué es esto?... —exclamó—. No quiero abandonar la selva y no sé qué me ocurre. ¿Estoy muriéndome acaso, Bagheera?

—No, hermanito. Eso no son sino lágrimas, como las que derraman los hombres —le explicó Bagheera—. Ahora sí eres un hombre, y no sólo un cachorro humano, como antes. A la verdad, la selva se ha cerrado para ti desde hoy. Que corran, Mowgli; no son más que lágrimas.

Mowgli se sentó y lloró como si su corazón fuera a rompérsele en pedazos. Era la primera vez que lloraba.

—Ahora me iré con los hombres —dijo—; pero antes debo despedirme de mi madre.

Dicho esto, se dirigió a la cueva donde ella vivía junto con papá Lobo, y sobre su piel derramo nuevas lágrimas en tanto que los cuatro lobatos aullaban tristemente.

—¿No me olvidarán? —les preguntó Mowgli.

—Nunca, mientras podamos seguir una pista —respondieron los cachorros—. Cuando seas un hombre, llégate hasta el pie de la colina, para que hablemos contigo. Iremos también nosotros, de noche, a las tierras de cultivo y jugaremos juntos.

—¡Vuelve pronto! —dijo papá Lobo—. ¡Vuelve pronto, pequeña rana sabia, porque tu madre y yo somos ya viejos!

—¡Vuelve pronto! —repitió mamá Loba—. ¡Vuelve pronto, desnudito hijo mío! Porque... oye esto que voy a decirte...: siempre te quise más a ti, aunque seas hijo de hombre, que a mis cachorros..

—Volveré sin duda —respondió Mowgli—. Y cuando lo haga, será para extender sobre la Peña del Consejo la piel de Shere Khan. ¡No me olviden! ¡Digan a todos en la selva que ellos tampoco me olviden nunca!...

Y apuntaba el día cuando Mowgli bajó de la colina, completamente solo, para dirigirse en busca de esos seres misteriosos que se llaman hombres.

Canción de Caza de la Manada de Seeonee

Ya el sambhur baló al amanecer
¡una vez, dos veces, tres!
Saltó un gamo, un gamo saltó
del lago, do va el ciervo a beber.
Lo pude ver yo, yo solo en acecho,
¡una vez, dos veces, tres!

Ya el sambhur baló al amanecer
¡una vez, dos veces, tres!
Regresóse el lobo, tornóse atrás
para la noticia pronto llevar a los demás:
de la ansiada pista, vámonos detrás
¡una vez, dos veces, tres!

La tribu ululó al amanecer
¡una vez, dos veces, tres!
Pies que pisan, y ni huella notarás!..
¡Ojos abiertos en la noche, y ven claro al mirar!...
¡Gritos! ¡Estruendo!... ¡Torna a escuchar!...
¡Una vez, dos veces, tres!

La Casa de Kaa

Del leopardo orgullo son sus manchas,
honor del búfalo son sus cuernos.
¡Limpio! Pues del que caza se juzga
a fuerza por el color de su piel.
Si acaso el toro te embiste y aterra,
o una cornada del sambhur recibes,
por narrarlo el trabajo no abandones,
pues cosa es que tenemos ya olvidada.
Nunca del cachorro débil y ajeno abuses;
cual a un hermano debes mirarle,
que, aunque débil y torpe, es probable
que a una osa —puede ser— tenga por madre.
Nadie corno yo! —jáctase el cachorro
cuando a sus plantas ve la primera pieza.
Pero él es pequeño, y grande, la Selva:
que medite en calma, porque ahora apenas empieza.

Máximas de Baloo.

Narramos aquí lo que sucedió algún tiempo antes de que Mowgli fuera expulsado de la manada de lobos de Seeonee y tomara venganza de Shere Khan, el tigre.

Era el tiempo en que Baloo lo instruía acerca de la ley de la selva. Muy contento y ufano estaba el serio, viejo y enorme oso pardo con aquel discípulo tan listo, pues a los lobatos no les gusta aprender de la ley de la selva sino lo que se refiere a su propia manada y tribu, y se escapan en cuanto aprenden de memoria estas palabras de la Canción de Caza: "Pies que pisan sin el menor ruido; ojos que ven en plena oscuridad; orejas capaces de oír los diferentes vientos desde el cubil; blancos y afilados dientes: características son todas estas de nuestros hermanos, exceptuando a Tabaqui, el chacal, y a la hiena, que odiamos."

Pero Mowgli, como hombrecito que era, tuvo que aprender muchas cosas más.

Bagheera, la pantera negra, se acercaba en algunas ocasiones, curioseando por la selva, para ver cómo andaba su niño mimado; apoyaba la cabeza contra un árbol y escuchaba, roncando sordamente, la lección que Mowgli recitaba a Baloo. Trepaba el muchacho a los árboles casi con la misma facilidad con que andaba; nadaba casi con la misma habilidad con que corría. Por esto Baloo, el maestro de la ley, le enseñó las leyes del bosque y del agua: cómo distinguir una rama carcomida de otra sana; cómo debería hablar cortésmente a las abejas silvestres cuando, a quince metros sobre el nivel del suelo, encontrara una de sus colmenas; qué debería decirle a Mang, el murciélago, cuando tuviera que molestarlo entre las ramas, durante el día; cómo tenía que avisar a las serpientes de agua que viven en las lagunas, antes de lanzarse a las aguas, entre aquellas...

A ningún habitante de la selva le gusta que lo molesten, por lo que todos están siempre dispuestos a arrojarse sobre los intrusos. Mowgli aprendió después de todo esto la "Consigna del cazador forastero" que debe repetirse una y otra vez en voz alta hasta que sea contestada por alguien, siempre que alguno de los habitantes de la selva cace fuera de sus propios terrenos. La consigna, ya traducida, significa: "Dadme permiso para cazar aquí, porque tengo hambre." Y la respuesta dice: "Puedes cazar para buscar comida, pero no para tu recreo."

Todo esto muestra las muchas cosas que hubo de aprender Mowgli de memoria; llegaba a cansarse de tanto repetir lo mismo más de cien veces. Pero, como le dijo un día Baloo a Bagheera, con motivo de que tuvo que pegarle al muchacho y éste se marchó enojado:

—Un cachorro humano es un cachorro humano, y tengo de deber de enseñarle toda la ley de la selva.

—Pero has de tener presente que es muy pequeño. —respondió la pantera negra, pues ella, sin duda, habría mimado excesivamente a Mowgli si la hubieran dejado que lo educara a su manera—. ¿Y cómo pueden caber tus largas pláticas en una cabeza tan pequeña?

—¿Existe acaso en la selva alguna cosa que por ser pequeña no pueda matarse? No.

Ahora bien: por esa causa le enseño todo lo que le enseño, y por lo mismo le pego con mucha suavidad cuando se le olvida algo.

—¡Con suavidad! ¿Qué sabes tú de suavidades, viejo patas de hierro?—gruñó Bagheera—. Le llenaste hoy toda la cara de cardenales con tu... suavidad. ¡Vaya!...

—Valdrá más que esté lleno de cardenales de la cabeza a los pies, causados por mi, que lo quiero, que no que le ocurra alguna desgracia por ignorancia —respondió Baloo con suma gravedad—. Le enseño ahora las Palabras Mágicas de la Selva que habrán de protegerlo contra los pájaros, contra el Pueblo de las Serpientes y contra todo cuadrúpedo de caza, excepto contra su propia manada. A partir de este momento y con sólo recordar esas palabras, podrá pedir protección a todos los habitantes de la selva. ¿No vale la pena recibir algunos golpes por todo esto?

—Sí, pero cuídate de matar al hombrecito. Mira que no es un tronco de árbol en donde puedas afilar tus embotadas garras. Pero, dime, ¿cuáles son esas Palabras Mágicas, de que estás hablando? Aunque es más probable que tenga yo que prestarle ayuda a alguien, que pedirla.

—Al decir esto, Bagheera estiró una de sus patas y contempló, admirado, los acerados cinceles de sus garras—. No obstante —añadió— me gustaría saberlo.

—Voy a llamar a Mowgli y él te dirá las palabras... si es que se le antoja. ¡Ven, hermanito! —Siento la cabeza como un árbol lleno de abejas que zumban —respondió por encima de los que hablaban una voz malhumorada, y Mowgli —pues era él—, indignado, se deslizó por el tronco de un árbol, y añadió al llegar al suelo:

—¡Si acudo a tu llamado es por Bagheera y no por ti, Baloo, viejo gordinflón!

—Me da lo mismo —respondió éste, aunque le tocó en lo vivo y le apenó la respuesta—. ¡Ea! Dile a Bagheera las Palabras Mágicas de la Selva que te enseñé hoy.

—¿Las Palabras Mágicas... para qué pueblo? —interrogó Mowgli, muy complacido por la ocasión que se le ofrecía de exhibir sus conocimientos—. En la selva hay muchos lenguajes. Yo los sé todos.

—Algo de ellos sabes, pero no mucho. ¿Oyes, Bagheera? Los discípulos nunca son agradecidos con quien les enseña. Jamás ha venido a darle las gracias a Baloo por sus enseñanzas un solo lobato. ¡Vaya! Di, pues, las palabras para el pueblo cazador... ¡gran sabio!

"Tú y yo somos de la misma sangre” —recitó Mowgli, y le dio a sus palabras el acento especial del oso que usan todos los que cazan allí.

—Bueno. Ahora las que sirven para los pájaros.

Las repitió Mowgli y terminó la frase con el silbido que singulariza al milano.

—Ahora las que son para el pueblo de las serpientes —dijo Bagheera.

La contestación fue un silbido indescriptible; después, Mowgli hizo celebración de su propia habilidad una pirueta salvaje, batió palmas en celebración de su propia habilidad y de un salto subió al lomo de Bagheera, se sentó de medio lado y taloneó sobre la reluciente piel, en tanto le hacía a Baloo las muecas más horribles.

—¡Ea! ¡Ea! ¡Bien mereciste el cardenal! —dijo con ternura el oso pardo—. Algún día me lo agradecerás. Miró luego a Bagheera para decirle cómo había pedido a Hathi, el Elefante Salvaje, que sabe todas esas cosas, que le dijera las Palabras Mágicas, y cómo Hathi llevó a Mowgli a una laguna para obtener de una serpiente de agua la palabra que sirve para todas las serpientes, porque Baloo no podía pronunciarla; y en fin, cómo Mowgli podía ya considerarse a salvo de todas las contingencias que pudieran presentársele en la selva, porque no le causarían daño alguno ni las serpientes, ni los pájaros ni las fieras.

—Ya no hay motivo para temer a nadie —dedujo de lo expuesto Baloo, dándose suaves golpecitos con aire de orgullo, en el enorme y peludo Vientre.

"Excepto a los de su propia tribu" —dijo Bagheera para si.

Luego añadió, en voz alta, dirigiéndose a Mowgli: ¡un poco de cuidado con mis costillas, hermanito! ¿A qué viene tanto bailoteo?

Mowgli había estado intentando hacerse oír tirándole de la piel de las espaldillas a Bagheera y dándole fuertes talonazos.

Cuando los dos le prestaron atención, grito a voz en cuello:

—De manera que yo tendré una tribu toda mía y la dirigiré por entre las ramas durante todo el día.

—¿Qué clase de nueva locura es ésa? ¿Estás ya haciendo castillos en el aire? —dijo Bagbeera.

—Sí, y le tiraré ramas y porquería al viejo Baloo —prosiguió Mowgli—. Me lo han prometido... ¡Ah!

—¡Woof!..

La gruesa pata de Baloo arrojó a Mowgli del sitio en que descansaba sobre el lomo de Bagheera, hasta el suelo, y desde allí, donde quedó tendido frente a las patas delanteras de la pantera, pudo ver que el oso se había enfadado.

—¡Mowgli! —le dijo Baloo—. ¡Tú has hablado con los Bander—log (el pueblo de los monos)!.

Mowgli miró a Bagheera para ver si también la pantera se había incomodado, y observó que los ojos de ésta tenían una expresión tan dura como si fueran dos piedras de jade.

—Tú has estado con el pueblo de los Monos.., con los monos grises... con el pueblo sin ley... con los que comen cuanto se les presenta. ¡Qué vergüenza!

—Cuando Baloo me golpeó en la cabeza, me marché —dijo Mowgli, que seguía aún tendido de espaldas; entonces los monos grises bajaron de los árboles y se acercaron a mí, compadeciéndome Sólo ellos me hicieron caso.

Al decir esto, su voz se alteró un poco.

—¡La piedad del pueblo de los monos!... —rezongó Baloo—. ¡La inmovilidad del torrente que desciende del monte! . . ¡El fresco de un sol de verano!... ¿Y qué sucedió después, hombrecito?

—Después... después... Me dieron nueces y cosas muy buenas para comer, y... me condujeron en brazos a la parte más alta de los árboles... diciéndome que yo era su hermano, que éramos de la misma sangre, aunque yo carecía de cola, y que llegaría a ser su jefe.

—No tienen jefe —dijo Bagheera—. Mienten. Siempre han mentido.

—Conmigo se mostraron muy afables y me suplicaron que regresara a visitarlos. ¿Por qué nunca me llevaron ustedes a donde está el pueblo de los monos? Caminan en dos pies como yo. No me pegan, no tienen las patas duras... Juegan todo el día. ¡Permítanme subir a donde están ellos! ¡Baloo, malo! ¡Déjame subir! Jugaremos de nuevo.

—Atiende, hombrecito —observó el oso, y su voz retumbó como trueno en noche calurosa—.

Te instruí sobre la ley de la selva para que te sirva con todos los pueblos que existen en la selva... excepto el de los monos, que vive en los árboles. Los monos no tienen ley.

Son los repudiados por todo el mundo. No tienen lenguaje propio, sino que echan mano de palabras robadas que oyen por casualidad cuando atisban y escuchan, y están al acecho en lo alto de los árboles. Su camino no es el de nosotros. No tienen jefes.

Carecen de memoria. Alardean, charlan y pretenden ser un gran pueblo ocupado en asuntos importantísimos; pero si cae una nuez desde el árbol, revientan de risa y basta para que todo lo olviden. No nos tratamos con ellos nosotros los de la selva. No bebemos donde los monos beben; no vamos a donde los monos van; no cazamos donde ellos cazan; no morimos donde ellos mueren. ¿Acaso me oíste antes hablar de los Bandar—log?

—No —dijo Mowgli en voz muy baja, pues se había hecho silencio absoluto en el bosque cuando enmudeció Baloo.

—El pueblo de la selva los tiene desterrados tanto de su boca como de su pensamiento.

Son numerosísimos, perversos, sórdidos, procaces, y desean llamar nuestra atención. si es que puede decirse de ellos que tengan algún deseo fijo. Pero nosotros no les hacemos el menor caso, ni siquiera cuando arrojan sobre nuestra cabeza nueces e inmundicias.

No había terminado de hablar, cuando cayó de las copas de los árboles una lluvia de nueces y ramas, en tanto que se escuchaban toses, aullidos y rumor de saltos entre el ramaje.

—Al pueblo de la selva le está prohibido todo trato con el pueblo de los monos —dijo Baloo—. Acuérdate.

—¡Prohibido! —repitió Bagheera—. Pero me parece que Baloo debió haberte prevenido antes contra ellos.

—¿Yo?... ¿Yo?... ¿Cómo podía adivinar que se le ocurriría jugar con gentuza de ese jaez? ¡El pueblo de los monos! ¡Qué asco!

Una nueva lluvia cayó sobre ellos, y ambos echaron a correr hacia otro lugar llevándose consigo a Mowgli.

Era muy cierto cuanto había dicho Baloo acerca de los monos. Éstos vivían en las copas de los árboles, y como las fieras rara vez miran hacia lo alto, casi no se ofrecía ocasión de que se cruzaran por el mismo camino. Pero siempre que veían un lobo enfermo, un tigre herido o un oso, se divertían en atormentarlo; arrojaban palos y nueces a cualquier fiera, sólo a guisa de diversión y por el gusto de hacerse notar. Entonces aullaban, chillaban luego canciones sin sentido, incitando al pueblo de la selva a subir a los árboles para pelear, o bien se enzarzaban en salvajes peleas entre ellos mismos por cualquier bagatela, y dejaban después sus muertos donde pudiera verlos el pueblo de la selva. Siempre estaban a punto de nombrar un jefe, de darse leyes y usos propios, pero al cabo nunca lo lograban porque de un día a otro se les borraba todo de la memoria, y de esta manera se contentaban con repetir constantemente estas palabras: "Lo que piensan ahora los Bandar—log, toda la selva lo pensará después", y esta idea los consolaba. Ninguna fiera podía llegar hasta las alturas donde moraban; pero también es cierto que ninguna se fijaba en ellos, y de ahí su alegría cuando vieron que Mowgli iba a buscarlos para tomar parte en sus juegos, y que esto irritaba grandemente a Baloo.

No se propusieron pasar de allí, porque los Bandar—log nunca se proponen nada; pero a uno de ellos se le ocurrió una idea que le pareció excelente; se la expuso a los demás, y los persuadió de que convenía a la tribu tener consigo a una persona tan útil como Mowgli, ya que éste sabía trenzar ramas de modo que protegieran contra el viento, y por esto, si se apoderaban de él, podrían obligarlo a que les enseñara ese arte. Por supuesto, Mowgli, como hijo de leñador, heredó de su padre toda suerte de instintivas habilidades y solía construir chozas con las ramas caídas, sin pensar siquiera en que sabía hacer tales cosas. Pero al observarlo el pueblo de los monos desde lo alto de los árboles, consideraba aquel simple juego como un portento. Lo que es en esta ocasión, decían entre ellos, tendrían realmente un jefe y serían el pueblo más sabio de toda la selva... tan sabio que sería la admiración y envidia de todos. En consecuencia, siguieron con el mayor sigilo a Baloo, Bagheera y Mowgli al través de la selva, hasta que llegó la hora de la siesta. Entonces Mowgli, que en realidad sentía vergüenza de sí mismo, se durmió entre la pantera y el oso, después de resolver que no tendría más tratos con el pueblo de los monos.

Tras esto, lo único que pudo recordar fue que sintió el contacto de unas manos en sus piernas y brazos —manos duras, fuertes y chiquitas—; luego, el choque de unas ramas en la cara, y después, estar mirando hacia abajo al través del movedizo ramaje, en tanto que Baloo despertaba a toda la selva con sus ásperos gritos y Bagheera saltaba tronco arriba del árbol, mostrando todos sus dientes. Chillaron los Bandar—log con aire de triunfo, y treparon, jugueteando, a las ramas más altas, donde Bagheera no se atrevió a seguirlos.

Entre tanto, gritaban:

—¡Se ha fijado en nosotros! ¡Bagheera se fijó en nosotros! ¡Nos admira todo el pueblo de la selva por nuestra habilidad y astucia!

Empezó entonces su huida, y una huida del pueblo de los monos al través del país arbóreo es una cosa realmente indescriptible. Tienen sus caminos amplios y sus atajos, sus subidas y bajadas, todo trazado a quince, veinte o treinta metros por encima del suelo, y viajan por allí inclusive de noche, si es necesario. Dos de los monos más fuertes cogieron a Mowgli por las axilas y se lo llevaron por entre las copas de los árboles, dando saltos de casi seis metros de altura. A haber marchado completamente libres, su velocidad hubiera sido mayor, pero el peso del muchacho los entorpecía y detenía un poco. Aun cuando se sintió mareado y medio enfermo, Mowgli no pudo menos de deleitarse con aquella loca carrera, por más que lo aterrorizaran los trozos de tierra que vislumbraba allá abajo; y aquel detenerse y partir de nuevo, al final de cada balanceo en el vacío, lo mantenían con el alma en un hilo. Conducíanlo sus acompañantes hacia lo más alto de la copa de un árbol, hasta que sentía que crujían y se doblaban con su peso las ramas más delgadas de la cima, y luego, con fuerte resoplido, se arrojaban al aire, avanzando y descendiendo a un mismo tiempo; para después elevarse de nuevo y quedar colgados, por las manos o por los pies, de las ramas inferiores del próximo árbol.

Columbraba en ocasiones leguas y leguas de extensión en que todo no era sino quieta y verde selva, de igual manera que un hombre encaramado en un mástil abarca millas enteras de mar con la mirada, y entonces el ramaje le sacudía la cara y él y su guía llegaban casi al nivel del suelo. De esta manera, saltando, haciendo ruido, resoplando fuertemente y chillando, la tribu entera de los Bandar—log cruzó los caminos trazados en lo alto de los árboles llevando prisionero a Mowgli.

Hubo momentos en que temió éste que lo dejaran caer, lo que hizo que empezara a ponerse de mal humor; pero, demasiado sagaz para rebelarse abiertamente, se limitó a pensar qué haría. Lo primero que le vino a las mientes fue avisar a Baloo y a Bagheera, porque, dada la velocidad con que huían los monos, comprendía bien que sus amigos se quedarían muy rezagados. Era del todo inútil mirar hacia abajo, pues nada podía ver si no eran las puntas de las ramas a uno y otro lado. Dirigió, pues, sus ojos hacia arriba, y logró distinguir a lo lejos, en la inmensidad azul, a Rann, el milano, que se balanceaba describiendo curvas en el aire en tanto que vigilaba la selva y esperaba que los seres se murieran en ella. Y así, vio Rann que los monos se habían apoderado de algo que se llevaban, y abatió el vuelo unos centenares de metros para indagar si aquella presa era comestible. Al ver a Mowgli arrastrado hacia lo más alto de la copa de un árbol y al oírle gritar, se sorprendió mucho el milano y le contestó con un silbido: "Tú y yo somos de la misma sangre." La oleada del ramaje se cerró por encima del muchacho, pero Rann, con un balanceo, se dirigió al árbol más próximo en el preciso instante en que asomó de nuevo la cara morena de Mowgli.

—¡Sigue mi pista! —gritó éste—. ¡Avisa a Baloo, de la manada de Seeonee, y a Bagheera, del Consejo de la Peña!

—¿En nombre de quién, hermano? —preguntó Rann que nunca había visto a Mowgli, pero que desde luego había oído hablar de él.

—En nombre de Mowgli, la Rana. ¡El hombrecito me llaman! ¡Sigue mi pista!...

Las últimas palabras hubo de proferirlas cuando de nuevo lo balanceaban en el aire, pero Rann movió la cabeza, asintiendo, y se elevó hasta que su tamaño se tornó no mayor que un grano de polvo, y allí remontado observó con el telescopio de sus ojos el movimiento de las copas de los árboles al paso de la escolta de monos que conducían a Mowgli.

—No se alejarán mucho, no —profirió con risa ahogada—. Nunca llevan a término feliz lo que empiezan a hacer. Los Bandar—log pican siempre aquí y allá en cosas nuevas. Pero en esta ocasión, o yo estoy ciego, o picaron en algo que les dará quehacer, porque Baloo no es ningún polluelo que se caiga del nido, y yo sé que Bagheera es muy capaz de matar algo más que cabras.

Al decir esto, se meció en el aire, abiertas las alas y recogidas las patas bajo el cuerpo, y esperó.

Entre tanto, Baloo y Bagheera se sentían locos de furor y de pena. Bagheera se subió a los árboles hasta donde nunca antes se atreviera a llegar; pero se quebraron bajo su peso las ramas delgadas y resbaló hasta el suelo, con las garras llenas de cortezas.

—¿Por qué no le avisaste al hombrecito? —le decía rugiendo al pobre Baloo, que sostenía un trote algo pesado con la esperanza de adelantarse a los monos—. ¿De qué sirvió que casi lo mataras a golpes si no lo previniste contra esto?

—¡De prisa! ¡De prisa! Todavía... podría ser que lo alcanzáramos —respondió Baloo jadeando..

—¡Al paso que vamos!... No alcanzarías ni a una vaca herida. Maestro de la ley... azota cachorros... con que tuvieras que moverte del modo como lo haces durante un cuarto de legua de distancia, sería suficiente para que reventaras. ¡Descansa y piensa! Traza un plan. No es este el momento de perseguirlo. Podrían dejarlo caer si lo seguimos muy de cerca.

¡Arrula!... ¡Woo!... Quizás lo hicieron ya, cansados de llevarlo. ¿Quién puede fiarse de los Bandar—log? i Acumula murciélagos muertos sobre mi cabeza! ¡Dame por toda comida huesos negros! ¡Méteme en una colmena de abejas silvestres para que me maten a picaduras y luego entiérrame al lado de una hiena, porque soy el más desdichado de cuantos osos existen! ¡Arulala!... ¡Wahooa!... ¡Oh! ¡Mowgli! ¡Mowgli! ¿Por qué no te previne contra el pueblo de los monos, en vez de romperte la cabeza? ¿Cómo saber si por los golpes que le di le saqué de la memoria la lección del día, y ahora se hallará solo en la selva sin la ayuda de las palabras mágicas?

Y Baloo se cogió la cabeza con las patas y se arrastró gimoteando.

—Al menos hace un momento me dijo a mí todas las palabras correctamente —replicó Bagheera, impaciente—. Baloo —prosiguió— has perdido la memoria y el respeto propio.

¿Qué pensaría de mí la selva toda, si yo, la pantera negra, me hiciera una bola como Ikki, el puerco espín, y empezara a aullar?

—¿Qué me importa lo que la selva piense? A esta hora, quizás él ha muerto ya.

—Si no lo dejaron caer por juego, o si no lo mataron por pereza, no creo que debamos temer por el hombrecito. Es listo y está bien enseñado, y, sobre todo, cuenta con sus ojos que atemorizan a todo el pueblo de la selva. Pero —y este es un grave mal que hay que reconocer—, está en poder de los Bandar—log, que, por vivir en los árboles, no le tienen miedo a nuestra gente.

Al decir esto, Bagheera se lamió una de sus patas delanteras con aire preocupado.

—¡Tonto de mí! ¡Oh! ¡Cuán gordo y moreno, cuán tonto desenterrador de raíces soy! —exclamó Baloo desenroscándose de un brinco—. Es una gran verdad lo que dice Hathi, el elefante salvaje, cuando afirma que "cada quien tiene su miedo peculiar". Ahora bien: los Bandar—log temen a Kaa, la serpiente de la Peña. Sabe encaramarse tan bien como ellos; les roba sus hijos por la noche. Su solo nombre les hiela de espanto hasta las endiabladas colas. Vayamos a ver a Kaa.

—¿Y qué puede hacer? No es de nuestra tribu, puesto que no tiene patas... Además, la maldad está escrita en sus ojos... —dijo Bagheera.

—Es muy vieja y muy astuta. Ante todas las cosas, hay que pensar en que siempre está hambrienta —respondió Baloo esperanzado—. Prométele muchas cabras.

—No bien se come una, duerme un mes entero. Muy bien pudiera suceder que estuviese durmiendo ahora. Pero, ¿sí se le antojara preferir matar cabras por su propia cuenta? —Bagheera, que sabía muy pocas cosas de Kaa, se inclinaba naturalmente a desconfiar.

—En tal caso, vieja cazadora, tú y yo juntos la haríamos mostrarse razonable. —Al decir esto Baloo frotó su hombro, de un desteñido color moreno, contra la pantera, y ambos fueron en busca de Kaa, la serpiente pitón que vive en la Peña.

La hallaron tendida al sol en el tibio reborde de una roca, admirando, deleitada, su hermosa piel nueva, pues acababa de pasar diez días en el más completo retiro para mudarla, y ahora estaba a la verdad espléndida, con la enorme cabeza roma a lo largo del suelo, y tenía enroscado el cuerpo de nueve metros de largo en fantásticos nudos y curvas, y se relamía al pensar en la próxima comida.

—Está en ayunas —dijo Baloo con un gruñido de satisfacción en cuanto vio la hermosa piel moteada de amarillo y de color de tierra—. ¡Mucho cuidado, Bagheera! Siempre queda medio ciega después del cambio de piel y tiende a atacar con la mayor facilidad..

Kaa no era serpiente venenosa —y la verdad despreciaba por cobardes a las de tal clase—; su poder estribaba en la fuerza de su presión, y cuando había envuelto a alguien en sus enormes anillos, ya podía darse por terminada la lucha.

—¡Buena caza! —gritó Baloo sentándose sobre sus cuartos traseros.

Kaa era bastante sorda como todas las serpientes de su especie y no oyó bien al principio lo que le decían.

Por lo que pudiera suceder, se enrolló en forma de espiral y mantuve baja la cabeza.

—¡Buena caza para todos! —respondió—. ¡Ah! ¿Eres tú Baloo? ¿Y qué haces por aquí?

¡Buena caza, Bagheera! Uno de nosotros necesita comer, cuando menos. ¿Saben si hay algo a la mano por allí? ¿Por ejemplo, algún gamo, aunque sea joven? Estoy vacía como un pozo seco.

—Vamos de caza —dijo Baloo negligentemente, porque esto lo sabía él bien— con Kaa no hay que apresurarse; es muy grande para andarse con prisas.

—Permítanme que vaya con ustedes —suplicó Kaa—. Nada significa para Bagheera y Baloo un zarpazo de más o de menos. En cambio, yo... yo tengo que esperar días y días en alguna senda del bosque, o emplear media noche para subirme a los árboles, y luego debo tener mucha suerte para tropezar con algún mono joven. ¡Pss naw! Las ramas de ahora no son ya como lo eran cuando yo era joven. Las más tiernas están podridas, y secas las mayores.

—Es probable que tu enorme peso signifique algo en este asunto —dijo Baloo.

—Pues sí; no me falta longitud... no me falta... —respondió Kaa con un dejo de orgullo—. Pero así y todo, la culpa no es mía sino del ramaje nuevo. Poco faltó, muy poco.., para que me cayera en mi última cacería, y, como no estaba agarrada al tronco del árbol con mi cola, el ruido que hice despertó a los Bandar—log, que empezaron a insultarme.

—"Lombriz de tierra, amarilla y sin patas" —murmuró entre dientes Bagheera como si tratara de recordar algo.

—¡Ssss! ¿Me llamaron eso alguna vez? —preguntó Kaa.

—Algo parecido nos gritaron a nosotros durante el último cuarto de luna pasado, pero no les hicimos ningún caso; Capaces son de decir cualquier cosa... Por ejemplo, que te has quedado sin dientes, y que no osas hacerle frente a algo que sea mayor que un cabrito, porque... (¡vaya!, que son desvergonzados esos Bandar—log) porque les tienes miedo a los cuernos —continuó diciendo suavemente Bagheera.

Ahora bien: raras veces da muestras de cólera una serpiente, sobre todo una serpiente pitón tan circunspecta como era Kaa. Pero Baloo y Bagheera pudieron ver en ese momento cómo los enormes músculos que Kaa tiene a cada lado del cuello se movían e hinchaban.

—Los Bandar—log huyeron de su acostumbrado terreno —dijo calmosamente—. Oí sus gritos en las copas de los árboles hoy, cuando salí a tomar el sol.

—Precisamente.. . precisamente nosotros vamos siguiendo su pista. —respondió Baloo.

Pero las palabras se le atoraron en el gaznate porque, si la memoria no lo engañaba, aquélla era la primera vez que alguien, perteneciente al pueblo de la selva, confesaba su interés por algo que hicieran los monos.

—Sin duda debe ser muy importante lo que obliga a dos cazadores como ustedes, jefes y directores entre los suyos, a seguir los pasos de los Bandar—log —observó Kaa afablemente, pero llena de curiosidad.

—A decir verdad —empezó Baloo—, yo no soy sino el anciano maestro de la ley, a las veces bastante tonto, encargado de enseñársela a los lobatos de Seeonee, y Bagheera, aquí presente....

—Es Bagheera —dijo la pantera negra, cerrando las quijadas con un golpe seco, porque no estaba para modestias—. Esto es lo que nos ocurre, Kaa: esos ladrones de nueces y de hojas de palmera se robaron a nuestro hombrecito, de quien quizás has oído hablar.

—Algo le oí a Ikki (cuyas púas son motivo de presunción para él), acerca de una especie de hombre admitido en una manada de lobos. Pero no creí nada de eso. Ikki siempre anda con cuentos que oye mal y cuenta peor.

—Pero. en el caso presente dijo la verdad. El hombrecito es tal, como jamás hubo otro como él —dijo Baloo—. El mejor, el más inteligente, el más apuesto de todos... mi discípulo que hará célebre el nombre de Baloo en todas las selvas.., y, ¡bueno!, yo... o mejor dicho... nosotros, lo queremos de veras, Kaa.

—¡Ts! ¡Ts! —respondió ésta, y sacudió la cabeza—; también yo supe lo que es querer.

¡Podría narrarles cosas que...!

—Que exigirían una noche clara y un estómago lleno para apreciarlas debidamente —dijo Bagheera con prontitud—. Nuestro hombrecito está ahora en poder de los Bandar—log, y nos consta que a nadie temen ellos más que a Kaa, de todo el pueblo de la selva.

—A nadie más que a mí, y no les falta razón —respondió Kaa—. Charlatanes, locos y vanos... vanos, locos y charlatanes: así son los monos. Pero si entre ellos hay algo humano, corre peligro. Les cansa pronto la nuez que cogen, y la tiran. Son capaces de cargar una rama durante medio día, proponiéndose hacer grandes cosas con ella, y luego la parten en dos pedazos. No es digno de envidia, a la verdad, el hombrecito ése. Al insultarme, ¿no me llamaron también pez amarillo?... ¿Eh?

—Lombriz... lombriz.., lombriz de tierra —respondió Bagheera—; y otras cosas más que ahora no puedo repetir por vergüenza.

—Habrá que enseñarles a expresarse con más respeto de su maestro. ¡Aaa—sss!

Deberemos refrescarles un tanto la memoria. Pero, díganme, ¿a dónde se llevaron al cachorro?

—Sólo la selva puede saberlo. Me parece que hacia el lado donde se oculta el sol.

Creíamos que tú lo sabrías, Kaa.

—¿Yo? ¿Y cómo? Acostumbro apoderarme de ellos cuando se me ponen a la mano, pero no voy a cazar a los Bandar—log, ni a las ranas, ni a esa espuma verde que hay en las lagunas, y que, para el caso, da lo mismo.

—¡Eh! ¡eh! ¡eh! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Mira hacia arriba, Baloo, de la manada de lobos de Seeonee!...

Baloo miró hacia arriba para ver de dónde salía la voz que lo llamaba, y vio a Rann, el milano, que descendía, deslizándose por el espacio con las alas desplegadas en cuyos bordes, vueltos hacia arriba, brillaba el sol. Ya casi era la hora del sueño para Rann, pero hasta ese momento había estado buscando por toda la selva a Baloo, sin encontrarlo, por culpa del espeso follaje.

—¿Qué sucede? —interrogó Baloo.

—Vi a Mowgli entre los Bander—log. él mismo me encargó que te lo dijera. Estuve al acecho; lo llevaron al otro lado del río... a la ciudad de los monos. . a las moradas frías.

Lo mismo optarán por quedarse allí una noche que diez, o que un rato. Encargué a los murciélagos que vigilaran durante las horas de oscuridad. Es cuanto tengo que decirte.

¡Buena suerte para todos!

—¡Buena suerte, que llenes el buche y duermas bien, Rann! —gritó Bagheera—. No te olvidaré en mi próxima caza: reservaré para ti la cabeza de lo que mate, porque eres el mejor de todos los milanos.

—Lo que hice no es nada.., no es nada. El muchacho recordó y dijo las palabras mágicas, y yo no pude menos que cumplir con mi deber —respondió Rann elevándose por el aire trazando círculos para dirigirse a su escondrijo..

—¡Vamos! Veo que no perdió la lengua —dijo Baloo con una sonrisa de satisfacción y orgullo—. ¡Y pensar que, siendo tan joven, recordó las palabras mágicas que sirven para los pájaros, en el mismo momento en que lo llevaban al través de los árboles!.

—¡Bien que se las metiste en la cabeza! —respondió Bagheera—. Pero estoy orgullosa de él.

Ahora, vamos a las moradas frías.

Todo el pueblo de la selva sabe dónde está aquel lugar, pero ninguno de ellos va nunca allí, porque lo que llaman las moradas frías es una antigua ciudad abandonada, perdida y hundida en la selva, y en contadas ocasiones se ve que las fieras habiten un lugar donde antes habitaron los hombres. Hará esto el jabalí, pero no las tribus cazadoras. Por lo demás, aun los monos vivían allí tan poco como en cualquier otro sitio fijo, y ningún animal que se respete se acercará hasta la distancia que alcance la vista, excepto en las épocas de sequía, cuando conservaban un poco de agua las cisternas medio arruinadas y los estanques.

—Media noche nos tomará hacer la jornada.., yendo a toda velocidad —dijo Bagheera, y esto hizo que Baloo se pusiera muy serio.

—Iré tan rápidamente como pueda —respondió ansiosamente.

—No nos atrevemos a esperarte. Síguenos, Baloo; Kaa y yo no podemos ir a paso tardo.

—Con pies o sin pies, puedo correr tanto como tú con los cuatro que tienes dijo Kaa lacónicamente.

Baloo se esforzó en acelerar el paso, pero al cabo tuvo que sentarse echando los bofes.

Y así, lo dejaron para que fuera más despacio, en tanto que Bagheera se adelantaba con el rápido galope propio de la pantera.

Kaa no dijo palabra, pero, por más que corriera Bagheera, la enorme serpiente pitón de la Peña no se dejaba adelantar. Al llegar a una torrentera llena de agua, venció Bagheera, porque la atravesó de un salto, mientras Kaa tenía que nadar, con la cabeza y una pequeña parte del cuello fuera del agua. Mas, al llegar de nuevo a tierra, pronto la serpiente recuperó la distancia perdida.

—¡Por la cerradura que me dio la libertad, afirmo que eres andadora! —exclamó Bagheera al disiparse la última luz del crepúsculo.

—Es que tengo hambre —respondió Kaa—. Además, me llamaron rana con manchas...

—Lombriz... lombriz de tierra... y amarilla de añadidura.

—Lo mismo da. Sigamos adelante.

Y parecía como si Kaa se derramara por encima de la tierra, buscando con ojo certero el camino más corto y siguiéndolo estrictamente. Allá en las moradas frías, los monos, en lo que menos podían pensar, era en los amigos de Mowgli.

Habiéndose llevado al muchacho a la ciudad perdida, quedaron con eso muy satisfechos por el momento. Jamás Mowgli, hasta entonces, había visto ninguna ciudad india, y aunque aquélla no fuera sino un montón de ruinas, le pareció espléndida y maravillosa.

Tiempo atrás la había edificado un rey en la cumbre de una colina, y todavía podía adivinarse el trazo de las calzadas de piedra que conducían a las destrozadas puertas cuyas últimas astillas colgaban de los goznes, comidos del moho. Crecían árboles a uno y otro lado de las paredes. Las almenas yacían hechas pedazos, y a lo largo de los muros pendían de las ventanas las enredaderas silvestres en grandes y apretadas masas.

La colina estaba coronada por un gran palacio sin techo; el mármol de patios y fuentes estaba rajado y cubierto de manchas rojas y verdes; en los mismos pisos empedrados de los patios donde solían vivir los elefantes del rey, las piedras estaban separadas por la hierba y los árboles nuevos que crecían entre ellas. Desde el palacio podían verse numerosas hileras de casas sin techo que habían formado parte de la ciudad y que ahora eran como destapadas colmenas llenas tan sólo de negras sombras. Podía verse también.

la informe piedra que había sido un ídolo en la plaza donde desembocaban cuatro avenidas; y los hoyos y hoyuelos en las esquinas de las calles donde en otro tiempo existieron pozos públicos; y las rotas cúpulas de los templos con higueras silvestres que crecían a los lados.

Los monos llamaban a ese lugar su ciudad y despreciaban al pueblo de la selva porque vivía en el bosque. No obstante, nunca supieron para qué se habían levantado aquellos edificios ni cómo debían usarlos. Se sentaban formando círculos en la antecámara de la real sala del consejo, y se rascaban buscándose las pulgas y dándoselas de hombres.

O bien, entraban y salían corriendo de aquellas salas sin techo, recogían pedazos de yeso y ladrillos viejos, llevándolos a un rincón, para olvidarse al momento siguiente del lugar donde los habían escondido y empezar a pelearse y a gritar en vacilantes grupos, poniéndose luego, de pronto, a jugar, subiendo y bajando por las terrazas del jardín real, sacudiendo los rosales y los naranjos por diversión para ver caer las flores y los frutos.

Ya habían explorado todos los pasadizos y caminos subterráneos que había en el palacio, y los centenares de oscuras pequeñas salas; pero nunca se acordaron de lo que vieron o dejaron de ver, y así se paseaban de uno en uno, por pares o por grupos, y se decían los unos a los otros que hacían lo mismo que hacen los hombres. Bebían en las cisternas, ensuciaban el agua, armaban peleas por esta causa y después, en montón, se lanzaban juntos gritando: "No hay nadie en la selva tan sabio, probo, inteligente, fuerte y discreto como los Bandar—log." Volvían entonces a las andadas, hasta que, al fin, se cansaban de estar en la ciudad y regresaban a las copas de los árboles abrigando la esperanza de que se fijara en ellos el pueblo de la selva.

A Mowgli no le gustó este género de vida, ni llegó a entenderlo, porque había sido educado según la ley de la selva. Tocaba a su fin la tarde cuando los monos se lo llevaron a las moradas frías, y, en vez de irse a dormir, como hubiera hecho Mowgli después del largo viaje, se cogieron de las manos y empezaron a bailar y a cantar las canciones más disparatadas. Uno de los monos les echó un discurso en el que afirmó que la captura de Mowgli marcaba un hito nuevo en la historia de los Bandar—log, porque les ensenaría a construir, con palos y cañas, un refugio contra la lluvia y el frío.

Mowgli cogió algunas enredaderas y empezó a entretejerlas, y los monos trataron de imitarlo; pero al cabo de pocos minutos dejó de interesarles aquello y empezaron a estirarse la cola los unos a los otros, o a saltar, puestos a gatas y tosiendo.

—Quisiera comer —dijo Mowgii—. Soy forastero en esta parte de la selva. Denme comida, o permiso para cazar aquí.

Veinte o treinta monos saltaron rápidamente fuera del recinto para traerle nueces y papayas silvestres. Pero en el camino se enzarzaron en una pelea y les pareció luego demasiada molestia regresar con los restos de aquellos frutos.

Mowgli sentía el cuerpo dolorido, estaba tan malhumorado como hambriento; anduvo errante por la ciudad abandonada, lanzando de cuando en cuando el grito de caza de los forasteros; pero, al no contestarle nadie, se convenció de que a la verdad había ido a parar a un lugar pésimo.

—Cuanto dijo Baloo respecto de los Bandar—log no es más que la verdad —pensó—. No tienen ley, ni grito de caza, ni jefes... No más que loca palabrería y unas manos muy pequeñas y muy ladronas. Por tanto, si me matan de hambre o de cualquier otra manera, a nadie podré culpar más que a mí mismo. Pero he de hacer todo lo posible por volver a mi propia selva. Baloo me pegará, ciertamente, pero prefiero eso que ir estúpidamente a caza de las hojas de rosal en compañía de los Bandar—log.

No bien llegó a las murallas de la ciudad, lo hicieron retroceder los monos, diciéndole que no se daba cuenta de la felicidad que le había caído con estar allí, y le pellizcaban para enseñarle a ser agradecido. Apretó Mowgli los dientes y nada dijo, pero se dirigió, entre el alboroto producido por los monos, a una terraza ubicada sobre los depósitos de piedra roja destinados al agua y que entonces se hallaban llenos a medias. En el centro de la terraza había un cenador de mármol blanco construido para uso de reinas que habían muerto hacía cien años. Su techo, en forma de cúpula, se encontraba medio hundido, y, al caer, había obstruido el pasadizo subterráneo que comunicaba con el palacio, y que en otro tiempo estaba abierto para que por él pudieran pasar las reinas.

Pero las paredes estaban hechas de una suerte de biombos de mármol recortado, y era una hermosísima labor calada, blanca como la leche, con incrustaciones de ágata, cornalina, jaspe y lapislázuli. Cuando la luna se asomé tras la colina, brilló al través de los calados, y proyecté sobre el suelo sombras parecidas a un bordado de terciopelo negro. Por más lastimado de los lomos, soñoliento y muerto de hambre que se sintiera Mowgli, no pudo menos de reír cuando veinte de los Bandar—log, hablando a la vez, empezaron a decirle lo grandes, inteligentes, fuertes y cuerdos que eran, y la locura que él había cometido al pretender escapar de ellos.

—Somos grandes, somos libres, somos admirables. El más admirable pueblo que hay en toda la Selva, somos nosotros. Todos decimos esto, de donde se sigue que tiene que ser verdad —gritaban—. Pero, ésta es la primera vez que puedes escucharnos, y seguramente tendrás ocasión de repetir nuestras palabras al pueblo de la selva para que en adelante se fije en nosotros; por tanto, diremos cuanto se refiere a nuestras valiosísimas personas.

Mowgli no objeté nada a esto. Los monos, varios centenares, se reunieron en la terraza para escuchar a sus propios oradores. estos entonaban alabanzas a los Bandar—log, y cuantas veces uno de los oradores callaba durante un instante para tomar aliento, los demás gritaban al unísono:

—¡Muy cierto! ésa es también nuestra opinión!

Mowgli afirmaba con la cabeza y parpadeaba, añadía un "sí" cuando le preguntaban algo y sentía que le daban vahídos, aturdido por el alboroto.

Tabaqui el chacal —pensaba— seguramente mordió a todos éstos, y por eso se volvieron locos. A la verdad esto es dewanee, la locura. ¿No dormirá nunca esta gente? Por allá veo una nube que cubrirá a la luna. ¡Ojalá la nube sea bastante grande! Así podría escaparme, amparándome en la oscuridad. Pero me siento fatigado.

Al mismo tiempo que Mowgli, dos amigos de él miraban aquella misma nube desde los fosos, cegados a medias, que circundaban las murallas de la ciudad. Bagheera y Kaa sabían lo peligroso que era enfrentarse con el pueblo de los monos cuando éstos se reunían en crecido número, y no querían arriesgarse demasiado. Porque los monos nunca aceptan la lucha, como no sea en proporción de cien a uno y pocos son los habitantes de la selva que aceptan tan desiguales condiciones.

—Me dirigiré al lado oeste de la muralla —musitó Kaa en voz tan baja que pareció un susurro—; desde allí me lanzaré rápidamente, aprovechando el declive del terreno. A mí no se me echarán encima a centenares, pero...

—Yo sé lo que haré. ¡Si Baloo estuviera aquí!... Pero tendremos que limitarnos a lo que podamos. Cuando esa nube cubre la luna al pasar junto a ella, iré a la terraza. Están allí celebrando una suerte de consejo para hablar del muchacho.

—¡Buena caza! dijo Kaa con aire fiero y se deslizó suavemente hacia el lado occidental del muro.

Era éste, por casualidad, el que se encontraba mejor conservado; la enorme serpiente tardó un poco en encontrar un camino transitable por entre las piedras.

La nube cubrió la luz de la luna. Cuando Mowgli se preguntó qué iba a acontecer entonces ahí, oyó los ligerísimos pasos de Bagheera que estaba ya en la terraza. Había subido el declive casi sin ruido y empezó de inmediato a repartir golpes —ya que comprendió que morder sería perder el tiempo— a derecha y a izquierda entre la multitud de monos que, en torno de Mowgli, estaban sentados en círculos de cincuenta o sesenta de fondo.

Se escuchó un aullido general de miedo y de rabia, y entonces, al tropezar Bagheera con los cuerpos que rodaban por el suelo pateando debajo del suyo, uno de los monos chilló:

—¡Nada más es uno, uno solo! ¡Mátenlo! ¡Mátenlo!

Se arrojó contra Bagheera un desordenado montón de monos que mordían, arañaban, rasgaban y arrancaban cuanto les salía al paso, en tanto que cinco o seis se apoderaron de Mowgli, lo arrastraron a lo alto del cenador y lo metieron por un agujero de la rota cúpula y lo dejaron caer dentro de ella. Hubiera sufrido serio daño cualquier muchacho educado entre los hombres, pues la caída, cuando menos, fue de cuatro metros de altura; pero Mowgli cayó de pie, tal como Baloo lo había enseñado.

—Allí te quedas —le gritaron— hasta que matemos a tus amigos, y luego vendremos a jugar contigo... si te dejó con vida el pueblo Venenoso.

—¡Ustedes y yo somos de la misma sangre! —dijo Mowgli apresurándose a decir las palabras mágicas que sirven para las serpientes. Oía claramente roces y silbidos entre las piedras que lo rodeaban, y, para mejor asegurarse, tornó a gritar lo mismo.

—¡Esss verdad! ¡Ustedes! ¡Abajo las capuchas! —exclamaron media docena de voces muy suaves; cada sitio en ruinas se convierte en la India, tarde o temprano en morada de serpientes y el antiguo cenador era un hervidero de cobras—. Permanece quieto, hermanito, para que tus pies no nos lastimen.

Mowgli procuró mantenerse lo mas quieto posible; miraba al través de los calados de mármol y escuchaba el ruido de la rabiosa lucha que los monos libraban contra la pantera negra: eran aullidos, rechinar de dientes y golpes secos de la refriega; y asimismo se percibía el profundo y ronco resoplido de Bagheera mientras retrocedía, avanzaba, se revolvía o se hundía bajo las enormes masas de sus enemigos. Por primera vez en su vida, Bagheere luchaba únicamente por salvar su propio pellejo.

Por aquí cerca debe andar Baloo porque Bagheera no se hubiera arriesgado a venir sola —pensó Mowgh.

Y entonces gritó:

—A las cisternas. Bagheera, a las cisternas! ¡Vete a ellas y zambúllete dentro. ¡Al agua!

Al escuchar la voz de Mowgli, Bagheera supo que estaba el muchacho a salvo, y entonces sintió renacer sus fuerzas. Desesperadamente, metro a metro y repartiendo golpes en silencio, se abrió camino en dirección de las cisternas.

En ese momento, desde el muro en ruinas que estaba mas próximo a la selva, se elevó el rugiente grito de guerra de Baloo. El buen oso. hizo todo cuanto pudo; pero aun así, no le fue posible llegar antes.

—¡Bagheera, aquí estoy! —gritó—. ¡Ahora subo! ¡Corro en tu ayuda! ¡Ahuworaaa!

¡Resbalan las piedras bajo mis plantas, pero espérame! ¡Ah, infames Bandar—log!

Llegó a la terraza casi sin aliento, e inmediatamente su cuerpo desapareció, hasta el cuello, bajo una verdadera oleada de monos; pero se plantó resueltamente en dos pies, abrió los brazos, cogió entre ellos el mayor número posible de enemigos y empezó a golpeados con un no interrumpido ¡paf! ¡paf! ¡paf! que parecía el chapoteo de una rueda de palas. El ruido de algo que cayó en el agua hizo saber a Mowgli que Bagheera había logrado abrirse paso hasta la cisterna, en la que ya no podían perseguirla los monos.

Hallábase echada la pantera, respirando anhelosamente por la boca con el agua hasta el cuello, en tanto que los monos la vigilaban desde los rojos escalones sentados en filas de tres en fondo; subían y bajaban rabiosamente, prestos a saltar sobre ella, desde todos los lados a la vez, si ella intentaba salir para ayudar a Baloo.

Fue entonces cuando Bagheera levantó la cabeza —el agua le chorreaba de la barba—, y, perdida ya toda esperanza, lanzó en busca de protección el grito que sirve para las serpientes: "Tú y yo somos de la misma sangre"; creyó que, en el último minuto, Kaa se había vuelto atrás. Inclusive Baloo, medio ahogado bajo la masa de monos que no lo dejaba avanzar en el borde de la terraza, no pudo reprimir la risa cuando oyó que la pantera negra pedía auxilio.

Pero en aquellos precisos momentos Kaa se acababa de abrir paso entre el muro situado hacia el oeste; el último esfuerzo que hizo para trasponerlo, hizo que se produjera un desprendimiento en las piedras de la albardilla, y una piedra rodó hasta el fondo del foso. No quiso desperdiciar ninguna de las ventajas que le proporcionaba aquel terreno; se enroscó y desenroscó varias veces para comprobar que su cuerpo tenía amplia capacidad para trabajar con lucimiento.

Hizo esto en tanto que se desarrollaba la lucha en que Baloo desempeñaba el principal papel; en tanto que en derredor de Bagheera, en la cisterna, aullaban los monos, y mientras Mang, el murciélago, volando de un lado a otro, llevaba la noticia de la gran batalla por toda la selva, de tal manera que inclusive Hathi, el elefante salvaje, empezó a dar bramidos, y a lo lejos, grupos dispersos de monos que se despertaron, fueron brincando entre los arboles, a prestar ayuda a sus compañeros de las moradas frías, al mismo tiempo que se ponían alerta todas las aves diurnas de algunas leguas a la redonda.

Entonces, rápidamente, Kaa atacó en línea recta, sintiendo el vivo deseo de matar. Todo el poder que tiene en la lucha una serpiente pitón, estriba en el empuje con que su cabeza embiste, apoyada por el fuerte y pesado cuerpo. Si se imagina el lector una lanza, un ariete o un martillo que pese media tonelada, y que pueda ser movido por una inteligencia, fría, calmosa, que resida en el mango o en el asta, tendrá una idea aproximada de lo que era Kaa en el terreno de la lucha. Una serpiente pitón, de no más de un metro, o un metro y medio de longitud, puede perfectamente derribar a un hombre si se lanza contra él de frente y le pega en mitad del pecho. Pues bien: hay que recordar que Kaa medía nueve metros de largo. Su primera embestida fue contra el centro de la tremenda masa que rodeaba a Baloo. Fue una arremetida a boca cerrada, silenciosa. No necesitó ir acompañada de la segunda. Los monos huyeron en desbandada, gritando:

—;Kaa! ¡Es Kaa! ¡Huyan! ¡Huyan!

Generaciones enteras de monos habían aprendido a hacer lo que era debido en presencia de Kaa, gracias a las narraciones que sobre ésta habían escuchado de sus mayores; sobre ésta, a quien llamaban ladrona nocturna, que podía deslizarse a lo largo de las ramas de los árboles con el mismo silencio con que crece el musgo, y llevarse consigo al mono más fuerte que jamás vivió en el mundo; sobre la vieja Kaa. que tenía suma pericia para tomar el aspecto de una rama muerta o de un tronco de árbol carcomido, de tal manera que hasta los más hábiles se engañaban, hasta que el tronco se apoderaba de ellos. Kaa, representaba para los monos lo más temible de la selva, porque ninguno de ellos sabía hasta dónde llegaba su poder; ninguno osaba mirarla cara a cara, y jamás nadie salió con vida de entre sus anillos.

Por todo esto, muertos de miedo, huyeron hacia los muros y los techos de las casas, y, al cabo, Baloo pudo respirar. Su piel era más gruesa que la de Bagheera, pero había sufrido gravemente en la lucha.

Por primera vez, abrió Kaa la boca y emitió un largo silbido, que era una de sus palabras; esto hizo que los monos que acudían presurosos desde lejos en defensa de sus hermanos de las moradas frías, detuviéranse instantáneamente en el lugar donde estaban, completamente acobardados, y su peso hacía doblar y crujir las ramas. Cesó la algazara de los que se encontraban sobre los muros y las casas vacías, y, en medio del silencio que reinó en la ciudad, Mowgli oyó a Bagheera sacudiéndose de encima el agua, al salir de la cisterna..

De nuevo estalló entonces la algarabía de antes. Los monos se encaramaron por los muros a mayor altura; asiéndose al cuello de los grandes ídolos de piedra, chillaron saltando por los almenados muros. Y mientras esto acontecía, Mowgli, bailoteando en el cenador, miraba por los calados del mármol y graznaba como un búho en son de burla para demostrar su alegría.

—Saca al hombrecito fuera de esa trampa, pues yo ya no puedo hacer nada más —dijo Bagheera casi sin aliento—. Cojámoslo y vámonos; podría ser que de nuevo nos atacaran.

—No se atreverán a moverse hasta que yo se los mande. ¡Quietos! ¡Asssi! —silbó Kaa, y una vez más la ciudad quedó en silencio.

Continuó Kaa, dirigiéndose a Bagheera:

—No pude venir antes, hermana; pero me pareció haberte oído llamar...

—Puede ser... puede ser que haya gritado en mitad de la lucha respondió Bagheera—.

Baloo, ¿te hicieron daño?

De tanto estirarme, no estoy muy seguro de que no me hayan convertido en un centenar de pequeños oseznos —respondió gravemente Baloo, alargando una pata y luego la otra—.

¡Wow!. .. Tengo todo el cuerpo dolorido... Kaa, creo que a ti te debemos la vida Bagheera y yo...

—¡Qué más da! ¿Dónde está el hombrecito?

Aquí en la trampa! No puedo trepar para salir de ella —gritó Mowgli. Veía sobre su cabeza la curva de la rota cúpula.

—Sáquenlo de aquí. Baila y baila como Mao, el pavo real, y aplastará a nuestros pequeñuelos —dijeron desde dentro las cobras.

—¡Ja, ja, ja! —se rió Kaa—. Donde quiera tiene amigos este hombrecito. Échate un poco hacia atrás. Y ustedes, Pueblo Venenoso, escóndanse. Derribaré la pared.

Kaa examinó detenidamente para descubrir en los calados de mármol una grieta que indicara un punto débil; dio encima dos o tres golpecitos con la cabeza para calcular la distancia conveniente, y luego, levantando por completo del suelo el cuerpo, en una longitud de cerca de dos metros, dio con toda su fuerza media docena de terribles testaradas y su nariz fue la primera que pegó contra el mármol. El cenador cayó en pedazos envueltos en una nube de polvo y de escombros. Mowgli saltó por el boquete abierto y se arrojó entre Baloo y Bagheera y pasó un brazo en torno del cuello de cada uno.

—¿Te hicieron daño? —preguntó Baloo, abrazándolo tiernamente.

—Me duele todo el cuerpo, tengo hambre y estoy lleno de cardenales. Pero... ¡oh! ¡Cómo los pusieron a ustedes! ... ¡Están cubiertos de sangre!

—Otros también lo están —respondió Bagheera relamiéndose y mirando el gran número de monos muertos que había en la terraza, en derredor de la cisterna.

—¡Eso no es nada... no es nada! —gimoteó Baloo—. ¡Lo importante es que tú te hayas salvado, ranita mía, orgullo mío!

—Ya hablaremos de eso más tarde —dijo Bagheera, tan secamente que Mowgli se sintió desazonado—. Pero aquí está Kaa, a la cual debemos nosotros haber ganado la batalla, y tú, la vida. Dale las gracias, según es nuestra costumbre, Mowgli.

Se volvió éste, y vio, a muy poca distancia de su cabeza, a la gran serpiente pitón, que balanceaba la suya.

—De modo que éste es el hombrecito —observó Kaa—. Su piel es muy fina, y ciertamente tiene parecido con los Bandar—log. Cuídate, hombrecito, de que no me equivoque y te tome por un mono, algún día, cuando haya acabado de cambiar de piel.

—Tú y yo somos de la misma sangre —respondió Mowgli—. Me salvaste la vida esta noche.

Será para ti, Kaa, lo que yo mate en la caza, siempre que sientas hambre..

—Mil gracias, hermanito —dijo Kaa, cuyos ojos brillaron maliciosamente—. ¿Qué puede matar tan fiero cazador? Pido permiso desde ahora para seguirle cuando vaya de cacería.

—Nada mato. .. Soy demasiado pequeño para ello. Con todo, acorralo a las cabras y las hago ir al sitio en que están los que pueden apoderarse de ellas. Cuando tengas el vientre vacío, ven conmigo y verás si te engaño. Soy un tanto diestro en el manejo de éstas —añadió mostrando sus manos—; si algún día llegas a caer en una trampa, podría pagarte entonces la deuda que he contraído contigo, con Baghera y con Baloo, aquí presentes. ¡Buena suerte para todos, maestros míos!

—¡Bien dicho! —gruñó Baloo, pues vio la habilidad con que había dado Mowgli las gracias.

Kaa dejó caer suavemente por un momento su cabeza sobre el hombro del muchacho y le dijo:

—Es tan grande tu corazón, como cortés tu lengua. Ambos te llevarán muy lejos en la Selva, hombrecito. Ahora, márchate pronto de aquí con tus amigos. Márchate y ve a dormir; la luna va a dejamos y no es conveniente que veas lo que sucederá.

Desaparecía la luna tras las colinas, y diríase que las filas de monos, temblando de miedo, agrupados sobre los muros y las almenas, parecían la rota y movible orla de aquel escenario. Baloo se dirigió a la cisterna para beber, Bagheera se alisaba la piel y Kaa se deslizó hasta el centro de la terraza, cerrando la boca con un sonoro crujido que atrajo las miradas de todos los monos.

—La luna se oculta —dijo—. ¿Hay suficiente luz todavía para que puedan verme?

De los muros se desprendió una especie de gemido semejante al que produce el Viento en las copas de los árboles.

—Todavía podemos verte, Kaa —se oyó.

—Está bien. Empieza ahora la danza.., la Danza del Hambre de Kaa. Esténse quietos y miren.

Se enroscó entonces dos o tres veces en forma de un gran círculo y balanceó la cabeza de derecha a izquierda. Luego empezó a formar con su cuerpo óvalos y ochos, triángulos viscosos de vértices romos que se disolvían en cuadrados y pentágonos y torres hechas de anillos. No descansaba un momento, no se apresuraba nunca, no cesaba el zumbido de su canción especial. Oscurecía cada vez más, hasta que dejaron de verse al fin las cambiantes ondulaciones de la serpiente; con todo, podía aún oírse el rumor que producían sus escamas.

Como si fuesen de piedra, se quedaron parados Baloo y Bagheera, lanzaban sordos aullidos guturales y erizaban los pelos del cuello. Mowgli miraba todo aquello sorprendido.

—Bandar—log —dijo al fin Kaa—: ¿Pueden mover los pies o las manos sin que yo se lo ordene? ¡Hablen!

—No podemos hacer eso sin orden tuya, Kaa.

—¡Así está bien! Den un paso al frente. Acérquense.

Sin poder resistir, las filas de monos se inclinaron hacia adelante; al mismo tiempo que ellas, dieron también un paso, inconscientemente, Bagheera y Baloo.

—¡Más cerca! —siibó Kaa, y los monos se movieron de nuevo.

Mowgli puso sus manos sobre Baloo y Bagheera para llevárselos de allí, y las dos enormes fieras echaron a andar como si despertaran de un sueño.

—No quites tu mano de mi hombro —bisbisó Bagheera—. No la quites, o no podré menos de retroceder... tendré que ir a donde está Kaa. ¡Aah!

—¡Pero si no hace otra cosa que trazar círculos en el suelo! —dijo Mowgli—. Vámonos.

Y los tres escaparon por un boquete abierto en las murallas y se dirigieron a la Selva. —IWoof! —gruñó Baloo al encontrarse de nuevo bajo los árboles—. Nunca más buscaré a Kaa para aliada. —Y sacudió el cuerpo.

—Sabe más que nosotros —dijo Bagheera temblando—. Si me quedo allí un rato más, hubiera ido a parar derecho a su garganta.

—Antes de que salga de nuevo la luna, muchos serán los que vayan a parar a ella —afirmó Baloo—.. ¡Buena caza tendrá.., a su modo!

—Pero, ¿cuál era el significado de todo aquello? —preguntó Mowgli, porque ignoraba el poder de fascinación de Kaa—. No vi sino a una enorme serpiente que trazaba círculos del modo más idiota, hasta que quedamos en la oscuridad. Y tenía la nariz muy hinchada. ¡Jo, jo, jo!

—Mowgli —le dijo Bagheera de muy mal humor—: si su nariz estaba hinchada, fue por tu culpa; por tu culpa también están mis orejas, mis flancos, mis patas y el cuello y pecho de Baloo llenos de mordiscos. En muchos días, no podrán cazar a gusto ni Bagheera ni Baloo.

—No importa —respondió Baloo—; recobramos al hombrecito.

—Es verdad, pero nos costó nuestro tiempo, el cual hubiéramos podido emplear mucho mejor en una buena cacería. También nos costó nuestras heridas, nuestro pelo (tengo raída a medias la espalda), y nuestra honra, finalmente. Porque, recuerda, Mowgli, que yo, la pantera negra, hube de llamar en auxilio mío a Kaa, y Baloo y yo quedamos aturdidos come pajarillos al ver la Danza del Hambre. Todo esto, por haber ido tú a jugar con los Bandar—log.

—Es verdad, es verdad —respondió con tristeza Mowgli—. Soy un hombrecito muy malo, y aquí, en mi pecho, siento la tristeza de haberlo sido.

—¡Je! ¿Cómo dice la ley de la selva, Baloo?

Éste no deseaba acumular más desdichas sobre Mowgli, pero tampoco podía hacer burla de la ley, de manera que murmuró:

—No libra del castigo el arrepentimiento. Pero recuerda, Bagheera que todavía es muy chico —añadió.

—Lo recuerdo, pero, puesto que cometió una falta, hay que pegarle. ¿Tienes algo que decir, Mowgli?

—Nada. Hice mal. Baloo y tú están heridos. Es justo.

Entonces Bagheera le dio media docena de golpes; juzgándolos con criterio de pantera, fueron leves y cariñosos y apenas hubieran despabilado a uno de sus cachorros. Pero para un niño de siete años, fue una paliza en verdad fenomenal, y ciertamente el lector no hubiera querido recibirla. Cuando terminó el castigo, Mowgli estornudó y se enderezó de nuevo, sin decir palabra.

—Ahora dijo Bagheera—, siéntate en mi lomo, hermanito, y volvamos a casa.

Cosa muy hermosa en la ley de la selva y que puede notarse fácilmente es que el castigo salda en definitiva las cuentas pendientes, y ya no se habla más del asunto.

Se tendió Mowgli en el lomo de Bagheera, apoyó en él la cabeza y tan profundamente se durmió, que ni siquiera despertó cuando lo pusieron junto a mamá Loba, en la caverna donde tenía su hogar.

Canción de los Bandar—log al ponerse en camino

¡Como un festón flotante aquí estamos,
lanzados hacia la envidiosa luna!
¿Querrían ustedes ser uno de los nuestros?
¡Más de dos manos tener! ¡Oh, dicha!
¿Y esta cola, cual arco de cupido,
no envidian? ¿Gustaríales una?
Pero, tranquilícense, hermanos,
se adivina, sí, en su espalda, el rabo.

¡Sobre la fronda quietos estamos,
en largas filas hermosuras sin fin meditando;
imaginando cosas grandes que, ¡vamos!,
al momento se trocarán en realidades;
algo que noble, grande y bueno sea...
que con desearlo sólo, se conquiste!
¡Lo verán, sí! ¡Pero, hermanos,
se adivina, en su espalda, el rabo!

Tantas voces de fieras o aves,
o bien de los murciélagos que chillan
(de animales que tengan escama, pluma o pelo),
cuantas en nuestra vida hayamos escuchado,
mezclemos, y repitiéndolas cien veces
produzcamos rápida y confusa algarabía.
¡Grandioso, excelente! Como los hombres
al hablar harían, esa pauta nosotros seguimos.
¿No lo somos?... Hermanos,
se adivina, sí, en su espalda, el rabo.

Costumbres son éstas del pueblo
de los monos, y ésta es la vida.

¡Corran entre los pinos, busquen la vid silvestre;
formen en nuestras filas, vengan con nosotros!
¡Qué ruido metemos al despertarnos se escucha!
¡Que haremos cosas grandes, no puedan dudarlo!

De cómo vino el miedo

Cuando secos están arroyo y laguna,
todos somos hermanos;
mezclados nos ven las riberas,
ardientes las bocas, polvo en los flancos,
sin deseos de caza,
y por temor igual paralizados.
Junto a su madre, puede tímido ver
el cervato al lobo desmedrado;
mira el gamo tranquilo los colmillos
que a su padre mataron.
Cuando secos están charco y arroyo,
todos somos hermanos.
hasta que alguna nube la respetada
"tregua del agua" rompa,
y nos mande lluvia y anhelada caza,
nuestro encanto.

Previstos están, por la ley de la selva (la más antigua del mundo) la máxima parte de los acontecimientos con que su pueblo pudiera enfrentarse, por lo que, hoy por hoy, es un código casi tan perfecto como el tiempo y la costumbre pudieron llegar a constituirlo. Si el lector pasó sus ojos por las narraciones transcritas relativas a Mowgli, recordará sin duda que el muchacho pasó la mayor parte de su vida con la manada de lobos de Seeonee, y que aprendió la ley con Baloo, el oso pardo. Fue el propio Baloo quien le explicó, cuando el muchacho daba muestras de impaciencia por tantas órdenes que recibía constantemente, que la ley era como una enredadera gigante, ya que alcanza a todas las espaldas sin quedar exenta ninguna de sentir su peso.

—Una vez que hayas vivido los años que yo he vivido, hermanito, te darás cuenta de que la selva obedece, a lo menos, a una ley —dijo Baloo—. Esto no te parecerá muy agradable —añadió.

Mowgli no paró mientes en esta conversación, porque cuando un muchacho pasa la vida comiendo y durmiendo, no le importan un ardite las demás cosas, sino hasta que suena la hora de enfrentarse con ellas. Pero hubo un año en que las palabras de Baloo resultaron certísimas y exactas; entonces Mowgli fue testigo de que toda la Selva estaba bajo el imperio de la ley.

Esto empezó cuando escasearon de manera alarmante las lluvias de invierno, y cuando Ikki, el puerco espín, al topar con Mowgli entre unos bambúes, le explicó que se estaban secando las patatas silvestres. Pero, bueno: todo el mundo ya está enterado de lo ridículamente escrupuloso que es Ikki acerca de escoger su alimento, y de que sólo elige las cosas mejores y más en sazón. Por tanto, Mowgli se rió y le dijo:

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—No mucho, al presente —respondió Ikki, e hizo sonar sus púas muy tenso y violento—.

Pero ya veremos mas tarde. ¿Sigues todavía bañándote en la laguna que hay en la roca, allá en la Peña de las Abejas, hermanito?

—No. El agua es tan tonta que se va evaporando, y no quiero romperme la cabeza —dijo Mowgli, que en aquellos tiempos sentíase tan sabio como cinco juntos de los que formaban el pueblo de la selva.

—Tú te lo pierdes. Si te la rompieras un poco, acaso por la rotura te entraría algo de juicio.

Ikki echó a correr agachando la cabeza para que Mowgli no le tirara de las cerdas del hocico; el muchacho le contó después a Baloo lo que aquél había dicho.

El oso, en tono grave, murmuró entre dientes:

—Si estuviera solo, cambiaría de cazadero, antes que los demás empezaran a preocuparse. Pero ya sabemos que siempre acaba en lucha cazar en país extraño, y podría suceder que le causaran daño al hombre cachorro. Esperaremos y veremos cómo florece el mohwa.

Pero aquella primavera no floreció el árbol de mohwa al que tanto cariño tenía Baloo.

Por culpa del calor murieron antes de nacer los verdosos, lechosos capullos, parecidos a la cera; sólo cayeron algunos malolientes pétalos cuando él sacudió el árbol, puesto en dos patas contra el tronco. Luego, centímetro a centímetro, fue penetrando el incesante calor en el corazón de la selva, e hizo que todo se revistiera de color amarillo, primero; después, de color de tierra, y al fin, de color negro. Los matorrales y las malezas que bordeaban los barrancos se secó poco a poco hasta convertirse en algo parecido a alambres rotos, y en enroscadas fibras de materia muerta; gradualmente perdieron el agua las escondidas lagunas y sólo el barro quedó en ellas, el cual conservó la más tenue huella en los bordes como si hubiera sido vaciado en un molde de hierro; las jugosas enredaderas que colgaban de las árboles, cayeron y murieron al pie de ellos; sccáronse los bambúes y produjeron un ruido agudo cuando soplaba el viento cálido; empezó a morirse el musgo y dejaba peladas las rocas, hasta en el corazón de la selva, de tal manera que quedaron desnudas y ardientes como piedras azules que brillaban en los cauces.

Los pájaros y los monos emigraron desde el comienzo del año hacia el norte, porque sabían lo que se vendría encima; el ciervo y el jabalí se internaron en los devastados campos de los aldeanos y murieron ellos también, a las veces, a la vista de los hombres que estaban demasiado débiles para matarlos. Pero no emigró Chil, el milano, y tuvo oportunidad de engordar, ya que abundó la carroña, y cada tarde les llevaba la noticia a las fieras, cuya postración les impedía ir a la búsqueda de nuevos cazaderos, de que el sol mataba poco a poco a toda la selva en una extensión de tres días de vuelo, desde ese punto, en todas direcciones.

Nunca había sabido Mowgli en verdad lo que era el hambre, pero ahora tuvo que contentarse con miel vieja, de tres años, que raspaba de colmenas abandonadas hechas en la roca...; era una miel negra como la endrina espolvoreada con azúcar seco. Cazó también gusanillos de los que taladran la corteza de los árboles, y en no pocas ocasiones robó a las avispas las crías que sus avisperos. Toda la caza que quedaba en la selva no era más que piel y huesos; Bagheera mataba tres veces en una sola noche y ni así obtenía lo que necesitaba para calmar su apetito. Pero la peor calamidad era la falta de agua, ya que, aunque raras veces beba el pueblo de la selva, ha de beber en gran cantidad, cuando lo hace.

Siguió adelante el calor y secó toda humedad, y al fin el cauce del río Waingunga fue el único lugar donde corría aún un hilillo de agua entre las muertas riberas.

Y cuando Hathi, el elefante salvaje, cuya vida puede alcanzar cien años o más, vio que en el centro mismo de la corriente asomaba un largo, descarnado y azul banco de piedra completamente seco, comprendió que lo que tenía ante su vista era la Peña de la Paz, y entonces, de cuando en cuando, levantó la trampa y proclamó la Tregua del Agua, como la había proclamado su padre antes que él, cincuenta años atrás. Le hicieron coro, con ronca voz, el ciervo, el jabalí y el búfalo; Chil, el milano, voló en todas direcciones describiendo círculos, chillando y silbando para extender la noticia.

De acuerdo con la ley de la selva, desde el momento en que ha sido proclamada la Tregua del Agua, es castigado con la pena de muerte el que mata en los sitios destinados a beber. Beber es antes que comer: ésta es la razón. Cuando lo único que escasea es la caza, cualquiera puede irla pasando mal que bien en la selva. Pero el agua es el agua, y toda caza queda en suspenso mientras el pueblo de la selva tenga que ir por necesidad al único manantial que quede. Durante las estaciones buenas, cuando el agua abundaba, quienes querían beber en el río Waingunga (o en cualquier otro sitio, que para el caso es lo mismo) lo hacían a riesgo de su vida, y dicho riesgo contribuía, en gran parte, al atractivo de las excursiones nocturnas. Moverse con tal destreza que ni una hoja se moviera al paso; atravesar el vado, con el agua hasta la rodilla, en sitios en que es baja el agua, cuyo ruido apaga todo rumor; mirar hacia atrás, por encima del hombro, mientras se bebe, con cada músculo tenso para dar el primer salto desesperado de loco terror; revolcarse en la arena de la orilla y regresar luego, húmedo el hocico y bien repleto el vientre, a la manada que admira al atrevido... todo esto era algo delicioso para el gamo joven dotado de buenos cuernos, precisamente porque sabían que, cuando nadie lo pensara, acaso Bagheera o Shere Khan se lanzarían sobre ellos y les quitarían la vida.

Mas ahora había terminado todo aquel juego que podía ser mortal: acercábase hambriento y triste todo el pueblo de la selva al río cuyo cauce parecía haberse estrechado; el tigre, el oso, el ciervo, el jabalí, el búfalo, todos juntos, bebían en sucias aguas y allí permanecían, sin fuerzas para moverse.

Durante todo el día el ciervo y el jabalí se habían movido de un lado a otro buscando algo mejor que cortezas secas y hojas muertas. Los búfalos no habían encontrado lodazales en qué refrescarse ni verdes sembrados en donde pudieran saciar su hambre.

Las serpientes abandonaron la selva y bajaron al río con la esperanza de encontrar allí alguna rana perdida. Permanecían quietas, enroscadas en alguna piedra húmeda, y ni siquiera se enfrentaban con el jabalí cuando éste con el hocico las sacaba de su lugar.

Tiempo hacía que las tortugas de río habían sido exterminadas por la habilísima cazadora Bagheera; los peces del río se habían enterrado ellos mismos profundamente en el seco barro. Sólo la Peña de la Paz sobrenadaba del agua poco profunda, como una larga sierpe, y las pequeñas y fatigadas ondulaciones de la corriente silbaban al pegar contra sus calientes costados y evaporarse.

Cada noche se dirigía a ese lugar en busca de fresco y compañía. Apenas hubiera hecho caso entonces del muchacho el más hambriento de todos sus enemigos. Su piel desnuda hacíalo parecer aún más enjuto y miserable que cualquiera de sus compañeros. El sol le había descolorido el cabello hasta hacerlo que pareciera estopa; sobresalían sus costillas como si fuesen los mimbres de un cesto, y los bultos que le crecieron en las rodillas y codos por arrastrarlos por el suelo al caminar a gatas, le daban a sus reducidos miembros el aspecto de manojos de hierba trenzados. Pero bajo aquella melena enredada y entretejida, se veían unos ojos fríos, tranquilos, pues Bagheera —su consejera en aquellos tristes días—, le aconsejó que se moviera calmosamente, que cazara despacio, y que nunca, por ningún motivo, se enojara.

—Estos tiempos son malos, pero ya pasarán, si no nos morimos antes —dijo la pantera una noche en que el calor era semejante al de un horno—. ¿Te has llenado el estómago, hombrecito?

—Algo metí en él, pero no me vale. ¿No crees, Bagheera, que las lluvias se olvidaron de nosotros y que no volverán ya más?

—¡De ningún modo! Todavía veremos florecer el mohwa y a los cervatos engordar con la hierba fresca. Vamos a la Peña de la Paz a saber noticias. Sube a mi lomo, hermanito.

—No es tiempo ahora de cargar pesos. Todavía puedo tenerme en pie sin que me ayuden.

Pero es verdad que ni tú ni yo nos parecemos, por lo gordos, a los bueyes bien cebados.

Se miró Bagheera los lados, que eran como harapos cubiertos de polvo, y murmuró:

—Maté anoche un buey que estaba uncido al yugo. Me quedaban tan pocas fuerzas, que creo que no me hubiera atrevido a saltarle encima, si hubiera visto que estaba en libertad. ¡Wou!

Se rió Mowgli y dijo:

—Sí; muy buen par de cazadores formamos ahora tú y yo. Yo soy muy audaz para comer gusanillos.

Ambos se alejaron por la crujiente maleza, se dirigieron a la orilla del río junto a la labor de encaje que formaban los montones de arena que habían salido de él por todos lados.

—El agua no puede ya durar mucho —observó Baloo uniéndose a ellos—. Miren acá: al otro lado se ven filas de huellas que se parecen a los caminos que trazan los hombres.

En el llano que se extendía en la orilla opuesta, la hierba, erguida, se había muerto y parecía momificada. Las holladas pistas del ciervo y del jabalí, todas en dirección al río, rayaban la desteñida llanura con polvorientas ramblas abiertas en la hierba de tres metros de altura; a pesar de ser todavía temprano; cada larga avenida se veía ya llena de los que se daban prisa en ser los primeros en llegar al agua. Percibíanse las toses de los gamos y de los cervatos, a consecuencia del polvo, como si éste fuera rapé.

En la curva que formaba el agua perezosa alrededor de la Peña de la Paz, río arriba, estaba Hathi, el elefante salvaje, convertido en Guardián de la Tregua del Agua; acornpañábanlo sus hijos, demacrados, de color gris, balanceando el cuerpo a la luz de la luna... siempre balanceándolo. Un poco más abajo, mirábase la vanguardia de los ciervos; más abajo aún, los jabalíes y los búfalos salvajes; en la orilla opuesta, donde los árboles llegaban hasta tocar el agua, estaba el lugar aparte destinado a los carnívoros: el tigre, los lobos, la pantera, el oso, y los demás.

—En verdad que el peso de una sola ley nos gobierna ahora —dijo Bagheera al vadear la corriente y mirando las filas de cuernos que chocaban unos contra otros y los inquietos ojos que se miraban en el lugar donde se empujaban los ciervos y los jabalíes—. ¡Buena suerte a todos los de mi sangre! —añadió, y se tendió cuan larga era, con uno de sus costados fuera del agua. Y luego dijo entre dientes:

—¡Buena suerte sería la del que pudiera cazar aquí, a no ser por eso que se llama la ley!

Estas últimas palabras no pasaron inadvertidas al oído finísimo de los ciervos, y un rumor de azoramiento corrió a lo largo de sus filas.

—iLa Tregua! ¡Acuérdate de la Tregua! —exclamaron.

—¡Que haya orden! ¡Que haya orden! —dijo con voz gutural Hathi, el elefante—.

Permanece la Tregua, Bagheera. No es hora de hablar de caza.

—¡Si lo sabré yo! —respondió Bagheera, mirando río arriba—. No devoro más que tortugas.., no soy sino una pescadora de ranas. ¡Naayah! ¡Quién se alimentara únicamente de ranas!

—También nosotros quisiéramos que así lo hicieras; eso nos gustaría mucho —replicó, balando, un cervato nacido aquella misma primavera, y al cual Bagheera no le hacía gracia alguna. Por muy decaído que estuviera el pueblo de la selva, nadie, incluyendo al mismo Hathi, pudo menos de reírse disimuladamente, en tanto que Mowgli, echado de codos sobre el agua caliente, soltó la carcajada y golpeó la espuma con los pies.

—¡Bien dicho, cornamenta en capullo! —bisbisó Bagheera—. Se te tendrá esto en cuenta cuando haya terminado la Tregua.

Y sus ojos se clavaron en el cervato, a través de las sombras, para tener la seguridad de reconocerlo en mejor ocasión.

La conversación se generalizó poco a poco dondequiera en los sitios destinados a beber.

Oíase al quisquilloso jabalí pedir con sordos ronquidos que le cedieran mayor espacio; a los búfalos gruñendo entre ellos al andar al sesgo por los bancos de arena; a los ciervos narrando lastimeros cuentos de sus largas y fatigosas caminatas en busca de comida. De cuando en cuando preguntaban, en demanda de noticias, a los carnívoros que se encontraban al otro lado del río. Pero las noticias siempre eran malas, y el bramador viento caliente de la selva se movía por entre las rocas y las zumbantes ramas, y esparcía renuevos y polvo por encima del agua.

—También se mueren los hombres junto a sus arados —dijo un sambhur joven—. Encontré a tres, entre la hora del crepúsculo y la noche. Yacían completamente quietos, y sus bueyes yacían con ellos, a su lado. Así estaremos nosotros, muy quietos y tendidos, dentro de poco.

—El río ha bajado más desde ayer en la noche —afirmó Baloo—. Hathi, ¿viste nunca una sequía corno ésta?

—Ya pasará, ya pasará —respondió Hathi, y lanzó agua al aire para que le cayera sobre el lomo y los flancos.

—Por aquí hay alguien que no resistirá mucho tiempo —observó Baloo. Y al decir esto, miró al muchacho a quien tanto quería.

—¿Quién? ¿Yo? —exclamó indignado Mowgli, sentándose en el agua—. Yo no tengo pelo largo que me cubra mis huesos. Pero. . pero, ¿y si te quitase a ti la piel, Baloo?

Tan sólo de pensar en esto, tembló Hathi, y Baloo dijo con aire severo:

—Hombrecito, no está nada bien que le digas eso a un maestro de la ley. Nunca me vio a mí nadie sin piel.

—No quise decir nada malo, Baloo, sino tan sólo que tú eres, digámoslo así, como un coco con cáscara, en tanto que yo como un coco sin cáscara. Ahora bien, la cáscara parda que tú tienes...

Mowgli se encontraba sentado con las piernas cruzadas, hablando, como de costumbre, con el dedo levantado, cuando Bagheera alargó suavemente una pata y lo tiró de espaldas en el agua.

—Esto va de mal en peor —dijo la pantera negra mientras el muchacho se levantaba farfullando algunas palabras—. Primero, que hay que quitarle su piel a Baloo, y luego, que es un coco... Pues cuidado; no vaya a hacer él lo que hacen los cocos maduros.

—¿Qué hacen? —interrogó Mowgli a quien había cogido distraído la advertencia y no la entendió, aunque era uno de los más inteligentes adivinadores de la selva.

—Le rompen a uno la cabeza —respondió suavemente Bagheera, y le dio otro empujón y lo zambulló de nuevo.

—No está bien que bromees a costa de tu maestro —dijo el oso, al mismo tiempo que Mowgli iba a parar bajo el agua.

—¡No está bien! Pues, ¿qué es lo que quieres? Esa cosa desnuda que siempre anda corriendo de aquí para allá, bromea, como si fuera un mono, con quienes en un tiempo fueron buenos cazadores, y nos tira de los bigotes a los mejores de entre nosotros, por juego.

Quien así habló, era Shere Khan, el tigre cojo, que descendía hacia el agua. Se quedó inmóvil durante un momento, para regocijarse con la impresión que produjo su vista en los ciervos al otro lado del río. Luego, dejando caer la cuadrada cabeza llena de arrugas, empezó a beber a lengüetadas y rezongó:

—La selva no es ahora sino un criadero de cachorros desnudos. ¡Mírame, hombrecito!

Miró Mowgli... Mejor dicho, clavó los ojos tan insolentemente cuanto pudo; al cabo de un instante, Shere Khan volvióse con visible malestar.

—¡Hombrecito por aquí... hombrecito por allá!. .. —rugió sordamente, en tanto que seguía bebiendo—. ¡Bah! El cachorro ése no es ni hombre ni cachorro; de lo contrario, hubiera sentido miedo. ¡Habré de pedirle permiso en la estación próxima para que me deje beber! ¡Augr!

—Muy bien podría ocurrir eso —dijo Bagheera mirándolo fijamente en los ojos—. Muy bien podría ocurrir. ¡Fu! ¡Shere Khan! ¿Qué abominable cosa es esa que traes acá?

El tigre cojo hundía la barba y la quijada en el agua, y flotaban aceitosas y oscuras rayas a partir de donde él bebía, y seguían corriente abajo.

—¡Un hombre! —respondió fríamente Shere Khan—. Hace una hora maté a un hombre.

Y siguió farfullando y rugiendo entre dientes.

Sobresaltóse toda la fila de animales, y se movieron presa de agitación, y entre ellos empezó a circular un murmullo que, al fin, se convirtió en un grito:

—¡Un hombre! ¡Un hombre! ¡Mató un hombre!

Miraron todos, entonces, a Hathi, el elefante salvaje; pero en aquel momento, él parecía no escuchar. Nunca actúa Hathi hasta que llega la hora de actuar; ésta es una de las causas de su vida tan larga.

—¡Matar a un hombre en esta estación!... ¿No tenías otra clase de caza a mano? —dijo Bagheera, saliendo del agua teñido de rojo y sacudiendo cada pata, como un gato, al salir.

—Por gusto lo hice, no por necesidad de carne.

Se escuchó de nuevo el murmullo de horror, y ahora sí, el vigilante ojillo blanco de Hathi miró en dirección de Shere Khan.

—¡Por gusto! —repitió lentamente Shere Khan—. Y ahora vengo a beber y limpiarme.

¿Alguien se opone a ello?

El lomo de Bagheera empezo a curvarse como un bambú cuando sopla fuerte viento.

Pero Hathi levantó la trompa y habló con calma.

—¿Mataste por gusto? —preguntó. Cuando Hathi pregunta algo, lo mejor de todo es contestarle.

—Así es. Tengo derecho a hacerlo, porque esta noche es mía. Tú lo sabes, Hathi.

Y Shere Khan hablaba casi cortesmente.

—Lo sé, lo sé —concedió Hathi. Y tras un breve silencio, añadió:

—¿Bebiste ya todo lo que necesitabas?

—Sí, por esta noche.

—Pues ahora, vete. El río es para beber, y no para ensuciarlo. Nadie sino el Tigre Cojo podía hacer gala de su derecho en esta estación en que... en que todos padecemos... todos, tanto los hombres como el pueblo de la selva. Pero ahora, limpio o sucio, ¡regresa a tu cubil, Shere Khan!

Cual si fuesen trompetas de plata resonaron las últimas palabras, y sin ninguna necesidad de ello, los tres hijos de Hathi se adelantaron como un paso. Se escurrió Shere Khan, y no se atrevió ni siquiera a gruñir; sabía él lo que nadie ignora: que en último término, el amo de la selva es Hathi.

Mowgli murmuró al oído de Bagheera:

—¿Qué derecho es ése que alega Shere Khan? Siempre es cosa vergonzosa matar a un hombre; así lo dice la ley. No obstante, dice Hathi —Pregúntaselo a él. Yo no lo sé, hermanito. Pero, a no haber hablado Hathi, y tuviera o no tuviera derecho el Cojo, ya le habría dado yo una lección a ese carnicero. Venir a la Peña de la Paz después de matar a un hombre.., y hacer luego gala de ello... es una acción digna tan sólo de un chacal. Además, no tuvo empacho en ensuciar el agua.

Después de esperar un minuto para darse ánimo, porque nadie se atrevía a hablar a Hathi directamente, Mowgli gritó:

—¿Cuál es ese derecho que alega Shere Khan, Hathi?

Hallaron eco sus palabras en ambas orillas. El pueblo de la selva es curiosísimo, y acababan de presenciar algo que nadie parecía entender, excepto Baloo, que se mostraba muy pensativo.

—Es una historia antigua —dijo Hathi—. Una historia más vieja que la selva. Estén quietos, callen todos en esta y la otra orilla, y contaré la historia.

Hubo uno o dos minutos de confusión, ya que los jabalíes y los búfalos se empujaban los unos a los otros, y al cabo, los que dirigían las manadas, gruñeron sucesivamente:

—Estamos esperando.

Avanzó Hathi y se metió casi hasta las rodillas en la laguna que se formaba junto a la Peña de la Paz.

Su aspecto era el que le correspondía, aunque estaba flaco y arrugado y con los colmillos amarillentos: el de amo de la selva, conviene a saber, lo que todos sabían que era.

—Todos ustedes saben, hijos míos —empezó— que al hombre es a quien temen más que a

todas las cosas.

Se escuchó un rumor de aprobación.

—Esto va contigo, hermanito —le dijo Bagheera a Mowgii.

—¿Conmigo? Yo pertenezco a la manada... Soy un cazador del pueblo libre —respondió

Mowgli—. ¿Qué hay entre los hombres y yo?

—¿Saben ustedes por qué le tienen miedo al hombre? —prosiguió Hathi—. He aquí la razón:

En el principio de la selva —y nadie sabe cuándo fue esto— todos los hijos de ella

andábamos juntos sin temor los unos de los otros. No había sequías en aquellos tiempos; hojas, flores y frutos crecían en el mismo árbol, y nosotros no comíamos sino hojas, flores, hierbas, frutos y cortezas."

—Alegre me siento de no haber nacido en aquellos tiempos —dijo Bagheera—. ¿Para qué sirven las cortezas sino para afilar las garras en ellas?

—Tha, el primer elefante, era e! señor de la selva. Con su trompa sacó a la selva de las profundas aguas. Donde él trazó surcos con sus colmillos, allí corren los ríos; donde pegó con el pie, brotaron manantiales de agua potable; cuando hizo sonar su trompa... así... cayeron los árboles. Así hizo la selva, Tha; así me contaron a mí lo sucedido.

—Pues el cuento no perdió nada en tamaño al pasar de boca en boca —bisbisó Bagheera, y Mowgli, para que no lo vieran reír, se tapó la cara con la mano.

—No había en aquellos tiempos ni trigo, ni melones, ni pimienta, ni cañas de azúcar; tampoco había chozas como las que ustedes han visto; el pueblo de la Selva no sabía nada acerca del hombre, y vivía en común, formando un solo pueblo. Sin embargo, empezaron poco a poco los altercados por la comida, aunque había pastos suficientes para todos. Eran unos holgazanes. Cada quien quería comer allí donde estaba echado, como en ocasiones podemos hacerlo nosotros cuando son abundantes las lluvias de la primavera. Entre tanto, Tha, el primer elefante, seguía ocupado en crear nuevas selvas y en encauzar ríos. Imposible que pudiera estar en todas partes, por lo cual nombró dueño y juez de la selva al primer tigre, asignándole la obligación de que resolviera todos los altercados que el pueblo tenía el deber de sujetar a su juicio. Corno todos los demás animales, en aquel tiempo el primer tigre comía fruta y hierba. Su tamaño era igual que el mío, y era hermosísimo, todo él del color de las flores de enredadera amarilla. Carecía de rayas en la piel en aquellos tiempos felices en que la selva era joven. Acudía ante su presencia, sin ningún temor, el pueblo todo de la selva, y su palabra era la ley para todos. Recordarán que les dije que no formábamos entonces sino un solo pueblo.

Una noche, sin embargo, hubo una disputa entre dos gamos (fue una riña por cuestión de pastos, una riña como las que ustedes dirimen ahora con los cuernos y las patas).

Cuentan que, en tanto hablaban los dos a la vez ante el primer tigre, que estaba echado entre las flores, uno de los gamos lo empujó sin querer con los cuernos; olvidó en ese momento el primer tigre que era el dueño y el juez de la selva: saltó sobre el gamo y le partió el cuello de una dentellada.

Ninguno de nosotros había muerto hasta aquella noche. El primer tigre, al darse cuenta de su fechoría y enloquecido por el olor de la sangre, huyó hacia los pantanos del Norte.

Nosotros, en la selva, quedamos sin juez, y pronto dimos en luchar los unos contra los otros. Tha, al escuchar el ruido, regresó entonces. Unos le dieron una versión de lo ocurrido, en tanto que otros le daban otra versión, pero él, al ver al gamo muerto entre las flores, preguntó quién lo había matado; pero nosotros los de la selva no quisimos decírselo porque el olor de la sangre también nos había enloquecido. Corríamos de acá para allá, formando círculos, brincando, ululando y sacudiendo la cabeza. Entonces, a los árboles de ramas bajas y a las enredaderas de la selva, les dio Tha la orden de que señalaran al matador del gamo, de manera que él pudiera reconocerlo, y añadió:

—Ahora, ¿quién quiere ser dueño del pueblo de la selva?

Saltó rápidamente el mono gris, que habita entre las ramas, y chilló:

—Yo quiero ser dueño de la selva.

Rióse Tha al escuchar esa petición, y le contestó:

—Así sea.

Y después de eso, se marchó de muy mal humor.

Todos ustedes conocen, hijos míos, al mono gris. Entonces era lo que es ahora. Al comienzo guardó toda la compostura de un sabio.

Más, de ahí a poco, empezó a rascarse y a saltar, así que, cuando regresó Tha, lo halló colgando cabeza abajo de una rama, haciendo burla de los que estaban en el suelo, los cuales, a su vez, hacían burla de él. Por tanto, no había ley en la selva... sino tan sólo charla insulsa y palabras sin sentido.

Tha, entonces, hizo que nos acercáramos a él todos y dijo:

—El primero de vuestros dueños trajo a la selva la muerte; el segundo, la vergüenza. Por tanto, hora es ya de que tengan ustedes una ley, una ley que no puedan ustedes quebrantar. Ahora van a conocer el miedo, y, una vez que lo hayan conocido, se darán muy bien cuenta de que él es el amo de ustedes, y todo lo demás marchará por sí solo.

Entonces nosotros, los de la selva, dijimos:

—¿Qué significa miedo?

Y respondió Tha:

—Busquen, hasta que lo encuentren.

Por lo cual fuimos de un lado a otro de la selva, buscando al miedo, y de pronto, los búfalos.

—¡Uf! —dijo Mysa desde el banco de arena en que se hallaban los búfalos, pues era él quien los dirigía.

—Sí, Mysa, los búfalos. Volvían con la noticia de que en una caverna, en la selva, estaba sentado el miedo; que no tenía pelo en el cuerpo y que caminaba tan sólo con las patas posteriores. Nosotros, los de la selva, seguimos entonces al rebaño hasta llegar a la caverna, ¡y allí estaba el miedo, de pie en la entrada! Corno dijeron los búfalos, tenía la piel desnuda de pelo y caminaba sólo con las piernas de atrás. Gritó al vernos, y su voz nos llenó de espanto, de ese mismo espanto que nos inspira hoy esa voz cuando la oímos, y, atropellándonos los unos a los otros y haciéndonos daño, huimos entonces, porque teníamos miedo. Y me contaron que, a partir de aquella noche, ya los de la selva no nos echamos juntos como solíamos, sino que nos separarnos por tribus.., el jabalí con

el jabalí, el ciervo con el ciervo; cuernos con cuernos, cascos con cascos, cada quien con su semejante, y así se acostaron todos en la selva, presa de inquietud.

El único que no se hallaba con nosotros era el primer tigre; estaba todavía escondido en los pantanos del Norte. Cuando hasta él llegó la historia de lo que habíamos visto en la caverna, dijo:

—Me dirigiré hasta donde se encuentra eso y le partiré el cuello.

Durante toda la noche corrió hasta que llegó a la caverna; pero, recordando la orden que les había dado Tha, los árboles y las enredaderas bajaban sus ramas y tallos al pasar el tigre y le marcaron la piel mientras corría, y le dejaron dibujadas las huellas de sus dedos en el dorso, lados, frente y quijadas. Sobre la piel amarilla, en cualquier lado que lo tocaron, le dejaron una mancha y una raya. ¡Y esas rayas son las que hasta el día de hoy llevan sus hijos! Cuando estuvo frente a la caverna, tendió hacia él la mano el miedo, el de la piel desnuda y le llamó "el rayado", "el cazador nocturno". El primer tigre se sintió presa del miedo ante el de la piel desnuda, y, rugiendo, regresó a los pantanos.

En este momento de la narración, Mowgli se rió disimuladamente hundiendo la barbilla en el agua.

Tha oyó los rugidos; tan fuertes eran. Y dijo:

—¿Qué desgracia te sucede?

El primer tigre levantó el hocico al cielo, recién hecho entonces y tan viejo ahora, y dijo:

—¡Tha! ¡Te lo ruego! ¡Devuélverne mi antiguo poder! Me avergonzaste ante todos los que habitan la selva; huí de quien tiene la piel desnuda y hasta osó llamarme lo que para mí es un oprobio.

—¿Y por qué? —interrogó Tha.

—Porque estoy manchado con el fango de los pantanos.

—Ve a nadar, pues, y luego revuélcate sobre la hierba húmeda; quedarás limpio, si eso es fango —dijo Tha.

El primer tigre fue, pues a nadar, y luego se revolcó cien y cien veces sobre la hierba hasta que sintió que la selva daba vueltas y vueltas ante su vista. No obstante, ni la más mínima raya de su piel cambió en lo más mínimo. Tha, que lo observaba, se rió.

Entonces dijo el primer tigre:

—¿Qué hice para que me sucediera esto?

Y Tha respondió:

—Mataste a un gamo, y con ello entró abiertamente la muerte en la selva, y con la muerte vino el miedo hasta tal punto, que los seres de la selva ya se temen los unos a los otros, de la misma manera que tú le temes al de la piel desnuda.

A lo que contestó el primer tigre:

—Nunca me tendrán miedo a mí, pues los conocí desde el principio.

Respondió Tha:

—Ve a cerciorarte de ello.

El primer tigre empezó a correr (de un lado a otro dando voces y llamando al ciervo, al jabalí, al sambhur, al puerco espín y a todos los pueblos de la selva; pero todos huyeron de él, que había sido juez, porque le tenían miedo.

Vencido su orgullo y abatiendo la cabeza contra el suelo, regresó el tigre y desgarraba la tierra con sus uñas, diciendo:

—Recuerda que hubo un tiempo en que fui dueño de la selva. ¡No te olvides de mí, Tha!

¡Permite que recuerden mis hijos que hubo un tiempo en que no supe lo que era vergüenza, ni miedo!

Y Tha le contestó:

—Esto es lo que haré por ti, ya que tú y yo juntos vimos nacer la selva. Cada año, por espacio de una noche, tornarán a ser las cosas como eran antes de que muriera el gamo, y esto sólo sucederá para ti y tus hijos. Durante esa noche que te concedo, si llegaras a tropezar con el de la piel desnuda (cuyo nombre es el hombre), no sentirás miedo de él, sino que él te temerá a ti, como si fueras tú, junto con los tuyos, juez de la selva, y, también junto con los tuyos, dueño de todas las cosas. Esa noche, cuando lo veas atemorizado, ten misericordia de él, porque también tú conoces el miedo.

Entonces respondió el primer tigre:

—Me place.

Pero montó en cólera cuando, poco después, fue a beber y se vio las rayas negras sobre costillas e ijadas y recordó el nombre que le había dado el de la piel desnuda. Vivió durante un año en los pantanos, deseando que Tha cumpliera su promesa. Al cabo, una noche en que brilló con clara luz sobre la selva el Chacal de la Laguna (la estrella vespertina), sintió él que aquélla era su noche, que su noche había llegado, y se dirigió a la caverna en busca de el de la piel desnuda. Tal como Tha lo había prometido, así sucedieron las cosas, porque aquel cayó ante la fiera y permaneció tendido en el suelo, y el primer tigre lo atacó, lo hirió y le rompió el espinazo; había creído que no había sino uno de estos seres en toda la selva, y que, dándole muerte, había matado al miedo. Y un momento después, en tanto que olfateaba al muerto, oyó que Tha descendía de los bosques del Norte y se escuchó la voz del primer elefante, que es la voz que oímos también ahora.

Retumbaba el trueno por las secas colinas, pero no lo acompañó la lluvia, sino tan sólo relámpagos de calor que temblaban detrás de la cordillera. Y Hathi continuó: es la voz que oyó, y esa voz decía: ¿es la misericordia que tú muestras?

Relamióse el primer tigre y respondió:

—¿Y qué importa? ¡Maté al miedo!

Replicó Tha:

—¡Ah, ciego e insensato! Le quitaste a la muerte las cadenas que apresaban sus pies, y ahora ella seguirá tus huellas hasta que mueras. Tú enseñaste al hombre a matar.

Erguido junto al cadáver, dijo entonces el primer tigre:

—Está como estaba el gamo. No existe ya el miedo. Juzgaré de nuevo ahora a los pueblos de la selva.

Pero Tha respondió:

—Nunca más te buscarán los pueblos de la selva; nunca cruzarán tu camino, ni dormirán cerca de ti, ni seguirán tus pasos, ni pasarán junto a tu cueva. Tan sólo el miedo te seguirá y hará que estés a merced suya mediante invisibles golpes. Hará que la tierra se abra bajo tus pies; que se enrosque la enredadera a tu cuello; que los troncos de los árboles crezcan en grupos frente a ti, a una altura mayor de la que tú puedas saltar, y, por último, te quitará tu piel y usará de ella para envolver a sus cachorros cuando tengan frío. No le tuviste misericordia; él tampoco tendrá ninguna misericordia de ti.

Pero el primer tigre se sintió lleno de audacia porque su noche aún no había pasado, y respondió:

—Pera Tha, lo prometido es deuda. ¿Me privará él de mi noche?

Contesté Tha:

—Tuya es la noche que te concedí, como ya dije; pero algo habrás de pagar por ella. Tú le enseñaste al hombre a matar, y él es un discípulo que pronto aprende.

El primer tigre continuó:

—Aquí está, bajo mi garra, con el espinazo partido. Haz que la selva sepa que yo maté al miedo.

Se rió Tha entonces, y dijo:

—Mataste a uno de tantos; pero ve y cuéntaselo tú mismo a la selva.. . porque tu noche ha terminado ya.

Se hizo entonces de día, y de la caverna salió otro de los de la piel desnuda, quien, al ver el cadáver en el camino y al primer tigre encima, cogió un palo puntiagudo...

—¡Ahora arrojan cosas cortantes! —interrumpió Ikki deslizándose hacia la orilla y haciendo ruido con sus púas; conviene saber que Ikki es considerado como manjar muy fino por los gondos (que llamaban a Ikki Ho—Iggoo) y algo sabía él del hacha malvada, pequeña, que hacen girar rápidamente, al través de un claro del bosque, como si fuese una libélula.

Hathi prosiguió:

—Era una estaca puntiaguda, como las que ponen en el fondo de los hoyos que sirven de trampa, y, arrojándolo, hirió en el costado al primer tigre. Cumpliéronse así las cosas tal y como las había dicho Tha, porque el tigre huyó corriendo a la selva rugiendo, hasta que logró arrancarse la estaca, y todos supieron que el de la piel desnuda podía herir a distancia y esto fue causa de que lo temieran más que antes. Resultó así también que el primer tigre enseñó a matar al de la piel desnuda (y no ignoran ustedes todo el daño que esto ha causado a todos nuestros pueblos desde entonces), empleando lazos, trampas y palos que vuelan, y por medio de la mosca de punzante aguijón que sale del humo blanco (se refería Hathi a rifle), y de la Flor Roja, que nos obliga a correr hacia el terreno abierto y despejado. Y sin embargo cada año, durante una noche, el de la piel desnuda teme al tigre, como lo había prometido Tha, y nunca la fiera le dio motivo para perder ese miedo. Allí donde lo encuentra, lo mata, al acordarse de la vergüenza que pasó el primer tigre. Pero, durante todo el resto del año, el miedo se pasea por la Selva, de día y de noche.

—¡Ahi! ¡Au! —dijo el ciervo al pensar en todo lo que esto significa para ellos.

—Y tan sólo cuando, como ocurre ahora, un gran miedo parece amenazar todas las cosas, podemos los habitantes de la Selva poner a un lado todos nuestros recelos de poca monta y reunirnos en un mismo sitio, como lo estamos haciendo ahora.

—¿Tan sólo durante una noche teme el hombre al tigre? —preguntó Mowgli.

—Sólo durante una noche —respondió Hathi.

—Pero yo... y ustedes.., y toda la selva sabemos que Shere Khan mata hombres dos y tres veces durante el tiempo que dura una misma luna.

—En efecto. Pero entonces ataca por la espalda y vuelve la cabeza al saltar, porque siente mucho miedo. Si el hombre lo mirara, el tigre huiría. Pero durante su noche se dirige al pueblo sin intentar ocultarse; se pasea entre las hileras de casas; asoma la cabeza por las puertas; entonces, si los hombres caen de cara al suelo, allí y en ese momento los mata él. Una sola muerte durante aquella noche.

—¡Ah! —dijo para sí Mowgli, revolcándose en el agua—. Comprendo ahora por qué Shere Khan me desafió a que lo mirara. No obtuvo gran ganancia de ello, pues no pudo resistir mi mirada, y yo.. . yo, en verdad no caí a sus pies. Pero conviene tener en cuenta que yo no soy un hombre, ya que pertenezco al pueblo libre.

—¡Hum! —exclamó Bagheera desde lo más hondo de su garganta—. ¿Sabe el tigre cuál es su noche?

—Nunca, hasta que brilla claramente el Chacal de la Laguna, al elevarse por encima de la niebla vespertina. A las veces cae durante la sequía del verano, y a las veces en la época de las lluvias... esa noche del tigre. Pero nunca hubiera ocurrido nada de eso a no ser por el primero, y ninguno de nosotros hubiera conocido el miedo.

Lamentóse tristemente el ciervo y los labios de Bagheera se movieron esbozando una sonrisa irónica.

—¿Conocen los hombres esa historia? —preguntó.

—Nadie la sabía sino los tigres y nosotros los elefantes... los hijos de Tha. Ahora, todos los que están por allí en las lagunas, la saben también. He dicho.

Y Hathi hundió su trompa en el agua, como significando que no quería hablar más.

—Pero... pero... pero. .. —dijo Mowgli, volviéndose hacia Baloo:

—¿Por qué el primer tigre no siguió comiendo hierba, hojas y árboles? Después de todo, se limitó a romperle el cuello al gamo: no lo devoró. ¿Qué lo hizo aficionarse a comer carne caliente?

—Los árboles y las enredaderas lo señalaron, hermanito, y lo convirtieron en esa cosa rayada que hoy vemos. No quiso ya comer de sus frutos; mas, desde aquel día, vengó la afrenta en el ciervo y en los demás que comen hierba —respondió Baloo.

—Entonces tú sabías también el cuento, ¿verdad? ¿Por qué no te lo oí nunca?

—Porque la selva está llena de cuentos de ese estilo. Si empiezo a contártelos, no acabaré nunca. Vamos, suéltame la oreja, hermanito.

La Ley de la Selva

(Tan sólo a fin de dar una leve idea de la enorme variedad de la ley de la selva, he procurado traducir en verso —porque siempre recitaba esto Baloo como una suerte de cantilena— ciertos preceptos relativos a los lobos. Existen, naturalmente, todavía algunos centenares parecidos; pero éstos bastarán; serán una muestra de los más simples.)

Esta es la ley que gobierna nuestra selva, tan antigua como el mismo cielo.

Los lobos que la cumplan, medran;
aquel que la infrinja, será, muerto.
Como envuelve al árbol la planta trepadora,
la ley a todos nos tiene envueltos;
porque a la manada el lobo da fuerza,
mas la manada, cierto, a él fortalece.
Del hocico a la cola cada día aséate,
y de la bebida no haya exceso,
mas tampoco carencia; y acuérdate:
la noche, para la caza; el día, para el sueño.
Vaya el chacal tras los restos
que el tigre deje; vaya, el hambriento;
pero tú, cazador de raza, lobato,
si puedes, mata por tu cuenta y riesgo.
Con el tigre, oso y pantera ten paz,
pues dueños han sido siempre de la selva;
al buen Hathi cuida y atempera;
con el fiero jabalí, quieto, sé sagaz.
Si en la selva dos manadas topan,
e idéntico rastro empeñosas siguen,
échate, que los jefes concilien,
y así, tal vez, un acuerdo compongan.
Si atacares a un lobo,
sea, pero que esté solo;
que si toda la manada entra en liza
su número disminuirá, con la riza.
Refugio, para el lobo, es su guarida,
su hogar es; nadie tiene derecho
a entrar, por la fuerza, en él,
ni jefe, ni consejo, ni toda la partida.
Para cada lobo, su cubil es su refugio;
si no supo, como debe ser, hacerlo,
a buscar otro veráse obligado,
si tal orden recibe del consejo.
Cuando matar logres algo
antes de medianoche, en silencio hazlo;
no sea que los ciervos despierten,
y a ayunar sean obligados tus compañeros.
Justo sea para ti o tus cachorros matar,
o para bien de tu hermano, justo sea;
pero no sea esto, nunca, por gusto,
y dar caza al hombre, ¡jamás!, ¡nunca se vea!
Si al más débil su botín robas,
no del todo te hagas dueño;
protege la manada al más humilde:
para él, cabeza y piel, la sobra.
De la manada es lo que mata la manada;
déjala en su lugar, que es su comida;
nadie a otro sitio a llevarla se atreva:
quien tal ley infringiere, muerto sea.
Coma el lobo lo que mató el lobo;
despache a su gusto; es su derecho,
sin permiso suyo, no haya cohecho:
la manada no podrá tocarlo ni comerlo.
Derecho de cachorro, derecho de lobato
de un año: cuando la manada mata,
él se harta de la misma pieza, si es que el hambre le aprieta.
Derecho de carnada es el derecho de madre:
exíjale al compañero (nadie podrá negarlo),
de su misma edad, una parte
de lo que aquél haya muerto.
Derecho de caverna es el del padre:
dueño de cazar para los suyos
y libre de la manada se halla;
sólo el consejo juez será de sus actos.
Edad y astucia, fuerza y garra acerada:
por esto jefe es el viejo lobo;
en caso no previsto, en todo el globo
sea juez y deje toda cuenta saldada.
Dulces son y muchos de la ley nuestra
estos sabios y útiles preceptos;
mas todos en uno solo se concreta:
¡obedece! La ley no es sino esto.

¡Al tigre! ¡Al tigre!

—¿Qué tal de caza, fiero cazador?
—Largo fue el ojeo; el frío, atroz.
—¿Dónde la pieza que fuiste a cobrar?
—En el bosque, hermano, creo que estará.
—¿Dónde tu orgullo, tu pujanza?
—De ambos la herida trajo mudanza.
—¿Por qué corriendo vienes a mí?
—¡Ah, hermano! A casa voy, a morir.

Retrocedamos ahora hasta la época del primer cuento. Cuando, después de la lucha sostenida por Mowgli con la manada en el Consejo de la Peña, abandonó él la caverna de los lobos, se dirigió a las tierras de labor donde vivían los campesinos; mas no quiso permanecer allí porque se encontraba demasiado cerca de la selva y porque sabía que había dejado un enemigo acérrimo, por lo menos, en el consejo. Por tanto, siguió una mala vereda que conducía hasta el valle, y continuó al trote largo por ella durante unas cinco leguas, y así llegó a un país que le era desconocido.

En ese lugar se abría el valle y se convertía en una gran llanura, salpicada aquí y allá de rocas y cortada de trecho en trecho por barrancos. En un extremo se divisaba una aldea; en el otro, la selva descendía repentinamente hasta los pastizales, y se detenía de golpe, cual si la hubieran cortado con una azada. En la llanura pacían búfalos y ganado; cuando los muchachos que los cuidaban vieron a Mowgli, empezaron a gritar y huyeron en tanto que se ponían a ladrar los perros vagabundos que siempre merodean en torno de las aldeas indias.

Mowgli se sentía hambriento, y por tanto siguió adelante; al llegar a la entrada del pueblo, vio que estaba corrido hacia un lado el gran arbusto espinoso que siempre se coloca frente a ella al oscurecer para interceptar el paso.

—¡Huy! —exclamó (ya más de una vez se había encontrado con esas barreras en sus correrías nocturnas cuando andaba en busca de algo que comer)—. ¡De manera que también aquí los hombres tienen miedo del pueblo de la selva!

Se sentó junto a la entrada, y, al ver venir a un hombre, se puso en pie, abrió la boca y señaló hacia su interior para significar que quería comida. Cuando el hombre lo miró, retrocedió corriendo por la única calle de la aldea, llamando a voces al sacerdote, el cual era alto y gordo, vestía de blanco y ostentaba en la frente una señal roja y amarilla.

Acudió éste junto con unas cien personas más que se le habían unido, y miraban, hablaban y daban gritos en tanto que señalaban hacia Mowgli.

—¡Qué mala educación tiene el pueblo de los hombres! —pensó el muchacho—. Sólo los monos grises harían cosas semejantes.

Apartó hacia atrás su larga cabellera y se puso a mirarlos, hosco y malhumorado.

—¿De qué tienen miedo? —dijoles el sacerdote—. Miren las marcas que tiene en brazos y piernas: son cicatrices de los mordiscos que le han dado los lobos. No es más que un niño lobo que se ha escapado de la selva.

Al jugar Mowgli con los lobatos, en no pocas ocasiones éstos habían mordido al muchacho más profundamente de lo que creían; de ahí las blancas cicatrices que ostentaba en sus miembros. Pero él hubiera sido la última persona en el mundo que llamaría mordiscos a aquello, pues bien sabía lo que en verdad era morder.

—¡Arré! ¡Arré! —gritaron dos o tres mujeres a la vez—. ¡Mordido por los lobos!...

¡Pobrecito! ¡Un muchacho tan hermoso! Tiene los ojos como brasas. Messua, te juro que se parece al niño que te robó el tigre.

—Deja que lo mire bien —respondió una mujer que ostentaba pesados brazaletes de cobre en la muñeca y en los tobillos. Y lo observó con gran curiosidad, haciéndose pantalla con la mano puesta sobre la frente—. A la verdad que se parece —prosiguió—. este es más flaco, pero tiene el mismo aspecto de mi niño.

El sacerdote era un hombre muy listo y sabía que Messua era la esposa del aldeano más rico de aquel lugar. Por tanto, dijo solemnemente, no sin antes mirar al cielo durante un momento:

—Lo que la selva te quitó en otro tiempo, ahora te lo devuelve. Llévate al muchacho a tu casa, hermana mía, y luego no te olvides de honrar al sacerdote cuya mirada penetra tan dentro en las vidas de los hombres.

—¡Por el toro con que fui rescatado! —se dijo Mowgli—. Toda esta charla no es sino una especie de examen como el que sufrí en la manada... ¡Bueno! Hombre he de volverme, al fin, si soy un hombre.

Cuando la mujer le hizo señas a Mowgli para que se dirigiera con ella a su choza, se disolvió el grupo. En la choza había una cama roja barnizada; una gran caja de tierra cocida para guardar granos adornada con dibujos en relieve; seis calderos de cobre; una imagen de un dios indio, en un pequeño dormitorio, y, en la pared, un espejo, un verdadero espejo como los que venden en las ferias rurales.

La mujer le dio un buen trago de leche y un poco de pan; después, colocándole la mano sobre la cabeza, lo miró en los ojos, y pensó en si realmente aquel sería su hijo que volvía de la selva a donde el tigre se lo había llevado.

—¡Nathoo! ¡Nathoo! —le llamó. Pero Mowgli no dio ninguna señal de que conociera ese nombre.

—¿Recuerdas aquel día en que te regalé un par de zapatos nuevos?

Tocó los pies del muchacho y vio que estaban casi tan duros como si los tuviese revestidos de una superficie córnea.

—No —prosiguió tristemente—, esos pies nunca llevaron zapatos. . Pero te pareces mucho a mi Nathoo y de todas maneras serás mi hijo.

Sentíase Mowgli oprimido porque nunca antes se había visto bajo techado. No obstante, al mirar la cubierta de bálago que tenía la choza, pensó que sería fácil romperla cuando quisiera escaparse; además, la ventana carecía de pestillo.

—¿De qué me sirve ser hombre —se dijo— cuando no entiendo el lenguaje de los hombres?

Soy como un bobo y un sordo, y esto le ocurriría también a cualquier hombre que se encontrara en la selva entre nosotros. Deberé, pues, aprender ese lenguaje.

Cuando vivía entre los lobos, no en vano se había ejercitado en imitar el grito de alerta del gamo y el gruñido del jabato. Así, cuando Messua decía una palabra, Mowgli la imitaba casi a la perfección; antes que oscureciera ya había aprendido el nombre de muchas cosas que se veían en la choza.

Hubo cierta dificultad a la hora de acostarse porque Mowgli se resistió a dormir bajo un techo que mucho se parecía a una trampa para cazar panteras. En cuanto cerraron la puerta, salió por la ventana.

—Déjalo que actúe como quiera —dijo el marido de Messua—. Piensa que no es posible que sepa lo que es dormir en una cama. Si en verdad se nos envió para que sustituya a nuestro hijo, no hay que temer que se escape.

Se tendió Mowgli sobre la alta y limpia hierba que había al extremo del campo. Pero antes que hubiera tenido tiempo de cerrar los ojos, lo tocó bajo la barba un gris y suave hocico.

—¡Fu! —exclamó el Hermano Gris (que era el mayor de los cachorros de mamá Loba)— ¡este es el premio que me das por haberte seguido durante veinte leguas! Apestas a humo de leña y a ganado. exactamente igual que un hombre. ¡Vamos, despiértate, hermanito! ¡Tengo noticias!

—¿Están todos bien en la selva? —dijo Mowgli, abrazándolo.

—Todos, excepto los lobos que recibieron quemaduras de la Flor Roja. Oye ahora: Shere Khan se fue a cazar a otra parte, muy lejos, hasta que le crezca de nuevo el pelo, porque lo tiene todo chamuscado. Ha jurado que enterrará tus huesos en el Waingunga, cuando regrese.

—No sólo él tiene voz en este asunto; también yo he jurado algo. Pero las noticias son siempre agradables. Estoy cansado esta noche... muy cansado por las novedades que me ocurren Pero dame noticias.

—¿No olvidarás que eres un lobo? ¿No harán los hombres que te olvides de ello? —preguntó el Hermano Gris con gran ansiedad.

—¡Nunca! Siempre recordaré que te quiero, como quiero a todos los de nuestra cueva; pero también recordaré siempre que se me arrojó de la manada.

—Cuida que no te arrojen ahora de otra. Los hombres son hombres y nada más, hermanito; su charla es como la de las ranas en las charcas. Cuando regrese por aquí, te esperaré entre los bambúes, al otro extremo de la pradera.

Apenas salió Mowgli de la aldea durante tres meses, a contar desde aquella noche, porque estuvo muy ocupado en aprender los usos y costumbres de los hombres. Hubo de acostumbrarse en primer lugar a llevar envuelto el cuerpo en una tela, cosa que le molestaba en extremo; luego tuvo que aprender el valor de la moneda, y esto no lograba entenderlo en modo alguno; y por último tuvo que aprender a arar, y él no comprendía la utilidad de esto. Por otra parte, los niños de la aldea lo molestaban mucho. Era una suerte que la ley de la selva le hubiera enseñado a dominar su genio, ya que allí la vida y la alimentación dependían precisamente de esa cualidad. Sin embargo, cuando hacían burla de él porque ni jugaba ni sabía cómo hacer volar una cometa, o porque pronunciaba mal alguna palabra, tan sólo el pensamiento de que es indigno de un cazador matar a desnudos cachorrillos le impedía seguir su impulso de cogerlos y partirlos por la mitad.

No tenía conciencia de su propia fuerza. En la selva conocía muy bien su debilidad, si se comparaba con las fieras; pero la gente de la aldea decía que era fuerte como un toro.

Tampoco tenía Mowgli la menor idea de las diferencias que establecen entre los hombres las castas. Cuando el borriquillo del alfarero se hundía en el lodazal, él lo asía de la cola y lo sacaba fuera, y luego ayudaba a amontonar los cacharros para que los llevara al mercado de Khanhiwar. Esto, obviamente, eran cosas muy ofensivas para las buenas costumbres, porque el alfarero es de casta inferior, y el borriquillo más aún.

Cuando el sacerdote le llamó la atención y lo reprendió por esas cosas, Mowgli lo amenazó diciéndole que lo pondría a él también sobre el borrico; esto decidió al sacerdote a decirle al marido de Messua que pusiera a trabajar cuanto antes a aquel muchacho. El que fungía como jefe en la aldea le ordenó a Mowgli que al día siguiente se fuera a apacentar los búfalos. Para el muchacho nada podía ser tan agradable como esto, y, al considerarse ya realmente como encargado de uno de los servicios de la aldea, se dirigió aquella misma noche a una reunión que tenía lugar todos los días, desde el oscurecer, en una plataforma de ladrillos a la sombra de una gran higuera. Era este lugar algo así como el casino de la aldea y allí se reunían y fumaban el jefe, el vigilante, el barbero (enterado de todos los chismes locales) y el viejo Buldeo, cazador del lugar y que poseía un viejo mosquete. Los monos, en las ramas superiores de la higuera, sentábanse también y charlaban. Debajo de la plataforma vivía en un agujero una serpiente cobra, y, como la tenían como sagrada, recibía cada noche un cuenco de leche.

Se sentaban los viejos en torno del árbol y enhebraban la conversación a la que acompañaban de buenos chupetones a las grandes hukas o pipas; esto duraba hasta muy entrada la noche. Allí se narraban asombrosas historias sobre dioses, hombres y duendes. Sin embargo, las que refería Buldeo sobre las costumbres de las fieras en la selva excedían a todas las demás, hasta tal punto que al escucharlas, a los chiquillos que se sentaban fuera del círculo a escuchar, se les salían los ojos de las órbitas de puro asombro. La mayor parte de aquellos relatos se referían a animales, porque, teniendo la selva a sus puertas, por decirlo así, eso era lo que más les interesaba. A menudo veían que los ciervos y los jabalíes destrozaban sus cosechas, y hasta de cuando en cuando un tigre se llevaba a alguno de sus hombres, a la vista misma de los habitantes de la aldea, al oscurecer.

Mowgli, por supuesto, conocía a fondo el asunto de que hablaban, y en no pocas ocasiones tenía que taparse la cara para que no le vieran reírse; y en tanto que Buldeo, con el mosquete sobre las rodillas, iba entretejiendo uno y otro cuento maravilloso, al muchacho le temblaban los hombros por los esfuerzos que hacía para contenerse.

El tigre que había robado al hijo de Messua, decía Buldeo, era un tigre duende en cuyo cuerpo habitaba el alma de un perverso usurero que había muerto hacía algunos años.

No cabía de ello la menor duda —añadía— porque, a consecuencia de un golpe que recibiera en un tumulto, Purun Dass cojeaba siempre; el tumulto fue cuando le pegaron fuego a sus libros de caja. Ahora bien, el tigre de que hablo cojea también, porque son desiguales las huellas que deja al andar.

—¡Cierto! ¡Cierto! ¡Es la pura verdad! —exclamaron los viejos con ademanes de aprobación.

—¿Y así son todos vuestros cuentos, quiero decir, un tejido de mentiras y sueños? —gritó

Mowgli—. Si el tigre cojea es porque nació cojo, como todo el mundo sabe. Es algo completamente infantil hablarnos de que el alma de un avaro se refugió en el cuerpo de una fiera como ésa, que vale menos que cualquier chacal.

Buldeo quedó mudo de sorpresa durante un momento; el jefe miró fijamente al muchacho.

—¡Ah! Conque tú eres el rapaz que vino de la selva, ¿eh? Ya que tanto sabes, lleva la piel de ese tigre a Khanhiwara; el gobierno ofreció cien rupias a quien lo mate. Pero, mejor, enmudece y respeta a las personas mayores.

Mowgli se puso en pie para marcharse.

—Durante todo el tiempo que tengo aquí escuchando —dijo con desdén, mirando por encima del hombro—, no dijo Buldeo palabra de verdad con una o dos excepciones, tocante a la selva, que tan cerca tiene. ¿Cómo quieren que crea, pues, esos cuentos de duendes y dioses y toda laya de espíritus, que él afirma haber visto?

—Ya es hora de que el muchacho vaya y se ocupe del ganado —indicó el jefe. Buldeo, entre tanto, bufaba de rabia, por la impertinencia de Mowgli.

Se acostumbra en las aldeas indias que algunos muchachos conduzcan el ganado y los búfalos a pacer en las primeras horas de la mañana, para traerlos de nuevo en la noche; esos mismos animales que pisotearían hasta matarlo a un hombre blanco, permiten que los chiquillos que apenas les llegan al hocico los golpeen, los gobiernen y les griten. En tanto que los muchachos no se aparten del ganado, estarán a salvo, pues ni siquiera los tigres se atreven entonces a atacar a aquella gran masa. Pero estarán en grave peligro de desaparecer para siempre, en cuanto se desvíen para coger flores o cazar lagartos.

Al rayar el alba, Mowgli, sentado en los lomos de Rama, el gran toro del rebaño, pasó por la calle de la aldea, y los búfalos, de un color azulado de pizarra, de largos cuernos dirigidos hacia atrás y de ojos feroces, uno a uno se levantaron de sus establos y lo siguieron, y muy claramente demostraba Mowgli a los muchachos que lo rodeaban que él era allí quien mandaba. Golpeó a los búfalos con una larga caña de bambú y le encargó que cuidara del ganado a Kamya, uno de los muchachos, en tanto que él se iba con los búfalos; lo amonestó para que por nada se alejara del rebaño.

En la India, una pradera es un terreno lleno de rocas, de matojos y de quebraduras, en donde se desparraman y desaparecen los rebaños. Las lagunas y tierras pantanosas son generalmente para los búfalos; allí se echan, se revuelcan o toman el sol, o se meten en el fango durante horas enteras.

Mowgli los condujo hasta el extremo de la llanura, donde, procedente de la selva, desembocaba el río Waingunga; entonces, apeándose de Rama, corrió hacia un grupo de bambúes y allí halló al Hermano Gris.

—¡Vaya! —prorrumpió éste—. Aquí estoy esperándote desde hace muchos días. ¿Qué quiere decir eso de que andes con el ganado?

—Me dieron esa orden. Por ahora, soy pastor. ¿Qué noticias me traes de Shere Khan?

—Volvió a este país y ha estado buscándote durante mucho tiempo. Se marchó hoy, porque aquí escasea la caza; pero abriga la intención de matarte.

—¡Perfectamente! —respondió Mowgli—. Harás esto: tú o uno de tus hermanos se pondrán sobre esta roca de modo que pueda yo verlos al salir de la aldea; esto, mientras Shere Khan no vuelva. Pero en cuanto se halle de nuevo aquí, espérame en el barranco donde está aquel árbol de dhâk, en el centro de la llanura. No hay ninguna necesidad de que nos metamos nosotros en la boca de Shere Khan.

Dicho esto, buscó un lugar con sombra, se acostó y se durmió, en tanto que los búfalos pacían en torno suyo. Oficio de lo más perezoso en este mundo, es el pastoreo en la India. Camina el ganado de un lugar para otro, se echa, rumia, se levanta de nuevo, y ni siquiera muge. Tan solo gime sordamente; pero los búfalos, muchas veces ni eso: simplemente se hunden en los pantanos uno tras otro, caminan entre el fango hasta que no se ve en la superficie sino el hocico y los ojos, fijos y azules, y así permanecen como leños.

Parece como si el sol hiciera vibrar las rocas en la atmósfera ardiente; los chiquillos que cuidan el ganado escuchan, de cuando en cuando, a un milano —nunca más de uno— que silba desde una altura que lo hace casi invisible, y saben que si ellos o alguna vaca murieran, se lanzaría allí el milano en el acto; entre tanto, el más próximo a él, vería el rápido descenso, a algunas leguas de distancia; y otros y otros más se enterarían de lo que había, desde muy lejos; y así, sin dar casi tiempo a que acabaran de morir, ya estarían presentes más de veinte milanos hambrientos, sin que se adivinara de dónde habían salido.

Algunas veces los muchachos duermen, se despiertan, se duermen de nuevo; tejen pequeñas cestas con hierba seca y meten saltamontes dentro; hacen que se peleen dos insectos de los llamados mantas religiosas; forman collares con nueces de la selva, rojas y negras; observan al lagarto que toma el sol sobre una roca; o, por último, miran cómo junto a los pantanos alguna serpiente caza a una rana. Otras veces entonan largas, larguísimas canciones, que terminan con unos trinos, muy típicos del país; oyendo aquello, un día parece más largo que la vida de la mayor parte de las personas; o fabrican con el fango, castillos, con hombres, caballos y búfalos; ponen cañas en las manos de aquéllos y suponen que son reyes rodeados de sus ejércitos, o dioses que exigen adoración.

Luego llega la noche. Los búfalos se levantan pesadamente del pegajoso barro, azuzados por los gritos de los muchachos, produciendo ruidos parecidos a disparos de armas de fuego, y formando larga fila se dirigen al través de la llanura gris hacia el lugar donde parpadean las luces de la aldea.

Mowgli condujo a los búfalos día tras día a aquellos pantanos; día tras día divisó al Hermano Gris a una legua y media de distancia en la extensa llanura (y esto le indicaba que no había vuelto aun Shere Khan); y día tras día se rindió al sueño también sobre la hierba, escuchando los ruidos y soñando en su vida pasada, allá en la selva. Sin duda hubiera oído a Shere Khan si éste, con su pata coja, hubiera dado uno de sus inseguros pasos por los bosques que dominan el Waingunga: tal era la quietud de aquellas mañanas interminables.

Al fin, llegó el día en que ya no vio al Hermano Gris en el lugar convenido. Entonces, riéndose, condujo a los búfalos por el barranco en que se hallaba el árbol de dhâk, cubierto literalmente de flores de color rojo dorado. Allí estaba el Hermano Gris, el cual mostraba erizados todos los pelos que tenía en el lomo.

—Durante un mes se escondió para despistarte. Anoche cruzó por los campos, siguiéndote los pasos, y Tabaqui lo acompañaba —dijo el lobo, casi sin resuello.

Mowgli frunció el entrecejo.

—Shere Khan no me inspira miedo —respondió—, pero conozco la astucia de Tabaqui.

—No le temas —dijo el Hermano Gris, y se relamió un poco—. Encontré a Tabaqui cuando amanecía. Que vaya ahora con los milanos y les cuente toda su sabiduría; antes me la contó a mí... antes de que le partiera el espinazo. Ahora bien: el plan urdido por Shere Khan es éste: esperarte esta noche a la entrada de la aldea... a ti, sólo a ti. En este momento está echado en el gran barranco seco del Waingunga.

—¿Comió hoy, o caza con el estómago vacío? —interrogó Mowgli, porque de la contestación dependía su vida.

—Al amanecer mató un jabalí... y también bebió. Recuerda que Shere Khan nunca pudo ayunar, ni siquiera cuando así convenía a sus propósitos de venganza.

—¡Ah! ¡Imbécil! ¡Imbécil! ¡Dos veces niño! ¡Bien comido, bien bebido.., y aún cree que le dejaré dormir! ¡Veamos! ¿Dónde dices que está echado? Si siquiera fuéramos diez, lo agarraríamos y lo arrastraríamos hasta aquí. Si estos búfalos no sienten su rastro, no querrán embestirlo, y yo no sé hablar su lenguaje. ¿Podríamos colocarnos detrás de él, para que así, olfateando, puedan ellos seguir su pista?

—El taimado siguió a nado la corriente del río Waingunga, para evitar que pudiéramos hacer esto.

—Seguramente, por consejo de Tabaqui. A él solo jamás se le hubiera ocurrido tal cosa.

Mowgli permaneció un rato reflexionando, con un dedo en la boca. Luego dijo:

—A menos de media legua de aquí desemboca en la llanura el gran barranco seco del Waingunga. Si conduzco el rebaño al través de la selva, hasta la parte superior del barranco, y luego lo lanzo hacia abajo... Pero entonces se escaparía por la parte inferior.

Debemos cerrar ese extremo. Hermano Gris, ¿puedes dividirme en dos el rebaño?

—Probablemente yo no; pero traje conmigo a alguien que me ayude.

Corrió el Hermano Gris y se metió en un agujero. Salió de allí entonces una enorme cabeza gris (Mowgli la conoció perfectamente) y llenó el cálido ambiente con el más desolado clamor que oírse pueda en la selva: el aullido de caza de un lobo resonando en mitad del día.

—¡Akela! ¡Akela! —gritó Mowgli, palmoteando. No sé cómo no pensé que no me olvidarías. Tenemos entre manos un trabajo muy importante. Divide en dos el rebaño, Akela: a un lado las vacas y terneros; al otro, los toros y los búfalos de labor.

Corrieron los dos lobos; entraban y salían del rebaño, como por juego; y el rebaño, bufando y levantando las cabezas, se separó en dos grupos. Uno de ellos lo formaron las hembras con sus pequeñuelos colocados en el centro; miraban furiosas y pateaban, listas para embestir al primer lobo que permaneciera quieto durante un momento, y para quitarle la vida, aplastándolo. En el otro grupo estaban los toros y novillos que resoplaban y golpeaban el suelo con las patas; pero, como no tenían terneros que proteger, eran los menos temibles aunque su aspecto fuera más imponente. Ni seis hombres juntos hubieran dividido tan bien el ganado.

—¿Qué otra cosa ordenas? —preguntó Akela, jadeando. Intentan reunirse de nuevo.

Mowgli montó sobre Rama y contestó:

—Lleva los toros hacia la izquierda, Akela. Y cuando nos hayamos ido, Hermano Gris, cuida de que no se separen las vacas y condúcelas al pie del barranco.

—¿Hasta dónde? —dijo el Hermano Gris, jadeando también y tirando bocados.

—Hasta donde veas que los lados son de mayor altura que la que pueda saltar Shere Khan —gritó Mowgil—. Conténlas allí hasta que bajemos nosotros.

Al oír ladrar a Akela, empezaron a correr los toros; el Hermano Gris se quedó frente a las vacas. estas lo embistieron y entonces corrió delante de ellas hasta el pie del barranco, en tanto que Akela se llevaba los toros hacia la izquierda.

—¡Bravo! ¡Otra embestida y estarán ya a punto! ¡Cuidado... cuidado ahora, Akela! Si das una dentellada más, embisten los toros. ¡Hujah! Es más duro este trabajo que el de acorralar gamos negros. ¿Imaginaste alguna vez que pudieran correr tanto animales como éstos? —gritó Mowgli.

—En mis buenos tiempos los cacé... sí, también los he cazado —susurró débilmente Akela, cubierto de una nube de polvo—. ¿Los lanzo hacia la selva?

—¡Sí! ¡Lánzalos, lánzalos pronto! Rama está furioso. ¡Si yo pudiera darle a entender para qué lo necesito hoy!

Fueron dirigidos entonces los toros hacia la derecha y penetraron en la espesura, aplastando todo a su paso. Cuando los demás muchachos encargados del pastoreo a media legua de distancia vieron lo que ocurría, huyeron a todo correr hacia la aldea gritando que los búfalos habían enloquecido y se habían escapado.

El plan de Mowgli era muy sencillo: su propósito era trazar un gran círculo al subir, llegar a la parte alta del barranco y entonces hacer que los toros descendieran por él; así, cogerían a Shere Khan entre éstos y las vacas. Sabía muy bien que, después de haber comido y bebido bien, el tigre no estaría en disposición de luchar ni de encaramarse por los lados del barranco. Ahora, calmaba a los búfalos con sus voces; Akela se había quedado rezagado y no ladraba sino una o dos veces para hacer que la retaguardia apretara el paso... Muy grande, vastísimo era el círculo que trazaban; no querían acercarse demasiado al barranco y que Shere Khan se diera cuenta de su presencia.

Por último reunió Mowgli al azorado rebaño en torno suyo en lo alto del barranco, sobre una pendiente cubierta de hierba que se confundía, en su extremo, con el mismo barranco.

Desde allí, y mirando por encima de los árboles, se veía abajo la extensión del llano.

Pero Mowgli se fijó entonces en los lados del barranco, y comprobó con satisfacción que se elevaban casi perpendicularmente, y que ni las vides ni las enredaderas que de ellos colgaban podrían ofrecerle apoyo suficiente al tigre, en caso de que quisiera huir por esa parte.

—¡Déjalos resollar, Akela! —dijo Mowgli levantando un brazo—. No han hallado todavía el rastro. Déjalos resollar. Debo anunciarle a Shere Khan lo que le caerá encima. Ya está cogido en la trampa.

Y haciendo bocina con las manos, gritó hacia el barranco (que casi equivalía a gritar en la boca de un túnel) y el eco de su voz repercutió de roca en roca.

Después de unos momentos respondió el vago y soñoliento gruñido de un tigre, harto ya y que despierta de un sueño.

—¿Quién me llama? —dijo Shere Khan. A su voz, un magnífico pavo real levantó el vuelo desde el fondo del barranco, dando chillidos al huir.

—¡Hablo yo, Mowgli! ¡Ladrón de reses, hora es ya de que vengas conmigo al Consejo de la Peña! ¡Ahí va! ¡Lánzalos, Akela! ¡Abajo, Rama, abajo!...

Durante un momento, el rebaño permaneció quieto al borde de la pendiente. Pero Akela, a plenos pulmones, lanzó su grito de guerra, y todos, uno a uno, se precipitaron como navíos que se lanzan a la corriente, en tanto que saltaban en torno suyo las piedras y la arena. Una vez iniciada la carrera, no había modo de pararla; Rama sintió el rastro de Shere Khan aun antes de llegar al cruce del torrente, y mugió.

—¡Ah! —gritó Mowgli, que cabalgaba sobre él—. Ya te enteraste, ¿eh?

El alud de negros cuernos, hocicos espumajosos y ojos de mirada fija cruzó veloz por la torrentera, como arrancados peñascos en tiempos de avenida, en tanto que los búfalos más débiles eran arrojados a los lados en donde, al pasar, arrancaban las enredaderas.

Todos sabían ya el trabajo que les esperaba: un tigre ni siquiera puede pensar en resistir a la terrible embestida de un rebaño de búfalos.

Al escuchar Shere Khan el atronador ruido de las pezuñas, se levantó y echó a andar pesadamente torrentera abajo, mirando a ambos lados en busca de evasión; pero los lados del cauce parecían cortados a pico, y hubo de quedarse allí sintiendo la torpeza producida por la comida y la bebida y deseando cualquier cosa menos tener que batirse.

Cruzó el rebaño chapoteando por la laguna que él acababa de abandonar, mugiendo y haciendo retumbar todo el estrecho recinto.

Mowgli oyó que otro mugido contestaba desde el extremo inferior del barranco, y vio que Shere Khan se volvía (sabía el tigre que en último término era mejor enfrentarse con los toros que habérselas con las vacas y terneros). Entonces Rama echó algo por tierra, tropezó con ello y siguió adelante, hollando una masa blanda; luego, con los demás toros detrás que casi iban pisándolo, cayó sobre el otro rebaño con tal furia, que los búfalos más débiles fueron levantados por completo en el aire a causa del choque que se produjo al encontrarse todos.

Ambos rebaños fueron arrastrados hacia la llanura por la embestida, dando cornadas, coces y bufidos. Apeóse Mowgli de Rama en un momento oportuno y empezó a repartir golpes a diestro y siniestro con el palo que llevaba.

—¡Rápido, Akela! ¡Divídelos! ¡Sepáralos, o se pelearán los unos con los otros!

¡Llévatelos, Akela! ¡Hai, Rama! ¡Hai! ¡Hai! ¡Hai!, hijos míos. ¡Despacio, ahora, despacio! Terminó ya todo.

Corriendo de un lado para otro, Akela y el Hermano Gris mordían las patas a los búfalos, y aunque el rebaño viró en redondo intentando embestir de nuevo barranco arriba, Mowgli logró que Rama se diera la vuelta y los demás lo siguieron hacia los pantanos.

No hacía falta que pisotearan más a Shere Khan. El tigre había muerto y los milanos acudían ya para devorarlo.

—¡Hermanos! Murió como un perro —exclamó Mowgli.

Echó mano de un cuchillo que llevaba siempre pendiente del cuello y metido en una vaina, desde que vivía entre los hombres.

—No se hubiera batido cara a cara —prosiguió—. Buen efecto causará su piel colocada sobre la Peña del Consejo. ¡Manos a la obra y pronto!

Nunca se hubiera enfrentado ni en sueños un muchacho criado entre los hombres con la tarea de desollar él solo a un tigre de tres metros de largo. Pero Mowgli sabía mejor que nadie cómo está pegada la piel de un animal a su cuerpo, y, por tanto, el modo de arrancarla. Sin embargo, la labor era ruda. Mowgli cortó y desgarró durante una hora, murmurando entre dientes, en tanto que los lobos lo contemplaban con la lengua colgando, o, cuando él se lo mandaba, se acercaban para dar tirones a la piel.

Sintió de pronto que en su hombro se apoyaba una mano, y, al levantar los ojos, vio a Buldeo con su viejo mosquete. Los chiquillos habían esparcido en la aldea la noticia del pánico que había hecho presa de los búfalos, y Buldeo, malhumorado, salió movido por el intenso deseo de aplicarle un correctivo a Mowgli por haber descuidado el rebaño. En cuanto vieron venir al hombre, los lobos se eclipsaron.

—¿Qué significa esa locura? —exclamó, incomodado, Buldeo—. ¿Crees que tú solo podrás desollar al tigre? ¿Dónde lo mataron los búfalos? Y además es el tigre cojo por cuya cabeza ofrecieron cien rupias.

¡Bueno, bueno! Dejaste escapar el rebaño, pero, en fin, podemos pasar eso por alto.

Hasta probablemente te daré una de las rupias como premio, después que yo lleve la piel a Khanhiwara.

Se tocó la ropa, buscando un pedernal y un pedazo de acero, y se inclinó para quemarle los bigotes a Shere Khan. Esta operación es practicada por la mayor parte de los cazadores indígenas para evitar que luego los persiga el espíritu que suponen habita en el tigre.

—¡Je! —masculló Mowgli mientras arrancaba la piel de una de las patas del tigre—. De modo que el asunto es éste: te llevas la piel a Khanhiwara, te dan el premio, y luego quizás me darás una rupia. Pues bien: creo que necesitaré esa piel para mi propio uso.

¡Ea, aparta ese fuego, viejo!

—¿Así le hablas al jefe de los cazadores de la aldea? Cuanto hiciste, se lo debes a la suerte y a la ayuda que te prestó la imbecilidad de tus búfalos. Está claro que el tigre acababa de darse un atracón; de lo contrario, ya estaría ahora a cinco leguas de este sitio. ¡Ni siquiera puedes desollarla bien, y, no obstante, tú, un pillete, osas decirle a Buldeo que no le queme los bigotes! ¡Vaya, Mowgli! No te daré ni un anna de premio; te daré una buena paliza. ¡Suelta el tigre!

—¡Por el toro que me rescató! —exclamó Mowgli, que entonces luchaba por llegar hasta el hombro de la fiera—. ¿Crees que me estaré charlando toda la tarde contigo, mono viejo?

¡Akela, ven acá! Líbrame de este hombre que me molesta.

Buldeo continuaba aún inclinado sobre la cabeza de Shere Khan; pero de pronto se vio tendido sobre la hierba con un lobo gris encima, en tanto que Mowgli continuaba su tarea corno si no existiese más que él en toda la India.

—Sí —dijo el muchacho entre dientes—; tienes toda la razón, Buldeo. Nunca me darías ni un anna en premio. Había un duelo pendiente entre este tigre cojo y yo... Un duelo antiguo.., muy antiguo... Y... vencí yo.

Si se ha de hablar con entera imparcialidad, convendrá reconocer que, si Buldeo hubiera sido diez años más joven, habría medido sus fuerzas con las de Akela a haberse encontrado con él en el bosque. Pero ciertamente un lobo obediente a las órdenes de aquel muchacho (el cual, a su vez, tenía duelos pendientes con tigres devoradores de hombres), no era un animal como los demás. Todo aquello era arte de encantamiento, magia de la peor clase —pensó Buldeo—, y dudó de que bastara a protegerlo el amuleto que llevaba pendiente del cuello. Permaneció, pues, tendido, como paralizado, y esperaba que, en cualquier momento, Mowgli también se convirtiera en un tigre.

—¡Maharaja! ¡Gran rey! —dijo por último con voz ronca y en tono de voz tan bajo que parecía un susurro.

—¿Qué? —respondió Mowgli sin volver la cabeza y sonriendo un poco, satisfecho.

—Soy un anciano, e ignoraba que fueses algo más que un zagal. ¿Permitirás que me levante y me vaya? ¿O me hará pedazos ese sirviente que tienes a tus órdenes?

—Vete, vete en paz. Pero no te metas con mi caza en otra ocasión. ¡Suéltalo, Akela!

Buldeo se dirigió cojeando hacia la aldea, tan aprisa como pudo. Miraba hacia atrás, por encima de su hombro: no fuera a ser que Mowgli se metamorfoseara en algo que causara espanto. Al llegar allá, narró de inmediato un cuento de magia. encantamientos y brujerías, todo lo cual hizo que el sacerdote se pusiera muy serio.

Entre tanto Mowgli prosiguio su trabajo, pero ya estaba encima la noche cuando entre él y los lobos terminaron de separar la enorme y vistosa piel del cuerpo del tigre.

—Ahora —observó— conviene esconder eso y hacer que los búfalos vuelvan a casa. Akela, ayúdame a reunirlos.

Una vez reagrupado el rebaño a la luz dudosa del crepúsculo, se dirigieron hacia la aldea. En cuanto estuvieron cerca de ella, vio Mowgli algunas luces, oyó que en el templo estaban tocando las campanas, y que además estaban soplando en caracoles marinos.

A las puertas del lugar parecía haberse reunido para esperarlo la mitad de la población.

—Quizás esto se debe a que he matado a Shere Khan —pensó Mowgli. Pero he aquí que una lluvia de piedras silbó en sus oídos al propio tiempo que gritaban los aldeanos:

—¡Hechicero! ¡Hijo de una loba! ¡Diablo de la selva! ¡Lárgate! ¡Lárgate de aquí en el acto, si no quieres que el sacerdote te cambie otra vez en lobo! ¡Dispara, Buldeo, dispara!

Con gran estampido hizo fuego el mosquete... y lanzó un mugido de dolor uno de los búfalos jóvenes.

—¡Otro maleficio! —gritaron los aldeanos—. ¡El muchacho desvió la bala! ¡El búfalo herido es el tuyo, Buldeo!

—Pero, ¿qué significa esto? —dijo Mowgli aturdido, viendo cómo arreciaba la lluvia de piedras.

—Esos hermanos tuyos se parecen mucho a los de la manada —dijo Akela, sentándose gravemente—. La intención de toda esa gente es arrojarte de este lugar, eso creo yo, si es que las balas significan algo.

—¡Lobo! ¡Lobato! ¡Vete de aquí! —chilló el sacerdote agitando una rama pequeña de la planta sagrada que llaman tulsi.

—¡Vaya! ¿Otra vez? La anterior fue porque era un hombre. Ahora, porque soy un lobo.

¡Vámonos, Akela!

Una mujer, Messua, corrió hacia el rebaño y gritó:

—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Dicen que eres un hechicero, y que si quieres puedes transformarte en fiera. Yo no lo creo, pero vete, o te matarán. Buldeo afirma que eres un brujo; yo sé que lo único que hiciste fue vengar la muerte de Nathoo.

—¡Atrás, Messual ¡Atrás, o te apedreamos! —gritó entonces la multitud.

Mowgli se sonrió forzada y brevemente porque una piedra acababa de pegarle en la boca.

—¡Retrocede, Messua! —dijo—. Todo eso no es sino uno de esos cuentos imbéciles que inventan al anochecer, bajo la sombra del árbol. Por lo menos, te pagué la vida de tu hijo. ¡Adiós! Corre cuanto puedas, pues lanzaré contra ellos el rebaño con mayor velocidad que la que traen los pedazos de ladrillo que me arrojan. No soy ningún brujo, Messua. ¡Adiós! —y luego gritó: Akela, júntame de nuevo el rebaño.

Los búfalos no querían otra cosa sino volver a la aldea. Por tanto, apenas si tuvieron necesidad de que los azuzara Akela. Se lanzaron corno torbellino al través de las puertas, dispersando a la multitud a derecha e izquierda.

—¡Cuéntenlos! —gritó, desdeñoso, Mowgli—. A lo mejor les robé uno. Cuéntenlos, porque ésta es la última vez que apacentaré. ¡Queden con Dios, hijos de los hombres, y agradézcanle a Messua que no vaya yo también con mis lobos a darles caza en mitad de las calles!

Volviendo la espalda, echó a andar con el Lobo Solitario, y entonces, como se le ocurriera mirar a las estrellas. se sintió verdaderamente feliz.

—Nunca más dormiré dentro de una trampa, Akela. Recojamos ahora la piel de Shere Khan y vámonos. No le hagamos el menor daño a la aldea: tengamos presente lo bien que se portó Messua conmigo.

Cuando la luna se elevó sobre la llanura, dando a todas las cosas como un tinte algo lechoso, los aldeanos vieron aterrorizados cómo Mowgli, en compañía de dos lobos y con un fardo sobre la cabeza, corría a campo traviesa con el trotecillo característico de los lobos, que se tragan los kilómetros como nada. Entonces echaron a vuelo las campanas y soplaron en los caracoles marinos con más fuerza que nunca. Lloró Messua, y Buldeo, por su parte, empezó a hermosear con tales adornos la historia de sus aventuras en la selva, que acabó por decir que Akela, erguido sobre sus patas, había hablado como un hombre.

Ya la luna iba hacia su ocaso cuando Mowgli y los dos lobos se aproximaban a la colina donde se hallaba la Peña del Consejo. Se detuvieron ante el cubil de mamá Loba.

—Me arrojaron de la manada de los hombres, madre. Pero cumplí mi palabra: traigo la piel de Shere Khan —dijo Mowgli.

Caminando con gran dificultad, salió mamá Loba de la caverna; tras de ella iban sus cachorros. Brillaron intensamente sus ojos cuando vio la piel.

—Se lo dije aquel día, renacuajo mío: se lo dije aquel día cuando metió cabeza y hombros en esta caverna yendo en tu busca para matarte: le dije que un día u otro el cazador resultaría cazado. ¡Hiciste buen trabajo!

—¡Muy bien, hermanito! —se oyó que decía una voz, en la espesura—. ¡Cuánto te echábamos menos en la selva!

Y apareció Bagheera. Venía correndo y tocó los desnudos pies de Mowghi.

Juntos ascendieron a la Peña del Consejo. Sobre la roca plana donde solía instalarse Akela, extendió Mowghi la piel y la sujetó luego con cuatro trozos de bambú.

Akela se echó sobre ella y lanzó el antiguo grito del consejo:

—¡Miren, lobos, miren bien! —su exclamación fue exactamente lo que dijo cuando llevaron allí a Mowgli por primera vez.

Desde el tiempo en que fue destituido Akela, la manada no había tenido jefe, y cazaba y luchaba como mejor le parecía. Pero todavía respondían a aquel grito por costumbre.

Todos los que quedaban vinieron al consejo, aunque algunos estuvieran cojos por culpa de las trampas en que cayeran, u otros arrastraban una pata por haber sido heridos en ella de un balazo, o unos cuantos estuvieran sarnosos por haber comido algo malo, u otros más se hubieran extraviado. Vinieron al Consejo de la Peña y vieron la piel rayada de Shere Khan tendida sobre la roca, con sus enormes garras colgando al extremo de las patas que se balanceaban vacías.

Fue entonces cuando Mowgli empezó a entonar una canción sin rimas que se le vino a los labios espontáneamente; empezó a cantarla a grandes voces al mismo tiempo que se arrojaba sobre la piel y llevaba el compás con los talones; la cantó hasta que se le terminó el aliento, y en tanto que cantaba, el Hermano Gris y Akela aullaban entre las estrofas.

—¡Miren bien, lobos, miren bien! —exclamó Mowghi cuando terminó—. ¿Cumplí mi palabra?

Los lobos, aullando como perros, dijeron:

—¡Si!

Uno de ellos, cubierto de cicatrices y desgarrones en la piel, aulló:

—¡Guíanos de nuevo, Akela! Guíanos de nuevo, hombrecito; estamos hartos de vivir sin ley. Queremos ser de nuevo el pueblo libre que fuimos en otros tiempos.

—No; eso puede ser una equivocación —murmuró Bagheera—. Por que acaso, cuando de nuevo os sintierais hartos, volveríais a vuestra antigua locura. Os llaman el pueblo libre, y no en balde. Luchasteis por la libertad y la libertad es vuestra. ¡Devoradla, lobos!

—Fui arrojado de la manada de los hombres y de la manada de los lobos —observó Mowgli—. De hoy más, cazaré solo en la selva.

—Y nosotros contigo —dijeron los cuatro lobatos.

Por tanto, a partir de aquel día Mowgli cazó con ellos en la selva. Mas no siempre estuvo solo: unos años después, cuando se hizo hombre, se casó.

Pero a partir de ese momento su historia es ya para personas mayores.

Canción de Mowgli cuando bailó sobre la piel de Shere Khan en la Peña del Consejo

Ésta es la canción de Mowgli. Yo, Mowghi en persona, la canto: preste oído la selva a mi hazaña.

"Afirmó Shere Khan que me aniquilaría... ¡Que me mataría! ¡Que mataría a Mowgli a la luz de la luna, a las puertas de la aldea! ¡Que mataría a Mowgli, la Rana!

Comió y bebió. ¡Bebe mucho Shere Khan! Pues te pregunto, ¿cuándo beberás de nuevo? Y luego, duerme y sueña con mi muerte.

Estoy solo en la pradera. ¡Vente conmigo, Hermano Gris! Lobo Solitario, ¡ven! ¡Aquí hay caza mayor!

Espanta a los grandes búfalos machos, a los toros de piel azul y ojos llameantes de cólera. Condúcelos de un lado a otro, según mis órdenes.

¿Su Señoría duerme aun, Shere Khan? ¡Es preciso despertar! ¡Ea! ¡Despierte! ¡Aquí estoy, y tras de mí están los búfalos!

¡El rey de ellos, Rama, hirió el suelo con uno de sus pies! Me dirijo a las aguas del Waingunga: ¿A dónde huyó Shere Khan?

Porque él no es como Ikki, el que puede agujerear la tierra, ni como Mao, el pavo real, que puede huir volando. Ni se cuelga de las ramas, como Mang, el murciélago.

¡Vosotros, bambúes que crujís todos a la vez, decidme a dónde fue a esconderse Shere Khan!

¡Ow! ¡Helo ahí! ¡Ahoo! Helo ahí: bajo las patas de Rama yace el tigre cojo. ¡Arriba, Shere Khan! ¡Levántate y mata! Allí hay carne: ¡quiébrales el cuello a los toros!

¡Silencio! Está dormido. Grande es su fuerza; no lo despertemos. Los milanos bajaron a verlo; subieron las negras hormigas para enterarse de ello. Reunióse gran asamblea en su honor.

¡Alala! A mi piel nada la cubre; no tengo ropas. Desnudo me verán los milanos. Vergüenza para mí estar ante toda esa gente.

Shere Khan: préstame tu piel. Préstame tu piel pintada para poder asistir al Consejo de la Peña.

Por el toro que me rescató hice una promesa.., una promesa pequeñísima. Pero ahora me hace falta tu piel para cumplir mi palabra.

Armado de cuchillo (del cuchillo que usan los hombres), armado del cuchillo de cazador, me inclinaré para recoger mi botín.

Aguas del Waingunga, de esto sed testigos: Shere Khan me entrega su piel por el amor que me tiene. ¡Tira de ahí, Hermano Gris! ¡Tira por allá, Akela! ¡Pesada es, en verdad, la piel de Shere Khan!

Colérica se halla la manada de los hombres. Me apedrean todos y hablan como niños. Mi boca sangra. Huyamos.

Hermanos míos, corran junto conmigo velozmente por entre las tinieblas de la noche, de la cálida noche. Que queden atrás las luces de la aldea; vayamos al sitio desde donde la luna alumbra, la luna, que está baja.

¡Oigan, aguas del Waingunga! La manada de los hombres me arrojó de su seno. No les hice ningún daño, pero es que me temían. ¿Por qué?

Y tú también de tu seno me arrojaste, manada de los lobos. Se cerró la selva para mí, y las puertas de la aldea para mí están cerradas. ¿Por qué?

Del mismo modo que Mang vuela entre las fieras y los pájaros, así vuelo yo entre la aldea y la selva. ¿Por qué?

Mi corazón está triste mientras bailo sobre la piel de Shere Khan. Desgarrada y lacerada tengo la boca por las piedras que me arrojaron en la aldea, pero estoy alegre por haber vuelto a la selva. ¿Por qué?

Como luchan entre sí dos serpientes en la primavera, así luchan en mi corazón ambos sentimientos.

De mis ojos corre el llanto, y, no obstante, río mientras él va corriendo. ¿Por qué?

Dos Mowglis hay en mí; sin embargo, bajo mis pies está la piel de Shere Khan.

Toda la selva sabe que maté a Shere Khan. ¡Miren!... ¡Miren bien, lobos!

¡Ahae! Mi corazón se siente oprimido por todas las cosas que no alcanzo a comprender."

La Selva Invasora

Hierba, flor, enredadera,
tended un velo sobre todo esto:
hay que borrar de esta raza
hasta el más mínimo recuerdo.

Negra ceniza cubra sus altares,
luego de la lluvia sutil
la leve huella quede por siempre
impresa en ellos.

El campo yermo sea
del gamo el lecho; nadie a asustarlo vaya
ni a turbar a sus pequeñuelos.

Derrúmbense los muros cediendo
a su propio peso;
que nadie lo sepa,
ni nadie en pie de nuevo los vea.

Después de leer los primeros cuentos de esta obra, debemos recordar que, una vez que Mowgli clavó la piel de Shere Khan en la Peña del Consejo, dijo a cuantos quedaban en la manada de Seeonee que de ahí más, cazaría solo en la Selva; entonces, los cuatro hijos de papá Lobo y de su esposa dijeron que ellos también cazarían en su compañía.

Mas no es cosa fácil cambiar de vida en un momento... sobre todo en la selva. Lo primero que hizo Mowgli cuando se dispersó la manada al marcharse los que la formaban, fue dirigirse a la cueva donde había tenido su hogar y dormir allí durante un día y una noche. Después les refirió a papá Lobo y a la mamá cuanto creyó que podrían entender de todas las aventuras que había corrido entre los hombres. Luego, cuando, por la mañana, se entretuvo en hacer que brillara el sol sobre la hoja de su cuchillo (que le había servido para desollar a Shere Khan), confesaron ellos que algo había aprendido.

Después Akela y el Hermano Gris hubieron de narrar la parte que habían tomado en la gran embestida de los búfalos del barranco; con tal de oírlo todo, Baloo subió penosamente la montaña, y por su parte Bagheera se rascaba de gusto al ver cómo había dirigido Mowgli su batalla.

Ya hacía rato que había salido el sol pero nadie pensaba aún en irse a dormir, antes bien, durante el relato, mamá Loba levantaba frecuentemente la cabeza y olfateaba a menudo y con satisfacción cuando el viento le traía el olor de la piel de tigre desde la Peña del Consejo.

—Si no me hubieran ayudado Akela y el hermano Gris, nada hubiera podido hacer —concluyó Mowgli—. ¡Ah, madre, madre! ¡Hubieras visto a aquellos toros negros bajar por el barranco y precipitarse por las puertas de la aldea cuando me apedreaba la manada de hombres!

—Me place no haber visto que te apedreaban —dijo mamá Loba muy tiesa—. No acostumbro permitir que traten a mis cachorros como si fueran chacales. Buen desauite me hubiera tomado contra la manada humana, pero perdonando a la mujer que te dio la leche. Sí; a ella la hubiera perdonado... sólo a ella.

—iCalma, calma, Raksha! —intervino perezosamente papá Lobo—. Nuestra rana ha vuelto y ahora es tan sabia, que hasta su propio padre ha de lamerle los pies. Después de esto, ¿qué significado tendría una cicatriz de más o de menos en la cabeza? Deja en paz a los hombres.

Como un eco, repitieron juntos Baloo y Bagheera:

—Deja en paz a los hombres.

Sonrió Mowgli tranquilamente y con la cabeza colocada sobre uno de los ijares de mamá Loba, dijo que, por su parte, no deseaba ver u oír a hombre alguno, ni husmearlo siquiera.

A lo que respondió Akela, levantando una oreja:

—Pero, ¿y si precisamente fueran los hombres los que no te dejaran a ti en paz, hermanito?

—Cinco somos... —afirmó el Hermano Gris mirando a los allí reunidos, y castañeteó los dientes al pronunciar la última palabra.

—Nosotros podríamos también tomar parte en la caza —observó Bagheera moviendo un poco su cola y mirando a Baloo—. Pero, ¿para qué pensar ahora en los hombres, Akela?

A lo que respondió el Lobo Solitario:

—Por esto: cuando sobre la peña quedó extendida la piel amarilla de ese ladrón, regresé yo hacia la aldea, siguiendo nuestra acostumbrada pista, pisando en mis huellas, volviéndome de lado y echándome, con objeto de hacer perder todo rastro a quien intentara seguirnos. Una vez que hube enmarañado ese rastro de tal manera que ni yo mismo era capaz de reconocerlo, llegó Mang, el murciélago, vagando entre los árboles y púsose a revolotear sobre el sitio en que me hallaba. Y me dijo:

—Como un avispero está la aldea en que vive la manada de hombres que arrojó al cachorro humano.

—Es que fue muy grande la piedra que les arrojé yo —interrumpió, riéndose, Mowglí, porque muchas veces, por diversión, había tirado papayas secas a los avisperos, y luego echaba a correr hasta la laguna más próxima para zambullirse, antes de que las avispas se le echaran encima.

—Le pregunté a Mang lo que había visto —prosiguió el Lobo Solitario. Me contó que la Flor Roja florecía a las puertas de la aldea, y que, en derredor de ella, se sentaban hombres que llevaban escopetas. Ahora bien —añadió Akela, mirándose las antiguas cicatrices que tenía en los lados y en las ijadas— yo sé, porque tengo mis razones para ello, que los hombres no llevan escopetas por mero gusto. No mucho tiempo pasará, hermanito, antes de que un hombre nos siga el rastro... si es que no lo está haciendo ya.

—Pero, ¿por qué habrían de seguirlo? Me arrojaron ellos de su seno. ¿Qué más quieren? dijo Mowgli disgustado.

—Tú eres un hombre, hermanito —respondió Akela—. Lo que hacen los de tu casta y las razones que tengan para obrar así, no somos nosotros, los cazadores libres, los que hemos de decírtelo.

Apenas si tuvo tiempo de levantar la pata cuando ya el cuchillo de Mowgli se clavaba en el suelo en el lugar en que aquélla había estado. El muchacho había tirado el golpe con mucha mayor velocidad de la que el ojo humano está acostumbrado a ver y a seguir.

Pero Akela era un lobo; e inclusive un perro, que dista ya mucho de los lobos salvajes, sus abuelos, es capaz de salir de un profundo sueño cuando siente que la rueda de un carro lo toca un un lado, y escapar ileso antes de que aquella le pase por encima.

—Otra vez piensa dos veces antes de hablar de la manada de los hombres y de mí dijo Mowgli con calma, volviendo el cuchillo a la vaina.

—¡Pche! Afilado está ese diente —observó Akela en tanto olfateaba el corte que había dejado el cuchillo en el suelo; pero has perdido el buen ojo, hermanito, al vivir entre la manada de los hombres. En el tiempo que tardaste tú en dejar caer el cuchillo, yo hubiera podido matar a un gamo.

De pronto, púsose Bagheera en pie de un salto, levantó la cabeza cuanto pudo, resopló y cada curva de su cuerpo púsose tirante. El Hermano Gris pronto hizo lo mismo; se echó un tanto hacia la izquierda para recibir mejor el viento que soplaba de la derecha. Entre tanto, Akela saltó a una distancia de cerca de cincuenta metros y se quedó medio agachado, tirantes también todos los músculos.

Mowgli sintió envidia al mirarlos. Pocos hombres tenían tan fino el olfato como el suyo, pero nunca pudo llegar a aquella finura extremada que caracteriza a toda nariz del pueblo de la selva, que hace que cada una se parezca a un gatillo sensible hasta a la presión de un cabello. Por otra parte, su facilidad para percibir olores se había embotado mucho con los tres meses que había pasado en la ahumada aldea. Pero humedeció un dedo, lo frotó contra la nariz y se irguió para tomar mejor el viento alto, que, aunque es el más débil, es, con todo, el que no engaña.

—¡El hombre! —gruñó Akela, y se dejó caer sobre las ancas.

—¡Es Buldeo! dijo Mowgli sentándose—. Sigue nuestro rastro. Allá abajo veo brillar su escopeta al sol. ¡Miren!

No fue sino una chispa de luz que no duró ni un segundo y que había brotado de las grapas de latón del viejo mosquete; pero en la selva nada hay que brille de aquel modo, con tal chispazo, excepto cuando las nubes se mueven rápidamente en el cielo, porque entonces un trozo de mica, una charca de agua y aun una hoja muy barnizada brillan como un heliógrafo. Pero aquel día no había nubes y todo estaba en calma.

—Ya sabía yo que los hombres seguirían el rastro. Por algo he dirigido la manada.

Los cuatro cachorros permanecieron mudos, pero echaron a correr montaña abajo, casi aplastados contra el suelo; parecían fundirse con los espinos y las malezas, como un topo que desaparece bajo la tierra de un prado.

—¿A dónde van así, sin decir palabra? —les gritó Mowgli.

—iChis! Antes de mediodía rodará aquí su cráneo —respondió el Hermano Gris.

—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Esperen! ¡Los hombres no se comen los unos a los otros! —chilló Mowgli.

—¿Quién, si no tú, hace un momento, quería ser lobo? ¿Quién me tiró una cuchillada por creer yo que podías ser tú un hombre? dijo Akela en tanto que los cuatro lobos regresaban de mala gana y se dejaban caer sobre las patas traseras.

—¿Debo explicar siempre los motivos de todo lo que me dé la gana hacer? —replicó,

furioso, Mowgli.

—¡Ya apareció el hombre! ¡Así hablan los hombres! —murmuró entre dientes Bagheera—.

¡Así hablaban en derredor de las jaulas del rey de Oodeypore! A todos nosotros los de la Selva nos consta que el hombre es, de todos los seres creados, el más sabio. Pero, a dar fe a nuestros propios oídos, creeríamos que es lo más tonto de este mundo.

Y elevando la voz añadió:

—En esto tiene razón el hombrecito. Los hombres cazan en grupos. Es cazar mal, matar a uno solo, en tanto no sepamos qué harán los demás. Vengan todos; veamos qué intenta hacer ése contra nosotros.

—No iremos —refunfuñó el Hermano Gris—. Ve a cazar solo, hermanito. En cuanto a nosotros... sabemos lo que queremos. En este momento, ya hubiera estado su cráneo a punto de traerlo aquí.

Mowgli miraba ya a uno, ya a otro de sus amigos, palpitante el pecho y llenos de lágrimas los ojos. Avanzó a grandes pasos hacia los lobos, e hincando una rodilla en tierra, dijo:

—¿Acaso no sé lo que quiero? ¡Mírenme!

Lo miraron con cierta turbación, y cuando sus ojos se desviaban los llamaba de nuevo una y otra vez hasta que se les erizó el pelo en todo el cuerpo y les temblaron los miembros, en tanto que Mowgli seguía clavándoles la vista.

—Ahora —dijo—, ¿quién es aquí el jefe de nosotros cinco?

—Tú, hermanito —dijo el Hermano Gris, y se acercó a lamer el pie de Mowgli.

—Entonces, síganme —dijo éste. Y lo siguieron los cuatro, pisándole los talones y con la cola entre las piernas.

—He allí la consecuencia de haber vivido entre la manada de los hombres. Hay ahora en la selva algo más que su ley, Baloo —observó Bagheera deslizándose tras ellos.

El oso no respondió nada, pero se quedó pensando en infinidad de cosas.

Mowgli atravesó la selva sin producir el menor ruido, en ángulo recto respecto del camino que seguía Buldeo, hasta llegar a un momento en que, separando la maleza, vio al viejo con el mosquete al hombro siguiendo el rastro de la noche anterior con un trotecillo como de perro.

Conviene recordar que Mowgli había salido de la aldea llevando sobre su cabeza la pesada carga de la piel sin adobar de Shere Khan, en tanto que Akela y el Hermano Gris corrían detrás, de tal manera que el triple rastro había quedado marcado con toda claridad. De pronto se halló Buldeo en el lugar en que Akela había retrocedido y embrollado todas las señales de la pista, como antes se dijo. Entonces se sentó, tosió, refunfuñó, echó rápidas ojeadas en torno suyo y en dirección de la selva tratando de recobrar el perdido rastro; durante todo el tiempo que estuvo haciendo esto hubiera podido alcanzar de una pedrada a los que estaban observándolo. Nadie hace las cosas tan silenciosamente como un lobo cuando él no quiere ser escuchado; en cuanto a Mowgli, aunque creyeran sus compañeros que se movía muy pesadamente, lo cierto es que sabía deslizarse como una sombra. Como una manada de puercos marinos rodean a un vapor que marcha a toda máquina, así todos rodeaban al viejo, y en tanto que lo tenían encerrado en un círculo, hablaban sin cuidarse mucho, pues mantenían sus voces en un diapasón muy por debajo de lo que pudieran llegar a percibir los oídos humanos.

(En el otro extremo de la escala se halla el agudo chillido de Mang, el murciélago, que no oyen poco ni mucho incontables personas. De esta nota participa el lenguaje de los pájaros, de los murciélagos y de los insectos.)

—Esto es más divertido que la caza propiamente dicha dijo el Hermano Gris viendo a Buldeo agacharse, mirar a hurtadillas y resollar fuertemente—. Parece un puerco perdido en las selvas de la orilla del río. ¿Qué dice? —añadió, al ver que Buldeo musitaba algo con aire furioso.

Mowgli tradujo:

—Dice que en torno mío debieron bailar manadas enteras de lo....., que en toda su vida no había visto nunca un rastro como éste.., y que está muy cansado.

—Ya descansará antes que pueda desembrollar la pista —dijo fríamente Bagheera, y se deslizó en torno del tronco de un árbol, como si todos jugaran a la gallina ciega—. Pero ahora, ¿qué está haciendo ese viejo?

—O comen, o echan humo por la boca. Los hombres siempre juegan con ella —respondió Mowgli.

Los silenciosos ojeadores vieron que el viejo cargaba de tabaco, encendía y chupaba su pipa, y se fijaron especialmente en el olor del tabaco; querían estar seguros de reconocer por él a Buldeo, en medio de la más negra noche, si era preciso.

En esos momentos descendió por el camino un grupo de carboneros, y, cosa muy natural, se detuvieron a hablar con el cazador, cuya fama de tal había corrido por lo menos a cinco leguas a la redonda. En tanto que Bagheera y los demás se acercaron para observarlos, se sentaron todos y fumaron, y Buldeo empezó a contar la historia de Mowgli, el niño—diablo, del principio al fin, con adiciones y mentiras. Les narró cómo él, él mismo, había matado realmente a Shere Khan, cómo Mowgli, transformado en lobo, había luchado con él toda la tarde; luego, el lobo se había transformado de nuevo en muchacho y le había embrujado el rifle, de tal manera que, cuando le apuntó a Mowgli, la bala se desvió y fue a matar a uno de los búfalos del mismo Buldeo; y finalmente, cómo, puesto que los de la aldea sabían que él era el más valiente de todos los cazadores de Seeonee, lo habían comisionado para que buscara al niño—diablo y lo matara. Pero, entre tanto, los aldeanos se apoderaron de los padres del niño—diablo y los encerraron en su propia choza y dentro de poco los torturarían para hacerlos confesar que él era un brujo y ella una bruja, y después de esto los quemarían vivos.

—¿Cuándo? —preguntaron los carboneros, porque deseaban muchísimo estar presentes en la ceremonia.

A lo que respondió Buldeo que nada se haría sino hasta que él regresara, porque en la aldea querían que matara antes al Niño de la Selva. Una vez hecho esto, matarían a Messua y a su marido, y sus tierras y sus búfalos se repartirían entre los demás habitantes. Y era cierto que el marido de Messua poseía unos búfalos magníficos. Cosa muy conveniente era, en opinión de Buldeo, ir quitando de en medio a todos los hechiceros; ahora bien, esa gente que mantiene niños—lobos venidos de la selva, se cuenta entre la peor clase de brujos, evidentemente.

—Pero, ¿qué ocurrirá si se enteran de eso los ingleses? —replicaron los carboneros. Ellos habían oído decir que los ingleses eran gente de tan pocas entendederas, que se obstinaban en no permitir que los honrados labradores mataran en paz a los brujos.

—¿Qué? —respondió Buldeo—. Pues que el jefe de la aldea daría parte de que Messua y su marido habían sido mordidos por una serpiente y habían muerto. Tocante a eso, era ya cosa hecha, podía decirse; tan sólo faltaba ahora matar al niño—lobo. ¿Por casualidad, no se habían topado ellos con aquel engendro?

Atisbaron a uno y otro lado los carboneros, dando gracias a su buena estrella de que podían contestar que no. Manifestaron, sin embargo, que quién más que él, Buldeo, podría indudablemente encontrarle mejor que nadie, ya que su valor era de todos conocido.

El sol pronto se pondría: pensaron ellos que quizás pudieran darse una vuelta por la aldea de Buldeo para ver a la bruja malvada. Pero el cazador les hizo ver que, aunque su deber actual era matar al niño—diablo, no permitiría que atravesara la selva sin él, un grupo de hombres que no iban armados, siendo así que el niño—diablo podía salir a cada momento por donde menos se pensara. Por tanto, él los acompañaría, y si el hijo de los hechiceros se presentaba... ya verían ellos cómo se las había con esa clase de seres el mejor cazador de Seeonee. Les explicó que el bracmán le había dado un amuleto que lo protegería contra aquel maligno espíritu; así pues, nada había que temer.

—¿Qué dice? ¿Qué dice? ¿Qué dice? —repetían cada cinco minutos los lobos, y Mowgli les traducía; llegaron a aquella parte del relato en que se hablaba de la bruja, y esto era ya superior a las facultades de los lobos, de modo que se concretó a decirles que el hombre y la mujer que se habían portado tan amablemente con él, estaban metidos en una trampa.

—¿Acaso los hombres se encierran los unos a los otros en trampas?

—Así dice él. No entiendo su charla. Todos se han vuelto locos. ¿Qué hay de común entre Messua, su marido y yo para que los metan en una trampa? ¿Y qué significa todo lo que dice de la Flor Roja? Habré de ver lo que es. Por último, cualquier cosa que sea lo que le hagan a Messua, nada llevarán al cabo hasta que regrese Buldeo. Por tanto...

Mowgli se quedó pensando profundamente en tanto que sus dedos jugaban con el mango del cuchillo. Buldeo y los carboneros se alejaron tranquilos, formando una hilera.

—Regreso corriendo a la manada de los hombres —dijo al cabo Mowgli.

—¿Y ésos? —interrogó el Hermano Gris mirando, hambriento, hacia los carboneros.

—Canten un poco para ellos mientras se encaminan a casa —respondió Mowgli riendo. No quiero que lleguen a las puertas de la aldea sino hasta que sea de noche. ¿Pueden ustedes entretenerlos?

Despreciativamente, el Hermano Gris enseñó los dientes.

—O ignoro totalmente lo que son hombres, o podremos hacer que den vueltas y vueltas como cabras atadas a una cuerda...

—No es eso lo que necesito. Canten un poco para ellos, a fin de que no hallen tan solitario el camino; y desde luego, no es necesario que sea de lo más dulce, Hermano Gris, la canción que ustedes entonen. Bagheera, acompáñalos y ayuda a entonar la canción. Cuando haya oscurecido, vendrás a encontrarme junto a la aldea... Ya el Hermano Gris sabe dónde.

—No es liviano trabajo cazar para el hombrecito. ¿Y cuándo dormiré? —respondió Bagheera bostezando, pero en los ojos se notaba su alegría de prestarse a aquel juego.

¡Cantarles yo a hombres desnudos!... En fin, probemos.

Agachó la cabeza para que las ondas sonoras llegaran más lejos y lanzó un larguísimo grito de "¡Buena suerte!...", un grito que debería ser lanzado en mitad de la noche, y que en este momento, por la tarde, sonaba de un modo horrible, sobre todo como comienzo.

Mowgli oyó que aquel grito retumbaba, se elevaba, caía y se extinguía finalmente en una especie de lamento que parecía arrastrarse, y sonrió a solas en tanto que corría al través de la selva.

Veía perfectamente a los carboneros agrupados en círculo, en tanto que el cañón de la escopeta de Buldeo oscilaba como hoja de plátano, ya a uno, ya a otro de los cuatro puntos cardinales. Entonces el Hermano Gris lanzó el ¡ya—la—hi! ¡yalaba!, el grito de caza para los gamos, cuando la manada corretea al nilghai, la gran vaca azul, y pareció como si el grito viniera del fin del mundo acercándose, acercándose cada vez más, hasta que, al cabo, terminó en un chillido cortado bruscamente. Contestaron los otros tres lobos de tal manera que inclusive el mismo Mowgli podía jurar que toda la manada gritaba a la vez, y luego, todos a un tiempo, prorrumpieron en la magnífica "Canción matutina en la selva", incluyendo todas las variaciones, preludios y demás que sabe hacer la poderosa voz de un lobo de los de la manada. esta es la canción, toscamente traducida a nuestro lenguaje, pero que el lector se imagine cómo suena al romper el silencio de la tarde, en la selva:

Ningunas sombras vagaban en la llanura
sólo un instante hace,
de ésas tan negras que sobre nuestra pista
pretenden lanzarse.

Rocas y arbustos en el reposo
matinal del aire,
duros contornos dibujando
álzanse gigantes.

Llegó el momento: gritad: Reposen cuantos nuestra ley cuidadosos guarden.

Ya recógense nuestros pueblos todos marchando a ocultarse;
cobardes arrástranse los fieros varones que la selva tiene,
o allá, quietos, en sus guaridas yacen en tanto el buey sale
y uncido en yuntas hala del arado que cien surcos abre.

Imponente y desnuda la aurora al alzarse
en el horizonte fulgura y arde.
¡A la guarida! El sol ya despierta a la hierba chispeante;
percíbense entre los bambúes susurros que se lleva el aire.

Cruzamos los bosques que el día ilumina:
¡rudo contraste!
Arden los ojos; casi cerrarlos tanta luz nos hace.

Volando pasa el pato salvaje
y, ¡ya es de día!, grita alejándose.

Secóse en vuestras pieles el rocío que humedeciólas antes;
secos los caminos que él mojara, y en los lodazales
en frágil arcilla truécanse los charcos,
arcilla crujiente al quebrarse.

Aleve la noche revela huellas que ocultó antes, y parte.

Por eso gritamos: ¡Reposen
cuantos nuestra ley cuidadosos guarden!

Sin embargo, no hay traducción que pueda dar idea clara del efecto que esta canción producía, ni del tono desdeñoso de los aullidos con que los Cuatro pronunciaban cada palabra de ella, al escuchar que las ramas crujían cuando, con toda rapidez, los hombres se encaramaban a ellas, en tanto que Buldeo empezaba a musitar encantos y maleficios.

Después de esto, se echaron y durmieron, ya que, como todos los que viven por su propio esfuerzo, eran de carácter metódico, y nadie puede trabajar bien sin dormir.

Mowgli, mientras tanto, devoraba leguas, mucho más de dos por hora, balanceando el cuerpo, contentísimo de sentirse tan ágil después de todos los meses de sujeción que había pasado entre los hombres. Sacar a Messua y a su marido de aquella trampa, fuera de la clase que fuera, era su idea fija; todas las trampas le inspiraban la misma desconfianza. Se prometía para más tarde pagar con creces las deudas que tenía pendientes con la aldea.

Anochecía ya cuando contempló de nuevo las tierras de pastos que tan bien recordaba, y el árbol del dhâk, donde, aquella mañana en que mató a Shere Khan, lo había esperado el Hermano Gris.

Irritado como estaba con toda la raza humana, experimentó una opresión en la garganta que lo obligaba a recuperar con fuerza el perdido aliento cuando divisó los tejados de la aldea. Según pudo observar, todo el mundo había regresado del campo más temprano que de costumbre; además, en vez de ir a cuidar la cena, estaban reunidos en un gran grupo bajo el árbol de la aldea, hablando y gritando.

—Es cosa manifiesta que sólo están contentos los hombres cuando pueden construir trampas para sus semejantes —se dijo Mowgli—. La otra noche era yo... Pero parece como si ya hubieran pasado muchas lluvias desde aquella noche. Ahora les ha tocado el turno a Messua y su hombre. Mañana —y muchas noches más después de mañana—, otra vez le tocará el turno a Mowgli.

Se deslizó a lo largo de la parte exterior del muro hasta que llegó a la choza de Messua.

Una vez allí, arrojó una mirada hacia el interior de la habitación. Allí estaba echada Messua, amordazada, con los pies y las manos atados, respirando fuertemente y dando gemidos; su marido estaba atado a la cama pintada de alegres colores. Veíase fuertemente cerrada la puerta que daba a la calle; tres o cuatro personas estaban sentadas con la espalda contra ella.

Mowgli estaba bastante bien enterado de los usos y costumbres de los aldeanos. Así pues, sus observaciones le hicieron ver que, mientras pudieran aquellos comer, charlar y fumar, se concretarían a hacer nada más esto. Pero, en cuanto estuvieran hartos, empezarían a ser peligrosos. Un poco más, y estaría de regreso Buldeo, y si al darles escolta a los demás había cumplido con su deber, el cazador ya tendría un interesantísimo cuento más que contar.

Por tanto, Mowgli entró por la ventana, se agachó junto al hombre y a la mujer, cortó sus ligaduras, les quitó la mordaza y buscó un poco de leche en la choza.

Messua estaba medio loca de dolor y de miedo, pues durante toda la mañana la habían apaleado y apedreado; en el preciso instante en que iba a proferir un chillido, le tapó Mowgli la boca con la mano, y así nadie pudo oír nada. En cuanto a su esposo, tan sólo estaba desconcertado y colérico; se sentó y procedió a limpiarse el polvo e inmundicias adheridos a su barba, medio arrancada.

—¡Lo sabía! ¡Ya sabía yo que vendría! —sollozó al fin Messua—. ¡Ahora sí sé positivamente que es mi hijo! —y al decirlo apretaba a Mowgli contra su corazón.

Completamente sereno se había mostrado hasta aquel momento el muchacho, pero entonces, de pronto, empezó a temblarle todo el cuerpo, y grande fue su sorpresa al notarlo.

—¿Qué quieren decir estas ligaduras? ¿Por qué te ataron? —preguntó después de un momento.

—¡Verse a punto de morir porque te hicimos nuestro hijo!.. ¿Qué otra cosa quieres que sea? —prorrumpió el hombre ásperamente—. ¡Mira! ¡Sangre!.

Messua permaneció silenciosa; las heridas que Mowgli miraba eran las de ella. Ambos, marido y mujer, oyeron cómo rechinaba los dientes cuando vio la sangre que manaba de aquellas heridas.

—¿Quién hizo eso? —interrogó—. ¡Caro lo pagará quien lo haya hecho!

—Toda la aldea ha sido. Era yo demasiado rico. Tenía demasiado ganado. En consecuencia, ella y yo somos brujos por haberte cobijado bajo nuestro techo.

—No entiendo. Que me lo diga Messua.

—Yo te di leche, Nathoo. ¿Recuerdas? —dijo Messua tímidamente—. Porque eras mi hijo, por eso te la di: el hijo que me arrebató el tigre; y porque, además, te quería de verdad.

Dijeron, pues, que yo era tu madre, la madre de un diablo, y que, por tanto, merecía la muerte.

—¿Qué es un diablo? —preguntó Mowgli—. Por lo que toca a la muerte, ya he visto.

El hombre miró al muchacho con aire melancólico, pero Messua se rió.

—¿Estás viendo? —díjole a su marido—. ¡Ya lo sabía yo!... Ya decía yo que él no era ningún hechicero. ¡Es mi hijo!... ¡Mi hijo!

—Hijo o hechicero..., ¿de qué puede servirnos ya? —respondió el hombre—. Ya podemos darnos por muertos.

Mowgli señaló al través de la ventana.

—Allí está el camino de la selva.. . Vuestros pies y manos están libres. Idos ahora mismo.

—Hijo mío —empezó a decir Messua—: no conocemos nosotros la selva como.., como tú.

Ni creo que yo pudiera llegar muy lejos.

—Hombres y mujeres nos seguirían para arrastrarnos de nuevo aquí —añadió el marido.

—¡Bah! —respondió Mowgli en tanto que, con la punta del cuáhilbo, se cosquilleaba en la palma de la mano—. No siento ningún deseo de hacerle daño a nadie en la aldea... por ahora; pero no creo que los detengan a ustedes. No pasará mucho sin que tengan otras muchas cosas en qué pensar. ¡Ah! —prosiguió levantando la cabeza y poniendo atención a los gritos y al ruido de pasos fuera de la casa—. ¡De manera que, finalmente, dejaron regresar a Buldeo!

—Esta mañana lo enviaron para que te matara exclamó llorando Messua—. ¿No lo encontraste?

—Sí... lo encontramos... lo encontré yo ... Trae algo nuevo que contar; mientras lo cuenta habrá tiempo para hacer muchas cosas. Pero antes, debo enterarme de sus propósitos.

Piensen a dónde quieren ir; ya me lo dirán cuando vuelva.

Saltando por la ventana, corrió de nuevo a lo largo del muro de la aldea por la parte exterior, hasta que llegó a una distancia en que podía oír a la muchedumbre reunida en torno del árbol comunal. Buldeo, echado en el suelo, tosía y gimoteaba, y todos lo agobiaban a preguntas. Tenía el cabello caído sobre los hombros; de tanto encaramarse a los árboles se le veía destrozada la piel de manos y piernas; apenas podía hablar; no obstante, estaba perfectamente poseído de la importancia de su situación. De cuando en cuando mascullaba algunas palabras, y se refería a diablos, a canciones entonadas por ellos y a encantamientos: lo suficiente para que la multitud fuera haciendo boca y disponiéndose para lo que vendría después. Luego, pidió que le trajeran agua.

—¡Bah! —exclamó Mówgli—. ¡Parloteo! ¡Parloteo! ¡Habladurías! Los hombres son hermanos de los Bandar—log. Necesita ahora enjuagarse la boca; luego querrá echar humo por ella, y una vez que acabe de hacer todo eso, todavía le quedará el cuento por contar. Los hombres son muy astutos... Nadie será capaz de vigilar a Messua, hasta que no tengan los oídos bien atiborrados de las mentiras de Buldeo. Y. . y yo me estoy volviendo tan perezoso como ellos.

Sacudió el cuerpo y se deslizó de nuevo en dirección a la choza.

Ya estaba sobre la ventana cuando sintió que algo le tocaba el pie.

—Madre dijo, pues de inmediato comprendió que lo tocaba una lengua no desconocida para él—: ¿qué haces aquí?

—Le seguí los pasos al hijo que quiero más que a todos, cuando oí que mis otros hijos cantaban en el bosque. Oye, ranita: deseo ver a la mujer que te dio la leche —prosiguió mamá Loba que se veía toda empapada de rocío.

—La habían atado y quieren matarla. Pero corté sus ligaduras, y ella escapará con su hombre hacia la selva.

—Yo iré detrás, también. Soy vieja pero aún tengo dientes.

Enderezándose mamá Loba sobre sus patas traseras, miró por la ventana hacia el interior de la oscura choza.

Luego, al cabo de unos momentos, se dejó caer sin ruido, y únicamente dijo esto:

—Yo fui la que te dio la primera leche. Pero es verdad lo que dice Bagheera: el hombre siempre vuelve al hombre.

—Es posible —respondió Mowgli, y su rostro descompuesto tomó un desagradable aspecto—; pero esta noche disto mucho de seguir esa pista. Espérame aquí y procura que no te vea ella.

—Tú nunca me tuviste miedo, renacuajo mío —añadió mamá Loba, y retrocedió hasta donde crecía la hierba alta y espesa, y se hundió allí para ocultarse, como tan bien lo sabía hacer.

—Y ahora —dijo Mowgli alegremente saltando de nuevo dentro de la choza—, allí están todos sentados en torno de Buldeo, quien les cuenta las cosas que no sucedieron.

Cuando termine de hablar, dicen que seguramente vendrán con la flor.., con fuego, quiero decir, y os quemarán a los dos. ¿Y entonces?...

—Ya he hablado con mi hombre —dijo Messua—. Khanhiwara está a treinta millas de aquí... Pero allí podríamos encontrar ingleses...

—¿Y de. qué manada son ésos? —preguntó Mowgli.

—No sé. Son blancos; dícese que gobiernan toda esta tierra, y no permiten que las gentes se quemen o se peguen los unos a los otros sin tener testigos. Si logramos llegar allí esta noche, viviremos; de otro modo, moriremos.

—Vivid, pues. Nadie pasará esta noche las puertas de la aldea. Pero... ¿qué está haciendo él, tu hombre?

El marido de Messua, a gatas, cavaba la tierra en un rincón de la choza.

—Son sus pequeños ahorros —respondió Messua—. Ninguna otra cosa podemos llevarnos.

—¡Ah, bien! Es esa cosa que pasa de mano en mano y permanece siempre frío. ¿También lo necesitan ellos fuera de este lugar? —preguntó Mowgli.

El hombre miró fijamente y de mal humor.

—Es un tonto, no un diablo —murmuró—. Con el dinero puedo comprar un caballo.

Estamos demasiado doloridos para caminar muy lejos, y toda la aldea estará tras de nosotros dentro de una hora.

—Pues yo afirmo que no os seguirán sino hasta que yo quiera. Pero está bien haber pensado en un caballo, pues Messua está cansada.

Se puso en pie el marido y anudó la última de sus rupias en la ropa que le ceñía la cintura. Mowgli ayudó a Messua a que pasara por la ventana y el fresco aire de la noche la reanimó, pero la selva, a la luz de las estrellas, estaba muy oscura y parecía terrible.

—¿Conocen el camino que lleva a Khanhiwara? —bisbisó Mowgli.

Ellos asintieron.

—Bueno. Ahora, recuerden que no deben tener miedo. Y no hay necesidad de apresurarse. Sólo que.. podría ser que, delante y detrás de vosotros, hubiera un poco de canturreo en la selva.

—¿Crees que nos hubiéramos arriesgado a pasar una noche en la selva, a no ser por el temor de ser quemados? Es mejor que lo maten a uno las fieras, que no los hombres —dijo el marido de Messua—. Pero ésta miró a Mowgli y sonrió.

—Digo —dijo Mowgli, exactamente como si fuera Baloo y estuviera repitiendo alguna antigua ley de la selva por centésima vez a un cachorrillo obtuso—, digo que ni un solo diente de los habitantes de la selva se clavará en las carnes de ustedes; ni una sola garra de la selva se levantará contra ustedes. Ni hombre ni bestia les cerrará el paso antes de que estén ustedes a la vista de Khanhiwara. Habrá quien los vigile —se volvió rápidamente hacia Messua, y dijo: él no me cree, pero tú, al menos, ¿me creerás?

—¡Ay, hijo mío! Ciertamente, te creo. Ya seas hombre, duende o lobo de la selva, te creo.

—Él sentirá miedo cuando oiga cantar a mi gente. Pero tú, ya enterada, comprenderás.

Idos ahora, y despacio, porque no hay necesidad de apresurarse. Las puertas de la aldea están cerradas.

Se arrojó Messua sollozando a los pies de Mowgli, pero él la puso en pie al momento, sintiendo como un escalofrío. Luego ella le echó los brazos al cuello, y, de todas las formas que se le ocurrieron, lo llenó de bendiciones. Su marido, empero, miró con ojos envidiosos hacia sus propios campos, y dijo:

—Si llego a Khanhiwara y me hago oír de los ingleses, le pongo tal pleito al bracmán, al viejo Buldeo y a los demás, como para comerse vivos a todos los de la aldea. ¡Me pagarán el doble de lo que valen mis cosechas abandonadas y mis búfalos privados de alimento! Se hará justicia seca contra ellos.

Mowgli rió.

—Ignoro lo que es justicia, pero.., vengan en el tiempo de las próximas lluvias y verán lo que habrá quedado.

Se alejaron en dirección a la selva, y mamá Loba saltó entonces del lugar donde se había escondido.

—¡Síguelos! —le dijo Mowgli—. Cuida de que toda la selva sepa que esa pareja ha de pasar sana y salva. Haz que corra la voz. Yo llamaría a Bagheera.

El largo y grave aullido alzóse y luego se extinguió, y Mowgli vio que el marido de Messua vacilaba y giraba en redondo, medio decidido a regresar corriendo a la choza.

—¡Adelante! —gritóle Mowgli alegremente—. Ya les dije que habría un poco de canto. Ese grito os seguirá hasta Khanhiwara. Es una prueba de amistad que os tributa la selva.

Hizo Messua que su marido siguiera adelante; la oscuridad se cerró sobre ellos y mamá Loba, en tanto que Bagheera se levantaba del suelo casi a los pies de Mowgli, temblorosa del júbilo que le produce la noche al pueblo de la selva, al cual vuelve feroz.

—Siento vergüenza de tus hermanos —dijo, ronroneando.

—¿Qué? ¿No era dulce la canción que le cantaron a Buldeo? —dijo Mowgli.

—¡Demasiado! ¡Demasiado! Inclusive a mí me hicieron olvidarme de mi orgullo, y, ¡por la cerradura rota que me liberté!, yo también me fui cantando por la selva, como si estuviera haciendo el amor en primavera. ¿No nos oíste?

—Tenía yo otras cosas en qué pensar. Pregúntale a Buldeo si le gustó la música. Pero, ¿dónde están los Cuatro? No quiero que ni uno solo de los de la manada humana cruce esta noche las puertas.

—¿Qué necesidad hay entonces de los Cuatro? —dijo Bagheera preparando las garras, los ojos llameantes y elevando más que nunca el tono de su sordo ronquido—. Yo puedo detenerlos, hermanito. ¿Habrá que matar a alguien, al fin? El canto y la vista de los hombres subiéndose a los árboles, me pusieron en buena disposición. ¿Quién es el hombre para que nos preocupemos por él... ese cavador moreno y desnudo, sin pelo ni buenos dientes y comedor de tierra? Lo he seguido todo el día.., al mediodía... a la blanca luz del sol. Lo he hecho ir delante de mí como los lobos lo hacen con el gamo.

¡Soy Bagheera! ¡Bagheera! ¡Como bailo con mi sombra, así bailaba con aquellos hombres! ¡Mira!

La enorme pantera saltó como salta un gatito para alcanzar la hoja seca que pende, dando vueltas, sobre su cabeza; dio zarpazos en el aire a derecha e izquierda, y el aire silbaba con los golpes; se dejó caer, sin el menor ruido y saltó una y otra vez, en tanto que aquella especie de ronquido o gruñido que emitía iba creciendo, como vapor que ruge sordamente en la caldera.

—¡Soy Bagheera. . en la selva.., en la noche.., y estoy en posesión de toda mi fuerza!

¿Quién resistiría mi ataque? Hombrecito, de un zarpazo echaría por tierra tu cabeza, como si fuese una rana muerta en mitad del verano.

—¡Pega, pues! dijo Mowgli en el dialecto de la aldea, no en el lenguaje de la selva, y las palabras humanas detuvieron en seco a Bagheera, y la obligaron a sentarse temblando, manteniendo la cabeza al mismo nivel que la de Mowgli. Una vez más, Mowgli la miró fijamente, como había mirado antes a los cachorros que se habían rebelado, en el centro mismo de aquellos ojos de un color verde de berilo, hasta que la llama roja que parecía brillar detrás de aquel verde se extinguió, como la luz de un faro que apagan a veinte millas al través del mar. Mantuvo fija aquella mirada hasta que los ojos de la fiera se bajaron y con ellos la enorme cabeza se agachó más y más a cada momento, y el encarnado rayo de una lengua frotó el empeine del pie de Mowgli.

—iHermana!... ¡Hermana!... ¡Hermana! —murmuró el muchacho, acariciando firme y suavemente al animal en el cuello, y en el lomo, que se arqueaba—. ¡Quieta! ¡Quieta! La culpa no es tuya, sino de la noche.

—Sí, los olores de la noche dijo Bagheera con aire arrepentido. Este aire me habla a gritos. Pero, ¿cómo sabes tú eso?

Claro está que el aire, alrededor de una aldea india, está lleno de toda clase de olores, y para toda criatura que tiene el olfato casi como único vehículo del pensamiento, los olores son tan enloquecedores, como la música y las drogas lo son para los seres humanos. Mowgli acarició a la pantera durante unos minutos más, y ésta se tendió como un gato ante el fuego, con las patas bajo el pecho y los ojos medio cerrados.

—Tú eres y no eres uno de los de la selva dijo al fin—. Y yo tan sólo soy una pantera negra. Pero te quiero, hermanito.

—Mucho prolongan su conversación los que están bajo el árbol dijo Mowgli sin atender a la última frase de la pantera—. Seguramente Buldeo contó muchos cuentos. Pronto vendrán para sacar a la mujer y al hombre de la trampa y ponerlos sobre la Flor Roja.

Pero se encontrarán con que la trampa se ha abierto. ¡Ja, ja!

—¡Vaya, escucha! dijo Bagheera—. Ya se me pasó la fiebre. Permíteme ir allá para que se encuentren conmigo. Pocos regresarían a sus casas después de haberse encontrado conmigo. No será la primera vez que me vea metida en una jaula; y no creo que puedan amarrarme con cuerdas.

—Entonces, ten juicio —dijo Mowgli, riendo, pues él mismo se empezaba a sentir tan impaciente y atrevido como la pantera, la cual se había deslizado dentro de la choza.

—¡Uf! —gruñó Bagheera—. Este lugar apesta a hombre, pero aquí hay una cama exactamente igual a la que me dieron para que descansara en las jaulas del rey, en Oodeypore. Me echaré en ella.

Mowgli oyó cómo crujían las cuerdas que formaban el fondo de la cama, con el peso de la enorme fiera.

—Por la cerradura rota que me libertó, creerán que ha caído en sus manos una pieza de caza mayor. Ven y siéntate a mi lado, hermanito, y así les gritaremos juntos: "¡Buena suerte en la caza!"

—No, Tengo otra idea en la cabeza. La manada de hombres no sabrá la parte que tengo yo en este juego. Caza tú sola. No quiero verlos.

—Que así sea —respondió Bagheera—. ¡Ah! Ahora vienen.

La conferencia que se celebraba al pie del árbol, allá en el extremo de la aldea, se tornaba más y más ruidosa. Estalló, al cabo, en salvajes alaridos y en una especie de alud de hombres y mujeres que subían por la calle blandiendo garrotes, bambúes, hoces

y cuchillos. Buldeo y el bracmán iban al frente, pero la turba los seguía pisándoles los talones, y gritaban:

—¡A la bruja y al brujo! ¡A ver si la moneda enrojecida al fuego los hace confesar!

¡Quememos la choza sobre sus cabezas! ¡Les enseñaremos a recoger lobos diablos! No, primero hay que apalearlos. ¡Antorchas! ¡Más antorchas! ¡Buldeo, calienta los cañones de la escopeta!

Surgió una leve dificultad con el pestillo de la puerta. Estaba firmemente asegurado, pero la multitud lo arrancó por completo, y la luz de las antorchas iluminó la habitación, donde, tendida cuan larga era sobre la cama, cruzadas las patas, colgando un poco hacia un lado, negra como el abismo y terrible como un demonio, estaba Bagheera. Se hizo medio minuto de mortal silencio, mientras las primeras filas de la multitud clavaban las uñas en los que tenían detrás para retroceder hasta el umbral, y en aquel momento Bagheera levantó la cabeza y bostezó, trabajosa, cuidadosa y ostentosamente, como lo hacía cuando quería insultar a uno de sus iguales. Sus labios se encogieron y se alzaron; la roja lengua se enroscó; la mandíbula inferior descendió y descendió hasta mostrar la mitad del hirviente gaznate, y los enormes caninos se destacaron en las encías, hasta que los superiores y los inferiores sonaron con un ruido metálico al chocar, como las aceradas guardas de una cerradura que vuelven a su lugar en los bordes de un arca. Un momento después, la calle estaba vacía. Bagheera había saltado por la ventana y se hallaba al lado de Mowgli, en tanto que el torrente humano aullaba y gritaba y se atropellaba en su pánico y en su prisa por llegar cada quien a su propia choza.

—No se moverán hasta que se haga de día dijo Bagheera calmosamente—. ¿Y ahora?

El silencio de la siesta parecía haberse apoderado de la aldea; pero, escuchando atentamente, pudieron oír el ruido de pesadas cajas para guardar el grano que eran arrastradas sobre los pisos de tierra y apoyadas contra las puertas. Bagheera tenía razón: la gente de la aldea no se movería hasta que se hiciera de día.

Mowgli se sentó en silencio y pensó, y su rostro se tornaba cada vez más sombrío.

—Pero, ¿qué hice? dijo Bagheera al cabo, echándose a sus pies, zalamera.

—Nada sino un gran bien. Vigílalos hasta que apunte el día. Yo me voy a dormir.

Corrió Mowgli hacia la selva y se dejó caer como muerto sobre una roca, y durmió sin interrupción todo el día y toda la noche siguiente.

Cuando se despertó, Bagheera estaba a su lado; a sus pies había un gamo que ella acababa de matar. Bagheera miraba curiosamente en tanto que Mowgli comenzó a manejar el cuchillo, comió y bebió, y, al cabo, se volvió de lado con la barbilla apoyada en las manos.

—El hombre y la mujer llegaron sanos y salvos a la vista de Khanhiwara —dijo Bagheera— Tu madre mandó el aviso por medio de Chil, el milano. Hallaron un caballo antes de la medianoche (de la noche en que fueron libertados) y así pudieron ir de prisa. ¿No te alegras de esto?

—Está muy bien —dijo Mowgli.

—Y tu manada humana, en la aldea, no se movió hasta que ya el sol estaba alto, esta mañana. Entonces comieron su alimento y luego corrieron rápidamente de nuevo a sus casas.

—¿Te vieron, por casualidad?

—Probablemente. Estaba yo revolcándome a la hora del alba ante la puerta, y pude también, por diversión, haber cantado un poco. Ahora, hermanito, no hay más que hacer. Ven a cazar conmigo y con Baloo. Ha encontrado unas colmenas nuevas que quiere mostrar, y todos nosotros queremos que vuelvas, como antes. ¡No mires de ese modo, que hasta a mí me asusta! El hombre y la mujer ya no serán puestos sobre la Flor Roja y todo va bien en la selva. ¿No es cierto? Olvidemos a la manada de hombres.

—La olvidaremos dentro de un rato. ¿Dónde comerá Hathi esta noche?

—Donde quiera. ¿Quién puede decir lo que hará el Silencioso? ¿Qué puede hacer Hathi que no podamos hacer nosotros?

—Dile que venga a verme él y sus tres hijos.

—Pero, verdaderamente, y realmente, hermanito,.. No está bien... no está bien que se le diga a Hathi: "ven" o "márchate". Acuérdate: él es el dueño de la selva, y que antes que la manada de los hombres cambiara el aspecto de tu rostro, él te enseñó las palabras mágicas de la selva.

—Da lo mismo. Ahora yo tengo. una palabra mágica contra él. Dile que venga a ver a Mowgli, la rana; y si no te escucha la primera vez, dile que venga por la destrucción de los campos de Bhurtpore.

—"La destrucción de los campos de Bhurtpore" —repitió Bagheera dos o tres veces para que no se le olvidara—. Ahora voy allá. Lo peor que puede suceder es que Hathi se enoje, y daría toda la caza que pudiera yo matar de una luna a otra, con tal de oír una palabra mágica que pudiera obligar al Silencioso a hacer algo.

Se marchó y dejó a Mowgli ocupado en dar furibundas cuchilladas a la tierra con su cuchillo de desollador. En su vida había visto Mowgli sangre humana, hasta que la vio, y, lo que significaba mucho más para él, hasta que olió la sangre de Messua en las ataduras con que la ataron. Y Messua había sido bondadosa con él, y, en cuanto al muchacho se le alcanzaba del cariño, amaba a Messua tan de veras, como odiaba al resto de la humanidad. Pero, por profundamente que detestara a los hombres, a su charla, a su crueldad y a su cobardía, por nada de cuanto pudiera ofrecerle la selva se hubiera decidido a arrebatar una sola vida humana, ni a sentir de nuevo ese terrible olor de sangre en sus narices. Su plan era mucho más sencillo, pero mucho más completo también; y se rió para sus adentros cuando pensó que había sido uno de los cuentos que el viejo Buldeo narrara bajo el árbol, al caer la tarde, lo que le había inspirado aquella idea.

—En verdad que fue una palabra mágica —murmuró a su oído Bagheera—. Estaban comiendo junto al río, y obedecieron como si fueran bueyes. Míralos: ya vienen.

Hathi y sus tres hijos habían llegado de la manera que les era habitual: sin producir el menor ruido. Aún llevaban en sus flancos fresco el barro del río, y Hathi mascaba pensativo el tallo de un plátano que acababa de arrancar con sus colmillos. Pero cada línea de su vasto cuerpo le mostraba a Bagheera (capaz de ver con claridad las cosas cuando las tenía delante) que no era el dueño de la selva quien le hablaría a un cachorro humano, sino que era alguien que se presentaba con miedo ante otro que carecía de él por completo. Los tres hijos se balanceaban lado a lado, detrás de su padre.

Apenas si Mowgli levantó la cabeza cuando Hathi lo saludó con el usual: ¡Buena suerte!

Túvole mucho rato, el muchacho, antes de hablar, meciéndose, levantando una u otra pata; y cuando al cabo abrió la boca, fue para dirigirse a Bagheera y no a los elefantes.

—Contaré un cuento que me refirió el cazador que fuiste tú a cazar hoy —dijo Mowgli—. Se refiere a un elefante, viejo y sabio, que cayó en una trampa; la aguda estaca que había en el fondo de ella, le hizo una rasgadura desde un poco más arriba de una pata hasta la paletilla, dejándole una señal blanca.

Tendió Mowgli la mano, y, al moverse Hathi, la luz de la luna mostró una larga cicatriz semejante a la que podría dejar un látigo metálico calentado al rojo.

—Unos hombres vinieron a sacarle de la trampa —continuó Mowgli—; pero él rompió las cuerdas, porque era muy fuerte, y huyó, esperando hasta que se hubo sanado la herida.

Entonces regresó, furioso, de noche, a los campos de los cazadores. Y ahora recuerdo que tenía tres hijos. Esto sucedió hace muchas, muchísimas lluvias, y muy lejos, allá en los campos de Bhurtpore. ¿Qué ocurrió en esos campos al llegar la época de la siega, Hathi?

—Ya los había segado yo junto con mis tres hijos —dijo Hathi.

—¿Y acerca de la labor del arado que sigue a la siega?

—No la hubo —dijo Hathi.

—¿Y qué sucedió con los hombres que vivían cerca de los verdes cultivos de la tierra?

—Se marcharon.

—¿Y qué sucedió con las chozas donde dormían los hombres? —dijo Mowgli.

—Hicimos pedazos los techos y la selva se tragó las paredes —dijo Hathi.

—¿Y qué más? —preguntó Mowgli.

—Tanto terreno cultivable como puedo yo recorrer en dos noches de este a oeste, y en tres, de norte a sur, pasó a ser dominio de la selva. Sobre cinco aldeas arrojamos nosotros a quienes la pueblan; y en esas aldeas, y en sus terrenos, ya sean de pasto, ya de labor, no hay un solo hombre el día de hoy que se alimente de lo que produce esa tierra. Esto fue la destrucción de los campos de Bhurtpore, realizada por mí y por mis tres hijos. Y ahora te pregunto, hombrecito, ¿cómo supiste tú todo esto?

—Un hombre fue quien me lo dijo, y ahora me doy cuenta de que hasta Buldeo es capaz de decir la verdad. Fue una cosa bien hecha, Hathi, el de la cicatriz blanca; pero la segunda vez, se hará todavía mejor, porque habrá un hombre que dirija todo. ¿Conoces la aldea de la manada humana que me arrojó de ella? Son perezosos, sin sentido común y crueles; juegan con su boca, y no matan al débil para procurarse comida, sino por juego. Cuando están hartos, son capaces de arrojar sobre la Flor Roja a sus propios hijos. Yo he visto esto. No está bien que sigan viviendo más aquí. ¡Los odio!

—iEntonces, mata! —dijo el más joven de los tres hijos de Hathi, recogiendo un manojo de hierba, sacudiéndolo sobre sus patas delanteras y arrojándolo lejos, en tanto que sus pequeños ojos rojizos miraban de soslayo a uno y otro lado.

—¿Y para qué necesito yo huesos blancos? —respondió Mowgli de mal humor—. ¿Soy acaso algún lobato para jugar al sol con cráneos? Maté a Shere Khan y su piel se pudre allá, en la Peña del Consejo; pero... pero no sé a dónde se ha ido, y aún siento mi estómago ayuno de su carne. Esta vez quiero algo que pueda yo ver y tocar. ¡Lanza a la selva en masa contra la aldea, Hathi!

Estremecióse Bagheera y se acurrucó. Comprendía, si las cosas se llevaran hasta el extremo, una rápida embestida por la calle de la aldea, unos cuantos golpes repartidos a la derecha y a la izquierda entre la multitud, o matar por astutos medios a algunos hombres, mientras se dedicaban a arar, allá a la hora del crepúsculo; pero aquel proyecto de borrar deliberadamente una aldea entera de la vista de los hombres y de las fieras, la aterrorizaba. Ahora se daba cuenta de por qué Mowgli había mandado llamar a Hathi.

Nadie, excepto el viejo elefante, podía trazar el plan de semejante guerra y llevarla al cabo.

—Que corran, como corrieron los hombres de los campos de Bhurtpore, hasta que el agua de lluvia sea el último arado que trabaje la tierra; hasta que el ruido de aquella cayendo sobre las gruesas hojas, reemplace al del huso; hasta que Bagheera y yo podamos echarnos en la casa del bracmán y el gamo venga a beber en el estanque que hay detrás del templo... ¡Lanza sobre la aldea a toda la selva, Hathi!

—Pero yo... pero nosotros no tenemos ninguna cuestión pendiente contra ellos, y es preciso sentir toda la rabia de un gran dolor para destrozar los sitios donde duermen los hombres —dijo Hathi, dudando.

—¿Sois vosotros los únicos comedores de yerba de la selva? Trae a todas tus gentes. Deja que se encarguen de ello el ciervo, el jabalí y el nilghai. No necesitan ustedes mostrar ni un palmo de piel hasta que los campos hayan quedado completamente limpios. ¡Lanza allí a toda la selva, Hathi!

—¿No habrá matanza? Mis colmillos se tornaron rojos de sangre en la destrucción de los campos de Bhurtpore y no quisiera despertar de nuevo el olor que sentí entonces.

—Ni yo tampoco. Ni siquiera quisiera ver cómo sus huesos andan esparcidos por la desnuda tierra. Que se vayan y busquen frescos cubiles. No pueden quedarse aquí. He visto, he olido la sangre de la mujer que me alimentó... la mujer a quien hubieran ellos matado, a no ser por mí. Sólo el olor de la hierba fresca creciendo en los umbrales de sus casas, puede borrar de mi memoria a aquel otro olor. Parece como si me quemara en la boca. ¡Lanza sobre ellos a toda la selva, Hathi!

—¡Ah! —dijo Hathi—. Así me quemaba a mí la piel la herida que me hizo aquella estaca, hasta que vimos cómo desaparecían las aldeas bajo la vegetación de la primavera. Ahora me doy cuenta. Tu guerra deberá ser nuestra guerra. ¡Lanzaremos toda la selva contra ellos!

Apenas tuvo tiempo Mowgli de recobrar el aliento —pues todo él temblaba de coraje y de odio—, cuando ya el sitio donde habían estado los elefantes se hallaba vacío, y Bagheera lo contemplaba a él aterrorizada.

—¡Por la cerradura rota que me dejó escapar! —dijo por último la pantera negra—. ¿Eres tú aquella cosita desnuda por quien yo hablé en la manada cuando todas las cosas eran más jóvenes que ahora? Dueño de la selva: cuando decrezcan mis fuerzas, habla en favor mío... habla también en favor de Baloo.., habla por todos nosotros. ¡Ante ti no somos más que cachorros..., ranillas que tu pie aplaste... cervatos que han perdido a su madre!...

La idea de que Bagheera fuera un cervatillo perdido causó tal impresión en Mowgli que se echó a reír, perdió el aliento, lo recobró y rió de nuevo, hasta que por fin hubo de zambullirse en una laguna para que se detuviera su risa. Entonces nadó dando vueltas y vueltas en ella, hundiéndose de cuando en cuando en el agua, ya a la luz de la luna, ya fuera de ella, como una rana, nombre que a él mismo le daban.

Entre tanto, Hathi y sus tres hijos habían partido separados, cada uno hacia uno de los puntos cardinales y se alejaban silenciosamente por los valles, a una milla de distancia.

Siguieron su marcha durante dos días —es decir, caminaron sesenta millas— al través de la selva; y cada paso que dieron y cada balanceo de sus trompas, era visto, observado y comentado por Mang, Chil, el pueblo de los monos y todos los pájaros. Luego empezaron a comer, y comieron tranquilamente por espacio de una semana, o cosa así.

Hathi y sus hijos son como Kaa, la serpiente pitón de la Peña: nunca se apresuran más que cuando deben hacerlo.

Pasado ese tiempo, y sin que nadie supiera cómo había empezado, empezó a correr un rumor por la selva de que en tal o cual valle podía hallarse mejor comida y agua de lo acostumbrado. Los jabalíes —capaces, por supuesto, de ir hasta el fin del mundo por una buena comida—, fueron los primeros que empezaron a marcharse en grandes grupos, empujándose los unos a los otros por encima de las rocas; siguieron los ciervos, con las pequeñas y salvajes zorras que viven de los muertos y moribundos de las manadas de aquéllos; el nilghai de pesados hombros marchó en línea paralela con los ciervos, y los búfalos salvajes que viven en los pantanos marcharon detrás del nilghai. La cosa más insignificante hubiera hecho volver a las esparcidas e indóciles manadas que pacían, vagaban, bebían y pacían de nuevo; pero siempre que se producía alguna alarma, no faltaba quien surgiera y los calmare a todos. Algunas veces era Sahi, el puerco espín, que traía noticias de buena comida que podía encontrarse un poco más adelante; otras, era Mang que gritaba alegremente y se lanzaba por un claro del bosque para mostrar que no había obstáculos; o Baloo, con la boca llena de raíces, que caminaba bamboleándose, a lo largo de alguna indecisa fila, y mitad asustando a todos, mitad retozando con ellos los hacía retomar el verdadero camino. Muchos de los animales volvieron atrás, se escaparon o perdieron interés, pero también quedaron muchos decididos a seguir la marcha. Al cabo de diez días, la situación era la siguiente: los ciervos, jabalíes y nilghai iban pulverizándolo todo en un círculo de ocho o diez millas de radio, en tanto que los animales carnívoros libraban sus escaramuzas en los bordes de aquel gran círculo.

Ahora bien: el centro de aquel círculo era la aldea, y alrededor de ella iban madurando las cosechas, y en medio de los campos había hombres sentados en lo que allí llaman machans (plataformas parecidas a palomares hechos de palos colocados sobre cuatro puntales), para espantar a los pájaros y a otra clase de ladrones. Entonces, ya no hubo contemplación con los ciervos. Los carnívoros estaban colocados cerca y detrás de ellos y los empujaron hacia adelante y hacia el interior del círculo.

Era una noche oscura cuando Hathi y sus tres hijos llegaron, como deslizándose, a la selva y rompieron los puntales de los machans con sus trompas; cayeron éstos como si fueran tallos rotos de cicuta en flor, y los hombres que cayeron junto con ellos, oyeron en sus orejas el ronco ruido que hacen los elefantes. Entonces, la vanguardia de los azorados ejércitos de ciervos irrumpió e inundó las tierras de pasto y de cultivo de la aldea; llegó con ellos el jabalí de agudas pezuñas y de inclinado hozar, y así lo que el ciervo dejaba lo estropeaba él; de cuando en cuando, una alarma producida por los lobos agitaba a todas las manadas, las cuales corrían de un lado para otro desesperadamente pisoteando la cebada verde y cegando las acequias. Antes de que apuntare el alba, la presión sobre la parte exterior del círculo cedió en un punto de éste. Los carnívoros habían retrocedido y dejado abierto un paso en dirección al sur, y por allí escapaban los gamos a manadas. De los demás animales, los más atrevidos se tendían entre los matorrales para terminar su comida a la noche siguiente.

Pero el trabajo ya estaba prácticamente hecho. Cuando los aldeanos, ya de día, miraron sus campos, vieron que sus cosechas estaban perdidas. Y esto significaba la muerte para ellos si no se marchaban, porque vivían un año sí y otro no tan próximos a morirse de hambre como cercana a ellos tenían la selva. Cuando los búfalos fueron enviados a pacer, los hambrientos animales se encontraron con que los ciervos habían dejado limpias las tierras de pasto, y así vagaron por la selva y se esparcieron y se juntaron con sus semejantes no domesticados. Y cuando llegó el crepúsculo, los tres o cuatro caballitos que había en la aldea yacían en sus establos con la cabeza destrozada. Sólo Bagheera podía haber dado golpes como aquéllos, y a sólo ella se le hubiera ocurrido la insolente idea de arrastrar hasta la calle al último cuerpo muerto.

No tuvieron ánimos los ancianos para encender fogatas en los campos aquella noche; así, Hathi y sus tres hijos espigaron entre lo que había quedado, y donde espiga Hathi, ya no hay necesidad de que nadie vaya detrás de él. Los hombres decidieron vivir del trigo que guardaban para semilla hasta que llegaran las lluvias, y entonces ponerse a servir como criados para recuperar lo perdido aquel año. Pero, cuando el negociante de granos pensaba en sus rebosantes graneros y en los precios que obtendría al vender lo almacenado, los afilados colmillos de Hathi arrancaron toda una esquina de su casa, hecha de tapia, y despanzurraron la gran arce de mimbres, cubierta de estiércol de vaca, en la que guardaba el precioso grano.

Cuando se descubrió esta última pérdida, llegó para el bracmán el tiempo de hablar. Les había rezado a sus propios dioses sin obtener contestación. Podría ser, dijo, que, inadvertidamente, la aldea hubiera ofendido a alguno de los dioses de la selva, porque, sin duda alguna, la selva estaba contra ellos. Por tanto, mandaron a llamar al jefe de la tribu más próxima de gondos errantes (gente pequeña, despierta, y muy negra de color; vive en el corazón de la selva dedicada a la caza, y sus antepasados fueron la raza más antigua de la India), propietarios aborígenes de la tierra. Obsequiaron al gondo con lo poco que les había quedado; él se sostenía sobre una pierna, con su arco en la mano; en el moño que formaban sus recogidos cabellos, dos o tres dardos envenenados; mostraba un aspecto de temor y desprecio a la vez, hacia los aldeanos —que lo miraban ansiosos— y hacia sus destruidos campos. Deseaban saber los aldeanos si sus dioses —los antiguos dioses— estaban enojados con ellos, y qué sacrificios deberían ofrecérseles. El gondo no pronunció palabra, pero recogió unos sarmientos de karela, la especie de vid que produce amargas calabazas silvestres, y los colocó entrelazados sobre la puerta del templo frente a la cara de la roja imagen india que miraba fijamente. Entonces hizo el movimiento con la mano como si empujara en el espacio, en dirección del camino de Khanhiwara, y se volvió a su selva, mirando moverse en todas direcciones a los animales que la poblaban. Sabía que cuando la selva se pone en movimiento, sólo los hombres blancos son capaces de detenerla.

No había necesidad de preguntar el significado de su predicción. En adelante, crecerían las calabazas silvestres en el lugar donde habían adorado a su dios, y cuanto antes se pusieran a salvo, sería mejor.

Pero es difícil arrancar a una aldea entera de sus amarras. Permanecieron allí sus habitantes en tanto les quedaron comestibles con los que se alimentaban en verano, y aun probaron a recoger nueces en la selva; pero sombras de brillantes ojos los observaban y aun pasaban delante de ellos en mitad del día, y, cuando regresaban corriendo hasta las paredes de sus chozas, notaban, en los troncos de los árboles ante los cuales habían pasado cinco minutos antes, que tenían la corteza arrancada a tiras y ostentaban señales hechas por enormes garras. Cuanto más se encerraban en su aldea, las fieras tornábanse más atrevidas, las cuales corrían por los prados, rugiendo, junto al río Waingunga. No tenían tiempo a componer las paredes posteriores de los vacíos establos que daban a la selva; el jabalí las pisoteaba, y las vides silvestres de nudosas raíces clavaban luego sus codos sobre la tierra que acababan de conquistar; por último, la gruesa hierba erizaba allí sus puntas como las lanzas de un ejército de fantasmas que persiguiera a otro en retirada.

Los hombres solteros fueron los primeros que huyeron y por todos lados esparcieron la noticia de que la aldea estaba sentenciada a muerte. ¿Quién, decían, podría luchar contra la selva o contra los dioses de la selva, cuando hasta la misma cobra de la aldea había abandonado su agujero de la plataforma, bajo el árbol de las reuniones? Así, el poco comercio que se efectuaba con el mundo exterior se redujo, como asimismo fueron disminuyendo y borrándose los caminos trillados en los claros de la maleza. Al fin, los trompeteos nocturnos de Hathi y sus tres hijos dejaron de perturbarlos, porque ya no quedaba nada que pudiere ser saqueado. Las cosechas de sobre la tierra y el grano enterrado bajo ella desaparecieron por igual. Los campos distantes perdían su antigua forma; ya era hora de acogerse a la caridad de los ingleses que vivían en Khanhiwara.

Siguiendo la costumbre indígena retrasaron su partida de un día para otro, hasta que las primeras lluvias les cayeron encima y los abandonados techos de sus chozas dejaron pasar torrentes de agua; las tierras destinadas a pastos quedaron inundadas hasta la altura del tobillo y toda suerte de vida pareció renacer allí con pujanza tras los calores del verano. Entonces todos echaron a andar por el barro, hombres, mujeres y niños bajo la cegadora lluvia matinal; pero se volvieron, por un impulso natural, para darle el último adiós a sus hogares.

En el momento en que la última familia traspasaba las puertas de la aldea, bajo sus pesados fardos, escucharon el estrépito de vigas y techos de bálago que se hundían detrás de los muros. Vieron entonces una trompa brillante, negra, parecida a una serpiente, que se elevaba durante un momento y esparcía el bálago hervido. Desapareció y se escuchó el ruido de otro hundimiento que fue seguido de un agudo grito. Hathi había estado arrancando techos de chozas como quien arranca nenúfares, y había sido alcanzado por una viga que caía. Sólo necesitaba esto para desencadenar toda su fuerza, porque, de todos los animales de la selva, el elefante salvaje es el más destructor, por maldad o por gusto, cuando está furioso. Dio una patada a una pared de tapia que se deshizo con el golpe, y que, al desmenuzarla, se convirtió en barro amarillo por el torrente de agua que caía. Entonces se volvió en redondo y lanzóse por las estrechas calles dando agudos gritos, apoyándose contra las chozas a derecha e izquierda, destrozando las desvencijadas puertas, aplastando los aleros, en tanto que sus tres hijos corrían detrás de él como habían corrido cuando la destrucción de los campos de Bhurtpore.

—La selva se tragará esas cáscaras —dijo una voz reposada entre las ruinas—. Ahora hay que echar abajo el muro exterior.

Y Mowgli, chorreándole la lluvia por los desnudos hombros y brazos, saltó desde una pared que se venía abajo como un búfalo cansado.

—A buen tiempo llegas —díjole, jadeante, Hathi—. ¡Ah! ¡Pero en Bhurtpore tenía yo los colmillos rojos de sangre!... ¡Contra la pared exterior, hijos míos! ¡Con la cabeza!

¡Todos a la vez! ¡Ahora!

Los cuatro juntos empujaron, lado a lado; la pared exterior se combó, se rajó y cayó; los aldeanos, mudos de terror, veían las salvajes cabezas de los destructores, rayadas de arcilla, que aparecían por el roto boquete. Huyeron entonces, sin casa ya y sin alimentos, por el valle, en tanto que su aldea, hecha pedazos, esparcida y pisoteada, se desvanecía a sus espaldas.

Un mes después aquel lugar era otro otero lleno de hoyos y cubierto de yerba blanda, verde, recién nacida; y, cuando terminaron las lluvias, la selva entera rugía a plenos pulmones en el lugar donde, no hacía todavía seis meses, el arado removía la tierra.

Canción de Mowgli Contra los Hombres

¡Contra vosotros lanzaré las vidas de veloces pies!
¡Llamaré a la Selva entera para que borre las huellas de vuestros pies!
Se hundirán ante ella todos los techos,
caerán por tierra los gruesos puntales,
y la karela, la amarga karela
lo cubrirá todo.

En los sitios donde os reunáis, estarán los míos
y aullarán sin tregua;
en el dintel de vuestros graneros se colgarán los grandes murciélagos;
la serpiente será vuestra guardiana
que descansará tranquila en vuestra casa;
porque la karela, la amarga karela,
dará su amargo fruto donde hoy reposáis.

No veréis mis azotes, los azotes de mis amigos,
pero los oiréis y temblaréis.
Los enviaré contra vosotros de noche,
cuando la luna aún no brilla;
el fiero lobo será vuestro pastor
que se erguirá en no acotados campos,
porque la karela, la amarga karela,
esparcirá su semilla donde gozasteis y amasteis.

Sobre vuestros campos lanzaré a mi pueblo,
e iré a segarbos, antes que vosotros, a la cabeza de él;
tendréis que espigar tras nuestras huellas
por el pan ya perdido.
Los ciervos serán vuestras yuntas
para labrar en lo devastado,
porque la karela, la amarga karela,
florecerá donde vuestro hogar existía.

Contra vosotros lanzaré las vides
de pies que van lejos; la selva, al invadiros,
borrará vuestros linderos,
el bosque reinará en vuestros prados.
Se hundirán los techos de vuestras casas,
y la karela, la amarga karela,
los cubrirá, por siempre, a todos.

Los Perros de Rojiza Pelambre

¡Por nuestras claras, límpidas noches,
por las noches de los rápidos corredores,
por el hermoso batir la selva, la vista
de largo alcance, por la buena caza,
por la astucia de resultados certeros!
¡Por el aroma matinal, que humedece
el rocío aun no evaporado!
¡Por el placer de ir tras las piezas
que con terror incauto locas huyen!
¡Por los gritos de nuestros compañeros
cuando al derrotado sambhur han cercado!
¡Por los riesgos de los excesos de la noche!
¡Por el grato y dulce dormir de día
a la entrada del cubil!
¡Por todo esto vamos a la lucha!
¡Muerte, guerra a muerte juramos!

Fue después de la invasión verificada por la selva cuando empezó para Mowgli la parte más placentera de su vida. Sentía aquella buena conciencia que proviene de haber pagado sus deudas; todos los habitantes de la selva eran sus amigos y ellos sentían un cierto temor de él. Las cosas que llevó a cabo, que vio y que oyó cuando vagaba solo o en unión de sus cuatro compañeros, daría origen a muchos, muchos cuentos, tan largo cada uno de ellos como el presente. Así pues, no os referiré su encuentro con el elefante loco de Mandla que mató veintidós bueyes que conducían once carros de plata acuñada que pertenecía al tesoro nacional, esparciendo por el polvo las brillantes rupias; tampoco os narraré su lucha con Jacala, el cocodrilo, durante toda una noche en los pantanos del Norte y cómo rompió su cuchillo de desollador en las placas de la espalda del animal; ni tampoco cómo encontró otro cuchillo más largo que pendía del cuello de un hombre que había sido muerto por un oso, y cómo siguió las huellas de este oso y lo mató, como justo precio por aquel cuchillo; ni cómo quedó cogido en una ocasión, durante la Gran Hambruna, entre los rebaños de ciervos que emigraban y fue casi aplastado por ellos; ni cómo salvó a Hathi el Silencioso de caer por segunda vez en una trampa que tenía un palo afilado en el fondo, y cómo, al día siguiente, cayó él mismo en otra de las que ponen para coger leopardos, y cómo entonces Hathi hizo pedazos los gruesos barrotes de madera que la formaban; ni cómo ordeñó a hembras de búfalos salvales en los pantanos; ni como...

Pero hay que narrar los cuentos uno a uno.

Papá Lobo y mamá Loba murieron, y Mowgli rodó una gran piedra contra la boca de la cueva, y entonó allí la Canción de la Muerte; Baloo era muy viejo y apenas podía moverse, y hasta Bagheera, cuyos nervios eran de acero y sus músculos de hierro, era un poco menos ágil que antes cuando quería matar una pieza. Akela, de gris que era, tornóse blanco como la leche; tenía saliente el costillar y caminaba como si estuviera hecho de madera y Mowgli tenía que cazar para él. Pero los lobos jóvenes, los hilos de la deshecha manada de Seeonee, crecían y se multiplicaban, y cuando hubo unos cuarenta de ellos, de cinco años, sin jefe, con buenos pulmones y ágiles pies, Akela les dijo que debían juntarse, obedecer la ley, y estar bajo la dirección de uno, como correspondía a los del Pueblo Libre.

No se metió Mowgli en toda esta cuestión, porque, como él dijo, ya había comido frutas agrias y sabía en qué árboles se cogían. Pero cuando Fao, hijo de Faona (cuyo padre era el indicador de pistas en los tiempos de la jefatura de Akela) ganó en buena lid el derecho de dirigir la manada, según la ley de la selva, y cuando los antiguos gritos y canciones resonaron una vez más bajo las estrellas, Mowgli se presenté de nuevo en el Consejo de la Peña, como en memoria de los tiempos idos. Cuando se le antojaba hablar, la manada esperaba hasta que hubiera terminado y se sentaba en la Peña al lado de Akela, más arriba de Fao. Eran, aquellos, días en que se cazaba y se dormía bien.

Ningún forastero se atrevía a entrar en las selvas que pertenecían al pueblo de Mowgli, como llamaban a la manada; los lobos jóvenes crecían fuertes y gordos, y había muchos lobatos en la inspección que se les hacía cuando eran llevados a la Peña. Siempre iba Mowgli a estas reuniones, acordándose de aquella noche, cuando una pantera negra compró a la manada la vida de un chiquillo moreno y desnudo, y el largo grito de:

"¡Mirad, mirad bien, lobos!", hacía estremecer su corazón. Si no estaba allí, se internaba en la selva con sus cuatro hermanos, y probaba, tocaba y veía toda suerte de cosas nuevas.

Un día, a la hora del crepúsculo, mientras caminaba distraídamente por los bosques llevando para Akela la mitad de un gamo que había cazado, y mientras los cuatro se empujaban, como gruñendo y revolcándose por juego, escuchó un grito que nunca se había vuelto a oír desde los malos días de Shere Khan. Era lo que llaman en la selva el feeal, una especie de horroroso chillido que da el chacal cuando caza siguiendo a un tigre, o cuando tiene a la vista piezas de caza mayor. Si pueden imaginarse una mezcla de odio, de triunfo, de miedo y de desesperación, en un solo grito desgarrador, tendrán una leve idea del feeal que se elevó, descendió y vibró en el aire, a lo lejos, del otro lado del Waingunga. Los cuatro lobos dejaron de jugar en el acto, con los pelos erizados y gruñendo. La mano de Mowgli se dirigió hacia el cuchillo, y se detuvo, congestionado el rostro y fruncido el ceño.

—No hay por aquí ningún rayado que se atreva a matar... —dijo.

—No es ése el grito del explorador —observó el Hermano Gris—. Eso es una gran cacería.

¡Escucha!

Resonó de nuevo el grito, medio sollozo, medio risa, como si el chacal tuviera flexibles labios humanos. Respiró entonces Mowgli profundamente y echó a correr hacia la Peña del Consejo, adelantándose en el camino a los lobos de la manada que también se apresuraban. Fao y Akela estaban juntos sobre la Peña, y más abajo de ellos veíanse a los demás, con los nervios en tensión. Las madres y sus lobatos corrían hacia sus cubiles, porque cuando resuena el feeal conviene que los débiles se recojan.

Nada oían sino el rumor del Waingunga que corría en la oscuridad y las brisas del atardecer entre las copas de los árboles, cuando de pronto, al otro lado del río, aulló un lobo. No era un lobo de la manada, porque éstos se hallaban alrededor de la Peña. El aullido fue adquiriendo un tono de desesperación. ¡Dhole! —decía—. ¡Dhole! ¡Dho!e!

Oyeron pasos cansados entre las rocas, y un demacrado lobo, con los flancos llenos de rojas estrías, destrozada una de sus patas delanteras y el hocico lleno de espuma, se lanzó en medio del círculo y, jadeante, se echó a los pies de Mowgli.

—iBuena suerte! ¿Quién es tu jefe? —dijo Fao gravemente.

—iBuena suerte! Soy Won—tolla —respondió el recién llegado.

Quería decir con esto que era un lobo solitario que atendía a su propia defensa, a la de su compañera y a la de sus hijos en algún aislado cubil, como lo hacen muchos lobos en la parte sur del país. Won—tolla quiere decir uno que vive separado de los demás, que no forma parte de ninguna manada. Jadeaba y su corazón latía con tal fuerza, que se sacudía todo su cuerpo.

—¿Quién anda por allí? —prosiguió Fao, porque esto es lo que todos los habitantes de la selva se preguntan cuando se oye el feeal.

—¡Los dholes, los dholes del Dekkan.., los perros de rojiza pelambre, los asesinos!

Vinieron al norte desde el sur diciendo que en el Dekkan no había nada y exterminando todo a su paso. Cuando esta luna era luna nueva, tenía yo cuatro de los míos: mi compañera y tres lobatos. Ella los enseñaba a cazar en las llanuras cubiertas de yerba, escondiéndose para correr después los gamos, como lo hacemos los que cazamos en campo abierto. A medianoche los oí pasar juntos, dando grandes aullidos, siguiendo un rastro. Al soplar la brisa matutina, hallé a los míos yertos sobre la yerba... a los cuatro, Pueblo Libre, a los cuatro, cuando estábamos en luna nueva. Hice entonces uso del derecho de la sangre y me fui en busca de los dholes.

—¿Cuántos eran? —preguntó rápidamente Mowgli, y la manada gruñía rabiosamente.

—No sé. Tres de ellos ya no matarán más, pero al fin me persiguieron como a un gamo; me hicieron correr con sólo las tres patas que me quedan. ¡Mira, Pueblo Libre!

Adelantó su destrozada pata, toda ennegrecida por la sangre seca. Tenía junto a los ijares crueles mordiscos y el cuello herido y desgarrado.

—iCome! —le dijo Akela, levantándose de encima de la carne que Mowgli le había traído; inmediatamente, lanzóse sobre ella el solitario.

—No será pérdida esto que me dáis —dijo humildemente cuando hubo satisfecho un poco su hambre—. Préstame fuerzas, pueblo Libre, y también yo mataré luego. Está vacío mi cubil, antes lleno, cuando era luna nueva, y aún no está pagada del todo la deuda de sangre.

Fao oyó cómo crujían sus dientes sobre un hueso y gruñó con aire de aprobación.

—Necesitaremos de tus quijadas —dijo—. ¿Iban cachorros con los dholes?

—No, no. Todos eran cazadores rojos; cazadores de manada grandes y fuertes, aunque toda su comida consiste, allá en el Dekkan, en lagartos.

Lo que había dicho Won—tolla significaba que los dholes, los rojos perros cazadores del Dekkan, iban de paso buscando algo que matar, y la manada sabía que incluso un tigre le cederá su presa a los dholes. Cazan éstos corriendo en línea recta por la selva, se lanzan sobre cuanto encuentran y lo destrozan. Aunque no tienen ni el tamaño ni la mitad de astucia que un lobo, son muy fuertes y numerosos. Los dholes no empiezan a considerarse manada sino hasta que se reúne un centenar de ellos, en tanto que con cuarenta lobos basta para lo mismo. Las errabundas caminatas de Mowgli lo habían llevado hasta los confines de los grandes prados del Dekkan, y había visto a los fieros dholes durmiendo, jugando y rascándose en los agujeros y matojos que usan como cubiles. Él los despreciaba y los odiaba porque no olían como el Pueblo Libre, porque no vivían en cavernas, y, sobre todo, porque les crecía pelo entre los dedos de las patas, en tanto que a él y a sus amigos no les sucedía esto. Pero sabía, por habérselo dicho Hathi, lo terrible que es una manada de dholes cuando va de caza. Hasta Hathi les deja el paso libre, y ellos siguen adelante hasta que los matan o cuando ya escasea la caza.

Algo sabía también Akela sobre los dholes, pues le dijo en voz baja a Mowgli:

—Más vale morir entre todos los de la manada, que sin guía y solo, esta será una cacería magnífica y... la última en que tomaré parte. Pero, según los años que viven los hombres, a ti te quedan aún muchos días y muchas noches de vida, hermanito. Vete hacia el norte y échate allí a dormir, y si alguien queda vivo después del paso de los dholes, te llevará noticias del resultado de la lucha.

—¡Ah! —dijo Mowgli con toda gravedad—. ¿Debo ir acaso a coger pececillos en las lagunas y a dormir en un árbol, o acaso debo pedirles ayuda a los de Bandar—log para que me ayuden a cascar nueces mientras la manada lucha allá abajo?

—A muerte será la lucha —respondió Akela—. Tú nunca te has enfrentado con los dholes... con los asesinos rojos. Hasta el Rayado...

—¡Aowa! ¡Aowa! —exclamó Mowgli de mal humor—. Yo maté a un mono rayado, y estoy seguro que Shere Khan hubiera dejado a su misma compañera para que se la comieran los dholes si el viento le hubiese llevado el olor de una manada al través de grandes extensiones de pastura. Escucha ahora: hubo una vez un lobo, mi padre, y una loba, mi madre, y un lobo viejo y gris (no muy discreto a veces; ahora está blanco) que era para mí como mi padre y mi madre juntos. Por tanto, yo... —levantó más la voz—. Digo que cuando vengan los dholes, si vienen, Mowgli y el Pueblo Libre lucharán como iguales contra ellos. Y afirmo, por el toro que me rescató (por aquel toro que Bagheera pagó por mí en tiempos que ya no recordáis los de la manada), digo, y que lo tengan presente los árboles y el río que me oyen, si yo lo olvido.., que este cuchillo será para la manada como un colmillo más, y no creo que su filo esté muy embotado. Esta es la palabra que tenía que decir y que empeño.

—No conoces a los dholes, hombre que hablas como los lobos —dijo Won—tolla—. Tan sólo quiero pagar la deuda de sangre que tengo con ellos, antes que me destrocen. Avanzan despacio, matando a medida que se alejan, pero en dos días habré recobrado ya algo de mis fuerzas, con lo que podré volver a la lucha. En cuanto a vosotros, Pueblo Libre, opino que debéis ir hacia el norte y que comáis poco durante un tiempo, durante el tiempo que tarden en pasar los dholes. No habrá de produciros carne esta cacería.

—iOigan al Solitario! —dijo Mowgli dando una risotada—. ¡Pueblo Libre! ¡Hemos de huir hacia el norte y dedicarnos a coger lagartos y ratas por miedo de tropezar con los dholes! Hay que dejar que maten todo lo que quieran en nuestros cazaderos, en tanto que nosotros nos escondemos en el norte, hasta que ellos quieran devolvernos lo que es nuestro. No son más que unos perros (mejor dicho, cachorros de perros), rojos, de vientre amarillo y sin cubiles, y con pelos entre los dedos de las patas. Sus camadas constan de seis u ocho pequeñuelos, como las de Chikai, el diminuto ratoncillo saltador.

¡Sin duda hemos de huir, Pueblo Libre, y pedir como un favor a los del norte que nos dejen comer alguna res muerta. Ya conocéis el dicho: "En el norte, miseria; en el sur, piojos; en cuanto a nosotros, somos la selva." Escoged, escoged. ¡Será una buena cacería! ¡Por la manada, por toda la manada; por los cubiles y las camadas; por lo que se mata fuera y dentro de aquéllos; por la compañera que persigue al gamo; por los cachorrillos que están en las cavernas... ¡juremos la lucha... juremos.. juremos...!

Respondió la manada con un profundo aullido que resonó en la noche como el estruendo de un enorme árbol que cae..

—¡Lo juramos! —gritaron.

—Permanezcan con ellos —ordenó Mowgli a los cuatro—. Todo colmillo hará falta. Que Fao y Akela preparen todo para la batalla. Yo iré a contar los perros.

—¡Eso significa la muerte! —exclamó Won—tolla levantándose a medias—. ¿Qué puede hacer ése, que ni pelo tiene, contra los rojizos perros? Acuérdense de que hasta el Rayado...

—En verdad que eres un solitario —interrumpió Mowgli—. Pero hablaremos de esto cuando hayan muerto los dholes. ¡Buena suerte para todos!

Echó a correr, hundiéndose entre las sombras, y era presa de tal agitación que apenas miraba dónde pisaba; consecuencia de ello fue caerse cuan largo era entre los grandes anillos de Kaa, la serpiente pitón, donde ésta estaba al acecho, cerca del río, frente a un sendero frecuentado por los ciervos.

—iKscha! —silbó Kaa malhumorada—. ¿Es esto actuar según el estilo de la selva, venir haciendo tal ruido con los pies, caminando tan torpemente para estropearle a uno el trabajo de toda una noche.., y precisamente cuando se presentaba tan bien la caza?

—iEs mi culpa! —dijo Mowgli levantándose—. En realidad, a ti te buscaba, Cabeza Chata; pero cada vez que nos encontramos, estás más gruesa y más grande; lo menos has crecido un trozo como este brazo. No hay nadie como tú en la selva, discreta, vieja, fuerte, y hermosísima, Kaa.

—¿A dónde vas a parar por ese camino? dijo Kaa con voz más suavizada—. No cambió aun la luna desde que un hombrecito armado de un cuchillo me tiraba piedras a la cabeza y me llenaba de insultos porque dormía al raso.

—¡Ya lo creo! Y a todos los ciervos que perseguía Mowgli, los espantabas, y esa Cabeza Chata era tan sorda, que no percibía mis silbidos para que dejara libre el camino de los ciervos —respondió Mowgli con mucha calma, sentándose entre los pintados anillos de la serpiente.

—Pero ahora, ese mismo hombrecito trae en los labios palabras suaves y halagadoras, y le dice a aquella misma Cabeza Chata que es discreta, fuerte, hermosa, y ella se deja persuadir y le hace sitio... asi... al que le tiraba piedras, y... ¿Estás cómodo ahora?

¿Podría Bagheera ofrecerte tan cómodo lugar de descanso?

Como de costumbre, Kaa había convertido su cuerpo en una suerte de blanda hamaca, bajo el peso del cuerpo de Mowgli. Se tendió el muchacho en medio de la oscuridad, y se enroscó en aquel cuello flexible que parecía un cable, hasta que la cabeza de Kaa descansó sobre su hombro, y luego le refirió cuanto había ocurrido en la selva aquella noche.

—Puedo ser lista dijo Kaa cuando él terminó—, pero sorda ciertamente lo soy. De otra manera, hubiera oído el feeal. Ya no me extraña que los que comen hierba estén tan inquietos. ¿Cuántos serán los dholes?

—Aún no los he visto. Vine corriendo a verte. Tú eres más vieja que Hathi. Pero, Kaa... —y al decir esto temblaba de gusto—: ¡Qué magnífica cacería será! Pocos de nosotros viviremos cuando cambie la luna.

—¿También tú tomarás parte en esto? Acuérdate de que eres hombre y de cuál fue la manada que te arrojó de ella. Que el lobo salde sus cuentas con el perro. Tú eres un hombre.

—Las nueces de antaño, son hogaño tierra negra —replicó Mowgli—. Es cierto que soy un hombre, pero me parece haber dicho esta noche que soy un lobo. El río y los árboles son mis testigos. Pertenezco al Pueblo Libre, Kaa, hasta que los dholes hayan pasado.

—¡Pueblo Libre! —murmuro Kaa—. ¡Pandilla suelta de ladrones! ¿Y tú te ligaste a ellos en un nudo de muerte, sólo por la memoria de los lobos muertos? Eso no es buena caza.

—Di mi palabra. Lo saben los árboles, y también el río. No quedaré libre de compromiso sino hasta que hayan pasado los dholes.

—¡Ngssh! Así la cosa cambia por completo. Había pensado llevarte conmigo a los pantanos del norte, pero palabra es palabra, aunque ésta sea la de un hombrecito desnudo y sin pelo como tú. Ahora, pues, yo, Kaa, digo que...

—Piénsalo bien. Cabeza Chata; no vayas a ligarte tú también en un nudo de muerte. No necesito que me des tu palabra, pues bien sé que...

—Así sea, pues— dijo Kaa—. No daré palabra alguna. ¿Pero qué piensas hacer cuando vengan los dholes?

—Habrán de pasar a nado el Waingunga. Ahora bien: yo pensaba salirles al encuentro cuando crucen algún sitio poco profundo, con mi cuchillo en la mano, llevando detrás de mí a la manada para que, a cuchilladas y atacados por los míos, retrocedieran algo río abajo o fueran a refrescarse el gaznate.

—No retrocederán los dholes, y su gaznate hierve siempre —respondió Kaa—. Una vez terminada esta cacería, no quedará ni hombrecito ni lobato; únicamente quedarán huesos.

—¡Alala! Si hemos de morir, moriremos. Será una magnífica cacería. Pero soy joven y no he visto muchas lluvias. No sé mucho y no soy fuerte. ¿Tienes un plan mejor, Kaa?

—Yo ya he visto cientos y cientos de lluvias. Antes que Hathi hubiera mudado sus colmillos de leche, era ya enorme el rastro que yo dejaba en el polvo, al pasar. Por el primer huevo que hubo en el mundo, te juro que soy más vieja que muchos árboles, y he sido testigo de todo lo que ha acontecido en la selva.

—Pero esto es un caso nuevo dijo Mowgli—. Nunca antes se habían cruzado los dholes por nuestro camino.

—Lo que es ahora, ha sido también antes. Lo que será, no es más que un año olvidado que hiere al mirar hacia atrás. Manténte quieto mientras cuento los años que tengo.

Durante más de una hora estuvo Mowgli echado sobre los anillos de la serpiente, en tanto que Kaa, con la cabeza inmóvil sobre el suelo, pensaba en todo lo que había visto y conocido desde que salió del huevo. Parecía extinguirse la luz de sus ojos, los que parecían viejos ópalos, mientras que, de cuando en cuando, daba una especie de torpes estocadas con la cabeza a derecha e izquierda, como si estuviera cazando en sueños.

Mowgli dormitaba, porque sabía que nada hay como el sueño antes de la caza, y estaba acostumbrado a hacerlo a cualquiera hora del día o de la noche.

Después Sintió que el cuerpo de Kaa crecía y se ensanchaba debajo del suyo mientras la enorme serpiente pitón soplaba, silbando con el ruido de una espada que se sacara de su vaina de acero.

—He visto todas las estaciones que ya pasaron —dijo al fin Kaa—; los árboles enormes, los viejos elefantes, las rocas desnudas y ásperas cuando todavía no las vestía el musgo.

¿Estás todavía vivo, hombrecito?

—Acaba de desaparecer la luna en el horizonte —respondió Mowgli—. No entiendo...

—¡Hssh! Vuelvo a ser Kaa. Sabía que no hacía de ello sino un momento. Iremos ahora al río para enseñarte cómo deberás proceder contra los dholes.

Volvióse y se dirigió, recta como una flecha, hacia el lugar donde la corriente del Waíngunga es mayor, y se hundió en el agua un poco más arriba de la laguna que oculta la Roca de la Paz, y llevaba a Mowgli a su lado.

—No; no nades. Me deslizaré rápidamente. Te llevo a cuestas, hermanito.

Con su brazo izquierdo Mowgli se asió bien del cuello de Kaa, dejó caer el derecho, pegado al cuerpo y puso los pies en punta. Kaa embistió entonces contra la corriente como sólo ella era capaz de hacerlo; la ondulación del agua formaba como una gorguera en torno del cuello de Mowgli y sus pies se balanceaban en el remolino que se veía a cada lado de la serpiente. Un kilómetro o dos arriba de la Roca de la Paz, se estrecha el Waingunga cuando pasa por una garganta que forman unas rocas de mármol de veinticinco o treinta metros de altura, y entonces la corriente se desliza como por un canal de molino entre toda suerte de pedruscos. Mowgli, empero, no hizo caso del agua; poca habría en el mundo capaz de amedrentarlo ni por un momento. Miraba a uno y otro lado de aquella estrecha garganta y resoplaba como si estuviera incómodo, pues percibíase en el aire un olor agridulce, muy parecido al de un gran hormiguero en un día caluroso, Instintivamente hundióse todo en el agua, levantando sólo de cuando en cuando la cabeza para respirar, hasta que Kaa, al fin, por medio de una doble torsión de su cola, ancló en torno de una roca hundida, manteniendo a Mowgli en el hueco que formaban sus anillos, en tanto que el agua seguía su curso.

—Esta es la Morada de la Muerte dijo el muchacho—. ¿Por qué venimos aquí?

—Duermen —dijo Kaa—. Hathi no desvía su camino ante el Rayado. Pero Hathi y el mismo

Rayado se apartan cuando vienen los dholes, y éstos, según se dice, no cambian su rumbo por nada. Y sin embargo, ¿ante quién retrocede el diminuto pueblo de las Rocas?

Dime, amo de la selva, ¿quién es el verdadero amo de la selva?

—Esas —murmuré Mowgli—. Aquí mora la muerte. Vámonos.

—No. Mira bien, porque ahora están durmiendo. Todo está como cuando yo aún no tenía el largo de tu brazo.

Las rajadas y carcomidas rocas de aquella garganta del Waingunga habían sido usadas desde el principio de la selva por el diminuto pueblo de las Rocas: las laboriosas, feroces, salvajes y negras abejas de la India; como Mowgli lo sabía muy bien, todo rastro de animal torcía hacia un lado u otro, más de ochocientos metros antes de llegar a aquel sitio. Durante siglos había tenido allí sus enjambres el pueblo diminuto y había pululado de grieta en grieta, agrupándose una y otra vez, manchando el blanco mármol con miel seca, y fabricando panales altos y profundos en la oscuridad de las cavernas interiores, en donde ni los animales, ni el fuego ni el agua pudieran llegar nunca. La garganta parecía adornada en toda su longitud con negros cortinajes de terciopelo que brillaban débilmente; Mowgli sintióse desfallecer al verlo, pues aquella especie de cortinas eran los millones de abejas amontonadas que allí dormían. Notábanse también otras protuberancias, adornos y cosas que parecían carcomidos troncos de árboles prendidos en la superficie de las rocas: restos viejos, abandonados, o acaso nuevas ciudades levantadas al abrigo de aquella garganta que estaba resguardada del viento. Enormes y esponjosos panales, ya podridos, habían rodado desde lo alto, pegándose en los árboles y enredaderas que parecían asirse a la superficie de las rocas. Al escuchar atentamente el muchacho, más de una vez oyó el ruido que al deslizarse producían los panales llenos de miel al caer allá adentro, en las oscuras galerías; después, rumor de alas que batían furiosamente y el pausado gotear de la miel derramada que corría hasta llegar al borde de alguna abertura al aire libre, chorreando desde allí lentamente sobre hojas y ramas. A un lado del río había una especie de playa pequeñísima de menos de metro y medio de ancho, llena de desechos acumulados allí durante innumerables años. Abejas muertas, basura, panales viejos, alas de pequeñas mariposas merodeadoras que se habían perdido en aquel lugar buscando miel; todo estaba amontonado formando un finísimo polvo negro. Sólo el olor penetrante de aquel conjunto bastaba para asustar a cualquier ser viviente que no tuviera alas y supiese lo que era el pueblo Diminuto.

De nuevo se movió Kaa corriente arriba hasta llegar a un banco de arena que se encontraba en el extremo de aquella garganta.

—Aquí está lo que mataron en esta estación —dijo—. ¡Mira!

Sobre el banco yacían los esqueletos de un par de ciervos y el de un búfalo. Mowgli pudo cerciorarse de que ni lobos ni chacales habían tocado los huesos, que estaban en posición natural sobre el suelo.

—Traspasaron el lindero; no conocían la ley —murmuró Mowgli—, y el pueblo Diminuto los mató. Vámonos antes de que despierten.

—No despiertan sino hasta el alba —dijo Kaa—. Te contaré ahora esto: Venía un gamo perseguido desde el sur, hacia este sitio, hace muchas, muchas lluvias; no conocía la selva, y en pos de él iba toda una perrada. Ciego de miedo, saltó desde lo alto; la manada lo seguía guiándose con la vista, pues corría desatinadamente tras él, ciega para todo rastro. Ya el sol estaba alto, y el pueblo Diminuto era numeroso y estaba muy enfurecido. Muchos fueron los perros que saltaron al Waingunga, pero, cuando llegaban al agua, ya estaban muertos. Los que no saltaron, fueron muertos también sobre las rocas. Pero el gamo quedó vivo.

—¿Cómo fue eso?

—Porque llegó él primero, corriendo para salvar la vida, y saltó antes que el pueblo Diminuto estuviera alerta, ya estaba en el río cuando se juntaron para matarlo. Pero la manada que venía detrás se perdió por completo bajo el peso de aquéllas.

—¿Y vivió el gamo? —repitió pausadamente Mowgli.

—Por lo menos no murió entonces, aunque no contara con nadie que, al caer, lo esperara para recibirlo sobre un cuerpo fuerte que lo protegiera del agua, como cierta gruesa, sorda y amarilla Cabeza Chata esperará a un hombrecito... sí; aunque detrás de él fueran todos los dholes del Dekkan siguiéndole el rastro. ¿Qué opinas de eso?

La cabeza de Kaa estaba cerca del oído de Mowgli; pasó un poco de tiempo antes de que el muchacho contestara.

—Es jugar con la muerte, pero... Kaa, a la verdad tú eres quien sabe más en toda la selva.

—Muchos han dicho eso. Ahora, presta atención: si los dholes te siguen...

—Como me seguirán con toda seguridad. ¡Ah! ¡Ah! Mi lengua les lanzará agudísimas espinas que les escocerán la piel.

—Si te siguen furiosos y ciegos, sin mirar a ningún lado y mirándote sólo a ti, los que no mueran arriba caerán al agua aquí o más abajo, porque el pueblo Diminuto levantará el vuelo y los cubrirá a todos. Ahora bien, las aguas del Waingunga siempre tienen hambre, y ellos no contarán con ninguna Kaa que los sostenga cuando caigan; por eso, los que vivan, serán arrastrados por la corriente hasta los bajíos, allá por los cubiles de Seeonee, y allí podrá tu manada salirles al encuentro y arrojarse sobre sus gargantas.

—¡Ahai! ¡Eowawa! Mejor que esto, no lo es ni la lluvia que cae a tiempo en la estación seca. Sólo queda ahora la pequeña cuestión de la carrera y del salto. Haré que me conozcan los dholes, para que me persigan muy de cerca.

—¿Has visto la roca que se yergue sobre ti? ¿La has Visto desde la tierra?

—No, ciertamente. No se me había ocurrido eso.

—Ve a verla. La tierra está podrida, llena de grietas y agujeros. Si pones en falso uno de tus torpes pies, la cacería habrá terminado. Mira, te dejaré aquí, y por el cariño que te tengo haré una cosa: iré a referirle a la manada lo que hemos platicado para que sepan dónde podrán encontrar a los dholes. En cuanto a mí, yo nada tengo que ver con ningún lobo.

Cuando a Kaa no le gustaba una amistad, lo demostraba con más rudeza que cualquier otro habitante de la selva, excepto quizás Bagheera.

Nadó río abajo y al llegar a la Peña topóse con Fao y con Akela que escuchaban los ruidos nocturnos.

—iHssh! ¡Perros! —dijo alegremente—. Los dholes bajarán por el río. Si no tenéis miedo, podréis matarlos en los bajíos.

—¿Cuándo llegarán? dijo Fao.

—¿Y dónde está mi hombre—cachorro? —preguntó Akela.

—Vendrán cuando hayan de venir —respondió Kaa—. Espéralos y verás. En cuanto a tu hombre—cachorro, al cual le hiciste empeñar su palabra y que has conducido así a la muerte, tu hombre—cachorro, digo, está conmigo, y si no está ya muerto ahora mismo no tienes tú la culpa, ¡perro blanqueado! Espera aquí a los dholes, y alégrate de que el hombrecachorro y yo peleemos a tu lado.

Tornó Kaa a remontar con rapidez la corriente y dio fondo en mitad de la estrecha garganta, mirando hacia arriba, hacia el borde de los cantiles. Vio de pronto la cabeza de Mowgli que se proyectaba contra las estrellas, luego oyóse un rumor, como un silbido en el aire y el agudo schloop de un cuerpo que caía de pie, y al minuto siguiente ya encontrábase el muchacho descansando de nuevo sobre los anillos de Kaa.

—Este salto, de noche, no es nada dijo Mowgli suavemente—. He saltado de doble altura sólo por divertirme; pero allá arriba sí que es mal sitio: puros arbustos bajos y zanjas profundas, todos llenos del pueblo Diminuto. Coloqué grandes piedras superpuestas en el borde de las tres zanjas. Al correr, les daré con el píe y las lanzaré abajo, y así todo el pueblo Diminuto se levantará detrás de mí, furioso.

—Eso es habladurías y astucias de hombre —dijo Kaa—. Eres listo, pero ese pueblo está enfurecido siempre.

—No; al anochecer todas las alas descansan un rato, las que están cerca y las que están lejos. Me entretendré con los dholes a esa hora, porque ellos cazan mejor de día. Ahora siguen el rastro de sangre que dejó Won—tolla.

—Ni Chil abandona nunca un buey muerto, ni los dholes un rastro de sangre —sentencié Kaa.

—Entonces les daré un rastro nuevo, hecho con su propia sangre, si puedo, y les haré morder el polvo. ¿Te quedarás aquí, Kaa, hasta que regrese con mis dholes?

—Sí. Pero, ¿qué sucederá si te matan en la selva, o si el pueblo Diminuto te mata antes que puedas saltar al río?

—Cuando llegue mañana, cazaremos lo de mañana —respondió Mowgli citando un dicho de la selva; y prosiguió—: Cuando esté muerto, que me canten la Canción de la Muerte.

¡Buena suerte, Kaa!

Apartó su brazo del cuello de la serpiente y descendió por la garganta como si fuera un madero arrastrado por la avenida, chapoteando en dirección de la lejana orilla donde el agua formaba un remanso, y riéndose a carcajadas de puro gozo. A Mowgli nada le gustaba más que jugar con la muerte y mostrarle a toda la selva que él era allí el amo y su archi—amo. Con frecuencia había robado, ayudado de Baloo, colmenas que las abejas fabricaban en árboles aislados; gracias a ello, sabía que el pueblo Diminuto no puede sufrir el olor del ajo silvestre. Por tanto, recogió un haz de esas plantas, lo ató con una tira de corteza, y luego empezó a seguir el rastro de sangre de Won—tolla, hacia el sur y a partir de los cubiles, por espacio de más de una legua, mirando los árboles con la cabeza inclinada a un lado, y riendo como loco al mirar.

—He sido Mowgli, la Rana —se decía a sí mismo—; y he dicho que soy Mowgli, el Lobo.

Ahora me toca ser Mowgli, el Mono, antes de ser Mowgli, el Gamo. Al fin acabaré por ser Mowgli, el Hombre. ¡Oh!

Y al decir esto pasó el pulgar por la hoja de su cuchillo, de dieciocho pulgadas de largo.

El rastro de Won—tolla, todo él formado de oscuras manchas de sangre, se deslizaba bajo un bosque de copudos árboles muy agrupados que se extendía hacia el noroeste, y que clareaba gradualmente desde la distancia de media legua antes de llegar a las Rocas de las Abejas. Desde el último árbol, hasta llegar a la broza baja de esas rocas, era ya campo abierto en donde apenas habría encontrado refugio un lobo. Corrió Mowgli por debajo de los árboles, calculando las distancias entre rama y rama, encaramándose de cuando en cuando en un tronco, y saltando por vía de ensayo de un árbol a otro, hasta que llegó al campo abierto, al que estudió cuidadosamente durante una hora. Regresó entonces y tomó de nuevo el rastro de Won—tolla donde lo había dejado, se acomodó en un árbol que mostraba una rama saliente a unos dos metros y medio del suelo, y allí permaneció sentado tranquilamente, afilando su cuchillo en la planta del pie y cantando.

Poco antes del mediodía, cuando el calor era extremoso, escuchó ruido de pasos y percibió el abominable olor de la manada de dholes que seguían, con aire feroz, el rastro de Won—tolla. Vistos desde arriba los rojizos dholes no parecían tener ni la mitad del tamaño de un lobo; pero Mowgli sabía cuán fuertes eran sus pies y sus quijadas.

Observó la cabeza puntiaguda y de color bayo del que los dirigía, el cual olfateaba la pista, y le gritó:

—iBuena caza!

La fiera miró hacia arriba y sus compañeros se pararon detrás de él, docenas y docenas de rojizos perros, de largas y colgantes colas, sólidas espaldas, débiles patas traseras y ensangrentadas bocas. Por lo general, los dholes son muy silenciosos y no guardan buenas formas incluso con los de su manada. Eran unos doscientos los que se hallaban reunidos debajo de Mowgli, pero éste vio que los delanteros olfateaban con aire de hambrientos el rastro de Won—tolla, e intentaban que toda la manada siguiera adelante.

Pero esto no le convenía, porque entonces llegarían a los cubiles en pleno día; la intención de Mowgli era entretenerlos allí, bajo el árbol, hasta el anochecer.

—¿Con qué permiso venís aquí? —les dijo.

—Todas las selvas son nuestras —fue la respuesta, y el dhole que se la dio le mostró los blancos dientes.

Mowgli miró hacia abajo sonriendo, e imitó perfectamente el agudo chillido y la especie de charla de Chikai, el ratón saltador del Dekkan, dando a entender con esto que tenía en tan poco a los dho!es como al mismo Chikai. Se agrupó entonces la perrada alrededor del tronco, y el que la dirigía ladró furiosamente llamándole a Mowgli mono.

Por toda respuesta, alargó el muchacho una de sus desnudas piernas y movió los dedos del pie, precisamente sobre la cabeza del perro. Esto fue suficiente, demasiado suficiente para poner fuera de sí a toda la manada. Los que tienen pelo entre los dedos, no gustan de que nadie se lo recuerde. Apartó Mowgli su pie cuando el jefe saltó para mordérselo, y le dijo suavemente:

—¡Perro, perro rojizo! ¡Vuélvete al Dekkan a comer lagartos! ¡Vete con Chikai, tu hermano... perro... perro rojizo, rojizo! ¡Tienes pelo entre los dedos! —y movió sus propios dedos por segunda vez.

—iBaja de allí antes que te sitiemos por hambre, mono pelón! —aulló la manada, y eso era precisamente lo que Mowgli quería.

Acostóse a lo largo de la rama, apoyada una mejilla contra la corteza, libre su brazo derecho, y en esta posición le dijo a la manada lo que pensaba y sabía de ella, sus maneras, sus costumbres, compañeros y pequeñuelos. No hay en el mundo lenguaje tan rencoroso y ofensivo como el que usa el pueblo de la selva para mostrar su superioridad y su desprecio. Si piensan ustedes durante un momento, verán cómo esto tiene que ser así. Como le había dicho Mowgli a Kaa, tenía en la lengua espinas muy punzantes, y poco a poco, y asimismo deliberadamente, llevó a los dholes desde el silencio a los gruñidos, de éstos a los aullidos, y de los aullidos a la más sorda e imponente rabia.

Intentaron contestar sus improperios, pero lo mismo hubiera intentado hacerlo un cachorro al que hubiese enfurecido con su lenguaje Kaa; durante todo este tiempo, la mano derecha (le Mowgli estuvo siempre junto al costado, encogida y pronta para la acción, mientras sus pies se cruzaban en torno de la rama. El enorme jefe bayo había saltado muchas veces en el aire, pero Mowgli no quiso arriesgarse a dar un golpe en falso. Por último, enfurecido hasta lo indecible, saltó el animal a más de dos metros desde el nivel del suelo. Entonces la mano del muchacho lanzóse hacia aquél como si fuera la cabeza de una de las serpientes que viven en los árboles y lo aferró por la piel del pescuezo; la rama se sacudió de tal modo cuando echó hacia atrás todo el peso de su cuerpo, que casi arrojó a Mowgli al suelo. Pero no soltó a su presa, y, pulgada a pulgada, levantó a la bestia que colgaba de su mano como un chacal ahogado. Con la mano izquierda asió su cuchillo y cortó la roja y peluda cola y arrojó después al suelo al dhole. No necesitaba hacer más. La manada ya no seguiría el rastro de Won—tolla, hasta que mataran a Mowgli o Mowgli los matara a ellos. Vio que se sentaban formando círculos y con un temblorcillo en las ancas, lo que significaba que allí permanecerían; por tanto, encaramóse a un sitio más alto donde se cruzaban dos ramas, apoyó allí la espalda con toda comodidad y se quedó dormido.

Despertó al cabo de tres o cuatro horas y contó los perros de la manada. Todos estaban allí, silenciosos, hoscos, secas las fauces y los ojos fríos como el acero. El sol empezaba a ponerse. Dentro de media hora, el pueblo Diminuto de las rocas terminaría su labor, y, como ya se dijo, los dholes no pelean tan bien a la hora del oscurecer.

—No necesitaba tan buenos vigilantes —dijo cortésmente, poniéndose en pie en la rama—; pero ya me acordaré de esto. Son ustedes verdaderos dholes, pero, en mi opinión, demuestran demasiado celo. Por eso no le entregaré su cola al comedor de lagartos. ¿No estás contento, perro rojizo?

—Yo mismo te sacaré las tripas —aulló el jefe de la manada, arañando el pie del árbol.

—No harás tal. En vez de eso, piensa un poco, sabia rata del Dekkan. Verás cuántas camadas nacerán de perrillos rojos sin cola; eso es, con muñoncitos rojos en carne viva que les escocerán cuando la arena arda, calentada por el sol. Vuélvete a tu casa, perro rojizo. y publica que un mono te ha hecho eso. ¿No te irás?

Entonces, ven conmigo y yo te enseñaré a ser discreto.

Saltó entonces Mowgli, al estilo de los Bandar—log, al árbol más próximo; de éste, al siguiente, y luego al otro y al de más allá, y le seguían siempre los perros, levantada la cabeza, hambrientos. De cuando en cuando fingía caerse, y los de la manada se atropellaban los unos a los otros en su prisa por ser los primeros en matarlo. Era un espectáculo curioso: el muchacho saltando por las ramas más altas de los árboles, brillando su cuchillo a la luz del sol que ya estaba bajo, y la silenciosa manada rojiza que parecía de fuego apiñándose y siguiéndolo desde abajo. Cuando llegó al último árbol, cogió los ajos que llevaba y se frotó con ellos el cuerpo todo cuidadosamente, y los dholes aullaron despectivamente.

—Mono con lengua de lobo, ¿crees que así nos harás perder tu rastro? —dijeron—. Te seguiremos hasta matarte.

—Toma tu cola —respondió Mowgli, arrojando hacia atrás la que había cortado, y la manada, instintivamente, se precipitó sobre ella—. Y ahora, síganme, hasta la muerte.

Se había deslizado por el tronco de un árbol, y corría, desnudos los pies y ligero como el viento hacia las Rocas de las Abejas, antes de que los dholes comprendieran lo que iba a hacer.

Lanzaron éstos un profundo aullido, y empezaron a correr con aquel largo y pesado galope que acaba por rendir al fin a cuanto sea capaz de correr. Sabía Mowgli que, juntos en manada, su velocidad era muy inferior a la de los lobos; de lo contrario, nunca se hubiera arriesgado a aquella carrera de media legua en campo abierto. Ellos estaban seguros de que por último se apoderarían del muchacho, y él lo estaba también de que podía jugar con ellos como quisiera. Toda su labor consistía en mantenerlos suficientemente excitados tras él para evitar que se volvieran antes de tiempo. Corría metódicamente, con paso igual y gran elasticidad, y el jefe sin cola iba a cinco metros detrás de él y lo seguían los demás en un espacio de terreno que podría medir unos cuatrocientos metros, locos, ciegos de coraje todos los dholes, y ansiosos de matar. Así mantuvo el muchacho su distancia, sirviéndose del oído para calcularla, reservando su último esfuerzo para cuando se lanzara entre las Rocas de las Abejas.

El pueblo Diminuto se había entregado al sueño al empezar el ocaso, porque no era aquella la estación en que se abren tarde las flores. Pero cuando sonaron los primeros pasos de Mowgli en el suelo hueco, oyó tal ruido que no parecía otra cosa sino que la tierra entera rezumbara. Entonces corrió como nunca antes había corrido en su vida, y dio un puntapié a uno, a dos, a tres de los montones de piedras, arrojándolas en las oscuras grietas que exhalaban un olor dulzón. Oyó una especie de bramido, parecido al del mar cuando invade una caverna; miró con el rabillo del ojo y vio que el aire se oscurecía a su espalda. Vio también la corriente del Waingunga allá abajo, y sobre el agua una cabeza chata de forma parecida a un diamante. Saltó al vacío con toda su fuerza, oyendo cómo se cerraban las quijadas del dhole sin cola, cuando iba por el aire, y cayó en el río, de pie, salvo ya, sin aliento y triunfante. Ni una picadura tenía en el cuerpo porque el olor del ajo había mantenido a distancia al pueblo Diminuto durante los breves segundos que estuvo entre las abejas.

Cuando surgió a la superficie del agua, lo sostenían los anillos de Kaa, y multitud de cosas saltaban desde el borde del acantilado; grandes montones, según parecía, de abejas apiñadas que descendían como plomos de sondas; pero antes de que cualquiera de ellos tocara el agua, volaban las abejas hacia arriba y el cuerpo de un dhole daba volteretas en la corriente, que lo arrastraba.

Mowgli y su compañera oían allá, sobre su cabeza, furiosos y breves aullidos, pronto ahogados por una especie de bramido como cuando rompe el mar contra los escollos: el enorme rumor de las alas del pueblo Diminuto de las Rocas.

Asimismo algunos de los dholes habían caído en las grietas que comunicaban con las cavernas subterráneas, en donde, ahogándose, peleaban y mordían entre los panales desprendidos, y al cabo eran levantados, aun cuando ya estuvieran muertos, por las ascendentes oleadas de abejas que había debajo de ellos, y arrojados a algún agujero frente al río y de allí lanzados a los negros montones de basura. Otros dholes saltaron sobre los árboles de los acantilados, y las abejas cubrían sus cuerpos hasta borrar sus contornos; pero la inmensa mayoría de ellos, locos por las picaduras, se habían arrojado al río, y, como Kaa lo había dicho, el Waingunga está siempre hambriento.

Kaa sostuvo a Mowgli fuertemente hasta que recuperó el aliento el muchacho.

—Es preferible no permanecer aquí —dijo—. El pueblo Diminuto está alborotado en verdad.

¡Ven!

Nadando tan aplastado contra el agua cuanto le era posible y zambulléndose con frecuencia, Mowgli descendió por el río, cuchillo, en mano.

—iDespacio! ¡Despacio! —decía Kaa—. Un solo diente no matará a centenares, a menos que sea un diente de cobra, y muchos dholes se arrojaron de inmediato al agua cuando vieron al pueblo Diminuto.

—Así tendrá más trabajo mi cuchillo, entonces. ¡Fai! ¡Cómo nos siguen las abejas!

Mowglí se zambulló de nuevo. La superficie del agua estaba cubierta de abejas que zumbaban irritadas y picaban cuanto hallaban a su paso.

—Nada se ha perdido nunca con guardar silencio —dijo Kaa; ningún aguijón podía

atravesar sus escamas—, y tienes toda la noche para tu cacería. ¿Oyes cómo aúllan?

Casi la mitad de la manada había visto la trampa en que habían caído sus compañeros, y volviéndose rápidamente a un lado se habían arrojado al agua donde la garganta

formaba ribazos. Sus gritos de rabia y sus amenazas contra el "mono de los bosques" que los había engañado tan vergonzosamente, se confundían con los aullidos y el gruñir de los que habían sido atormentados por las picaduras del pueblo Diminuto. Quedarse en la ribera, era la muerte segura, y bien lo sabía cada uno de los dholes. Su manada iba río abajo dirigiéndose a los profundos remansos de la Laguna de la Paz, pero incluso hasta allí los seguía el pueblo Diminuto y los obligaba a volver al centro de la corriente.

Podía escuchar Mowgli la voz del jefe sin cola animando a los suyos y diciéndoles que mataran a todos los lobos de Seeonee; pero no perdió su tiempo escuchándola.

—iAlguien mata en la oscuridad, detrás de nosotros! —ladró uno de los dholes—. El agua está teñida de sangre.

Mowgli se había zambullido y nadaba como si fuera una nutria, arrojó a uno de los dholes bajo el agua antes que tuviera tiempo de abrir el hocico, y surgieron a la superficie unos círculos oscuros al aparecer el cuerpo que se volvía de lado. Los dholes intentaron retroceder pero la corriente se lo impidió, y el pueblo Diminuto continuaba picándolos en la cabeza y en las orejas; podían oír, además, el reto de la manada de Seeonee que se escuchaba cada vez más fuerte y profundo en la oscuridad creciente.

Nuevamente se zambulló Mowgli, y otro dhole fue a parar bajo el agua, y luego surgió, muerto, y estalló de nuevo el clamor entre los rezagados de la manada, aullando algunos que debían ganar la orilla, en tanto que otros llamaban a su jefe y le pedían que los volviera al Dekkan, y otros, por último, desafiaban a Mowgli a que se presentara para matarlo.

—Ésos vienen a la pelea con pensamientos diferentes y muchas voces —dijo Kaa—. Lo que falta hacer corresponde a los tuyos allá abajo. El pueblo Diminuto regresa a dormir; ya se alejaron mucho persiguiéndonos. Ahora yo también me regreso porque no soy de la misma clase que los lobos. ¡Buena caza, hermanito, y recuerda que los dholes dirigen abajo sus mordiscos!

Llegó un lobo corriendo en tres patas por la ribera del río, ora saltando, ora ladeando y aplastando la cabeza contra el suelo, ya encorvando la espalda, ya saltando a tanta altura como le era posible, como si estuviese jugando con sus cachorros. Era Won—tolla, el Solitario; no decía palabra, sino que continuaba su horrible juego persiguiendo a los dholes. Éstos hacía ya rato que estaban en el agua y les pesaba el mojado pelo y las gruesas colas que les colgaban como esponjas, tan rendidos que también ellos callaban, mirando aquel par de ojos llameantes que se movían frente a ellos.

—¡Esto no es cazar según las reglas! —dijo uno, jadeando.

—¡Buena suerte! —dijo Mowgli surgiendo completamente del agua al lado de la fiera, clavándole su largo cuchillo junto a la espaldilla y apretando todo lo que pudo para evitar la dentellada del agonizante.

—¿Estás allí, hombre—cachorro? —gritó Won—tolla desde la orilla.

—Pregúntaselo a los muertos, Solitario —respondió Mowgli—. ¿No has visto bajar a ninguno por el río? ¡Les hice morder el polvo a esos perros! Les jugué una mala pasada a plena luz del día y a su jefe le corté la cola; pero todavía quedan allí algunos para ti.

¿Hacia dónde quieres que los obligue a ir?

—Esperaré —dijo Won—tolla—. Me queda aún toda la noche.

Cada vez se oían más cerca los aullidos de los lobos de Seeonee.

—iPor la manada! ¡Por la manada en pleno, lo que hemos jurado!

Y un recodo del río arrojó a los dholes entre la arena y los bajíos que había frente a los cubiles.

Y entonces se dieron cuenta de su error. Debieron haber saltado a tierra unos ochocientos metros más arriba y atacar a los lobos en terreno seco. Pero ahora ya era demasiado tarde. En la orilla se veía una línea de ojos que parecían de fuego, y excepto el horrible feeal no interrumpido desde la puesta del sol, no se percibía ningún ruido en la selva. Parecía como si Won—tolla los hubiera atraído para que tomaran tierra allí.

—¡Den la vuelta y ataquen! —dijo el jefe de los dholes.

La manada entera se lanzó a la playa, chapoteando en los bajíos, hasta que toda la superficie del río se agitó y cubrió de blanca espuma, formando círculos que iban de un lado a otro del río como los de un barco. Mowgli siguió la embestida, acuchillando y rebanando mientras los dholes corrían apiñados por la orilla como una ola.

Entonces empezó la gran lucha, levantándose, agarrándose, aplanándose, haciéndose pedazos los unos a los otros, agrupados o diseminados, a lo largo de la roja, húmeda arena, por encima o entre las enredadas raíces de los árboles, al través o en medio de los matorrales, entrando y saliendo por lugares cubiertos de yerba, pues aun entonces la proporción entre dholes y lobos era de dos a uno. Pero los lobos luchaban por cuanto constituía la razón de ser de su manada, y no eran ya sólo los flacos y altos cazadores de otras veces, de pechos hundidos y blancos colmillos, sino que a ellos se juntaban las lahinis de mirada ansiosa (las lobas de cubil, como se las llama), que luchaban por sus camadas y que intercalaban entre ellas de cuando en cuando a algún lobo de un año, de piel lanosa aun, que iba a su lado tirando y agarrándose a su madre. Un lobo, como sabéis, ataca arrojándose a la garganta o mordiendo en los costados, en tanto que un dhole generalmente procura morder en el vientre; así, cuando peleaban fuera del agua y tenían que levantar la cabeza, los lobos llevaban ventaja. En la tierra, en cambio, se hallaban en condiciones de inferioridad. Pero, ya en el agua, ya en tierra, el cuchillo de Mowgli no descansaba ni un segundo. Los cuatro, finalmente, se habían abierto paso hasta llegar a su lado. El Hermano Gris, agachado entre las rodillas del muchacho, le protegía el vientre, en tanto que los demás le cuidaban la espalda y los costados, o lo cubrían con su cuerpo cuando la sacudida y el aullido de un salto de uno de los dholes, contra la resistente hoja del cuchillo, lo hacía caer de espaldas. Los demás que combatían, formaban una masa desordenada y confusa, una apretada y ondulante multitud, que se movía de derecha a izquierda y de izquierda a derecha a lo largo de la ribera; o que giraba pausadamente una y otra vez en derredor de su propio centro. Y aquí se elevaba como una trinchera, se hinchaba como burbuja de agua en un torbellino; la burbuja se rompía y lanzaba a cuatro o cinco perros heridos, cada uno de los cuales luchaba por volver al centro. Allá podía verse a un lobo solo, derribado por dos o tres dholes a los que arrastraba penosamente, desfalleciendo con el esfuerzo. Más allá, un cachorro de un año era elevado en el aire por la presión de los que lo rodeaban, aunque ya hacía rato que estaba muerto, en tanto que su madre, enloquecida de rabia, pasaba y volvía a pasar, mordiendo siempre; y en medio de la pelea, sucedía acaso que un lobo y un dhole, olvidados de todos los demás, se preparaban para un combate singular queriendo cada uno ser el primero en morder, hasta que repentinamente, un torbellino de furiosos combatientes los arrastraba a entrambos. En una ocasión Mowgli pasó junto a Akela que llevaba a un dhole en cada flanco y apretaba sus quijadas, casi ya sin dientes, sobre los ijares de un tercero. Otra vez vio a Fao con los dientes clavados en la garganta de un dhole, arrastrándolo hacia adelante para que los lobos de un año acabaran con él. Pero lo principal de la lucha no era sino ciega confusión y un ahogarse en la oscuridad; dar golpes, pernear, caerse, ladrar, gruñir, mucho morder y desgarrar en torno suyo, debajo de él y por encima de él. Conforme avanzaba la noche, el rápido e insoportable movimiento giratorio aumentó. Los dholes se sentían acobardados y temerosos para atacar a los lobos más fuertes, pero aún no se atrevían a huir. Mowgli adivinó que la pelea tocaba a su fin, y contentóse ya nada más con herir y dejar inutilizadas a sus víctimas. Los lobos de un año tornábanse más atrevidos; ya era posible de cuando en cuando tomar un respiro, hablar con el compañero que estaba al lado, y el brillo del cuchillo hacía que retrocediera alguno de los perros.

—Ya casi no queda sino el hueso por roer —gritó el Hermano Gris que manaba sangre por veinte heridas.

—Pero hay que roerlo —respondió Mowgli—. ¡Eowawa! ¡Así se hacen las cosas en la selva!

La roja hoja del cuchillo, corriendo como llamarada, se hundió en los ijares de un dhole cuyos cuartos traseros quedaban ocultos por un lobo que lo tenía agarrado.

—iEs mi presa! —gruñó el lobo arrugando la nariz—. ¡Déjamelo!

—¿Tienes aun vacío el vientre, Solitario? —dijo Mowgli.

Won—tolla había sido terriblemente herido; pero mantenía paralizado al dhole que no podía volverse para morderlo.

—¡Por el toro que me rescató! —exclamó Mowgli con amarga sonrisa—. ¡Si es el rabón!

En efecto, era el perro de color bayo que dirigía la manada.

—No es discreto matar cachorros y lahinis —prosiguió Mowgli filosóficamente,

limpiándose la sangre que le cubría los ojos—; a no ser que haya matado también al Solitario, y me parece que ahora Won—tolla te matará a ti.

Acudió un dhole en ayuda de su jefe; pero antes de que clavara sus dientes en el costado de Won—tolla, el cuchillo de Mowgli se clavó en la garganta del perro y el Hermano Gris se encargó de rematarlo.

—¡Así se hacen las cosas en la selva! —dijo de nuevo Mowgli.

Won—tolla nada dijo; tan sólo sus quijadas fueron cerrándose cada vez más sobre el espinazo del dhole al paso que su propia vida se extinguía. Se estremeció el dhole, cayó su cabeza y quedó inmóvil, mientras que el mismo Won—tolla caía también sobre su cuerpo.

—iHuh! La deuda de sangre está pagada dijo Mowgli—. Canta la canción, Won—tolla.

—No cazará ya más dijo el Hermano Gris—. Y Akela también guarda sllencio desde hace mucho rato.

—iRoímos ya el hueso! —tronó Fao, el hijo de Faona—. ¡Huyen! ¡Mátenlos! ¡

Extermínenlos, cazadores del Pueblo Libre!

Uno tras otro se rétiraban los dholes de aquella oscura y ensangrentada arena hacia el río, hacia la espesa selva, río arriba o río abajo, según donde veían despejado el camino.

—iLa deuda! ¡La deuda! —gritó Mowgli—. ¡Que paguen la deuda! ¡Asesinaron al Lobo Solitario! ¡Que no escape con vida ni uno solo!

Volaba hacia el río, con el cuchillo en la mano, para detener a cualquier perro que intentara arrojarse al agua, cuando, bajo un montón de nueve cadáveres, vio surgir la cabeza y los cuartos anteriores de Akela. Mowgli cayó de rodillas al lado del Lobo Solitario.

—¿No te dije que ésta sería mi última pelea? —dijo Akela, jadeando—. Ha sido una buena caza... ¿Y tú, hermanito?

—Estoy vivo, y he matado a muchos.

—¡Muy bien! Yo me muero, y quisiera... quisiera morir a tu lado, hermanito.

Mowgli apoyó en sus rodillas la cabeza llena de horrorosas heridas y puso sus brazos en torno del cuello, desgarrado también.

—Ha pasado ya mucho tiempo desde aquellos días en que vivía Shere Khan y en que un hombre—cachorro se revolcaba desnudo en el polvo.

—¡No! ¡No! ¡Yo soy un lobo! ¡Yo soy de la misma raza que el Pueblo Libre! —dijo

Mowgli llorando. ¡Yo no tengo la culpa de ser un hombre!

—Eres un hombre, hermanito, lobato a quien he vigilado. Eres un hombre; de la contrario, la manada hubiera huido frente a los dholes. Yo te debo la vida, y hoy le salvaste la vida a la manada, como yo te salvé a ti. ¿Lo olvidaste? Todas las deudas stán ya pagadas. Vete con tu propia gente. Te lo repito, luz de mis pupilas: la cacería ha terminado. Vete con tu propia gente.

—No iré nunca. Cazaré solo en la selva. Ya lo he dicho.

—Tras el verano vienen las lluvias, y después de las lluvias, la primavera. Vete, antes de que te veas obligado a hacerlo.

—¿Quién me obligará?

—Mowgli mismo obligará a Mowgli. Vuelve con tu gente. Vuelve con los hombres.

—Pues me iré cuando Mowgli sea quien obligue a Mowgli a marcharse —respondió el muchacho.

—Nada más tengo que decirte, dijo Akela. Hermanito, ¿podrías levantarme y ponerme en pie? También yo fui jefe del Pueblo Libre.

Muy cuidadosa y suavemente, Mowgli apartó los cuerpos amontonados y puso en pie a Akela, abrazándolo, y el Lobo Solitario resolló con fuerza y empezó a cantar la Canción de la Muerte que todo jefe de manada debe cantar al morir. Adquiría mayor fuerza por momentos, elevándose, resonando al través del río, hasta llegar al grito final de:

"¡Buena caza!" Entonces se arrancó Akela de los brazos de Mowgli por un instante, y, saltando en el aire, cayó de espaldas, muerto, sobre la última y terrible matanza.

Se sentó Mowgli con la cabeza entre las rodillas, sin atender a cosa alguna, en tanto que los rezagados dholes que huían eran perseguidos y destrozados por las implacables lahinis. Poco a poco cesaron los gritos, y los lobos regresaron renqueando, porque sus heridas los molestaban más y más, para recontar las pérdidas que habían sufrido. Quince de los de la manada y media docena de lahinis quedaron muertos junto al río, y ninguno de los otros había salido indemne. Y Mowgli permaneció allí sentado hasta el alba, cuando sintió en su mano el hocico enrojecido y húmedo de Fao, y entonces Mowgli se apartó y le mostró el demacrado cuerpo de Akela.

—¡Buena suerte! —dijo Fao, como si Akela estuviese todavía vivo, y luego, hablando a los otros por encima de su ensangrentada espaldilla, gritó.—: ¡Aullad, perros! ¡Esta noche ha muerto un lobo!

Pero de toda la manada de doscientos luchadores dholes, que pregonaban ser amos de todas las selvas, y que no había ser viviente que pudiera batirse con ellos, ni uno solo volvió al Dekkan para repetir las palabras de Fao.

La Canción de Chil

(Esta es la canción que entonó Chil cuando los milanos descendieron uno tras otro al cauce del río, una vez terminada la gran batalla. Chil es amigo de todo el mundo, pero es una criatura que tiene corazón de hielo, porque sabe que casi todos en la selva irán a parar a él un día u otro.)

Mis compañeros eran; frente a mí corrían por la noche,
(¡frente a Chil, fijáos, frente a Chil el milano!).
Pero ahora silbo sobre sus cuerpos,
pues todo ha terminado.
(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!).

Palabra me dieron: me avisarían donde botín hubiera;
palabra les di: mostrarles yo también al gamo en la llanura.
Aquí termina toda huella; enmudecieron por siempre.

Los viejos guías de la manada
(¡frente a Chil, fijáos, frente a Chil el milano!)
Los que al sambhur acorralaban o se apoderaban de él cuando pasaba...
(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!).

Aquellos que explorar solían, los que se adelantaban,
los rezagados... No seguirán más pistas,
no cazarán ya juntos.
Eran mis compañeros. ¡Piedad siento por su muerte!
(¡Frente a Chil, fijáos, frente a Chil el milano!)
Ahora mi canción se eleva por ellos, por ellos
a quienes conocí orgullosos.
(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!)

Flancos rotos, ojos hundidos, hocicos abiertos y rojos,
entrelazados, descarnados y solos yacen, muertos sobre muertos.
Todo rastro aquí termina...
¡Los míos quedarán hartos con tanta carne!

El "Ankus" del Rey

Cuatro cosas hay que nunca están contentas,
que siempre son insaciables: la boca de Jacala
el buche del milano; las manos de los monos y
los ojos del hombre.

(Adagio de la selva)

Kaa, la enorme serpiente pitón de la Peña había mudado su piel quizás por ducentésima vez desde su nacimiento, y Mowgli, que nunca olvidó que le debía la vida a Kaa por aquella noche en que ella trabajó tanto en las moradas frías —como acaso recordarán ustedes—, fue a felicitarla. La muda de la piel siempre hace que una serpiente se sienta irritable y deprimida, lo que dura hasta que la piel nueva empieza a mostrarse hermosa y brillante. Ya no volvió Kaa a burlarse de Mowgli, sino que lo aceptó, como lo hacían los demás pueblos de la selva, como amo y señor de ésta, y le traía cuantas noticias podía naturalmente escuchar una serpiente pitón de su tamaño. Lo que Kaa no sabía acerca de la selva media, como la llamaban —la vida que se desliza por encima o por debajo de la tierra entre piedras, madrigueras y troncos de árbol—, podría ser escrito en la más pequeña de sus escamas.

Aquella tarde Mowgli estaba sentado en el círculo que formaban los grandes repliegues del cuerpo de Kaa, manoseando la escamosa y rota piel vieja que estaba entre las rocas formando eses y enroscada, tal como Kaa la había dejado. Kaa, con mucha cortesía, se había hecho un ovillo bajo los anchos y desnudos hombros de Mowgli, de tal manera que el muchacho descansara en un sillón viviente.

—Es perfecta hasta las escamas de los ojos —dijo Mowgli entre dientes, jugando con la piel vieja—. ¡Qué extraño es ver uno mismo, a sus pies, la cubierta de su propia cabeza!

—Sí, pero yo no tengo pies —respondió Kaa—; y como es esta la costumbre de toda mi gente, no lo encuentro extraño. ¿No se te vuelve la piel vieja y áspera?

—Entonces, voy y me lavo, Cabeza Chata; pero es cierto: en los grandes calores he deseado poder mudar la piel sin dolor, y correr luego sin ella.

—Pues yo me lavo y además me quito la piel. ¿Qué te parece mi abrigo nuevo?

Mowgli pasó su mano sobre la labor diagonal de taracea de aquel inmenso dorso.

—La tortuga tiene la espalda más dura, pero es de colores menos alegres —dijo sentenciosamente—; la rana, mi tocaya, los tiene más alegres, pero no es tan dura. Su aspecto es muy hermoso.., como las manchas que hay en el interior de los lirios.

—Necesita agua. Una nueva piel nunca adquiere su verdadero color antes del primer baño. Vamos a bañarnos.

—Yo te llevaré —dijo Mowgli; se agachó, riendo, para levantar por el centro el enorme cuerpo, precisamente por donde era más grueso. Un hombre hubiera podido de igual manera intentar levantar un largo y ancho tubo de los drenajes; Kaa permaneció tendida muy quieta, soplando tranquilamente, muy regocijada. Empezó entonces el acostumbrado juego de todas las tardes (el muchacho con todo su vigor que era mucho, y la serpiente pitón con su magnífica piel nueva, uno frente al otro para luchar).., juego para ejercitar tanto el ojo como las fuerzas. Por supuesto, Kaa hubiera podido pulverizar a una docena de Mowglis si hubiese querido; pero jugaba con mucho cuidado y nunca empleaba ni la décima parte de su fuerza. En cuanto a Mowgli, tenía suficiente para resistir la rudeza de aquel juego. Kaa se lo había enseñado, y con ello ganaron sus miembros en elasticidad mejor que con cualquier otra cosa. Algunas veces, Mowgli permanecía de pie, envuelto casi hasta el cuello por los movedizos anillos de Kaa, y se esforzaba en sacar un brazo y cogerla por la garganta. Entonces Kaa se deslizaba suavemente, y Mowgli, con sus dos pies de movilidad extrema, intentaba detener todo movimiento de la enorme cola que retrocedía buscando una roca o el pie de un árbol.

Balanceábanse también, cabeza con cabeza, cada uno esperando un momento para atacar, hasta que el hermoso grupo, parecido a una estatua, se deshacía en torbellinos de negros y amarillentos anillos y en piernas y brazos que luchaban una y otra vez por levantarse.

—¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! —decía Kaa, dirigiendo fintas con su cabeza, que ni siquiera la rapidísima mano de Mowgli lograba desviar—. ¡Mira! ¡Ahora te toco aquí, hermanito! ¡Y aquí, y aquí! ¿Tienes las manos entumecidas? ¡Te toqué de nuevo!

Terminaba siempre del mismo modo el juego: Con un golpe en línea recta, de la cabeza de Kaa, que echaba a rodar al muchacho por el suelo. Mowgli nunca pudo aprender el modo de ponerse en guardia contra aquella estocada rápida como el rayo, y, como Kaa decía, era completamente inútil que lo intentara.

—¡Buena caza! —gruñó por último Kaa; y Mowgli, como siempre, cayó disparado a cinco metros de distancia, sin aliento y riéndose. Se levantó con las manos llenas de hierba y siguió a Kaa hacia el bañadero preferido de la serpiente: una profunda laguna negra rodeada de rocas, a la que tornaban atractiva algunos hundidos troncos de árbol.

Hundióse el muchacho en el agua, al estilo de la selva, sin ruido, y la cruzó buceando; salió a la superficie, también en silencio, y se tendió de espaldas con los brazos detrás de la cabeza, mirando levantarse a la luna sobre las rocas, y quebrando con los dedos de sus pies el reflejo de ella en el agua. La cabeza de Kaa, en forma de diamante, cortó la líquida superficie como una navaja y fue a descansar sobre el hombro de Mowgli.

Quedáronse quietos, embebidos voluptuosamente en la agradable impresión del agua fría.

—¡Qué bien estamos así! —dijo finalmente Mowgli, soñoliento—. En la manada de los hombres, a esta misma hora, según recuerdo, se tienden ellos sobre pedazos de madera muy duros, en el interior de una trampa de barro, y, después de cerrar para que no entre el aire puro de fuera, se echan encima de la atontada cabeza una tela sucia, y entonan unas canciones nasales muy feas. Estamos mucho mejor en la selva.

Una cobra se deslizó rápidamente por encima de una roca, bebió, dio el grito de "¡buena suerte!", y desapareció.

—¡Ssss! —silbó Kaa como si de pronto se acordara de algo—. Así pues, ¿la selva te proporciona todo lo que siempre deseaste, hermanito?

—No todo —respondió Mowgli, riendo—; para ello sería preciso que a cada cambio de luna hubiera un nuevo y fuerte Shere Khan que matar. Ahora le podría matar con mis propias manos, sin pedirles ayuda a los búfalos. Además, he deseado a veces que el sol brille en medio de las lluvias, y que las lluvias cubran al sol en lo más ardiente del verano.

Además, nunca me sentí con el estómago vacío sin desear haber matado una cabra; y nunca maté una cabra sin desear que fuese un gamo; o un gamo, sin haber deseado que fuese un nilghai. Pero esto nos ocurre a todos.

—¿No tienes ninguno otro deseo? —preguntó la enorme serpiente.

—¿Qué más puedo desear? ¡Tengo a la selva, y en ella se me considera! ¿Hay acaso algo más en cualquier parte, entre la salida y la puesta del sol?

—Pero, la cobra dijo... —empezó Kaa.

—¿Cuál cobra? La que pasó por aquí no dijo nada. Estaba cazando.

—Fue otra.

—¿Tratas mucho a los del pueblo venenoso? Yo les dejo libre el camino. Llevan a la muerte en sus dientes delanteros y eso es mala cosa... porque son muy pequeñas. Pero, ¿qué cobra es esa con quien hablaste?

Se revolvió Kaa despaciosamente en el agua, como un barco de vapor batido de través por las olas.

—Hace tres o cuatro lunas —dijo— que cacé en las moradas frías, lugar que no has olvidado.

Lo que yo cazaba se escapó chillando más allá de las cisternas, hacia aquella casa, uno de cuyos lados hice pedazos por culpa tuya, y se hundió en el suelo.

—Pero la gente de las moradas frías no vive en madrigueras.

Mowgli sabía que Kaa hablaba de los monos.

—Lo que yo cazaba no vivía allí; fue allí para conservar la vida —respondió Kaa, moviendo rápidamente la lengua—. Se metió en una madriguera muy profunda. Yo la seguí, y, habiéndola matado, me dormí. Cuando desperté, me interné más.

—¿Bajo tierra?

—Así es. Me encontré allí, por último con una Capucha Blanca (una cobra blanca) que habló de cosas superiores a mis conocimientos, y que me mostró muchas cosas que yo jamás había visto antes.

—¿Caza nueva? ¿Era algo bueno para cazar? —y al decir esto, Mowgli se volvió hacia ella rápidamente.

—No eran piezas de caza, y me hubieran roto todos los dientes. Pero Capucha Blanca me dijo que cualquier hombre (y hablaba como quien conoce muy bien la especie) hubiera dado con gusto la vida nada más por ver todo aquello.

—Veremos todo eso —dijo Mowgil—. Recuerdo ahora que hubo un tiempo en que fui hombre.

—¡Calma! ¡Calma! Fue la prisa lo que mató a la serpiente amarilla que se comió al sol.

Hablamos ambas bajo tierra, y hablé de ti, diciendo que eras un hombre. Dijo entonces la capucha blanca (y por cierto que es tan vieja como la selva):

"—Hace mucho que no he visto a un hombre. Que venga y que vea todas estas cosas, por la más insignificante de las cuales muchos hombres se dejarían matar."

—Eso ha de ser algún género nuevo de caza. Y sin embargo, el pueblo venenoso no nos dice dónde hay alguna pieza de que apoderarse. Son gente enemiga.

—No es ninguna pieza de caza. Es... es... no puedo decir qué es.

—Iremos allá. Nunca he visto una capucha blanca y también deseo ver las otras cosas.

¿Las mató ella?

—Son cosas muertas. Dice que es la guardiana de todas.

—¡Ah...! Como el lobo que vigila la carne que se ha llevado a su cubil. Vamos.

Nadó Mowgli hacia la orilla y se revolcó en la hierba para secarse, y ambos partieron para las moradas frías, la desierta ciudad de la cual ya habéis oído hablar. Ya no sentía entonces Mowgli el menor temor del pueblo de los monos, pero en cambio éste sentía por él vivísimo horror. Sus tribus, no obstante, corrían por la selva entonces, de manera que las moradas frías estaban vacías y silenciosas a la luz de la luna. Kaa iba guiando, y, dirigiéndose hacia las ruinas del pabellón de la reina que estaba en la terraza, se deslizó por encima de los escombros y se hundió en la casi enterrada escalera subterránea que descendía del centro del pabellón. Mowgli lanzó el grito que servía para las serpientes —"

Tú y yo somos de la misma sangre"—, y siguió adelante sobre sus manos y rodillas. Así se arrastraron durante largo espacio por un pasadizo inclinado que formaba innumerables vueltas y revueltas, y por último llegaron a un lugar donde la raíz de un gran árbol, que crecía a más de nueve metros sobre sus cabezas, había arrancado una de las pesadas piedras de la pared. Se metieron por el hueco y se hallaron en una gran caverna cuyo techo abovedado también estaba roto en algunos puntos por las raíces de los árboles, de tal manera que algunos rayos de luz se filtraban en la oscuridad.

—Un cubil muy seguro —dijo Mowgli enderezándose—; pero demasiado lejos para visitarlo diariamente. Y ahora, ¿qué se puede ver aquí?

—¿No soy yo nada? —dijo una voz en medio de la caverna, y Mowgil vio algo blanco que se movía hasta que, poquito a poco se irguió ante él la más enorme cobra que jamás habían visto sus ojos... un animal de cerca de dos metros y medio, y descolorido, de un blanco de viejo marfil, por estar siempre en la oscuridad. Inclusive las mismas marcas en forma de anteojos de su extendida capucha se habían desteñido y eran ahora de un amarillo pálido. Sus ojos eran tan rojos como rubíes y, en suma, era de lo más sorprendente.

—¡Buena suerte! —dijo Mowgli que no abandonaba nunca ni sus buenos modales ni su cuchillo.

—¿Qué noticias hay de la ciudad? —preguntó la blanca cobra sin responder al saludo—.

¿Qué me cuentas de la inmensa ciudad amurallada... la ciudad de los cien elefantes, veinte mil caballos y tantas reses que ni siquiera pueden contarse.. . la ciudad del rey de veinte reyes? Aquí me vuelvo sorda, y ya hace mucho tiempo que oí sus tantanes de guerra.

—Sobre nuestras cabezas sólo hay selva —respondió Mowgli—. De los elefantes, sólo conozco a Hathi y sus tres hijos. Bagheera mató a todos los caballos de una ciudad, y... dime, ¿qué es un rey?

—Te lo dije —explicó Kaa con suavidad a la cobra— te expliqué, hace cuatro lunas, que tu ciudad ya no existía.

—La ciudad.., la gran ciudad del bosque cuyas puertas están guardadas por las torres del rey... no puede perecer nunca. ¡La edificaron antes que el padre de mi padre saliera del huevo, y todavía durará cuando los hijos de mis hijos sean tan blancos como yo!

Salomdhi, hijo de Chandrabija, hijo de Viyeja, hijo de Yegasuri, la edificó en la época de Bappa Rawal. ¿De quién es el rebaño al que pertenecen ustedes?

—Esto es como un rastro perdido —dijo Mowgli, volviéndose a Kaa—. No entiendo su lenguaje.

—Ni yo. Es muy vieja. Padre de las cobras, aquí no hay más que selva y así fue desde el principio.

—Entonces, ¿quién es éste —dijo la cobra blanca— que está sentado, sin miedo, delante de mí, que no conoce el nombre del rey, y que habla nuestro lenguaje valiéndose de labios humanos? ¿Quién es éste armado de cuchillo que usa lenguaje de serpiente?

—Mowgli me llaman —fue la respuesta—. Pertenezco a la selva. Los lobos son mi gente, y Kaa, que ves aquí, es mi hermano. Padre de las cobras, ¿quién eres tú?

—Soy el guardián del tesoro del rey. Kurrum Raja puso la piedra que está allá arriba, en los días en que mi piel era oscura, para que les enseñara lo que es la muerte a los que vinieran a robar. Luego bajaron el tesoro, levantando la piedra, y escuché el canto de los bracmanes, mis amos.

—¡Huy! —pensó Mowghi—. Ya he tenido que habérmelas con un bracman en la manada de los hombres, y... ya sé lo que sé. Aquí sucederá algo, pronto.

—Cinco veces desde que llegué aquí levantaron la piedra, pero siempre para poner aquí algo más, nunca para sacar. No hay riquezas corno éstas: son los tesoros de cien reyes..

Pero ya hace mucho, muchísimo desde que levantaron la piedra por última vez y creo que ya mi ciudad se olvidó de todo esto.

—La ciudad no existe ya. Mira hacia arriba. Verás allí las raíces de los grandes árboles que separan los pedruscos. Los árboles y los hombres no crecen juntos —dijo de nuevo Kaa.

—Dos o tres veces los hombres se abrieron paso hasta este lugar —respondió salvajemente la cobra blanca—; pero nunca hablaron hasta que me arrojé encima de ellos mientras tanteaban en la oscuridad, y entonces sólo gritaron durante un breve rato. Pero ustedes vienen con mentiras, ustedes, hombre y serpiente, y quisieran hacerme creer que la ciudad no existe y que mi misión ha terminado. Poco cambian los hombres en el transcurso de los años. ¡Pero yo no cambio jamás! Hasta que levanten de nuevo la piedra y los bracmanes vengan cantando las canciones que conozco y me alimenten con leche caliente y me saquen de nuevo a la luz, yo... yo... yo, y nadie más, soy el guardián del tesoro del rey. ¿Dicen ustedes que la ciudad está muerta y que allí están las raíces de los árboles? Inclínense, pues, y cojan lo que gusten. No hay en la Tierra tesoros como éstos. ¡Hombre de lengua de serpiente, si puedes salir vivo por el mismo camino por el que entraste, todos los reyezuelos del país serán tus criados!

—Se embrolló de nuevo la pista —dijo fríamente Mowghi—. ¿Acaso algún chacal penetró en estas profundidades y mordió a la gran capucha blanca? Le pegó la rabia, ciertamente. Padre de las cobras, nada veo yo aquí que pueda llevarme.

—¡Por los dioses del Sol y de la Luna, el muchacho está loco de remate —silbó la cobra—.

Antes que tus ojos se cierren para siempre, te haré un favor: Mira, contempla lo que no vio antes hombre alguno.

—En la selva no suele irles bien a quienes le hablan a Mowgli de favores —dijo el muchacho, entre dientes; pero la oscuridad lo cambia todo, lo sé bien. Miraré, si ello te place.

Miró con los ojos entrecerrados en torno de la caverna, y luego levantó del suelo un puñado de algo que brillaba.

—¡Oh! —exclamó—. Esto es como aquello con que juegan en la manada de los hombres; pero esto es amarillo, y aquello de color oscuro.

Dejó caer las monedas de oro, y siguió adelante. El suelo de la caverna estaba cubierto por una capa de oro y plata acuñados de un espesor de metro y medio que había salido de los cazos, al reventar éstos, que originalmente lo contenían, y, en el transcurso de los años, el oro y la plata se fueron apretando y sentando como la arena durante el reflujo.

Encima, dentro y surgiendo de aquella masa, como restos de naufragio que se levantan en la arena, había enjoyados pabellones de elefantes, pabellones que asimismo estaban incrustados de plata, con planchas de oro batido y adornados de rubíes y turquesas.

Veíanse palanquines y literas para transportar reinas, de bordes y correas plateados y esmaltados, las varas con cabos de jade y anillas de ámbar para las cortinas; había candelabros de oro, en cuyos brazos temblaban agujeradas esmeraldas colgantes; adornadas imágenes de olvidados dioses, de metro y medio de alto, de plata y con piedras preciosas en vez de ojos; cotas de malla con incrustaciones de oro sobre el acero y guarnecidas de aljófar, cubiertas ya de moho y ennegrecidas; había yelmos con cimeras de sartas de rubíes de color sangre de pichón; escudos de laca, de concha y de piel de rinoceronte, con tiras y tachones de oro rojo y esmeraldas en los bordes; haces de espadas, dagas y cuchillos de caza con los mangos cuajados de diamantes; vasos y recipientes de oro para los sacrificios y altares portátiles, de una forma que jamás se ve hoy en día; tazas y brazaletes de jade; incensarios, peines y recipientes para perfumes, afeites y polvos, todo en oro repujado; anillos para la nariz, brazales, diademas, anillos para los dedos y ceñidores, en número imposible de contar; cinturones de siete dedos de ancho con rubíes y diamantes encuadrados, y cajas de madera, con triples grapas de hierro, en los que las tablas se habían reducido ya a polvo, mostrando en el interior montones de zafiros orientales y comunes, ópalos, ágatas, rubíes, diamantes, esmeraldas y granates, todo sin tallar.

La cobra blanca tenía razón: no había dinero suficiente para empezar a pagar el valor de aquel tesoro, producto escogido de siglos de guerra, saqueo, comercio y tributos. Las monedas solas eran inestimable valor, sin contar las piedras preciosas; y el peso bruto del oro y la plata únicamente podría ser de doscientas o trescientas toneladas. Cada uno de los gobernantes indígenas en la India, aunque pobre, tiene hoy en día un tesoro escondido al cual siempre está añadiendo algo; y aunque alguna vez, en el espacio de muchos años, tal o cual príncipe instruido, mande cuarenta o cincuenta carretas de bueyes cargadas de plata para cambiarlas por títulos de la deuda, la mayor parte de ellos guarda su tesoro y el secreto de esto exclusivamente para sí mismo.

Pero Mowgli, naturalmente, no entendió el significado de todo aquello. Le interesaron un poco los cuchillos, pero no eran tan manejables como el suyo propio, y por tanto pronto los soltó. Por último dio con algo realmente fascinante que yacía frente a un pabellón de los que portan los elefantes, medio enterrado entre las monedas. Era un ankus de casi un metro de largo, una aguijada de las que se emplean para los elefantes, algo que parecía un bichero pequeño. Formaba su extremo superior un redondo y brillante rubí, debajo del cual se veían ocho pulgadas de astil cuajado de turquesas en bruto, puestas una al lado de la otra, lo que ofrecía segurísimo asidero. Más abajo había un cerco de jade con un dibujo de flores que lo adornaba.., pero las hojas eran esmeraldas, y los botones eran rubíes hundidos en la fría y verde piedra. El resto del mango de la vara era purísimo marfil, en tanto que la punta, el aguijón y el gancho, era de acero con incrustaciones de oro, y sus dibujos atrajeron la atención de Mowgli, pues representaban escenas de la caza del elefante; los dibujos, según vio el muchacho, tenían más o menos relación con Hathi el Silencioso.

La cobra blanca lo había estado siguiendo muy de cerca.

—¿No vale esto la pena de morir con tal de contemplarlo? —dijo—. ¿No te he hecho un gran favor?

—No comprendo —dijo Mowgli—. Estas cosas son duras y frías y de ninguna manera son buenas para comer. Pero esto —y levantó el ankus— quiero llevármelo, para poder contemplarlo a la luz del sol. ¿Dijiste que todo esto es tuyo? ¿Me quieres dar sólo esto, y yo en cambio te traeré ranas para que comas?

La cobra blanca se estremeció con malvado júbilo.

—Ciertamente te lo daré —respondió. Te daré todo lo que está aquí... hasta el momento de irte.

—Pero si me voy ahora. Este lugar es oscuro y frío, y quiero llevarme a la selva esto que tiene una punta como espina.

—¡Mira lo que está a tus pies! ¿Qué hay allí?

Mowgli recogió algo blanco y liso.

—Es el cráneo de un hombre —dijo tranquilamente—. Y aquí hay dos mas.

—Vinieron para llevarse el tesoro, hace muchos años. Yo les hablé en la oscuridad y se quedaron inmóviles para siempre.

—¿Pero para qué quiero yo eso que llaman tesoro? Si me quieres dar el ankus, ya habré cazado cuanto deseo. Si no, es igual. Yo no lucho con el pueblo venenoso, y me enseñaron además la palabra mágica para los de tu tribu.

—¡Aquí no hay palabra mágica que valga, y ésa es la mía!

Kaa se lanzó hacia adelante con los ojos arrojando llamas.

—¿Quién me pidió que trajera aquí al hombre? —dijo silbando.

—Yo, ciertamente —balbució la vieja cobra—. Hacía mucho tiempo que no había visto a un hombre, y además éste conoce nuestro lenguaje.

—Pero no se habló de matar. ¿Cómo podré regresar a la selva y decir que lo conduje hacia su muerte? —replicó Kaa.

—Yo no hablo de matar sino hasta que llega la hora. Y en cuanto a irte o quedarte, allí está el agujero en la pared. ¡Calma, pues, ahora, matadora de monos! No tengo que hacer sino tocarte en el cuello, y la selva no volverá a verte nunca más. Ningún hombre entró aquí que haya salido vivo después. ¡Yo soy el guardián del tesoro de la ciudad del rey!

—¡Vaya, gusano blanco de las tinieblas, te he dicho que ya no existe ni rey ni ciudad! ¡La selva reina en torno nuestro!

—Pero aun existe el tesoro. Ahora bien podemos hacer esto: espera un poco, Kaa de las peñas, y verás correr al muchacho. Aquí hay suficiente lugar para este juego. La vida es algo bueno. ¡Corre de un lado para el otro, muchacho, y juguemos!

Mowgli, calmosamente, puso su mano sobre la cabeza de Kaa.

—Hasta ahora, esa cosa blanca no ha tratado sino con hombres que forman parte de la manada humana. A mí no me conoce —murmuró—. Ella misma pidió esta clase de caza; hay que dársela, pues.

Se había mantenido Mowgli de pie, sosteniendo el ankus con la punta hacia abajo.

Arrojólo lejos de sí rápidamente, y fue aquél a caer atravesado exactamente detrás de la capucha blanca de la gran serpiente, clavándola en el suelo. Como un relámpago lanzó Kaa todo su peso sobre aquel cuerpo que se retorcía, paralizándolo hasta la cola. Los colorados ojos de su presa parecían arder, y las seis pulgadas de cabeza que quedaban libres golpeaban furiosamente de derecha a izquierda.

—¡Mátala! —dijo Kaa, al mismo tiempo que Mowgli echaba mano de su cuchillo.

—No —respondió éste al sacarlo—. Nunca mataré de nuevo, excepto por alimento. Pero, mira, Kaa.

Cogió a la serpiente enemiga por detrás de la capucha, le abrió por fuerza la boca con la hoja del cuchillo, y mostró los temibles colmillos venenosos de la mandíbula superior, ya negros y consumidos en la encía. La cobra blanca había sobrevivido a su veneno como les ocurre a las serpientes.

—Thuu (está seco) [Literalmente: tocón podrido] —dijo Mowgli. Y haciendo señas a Kaa para que se alejara, recogió el ankus y dejó a la cobra blanca en libertad.

—El tesoro del rey necesita un nuevo guardián —afirmó gravemente—. Thuu, has hecho mal. ¡Corre de un lado a otro, y juguemos, Thuu!

—¡Qué vergüenza! ¡Mátame! —silbó la cobra blanca.

—Ya se habló demasiado de matar. Ahora, nos vamos. Me llevo esta cosa de punta de espina, Thuu, porque por ella he peleado y te he vencido.

—Cuida, entonces, de que al cabo esa cosa no te mate a ti. ¡Es la muerte! ¡Acuérdate, es la muerte! Hay en ella bastante para matar a todos los hombres de mi ciudad. No la tendrás en tu poder durante mucho tiempo, hombre de la selva, ni tampoco el que la tome de ti. ¡Por ella los hombres se matarán y matarán los unos a los otros! Mi fuerza se ha desvanecido, pero el ankus proseguirá mi tarea. ¡Es la muerte! ¡La muerte! ¡La muerte!.

Se arrastró Mowghi de nuevo por el agujero hasta el pasadizo, y lo último que vio fue cómo la cobra blanca golpeaba furiosamente con sus inofensivos colmillos las estólidas caras doradas de los dioses que yacían en tierra, silbando al mismo tiempo: "iEs la muerte!".

Se alegraron de nuevo al ver la luz del día; y, cuando ya estuvieron de regreso en su propia selva y Mowghi hizo brillar el ankus a la luz matinal, se sintió casi tan contento como si hubiera hallado un ramo de flores nuevas para adornarse el cabello.

—Esto es más brillante que los ojos de Bagheera —dijo alegremente haciendo girar el rubí—. Se lo enseñaré. Pero, ¿qué quiso dar a entender Thuu cuando habló de la muerte?

—No sé. Lo que siento hasta el extremo de mi cola es que no le hicieras probar tu cuchillo. Siempre hay algo malo en las moradas frías... sobre el suelo o debajo de él. Pero ahora tengo hambre. ¿Cazas conmigo esta mañana? —dijo Kaa.

—No; Bagheera debe ver esto. ¡Buena suerte!

Se marchó Mowgli danzando, blandiendo el gran ankus y deteniéndose de tiempo en tiempo para admirarlo, hasta que llegó a la parte de la selva donde Bagheera acostumbraba estar con preferencia, y la halló bebiendo, después de una fatigosa caza.

Mowgli le contó todas sus aventuras desde el principio hasta el fin; Bagheera olfateaba el ankus de cuando en cuando.

Cuando Mowghi le narró las últimas palabras de la cobra blanca, la pantera ronroneó afirmativamente.

—Entonces, ¿dijo la cobra blanca lo que realmente es? —preguntó prontamente Mowgli.

—Nací en las jaulas del rey de Oodeypore, y estoy segura de conocer algo a los hombres.

Muchos de ellos cometerían un triple asesinato en una sola noche nada más que por apropiarse esa gran piedra roja.

—Pero esa piedra tan sólo sirve para añadir peso. Mi brillante y pequeño cuchillo es mejor; y... ¡mira! La piedra roja no sirve para comer. Entonces, ¿por qué esas muertes de que hablas?

—Mowgli, vete a dormir. Has vivido entre los hombres, y...

—Me acuerdo, sí. Los hombres matan aunque no estén de caza... por ociosidad y por gusto. Despiértate, Bagheera. ¿Para qué uso destinaron esta cosa con punta de espina?

Bagheera entreabrió los ojos —pues tenía mucho sueño—, guiñando maliciosamente.

—La hicieron los hombres para meterla en la cabeza de los hijos de Hathi, de modo que corriera la sangre. Yo vi una semejante en las calles de Oodeypore, delante de nuestras jaulas. Esa cosa ha probado la sangre de muchos como Hathi.

—¿Pero por qué la meten en la cabeza de los elefantes?

—Para enseñarles la ley del hombre. No teniendo ni garras ni dientes, los hombres fabrican esas cosas... y otras peores.

—Siempre más y más sangre cuando me acerco a escudriñar, aun en las cosas que hizo la manada humana —dijo Mowgli, asqueado. Empezaba a sentirse cansado de sostener el peso del ankus—. Si hubiera sabido todo esto, no lo hubiera traído conmigo. Primero, sangre de Messua en sus ataduras; y ahora, sangre de Hathi. ¡No usaré esto! ¡Mira!

Lanzando chispas, voló el ankus por el aire, y se ciavó de punta a veinticinco metros de distancia, entre los árboles.

—Así quedan limpias mis manos de toda muerte —dijo Mowgli, frotándoselas en la fresca y húmeda tierra—. Thuu dijo que la muerte seguiría mis pasos. Es vieja y blanca, y está loca.

—Blanca o negra, muerte o vida, yo me voy a dormir, herrnanito. No puedo andar cazando toda la noche y aullando todo el día, como hacen algunas personas.

Se dirigió Bagheera a un cubil que conocía y que usaba al ir de caza, a dos millas de distancia. Mowgli se encaramó en un árbol que le pareció apropiado, anudó tres o cuatro enredaderas, y en menor tiempo del que se emplea en decirlo, se balanceaba en una hamaca, a quince metros del suelo. Aunque no le molestara en realidad la fuerte luz del día, Mowgli seguía la costumbre de sus amigos, usándola lo menos posible. Al despertarse en medio del coro de las chillonas voces de los habitantes de los árboles, era ya de nuevo la hora del crepúsculo, y había soñado con las hermosas piedrecillas que había tirado.

—A lo menos, veré aquello una vez más —díjose; y se deslizó hasta el suelo por una enredadera. Bagheera estaba delante de él. En la relativa oscuridad, Mowgli podía oírla olfatear.

—¿Dónde está la cosa que tiene punta de espina? —exclamó Mowgli.

—Un hombre se apoderó de ella. Aquí está el rastro.

—Ahora veremos si dijo la verdad Thuu. Si esa cosa puntiaguda es la muerte, ese hombre morirá. Sigámoslo.

—Mata primero —respondió Bagheera—. Con el estómago vacío, no hay ojo agudo. Los hombres andan muy despacio y la selva está lo suficientemente húmeda para conservar cualquier huella.

Mataron lo más pronto que pudieron, pero transcurrieron casi tres horas hasta que comieron y bebieron y se prepararon para seguir la pista. Ya sabe el pueblo de la selva que nada compensa el daño causado por la precipitación de las comidas.

—¿Crees que la cosa puntiaguda se revolverá en las mismas manos del hombre, y matará a éste? —preguntó Mowgli—. La Thuu dijo que era la muerte.

—Lo veremos al llegar —fue la respuesta de Bagheera, la cual siguió al trote con la cabeza gacha—.

Sólo hay un pie (quería decir que no había más que un hombre); el peso de la cosa le hizo apretar fuerte el talón en el suelo.

—Así es; está claro como un relámpago de verano —confirmó Mowgli.

Ambos tomaron el cortado y rápido trote con que se sigue un rastro, ya metiéndose en trozos de tierra iluminados por la luna, ya saliendo, y siempre detrás de las huellas de aquellos pies desnudos.

—Ahora corre muy aprisa dijo Mowgli—. Están muy separadas las señales de los dedos.

Pisaban sobre una tierra húmeda.

—Ahora, ¿por qué tuerce hacia un lado?

—¡Espera! dijo Bagheera, y se lanzó de frente con un salto magnífico, tan lejos como pudo.

Lo primero que debe uno hacer cuando una pista deja de ser clara, es seguir adelante, no dejando en el suelo las propias huellas, pues acabarían por embrollarlo todo. Se volvió Bagheera en cuanto tocó tierra y le gritó a Mowgli:

—Aquí hay otra huella que viene a encontrarse con la primera. Es de un pie más pequeño; los dedos de los pies se vuelven hacia adentro.

Corrió Mowgli y miró también.

—El pie de un cazador gondo —dijo—. ¡Mira! Aquí arrastró el arco sobre la hierba; por eso torció a un lado tan rápidamente el primer rastro. Pie grande quiso esconderse de pie pequeño.

—Es cierto —respondió Bagheera—. Ahora, para no confundir las señales cruzando el rastro del uno con el del otro, sigamos cada quien el suyo. Yo soy pie grande, hermanito, y tú eres pie pequeño, el gando.

Bagheera saltó hacia atrás para tomar el primer rastro y dejó a Mowgli agachado curiosamente sobre las estrechas huellas del salvaje habitante de los bosques.

—Ahora dijo Bagheera, siguiendo paso a paso la cadena de huellas—, yo, pie grande, tuerzo aquí. Luego, me escondo detrás de una roca y permanezco quieto sin atreverme a levantar ni un pie. Di cómo es tu rastro, hermanito.

—Ahora, yo, pie pequeño, llego a la roca —dijo Mowgli, siguiendo su pista—. Ahora me siento debajo de ella, apoyándome en mi mano derecha, con el arco entre los dedos de los pies. Espero largo rato, porque mis huellas son aquí profundas.

—Lo mismo ocurre conmigo —observó Bagheera, escondida detrás de la roca—; espero, descansando en una piedra el extremo de la cosa que llevo y que tiene punta de espina.

Resbala: aquí está la huella sobre la piedra. Ahora, di tú tu pista, hermanito.

—Aquí se ven rotas, una, dos ramillas y una rama grande —dijo Mowgli en voz baja—.

Ahora, ¿cómo explicaré esto? ¡Ah! ¡Está claro! Yo, pie pequeño, me marcho, haciendo ruido y pisando fuerte, para que pie grande pueda oírme.

Se apartó de la roca paso a paso, entre los árboles, elevando la voz, desde lejos, conforme se acercaba a una cascada pequeña.

—Me voy.., muy lejos.., hasta donde.., el ruido.. . de la cascada... apaga... mi propio... ruido; y aquí.., espero... Ahora dime tú tu pista, Bagheera, pie grande.

La pantera había atisbado en todas direcciones para ver cómo se apartaba el rastro de pie grande, de la roca. Entonces gritó:

—Salgo de detrás de la roca sobre mis rodillas, arrastrando la cosa que tiene punta de espina. Como no veo a nadie, echo a correr. Yo, pie grande, corro velozmente. Está claro el rastro. Sigamos cada uno el suyo. ¡Voy corriendo!

Siguió Bagheera la pista claramente marcada; entre tanto, Mowgli hizo lo mismo siguiendo los pasos del gondo. Durante unos momentos se hizo silencio en la selva.

—¿Dónde estás, pie pequeño? —gritó Bagheera.

La voz de Mowgli le respondió a cuarenta metros de distancia, hacia la derecha.

—¡Huy! —exclamó la pantera, con una tos profunda—. Los dos corren lado a lado, acercándose cada vez más.

Continuó la carrera durante un rato, manteniéndose los dos casi a la misma distancia, hasta que Mowgli, cuya cabeza no quedaba tan cerca del suelo como la de Bagheera, exclamó:

—¡Se encontraron! Fue buena la caza... ¡Mira! Aquí se paró pie pequeño con una rodilla puesta sobre la roca... Más allá está realmente pie grande.

Frente a ellos, a unos nueve metros, tendido sobre un montón de rocas desmenuzadas, yacía el cuerpo de un aldeano de la comarca, atravesados pecho y espalda por un largo dardo de plumas cortas, como los que usan los gondos.

—¿Está la Thuu tan vieja y tan loca como tú decías, hermanito? —dijo Bagheera suavemente—. Ya encontramos a lo menos un muerto.

—Sigue adelante. ¿Pero dónde está la cosa que bebe la sangre de los elefantes... la espina del ojo colorado?

—La tiene en su poder pie pequeño... quizás. De nuevo ya no se ve sino un solo pie.

El rastro único de un hombre muy ligero que había corrido a gran velocidad llevando un peso sobre su hombro izquierdo, seguía en torno de una larga y baja tira de hierba seca que tenía forma de espuela; en ella cada pisada parecía, a los penetrantes ojos de quienes seguían la pista, como marcada con hierro al rojo.

Ninguno habló hasta que la huella los condujo a un lugar donde se veían cenizas de una hoguera, en el fondo de un barranco.

—¡Otra vez! —exclamó Bagheera, deteniéndose de pronto, corno petrificada.

Ahí yacía el cuerpo pequeño y apergaminado de un gondo, con los pies en las cenizas.

Al verlo, levantó Bagheera los ojos hacia Mowgli, como si lo interrogara.

—Le causaron la muerte con un bambú —dijo el muchacho, luego de lanzar una ojeada—.

Yo también lo usé para ir con los búfalos, cuando servía en la manada de los hombres.

El padre de las cobras —y siento haberme burlado de él—, conocía muy bien la raza, como debería haberla conocido yo. ¿No dije que los hombres mataban por ociosidad?

—A la verdad, mataron, y por culpa de esas piedras rojas y azules —respondió Bagheera—.

Recuerda: yo estuve en las jaulas del rey de Oodeypore.

—Uno, dos, tres, cuatro rastros —dijo Mowgli agachándose sobre las cenizas—. Cuatro huellas de hombres con los pies calzados. No corren éstos tan rápidamente como los gondos. ¿Pero, qué daño les había hecho ese hombrecillo de las selvas? Mira, los cinco charlaron juntos, de pie, antes que lo mataran. Regresemos, Bagheera. Mi estómago está lleno, y, sin embargo, lo siento moverse; sube y baja como nido de oropéndola en la punta de una rama.

—¡No es cazar como se debe, el dejar en pie una pieza! ¡Sigue! —dijo la pantera—. No fueron lejos esos ocho pies calzados.

No dijeron nada más durante una hora, en tanto que seguían el ancho rastro dejado por los cuatro hombres.

Ya era de día y el sol calentaba, y Bagheera dijo:

—Percibo olor de humo.

—Siempre los hombres están más dispuestos a comer que a correr —respondió Mowgli, corriendo por entre los arbustos bajos de la nueva selva que exploraban. Bagheera, un poco a su izquierda, hacía un indescriptible ruido con la garganta.

—Aquí está uno que ya no comerá más dijo aquél.

Un montón de ropas de vivos colores veíase bajo un arbusto, y alrededor había un poco de harina esparcida.

—También esto lo hicieron con un bambú —observó Mowgli—. ¡Mira! Ese polvo blanco es lo que comen los hombres. Le han quitado su presa —él llevaba los comestibles de todos—, y lo convirtieron en presa de Chil, el milano.

—Éste es el tercer muerto dijo Bagheera.

—Le llevaré ranas gordas al padre de las cobras, para engordarla —pensó Mowgli—. Eso que bebe la sangre de los elefantes, es la muerte misma... ¡Pero aún no comprendo!.

—¡Sigue! —ordenó Bagheera.

Aún no habían caminado un cuarto de legua, cuando oyeron a Ko, el cuervo, que entonaba la canción de la muerte en la punta de un tamarisco, a cuya sombra yacían los cadáveres de tres hombres. Un fuego medio apagado se veía en el centro del círculo; sobre el fuego había un plato de hierro con una torta negra y quemada hecha de pan ázimo. Junto al fuego, brillando a la luz del sol, estaba el ankus de los rubíes y turquesas.

—Esa cosa trabaja muy aprisa; todo termina aquí —comentó Bagheera—. ¿Cómo murieron éstos, Mowgli? No tienen señales visibles.

Por medio de la experiencia, un habitante de la selva llega a aprender tanto como lo que saben muchos médicos sobre las propiedades de ciertas plantas y frutos venenosos.

Mowgli olió el humo que se levantaba de la hoguera, partió un trozo del ennegrecido pan, lo probó y luego lo escupió.

—La manzana de la muerte —respondió—. El primero debió mezclarla en la comida para éstos, los cuales lo mataron a él, después de haber matado al gondo.

—¡Ciertamente ha sido buena la cacería! Las muertes se siguen muy de cerca —dijo Bagheera.

"La manzana de la muerte" es lo que en la selva se llama manzana espinosa o datura, el veneno más activo de toda la India.

—¿Y ahora? —preguntó la pantera—. ¿Debemos matarnos uno al otro por ese asesino del ojo rojo?

—¿Puede hablar? —dijo Mowgli en voz baja como un susurro—. ¿Lo ofendí al lanzarlo lejos de mí? No puede causarnos daño a nosotros dos, porque no deseamos lo que desean los hombres. Si lo dejamos aquí, de seguro seguirá matándolos uno tras otro, con la prisa con que caen las nueces al soplo del huracán. No siento cariño por los hombres; pero aun así, no me gusta ver que mueran seis en una sola noche.

—¿Qué importa? Sólo son hombres. Se mataron el uno al otro, y quedaron tan satisfechos dijo Bagheera—. El primero, el hombrecillo de las selvas, cazaba bien.

—No son más que cachorros, a pesar de todo; y un cachorro sería capaz de ahogarse sólo por darle un mordisco a la luz de la luna que se refleja en el agua. La culpa es mía —prosiguió Mowgli, que hablaba como si lo supiera todo de todas las cosas—. Jamás traeré de nuevo a la selva cosas extrañas.. . aunque fueran tan hermosas como las flores. Esto —y al hablar manejaba cautelosamente el ankus— le será devuelto al padre de las cobras.

Pero antes debemos dormir, y no podemos dormir junto a durmientes como ésos.

También hay que enterrarlo a él, para que no se escape y mate a otros seis. Cava un hoyo bajo ese árbol.

—Pero, hermanito dijo Bagheeva dirigiéndose al lugar que se le indicaba—, la culpa no la tiene ese bebedor de sangre. El mal proviene de los hombres.

—Es lo mismo —respondió Mowgli—. Que el hoyo esté muy hondo. Cuando despertemos, cogeré eso e iré a devolverlo.

Dos noches después, en tanto que la cobra blanca se encontraba en la oscuridad de la caverna, desolada, solitaria y avergonzada, el ankus de las turquesas pasó dando vueltas por el agujero de la pared y fue a clavarse con estrépito en el suelo cubierto de monedas de oro.

—Padre de las cobras —dijo Mowgli (había tenido buen cuidado de quedarse al otro lado de la pared)—, busca entre las de tu raza a alguien más joven y más a propósito para que te ayude a guardar el tesoro del rey, para que ningún otro hombre salga de aqui vivo.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Conque vuelve eso!... Te dije que esa cosa era la muerte. ¿Cómo es que tú estás aún vivo? —murmuró la vieja cobra, enroscándose amorosamente en el mango del ankus.

—¡Por el toro que me rescató, te aseguro que lo ignoro! Esa cosa mató seis veces en una sola noche. No la dejes salir jamás de aquí.

La Canción del Pequeño Cazador

Antes que Mor, el pavo real, bata sus alas,
antes que el pueblo de los monos grite,
antes que Chil, el milano, se arroje hendiendo
el inmenso y adormido espacio;
al través de la Selva vuela un susurro,
y una sombra, suavemente, huye.
¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!

Una sombra que vigila deslizase por los claros del bosque,
poco a poco, y a ratos se para. El murmullo, entonces,
blando y lento se extiende;
se extiende, y sudores de angustia
bañan, entonces, nuestra frente.
¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!

Antes que la luna escale la montaña,
antes que las rocas se adornen con festón de luz;
cuando los hondos y húmedos senderos están sombríos,
llega a tu espalda, cazador, un soplo
que vuela al través de la noche...
¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!

¡Arrodíllate y prepara bien el arco!
¡Lanza ya la flecha penetrante!
Tu lanza hunde en la tiniebla;
hazlo, aunque muda de ti se burle.
Pero tus manos débiles y flojas están,
y aun de tu rostro huyó la sangre...
¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!

Cuando la tempestad corre por el aire,
y el pino herido cae en los montes;
cuando la lluvia que nos azota el rostro
y nuestros ojos ciega, desciende de los cielos,
al través de todo el estruendo, más potente
que ninguna otra, una voz ruge...
¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedo
que cruza por la selva!

Los cauces llenos están hasta desbordar;
las peñas desprendidas se derrumban;
en las plantas, a la luz del relámpago,
hasta el último nerviecillo puede verse;
pero seca y cerrada está tu garganta,
y tu corazón en el costado golpea con fuerza...
¡Porque ahora sabes, ¡oh cazador!, lo que es el miedo… !

Correteos Primaverales

¡El hombre retorna al hombre!
Corred la voz por la selva;
se marcha el que era nuestro hermano.
Escucha, pues, ahora, y juzga,
pueblo de la selva.
Responde: ¿quién detenerlo puede,
o quién tras él irá?

¡El hombre retorna al hombre!
Está llorando en la selva:
el que era nuestro hermano, llora su dolor.
¡El hombre retorna al hombre!
(¡Oh, y cuánto se le amaba en la selva!)
Allí seguirle, imposible es ya.

Dos años después de la gran lucha contra los perros rojizos y de la muerte de Akela, Mowgli andaba por los diecisiete años. Parecía mayor, pues el rudo ejercicio, los buenos alimentos y los baños siempre que el calor o el polvo lo molestaban, habían hecho que sus fuerzas y su desarrollo fueran superiores a su edad. Podía balancearse de un modo continuo durante media hora sosteniéndose de una rama con una sola mano, cuando quería curiosear entre los árboles. Podía detener a un gamo en su carrera y tirarlo por tierra asiéndolo de la cabeza. Podía incluso voltear hasta a los enormes y feroces jabalíes azulados que viven en los pantanos del norte. El pueblo de la selva, que antes lo temía por su ingenio, lo temía ahora por su fuerza, y cuando procedía él a sus correrías silenciosas, el mero rumor de que se acercaba hacía que se despejaran todos los senderos del bosque. Sin embargo, su mirada siempre era bondadosa. Inclusive cuando luchaba, sus ojos nunca llameaban como los de Bagheera. Tan sólo se habían vuelto más atentos y mostraban mayor excitación, y era esto una de las cosas que la misma Bagheera nunca llegó a entender.

Preguntóle a Mowgli acerca de ello, y el muchacho se rió y dijo:

—Cuando yerro un golpe, me incomodo. Cuando tengo que estar dos días sin comer, me esfuerzo. ¿No se nota entonces en mis ojos el mal humor?

—Tu boca puede tener hambre —respondió Bagheera—, pero tus ojos no lo demuestran.

Cazando, comiendo o nadando, siempre permanecen igual. como una piedra en tiempo húmedo o seco.

Mowgli la miró con aire perezoso al través de sus largas pestañas, y, como siempre, la pantera agachó la cabeza. Bagheera reconocía en él a su amo.

Estaban ambos tendidos cerca de la cumbre de una colina que dominaba al Waingunga, y la niebla matutina colgaba allá abajo, a sus pies, formando jirones blancos y verdes.

Al elevarse el sol se convirtió en burbujeantes mares de color rojo dorado, se deshizo luego y dejó paso a los rayos, bajos aún, que trazaron luminosas franjas sobre la yerba seca donde Mowgli y Bagheera descansaban. Tocaba a su fin la estación fría; las hojas y los árboles parecían gastados y marchitos, y, cuando soplaba el viento, escuchábase un rumor seco y un tic—tac dondequiera que soplaba el viento. Una hojilla golpeteó furiosamente contra una rama, como lo hace toda hoja agitada por una corriente de aire.

Logró despabilar a Bagheera, porque olfateó el aire matinal con un profundo, cavernoso ronquido, tendióse sobre el lomo, y con sus patas delanteras golpeó a la hojilla que se movía sobre su cabeza.

—El año va a cambiar —dijo—. La selva adelanta. Se acerca la época del nuevo lenguaje.

Esta hojilla lo sabe. ¡Muy bien!

—La hierba está seca —contestó Mowgli, arrancando un puñado—. Hasta los ojos de primavera (que son unas florecillas rojas, como de cera, en forma de trompetillas, que crecen entre la hierba), hasta los "ojos de primavera" todavía están cerrados, y...

Bagheera, ¿te parece bien que toda una pantera negra esté echada en esa posición y dé manotazos en el aire con sus patas, como si fuera un gato montés?

—"¿Aowh?" —dijo Bagheera. Parecía estar pensando en otras cosas.

—Digo que si te parece bien que la pantera negra abra así la boca para dar ronquidos y aúlle y se revuelque de esa manera. Acuérdate que tú y yo somos los amos de la selva.

—Sí; es verdad. Te oigo, hombre—cachorro.

Dio media vuelta rápidamente y se sentó, y el polvo le cubría los raídos y negros ijares (estaba entonces mudando la piel del invierno).

—Ciertamente somos los amos de la selva, ¿Quién es tan fuerte como Mowgli? ¿Quién sabe tanto como él?

La voz parecía arrastrar un tanto las palabras, y esto hizo que Mowgli se volviera para ver si la pantera había querido burlarse de él, porque la selva está llena de palabras, que suenan de muy distinto modo de lo que significan.

—Dije que sin duda alguna somos los amos de la selva —repitió Bagheera—. ¿Hice mal? No sabía que ya no se echaba sobre la tierra el hombre—cachorro. ¿Vuela, entonces?

Mowgli se sentó y apoyó sus codos en las rodillas, y miró al través del valle, a la luz del día. En algún rincón de los bosques que se veían allá lejos, un pájaro ensayaba con una voz ronca y aflautada las primeras notas de su canción primaveral. No era aquello sino la sombra del torrente de armonías que cantaría más tarde; pero Bagheera había oído aquello.

—Dije que el tiempo del nuevo lenguaje está cerca —gruñó la pantera, azotándose con la cola.

—Ya lo oí —respondió Mowgli—. Bagheera, ¿por qué te tiembla todo el cuerpo? El sol quema..

—Ése es Ferao, el picamaderos de color escarlata —dijo Bagheera—. Él no ha olvidado nada. Ahora yo también debo recordar mi canto.

Y empezó a ronronear y a berrear, escuchándose una y otra vez, insatisfecha.

—Ninguna pieza de caza a la vista —observó Mowgli.

—Hermariito, ¿estás completamente sordo? Esto no es un grito de caza, sino mi canción, que ensayo para cuando la necesite.

—Se me había olvidado. Pero sabré cuando ya esté aquí la época del lenguaje nuevo, porque entonces tú y los demás se escaparán y me dejarán solo.

Mowgli pronunció estas palabras de muy mal humor.

—Pero, hermanito —empezó Bagheera—, la verdad es que no siempre...

—¡Lo haréis! —replicó Mowgli con violento gesto de cólera—. Ustedes huirán, y yo, que soy el amo de la selva, deberé entonces pasearme solo. ¿Qué sucedió en la última estación, cuando quería recoger cañas de azúcar en los campos de la manada humana?

Envié a un mensajero... te envié a ti. Te mandé que hablaras con Hathi y que le dijeras que viniera aquí tal noche y que arrancara con su trompa algunas de aquellas hierbas dulces para mí.

—Tan sólo llegó dos noches después —respondió Bagheera, agachándose, un tanto acobardada—. Y de aquella larga y dulce hierba que tanto te gustaba arrancó más de lo que cualquier hombre—cachorro podría comer durante todas las noches de lluvias. ¡No tuve la culpa de aquello!

—No vino la noche que yo le dije. No; andaba trompeteando y corriendo y dando bramidos por los valles a la luz de la luna. Su rastro era como el de tres elefantes juntos, porque no se escondía entre los árboles. Bailaba a la luz de la luna ante las casas de la manada de los hombres. Yo lo vi, y, con todo, no quiso venir a donde yo estaba. ¡Y yo soy el amo de la selva!

—Es que era la época del lenguaje nuevo —respondió la pantera, muy humilde siempre—.

Tal vez, hermanito, no empleaste entonces para llamarlo alguna palabra mágica.

¡Escucha ahora a Ferao y diviértete!

El mal humor de Mowgli pareció haberse disipado ya. Se acostó boca arriba, con la cabeza sobre los brazos y con los ojos cerrados.

—No lo sé... ni me importa averiguarlo —dijo, soñoliento. Durmamos, Bagheera. ¡Siento tal opresión en el pecho!... Déjame reclinar la cabeza en tu cuerpo.

Se echó la pantera, suspirando, porque podía oír a Ferao ensayando una y otra vez su canción para la época de primavera, o del lenguaje nuevo, como ellos dicen.

En las selvas indias, las estaciones pasan de la una a la otra casi sin que se note separación entre ellas. Parece como si sólo hubiera dos: la húmeda y la seca; pero si se mira atentamente bajo los torrentes de lluvia y las nubes de polvo y de cosas carbonizadas, se notará que las cuatro se suceden según los ciclos acostumbrados. La primavera es la más bella, porque no tiene que cubrir de hojas y de flores nuevas un campo limpio y desnudo, sino llevarse y apartar los montones de cosas medio verdes que cuelgan aún y sobreviven, respetadas por el suave invierno, y hacer de paso que la tierra envejecida, pero no totalmente desnuda, se sienta nueva y joven una vez más. Y esto sabe hacerlo tan bien, que no existe en el mundo primavera, comparada a la primavera de la selva.

Existe un día en que las cosas parecen fatigadas, y hasta los mismos olores, al elevarse por el pesado aire, parecen algo viejo y usado. Esto no puede ser explicado, pero se experimenta. Luego viene otro día —pero para el ojo nada ha cambiado— en que todos los olores parecen nuevos y son deliciosos; entonces, les tiemblan los bigotes al pueblo de la selva hasta las raíces, y empieza a caérseles de los ijares el pelo de invierno en largos y sucios mechones. Entonces, si por casualidad llueve un poco, todos los árboles, y los matorrales, y los bambúes y los musgos y las plantas de hojas jugosas, despiertan con unos rumores y un crecimiento súbito que casi puede escucharse, y todavía, bajo estos rumores, corre día y noche algo como un profundo zumbido. Éste es el susurro de la primavera. . algo que vibra, y que no es ruido de abejas, ni de agua que cae, ni de viento en las copas de los árboles, sino una especie de arrullo de un mundo que se siente feliz.

Hasta aquel año, Mowgli había siempre disfrutado con el cambio de las estaciones.

Generalmente, él era el primero que veía el primer "ojo de primavera" escondido entre la hierba, y la primera aglomeración de nubes primaverales, que no tienen par en la selva. Su voz podía oírse en todos los sitios húmedos donde brillaban las estrellas y donde hubiera algo que floreciera, uniéndose al coro de las ranas, imitando a los búhos que graznan, o haciendo las cosas al revés, durante las noches claras.

Escogía para sus correrías, como todos los suyos, la primavera, e iba de un lugar a otro por el mero placer de correr al través del aire tibio durante treinta, cuarenta o cincuenta kilómetros entre la hora del crepúsculo y la del alba, retornando luego sonriente y jadeante coronado de extrañas flores. Los cuatro no lo seguían en estas salvajes correrías por la selva; se iban a cantar sus canciones con los otros lobos. El pueblo de la selva está muy ocupado en primavera, y Mowgli podía escucharlos gruñir, gritar o silbar según la especie de los individuos. Sus voces son entonces diferentes a las de otras épocas del año, y por esto se le llama la época del lenguaje nuevo a la primavera, en la selva.

Pero en esta ocasión, como Mowgli le había dicho a Bagheera, su pecho había cambiado. Desde que habían adquirido un color moreno, lleno de manchas los retoños del bambú, había él estado esperando la mañana en que cambiarían todos los olores.

Pero cuando llegó aquella mañana, y Mor, el pavo real, resplandeciendo en sus luminosos colores bronce, azul y oro, lanzó su agudo grito entre los bosques, y Mowgli abría su boca para contestar con su propio grito, las palabras se le quedaron entre los dientes, y experimentó algo que le empezó en los dedos de los pies y terminó en su cabello.. . una sensación de decidido malestar, de tal modo que se examinó atentamente por asegurarse de que no había hollado ninguna espina.

Dio Mor el grito que señalaba los nuevos olores; los demás pájaros lo repitieron, y por allá, en las rocas del Waingunga oyó el muchacho el ronco grito de Bagheera, algo que participaba del águila y del relincho del caballo. Sobre la cabeza de Mowgli, en las ramas cubiertas de retoños, hubo chillidos y desbandada de Bandar—log; él permaneció allí en pie, con ganas de contestarle a Mor, y no haciendo otra cosa que sollozar que le arrancaba su sentimiento de infelicidad.

Miró atentamente en torno suyo, pero no vio otra cosa que a los burlones Bandar—log que correteaban entre los árboles, y a Mor, que desplegaba la rueda de sus espléndidos colores, allá abajo, en los declives.

—¡Los olores han cambiado! —gritaba Mor—. ¡Buena suerte, hermanito! ¿Por qué no contestas?

—¡Hermanito, buena suerte! —silbó Chil, el milano, y con él su compañera, que descendían juntos por el aire en rápido vuelo. Los dos pasaron tan cerca de Mowgli que, al rozarlo, se desprendió de sus alas un poco de suave y blanco plumón.

Leve lluvia de primavera (la llaman allí "lluvia del elefante") pasó al través de la selva en una franja de más de medio kilómetro de ancho; dejó a las hojas mojadas y moviéndose, y terminó con un doble arco iris y algunos truenos. El zumbido de la primavera rompió todo durante un minuto, y luego quedó en silencio, pero parecían gritar todos a la vez los habitantes de la selva. Todos, excepto Mowgli.

—He comido buenos alimentos —díjose a sí mismo y he bebido buena agua. No arde mi garganta ni parece cerrarse, como cuando mordí la raíz de manchas azuladas, cuando Oo, la tortuga, me dijo que era alimento sano. Pero siento oprimido el pecho, y les hablé con violencia a Bagheera y a otros, a los de la selva en general y a los míos. Y también, siento ahora calor, luego frío, y después ni frío ni calor, pero mal humor con algo que no acierto a ver. ¡Huhu! ¡Ya es hora de correr! Esta noche atravesaré los terrenos de pastos; sí: emprenderé mi correría primaveral por los marjales del Norte. Durante largo tiempo he cazado con mucha comodidad. Y los cuatro vendrán conmigo, pues se están poniendo gordos corno larvas de gorgojo.

Los llamó entonces, pero ninguno de los cuatro contestó. Estaban demasiado lejos para que pudieran oírle, cantando las canciones de primavera (las de la Luna y del Sambhur) con los lobos de la manada; porque en tiempo de primavera el pueblo de la selva no ve apenas diferencia entre el día y la noche. Dio el agudo grito como un ladrido, pero la única respuesta fue el burlón miau del pequeño gato montés moteado que se arrastraba tortuosamente entre las ramas buscando nidos tempranos. Al oírlo, se estremeció de coraje y requirió su cuchillo. Luego adoptó un continente altivo aunque no estuviese nadie allí que pudiera verlo, y bajó a grandes trancos y muy serio por la falda de la colina, salida la barbilla y fruncidas las cejas. Pero ninguno de los suyos le preguntó nada porque cada quien estaba muy ocupado con sus propios asuntos.

—Sí —se dijo Mowgli, aunque sabiendo en lo hondo de su pecho que no tenía razón—; que vengan del Dekkan los perros rojizos o que la flor roja se agite entre los bambúes y que toda la selva venga lloriqueando a precipitarse a los pies de Mowgli, aplicándole grandes calificativos como si fuera un elefante. Pero ahora, porque los ojos de la primavera están rojos, y a Mor se le ocurre enseñar sus desnudas piernas en sus danzas primaverales, la selva se vuelve loca, como Tabaqui... ¡Por el toro que me rescató! ¡Yo soy el amo de la selva! ¿O no? ¡Silencio! ¿Qué hacéis allí?

Una pareja de lobos de la manada descendían corriendo por uno de los senderos, buscando campo abierto adecuado para luchar.

(Conviene recordar que la ley de la selva prohíbe pelear donde pueda verlo el resto de la manada.) Tenían los pelos del pescuezo erizados como alambres, y ladraban furiosamente, acercándose agachados, pronto a ser cada uno el primero en acometer.

Mowgli saltó hacia adelante, y con cada mano asió de un pescuezo, esperando poder lanzar hacia atrás a los animales como muchas veces lo había hecho en juegos o cacerías de la manada. Pero nunca antes había intervenido en una lucha de primavera.

Ambos saltaron hacia adelante y lo apartaron derribándolo, y sin una palabra, se agarraron y rodaron una y otra vez.

Casi antes de caer ya estaba Mowgli en pie; desnudo estaba su cuchillo y enseñaba los blancos dientes, y en ese mismo minuto hubiera matado a ambos, únicamente porque luchaban cuando él quería que se estuvieran quietos, aunque, según la ley, todo lobo tiene completo derecho a pelear. Dio vueltas en torno de los dos, encogidos los hombros y con temblorosa mano, pronto para darles de cuchilladas cuando la primera furia del ataque hubiese pasado; pero, en tanto que esperaba, parecieron abandonarle las fuerzas; la punta del cuchillo fue bajándose y terminó por envainarlo y seguir mirando.

—Ciertamente comí algo venenoso —dijo, al cabo, suspirando—.

Desde que interrumpí el Consejo con la flor roja. . desde que maté a Shere Khan... ni uno solo de los de la manada era capaz de arrojarme al suelo. ¡Y éstos no son sino zagueros de la manada, cazadores de segunda! Me abandona mi fuerza y no tardaré en morir. ¡Oh, Mowgli! ¿Por qué no los matas a los dos?

Prosiguió la lucha hasta que huyó uno de los lobos y Mowgli quedó solo en aquella tierra removida y ensangrentada, mirando, ya su cuchillo, ya sus piernas y sus brazos, mientras la sensación de hondo aplanamiento, de profunda infelicidad que nunca antes había experimentado, pesaba sobre él como pesa el agua sobre el sumergido leño que cubre.

Cazó temprano aquella noche y sólo comió un poco, a fin de encontrarse dispuesto para su correría primaveral; y comió solo, porque todo el pueblo de la selva se hallaba lejos, cantando o luchando. La noche espléndida, era una de aquellas que ellos llaman blancas.

Todas las plantas parecían hacer crecido, desde por la mañana, lo que debieran crecer en un mes. La rama que el día anterior mostraba hojas amarillas, dejaba ahora salir la savia cuando Mowgli la rompía. Los musgos se enroscaban, por encima de sus pies, tibios y mullidos. La hierba nueva no cortaba al tocarla; todas las voces de la selva resonaban como una sola cuerda de arpa, pulsada por la Luna... la Luna del lenguaje nuevo, que lanzaba de lleno su luz sobre las rocas y sobre las lagunas, la deslizaba entre los troncos y las enredaderas, y la filtraba entre millares de hojas. Olvidándose de su desdicha, Mowgli cantaba en voz alta con el más puro regocijo al emprender su carrera. Parecía volar, más que cualquiera otra cosa, porque había escogido como punto de partida la larga y rápida pendiente que lleva a los marjales del Norte, por en medio del corazón de la selva, donde el terreno, verdaderamente elástico por la hierba, amortiguaba el ruido de sus pasos. Un hombre que hubiera sido educado por hombres habría tenido muchos tropiezos al través de la vaga luz de la Luna; pero los músculos de Mowgli, adiestrados por años de experiencia, lo sostenían como si fuese una pluma. Cuando algún leño podrido o una piedra escondida se torcían bajo sus pies, él seguía adelante sin inmutarse, sin aminorar su velocidad, sin esfuerzo y sin preocuparse lo más mínimo.

Cuando se cansaba de caminar por el suelo, levantaba sus brazos asiéndose al estilo de los monos de alguna enredadera cercana, y parecía flotar, más bien que encaramarse, llegando hasta las más delgadas ramas de los árboles, y desde allí seguía uno de los caminos arbóreos, hasta que cambiaba de idea y de nuevo descendía al suelo, describiendo una larga curva. Había sitios silenciosos, cálidos y húmedos, rodeados de rocas húmedas, donde era difícil respirar por los pesados olores que se desprendían de las flores nocturnas y de los capullos de enredadera; oscuras avenidas donde la luz de la Luna formaba en el suelo brillantes fajas, colocadas tan regularmente como si fuesen piezas de mármol puestas en la nave de una iglesia; espesos y húmedos matorrales en que la nueva vegetación le llegaba al pecho, como queriendo echarle los brazos en torno de la cintura; cimas de montaña coronadas de rocas despedazadas, donde saltaba él de piedra en piedra sobre los cubiles de asustadas raposas pequeñas. Oía a veces, muy débil y muy lejano, el chug—drug, ruido que hacía el jabalí al afilarse los colmillos contra un tronco; y se cruzaba en el camino del enorme animal que arañaba y arrancaba la corteza de un alto árbol, llena de espuma la boca y de llamas los ojos. O se desviaba al oír un ruido de cuernos chocando y silbantes gruñidos, y pasaba como una exhalación delante de un par de sambhurs enfurecidos, que se movían vacilantes, baja la cabeza, cubiertos de rayas de sangre que parecían negras a la luz de la Luna. O en algún vado oía a Jacala, el cocodrilo, que bramaba como un buey, o separaba a alguna pareja perteneciente al pueblo venenoso; pero antes de que pudieran picarlo ya estaba lejos, cruzando los brillantes guijarros, y se internaba de nuevo en la selva.

Así corrió, unas veces gritando, otras cantando, sintiéndose el más feliz de cuantos seres había esa noche en la selva, hasta que, por último, el olor de las flores le indicó que se encontraba ya cerca de los marjales, y éstos quedaban mucho más lejos de los límites de su acostumbrado cazadero.

Aquí también, cualquier hombre educado por hombres se hubiera hundido hasta la cabeza a los tres pasos; pero parecía que Mowgli tenía ojos en los pies que lo llevaban de mata en mata movediza, vacilante, pero sin necesitar de los ojos de su cara. Corrió hacia el centro del pantano, asustando a los patos al pasar, y se sentó sobre un tronco de árbol cubierto de musgo y caído en el agua negruzca. En torno suyo, todos los habitantes del marjal estaban despiertos, porque en la primavera el pueblo de los pájaros tiene ligero el sueño, y en gran número estuvieron yendo y viniendo durante toda la noche. Pero ninguno de ellos hizo el menor caso de Mowgli, quien permanecía sentado entre las altas cañas y susurraba canciones sin palabras y se miraba las plantas de los pies, morenos y endurecidos para ver si se le había clavado alguna espina, Toda su infelicidad parecía haber quedado muy atrás en la selva; pero empezaba a entonar una de sus canciones a grito pelado, cuando volvió a apoderarse de él... y diez veces peor que antes.

En esta ocasión, Mowgli sintió miedo.

—¡También aquí! —dijo casi en voz alta—. ¡Me ha seguido! Y miró por encima de su hombro para ver si aquello estaba realmente allí, tras él.

—No hay nadie.

Continuaron los ruidos nocturnos del pantano, pero no le dirigieron la palabra ni una ave ni una fiera, y fue en aumento el sentimiento de tristeza que lo embargaba.

—Ciertamente he comido algún veneno —dijo con atemorizada voz—. Habré tragado sin darme cuenta algún veneno y voy perdiendo las fuerzas. Sentí miedo (y, con todo, no era yo el que lo sentía)... Mowgli tuvo miedo cuando peleaban los dos lobos. Akela, e incluso Fao, los hubieran reducido a la obediencia; pero Mowgli sintió miedo. Señal indudable de que he tragado algún veneno... Pero, ¿qué les importa a los de la selva?

Cantan, aúllan, luchan los unos con los otros, corren en cuadrillas a la luz de la Luna, mientras yo... ¡Haimai!... Yo me estoy muriendo aquí en los marjales, por causa de ese veneno que he tragado.

Sintió tal compasión por él mismo, que casi se echó a llorar.

—Y después —continuó— me encontrarán tendido sobre esa agua negra. ¡No! Regresaré a mi selva y moriré sobre la Peña del Consejo, y Bagheera, a quien quiero.. . si es que no anda gritando por el valle... Bagheera, quizás, vigilará un rato lo que de mí quede, para que Chil no haga conmigo lo que hizo con Akela.

Una lágrima, grande y tibia, cayó sobre sus rodillas, y, a pesar de lo desdichado que se sentía, Mowgli experimentó algo como un placer de su desgracia, si es que puede entenderse esa especie de felicidad al revés.

—Como lo que hizo Chil el milano con Akela —repitió.— la noche aquella en que salvé de los perros rojos a la manada.

Quedóse quieto por unos momentos, pensando en las últimas palabras del Lobo Solitario, que, por supuesto, vosotros recordaréis.

—Bueno: Akela me dijo muchas tonterías antes de morir, porque cuando morimos cambia todo lo que tenemos en el pecho. Dijo.. . Pero no importa. A pesar de todo, yo soy de la selva.

Por la excitación que sentía recordando la lucha en las orillas del Waingunga, dijo las últimas palabras gritando, y una hembra de búfalo salvaje que estaba entre las cañas se levantó del suelo sobre sus rodillas y dijo bufando:

—¡Un hombre!

—¡Uh! —dijo Mysa, el búfalo salvaje (Mowgli lo oía moverse en su charco)—, eso no es un hombre. No es más que el lobo pelón de la manada de Seeonee. En noches como ésta anda corriendo de acá para allá.

—¡Uh! —dijo también la hembra agachando de nuevo la cabeza para pacer—. Creí que era un hombre.

—Te digo que no. ¡Oh, Mowgli! ¿Hay algún peligro? —mugió Mysa.

—¡Oh, Mowgli! ¿Hay algún peligro? —repitió el muchacho, burlándose—. Eso es en lo único que piensa Mysa: en si hay algún peligro. Pero de Mowgli que va de un lado para otro en la selva, siempre vigilando, ¿qué se le da?

—¡Cómo grita! —exclamó la hembra.

—Así gritan —respondió Mysa despreciativamente— los que, cuando ya arrancaron la hierba, no saben cómo comérsela.

—Por mucho menos que eso —gruñó Mowgli para sus adentros—, por menos que eso, en la época de lluvias hubiera pinchado a Mysa hasta sacarlo de su charca, y cabalgándolo, lo habría conducido al través del pantano atado con una cuerda de juncos.

Alargó la mano para romper uno de éstos, pero la retiró dando un suspiro. Mysa siguió rumiando imperturbable, y la larga hierba iba raleando donde pacía el búfalo.

—No moriré aquí —dijo Mowgli enojado—. Me vería Mysa, que es le la misma sangre de Jacala y del jabalí. Vamos más allá del pantano a ver qué sucede. Nunca había emprendido una correría de primavera como ésta.. . siento frío y calor a la vez. ¡Ánimo, Mowgli!

No pudo resistir la tentación de deslizarse al través de los juncos hasta llegar a Mysa y darle un pinchazo con la punta de su cuchillo. El enorme búfalo salió chorreando de su charca, como una bomba que estalla, en tanto que Mowgli tuvo que sentarse por la risa que lo acometió.

—Ahora anda y di que el lobo pelón de la manada de Seeonee te trató como a un búfalo de rebaño, Mysa —gritó.

—¿Lobo, tú? —dijo, bufando, el búfalo, y pateando en el barro—. Toda la selva sabe que tú guardabas ganado.., que eres un mozuelo como los que gritan entre el polvo, en los campos de allá lejos. ¡Tú, de la selva!... ¿Qué cazador se hubiera arrastrado como serpiente entre sanguijuelas, y, por una broma idiota, por una broma de chacal, me habría avergonzado delante de mi hembra? Sal a tierra firme, y te... te...

Lanzaba el animal espumarajos de rabia, porque Mysa es quizás el que peor genio tiene en toda la selva. Mowgli mirábalo bufar con ojos de inalterable calma. Cuando pudo hacerse oír entre el ruido del barro que salpicaba, dijo:

—¿Qué manada de hombres hay aquí, cerca de los pantanos, Mysa? No conozco esta parte de la selva.

—Dirígete hacia el Norte, pues —bramó furioso el búfalo, porque el pinchazo había sido en verdad muy fuerte—. Eso ha sido una burla digna de un vaquero como tú. Anda y cuéntasela a los de la aldea, allá al extremo del pantano.

—A las manadas de los hombres no les gustan los cuentos de la selva, y no creo, Mysa, que un arañazo de más o de menos en tu piel sea cuestión de reunir un consejo. Pero iré a dar un vistazo a la aldea. Sí; iré. Pero ahora, calma. No viene el dueño de la selva cada noche a guardarte mientras paces.

Saltó sobre la tierra movediza al borde del pantano, sabiendo bien que Mysa no lo embestiría allí, y echó a correr, riéndose, al pensar en el enojo del búfalo.

—No he perdido aún toda mi fuerza —dijo—. Quizás el veneno no me ha llegado aún hasta los huesos. Allá está una estrella, muy baja.

Miróla por el hueco que quedaba entre sus manos casi cerradas.

—¡Por el toro que me rescató! ¡Es la flor roja... la flor roja junto a la que me senté yo antes. antes de unirme a la primera manada de Seeonee! Ahora que lo he visto, daré por terminados mis correteos.

El marjal terminaba en una ancha llanura en la cual parpadeaba una luz. Hacía ya mucho tiempo desde que Mowgli se había mezclado en los asuntos de los hombres, pero aquella noche el resplandor de la flor roja lo indujo a seguir adelante.

—Daré una ojeada —dijo— como aquella vez en tiempos pasados, y veré si la manada humana ha cambiado.

Olvidando que ya no se hallaba en la selva donde podía hacer lo que quería, corrió descuidadamente por la hierba húmeda de rocío hasta que llegó a la choza donde ardía la luz. Tres o cuatro perros ladraron, pues ya se encontraba en los alrededores de la aldea.

—¡Oh! —dijo Mowgli sentándose sin producir ningún ruido, y después de lanzar un aullido de lobo que silenció a los perros—. Lo que ha de suceder, sucederá. Mowgli, ¿qué tienes tú qué ver ya con los cubiles de la manada de hombres?

Se limpió la boca con la mano, pues se acordó que en ella lo había golpeado una piedra, hacía muchos años, cuando la otra manada humana lo arrojó de su seno.

La puerta de la choza, al abrirse, dejó ver a una mujer que miró hacia la oscuridad de afuera. Lloró un chiquillo, y la mujer dijo por encima del hombro:

—Duerme. No es sino un chacal que despertó a los perros. Pronto amanecerá.

Mowgli, que se ocultaba en la hierba, empezó a temblar como atacado de fiebre.

Conoció muy bien aquella voz, pero para estar seguro gritó suavemente, sorprendiéndose él mismo de que de nuevo pudiera hablar como los hombres:

—¡Messua! ¡Messua!

—¿Quién llama? —dijo la mujer con un leve temblor en la voz.

—¿Me olvidaste ya? —dijo Mowgli. Mientras hablaba, sentía seca la garganta.

—Si en verdad eres tú, ¿cuál es el nombre que te di? ¡Dime!

Había entrecerrado la puerta y una de sus manos apretaba su pecho.

—¡Nathoo! ¡Nathoo! —respondió Mowgli, porque, como vosotros recordaréis, éste fue el nombre que le dio Messua cuando él por primera vez fue a unirse a la manada de los hombres.

—Ven, hijo mío —gritó ella, y Mowgli se adelantó hacia la luz, miró cara a cara a Messua, la mujer que había sido buena con él y cuya vida el muchacho había salvado hacía tanto tiempo. Se veía ella más vieja y su cabello era gris, pero ni sus ojos ni su voz habían cambiado. Como mujer que era, pensó ver a Mowgli tal como lo había dejado, y sus ojos lo recorrían desde el pecho hasta su cabeza que topaba casi con el dintel de la puerta.

—¡Hijo mío! —balbuceó; y luego, arrojándose a sus pies, continuó diciendo—:

—Pero ya no es mi hijo, sino un pequeño dios de los bosques. ¡Ay!..

De pie como estaba, a la roja luz de la lámpara de aceite, fuerte y hermoso, con el largo cabello negro cayéndole sobre los hombros, con el cuchillo pendiente de su cuello y la cabeza coronada de blancos jazmines, podía tomársele fácilmente por algún dios de que hablan las leyendas de la selva. El chiquillo, medio dormido en su cuna, se levantó y empezó a gritar atemorizado. Messua se volvió para calmarlo, en tanto que Mowgli se mantenía quieto, mirando los jarros y los calderos, el arcón del grano y todos los demás útiles de que usan los hombres, y vio que los recordaba perfectamente.

—¿Quieres comer o beber algo? —murmuró Messua—. Todo esto es tuyo. Te debemos la vida. Pero, ¿eres tú de veras aquél a quien yo llamé Nathoo, o más bien eres un pequeño dios?

—Soy Nathoo —respondió Mowgli—. Estoy muy lejos de mis propios lugares. Vi esta luz, y vine. No sabía que estuvieras tú aquí.

—Después de que venimos a Khanhiwara —dijo Messua tímidamente—, los ingleses nos ayudaron contra aquella gente que quería quemarnos. ¿Recuerdas?

—Sí. No lo he olvidado.

—Pero cuando la ley inglesa tuvo ya todo preparado, fuimos a la aldea de aquella mala gente, pero ya no existía.

—También me acuerdo de eso —dijo Mowgli con un leve aleteo de las ventanas de la nariz.

—Por tanto, mi hombre trabajó en los campos de otros, y por último (porque en verdad era un hombre muy fuerte), fuimos dueños de una pequeña porción de tierra. No es tan buena como la de la otra aldea, pero no necesitamos mucho... para los dos.

—¿Dónde está... el hombre que escarbaba la tierra cuando tenía miedo... aquella noche?

—Murió.., hace un año.

—¿Y ése? —prosiguió Mowgli señalando al chiquillo.

—Mi hijo, que nació hace dos lluvias. Si tú eres un dios, haz que la selva lo proteja, que nunca le ocurra nada entre tu... entre tu gente, así como nos protegiste a nosotros aquella noche.

Levantó en brazos al niño, el cual, olvidándose de su pasado rniedo, empezó a jugar con el cuchillo que colgaba del cuello de Mowgli, y éste le apartó los deditos con gran cuidado.

—Y si tú eres Nathoo, el que el tigre se llevó —prosiguió Messua, ahogando un sollozo—, entonces éste es tu hermanito. Dale tu bendición, como hermano mayor.

—¡Hai—mai! ¿Qué sé yo de eso que se llama bendición? Yo no soy un dios, ni tampoco su hermano, y... ¡Oh, madre, madre! ¡Tengo el corazón oprimido!...

Se estremeció al colocar al chiquillo en el suelo.

—Claro está —dijo Messua, muy atareada con sus vasijas—. Esto sucede por andar corriendo de noche por los pantanos. Sin duda, la fiebre se ha apoderado de ti hasta los huesos.

Mowgli sonrió ante la idea de que algo de la selva pudiera causarle daño.

—Encenderé el fuego, y beberás leche caliente. Quítate la corona de jazmines; su olor es demasiado fuerte para un lugar tan pequeño como éste.

Se sentó Mowgli, murmurando y ocultando el rostro entre las manos. Toda suerte de extraños sentimientos que antaño nunca había experimentado, le asaltaban ahora, exactamente como si estuviera envenenado, y se sentía mareado e indispuesto. Bebió la leche caliente a grandes sorbos, y Messua le daba cariñosas palmaditas en la espalda de cuando en cuando, todavía no del todo segura si aquél era su hijo Nathoo, el de otros tiempos, o algún ser maravilloso de la selva, pero alegrándose de ver que, cuando menos, era de carne y hueso.

—Hijo —dijo por último, y sus ojos brillaban de orgullo—, ¿no te ha dicho nadie que eres hermoso, más hermoso que todos los hombres?

—¿Eh? —respondió Mowgli, porque por supuesto nunca había oído antes cosa semejante.

Rióse Messua suavemente, felizmente. Le bastaba la expresión que veía en el rostro del muchacho.

—¿Soy, pues, la primera? Está bien, aunque sea raro que una madre le diga estas cosas agradables a su hijo. Eres muy hermoso. Nunca vi un hombre que lo fuera tanto.

Mowgli volvió la cabeza, y trató de mirarse por encima de su fuerte hombro, y Messua se rió de nuevo tanto, que Mowgli, sin saber por qué, hubo de imitarla, y el chiquillo corría del uno a la otra, riendo también.

—No; tú no debes reírte de tu hermano —dijo Messua tomándolo en brazos y acercándolo a su pecho.—. Cuando tengas sólo la mitad de su hermosura, te casaremos con la hija más joven de un rey, y entonces montarás en grandes elefantes.

Mowgli no podía entender una sola palabra de todo esto; por otra parte, la leche caliente iba produciendo su efecto en él después de la larga carrera, y así, se acomodó y en un minuto quedóse profundamente dormido, en tanto que Messua le apartaba el cabello de los ojos y lo cubrió con un trozo de tela, sintiéndose muy feliz. Según la costumbre de la selva, Mowgli durmió el resto de la noche y todo el día siguiente, porque el instinto, nunca completamente adormecido, le decía que nada había que temer. Se despertó al cabo dando un salto que hizo temblar la choza, porque la tela que cubría su rostro le hizo soñar que caía en una trampa; permaneció así, de pie, con la mano sobre su cuchillo, pesados aún de sueño sus asustados ojos, pronto para cualquier lucha.

Rióse Messua y puso ante él la comida de la tarde. No eran sino unas bastas tortas, cocidas sobre un fuego que las ahumó, un poco de arroz y un montón de tamarindos en conserva... lo indispensable para esperar a que pudiera cazar algo por la noche.

El olor del rocío en los marjales le abrió el apetito y le excitó los nervios. Deseaba interrumpir su carrera primaveral, pero el chiquillo se empeñó en que lo tuviera en brazos, y Messua en que había de peinarle a su Nathoo el largo cabello de color de ala de cuervo. Conforme lo peinaba, canturreaba cancioncillas sin sentido para dormir chiquillos, ya llamando a Mowgli hijo suyo, ya suplicándole que le diera a su niño un poco de su poder sobre la selva.

La puerta de la choza estaba cerrada, pero Mowgli escuchó un ruido que conocía bien, y vio que se desencajaba el rostro de Messua, por el miedo, al notar que pasaba por debajo de la puerta una enorme pata, y al oír que, afuera, del otro lado de la misma puerta, sonaba un gemido ronco y lastimero en el que había arrepentimiento, ansiedad y temor.

—¡Quédate allí y espera! Cuando llamé, no quisiste venir —dijo Mowgli en el lenguaje de la selva sin volver la cabeza, y desapareció entonces la gran pata gris.

—No... no traigas contigo.., a tus servidores —dijo Messua—. Yo... nosotros.., siempre hemos vivido en paz con los de la selva.

—Viene en son de paz —respondíó Mowgli levantándose—. Recuerda aquella noche en el camino a Khanhiwara. Había docenas como éste en torno tuyo. Pero ya veo que hasta en la época de la primavera el pueblo de la selva no siempre olvida. Madre, me voy. Messua se apartó humildemente. "Es, ciertamente, un dios de los bosques" —pensó—.

Pero, cuando Mowgli puso la mano sobre la puerta, en la pobre mujer pudieron más que nada los sentimientos de madre y le echó los brazos al cuello una y otra vez.

—¡Vuelve! —murmuró—. Seas o no mi hijo, regresa, porque te quiero. .. Mira, él también siente que te vayas.

El pequeño lloraba porque veía que el hombre del cuchillo brillante se iba.

—Regresa otra vez —repitió Messua—. Ni de día ni de noche estará esta puerta cerrada para ti.

Mowgli sentía como si todos los nervios de la garganta se le tensaran, y su voz parecía arrastrarse por ella con dificultad cuando respondió:

—Ciertamente volveré. Y ahora —añadió dirigiéndose al lobo y apartándole la cabeza que se acercaba a él cariñosamente cuando transponía el umbral—, ahora tengo una queja contra ti, Hermano Gris. ¿Por qué no vinieron los cuatro juntos cuando los llamé hace tanto tiempo?

—¿Tanto tiempo? No fue sino ayer por la noche. Yo... nosotros. . estábamos cantando en la selva nuestras canciones nuevas, porque ésta es la época del lenguaje nuevo. ¿Te acuerdas?

—Cierto, cierto.

—Y tan pronto como terminamos de cantar las canciones —prosiguió seriamente el Hermano Gris—, seguí tras de tu rastro. Me adelanté a todos los demás y seguí sin parar un momento. Pero, hermanito, ¿qué hiciste viniéndote a comer y dormir con la manada de los hombres?

—Si ustedes hubieran venido cuando los llamé, esto nunca hubiera sucedido —respondió Mowgli, corriendo mucho más aprisa.

—¿Y qué va a suceder ahora? —preguntó el Hermano Gris.

Mowgli iba a contestar, cuando una muchacha vestida de blanco empezó a descender por una vereda que venía desde el extremo de la aldea. El Hermano Gris desapareció de inmediato, y Mowgli retrocedió sin ruido y se escondió en unos altos sembrados. Casi hubiera podido tocar a la joven con la mano cuando los tibios y verdes tallos se cerraron ante su rostro y lo hicieron desaparecer como un fantasma. Gritó la joven, porque pensó que había visto un duende, y luego suspiró profundamente. Mowgli separó los tallos con las manos y se estuvo contemplándola hasta que ella se perdió de vista.

—Y ahora no sé... —dijo, suspirando a su vez—. ¿Por qué no vinieron ustedes cuando los llamé?

—Te seguimos... te seguimos siempre —murmuró el Hermano Gris, lamiendo los talones de Mowgli—. Te seguimos siempre, excepto en la época del lenguaje nuevo.

—¿Y me seguirías hasta la manada de los hombres? —dijo en voz muy baja Mowgli.

—¿No te seguí aquella noche en que nuestra manada te expulsó? ¿Quién te despertó cuando yacías entre los sembrados?

—Sí; pero, ¿lo harías de nuevo?

—¿No te seguí acaso esta noche?

—Sí; pero una, y otra vez, y quizás otra más, Hermano Gris.

Permaneció éste en silencio. Cuando habló otra vez, fue para decir como hablando consigo mismo:

—La Negra dijo la verdad.

—¿Qué dijo?

—Que el hombre, por último, vuelve siempre al hombre. Raksha, nuestra madre, dijo.

—También lo dijo Akela aquella noche de los perros rojizos —murmuró Mowgli.

—Lo mismo dice Kaa, que sabe más que todos nosotros.

—¿Y qué dices tú, Hermano Gris?

—Te expulsaron una vez, llenándote de insultos. Te hirieron en la boca con una piedra.

Enviaron a Buldeo para que te asesinara. Te hubieran arrojado sobre la flor roja. Tú mismo, no yo, has dicho que son malos y necios. Tú, y no yo (pues yo tan sólo seguí a los míos) lanzaste a la selva contra ellos. Tú, y no yo, inventaste una canción contra los hombres, más amarga aún que nuestra canción contra los perros de rojiza pelambre.

—Te pregunto qué es lo que tú opinas.

Hablaban mientras seguían corriendo. El Hermano Gris galopó todavía un rato más sin contestar, y luego dijo entre salto y salto:

—Hombre—cachorro... Amo de la selva... Hijo de Raksha... hermano mío: aunque sea algo olvidadizo en primavera, tu rastro es mi rastro, tu cubil es mi cubil, tu caza es mi caza, y donde mueras luchando, moriré yo. Hablo también por los otros tres. Pero, ¿qué le dirás ahora a la selva?

—Ésa es una buena ocurrencia. Entre ver una pieza y matarla, no debe pasar mucho rato.

Adelántate y congrégalos a todos al Consejo de la Peña, y entonces les diré lo que siento en mi pecho. Pero quizás no acudan al llamamiento... Quizás se olvidarán de mí, en la época del lenguaje nuevo.

—¿Acaso tú nunca te has olvidado de nada? —ladró el Hermano Gris en tanto que corría al galope, y Mowgli lo seguía, pensativo.

En cualquiera otra estación la noticia hubiera atraído a todos los habitantes de la selva, que se hubieran presentado juntos, erizados los pelos del cuello; pero ahora estaban muy ocupados cazando, luchando, matando y cantando. Corría del uno al otro el Hermano

Gris, gritando:

—¡El amo de la selva se vuelve con los hombres! ¡Venid al Consejo de la Peña!

Y el pueblo todo, feliz, pletórico de vida, se limitaba a responder:

—Regresará acá de nuevo con los calores del verano. Las lluvias lo traerán de nuevo al cubil. Corre y canta con nosotros, Hermano Gris.

—¡Pero es que el amo de la selva se vuelve con los hombres! —repetía el Hermano Gris.

—¡Eee—Yoawa!... ¿Acaso por eso es menos dulce el tiempo del lenguaje nuevo? —le contestaban.

Y así, cuando Mowgli, sintiendo el corazón oprimido, subió por entre las rocas que tan bien conocía al lugar en que lo habían presentado al Consejo, no halló allí más que a los cuatro, a Baloo, que estaba ya casi ciego por los años, y a la pesada y fría Kaa, enroscada en el lugar que solía ocupar Akela.

—¿Termina, pues, aquí tu rastro, hombrecito? —dijo Kaa, mientras Mowgli se arrojaba al suelo con el rostro entre las manos—. Lanza tu grito; somos de la misma sangre tú y yo... el hombre y la serpiente.

—¿Por qué no me mataron los perros rojizos? —gimió el muchacho—. Mi fuerza me ha abandonado, y la causa no es ningún veneno. Día y noche oigo unos pasos que siguen mis huellas. Y cuando vuelvo la cabeza, es como si en aquel mismo momento alguien se escondiera de mí. Miro tras de los árboles, y nadie hay allí. Llamo y nadie responde; pero es como si alguien me escuchara y se guardara la respuesta. Me echo al suelo a descansar, pero no descanso. Emprendo la carrera primaveral, pero eso no me hace sentirme más calmado. Me baño, pero el baño no me refresca. Me disgusta matar, pero no me atrevo a luchar sino cuando, al fin, mato. Siento a la flor roja en mi cuerpo; mis huesos se han vuelto como el agua... y no sé lo que me pasa.

—¿Qué necesidad hay de hablar? —dijo Baloo lentamente, volviendo su cabeza hacia donde se hallaba Mowgli—. Akela, allá junto al río, dijo que Mowgli arrastraría a Mowgli de nuevo hacia la manada de los hombres. También yo lo dije. ¿Pero quién escucha ahora a Baloo? Bagheera... ¿dónde está Bagheera esta noche? Ella lo sabe también. Es la ley.

—Cuando nos encontramos en las moradas frías, hombrecito. ya lo sabía yo —dijo Kaa, volviéndose un poco, enroscada en sus poderosos anillos—. Al fin, el hombre siempre vuelve al hombre, aunque la selva no lo arroje de su seno.

Los cuatro se miraron uno al otro y luego a Mowgli, perplejos pero prontos a obedecer.

—¿La selva, pues, no me expulsa? —balbuceó Mowgli.

El Hermano Gris y los otros tres gruñeron furiosos y empezaron a decir:

—Mientras nosotros estemos vivos, nadie se atreverá.

Pero Baleo los hizo callar de inmediato.

—Yo te enseñaré la ley. A mí me toca hablar —dijo—, y, aunque no pueda ver ya ni las rocas que tengo delante, todavía veo muy lejos. Ranita, sigue tu propio rastro; haz tu cubil entre los de tu propia sangre, entre los de su manada, entre tu propia gente; pero, cuando quieras que te ayudemos con los pies, los dientes o los ojos, llevando rápidamente por la noche un mensaje tuyo, acuérdate, amo de la selva, que ésta está pronta para obedecerte.

—También la selva media es tuya —dijo Kaa—. Hablo a nombre de gente de importancia.

—¡Hai—mai! ¡Hermanos míos! —exclamó Mowgli levantando los brazos y sollozando. No sé ya lo que quiero. No quisiera irme, pero me arrastran mis dos pies contra mi voluntad. ¿Cómo podré renunciar a nuestras noches?

—iVaya, levanta los ojos, hermanito! —dijo Baloo—. Nada hay aquí de qué avergonzarse.

Cuando hemos comido la miel, abandonamos la colmena vacia.

—Una vez desechada la piel, no podemos vestírnosla de nuevo —observó Kaa—. Ésa es la ley.

—Escucha, tú, a quien quiero sobre todas las cosas —prosiguió Baloo. No hay ni una palabra ni una voluntad que puedan retenerte aquí. ¡Levanta los ojos! ¿Quién se atrevería a formularle preguntas al amo de la selva? Yo te vi jugando entre los blancos guijarros allí, cuando no eras más que un renacuajo; y Bagheera que te rescató pagando por ti un toro recién muerto, te vio también. De aquella inspección que se llevó al cabo entonces, no quedamos sino nosotros dos, porque Raksha, tu madre adoptiva, murió, lo mismo que tu padre adoptivo; los lobos que antiguamente formaban la manada, hace mucho tiempo que murieron; tú sabes lo que le sucedió a Shere Khan; en cuanto a Akela, murió entre los dholes, donde, si no hubiera sido por tu habilidad y tu fuerza, hubiera perecido también la segunda manada de Seeoneo. Nada queda sino huesos viejos. No puede ya decirse que el hombre—cachorro venga a pedirle permiso a su manada para marcharse, sino que ahora el dueño de la selva cambia de rastro. ¿Quién se atreverá a preguntarle al hombre por qué lo hace?

—Por Bagheera y el toro que me rescató... dijo Mowgli—. No quisiera...

Sus palabras fueron interrumpidas por un rugido y por el ruido de algo que caía en los matorrales vecinos, y Bagheera, ligera, fuerte y terrible como siempre, apareció ante él.

—Por esa razón —dijo estirando una de sus patas que chorreaba sangre—, no vine antes. La caza fue larga, pero allí yace muerto entre las matas... Es un toro de dos anos.., un toro que te devuelve la libertad, hermanito. Ahora quedan pagadas todas las deudas. Por lo demás, no digo otra cosa sino lo que Baloo diga.

Lamió el pie de Mowgli.

—¡Acuérdate de que Bagheera te quería! —gritó luego, y desapareció.

Ya al pie de la colina, gritó de nuevo con más fuerza:

—¡Buena suerte en el nuevo rastro que sigues, dueño de la selva! ¡Acuérdate: Bagheera te quería!

—Ya lo has oído —dijo Baloo. Eso es todo. Vete ahora. Pero antes, acércate a mí. ¡Ven, ranita sabia!

—Es duro mudar de piel —observó Kaa en tanto que Mowgli sollozaba largo rato, con su cabeza en el costado del oso ciego, y rodeándole el cuello con los brazos, en tanto que Baloo intentaba débilmente lamerle los pies.

—Las estrellas se apagan —dijo el Hermano Gris, olfateando el viento del alba—. ¿Dónde dormiremos hoy? Porque, desde ahora, seguiremos nuevas pistas.

Y ésta es la última de las narraciones relativas a Mowgli.

La Canción Final

(Esta es la canción que Mowgli oyó resonar a sus espaldas mientras regresaba al hogar de Messua.)

Baloo

Por el amor de aquel que a una ranita sabia
le enseñó la ley de la selva,
guarda la ley de la manada de los hombres,
¡guárdala por amor del viejo y ciego Baloo!

Antigua o nueva, clara o turbia,
pégate a ella como si fuera una pista,
de noche y de día, sin mirar
jamás a tu derecha o a tu izquierda.

Por el amor de quien te quiere,
más que a cualquier otro ser con vida,
cuando en tu manada te hagan sufrir,
di tan sólo: "Tabaqui canta de nuevo."

Cuando te amenace algún daño, di:
"No ha muerto aún Shere Khan";.
cuando el cuchillo esté pronto a matar,
guarda la ley y sigue tu camino.

(Miel, raíces y palmas hacen
que el cachorro ningún mal reciba.)
¡La gracia de la selva, la del bosque,
del agua y de la brisa te acompañen!

Kaa

El miedo nace del mal humor;
los ojos sin párpados ven más claro.
Del veneno de cobra nadie cura:
su palabra cual dardo hiere.
Hablar franco siempre es fuerte;
que lo acompañe siempre la cortesía.
No más lejos aspires de lo que dé tu brazo;
no te apoyes en rama carcomida para lograrlo.
Mira si tu hambre codicia cabra o gamo;
engaña el ojo: se atraganta el bocado.
Ya harto, dormir quisieras...
Sea oculto el lugar, donde tu enemigo
no vaya a cogerte descuidado.
Luzcas limpio el cuerpo, y el hablar
cauto, a los cuatro vientos.
(Desde lejos te seguirá
la selva media los pasos.)
¡La gracia de la selva, la del bosque,
del agua y de la brisa te acompañen!

Bagheera

En una jaula empezó mi vida:
lo que vale el hombre bien se me alcanza.
¡Por el cerrojo roto que me libertó!...
¡Hombrecachorro, no fíes en gente de tu casta!

Elige, cuando a la luz de las estrellas caces,
pista recta y no embrollada.
En el cubil, en la cacería, en la guarida,
teme del hombre—chacal la amistad.

Responde con el silencio cuando: "Ven con nosotros;
se pondrá bueno”, te dijeren.
Y sigue respondiendo con silencio cuando
ayuda te pidan, contra el débil.

Que la presunción quede para los monos;
mata la pieza, y con esto basta; no pregones.
Cuando caces, no has de retroceder
en tu camino, por nada.

(Tinieblas matinales: protegedle,
guardianas del ciervo.)
¡La gracia de la selva, la del bosque,
del agua y de la brisa te acompañen!

Los tres

En el rastro que siguieres
hasta los umbrales que tememos.
donde la flor roja su capullo abre;
En las noches en que duermas
aprisionado y lejos del materno cielo
escuchándonos a nosotros tus amados,
mientras por allí rondamos.

En las auroras en que anheles
de la dura cárcel salir,
y en que sientas, de la selva
que dejaste, nostalgia;
¡La gracia de la selva, la del bosque,
del agua y de la brisa te acompañen!
¡Saber, fuerza y cortesía
vayan siempre contigo y te amparen!

Quíquern

Cual la nieve que pronto se derrite,
es la gente de los hielos orientales;
piden de limosna café y azúcar a los hombres blancos,
y vánse tras ellos.

Aprende a robar y luchar la gente
de los hielos de Occidente;
venden sus pieles en la factoría,
y a los hombres blancos su alma.

La gente de los hielos del Sur
con los balleneros comercian;
con cintajos adórnanse las mujeres,
pero pocas y miserables son sus tiendas.

Pero la gente del hielo primitivo, al Norte,
lejos del dominio del hombre blanco,
hace sus lanzas de diente de narval:
allí del hombre es el postrer límite.

—Abrió los ojos. ¡Mira!

—Mételo de nuevo en la piel. Será un perro muy fuerte! Cuando cumpla cuatro meses le pondremos nombre.

—¿Para quién será? —dijo Amoraq.

Miró Kadlu en redondo la choza de nieve cubierta de pieles, y luego miró a Kotuko, muchacho de catorce años, que se hallaba sentado en el banco—cama, y que tallaba un botón en un diente de morsa.

—Para mí —respondió Kotuko, con una mueca—. Algún día lo necesitaré.

Kadlu sonrió a su vez y sus ojos parecían enterrados en las gruesas mejillas, y asintió con un movimiento de cabeza dirigiéndose a Amoraq, en tanto que la feroz madre del cachorro gruñía al ver que el pequeñuelo se agitaba fuera de su alcance en la bolsa de piel de foca que se hallaba colgada sobre la lámpara de grasa de ballena para que estuviera calentita.

Kotuko siguió tallando el marfil. Kadlu arrojó un montón de arreos para perros en un cuarto pequeño abierto en uno de los costados de la choza, se despojó del pesado traje de caza hecho con piel de reno, púsolo en una red de delgadas ballenas entretejidas que colgaba sobre otra lámpara y se echó en el banco—cama para cortar un trozo de carne de foca helada, esperando a que, Amoraq, su mujer, le trajera la comida acostumbrada, compuesta de carne hervida y de sopa de sangre.

Había salido al despuntar el alba en dirección de los agujeros que forman las focas, a dos leguas de distancia, y regresó a su choza con tres de aquellos animales, de gran tamaño. A la mitad del largo y bajo pasadizo de nieve, parecido a un túnel, que conducía a la puerta interior de la choza, podían oírse ladridos y rumor de lucha a mordiscos: eran los perros del trineo que, libres ya de su cotidiana labor, se disputaban los lugares calientes.

Cuando los ladridos se tornaron demasiado fuertes, Kotuko se deslizó perezosamente del banco—cama al suelo y cogió un látigo con elástico mango de ballena de medio metro de largo y con más de siete de pesado y retorcido cuero. Se metió entonces en el corredor, en donde pareció, por el ruido, que los perros se lo comerían vivo; pero todo aquello sólo era su manera habitual de darle gracias a Dios por la comida que en seguida recibirían. Cuando llegó arrastrándose hasta el otro extremo, media docena de peludas cabezas seguían todos sus movimientos, mientras él se dirigía a una especie de horca fabricada con quijadas de ballena, en donde se colgaba la carne destinada a los perros; arrancó grandes trozos helados sirviéndose para ello de un arpón de ancha punta, y luego permaneció en pie con el látigo en una mano y la carne en la otra. Llamó a cada animal por su nombre, primero a los más débiles, y pobre del animal que se hubiera movido antes de su turno, porque la deshilachada punta del látigo, restallando como un rayo, le hubiera arrancado una pulgada más o menos de pelo y piel. Cada animal gruñía, mordía su ración, se atragantaba al devorarla y se apresuraba a guarecerse en el pasadizo, en tanto que el muchacho, de pie sobre la nieve e iluminado por la vivísima luz de la aurora boreal, daba a cada quien lo suyo según estricta justicia. El último fue un gran perro negro que dirigía a los demás en el tiro y mantenía el orden entre ellos cuando llevaban los arreos; a éste le dio Kotuko ración doble, que acompañó con un chasquido de látigo.

—¡Ah! —exclamó el muchacho recogiendo y arrollando su látigo—. Hay un pequeñuelo sobre la lámpara, el cual gruñirá de firme. ¡Sarpok! ¡Adentro!

Retrocedió a gatas por encima de los perros; con un sacudidor de ballena que guardaba detrás de la puerta Amoraq, se quitó la nieve que tenía sobre el traje de pieles; golpeó ligeramente las que forraban el techo de la choza para que cayeran los carámbanos que quizás estaban sobre ellas, desprendidos de la bóveda de nieve que estaba encima; después se acostó, hecho una bola, sobre el banco. Empezaron a roncar los perros del pasadizo y a dar leves gemidos mientras dormían; el hijo menor de Amoraq, en su honda capucha de pieles, pateó y lloró hasta casi ahogarse, y la madre del cachorro al que acababan de escogerle amo, permanecía echada al lado de Kotuko, con los ojos filos en la bolsa de piel de foca colocada en lugar seguro y tibio sobre la ancha y amarilla llama de la lámpara.

Y todo esto ocurría muy lejos, hacia el Norte, más allá del Labrador y del estrecho de Hudson, donde las grandes mareas levantan los hielos; al norte de la península de Melville —incluso al norte de los pequeños estrechos de Fury y de Hecla—; en la playa septentrional de la Tierra de Baffin; en donde la isla de Bylot se eleva por encima de los hielos del estrecho de Lancáster, como el molde de un pastel puesto boca abajo. Al norte del estrecho de Lancáster es muy poco lo que se conoce, excepto Devon del Norte y la Tierra de Ellesmere; pero aun allí viven desparramadas algunas personas, a las puertas mismas del Polo, por decirlo así.

Kadlu era un ínuit (lo que ustedes llamarían un esquimal), y su tribu, de unas treinta personas, pertenecía a los tununírmiut, o sea, "el país que está situado detrás de algo".

Llámanse en los mapas aquellas costas desiertas Ensenada del Consejo de Marina; pero siempre es preferible el nombre de ínuit, porque puede decirse en realidad que aquella tierra está situada detrás de todas las cosas del mundo. Sólo hielo y nieve hay allí durante nueve meses, sucédense los huracanes los unos a los otros, con un frío que no puede imaginarse quien no haya visto el termómetro a dieciocho grados centígrados, cuando menos, bajo cero. Seis meses de esos nueve transcurren en la oscuridad; esto es lo que hace horrible a aquel país. En los meses de verano, que son tres, sólo hiela continuamente durante las noches, y durante el día, de cada dos hiela en uno. Entonces empieza a desaparecer la nieve en las pendientes que se hallan en el Sur; unos cuantos sauces enanos muestran sus yemas lanosas; alguna diminuta piñuela parece que va a florecer; playas de fina arena y de guijarros descienden hasta el mar; levántanse piedras bruñidas y rocas veteadas por encima de la granulada nieve. Pero todo esto desaparece en pocas semanas y el salvaje invierno cierra de nuevo los claros que hay en la tierra, mientras que en el mar el hielo sube y baja, roto en pedazos, en lontananza, apretándose, entrechocando, rajándose, rozando unos contra otros, pulverizándose entre tanto, y, por así decir, varando, hasta que al cabo se hiela todo junto hasta una profundidad de tres metros, desde la tierra hasta donde está honda el agua.

En invierno Kadlu perseguía a las focas hasta los confines de aquellas tierras—hielos, y les clavaba el arpón cuando salían a respirar en sus agujeros. Las focas deben contar con agua para vivir y cazar en ella peces; en pleno invierno sucedía allí con frecuencia que el hielo se corría hasta unas veinte leguas, sin rajarse, partiendo de la playa más próxima. En primavera, él y los suyos se retiraban de los hielos amontonados en el mar, dirigiéndose a las rocas de tierra firme, y allí levantaban sus tiendas hechas de pieles y cazaban con lazo aves marinas, o arponeaban a las focas jóvenes que se asoleaban en las playas. Más tarde se dirigían hacia el Sur, a la Tierra de Baffin, para dedicarse allí a la caza del reno y hacer su provisión anual de salmón en los centenares de corrientes y lagos del interior, y regresaban al Norte en septiembre u octubre para cazar bueyes almizclados y para la matanza usual de focas del invierno. Estos viajes se hacían en trineos de perros que recorrían seis o siete leguas cada día, o algunas veces siguiendo la costa en grandes "botes de mujeres", construidos de pieles, en los que los niños y los perros se echan a los pies de los remeros, y las mujeres entonan canciones, mientras se deslizan de cabo en cabo por las frías y cristalinas aguas. Todos los objetos algo refinados que conocían los tununírmiut provenían del Sur, a saber, maderos acarreados por el agua que les servían para trineos; hierro en barras para las puntas de los arpones, cuchillos de acero, calderos de hojalata en que se cocía la comida mucho mejor que en los antiguos utensilios de cocina fabricados de esteatita; pedernal, acero, y hasta fósforos; y cintas de colores para el cabello de las mujeres; espejillos baratos, y tela de color rojo para orlas de chaquetas de piel de reno. Kadlu se dedicaba al tráfico valioso de blancos y retorcidos dientes de narval y de buey almizclado (éstos se cotizan tanto como las perlas), que vendía él a los ínuit del Sur, quienes, a su vez, traficaban con los balleneros y con las factorías que tienen los misioneros en los estrechos de Exeter y Cumberland; y así se encadenaban las cosas, hasta que, una caldera comprada por el cocinero de algún barco en el bazar de Bhendy, podía ir a parar sobre una lámpara de grasa de ballena en el sitio más frío del Círculo Polar Ártico.

Kadlu, como buen cazador, contaba con gran número de arpones de hierro, cuchillos para cortar la nieve, dardos para cazar pájaros y cuantas cosas hacen fácil la vida en los lugares de los grandes fríos; era, además, el jefe de su tribu, o, como ellos dicen, "el hombre que lo sabe todo por propia experiencia". Esto no le daba ninguna autoridad, excepto la de permitirle aconsejar a sus amigos que cambiaran de cazadero; pero Kotuko se aprovechaba de ello para mandar un poco, a la manera perezosa de los gordos ínuit, a los demás muchachos, cuando salían por la noche para jugar a la pelota a la luz de la luna o para cantar la "Canción del Niño a la Aurora Boreal".

Pero a los catorce años un ínuit se considera ya un hombre, y Kotuko estaba cansado ya de preparar lazos para coger gallos silvestres y zorros ferreros, y mucho más cansado aún de ayudarles a las mujeres en la operación de mascar pieles de foca y de reno (cosa que las ablanda mejor que nada) durante todo el largo día, en tanto que los hombres salían de caza. Quería ir al quaggi, la Casa del Canto, cuando los cazadores se reúnen allí para celebrar sus misterios, y el angekok, el hechicero, después de apagar las lámparas, les infunde un terror que hallaba delicioso, evocando el Espíritu del Reno que pateaba sobre el techo de la casa, o arrojando una lanza contra las sombras de la noche y viéndola volver atrás cubierta de caliente sangre. Quería poder arrojar sus grandes botas en la red, como lo hacía su padre, mostrando el aire cansado del jefe de familia, y jugar con los cazadores cuando iban a visitarlos por la noche y jugaban con una especie de ruleta improvisada por ellos con un bote de hojalata y un clavo. Eran cientos las cosas que quería hacer, pero los hombres se reían de él y le decían:

—Espera hasta que hayas tomado parte en la lucha, Kotuko. La caza no se limita a cobrar piezas.

Ahora que su padre le había regalado un cachorro, las cosas se presentaban más risueñas. Un ínuit no le regala un buen perro a su hijo, hasta que el muchacho sabe algo acerca del modo de educarlo, y Katuko estaba convencido de que sabía mucho más de lo necesario.

Si el cachorro no tuviera una naturaleza de hierro, hubiera muerto por el exceso de alimento y de manoseo. Kotuko le hizo unos arreos diminutos con sus respectivos tirantes, y lo conducía por todo el suelo de la choza, gritando:

—¡Aua! ¡Ja aua! (¡Hacia la derecha!) ¡Choiachoi! ¡Ja choiachoi! (¡Hacia la izquierda!) ¡Ohaha! (¡Párate!)

Al cachorro no le gustaba esto absolutamente nada, pero esto era pura felicidad comparado al susto que se llevó cuando lo pusieron por primera vez a tirar de un trineo.

Se limitó a sentarse en la nieve y ponerse a jugar con el tirante de piel de foca que iba desde sus arreos hasta el pitu, la gran correa de los arcos del trineo. Arrancó el tiro de los demás perros, y el cachorro sintió que le pasaba por encima el vehículo de tres metros de largo, arrastrándolo por la nieve, en tanto que Kotuko reía hasta que se le saltaron las lágrimas. Vinieron luego días y días en que oía siempre el chasquido del cruel látigo que silba como el viento que pasa sobre el hielo, y todos sus compañeros lo mordían porque no sabía trabajar como ellos, y el roce de los arreos lo desollaba vivo, y ya no le era permitido dormir con Kotuko, sino que lo hacían quedarse en el lugar más frío del pasadizo. Eran tiempos muy duros aquellos para el cachorro.

El muchacho aprendía tan aprisa como el perrillo, aunque un trineo tirado por perros es algo muy difícil de manejar. Cada animal (y los más débiles van más cerca del conductor) lleva su propio tirante separado que pasa por debajo de su pata anterior izquierda y que va hasta la correa principal en donde se sujeta con una especie de botón y de una presilla que puede quitarse con un movimiento de la muñeca, dejando así en libertad a uno por uno de los perros. Cosa muy conveniente es ésta, porque con frecuencia el tirante se les mete entre las patas posteriores, y allí les produce cortaduras que les llegan hasta el hueso. Y absolutamente todos se meten con los que tienen más cerca al correr, saltando por entre los tirantes. Luego se pelean, y el resultado es que se embrollan como sedal mojado que se deja sin recoger hasta el día siguiente. Pueden evitarse muchas molestias con el uso inteligente del látigo. Cada muchacho ínuit se enorgullece de su destreza en el manejo del látigo; pero si es fácil acertar un trallazo en un objeto colocado en el suelo, en cambio es difícil, inclinándose sobre el trineo, acertarle a un perro reacio precisamente detrás de una espaldilla, con la punta del látigo.

Si se riñe a un perro llamándolo por su nombre, y accidentalmente otro recibe el golpe no destinado a él, los dos se pelean en el acto y hacen que se paren todos los del tiro.

Además, si se viaja con un amigo y se empieza a hablar con él, o si se viaja solo y se empieza a cantar, todos los perros se detienen, se vuelven en redondo y se sientan para escuchar la plática o el canto. A Kotuko se le escapó el trineo una o dos veces por haberse olvidado de poner un estorbo delante del mismo al pararlo, y rompió muchos látigos y estropeó algunas correas antes de que se le pudiera confiar un tiro completo de ocho perros y el trineo más rápido. Pero entonces se sintió persona importante y sobre el liso y oscuro hielo se deslizaba ligero y atrevido con la rapidez de una jauría lanzada en persecución de una pieza. Recorría hasta dos leguas y media hasta los agujeros de las focas, y una vez en el cazadero soltaba una de las correas del pitu, y dejaba libre al perrazo negro que era el más listo de todo el conjunto. Tan pronto como el animal olfateaba alguna de aquellas aberturas, Kotuko volcaba el trineo, clavando en la nieve el par de aserradas astas que se elevan del respaldo como los asideros de un cochecillo de niño, y así el tiro de perros no podía moverse. Entonces el muchacho avanzaba arrastrándose, pulgada a pulgada, y esperaba hasta que la foca se asomara para respirar.

Lanzaba luego rápidamente hacia abajo el arpón con la cuerda atada a él, y tirando de ésta al poco rato, subía una foca muerta, a la cual arrastraba, cuando llegaba a la superficie del hielo, hasta el trineo, con ayuda del perro negro. Éste era el momento en que los perros del tiro aullaban rabiosos, presa de gran agitación; pero Kotuko les daba latigazos en la cara con la traílla que parecía una barra de hierro candente, hasta que el cuerpo del cazado animal se ponía rígido. La vuelta a casa era el trabajo más duro.

Había que arrastrar al cargado trineo entre el duro hielo, y los perros, en vez de tirar, solían sentarse mirando hambrientos a la foca. Al fin partían por el hollado camino de todos los trineos que iban a la aldea, trotando sobre aquel hielo que resonaba como si fuera metálico, con las cabezas gachas y las colas en alto, en tanto que Kotuko se ponía a cantar el "Angutivaun tai—na tau—na—ne ta—na" (La Canción del Cazador que Regresa), y salían voces que le llamaban de todas las casas que hallaba al paso, bajo aquel vasto cielo sombrío, alumbrado sólo por las estrellas.

Cuando Kotuko, el perro, llegó a su completo desarrollo, también se divirtió a su manera. Pelea tras pelea, bravamente logró ir ascendiendo en categoría entre los perros del tiro, hasta que una tarde, por cuestión de comida, luchó con el perrazo negro que dirigía a los demás (Kotuko, el muchacho, cuidó de que aquello fuera una pelea limpia), y lo convirtió en segundo, como dicen allí. Así, pues, fue promovido a director y unido a la larga correa que lo hacía correr a un metro y medio delante de los otros; desde entonces tuvo la obligación de parar las peleas, ya llevando los arreos, o ya sin ellos, y usó un collar de alambre de cobre, muy grueso y pesado. En ocasiones especiales se le servían los alimentos cocidos y en el interior de la casa, y a veces se le permitía dormir en el mismo banco de su amo Kotuko. Era un buen perro para cazar focas, y podía acorralar a un buey almizclado corriendo en derredor de él y mordiscándole las patas.

Incluso era capaz —y esto es la mayor prueba de bravura para un perro de trineo—, era capaz de desafiar al demacrado lobo del Polo Artico, al que generalmente temen todos los perros del Norte más que a cualquiera otro ser de los que viven en las nieves. Él y su amo (pues no contaban como compañía a la vulgar traílla) cazaron juntos día tras día y noche tras noche, el muchacho envuelto en pieles, y el feroz animal con el pelo largo y amarillo, pequeños los ojos, blancos los colmillos. Todo el trabajo de un ínuit queda circunscrito a procurarse comida y pieles para él y su familia. Las mujeres convierten en trajes las pieles; en ocasiones ayudan a poner trampas para cobrar piezas de caza menor.

Pero la base de la alimentación —y comen de una manera enorme— deben proporcionársela los hombres. Si faltan provisiones, no existe por allí nadie a quien comprar o pedir prestado. No queda más sino morirse de hambre.

Un ínuit no piensa en esto sino hasta que se ve forzado a ello. Kadlu, Kotuko, Amoraq y el pequeño que pataleaba dentro de la capucha de pieles de esta última, y que durante todo el día mascaba trozos de grasa de ballena, vivían juntos tan felices como cualquiera otra familia. Procedían de una raza de carácter muy templado —un ínuit raras veces se altera y casi nunca le pega a un niño—, que ignoraba realmente lo que era mentir y más aún lo que era robar. Contentábase con arrancar a arponazos aquello con que se mantenían, del corazón helado y sin esperanzas de la misma frialdad; con mostrar sus sonrisas oleosas; con narrar extrañas fábulas de aparecidos y de hadas, durante las noches; con comer hasta más no poder; con cantar, por último, la interminable canción de sus mujeres: "Amna aya, aya amna, ¡ah! ¡ah!", durante todo el día a la luz de la lámpara, en tanto que ellas cosían la ropa y los arreos para la caza.

Pero hubo un terrible invierno en que todo pareció conjurarse contra ellos. Regresaron los tununírmiut de su pesca anual del salmón y construyeron sus casas sobre los primeros hielos al norte de la isla de Bylot, listos para salir en persecución de las focas cuando el mar estuviera helado. Pero el otoño fue prematuro y malísimo. Continuos vendavales hubo durante todo el mes de septiembre, rompiendo la lisa superficie del hielo, caro a las focas, cuando su espesor era apenas de un metro o metro y medio, lanzándolo hacia tierra y amontonándolo, y formando una barrera de cinco leguas de ancho con protuberancias, escabrosidades y carámbanos, que no permitían que por allí pasaran los trineos. El borde del banco flotante de donde las focas salían para hacer su presa en los peces durante el invierno, estaba quizás a otras cinco leguas del lado de allá de la barrera y fuera del alcance de los tununírmiut. Con todo, acaso hubieran podido pasar el invierno con su provisión de salmón helado y de grasa en conserva, ayudándose con lo que les proporcionaban las trampas que ponían; pero en diciembre, uno de sus cazadores tropezó con una tupik (una tienda hecha de pieles) en donde halló casi muertas a tres mujeres y a una niña, que habían venido en compañía de sus hombres desde lo más remoto del Norte, y habían visto cómo ellos morían aplastados en sus botes de pieles, pequeños y diseñados para la caza, mientras perseguían al narval, el del larguísimo incisivo que parece cuerno. Kadlu, por supuesto, hubo de distribuir a las mujeres entre las chozas de aquella aldea de invierno, porque un ínuit jamás se niega a compartir su comida con un extranjero, ya que no sabe cuándo le llegará a él el turno de tener que aceptarla. Amoraq se quedó con la niña, que era de unos catorce años, en su casa, aceptándola como una especie de criada. Por el corte de su puntiaguda capucha, y por los dibujos en forma de diamante largo que tenían sus blancas polainas de piel de reno, la supusieron originaria de la Tierra de Ellesmere. Jamás había visto botes de hojalata para cocinar, ni conocía trineos como aquéllos en que se usa la madera para cortar el hielo; pero Kotuko, el muchacho, y Kotuko, el perro, le tenían mucho cariño.

Después, todas las zorras se fueron hacia el Sur, y hasta el volverena, el gruñón y obtuso ladronzuelo de las nieves, no se tomó la molestia de pasar por donde estaba la hielera de trampas que Kotuko había armado. La tribu perdió un par de sus mejores cazadores, que quedaron muy lastimados en una lucha con un buey almizclado, y esto acumuló más trabajo sobre los restantes. Kotuko salió día tras día con un trineo ligero y seis o siete perros de los más fuertes mirando hasta que le dolían los ojos para ver si descubría una extensión de hielo limpio y claro en que alguna foca podría haber abierto su agujero para respirar. Kotuko el perro vagaba libremente por todos lados, y, en medio de la mortal quietud de los campos de hielo, Kotuko, el muchacho, oía su sordo y nervioso gemido sobre algún agujero situado a más de media legua de distancia, tan claramente como si estuviera a su lado. Cuando el perro encontraba uno de esos hoyos, se construía el muchacho un pequeño y bajo muro de nieve para resguardarse algo del fuerte viento, y allí esperaba diez, doce, veinte horas si era preciso hasta que la foca salía a respirar, los ojos del cazador clavados en la pequeña señal que él había hecho sobre el agujero para guiar la puntería cuando arrojara el arpón, y con una pequeña alfombra de piel de foca bajo los pies, mientras tenía atadas las piernas con el tutareang (la hebilla de que hablaban los antiguos cazadores). Ésta ayuda a evitar las punzadas en las piernas del hombre que se pasa horas y horas a la espera de que se asomen las focas de oído finísimo. Aunque este trabajo no exige esfuerzo, fácilmente se comprende que permanecer sentado completamente inmóvil y metido en la hebilla con el termómetro a cuarenta grados Fahrenheit quizás bajo cero, es el trabajo más pesado que conoce un ínuit. Cuando se cogía una foca, Kotuko el perro se lanzaba hacia adelante con la correa arrastrando detrás de él y ayudaba a tirar del cuerpo hasta el trineo, donde los otros perros, cansados y hambrientos, se tendían con aspecto sombrío para resguardarse del aire que llegaba desde los pedazos rotos del hielo.

Una foca no era comida para mucho tiempo, porque en la aldehuela cada boca tenía el derecho a su porción, y no se desperdiciaban ni huesos, ni piel, ni tendones. La carne destinada a los perros se empleaba en alimento humano, y Amoraq los alimentaba con retazos viejos de las tiendas de pieles usadas en verano y arrancados del banco usado para dormir, y los animales aullaban y aullaban, se despertaban de noche y de nuevo aullaban, siempre hambrientos. Con sólo ver las lámparas de esteatita en las chozas, se podía adivinar que el hambre se acercaba. En las buenas estaciones, cuando había abundante grasa, la luz de las lámparas en forma de bote tenían más de medio metro de alto, y se elevaba alegre, untuosa y amarilla. Ahora apenas medía unas seis pulgadas pues Amoraq bajaba cuidadosamente la mecha de musgo, cuando alguna llamarada se elevaba más de lo debido por un momento, y los ojos de toda la familia seguían atentamente esta operación. Lo horrible del hambre allá en aquellos grandes fríos, no es tanto el morir, sino el morir en la oscuridad. Todo ínuit teme a la oscuridad, que pesa sobre él sin cesar durante seis meses de cada año; y cuando las lámparas están bajas en las casas, la inteligencia de las personas empieza a estar turbia y confusa.

Pero peores cosas sucederían.

Los perros, mal alimentados, mordían con frecuencia y gruñían en los corredores, lanzaban furiosas miradas a las frías estrellas y husmeaban hacia el lado donde soplaba el viento, noche tras noche. Cuando cesaban de aullar, descendía de nuevo el silencio, tan sólido y pesado como una masa de nieve acumulada por la tormenta contra una puerta, y los hombres oían entonces el latir de las venas en los delgados conductos de la oreja y el batir de sus corazones, que resonaban como el ruido del tambor que los hechiceros tocan sobre la nieve.

Una noche, Kotuko, el perro, que había estado de mal humor, cosa poco frecuente, al llevar los arreos, saltó y apoyó la cabeza contra la rodilla de Kotuko. este lo acarició, pero el perro continuaba empujando ciegamente hacia adelante, zalamero. Entonces se despertó Kadlu, le cogió la pesada cabeza parecida a la del lobo y le miró en los ojos vidriosos. El perro gimió y tembló entre las rodillas de Kadlu. Se le erizó el pelo en torno del cuello, y gruñó como si un forastero llamara a la puerta; luego ladró alegremente, se arrastró por el suelo y mordió la bota a Kotuko, como si fuera un cachorro.

—¿Qué le sucede? —preguntó Kotuko, que empezaba a sentir miedo.

—La enfermedad —respondió Kadlu—: tiene la enfermedad de los perros.

Kotuko, el perro, levantó el hocico y aulló una y otra vez.

—Nunca había visto esto. ¿Qüé hará ahora? —preguntó.

Kadlu encogió un hombro y cruzó la choza y fue a buscar un arpón corto y afilado. El enorme perro lo miró, aulló de nuevo y se deslizó por el corredor hacia afuera mientras sus compañeros se retiraban a izquierda y derecha para darle ancho paso. Al hallarse fuera, sobre la nieve, ladró furiosamente, como si siguiera el rastro de algún buey almizclado, y, ladrando, saltando y haciendo cabriolas, desapareció. Su enfermedad no era hidrofobia, sino simplemente locura. El frío, el hambre, y sobre todo la oscuridad le habían trastornado la cabeza; cuando esa terrible enfermedad de los perros aparece en los que forman el tiro de un trineo, se propaga como el fuego. Al siguiente día de caza enfermó otro perro y fue muerto de inmediato por Kotuko al ver que mordía y forcejeaba entre los arreos. Luego, el perro negro que hacía de segundo, y que en tiempos antiguos había sido el que dirigía, empezó de pronto a ladrar como si siguiera la pista a un reno imaginario, y cuando lo soltaron del pitu, se lanzó contra un gran montón de hielo, y huyó como lo había hecho el que dirigía el tiro, con los arreos colgando.

Después de esto, nadie quiso ya sacar a los perros. Los necesitaban para algo más, y ellos lo sabían; y por esto, aunque estaban atados y tomaban los alimentos de la mano de sus dueños, sus ojos revelaban desesperación y miedo. Y para que todo fuera peor, empezaron las viejas a contar cuentos de fantasmas y a decir que habían visto los espíritus de los cazadores muertos, desaparecidos aquel otoño, los cuales habían profetizado horribles sucesos.

Kotuko sintió más que nada la pérdida de su perro, porque aunque un ínuit come enormemente, sabe también ayunar. Pero la oscuridad, el hambre, el frío y las intemperies, lo hicieron empezar a oír voces dentro de su cerebro y a ver gente que no existía, que estaba fuera del alcance de sus miradas. Una noche (acababa de quitarse la hebilla tras diez horas de espera cabe uno de los agujeros de focas llamados ciegos, y se encaminaba a la aldea sintiéndose débil y desvanecido casi), hizo un alto para apoyarse de espaldas contra una peña que daba la casualidad de estar sostenida, como las rocas que se balancean, sobre un solo punto saliente del hielo. Su peso, al apoyarse, destruyó el equilibrio de la peña, y ésta rodó pesadamente, y mientras Kotuko saltaba a un lado para evitarla, resbaló aquélla en dirección hacia él chirriando y silbando por el hielo que tenía forma de talud.

Esto fue suficiente para Kotuko. Había sido educado en la creencia de que cada roca y cada peña tienen su dueño (su ínua), que era generalmente algo parecido a una mujer con un solo ojo, que recibía el nombre de tornaq, y que, cuando una tornaq quería ayudar a un hombre, rodaba tras él dentro de su pétrea casa y le preguntaba si quería tomarla como su espíritu protector. (En el verano, durante los deshielos, las rocas y las peñas que el hielo sostiene, ruedan y resbalan por toda la superficie del terreno: así, no es difícil comprender cómo nació la idea de las piedras que viven.) Kotuko sintió que la sangre le latía en las orejas, cosa que había sentido durante todo el día, y creyó que esto era la tornaq de la piedra, que le hablaba. Antes de llegar a su casa, ya estaba convencido de que había tenido con aquélla una larga conversación, y como toda su gente creía que esto era muy posible, nadie lo contradijo.

—Me dijo: "Me lanzo, me lanzo desde el lugar que ocupo en la nieve" —repetía Kotuko con los ojos hundidos e inclinándose hacia adelante en la mal alumbrada choza—. Dijo:

"Seré tu guía; te guiaré a los mejores agujeros de focas." Mañana salgo de caza, y la tornaq me guiará.

Luego vino el angekok, el hechicero de la aldea, y Kotuko se lo refirió todo por segunda vez. No perdió ni una tilde al ser repetido.

—Sigue a los tornait (los espíritus de las piedras), y ellos nos darán de nuevo comida —dijo el angekok.

Ahora bien: la muchacha procedente del Norte había estado echada cerca de la lámpara durante días enteros, comiendo poco y hablando menos; pero cuando Amoraq y Kadlu, a la siguiente mañana, empezaron a cargar y a atar un pequeño trineo de mano para Kotuko, y lo cargaron con todos los útiles de caza y con cuanta grasa y carne de foca helada fue posible, ella cogió la cuerda con que se arrastraba el vehículo y se colocó valientemente al lado del muchacho.

—Vuestra casa es la mía —dijo mientras el trineo chirriaba y saltaba tras ellos en la terrible noche ártica.

—Mi casa es tu casa —respondió Kotuko—; pero creo que ahora nos dirigiremos ambos a Sedna.

Ahora bien, Sedna es la señora del mundo inferior, y todo ínuit cree que toda persona que muere debe pasar un año en el horrible país de aquélla antes de ir a Quadliparmiut, el "lugar de la felicidad", en donde nunca hiela y donde gordos renos se acercan a uno en cuanto se les llama.

Allá en la aldea la gente gritaba:

—Los tornait han hablado a Kotuko. Enseñaránle el hielo libre... Regresará trayéndonos focas...

Pronto sus voces se perdieron en la fría y vacía oscuridad, y Kotuko y la niña se acercaban, hombro con hombro, al tirar de la cuerda o al empujar el trineo por el hielo en dirección al Mar Polar. Kotuko insistía en que la tornaq de piedra le había dicho que fuera hacia el Norte, y hacia el Norte se dirigieron bajo la constelación de Tuktuqdjung, el Reno, o sea, la que nosotros llamamos Osa Mayor.

Ningún europeo hubiera sido capaz de caminar más de media legua cada día sobre pequeños trozos de hielo y sobre aristas afiladas; pero aquella pareja conocía con toda exactitud el movimiento de la muñeca que obliga a un trineo a dar vuelta en torno de una aglomeración de hielo; y el exacto y repentino tirón que lo levanta casi sobre una quebradura de la superficie; la cantidad de esfuerzo con que, con pocos y mesurados arponazos, se abre un camino cuando toda esperanza de hallar uno parece ya perdida.

La muchacha no solo callaba, sino que agachaba la cabeza, y la orla de piel de volverena que adornaba su capucha de armiño, le caía sobre su cara ancha y oscura. El cielo, sobre sus cabezas, era de un negro intenso de terciopelo, y se tornaba, en el horizonte, en tiras de color rojo, y las grandes estrellas brillaban como si fueran faroles.

Por las profundidades del alto cielo se deslizaba de cuando en cuando una oleada de luz verdosa de la aurora boreal, ondeaba como una bandera y luego desaparecía; o bien estallaba algún meteoro, hundiéndose de tiniebla en tiniebla y apareciendo detrás de él una lluvia de chispas. Entonces podían ver la ondulada superficie de los flotantes hielos del mar con ribetes y adornos de raros colores: rojos, cobrizos y azulados; pero a la luz ordinaria de las estrellas todo se veía de un color gris mortecino. Los hielos flotantes, como recordaréis, habían sido sacudidos y aglomerados por los vientos de otoño, por lo que parecía que había pasado por allí un temblor de tierra, habiéndose helado después todo.

Podían verse canales, barrancos y agujeros, semejantes a cascajares abiertos en el hielo; pedazos de éste que habían permanecido en la primitiva superficie total; otros negros, parecidos a pústulas, que habían sido arrojados bajo los hielos flotantes por algún vendaval y vueltos después a levantar; piñas de hielo redondeadas; crestas como dientes de sierra, que la nieve, que va volando delante del viento, había hecho; y verdaderos pozos de paredes hundidas en los cuales, en una extensión de por lo menos una hectárea o hectárea y media, el nivel del suelo era mucho más bajo que en el resto del terreno.

Desde cierta distancia hubiéranse podido tomar por focas o morsas los pedazos de hielo, o por trineos puestos boca abajo, o por hombres en expedición de caza, o incluso por el mismísimo gran fantasma blanco del oso de diez patas; pero, a pesar de todas esas formas fantásticas, que parecían a punto de cobrar vida, no se escuchaba ningún ruido, ni siquiera el más pequeño eco de algún rumor. Y al través de ese silencio y esa soledad, donde repentinas luces se encendían y se apagaban nuevamente, el trineo y quienes lo empujaban se arrastraban como visiones de pesadilla, una pesadilla sobre el fin del mundo, en el fin del mundo.

Cuando se sentían cansados, Kotuko construía lo que los cazadores llaman "media casa", una pequeñísima choza de nieve, en la cual se metían muy apretados uno contra el otro, con la lámpara de viaje, y trataban de deshelar la carne de foca que llevaban.

Una vez que habían dormido, empezaba la marcha de nuevo, unas siete leguas diarias y no acercarse al Norte más que dos leguas y media. La muchacha iba siempre silenciosa, pero Kotuko hablaba para sí mismo algunas veces y rompía a cantar canciones que había aprendido en la casa del canto (canciones sobre el verano, sobre los renos y el salmón), todas ellas horriblemente fuera de lugar en aquella estación. Decía que había oído a la tornaq hablándole de mal humor, y corría furioso contra un montón de hielo, retorciéndose los brazos y hablando a gritos y en tono amenazador. A decir verdad, Kotuko estaba casi loco en aquel tiempo; pero la muchacha estaba segura de que su espíritu guardián lo había estado guiando y que todo terminaría bien. Por tanto, no se sorprendió cuando al final de la cuarta jornada, Kotuko, cuyos ojos brillaban como bolas de fuego, le dijo que su tornaq los seguía al través de la nieve bajo la forma de un perro de dos cabezas. La muchacha miró hacia donde señalaba Kotuko, y le pareció que algo se deslizaba hacia un barranco. No era ciertamente una cosa humana, pero todo el mundo sabe que el tornait prefiere aparecerse en la de un oso o de una foca o de otros animales.

Podía ser también el mismo fanasma blanco del oso de las diez patas, o cualquiera otra cosa, porque Kotuko y la muchacha estaban tan hambrientos que ya no podían tener fe en lo que creían ver. Nada habían logrado cazar con trampas, y no habían visto ningún rastro de caza desde que salieron de la aldea; su comida apenas si les duraría una semana más, y una nueva borrasca se les venía encima. Una tempestad polar puede durar diez días sin interrupción, y es segura la muerte en este tiempo para quien esté fuera de su casa. Kotuko construyó una casa de nieve de tamaño suficiente para contener el trineo de mano (nunca debe uno separarse de su comida), y mientras le daba forma al último bloque irregular que forma la clave de la bóveda, vio algo que lo estaba mirando desde un montón de hielo, a unos ochocientos metros de distancia. El aire era brumoso, y aquella cosa parecía tener unos cuarenta pies de largo por diez de alto y además una cola de veinte pies de largo, y una forma de contornos indefinidos, temblorosos. La muchacha vio aquello también, pero en vez de gritar aterrorizada, dijo calmadamente:

—Eso es Quíquern. ¿Que ocurrirá luego?

—Me hablará —respondió Kotuko.

El cuchillo con que cortaba el hielo tembló en su mano mientras hablaba, porque, por mucho que un hornbre crea tener amistad con feos y raros espíritus, pocas veces quiere que sus palabras parezcan resultar verdad. Quíquern es, también, el fantasma de un perro gigantesco, sin dientes ni pelo, que se supone vive en el lejano Norte, y que vaga por aquel país inmediatamente antes de que algo acontezca. Y éstas pueden ser cosas agradables o desagradables; pero ni a los hechiceros les gusta hablar de Quíquern. Él es el que enloquece a los perros. Como el oso fantasma, tiene muchas patas (seis u ocho pares), y aquella cosa fantástica que se movía en la neblina, tenía más patas de las que necesita cualquier perro vivo. Kotuko y la muchacha se refugiaron rápidamente en la choza apretándose el uno contra el otro. Por supuesto, si Quíquern los hubiera necesitado, hubiera hecho que el techo se hundiera sobre sus cabezas; pero era para ellos un consuelo saber que entre ellos y la malvada oscuridad se interponía un muro de nieve de un palmo y medio de grueso.

La tempestad estalló con el ruido estridente del viento, parecido al de un tren, y durante tres días y tres noches continuó sin variar ni un momento, sin atenuarse ni durante un minuto. La pareja mantenía la lámpara encendida, sostenida en sus rodillas, y masticaba tibios pedacitos de carne de foca, mirando cómo se acumulaba el negro hollín en el techo durante setenta y dos largas horas. La muchacha hizo el recuento de la comida que tenían todavía en el trineo: no había sino para dos días más. Kotuko examinó las puntas de hierro y las ataduras de su arpón, hechas de tendones de reno, y las de su lanza especial para focas, y las de su dardo para cazar pájaros. No había otra cosa que hacer.

—Pronto iremos a Sedna... muy pronto —murmuró la muchacha—. En tres días más, no nos quedará sino echarnos... y partir. ¿No hará nada por nosotros tu tornaq? Cántale una canción de angekok para hacerla venir.

Empezó el muchacho a cantar en el tono alto de aullido de las canciones mágicas, y la tormenta empezó a ceder despacio; a la mitad de la canción la muchacha se estremeció, y luego colocó, primero su mano cubierta con el mitón y luego la cabeza, sobre el hielo que formaba el piso de la choza. Kotuko siguió su ejemplo, y ambos se arrodillaron, mirándose a los ojos y escuchando tensamente. Arrancó él una delgada tira de ballena de un lazo para cazar pájaros, que tenía en el trineo, y, enderezándola, la puso en un agujerito que hizo en el hielo, afirmándola con su mitón. Quedó casi tan delicadamente ajustada como la aguja de una brújula, y entonces, en vez de escuchar, miraron atentamente. La delgada varilla tembló un poco, de una manera casi imperceptible; después vibró más firmemente durante algunos segundos... se detuvo... y vibró de nuevo señalando en esta ocasión hacia otro punto de aquella especie de brújula.

—¡Demasiado pronto! —dijo Kotuko—. Una gran porción de hielo flotante se ha resquebrajado, lejos, allá afuera.

La muchacha señaló la varilla y sacudió la cabeza.

—Se quiebra todo —dijo—. Escucha el ruido en el suelo. Suenan golpes.

Al arrodillarse en esta ocasión, escucharon los más curiosos y sordos rumores, como un golpetear que resonara bajo sus pies. Algunas veces parecía que algún cachorrillo chillaba colocado sobre la luz de la lámpara; otras, que alguien quebrantaba una piedra sobre el duro hielo; y otras, que tocaban en un tambor tapado con algo. Y todo esto sonaba en tonos muy prolongados y disminuidos, como si vibraran, pasando al través de un pequeño cuerno, durante una larga y fatigosa distancia.

—No iremos a Sedna echados dijo Kotuko—. Es el gran deshielo. La tornaq nos ha engañado. Moriremos.

Todo esto puede parecer muy absurdo, pero ambos se encaraban a un peligro muy real.

Los tres días de viento habían barrido hacia el Sur el agua de la bahía de Baffin, amontonándola contra el extremo de la gran extensión de hielo que iba desde la isla Bylot hacia el Oeste. Además, la fuerte corriente que va hacia el Este desde el estrecho de Lancáster llevaba durante algunas millas lo que llaman hielo en pacas (hielo tosco y áspero que aún no se ha convertido en superficie llana), y estas pacas caían como bombas sobre la masa de hielos flotantes, al mismo tiempo que el flujo y el reflujo del tormentoso mar la minaba y la hacía cada vez más débil, Lo que Kotuko y la muchacha habían oído, eran los débiles ecos de aquella lucha que ocurría a ocho o diez leguas de distancia, y la reveladora varilla vibraba al choque del continuo batallar.

Ahora bien, como dicen los ínuit, cuando el hielo se despierta de su largo sueño de invierno, no puede saberse lo que ocurrirá, porque, aunque sólido, cambia de forma casi tan rápidamente como una nube. El vendaval era, sin duda, un vendaval de primavera que había venido fuera de tiempo, y cualquier cosa era posible.

Sin embargo, la pareja se sentía algo más animada que antes. Si el hielo se hundiera, ya no habría más esperar ni más sufrimiento. Los espíritus, los duendes y los demás habitantes del mundo de los encantamientos, andaban sueltos por el movedizo conjunto, y podría ocurrirles entrar en el mundo de Sedna junto con toda clase de seres extraordinarios llenos aún de loca exaltación. Cuando abandonaron la choza después de la tormenta, el ruido en el horizonte crecía más y más, y la dura masa de hielo gemía y zumbaba en derredor de ellos.

—Todavía está esperando —dijo Kotuko.

En la cima de un gran montón de hielo estaba sentada o acurrucada aquella cosa de ocho patas que habían visto tres días antes... y aullaba horriblemente.

—Sigámoslo —dijo la muchacha—. Quizá conozca algún camino que nos conduzca a Sedna.

Pero sintió que desfallecía cuando cogió la cuerda del trineo.

La "cosa" se movía despacio y torpemente por encima de los picos de hielo, dirigiéndose siempre al Oeste y hacia tierra, y ellos siguieron también el mismo camino, en tanto que se acercaba cada vez más el ruido atronador que se oía en el borde de la gran masa de hielo flotante allá en el mar. La masa de hielo estaba ya rajada en todos sentidos en el espacio de una legua en dirección a la tierra, y capas de tres metros de grueso, que ora medían unos pocos metros cuadrados, o bien unas ocho hectáreas, saltaban, se hundían y chocaban unas contra otras; o, con la porción de la masa total que aún no estaba rota, al ser cogidas y sacudidas por el oleaje revuelto que se agitaba entre ellas. Este ariete de hielo era, por decirlo así, la avanzada del ejército que el mar lanzaba contra sus mismos hielos flotantes. El incesante quebrarse y chocar de los pedazos ahogaba casi el chillido de la especie de láminas arrojadas enteras bajo la gran masa, como baraja que se esconde a toda prisa bajo el tapete de la mesa. Donde el agua era poco profunda, estas láminas se amontonaban las unas sobre las otras hasta que las inferiores tocaban el fango a quince metros de profundidad, y el mar descolorido hacía de dique tras el sucio hielo hasta que la presión creciente arrojaba todo de nuevo hacia adelante. Además de los hielos flotantes y de las pacas de hielo, el vendaval y las corrientes hacían descender verdaderos aludes, especie de montañas movibles arrancadas de las costas de Groenlandia o de la playa septentrional de la bahía de Melville. Llegaban pesadas y solemnes, rompiéndose las olas en blanca espuma en torno suyo, y avanzaban en dirección a la gran masa como una antigua flota que navegase a toda vela. Tal o cual alud que parecía presto para llevarse por delante al mundo entero, fondeaba como sin fuerzas en el agua profunda, empezaba a dar vueltas, y terminaba revolcándose en la espuma y en el fango, envuelto en nubes de voladoras y heladas chispas, en tanto que otro mucho menor y más bajo rajaba la aplastada masa y se metía en ella, arrojando a los lados toneladas de hielo y abriendo una vía de más de ochocientos metros antes de que se detuviera. Caían unas como espadas, que cortaban canales de sinuosos bordes; otros se rompían en una lluvia de pedazos que pesaban docenas de toneladas cada uno y se arremolinaban estruendosamente. Otros, por último, se elevaban enteros fuera del agua, y al juntarse se retorcían como atormentados por el sufrimiento y caían pesadamente sobre uno de sus lados, mientras el mar pasaba sobre ellos. Toda esta labor de prensar, amontonar, doblar y retorcer el hielo en todas las formas posibles, se verificaba a tanta distancia como la vista podía alcanzar a lo largo de la línea septentrional de la masa flotante. Desde donde se hallaban Kotuko y la muchacha, aquella confusión no parecía sino un movimiento de ondulación y de arrastre que ocurría allá en el horizonte; pero a cada momento se acercaba a ellos, y podían oír allá lejos, hacia el lado de la tierra, como un fuerte bramido comparable a estruendo de artillería que resonaba al través de la niebla. Esto indicaba que la gran mole de hielo flotante que había sobre el mar era empujada contra los férreos acantilados de la costa de la isla de Bylot, la tierra que se hallaba hacia el Sur, a sus espaldas.

—Esto no se ha visto nunca —dijo Kotuko mirando con aire estupefacto. No es la época en que ocurre. ¿Cómo es que el hielo se quiebra ahora?

—Sigue aquello —gritó la muchacha señalando a la fantástica aparición que, medio cojeando y medio corriendo se alejaba locamente de ellos. La siguieron, tirando con toda su fuerza del trineo, oyendo cada vez más cerca el ruidoso avance del hielo. Se rajaron finalmente los llanos que se extendían en torno suyo en todas direcciones, y las hendeduras se abrían con chasquidos semejantes al castañeteo de los dientes del lobo.

Pero en donde se apoyaba la cosa fantástica, una especie de baluarte de unos quince metros de altura, no se notaba ningún movimiento. Kotuko saltó hacia adelante impetuosamente, llevando tras sí a su compañera y subió hasta el pie del baluarte. La voz del hielo crecía y crecía en torno suyo, pero aquella fortaleza permanecía firme, y, como la muchacha mirara a su compañero, éste levantó el codo derecho apartándolo al mismo tiempo del cuerpo, haciendo la señal que usa el ínuit para indicar que ha visto tierra y que ésta tiene forma de isla. Y ciertamente a tierra los había llevado aquella fantástica aparición de ocho patas que andaba cojeando: hacia un islote de base granítica y de arenosa playa, cubierto, enfundado y como enmascarado por el hielo, hasta tal punto, que no había hombre capaz de distinguirlo entre la helada y enorme mole que flotaba sobre el mar; pero por debajo era tierra sólida y no hielo movible. Cuando se rompían y rebotaban los pedazos flotantes al chocar con el islote, marcaba las orillas de éste, y arrancaba de él un protector banco de arena en dirección al Norte, desviando así la acometida de los más pesados bloques de hielo, ni más ni menos que como la reja de arado aparta los trozos de marga. Existía el peligro, por supuesto, de que alguna gran extensión de hielo, por alguna tremenda presión, remontara la playa e hiciera desaparecer completamente la parte alta del islote; pero tal idea no les preocupó ni a Kotuko ni a la muchacha mientras construían su casa de nieve y empezaban a comer, oyendo cómo las moles congeladas golpeaban en la playa y rodaban por ella. La cosa fantástica había desaparecido, y Kotuko hablaba excitado de su poder sobre los espíritus en tanto que se acurrucaba junto a la lámpara. En medio de sus insensatas afirmaciones, la muchacha empezó a reír balanceando el cuerpo hacia adelante y hacia atrás.

A sus espaldas, avanzando cautelosamente dentro de la choza, se veían dos cabezas, una amarilla y la otra negra, que pertenecían a los dos más avergonzados y tristes perros que jamás se hayan visto. Uno era Kotuko, el perro, y el otro, el que había dirigido el trineo.

Ambos estaban ahora gordos, de buen aspecto, y completamente curados de su locura; pero iban unidos el uno al otro de la manera más extraña. Recordaréis que cuando huyó el perro negro, llevaba colgando los arreos. Debió encontrarse con Kotuko, el perro, y jugar o pelear con él, porque el lazo que le pasaba por las espaldillas se enganchó en los alambres de cuero retorcido que llevaba Kotuko en su collar, y se habían enredado de tal modo y tan fuertemente, que ninguno de los dos pudo coger la correa con los dientes para separarla, siendo así cada uno atraído por su vecino. Esto, junto con la libertad de cazar por su cuenta, les ayudó a curarse de su locura. Estaban ya en su sano juicio.

La muchacha empujó a los avergonzados animales hacia Kotuko, y muerta de risa, gritó:

—Aquí tienes a Quíquern, que nos llevó a tierra firme. Mira las ocho patas y las dos cabezas.

Kotuko los dejó en libertad, cortando la correa, y ambos se echaron en sus brazos, ambos al mismo tiempo, tratando de explicarle cómo habían recobrado la razón. Kotuko palpó los costados de los animales y vio que los tenían bien llenos y el pelo reluciente.

—Encontraron comida —dijo, sonriendo—. Cneo que siempre no iremos a Sedna tan pronto.

Mi tornaq los envió. Se han curado de su enfermedad.

En cuanto hubieron acariciado a Kotuko, los dos animales, que se habían visto obligados a dormir y comer y cazar juntos durante las últimas semanas, se lanzaron el uno contra el otro, y hubo una gran batalla en la casa de nieve.

—Los perros no se pelean cuando tienen hambre —dijo Kotuko—. Encontraron alguna foca.

Durmamos ahora. Encontraremos comida.

Cuando despertaron, el agua del mar había quedado ya libre en la playa septentrional del islote, y todo el hielo suelto había sido lanzado hacia la tierra. Para un ínuit siempre son encantadores los primeros rumores de la marea alta, ya que le advierten que se acerca la primavera. Kotuko y la muchacha se tomaron de las manos y sonrieron, porque el ruido claro y fuerte que producía el mar entre el hielo les recordaba el tiempo de la pesca del salmón, de la caza del reno, y el olor de los sauces rastreros cuando están en flor. Mientras miraban, el mar empezó a espesarse, casi congelado, entre los flotantes témpanos del hielo: tan intenso era el frío. Pero en el horizonte veíase una ancha y roja claridad que era la luz del hundido sol. Era aquello como un bostezo en mitad del sueño, más que un verdadero despertar para levantarse, y sólo duró unos minutos la claridad, pero, con todo, marcaba la mejor estación del año. Nada, pensaron, podía cambiar ese curso de las cosas.

Kotuko encontró a los perros peleándose sobre el cuerpo de una foca recién muerta, la cual había seguido a los peces que una tormenta hace siempre cambiar de lugar. Fue la primera de unas veinte o treinta que llegaron a la isla en el transcurso del día, y hasta que el mar se heló fuertemente fueron por centenares las vivas cabezas negras que se vieron, disfrutando del agua libre, poco profunda, y flotando entre los témpanos de hielo.

Era un gusto poder comer de nuevo hígado de foca; llenar las lámparas de grasa sin miedo de que escaseara, y ver cómo la llama se elevaba a un metro de altura; pero tan pronto como apareció el hielo nuevo en el mar, Kotuko y su compañera cargaron el trineo de mano e hicieron tirar de él a los dos perros como nunca en la vida habían tirado, porque temían lo que hubiera podido ocurrir en la aldea. El tiempo seguía tan implacable como de costumbre, pero es mucho más fácil arrastrar un trineo cargado de víveres que cazar muriéndose de hambre. Dejaron los cuerpos de veinticinco focas enterrados en el hielo de la playa y listos para ser aprovechados, y luego se apresuraron a regresar con los suyos. Los perros les enseñaron el camino tan pronto como comprendieron lo que Kotuko deseaba que hicieran, y, aunque no había ninguna señal de la ruta que debían seguir, en dos días se hallaban ya dando voces en la misma entrada de la casa de Kadlu. Sólo tres perros les contestaron; los otros habían sido comidos y las casas estaban sumidas en la oscuridad. Pero cuando Kotuko gritó: "¡Ojo!" (que quiere decir "carne hervida"), le respondieron unas cuantas voces débiles, y cuando llamó a los habitantes de la aldea por sus nombres y con voz muy clara, no hubo nadie que faltase.

Una hora después brillaban las lámparas en casa de Kadlu; el agua de nieve derretida se calentaba al fuego; hervían los botes de hojalata, y el hielo goteaba desde el techo, en tanto que Amoraq cocinaba comida para toda la aldea. El chiquitín, metido en su capucha de pieles, mascaba un pedazo de grasa que tenía sabor de nueces, y los cazadores se atiborraban metódica y pausadamente de carne de foca. Kotuko y la muchacha narraron sus aventuras. Los dos perros se sentaron entre ellos, y cada vez que oían pronunciar su nombre en el relato, paraban una oreja y parecían tan avergonzados de sí mismos cuanto pensarse pueda. El perro que haya enloquecido una vez y que luego se haya curado, dicen los ínuit, queda curado para siempre.

—Así pues, la tornaq no se olvidó de nosotros —dijo Kotuko—. Sopló la tempestad, se rompió el hielo y las focas llegaron tras los peces asustados por el temporal. Ahora los nuevos agujeros que las focas han hecho, están de aquí a dos días de distancia. Que los buenos cazadores vayan mañana y traigan las focas que he matado: veinticinco, y están enterradas en el hielo. Cuando las hayamos comido, iremos todos a cazar a las otras.

—Y ustedes, ¿qué harán ahora? —preguntó el hechicero a Kadlu, en el tono que usaba para hablar con él, porque era el más rico de los tununírmiut.

Kadlu miró a la muchacha, a la hija del Norte, y dijo calmosamente:

—Nosotros vamos a construir una casa.

Y señaló hacia el noroeste de la casa de Kadlu, porque en ese lado es donde suelen vivir el hijo o la hija casados.

La muchacha levantó sus brazos con las palmas de las manos vueltas hacia arriba, y sacudió la cabeza, incrédulamente. Era una extranjera, dijo, a la que habían recogido hambrienta y nada podía traer a la casa como dote.

Saltó Amoraq del banco en que estaba sentada y empezó a arrojar cosas en la falda de la muchacha: lámparas de piedra, raederas de hierro para las pieles, cafeteras de hojalata, pieles de reno con bordados hechos de dientes de buey almizclado y verdaderas agujas capoteras de las que usan los marineros para coser las velas... la mejor dote que jamás había sido dada en los confines del Círculo Polar Ártico, y, al recibirlo, la muchacha del Norte inclinaba la cabeza hasta el suelo.

—¡También esto! —dijo Kotuko riendo y señalando a los perros que acercaron sus fríos hocicos a la cara de la joven.

—¡Ah! —exclamó el angekok, tosiendo con aire importante, como si todo aquello lo hubiera él ya previsto. En cuanto Kotuko abandonó la aldea, me fui a la Casa del Canto y entoné canciones mágicas. Canté durante muchas noches e invoqué al espíritu del reno. Mis cantos hicieron que soplara el vendaval que quebró el hielo y llevó los perros a donde se hallaba Kotuko cuando por poco muere aplastado. Mis canciones hicieron que la foca siguiera detrás del roto hielo. Mi cuerpo permanecía inmóvil en el quaggi, pero mi espíritu vagaba lejos de él y guiaba a Kotuko y a los perros en todo cuanto se hizo. Yo lo hice todo.

Todos los que se hallaban presentes estaban hartos de comida y soñolientos; así pues, nadie se tomó el trabajo de contradecir tales afirmaciones, y el angekok, en virtud de su oficio, se sirvió aun otro pedazo de carne hervida y se acostó después con los demás en la tibia y bien iluminada casa que olía a aceite.

Ahora bien, Kotuko, que dibujaba muy bien al estilo ínuit, grabó ciertos cuadros de todas sus aventuras en un largo pedazo de marfil en forma de plancha y con un agujero en uno de sus extremos. Cuando él y la muchacha fueron hacia el Norte, a la Tierra de Ellesmere en el año del llamado "invierno maravilloso" dejó aquella historia grabada a Kadlu, quien perdió la tablilla entre los guijarros un verano en que se le rompió el trineo, en la orilla del lago Netilling, en Nikosíring, hallándola allí a la primavera siguiente uno de los habitantes del país, el cual se lo vendió, en Imigen, a un hombre que era intérprete de un ballenero del estrecho de Cúmberland, y éste, a su vez, se lo vendió a Hans Olsen, que posteriormente fue contramaestre de un vapor que llevaba viajeros al cabo norte de Noruega. Cuando terminó la estación turística para estos viajes, el vapor hizo travesías entre Londres y Australia, haciendo escala en Ceilán; allí vendió Olsen la plancha de marfil a un joyero cingalés por dos zafiros falsos. Por último, yo la encontré bajo un montón de cosas inútiles en una casa de Colombo, y la descifré del principio al fin.

Angutivaun Taina

(Esta es una traducción muy libre de la "Canción del Cazador que Regresa", como los hombres la cantaban después de cazar focas. El ínuit repite siempre una y mil veces lo mismo.)

Nuestros guantes están endurecidos por la sangre helada
y nuestras pieles por la nieve que en montón se junta.
Regresamos de cazar focas... focas
que vivir suelen en los bancos de hielo.

¡Au jana! ¡Oha! ¡Aua! ¡Haq!
Veloces los tiros de perros pasan,
hay chasquidos de látigos, y los hombres regresan,
regresan de cazar focas, de los bancos de hielo.

Seguimos a la foca hasta su escondite secreto
oímos cómo escarba bajo tierra;
tendidos en la nieve las acechamos
en el límite de los bancos de hielo.

Le arrojamos la lanza cuando a respirar sale,
se la arrojamos así.. . y así.
hiriéndola de tal manera, matándola
de tal suerte allá en los bancos de hielo.

Pegajosos están nuestros guantes de sangre helada,
pesan nuestros párpados con la nieve;
pero a la esposa y al hogar
volvemos, de allá, de los bancos de hielo.

¡Au jana! ¡Aua! ¡Oha! ¡Haq!
Los cargados trineos parecen volar;
las mujeres oyen cómo vuelven sus hombres
de allá, desde lejos, de los bancos de hielo.

Rikki—tikki—tavi

Desde el hueco en que entró
Rikki—tikki llamó a Nag;
oíd lo que le dijo:
Nag, ven con la muerte a bailar.

Ojo con ojo, testa con testa,
(lleva el paso, Nag);
termina esto cuando uno muere
(cuanto gustes, durará).

Vuélvete allá, tuécete ahora...
(¡corre y escóndete, Nag!)
¡Ah! ¡Vencido te ha la muerte!
(¡Qué mala suerte, Nag!)

Esta es la historia de la gran guerra que Rikki—tikki—tavi llevó al cabo, sola, en los cuartos de baño del gran bungalow en el acantonamiento de Segowlee. Darzee, el pájaro tejedor, la ayudó, y la aconsejó Chuchundra, el almizclero, que nunca camina por en medio del piso, sino que se arrastra pegado a las paredes; pero Rikki—tikki—tavi llevó el peso de la lucha.

Era una mangosta, muy parecida a un gatito en la piel y en la cola, pero más semejante a una comadreja por su cabeza y sus costumbres.

Sus ojos y el extremo de su inquieto hocico eran de color de rosa; podía rascarse en cualquier parte de su cuerpo con cualquiera de sus patas, ya fueran las anteriores, ya las posteriores; podía enarbolar su cola poniéndola como si fuera un escobillón, y su grito de guerra, mientras se deslizaba por la hierba, era: Rikk—tikk—tikki—tikki—tchik.

Un día, una gran avenida veraniega se la había llevado de la madriguera en que vivía con su padre y su madre, y la arrastró, pateando y cloqueando como una gallina, hasta depositarla en una zanja a la vera del camino. Allí encontró un pequeño haz de hierbas que flotaba en el agua, y se asió de él hasta que perdió el sentido. Cuando revivió, vio que estaba echada al sol en la mitad de un sendero de jardín, muy mal cuidado por cierto, y oyó que un niño decía:

—Aquí está una mangosta muerta. Vamos a enterrarla.

—No —dijo su madre—. Llevémosla adentro para secarla. Quizás no está realmente muerta.

La llevaron a la casa, y un hombre grueso la tomó con el pulgar y el índice, y dijo que no estaba muerta, sino medio ahogada; así pues, la envolvieron en algodón y le dieron calor, y entonces ella abrió los ojos y estornudó.

—Ahora —dijo el hombre grueso (el cual era un inglés que acababa de mudarse al bungalow) — no la asusten, y veremos lo que hace.

La cosa más difícil del mundo es asustar a una mangosta, porque, de la cabeza a la cola, se la come viva la curiosidad.

El lema de toda la familia de mangostas es: "Corre y busca." Rikki—tikki le hacía honor a estas palabras. Miró el algodón, juzgó que no era bueno para comer, correteó por la mesa, se sentó y se alisó la piel, se rascó y saltó sobre el hombro del niño.

—No tengas miedo, Teddy —le dijo su padre—. Es su manera de hacerse amiga.

—¡Oh! Me hace cosquillas en la barba —dijo Teddy.

Rikki—tikki se asomó por el cuello del niño mirando hacia adentro, le olió una oreja y saltó al suelo, restregándose el hocico.

—¡Jesús! —dijo la mamá de Teddy—. ¿Y eso es un animal salvaje? Supongo que es tan manso porque lo tratamos bien.

—Así son todas las mangostas —díjole su marido—. Si Teddy no la coge por la cola y no la enjaula, entrará y saldrá de la casa todo el día. Démosle algo de comer.

Le dieron un poco de carne cruda. A Rikki—tikki le gustó muchísimo; cuando terminó de comerla se fue a la galería de la casa, se sentó al sol y erizó todos los pelos de su piel para que se secaran hasta la raíz. Después de esto, se sintió mejor.

—Hay más cosas que descubrir en esta casa —se dijo—, que cuantas pudiera hallar toda mi familia en su vida. Aquí me quedaré ciertamente para inspeccionarlo todo.

Todo el santo día se lo pasó dando vueltas por la casa. Casi se ahogó en las bañeras; metió el hocico en la tinta, sobre la mesa de escribir, y luego se lo chamuscó con la punta del cigarro que fumaba el hombre grueso, pues se había subido a sus rodillas para ver lo que era escribir. Al anochecer se fue al cuarto de Teddy para ver cómo se encendían las lámparas, y cuando Teddy se acostó, Rikki—tikki se encaramó también en su cama; pero era una compañera sumamente inquieta, porque cada ruido la ponía alerta y tenía que averiguar lo que lo había producido. A última hora los padres de Teddy entraron en la habitación para ver a su hijo, y allí estaba Rikki—tikki despierta, sobre la almohada.

—No me gusta esto —dijo la mamá de Teddy—; podría morderlo.

—No lo hará —respondió el padre—. Teddy está más seguro con esa fierecilla a su lado que si lo acompañara un perro de presa. Si entrara ahora en el cuarto alguna serpiente...

Pero la mamá de Teddy no quería ni pensar en semejante cosa.

Al día siguiente, muy temprano, Rikki—tikki se fue a almorzar a la galería, cabalgando sobre el hombro del niño, y le dieron plátano y huevo pasado por agua, y ella se puso sucesivamente sobre las rodillas de cada uno, porque toda mangosta bien educada abriga siempre la esperanza de convertirse algún día en animal doméstico y de tener salas en donde corretear; además, la madre de Rikki—tikki (que había vivido en la casa del general, en Segowlee) le había enseñado cuidadosamente a Rikki qué debía hacer si algún día se hallaba entre hombres blancos.

Después, Rikki—tikki se fue al jardín para ver lo que era digno de ser visto. Era un jardín grande, a medio cultivar, con espesos rosales de los llamados "Mariscal Niel", grandes como cenadores; naranjos y limoneros, bambúes y montones de hierba alta. Rikki—tikki se relamió de gusto.

—¡Magnífico cazadero! —se dijo, y la cola se le puso como escobillón de sólo pensarlo.

Correteó de un lado a otro, husmeando aquí y allá, hasta que oyó plañideras voces en un espino.

Eran Darzee, el pájaro tejedor, y su esposa. Habían construido un hermoso nido juntando dos grandes hojas, cosiendo los bordes con fibras y llenando el hueco con algodón y pelusa, blanda como fino plumón. El nido se balanceaba mientras ellos estaban sobre el borde lamentándose.

—¿Qué sucede? —preguntó Rikki—tikki.

—Nos sentimos inconsolables —dijo Darzee—. Uno de nuestros cuatro pequeñuelos se cayó del nido y Nag se lo comió.

—¡Ah! —respondió Rikki—tikki—. ¡Qué cosa tan triste! Pero yo soy aquí forastera. ¿Quién es Nag?

Sin responder, Darzee y su esposa se metieron en su nido, porque de la espesa yerba que crecía al pie del arbusto salió un silbido sordo... un sonido horrible, frío, que hizo saltar hacia atrás a Rikki—tikki a medio metro de distancia. Entonces fueron saliendo de la hierba, pulgada a pulgada, la erguida cabeza y la extendida capucha de Nag, la gran cobra negra, cuya longitud era de metro y medio desde la lengua hasta la cola. Cuando hubo levantado del suelo una tercera parte de su cuerpo, permaneció balanceándose, tal y como se balancea en el aire un corimbo de "dientes de león", y miró a Rikki—tikki con aquellos malvados ojos de las serpientes que nunca cambian de expresión, cualquiera que sea la cosa en que esté pensando la serpiente.

—¿Quién es Nag? —dijo—. Yo soy Nag. El gran dios Brahma puso sobre nuestra gente su marca cuando la primera cobra extendió su capucha para que el sol no tocara a Brahma mientras dormía. ¡Mírame y tiembla!

Extendió entonces más que nunca su capuchón, y Rikki—tikki pudo ver detrás de él la señal como de unos anteojos y comparable en todo a la hembra en que encajan los corchetes. Durante un minuto sintió miedo; pero es imposible que una mangosta sienta miedo durante mucho tiempo, y aunque Rikki—tikki nunca había visto a una cobra viva, su madre la había alimentado con cobras muertas, y sabía muy bien que la misión de una mangosta grande en esta vida, es pelearse con serpientes y comérselas. También Nag sabía esto, y en el fondo de su frío corazón también sintió miedo.

—Bueno —dijo Rikki—tikki, y su cola empezó a erizarse de nuevo: Señales o no señales, ¿crees que es correcto comerse los pajarillos que se caen del nido?

Nag meditaba y vigilaba hasta el más mínimo movimiento que se produjera en la hierba detrás de Rikki—tikki. Sabía que, haber mangostas en el jardín significaba la muerte, tarde o temprano, para ella y para su familia: pero deseaba coger a Rikki—tikki descuidada. Así, bajó un poco la cabeza y la echó a un lado.

—Hablemos —dijo—. Tú comes huevos. ¿Por qué yo no había de comer pájaros?

—¡Cuidado, mira atrás! ¡Mira atrás! —cantó Darzee.

Rikki—tikki era demasiado lista para perder el tiempo mirando hacia atrás. Dio un salto en el aire, tan alto como pudo, y exactamente en aquel momento pasó por debajo de ella, silbando, la cabeza de Nagama, la malvada esposa de Nag. Se había deslizado detrás de la mangosta mientras ésta hablaba, para darle muerte; Rikki—tikki escuchó su rabioso silbido por haber errado el golpe. Saltó esta última casi atravesada, sobre su espalda, y si hubiera sido una mangosta vieja, hubiera sabido que entonces era el momento de partirle el espinazo de una dentellada; pero temió el terrible latigazo que con la cola daba la cobra Mordió, sin embargo, pero no lo suficiente, y luego saltó fuera del alcance de aquella cola, dejando a Nagaina herida y furiosa.

—¡Malvado, malvado Darzee! —gritó Nag, azotando el aire a tanta altura cuanto le fue posible, en dirección al nido que había en el espino; pero Darzee lo había construido fuera del alcance de las serpientes, y no hizo más que balancearse.

Rikki—tikki sintió que sus ojos le ardían y se le inyectaban de sangre (esto es una señal de ira en las mangostas), y se sentó apoyándose en la cola y en las patas traseras, como un canguro, y miró en torno suyo, rechinando los dientes de rabia.

Pero Nag y Nagaina habían desaparecido ya en la hierba. Cuando una serpiente yerra el golpe, nunca dice nada ni da ninguna señal de lo que hará en seguida. A Rikki—tikki no se le antojó seguirlas, porque no se sintió segura de poder combatir con dos serpientes a la vez. Así pues, se dirigió al caminillo enarenado, cerca de la casa, y allí se sentó para pensar. Era un asunto muy importante para ella.

Si leen ustedes libros antiguos de Historia Natural, verán que se dice en ellos que, cuando una mangosta lucha contra una serpiente y es mordida por ésta, corre a comer una yerba que la cura. Esto no es cierto. La victoria sólo es cuestión de rapidez de miradas y de movimientos (a cada golpe de la serpiente, un salto de la mangosta), y como ningún ojo puede seguir el movimiento de la cabeza de una serpiente cuando ataca, las cosas ocurren de un modo más maravilloso que si interviniera alguna yerba mágica. Rikki—tikki sabía que todavía era joven, y esto la hizo alegrarse mucho más al pensar que había logrado evitar el golpe que le habían dirigido por la espalda. Esto le dio confianza en sí misma, y cuando Teddy vino corriendo por el sendero, ya Rikki—tikki estaba en disposición de que la acariciaran.

Pero, exactamente cuando Teddy se agachaba, algo se movió un poco entre el polvo, y una vocecilla dijo:

—¡Cuidado! Yo soy la muerte.

Era Karait, la pequeñísima serpiente color de tierra, que gusta de echarse en el polvo; su mordedura es mortífera como la de una cobra. Pero es tan pequeña que nadie piensa en ella, y así resulta mucho más dañina.

Los ojos de Rikki—tikki se inyectaron de nuevo, y bailó delante de Karait con aquel balanceo particular heredado de su familia. Es algo muy curioso, pero es una marcha tan perfectamente balanceada, que puede salirse disparado cuando se quiere desde cualquier ángulo de la misma, lo que significa una ventaja para habérselas con una serpiente. Si Rikki—tikki hubiera tenido más experiencia, sabría que se había metido en una empresa mucho más peligrosa que la de luchar contra Nag, porque Karait es tan pequeña y puede revolverse tan rápidamente, que a menos que Rikki la mordiera precisamente detrás de la cabeza, recibiría ella la mordida en un ojo o en un labio. Pero Rikki no sabía esto; tenía los ojos como ascuas y se balanceaba hacia atrás y hacia adelante, mirando dónde podría morder mejor. Karait atacó. Rikki saltó de lado e intentó lanzarse sobre ella; pero la malvada cabeza, gris y polvorienta, embistió, rozándole casi el hombro, y Rikki saltó por encima del cuerpo mientras la cabeza seguía muy de cerca sus patas.

Teddy gritó a la gente de la casa:

—¡Miren, miren! Nuestra mangosta está matando una serpiente.

Rikki—tikki oyó el grito de la madre de Teddy, y el padre corrió provisto de un bastón.

Pero cuando llegó, ya Karait había embestido con poca prudencia, y Rikki—tikki saltó, se arrojó a la espalda de la serpiente, bajó la cabeza entre las patas delanteras cuanto pudo, e hincó los dientes en la espalda, lo más alto posible, y cayó rodando a alguna distancia. La mordida paralizó a Karait, y Rikki—tikki se preparaba para devorarla empezando por la cola, según costumbre de su familia a la hora de la comida, cuando se acordó de que un estómago lleno hace que una mangosta se sienta pesada, y que, si quería conservar toda su fuerza y agilidad, debería mantenerse flaca.

Así pues, se fue a tomar un baño de polvo a la sombra de unas matas de ricino, mientras el padre de Teddy golpeaba a la muerta Karait.

—¿De qué sirve eso? —pensó Rikki—tikki—. ¡Yo ya dejé todo listo!

Entonces, la madre de Teddy la levantó del polvo y la acarició, diciendo que había salvado la vida de su hijo; el padre manifestó que todo había sido providencial, y Teddy mismo miraba todo con grandes y espantados ojos. Rikki—tikki estaba muy divertida con todo esto, y desde luego no entendía ni una palabra. La madre de Teddy podía haberla acariciado lo mismo por haberla visto jugando en el polvo. Rikki—tikki se regodeaba de lo lindo.

Al anochecer, a la hora de la comida, mientras caminaba por entre las copas de vino, sobre la mesa, hubiera podido atiborrarse tres veces más de lo que necesitaba, con muy buenas cosas; pero se acordó de Nag y de Nagaina, y aunque era muy agradable verse halagada y acariciada por la madre de Teddy y ponerse en el hombro de éste, los ojos se le inyectaban de cuando en cuando y lanzaba su largo grito de guerra: iRikk—tikk—tikki—tikki— tchik,

Se la llevó Teddy a la cama y se empeñé en que se durmiera debajo de su barba. Rikki era demasiado bien educada para morderle o arañarle; pero, en cuanto Teddy se quedó dormido, se marchó a dar su acostumbrado paseo en derredor de la casa, y en la oscuridad se tropezó con Chuchundra, el almizclero, que se arrastraba junto a una pared.

Chuchundra es un animalito que vive desconsolado. Llora y se queja durante toda la noche, tratando de decidirse a correr por el centro de las habitaciones, pero nunca llega hasta allí.

—No me mates dijo Chuchundra sollozando—. ¡No me mates, Rikki—tikki!

—¿Crees que el que mata serpientes, mata almizcleros? —respondió Rikki, desdeñosamente.

—Los que matan serpientes, serán muertos por ellas dijo Chuchundra más desconsolado que nunca—. ¿Cómo puedo estar seguro de que Nag no me confundirá contigo cualquier noche oscura?

—No hay la menor probabilidad de eso —respondió Rikki—tikki—; Nag está en el jardín, y yo sé que tú nunca vas por allí.

—Mi prima Chua, la rata, me habló... —dijo Chuchundra, y luego enmudeció.

—¿De qué te habló?

—¡Chito! Nag está en todas partes, Rikki; deberías haber hablado con Chua, allá en el jardín.

—Pues no hablé con ella, por tanto ahora tú hablarás. ¡Pronto, Chuchundra, o te muerdo!.

Sentóse Chuchundra y se puso a llorar de tal modo que las lágrimas le escurrían por los bigotes..

—¡Soy un desdichado! —sollozó—. Nunca tuve suficiente fortaleza de espíritu para correr por el centro de la sala. ¡Chitón! No debo decirte nada. ¿No oyes, Rikki—tikki?

Ésta puso atención. La casa estaba completamente tranquila, pero le pareció que oía un suavísimo raerae, muy apagado (ruido semejante al que produce una avispa caminando por el cristal de una ventana), el seco rumor que produce una serpiente al rozar sobre ladrillos.

—Es Nag o Nagaina —pensó— que entran por la compuerta del cuarto de baño. Tienes razón, Chuchundra; debí hablar con Chua.

Se deslizó suavemente hacia el cuarto de baño de Teddy, pero allí nada había, de manera que se dirigió al de la madre del niño. En la parte baja de una de las paredes de estuco había un ladrillo levantado, a guisa de compuerta, por donde penetraba el agua del baño, y cuando Rikki—tikki entró, caminando por la orilla de los bordillos de albañilería sobre los cuales está el baño, oyó que Nag y Nagaina charlaban muy bajo en la parte de afuera, a la luz de la luna.

—Cuando la casa esté vacía —decía Nagaina a su marido—, ella se verá obligada a marcharse, y el jardín volverá a ser nuestro. Entra sin hacer ruido, y acuérdate de que el primero que hay que morder, es al hombre que mató a Karait. Luego sales, y vienes a decírmelo, y entre los dos le damos caza a Rikki—tikki.

—¿Pero estás segura de que ganaremos algo matando a la gente? —dijo Nag.

—Lo ganaremos todo. Cuando no había nadie en el bungalow, ¿había acaso alguna mangosta en el jardín? Mientras el bungalow esté deshabitado, seremos el rey y la reina del jardín; y recuerda que, tan pronto como se rompan los huevos que pusimos en el melonar y nazcan nuestros pequeñuelos (lo que podría ocurrir mañana mismo), nuestros hijos necesitarán espacio y tranquilidad.

—No había pensado en eso —dijo Nag—. Iré, pero no es preciso que le demos caza a Rikki—tikki después. Mataré al hombre grueso y a su esposa, y al niño, si puedo, y luego regresaré tranquilamente; entonces, como quedará vacío el bungalow, se marchará Rikki—tikki.

Al oír esto, Rikki se estremeció de coraje y odio, y la cabeza de Nag apareció en la compuerta, y luego, todo el helado cuerpo de metro y medio de largo. Rabiosa como estaba, Rikki—tikki sintió miedo al ver el tamaño de la cobra. Nag se enroscó en espiral, levantó la cabeza y miró el cuarto de baño en medio de la oscuridad y Rikki pudo ver cómo brillaban sus ojos.

—Ahora, si la mato aquí, Nagaina lo sabrá; y si la ataco en campo abierto, en mitad del cuarto, las probabilidades estarán a su favor —díjose Rikki—tikki—tavi—. ¿Qué haré?

Se balanceó Nag, y luego la oyó Rikki—tikki beber en la jarra grande que servía para llenar el baño.

—Está bien —dijo la serpiente—. Veamos: cuando mataron a Karait, el hombre grueso llevaba un bastón. Puede ser que todavía lo tenga; pero cuando venga a bañarse en la mañana, no lo tendrá. Esperaré aquí hasta que venga. ¿Oyes, Nagama? Esperaré aquí, al fresco, hasta que sea de día.

No hubo contestación desde fuera, y así supo Rikki—tikki que Nagama se había marchado. Nag enroscó sus anillos, uno a uno, en torno del fondo de la jarra, y Rikki—tikki permaneció quieta, como una muerta. Al cabo de una hora empezó a moverse, músculo a músculo, hacia la jarra. Nag estaba durmiendo, y Rikki—tikki contempló su ancha espalda, pensando cuál sería el mejor sitio para morderla.

—Si no le rompo el espinazo al primer salto —díjose Rikki—, podrá luchar todavía; y si lucha. —¡ay, Rikki!

Contempló la parte más gruesa del cuello, bajo la capucha, pero aquello era demasiado ancho para ella, y en cuanto a una dentellada cerca de la cola, sólo haría que Nag se enfureciera más.

—Necesariamente el ataque debe ser a la cabeza —díjose por último; a la cabeza, por encima de la capucha, y una vez hincados allí mis dientes, no debo soltar la presa.

Entonces saltó sobre la cobra. Tenía ésta la cabeza un tanto apartada de la jarra, bajo la curva de ésta; en cuanto clavó los dientes, Rikki pegó su cuerpo al rojo recipiente de tierra, para mejor sostener contra el suelo aquella cabeza. Esto le dio un momento de ventaja y le sacó todo el partido posible. Luego se vio sacudida de un lado a otro, como ratón cogido por un perro, de aquí para allá, de arriba abajo, dando vueltas, describiendo grandes círculos; pero sus ojos estaban inyectados de sangre, y mantuvo cogida a su presa, aunque el cuerpo de la serpiente azotaba el suelo como un látigo de carretero, arrojando al suelo un bote de hojalata, la jabonera y un cepillo para friccionar la piel, y aunque lo golpeara contra las paredes metálicas del baño.

Rikki aguantaba de firme y apretaba cada vez más, porque estaba muy segura de que recibiría un golpe que acabaría con ella, y, por el honor de su familia, deseaba que la encontraran, al menos, con los dientes bien apretados. Estaba mareada, dolorida, y le parecía que estaban descuartizándola, cuando de pronto, estalló algo semejante a un trueno, exactamente detrás de ella; cierto aire caliente la hizo rodar sin sentido, en tanto que un fuego muy rojo le quemaba la piel. El hombre grueso había despertado con el ruido, y había disparado los dos cañones de una escopeta de caza precisamente detrás de la capucha de Nag.

Rikki—tikki siguió sin soltar su presa, con los ojos cerrados, porque ahora estaba muy segura de estar muerta; pero aquella cabeza ya no se movía, y el hombre grueso la cogió a ella y dijo:

—Alicia, es nuestra mangosta otra vez; la pobrecilla nos salvó la vida a nosotros.

Entró entonces la madre de Teddy, muy pálida, y vio los restos de Nag, mientras Rikki—tikki se arrastraba a la habitación del niño, para acabar de pasar la noche, mitad descansando, mitad sacudiéndose suavemente, para ver si en realidad estaba rota en cincuenta pedazos, como crema.

Al llegar la mañana, apenas podía moverse, pero se sentía muy contenta de lo que había hecho.

—Todavía me falta ajustar cuentas con Nagaina, lo cual será peor que cinco Nag juntas, y no hay que decir lo que sucederá cuando se rompan los huevos de que habló. ¡Santo cielo! debo hablar con Darzee —se dijo.

Sin esperar la hora del almuerzo, Rikki—tikki corrió hacia el espino donde se hallaba Darzee cantando una canción triunfal a voz en cuello. La noticia de la muerte de Nag se había extendido por todo el jardín, porque el barrendero había arrojado el cuerpo al estercolero.

—¡Imbécil montón de plumas! —dijo Rikki—tikki, incomodada—. ¿esta es hora de cantar?

—¡Nag ha muerto!... ¡Ha muerto... Ha muerto!... —cantó Darzee—. ¡La valiente Rikki—tikki la cogió de la cabeza y no soltó presa! El hombre grueso trajo el palo que hace estruendo, y Nag cayó partida en dos. No volverá a comerse a mis hijos.

—Es verdad eso, pero, ¿dónde está Nagaina? —respondió Rikki—tikki, mirando cuidadosamente en torno suyo.

—Nagaina fue a la compuerta del baño y llamó a Nag —respondió Darzee—; pero Nag salió puesta en el extremo de un palo..., porque el barrendero la cogió de ese modo y la arrojó al estercolero. Cantemos a la grande Rikki—tikki, la de ojos color de sangre.

Y Darzee hinché el cuello y cantó.

—¡Si pudiera llegar a tu nido, echaría abajo a todos tus chiquillos! —dijo Rikki—tikki—. No sabes hacer la cosa debida,. a su debido tiempo. Estás a salvo allí en tu nido, pero aquí abajo estoy en guerra. Deja de cantar por un momento, Darzee.

—Por complacer a la grande, a la hermosa Rikki—tikki, dejaré de cantar —respondió Darzee—. ¿Qué sucede, matadora de la terrible Nag?

—Por tercera vez te pregunto: ¿dónde está Nagaina?

—Entre el estiércol del establo, llorando a Nag. ¡Grande es Rikki, la de los blancos dientes!

—¡Deja en paz a mis blancos dientes! ¿Oíste decir dónde guarda sus huevos?

—En el melonar, en el extremo que está más cerca de la pared, donde el sol da casi todo el día. Allí los escondió hace unas semanas.

—¿Y nunca pensaste que valía la pena decírmelo? ¿En el extremo, hacia el lado más cercano a la pared, dijiste?

—Rikki—tikki, ¿no se te antojará ahora ir a comerte los huevos?

—No a comérmelos precisamente; no. Darzee, si tienes una pizca de sentido común, volarás ahora hacia el establo y fingirás que tienes una ala rota, y dejarás que Nagaina te persiga hasta este arbusto. Tengo que ir al melonar; pero, si voy ahora, ella me verá.

Era Darzee una personita de tan escaso seso, que nunca pudo tener en la cabeza dos ideas al mismo tiempo; y precisamente porque sabía que los pequeñuelos de Nagaina nacían de huevos, como los suyos, no creyó al principio que estuviera bien eso de matarlos. Pero su esposa era un pájaro discreto y sabía que los huevos de cobra significan cobras pequeñas para dentro de algún tiempo; por tanto, saltó del nido y dejó que Darzee cuidara de mantener en calor a los chiquillos y que continuara cantando acerca de la muerte de Nag. Darzee se parecía mucho a un hombre en algunas cosas.

La hembra empezó a revolotear delante de Nagaina en el estercolero, gritando:

—¡Ay! ¡Tengo una ala rota! El niño que vive en la casa me tiró una piedra y me la partió.

—Y se puso a aletear más desesperadamente que nunca.

Levantó la cabeza Nagaina y silbé:

—Tú le advertiste a Rikki—tikki el peligro que corría cuando yo pude haberla matado. La verdad, escogiste muy mal sitio para venir a cojear.

Y se dirigió hacia la esposa de Darzee, deslizándose por encima del polvo.

—¡El niño me la rompió de una pedrada! —chilló aquélla.

—¡Bueno! Que te sirva de consuelo, cuando estés muerta, saber que después le arreglaré las cuentas al muchacho. Mi marido yace en el estercolero esta mañana, pero antes de que caiga la noche, el niño también yacerá en completo reposo. ¿De qué te sirve huir?

Estoy segura de cogerte. ¡Tonta, mírame!

La esposa de Darzee era demamiado lista para hacer eso, pues el pájaro que fija los ojos en los de una serpiente se asusta tanto, que no puede ya moverse. La compañera de Darzee siguió revoloteando y piando dolorosamente, sin apartarse nunca del suelo, y Nagaina apresuraba cada vez más el paso.

Los oyó Rikki—tikki seguir el caminillo que iba del establo a la casa, y se fue entonces rápidamente hacia la parte del melonar más cerca de la pared. Allí, en tibia paja, entre los melones, ocultos muy hábilmente, encontró veinticinco huevos, de tamaño aproximado a los de una gallina de Bantam, pero cubiertos de una piel blanquecina en vez de cáscara.

—Llegué muy a tiempo —dijo, porque al través de la piel pudo ver a las cobras pequeñas enroscadas, y sabía que al momento mismo de nacer, podían cada una de ellas matar a un hombre o a una mangosta. Mordió el extremo de los huevos tan rápidamente como pudo, cuidando de aplastar a las cobras, y revolvió de cuando en cuando la yacija para ver si había quedado sin romper algún huevo. Al fin quedaron sólo tres, y Rikki—tikki empezaba a congratularse, cuando oyó a la esposa de Darzee que gritaba:

—Rikki—tikki, he llevado a Nagama hacia la casa, y se metió en la galería, y ahora... ¡oh!, ¡corre!... ¡Matará a alguien!

Rikki—tikki aplastó dos huevos y saltó del melonar con el tercero en la boca, corriendo en dirección de la galería tan aprisa como pudieron sus patas. Teddy y sus padres se hallaban allí, dispuestos a desayunar pero Rikki—tikki vio que no comían. Estaban quietos como si fueran de piedra y sus rostros estaban blancos. Nagaina, enroscada en forma de espiral sobre la estera que estaba cerca de la silla de Teddy, y a distancia conveniente para morder la pierna de éste, se balanceaba, cantando una canción triunfal.

—Hijo del hombre que mató a Nag —silbó—, no te muevas. No estoy preparada todavía.

Espera un poco. Que no se mueva ninguno de vosotros. Al menor movimiento, os salto encima... y si no os movéis, también os saltaré. ¡Oh, gente estúpida, que mató a mi Nag!...

Teddy mantenía sus ojos fijos en los de su padre, y todo lo que pudo hacer éste, fue murmurar:

—Estáte quieto, Teddy. No debes moverte. Teddy, mantente quieto.

Llegó entonces Rikki—tikki y gritó:

—¡Vuélvete, Nagaina, vuélvete y pelea conmigo!

—Cada cosa a su tiempo —dijo aquélla sin mover los ojos—. Ya arreglaré cuentas contigo dentro de un momento. Mira a tus amigos, Rikki—tikki; allí están inmóviles y pálidos.

Tienen miedo. No se mueven, y si te acercas un solo paso, los muerdo.

—Échales una ojeada a tus huevos —dijo Rikki—tikki—; allá en el melonar, junto a la pared.

Ve y míralos, Nagaina.

Se volvió a medias la enorme serpiente y vio el huevo sobre el suelo de la galería.

—¡Aaah!. . ¡Dámelo! —dijo.

Rikki—tikki puso sus patas una a cada lado del huevo, y con los ojos inyectados, respondió:

—¿Cuánto me dan por un huevo de serpiente? ¿Por una cobra chiquita? ¿Por una cobra chiquita hija de rey? ¿Por la última, la última en verdad de una nidada? Las hormigas se están comiendo a las demás allá en el melonar.

Se volvió en redondo Nagaina, olvidándose de todo por su último huevo. Rikki—tikki vio que el padre de Teddy extendía su fuerte mano, asió del niño por un hombro, y lo levantó por encima de la mesita y de las tazas de té, poniéndolo a salvo y fuera del alcance de Nagaina.

—¡Te engañé! ¡Te engañé! ¡Te engañé! Rikk—tick—tick —dijo riendo Rikki—. El niño está a salvo, y fui yo, yo, la que cogí ayer noche a Nag por la capucha en el cuarto de baño.

Entonces empezó a dar saltos con las cuatro patas a la vez y la cabeza casi a ras del suelo.

—Me sacudió de acá para allá, pero no logró soltarse de mí. Ya estaba muerta cuando vino el hombre grueso a partirla en dos pedazos. Yo lo hice. ¡Rikki—tikki—tick—tick! Ven, pues, Nagaina. Ven y lucha conmigo. No durarás viuda mucho tiempo.

Nagaina vio que había perdido la oportunidad de matar a Teddy, y el huevo continuaba entre las patas de Rikki—tikki.

—Dame el huevo, Rikki—tikki; dame el último que queda de mis huevos, y me ire y nunca regresaré.

—Al decir esto, bajaba la capucha.

—Sí, te irás y nunca regresarás, porque te reunirás en el estercolero con Nag. ¡Pelea, viuda! El hombre grueso fue por su escopeta. ¡Pelea!

Rikki—tikki saltaba en derredor de Nagaina, manteniéndose exactamente fuera del alcance de sus embites, reluciéndole los ojillos como dos ascuas. Nagaina se replegó sobre sí misma y se lanzó contra ella. Rikki—tikki saltó hacia arriba y hacia atrás. La serpiente atacó una y otra vez, y su cabeza daba con sordo ruido contra la estera de la galería, enroscándose luego el cuerpo como la espiral de un reloj. Entonces saltó Rikki—tikki describiendo círculos para colocarse detrás de Nagaina, y ésta giraba en redondo para que su cabeza y la de su enemiga estuvieran siempre frente a frente, y el ruido que producía su cola sobre la estera era como el de las hojas secas que el viento arrastra.

Ya había olvidado el huevo. Allí estaba sobre el suelo de la galería, y Nagaina fue acercándose más y más a él, hasta que al fin, mientras que Rikki—tikki se detenía para tomar aliento, lo cogió en la boca, volvióse hacia los escalones de la galería y se lanzó como una flecha al estrecho caminillo, perseguida por Rikki—tikki. Cuando una cobra huye para salvar la vida, parece la punta de un látigo revoloteando sobre el cuello de un caballo.

Rikki—tikki sabía que debía cogerla, porque de lo contrario todo habría sido inútil y tendría que volver a empezar. La serpiente se dirigió en línea recta hacia la hierba alta que crecía junto al espino, y al pasar corriendo oyó Rikki—tikki que Darzee entonaba todavía su estúpido himno triunfal. Pero la esposa de Darzee era más lista. Se arrojó del nido en el preciso momento en que pasaba Nagaina, y empezó a revolotear sobre la cabeza de la serpiente. Si Darzee hubiera ayudado, podrían haberla hecho retroceder; pero Nagaina se limitó a bajar su capucha y a seguir adelante. Sin embargo, el momento que perdió al hacer esto le permitió a Rikki—tikki acercarse más, y cuando la serpiente se metió en la madriguera donde ella y Nag solían vivir, los blancos dientes de Rikki se clavaron en la cola de Nagaina, y ambas entraron juntas en la madriguera... y ninguna mangosta, por vieja y lista que sea, se atrevería a hacer esto. En el agujero había completa oscuridad, y Rikki—tikki no sabía si se ensancharía de pronto dándole a Nagaina el espacio necesario para revolverse y morderla. Aguantó firmemente y clavó las patas en el suelo a guisa de frenos en la oscura pendiente de aquella tibia y húmeda tierra.

Luego, la hierba que estaba a la entrada del agujero dejó ya de moverse, y Darzee dijo:

—Todo terminó para Rikki—tikki. Entonemos un himno a su muerte. ¡La valiente Rikki—tikki ha muerto! Seguramente Nagaina la matará allá, bajo tierra.

Púsose, pues, a entonar una fúnebre melodía improvisada, inspirada por el momento aquel, y exactamente cuando llegaba a la parte más patética, se movió de nuevo la hierba, y Rikki—tikki, cubierta de polvo, se arrastró despacio fuera del agujero, relamiéndose los bigotes. Darzee enmudeció en seguida, dando un grito. Rikki—tikki se sacudió un poco el polvo y estornudó.

—Todo ha terminado —dijo—. Nunca saldrá ya de ahí la viuda.

Y las hormigas rojas que viven en los tallos de la hierba la oyeron, y empezaron a formar largas hileras para ir y ver si era cierto lo que decía.

Rikki—tikki se enroscó sobre la misma hierba y allí mismo se durmió.., y durmió y durmió hasta muy entrada la tarde, porque había tenido un día pesadísimo.

—Ahora dijo cuando al cabo se despertó—, volveré a la casa. Darzee, cuéntale al calderero lo que sucedió, y él le dirá luego a todo el jardín que Nagaina ha muerto.

El "calderero" es un pájaro que produce un ruido del todo parecido al de un martillo que golpetea sobre un caldero de cobre; y la razón de que siempre está haciendo ese ruido, es porque él es el pregonero de todo jardín indio, y le cuenta las noticias a quien quiere oírlas. Al caminar Rikki—tikki por el senderillo que conducía a la casa, oyó las notas de ¡alerta!, como las de un pequeño tantán de los que se usan para anunciar la hora de la comida; y luego, el acompasado ¡din—don—tok! "¡Nagaina ha muerto!... ¡don!" "¡Nagaina ha muerto!... ¡din—don—tok!" Al escuchar esto, cantaron todos los pájaros del jardín y las ranas croaron, porque Nag y Nagaina también comen ranas, lo mismo que pájaros.

Cuando llegó Rikki—tikki a la casa, Teddy, la madre de Teddy (que aún estaba pálida, pues se había desmayado) y el padre de Teddy salieron a recibirla y casi lloraron de agradecimiento. Aquella noche comió Rikki cuanto le dieron hasta no poder más, y luego, llevándola Teddy sobre su hombro, se fue a la cama, y allí la encontró la madre del niño cuando a última hora fue a verlo dormir.

—Salvó nuestras vidas y la de Teddy —le dijo a su marido—. ¡Figúrate! Nos salvó la vida a todos.

Rikki—tikki se despertó sobresaltada, porque las mangostas son de un sueño muy ligero.

—¡Ah! ¡Sois vosotros! ¿Por qué me molestan? Ya murieron todas las cobras; y si alguna queda, aquí estoy yo.

Tenía derecho Rikki—tikki a sentirse orgullosa; pero no se enorgulleció más de lo justo, y conservó el jardín como una mangosta debe conservarlo, defendiéndolo con los dientes, y a saltos, y de todas maneras, hasta que ni una sola cobra se atrevió ya a asomar la cabeza dentro de las paredes del recinto.

Cántico de Darzee en honor de Rikki—Tikki—Tavi

Soy un pájaro cantor y tejedor,
y dobles son las alegrías que conozco:
orgulloso me siento al cruzar por los aires,
y orgulloso también de la casita que he tejido.

Sube y baja al compás de mi música,
sube y baja mi casita que oscila.

Levanta la frente, oh madre,
y entona tu cancioncilla;
pereció la que era nuestro azote,
la muerte misma yace muerta en el jardín.

Yace impotente el Terror que entre rosas vivía,
sobre el polvo yace y se pudre en el estiércol.

¿Quién, pregunto, nos libró de ella?
Decid su nombre y repetidlo:
Rikki, la valiente, ella ha sido,
Tikki, la de ojos de ascua.

Rikki—tikki de dientes marfileños,
Rikki la cazadora, de mirada encendida.

Pájaros todos, dadle las gracias
con vuestras colas extendidas;
alabadla como el ruiseñor lo haría,
pero en vez de éste, yo la alabaré.

¡Escuchad! Yo cantaré su alabanza,
¡Loor a Rikki, la de ojos de fuego!

(Aquí, Rikki—tikki interrumpió, y el resto de la canción se ha perdido.)

Los Servidores de Su Majestad

Por quebrados podéis resolverlo,
o también por regla de tres;
pero el camino de Tweedledum,
no es el de Tweedledee.

Torced el problema, revolvedlo,
plegadlo como gustéis;
pero el camino de PillyWinky
no es el mismo que el de WínkiePop.

Copiosa lluvia había estado cayendo durante un mes entero... Había caído sobre un campamento de treinta mil hombres, millares de camellos, elefantes, caballos, bueyes y mulas, reunidos en un lugar llamado Rawal Pindi, para que el virrey de la India le pasara revista. éste recibía la visita del emir de Afganistán, rey salvaje de un salvajísimo país; el emir había traído, acompañándole, una guardia de ochocientos hombres e igual número de caballos que nunca antes habían visto un campamento o una locomotora; hombres salvajes y caballos salvajes también sacados de algún lugar del corazón de Asia Central. Cada noche, un pelotón de esos caballos rompía las cuerdas que los sujetaban y se lanzaban estrepitosamente de un lado al otro del campamento, entre el barro y la oscuridad; o bien los camellos se desataban y corrían por allí tropezando con las cuerdas que sostenían las tiendas; ya puede imaginarse lo agradable que esto sería para los hombres que intentaban dormir. Mi tienda estaba situada lejos de las filas de camellos, y por eso pensaba yo encontrarme en sitio seguro. Pero una noche un hombre asomó la cabeza por mi tienda y gritó:

—¡Salga pronto! ¡Allí vienen! ¡Ya derribaron mi tienda!

Ya sabía yo quiénes venían, por tanto, me puse las botas, me eché encima el impermeable y salí corriendo por un lado. Mi perrita foxterrier, Vixen, salió por el otro lado. Al cabo de un momento, se escuchaban bramidos, gruñidos y ruidos guturales como burbujeos, y vi cómo mi tienda se hundía, porque el palo que la sostenía había saltado en pedazos; la tienda empezó a danzar como duende loco. Un camello que había entrado se había enredado en ella, y aunque estaba yo todo mojado y enojado, no pude menos de reírme. Después salí corriendo, porque no sabía cuántos camellos se habían soltado, y poco tiempo después perdí de vista el campamento, y caminaba con dificultad por el barro.

Caí por último sobre la cureña de un cañón, y con esto supe que me encontraba cerca de las líneas de artillería donde las piezas son colocadas por la noche. Como no quería seguir vagando bajo la lluvia y en medio de la oscuridad, coloqué mi impermeable sobre la boca de uno de los cañones, formando así una especie de choza con dos o tres atacadores que encontré, y me tendí sobre la cureña de otro cañón, preguntándome dónde andaría Vixen y dónde me encontraba yo.

Cuando iba a dormirme, escuché un rumor de arreos y algo como un gruñido, y un mulo pasó a mi lado sacudiendo las mojadas orejas. Pertenecía a una batería de cañones atornillables o de montaña, porque podía yo oír el ruido de las correas, anillas, cadenas y demás pegando sobre el basto. Estos cañones son pequeños; se componen de dos piezas que se unen en el momento en que van a usarse. Se llevan con facilidad por las montañas, en cualquier lugar donde los mulos hallen un sendero, y son muy útiles en los países donde abundan las rocas.

Detrás del mulo venía un camello cuyos enormes pies blandos se hundían y resbalaban en el barro, y su cuello se balanceaba hacia acá y hacia allá, como el de una gallina perdida. Por fortuna conocía yo bastante el lenguaje de los animales (no el de los salvajes, por supuesto, sino el de los que se hallan en los campamentos) por haberlo aprendido de los indígenas, y pude saber lo que decía entonces.

Debía ser el mismo camello que entró en mi tienda, porque le gritó al mulo:

—¿Qué haré? ¿A dónde iré? Luché contra una cosa blanca que se movía, y ella cogió un palo y me pegó en el cuello. (Se refería al palo roto de mi tienda, y yo me alegré mucho al oírlo.) ¿Seguiremos corriendo?

—¡Ah! ¡Conque eres tú y tus amigos los que han perturbado al campamento! —dijo el mulo—. ¡Muy bien! Ya te darán una paliza en cuanto amanezca. De todos modos, yo te daré algo a cuenta.

Oí el ruido que hacían los arreos al retroceder el mulo y al soltarle al camello dos coces en las costillas que resonaron como un tambor.

—Otra vez —dijo el mulo, lo pensarás mejor antes de correr por entre una batería, de noche, gritando: ¡a ése! o ¡fuego! Échate y no sigas moviendo ese estúpido cuello tuyo.

Se dobló el camello como suelen hacerlo ellos, como una escuadra, y se echó dando gemidos. Se oyó en la oscuridad un acompasado ruido de cascos, y un gran caballo del ejército se acercó galopando con la misma regularidad que si estuviera en un desfile, saltó por encima de una cureña y se paró junto al mulo.

—¡Es una vergüenza! —dijo, resoplando. ¡De nuevo metieron bulla por nuestras filas esos camellos...! Es la tercera vez en la semana. ¿Cómo mantendrá su buen estado un caballo si no se le permite dormir? ¿Quién anda por allí?

—Soy el mulo que porta la cureña del cañón número dos de la primera batería de montaña —explicó el mulo—, y aquel es uno de vuestros amigos. A mí también me despertó. ¿Quién es usted?

—Número 15, Escuadrón E, del Noveno de Lanceros... Soy el caballo de Dick Cunliffe.

Échate un poco allá; así.

—¡Mil perdones! dijo el mulo. Todavía hay demasiada oscuridad para poder ver bien.

¡Vaya si estos camellos arman una bulla tremenda por nada! Yo me fui de mis líneas para ver si aquí puedo tener algo de paz y tranquilidad.

—Señores míos —dijo el camello humildemente—, tuvimos pesadillas esta noche y nos asustamos mucho. Yo no soy más que uno de los camellos de carga del 39 de la infantería indígena, y no soy tan valiente como ustedes, señores mios.

—Entonces, ¿por qué diablos no te estás quieto en tu sitio y llevas el bagaje del 39 de infantería indígena, en vez de correr por todo el campamento? —rezongó la mula.

—¡Es que las pesadillas fueron tan horribles!. .. —repuso el camello. Siento mucho lo ocurrido. Pero, ¡escuchen! ¿Qué es eso? ¿Echamos a correr de nuevo?

—¡Échate! dijo el mulo. Si no, te romperás esas largas piernas entre los cañones. —Enderezó una oreja y escuchó—. ¡Bueyes! —exclamó—. Los bueyes que arrastran los cañones. ¡Por vida de...! Tú y tus amigos despertaron a todo el campamento. Se requiere mucho alboroto, para hacer que uno de los bueyes de las baterías se levante.

Oí yo una cadena que se arrastraba por el suelo, y llegó uno de los pares de enormes y tercos bueyes blancos que arrastran los pesados cañones de sitio cuando los elefantes ya no se atreven a acercarse más al fuego del enemigo; llegó, y cada uno empujaba el hombro contra el otro. Y casi pisando la cadena venía también un mulo de las baterías, llamando a grandes voces a Billy.

—Es uno de nuestros reclutas —dijo el mulo viejo al caballo. Me llama. ¡Aquí estoy, muchacho, Basta de chillar! La oscuridad nunca hizo daño a nadie.

Los bueyes estaban echados juntos y empezaron a rumiar; pero el mulo joven se puso junto a Billy.

—¡Qué cosas! —dijo—. ¡Espantables y terribles cosas, Billy! Se echaron sobre nuestras filas mientras estábamos durmiendo. ¿Crees que nos matarán?

—¡Me dan ganas de darte una coz de padre y señor mío! —respondió Billy—, ¡A un mulo de tu estampa, tan bien entrenado, deshonrar a la batería ante estos caballeros!.

—¡Poco a poco! —dijo el caballo. Recuerden que así son todos siempre al principio. La primera vez que yo vi a un hombre (esto fue en Australia, cuando yo tenía tres años), corrí durante medio día, y si hubiera visto a un camello, todavía estaría corriendo.

Casi todos los caballos de la caballería inglesa se llevan a la India desde Australia, y los mismos soldados son los que los doman.

—¡Muy cierto! —afirmó Billy—. Ya no tiembles, muchacho. La primera vez que me enjaezaron por completo, con todas las cadenas a mi espalda, me paré en dos pies y rompí todo a coces. No había aprendido aún la verdadera ciencia de cocear, pero todos los de la batería dijeron que nunca habían visto cosa igual.

—Pero no era ruido de arreos ni retintín alguno lo que ahora se oía dijo el mulo joven—.

Ya sabes que esto ya no me importa, Billy. Eran cosas parecidas a árboles, y caían entre las filas con rumores de burbujeos; y mi cabestro se rompió, y no pude hallar al que me cuida, ni te pude hallar a ti, Billy; por tanto me escapé con... con estos caballeros.

—¡Je, je! —eiclamó Billy—. Tan pronto como oí que los camellos se habían soltado, me fui por mi cuenta, muy quietecito. Cuando un mulo de batería... de una batería de cañones de montaña... llama caballeros a los bueyes que arrastran cañones de otra clase, debe estar terriblemente emocionado. ¿Quiénes son ustedes, buena gente, que están allí echados?

Los bueyes dejaron de rumiar por un momento y respondieron a la vez:

—El séptimo par del primer cañón de la batería de los grandes. Estábamos durmiendo cuando llegaron los camellos, pero, cuando sentimos que nos pisoteaban, nos levantamos y unos fuimos. Es mejor tenderse en paz en el barro, que ser molestado sobre un buen lecho. Le dijimos a tu amigo aquí presente que no había por qué asustarse, pero sabe tanto que pensó lo contrario. ¡Bah!

Y continuaron rumiando.

—Eso pasa cuando se tiene miedo. Hasta los bueyes que arrastran los cañones se burlan de ti. Ya puedes estar satisfecho, muchacho.

El muleto rechinó los dientes, y oí algo que decía sobre el poco miedo que le daban todos los cochinos bueyes de este mundo, todos esos montones de carne; pero los bueyes sólo entrechocaron sus cuernos y siguieron rumiando.

—Ahora no te incomodes después de haber tenido miedo; ésa es la peor clase de cobardía dijo el caballo. A cualquiera puede perdonársele que haya sentido miedo por la noche, así lo creo, si ve cosas que le parecen incomprensibles. Nosotros, los cuatrocientos cincuenta que somos, hemos roto una y otra vez y muchas veces las ataduras que nos sujetaban a las estacas, tan sólo porque a algún recluta se le ocurría venir a contarnos cuentos de látigos que se volvían serpientes, allá en Australia, su tierra; y después que los oíamos nos asustaban horriblemente hasta los colgantes cabos de los cabestros.

—Todo está muy bien en el campamento —dijo Billy—. A veces me han dado ganas de salir escapado, por el puro gusto de hacerlo, cuando no he salido a campo abierto durante uno o dos días. Pero, ¿qué hacen ustedes cuando están en servicio activo?

—¡Ah! Eso es harina de otro costal —dijo el caballo—. Entonces Dick Cunliffe cabalga sobre mí y me aprieta las rodillas en los costados, y todo lo que tengo que hacer, es mirar dónde pongo los pies, conservar las patas traseras dobladas bajo el cuerpo y obedecer al freno.

—¡Qué significa obedecer al freno? —preguntó el muleto.

—¿Vaya pregunta! ¡Por los huesos de mi padre!... —relinchó el caballo—. ¿Quieres decir que no te enseñan eso en el oficio que desempeñas? ¿Cómo puedes hacer nada, si no puedes volverte en redondo rápidamente, cuando te aprietan la rienda sobre el cuello?

Para el hombre que te cabalga, es cuestión de vida o muerte, y por supuesto también lo es para ti. Da la vuelta sobre las patas traseras bien recogidas, cuando sientas la rienda sobre tu cuello. Si no tienes suficiente sitio para revolverte, levanta las manos y gira sobre los cuartos traseros. Esto es lo que se llama obedecer al freno.

—A nosotros no se nos enseña así —dijo Billy, el mulo, friamente—. Se nos enseña a obedecer las órdenes del hombre que nos guía: dar un paso hacia acá o hacia allá, como él lo mande. Pero creo que todo es más o menos lo mismo. Pero con toda esa fantasía y tanto empinarse —cosa muy mala para vuestros corvejones—, ¿qué es lo que hacéis en realidad?

—Eso es según las circunstancias —dijo el caballo—. Generalmente tengo que ir entre un montón de hombres desgreñados que gritan y llevan cuchillos, largos y brillantes y peores que los del albéitar, y debo atender a que la bota de Dick toque con precisión la del hombre que va a su lado, pero sin apretarla. Veo la lanza de Dick a la derecha de mi ojo derecho, y entonces sé que no hay de que preocuparse. No quisiera estar en el pellejo del hombre o del caballo que se nos pusiera por delante a Dick y a mí cuando tenemos prisa.

—¿Y no hacen daño los cuchillos? —preguntó el muleto.

—Bueno.., a mí me hirieron una vez en el pecho, pero esto no fue por culpa de Dick.

—¡Qué me importaría a mí de quién era la culpa si me hirieran! —exclamó el muleto.

—Pues debe importarte —prosiguió el caballo. Si no tienes confianza en tu hombre, puedes huir de una vez. Esto es lo que hacen algunos de nuestros caballos, y no los culpo.

Como iba diciendo, no fue culpa de Dick. Había un hombre tendido en el suelo, y yo me alargué cuanto pude para no pisarlo, y entonces él me tiró un tajo. La próxima vez que tenga que pasar sobre un hombre, pisaré sobre él, . . apretando de firme.

—¡Je, je! —dijo Billy—. Todo eso son tonterías. Los cuchillos son siempre una cosa muy fea, Lo bonito es trepar por un monte, bien ensillado, agarrándose fuerte con las cuatro patas y hasta con las orejas, y serpentear, arrastrarse, moverse de todas las maneras posibles, hasta que se llega a varias docenas de metros por encima de cualquiera otro, sobre un reborde del terreno en que sólo hay sitio para poner los cascos. Entonces te paras y te estás quieto —nunca le pidas a un hombre que te tenga del cabestro, muchacho—, te mantienes muy quieto mientras ponen en orden los cañones, y luego miras las bombas, como cachos de adormideras, caer entre las copas de los árboles, allá abajo, muy lejos.

—¿Y nunca tropezáis? —preguntó el caballo.

—Dicen que cuando un mulo dé un paso en falso, se le rasgará la oreja a una gallina —respondió B¡lly—. De cuando en cuando quizás, por culpa de un basto mal puesto, puede caerse un mulo; pero ocurre muy raras veces. Quisiera enseñaros cómo trabajamos. Es algo muy hermoso. ¡Con decir que tardé tres años en adivinar qué querían de nosotros los hombres que nos conducían!.. La ciencia de todo esto consiste en que el cuerpo no destaque contra el cielo, porque, si esto sucediera, serviría uno de blanco. Acuérdate de esto, muchacho. Escóndete siempre todo lo que puedas, aun cuando tengas que desviarte un cuarto de legua de tu camino. Yo soy el que dirijo la batería cuando hay que hacer una de esas ascensiones.

—¡Tirarle a uno sin darle siquiera la posibilidad de arrojarse contra quien le dispara! —dijo el caballo, muy pensativo—. No puedo soportar eso! ¡Me moriría de ganas de atacar, junto con Dick!

—¡Oh! ¡No lo creas! Sabemos que, en cuanto están los cañones en posición, ellos son los que se encargan del ataque. Esto es científico y elegante; pero los cuchillos...¡puf! El camello había estado balanceando la cabeza hacía rato con muchas ganas de entremeterse en la conversación. Por último le oí decir, carraspeando nerviosamente:

—Yo... yo..... he estado también en una que otra batalla; pero no trepando ni corriendo.

—¡Claro! Y ahora que hablas de ello, creo que no fuiste hecho ni para trepar ni para correr mucho. En fin, ¿cómo fue eso, costal de paja?

—Fue... como debe ser —respondió el camello—. Nos echamos todos...

—¡Por mi pretal y mi grupera! —dijo entre dientes el caballo. ¿Se echaron?...

—Nos echamos... y éramos cien... —siguió diciendo el camello. Formamos un gran cuadro, y luego los hombres amontonaron nuestros fardos y sillas, fuera del cuadro, y empezaron a disparar por encima de nosotros, desde los cuatro lados a la vez.

—¿Qué clase de hombres? ¿Los primeros que se presentaron? —dijo el caballo, A nosotros nos enseñan en la escuela de equitación a tendernos y dejar que nuestros amos disparen por encima de nosotros; pero sólo confiaría yo en Dick Cunliffe para que hiciera eso.

Me molesta haciéndome cosquillas junto a la cincha, y además, con la cabeza en el suelo no se puede ver nada.

—¿Qué importa quién dispara por encima de uno? —dijo el camello. Muchísimos hombres y camellos están al lado de uno y además muchísimas nubes de humo. Entonces no tengo miedo. Permanezco quieto y espero.

—Y sin embargo tienes pesadillas en la noche y alborotas todo el campamento —repuso Billy—. ¡Vaya! ¡Vaya! Antes que tenderme y permitirle a ningún hombre disparar por encima de mí, creo que mis patas y su cabeza trabarían conocimiento. ¿Cuándo se escuchó cosa tan terrible como ésa?

Se hizo un largo silencio, y a continuación uno de los bueyes levantó su enorme cabeza y dijo:

—Todo eso es pura tontería. Sólo hay una manera de entrar en la lucha.

—¡Ah! ¡Sigue, sigue! —respondió Billy—. No te fijes en que yo estoy delante. Supongo que ustedes, buena gente, pelean sosteniéndose sobre el rabo.

—No hay sino una manera —repitieron ambos a la vez. (Seguramente eran gemelos)—. Y ésta es la manera: uncimos, los veinte pares que somos nosotros, al cañón grande, en cuanto empieza a trompetear el de las dos colas. (Se le llama "el de las dos colas" en el lenguaje del campamento, al elefante.)

—¿Y por qué suena él la trompa? —preguntó el muleto.

—Para mostrar que no quiere acercarse más al humo que hay de aquel lado. El de las dos colas es un grandísimo cobarde. Luego empujamos todos juntos el cañón grande...

¡Heya! ¡Hullah! ¡Heeyah! ¡Hullah!... Nosotros no nos encaramamos como gatos ni corremos como terneros. Atravesamos la llanura, veinte pares de frente, hasta que nos desuncen de nuevo, y entonces, a pacer, mientras los grandes cañones le dirigen la palabra al través del llano a alguna ciudad de paredes de tapia, las que caen en grandes pedazos, y nubes de polvo se elevan en el aire como si regresaran a casa innumerables rebaños.

—¡Oh! ¿Y ustedes aprovechan ese momento para pacer? —dijo el muleto.

—Ése o cualquiera otro. Siempre es agradable comer. Nosotros esperamos hasta que nos uncen de nuevo y arrastramos el cañón hasta donde está esperándolo el de las dos colas.

En algunas ocasiones en la ciudad hay cañones grandes que contestan a los nuestros y matan a algunos de nosotros, y así, es más abundante el pasto para los que quedan.

Cosas del destino... sólo del destino. Sea como fuere, el de las dos colas es un grandísimo cobarde. Éste es el verdadero modo de combatir. Nosotros somos dos hermanos, hijos de Hapur. Nuestro padre era uno de los toros sagrados de Siva. Hemos dicho.

—¡Bueno! A la verdad, algo he aprendido esta noche dijo el caballo—. Y ustedes, caballeros de la batería de cañones de montaña, ¿también sienten ganas de comer cuando los cañones disparan contra ustedes y a retaguardia permanece el de las dos colas?

—Tan poco, como son pocas las ganas que sentimos de echarnos y permitir que los hombres se tiendan sobre nosotros, o lánzarnos entre personas que esgrimen cuchillos.

Nunca oí tales simplezas. El borde de un precipicio, una carga bien equilibrada, un arriero de quien pueda uno estar seguro que lo dejará escoger su camino.., con eso que me den, cuenten conmigo: pero lo demás... ¡no! dijo Billy pegando una patada en el suelo.

—Por supuesto dijo el caballo—, no todos somos de la misma madera, y veo bien que su familia, por la línea paterna, a duras penas entendería ciertas cosas.

—Deje en paz a mí familia y a su línea paterna dijo Billy enojado (porque a todo mulo le disgusta que le recuerden que su padre era un asno)—. Mi padre fue un caballero del Sur, y podía derribar, morder, y convertir en piltrafas a coces, a cualquier caballo que cruzara su camino. ¡Acuérdate de esto, gran Brumby!

Brumby significa un caballo salvaje, sin crianza. Imaginad lo que sentiría el noble bruto, vencedor en las carreras, si oyera que lo llamaba acémila uno que arrástrara un carro, y así podréis imaginaros lo que sentiría el caballo australiano en aquel momento. Vi cómo le brillaba en la sombra el blanco de los ojos.

—Mira, hijo de un garañón importado de Málaga —dijo, apretando los dientes—, tendré que enseñarte que, por línea materna, desciendo de Carbine, ganadora de la Copa de Melbourne; y que en mi tierra no estamos acostumbrados a dejarnos pisotear por un mulo, charlatán como loro, y con sesos de cerdo, y que sólo pertenece a una batería de cerbatanas para juegos de niños. ¡En guardia!

—¡Y tú sobre tus patas traseras! —chilló Billy.

Así lo hicieron, frente a frente, y ya esperaba yo una furiosa lucha, cuando, de en medio de la oscuridad, hacia la derecha, se oyó una voz gutural, profunda, que decía:

—Niños, ¿por qué se pelean? Esténse quietos.

Ambas bestias dejaron caer las patas con un ronquido de disgusto, pues no hay caballo ni mulo que pueda soportar la voz del elefante.

—Es el de las dos colas —dijo el caballo—. ¡No puedo soportarlo! ¡Tener una cola en cada extremo no es jugar limpio!

—Yo pienso exactamente lo mismo —respondió Billy, y se apretó contra el caballo para sentirse acompañado—. En algunas cosas, nos parecemos mucho.

—Supongo que las heredamos de nuestras madres —observó el caballo. No vale la pena pelear por eso. ¡Eh! ¡Dos colas! ¿Estás atado?

—Sí —respondió éste, con una risita que parecía subirle trompa arriba—. Estoy atado para toda la noche. Ya oí, amigos, lo que han estado hablando. Pero no teman; no me acercaré.

Los bueyes y el camello dijeron casi en voz alta:

—¡Sentir miedo por el de las dos colas!... ¡Qué tontería! —Y los bueyes prosiguieron:

—Sentimos que lo hayas oído pero es cierto. Dos colas: ¿por que le tienes miedo a los cañones cuando disparan?

—Pues... —empezó el de las dos colas, frotando una de sus patas traseras contra la otra, tal

y como lo hace un chiquillo cuando declama versos—, no estoy muy seguro si me entenderán ustedes.

—No entenderemos, pero la cosa es que tenemos que arrastrar los cañones dijeron los bueyes.

—Sí; lo sé. También sé que ustedes son mucho más valientes de lo que creen. Pero no sucede lo mismo conmigo. El capitán de mi batería me llamó el otro día "anacronismo paquidermatoso".

—¿Una nueva manera de combatir, supongo? dijo Billy, que empezaba a recobrar el uso de sus facultades.

—Por supuesto, tú no sabes lo que eso significa, pero yo sí. Significa algo que está entre dos aguas, entre dos luces, y así estoy yo. Veo dentro de mi cabeza lo que ocurrirá cuando estalle una bomba; ustedes, bueyes, no pueden verlo.

—Pero yo sí dijo el caballo. En parte, a lo menos. Pero hago por no pensar en ello.

—Yo lo veo mejor que tú, y pienso en ello.., Sé que tengo un enorme corpachón que hay que cuidar, y sé que nadie sabe cómo curarme cuando estoy enfermo. Lo único que pueden hacer es no pagarle a mi cornac hasta que me alivio, y no puedo fiarme de él.

—¡Ah! —interrumpió el caballo. Eso lo explica todo. Yo puedo fiarme de Dick.

—Podrías ponerme encima todo un regimiento de Dicks sin que me sintiera mucho mejor.

Sé lo suficiente para sentirme a disgusto, y no lo suficiente para seguir adelante a pesar de todo.

—No entendemos dijeron los bueyes.

—Ya sé que no lo entienden. Pero no les estoy hablando a ustedes. Ustedes no saben lo que es sangre.

—¡Lo sabemos! —respondieron los bueyes—. Es una cosa roja que la tierra chupa y que huele.

El caballo tiró una coz, dio un salto y relinchó.

—¡No hablen de eso! dijo. Me parece olerla ahora, con sólo imaginármela. Me dan ganas de correr... cuando no llevo a Dick sobre mí.

—¡Pero si aquí no la hay! —dijeron el camello y los bueyes—. ¡Vaya que eres tonto!

—Es vil cosa dijo Billy—. A mí no me dan ganas de correr, pero no quiero hablar de ella.

—¡Ahí tienen ustedes! dijo el de las dos colas, moviendo la suya para explicarse mejor.

—Ciertamente. Y aquí nos hemos tenido durante toda la noche —dijeron los bueyes.

El de las dos colas pateó en el suelo hasta que su anillo de hierro resono.

—No les hablo a ustedes. Ustedes no pueden ver lo que sucede dentro de su cabeza.

—Claro que no. Sólo vemos lo que pasa afuera de nuestros cuatro ojos. Sólo vemos lo que está delante de nosotros.

—Si yo pudiera hacer eso y sólo eso, a ustedes no los necesitarían absolutamente para arrastrar los grandes cañones. Si yo fuera como mi capitán —él puede ver las cosas dentro de su cabeza antes de que empiece el fuego, y tiembla todo él, pero sabe demasiado como para que se eche a correr—, si yo fuera como él, podría arrastrar los cañones. Pero si yo fuera así de sabio, ciertamente no estaría aquí. Sería un rey en la selva, como lo fui antaño, durmiendo la mitad del día y bañándome cuando se me antojara. Hace un mes que no tomo un buen baño.

—Todo eso está muy bien dijo Billy—; pero darles a las cosas nombres rimbombantes no las mejora.

—¡Chitón! dijo el caballo. Creo que entiendo lo que quiere decir Dos colas.

—Dentro de un momento lo entenderás mejor —dijó éste de mal humor—. ¿Quisieras sólo explicarme por qué a ti no te gusta esto?

Empezó a hacer resonar furiosamente su trompa.

—¡Basta, basta! dijeron Billy y el caballo al mismo tiempo. Y oí cómo pateaban y temblaban. El trompeteo de un elefante es siempre desagradable, sobre todo de noche.

—¡No quiero callar! dijo el de las dos colas—. ¿Me quieren hacer el favor de explicarme esto? ¡Rrrumf! ¡Rrrert! ¡Rrrumf! ¡Rrrah! Luego detúvose de pronto y escuché un quejido en la oscuridad, y supe que al fin Vixen había dado conmigo. Sabía ella tan bien como yo que hay algo en el mundo que asusta al elefante más que nada, y es el ladrido de un perro; por eso se paró, para molestar al de las dos colas, en el lugar donde estaba atado, y allí ladró entre sus enormes pies. Dos colas se agitó y empezó a chillar.

—¡Vete, perro! —dijo. No me huelas los zancajos o te pateo. ¡Perrito bueno... perrito mono! ¡Lárgate a tu casa, bestezuela que no paras de ladrar! ¿Por qué alguien no lo aparta de allí? En un momento más me morderá.

—Me parece —le dijo Billy al caballo— que nuestro amigo Dos colas tiene miedo a un montón de cosas. Si a mí me hubieran dado un buen pienso por cada perro que he lanzado de una coz al otro lado del campo de maniobras, estaría tan gordo como Dos colas.

Silbé y Vixen vino corriendo hacia mí, toda llena de lodo, me lamió la nariz, y me narró un larguísimo cuento de sus aventuras en el campamento mientras iba en mi busca.

Nunca le había dicho que yo entendía el lenguaje de los animales, porque se hubiera tomado toda clase de libertades conmigo. La puse, pues, sobre mi pecho, abotonando por encima de ella mi sobretodo, y Dos colas se movió cuanto quiso, y pateó y gruñó, solo ya.

—¡Extraordinario! ¡Extraordinario! —dijo—. Esto viene ya de familla. ¡A ver! ¿Dónde se metería ahora aquel diablo de animalejo?

Le oí que tanteaba acá y allá con la trompa.

—Todos parecemos tener un punto flaco —prosiguió, soplando para limpiarse la nariz— Ustedes, señores, me parece que se alarmaron un poco cuando me oyeron trompetear.

—Precisamente alarmamos, no, dijo el caballo. Pero sentí como que me picaban algunos tábanos donde suelo llevar la silla. No empieces de nuevo.

—A mí me asusta un perrillo, y a ese camello le asustan las pesadillas que tiene de noche.

—Es una suerte que no todos tengamos que combatir de la misma manera dijo el caballo.

—Lo que yo quisiera saber —dijo el mulo que había estado callado durante largo rato—, lo que yo quisiera saber es por qué tenemos que combatir, del modo que fuere.

—Porque así nos lo mandan dijo el caballo con un ronquido de desprecio.

—¡Órdenes! dijo Billy el mulo. Y sus dientes rechinaron.

—¡Hukm hai! (es una orden) —dijo el camello con un ruido gutural; y Dos colas y los bueyes repitieron: ¡Hukm hai!

—Sí, pero, ¿quién da las órdenes? dijo el muleto, el recluta.

—El hombre que va a tu lado... o que se te sienta encima.., o que sostiene la cuerda que atan a tu nariz... o que te retuerce la cola... —dijeron, uno después de otro, B¡lly, el caballo, el camello y los bueyes.

—Pero, ¿quién les da a ellos las órdenes?

—Joven, quieres saber demasiado —dijo Billy—, y eso es exponerse a recibir una coz. Todo lo que tienes que hacer, es obedecer al hombre que te guía, y no preguntar nada.

—Tiene razón dijo el de las dos colas—. Yo no Siempre puedo obedecer, porque estoy como entre la espada y la pared; pero Billy tiene razón. Obedece al hombre que está a tu lado y que te da la orden; de lo contrario, toda la batería tendrá que detenerse por tu culpa, y esto, sin contar la paliza que te darán.

Los bueyes se levantaron para marcharse.

—La mañana se acerca —dijeron—. Regresamos a nuestros puestos. Es cierto que nosotros sólo vemos con nuestros ojos y que no somos muy listos; pero, así y todo, somos los únicos que esta noche no hemos sentido miedo. ¡Buenas noches, valientes!

Nadie contestó, y entonces el caballo dijo, para cambiar de conversación:

—¿Dónde está el perrito aquel? Un perro siempre significa que el hombre no anda lejos.

—Aquí estoy —ladró Vixen—, bajo la cureña, con mi amo. ¡Tú, camello, gran bestia, echaste abajo nuestra tienda! Mi amo está muy enojado contigo.

—¡Psché! dijeron los bueyes—. ¡Debe ser un blanco!

—Por supuesto dijo Vixen—. ¿Creen que a mí me cuida algún boyero negro?

—¡Huah! ¡Ouach! ¡Ugh! —dijeron los bueyes—. Vámonos pronto. Se lanzaron entre el barro, y sin saber cómo, metieron por el yugo que llevaban la lanza de un carro de municiones, y allí se quedaron cogidos.

—¡Se lucieron! dijo calmosamente Billy—. Nada de forcejear. Aquí tendrán que quedarse hasta que se haga de día. ¿Qué diablos les pasa ahora?

Los bueyes lanzaron aquellos largos y silbantes ronquidos que da el ganado de la India, y se empujaron chocando el uno contra el otro, y dieron vueltas, patearon, resbalaron y casi se cayeron en el barro, gruñendo salvajemente.

—Yan a romperse el pescuezo! —dijo el caballo—. ¿Qué tienen contra el hombre blanco?

Yo vivo entre hombres blancos.

—Ellos, los blancos... ¡nos comen! ¡Tira! ¡Tira! —respondió el buey que estaba más cerca.

El yugo saltó en pedazos, y se marcharon juntos, andando pesadamente.

Nunca había sabido yo antes por qué el ganado indio le teme tanto a los ingleses.

Nosotros comemos buey —cosa a la que nunca toca allí un boyero—, y, por supuesto, al ganado no le gusta eso.

—¡Que me azoten con las mismas cadenas de mi basto! ¿Quién hubiera creído que dos enormes pedazos de carne como ésos perderían de tal modo la cabeza? dijo Billy.

—No importa. Voy a ver a ese hombre. Creo que la mayor parte de los hombres blancos llevan cosas en los bolsillos —dijo el caballo.

—Pues entonces, te dejo. No soy muy aficionado a ellos. Además, hombres blancos que no tienen un lugar dónde dormir, son probablemente ladrones, y yo llevo sobre mis espaldas una parte bastante regular de propiedad del gobierno. Ven, muchacho, regresemos a nuestros puestos. ¡Buenas noches, Australia! Creo que nos veremos mañana en la parada. ¡Buenas noches, costal de paja, y controla tus sentimientos, ¿eh? ¡Buenas noches, Dos colas! Si nos vemos mañana eh el campo de maniobras, no hagas sonar tu trompa. Desbaratarías la formación.

Se marchó Billy el mulo renqueando un poco y balanceándose con el aire de un veterano, en tanto que la cabeza del caballo venía a oliscar en mi pecho. Le di bizcochos, mientras Vixen, que es una perrita muy vanidosa, le contó muchas mentiras acerca de las docenas de caballos que entre ella y yo poseíamos.

—Mañana iré a ver la parada en mi dog—cart —dijo—. ¿Dónde estarán ustedes?

—A la izquierda del segundo escuadrón. Yo marco el paso para toda la compañía, damisela —dijo él cortésmente—. Pero tengo que regresar a donde está Dick. Mi cola está toda llena de barro, y él necesitará trabajar duro durante dos horas para ponerme en disposición de ir a la parada.

La gran parada de treinta mil hombres tuvo lugar aquella tarde, y Vixen y yo tuvimos un excelente lugar junto al virrey y el emir de Afganistán que llevaba su grande y alto gorro negro de astracán con la gran estrella de diamantes en el centro. La primera parte de la revista fue todo sol. Los regimientos desfilaban como oleadas de piernas que se movieran todas a la vez, y como multitud de fusiles puestos en línea, hasta que nuestros ojos se nos iban ya al mirarlos. Llegó entonces la caballería, al compás de la bella música para medio galope llamada Bonnie Dundee, y Vixen enderezó una de sus orejas en el lugar del dog—cart en que estaba sentada. El segundo escuadrón de lanceros pasó rápidamente, y allí estaba nuestro caballo, luciendo la cola como seda acabada de hilar; la cabeza inclinada sobre el pecho, una oreja hacia adelante y la otra hacia atrás, moviendo el compás para todo el escuadrón, moviendo las patas con tanta suavidad como las notas de un vals. Luego vinieron los cañones de grandes dimensiones, y vi a Dos colas y a dos elefantes más, enganchados en fila a un cañón de sitio de los de cuarenta, en tanto que veinte pares de bueyes caminaban detrás. El séptimo par llevaba un yugo nuevo, y parecía cansado y se movía con cierta dificultad. Por último venían los cañones de montaña, y Billy el mulo marchaba como si él fuera quien tuviese el mando de todas las tropas, y sus arreos eran limpios y relucientes, gracias a una capa de aceite, y parecían despedir luz. En mi interior vitoreé a Billy el mulo; pero él ni siquiera miró ni a derecha ni a izquierda.

Empezó a llover de nuevo, y durante un tiempo la neblina no permitió ver lo que las tropas hacían. Habían formado un gran semicírculo en la llanura, y luego se desplegaron en línea recta. Esa línea creció, creció y creció hasta que tuvo una longitud de un cuarto de legua de una a otra de las alas, y formó como un sólido muro de hombres, caballos y cañones. Se dirigió entonces hacia el virrey y el emir, y, conforme se acercaba, la tierra empezó a trepidar como la cubierta de un vapor que marcha a toda máquina.

A no verlo allí mismo, no puede uno imaginarse el pavoroso efecto que causa este sostenido avance de tropas hacia los espectadores, aunque saben éstos que sólo se trata de una parada. Miré al emir. Hasta entonces no había mostrado el menor asombro, ni nada; pero en aquel momento sus ojos empezaron a agrandarse cada vez más, y echó mano a las riendas de su caballo y miró hacia atrás. Durante un minuto pareció que desenvainaría su espada y que se abriría paso entre los ingleses e inglesas que estaban en los carruajes situados detrás de él. Luego el avance paró repentinamente, la tierra permaneció quieta y la línea entera saludó, y treinta bandas de música empezaron a tocar. Esto era el final de la revista, y los regimientos regresaron a sus campos, bajo la lluvia, mientras la banda de infantería tocaba:

De dos en dos los animales ¡Hurra!
marchaban los animales de dos en dos,
los elefantes lo mismo que las mulas.
¡Y se metieron en el arca
para guarecerse de la lluvia!

Entonces escuché a un jefe asiático de larga y entrecana cabellera, que había venido junto con el emir, hacerle algunas preguntas a un oficial indígena.

—Ahora —dijo—, decidme ¿cómo ha podido llevarse a cabo cosa tan maravillosa?

Y el oficial respondió:

—Se dio una orden, y ellos obedecieron.

—Pero, ¿saben tanto las bestias como los hombres? dijo el jefe.

—Ellas obedecen, como obedecen los hombres. El mulo, el caballo, el elefante, el buey, obedecen al que los guía, y el guía a su sargento, y el sargento al teniente, y el teniente al capitán, y el capitán al mayor, y el mayor al coronel, y el coronel al brigadier, el cual manda a tres regimientos; y el brigadier al general, el cual obedece al virrey, que es servidor de la emperatriz. Así es como se hace esto.

—¡Ojalá así sucediera en Afganistán! —dijo el jefe—, porque allí cada quien obedece sólo a su propia voluntad.

—Y por esta razón dijo el oficial indígena retorciéndose el bigote—, vuestro emir, al cual no obedecéis, tiene que venir aquí y recibir órdenes de nuestro virrey.

Canción de los animales del campamento con motivo de la gran parada

Los elefantes que arrastran los cañones

Dímosle a Alejandro la fortaleza de Hércules,
la sabiduría de nuestras frentes, la fuerza de nuestras rodillas.
Al yugo sometimos nuestros cuellos;
nunca más levantamos, libre, nuestra cabeza.
¡Abrid paso! ¡Paso a los cañones,
a los grandes cañones de cuarenta!

Los bueyes

Esos héroes de vistosos arreos le huyen a la bala de cañón.
Cuando huelen la pólvora se les revuelve el estómago a todos.
Nosotros entramos en acción y empujamos los cañones de nuevo.
¡Paso! ¡Paso para las diez yuntas
de los grandes cañones de cuarenta!

Los caballos

Por la señal que nos dejó el hierro,
la mejor marcha es la nuestra:
la de los lanceros, húsares y dragones;
y más grato que "establos" o "agua" suena a mi oído
la canción de la caballería "Bonnie Dundee".
Venga el pienso, y luego domadnos y pulidnos,
dadnos buenos jinetes y ancha tierra,
y cantadnos "Bonnie Dundee", y nos veréis volando
formando escuadrones en hileras.

Los mulos de las baterías de montaña

Mientras montaña arriba subíamos yo y mis compañeros,
mucho forcejeamos por el atajo de piedras, pero avanzamos.
Podemos subir y trepar, compañeros, y volvernos hacia donde queramos.
Nuestra delicia es a la montaña trepar, que nos sobran piernas.
Bendición, pues, a todo sargento que nuestro camino nos deja escoger.
¡Malhadado el torpe que no supo nuestra carga atar!
Podemos subir y trepar, compañeros, y volvernos hacia donde queramos,
y nuestra delicia es a la montaña trepar, que nos sobran piernas.

Los camellos

No tenemos nosotros una canción propia
que nos ayude a aligerar la marcha;
pero nuestros cuellos son como trompas...
(Ra, ta, ta... ¡qué bien suenan!)
Esta es nuestra canción de marcha:
¡Sí! ¡No! ¡No quiero! ¡No puedo!
¡Que lo repita toda la línea con fuerza!
A alguien se le cayó la carga de la espalda, ¡ojalá fuera la mía!
La carga de alguien cayó a la vera del camino...
Parémonos gritando ¡Urrr! ¡Yarrh! ¡Grr! ¡Arrh!
¡A alguien están golpeando!

Todos los animales juntos

Somos los hijos del campamento,
sirviendo cada quien en su grado;
los que llevan yugo, basto, arreos;
mirad, en la llanura, nuestra fila
que parece maniota doblada
barriendo el suelo en que rueda.
Entre tanto, polvorientos van los hombres
a nuestro lado, silenciosos, pesados;
nadie puede decir por qué marchamos
y sufrimos un día tras otro.
Somos los hijos del campamento,
sirviendo cada quien en su grado;
los que llevan yugo, basto, arreos,
los que ante la ahijada tiemblan.

La Foca Blanca

¡Duérmete, niñito! Llegó la noche;
negra es el agua que verde brillaba.
La luna, sobre las olas, nos mira
recostadas en su seno dormir.
Tu lecho pon donde chocan revueltas,
y allí ve y descansa,
revuélcate bien, la cola torciendo:
no ha de despertarte tormenta airada,
ni tiburón osado hará de ti presa.
¡Duerme al arrullo del mar que te mece!

(Canción de cuna de las focas.)

Lo que voy a narrar ocurrió muchos años hace, en un lugar llamado Novastoshnah, o Cabo del Noreste, en la Isla de San Pablo, allá por el mar de Behring. Todo esto me lo refirió Limmershin, el reyezuelo de invierno, cuando el viento lo arrojó contra la arboladura de un barco que llevaba rumbo al Japón; yo lo recogí y me lo llevé a mi camarote; lo calenté y lo alimenté durante dos días, hasta que se recuperó lo suficiente para volar y regresar a San Pablo. Limmershin es un pajarillo de un carácter bastante raro, pero no sabe mentir.

Nadie acude a Novastoshnah, excepto para negocios y los únicos seres que tienen allí siempre negocios que ventilar son las focas. Acuden en los meses de verano por centenares y por millares, saliendo del mar frío y gris; porque la playa de Novastoshnah tiene las mejores cualidades del mundo para hospedar a las focas.

Muy bien sabía esto Gancho de Mar, y cada primavera se iba nadando hasta Novastoshnah, desde cualquier punto en que se hallara, en línea recta, como un torpedero, y pasaba un mes luchando con sus compañeros por ganar un buen lugar en las rocas, lo más cerca del mar que fuera posible. Gancho de Mar tenía quince años y era una enorme foca macho de color gris, con una piel sobre los hombros que parecía crin, y largos y amenazadores dientes caninos. Cuando se levantaba sobre sus extremidades anteriores, se elevaba a más de un metro de altura del suelo, y si alguien hubiera tenido suficiente atrevimiento para pesario, hubiera visto que su peso era de unas setecientas libras. Estaba todo lleno de cicatrices, señales de feroces luchas; pero, a pesar de ello, siempre estaba dispuesto para sostener una lucha más. Ladeaba en tales casos la cabeza, como si sintiera miedo de mirar cara a cara a su enemigo; de pronto, caía sobre él como un rayo, y cuando sus enormes dientes se habían clavado firmemente en el cuello de su enemigo, podía éste escapar si lo lograba, pero no era ciertamente Gancho de Mar quien le ayudara a ello.

No obstante, nunca atacó a ninguna foca ya herida por otras, pues esto era contra las reglas de la playa. Tan sólo quería un lugar junto al mar para su prole; pero, como cuarenta o cincuenta mil focas luchaban por lo mismo cada primavera, el silbar, bramar, rugir y resoplar que se oían en aquella playa era algo terrorífico.

Desde una colina llamada Colina de Hutchinson cualquiera hubiera podido ver una extensión de cerca de una legua de tierra enteramente cubierta de focas que luchaban entre sí; y a la hora de la resaca, la playa se divisaba como salpicada de puntos que eran las cabezas de otras muchas focas que se apresuraban a llegar a tierra para unirse a las combatientes. Luchaban sobre los rompientes, en la arena, y hasta sobre las desgastadas rocas de basalto donde tenían sus viveros, pues eran tan estúpidas y tan poco complacientes como si fueran hombres. Sus esposas, las hembras, nunca iban a la isla hasta fines de mayo o principios de junio, porque no les complacía que pudieran hacerlas pedazos; y en cuanto a las pequeñas de dos, tres y cuatro años, que todavía ignoraban cómo mantener una familia, se iban tierra adentro, a cierta distancia, al través de las filas de los combatientes, y se ponían a jugar sobre las dunas en grupos y en legiones, y destruían cuanta planta verde crecía allí. Se les llamaba los "holluschickíe" (la gente joven), y sólo en Novastoshnah había unos doscientos o trescientos mil.

Un día de primavera había terminado Gancho de Mar su pelea número cuarenta y cinco, cuando Matkah, su dulce y suave esposa de mirar lánguido, salió del mar, y él la agarró por el pescuezo y la plantó en el espacio de terreno que se había reservado, diciéndole refunfuñón:

—Tarde, como siempre. ¿Dónde has estado?

La costumbre de Gancho de Mar era no comer nada durante los cuatro meses que pasaba en la playa, y por eso se ponía de mal humor.

Matkah sabía que lo mejor en tales casos era no contestar nada. Tendió la mirada en torno y dijo suave y tiernamente:

—Qué atento has sido conmigo! Tomaste el lugar de otras veces.

—¡Por supuesto que sí! —respondió Gancho de Mar—. ¡Mírame!

Estaba lleno de arañazos y sangraba por veinte lugares distintos; tenía un ojo hundido, y en los costados la piel le colgaba a pedazos.

—¡Ah, lo que son los hombres! —dijo Matkah, abanicándose con una de las aletas posteriores—. ¿Por qué no sois razonables y os repartís en paz y calma los lugares?

¡Parece como si hubieras peleado con el Cetáceo Carnicero!

—No he hecho ninguna otra cosa sino pelear desde mediados de mayo. La playa está terriblemente llena esta temporada. Lo menos me he encontrado con cien focas de Lukannon que buscaban alojamiento. ¿Por qué no puede quedarse la gente en su propia casa?

—He pensado muchas veces que seríamos más felices en la isla de Otter que en un lugar tan concurrido como éste —dijo Matkah.

—¡Bah! Los únicos que van a la isla de Otter son los holluschickie. Si vamos nosotros, dirán que lo hacemos por miedo. Debemos guardar las apariencias, querida.

Hundió orgullosamente Gancho de Mar la cabeza entre los gruesos hombros, y durante unos minutos fingió que dormía, pero durante todo el tiempo estuvo ojo avizor por si tenía que luchar. Ahora que todas las focas machos con sus hembras estaban ya en tierra, cualquiera podría oír su clamoreo a algunas leguas mar adentro, por encima del ruido de los más furiosos vendavales.

Contando por lo bajo, había en la playa por lo menos un millón de focas: focas viejas, focas madres, pequeñuelos y holluschickie, peleando, retozando, balando, arrastrándose y jugando; y en grupos y a veces formando verdaderos ejércitos, iba y volvía ese millón del mar a la playa y de la playa al mar, y se echaban en cada metro de terreno en toda la extensión que podía abarcar la vista y se entretenían en continuas escaramuzas al través de la niebla. Casi siempre hay niebla en Novastoshnah, excepto cuando el sol brilla y hace que todo parezca como cuajado de perlas y matizado con los colores del iris.

En medio de esa confusión había nacido Kotick, el pequeñuelo de Matkah, y era todo cabeza y hombros, con ojos claros, de azul de agua, como deben ser las focas pequeñas; pero algo había en su piel que hacía que su madre lo mirara con mucha atención.

—¡Gancho de Mar —dijo al cabo— nuestro hijo va a ser blanco!

—¡Caramba! —refunfuñó Gancho de Mar—. Nunca se ha visto cosa tan rara en el mundo como una foca blanca.

—Pues no sé qué decirte; ahora se vera.

Y cantó con voz baja y berreante la canción de las focas que todas las que son madres cantan a sus hijos:

No debes nadar hasta que tengas seis semanas
si no quieres hundirte sin remedio;
tormentas estivales y feroces cetáceos
malos son para las focas pequeñas.
Malos son para las focas pequeñas, ratoncillo mío,
tan malos, tan malos como sólo ellos pueden ser.
Pero báñate, crece, hazte fuerte,
y entonces no tengas ya miedo,
hijo del inmenso mar.

Por supuesto, el pequeñuelo no entendió al principio aquellas palabras. Chapoteaba, o andaba a gatas al lado de su madre, y aprendió a escaparse, tropezando, cuando veía a su padre peleando con otra foca y ambos rodaban bramando ferozmente por encima de las resbaladizas rocas. Matkah solía ir al mar a buscar comida y al pequeño sólo se le alimentaba una sola vez cada dos días; pero entonces comía cuanto podía y así iba creciendo.

Lo primero que hizo fue gatear tierra adentro, y allí encontró miles y miles de pequeñuelos de su misma edad, y jugaron todos como cachorros y durmieron en la arena limpia, y luego jugaron de nuevo. La gente vieja de los viveros no hacía caso de ellos, y los holluschickie se mantenían en su propio terreno, y así los chiquillos podían jugar a sus anchas.

Al volver Matkah de su pesca en alta mar, íbase derechamente al lugar de los juegos y llamaba como la oveja llama a su corderillo, y esperaba hasta que le contestara otro balido de Kotick. Entonces se iba en derechura hacia él, abriéndose paso con las aletas delanteras, dando golpes y echando por el suelo a derecha e izquierda a los chiquillos que le estorbaban. Siempre había unos centenares de madres que iban en busca de sus hijos al través del lugar de los juegos; los pequeños llevaban una vida muy animada.

Pero, como le dijo Matkah a Kotick: "Mientras no te eches en el fango y cojas sarna; mientras no te restriegues una cortadura o arañazo en la dura arena; mientras, finalmente, no se te ocurra ir a nadar con la mar picada, nada podrá dañarte aquí."

Cuando las focas son pequeñas, no saben nadar, igual que sucede con los niños; pero no están contentas hasta que aprenden. La primera vez que Kotick se echó al mar, una ola se lo llevó a donde había más profundidad de la conveniente para él, y su gruesa cabeza se hundió, y sus pequeñas aletas posteriores se fueron por lo alto encima del agua, tal y como había dicho su madre que sucedería en la canción que hemos copiado; gracias a que otra ola lo recogió y lo lanzó de nuevo a la playa, porque si no, se hubiera ahogado.

Después de esto, aprendió a estarse tendido en un charco de la playa, y dejar que las oleadas lo cubrieran y lo levantaran mientras él chapoteaba; pero siempre se mantuvo alerta por si venían grandes olas que pudieran causarle daño. Durante dos semanas estuvo aprendiendo cómo usar de sus aletas; y esto, mientras entraba y salía del agua deslizándose, y tosía, gruñía, se arrastraba por la playa y dormitaba sobre la arena, y luego, de nuevo a las andadas. Finalmente se convenció de que el agua era verdaderamente su elemento.

Entonces, ya podemos imaginarnos lo que se divertiría con sus compañeros, dando chapuzones para pasar bajo las olas, o llegando a la playa sobre la cresta de una de ellas y cayendo con un ruido sordo, y resoplando, para no ahogarse, en tanto que la enorme ola subía como torbellino por la arena; o alzándose sobre la cola y rascándose la cabeza, como la gente madura lo hacía; o jugando a "Yo soy el rey del castillo" sobre las rocas resbaladizas y llenas de vegetación, que asomaban a flor de agua. De cuando en cuando veía una delgada aleta, semejante a la de un enorme tiburón, que iba costeando, y como sabía que aquello era el Cetáceo Carnicero, el delfín, que se come a las focas pequeñas cuando puede apoderarse de ellas, Kotick se dirigía como una flecha hacia la playa y la aleta se alejaba bailando lentamente sobre el agua, como si nada buscara por allí.

A fines de octubre empezaron las focas a abandonar la isla de San Pablo para internarse en alta mar, reunidas en familias y en tribus, y no hubo más peleas por causa de los viveros, y los holluschickie podían jugar donde les pluguiera. "El año que viene —díjole Markah a Kotick—, tú serás también un holluschickie; pero este año deberás aún aprender cómo se cazan los peces."

Partieron juntos, al través del Pacifico, y Matkah le enseñó a Kotick a dormir de espaldas, con las aletas plegadas a los lados, y con solo la naricilla asomando por encima del agua. No hay cuna tan cómoda como el largo y continuo balanceo de las aguas del Pacífico. Cuando Kotick empezó a sentir cierto hormigueo en la piel, Matkah le dijo que entonces estaba aprendiendo a "sentir el agua", y que esos hormigueos y pinchazos significaban que haría mal tiempo, por lo que deberían nadar más aprisa y alejarse.

—Dentro de poco —le dijo—, sabrás a dónde habrás de nadar, pero por ahora seguiremos al cerdo marino, a la marsopa, que sabe mucho.

Toda una escuela de marsopas agitábase y se chapuzaba en el agua, correteando de un lado para otro, y Kotick las siguió tan rápidamente como pudo.

—¿Cómo saben ustedes hacia dónde hay que ir? —preguntó anhelante.

La directora de la escuela movió los blancos ojos mirando a todos lados y se lanzó de cabeza bajo el agua.

—Siento hormigueos en la cola, muchacho —respondió— Esto quiere decir que detrás de mí viene un temporal. ¡Vámonos! Cuando uno se encuentra al sur del mar Pegajoso (quería decir el Ecuador), y siente que le pica la cola, eso quiere decir que te viene de frente un temporal y que hay que dirigirse hacia el Norte. ¡Ven! La mar está aquí muy picada.

Ésta fue una de las muchas cosas que aprendió Kotick, y siempre estaba aprendiendo.

Matkah le enseñó a perseguir los bacalaos y las platijas a lo largo de los bancos de arena, y así mismo a arrancar el esperinque de sus agujeros tapados con hierba; le enseñó cómo bordear los restos de naufragios depositados a cien brazas bajo el agua, y lanzarse con la rapidez de una bala entrando por una de las portas y saliendo por la otra, como hacen los peces; cómo sostenerse sobre la cresta de las olas cuando los rayos cruzan el espacio, y saludar cortésmente al albatros de corta y ancha cola, o al halcón, el navío de guerra, cuando éstos pasan por los aires siguiendo la dirección del viento; cómo saltar tres o cuatro pies fuera del agua, como lo hacen los delfines, con las aletas apretadas a los lados y la cola encorvada. Y le enseñó a dejar tranquilos a los peces voladores porque no son sino un montón de espinas; y cómo arrancar de un bocado un pedazo de espalda a un bacalao corriendo a toda velocidad a diez brazas bajo la superficie del mar; a no pararse nunca a mirar un bote o un buque, pero sobre todo a ningún barco de remos. A los seis meses, lo que Kotick no sabía sobre la pesca en alta mar, era porque no valía la pena de saberse, y durante todo este tiempo sus aletas nunca tocaron tierra seca.

Sin embargo, un día, mientras dormitaba en las tibias aguas, en un sitio cercano a la isla de Juan Fernández, se sintió como con una dejadez y un mareo en el cuerpo, exactamente como se sienten las personas al llegar la primavera, y recordó las dulces y seguras playas de Novastoshnah, a siete mil millas de distancia; los juegos con sus compañeros; el olor de las plantas marinas, y el bramar de las focas y las luchas continuas. En ese mismo instante hizo rumbo hacia el Norte, nadando pausadamente, y al poco tiempo encontró a muchísimos de sus compañeros que llevaban la misma dirección, y ellos le dijeron:

—¡Salud, Kotick! Este año sómos todos holluschickie y podemos bailar la danza del fuego en los rompientes de Lukannon, y jugar sobre la hierba. Pero, ¿de dónde sacaste esa, piel?

Ahora la piel de Kotick era casi completamente blanca, y aunque se sentía muy orgulloso de ella, dijo tan sólo:

—¡Nademos aprisa! Los huesos me duelen por el deseo de llegar a tierra.

Y así se fueron todos a las playas donde habían nacido, y oyeron a sus padres, las focas viejas, peleándose entre la niebla.

Aquella noche Kotick bailó la danza del fuego con las focas de un año de edad. El mar está lleno de fuego en las noches de verano en todo el espacio que va de Novastoshnah a Lukannon, y cada foca deja en pos de sí una estela como de aceite hirviendo, y como un haz de chispas al saltar en el agua, y las olas rompen las unas contra las otras en grandes y fosforescentes rayas y remolinos. Fuéronse después tierra adentro hacia los lugares reservados a los holluschickie, y se revolcaron en el recién nacido trigo silvestre, y refirieron las historias de lo que habían hecho durante el tiempo de su estancia en el mar. Hablaban del Pacífico como hablarían los niños del bosque en el que estuvieron jugando y recogiendo frutos, y si alguien los hubiera oído, con los datos que suministraban hubiera podido trazar un mapa tan detallado como nunca hubo otro alguno. Los holluschickie de tres y cuatro años de edad se precipitaron desde la colina de Hutchinson gritando:

—¡Largo de aquí, jóvenes! El mar es hondo y ustedes no saben todo lo que hay en él.

Esperen hasta que hayan doblado el cabo. ¡Ji, ji! ¡Pequeño! ¿Dónde conseguiste esa piel tan blanca?

—No la conseguí —respondió Kotick—. Creció sola.

Y exactamente cuando iba a darle un revolcón a la que acababa de hablar, dos hombres de cabello negro y rojas caras aplastadas, salieron de detrás de una duna, y Kotick, que nunca había visto a un hombre, tosió y bajó la cabeza. Los holluschickie tan sólo se replegaron en montón a unos metros de distancia y se sentaron, mirando estúpidamente.

Los hombres eran nada menos que Kerick Booterin, jefe de los cazadores de focas de la isla, y Patalamon, su hijo. Venían de la aldea situada a una media legua del vivero de las focas, y estaban decidiendo cuáles escogerían para llevarlas al matadero (pues las focas sé dejan conducir como corderos) para convertirlas más tarde en abrigos de piel para señoras.

—¡Oh! —exclamó Patalamon—. ¡Mira! Allí hay una foca blanca.

Kerick Booterin se puso casi completamente blanco, bajo la capa de aceite y humo que le cubría la cara, pues era un aleuta, y los aleutas no son gente limpia. Luego, empezó a murmurar una oración.

—No la toques, Patalamon —dilo—. No se había vuelto a ver una foca blanca.., desde que nací. Quizás es el alma del viejo Zaharrof. Desapareció el año pasado durante aquella terrible tempestad.

—No me le acercaré —respondió Patalamon—. Da mala suerte. ¿Crees realmente que sea el alma del viejo Zaharrof, que vuelve del otro mundo? Le debo algunos huevos de gaviota.

—No la mires —dijo Ketick—. Llévate ese rebaño de las de cuatro años. Los hombres debieran desollar hoy doscientas, pero apenas empieza la temporada y les falta práctica.

Con cien bastará. ¡Anda!

Patalamon hizo sonar un par de omóplatos de foca dándole al uno contra el otro frente a la manada de holluschickie, y todos se quedaron como muertos, quietos, y resoplando.

Adelantó luego unos pasos y las focas empezaron a moverse, y Kerick las iba guiando tierra adentro, y ellas ni siquiera intentaban regresar a donde estaban sus compañeras.

Centenares de miles de otras focas vieron cómo se las llevaban, pero siguieron jugando como si nada sucediera. Kotick fue el único que hizo algunas preguntas, pero ninguno de sus compañeros supo qué contestar, excepto que los hombres siempre se llevaban de esa manera muchas focas durante seis semanas o dos meses cada año.

—Las seguiré —dijo, y sus ojos casi se le saltaban mientras seguía al rebaño.

—Nos sigue la foca blanca —gritó Patalamon—. Ésta es la primera vez que una foca viene al matadero por sí sola.

—¡Chist! ¡No mires hacia atrás! —respondió Kerick—. ¡Es el alma de Zaharrof! Deberé hablarle de esto al sacerdote.

La distancia hasta el matadero no era más que de unos ochocientos metros, pero se le fue una hora entera en recorrerla, porque Kerick sabía que si las focas iban demasiado aprisa, se acalorarían, y entonces, al desollarlas, la piel saldría a pedazos. Por tanto, fueron muy despacio, pasando por la Garganta del León Marino y por la Casa de Webster, hasta que llegaron a la Casa de la Sal, mucho más allá del alcance de las miradas de las focas que permanecían en la playa. Kotick proseguía su persecución, anhelante y asombrado. Creyó que se hallaba en el fin del mundo, pero los bramidos procedentes de los viveros de las focas que se oían detrás de él, resonaban tan fuertemente como un tren al pasar por un túnel. Entonces Kerick se sentó sobre la hierba, y sacó un pesado reloj de peltre y dejó que el rebaño se enfriara algo durante treinta minutos, y Kotick podía escuchar cómo caían de la gorra de aquel hombre las gotas de agua que la niebla había dejado en ella. Luego Kotick pudo ver a diez o doce hombres más, cada uno de ellos armado de una cachiporra recubierta de hierro, de un metro más o menos de largo; Kerick les señaló una o dos focas del rebaño que habían sido mordidas por sus compañeras, o que aún no se enfriaban bastante, y los hombres las apartaron del rebaño, a puntapiés, propinados con sus pesadas botas de piel de morsa. Kerick dijo entonces:

—¡Ahora!

Y los hombres golpearon en la cabeza con las cachiporras a las morsas, con toda la rapidez posible.

Diez minutos después, Kotick ya no reconocía a sus compañeras, pues sus pieles habían sido arrancadas desde la nariz hasta las aletas posteriores, secadas y puestas en el suelo formando un gran montón.

Esto fue suficiente para Kotick. Se volvió en redondo y galopó (una foca puede galopar velozmente durante un breve rato) de nuevo hacia el mar, con sus nacientes bigotes erizados de terror. En la Garganta del León Marino, donde esos animales descansan en el lugar hasta donde llega la resaca, se lanzó de cabeza, aletas en alto, en el agua fresca, y allí se balanceó, suspirando tristemente.

—¿Quién anda allí? —gruñó un león de mar, porque, en general, a éstos no les place otra sociedad que la de sus iguales.

—¡Scoochnie! ¡Ochen scoochnie! (Estoy solo, muy solo) —dijo Kotick—. ¡Están matando a todos los holluschickie en todas las playas!

El león marino volvió la cabeza en dirección a tierra.

—¡Tonterías! —respondió—. Tus amigos están alborotando como siempre. Seguramente viste a ese viejo de Kerick despachando una manada. Hace treinta años que está haciendo lo mismo.

—¡Es horrible! —dijo Kotick, nadando hacia atrás en el momento en que lo cubría una ola, y afirmando el cuerpo con un movimiento en espiral de sus aletas, qúe lo levantó completamente erguido y a tres pulgadas de distancia del borde dentado de una roca.

—¡No lo hiciste mal para tu edad! —dijo el león marino, buen juez en materia de natación—. Supongo que fue horrible para ti, juzgando la cosa según tu criterio; pero si ustedes las focas se empeñan en venir aquí año tras año, los hombres, por supuesto, lo saben, y a menos que puedan ustedes encontrar una isla a la que ellos no vayan, siempre serán perseguidas.

—¿No existe alguna isla de ésas?

—He perseguido al poltoos (la platija) durante veinte años, y todavía no puedo decir que haya encontrado tal isla. Pero, mira.. . (veo que te gusta hablar con tus superiores), podrías ir al islote del Caballo Marino y hablar con Sea Vitch. Quizás él sepa algo. No salgas disparado de esa manera. Hay una distancia de seis millas hasta allá, y si yo estuviera en tu lugar echaría antes un sueñecito, pequeño.

A Kotick le pareció muy bueno el consejo; de modo que nadó hasta su propia playa, saltó a tierra y durmió media hora con estremecimientos en todo el cuerpo, como suelen hacerlo las focas. Después salió al islote del Caballo Marino, un pequeño trozo de isla rocosa situada casi al noreste de Novastoshnah, lleno de picos y de nidos de gaviotas, donde las morsas se reunían.

Saltó a tierra junto al viejo Sea Vitch, el enorme, feo, hinchado y granujiento caballo marino del Norte del Pacífico, ancho de cuello, de colmillos largos, sin otros modales que los que tiene cuando duerme... que es lo que hacía entonces, con las aletas posteriores mitad fuera y mitad dentro del agua.

—¡Despierta! —díjole ladrando Kotick, porque las gaviotas hacían mucho ruido.

—¡Ah! ¡Oh! ¿Qué?... ¡qué hay!... —dijo Sea Vitch, y le dio un golpe con los colmillos a la morsa que tenía al lado, despertándola, y ésta golpeó a la más próxima, y así sucesivamente, hasta que todas estuvieron despiertas y miraron en todas direcciones, excepto en la que debían.

—¡Je, je! Soy yo —dijo Kotick, agitándose en la orilla, donde tenía el aspecto de una pequeña babosa blanca.

—¡Vaya! ¡Que me desuellen!... —exclamó Sea Vitch, y todos miraron a Kotick, como puede imaginarse uno que los soñolientos viejos socios de algún casino mirarían a un niño que apareciera entre ellos.

Kotick no quiso que hablaran más de desollar, pues ya había visto demasiado de eso.

Así pues, dijo gritando:

—¿No hay un lugar a donde puedan ir las focas, sin peligro de que se encuentren con hombres?

—Ve y búscalo tú —respondió Sea Vitch, cerrando los ojos—. ¡Vete, que bastante quehacer tenemos aquí!

Kotick, al estilo de los delfines, dio un salto en el aire y gritó a plenos pulmones:

—¡Tragaostras! ¡Tragaostras!

Sabía que Sea Vitch nunca había cogido un pez en toda su vida, sino que se limitaba a hozar buscando ostras y plantas marinas, lo que no impedía que se las echara de terrible.

Naturalmente, los chickies, los gooverooskies y los epatkas, las gaviotas de todas clases y los mergos que siempre están buscando el momento de mostrar su mala educación, hicieron coro repitiendo aquellas palabras, y —así me lo contó Limmershin—, por casi cinco minutos no hubiera podido oírse el disparo de una escopeta en el islote del Caballo Marino. Toda la población gritaba a voz en grito:

—¡Tragaostras! ¡Stareek! (viejo). Y entretanto Sea Vitch se movía de un lado a otro, refunfuñando y tosiendo.

—¿Hablarás ahora? dijo Kotick casi sin aliento.

—Anda y pregúntale a Vaca Marina —respondió Sea Vitch—. Si todavía vive, ella podrá decírtelo.

—¿Y cómo conoceré a Vaca Marina cuando la encuentre? —dijo Kotick, marchándose ya.

—Es la única cosa más fea, de lo que existe en el mar, que el mismo Sea Vitch —gritó una gaviota deslizándose bajo las mismas barbas de éste—; lo más feo y de peores modales.

¡Stareek!

Nadó de nuevo Kotick hacia Novastoshnah dejando que las gaviotas gritaran cuanto quisieran. Pero allí se encontró con que nadie tomaba el menor interés por descubrir un lugar tranquilo para las focas. Le dijeron que los hombres siempre se habían llevado a los holluschickie, que esto era parte de su trabajo diario, y que si no quería ver cosas desagradables, no debería haber ido a los mataderos. Pero ninguna de las otras focas había visto aquellas matanzas, en no haberlas visto estribaba la diferencia entre él y sus compañeras. Además, Katick era una foca blanca.

—Lo que debes hacer —dijo Gancho de Mar después que oyó las aventuras de su hijo—, es crecer y convertirte en una foca grande como tu padre, y tener un vivero en la playa; entonces te dejarán en paz. En otros cinco años ya estarás capacitado para valerte y defenderte por ti mismo.

Y hasta la amable Matkah, su madre, dijo:

—Nunca podrás detener esas matanzas. Anda y juega en el mar, Kotick.

Y se fue éste y bailó la danza del fuego, pero con el corazón oprimido por la tristeza.

Aquel otoño abandonó la playa tan pronto como pudo y se puso en marcha completamente solo porque le bullía una idea en su cabeza. Iba en busca de la Vaca Marina, si era cierto que existía en el mar tal personaje, y encontraría una isla tranquila con playas seguras para que viviesen allí las focas, y en donde el hombre no pudiera llegar hasta ellas. Así pues, exploró y exploró él solo desde el Norte al Sur del Pacífico, nadando hasta trescientas millas en veinticuatro horas. Imposible sería narrar todas sus aventuras; por poco escapó de ser devorado por los tiburones y por el pez martillo, y tropezó con todos los más peligrosos malhechores que vagan por los mares, y con grandes e inofensivos peces, y con las conchas pintadas de color escarlata que permanecen como ancladas en un mismo sitio por centenares de años, y en ello cifran su orgullo. Pero nunca encontró a la Vaca Marina, ni una isla como aquella en la que soñaba. Si la playa era muy buena, dura, con un poco de declive tierra adentro donde las focas pudieran jugar, siempre se veía en el horizonte la columna de humo de un ballenero que estaba hirviendo grasa, y Kotick sabía lo que aquello significaba. O bien, notaba que la isla había sido visitada por las focas y que éstas habían sido muertas, y Kotick sabía que donde el hombre había puesto una vez los pies, allí regresaría de nuevo.

Juntóse con una vieja albatros que le dijo que la isla de Kerguelen era el mejor lugar para vivir con paz y tranquilidad, y cuando Kotick se dirigió hacía allá, por poco queda hecho pedazos contra la negra y acantilada costa, durante una fuerte tormenta de granizo acompañada de rayos y truenos. No obstante, luchando contra el viento, pudo ver que allí había habido en alguna ocasión un vivero de focas. Lo mismo le sucedió en cuantas islas visitó.

Limmershin me mencionó la larga lista de todas ellas, porque Kotick se pasó cinco estaciones en continua exploración, intercalando un descanso anual de cuatro meses en Novastoshnah, durante el cual los holluschickie se burlaban de él y de sus islas imaginarias. Estuvo en las Galápagos, un Sitio horriblemente seco del Ecuador en donde le pareció que lo cocían vivo; fue asimismo a las islas Georgias, a las Orcadas, a la isla de la Esmeralda, a la del Ruiseñor, a la de Gough, a la de Bouvet, a la de Crossets y hasta a una isleta, no más grande que una mancha, que se encuentra en el sur del cabo de Buena Esperanza. Mas en todas esas partes le dijeron lo mismo. Las focas habían ido a esas islas en tiempos inmemoriales, y habían sido perseguidas y exterminadas por los hombres. Inclusive en una ocasión en que nadó unos miles de millas y llegó a un lugar llamado Cabo Corrientes (y esto sucedía cuando volvía de la isla de Gough), se encontró a unos centenares de focas sarnosas que descansaban sobre una roca, y ellas le dijeron que también allí iban los hombres.

Esto la entristeció hasta el fondo del corazón, y enfiló hacia el Cabo para regresar a sus propias playas; por el camino abordó a una isla llena de verdes árboles, en donde encontró a una foca muy, muy vieja, moribunda; Kotick cogió algunos peces para ella y le contó sus desventuras.

—Ahora —le dijo Kotick—, regreso a Novastoshnah y si me llevan al matadero con los holluschickie, poco me importará.

La foca vieja le dijo:

—Prueba una vez más. Yo soy la última de la perdida tribu de Masafuera, y en los días en que los hombres nos mataban a centenares de miles, corría por las playas la conseja de que algún día una foca blanca, venida del Norte, llevaría al pueblo de las focas a un lugar tranquilo. Soy vieja y jamás veré ese día, pero otras sí lo verán. Prueba una vez más.

Kotick se retorció los bigotes (y los tenía muy hermosos), y dijo:

—Yo soy la única foca blanca que ha nacido en playa alguna, y yo soy también la única, blanca o negra, que haya pensado en descubrir nuevas islas...

Este encuentro la animó muchísimo, y cuando aquel verano estuvo de nuevo de regreso en Novatoshnah, Matkah, su madre, le rogó que se casara y viviera tranquilo, porque ya no era un holluschickie, sino un Gancho de Mar, hecho y derecho, con su blanca melena rizada sobre la espalda, y tan pesada, grande y de feroz aspecto como la de su padre.

—Dame una estación más de espera —respondió él—. Acuérdate, madre: siempre es la séptima ola la que llega más lejos en la playa.

Cosa curiosa fue que hubo otra foca que también pensó en aplazar el casarse hasta el próximo año, y Kotick bailó con ella la danza del fuego en toda la extensión de la playa de Lukannon, la noche antes de que saliera para el último de sus viajes de exploración.

En esta ocasión se dirigió hacia el oeste, porque había descubierto el rastro de un gran número de platijas, y él necesitaba por lo menos un centenar de libras de pescado para mantenerse en buena salud. Las persiguió hasta cansarse, y entonces se enroscó y se durmió en uno de los agujeros que deja en la tierra la resaca, en dirección a la isla del Cobre. Conocía perfectamente aquella costa, y así, hacia medianoche, cuando sintió que caía blandamente en un lecho de plantas marinas, dijo:

—¡Huy! La marea sube rápidamente esta noche.

Y dando media vuelta en el agua, abrió los ojos calmosamente y se desperezó. Pero luego brincó como un gato, porque vio algo enorme que olfateaba por encima de los bajíos y engullía grandes flecos de algas.

—¡Por las olas del Estrecho de Magallanes!... —se dijo—. ¿Quiénes son esas personas?

No eran como los caballos marinos, ni como los leones ni como los osos de mar, ni como las focas, ballenas, tiburones, peces o conchas que Kotick estaba acostumbrado a ver. Tenían entre veinte y treinta pies de largo y carecían de aletas posteriores; pero tenían en cambio una cola en forma de pala, que parecía haber sido recortada de un pedazo de cuero mojado. Sus cabezas tenían un aire de lo más estúpido que verse pueda, y se balanceaban en el agua, en el extremo de sus colas, cuando comían, saludándose solemnemente unos a otros y agitando sus aletas delanteras, como los fiambres muy gruesos mueven los brazos.

—¡Ejem! dijo Kotick—. ¿Pinta bien la suerte, caballeros?

Y aquellos seres enormes respondieron saludando y agitando las aletas, como lo hacía Frog—Footman. Cuando empezaron a comer de nuevo, notó Kotick que el labio superior lo tenían partido en dos pedazos que podían apartar uno del otro cosa de medio metro y que podían juntarlos otra vez luego, sosteniendo con ambos pedazos más de media fanega de algas. Las metían en la boca y mascaban solemnemente.

—¡Vaya un sucio modo de comer! —dijo Kotick. Como saludaron nuevamente, Kotick empezó a perder la paciencia.

—¡Bueno! —dijo—. Si es que tenéis una articulación extra en las aletas delanteras, no debéis demostrarlo tanto. Veo que saludáis con mucha gracia, pero quisiera saber cómo os llamáis.

Los labios partidos se movieron y se separaron, y los vítreos y verdes ojos miraron fijamente; pero aquellos seres no pronunciaron palabra.

—¡Vaya! —prosiguió Kotick—. Vosotros sois las únicas personas que he encontrado más feas que Sea Vitch... y peor educadas que él.

Acudió entonces a su memoria con la rapidez del relámpago lo que le había dicho la gaviota en la isla del Caballo Marino cuando no tenía más de un año; se dejó caer de espaldas al agua, sintiéndose contento porque supo que había encontrado a la Vaca Marina.

Las vacas marinas continuaron buscando algas y mascándolas, y mientras tanto Kotick les hacía preguntas en cada uno de los lenguajes que había aprendido en sus víajes, y hay que saber que el pueblo marino usa casi tantos lenguajes como los seres humanos..

Pero las vacas marinas no le respondieron, porque no hablan. Tienen únicamente seis huesos en el cuello en vez de siete, y dice la gente del mundo submarino que tal cosa les impide hablar hasta a los de su misma clase. Pero, como ya lo dijimos, tienen una articulación extra en las aletas delanteras, y, al moverlas de arriba abajo y de un lado al otro, forman una especie de torpe clave telegráfica con la que se entienden entre ellas.

Al clarear el día, la melena de Kotick estaba completamente erizada, y su paciencia había ido a parar a donde van los cangrejos cuando mueren. Entonces, las vacas marinas empezaron a hacer rumbo hacia el Norte con mucha calma, parándose de cuando en cuando para llevar a cabo absurdos conciliábulos en que no hacían otra cosa que saludarse, y Kotick las seguía, diciéndose:

—La gente que es tan estúpida como ésta, hace mucho tiempo que hubiera sido muerta si no hubiese encontrado alguna isla en la que pueda vivir sin cuidado; y lo que es bastante bueno para la vaca marina, lo es también para Gancho de Mar. Sea como fuere, ojalá que se apresuraran un poco más.

Era aquello un fatigoso trabajo para Kotick. La manada sólo recorría cuarenta o cincuenta millas al día, se paraba de noche para comer y siempre se mantenía cerca de la playa, en tanto que Kotick nadaba en torno suyo, por encima y por debajo, pero no lograba que fueran ni media milla más aprisa.

Al acercarse más hacia el Norte, tuvieron otros conciliábulos a intervalos de unas cuantas horas, y Kotick casi se arrancaba los bigotes de tanto mordérselos, por la impaciencia, hasta que finalmente vio que remontaban una corriente de agua tibia, y entonces respetó un poco más a aquellos seres.

Una noche se hundieron al través del agua reluciente —se hundían como piedras—, y, por primera vez desde que él los conociera, empezaron a nadar rápidamente. Las siguió Kotick, y tanta rapidez lo dejó admirado, porque nunca pensó que las vacas marinas fuesen tan buenas nadadoras. Se dirigieron hacia un sitio acantilado de la costa, que se hundía en el agua, y se sumergieron en un agujero que había al pie, a veinte brazas bajo el mar. Nadaron y nadaron en aquel oscuro túnel, y Kotick que iba tras ellas sintió que necesitaba desesperadamente aire fresco después de haber nadado tanto.

—¡Por vida de!... dijo al salir, boqueando y resoplando, al mar abierto y libre, en el lado opuesto—. Fue largo el chapuzón, pero valió la pena.

Las vacas marinas se separaron unas de otras, y comían perezosamente a la orilla de las más bellas playas que Kotick jamás viera. Había allí grandes extensiones de roca, desgastada y pulida, que se extendían por millas enteras, adecuadas para viveros de focas; otras que estaban formadas de dura arena, detrás de las primeras y en declive tierra adentro, buenas para jugar en ellas; y rompientes para que pudiesen bailar las focas sobre el agua; blanda hierba para revolcarse; dunas para trepar por la arena, descendiendo luego; y, lo mejor de todo, Kotick supo, con solo tocar el agua, cosa que nunca engaña a un Gancho de Mar, que jamás había llegado un hombre hasta allí.

Lo primero que hizo fue asegurarse de que la pesca era buena, y luego nadó bordeando la playa y conté todos los deliciosos y bajos islotes de arena, medio escondidos en la hermosa y rastrera niebla. A lo lejos, hacia el Norte, se veía una línea de bancos de arena, de escollos y de rocas que le hubieran impedido a cualquier barco acercarse a menos de seis millas de la playa, y entre las islas y la tierra firme había un profundo canal que llegaba a tocar los acantilados perpendiculares de la costa, debajo de los cuales se abría la boca del túnel.

—Esto es otro Novastoshnah, pero diez veces mejor —dijo Kotick—. La vaca marina ha de ser más lista de lo que yo creía. Los hombres —si los hubiera— no podrían bajar por los cantiles; en cuanto a los escollos del lado del mar, pronto convertirían a cualquier barco en un montón de astillas. Si hay un lugar en el mar que sea seguro, éste es, indudablemente.

Empezó a pensar en la foca que había dejado esperándolo, pero, aunque mucho quisiera apresurarse por volver a Novastoshnah, exploró completamente aquel nuevo país, para poder contestar a cuanta pregunta se le formulara. Luego se zambulló en el agua y se metió por la boca del túnel, y nadó por él rápidamente hacia el Sur. Sólo una vaca marina o una foca hubieran pensado que existía un lugar como aquél, y cuando desde lejos Kotick se volvió para mirar hacia los acantilados, se maravilló de haber estado allí.

Tardó seis días en regresar a su país, aunque no iba nadando despacio, y, cuando tocó tierra por la Garganta del León Marino, lo primero que vio fue a la foca que le esperaba, la cual, al ver cómo brillaban los ojos de Kotick, comprendió que al fin había encontrado la isla deseada.

Pero los holluschickie y Gancho de Mar, su padre, y todas las demás focas, se burlaron de él cuando les dijo lo que había descubierto, y una foca de su misma edad, le dijo:

—Todo eso está muy bien, Kotick, pero no puedes venir quién sabe de dónde y ordenarnos que abandonemos este lugar. Recuerda que hemos luchado largo tiempo por nuestros viveros, y eso tú no lo hiciste nunca; preferiste andar buscando por esos mares. —Al oír esto, las demás focas se rieron, y la foca joven movió la cabeza a uno y otro lado. Se había casado aquel mismo año, y por eso se daba mucha importancia.

—Yo no tengo vivero que defender —dijo Kotick—. Tan sólo deseo mostrarles un lugar donde podrán todos vivir tranquilos. ¿Para qué estar siempre luchando?

—¡Oh! Si tratas de salirte por la tangente, por supuesto nada más tengo que decir dijo la foca joven, con una risita sarcástica.

—¿Vendrás si lucho contigo y te venzo? —dijo Kotick; brilló una luz verde en su mirada, porque estaba verdaderamente furioso de tener que combatir.

—¡Muy bien! —respondió la foca joven, como al descuido—. Si me vences, iré contigo.

Ni siquiera tuvo tiempo de cambiar de opinión, pues ya Kotick alargaba la cabeza y sus dientes se clavaban en la gordura del cuello de la joven foca. Luego se echó hacia atrás y arrastró a su enemiga por la playa, la sacudió, y la golpeó, revolcándola por el suelo.

Luego, Kotick, dirigiéndose a las focas, rugió:

—Hice todo lo que pude por ustedes durante las últimas cinco estaciones. Encontré la isla en donde pueden vivir seguras, pero a menos de que les arranquen la estúpida cabeza del cuello, no creerán ustedes lo que se les dice. Pero ya les enseñaré yo... ¡En guardia!

Me contó Limmershin que nunca en su vida —y cada año él ve diez mil focas viejas en luchas continuas—, que nunca en su pequeña vida vio cosa semejante a la embestida que dio Kotick contra los viveros. Se lanzó contra el mayor "gancho de mar" que tuvo a su alcance, lo cogió por el pescuezo, casi ahogándolo, y lo zarandeó y golpeó de lo lindo hasta que el otro le pidió que le perdonara la vida; después de esto, lo arrojó a un lado y arremetió contra el siguiente. Hay que ver que Kotick nunca había ayunado durante cuatro meses al año, como lo hacen las focas grandes; sus viajes a nado en alta mar lo mantenían en excelentes condiciones, y, lo mejor de todo, nunca antes había peleado. Su blanca melena se erizaba de cólera, le llameaban los ojos y brillaban sus grandes caninos, y en resumen, ofrecía magnífico aspecto.

El viejo Gancho de Mar, su padre, lo vio batiéndose desenfrenadamente, arrastrando por el suelo a viejas focas cuyo pelo empezaba a encanecer, arrastrándolas como si fueran platijas, y a las más jóvenes revolcándolas por todos lados, y entonces, Gancho de Mar dio un gran bramido y gritó:

—Puede ser tan tonto como se quiera, pero es el mejor luchador de estas playas. ¡No pelees con tu padre, hijo mío! ¡Estoy de tu parte!

Kotick respondió con otro bramido y el viejo Gancho de Mar, caminando como los patos y resoplando como locomotora, se mezcló en la lucha, en tanto que Matkah y la foca que iba a casarse con Kotick, se agachaban y contemplaban a sus hombres. Fue una pelea admirable, pues las dos focas lucharon hasta que ya no hubo foca que osara levantar la cabeza, y entonces se pasearon orgullosamente de un extremo al otro de la playa, emparejadas y mugiendo.

Por la noche, cuando la aurora boreal parpadeaba y lanzaba vivos destellos al través de la niebla, trepó Kotick a una desnuda roca y miró hacia abajo, hacia los destruidos viveros y los heridos y sangrantes cuerpos de las focas.

—Ahora —dijo—, les di la lección que necesitaban.

—¡Por vida mía! —exclamó el viejo Gancho de Mar, enderezándose trabajosamente pues estaba todo derrengado—. ¡Ni el mismo Cetáceo Carnicero les hubiera hecho más daño!

¡Hijo mío, me siento orgulloso de ti, y lo que es más, iré a tu isla... si es verdad que existe!

—¡Atención, piara de cerdos marinos! ¿Quién viene conmigo al túnel de la Vaca Marina?

¡Respondan, o empiezo de nuevo! —rugió Kotick.

Se produjo un murmullo como el suave rumor de la marea cuando sube o baja por las playas.

—¡Iremos contigo! dijeron miles de voces fatigadas—. Seguiremos a Kotíck, la Foca Blanca.

Entonces hundió Kotick la cabeza entre los hombros y cerró orgullosamente los ojos.

Ya no era una foca blanca, sino roja de la cabeza a los pies. Pero daba lo mismo; se hubiera sentido avergonzada de mirar o de tocar una sola de sus heridas.

Al cabo de una semana, él y su ejército (cerca de diez mil focas, entre holluschickie y focas viejas) salieron con rumbo al Norte hacia el túnel de la Vaca Marina, dingiéndolas a todas Kotick, mientras que las que se quedaban en Novastoshnah las llamaban estúpidas. Pero a la primavera siguiente, cuando se encontraron todas en las pesqueras del Pacífico, las focas de Kotick contaron tales maravillas de las nuevas playas, al otro lado del túnel de la Vaca Marina, que cada día abandonaban mayor número las playas de Novastoshnah.

No se hicieron esas cosas de golpe, por supuesto, pues las focas necesitan largo tiempo para darle vueltas a una cosa en la cabeza, pero año a año abandonaban más focas a Novastoshnah, a Lukannon y otros viveros, para dirigirse a las abrigadas playas donde Kotick pasa ahora todo el verano, creciendo, engordando y poniéndose más fuerte cada año, en tanto que los halluschickie juegan en torno suyo en aquel mar no visitado por ningún hombre.

Lukkannon

(Ésta es la gran canción de altamar que todas las focas de San Pablo cantan cuando van de regreso a sus playas en verano. Es una especie de himno nacional muy triste.)

Me encontré en la mañana con mis amigos
pero, ¡ay! ¡qué vieja estoy ya!
donde, rugiendo las olas en verano,
contra cien arrecifes van a chocar.

Cantaban a coro; su voz
la del mar sofocaban;
dos millones de voces cantaban
sobre las playas de Lukannon.

Canción de reposo junto a los lagos,
canción de dunas en que juega un escuadrón,
canción de las danzas nocturnas
entre el fuego del mar.

¡Playas de Lukannon que el hombre aún no profanó!
Encontré muy de mañana a mis amigas,
a las que nunca encontraré ya más;
iban y venían por legiones que
toda la playa ennegrecían.

Y al través de la espuma, desde donde la voz
puede llegar, saludábamos, gritando, su entrada,
mientras ellas subían por el arenal.

¡Las playas de Lukannon!... donde crece
el trigo, la hierba, el liquen,
que la niebla humedeció...
donde sobre pulidas rocas jugamos,
donde nacimos todas... ¡allí está nuestro amor!

Hallé por la mañana a mis amigas, ¡pocas quedaban del bando nuestro!
En el agua dábanles caza los hombres,
y en tierra las golpeaban sin piedad.

Como mansos y tontos corderos
a morir nos llevaban.., pero todavía, ¡ay!,
cantamos a las playas de Lukannon,
antes que el cazador las viniera a hollar.

¡Hacia el Sur, hacia el Sur, Gooverooska¡
Cuéntales a los reyes del mar nuestro dolor:
¡pronto desiertas estarán nuestras playas,
como huevo de muerto tiburón!

¡Nunca más verán a sus hijos
las playas de Lukannon!

Los Enterradores

Quien le llame al chacal "hermano mío"
y comparta su comida con la hiena,
es como el que pacta tregua con Jacala,
vientre que en cuatro patas corre.

Ley de la selva.

—¡Respeto para los ancianos!

Era una voz pastosa... una voz fangosa que os hubiera hecho estremecer... una voz como de algo blando que se parte en dos pedazos. Había en ella un quiebro, algo que la hacía participar del graznido y del lamento.

—¡Respeto para los ancianos, compañeros del río!... ¡Respeto para los ancianos!

Nada podía verse en toda la anchura del río, excepto una flotilla de gabarras, de velas cuadradas y clavijas de madera, cargadas de piedras para construcciones, que acababa de llegar bajo el puente del ferrocarril siguiendo corriente abajo. Hicieron que se movieran los toscos timones para evitar el banco de arena que el agua había formado al rozar en los estribos del puente, y mientras pasaban de tres en fondo, la horrible voz empezó de nuevo:

—¡Brahmanes del río, respetad a los ancianos y achacosos!

Volvióse uno de los barqueros, sentado en la regala de uno de los barcos, levantó la mano, dijo algo que no era precisamente una bendición y los botes siguieron adelante, crujiendo, iluminados por la luna. El ancho río indio, que parecía más bien una cadena de pequeños lagos que una corriente continua, era terso como el cristal y reflejaba el cielo de color de arena roja en el centro, pero se veía salpicado de manchas amarillentas y de un color de púrpura oscuro cerca de las orillas bajas y tocando con ellas. Se formaban caletas en el río, en la estación lluviosa; pero ahora sus secas bocas quedaban por encima de la superficie del agua. Sobre la orilla izquierda y casi bajo el puente del ferrocarril, había una aldea edificada con fango y ladrillos, con bálago y palos, cuya calle principal, llena de ganado que volvía a sus establos, corría en línea recta hacia el río y terminaba con una especie de tosco desembarcadero de ladrillo, en el que la gente que quería lavar podía meterse en el agua paso a paso. Este lugar se llamaba el Ghaut de la aldea de Mugger—Ghaut.

Caía rápidamente la noche sobre los campos de lentejas, arroz y algodón, en las tierras bajas inundadas cada año por el río; sobre los cañaverales que bordeaban el vértice del recodo que aquél formaba y sobre la enmarañada maleza que crecía en las tierras de pastos, detrás de las quietas cañas. Los papagayos y los cuervos, que habían estado charlando y chillando al beber por la tarde, habían volado ya tierra adentro para ir a dormir, cruzándose con los batallones de murciélagos que entonces salían; y nubes de aves acuáticas venían chirriando a buscar abrigo en los cañaverales. Había gansos de cabeza en forma de barril y de negro lomo; cercetas, patos silbadores, lavancos, tadornas, chorlitos, y aquí y allá un flamenco.

Cerrando la marcha podía verse una grulla de las llamadas ayudantes que volaba como si cada aletazo fuera a ser el último

—¡Respeto para los ancianos! ¡Brahmanes del río. .. respetad a los ancianos!

La grulla volvió a medias la cabeza, desvióse un poco en dirección hacia la voz, y tomó tierra muy tiesa en el banco de arena que había debajo del puente. Entonces pudo verse bien su aire brutal y rufianesco. Por detrás parecía enormemente respetable, pues su estatura era de casi dos metros, y se parecía mucho a un correctísimo pastor protestante de gran calva. Por delante era distinto, porque su cabeza a lo Ally Sloper y su cuello no tenían una sola pluma, y en su mismo cuello, bajo la barbilla tenía una horrible bolsa de desnuda piel.. . y allí iba a parar cuanto robaba con su afilado y largo pico. Sus patas eran largas, flacas y descarnadas, pero las movía con mucha suavidad y las contemplaba con orgullo cuando se alisaba las plumas de la cola, mirando de soslayo por encima de su hombro y cuadrándose luego como si le dijeran: ¡firmes!

Un chacal pequeño y sarnoso que había estado ladrando de hambre en una hondonada, levantó las orejas y la cola y corrió al encuentro de la grulla.

Era el ser más bajo de su casta —sin que quiera decir esto que haya mucho de bueno en los chacales; pero en éste era algo muy particular la bajeza, pues era la mitad mendigo y la otra mitad criminal—; se dedicaba a limpiar los montones de basura de la aldea, exageradamente tímido o salvajemente fiero, con hambre perpetua y lleno de astucia que nunca le sirvió para nada.

—¡Uf! —dijo, sacudiéndose lastimeramente al pararse—. ¡Que la sarna se coma a los perros de esta aldea! He recibido tres mordiscos por cada pulga que traigo encima, y todo porque miré (tan sólo miré, fijáos bien), un zapato viejo que había en un corral de vacas.

¿Tengo que alimentarme de barro? —Y se rascó bajo la oreja izquierda.

—Yo oí —dijo la grulla con una voz que sonaba como sierra embotada pasando al través de gruesa tabla—, oí decir que había un perrillo recién nacido dentro del zapato.

—Del dicho al hecho, hay gran trecho —respondió el chacal, que sabía muchos proverbios que había aprendido escuchando a los hombres sentados alrededor de las fogatas, al caer la tarde.

—Así es. Por tanto, para estar segura de la verdad, tomé bajo mí cuidado a ese cachorro mientras los perros andaban ocupados en otro lado.

—Estaban muy ocupados —dijo el chacal—. Bueno, no debo ir de caza a la aldea, por las sobras, durante algún tiempo. ¿De veras había un perrillo ciego dentro de aquel zapato?

—Aquí está —respondió la grulla mirando por encima del pico a su gran bolsa, que estaba llena—. Poca cosa, pero muy aceptable en estos tiempos en que la caridad ha muerto en este mundo.

—¡Ay! El mundo es duro como el hierro en estos tiempos —gimió el chacal. En ese momento sus inquietos ojos notaron una levísima ondulación en el agua, y prosiguió rápidamente—: Dura es la vida para todos nosotros, y no dudo de que, aun nuestro excelente amo, el Orgullo del Ghaut, la Envidia del río...

—Del mismo huevo salieron al mismo tiempo un embustero, un adulador y un chacal —dijo la grulla sin dirigirse a nadie en particular, porque ella también es una grandísima embustera, cuando quiere tomarse la molestia de serlo.

—Sí, la Envidia del río —repitió el chacal elevando la voz—. No dudo que hasta él opina que desde que construyeron el puente, la comida es más escasa. Pero, por otra parte, y aunque de ninguna manera quisiera yo decir esto en su propia y noble cara, es tan sabio y tan virtuoso.., como ¡ay!, tengo yo poco de esas cosas...

—Cuando el chacal reconoce que es gris, ¡cuán negro debe ser! —murmuró la grulla. No preveía entonces lo que iba a suceder.

—Que no le falte nunca comida, y, en consecuencia..

Oyóse un ruido suave, de algo que rozaba, como si un bote acabara de encallar en un bajío. Rápidamente volvióse en redondo el chacal y se encaró (siempre es mejor encararse) con la criatura de la cual había estado hablando. Era un cocodrilo de más de siete metros de largo, encerrado en lo que parecía una plancha de caldera de triples remaches, claveteada y carenada, mostrando como adorno un crestón; las amarillas puntas de sus dientes superiores colgaban desde la mandíbula superior, pasando sobre la inferior, terminada bellamente en un pico de flauta. Era el achatado Mugger (bocón), de la aldea de Mugger—Ghaut, más viejo que ninguno de los hombres de la aldea, que había dado su nombre al lugar; era como demonio en la parte vadeable del río antes de que se construyera el puente del ferrocarril: era un asesino, un devorador de carne humana y un fetiche local, todo en una pieza. Se quedó tendido, con la barba en la orilla, y se mantenía así mediante una casi invisible ondulación de la cola, y bien sabía el chacal que un solo golpe de esa cola, dado en el agua, bastaría para elevar al Mugger por la vera con la velocidad de una máquina de vapor.

—¡Un encuentro de buenos auspicios, protector de los pobres! —dijo adulonamente, retrocediendo un poco a cada palabra—. Oímos una voz deleitosa y nos acercamos con la esperanza de charlar amablemente. Mi desmedida presunción me indujo, mientras esperábamos aquí, a hablar de usted. Espero que nada se habrá entreoído.

Ahora bien: el chacal había hablado precisamente para que lo oyeran, porque sabía que la adulación era el mejor medio de procurarse comida; y el Mugger sabía que sólo con tal fin había hablado el chacal; y el chacal sabía que el Mugger no ignoraba esto; y el Mugger sabía que el chacal sabía que aquél lo sabía; y así, todos se quedaban tan contentos.

El viejísimo animal avanzó, jadeando y gruñendo, sobre la orilla, farfullando:

—¡Respeto para los viejos y achacosos!

Y durante todo este tiempo sus ojillos brillaban como brasas, bajo los pesados y córneos párpados, encima de su triangular cabeza, mientras arrastraba el cuerpo, hinchado como un barril entre sus ganchudas patas. Luego se detuvo, y acostumbrado y todo como estaba el chacal a sus maneras, no pudo menos de estremecerse, por centésima vez, cuando vio cuán exactamente imitaba el Mugger a un leño arrojado en la margen del río.

Aun había tomado el cuidado de tenderse en el ángulo exacto en que, al encallar, formaría un madero, teniendo en cuenta cómo era la corriente en aquella época y lugar.

Todo eso, por supuesto, no era sino cuestión de hábito, porque el Mugger había venido a tierra únicamente por gusto; pero un cocodrilo nunca se siente harto, y si el chacal hubiera sido engañado por lo que parecía, no hubiera vivido lo suficiente para filosofar sobre ello.

—Hijo mío, no oí nada —dijo el Mugger, cerrando un ojo—. Tenía agua en mis oídos y me sentía desfallecido por el hambre. Desde que construyeron el puente del ferrocarril, la gente de mi aldea ha dejado de quererme, y esto me traspasa el corazón de dolor.

—¡Qué vergüenza! —dijo el chacal—. ¡Un corazón tan noble como el de usted! Pero todos los hombres son parecidos, según creo.

—¡No, no! Hay, por cierto, grandes diferencias entre ellos —respondió suavemente el Mugger—. Unos son delgados como bicheros de bote. Otros son gordos, como cachorros de chac... digo, de perro. No quisiera yo hablar mal de los hombres, sin motivo. Los hay de muy diversas clases, pero los largos años que he vivido me han demostrado que, en general, son muy buenos. Hombres, mujeres, finos...; no hallo nada que reprocharles. Y acuérdate, hijo, de que aquel que desprecia al mundo, será despreciado por el mundo.

—La adulación es peor que una lata vacía en el estómago. Pero lo que acabo de oír, es pura sabiduría dijo la grulla, bajando una de sus patas.

—Considera, no obstante, su ingratitud con quien es tan bueno —empezó a decir el chacal muy tiernamente.

—¡No, no, no son ingratos! —respondió el Mugger—. No piensan en los demás, eso es todo.

Pero yo he notado, mientras yazgo en mi puesto allá debajo del vado, que las escaleras del puente nuevo son terriblemente difíciles de subir tanto para los ancianos como para los niños. Los ancianos, por cierto, no son dignos de consideración; pero me apenan, me apenan verdaderamente los niños que están gordos. Pero creo que, a no tardar, cuando ya haya pasado esa novedad del puente, veremos a mis gentes chapoteando por el agua del vado como antes, valerosamente, con las morenas piernas desnudas. Entonces el viejo Mugger se verá honrado de nuevo.

—Pero ciertamente vi guirnaldas de caléndulas flotando esta misma tarde en el borde del Ghaut —dijo la grulla.

Las guirnaldas de caléndulas son muestra de veneración en toda la India.

—¡Error! ¡Error! Era la esposa del vendedor de confituras. Pierde la vista más y más cada año, y no puede distinguir entre un madero y yo... el Mugger del Ghaut. Vi la equivocación cuando arrojó la guirnalda, porque yo estaba echado al pie mismo del Ghaut, y, si hubiera dado un paso más, le hubiera demostrado la diferencia entre un leño y yo. Pero la intención era buena y hay que tener en cuenta el espíritu con que se hace la ofrenda.

—¿De qué sirven las guirnaldas de caléndulas cuando ya uno está en el estercolero? —dijo el chacal, cazando las pulgas que tenía pero sin quitar el ojo, con cierto aburrimiento, de su protector de los pobres.

—Cierto, pero aún no han empezado a hacer el estercolero al que iré a parar yo. Cinco veces he visto al río retroceder desde la aldea y dejar descubierta nueva tierra al pie de la calle. Cinco veces he visto reedificar la aldea en las orillas y cinco veces más la veré reedificar. No soy un gavial inconstante que se dedica a coger peces, hoy en Kasi, mañana en Prayag, como dice el proverbio, sino el verdadero y constante vigilante del vado. Por algo, muchacho, la aldea lleva mi nombre, y "quien mucho vigila" como dicen, "obtendrá, al final, su recompensa".

—Yo he vigilado mucho... mucho.., casi toda mi vida, y mi premio sólo han sido mordiscos y cardenales —replicó el chacal.

—¡Jo, jo, jo! —se carcajeó la grulla... En agosto nació el chacal, en septiembre caen las lluvias; ¡No puedo recordar, dice, tan tremenda lluvia como ésta!

La grulla ayudante tiene una particularidad muy desagradable. En épocas que se producen con irregularidad, sufre de agudos ataques de hormigueos o calambres en las patas, y aunque la virtud de la resistencia sea mayor en ella que en cualquiera de las otras clases de grullas que, a pesar de todo, muestran gran impasibilidad, se echa a revolotear en salvajes danzas guerreras, que baila sobre una suerte de zancos torcidos, abriendo a medias las alas y moviendo su cabeza calva de arriba abajo; y en tanto hace esto, por motivos que ella sabrá, cuida mucho de que sus más fuertes ataques vayan acompañados de sus más acerbas críticas. Cuando pronunció la última palabra de su cantar, se cuadró de nuevo muy tiesa, diez veces más digna que nunca del nombre de Ayudante que llevaba.

El chacal retrocedió acobardado, aunque ya su edad le había permitido ver tres estaciones completas; pero no puede uno darse por ofendido y contestar un insulto que proviene de una persona que posee un pico de un metro de largo y el poder de clavarlo como una jabalina. La grulla era una reconocida cobarde, pero el chacal era aún peor que ella.

—Hay que vivir para aprender —dijo el Mugger—, y puede decirse esto: los chacales pequeños abundan mucho, hijo; pero un bocón como yo, es raro. Sin embargo, no me siento orgulloso de ello, porque el orgullo es destructivo; pero fíjate bien, esto es cosa del Hado, y contra el Hado nada debieran decir cuantos nadan, caminan o corren. Yo estoy contento del Hado. Con buena suerte, buen ojo y la costumbre de asegurarse de que está libre la salida antes de entrar en alguna cala o remanso, puede hacerse mucho.

—En una ocasión oí decir que incluso el protector de los pobres se había equivocado dijo el chacal maliciosamente.

—Es cierto, pero entonces vino en mi ayuda el Hado. Ello sucedió antes de que hubiera adquirido todo mi desarrollo. .. tres hambres antes de la última que hubo. (iPor la margen izquierda y derecha del Ganges, cuánta corriente llevaban los ríos en aquella época!) Sí, yo era joven y atolondrado, y cuando vino la inundación, ¿quién estaba más contento que yo? Poca cosa bastaba entonces para que yo me sintiera feliz. La aldea estaba completamente inundada, y yo nadé por encima del Ghaut y fui tierra adentro hasta los campos de arroz que estaban llenos de barro. Me acuerdo también de un par de brazaletes que encontré aquella tarde, y que, por cierto, eran de cristal y no les hice ningún caso. Sí, brazaletes de cristal, y también encontré, si mi memoria no me falla, un zapato. Debiera haber sacudido aquellos dos zapatos, pero tenía mucha hambre. Más tarde aprendí a proceder mejor. Sí. Así pues, comí y descansé. Pero, cuando me disponía a regresar al río, la inundación había bajado de nivel y caminé por el barro de la calle principal. ¿Quién, si no yo, hubiera hecho eso? Acudió toda mi gente, sacerdotes, mujeres y niños, y yo los miré con benevolencia. No es buen lugar el barro para combatir bien. Uno de los barqueros dijo:

—Busquen hachas y mátenlo; es el Mugger del vado.

—No —dijo el Brahman—. Miren: se lleva por delante la inundación. Es el dios de la aldea.

Entonces me arrojaron gran cantidad de flores, y alguien tuvo el feliz pensamiento de poner una cabra en mitad del camino.

—¡Qué sabrosa... qué sabrosa es la cabra! dijo el chacal.

—Tiene muchos pelos... muchos pelos... y cuando la encuentra uno en el agua es más que probable que haya escondido dentro de ella un anzuelo en forma de cruz. Pero les acepté aquella cabra, y luego me fui hasta el Ghaut triunfalmente. Más tarde, el Hado hizo que cayera en mis manos el barquero que había querido cortarme la cola con el hacha. Su bote embarrancó en un banco de que no se acordarían ustedes aunque se lo mencionara.

—No todos somos aquí chacales —dijo la grulla—. ¿Era el banco que se formó donde se hundieron los barcos que cargaban piedras, el año de la gran sequía.., un banco de arena muy largo que duró por espacio de tres inundaciones?

—Había dos —respondió el Mugger—; uno más arriba y otro más abajo.

—¡Ah, se me había olvidado! Los dividía un canal que más tarde se secó también —dijo la grulla que se sentía muy orgullosa de su buena memoria.

—En el banco de abajo encalló la barca del hombre que abrigaba tan buenas intenciones tocante a mi. Estaba durmiendo en la proa, y, medio despierto, saltó al agua que le daba hasta la cintura.. . no, hasta las rodillas, para empujar la embarcación, la cual, vacía, siguió adelante hasta tocar de nuevo en la tierra en el próximo recodo que la corriente formaba entonces. Yo seguía adelante también, porque sabía que vendrían más hombres para arrastrar el barco hasta la playa.

—¿Y vinieron? —dijo el chacal un tanto despavorido. Ésta era una cacería en una escala tal, que lo impresionaba.

—Acudieron hombres de allí y de más abajo. No seguí adelante; pero esto me permitió apoderarme de tres en un día.. . tres manjis (barqueros) muy gordos, y, a excepción del último (con el cual me descuidé un tanto), ni uno solo pudo gritar para advertir a los que se encontraban en la orilla del río.

—¡Ah! ¡Qué manera de cazar! ¡Pero cuánta habilidad y qué superior juicio reclama! —exclamó el chacal.

—Habilidad no, muchacho, sino sólo pensar un poco. Un poco de pensamiento es como la sal sobre el arroz, como dicen los barqueros, y yo siempre he pensado profundamente. Mi primo el gavial, el que come peces, me ha dicho cuán difícil es para él seguirlos, y cuánto difieren los unos de los otros, y cómo necesita él conocerlos a todos en conjunto y a cada uno por separado. Sabiduría digo yo que es esto; pero, por otra parte, mi primo, el gavial, vive entre su gente. Mi gente no nada en bandadas, con la boca fuera del agua, como lo hace Rewa; ni sale constantemente a la superficie, ni se vuelve de lado, como Mohoo y el diminuto Chapta; ni se reúne en los bancos de arena después de una inundación, como Batchua y Chilva.

—Todos son deliciosos manjares dijo la grulla, dando un chasquido con el pico.

—Así dice mi primo, y hace una ocupación muy seria del cazarlos; pero ellos no se encaraman a los bancos de arena para eludir sus dientes. Mi gente es muy diferente.

Vive en la tierra, en casas, entre sus ganados. Yo necesito saber lo que hacen y lo que están a punto de hacer; y así, poniendo primero la trompa del elefante y luego la cola, reconstruyo, como dicen, al elefante entero. ¿Cuelga de una puerta una rama verde con un anillo de hierro? El viejo Mugger sabe que ha nacido un niño en aquella casa y que algún día vendrá al Ghaut a jugar. ¿Va a casarse una doncella? El viejo Mugger sabe esto, porque ve a los hombres ir y venir con regalos; y, por último, ella también acude al Ghaut para bañarse antes de la boda... y allí está él. ¿Ha cambiado el río su curso, y deja nuevas tierras donde antes sólo arena había? El Mugger sabe también esto.

—Bueno, ¿de qué sirve saber eso? —objetó el chacal—. El río ha cambiado de lugar hasta durante mi corta vida.

Los ríos de la India están casi siempre cambiando su curso y se desvían a veces hasta una media legua o más en una sola estación, inundando los campos de una de las orillas y esparciendo cieno fertilizante sobre la Otra.

—No hay conocimiento tan útil como éste —dijo el Mugger—, porque nuevas tierras significan nuevas pendencias. El Mugger lo sabe. ¡Oh! Lo sabe perfectamente. Cuando las aguas se retiran, se arrastra él por grietas tan estrechas que los hombres piensan que no son lo suficientemente anchas para que allí pueda esconderse un perro, y allí espera.

Luego aparece un labriego diciendo que plantará allí pepinos, y acullá melones, en la tierra nueva que el río le ha dado. Tantea el cieno excelente con los pies desnudos. A poco llega otro labriego diciendo que cultivará allí cebollas, zanahorias y caña de azúcar, en este y aquel sitio. Se acercan como botes que toman rumbo hacia el mismo punto, y mira cada quien al otro con unos ojos que parecen rodar bajo el enorme turbante azul. El viejo Mugger ve y oye. Llámanse el uno al otro "hermano", y van a amojonar la nueva tierra. El Mugger corre detrás de ellos, a uno y otro lado, deslizándose, aplastado contra el suelo, por el lodo. ¡Ahora empiezan a disputar! ¡Se dicen palabras ásperas! ¡Se arrancan los turbantes! Ahora enarbolan los garrotes, y, por último, cae uno de espaldas en el lodo, y el otro huye. Cuando regresa, la cuestión ha quedado ya zanjada, como da fe de ello el bambú herrado del vencido. Y sin embargo, nada le agradecen al Mugger. No; gritan: ¡un asesinato! Las familias pelean a garrotazos, veinte de cada bando. Mi gente es muy buena gente.. . jats de las montañas... malwais del Bêt.

Cuando pegan, no pegan por juego, y, cuando la lucha termina, el viejo Mugger espera allá lejos en el río, fuera de la vista de la aldea, detrás de las matas de kíkar que por allá hay. Entonces bajan mis jats de anchos hombros, ocho o nueve juntos, bajo la luz de las estrellas trayendo al muerto en una camilla. Son viejos de barbas canas y de voz tan profunda como la mía. Encienden un fuego (¡ah! ¡cómo conozco yo ese fuego!), tragan tabaco y formando círculo mueven la cabeza todos a la vez hacia adelante y hacia un lado, hacia el muerto que está en la orilla. Dicen que las leyes inglesas arreglarán aquello con la horca, y que pasará gran vergüenza la familia del matador al ver cómo lo cuelgan en el patio grande de la cárcel. Los amigos del muerto dicen: "¡Que lo cuelguen!, y empieza de nuevo la conversación... una, dos, veinte veces durante la noche interminable. Entonces, por último, dice uno: "La pelea fue limpia. Tomemos el dinero que nos ofrecen, un poco más de lo que nos ofrecen, y no digamos nada de lo sucedido."

Empiezan a regatear por el dinero, pues el muerto es un hombre robusto que ha dejado muchos hijos. Sin embargo, antes del amratvela (la salida del sol), lo queman un poco, como es la costumbre, y el muerto viene a parar a mí, y él ya no dirá nada del asunto. ¡Ah, hijos míos! El Mugger sabe... sabe muchas cosas... y los Malwah jats son buena gente.

—Tienen el puño demasiado apretado... son muy mezquinos para llenarme el buche —graznó la grulla—. No malgastan el lustre en los cuernos de una vaca, como dicen; y, veamos, ¿quién puede espigar después que ha pasado un Malwah?

—¡Ah! Yo... los espigo a ellos —replicó el Mugger.

—Pues bien: en Calcuta del Sur, en tiempos antiguos —siguió diciendo la grulla—, tiraban todo a la calle y nosotros podíamos escoger y revolverlo todo. ¡esos eran buenos tiempos! Pero ahora mantienen las calles tan limpias como la cáscara de un huevo, y mi gente huye. Ser limpio es una cosa; pero quitar el polvo, barrer y regar siete veces al día, aburre hasta a los mismos dioses.

—Un día un chacal de las tierras bajas me contó que en Calcuta del Sur todos los chacales estaban tan gordos como nutrias en la estación de lluvias —dijo el chacal, y la boca se le hizo agua sólo de pensarlo.

—¡Ah! Pero allí están los de la cara blanca.. . los ingleses.., y ellos llevan consigo perros gordos que conducen de quién sabe dónde, río abajo, en unos barcos, los que cuidan de que esos chacales de que hablas estén flacos —repuso la grulla.

—¿Son, pues, de corazón tan duro como esa gente? Debí suponerlo. Ni la tierra, ni el cielo ni el agua son caritativos con el chacal. Yo vi las tiendas de uno de los de cara blanca durante la última estación, después de las lluvias, y además le cogí unas riendas nuevas, amarillas, para comérmelas. Los blancos no saben preparar bien las pieles.

Aquellas riendas me enfermaron.

—A mí me ocurrió algo peor —dijo la grulla—. Cuando no contaba yo más que tres estaciones, y era tan joven como atrevida, me fui al río, al lugar donde atracan los barcos grandes. Los barcos de los ingleses son de triple tamaño que el tamaño de esta aldea.

—Ha estado en Nueva Delhi... y quiere hacernos creer que la gente allí camina de cabeza —murmuró el chacal.

El Mugger abrió el ojo izquierdo y miró fijamente a la grulla.

—Es verdad —insistió la enorme ave—. Un embustero sólo miente cuando espera que le creerán. Nadie que no haya visto esos barcos podría creer esta verdad que digo.

—Eso es ya más razonable —observó el Mugger—. ¿Y qué más?

—De los costados de uno de esos barcos estaban sacando grandes pedazos de una materia blanca que, al cabo de poco rato, se convertía en agua. Buena parte de ella se desmenuzó, cayendo sobre la orilla, y el resto lo colocaron en una casa de gruesas paredes. Pero un barquero, que reía, cogió uno de aquellos trozos, no más grande que un perrillo, y me lo tiró. Yo... como todos los míos... trago sin reflexionar, de modo que tragué aquello según nuestra costumbre. Inmediatamente sentí un gran frío que, empezando en el buche, me corría hasta la punta de los dedos, y me privé de hablar, en tanto que los barqueros se burlaban de mí. Nunca he sentido tanto frío. Por el dolor y al aturdimiento, bailé hasta que pude recobrar el aliento, y entonces bailé de nuevo, gritando contra la falsedad de este mundo, y los barqueros continuaban riéndose de mí hasta caerse al suelo. ¡Lo más maravilloso de todo, aparte aquel frío tan intenso, es que nada absolutamente había en mi buche cuando terminé mis lamentaciones!

La grulla había hecho todo lo posible para describir lo que había sentido después de tragarse un pedazo de hielo de siete libras, proveniente del lago de Wenham, traído de allí por un barco americano de los dedicados al transporte, antes de que Calcuta fabricara su hielo con máquinas; pero, como el ave no sabía lo que era el hielo, y como menos aún lo sabían el Mugger y el chacal, el cuento no produjo el efecto deseado.

—Cualquier cosa —dijo el Mugger, cerrando de nuevo su ojo izquierdo—, cualquier cosa es posible cuando procede de un barco que tiene tres veces el tamaño de Mugger—Ghaut.

Mi aldea no es una aldea pequeña.

Se oyó un silbido por encima del puente, y el tren correo de Delhi pasó por él, llenos de luz todos los coches y tras ellos las sombras a lo largo del río. Se hundió con estruendo a lo lejos en la oscuridad, pero el Mugger y el chacal ya estaban tan acostumbrados a esto que ni siquiera volvieron la cabeza.

—¿Acaso no es eso tan maravilloso como un barco de triple tamaño que Mugger—Ghaut? —dijo el ave mirando hacia arriba.

—Yo vi edificar eso, muchacho. Piedra por piedra vi elevarse los estribos del puente, y cuando los hombres se caían (generalmente eran maravillosamente diestros en no poner el pie en falso... pero, cuando se caían), allí estaba yo alerta. Después que el primer estribo estuvo hecho, ya nunca pensaron en ir corriente abajo en busca de los cadáveres para quemarlos. Y con esto me evitaron muchas molestias. No hubo, por lo demás, nada de extraño en la construcción del puente —concluyó el Mugger.

—Pero, ¿eso que pasa por encima de él, tirando de los carros techados? ¡Eso sí es extraño! —dijo la grulla.

—Es, sin duda, un buey de alguna nueva especie. Algún día perderá pisada y caerá del mismo modo que cayeron los hombres. El viejo Mugger estará también entonces alerta.

El chacal miró a la grulla, y ésta al chacal. Si había algo de que pudieran estar seguros más que de cualquiera otra cosa, era de que la máquina podía ser cualquier cosa menos un buey. El chacal la había observado muchas veces desde las matas de áloe que bordeaban la línea; y la grulla había visto locomotoras desde que la primera locomotora corrió en la India. Pero el Mugger no había visto la máquina más que desde abajo, y la cupulilla de bronce le parecía la especie de joroba de un buey.

—Sí; un buey de una nueva especie —repitió, pesando las palabras, el Mugger, como para persuadirse a sí mismo, y el chacal respondió:

—Ciertamente es un buey.

—Y también podría ser. .. —empezó a decir el Mugger con cierta aspereza.

—Cierto... cierto que sí —interrumpió el chacal, sin esperar a que el otro terminara.

—¿Qué? dijo el Mugger enojado, porque sentía que los demás sabían más que él—. ¿Qué podría ser? No había yo terminado de hablar. Tú dijiste que era un buey.

—Es cualquier cosa que el protector de los pobres quiera. Yo soy su servidor... y no el de esa cosa que atraviesa el río.

—Sea lo que fuere, es obra de los de cara blanca —dijo la grulla—, y por mi parte no quisiera yo echarme en un lugar que se halla tan cerca de eso, como este banco de arena.

—Tú no conoces a los ingleses como yo —dijo el Mugger—. Había aquí un cara blanca cuando construían el puente; y el blanco se metía muchas veces, a la caída de la tarde, en un bote, y golpeaba con los pies las tablas del fondo, murmurando: "¿Está aquí?

¿Está aquí? Traigan mi escopeta." Yo le oía aun antes de verle, oía cada ruido que producía, los crujidos, el resuello, cada golpecito dado en la escopeta, mientras iba río arriba y río abajo... Tan cierto como que yo le había privado de uno de sus obreros, y con esto le hice ahorrar un gran gasto de leña que hubieran necesitado para quemarlo; tan cierto como esto era su constante empeño en venirse hasta el Ghaut, y gritar que me iba a matar, librando así al río de mi presencia... de la presencia del Mugger, de Mugger—Ghaut. ¡A mí! Hijos míos, yo nadé hora tras hora bajo la quilla de su bote, y oía cómo disparaba contra algunos leños; y cuando estaba yo bien seguro de que él estaba cansado, me levantaba junto a él y hacía castañear mis dientes frente a su cara. Cuando el puente estuvo terminado, se marchó. Todos los ingleses cazan de ese modo, excepto cuando son ellos los cazados.

—¿Quién caza a los de la cara blanca? —ladró el chacal excitado.

—Ahora, nadie; pero yo los cacé en mis buenos tiempos.

—Me acuerdo un poco de esa caza. Entonces era yo joven —dijo la grulla haciendo sonar su pico de modo significativo.

—Estaba yo aquí perfectamente establecido. Mi aldea era reedificada por tercera vez, según recuerdo, cuando mi primo, el gavial, me trajo noticias de ciertas aguas muy ricas más arriba de Benares. No quise ir al principio, porque mi primo, que sólo come peces, no siempre distingue lo bueno de lo malo; pero oí a mi gente hablar por las tardes, y lo que dijeron me decidió.

—¿Y qué fue lo que dijeron? —preguntó el chacal.

—Lo suficiente para que yo, el Mugger de Mugger—Ghaut, me saliera del agua y echara a andar. Partí de noche, sirviéndome hasta de los más pequeños arroyos según se me iban presentando; pero era entonces el principio del verano, y todos llevaban muy poca agua.

Crucé caminos llenos de polvo; atravesé altas matas de hierba; escalé colinas a la luz de la luna. Hasta trepé por las rocas, hijos míos... piensen bien en ello. Crucé el extremo del río Sirhind, el seco, antes de que pudiera encontrar la serie de afluentes que desembocan en el Ganges. Un mes de continuo viaje era preciso para regresar a donde se hallaba mi gente y el río que yo conocía. ¡Fue algo maravilloso!

—¿Y qué tal de comida durante el camino? —preguntó el chacal, que no tenía más alma que su estómago, y no estaba ni tantito impresionado por los viajes del Mugger.

—Lo que encontraba, eso comia... primo —dijo el Mugger pausadamente, arrastrando cada palabra.

Ahora bien; no se le llama primo a nadie en la India a menos de que pueda uno llegar a establecer cierto parentesco con esa persona, y como sólo en los cuentos de hadas se casa un Mugger con un chacal, nuestro chacal comprendió por qué motivo se había visto de pronto elevado al círculo de la familia del Mugger. Si hubieran estado solos, no le hubiera importado; pero brillaron los ojos de la grulla al oír la pesada broma.

—Ciertamente, padre, debí haberlo supuesto —dijo el chacal—. A un Mugger no le gusta que lo llamen padre de ningún chacal, y el Mugger de Mugger—Ghaut respondió entonces tanto y mucho más de lo que sería discreto repetir aquí.

—El protector de los pobres fue quien me llamó pariente. ¿Cómo puedo yo acordarme del grado de parentela que hay entre nosotros? Además, comemos la misma clase de comida. Él lo dijo —respondió el chacal.

Esto agravó aún más las cosas, porque a lo que apuntaba el chacal era a indicar que el Mugger debía de haber devorado su comida fresca todos los días en aquella marcha a pie, en vez de guardarla junto a sí hasta que estuviera como él la necesitaba, como lo hacen todos los Mugger que se respetan algo, y también la mayor parte de las fieras, cuando pueden. A decir verdad, uno de los peores insultos que pueden dirigirse en el cauce del río los animales, es tildarse de "devoradores de carne fresca". Esto es casi tan malo como llamar caníbal a un hombre.

—Aquella carne fue comida hace treinta estaciones —dijo tranquilamente la grulla—. Aunque habláramos durante treinta estaciones más, nunca la volveríamos a ver.

Cuéntanos ahora qué ocurrió cuando llegaste a aquellas aguas tan buenas, después de tu maravilloso viaje por tierra. Si escucháramos el aullido de cada chacal, los negocios de la ciudad se paralizarían, como dice el proloquio.

El Mugger debió agradecer la interrupción, porque prosiguió precipitadamente:

—¡Por la margen izquierda y derecha del Ganges! ¡Cuando llegué allá, nunca había visto aguas como aquéllas!

—¿Eran mejores, entonces, que la gran inundación de la última estación? —preguntó el chacal.

—¡Mucho mejores! Esa inundación sólo fue lo que ocurre cada cinco años.., un puñado de forasteros ahogados, unas cuantas gallinas, un buey muerto en el agua lodosa, gracias a las corrientes cruzadas. Pero en la estación de que me acuerdo ahora, el río estaba bajo, el agua corría mansa, igual siempre, y como me lo había advertido el gavial, los ingleses bajaban por ella tocando uno con otro. En aquella estación engordé y crecí.

Desde Agra, cerca de Etawah y del lugar en que la corriente se ensancha, no muy lejos de Allahabad.

—¡Oh! ¡Qué remolino se formó bajo los muros del fuerte de Allahabad!... —dijo la grulla—.

Acudieron allí como los patos a los juncales, y bailaban dando vueltas... así.

Empezó otra vez su horrible danza, mientras el chacal la miraba con envidia. Él no se acordaba naturalmente del terrible año de la insurrección. El Mugger continuó:

—Sí; cerca de Allahabad, uno se tendía quieto en el agua mansa, y dejaba que pasaran veinte cuerpos para escoger uno. Y sobre todo, los ingleses no iban llenos de joyas y anillos en la nariz y en los tobillos, como mis mujeres acostumbran hoy. El que gusta mucho de adornos, acaba con una cuerda al cuello como collar, como dice el refrán.

Todos los cocodrilos que había en todos los ríos engordaron entonces; pero quiso mi Hado que yo engordara más que ninguno. Las noticias que corrían era que se cazaba a los ingleses arrojándolos a los ríos, y, ¡por las dos orillas del Ganges! nosotros estábamos seguros de ello. Así lo creí durante todo el tiempo que fui en dirección al Sur; llegué allá siguiendo la corriente hasta más allá de Monghyr y de las tumbas que dominan el río.

—Conozco ese sitio —dijo la grulla—. Desde aquellos días, Monghyr es una ciudad abandonada. Pocos viven allí ahora.

—Después de esto, me fui corriente arriba despacio, perezosamente, y un poco más allá de Monghyr encontré un bote lleno de blancos... ¡todos vivos! Eran, me acuerdo bien, mujeres, que yacían bajo una tela sostenida por palos, y lloraban a gritos. No nos disparaba entonces nadie ni un tiro: éramos los únicos guardianes de los vados en aquellos tiempos. Todas las armas de fuego estaban ocupadas en otra parte. Las escuchábamos día y noche tierra adentro; el estruendo iba y venía según a donde soplara el viento. Me levanté por completo frente al bote, porque nunca había visto caras blancas vivas, aunque bien los conocía, por otra parte. Un niño blanco desnudo, estaba de rodillas en uno de los costados del bote, e, inclinándose, se le antojó arrastrar las manos por las aguas del río. Es hermoso ver cómo juega un niño con el agua que corre.

Yo había comido ya aquel día; pero todavía en mi estómago había un rinconcito vacío.

Sin embargo, más por juego que por comer, me levanté hasta casi tocar las manos del niño. Ofrecían un blanco tan fácil que ni siquiera las miré cuando cerré las mandíbulas; pero eran tan pequeñas que, aunque cerré las quijadas debidamente —estoy seguro de ello—, el niño las retiró con rapidez sin recibir en ellas el menor daño. Seguramente pasaron por el espacio que media entre un diente y otro... aquellas pequeñas manos blancas. Hubiera podido entonces asirlo por los codos, pero, como dije, me había acercado allí sólo por juego y por el deseo de ver cosas nuevas. Gritaron uno tras otro los que iban en el bote, y luego de unos momentos me levanté de nuevo para observarlos. El barco estaba demasiado pesado para hacerlo zozobrar. Iban en él sólo mujeres, pero quien se fía de una mujer, es como si caminara sobre hierbas que ocultan una laguna, como dice el proverbio, y... ¡por las dos márgenes del Ganges!, eso es verdad.

—En una ocasión una mujer me dio una piel seca, como si fuera pescado —observó el chacal—. Desde entonces, espero poder apoderarme de su niño; pero más vale comer carne de caballo que recibir de él una coz, como dice el proverbio. ¿Qué hicieron las mujeres?

—Me dispararon una arma muy corta, de una clase que nunca antes había visto y que no he vuelto a ver. Me dispararon cinco veces, una tras otra (el Mugger debió habérselas con algún antiguo revólver); yo me quedé con la boca abierta, bostezando, con una nube de humo en torno de mi cabeza. Nunca vi cosa igual. ¡Cinco veces, y tan rápidamente como cuando muevo la cola... ¡así!

El chacal, que se sentía cada vez más interesado por el relato, apenas si tuvo tiempo de brincar hacia atrás en el momento mismo en que la cola cortaba el aire como una guadaña.

—Hasta que sonó el quinto disparo —prosiguió el Mugger, como si jamás hubiera pensado en causarle daño a sus oyentes—, hasta que sonó el quinto disparo me hundí en el agua, y torné a salir de ella en el momento preciso en que un barquero les decía a aquellas mujeres blancas que sin duda había quedado yo muerto. Una de las balas se me había incrustado en el cuello. No sé si todavía estará allí, porque no puedo volver la cabeza.

Ven y mira tú, muchacho. Quiero demostrar que mi historia es verídica.

—¿Yo? —dijo el chacal—. ¿Quien come zapatos viejos y rompe huesos para comer puede dudar de la palabra del que es la envidia del río? ¡Que mi cola sea engullida por cachorrillos ciegos si la sombra de ese pensamiento me ha pasado por la cabeza! El protector de los pobres se ha dignado contarme a mí, su esclavo, que una vez en su vida fue herido por una mujer. Con esto basta, y les contaré el cuento a todos mis hijos, sin pedir pruebas de él.

—La excesiva urbanidad es a veces tan mala como la descortesía excesiva, porque, como dice el proverbio, hasta con requesones puede ahogarse a un invitado. No deseo que ningún hijo tuyo sepa que el Mugger de Mugger—Ghaut recibió de una mujer la única herida que ha recibido en su vida. Tus hijos tendrán que pensar en muchas otras cosas, para procurarse la comida por tan tristes medios como los que emplea su padre.

—¡Olvidado está, y desde hace mucho tiempo! ¡Nunca dije tal cosa! ¡Jamás existió ninguna mujer blanca! ¡Nunca hubo barco alguno! ¡Nunca ocurrió nada!

El chacal movió la cola, como si barriera el suelo, para mostrar cuán totalmente quedaba todo borrado de su memoria, y sentó con aire de suficiencia.

—Ciertamente sucedieron muchas cosas, continuó el Mugger, derrotado por segunda vez, al querer llevarle ventaja a su amigo. (Ninguno de ellos, sin embargo, tenía mala intención. Comer y ser comido eran cosa completamente legal en toda la extensión del río, y el chacal se encontraba allí para recoger las sobras cuando el Mugger hubiera terminado su comida.)

—Abandoné aquel bote —prosiguió—, y me fui corriente arriba, y, cuando llegué a Arrah y a las aguas situadas detrás, no hallé más ingleses muertos. El río estuvo vacío durante cierto tiempo. Luego llegaron uno o dos cadáveres con chaquetas de color rojo; pero no ingleses, sino todos de una misma clase —del Indostán y Purbeahs—. Después, cinco o seis de frente, y, por último, desde Arrah hasta el Norte, más allá de Agra, parecía como si se hubieran arrojado al agua pueblos enteros. Salían de las calas uno tras otro, como bajan los maderos en la época de las lluvias; cuando se levantaba el río, también ellos se levantaban, en compañías enteras, de los bancos de arena en que habían estado reposando. Luego, al bajar el agua de la corriente, los arrastraba al través de los campos y de la tierra virgen, por los largos cabellos. Toda la noche, así mismo, yendo hacia el Norte, escuché disparos de armas de fuego, y durante el día el rumor de pies calzados que atravesaban los vados, o el que producen las ruedas de un pesado carro al rodar sobre la arena por debajo del agua; y cada ola traía nuevos cadáveres. Al fin, hasta yo mismo sentí miedo, porque dije: "Si esto les ocurre a los hombres, ¿cómo podrá salvarse el Mugger de Mugger—Ghaut?" También había barcos que venían detrás de mí, corriente arriba, ardiendo continuamente, como arden a veces las embarcaciones que llevan algodón, pero sin jamás hundirse.

—¡Ah! —dijo la grulla—; barcos como los que van a Calcuta del Sur. Son altos y negros, con una cola que golpea el agua por detrás, y...

—Y son tres veces tan grandes como mi aldea. Mis barcos eran bajos y blancos; golpeaban el agua a cada lado, y no eran más grandes que los botes de quien habla sujetándose a la verdad. Me dieron mucho miedo, por lo que abandoné aquellas aguas y me vine a este cauce mío, ocultándome de día y caminando de noche, cuando no podía encontrar arroyos que me ayudaran. Me volví a mi aldea, pero no esperaba ver en ella a ninguno de los de mi gente. Sin embargo, aquí estaban, arando, sembrando y segando luego las mieses; iban de un lado al otro tan tranquilamente como sus ganados.

—¿Y había aún buena comida en el río? —dijo el chacal.

—Más de la que yo hubiera deseado. Incluso —y eso que yo no como barro—, incluso estaba cansado, y, por lo que recuerdo, un tanto asustado de aquel constante bajar por el río gente silenciosa. A los de mi aldea les oí decir que todos los ingleses habían muerto; pero los que llegaban, boca abajo, con la corriente, no eran ingleses, según pudo ver mi gente. Entonces mi gente dijo que lo mejor era no decir nada, sino pagar la contribución y arar la tierra. Después de mucho tiempo, el río quedó limpio de cadáveres, y los que por él bajaban eran sin duda ahogados procedentes de las inundaciones, como podía verlo yo claramente; y aunque entonces no era fácil procurarse comida, me alegraba cordialmente de ello. Un poco de matanza aquí y allá, no es malo.., pero hasta el Mugger puede algunas veces hartarse, como dice el proverbio.

—¡Maravilloso! ¡Verdaderamente maravilloso! —dijo el chacal—. Yo he engordado ya, nada más de tanto oír hablar de comer. Y después de esto, ¿qué cosa, si se me permite preguntarlo, hizo el protector de los pobres?

—Me dije a mí mismo —y por las dos orillas del Ganges, que me mantuve firme en mi juramento—, me dije a mí mismo que nunca más vagabundearía de aquel modo. Así pues, he vivido junto al Ghaut, muy cerca de mi gente, y los he vigilado año tras año, y ellos me quieren tanto, que hasta me arrojaban guirnaldas de caléndulas cada vez que me veían levantar la cabeza del agua. Sí, mi Hado ha sido muy bueno conmigo, y el río es lo suficientemente bueno para respetar mi presencia, débil y enfermo como estoy; sólo que...

—Nadie es feliz por entero, desde el pico hasta la cola —dijo la grulla con simpatía—. ¿Qué más necesita el Mugger de Mugger—Ghaut?

—Aquel niño tan pequeño y tan blanco del que no me apoderé —dijo el Mugger, con un profundo suspiro—. Era muy pequeño, pero no lo he olvidado. Ahora estoy viejo, pero antes de morir quisiera probar algo nuevo. Es verdad que ellos son gente de pies pesados, y medio locos, y poco juego sería el cazarlos, pero todavía me acuerdo de aquellos tiempos que pasé algo más lejos de Benares, y si el niño vive, él también aún se acordará. Es posible que pasee por la orilla de algún río diciendo cómo una vez pasó las manos por entre los dientes del Mugger de Mugger—Ghaut, y quedó vivo para narrar el cuento. Mi Hado ha sido muy bueno conmigo; pero a veces, en sueños, me molesta eso... el pensamiento de aquel niñito blanco que iba en el bote.

Bostezó y cerró las quijadas.

—Y ahora voy a descansar y a pensar —prosiguió—. Guardad silencio, hijos míos, y respetad a los ancianos.

Se volvió con dificultad y se arrastró hasta lo alto del banco de arena, en tanto que el chacal se retiraba con la grulla para refugiarse detrás de un árbol que se había detenido en el río, en el extremo más cercano del puente del ferrocarril.

—Ésa ha sido una vida agradable y provechosa —dijo aquél sardónicamente, mirando con expresión interrogante al ave que lo dominaba desde su altura—. Y fíjate que ni una sola vez creyó oportuno decirme dónde podría encontrar un bocado en algún banco de arena.

Y sin embargo, yo le he señalado cien veces muchas buenas cosas que estaban en el barro, corriente abajo. ¡Qué cierto es el proverbio que dice: "todo mundo ignora al chacal y al barbero una vez que por ellos se han sabido las noticias!" Ahora se va a dormir. ¡Aarh!

—¿Y cómo puede cazar un chacal junto con un cocodrilo? dijo fríamente la grulla—. Un ladronazo y un ladronzuelo; fácil sería adivinar quién se llevaría los mejores bocados.

El chacal se volvió gimiendo de impaciencia, y se iba a enroscar bajo el tronco de un árbol, cuando de pronto se acurrucó y se puso a mirar, al través de las ramas, hacia el puente que estaba casi encima de su cabeza.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó la grulla, abriendo las alas, algo inquieta.

—Espera un poco y lo veremos. El viento sopla de nosotros hacia ellos, pero no nos buscan a nosotros.., esos dos hombres.

—¿Hombres son? Mi oficio me protege. En toda la India se sabe que soy sagrada.

La grulla, que es allí un excelente basurero, se mete por donde le place, y por eso la nuestra nunca se acobardaba.

—No valgo la pena para que me den más golpes que el que puede dar un zapato viejo —dijo el chacal, escuchando de nuevo—. ¿Oyes esos pasos? No es ruido de zapatos de campesinos; es calzado de un pie de blanco. ¡Escucha otra vez! ¡Roce de hierro contra hierro! ¡Es una escopeta! Amiga, esos locos ingleses de pies pesados han venido a hablar con el Mugger.

—Adviérteselo, pues. Hace un rato fue llamado protector de los pobres por un cierto chacal hambriento.

—Deja que mi primo proteja él mismo su piel. Me ha dicho mil veces que nada hay que temer de los caras blancas. Éstos deben ser caras blancas. Ninguno de los aldeanos de Mugger—Ghaut se atrevería a perseguirlo. ¿Ves? ¡Ya dije yo que era una escopeta!

Ahora, con un poco de suerte, tendremos alimento antes de que apunte el día. Él no oye bien fuera del agua, y... ¡en esta ocasión no tendrá que habérselas con una mujer!

Durante un momento brilló el cañón de una escopeta sobre las traviesas del puente. El Mugger estaba echado en el banco de arena, tan quieto como su propia sombra, un poco abiertas las patas delanteras, la cabeza caída entre ellas, roncando como un... cocodrilo.

Sobre el puente murmuró una voz:

—El tiro resulta un poco raro, casi en dirección perpendicular; pero tan seguro como capital invertido en casas. Lo mejor es apuntarle al cuello. ¡Caramba! ¡Qué enorme animal! Los aldeanos se pondrán furiosos si lo matamos. Como que es el deota, el dios de estos lugares.

—Me importa un rábano —respondió otra voz—. Me quitó unos quince de mis mejores coolies mientras se construía el puente, y ya es hora de acabar con él. Lo he perseguido en bote durante semanas enteras. Prepare el "martini" para cuando le haya disparado yo los dos cañones de mi escopeta.

—Cuidado, pues, con el culatazo. No es broma un doble disparo de calibre cuatro.

—Eso habrá de decirlo él. ¡Allá va!

Se oyó un estruendo como el producido por un cañón de pequeñas dimensiones (las mayores escopetas para la caza de elefantes no se diferencian mucho de una pequeña pieza de artillería) y una doble llamarada, seguido todo esto de la detonación seca y penetrante de un "martini", cuya larga bala penetra sin dificultad por las gruesas placas de un cocodrilo. Pero las balas explosivas habían hecho ya el trabajo. Una de ellas dio exactamente detrás del cuello, un poco hacia la izquierda de la espina dorsal; la otra estalló más abajo, donde empieza la cola. En el noventa y nueve por ciento de los casos puede un cocodrilo mortalmente herido arrastrarse hasta el agua, en los lugares de cierta profundidad, escapando así. Pero el Mugger de Mugger—Ghaut había quedado literalmente roto en tres pedazos. Apenas sí movió la cabeza antes de morir, y yacía tan aplanado en el suelo como el chacal.

—¡Rayos y truenos! ¡Rayos y truenos! —dijo el miserable animalejo—. ¿Aquella cosa que arrastra por el puente los carros cubiertos se ha venido abajo por fin?

—No es sino una escopeta —dijo la grulla, aunque las plumas de la cola le temblaban—. Es sólo una escopeta. Ciertamente está muerto. Ahí vienen los blancos.

Los dos ingleses se habían apresurado a bajar del puente y a cruzar el banco de arena, y allí se detuvieron a admirar la longitud del Mugger. Entonces un indígena que portaba un hacha cortó la enorme cabeza y cuatro hombres la arrastraron por la lengua de tierra que allí había.

—La última vez que tuve mi mano en la boca de un cocodrilo —dijo uno de los ingleses, agachándose (era el que había dirigido la construcción del puente)—, fue cuando yo tenía cinco años de edad, bajando en bote por el río, hacia Monghyr. Yo era uno de los niños "del tiempo de la insurrección", como les llaman. Mi pobre madre estaba también en el bote, y ella con frecuencia me refirió que había disparado con un revólver a la cabeza del animal.

—¡Vaya! Ciertamente se ha vengado usted en el jefe de toda la familia... aunque el culatazo le hizo arrojar usted sangre por la nariz ¡Eh, barqueros! Arrastren la cabeza fuera de aquí; la herviremos para conservar la calavera. La piel está demasiado agujereada para conservaría. ¡A dormir, ahora! Valía la pena haber permanecido levantados durante toda la noche, ¿verdad?

Cosa curiosa: el chacal y la grulla hicieron la mismísima observación, dos o tres minutos después que se fueron los hombres.

La canción de la ola

La corriente cruzó un día,
por el vado, una doncella;
el sol ya se ponía;
la ola, enamorada, fue
a besar su mano bella.
Y le habló de esta manera:
—Espera, niña, espera,
que soy la muerte.
—Iré a donde amor me invita,
vergüenza me daría que aguardara;
pez que en el mar se agita,
no esperará, si llego tarde.
—Pie leve, corazón hermoso
espera el cargado bote.
"Espera, espera, niña,
espera, que soy la muerte."
—Me apresuro si amor me llama,
que desdén nunca se casa.
A su talle ligero ya llega
el agua que pasa.
Fiel y bella loquilla,
nunca tocará su pie la orilla;
la onda rueda lejos,
con sangrientos reflejos.

El Milagro de Purun Bhagat

La noche que sentimos
que la tierra se abriría,
lo hicimos, tomado de la mano,
en pos nuestro venirse.
Porque lo amábamos con el amor
aquel que conoce pero no entiende.
Y cuando de la montaña
el estallido percibióse,
y todo hubo caído
como lluvia extraña,
lo salvamos nosotros,
nosotros, pobre gente;
pero, ¡ay! siempre
permanece ausente.
¡Gemid! Lo salvamos,
pues también aquí,
entre esta pobre gente,
hay sinceros amores.
¡Gemid! No despertará
nuestro hermano.
Y su propia gente
nos echa de nuestro remanso.

(Canto elegíaco de los langures.)

En la India había una vez un hombre que era primer ministro de uno de los estados semi—independientes que hay en el noroeste del país. Era un brahmán de tan alta casta, que las castas ya no tenían ningún significado para él; su padre había tenido un importante cargo entre la gentuza de ropajes vistosos y de descamisados que formaban parte de una corte india a la antigua.

Pero, conforme Purun Dass crecía, notaba que el antiguo orden de cosas estaba cambiando, y que si cualquiera deseaba elevarse, era necesario que estuviera bien con los ingleses y que imitara todo lo que a éstos les parecía bueno. Al mismo tiempo, todo funcionario debía captarse las simpatías de su amo. Algo difícil era todo esto, pero el callado y reservado brahmancito, ayudado por una buena educación inglesa recibida en la universidad de Bombay, supo manejarse bien, y se elevó paso a paso hasta llegar a ser primer ministro del reino; esto es, disfrutó de un poder más real que el de su amo, el Maharajah.

Cuando el viejo rey —siempre receloso de los ingleses, de sus ferrocarriles y de sus telégrafos— murió, Purun Dass mantuvo su influencia con el sucesor que había tenido por tutor a un inglés; y entre los dos, aunque él siempre cuidó de que el crédito fuera para su amo, establecieron escuelas para niñas, construyeron caminos, fundaron hospitales y publicaron una información anual o libro azul sobre "El progreso moral y material del Estado", por lo que el ministerio de Negocios Extranjeros inglés y el gobierno de la India estaban muy contentos. Muy pocos estados indígenas aceptan en conjunto los progresos ingleses, porque no creen, como Purun Dass mostró creer, que lo que es bueno para un inglés debe ser doblemente bueno para un asiático. Llegó el primer ministro a ser muy amigo de virreyes, gobernadores y secretarios; de médicos con misiones especiales; de los misioneros comunes; de oficiales ingleses, jinetes excelentes que cazaban en los terrenos del Estado; y asimismo de todo un ejército de viajeros que recorría la India en invierno dando a la gente lecciones de cómo hay que hacer las cosas. A ratos perdidos fundaba bolsas para el estudio de la medicina y de la industria, siguiendo estrictamente los modelos ingleses, y escribía cartas a El Explorador, el mayor de los periódicos indios, explicando las ideas y objetivos de su amo.

Hizo por último un viaje a Inglaterra, y hubo de pagar enormes sumas a los sacerdotes cuando regresó, porque incluso un brahmán de tan elevada casta como Purun Dass quedaba degradado cuando cruzaba el negro mar. En Londres vio y habló con cuanta gente valía la pena conocer —personas que son conocidas en todo el mundo—, y vio mucho más cosas de lo que él contaba. Le concedieron títulos honorarios académicos sabias universidades y habló e hizo discursos acerca de la reforma social de la India ante damas inglesas vestidas de etiqueta, hasta que todo Londres proclamaba: "este es el hombre más fascinante del mundo con quien jamás se sentó alguien a manteles desde que éstos existen."

Cuando regresó a la India se vio envuelto en un halo de gloria, pues el Virrey en persona visitó al Maharajah para concederle la Gran Cruz de la Estrella de la India (toda diamantes, cintas y esmalte); y en la misma ceremonia, mientras los cañones tronaban, Purun Dass fue proclamado comendador de la Orden del Imperio Indio; y así, su nombre se convirtió en Sir Purun Dass, K.C.I.E.

Aquella tarde, a la hora de la comida en la gran tienda del virrey se puso en pie ostentando la placa y el collar de la Orden, y, contestando a un brindis en honor de su amo, dijo un discurso que pocos ingleses hubieran superado.

Al mes siguiente, cuando ya la ciudad había vuelto a su reposo, hizo algo que ningún inglés hubiera jamás soñado hacer, pues murió para todo lo concerniente a los negocios de este mundo. Las ricas insignias de la Orden volvieron al Gobierno de la India; se nombró a otro primer ministro que se encargara de los negocios; entre los demás empleados empezó un juego de idas y venidas, como si se tratara de jugar a correos. Los sacerdotes sabían lo ocurrido, y el pueblo lo adivinaba; pero la India es uno de aquellos lugares en que un hombre puede hacer lo que guste y nadie le preguntará por qué lo hace, y el hecho de que Dewan Sir Purun Dass, K.C.I.E. hubiera renunciado a su posición, a su palacio y a su poderío, adoptando el cuenco y el vestido color ocre de un sunnyasi o santón, a nadie le parecía cosa extraordinaria. Había sido, como lo recomienda la antigua ley, joven durante veinte años, luchador durante otros veinte años (aunque jamás había llevado consigo arma alguna), y durante otros veinte más, cabeza de familia. Había usado de sus riquezas y su poder en lo que él sabía que había sido útil; recibió honores cuando le salieron al paso; había visto hombres y ciudades que se hallaban cerca y lejos, y hombres y ciudades se pusieron en pie para honrarle. Ahora se desprendía de todo eso, como un hombre deja caer un manto que ya no necesita.

Detrás de él, mientras cruzaba las puertas de la ciudad, con una piel de antílope y una muleta de travesaño de cobre bajo el brazo, y en su mano un moreno cuenco pulimentado hecho de coco de mar, descalzo, solo, con los ojos clavados en el suelo... detrás de él retumbaban las salvas de los bastiones en honor de quien había tenido la fortuna de ocupar su lugar. Purun Dass saludó. Aquella vida había terminado para él; no le tenía ni mejor ni peor voluntad de la que puede tenerle un hombre a un incoloro sueño que soñó en la noche. Él era un sunnyasi... un mendigo errante sin hogar que recibía de la caridad pública el pan de cada día; y mientras haya en la India qué compartir, no se morirá de hambre ni un sacerdote ni un mendigo. Nunca había comido carne en su vida, y rarísima vez, pescado. Un billete de banco de cinco libras esterlinas le hubiera bastado para pagar sus gastos personales, por comida, durante cualquiera de los muchos años en que fue dueño absoluto de millones en metálico. Inclusive cuando en Londres se convirtió en el hombre de moda, nunca olvidó su sueño de paz y reposo.., el largo, blanco, polvoriento camino, lleno de huellas de desnudos pies; el incesante tránsito, y el acre olor de la leña quemada, cuyo humo sube en espirales bajo las higueras, a la luz de la luna, donde los caminantes se sientan a cenar.

Cuando llegó el momento de realizar este sueño, el primer ministro tomó sus disposiciones, y al cabo de tres días más fácil hubiera sido encontrar una burbuja de agua en las profundidades del Atlántico, que a Purun Dass entre los errantes millones de hombres en la India, que ora se reúnen, ora se separan.

Por la noche extendía su piel de antílope donde se le hacía de noche, unas veces en un monasterio de sunnyasis ubicado junto al camino: otras, cabe una columna hecha de

tapia de algún lugar sagrado en Kala Pir, donde los yoguis, que son otro nebuloso grupo de santones, lo recibían como lo hacen los que saben qué valor tiene eso de las castas y grupos; otras veces, en las afueras de un pueblecito indio, a donde acudían los niños con la comida preparada por sus padres; no pocas veces, por último, en lo más alto de desnudas tierras de pasto, donde la llama del fuego encendido con cuatro palitroques despertaba a los adormecidos camellos. Todo era lo mismo para Purun Dass... o Purun Bhagat, como ahora se llamaba a sí mismo, Tierra, gente, comida.., todo era lo mismo. Pero inconscientemente fuéronlo llevando sus pies hacia el Norte y hacia el Este; desde el Sur hacia Rohtak; de Rohtak a Kurnool; de Kurnool al arruinado Samanah, y de allí, subiendo por el seco cauce del Gugger, que sólo se llena cuando la lluvia cae en las montañas vecinas, hasta que un día vio la lejana línea de los grandes Himalayas.

Entonces sonrió Purun Bhagat, porque se acordó que su madre era de origen brahmánico, de la raza de los rajhputras, allá por el camino de Kulu (una montañesa, pues, que siempre echaba de menos las nieves), y basta que un hombre lleve la más pequeña gota de sangre montañosa en sus venas, para que, al final, vuelva al lugar de donde salió.

—Allá abajo —díjose Purun Bhagat, subiendo de frente por las primeras lomas de los montes Sewaliks, donde los cactos se yerguen como candelabros de siete brazos—, allá me sentaré a meditar. Y el fresco viento del Himalaya silbó en sus oídos al caminar por la ruta que lleva a Simla.

La última vez que había pasado por allí, había sido con gran cortejo, con una ruidosa escolta de caballería, para visitar al más cortés y amable de todos los virreyes; y ambos hablaron durante una hora de los amigos mutuos de Londres, y de lo que realmente piensa la gente de la India de muchas cosas. En esta ocasión Purun Bhagat no hizo ninguna visita, sino que se recostó sobre una verja del paseo, contemplando la hermosa vista de las llanuras que se extendían diez leguas delante de él; hasta que un policía mahometano del país le dijo que interrumpía la circulación, y Purun Bhagat saludó respetuosamente al representante de la ley porque sabía el valor de aquélla, e iba en busca de una que fuera la suya propia. Siguió adelante y aquella noche durmió en una choza abandonada, en Chota Simia, que parece ser el fin del mundo, pero que sólo era el principio de su viaje.

Siguió el camino del Himalaya al Thibet, vía de tres metros de ancho abierta en la roca viva a poder de barrenos, o apuntalada con maderos sobre el abismo de trescientos metros de profundidad, que se hunde en tibios, húmedos, cerrados valles, y trepa por colinas desnudas de árboles y con algo de hierba, en donde reverbera el sol como en un espejo ustorio; o que caracolea al través de espesos, oscuros bosques, donde los helechos arborescentes cubren de alto abajo los troncos de los árboles y donde el faisán llama a su compañera. Se encontró con pastores del Thibet, con sus perros y rebaños de carneros, y cada carnero llevaba una bolsita con bórax sobre su espalda; con leñadores errantes; con lamas del Thibet que llegaban en peregrinación a la India, cubiertos con mantos y abrigos; con enviados de pequeños y solitarios estados, perdidos entre montañas, que corrían la posta rápidamente en caballitos cebrados o píos; o bien, se encontró con la cabalgata de un rajah que iba a hacer una visita; o también le ocurría no ver a nadie en un claro y largo día, excepto un oso negro, que gruñía y desenterraba raíces allá abajo, en el valle. Durante las primeras jornadas, todavía resonaban en sus oídos los rumores mundanales, como el estruendo de un tren que pasa por un túnel se queda aún resonando mucho tiempo después que el tren ha salido de él. Pero, una vez que dejó atrás el paso de Mutteeanee, todo terminó, y Purun Bhagat se quedó a solas consigo mismo, caminando, vagabundeando y pensando, clavados los ojos en el suelo y con sus pensamientos en las nubes.

Una tarde cruzó el más alto desfiladero que había encontrado hasta entonces —la ascensión habíale tomado dos días—, y se encontró frente a una línea de nevados picos que ceñían todo el horizonte: montañas de cinco a seis mil metros de altura que parecían lo suficientemente cerca para alcanzarlas de una pedrada, pero que en realidad se encontraban a catorce o quince leguas de distancia. El desfiladero estaba coronado de un denso y oscuro bosque de deodoras, castaños, cerezos silvestres, olivos y perales también silvestres; pero principalmente deodoras, que son los cedros del Himalaya; a la sombra de estos árboles se levantaba un templo abandonado dedicado a Kali... que es Durga, que es Sitala, y que recibe adoración por su virtud contra la viruela.

Purun Dass barrió el suelo de piedra, sonrió a la estatua que parecía hacerle una mueca, con barro arregló un hogar donde pudiese encender fuego detrás del templo; extendió su piel de antílope sobre un lecho de pinocha verde, apretó bien su bairagi (su muleta con travesaño de cobre) bajo la axila y se sentó a descansar.

Casi por debajo de él estaba el declive del monte desnudo, pelado en una altura de cuatrocientos metros, en donde una aldehuela de casas hechas de piedra con techos de tierra amasada, parecía colgar de la escarpada pendiente. En derredor, se extendían estrechos terrenos en forma de terraplenes, como delantales formados de retazos y puestos sobre la falda de la montaña, y vacas que parecían tener el tamaño de escarabajos pacían en los espacios que quedaban entre los círculos, empedrados de pulidas piedras, que servían de eras.

Al mirar al través del valle, el ojo se engañaba sobre el tamaño de las cosas, y al principio no podía convencerse de que lo que parecía un grupo de arbustos, al lado de la montaña, era en realidad un bosque de pinos de treinta metros de alto. Purun Bhagat vio a un águila hundiéndose en la enorme hondonada; pero la inmensa ave pareció ir decreciendo en tamaño hasta no ser más que un punto antes de que llegara a la mitad del camino.

Grupos de nubes enfilaban por el valle, enredándose en la cima de la montaña, o elevándose para desvanecerse cuando llegaban a la altura de los picos en los desfiladeros. "Aquí hallaré la paz", se dijo Purun Bhagat.

Ahora bien, para un montañés, no cuentan unas cuantas docenas de metros más abajo o más arriba, y tan pronto como los aldeanos vieron humo en el templo abandonado, el sacerdote del pueblecillo subió por la ladera de terraplenes para saludar al forastero.

Al fijar su mirada en los ojos de Purun Bhagat —ojos de hombre acostumbrado a mandar a miles de hombres—, se inclinó hasta el suelo, cogió el cuenco sin decir palabra y regresó a la aldea diciendo:

—Por fin tenemos a un santón. Nunca vi hombre como éste. Es un hijo de los llanos, pero de color pálido... Es la quinta esencia de un brahmán.

Entonces todas las mujeres de la aldea dijeron:

—¿Crees que permanecerá entre nosotros?

Y cada una hizo cuanto pudo para cocinar los más sabrosos manjares para el Bhagat. La comida montañesa es muy simple, pero con alforfón, maíz, pimentón; pescado del río que corre por el valle; miel de las colmenas construidas en forma de chimeneas sobre las paredes de piedra; albaricoques secos; azafrán de Indias; jengibre silvestre y tortas de harina de trigo, una mujer que quiera lucirse puede hacer muy buenas cosas, y estaba bien lleno el cuenco cuando el sacerdote se lo llevó al Bhagat.

¿Pensaba quedarse allí? —preguntó—. ¿Necesitaría un chela (un discípulo) que mendigara para él? ¿Tenía una manta para abrigarse del frío? ¿Le gustaba aquella comida?

Comió Purun Bhagat y le dio las gracias al donante. Pensaba quedarse. Esto es suficiente, dijo el sacerdote. Que dejara el cuenco fuera del templo abandonado, en el hueco de dos raíces torcidas, y diariamente recibiría su alimento, porque el pueblo se sentía muy honrado con que un hombre como él —y miró tímidamente a Bhagat en el rostro— se quedara entre ellos.

Aquel día terminó el vagabundeo para Purun Bhagat. Había llegado al sitio que le estaba destinado... a un lugar todo silencio y espacio. Después de esto, se detuvo el tiempo, y él, sentado a la entrada del templo, no podía decir si estaba vivo o muerto, si era un hombre con control sobre los miembros de su cuerpo, o si formaba parte de los montes, de las nubes, de la mudable lluvia y de la luz del sol. Se repetía a sí mismo suavemente un nombre centenares y centenares dc veces, hasta que, a cada repetición, parecía separarse más y más de su cuerpo, y deslizarse hasta los umbrales de alguna tremenda revelación; pero, en el preciso momento de abrirse la puerta, lo arrastraba hacia atrás su propio cuerpo, y dolorosamente se sentía de nuevo atado a la carne y a los huesos de Purun Bhagat.

Cada mañana, en silencio, el cuenco lleno era colocado sobre la especie de muleta que formaban las retorcidas raíces fuera del templo. Algunas veces lo traía el sacerdote; otras, un mercader ladakhi que paraba en el pueblo, y que, ganoso de hacer méritos, subía trabajosamente por el sendero; pero, con más frecuencia, lo traía la mujer que había cocinado la comida la noche antes, y murmuraba tan bajo que apenas se le oía:

—Interceded por mí ante los dioses, Baghat. Rogad por Fulana, la esposa de Mengano.

En ocasiones se le permitía igual honor a algún muchacho atrevido, y Purun Bhagat lo oía colocar el cuenco y echar a correr tan aprisa como sus piernas se lo permitían; pero el Bhagat nunca descendió hasta el pueblo, al cual veía extendido como un mapa a sus pies. Podía ver también las reuniones que se celebraban al caer la tarde, en el círculo donde estaban las eras, pues era éste el único terreno llano que había; podía ver el hermoso y poco nombrado verdor del arroz cuando es joven; los colores de azul de añil del maíz; los trozos de terreno donde se cultivaba el alforfón, semejantes a diques; y, en su estación propia, la roja flor del amaranto, cuyas pequeñas semillas, puesto que no son ni grano ni legumbre, puede comerlas todo indio en época de ayuno, sin faltar por ello en lo más mínimo.

Cuando el año llegaba a su fin, los techos de las chozas parecían cuadraditos de purísimo oro, porque sobre los techos ponían los aldeanos las mazorcas de maíz para que se secaran. La cría de abejas y la recolección de los granos, la siembra del arroz y su descascarillado, pasaron ante su vista; todo como bordado allá abajo en los trozos de campo de mil distintas orientaciones. Y él meditó sobre todo lo que abarcó su vista, preguntándose a qué conducía todo aquello, en último y definitivo resultado.

Hasta en los lugares poblados de la India, un hombre no puede sentarse y permanecer completamente quieto durante un día, sin que los animales salvajes corran por encima de su cuerpo como si fuera una roca; y en aquella soledad, muy pronto los animales salvajes, que conocían muy bien el templo de Kali, fueron llegando para mirar al intruso. Los langures, los grandes monos de grises patillas del Himalaya, fueron, naturalmente, los primeros porque siempre están devorados por la curiosidad; una vez que tiraron el cuenco, haciéndolo rodar por el suelo, y probaron la fuerza de sus dientes en el travesaño de cobre de la muleta, y le hicieron muecas a la piel de antílope, decidieron que aquel ser humano, que allí estaba sentado tan quieto, era inofensivo. Al caer la tarde saltaban desde los pinos, pedían con las manos algo para comer, y luego se alejaban balanceándose en graciosas curvas. También les gustaba el calor del fuego, y se apiñaban en derredor de él hasta que Purun Bhagat tenía que empujarlos a un lado para echar leña; más de una vez se había encontrado por la mañana con que un mono compartía su manta. Durante todo el día, uno u otro de la tribu se sentaba a su lado, mirando fijamente hacia la nieve, dando gritos y poniendo una cara indeciblemente sabia y triste.

Después de los monos llegó el barasingh, ciervo de especie parecida a los nuestros, pero más fuerte. Llegábase allí para restregar el terciopelo de sus cuernos contra las frías piedras de la estatua de Kali, y pateó al ver en el templo a un hombre. Pero Purun Bhagat no hizo el menor movimiento, y poco a poco el magnífico ciervo avanzó oblicuamente y le tocó el hombro con el hocico. Deslizó Purun Bhagat una de sus frías manos por las tibias astas, y el contacto pareció refrescar al animal, que agachó la cabeza, y Purun Bhagat siguió restregando muy suavemente y quitando la aterciopelada capa. Después, el baras¡ng trajo a su hembra y a su cervato, mansos animales que se ponían a mascar sobre la manta del santón; otras veces venía solo, de noche, reluciéndole los ojos con reflejos verdosos por la vacilante luz de la hoguera para recibir su parte de nueces tiernas. Por último, acudió también el ciervo almizclero, el más tímido y casi el menor de los ciervos, erguidas sus grandes orejas parecidas a las del conejo; y hasta el abigarrado y silencioso mushicknabha sintió deseos de averiguar qué era aquella luz que brillaba en el templo, y puso su hocico, parecido al de una anta, sobre las rodillas de Purun Bhagat, yendo y viniendo con las sombras que el fuego producía. Purun Bhagat los llamaba a todos "mis hermanos", y su bajo grito de ¡Bahi! ¡Bahi! los sacaba del bosque por las tardes, si se hallaban a buena distancia para oírlo.

El oso negro del Himalaya, sombrío y suspicaz (Sona, que tiene bajo la barba una marca en forma de V), pasó por allí más de una vez; y como el Bhagat no mostró miedo, Sona no se mostró malhumorado, sino que observó un poco, se acercó luego y pidió su parte de caricias, un pedazo de pan o bayas silvestres. Con frecuencia, en la quieta hora del amanecer, cuando Bhagat subía hasta lo más alto del desfiladero para ver al rojo día rodar por los nevados picachos, encontraba a Sona arrastrándose y gruñendo a sus pies, metiendo una mano curiosa bajo los caídos troncos y sacándola con un ¡uuuf! de impaciencia; o bien sus pasos despertaban al oso que dormía enroscado, y el enorme animal se levantaba erguido, creyendo que se trataba de una lucha, hasta que escuchaba la voz de Purun Bhagat y reconocía a su mejor amigo.

Casi todos los ermitaños y santones que viven separados de las grandes ciudades tienen la reputación de ser capaces de obrar milagros con los animales; pero el milagro consiste en mantenerse muy quieto, en no hacer nunca un movimiento precipitado, y, por largo rato cuando menos, no mirar directamente al recién llegado. Los ancianos vieron la silueta del barasing caminando como una sombra al través del oscuro bosque detrás del templo; al minaul, el faisán del Himalaya, luciendo sus mejores colores ante la estatua de Kali, y a los langures sentados en el interior y jugando con cáscaras de nuez. También algunos muchachos habían oído a Sona canturreando para sí mismo, como suelen hacer los osos, detrás de las rocas caídas, y la reputación de Bhagat como milagrero se afirmó cada vez mas.

Sin embargo, nada más lejos de su mente que los milagros. Creía él que todas las cosas son un enorme milagro, y cuando un hombre llega a saber esto, sabe ya algo que le sirve de base. Sabía con toda certeza que no había nada grande o pequeño en el mundo; día y noche luchaba para llegar a penetrar en el corazón mismo de las cosas, volviendo al sitio de donde su alma había salido.

Pensando en todo esto, el descuidado cabello empezó a caerle sobre los hombros; en la losa que había al lado de la piel de antílope se hizo un agujerito por el continuo roce del extremo de la muleta que sobre ella se apoyaba; el lugar, entre los troncos de los árboles, en donde ponía su cuenco día tras día, se hundió y se gastó hasta hacerse un hueco tan pulimentado como la misma cáscara de color de tierra que allí se ponía; cada animal conocía con toda exactitud el lugar que le correspondía junto al fuego. Los campos cambiaban sus colores de acuerdo con las estaciones; las eras se llenaban y se vaciaban, y luego se llenaban una y otra vez; y así mismo muchas veces, cuando llegó el invierno, los langures saltaban por entre las ramas cubiertas de ligera capa de nieve, hasta que, al llegar la primavera, las monas traían desde valles más cálidos a sus pequeñuelos de mirada lánguida. Pocos cambios hubo en el pueblo. El sacerdote había envejecido, y muchos de los niños que en otros tiempos solían venir con el cuenco, mandaban ahora a sus propios hijos; y cuando alguien preguntaba a los aldeanos durante cuánto tiempo el santón había vivido en el templo de Kali, allá en el extremo del desfiladero, respondían: "Siempre."

Llegaron entonces tales lluvias de verano, como jamás se habían visto en aquellas montañas en muchas estaciones. Durante tres meses cumplidos el valle estuvo envuelto en nubes y en niebla húmeda... y el agua caía siempre, sin parar y se sucedían las tormentas la una tras la otra. El templo de Kali quedaba generalmente por encima de las nubes, y hubo un mes durante todo el cual el Bhagat no pudo echarle una ojeada a la aldea. Estaba ésta envuelta por una cubierta blanca de nubes que se balanceaba, que cambiaba de lugar, que rodaba sobre sí misma o que se arqueaba hacia arriba, pero que nunca se desprendía de sus estribos, los chorreantes flancos del valle.

Durante todo ese tiempo no escuchó sino el sonido de millones de gotas de agua sobre las copas de los árboles, y por debajo de ellas, siguiendo el suelo, atravesando la pinocha, cayendo a gotas de las lenguas de enlodados helechos y lanzándose, en fangosos canales que acababan de abrirse, por todos los declives. Luego salió el sol que hizo elevarse de los deodoras y de los rododendros su agradable aroma, y así mismo aquel lejano y purísimo olor que los montañeses llaman "el olor de las nieves". Duró el sol una semana y luego las lluvias se reunieron en un postrer diluvio; el agua empezó a caer formando sábanas que le quitaron su corteza a la tierra y que hicieron que de nuevo se convirtiera en barro. Purun Bhagat encendió aquella noche un gran fuego, porque estaba seguro de que sus hermanos necesitarían calor; pero ni un sola animal acudió al templo, aunque los llamó una y otra vez hasta que se quedó dormido, preocupado por lo que podría haber ocurrido en los bosques.

Era ya plena noche y la lluvia tamborileaba como si fuesen mil tambores, cuando se despertó por los tirones que le daban a su manta, y, alargando la mano, tocó la mano pequeñísima de un langur.

—Mejor se está aquí que entre los árboles —dijo él soñoliento, levantando un poco la manta—. Toma y caliéntate.

El mono le cogió la mano y tiró de ella fuertemente.

—¿Quieres entonces alimento? —dijo Purun Bhagat—. Espera un poco y te lo prepararé.

Mientras se arrodillaba para echarle leña al fuego, el langur corrió hasta la puerta del templo, lloriqueó allí, regresó corriendo y le tiró de la rodilla.

—¿Qué sucede? ¿Qué te ocurre, hermano? —dijo Purun Bhagat, porque los ojos del langur decían muchas cosas que el animal no podía manifestar—. A menos que alguno de tu casta haya caído en una trampa... pero nadie pone trampas aquí... no saldré con este tiempo. ¡Mira, hermano, hasta el barasing viene a refugiarse aquí!

Al entrar a grandes pasos en el templo, las astas del ciervo golpearon contra la grotesca estatua de Kali. Las bajó hacia Purun Bhagat y golpeó el suelo, inquieto, y resopló con fuerza por las contraídas narices.

—¡Ea! ¡Ea! ¡Ea! —dijo el Bhagat haciendo sonar sus dedos—. ¿Éste es tu pago por hospedarte una noche?

Pero el ciervo lo empujaba hacia la puerta, y al hacer esto, Purun Bhagat oyó el sonido de algo que se abría y vio que en el suelo se separaban dos losas la una de la otra, en tanto que la pegajosa tierra formaba como unos labios que se apartaban con un chasquido.

—Ahora comprendo —dijo Purun Bhagat—. No es extraño que mis hermanos no se sentaran en torno al fuego esta noche. La montaña se hunde. Y sin embargo... ¿por qué marcharme?

Cayeron sus ojos en el vacío cuenco y cambió la expresión de su rostro.

—Me dieron comida diariamente desde... desde que me encuentro aquí, y, si no me doy prisa, mañana no habrá ni un alma en el valle. Indudablemente tengo que ir y advertirles a todos de lo que pasa. ¡Atrás, hermano! Déjame llegar hasta el fuego.

Retrocedió el barasing de mala gana y Purun Bhagat cogió una antorcha, la hundió en las llamas y la revolvió hasta que estuvo bien encendida.

—¡Ah! ¡Vinisteis a avisarme! —dijo, levantándose—. Ahora deberemos hacer algo mucho mejor, mucho mejor. Vamos fuera ahora, y préstame tu cuello, hermano, porque no tengo sino dos pies.

Se agarró con la mano derecha de la cerdosa crucera del barasing, sosteniendo con la izquierda la antorcha y salió del templo, hundiéndose en la horrible noche. No se sentía el menor soplo del viento, pero la lluvia casi apagaba la tea al deslizarse el gran ciervo por la pendiente, resbalándose sobre las ancas. En cuanto salieron del bosque, más hermanos del Bhagat se unieran a él. Oyó, aunque no podía verlo, que los langures se apiñaban en torno de él, y tras él resonaba el ¡uh! ¡uh! de Sona. La lluvia tejió su largo pelo de tal modo que parecían cuerdas; el agua lo salpicaba al poner en ella los pies desnudos y su amarillo ropaje se pegaba a su frágil cuerpo envejecido; pero él seguía adelante con paso firme, apoyándose en el barasing. Ya no era un santón,. sino Sir Purun Dass, K.C.I.E., primer ministro de un Estado que no era ya pequeño, un hombre acostumbrada a mandar y que iba ahora a salvar vidas. Por el sendero rápido y fangoso descendieran juntos el Bhagat y sus hermanos hasta que las patas del ciervo dieron contra el muro de una era, y el animal dio un bufido, porque había olido la presencia de hombres. Estaban ahora en el extremo de la única y tortuosa calle de la aldea, y el Bhagat golpeó con su muleta las cerradas ventanas de la casa del herrero, en tanto que la tea que le servía de antorcha llameaba al abrigo del alero de la casa.

—¡Levántense y salgan a la calle! —gritó Purun Bhagat, y él mismo no reconoció su propia voz, porque hacía muchos años que no hablaba en voz alta a ningún hombre—. ¡La montaña se hunde! ¡La montaña se hunde! ¡Levántense y salgan fuera todos los que estén en las casas!

—Es nuestro Bhagat —dijo la mujer del herrero—. Viene rodeado de sus animales. ¡Recoge a los pequeños y da la voz de alarma!

Corrió de casa en casa en tanto que los animales apiñados en la estrecha vía se atropellaban en torno del Bhagat y Sona resoplaba con impaciencia.

Toda la gente salió a la calle —no eran más de setenta personas por todas— y a la luz de las antorchas vieron a su Bhagat que agarraba al aterrorizado barasing, impidiéndole huir, mientras los monos se asían con aspecto lastimero a la ropa de aquél, y Sona se sentaba y daba bramidos.

—¡Atraviesen el valle y suban al monte opuesto! —gritó Purun Bhagat—. ¡Que nadie se quede atrás! ¡Nosotros os seguiremos!

Corrió entonces toda la gente como sólo los montañeses saben correr, porque sabían que cuando ocurre un hundimiento de tierras hay que subirse al sitio más alto, al otro lado del valle. Huyeron, lanzándose al estrecho río que había al extremo, y casi sin aliento subieron por los terraplenados campos del otro lado, mientras que el Bhagat y sus hermanos los seguían. Subían y subían por la montaña opuesta, llamándose los unos a los otros por su nombre (éste es el modo de tocar llamada en la aldea), y, pisándoles los talones, subía el gran barasing, sobre el cual pesaba el cuerpo casi desfalleciente de Purun Bhagat. Detúvose al cabo el ciervo a la sombra de un tupido pinar, a ciento cincuenta metros de altura en la vertiente. Su instinto, que le había advertido del próximo hundimiento, le dijo también que allí se hallaba seguro.

A su lado cayó casi desmayado Purun Bhagat, porque el frío de la lluvia y aquella desesperada ascensión lo estaban matando; pero antes les había dicho a los desparramados portadores de antorchas que iban a la cabeza:

—Deténganse y cuenten a toda la gente.

Y luego murmuró dirigiéndose al ciervo, al ver que las luces se agrupaban:

—Quédate conmigo, hasta que me muera.

Se oyó en el aire un ruido leve como un suspiro, y que luego se convirtió en murmullo; luego este murmullo se convirtió en una especie de rugido; el rugido pasó los límites de la que puede resistir el oído humano, y la vertiente en que se hallaban los aldeanos recibió un choque en la oscuridad y retembló hasta sus cimientos. Y luego una nota firme, profunda y clara como un do grave arrancado a un órgano, sofocó todas los demás ruidos por un espacio de alrededor de cinco minutos, y mientras duró, temblaban hasta las mismas raíces de las pinos. Pasó, y el ruido de la lluvia que caía sobre muchísimas metros de tierra dura y de hierba, se tornó en ahogado tamborileo de agua que cae sobre tierra blanda. Esto lo explicaba todo.

Ni durante un momento ninguno de los aldeanos —ni siquiera el sacerdote— tuvieron suficiente valor para hablar al Bhagat que había salvada las vidas de todos. Se acurrucaron bajo los pinos, y allí esperaron hasta que vino el día. Y cuando éste llegó, miraron al través del valle y vieron que, lo que había sido bosque, y campos de cultivo, y tierras de pasto cruzadas de senderos, era ahora un informe y sucio montón, pelado, rojo, en forma de abanico, en donde se veían unos cuantos árboles tirados, con la copa hacia abajo, sobre el declive. Subía esta masa roja hasta muy arriba de la montaña donde se habían refugiado, deteniendo la corriente del pequeño río que había empezado ya a ensancharse y a formar un lago de color de ladrillo. De la aldea, del camino que conducía al templo, y aun del templo mismo y del bosque situado a su espalda, nada había quedado. En un espacio de un cuarto de legua de ancho y a más de seiscientos metros de profundidad, todo el flanco de la montaña había literalmente desaparecido, alisado por completo de arriba abajo.

Y los aldeanos, uno a uno, se acercaron al Bhagat al través del bosque para rezar ante él. Vieron al barasing de pie a su lado, el cual escapó al acercarse ellos; oyeron a los langures quejándose entre las ramas, y a Sona lamentándose tristemente montaña arriba; pero su Bhagat estaba muerto, sentado y con las piernas cruzadas, apoyando la espalda en el tronco de un árbol y la muleta bajo la axila, y su rostro estaba vuelto hacia el Noreste.

El sacerdote dijo:

—¡Mirad: ved un milagro tras otro, porque precisamente en esa actitud deben ser enterrados todas los sunyasis! Por tanto, donde ahora está, le elevaremos un templo a nuestro santón.

Construyeron el templo antes de que aquel año terminara (un templo pequeño, de tierra y piedra) y llamaron a la montaña La Montaña del Bhagat y allí lo adoraron llevándole luces, flores y dádivas, lo que siguen haciendo hasta el día de hoy. Pero ignoran que el santo de su devoción es el difunto Sir Purun Dass, K.C.I.E., D.C.L., Ph.D., etc., que durante un tiempo fue el primer ministro del progresista e ilustrado Estado de Mohiniwala, y miembro honorario o correspondiente de muchas más sabias y científicas sociedades de lo que puede ser de algún provecho en este mundo o en el otro.

Canción al estilo de Kabir

Como leve peso era el mundo en sus manos
y carga insoportable eran para él sus riquezas;
prefirió siempre la mortaja al gúddee
y ahora vaga por la tierra como bairagi.

El polvo del camino ve que sus pies se posan
en el camino que lleva a Delhi;
en él, cuando el sol quema,
sólo el sal y el ikar le aguardan.

Llama su casa al lugar donde reposa,
ya duerma entre la gente o en el desierto;
el sigue adelante su camino, el camino
de perfección en que el bairagi sueña.

Clavó su mirada en el hombre,
su mirada limpia y clara:
un Dios hubo, un Dios hay;
tan sólo uno, el gran Kabir dijo.

Cual leve nube es el problema de la acción
y él vaga, como bairagi, por la tierra.
Quiere amar a sus hermanos:
el césped, las fieras, Dios mismo;
el poder olvida y toma su mortaja;
¿Oís? —dice Kabir—. Baíragi queda.

Toomai de los elefantes

Quiero pensar en lo que fui
y olvidar cadenas y lazos;
recordar tiempos idos
y del bosque cuanto vi.
Venderme no quiero al hombre
por un montón de cañas,
sino huir hacia los míos
y entre los míos perderme.
Quiero vagar en el alba
sentir el viento que corre
y recibir el beso de las aguas.
Olvidar quiero mis cadenas
pesadas y mi dolor todo;
revivir mis viejos amores,
y ver a mis camaradas.

Kala Nag, que quiere decir "serpiente negra", sirvió al gobierno de la India de todos los modos posibles en que puede hacerlo un elefante, durante cuarenta y siete años, y como tenía veinte bien cumplidos cuando lo cazaron, el total da cerca de setenta ....... la edad madura de un elefante.

Se acordaba de haber tirado, con un cojín de cuero en la frente, de un cañón atascado en el barro, y esto sucedió antes de la guerra del Afganistán, en 1842, cuando aún no había adquirido todo su desarrollo. Su madre, Radha Pyari (Radha, la niña mimada), que fue cogida en la misma cacería junto con Kala Nag, le dijo, antes de que mudara sus colmillos de leche, que los elefantes que tienen miedo, siempre terminan por hacerse daño; Kala Nag sabía que este consejo era correcto, porque la primera vez que vio estallar una bomba, retrocedió dando gritos hasta un lugar donde había rifles que formaban un pabellón, y las bayonetas se le clavaron en las partes más blandas del cuerpo. Por tanto, antes de cumplir los veinticinco años, ya no tenía miedo, y por ello era el elefante más querido y mejor cuidado de todos los que servían el Gobierno de la India. Había llevado a cuestas tiendas, mil doscientas libras de peso de tiendas, en la marcha al través de la India septentrional; había sido izado a un barco, al extremo de una grúa de vapor, llevándolo a continuación durante muchos días por mar, y obligándolo a transportar un mortero sobre su espalda en un país extraño y lleno de rocas, muy lejos de la India; vio al emperador Teodoro tendido muerto en Magdala, y había vuelto en el barco, con méritos suficientes, decían los soldados, para ganarse la medalla de la guerra de Abisinia. Vio a otros elefantes, compañeros suyos morir de frío, de epilepsia, de hambre o de insolación en un lugar llamado Ali Musjid, diez años después; luego, lo habían enviado a centenares de leguas hacia el sur para acarrear y apilar enormes vigas de madera de teca en los almacenes de Moulmein. Ahí dejó medio muerto a un elefante joven que se insubordinó resistiéndose al trabajo.

Después de eso lo separaron de la ocupación de acarrear madera, y lo emplearon, junto con unos cuantos elefantes más ya entrenados en el oficio, a ayudar en la caza de elefantes salvajes, en las colinas de Garo. El Gobierno de la India cuida mucho de todo lo que concierne a los elefantes. Hay un departamento completo que no hace más que cazarlos, cogerlos y domarlos, y mandarlos de un lado a otro del país, según se necesiten para el trabajo.

Kala Nag medía, del suelo a la cruz, tres buenos metros, sus colmillos habían sido cortados hasta dejarlos como de metro y medio de largo, y, para que no se rajaran, iban cubiertos en el extremo con tiras de cobre; pero podía hacer más con aquellos trozos que cualquier elefante no adiestrado con sus colmillos enteros.

Cuando, después de semanas y semanas de vigilante labor acorralando a los elefantes por las montañas, los cuarenta o cincuenta monstruos salvajes eran dirigidos hacia la última empalizada, y la enorme puerta de troncos de árbol unidos, después de levantada, caía con estrépito detrás de ellos, Kala Nag, a una voz de mando, entraba en aquel movedizo y bramador pandemónium (generalmente de noche cuando la vacilante luz de las antorchas dificultaba juzgar bien las distancias), y, cogiendo por su cuenta al mayor y más salvaje de los elefantes, y de más largos colmillos, lo golpeaba y acosaba hasta reducirlo al silencio y a la quietud, mientras los hombres, montados en otros elefantes, lanzaban cuerdas y ataban a los más pequeños.

Nada ignoraba, en cuestión de luchas, Kala Nag, la vieja y avisada serpiente negra, porque en sus viejos tiempos más de una vez había resistido la embestida del tigre herido, y, enroscando la suave trompa para resguardarla de peligro, había lanzado al aire a la fiera en el momento en que ésta saltaba, haciendo todo esto con un rápido movimiento de cabeza, parecido al que hace una hoz, e inventado por él mismo; la había revolcado por el suelo y luego se le arrodillaba encima y allí mantenía sus enormes rodillas hasta que la vida abandonaba el cuerpo con un suspiro y un rugido, y dejando sólo sobre la tierra una masa fofa y rayada que luego arrastraba Kala Nag asiéndola de la cola.

—Sí —dijo Toomai el mayor, su cornaca, hijo de Toomai el Negro que lo había llevado a Abisinia, y nieto de Toomai el de los elefantes que lo había visto coger—; nada hay que asuste a Serpiente Negra, excepto yo. Ha visto a tres generaciones de nuestra familia alimentarlo y cuidarlo y vivirá hasta ver la cuarta.

—También a mí me teme —dijo Toomai el chico, poniéndose en pie en toda su estatura de poco más de un metro, con sólo un trapo liado al cuerpo. El hijo primogénito de Toomai el mayor tenía diez años de edad, y, de acuerdo con la costumbre, tomaría el lugar de su padre en el cuello de Kala Nag, cuando fuera mayor, y empuñaría el pesado ankus de hierro, la aguijada para elefantes, cuya punta ya su padre había desgastado por el uso, como la habían desgastado también su abuelo y su bisabuelo. Sabía el muchacho lo que decía; había nacido a la sombra de Kala Nag, había jugado con el extremo de su trompa antes de empezar a andar; cuando ya pudo andar, lo condujo al abrevadero, y Kala Nag jamás hubiera pensado en desobedecer sus chillonas voces de mando, como no había pensado tampoco en matarle aquel día en que Toomai el mayor puso al recién nacido y moreno niño bajo los colmillos de Kala Nag, y le dijo a éste que saludara a su futuro amo.

—Sí —dijo Toomai el chico—, me teme. —Dio largos pasos hacia Kala Nag llamándole "cerdo cebado" y le hizo levantar las patas una tras otra.

—¡Vaya! —dijo—. Eres un elefante enorme... Movió su desgreñada cabeza y repitió las palabras de su padre:

—Puede el Gobierno pagar por los elefantes; pero pertenecen a nosotros, los mahouts.

Cuando seas viejo, Kala Nag, vendrá un rajah rico y te comprará al gobierno, por tu tamaño y por lo bien educado que estás, y entonces ya no tendrás que hacer nada, como no sea llevar anillos de oro en las orejas, un pabellón de oro sobre la espalda y una tela roja a los lados, también cubierta de oro, y abrirás así la marcha en las procesiones del rey. Entonces me sentaré en tu cuello, Kala Nag, llevando un ankus de plata, y algunos hombres portando bastones dorados correrán delante de nosotros y gritarán: "¡Paso al elefante del rey!" Bueno será eso, Kala Nag, pero no tan bueno como nuestras cacerías por las selvas.

—¡Psch! —dijo Toomai el mayor—. Eres un chiquillo y tan salvaje como un búfalo joven.

Ese correr por entre las montañas no es el mejor servicio que prestamos al gobierno. Yo me vuelvo viejo, y no me gustan los elefantes salvajes. Que me den establos de ladrillo, con un compartimiento para cada elefante; gruesas estacas para amarrarlos fuertemente; y caminos llanos y anchos para hacerlos maniobrar, en vez de ese ir y venir, acampando hoy aquí y mañana en otro lado. ¡Ah!, ¡Vaya que eran buenos los cuarteles de Cawnpore! Había cerca de ellos un bazar, y sólo trabajábamos tres horas cada día.

Toomai el chico se acordó de los locales para elefantes de Cawnpore, y no dijo nada.

Prefería con mucho la vida del campamento, y odiaba aquellos caminos llanos, anchos; la diaria obligación de ir a forrajear en los lugares destinados para ellos; las largas horas en que no había nada que hacer, excepto mirar a Kaha Nag moviéndose impaciente, atado a sus estacas,

Lo que le gustaba a Toornai el chico era subir por veredas difíciles que sólo un elefante podía seguir; hundirse en el valle, allá abajo; entrever a lo lejos a los elefantes salvajes, paciendo a pocas leguas de distancia; la huida del jabalí asustado o del pavo real, casi a los pies de Kala Nag; las lluvias calientes y cegadoras, cuando humean montes y valles; las hermosas mañanas llenas de niebla en que nadie sabía aún dónde se acamparía aquella noche; la constante y cautelosa persecución de los elefantes salvajes, y la loca carrera y el ruido y las llamaradas de la última noche de caza, cuando los elefantes son empujados hacia la empalizada corno peñas desprendidas en algún hundimiento de terreno, y, viendo que no podían salir de allí, se arrojaban contra los pesados troncos, y no se apartaban de ellos sino a fuerza de gritos, de blandir llameantes antorchas y de disparar cartuchos de salva.

Hasta un chiquillo podía ser útil allí, y Toomai lo era como tres. Empuñaba su antorcha y la agitaba y gritaba como el que más. Pero lo mejor de todo era cuando empezaban a sacarse fuera los elefantes, y la keddah (esto es, la empalizada), parecía un cuadro del fin del mundo, y los hombres tenían que entenderse por signos porque no podían escucharse ni a sí mismos. Entonces Toomai el chico trepaba hasta el extremo de uno de los vacilantes troncos de la empalizada, con el pelo castaño sobre los hombros, aquel pelo requemado, desteñido por el sol hasta hacerlo blanquear, y el rapaz parecía un duende iluminado por las llamas de las teas; cuando se calmaba algo de tumulto, se oían entonces las chillonas voces con que animaba a Kala Nag, dominando bramidos, crujidos, chasquear de cuerdas y gruñir de los atados elefantes.

—¡Maîl, Maîl, Kala Nag! (¡Sigue, sigue, Serpiente Negra!) ¡Dant do! (¡Dale con el colmillo!) ¡Somalo! ¡Somalo! (¡Cuidado! ¡Cuidado!) ¡Maro! ¡Maro! (iDuro! ¡Duro con él!) ¡Cuidado con el poste! ¡Arre! ¡Arre! ¡Hai! ¡Yai! ¡Kya—a—ah! —gritaba el muchacho, y la gran lucha entre Kala Nag y el elefante salvaje era sostenida ya en un lado, ya en otro, dentro de la empalizada; los cazadores de elefantes se enjugaban el sudor que les escurría por el rostro, y no se olvidaban de dirigir un saludo de aprobación a Toomai el chico, el cual bailaba de alegría en el extremo de los troncos.

Pero hizo algo más que bailar. Una noche se dejó resbalar del tronco en que estaba y se mezcló entre los elefantes, y arrojó el cabo de una cuerda, que estaba allí en el suelo, a uno de los cazadores que trataban de lanzarla a la pata de uno de los elefantes más jóvenes, en tanto que éste coceaba (los pequeños siempre dan más trabajo que los ya crecidos). Kala Nag lo vio, lo cogió con la trompa y se lo pasó a Toomai el mayor; éste le dio unos pescozones y lo colocó de nuevo sobre el tronco.

A la mañana siguiente lo regañó diciéndole:

—¿Acaso no es suficiente para ti tener buenos establos de ladrillo para los elefantes y acarrear tiendas de un lado al otro, ya que ahora necesitas ponerte a coger elefantes por tu propia cuenta, como un perdido? Sabe esto: los cazadores, esos locos, que ganan menos salario que yo, le hablaron ya del asunto a Petersen Sahib.

Toomai el chico sintió miedo. Conocía poco acerca de los hombres blancos, pero Petersen Sahib era el más grande hombre blanco del mundo para él. Era el jefe de las operaciones de la keddah: el hombre que cogía todos los elefantes para el Gobierno de la India, y el que conocía mejor que nadie sus costumbres.

—¿Qué... qué sucederá? —dijo Toomai el chico.

—¿Qué sucederá? Sucederá lo peor. Petersen Sahib es un loco. Si no lo fuera, ¿crees tú que iría a caza de esos diablos? Inclusive puede pedirte que seas un cazador de elefantes, y que te haga dormir en cualquier parte de esas selvas llenas de fiebres, para que finalmente te pateen hasta matarte en la keddah. Bueno es que todas esas bromas terminen ahora, sin accidentes. La semana próxima se acaba la cacería, y nosotros, la gente del llano, seremos enviados de nuevo a nuestros puestos. Entonces podremos andar por buenos caminos y olvidarnos de todas estas cacerías. Pero, hijo mío, me duele que te mezcles en un asunto que pertenece a esas sucias personas de la selva que se llaman asameses. Kala Nag sólo me obedece a mí, y por tanto debo ir con él a la keddah; pero él no es más que un elefante de combate, y no ayuda a atar a los demás.

Por eso permanezco yo sentado con toda comodidad, como conviene a un mahout (no a un mero cazador); a un mahout, digo, a un hombre que podrá disfrutar de una pensión cuando termine el servicio. ¿Acaso la familia de Toomai el de los elefantes merece que la pisoteen en el polvo de una keddah? ¡Mal hijo! ¡Pillo! ¡Perdido! Ve y lava a Kala Nag, límpiale las orejas, y ve que no tenga espinas en las patas; de lo contrario, Petersen Sahib te cogerá y hará de ti un cazador medio salvaje... un ojeador de elefantes, de los que siguen sus huellas, un oso de la selva. ¡Oh! ¡Qué vergüenza! ¡Vete!

Toomai el chico se alejó sin decir palabra, pero le contó a Kala Nag todas sus penas mientras le examinaba las patas.

—No importa —dijo el muchacho, levantándole la punta de la pesada oreja derecha—. Le dijeron mi nombre a Petersen Sahib, y quizás...... quizás.., quizás... ¿quién sabe? ¡Ah!

¡Mira qué espina tan grande te arranco!

Los siguientes días se emplearon en reunir a los elefantes; en obligar a caminar a los salvajes, que acababan de ser capturados, entre otros dos ya domesticados, para que luego no dieran tanto trabajo al emprender la marcha descendente hacia los llanos; y por último en recoger mantas, cuerdas y otras cosas que habían quedado estropeadas o se habían perdido en el bosque.

Petersen Sahib llegó en una diestra elefante hembra llamada Pudmini. Ya había visitado otros de los campamentos ubicados entre los montes, porque la estación terminaba, y debía verificar los pagos; bajo un árbol, sentado a una mesa, estaba un empleado suyo, indígena, que les entregaba a los cazadores, uno a uno, su salario. Una vez que había cobrado, volvíase cada hombre al lado de su elefante y se unía a la fila que estaba próxima a partir. Los ojeadores, cazadores y domadores, los hombres empleados siempre en la keddah, que pasan un año de cada dos en la selva, iban sentados sobre los lefantes que formaban parte de las fuerzas permanentes de Petersen Sahib, o bien se recostaban contra los árboles teniendo el fusil al brazo, haciendo burla de los cornacas que se iban y riéndose cuando los elefantes recién cazados rompían filas y echaban a correr.

Toornai el mayor se acercó al empleado de las cuentas llevando tras él a Toomai el chico, y Machua Appa, el jefe de los ojeadores, le dijo en voz baja a uno de sus amigos:

—¡Ahí va uno que mucho sirve para cazar elefantes! ¡Es una lástima que a ese gallito de la selva lo manden a mudar de pluma a los llanos!

Ahora bien, Petersen Sahib tenía excelente oído, como un hombre avezado a escuchar al más silencioso de todos los seres: el elefante salvaje. Dióse media vuelta sobre el lomo de Pudmini, donde estaba echado, y preguntó:

—¿Qué dices? No sabía que entre los cornacas del llano hubiera siquiera uno lo suficientemente listo como para atar a un elefante muerto.

—No mencionamos a un hombre, sino a un niño. Se metió en la keddah durante la última cacería y le arrojó la cuerda a Barmao cuando queríamos separar de la madre a aquel joven elefante que tiene una pústula en el hombro.

Machua Appa señaló a Toomai el chico, Petersen Sahib lo miró, y el muchacho se inclinó hasta tocar el suelo.

—¿Él arrojó una cuerda? Es más pequeño que una estaca. Chiquillo, ¿cómo te llamas? —dijo Petersen Sahib.

Toomai el chico estaba demasiado asustado para hablar, pero Kala Nag estaba detrás de él, por lo que Toomai le hizo una seña; el elefante lo cogió con la trompa y lo levantó a la altura de la cabeza de Pudmini, precisamente enfrente del gran Petersen Sahib.

Toomai el chico se cubrió la cara con las manos, porque al fin era sólo un chiquillo, y, excepto para todo lo concerniente a elefantes, era tan tímido como cualquier otro muchacho.

—¡Oh! —dijo Petersen Sahib, sonriendo bajo el mostacho—. ¿Y por qué le has enseñado a tu elefante ese truco? ¿Para que te ayude a robar el trigo verde que ponen a secar en el techo de las casas?

—Trigo verde, no, protector de los pobres. . pero melones, sí —respondió el muchacho, y todos los hombres prorrumpieron en ruidosa carcajada. La mayor parte de ellos había enseñado a sus elefantes a hacer lo mismo. Toomai el chico estaba colgado en el aire a unos dos metros y medio; pero hubiera querido estar en aquel momento a igual profundidad bajo tierra.

—Es Toomai, mi hijo, Sahib —dijo Toomai el mayor, frunciendo el entrecejo—. Es un chiquillo muy malo y acabará en presidio, Sahib.

—Lo que es eso, lo dudo —respondió Petersen Sahib—. El muchacho que a esa edad se atreve a meterse en una keddah en pleno, no para en ningún presidio. Mira, chiquillo, allí tienes cuatro annas para que compres dulces, porque ya veo que bajo ese montón de greñas, hay una verdadera cabeza. Con el tiempo, tú también puedes llegar a cazador.

Toomai el mayor frunció las cejas más que nunca.

—Pero acuérdate de que las keddahs no son para que los niños jueguen allí —continuó Petersen Sahib.

—¿No me permitirán ir a ellas, Sahib? —preguntó Toomai el chico, suspirando profundamente.

—Sí —respondió Petersen Sahib sonriendo de nuevo—. Cuando hayas visto el baile de los elefantes. Entonces será el momento oportuno. Ven a verme cuando hayas visto bailar a los elefantes, y te dejaré entrar en todas las keddahs.

Hubo entonces otra explosión de carcajadas, porque esto es un viejo chiste entre los cazadores de elefantes, y ello equivale a decir nunca. Existen grandes y llanos claros escondidos en los bosques a los cuales dan el nombre de salones de baile de los elefantes; pero incluso el hallarlos es pura casualidad, y no hay hombre que haya visto nunca bailar allí a los elefantes. Cuando un cornaca alaba mucho su habilidad y valor, le dicen los otros:

—¿Cuándo viste bailar a los elefantes?

Kala Nag puso a Toomai el chico en el suelo y éste de nuevo saludó profundamente y se marchó con su padre, y le regaló a su madre la moneda de cuatro annas; ella estaba criando a un hermanito del muchacho; subieron todos sobre el lomo de Kala Nag, y la fila de elefantes, gruñendo y profiriendo agudos gritos, bajó hacia la llanura por un atajo de la montaña. La marcha fue muy animada, porque los elefantes nuevos suscitaban grandes dificultades a cada vado, y necesitaban que los acariciaran o les pegaran continuamente.

Toomai el mayor aguijoneaba a Kala Nag con aire de despecho, pues estaba de muy mal humor; pero Toomai el chico estaba demasiado feliz para hablar. Petersen Sahib se había fijado en él, y le había dado dinero, por tanto se sentía como un soldado raso a quien hubieran hecho salir de filas para recibir elogios del general en jefe.

—¿Qué quería decir Petersen Sahib con aquello del baile de los elefantes? —dijo por último en voz baja dirigiéndose a su madre.

Lo oyó Toomai el mayor y refunfuñó:

—Que no has de ser nunca uno de esos búfalos montañeses que se llaman ojeadores. Eso es lo que quiso decir. ¡Eh, los de adelante! ¿Qué es lo que nos cierra el paso?

Un cornaca asamés se volvió en redondo de mal humor; iba a la distancia de dos o tres elefantes delante de él, y gritó:

—Trae a Kala Nag y haz que este elefante mío obedezca. No sé por qué Petersen Sahib me escogió a mí para acompañaros a vosotros, burros de los arrozales. Pon tu animal de lado, Toomai y déjalo que empuje con los colmillos. ¡Por los dioses de las montañas!

¡Esos elefantes tienen los diablos en el cuerpo u olfatean a sus compañeros en la selva!

Kala Nag le pegó en las costillas al elefante nuevo hasta sacarle el aire, mientras Toomai el mayor decía:

—Limpiamos de elefantes salvajes todas las montañas en la última cacería. Pero ustedes conducen muy mal. ¡Tendré que mantener yo el orden en toda la fila!

—¡Escuchen lo que dice! —respondió el otro cornaca—. ¡Limpiamos las montañas!... Son ustedes muy sabios, hombres del llano. Cualquiera que no sea una de esas cabezas huecas que no ha visto nunca la selva, sabe que ellos ya saben que ha terminado la temporada actual. Por tanto, todos los elefantes salvajes, esta noche... Pero, ¿por qué desperdicio mi sabiduría con una tortuga de río?

—¿Qué harán los elefantes esta noche? —gritó Toomai el chico.

—¡Hola, muchacho! ¿Estás allí? Bueno; a ti te lo diré, pues tienes bien asentada la cabeza. Bailarán esta noche, y más valiera que tu padre, que limpió de elefantes todas las montañas, doblara el número de cadenas que se atan a las estacas.

—¿De qué están allí charlando? —dijo Toomai el grande—. Durante cuarenta años mi padre y yo hemos cuidado elefantes, y nunca hemos oído que sea verdad que bailen.

—Sí; pero un hombre del llano, que vive en una barraca, sólo conoce las cuatro paredes de su barraca. ¡Bueno! Deja libres a tus elefantes esta noche, y verás lo que sucede. En cuanto al baile, yo he visto el lugar donde... ¡Bapree—Bap! ¿Cuántos recodos más tiene este río Dihang? Aquí hay otro vado, y tendremos que hacer nadar a los pequeños.

¡Párense, los que vienen detrás!

Y de esta manera, charlando, disputando y chapoteando en el río, se llevó a cabo la primera marcha hasta una especie de campamento para los elefantes nuevos; pero los conductores habían perdido la paciencia cien veces mucho antes de que llegasen allí.

Luego se sujetó a los elefantes por las patas traseras con cadenas fijas a las estacas, y a los nuevos se les añadió además un refuerzo de cuerdas; se les puso delante un montón de forraje y los cornacas rnontañeses regresaron para unirse a Petersen Sahib, aprovechando las últimas luces de la tarde, no sin antes decirles a los cornacas del llano que tuvieran más cuidado aquella noche, riéndose cuando éstos les preguntaron el motivo.

Toomai el chico cuidó de la comida de Kala Nag, y cuando empezó a oscurecer vagó por el campamento, indeciblemente feliz y buscando un tantán. Cuando el corazón de un muchacho indio está lleno de felicidad, no corretea sin ton ni son ni hace ruido de un modo irregular. Se sienta solo y goza a solas de su felicidad. ¡Y a Toomai el chico le había hablado nada menos que Petersen Sahib! Si no hubiera podido hallar lo que buscaba, hubiera estallado, como dicen. Pero el vendedor de dulces del campamento le prestó un pequeño tantán, especie de tamboril que se tocaba con la mano, y se sentó, cruzadas las piernas, frente a Kala Nag, mientras en el cielo iban apareciendo las estrellas, y con el tantán en las rodillas estuvo toca que toca, y cuanto mas pensaba en el honor que se le había hecho, más tocaba, solo, completamente solo, entre el forraje de los elefantes. No había ni melodía ni palabras en su música, pero lo hacía feliz tocar el tamboril.

Los elefantes nuevos tiraban de las cuerdas y daban gritos y bramidos de cuando en cuando, y a ratos podía él oír también a su madre, en la barraca del campamento, adormeciendo a su hermanito, cantándole una antigua, muy antigua canción sobre el gran dios Siva, que una vez les había indicado a todos los animales lo que habían de comer. Es una canción de cuna muy tierna; sus primeros versos dicen:

Siva, que da al hombre las cosechas
y hace que soplen los vientos,
sentado en el umbral de un claro día,
mucho, mucho tiempo hace,
diole a cada uno su porción
de pan, trabajos y duelos,
desde al Rey que en el guddee se apoya
hasta al mísero pordiosero.
Todo hizo Siva, Siva el Protector;
sí, todo, ¡Mahadeo! ¡Mahadeo!
Espino al camello, forraje al buey,
y a ti, niño mío, de tu madre el corazón.

Toomai el chico acompañó con alegre tamborileo el final de cada estrofa, hasta que sintió sueño y se tendió sobre el forraje, junto a Kala Nag.

Por último los elefantes empezaron a echarse uno a uno, según su costumbre, hasta que sólo Kala Nag quedó en pie a la derecha de la fila; entonces se balanceó suavemente con las orejas hacia adelante para escuchar los rumores del viento de la noche mientras soplaba blandamente en las montañas. El aire estaba lleno de todos aquellos ruidos nocturnos que, juntos, producen un gran silencio: el chocar de un bambú contra otro; el correr de algún ser viviente entre los matorrales; el arañar y los chillidos del pájaro medio despierto (los pájaros se despiertan de noche mucho más frecuentemente de lo que imaginamos); y el caer del agua lejos, muy lejos. Toomai el chico durmió durante algún tiempo, y cuando despertó, la luna brillaba plenamente, y Kala Nag aún estaba en pie con las orejas hacia adelante. Volvióse Toomai el chico, acompañado del crujir del forraje, y observó la curva del enorme lomo proyectándose contra la mitad de las estrellas del cielo; y mientras esto observaba, oyó, tan lejos que parecía sólo un puntito de ruido atravesando aquel gran silencio, el huut—tuut de un elefante salvaje.

Todos los elefantes que formaban las filas saltaron como si les hubieran disparado un tiro, y sus gruñidos terminaron por despertar a los mahouts, los cuales, saliendo, empezaron a martillar con enormes mazos las estacas, apretaron más las cuerdas e hicieron nudos en otras, hasta que todo volvió a la tranquilidad. Uno de los elefantes nuevos había casi arrancado su estaca, y entonces Toomai el mayor le quitó a Kala Nag la cadena que le sujetaba la pata, y con ella ató las patas posteriores del otro elefante a las anteriores; pero a Kala Nag le pasó, en el lugar donde había estado la cadena, un lazo de fibras retorcidas, y le dijo que se acordara de que quedaba bien atado. Cientos de veces habían hecho lo mismo él, su padre y su abuelo. Kala Nag no respondió a aquello con su glu—glu habitual. Siguió de pie, mirando a lo lejos, a la luz clarísima de la luna, levantada un tanto la cabeza y extendidas las orejas como abanicos abiertos en dirección de los grandes repliegues de las montañas de Garo.

—Ve si aumenta su intranquilidad, más entrada la noche —dijo Toomai el mayor al chico,

y luego se dirigió a su choza a dormir. Toomai el chico estaba también a punto de dormirse, cuando oyó que se rompía la cuerda de fibra de coco, produciendo un leve, casi metálico ruido; y Kala Nag se movió avanzando, desde donde estaban las estacas, tan despaciosa y silenciosamente como una nube que se desliza fuera de la embocadura del valle. Toomai el chico corrió detrás de él, descalzo, por aquel camino al que la luz de la luna bañaba y diciéndole muy bajo:

—¡Kala Nag! ¡Kala Nag! ¡Llévame contigo, Kala Nag!

El elefante se volvió sin hacer ruido, dio tres pasos hacia el muchacho a la luz de la luna, con la trompa se lo subió al cuello y casi antes de que el muchacho se hubiera sentado bien, se deslizó hacia el bosque.

Hubo tina ráfaga de furiosos bramidos de las filas de los elefantes y luego el silencio cayó sobre todas las cosas y Kala Nag avanzó hacia adelante. Algunas veces un montón de altas hierbas le acariciaba los costados como la ola acaricia los de un barco; otras, un colgante racimo de pimienta silvestre le rozaba el lomo, o un bambú se quebraba por el sitio donde él lo tocaba con el hombro; pero mientras tanto, marchaba sin hacer el menor ruido, resbalando como el humo al través del cerrado bosque de Garo. Marchaba monte arriba, pero, aunque Toomai el chico veía las estrellas por entre los árboles, no sabría decir en qué dirección.

Entonces Kala Nag llegó a la cima de la pendiente y se detuvo por un momento, y el muchacho pudo ver las copas de los árboles como manchas, o como grandes pieles tendidas a la luz de la luna, en un espacio de muchísimas leguas de terreno, y la niebla, de color blanco azulado, que flotaba sobre el río, en la hondonada. Se echó Toomai hacia adelante y, casi recostado, miró, sintiendo que todo el bosque velaba allá lejos, que todo él velaba y vivía, y estaba habitado por multitud de seres. Pasó rozándole una oreja uno de esos enormes y pardos murciélagos que se alimentan de frutos; en la espesura se oyó el choque de las púas de un puerco espín; y allá en la oscuridad, entre los troncos de los árboles, oyó a un jabalí hozando en la tierra húmeda y tibia, resoplando al hacerlo.

Luego se cerraron de nuevo las ramas sobre su cabeza, y Kala Nag empezó a bajar hacia el valle, pero ya no suavemente, como antes, sino de una sola embestida, como cañón que se soltara por un empinado terraplén. Los enormes músculos se movían con rapidez de pistones, abarcando a cada paso una distancia de dos metros y medio, y su arrugada piel de la espaldilla crujía sobre las puntas de los huesos. La maleza, a cada lado del animal, se abría violentamente, haciendo un ruido como de rajado cañamazo, y luego los retoños que apartaba a derecha e izquierda con los hombros saltaban de nuevo hacia él y le pegaban en los costados, en tanto que grandes colgajos de enredaderas, todas mezcladas, pendían de sus colmillos al mover él la cabeza a uno y otro lado, abriéndose paso.

Toomai el chico tendióse, bien apretado contra el ancho cuello para que no lo arrojara al suelo alguna de las ramas que se balanceaban, y en su interior se dijo que ojalá estuviera mejor de vuelta en donde se hallaban los otros elefantes.

La hierba empezó a estar húmeda; las patas de Kala Nag se hundían al pisar, y la neblina de la noche helaba a Toomai el chico.

Se oyó un chapoteo y luego un ruido de agua corriente, y Kala Nag entró dando zancadas en el lecho de un río, tanteando a cada paso el camino. Dominando el rumor del agua que se arremolinaba entre las patas del elefante, podía oír Toomai el chico, más chapoteos y algunos bramidos a uno y otro extremo del río, grandes gruñidos y ronquidos de cólera; y toda la neblina que flotaba parecía estar llena de móvibles y ondulantes sombras.

—¡Ah! —dijo a media voz y dando diente con diente—. Todos los elefantes se han echado fuera esta noche. Esto es, pues, el baile.

Kala Nag salió del río con estrépito; hizo sonar su trompa para limpiarla del agua, y empezó una nueva ascensión. Pero esta vez no estaba solo ni tenía que abrirse camino.

Ya había uno hecho, por el que debieron pasar, pocos minutos antes, innumerables elefantes. Toomai el chico miró hacia atrás, y a su espalda, uno salvaje de enormes colmillos, con ojillos de cerdo brillándole como ascuas, salía en ese momento entre la neblina del río. Luego se cerró de nuevo el ramaje de los árboles, y siguieron adelante subiendo, entre bramidos frecuentes y el estallido de ramas que se rompían a su paso. Kala Nag paróse al fin entre dos troncos de árboles en la misma cumbre de la montaña.

Formaban aquéllos parte de un círculo de árboles que crecían alrededor de un espacio irregular de unas ciento cincuenta áreas, y en todo ese espacio pudo ver Toomai el chico que la tierra había sido apisonada hasta que estuvo dura como un ladrillo. Algunos árboles crecían en el centro de aquel claro, pero su corteza había desaparecido por algún roce, y la madera blanca al descubierto aparecía brillante y como pulimentada a trechos por la luz de la luna. Colgaban, de las ramas más altas, enredaderas cuyas flores, como campanillas, grandes, blancas como de cera, y parecidas a clemátides, colgaban también, profundamente dormidas; pero dentro de los límites de aquel claro no crecía ni un solo tallo de hierba; sólo había la tierra apisonada.

La luna daba a ésta un color gris de hierro, excepto donde algunos elefantes permanecían de pie, y su sombra era negra como tinta, Toomai el chico miró, conteniendo el aliento, con ojos que querían salírsele de las órbitas, y mientras miraba, más y más elefantes salían balanceándose de entre los árboles y entraban en el espacio abierto. Toomai el chico no sabía contar sino hasta el número diez, y contó una y otra vez con sus dedos, hasta que perdió la cuenta de tantos dieces y la cabeza parecía darle vueltas.

Fuera del claro oía el chasquido de la maleza al romperse cuando pasaban los elefantes, subiendo por la montaña; pero, una vez que entraban en el círculo formado por los troncos de los árboles, se movían como si sólo fueran sombras.

Había allí muchos salvajes de blancos colmillos, con hojas, frutos y ramitas que se les habían quedado en las arrugas del pescuezo o en los pliegues de las orejas; gruesas hembras de pesado andar, con inquietos pequeñuelos de un color negro un poco rosado, que no median más que un metro aproximadamente de altura que correteaban por debajo del vientre de sus madres; jóvenes elefantes cuyos colmillos apenas les empezaban a salir, y que se sentían muy orgullosos de tenerlos; hembras flacas, demacradas, que habían quedado solteronas, de caras ansiosas y hundidas, y trompas que semejaban ásperas cortezas; elefantes luchadores, viejos y salvajes, llenos de cicatrices desde la paletilla hasta el costado, con grandes verdugones y heridas mal cerradas de las pasadas luchas, y el barro de sus solitarios baños colgando, endurecido, de cada lado de los hombros; y por último había uno con un colmillo roto y las señales, el terrible vaciado, que deja la garra del tigre en la piel.

Estaban todos de pie frente a frente, o caminaban de un lado a otro en aquel pedazo de terreno, de dos en dos, o se mecían solitasios... docenas y más docenas de elefantes.

Toomai sabía que, mientras permaneciera acostado y quieto sobre el cuello de Kala Nag, nada le ocurriría; porque, hasta en las embestidas y luchas de una keddah, ningún elefante salvaje coge con la trompa a un hombre para desmontarlo del cuello del elefante domesticado; por lo demás, aquéllos ni siquiera se acordaban de los hombres en tal noche. Por un momento se mantuvieron quietos y alerta con las orejas hacia adelante, al oír sonar unos hierros en el bosque; pero se trataba de Pudmini, el elefante mimado de Petersen Sahib, que había arrancado por completo su cadena y llegaba gruñendo, resoplando, montaña arriba. Debió haber roto sus estacas y dirigídose derechamente hacia aquel sitio, desde el campamento de Petersen Sahib. Toomai el chico vio también otro elefante que no conocía, con profundas desolladuras en los lomos y en el pecho producidas por cuerdas. Probablemente se había escapado de algún campamento situado en las montañas.

Por fin ya no se oyeron en el bosque más ruidos de elefantes, y Kala Nag avanzó, desde su lugar entre los árboles, hasta el centro del grupo, produciendo una especie de raro cloqueo acompañado de guturales susurros, y después de esto todos los elefantes empezaron a moverse y a hablar en su lenguaje.

Echado como estaba, Toomai el chico vio centenares de anchos dorsos, orejas que se balanceaban, trompas que se movían y ojillos que rodaban en sus cuencas. Oyó el golpear de colmillos al chocar casualmente unos contra otros; el seco rozar de las trompas enlazadas; el de los enormes costados y espaldillas en medio de aquella muchedumbre y el chasquido o zumbido de las enormes colas. Luego, pasó una nube por delante de la luna, y se quedó él en la más completa oscuridad; pero siguió del mismo modo el silencioso rozar, empujar y producir sordos ruidos guturales. Sabía el muchacho que había elefantes en torno de Kala Nag y que no había la menor probabilidad de sacarlo de aquella reunión; por tanto, apretó los dientes y se echó a temblar. Por lo menos en una keddah había luz de antorchas y gritería; pero aquí estaba completamente solo y a oscuras, y hubo un momento en que sintió, junto a su rodilla, el roce de una trompa.

Después bramó un elefante y todos lo imitaron durante cinco o diez terribles segundos.

El rocío cayó desde los árboles como lluvia sobre las invisibles espaldas, y empezó a escucharse un ruido sordo, muy bajo al principio, y Toomai el chico no adivinaba de dónde provenía o qué significaba; pero fue creciendo y creciendo, y Kala Nag levantó una pata delantera y luego la otra y las dejó caer en el suelo —¡una, dos! ¡una, dos!—, con tal fuerza, como si fuesen grandes martillos de herrería. Ahora los elefantes pateaban todos a la vez, y aquello resonaba como tambor de guerra que alguien tocara a la boca de una caverna. El rocío cayó de los árboles hasta que ya no hubo más; el estruendo continuaba, la tierra retemblaba y Toomai el chico se tapó los oídos con las manos para amortiguar el ruido. Pero era tan gigantesco, desapacible y repetido aquel golpear de centenares de pesadas patas sobre la tierra desnuda, que le pareció que su cuerpo vibraba todo entero. Una o dos veces sintió cómo Kala Nag y los otros se adelantaban algunos pasos, y el pisar ruidoso se convertía en rumor de cosas verdes, tiernas y jugosas, que eran aplastadas; pero, un minuto o dos después, empezaba de nuevo aquel violento moverse de las patas sobre la dura tierra. A poca distancia de él crujía y parecía quejarse un árbol. Alargó el brazo y tocó la corteza; pero siguió adelante Kala Nag, pateando aún, y no pudo darse cuenta del lugar donde se encontraba. Los elefantes no producían ninguno dc sus acostumbrados sonidos, excepto una vez, cuando dos o tres de los más jóvenes chillaron al mismo tiempo. Luego escuchó un pesado golpe; después un rumor de confusión y desorden y siguió aquel patear. Debió durar dos horas bien cumplidas, y a Toomai el chico le dolía cada fibra del cuerpo; pero ahora, por el olor característico del aire de la noche, adivinaba que la mañana se aproximaba.

Despuntó el alba tendiendo un manto de amarillo claro por detrás de las montañas, y, al primer rayo de luz, se detuvo el estruendo como a una orden de mando. Antes de que a Toomai el chico hubieran cesado de zumbarle los oídos; antes aún de que hubiera tenido tiempo de cambiar de posición, no quedó ningún elefante a la vista, excepto Kala Nag, Pudmini y el de las desolladuras producidas por las cuerdas; y no había ni el más leve signo, ni roce ni murmullo en las vertientes de los montes que indicara a dónde habían ido los demás elefantes.

Toomai el chico miró fijamente una y otra vez. El claro aquel, según recordaba, había aumentado durante la noche. Había más árboles en el centro, pero la maleza y la hierba de los lados había retrocedido. Miró de nuevo el muchacho atentamente. Ahora comprendía el apisonar. Los elefantes habían agrandado el sitio pateándolo todo: la hierba espesa y los jugosos juncos de Indias habían sido convertidos, primero, en una masa inmunda; después, la masa en tiras; las tiras en fibras delgadísimas y las fibras, por último, en dura tierra.

—¡Ah! —dijo Toomai el chico, y sentía que sus ojos se cerraban—. Kala Nag, señor mío, juntémonos con Pudmini y vamos al campamento de Petersen Sahib, o de lo contrario, me caeré de tu cuello al suelo.

El tercer elefante miró marcharse juntos a los otros dos; resopló, dio media vuelta, y tomó su propio camino. Debía de pertenecer a alguno de los reyezuelos indígenas que estaría a diez, veinte o treinta leguas de distancia.

Dos horas más tarde, mientras Peterscn Sahib desayunaba, los elefantes, que habían sido atados con doble cadena aquella noche, empezaron a dar bramidos, y Pudmini, llena de barro hasta los hombros, junto con Kala Nag, que tenía las patas muy doloridas, entraron bamboleándose en el campamento.

La cara de Toomai el chico estaba pálida y hundida, y tenía el muchacho el pelo lleno de hojas y empapado de rocío; pero hizo un esfuerzo y saludó a Petersen Sahib, gritando con voz apagada:

—¡El baile!... ¡El baile de los elefantes!... ¡Lo he visto... y... me estoy muriendo!... Y al echarse Kala Nag, él resbaló del cuello, presa de mortal desmayo.

Pero, como los niños indígenas no tienen nervios de los que valga la pena hablar, al cabo de dos horas ya estaba acostado muy contento en la hamaca de Petersen Sahib, con el capote de caza de éste bajo la cabeza, y en el estómago un vaso de leche caliente, un poco de brandy, una pequeña dosis de quinina; y mientras los viejos cazadores de las selvas, velludos y cubiertos de cicatrices, estaban sentados de tres en fondo delante de él, mirándolo como si vieran a un fantasma, contó el muchacho lo que tenía que contar, en breves palabras, como hacen los niños, y terminó así:

—Ahora, si creen que dije mentiras, manden hombres para que lo vean, y verán que el pueblo de los elefantes apisoné un espacio mucho mayor que el de un salón de baile, y hallarán también diez... diez... y muchas veces diez, pistas que llevan a ese salón.

Ensancharon el sitio con las patas. Yo lo vi. Kala Nag me llevó, y yo lo vi. Kala Nag también tiene muy cansadas las piernas.

Toomai el chico se tendió y durmió durante toda la tarde hasta el anochecer, y mientras dormía Petersen Sahib y Machua Appa siguieron la pista de los dos elefantes, al través de los montes, durante cuatro leguas. Dieciocho años había pasado Petersen Sahib cazando elefantes, y sólo un salón de baile como aquél había visto con anterioridad.

Machua Appa no tuvo que mirar dos veces para darse cuenta de lo que habían hecho allí, y sólo necesitó arañar una vez con el dedo del pie en la tierra compacta, apretada.

—Dijo verdad el muchacho —observó—. Todo esto lo hicieron anoche; y conté setenta pistas diferentes que cruzaban el río. Mirad, Sahib, aquí los hierros de Pudmini cortaron la corteza de este árbol. Sí; también estuvo en la reunión.

Se miraron el uno al otro, asombrados, de arriba abajo, porque las cosas de los elefantes exceden en profundidad a todo lo que pueda imaginar un hombre, blanco o negro.

—Hace cuarenta y cinco años dijo Machua Appa—, que sigo a los señores elefantes: pero nunca oí que ningún ser nacido de hombre hubiera visto lo que vio este muchacho. ¡Por todos los dioses de las montañas! Esto es... ¿cómo podríamos llamarlo? —y sacudió la cabeza.

Cuando regresaron al campamento era ya la hora de la cena. Petersen Sahib comió solo en su tienda; pero dio orden de que a su gente allí acampada, se les dieran dos corderos y algunos pollos, y doble ración de harina, arroz y sal, porque era necesario que hubiera algo de banquete.

Toomai el mayor había llegado a paso más que regular del otro campamento, en la llanura, en busca de su hijo y de su elefante, y, cuando los encontró, los contempló a uno y al otro de tal manera que parecía que le causaban miedo. Hubo fiesta junto a las llameantes hogueras, ante las filas de atados elefantes, y Toomai el chico fue el héroe de ella; y los grandes cazadores, los ojeadores, cornacas y laceros; los hombres que conocían todos los secretos para domar los más feroces elefantes, se lo pasaron de uno a otro, y señalaron su frente con la sangre del pecho de un "gallo de la selva" recién muerto, indicando con esto que era un habitante de los bosques, un iniciado, y por tanto, libre en toda la extensión que abarcan las selvas.

Y por último, cuando las llamas empezaban a apagarse y la luz rojiza de los tizones hacía que los elefantes parecieran empapados en sangre, Machua Appa, jefe de todos los cornacas de todas las keddahs; Machua Appa, el alter ego de Petersen Sahib, que durante cuarenta años nunca vio un camino hecho por los hombres; Machua Appa, cuya grandeza era tanta que nadie sabía que tuviera otro nombre que el de Machua Appa, saltó sobre sus pies, y levantó en el aire, por encima de su cabeza, a Toomai el chico, y gritó:

—Escuchad, hermanos. Escuchadme también vosotros, señores míos que estáis allí en filas; ¡soy yo, Machua Appa, quien habla! Este pequeño ya no se llamará en adelante Toomai el chico, sino Toomai el de los elefantes, como se llamó su bisabuelo antes de él. Lo que jamás vio hombre alguno lo vio él durante toda una noche... porque es el favorito del pueblo de los elefantes, y también, de los dioses de todas las selvas, que con él están. Llegará a ser un gran ojeador; llegará a ser más grande que yo, que yo mismo, Machua Appa. Sabrá seguir la pista reciente, la medio borrada, y la mixta, con ojo seguro. Ningún daño recibirá en la keddah cuando corra por debajo de los elefantes salvajes para atarlos, y si por casualidad cayera y resbalara ante un elefante feroz, al embestir éste, y sabiendo la fiera quién es él, no se atreverá a aplastarlo. ¡Aihai!, señores míos que estáis allí entre cadenas —y dio media vuelta hacia las hileras de estacas—, ved aquí al pequeño que vio vuestros bailes en escondidos lugares... ¡lo que jamás vio hombre alguno! ¡Homenaje a él, señores míos! ¡Salaam karo, hijos míos! ¡Saludad a Toomai el de los elefantes! ¡Gunga pershad, ahaa! ¡Hira Guj, Birchi Guj, Kuttar Guj, ahaal ¡Pudmini —tú lo viste en el baile, y tú también, Kala Nag, perla de los elefantes—, ahaaa! Todos a la vez; ¡a Toomai el de los elefantes! ¡Barrao!

Y al oír el último de estos salvajes gritos, la fila entera de elefantes alzó las trompas, encorvándolas hasta tocarse con ellas las frentes, y prorrumpió en el gran saludo, el trompetear atronador que sólo oye el virrey de la India, el Salaamut de la keddah. Pero todo esto se hacía sólo por Toomai el chico, que vio lo que iamás vio antes hombre alguno: ¡el baile de los elefantes, en la noche y solo, en el corazón de las montañas de Garo!

SIVA Y EL SALTAMONTES

(Canción que le cantaba a su hijo menor la madre de Toomai.)

Siva que regala al hombre las cosechas
y hace que el viento sople,
sentado en el umbral de un claro día
—de ello hace ya mucho tiempo—repartió
a cada ser su porción:
pan, trabajos y duelos,
desde el Rey que se reclina en el guddee
hasta el pordiosero que a la puerta de la ciudad se sienta.
Él hizo todo, Siva, el que protege
él lo hizo todo, ¡Mahadeo! ¡Mahadeo!
Espinos para el camello, al buey forraje,
y el corazón de la madre para él niño que duerme.
Trigo al rico, mijo al pobre;
al que va pidiendo de puerta en puerta
le dio mendrugos, a ese pobre;
reses al tigre, carroña al milano,
trapos y huesos a los lobos
que de noche rondan fieros.
A todos proveyó, a ninguno
pasó por alto, rico o pobre;
pero Parbati, su mujer,
quiso jugarle un juego,
al verlo en tantas cosas ocupado.
Robóle al dios un saltamontes;
ocultólo en su pecho con cuidado.
Esto hizo ella a Siva, el Grande,
¡Mahadeo! ¡Mahadeo!
Si hubiera sido un buey...
pero, hijo mío, sólo era un insecto.
Terminado que hubo el reparto,
díjole ella a su dueño:
"Entre un millón de bocas, ¿no quedará una sin alimento?"
Respondióle él riendo:
"Ninguna —y añadió sonriendo—:
ni siquiera la que ocultas en tu seno."
Del pecho sacó el insecto Parbati,
la ladrona, y viólo comer verde hojuela
nacida en aquel momento.
Vio ella asombrada el portento,
y a los pies de Siva cayó temblando,
y al dios rezó, al dios que, cierto,
a cuanto existe dio alimento.
Todo hizo Siva, el que protege,
todo hizo... ¡Mahadeo!
espino dio al camello, forraje al buey,
y para ti, mi niño, mi corazón
aquí en el pecho.


Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.
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