Sub Sole

Baldomero Lillo


Cuentos, Colección



1. El rapto del sol

Hubo una vez un rei tan poderoso que se enseñoreó de toda la tierra. Fué el señor del mundo. A un jesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o a exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil i oro, la humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios i estatuyó su capricho como única i suprema lei. En su inconmensurable soberbia creia que todo en el universo estábale subordinado, i el férreo yugo con que sujetó a los pueblos i naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia.

Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo en cuyas aguas, de una diafanidad imponderable, vió un extraordinario pez que parecia de oro. En derredor de él i bañados por el májico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecian teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas i colores, rarísimas algas e imperceptibles átomos vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decia: ¡Apoderaos del radiante pez, i todo en torno suyo perecerá!

El rei se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos i nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, mas ninguna satisfacia al monarca hasta que, llegado el turno al mas joven de ellos, se adelantó i dijo:

—¡Oh, divino i poderoso príncipe! La solución de tu sueño es ésta: El pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes i los grandes de la tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos i los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos, porque su influjo os será fatal.

Calló el mago, i de las pupilas del rei brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír, hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fué redondeándose i tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto de púrpura, i llevando pintada en el rostro la demencia de la ira, subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques i sus hondonadas, los valles cubiertos de flores i los arroyos serpenteando en los claros i espesuras, hacian de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas, el monarca nada vió: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito un águila surgió del valle i flotó en los aires, bañándose en la luz. El rei miró el ave y, enseguida, su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibian inmóviles como ídolos, el beso del fúljido luminar. Apartó los ojos, i por todas partes vió esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en la tierra i en las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.

Durante un momento el rei permaneció inmóvil contemplando al astro y, vislumbrando por la primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria i lo efímero de su poder. Mas, aquella sensación fué ahogada bien pronto por una ola de infinito orgullo. ¡Él, el rei de los reyes, el conquistador de cien naciones puesto en parangón i en el mismo nivel que el pájaro, el siervo i el gusano!

Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca de esfinje, i sus ejércitos i flotas cubriendo la tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros i soberbias torres, sus palacios i alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hai otros materiales que oro, marfil i piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío i grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rincón de su rejia alcoba. El delirio del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten, i de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hácia el que alarga la diestra, queriendo asirle i detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece así, transfigurado, en un paroxismo de infinita soberbia, oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños:

—Apoderaos de esa antorcha i todo lo que existe perecerá.

¿Qué son ante tal empresa sus hechos i los de sus antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido i que la nada. I sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el jenio dominador de los espacios i de los astros.

Obediente al conjuro, acudió el jenio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos i de relámpagos, i dijo al rei con una voz semejante al redoble del trueno:

—¿Qué me quieres, oh, tú, a quién he ensalzado i puesto sobre todos los tronos de la tierra?

I el monarca contestó:

—Quiero ser dueño del sol i que él sea mi esclavo.

Calló Raa, i el rei dijo:

—¿Pido, talvez, algo que está fuera del alcance de tu poder?

—No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre mas egoísta, el del mas fanático, el del mas ignorante i vil i el que guarde en sus fibras mas odio i mas hiel.

—Hoi mismo los tendrás, dijo el rey, i el denso nubarrón que cubria el alcázar, se desvaneció como nubecilla de verano.

Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rei se dirijió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas i con las frentes inclinadas todos los magnates i grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí presentes debian designar al rei al hombre mas ignorante, al mas fanático, al mas egoísta i vil i al que albergase mas odio en su corazón.

Los favoritos, los dignatarios i los mas nobles señores se miraron los unos a los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su intimación, todos guardaron un temeroso silencio.

El enano del rey, una horrible i monstruosa criatura, echado como un perro a los pies de su amo, lanzó al ver la consternación pintada en los semblantes una estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que lo echó a rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero, quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo entre las risas de los cortesanos.

Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que, de pronto, enderezando su desmedrada personilla, gritó con un acento que hizo correr un escalofrío de miedo por los circunstantes:

—Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, ¡oh divino príncipe!, te señalaré a esos que tus reales ojos desean conocer.

El rei hizo un signo de asentimiento i el repugnante enjendro continuó:

—Nada mas fácil que complacerte, ¡oh rey! ¿Deseas saber cuál de tus vasallos posee el corazón mas vil? Pues no sólo te presentaré uno sino toda una legión. I mostrando con la diestra a los favoritos que le escuchaban espantados, prosiguió: ¡Ved ahí a esos que sacó de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno anidan todas las vilezas. La ingratitud i la envidia están tras la máscara hipócrita de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las víboras; se arrastran, pero saltan i muerden al menor desliz.

Enseguida, volviéndose hácia el Sumo Sacerdote, i señalándolo junto con los magos i los nigromantes, dijo:

—¡Ved ahí al mas fanático i a los mas ignorantes de tus súbditos! ¡Sus dogmas son absurdos, falsa su ciencia i su sabiduría necedad!

Hizo una pequeña pausa i con voz envenenada de odio prosiguió:

—El corazón mas egoísta alienta dentro de tu pecho, ¡oh! rey. No conozco otro que le iguale en dureza i en crueldad, salvo el del príncipe, tu primogénito. ¡El pedernal es ante sus fibras una blanda i deleznable cera!

Calló un instante i luego con voz ronca profirió:

—Sólo me falta mostrarte donde se halla el último. Ese, es el mío, i, golpeándose el pecho con fuerza, exclamó: ¡Aquí está!, ¡oh príncipe! Con odio i hiel fué fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogaria a todos con el acíbar i ponzoña de sus rencores. Anídanse en él mas cóleras que las que desataron, desatan i fulminarán los cielos i los abismos del mar. Una sola gota del veneno que encierra, bastaria para exterminar todo lo que se mueve i alienta debajo del sol.

La voz sibilante del enano vibraba aun en el vasto recinto, cuando el rei hizo una imperceptible señal. Al instante se apartaron los amplios tapices i dieron paso a una falanje de guerreros que se precipitaron sobre los aterrados favoritos, dignatarios i magnates i los pasaron a cuchillo en un abrir i cerrar de ojos. Inmediatamente, después de decapitados, abríanles el pecho i les arrancaban el corazón palpitante.

El joven príncipe, al ver aquella carnicería, de un salto se puso junto a su padre, mas el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descargó sobre la desnuda i juvenil cabeza con la celeridad del relámpago. Apenas el cuerpo se desplomó sobre las gradas, un esclavo le sacó el corazón.

El enano al ver que un soldado avanzaba hácia él con el alfanje en alto, gritó:

—¡Oh, rey, has prometido…! I una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo alto del soberbio trono:

—¡Arrancadle, vivo, el corazón!

* * *

Han pasado dos dias; el rei se encuentra en su cámara mas hosco i torvo que nunca, cuando de improviso ve en forma de una serpiente de fuego la temerosa aparición de Raa. El jenio desenvuelve sus anillos de llamas i dice:

—Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con las fibras de los corazones cuya esencia era el egoísmo i el odio, el fanatismo i la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamas. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubririan toda la tierra. Oye i graba en tu memoria lo que has de hacer: Subirás a la montaña que se alza sobre el abismo i esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta mas alta para lanzarle la red májica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo i podrás hacer de él lo que quieras.

* * *

Salió ocultamente de su palacio por un postigo, que daba al campo, sin mas compañía que un cayado de pastor i la malla maravillosa. Tres dias con sus noches, el rei marchó hácia el oriente. La senda por donde caminaba, subia bordeando desfiladeros i barrancas insondables. El flanco de la negra montaña era cada vez mas empinado i mas áspero. Pero ni el cansancio ni el frío, ni la sed ni el hambre le molestaba en lo mas mínimo. El orgullo i la soberbia avivaban en él sus hogueras i devoraban toda sensación de malestar físico. Ni una sola vez volvió la cabeza para contemplar el camino recorrido.

Tres veces vió pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse, irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Le asaeteó con sus rayos i fundiendo las nieves desató, para que le salieran al paso, con mas ímpetus los torrentes. Aquel reto del astro exacerbó su furor i amenazando con la diestra al flamíjero viajero profirió:

—¡Oh, tú, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende i apaga cada día, en breve te arrancaré las insolentes alas! ¡Aherrojado como un esclavo yacerás eternamente tras los muros de oro de mis alcázares!

I confortado con esta idea venció los últimos obstáculos i se encontró por fin en la cima mas encumbrada de la inaccesible montaña, mas arriba de las nubes i de los nidos de las águilas.

* * *

En la cúpula sombría centellean calladamente los astros. La noche toca a su término i un vago resplandor brota del abismo sin fondo. Poco a poco palidecen las estrellas, i un tenuísimo matiz de rosa se esparce en el oscuro azul del cielo. De pronto un haz de rayos deslumbradores ciega los ojos del monarca. De la negrura sin límites, abierta bajo sus pies, una esfera de oro en fusión surje rauda hácia el espacio. A través de sus cerrados párpados entrevé la fulgurante aureola i lanza por encima de ella la malla maravillosa. Como una antorcha que se hunde en el agua, de súbito se apagó el resplandor. Las estrellas se encendieron de nuevo, i las sombras fujitivas i dispersas volvieron sobre sus pasos i ocultaron otra vez la tierra.

* * *

Después de atravesar las salas sumidas en las tinieblas, el rei se detuvo en la mas alta torre de su palacio. El alcázar estaba desierto i debia de haber sido teatro de alguna tremenda lucha, porque todo él estaba sembrado de cadáveres. Los habia en todas partes, en los jardines, en las habitaciones, en las escaleras i en los sótanos. La desaparición del rei habia encendido la guerra civil, i gran número de pretendientes se habian disputado la abandonada diadema. Mas, la pavorosa ausencia del sol habia bruscamente interrumpido la matanza.

Dentro de la alta torre el tiempo trascurre para el monarca insensiblemente. Una deliciosa languidez lo invade. En el interior de la rejia cámara suspendido, como una maravillosa lámpara, está el celeste prisionero. Por una rendija imperceptible de su cárcel brota un intensísimo rayo de luz. Afuera una oscuridad profunda envuelve los valles, las llanuras, las colinas i las montañas. El cielo está negro como la tinta, i cual enlutado túmulo lucen en él como lágrimas los astros. Apoyado en la ventana ha asistido mudo e impasible a la lenta agonía de todos los seres. Poco a poco han ido extinguiéndose los clamores i los incendios, hasta que ni el mas leve destello rasgó ya la lobreguez de la noche eterna.

De pronto el rei se estremece. Ha sentido un malestar extraño, como si le hubiesen atravesado el corazón con una aguja de hielo. I desde ese instante su plácida tranquilidad desaparece i la molesta sensación va aumentando por grados hasta hacérsele intolerable. Siente dentro del pecho un frío intensísimo que conjela su carne i su sangre y, lleno de angustia, evoca de nuevo a Raa, el jenio dominador de los espacios i de los astros, quien contesta a sus súplicas con ironía desalentadora.

—¿De qué te quejas? Al suprimir la vida no has dejado al sentimiento que te posee i es el móvil único de tus acciones otro refujio que tu corazón. Para expulsarle seria menester que vibrase en las muertas fibras un átomo de piedad o amor.

Apenas el jenio lo hubo dejado, la desesperación se apoderó del monarca. Mas, de súbito, rasgó sus vestiduras i expuso el pecho desnudo al rutilante rayo de luz. Pero ni el mas lijero alivió viene a confirmar su esperanza. Entonces clava sus uñas en las carnes i se abre el pecho, dejando al descubierto su fríjido corazón al contacto del cual el haz luminoso se debilita i decrece con asombrosa rapidez. Dijérase un caño de oro líquido cayendo en un tonel sin fondo, i que desmaya i se adelgaza hasta convertirse en un hilo, en una hebra finísima. De pronto, como una antorcha, como un fuego fatuo que se extinjue, la última chispa brilla, parpadea, desvaneciéndose en la oscuridad.

A pesar de que el sol ha cambiado de cárcel i lo lleva ahora en su corazón, parécele que toda la nieve de las montañas se hubiese trasladado allí. Sube, entónces, a la ventana i se precipita al vacío, en el cual, como si alas invisibles le sostuviesen, desciende blandamente hasta que toca con sus pies la tierra. La campiña está helada como un ventisquero i envuelto en tinieblas impenetrables, camina a la ventura con los brazos extendidos, huyendo como medroso fantasma de la agonía del Universo.

* * *

Cuando las ciudades no fueron sino escombros humeantes i las selvas montones de ceniza, cuando todo combustible se hubo agotado, los hombres cesaron de disputarse un sitio en torno de las hojueras moribundas i se resignaron a morir. Entonces, a la escasa luz de las estrellas, en la negra oscuridad que los rodeaba, buscáronse los unos a los otros, marchando a tientas con los brazos extendidos, huyendo del silencio i de la soledad del planeta muerto. I, cuando sus manos tropezábanse en las tinieblas, asíanse para no soltarse más. Aquel contacto producia en sus yertos organismos una reacción inesperada. El débil calor que cada uno conservaba, parecia multiplicar su potencia: deshelábase la sangre, el corazón volvia a latir. I esa cadena viviente aumentada sin cesar por eslabones innumerables, se extendia a través de los campos, por sobre las montañas, los ríos i los mares helados. Mas, cuando esos cordones se soldaron, faltó un eslabón para que una cadena sin fin enlazase todas las vidas, fundiéndolas en una sola i única, invulnerable a la muerte.

* * *

De pronto, el monarca, sintió que el piso faltaba bajo sus pies. Ajitó los brazos buscando un punto de apoyo, i dos manos estrecharon las suyas sosteniéndolo amorosamente. Aquellas manos eran duras i ásperas, talvez pertenecian a un siervo o a un esclavo, i su primer impulso fué rechazarlas con horror; mas, estaban tan yertas, tan heladas habia tanta ternura en su sencillo ademán, que un sentimiento desconocido hizo que devolviera aquella presión. Sintió, entónces, que penetraba en él un fluido misterioso, ante el cual el hielo de sus entrañas empezó a fundirse como la escarcha al beso del sol, desbordándose súbitamente de su corazón, cual si se volcase el recipiente de un mar, el raudal flamíjero cuyo curso marcan en el infinito los ortos i los ocasos. I por la cadena inmensa, a través de las manos entrelazadas, pasó un estremecimiento, una cálida vibración que abrazó todos los pechos anegando las almas en un océano de luz. Disipáronse en los espíritus las sombras, i el mas allá, el arcano indescifrable salió del caos de su negra noche. I cada cual se penetró de que el incendio que ardia en sus corazones irradiaba sus lenguas fulguradoras hácia lo alto, donde se condensaban en un núcleo que fué creciendo i ajigantándose hasta estallar allá arriba, encima de sus cabezas, en un torbellino deslumbrador. I aquel foco ardiente era el sol, pero, un sol nuevo, sin manchas, de incomparable magnificencia que, forjado i encendido por la comunión de las almas, saludaba con la áurea pompa de sus resplandores a una nueva humanidad.

2. El ahogado

Sebastián dejó el montón de redes sobre el cual estaba sentado i se acercó al barquichuelo. Una vez junto a él extrajo un reino i lo colocó bajo la proa para facilitar el deslizamiento. Enseguida se encaminó a la popa, apoyó en ella sus espaldas i empujó vigorosamente. Sus pies desnudos se enterraron en la arena húmeda i el botecillo, obedeciendo al impulso, resbaló sobre aquella especie de riel con la lijereza de una pluma. Tres veces repitió la operación. A la tercera recojió el remo i saltó a bordo del esquife que una ola habia puesto a flote, i empezó a singlar con lentitud fijando delante de sí una mirada vaga, inexpresiva como si soñase despierto.

Mas, aquella inconsciencia era sólo aparente. En su cerebro las ideas fulguraban como relámpagos. La visión del pasado surjia en su espíritu luminosa, clara i precisa. Ningún detalle quedaba en la sombra, i algunos presentábanle una faz nueva hasta entónces no sospechada. Poco a poco la luz se hacia en su espíritu i reconocia con amargura que su candorosidad i buena fe eran las únicas culpables de su desdicha.

El bote que se deslizaba lentamente, impulsado por el rítmico vaivén del remo, doblaba en ese instante el pequeño promontorio que separaba la minúscula caleta de la Ensenada de los Pescadores. Era una hermosa i fría mañana de julio. El sol mui inclinado al septentrión, ascendia en un cielo azul de un brillo i suavidad de raso. Como hálito de fresca boca de mujer, su resplandor, de una tibieza sutil, acariciaba oblicuamente, empañando con un vaho de tenue neblina el terso cristal de las aguas. En la playa de la ensenada, las chalupas pescadoras descansaban en su lecho de arena ostentando la graciosa i curva línea de sus proas. Mas allá, al abrigo de los vientos reinantes, estaba el caserío. Sebastián clavó con avidez los ojos sobre una pequeña eminencia, donde se alzaba una rústica casita cuya techumbre de zinc i muros de ladrillos rojos acusaban en sus poseedores cierto bienestar. En la puerta de la habitación apareció una blanca i esbelta figura de mujer. El pescador la contempló un instante, fruncido el ceño, hosca la mirada y, de pronto, con un brusco movimiento del remo torció el rumbo i navegó en línea recta hácia el sur. Durante algún tiempo singló con brioso esfuerzo; el barquichuelo parecia volar sobre la bruñida sábana líquida, i mui luego el promontorio, el caserío i la ensenada quedaron mui lejos, a muchos cables por la popa. Entonces soltó el remo i se sentó en uno de los bancos. Su actitud era meditabunda. En su rostro tostado que la rizada i oscura barba encuadraba en un marco de ébano, brillaban los ojos de un color verde pálido con expresión inquieta i obsesionadora. Todo su traje consistia en una vieja gorra marinera, un pantalón de pana i una rayada camiseta que modelaba su airoso busto lleno de vigor i juventud.

El bote, entregado a la corriente, derivaba a lo largo de la costa erizada de arrecifes donde el suave oleaje se quebraba blandamente. Sebastián, recojido en sí mismo, fijaba en aquellos parajes, para él tan familiares, una mirada de intensa melancolía. I de pronto la vieja historia de sus amores surjió en su espíritu vívida i palpitante, como si datara sólo de ayer. Ella empezó cuando Magdalena era una chicuela débil, de aspecto enfermizo. Él, por el contrario, era ya crecido, i su cuerpo sano i membrudo tenia la fortaleza i flexibilidad de un mástil. El contacto diario de las comunes tareas, habia ido trasformando aquel afecto fraternal en un amor apasionado i ardiente. Como hijos ambos de pobres pescadores, su mutuo cariño no encontró en la diferencia de fortunas obstáculos ni entorpecimientos. Fué, pues, sin oposición, novió oficial de Magdalena, quien era toda una mujer. Ni sombra quedaba en ella de la jovencilla esmirriada, a quien tenia que protejer a cada paso de las bromas de sus compañeros. La trasformación habia sido completa. Alta, de formas armoniosas, con su bello rostro i sus grandes ojos oscuros, era la joya de la caleta. Entonces fué cuando aquella herencia inesperada, recaída en la madre de su novia, vino a modificar en parte este estado de cosas. Experimentó una corazonada de mal augurio, cuando le dieron la noticia. Los hechos vinieron a confirmar bien pronto aquel presajio. El ajuar de Magdalena se trasformó completamente. Los burdos zuecos fueron reemplazados por botinas de charol, i los trajes de percal cedieron el campo a las costosas telas de lana. Este cambio debíase en gran parte a la vanidad materna, que queria a toda costa hacer de la zafia pescadorcilla una señorita de pueblo. De aquí partieron los primeros tropiezos para el proyectado matrimonio. A juicio de la futura suegra, éste no debia efectuarse hasta que Sebastián no fuese propietario de una chalupa que reemplazase su misérrimo cachucho, el cual, según ella, era un viejo cascarín i no valia tres cuartillos.

El mozo no pudo menos que someterse a esta exijencia; mas, con el entusiasmo del amor i la juventud creyó que mui pronto se encontraria en estado de satisfacerla.

El bote, arrastrado por la corriente, presentaba la proa a la costa, i Sebastián vió de improviso en la azul lejanía destacarse los masteleros de los buques anclados en el puerto. Cortó aquel panorama el hilo de sus recuerdos, reanudándose enseguida la historia en la época en que apareció el otro. Un día irrumpió en compañía de unos cuantos calaveras en la Ensenada de los Pescadores. Decíase marinero licenciado de un buque de guerra, i mostrábase mui orgulloso de sus aventuras i de sus viajes. Con su fiero aspecto de perdonavidas, impúsose por el temor en aquellas pacíficas i sencillas jentes. Mui luego diose en cortejar a Magdalena, mas la joven, a quien repugnaba la aguardentosa figura del valentón, contestó a sus galanteos con el mas soberano desprecio.

Un suspiro se escapó del pecho del pescador. Entornó los ojos, i un episodio grabado profundamente en su memoria, se presentó a su imajinación.

Un domingo por la mañana, de vuelta de la misa, marchando las muchachas adelante i los mozos atrás por el angosto sendero de la capilla, oyó, de repente, la voz airada de la joven que lo llamaba: ¡Sebastián, Sebastián!

De un salto salvó el espacio que de ella lo separaba i vió al aborrecido rival que, sujetando por un brazo a la indignada muchacha, trataba, entre las risas de las demás, de cojerla por la cintura.

La escena del pujilato apareciasele envuelta en una espesa bruma. Todo habia sido cosa de un momento. Entre la admiración de todos hizo morder el polvo al cínico galanteador, i si no se lo arrancan de entre las manos, habrian allí, probablemente, terminado todas sus valentías.

Por algún tiempo nada se supo de él hasta que llegó la noticia de que, jurando vengarse de su descalabro, se habia embarcado a bordo de un ballenero que zarpaba para una larga expedición a los mares del sur. Sebastián alzó la cabeza. De la ribera ascendia una lijera niebla que iba prendiéndose en los flancos de la escarpada costa. Ahora venia una época de relativa calma. Entregado con ardor al trabajo, procuraba reunir el dinero necesario para adquirir una embarcación de mas valia que el diminuto cachucho. Mas, esto iba para largo i empezaba a comprender que con sólo el trabajo de sus manos, talvez no lo conseguiria nunca. Entonces la sorda hostilidad de la madre de Magdalena, aquella vieja avarienta i vanidosa a la vez, se hizo de día en día mas desembozada i tenaz. Él no era un partido digno para su hija. Con su inexperiencia de muchacho i seguro del afecto de Magdalena, burlábase de aquella oposición. Ahora comprendia cuán torpe habia sido al despreciar tan temible adversario. Mas, ya era tarde para remediar el mal. Sólo le restaba la venganza. Al llegar a este punto, un relámpago pareció animar las apagadas pupilas del pescador. En su rostro se dibujó una expresión de amenaza i de cólera intensa i honda. Mas esta excitación fué pasajera i volvió a abismarse en sus reflexiones. La escena de la taberna lo sumió en una profunda meditación. Aunque esa tarde habia bebido copiosamente, recordaba todos los detalles. En medio de su embriaguez el padre de la joven habia soltado la verdad, brutalmente. Hacia un mes que habia llegado la carta. Estaba fechada a bordo del ballenero, i habia sido traída por una goleta que habia completado, primero que el bergantín, su cargamento. Estaba dirijida a la madre de Magdalena i en ella decia su rival que la expedición a la cual pertenecia, habia realizado ganancias fabulosas de las cuales correspondíanle, en su calidad de contramaestre, una no pequeña parte. Relataba algunas incidencias del viaje, i concluia solicitando a Magdalena en matrimonio, pues, sus intenciones eran establecerse en la Ensenada e invertir su capital en grandes empresas de pesca, a las cuales asociaria a su futuro suegro.

El viejo terminó su confidencia diciendo que Magdalena, que habia empezado por rechazar abiertamente todo compromiso con el marinero, habia ido poco a poco cediendo a las instancias maternales i a la sazón, aunque no mostraba gran entusiasmo por el nuevo i ventajoso partido que se le proporcionaba, su repugnancia se habia debilitado en gran parte. Todo aquello, dicho por la entrapajosa voz del viejo que excusaba su debilidad con la voluntad indomable de su mujer, a la cual habia estado siempre subordinado, le produjo el efecto de un mazazo en el cerebro. Mas, luego estalló en él una ira terrible. De un empellón derribó al vejete que queria retenerlo, i se abalanzó a comprobar de la propia boca de Magdalena, la veracidad de aquella noticia. Pero, la excitación producida por la cólera i las libaciones convirtió aquella explicación en reyerta, que terminó en un rompimiento definitivo.

A las palabras duras que le dirijiera, contestó la joven con otras ásperas e incisivas que lo volvieron loco furioso. Aquella actitud suya habia sido una nueva torpeza, pues, tenia la convicción íntima de que Magdalena lo amaba, siendo la maléfica influencia de su madre la que la apartaba de sus brazos. ¡Si él tuviese algún dinero! I el deseo furioso de ser rico, de poseer riquezas penetró como un dardo en su cerebro sobreexcitado. ¡Ah, si pudiera evocar a los espíritus infernales, no titubearia un instante en vender su sangre, su alma, a cambio de ese puñado de oro, cuya falta era la causa única de su infelicidad! Pensó en los tesoros que guardaba avaro en su seno el mar. En las leyendas fantásticas de cofres llenos de corales i de perlas, flotando a merced de las olas i que el jenio de las aguas ponia al alcance de un humilde pescador.

El insomnio de la noche, los efectos de la orjía de la víspera, el derrumbe de sus esperanzas i los atroces celos que le atenaceaban el alma, enarcaban sus huellas profundas en su semblante. Sentia una sed vivísima. Se levantó del banco i buscó debajo de la proa, extrayendo de un escondite hábilmente disimulado, una botella. Quitó la tapa i bebió con ansia. Poco a poco su rostro pálido se coloreó. Un principio de embriaguez se pintó en sus verdosas pupilas. Cojió el remo i se puso a singlar para salir de la corriente i acercarse mas a la costa. De improviso, al doblar un cordón de arrecifes, distinguió por la proa, flotando sobre el agua, un objeto redondeado que llamó poderosamente su atención. Con un golpe de remo enderezó el rumbo i marchó en línea recta en demanda de aquello que despertaba su curiosidad. A medida que se aproximaba, su extrañeza se convertia en asombro. Luego, toda duda fuele ya imposible: lo que sobresalia del agua a pocos metros de él era la cabeza de un hombre. Se acercó un poco más, i un espectáculo extraño se presentó ante su vista. Un joven, casi un niño, completamente desnudo yacia sumerjido hasta el cuello en las frías i salobres ondas. Su posición casi vertical se debia a un salvavidas sujeto debajo de los brazos, en el que se destacaba con letras azules este nombre: Fany.

Es un desertor pensó Sebastián, recordando la fragata que al anochecer del día anterior, habia anclado cerca de la costa. Buscó con la vista el barco i lo distinguió navegando a velas desplegadas afuera del golfo. Como el nordeste que lo obligara a recalar allí, cambiase horas después, habia levado anclas i emprendido de nuevo su ruta desconocida.

Sin mucho esfuerzo se imajinó el pescador al grumetillo descolgándose del portalón de la nave a las altas horas de la noche. Mas, el fujitivo no habia contado con la frialdad del agua ni con la engañosa proximidad de la costa.

Sebastián contempló el cuerpo amoratado i ríjido que se destacaba a través del agua trasparente, i viendo que las azules pupilas del náufrago se clavaban en las suyas suplicantes, le dirijió algunas palabras en esa jerga tan común a la jente de mar. Pero de aquella boca, cuyos labios recojidos mostraban los blancos dientes, no brotó ningún sonido. La vida del grumete parecia haberse refujiado toda entera en sus inquietos i móviles ojos, cuya imploración muda hizo por un instante olvidar a Sebastián sus propios pesares.

Se inclinó para desembarazarlo del paquete de ropas que tenia atado a la espalda, pero, no pudiendo desatar los nudos, buscó la navaja del marinero, guiándose por el cordón que asomaba entre los pliegues del traje de sarga azul. Tiró de aquel cordón, y, mientras una extremidad quedaba fija en las ropas, en la otra apareció la navaja unida a otro objeto pesado i brillante. Era un portamonedas de mallas metálicas que Sebastián, casi sin darse cuenta de lo que hacia, abrió oprimiendo el resorte. Su contenido, una gruesa cantidad de monedas de oro, lo maravilló. Mentalmente trató de calcular el valor de aquellos áureos discos i de súbito se echó a temblar. Una idea siniestra acababa de herir su cerebro, dejándolo deslumbrado. Mientras su cabeza ardia, un frío glacial comenzó a descender a lo largo de sus extremidades. Una sed ardiente le abrasó las fauces. Cojió la botella, i llevándola a sus labios, bebió el líquido que encerraba hasta la última gota. Casi instantáneamente cesó el nervioso temblor i su mirada adquirió una fijeza extraña de alucinado. Ya no pensaba en el náufrago. El mar, los arrecifes, la gallarda nave, todo aquel panorama habíase desvanecido, borrándose de su vista como una niebla lejana. Veíase triunfante junto a Magdalena que le sonreia ruborosa a través de su blanco velo de desposada. Era el día de boda. La magnífica chalupa que los conducia de regreso del puerto era de su propiedad i volaba sobre las aguas, impulsada por sus ocho remos como una rauda gaviota.

De repente, su rostro transfigurado por una felicidad suprema se ensombreció. Conservando en la diestra la navaja i el portamonedas, su mirada se clavó en el náufrago dura i fulgurante como la hoja de un puñal. Mientras hacia jugar el muelle del arma, aquel rostro juvenil vuelto hácia él con expresión de angustioso terror, le pareció el jenio del mal que surjia de su antro, en las profundidades, para arrebatarle la felicidad. Un simple tajo en el cauchuc del salvavidas i aquel obstáculo desaparecia para siempre. Durante un minuto vaciló. Todo lo que en él habia de jeneroso i noble pugnó por sobreponerse en la terrible lucha que se libraba en su corazón. Un golpe sordo en el agua hízolo estremecer. Un gran pájaro marino se levantaba de un círculo de hirviente espuma, llevando en su férreo pico un vívido i plateado pez. Siguió al ave en su vuelo i de súbito, su cuerpo vibró de pies a cabeza, como si hubiese recibido el choque de una corriente galvánica. En el blanco velamen del barco, hundiéndose en el horizonte, vió al ballenero que volvia: Sus ojos adquirieron otra vez aquella inmóvil fijeza. Contemplaba de nuevo a Magdalena ataviada con su traje de novia, pero ya no era él el que estaba a su lado, junto al lecho nupcial, sino el otro. Mirábala sonreír, mientras aquel rostro bestial, convulso por el deseo, se aproximaba al de ella, fresco i purpúreo como una rosa. Vio, enseguida, como una mano, mas bien una garra, en cuyo dorso habia grabada una ancla, se posaba en el blanco i nacarado seno…

Un sordo rujido se escapó por entre sus dientes apretados i se inclinó veloz sobre la borda. El salvavidas se desinfló instantáneamente; la rubia cabeza se hundió en el agua, i Sebastián vió durante un segundo los ojos azules del náufrago crecer, aumentar, salirse casi de las órbitas, sin que pudiera apartar sus ojos de la terrífica visión. El cuerpo inclinábase de espaldas hasta tomar la posición horizontal, i de pronto le pareció que el descenso se interrumpia, sintiendo, al mismo tiempo, en la diestra un leve tirón. Desencojió las falanjes i la navaja i el portamonedas atraídos por el delgado cordoncillo, saltaron por encima de la borda i desaparecieron en el mar.

Con la vista extraviada, desencajado el semblante, el pescador dando un brinco, que casi hace zozobrar la embarcación, se precipitó sobre el remo i comenzó a singlar desesperadamente.

* * *

Seis dias han trascurrido. Sebastián, sentado en el banco de popa de su esquife, déjase arrastrar por la corriente en dirección al sur. Los ojos del pescador tienen un brillo i expresión extraños. Su lívido semblante, azorado e inquieto, sufre continuas trasmutaciones. Sus ropas en desorden están cubiertas de fango. A veces sus miembros se crispan convulsivamente, los ojos parecen saltársele de las órbitas, i se vuelve con presteza a la derecha o la izquierda buscando la causa de aquel estruendo que, como un pistoletazo, acaba de resonar en sus oídos. Su existencia, durante la semana que acaba de trascurrir, ha sido una orjía continua. Aquella mañana se encontró tirado en el arroyo frente a la taberna. Se levantó i echó a andar como un autómata. Una vez en la caleta, un leve esfuerzo le bastó para que flotara el bote, pues, la marea comenzaba ya a lamer su filosa quilla. Sentado en el banco, nada recuerda, en nada piensa. En su cerebro hai un enorme vacío, i ve las mas extrañas i raras figuras desfilar por delante de sus ojos. Todo lo que mira se transforma al punto en algo extravagante. El dorso de un arrecife es un disforme monstruo que le acecha a la distancia, i la extremidad del remo se convierte en un diablillo que le hace burlescos visajes. Por todas partes seres extraños, con vestimentas azules o escarlatas, bailan infernales zarabandas.

De súbito un halcón marino se precipita de lo alto i se hunde en el agua, a pocos metros de un arrecife. El ruido de la caída i el blanco penacho de espuma que levanta el choque, producen en el pescador una ajitación extraordinaria. Mira con ojos extraviados i el sopor de su espíritu se desvanece. Está en el sitio i mui cerca del escollo junto al cual se hundiera la rubia cabeza del náufrago. I estremecido, preso de infinito terror se acurruca en el fondo del bote. Aunque la vista del mar le causa invencible pavura, una fuerza mas poderosa que su voluntad lo obliga a alzar poco a poco la cabeza. El temblor de sus miembros i el castañeteo de sus dientes aumentan a medida que se asoma sobre la borda. Trata de revelarse, pero, vencido, dominado por aquel irresistible poder, quédase inmóvil, con las pupilas inmensamente dilatadas fijas en el agua que acaricia los costados del bote con chasquidos que semejan amorosos ósculos.

En un principio sólo ve una masa líquida, de un matiz de esmeralda intenso. Mas, a medida que su vista se hunde en ella, las capas de agua se tornan mas i mas trasparentes. Mui luego divisa el fondo de arena tapizado de conchas marinas, i de pronto algo confuso, de un tinte blanquecino, que se destaca allí abajo, atrae toda su atención. Como a través de un cristal empañado, que va perdiendo gradualmente su opacidad, los contornos de aquel objeto informe se precisan, adquieren relieve i el conjunto se destaca poco a poco con claridad i nitidez.

De súbito una terrible sacudida ajita de pies a cabeza a Sebastián… El cuerpo está acostado de espaldas, con las piernas entreabiertas i los brazos en cruz. Su boca, sin labios, muestra dos hileras de dientes afilados i blancos, i de sus órbitas vacías brotan dos llamas que van a clavarse, como otros tantos dardos, en las verdes pupilas del homicida, quien, en el paroxismo del terror, trata inútilmente de sacudir la inercia de sus miembros i huir de la pavorosa visión. Una fatal fascinación lo posee; quisiera cerrar los ojos, apartarse de la borda, pero, ni uno solo de sus músculos le obedece.

Y, el muerto, sube. Abandona suavemente su lecho de conchas i asciende en línea recta a la superficie sin cambiar de postura, extendido de espalda, con las piernas entreabiertas i los brazos en cruz. En su horrible rostro hai una expresión de venganza implacable, de aguda ferocidad. Un sordo estertor brota de la garganta de Sebastián. Su cuerpo tiembla como el de un epiléptico, mas no puede apartarse del flanco del bote.

Y, el ahogado, sube, sube cada vez mas aprisa. Ya está a diez brazas, ya está a cinco, luego a dos. I en el instante en que los brazos del muerto se tienden para cojerle en un abrazo mortal, el pescador, dando un tremendo salto, va a caer de pie sobre la popa de la embarcación. De ahí brinca a un arrecife, donde el bote abandonado a sí mismo ha ido a chocar y, ganando la parte mas alta de la roca, mira despavorido a su derredor. Mas, apenas su vista se ha posado en el borde del agua, cuando salta de allí a la parte opuesta para volver al mismo sitio un segundo después. Y, loco de terror, de un arrecife pasa a otro con los cabellos erizados, flotando al viento.

Es que él está ahí i lo persigue. El agua hierve en torno de los escollos con las arremetidas del ahogado que azota las olas como un delfín. Está en todas partes a derecha e izquierda, delante i detrás. Sebastián oye rechinar sus dientes i ve, a través del agua, el cuerpo hinchado, monstruoso, con sus largos brazos prestos a asirle al menor descuido o al mas lijero traspiés, i para evitarlo salta, se escurre, se agazapa, corre de allí para allá desatentado, sin encontrar un refujio contra la horrenda i espantable aparición.

De improviso se encuentra preso en un arrecife solitario. La marea le ha interceptado el paso i no puede ya avanzar ni retroceder. A medida que el agua sube i el peñasco se hunde, el ahogado estrecha el cerco i redobla sus acometidas. Varias veces el pescador ha creído sentir en sus desnudas piernas el contacto frío i viscoso de aquellos brazos que, como los tentáculos de un pulpo, se tienden hácia él con una avidez implacable. El fujitivo multiplica sus movimientos, su pecho jadea, la fatiga lo abruma. De pronto, mientras ajita sus manos en el vacío i lanza un pavoroso grito, una ola viene a chocar contra sus piernas i lo precipita de cabeza al mar.

* * *

Mientras el sol distánciase cada vez mas de la cima de los acantilados, el bote se aproxima con lentitud a la playa sacudido por el espumoso oleaje, sobre el cual los halcones del océano se deslizan silenciosos escudriñando las profundidades.

3. Irredención

Cuando los últimos convidados se despidieron, la princesa, recojiendo la falda de su vestido constelado de estrellas, atravesó los desiertos salones i se encaminó a su alcoba, echando, al pasar, una postrer mirada a aquellos sitios donde, por su gracia i hermosura, mas que por su simbólico traje, habia sido durante algunas horas la reina de la noche.

Sentíase un tanto fatigada, pero, al mismo tiempo, alegre i satisfecha. El baile habia resultado suntuosísimo. Todo lo que la gran ciudad ostentaba de mas valia: la nobleza de la sangre, del dinero i del talento desfiló por sus salones, adornados con deslumbradora magnificencia.

Pero la nota sensacional, la que arrancó frases de admiración i de entusiasmo, era la de las flores, de un pálido matiz de aurora, desparramadas con tal profusión por todo el palacio, que parecia una nevada color de rosa, caída en los vastos aposentos, cubriendo las consolas, los muebles, los bronces: derramándose sobre los tapices, i haciendo desaparecer bajo sus carminadas plumillas la soberbia cristaleria de la mesa del buffet. Guirnaldas de las mismas envolvian las arañas, trazaban caprichosos dibujos en los muros i orlaban los marcos dorados de los espejos. El efecto producido por aquella avalancha de flores rosadas era sencillamente maravilloso, i los asistentes al baile no se cansaban de elojiar aquella fantástica ornamentación, cuya idea jenial llenaba de orgullo a la hermosa dama que a solas con sus doncellas, que preparaban su tocado nocturno, se complacia en evocar los detalles de la magnífica fiesta.

Sí, aquel pensamiento orijinalísimo habia sido de ella, únicamente de ella i no podia menos de sonreír al recordar la cara de sorpresa del viejo administrador cuando le dio orden de despojar de sus flores a todos los duraznos en floración que existiesen en sus fincas.

Segura estaba de que el rústico servidor cumpliera el mandato a regañadientes. Pero habia obedecido i el éxito superaba a sus esperanzas.

Obsesionada por tan deliciosos recuerdos, se metió en la cama, i ya la doncella abandonaba en puntillas el aposento, cuando la voz de su señora la detuvo. Un deseo repentino, un capricho de niño mimado la habia acometido de pronto. Queria dormirse respirando la suave fragancia de aquellas flores que tan dulces sensaciones le habian proporcionado. Obedeciendo las órdenes de su ama, la joven derramó encima de los cobertores puñados de aquellos rosados pétalos, i suspendió del crucifijo de plata, colocado a la cabecera del suntuoso lecho, un trozo de guirnalda arrancado de una de las arañas del salón.

La estancia quedó en silencio i poco a poco fué haciéndose mas hondo el sopor de la bella durmiente.

De pronto, se encontró trasportada a una de sus fincas. El cielo estaba azul i un sol de primavera tibio i risueño acariciaba los campos. Caminaba por en medio de un bosque de duraznos en flor, envuelta en una atmósfera de efluvios i aromas embriagadores cuando, de súbito, un soplo que parecia brotar de sus labios, tenue al principio, impetuoso después, arrebató las flores i las dispersó a los cuatro vientos. Tuvo miedo i quiso huir, pero los árboles, como espectros vengadores, le cerraron el paso y, fustigándola con su desnudo ramaje, la estrecharon hasta ahogarla con la pesadumbre de su haz inmenso.

Sintió que su alma abandonaba la tierra i comparecia delante del Tribunal Divino, presa de una angustia i terror infinitos.

Sentado en su trono, bajo un dosel de flamíjeros soles, estaba el Supremo, inexorable juez. A su derecha mostraba sus pájinas el libro de la vida, i a su izquierda un arcánjel sostenia con la diestra la balanza de la justicia.

En el fondo, guardadas por ánjeles con espadas de fuego; estaban las puertas del Purgatorio i del Paraíso; i a espaldas del arcánjel veíase una concavidad negra por la que asomaba, apoyándose en sus garras i alas membranosas, la terrífica figura de Satanás.

I como si todo estuviese calculado para aumentar sus congojas, el alma de la princesa viose obligada a asistir al juicio de otra que la precediera en aquel trance.

Era ésta la de un asesino i ladrón. Mientras que en el platillo del mal formaban sus crímenes una montaña, en el otro, en el de las buenas acciones, nada habia que contrarrestase el peso abrumador de las culpas. Pero, la Miseria puso en él una lágrima i un hilo de sus harapos, la Expiación una gota de la sangre derramada en el patíbulo i la Ignorancia, despojándose de su venda, la colocó también en el platillo vacío, el cual salió esta vez de su inmovilidad inclinándose lijeramente.

Satanás, que se preparaba para asir al condenado, hizo una horrible mueca. El alma que contaba por suya era enviada al Purgatorio. Rechinó los dientes con rabia, i la vibración de sus alas, sacudidas por la ira, atronó las pavorosas concavidades del Averno. Aquel fallo revivió en el alma angustiada de la Princesa la esperanza. Entre ella i un asesino i ladrón, mediaba un abismo. I esta seguridad se acentuó viendo que, llegado su turno, el arcánjel ponia en el platillo de las culpas sólo unas cuantas flores ajadas i descoloridas.

Su terror e inquietud se trocaron entónces en una alegría sin límites, al comprender que aquellas florecillas, cuyo peso podia neutralizar el mas levísimo soplo, representaban todo el mal que habia desparramado en la tierra. ¡Cuán severamente se habia juzgado! Pero, i ahora estaba cierta, su alma era de las elejidas e iria recta al Paraíso. I confortada con la visión de la eterna bienaventuranza, evocó la lejión innumerable de sus buenas obras. Éstas eran tantas, que casi deploró que su culpa fuese tan pequeña, pues, bastaria la mas insignificante de sus nobles acciones para inclinar la balanza en su favor. I ella queria ostentarlas allí todas, para que el divino juez le asignase el máximum del premio a que era merecedora.

Por eso, cuando fueron amontonándose en el platillo del bien sus actos de piedad relijiosos, de caridad i de abnegación, sin que la posición de la balanza se modificase, sólo experimentó un principio de extrañeza, que se convirtió en asombro, viendo que el arcánjel remataba su tarea poniendo sobre aquel cúmulo de virtudes, las moles jigantescas de un hospital i de una suntuosa capilla con sus cimientos de piedra, su cruz de hierro fundido i su veleta de latón.

Pero, la balanza, permaneció inalterable y, de súbito, un espectáculo pavoroso llenó de espanto el alma de la princesa. Satanás, que se reia, abandonó de pronto el escondrijo en que estaba agazapado i como una araña monstruosa se colgó del platillo rebelde y, tras él, aferrándose del rabo i de sus ganchudas patas, se suspendieron todos los diablos i réprobos del infierno, sin que el peso de aquella cadena, cuyo último eslabón tocaba el fondo del sétimo abismo, lograse marcar la mas leve oscilación en el fiel de la balanza inmutable. En el platillo; las flores habian desaparecido i en su lugar veíase una montaña de duraznos en sazón, sobre la cual jiraban miríadas de seres desde el corpúsculo imperceptible hasta el insecto alado de forma perfecta. Abejas zumbadoras, mariposas de alas irisadas, aves de plumajes multicolores revoloteaban en derredor de los frutos en lejiones innumerables, destacándose por encima de todo, un inmenso follaje que, en forma de cono invertido, se perdia en el infinito.

Y, entónces, fué cuando resonó la voz terrible:

—¡Mujer, tu culpa es irrescatable! Todo el peso del infierno no ha podido equilibrarla. Al extirpar el jermen, has detenido en su curso la proyección de la vida, cuyo orijen es Dios mismo… Ve, pues, con Satán por toda la eternidad.

* * *

Un grito estridente, vibrante puso en conmoción a la servidumbre del palacio. La doncella, que habia acudido la primera, encontró a su señora incorporada en el lecho, presa de violentos espasmos nerviosos. La guirnalda suspendida del crucifijo, se habia roto i las flores yacian esparcidas en la almohada i cabellera de la dama, lo cual hizo exclamar a media voz a la joven:

—¡Ya lo sabia yo! Dormir con flores es como dormir con muertos. Se tienen pesadillas horribles.

4. En la rueda

En el fondo del patio, en un espacio descubierto bajo un toldo de duraznos i perales en flor estaba la rueda. Componíase de una valla circular de tres i medio metros de diámetro hecha con duelas de barriles viejos. En el suelo, cuidadosamente enarenado, habia dos hermosos gallos sujetos por una de sus patas a una argolla incrustada en la barrera y, en derredor de ésta, sentados los de la primera fila i de pie los de la segunda, estrechábanse un centenar de individuos. Muchachos de dieciséis años, mozos imberbes, hombres de edad madura, i viejos encorvados i temblorosos observaban con avidez los detalles preliminares de la riña. Cada una de las condiciones del desafío: el monto de la apuesta, el número de careos, la operación del peso provocaba alegatos interminables que concluian a veces en vociferaciones i denuestos.

Por fin, las partes contrarias se pusieron de acuerdo y, mientras el juez ocupaba su sitio, los dos gallos contendores, el Cenizo i el Clavel, sostenidos en el aire por sus dueños; fueron objeto de un último i minucioso examen: Pico i alas, pies i plumas, todo fué cuidadosamente rejistrado i escudriñado. Los espolones requirieron una atención especial. Reforzados en su base con un anillo de cuero i raspados delicadamente con la hoja de un cortaplumas quedaron convertidos en agujas sutilísimas.

Terminados los preparativos, el juez de la cancha ocupó su asiento: un banco mas elevado que los demás. Tenia delante un marco de madera con dos alambres horizontales que sostenian, atravesados por el centro, pequeños discos de corcho: eran los tantos para anotar las caídas i los careos.

Contados los discos, el juez golpeó encima de la barrera para llamar la atención i luego, dirijiéndose a los galleros, hízoles un ademán con la diestra.

Soltados a un tiempo los dos campeones, una sacudida conmovió la rueda: las cabezas se abatieron con un movimiento rápido i todos los ojos claváronse en los emplumados paladines que, frente a frente, rectos sobre sus patas, con la cresta encendida, el plumaje erizado i la pupila llameante avanzaron el uno sobre el otro, deteniéndose a cada paso para lanzar a voz en cuello una vibrante clarinada.

El furor bélico de que parecian poseídos entusiasmó a los concurrentes, i las apuestas se cruzaron con viveza de un lado a otro de la cancha. Por algunos momentos sólo se oyó:

—¡Doi ocho a cuatro en el Clavel!

—¡Vá!

—¡Doblo en el Cenizo!

—¡Vá!

—¡Doi a veinte!

—¡Doi a cuarenta!

—¡Vá!

I estas voces, incesantemente repetidas eran acompañadas por el tintineo sonoro de las monedas pasando de una mano a otra, entre frases i vocablos de un tecnicismo especial.

La voz estentórea del Juez, imponiendo silencio, hizo cesar bruscamente el tumulto.

Entretanto los campeones, después de observarse ora de frente, ora de flanco, se habian acercado lenta i cautelosamente. Doblados sobre los muslos, con las alas entreabiertas, el cuello extendido, rozando casi el suelo, permanecieron un instante en actitud de acecho. Las plumas del cuello, erizadas en forma de abanico, semejaban una rodela tras de la cual se escudaba el nervioso i palpitante cuerpo.

De súbito, como dos imanes que se aproximan demasiado, desapareció la distancia: se oyó un ruido breve i seco i algunas plumas remontando la valla hendieron el aire en distintas direcciones. La lucha a muerte estaba entablada.

Durante este primer período de la riña el espectáculo era verdaderamente hermoso i fascinador.

La luz del sol, filtrándose a través del florido ramaje que, como un dosel blanco i rosa, cubria la arena del combate, trasformaba en destello de piedras preciosas el metálico reflejo de las plumas tornasoladas.

Ni la vista mas penetrante podia percibir las estocadas, los quites i contragolpes de aquellos diestros esgrimidores.

De súbito un viejo gallero, interrumpiendo el profundo silencio, exclamó:

¡Clavado el Clavel!

Empezaba otra faz de la pelea. El cansancio de los combatientes era ya visible. Jadeantes, las alas caídas, el pico entreabierto, atacábanse con extremada violencia. Todas las miradas iban de la mancha roja que, en el albo plumaje del Clavel, crecia i se ensanchaba por instantes, al espolón derecho de su enemigo, tintó en sangre en toda su lonjitud. Mientras los técnicos clasificaban el golpe i los partidarios del Cenizo daban muestras inequívocas de alegría, una voz jubilosa partió del bando contrario:

—¡Clavado el Cenizo!

El espolón habia penetrado en la cabeza, encima del ojo, i el gallo, aturdido por la violencia del golpe i cegado por la sangre que borbotaba de la herida, se tambaleaba sobre sus patas, próximo a desplomarse a los pies de su victorioso rival.

El Clavel, ensoberbecido con la ventaja, procuraba a toda costa rematar el triunfo. Mientras el acerado pico desgarraba i arrancaba a pedazos la piel de la cabeza i cuello, sus patas armadas de los terribles espolones descargaban una granizada de golpes sobre el enemigo inerme.

Sus partidarios locos de entusiasmo lo animaban con la voz i con el jesto:

—¡Acábalo, Clavelito!

—¡Apágale los faroles!

—¡Otro cómo ese!

Mas, el Cenizo, a pesar de aquel torbellino que caia sobre él, se recobraba rápidamente. Lleno de sangre, acribillado de heridas, hacia de nuevo frente a su fatigadísimo adversario, i mui pronto el brío i la pujanza con que reanudó la batalla, parecieron inclinar decididamente la balanza en su favor.

Este cambio produjo otro en torno de la rueda. Mientras unos rostros se ensombrecian, los demás se iluminaban. El gallo que ya se consideraba vencido, volvia por su fama, haciendo renacer la esperanza en sus desalentados apostadores, quienes lanzaron un grito de victoria cuando alguien advirtió:

—¡Se le apagó una luz al Clavel!

La última etapa de la riña se aproximaba.

El blanco plumaje del Clavel habia tomado un matiz indefinible, la cabeza estaba hinchada i negra i en el sitio del ojo izquierdo veíase un agujero sangriento. Ya la lucha no tenia ese aspecto atrayente i pintoresco de hace poco. Las brillantes armaduras de los paladines, tan lisas i bruñidas al empezar el torneo, estaban ahora rotas i desordenadas, cubiertas de una viscosa capa de lodo i sangre. Mas, el furibundo ardor de que estaban poseídos, no decrecia un instante. Sosteniéndose a duras penas sobre sus patas, i trazando con la extremidad de las alas surcos en la arena, asaeteábanse con sin igual encarnizamiento. Estrellábanse contra la valla enrojeciéndola con su sangre i rodaban a cada choque en el polvo sin darse un segundo de tregua. Ciegos de coraje buscaban para herir los sitios vulnerables: el ojo i la nuca. I despojada casi de la piel, la cabeza era una llaga viva, monstruosa, repugnante.

La pelea, indecisa, se eternizaba, cuando de súbito un grito ronco, extraño, brotó de la garganta del Clavel. Su contrario acababa de clavarle el espolón en el cerebro. Dio algunos pasos desatentado i cayó de bruces. Durante un minuto, preso de violentas convulsiones, azotó el aire con las alas, saltando i rebotando dentro de la rueda como una pelota. Poco a poco los movimientos fueron menos bruscos i cuando todos esperaban quedase inmóvil, muerto en la arena, el caído se enderezó, mas sus patas se negaron a sostenerlo i cayó de nuevo para volver a levantarse un segundo después.

Aquella increíble vitalidad que iba a ser, talvez, causa de que se prolongase indefinidamente la pelea, produjo manifestaciones de desagrado entre los que aguardaban se desocupase la cancha para concertar nuevas riñas, i uno mas impaciente que los demás dijo en voz alta:

—¡Pobre Clavel, levántenlo, ya ha hecho lo que ha podido!

El dueño del ave aludida saltó de su asiento como un resorte. Era un muchacho delgado i pálido. Con acento tembloroso por la cólera, mostrando los puños al autor de la indicación, dejó escapar un torrente de palabras.

—¿Cómo, habia allí alguien que lo creia capaz de levantar el gallo antes de finalizar la riña? ¡Seguro que no era del oficio! Porque si lo fuese, debia saber que un gallero que se estima, sólo levanta sus gallos cuando están muertos. ¡Vaya con los gallinas que se asustaban de una gota de sangre! Si no querian ver lástimas, debian quedarse en sus casas i no venir a avergonzar con sus jeremiadas a los de la profesión.

Varios intervinieron amistosamente para cortar la disputa, la que cesó del todo cuando el juez, en uso de sus atribuciones, viendo que los gallos no se atacaban, pronunció con voz enérjica la palabra reglamentaria:

¡Careo!

En el centro de la cancha, separados por cincuenta centímetros escasos, habia dos trozos de madera colocados de modo que cada uno de ellos tuviese una de sus caras al nivel del suelo.

Según el reglamento, dada la señal por el juez, los gallos debian ser parados encima de estos maderos. Si ambos hacian allí ademán de acometerse, se anotaba un careo. Llegados a los veinticinco, la riña era declarada tabla. Mas, si alguno de los contendores no devolvia el ataque, se marcaba una caída, siendo necesarias cinco para que se le declarase vencido.

Colocados los gallos encima de las tablas, la pelea se reanudó muchas veces. El Cenizo mas descansado llevaba sobre su contendor una manifiesta ventaja, i todos sus esfuerzos tendian a arrancarle el ojo único que le quedaba. El Clavel, incapaz de mantenerse en pie, sólo contestaba a la furiosa saña de su enemigo con débiles picotazos i cuando el vencedor se fatigaba cesando de hostigar a su contrario, se oia resonar acto continuo la voz breve e imperiosa del juez:

¡Careo!

I la escena de las tablas se repetia siempre la misma, con iguales detalles. De un lado el agotamiento absoluto, la pasividad, la inercia casi; i del otro la agresión encarnizada, sin tregua, ferocísima.

Los partidarios del Cenizo, gozosos, seguros ya del triunfo, no le escatimaban los aplausos, los consejos ni los vítores.

—¡Apúntale bien!

—¡Déjalo a oscuras!

—¡Ciérrale el tragaluz!

—¡Quiébrale la otra lámpara!

Mientras los victoriosos daban rienda suelta a su alegría, los derrotados guardaban un silencio sombrío. Lo qué mas les mortificaba, no era la pérdida de las apuestas sino las fanfarronadas proferidas al concertarse la riña, fanfarronadas que los contrarios les recordaban comentándolas con dichos i punzantes burlas.

I allá en el fondo de sus almas, lastimadas en su orgullo de profesionales por aquel contraste, sentian un secreto goce, cuando el implacable Cenizo laceraba con una nueva herida el cuerpo exangüe del malhadado favorito. Si alguien en ese momento hubiese propuesto hacer cesar su martirio, de seguro le habrian abofeteado.

Los careos se sucedian unos tras otros, sin que aun se hubiese anotado una caída. El Clavel no dejaba una sola vez de contestar en las tablas con un picotazo el ataque de su enemigo; pero, a esto se limitaba su acometividad, pues, sus patas torpes i vacilantes no lo sostenian, i si lograba a veces enderezarse a medias, tumbábase, enseguida, sobre alguno de sus flancos. Y, allí en el suelo, en la arena empapada en sangre, sin que pudiese devolverlos, su adversario lo acribillaba a picotazos i golpes hasta que, agotadas las fuerzas, quedábase, a su vez, inmóvil, jadeante, con el sangriento pico apoyado en el roto plumaje del moribundo.

La voz del juez resonaba entónces i los galleros cojiendo a los gladiadores, los ponian de nuevo frente a frente en medio de la cancha. Como si estrujasen una esponja, la sangre se escurria por entre sus dedos i tenia sus manos hasta las muñecas.

Aquella inaudita resistencia empezó a alarmar a los gananciosos. ¿Seria tabla la riña? Tres horas duraba ya el combate, la tarde caia visiblemente i sólo quince careos señalaba el marcador.

—¡Maldito gallo, qué duro era de pelar!

—Por fin dejó de responder en las tablas. Estaba ciego, casi sin plumas i no conservaba en las venas una gota de sangre. Llegó a los veinticuatro careos, uno mas i anulaba el triunfo de su rival junto con marcar la quinta caída el juez se puso de pie i proclamó con solemnidad su fallo:

—¡Perdió el gallo Clavel!

Mientras los gananciosos rodeaban solícitos al vencedor, el dueño del gallo vencido lo cojió de las patas y, vivo aún, lo lanzó con fuerza lejos de la cancha. Cruzó como un proyectil por entre el florido ramaje i fué a estrellarse contra el tronco de un peral cuyas ramas, sacudidas por el choque, dejaron caer sobre esa carne palpitante una lluvia de blancos i aterciopelados pétalos.

De la rueda partió un rumor sordo de aletazos seguido de un alegre vocerío… Empezaba una nueva riña.

5. Las nieves eternas

Para mi querida sobrina,

Mariita Lillo Quezada.

Sus recuerdos anteriores eran mui vagos. Blanca plumilla de nieve revoloteó un día por encima de los enhiestos picachos i los helados ventisqueros, hasta que azotada por una ráfaga, quedose adherida a la arista de una roca, donde un frío horrible la solidificó súbitamente. Allí aprisionada, pasó muchas e interminables horas. Su forzada inmovilidad aburríala extraordinariamente. El paso de las nubes i el vuelo de las águilas llenábanla de envidia, i cuando el sol conseguia dias romper la masa de vapores que envolvia dias la montaña, ella implorábale con temblorosa vocecilla:

—¡Oh, padre sol, arráncame de esta prisión! ¡Devuélveme la libertad!

I tanto clamó, que el sol, compadecido, la tocó una mañana con uno de sus rayos al contacto del cual vibraron sus moléculas, i penetrada de un calor dulcísimo perdió su rijidez e inmovilidad, i como una diminuta esfera de diamante, rodó por la pendiente hasta un pequeño arroyuelo, cuyas aguas turbias la envolvieron i arrastraron en su caída vertijinosa por los flancos de la montaña. Rodó así de cascada en cascada, cayendo siempre, hasta que, de pronto, el arroyo, hundiéndose en una grieta, se detuvo brusca i repentinamente. Aquella etapa fué larguísima. Sumida en una oscuridad profunda, se deslizaba por el seno de la montaña como a través de un filtro jigantesco…

Por fin, i cuando ya se creia dias sepultada en las tinieblas para siempre, surjió una mañana en la bóveda de una gruta. Llena de gozo se escurrió a lo largo de una estalactita i suspendida en su extremidad contempló por un instante el sitio en que se encontraba.

Aquella gruta abierta en la roca viva, era de una maravillosa hermosura. Una claridad extraña i fantástica la iluminaba, dando a sus muros tonalidades de pórfido i alabastro: junto a la entrada veíase una pequeña fuente rebosante de agua cristalina.

Aunque todo lo que allí habia le pareció deliciosamente bello, nada encontró que pudiera compararse con ella misma. De una trasparencia absoluta, atravesada por los rayos de luz reflejaba todos los matices del prisma. Ora semejaba un brillante de purísimas aguas, ora un ópalo, una turquesa, un rubí o un pálido zafiro.

Henchida de orgullo se desprendió de la estalactita i cayó dentro de la fuente.

Un leve roce de alas despertó de pronto los ecos silenciosos de la gruta, i la orgullosa gotita vió cómo algunas avecillas de plumaje negro i blanco se posaban con bulliciosa algarabía en torno de la fuente: era una bandada de golondrinas. Las mas pequeñas avanzaron primero. Alargaban su tornasolado cuellecito i bebian con delicia, mientras las mayores, esperando pacientemente su turno, les decian:

—¡Bebed, hartaos, hoi cruzaremos el mar!

I la peregrina de la montaña veia con asombro que las gotas de agua que la rodeaban, se ofrecían al parecer gozosas a los piquitos glotones que las absorbían unas tras otras, con un glu glu musical i rítmico.

—¡Cómo pueden ser así!, decia. ¡Morir para que esos feos pajarracos apaguen la sed! ¡Qué necias son!

I para huir de las sedientas estrechó sus moléculas i se fué a fondo.

Cuando subió a la superficie, la bandada habia ya levantado el vuelo i se destacaba como una mancha en el intenso azul.

—Van en busca del mar, pensó. ¿Qué cosa será el mar?

I el deseo de salir de allí, de vagabundear por el mundo, se apoderó de ella otra vez. Rodeó la fuertecilla buscando una salida, hasta que encontró en la taza de granito una pequeña rasgadura por donde se escurria un hilo de agua. Alegre se abandonó a la corriente que engrosada sin cesar por las filtraciones de la montaña, concluia por convertirse al llegar al valle en un lindo arroyuelo de aguas límpidas i trasparentes como el cristal. ¡Qué delicioso era aquel viaje! Las márjenes del arroyo desaparecian bajo un espeso tapiz de flores. Violetas i lirios, juncos i azucenas se empinaban sobre sus tallos para contemplar la corriente i proferian, ajitando coquetonamente sus estambres cargados de polen:

—¡Arroyo, la frescura que nos da vida, el matiz de nuestros pétalos i el aroma de nuestros cálices, todo te lo debemos! Deteneos un instante para recibir la ofrenda de tus predilectas.

Mas el arroyo, sin dejar de correr, murmuraba:

—No puedo detenerme, la pendiente me empuja. Pero, escuchad un consejo. Embebed bien vuestras raíces, porque el sol ha dispersado las nubes e inundará hoi los campos con una lluvia de fuego.

I las plantas, obedientes al consejo, alargaron por debajo de la tierra sus tentáculos i absorbieron con ansia la fresca linfa.

La fujitiva de la fuente que resbalaba junto al marjen, tratando de sobresalir de la superficie para ver mejor el paisaje, se vió de pronto, al rozar una piedra, detenida por una raicilla que asomaba por una hendidura. Una violeta, cuyos pétalos estaban ya mustios, se inclinó sobre su tallo i díjole a la viajera:

—Hace dos dias que mis raíces no alcanzan el agua. Mis horas están contadas. Sin un poco de humedad, pereceré hoi sin remedio. Tú me darás la vida, piadosa gotita, i yo en cambio te trasformaré en el divino néctar que liban las mariposas o te exhalaré al espacio convertida en un perfume exquisito.

Mas la interpelada, apartándose, le contestó desdeñosamente:

—Guárdate tu néctar i tu perfume. Yo no cederé jamás una sola de mis moléculas. Mi vida vale mas que la tuya. ¡Adiós!

I rodó, deslizándose voluptuosamente, a lo largo de las floridas orillas, evitando todo contacto impuro, sin ponerse al alcance de las raíces ni de las aves, i huyendo de pasar por las branquias de los pececillos que pululaban en los remansos.

De pronto el cielo, el sol, el paisaje entero desaparecieron de improviso. El arroyo se habia hundido otra vez en la tierra i corria entre tinieblas hácia lo desconocido.

Arrastrada por el torrente subterráneo la hija del sol i de la nieve, temerosa de que el choque contra un obstáculo invisible la disgregase, aumentó la cohesión de sus átomos de tal modo que cuando las ondas tumultuosas se apaciguaron; ella estaba intacta i tan aturdida, que no hubiera podido precisar si aquella carrera desenfrenada habia durado un minuto o un siglo.

Aunque la oscuridad era profunda, conoció que se encontraba sumerjida en una masa de agua mas densa que la del arroyo, i en la cual ascendia como una burbuja de aire. Una claridad tenue que venia de lo alto i que aumentaba por instantes, iba disipando paulatinamente las sombras. Subia con la rapidez de una saeta. I antes de que pudiera observar algo de lo que pasaba a su rededor, se encontró otra vez bajo el cielo iluminado por el sol.

¡Qué extraño, le pareció aquel paraje! ¡Ni árboles, ni colinas, ni montañas, limitaban la desmedida extensión del horizonte!

Por todas partes, como fundida en un inmenso crisol, una lámina de esmeralda se extendia hasta el mas remoto confín.

Mientras la vagabunda del arroyo, perdida en la inmensidad, adormecíase sobre las ondas, una sombra interceptó el sol. Era una pequeña avecilla, cuyas alas rozaban casi la llanura líquida. La gota de agua reconoció en el acto, en ella, a una de las golondrinas que bebieron en la fuente de la montaña. El ave la habia visto también, i batiendo sus alitas, fatigadas, díjole con voz desfalleciente:

—Dios, sin duda, te ha puesto en mi camino. La sed me hostiga i debilita mis fuerzas. Apenas puedo sostenerme en el aire. Rezagada de mis hermanas, mi tumba va a ser el inmenso mar, si tú no dejas que, bebiéndote, refresque mis secas i ardientes fauces. Si consientes, aun puedo alcanzar la orilla donde me aguardan la primavera i la felicidad.

Mas, la gota solitaria, le contestó:

—Si yo desapareciera ¿para quién fulguraria el sol i lucirian las estrellas? El universo no tendria razón de ser. Tu petición es absurda i ridícula en demasía. ¡Prendado de mi hermosura el salobre océano me tomó por esposa; soi la reina del mar!

En balde el ave moribunda insistió i suplicó, revoloteando en torno de la inclemente, hasta que por fin agotadas ya sus fuerzas, se sumerjió en las olas. Hizo un supremo esfuerzo i salió del agua, pero sus alas mojadas se negaron a sostenerla y, tras una breve lucha para mantenerse a flote sobre las salobres i traidoras ondas, se hundió en ellas para siempre.

Cuando hubo desaparecido, la gotita de agua dulce dijo grave i sentenciosamente:

—No tiene mas que su merecido. ¡Vaya con la pretensión i petulancia de esa vagabunda bebedora de aire!

El sol, ascendiendo al cénit, derramaba sobre el mar la ardiente irradiación de su hoguera eterna; i la descuidada gotita, que flotaba en la superficie perezosamente, se sintió de improviso abrasada de un calor terrible. I antes de que pudiera evitarlo, se encontró trasformada en un leve jirón de vapor que subia por el aire enrarecido hasta una altura inconmensurable. Allí una corriente de viento la arrastró por encima del océano a un punto donde, descendiendo, volvió a ver otra vez valles, colinas i montañas.

Sumerjida en una masa de vapores, que con su blanco dosel cubria una dilatada campiña agostada por el calor, oyó cómo de la tierra subia un clamor que llenaba el espacio. Eran las voces jemidoras de las plantas que decían:

—¡Oh nubes, dadnos de beber! ¡Nos morimos de sed! Mientras el sol nos abrasa i nos devora, nuestras raíces no encuentran en la tierra calcinada un átomo de humedad. Perecemos infaliblemente, si no desatais una llovizna siquiera. ¡Nubes del cielo, lloved, lloved!

I las nubes, llenas de piedad, se condensaron en gotas menudísimas que inundaron con una lluvia copiosa los sedientos campos.

Mas la gota de agua evaporada por el sol, que flotaba también entre la niebla, dijo:

—Es mucho mas hermoso errar a la ventura por el cielo azul que mezclarse a la tierra i convertirse en fango. Yo no he nacido para eso. Y, haciéndose lo mas tenue que pudo, dejó debajo las nubes i se remontó mui alto hácia el cénit. Pero cuando mas embelesada estaba contemplando el vasto horizonte, un viento impetuoso, venido del mar, la arrastró hasta la nevada cima de una altísima montaña, i antes de que se diera cuenta de lo que pasaba se encontró bruscamente convertida en una leve plumilla de nieve que descendió sobre la cumbre, donde se solidificó instantáneamente.

Una congoja inexplicable la sobrecojió. Estaba otra vez en el punto de partida, i oyó murmurar a su lado:

—¡He aquí que retorna una de las elejidas! Ni en polen, ni en rocío, ni en perfume despilfarró una sola de sus moléculas. Digna es, pues, de ocupar este sitial excelso. Odiamos las groseras trasformaciones y, como símbolo de belleza suprema, nuestra misión es permanecer inmutables e inaccesibles en el espacio i en el tiempo.

Mas la angustiada i doliente prisionera; sin atender a la voz de la montaña, sintiéndose penetrada por un frío horrible, se volvió hácia el sol, que estaba en el horizonte, i le dijo:

—¡Oh, padre sol! ¡Compadeceos! ¡Devolvedme la libertad!

Pero el sol, que no tenia ahí fuerza ni calor alguno, le contestó:

—Nada puedo contra las nieves eternas. Aunque para ellas la aurora es mas dilijente i mas tardío el ocaso, mis rayos, como al granito que las sustenta, no las fundirán jamás.

6. Víspera de difuntos

Por la calleja triste i solitaria pasan ráfagas zumbadoras. El polvo se arremolina i penetra en las habitaciones por los cristales rotos i a través de los tableros de las puertas desvencijadas.

El crepúsculo envuelve con su parda penumbra tejados i muros i un ruido lejano, profundo, llena el espacio entre una i otra racha: es la voz inconfundible del mar.

En la tiendecilla de pompas fúnebres, detrás del mostrador, con el rostro apoyado en las palmas de las manos, la propietaria perece abstraída en hondas meditaciones. Delante de ella, una mujer de negras ropas, con la cabeza cubierta por el manto, habla con voz que resuena en el silencio con la tristeza cadenciosa de una plegaria o una confesión.

Entre ambas hai algunas coronas i cruces de papel pintado.

La voz monótona murmura:

…Después de mirarme un largo rato con aquellos ojos claros, empañados ya por la agonía, asiéndome de una mano se incorporó en el lecho, i me dijo con un acento que no olvidaré nunca:

—¡Prométeme que no la desampararás! ¡Júrame por la salvación de tu alma que serás para ella como una madre, i que velarás por su inocencia i por su suerte como lo haria yo misma!

La abracé llorando, i le prometí i juré todo lo que quiso.

(Una ráfaga de viento sacude la ancha puerta, lanzan los goznes un chirrido agudo, i la voz plañidera continúa:)

—Cumplia apenas los doce años, era rubia, blanca, con ojos azules tan cándidos; tan dulces, como los de la virjencita que tengo en el altar. Hacendosa, dilijente, adivinaba mis deseos: Nunca podia reprocharle cosa alguna y, sin embargo, la maltrataba. De las palabras duras, poco a poco, insensiblemente pasé a los golpes, i un odio feroz contra ella i contra todo lo que provenia de ella, se anidó en mi corazón.

Su humildad, su llanto, la tímida expresión de sus ojos tan resignada i suplicante, me exasperaba. Fuéra de mí, cogíala a veces por los cabellos i la arrastraba por el cuarto, azotándola contra las paredes i contra los muebles hasta quedarme sin aliento.

I luego, cuando en silencio, con los ojos llorosos, veíala ir i venir colocando en su sitio las sillas derribadas por el suelo, sentia el corazón como en un puño. Un no sé qué de angustia i de dolor, de ternura i de arrepentimiento subia de lo mas hondo de mi ser i formaba un nudo en mi garganta. Experimentaba entónces unos deseos irresistibles de llorar a gritos, de pedirle perdón de rodillas, de cojerla en mis brazos i comérmela a caricias.

(Unos pasos apresurados cruzan delante de la puerta. La narradora se volvió a medias i su perfil agudo salió un instante de la sombra para eclipsarse enseguida).

…La enfermedad (aquí la voz se hizo opaca i temblorosa) me postraba a veces por muchos dias en la cama. ¡Era de ver entónces sus cuidados para atenderme! ¡Con qué amorosa solicitud ayudábame a cambiar de postura! Como una madre con su hijo, rodeábame el cuello con sus delgados bracitos para que pudiese incorporarme.

Siempre silenciosa acudia a todo, iba a la compra, encendia el fuego, preparaba el alimento. De noche a un movimiento brusco, a un quejido que se me escapara, ya estaba ella junto a mí, preguntándome con su vocecita de ánjel:

—¿Me llamas, mamá, necesitas algo?

Rechazábala con suavidad, pero sin hablarla. No queria que el eco de mi voz delatase la emoción que me embargaba. I ahí, en la oscuridad de esas largas noches sin sueño, asaltábame tenaz i torcedor el remordimiento. El perjurio cometido, lo abominable de mi conducta, apareciaseme en toda su horrenda desnudez. Mordia las sábanas para ahogar los sollozos, invocaba a la muerta, pedíala perdón i hacia protestas ardientes de enmienda, conminándome, en caso de no cumplirlas, con las torturas eternas que Dios destina a los réprobos.

(La vendedora, sin cambiar de postura, oia sin desplegar los labios, con el inmóvil rostro iluminado por la claridad tenue e indecisa del crepúsculo).

Mas la luz del alba—prosigue la enlutada—i la vista de aquella cara pálida, cuyos ojos me miraban con timidez de perrillo castigado, daban al traste con todos aquellos propósitos. ¡Cómo disimulas, hipócrita, pensaba! ¡Te alegran mis sufrimientos, lo adivino, lo leo en tus ojos! I en vano trataba de resistir al extraño i misterioso poder que me impelia esos actos feroces de crueldad, que una vez satisfechos me horrorizaban.

Parecíame ver en su solicitud, en su sumisión, en su humildad, un reproche mudo, una perpetua censura i su silencio, sus pasos callados, su resignación para recibir los golpes, sus ayes contenidos, sin una protesta, sin una rebelión, antojábanseme otros tantos ultrajes que me encendían de ira hasta la locura.

¡Cómo la odiaba entónces, Dios mío, cómo!

(En la tienda desierta las sombras invaden los rincones, borrando los contornos de los objetos. La negra silueta de la mujer se ajigantaba i su tono adquirió lúgubres inflexiones).

—Fué a entradas de invierno. Empezó a toser. En sus mejillas aparecieron dos manchas rojas i sus ojos azules adquirieron un brillo extraño, febril. Veíala tiritar de continuo i pensaba que era necesario cambiar sus lijeros vestidos por otros mas adecuados a la estación. Pero no lo hacia… i el tiempo era cada vez mas crudo… apenas se veia el sol.

(La narradora hizo una pausa; un jemido ahogado brotó de su garganta, i luego continuó):

—Hacia ya mucho tiempo que habia apagado la luz. El golpeteo de la lluvia i el bramido del viento, que soplaba afuera huracanado, teníanme desvelada. En el lecho abrigado i caliente, aquella música producíame una dulce voluptuosidad. De pronto, el estallido de un acceso de tos, me sacó de aquella somnolencia: crispáronse mis nervios, i aguardé ansiosa que el ruido insoportable cesara.

Mas, terminado un acceso, empezaba otro mas violento i prolongado. Me refujié bajo los cobertores, metí la cabeza debajo de la almohada: todo inútil. Aquella tos seca, vibrante, resonaba en mis oídos con un martilleo ensordecedor.

No pude resistir mas i me senté en la cama y, con voz que la cólera debia de hacer terrible, le grité: ¡Calla, cállate, miserable!

Un rumor comprimido me contestó. Entendí que trataba de ahogar los accesos, cubriéndose la boca con las manos i las ropas, pero la tos triunfaba siempre.

No supe cómo salté al suelo, i cuando mis pies tropezaron con el jergón, me incliné i busqué a tientas en la oscuridad aquella larga i dorada cabellera, y, asiéndola con ambas manos, tiré de ella con furia. Cuando estuvimos junto a la puerta comprendió sin duda mi intento, porque por primera vez trató de hacer resistencia i procurando desasirse clamó con indecible espanto:

—¡No, no, perdón, perdón!

Mas yo habia descorrido el cerrojo… Una ráfaga de viento i agua penetró por el hueco i me azotó el rostro con violencia.

Aferrada a mis piernas, imploraba con desgarrador acento:

—¡No, no mamá, mamá!

Reuní mis fuerzas i la lancé afuera y, cerrando enseguida, me volví al lecho estremecida de terror.

(La propietaria escuchaba atenta i muda, i sus ojos se animaban, bajo el arco de sus cejas, cuando la voz opaca i velada disminuia su diapasón).

Mucho tiempo permaneció junto a la puerta lanzando desesperados lamentos, interrumpidos a cada instante por los accesos de tos. Me parecia, a veces, percibir entre el ruido del viento i de la lluvia, que ahogaba sus gritos, el temblor de sus miembros i el castañeteo de sus dientes.

Poco a poco sus voces de:

—¡Ábreme, mamá, mamacita; tengo miedo mamá! fueron debilitándose, hasta que por fin cesaron por completo.

Yo pensé: se ha ido al cobertizo, al fondo del patio, único sitio donde podia resguardarse de la lluvia, i la voz del remordimiento se alzó acusadora i terrible en lo mas hondo de la conciencia:

¡La maldición de Dios, me gritaba, va a caer sobre ti!… ¡La estás matando!… ¡Levántate i ábrele!… ¡Aún es tiempo!

Cien veces intenté descender del lecho, pero una fuerza incontrastable me retenia en él, atormentada i delirante.

¡Qué horrible noche, Dios mío!

(Algo como un sollozo convulsivo siguió a estas palabras. Hubo algunos segundos, de silencio, i luego la voz mas cansada, mas doliente, prosiguió:)

Una gran claridad iluminaba la pieza cuando desperté. Me volví hácia la ventana i vi a través de los cristales el cielo azul. La borrasca habia pasado i el día se mostraba esplendoroso, lleno de sol. Sentí el cuerpo adolorido, enervado por la fatiga; la cabeza pareciame que pesaba sobre los hombros como una masa enorme. Las ideas brotaban del cerebro torpes, como oscurecidas por una bruma. Trataba de recordar algo, i no podía. De pronto la vista del jergón vacío, que estaba en el rincón del cuarto, despejó mi memoria i me reveló de un golpe lo sucedido.

Sentí que algo opresor se anudaba a mi garganta, i una idea horrible me perforó el cerebro, como un hierro candente.

I estremecida de espanto, sin poder contener el choque de mis dientes, mas bien me arrastré que anduve hácia la puerta; pero, cuando ponia la mano en el cerrojo, un horror invencible me detuvo. De súbito mi cuerpo se dobló como un arco i tuve la rápida visión de una caída. Cuando volví estaba tendida de espaldas en el pavimento. Tenia los miembros magullados, el rostro i las manos llenos de sangre.

Me levanté i abrí… Falta de apoyo, se desplomó hácia adentro. Hecha un ovillo, con las piernas encojidas, las manos cruzadas i la barba apoyada en el pecho, parecia dormir. En la camisa veíanse grandes manchas rojas. La despojé de ella i la puse desnuda sobre mi lecho. ¡Dios mío, mas blanco que las sábanas, qué miserable me pareció aquel cuerpecillo, qué descarnado: era sólo piel i huesos!

Cruzábanlo infinitas líneas i trazos oscuros. Demasiado sabia yo el orijen de aquellas huellas, ¡pero nunca imajiné que hubiera tantas!

Poco a poco fué reanimándose, hasta que por fin entreabrió los ojos i los fijó en los míos. Por la expresión de la mirada i el movimiento de los labios, adiviné que queria decirme algo. Me incliné hasta tocar su rostro y, después de escuchar un rato, percibí un susurro casi imperceptible:

—¡La he visto! ¿sabes? ¡qué contenta estoi! ¡Ya no me abandonará mas, nunca mas!

(La ventolina parecia decrecer i el ruido del mar sonaba mas claro i distinto, entre los tardíos intervalos de las ráfagas).

Le tomó el pulso i la miró largamente (jime la voz).

Lo acompañé hasta el umbral i volví otra vez junto a ella. Las palabras: hemorrajia… ha perdido mucha sangre… morirá antes de la noche, me sonaban en los oídos como algo lejano, que no me interesaba en manera alguna. Ya no sentia esa inquietud i angustia de todos los instantes. Experimentaba una gran tranquilidad de ánimo. Todo ha acabado, me decia, i pensé en los preparativos del funeral. Abrí el baúl i extraje de su fondo la mortaja, destinada para servirme a mí misma. I sentándome a la cabecera, púseme inmediatamente a la tarea de deshacer las costuras para disminuirla de tamaño.

Más blanca que un cirio, con los ojos cerrados, yacia de espaldas respirando trabajosamente. Nunca, como entónces, me pareció mas grande la semejanza. Los mismos cabellos, el mismo óvalo del rostro i la misma boca pequeña, con la contracción dolorosa en los labios. Va a reunirse con ella, pensé. ¡Qué felices son! i convencida de que su sombra estaba ahí, a mi lado, junto a ella, proferí: ¡He cumplido mi juramento, allí la tienes, te la devuelvo como la recibí, pura, sin mancha, santificada por el martirio!

Estallé en sollozos. Una desolación inmensa, una amargura sin límites llenó mi alma. Entreví con espanto la soledad que me aguardaba. La locura se apoderó de mí, me arranqué los cabellos, di gritos atroces, maldije del destino… De súbito me calmé: me miraba. Cogí la mortaja y, con voz rencorosa de odio, díjele mientras se la ponia delante de los ojos: ¡Mira!; ¿qué te parece el vestido que te estoi haciendo? ¡Qué bien te sentará! ¡I qué confortable i abrigador es! ¡Cómo te calentará cuando estés debajo de tierra, dentro de la fosa que ya está cavando para ti el enterrador!

Mas ella nada me contestaba. Asustada, sin duda, de ese horrible traje gris, se habia puesto de cara a la pared. En vano le grité: ¡Ah! ¡testaruda, te obstinas en no ver! Te abriré los ojos por fuerza. Y, echándole la mortaja encima, la tomé de un brazo i la volví de un tirón: estaba muerta.

(Afuera el viento sopla con brío. Un remolino de polvo penetra por la puerta, invade la tienda oscureciéndola casi por completo. Y, apagada por el ruido de las ráfagas, se oye aun por un instante resonar la voz:

—Mañana es día de difuntos y, como siempre, su tumba ostentará las flores mas frescas i las mas hermosas coronas…

En la tienda, las sombras lo envuelven todo. La propietaria con el rostro en las palmas de las manos, apoyada en el mostrador, como una sombra también, permanece inmóvil. El viento zumba, sacude las coronas i modula una lúgubre cantinela, que acompañan con su fru-fru, de cosas muertas los pétalos de tela i de papel pintado:

—¡Mañana es día de difuntos!

7. El oro

Una mañana que el sol surjia del abismo i se lanzaba al espacio, un vaivén de su carro flamíjero lo hizo rozar la cúspide de la montaña.

Por la tarde un águila, que regresaba a su nido, vió en la negra cima un punto brillantísimo que resplandecia como una estrella.

Abatió el vuelo i percibió aprisionado en una arista de la roca, un rutilante rayo de sol.

Pobrecillo, díjole el ave compadecida, no te inquietes, que yo escalaré las nubes i alcanzaré la veloz cuádriga antes que desaparezca debajo del mar.

I cojiéndolo en el pico se remontó por los aires i voló tras el astro que se hundia en el ocaso.

Pero, cuando estaba ya próxima a alcanzar al fujitivo, sintió el águila que el rayo, con soberbia ingratitud, abrasaba el curvo pico que lo retornaba al cielo.

Irritada, entónces, abrió las mandíbulas i lo precipitó en el vacío.

Descendió el rayo como una estrella filante, chocó contra la tierra, se levantó i volvió a caer. Como una luciérnaga maravillosa erró a través de los campos i su brillo, infinitamente mas intenso que el de millones de diamantes, era visible en mitad del día i de noche centelleaba en las tinieblas como un diminuto sol.

Los hombres, asombrados, buscaron mucho tiempo la explicación del hecho extraordinario, hasta que un día los magos i nigromantes descifraron el enigma. La errabunda estrella era una hebra desprendida de la cabellera del sol. I añadieron que el que lograse aprisionarla veria trocarse su existencia efímera en una vida inmortal; pero, para cojer el rayo sin ser consumido por él, era necesario haber extirpado del alma todo vestijio de piedad i amor.

Entonces, todos los lazos se desataron, i ya no hubo ni padres, ni hijos ni hermanos. Los amantes abandonaron a sus amadas i la humanidad entera persiguió, como desatentada jauría, al celeste peregrino por toda la redondez de la tierra. Noche i dia millares de manos ávidas se tendieron sin cesar hácia el ascua fulgurante, cuyo contacto reducia a la nada a los audaces i sólo dejaba de sus cuerpos, de sus corazones egoístas i soberbios, un puñado de polvo de un matiz de trigo madura, que parecia hecho de rayos de sol.

I aquel prodijio, incesantemente renovado, no detenia el enjambre de los que iban a la conquista de la inmortalidad. Los que sucumbían eran sin duda aquellos que conservaban en sus corazones un vestijio de sentimientos adversos, i cada cual confiado en el poder victorioso de su ambición, proseguia la caza interminable, sin desmayos i sin recelos, seguros del éxito final.

I el rayo erró por los cuatro ámbitos del planeta, marcando su paso con aquel reguero de polvo dorado i brillante que, arrastrado por las aguas, penetró a través de la tierra i se depositó en las grietas de las rocas i en el lecho de los torrentes.

Por fin, el águila, desvanecido ya su rencor, cojiolo nuevamente i lo puso en la ruta del astro que subia hácia el cénit.

I trascurrió el tiempo. El ave, muchas veces centenaria, vió hundirse en la nada incontables jeneraciones. Un día el Amor desplegó sus alas i se remontó al infinito i como hallase a su paso al águila que bogaba en el azul, le dijo:

—Mi reinado ha concluido. Mirad allá abajo.

I la penetrante mirada del ave distinguió a los hombres ocupados en extraer de la tierra i del fondo de las aguas un polvo amarillo, rubio como las espigas, cuyo contacto infiltraba en sus venas un fuego desconocido.

Y, viendo a los mortales, trastornada la esencia de sus almas, pelearse entre sí como fieras, exclamó el águila:

—Sí, el oro es un precioso metal. Mezcla de luz i de cieno, tiene el rubio matiz del rayo; i sus quilates son la soberbia, el egoísmo i la ambición.

8. La barrena

Aquellos sí que eran buenos tiempos, dijo el abuelo dirijiéndose a su juvenil auditorio, que lo oia con la boca abierta. Los cóndores de oro corrían como el agua i no se conocían ni de nombre estos sucios papeles de ahora. No habia mas que dos piques: el Chambeque i el Alberto, pero el carbón estaba tan cerca de los pozos que, de cada uno de ellos, se sacaban muchos cientos de toneladas por día.

Entonces fué cuando los de Playa Negra quisieron atajarnos corriendo una galería que iba desde el bajo de Playa Blanca en derechura a Santa María. Nos cortaban así todo el carbón que quedaba hácia el norte, debajo del mar. Apenas se supo la noticia, todo el mundo fué al Alto de Lotilla a ver los nuevos trabajos que habían empezado los contrarios con toda actividad. Tenían ya armada la cábria del pique casi en la orilla misma donde revienta la ola en las altas mareas. Los pícaros querían trabajar lo menos posible para cerrarnos el camino. Entretanto nuestros jefes no se contentaban sólo con mirar. Estudiaban el modo de parar el golpe, i andaban para arriba i para abajo corriendo desaforados con unas caras de susto tan largas que daban lástima.

Acababa una mañana de llegar al pique, cuando don Pedro, el capataz mayor, me llamó para decirme:

—Sebastián ¿cuántos son los barreteros de tu cuadrilla?

—Veinte, señor, le contesté.

—Escoje de los veinte, me mandó, diez de los mejores i te vas con ellos al Alto de Lotilla. Allí estaré yo dentro de una hora.

Me fui abajo i escogí mis hombres, i antes de la hora ya estábamos juntos con una nube de peones, de carpinteros i de mecánicos en la media falda del cerro que mira al mar.

Mientras los peones desmontaban i terraplenaban i los carpinteros aserraban las enormes vigas, los mecánicos recorrían el motor listo ya para funcionar. Todos metían una bullanga de mil demonios. A cada momento llegaban barreteros del Chambeque i del Alberto. Allí estaba la flor i nata de toda la mina. Ninguno tenia menos de veinte años ni pasaba de veinticinco.

De repente corrió la voz de que iba a hablarnos el injeniero jefe. Todavía me parece verlo encaramado en una pila de madera echándonos aquel discurso cuyo recuerdo tengo aun en la memoria. Después de afear la conducta de los de Playa Negra, que sin ninguna razón i contra todo derecho querían arrinconarnos contra el cerro para apoderarse del carbón submarino que habíamos sido los primeros en descubrir i en explotar, nos dijo que contaba con nuestro empuje i entusiasmo para el trabajo para impedir aquel despojo que realizado seria la ruina de todos. Luego nos explicó, aunque mui a la lijera, lo que exijia de nosotros. A pesar de su reserva i de lo vago de ciertos detalles, comprendimos que su intención era abrir un pique en el sitio donde estábamos i enseguida una galería paralela a la playa que cortase en la cruz la línea que traia la de Playa Negra. Pero para que tuviese éxito este plan, era necesario llegar al cruce antes que los contrarios. I aquí estaba lo difícil, porque la distancia que ellos debian andar era menos que la mitad de la que nosotros teníamos que recorrer para ir al mismo punto por debajo del mar.

Al concluir el injeniero su discurso era tan grande nuestro entusiasmo que pedimos a gritos la orden de empezar el trabajo inmediatamente. Estábamos furiosos contra los de Playa Negra i algunos propusieron como lo mas práctico para cortar la cuestión irnos sobre los intrusos i arrojarlos dentro de su pique con cábria máquinas i todo. El injeniero apaciguó a los exaltados diciéndoles que la violencia empeoraria la situación aplazando la dificultad indefinidamente. Lo mejor era concluir de una vez i para siempre. Calmados los ánimos se procedió a dividir a los barreteros en doce cuadrillas de diez hombres cada una que trabajarían una después de otra reemplazándose cada dos horas. Por este medio habria siempre en la faena jente descansada i de refresco.

Echada a la suerte el turno de las cuadrillas le tocó a la mia el segundo lugar. Nos quedamos aguardando con impaciencia el relevo mientra los demás que tenían número mas altos se iban a sus casas para dormir.

¡Aquello sí que era trabajar! Desnudos, con un trapo a la cintura, empuñábamos con tal rabia las piquetas que la tierra, la arcilla i la piedra nos parecian una cosa blanda en la que nos hundíamos como se hunde en la madera podrida una mecha de taladro. El sudor nos corria a chorros i humeábamos como la barra que el herrero retira de la fragua i mete en el enfriadero. Algunos se desmayaban i cuando el pito de capataz nos indicaba que habia concluido el turno una niebla nos oscurecia la vista i apenas podíamos tenernos en pie.

En la primera semana alcanzamos el nivel del mar. Se pusieron grandes bombas para achicar el agua i seguimos cavando i cavando hasta enterar, otra semana. De repente nos mandaron parar. Bajaron los injenieros con sus instrumentos i después de dos horas mas o menos nos marcaron con tiza en la pared donde debíamos abrir la galería. Sin perder minuto empuñamos las herramientas i el trabajo principió con la misma furia que antes. Bajamos ájiles i frescos i dos horas después salíamos inconocibles, reventados, casi muertos. Afuera el médico nos tomaba el pulso; bebíamos un poco de coñac con agua i enseguida a casa a dormir. Hubo también algunos accidentes. De improviso caia uno de bruces i ahí se quedaba sin menear pata. Otros reventaban en sangre por las narices i los nidos. Reemplazábalos inmediatamente la cuadrilla de reserva i el trabajo seguia adelante de día i de noche sin parar un minuto, un segundo siquiera.

Era imposible hacer más, pero a los jefes todavía les parecia poco. Andaban con un julepe que se los comia. I no era para menos, porque nosotros que íbamos de sur a norte, para cerrar el camino a los de Playa Negra, que iban hácia el oriente, teníamos que recorrer una distancia casi doble. Hacia ya un mes que trabajábamos cuando una mañana vinieron los injenieros a hacer una nueva medición de la galería. Esta vez demoró la cosa bastante. Hablaban, median i volvían a medir i de pronto nos ordenaron que suspendiéramos el trabajo hasta nuevo aviso. Como nos moríamos de curiosidad i deseábamos saber si habíamos ganado o perdido ninguno quiso alejarse de la mina hasta no averiguar en qué paraba todo aquello. Yo, como jefe de cuadrilla, me apersoné a don Pedro, el capataz mayor, que estaba todo el tiempo con la oreja pegada al muro i le pregunté: ¿Conque ya les tapamos la cancha? Me hizo un jesto para que callase i entónces puse yo también el oído en la pared. Estuve así un rato escuchando con toda mi alma i de repente, me pareció oír mui lejos unos golpecitos como si alguien estuviese dando papirotes sobre la piedra. Puse mas atención i cuando estuve ya seguro de no equivocarme llamé al capataz i le dije: don Pedro, es aquí donde viene la barrena.

Se acercó i nos pusimos a escuchar juntos. De pronto a la luz de la lámpara vi cómo brillaron los ojos del capataz. Los golpes de combo en la barrena guía se iban sintiendo cada vez mas fuertes. En ese momento llegaron los injenieros i después de escuchar también con la oreja pegada al muro desenrollaron un plano i se pusieron a trabajar con sus aparatos. Luego marcaron con tiza una cruz en la pared; dieron algunas órdenes al capataz i se marcharon alegres como unas pascuas. Apenas hubieron salido cuando bajó una docena de carpinteros que colocaron a toda prisa una puerta que cerró completamente un espacio de diez metros al fin de la galería. Colgada la puerta en el marco i calafateadas con gran prolijidad sus rendijas se retiraron los carpinteros i sólo quedamos ahí el capataz mayor i los cabezas de cuadrilla oyendo los golpes dados en la barrena que al parecer estaba ya mui cerca. Sin embargo, pasaron todavía muchas horas i serían talvez las tres de la tarde cuando el capataz me dijo: Ve arriba i avisa que tengan listo el bracero.

Fui a toda prisa a cumplir la orden i cuando estuve de vuelta se sentia tan claro el ruido de la barrena que calculé que no pasaria media hora sin que la punta asomase por la pared. La galería tenia en esa parte dos metros de alto i cortaba un manto de tosca azul que no dejaba filtrar una gota de agua sin embargo de tener el mar encima de nuestras cabezas. Mientras aguardábamos en silencio, no cesábamos de pensar en el cálculo de los injenieros cuya exactitud nos llenaba de admiración. No sabíamos, todavía, que aprovechándose de la poca vijilancia de los jefes de Playa Negra, dos de los nuestros habían bajado a la mina contraria i anotado su nivel i dirección.

Como ya lo habia calculado, no habia trascurrido media hora cuando los primeros pedacitos de tosca empezaron a caer de la pared, a metro i medio del suelo. Todos sabíamos lo que esto queria decir i aguardábamos con verdadera ansia que la barrena guía rompiese la muralla para despuntarla de un martillazo, haciéndoles ver a los contrarios que habían perdido la partida i que nosotros éramos los amos debajo del mar. Combo en mano esperábamos el momento oportuno, cuando don Pedro, el capataz mayor, hizo una seña para que nos apartáramos; i afirmando el hombro izquierdo en el muro se escupió las manos i aguardó con los ojos clavados en la tosca que se levantaba como una ampolla.

Nunca me olvidaré de aquel momento. Todos teníamos la vista fija en el capataz mayor queriendo adivinar su intento. Alumbrado por las lámparas, parecia uno de esos jigantes de que hablan los cuentos de niños. Tenia seis pies de alto i su cuerpo grueso en proporción, agrandado por el resplandor de las luces, parecia llenar el estrecho recinto. Sus fuerzas eran famosas en toda la mina. Muchas veces lo vi, bromeando, levantar a un hombre en cada mano i sostenerlos en el aire como si fueran guaguas de meses.

Con un pie adelante del otro, la cabeza un poco inclinada, esperaba el instante en que la barrena asomase por el muro. No tuvo mucho tiempo que aguardar. A cada golpe, los pedazos de tosca que caían eran mas grandes, hasta que, de pronto, algo brillante salió de la pared, haciendo saltar un grueso planchón. Rápido como el rayo, el capataz le echó la zarpa, i por un instante sentimos cómo crujían sus huesos. De repente se enderezó i se quedó quieto, afirmado en la pared con la cabeza echada atrás i resoplando como el fuelle de una fragua movido a todo vapor. Clavamos los ojos en la muralla i apenas podíamos creer lo que veíamos. Doblada en forma de escuadra, la extremidad de la barrena sobresalia del muro unos cincuenta centímetros i movíase de un lado a otro como el péndulo de un reloj.

El abuelo hizo una pausa, i después de tomar entre sus dedos temblorosos el cigarrillo encendido que uno de sus atentos oyentes le alargaba, continuó:

—Lo que me falta que contarles es mui poca cosa. Mientras los de Playa Negra, que no podían adivinar ni remotamente lo que habia pasado, achacaban el accidente a un simple atascamiento de su barrena i hacían los esfuerzos imajinables para desatascarla, ensanchando el orificio, nosotros habíamos colocado frente a él un gran bracero de carbón encendido. Luego, el capataz mayor dio orden de que todo el mundo abandonara la galería, quedándonos los dos para terminar los últimos preparativos. Todo quedó listo en un momento. Después de ensayar si la puerta cerraba bien i mientras yo me alejaba prudentemente, don Pedro tomó en sus brazos, como si fuera una pluma, el enorme saco lleno de ají que se habia bajado hacia poco, y, desde el umbral, lo lanzó sobre las brasas encendidas. Cerró, acto continuo la hoja de un puntapié, i volviendo las espaldas echó a correr hácia el pozo de salida. Yo, que iba adelante, fui el primero en llegar al ascensor i aunque nos izaron inmediatamente, sentimos al llegar arriba una picazón en la garganta, acompañada de una tos seca insoportable.

No hacia diez minutos que habíamos salido, cuando vimos que algo extraordinario pasaba en la mina enemiga. La campana de alarma empezó a repicar a toda prisa, i algo mui grave debia ser lo que ocurria abajo, porque el toque era desesperado. Como estábamos mas altos que ellos, ningún detalle se nos escapaba. Cuando apareció el ascensor, la boca del pique estaba llena de jente. Los que salían eran rodeados i acosados a preguntas, que oíamos perfectamente:

—¿Qué hai, qué pasa?

Pero los pobres diablos no podían contestar, porque una extraña tos los sacudia de pies a cabeza. Entonces prorrumpimos todos en gritos i vivas, que los de Playa Negra contestaban con insultos i blasfemias.

Para terminar, sólo me falta decir que cuantas tentativas hicieron nuestros contrarios para bajar a la mina i reanudar los trabajos, fueron inútiles. Pasaban los dias, las semanas i los meses i la imposibilidad era siempre la misma. Apenas el ascensor se hundia en el pique algunos metros, los que iban en él se ponían a gritar que los izaran sin demora i salían medio ahogados tosiendo desesperadamente.

Era imposible haber ideado una estratajema mas eficaz. El humo del ají encerrado, en la galería nuestra, se escapaba tan despacio por el orificio de la barrena guía que amenazaba no concluirse nunca. I sucedió lo que debia suceder: que el lecho de la galería, apuntalado a la lijera, se derrumbó, dando paso al agua del mar.

Seis meses después, la famosa mina de Playa Negra era sólo un pozo de agua salobre que la arena de las dunas iba rellenando lentamente.

9. Cañuela i Petaca

Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado i mohoso fusil.

Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.

Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro i su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron mui temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.

Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas—tiene nueve años, i su cuerpo es espigado i delgaducho—ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, i sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención i prolijidad. Sus cabellos rubios, desteñidos, i sus ojos claros de mirar impávido i cándido contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta i los ojillos oscuros i vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo i rechoncho es la antítesis de Cañuela a quien maneja i gobierna con despótica autoridad.

Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas i conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades e inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones i fulminantes?

Por fin, una tarde, mientras Cañuela vijilaba sobre las brasas del hogar la olla de la merienda, vió de improviso aparecer en el hueco de la puerta la furtiva i silenciosa figura de Petaca, quien, al enterarse de que los viejos no regresaban aun del pueblo, puso delante de los ojos asombrados de Cañuela un grueso saquete de pólvora para minas, que tenia oculto debajo de la ropa. La adquisición del explosivo era toda una historia que el héroe de ella no se cuidó de relatar, embobado en la contemplación de aquella sustancia reluciente semejante a azabache pulimentado.

A una legua escasa del rancho habia una cantera que surtia de materiales de construcción a los pueblos vecinos. El padre de Petaca era el capataz de aquellas obras. Todas las mañanas extraia del depósito excavado en la peña viva la provisión de pólvora para el día. En balde el chico habia puesto en juego la travesura i sutileza de su injenio para apoderarse de uno de aquellos saquetes que, el viejo, tenia junto a sí en la pequeña carpa, desde la cual dirijia los trabajos. Todas sus astucias i estratajemas habían fracasado lamentablemente ante los vijilantes ojos que observaban sus movimientos. Desesperado de conseguir su objeto, tentó, por fin, un medio heroico. Habia observado que cuando un tiro estaba listo, dada la señal de peligro, los trabajadores, incluso el capataz, iban a guarecerse en un buceo abierto con ese propósito en el flanco de la montaña i no salían de allí sino cuando se habia producido la explosión. Una mañana, arrastrándose como una culebra, fué a ponerse en acecho cerca de la carpa. Mui pronto, tres golpes dados con un martillo en una barrena de acero, anunciaron que la mecha de un tiro acababa de ser encendida, i vió cómo su padre i los canteros corrían a ocultarse en la excavación. Aquel era el momento propicio, i abalanzándose sobre los saquetes de pólvora se apoderó de uno, emprendiendo enseguida una veloz carrera, saltando como una cabra por encima de los montones de piedra que, en una gran extensión, cubrían el declive de la montaña. Al producirse el estallido que hizo temblar el suelo bajo sus pies, enormes proyectiles le zumbaron en los oídos, rebotando a su derredor una furiosa granizada de pedriscos. Mas, ninguno le tocó, i cuando los canteros abandonaron su escondite, él estaba ya lejos oprimiendo contra el jadeante pecho su gloriosa conquista, henchida el alma de júbilo.

Esa tarde, que era un jueves, quedó acordado que la cacería fuese el domingo siguiente, día de que podían disponer a su antojo; pues, los abuelos, se ausentarían como de costumbre para llevar sus aves i hortalizas al mercado. Entretanto, habia que ocultar la pólvora. Muchos escondites fueron propuestos, i desechados. Ninguno les parecia suficientemente seguro para tal tesoro. Cañuela propuso que se abriese un hoyo en un rincón del huerto i se la ocultase ahí, pero, su primo, lo disuadió contándole que un muchacho, vecino suyo, habia hecho lo mismo con un saquete de aquellos, hallando dias después sólo la envoltura de papel. Todo el contenido se habia desecho con la humedad. Por consiguiente, habia que buscar un sitio bien seco. Y, mientras trataban inútilmente de resolver aquel problema, el ganso de Cañuela, a quien, según su primo, nunca se le ocurria nada de provecho, dijo, de pronto, señalando el fuego que ardia en mitad de la habitación:

—¡Enterrémosla en la ceniza!

Petaca lo contempló admirado, i por una rara excepción; pues lo que proponia el rubillo le parecia siempre detestable, iba a aceptar aquella vez cuando a la vista del fuego lo detuvo: ¿i si se prende? pensó. De repente brincó de júbilo. Habia encontrado la solución buscada. En un instante ambos chicos apartaron las brasas i cenizas del hogar i cavaron en medio del fogón un agujero de cuarenta centímetros de profundidad, dentro del cual, envuelto en un pañuelo de hierbas, colocaron el saquete de pólvora cubriéndole con la tierra extraída i volviendo a su sitio el fuego encima del que se puso nuevamente la desportillada cazuela de barro.

En media hora escasa todo quedó lindamente terminado, i Petaca se retiró prometiendo a su primo que los perdigones i los fulminantes estarían antes del domingo en su poder.

Durante los dias que precedieron al señalado, Cañuela no cesó de pensar en la posibilidad de un estallido que, volcando la olla de la merienda, única consecuencia grave que se le ocurría, dejase a él i a sus abuelos sin cenar. I este siniestro pensamiento cobraba mas fuerza al ver a su abuela Rosalía inflar los carrillos i soplar con brío atizando el fuego bien ajena, por cierto, de que todo un Vesubio estaba ahí delante de sus narices, listo para hacer su inesperada i fulminante aparición. Cuando esto sucedía, Cañuela se levantaba en puntillas i se deslizaba hácia la puerta mirando hácia atrás de reojo i mascullando con aire inquieto:

—¡Ahora sí que revienta, caramba!

Pero no reventaba, i el chico fué tranquilizándose hasta desechar todo temor.

I cuando llegó el domingo i los viejos con su carga a cuesta hubieron desaparecido a lo lejos en el sendero de la montaña, los rapaces radiantes de júbilo empezaron los preparativos para la expedición. Petaca habia cumplido su palabra escamoteando a su padre una caja de fulminantes, y, en cuanto a los perdigones, se les habia sustituido con gran ventaja i economía por pequeños guijarros recojidos en el lecho del arroyo.

Desenterrada la pólvora que ambos encontraron, después de palparla, perfectamente seca i calientita, i examinado prolijamente el fusil del abuelo, tan venerable i vetusto como su dueño, no restaba mas que emprender la marcha hácia las lomas i los rastrojos, lo que efectuaron después de asegurar convenientemente la puerta del rancho. Adelante, con el fusil al hombro, iba Petaca, seguido de cerca por Cañuela, que llevaba en los amplios bolsillos de sus calzones las municiones de guerra. Durante un momento disputaron acerca del camino que debian seguir. Cañuela era de opinión de descender a la quebrada i seguir hasta el valle, donde encontrarían bandadas de tencas i de zorzales; pero, su testarudo primo deseaba ir mas bien a través de los rastrojos, donde abundaban las loicas i las perdices, caza según él mui superior a la otra y, como de costumbre, su decisión fué la que prevaleció.

Petaca vestia una chaqueta, desecho de su padre, a la cual se le habia recortado las mangas i el contorno inferior a la altura de los bolsillos, los cuales quedaron, con este arreglo, eliminados. Cañuela no tenia chaqueta i cubríase el busto con una camisa; pero, en cambio, llevaba enfundadas las piernas en unos gruesos pantalones de daño, con enormes bolsillos que eran su orgullo i le servían, a la vez, de arca, de arsenal i de despensa.

Petaca, con el fusil al hombro, sudaba i bufaba bajo el peso del descomunal armatoste. Irguiendo su pequeña talla esforzábase por mantener un continente digno de un cazador, resistiendo con obstinación las súplicas de su primo, que le rogaba le permitiese llevar, siquiera por un ratito, el precioso instrumento.

Durante la primera etapa, Cañuela, lleno de ardor cinegético, queria se hiciese fuego sobre todo bicho viviente, no perdonando ni a los enjambres de mosquitos que zumbaban en el aire. A cada instante sonaba su discreto: ¡Psh, psh! llamando la atención de su compañero y, cuando éste se detenia interrogándole con sus chispeantes ojos, le señalaba, apuntando con la diestra, un mísero chincol que daba saltitos entre la yerba. Ante aquella caza ruin encogíase desdeñosamente de hombros el moreno Nemrod i proseguia su marcha triunfal a través de las lomas, encorvado bajo el fusil cuyo enmohecido cañón sobresalía, al apoyar la culata en el suelo, una cuarta por encima de su cabeza.

Por fin, el descontentadizo cazador vió delante de sí una pieza digna de los honores de un tiro. Una loica macho, cuya roja pechuga parecia una herida recién abierta, lanzaba su alegre canto sobre una cerca de ramas. Los chicos se echaron a tierra i empezaron a arrastrarse como reptiles por la maleza. El ave observaba sus movimientos con tranquilidad i no dio señales de inquietud sino cuando estaban a cuatro pasos de distancia. Abrió, entónces, las alas i fué a posarse sobre la yerba a cincuenta metros de aquel sitio. Desde ese momento, empezó una cacería loca a través de los rastrojos. Cuando después de grandes rodeos i de infinitas precauciones Petaca lograba aproximarse lo bastante i empezaba a enfilar el arma, el pájaro volaba e iba a lanzar su grito, que parecia de burla i desafío, un centenar de pasos mas allá. Como si se propusiese poner a prueba la constancia de sus enemigos, ora salvaba un matorral o una barranca de difícil acceso, pero siempre a la vista de sus infatigables perseguidores, quienes, después de algunas horas de este jimnástico ejercicio, estaban bañados en sudor, llenos de arañazos i con las ropas hecho una criba; mas no se desanimaban i proseguían la caza con salvaje ardor. Por último, el ave, cansada de tan insistente persecución, se elevó en los aires y, salvando una profunda quebrada, desapareció en el boscaje de la vertiente opuesta.

Cañuela i Petaca que con las greñas sobre los ojos, caminaban a gatas a lo largo de un surco, se enderezaron consultándose con la mirada, i luego, sin cambiar una sola palabra, siguieron adelante resueltos a morir de cansancio antes que renunciar a una pieza tan magnífica. Cuando, después de atravesar la quebrada, rendidos de fatiga, se encontraron otra vez en las lomas, lo primero que divisaron fué la fujitiva, que posada en un pequeño arbusto, estaba destrozando con su recio pico los tallos tiernos de la planta. Verla i caer ambos de bruces sobre la yerba fué todo uno, Petaca, con los ojos encandilados, fijos en el ave, empezó a arrastrarse con el vientre en el suelo remolcando con la diestra penosamente el fusil. Apenas respiraba, poniendo toda su alma en aquel silencioso deslizamiento. A cuatro metros del árbol se detuvo i reuniendo todas sus exhaustas fuerzas, se echó la escopeta a la cara. Pero, en el instante en que se aprestaba a tirar del gatillo Cañuela, que lo habia seguido sin que él se apercibiera, le gritó de improviso con su vocecilla de clarín, aguda i penetrante:

—¡Espera, que no está cargada, hombre!

La loica ajitó las alas i se perdió como una flecha en el horizonte.

Petaca se alzó de un brinco, i precipitándose sobre el rubillo lo molió a golpes i mojicones. ¡Qué bestia i qué bruto era! Ir a espantar la caza en el preciso instante en que iba a caer infaliblemente muerta. ¡Tan bien habia hecho la puntería!

I cuando Cañuela entre sollozos balbuceó:

—¡Porque te dije que no estaba cargada…!

A lo cual el morenillo contestó iracundo, con los brazos en jarras, clavando en su primo los ojos llameantes de cólera:

—¿Por qué no esperaste que saliese el tiro?

Cañuela cesó de sollozar, súbitamente, i enjugándose los ojos con el revés de la mano, miró a Petaca, embobado, con la boca abierta. ¡Cuán merecidos eran los mojicones! ¿Cómo no se le ocurrió cosa tan sencilla? No, habia que rendirse a la evidencia. Era un ganso, nada mas que un ganso.

La armonía entre los chicos se restableció bien pronto. Tendidos a la sombra de un árbol descansaron un rato para reponerse de la fatiga que los abrumaba. Petaca, pasado ya el acceso de furor, reflexionaba i casi se arrepentia de su dureza porque, a la verdad, matar un pájaro con una escopeta descargada no le parecia ya tan claro i evidente, por mui bien que se hiciese la puntería. Pero, como confesar su torpeza habria sido dar la razón al idiota del primillo, se guardó calladamente sus reflexiones para sí. Hubiera dado con gusto el cartucho de dinamita que tenia allá en el rancho, oculto debajo de la cama por haber matado la maldita loica que tanto los habia hecho padecer. ¡Si al salir hubiesen cargado el arma! Pero aun era tiempo de reparar omisión tan capital, y, poniéndose en pie, llamó a Cañuela para que le ayudase en la grave i delicada operación, de la cual ambos tenían sólo nociones vagas i confusas, pues no habían tenido aun oportunidad de ver cómo se cargaba una escopeta.

Y, mientras Cañuela, encaramado en un tronco para dominar la extremidad del fusil que su primo mantiene en posición vertical, espera órdenes baqueta en mano, surjió la primera dificultad. ¿Qué se echaba primero? ¿La pólvora o los guijarros?

Petaca, aunque bastante perplejo, se inclinaba a creer que la pólvora, e iba a resolver la cuestión en este sentido, cuando Cañuela, saliendo de su mutismo, expresó tímidamente la misma idea.

El espíritu de intransijente contradicción de Petaca contra todo lo que provenia de su primo, se reveló esta vez como siempre. Bastaba que el rubillo propusiese algo para que él hiciese inmediatamente lo contrario. ¡I con qué despreciativo énfasis se burló de la ocurrencia! Se necesitaba ser mas borrico que un buey para pensar tal despropósito. Si la pólvora iba primero habia forzosamente que echar encima los guijarros. ¿I por dónde salia entónces el tiro? Nada, al revés habia que proceder. Cañuela, que no resollaba, temeroso que una respuesta suya acarrease sobre sus costillas razones mas contundentes, vació en el cañón del arma una respetable cantidad de piedrecillas sobre las cuales echó, enseguida, dos gruesos puñados de pólvora. Un manojo de pasto seco sirvió de taco i con la colocación del fulminante, que Petaca efectuó sin dificultad, quedó el fusil listo para lanzar su mortífera descarga. Púsoselo al hombro el intrépido morenillo i echó a andar seguido de su camarada, escudriñando ávidamente el horizonte en busca de una víctima. Los pájaros abundaban, pero emprendían el vuelo apenas la extremidad del fusil amenazaba derribarles de su pedestal en el ramaje. Ninguno tenia la cortesía de permanecer quietecito mientras el cazador hacia i rectificaba una i mil veces la puntería. Por último, un impertérrito chincol tuvo la complacencia, en tanto se alisaba las plumas sobre una rama, de esperar el fin de tan extrañas i complicadas manipulaciones. Mientras Petaca, que habia apoyado el fusil en un tronco, apuntaba arrodillado en la yerba, Cañuela, prudentemente colocado a su espalda, esperaba, con las manos en los oídos, el ruido del disparo que se le antojaba formidable, idea que asaltó también al cazador recordando los tiros que oyera explotar en la cantera y, por un momento, vaciló sin resolverse a tirar del gatillo; pero, el pensamiento de que su primo podia burlarse de su cobardía, lo hizo volver la cabeza, cerrar los ojos i oprimir el disparador. Grande fué su sorpresa al oír en vez del estruendo que esperaba, un chasquido agudo i seco, pero que nada tenia de emocionante. Parece mentira, pensó, que un escopetazo suene tan poco. I su primera mirada fué para el ave, i no viéndola en la rama, lanzó un grito de júbilo i se precipitó adelante seguro de encontrarla en el suelo, patas arriba.

Cañuela, que viera al chincol alejarse tranquilamente, no se atrevió a desengañarle; i fué tal el calor con que su primo le ponderó la precisión del disparo, de cómo vió volar las plumas por el aire i caer de las ramas el pájaro despachurrado que, olvidándose de lo que habia visto, concluyó, también, por creer a pie juntillas en la muerte del ave, buscándola ambos con ahínco entre la maleza hasta que, cansados de la inutilidad de la pesquisa, la abandonaron, desalentados. Pero, ambos habían olido la pólvora i su belicoso entusiasmo aumentó considerablemente, convirtiéndose en una sed de exterminio i destrucción que nada podia calmar. Cargaron rápidamente el fusil y, perdido el miedo al arma, se entregaron con ardor a aquella imajinaria matanza. El débil estallido del fulminante mantenia aquella ilusión, i aunque ambos notaran al principio con extrañeza el poquísimo humo que echaba aquella pólvora, terminaron por no acordarse de aquel insignificante detalle.

Sólo una contrariedad anublaba su alegría. No podían cobrar una sola pieza a pesar de que Petaca juraba i perjuraba haberla visto caer requetemuerta i desplumada, casi, por la metralla de los guijarros. Mas, en su interior, empezaba a creer seriamente, recordando cómo las flechas torcidas describen una curva i se desvían del blanco, de que la dichosa pólvora estuviera chueca. Prometiose, entónces, no cerrar los ojos ni volver la cabeza al tiempo de disparar para ver de qué parte se ladeaba el tiro; mas, un contratiempo inesperado le privó de hacer esta experiencia. Cañuela, que acababa de meter un grueso puñado de guijarros en el cañón, exclamó de repente desde el tronco en que estaba encaramado, con tono de alarma:

—¡Se acabó la escopeta!

Petaca miró el fusil que tenia entre las manos i luego a su primo, lleno de sorpresa, sin comprender lo que aquellas palabras significaban. El rubillo le señaló entónces la boca del cañón, por la que asomaba parte del último taco. Inclinó el arma para palpar la abertura con los dedos i se convenció de que no habia medio de meter ahí un grano mas de pólvora o de lo que fuese. Su entrecejo se frunció. Empezaba a adivinar por qué el armatoste habia aumentado tan notablemente de peso. Se volvió hácia el rancho, al que se habían ido acercando a medida que avanzaba la tarde, i reflexionó acerca de las probables consecuencias de aquel suceso, decidiendo, después de un rato, emprender la retirada i dejar a Cañuela la gloria de salir a su sabor del atolladero. Demasiado conocia el jenio del abuelo para ponerse a su alcance. Pero su fecunda imajinación ideó otro plan que le pareció tan magnífico que, desechando la huida proyectada, se plantó delante de su primo, el cual, mui inquieto, le habia observado hasta ahí sin atreverse a abrir la boca, i le habló con animación de algo que debia ser mui insólito, porque Cañuela, con lágrimas en los ojos, se resistia a secundarle. Pero, como siempre, concluyó por someterse i ambos se pusieron afanosamente a reunir hojas i ramas secas, amontonándolas en el suelo. Cuando creyeron habia bastante, Cañuela sacó de sus insondables bolsillos una caja de fósforos e incendió la pira. Apenas las llamas se elevaron un poco, Petaca cojió el fusil i lo acostó sobre la hoguera, retirándose, enseguida, los dos, para contemplar a la distancia los progresos del fuego. Trascurrieron algunos minutos i ya Petaca iba a acercarse nuevamente, para añadir mas combustible, cuando un estampido formidable los ensordeció. La hoguera fué dispersada a los cuatro vientos, i siniestros silbidos surcaron el aire. Cuando pasada la impresión del tremendo susto ambos se miraron, Petaca estaba tan pálido como su primo, pero su naturaleza enérjica hizo que se recobrase bien pronto, encaminándose al sitio de la explosión, el cual estaba tan limpio como si le hubiesen rastrillado. Por mas que miró no encontró vestijios del fusil. Cañuela, que lo habia seguido llorando a lágrima viva, se detuvo de pronto petrificado por el terror. En lo alto de la loma, a treinta pasos de distancia, se destacaba la alta silueta del abuelo avanzando a grandes zancadas. Parecia poseído de una terrible cólera. Gesticulaba a grandes voces, con la diestra en alto, blandiendo un tizón humeante que tenia una semejanza extraordinaria con una caja de escopeta. Petaca, que habia visto, al mismo tiempo que su primo, la aparición, echó a correr por el declive de la loma, golpeándose los muslos con las palmas de las manos, i silbando al mismo tiempo su aire favorito. Mientras corría, examinaba el terreno, pensando que así como el abuelo habia encontrado la caja del arma, él podia mui bien hallar, a su vez, el cañón o un pedacito siquiera con el cual se fabricaria un trabuco para hacer salvas i matar pidenes en la laguna.

10. El remolque

…Créanme Uds. que me cuesta trabajo referir estas cosas. A pesar de los años, su recuerdo me es todavía mui penoso.

Y, mientras el narrador se reconcentraba en sí mismo para escudriñar en su memoria, hubo por algunos momentos un silencio profundo en la pequeña cámara del bergantín. Sin la lijera oscilación de la lámpara colgada de la ennegrecida techumbre nos hubiéramos creído en tierra firme i mui lejos del «Delfín», anclado a una milla de la costa.

De pronto quitose el marino la pipa de la boca i su voz grave i pausada resonó:

Era yo entónces un muchacho i servia como ayudante i aprendiz en diversas faenas a bordo del «San Jorje», un pequeño remolcador de la matrícula de Lota.

La dotación se componia del capitán, del timonel, del maquinista, del fogonero i de este servidor de Uds., que era el mas joven de todos. Nunca hubo en barco alguno una tripulación mas unida que la de ese querido «San Jorje». Los cinco no formábamos mas que una familia, en la que el capitán era el padre i los demás los hijos. ¡I qué hombre era nuestro capitán! ¡Cómo le queríamos todos! Más que cariño, era idolatría la que sentíamos por él. Valiente i justo era la bondad misma. Siempre tomaba para sí la tarea mas pesada, ayudando a cada cual en la propia con un buen humor que nada podia enturbiar. ¡Cuántas veces viendo que mis múltiples faenas teníanme rendido, reventado casi vino hácia mí diciéndome alegre i cariñosamente: «Vamos, muchacho, descansa ahora un ratito mientras yo estiro un poco los nervios».

I cuando desde el toldo, a cubierto del sol o de la lluvia miraba el ancho corpachón del capitán, su rostro colorado, sus bigotes rubios un tanto canosos i sus ojos azules de mirada tan franca como la de un niño, sentia que una ternura dulce i profunda me inundaba el alma i desbordaba de mi corazón. Por salvarle de un peligro hubiera sacrificado mi vida sin vacilación alguna.

Hizo una breve pausa el narrador, llevose la pipa a los labios i prosiguió, después de lanzar una espesa bocanada de humo:

Un día levamos ancla al amanecer i pusimos proa a «Santa María». Remolcábamos una lancha con maderas, en la cual íbamos a traer, de regreso, un cargamento de pieles de lobo marino que debia embarcar, a la mañana siguiente, el transatlántico que pasaba con rumbo al estrecho. El mar estaba tranquilo como una balsa de aceite. El cielo era azul i la atmósfera tan trasparente que podíamos percibir, sin perder un sólo detalle, todo el contorno del golfo de Arauco.

Todos, a bordo del «San Jorje», estábamos alegres i el capitán mas que ninguno, pues, el patrón de la lancha que remolcábamos era nada menos que Marcos, su querido Marcos que de pie en la popa, doblegando entre sus manos como un junco la larga bayona, obligaba a la pesada mole a seguir la estela que iba dejando en las azules aguas la hélice del remolcador.

Marcos, hijo único del capitán, era también un amigo nuestro, un alegre i simpático camarada. Nunca el proverbio «de tal palo tal astilla» habia tenido en aquellos dos seres tan completa confirmación. Semejantes en lo físico i en lo moral era aquel hijo el retrato de su padre, contando el mozo dos años mas que yo que tenia en ese entónces veintiuno cumplidos.

Deliciosa fué aquella travesía. Bordeamos la isla por el lado sur y, a medio día, habíamos fondeado en la ensenada, término de nuestro viaje. Descargada la lancha, después de una faena pesada i laboriosa, esperamos el nuevo cargamento que, debido a no sé qué imprevista dificultad no estaba aun listo para proceder a su embarque, cosa que puso de malísimo humor al capitán. A la verdad, sobrábale razón para disgustarse; pues, el tiempo, tan hermoso por la mañana cambió al caer la tarde súbitamente. Un nordeste que refrescaba por instantes picaba el mar azotándolo con violentísimas ráfagas y, fuera de la caleta, arremolinábanse las olas en torbellinos espumosos. El cielo de un gris de pizarra, cubierto por nubes mui bajas que acortaban considerablemente el horizonte tenia un aspecto amenazador. En breve la lluvia empezó a caer. Fuértes chaparrones nos obligaron a enfundarnos en nuestros impermeables mientras comentábamos la intempestiva borrasca. Aunque la calma del océano i el enrarecimiento del aire nos hicieran aquella mañana presentir un cambio de tiempo, estábamos, sin embargo, mui lejos de esperar semejante mudanza. Si no fuese por el apremio del transatlántico i las perentorias órdenes recibidas hubiéramos esperado, al abrigo de la caleta, que amainara la violencia del temporal.

Llegó por fin el ansiado cargamento i procedimos embarcarlo a toda prisa, mas, aun cuando todos trabajamos con ahínco para apresurar la operación ésta terminó, al anochecer, en un crepúsculo mui corto. Inmediatamente dejamos el fondeadero con el remolque: la enorme i pesada lancha en cuya popa i bancos distinguíamos las siluetas del patrón i de los cuatro remeros, destacándose como masas borrosas a través de la lluvia i de los copos de espuma que arrebataba el viento huracanado de las crestas de las olas.

Todo marchó bien al principio mientras estuvimos al abrigo de los acantilados de la isla; pero cambió completamente en cuanto enfilamos el canal para internarnos en el golfo. Una racha de lluvia i Granizo nos azotó por la proa i se llevó la lona del toldo que pasó rozándome por encima de la cabeza como las alas de un jigantesco petrel, el pájaro mensajero de la tempestad.

A una voz del capitán, asido a la rueda del timón, yo i el timonel corrimos hácia las escotillas de la cámara i de la máquina i extendimos sobre ellas las gruesas lonas embreadas, tapándolas herméticamente.

Apenas habia vuelto a ocupar mi sitio junto al guardacable, cuando una luz blanquecina brilló por la proa i una masa de agua se estrelló contra mis piernas impetuosamente. Asido a la barra resistí el choque de aquella ola, a la cual siguieron otras dos con intervalos de pocos segundos. Por un instante creí que todo habia terminado, pero la voz del capitán que gritaba aproximándose a la bocina de mando: ¡Avante, a toda fuerza!, me hizo ver que aun estábamos a flote.

El casco entero del «San Jorje» vibró i rechinó sordamente. La hélice habia doblado sus revoluciones i los chasquidos del cable del remolque nos indicaron que el andar era sensiblemente mas rápido. Durante un tiempo que me pareció larguísimo la situación, se sostuvo sin agravarse. Aunque la marejada era siempre mui dura, no habíamos vuelto a embarcar olas como las que nos asaltaron a la salida del canal i el «San Jorje», lanzado a toda máquina manteníase bravamente en la dirección que nos marcaban los destellos del faro desde lo alto del promontorio que domina la entrada del puerto.

Pero esta calma relativa, esta tregua del viento i del océano cesó cuando, según nuestros cálculos, estábamos en mitad del golfo. La furia de los elementos desencadenados asumió esta vez tales proporciones que nadie a bordo del «San Jorje» dudó un instante sobre el resultado final de la travesía.

El capitán i el timonel, asidos a la rueda del timón, mantenían el rumbo enfilando el nordeste que amenazaba convertirse en huracán. En la proa un relampagueo continuo nos indicaba que el enfurecido oleaje aumentaba en intensidad fatigando al barquichuelo que se enderezaba a cada guiñada con gran trabajo. Parecia que navegábamos entre dos aguas i el peligro de irnos por ojo era cada vez mas inminente.

De pronto la voz del capitán llegó a mis oídos por encima del fragor de la borrasca: ¡Antonio, vijila el cable del remolque!

Sí, capitán, le contesté, pero una racha furiosa me cortó la palabra obligándome a volver la cabeza. La linterna colgada detrás de la chimenea arrojaba un débil resplandor sobre la cubierta del «San Jorje» iluminando vagamente las siluetas del capitán i del timonel. Todo lo demás, a proa i popa, estaba sumerjido en las mas profundas tinieblas i de la lancha separada del remolcador por veinte brazas, que era la lonjitud de la espía, sólo percibíase esa pálida fosforescencia que despiden las olas al chocar contra un obstáculo en la oscuridad. Pero los chasquidos del tirante cable indicaban claramente que el remolque seguia nuestras aguas, i aunque no podíamos verlo sentíamos que estaba ahí, mui próximo a nosotros, envuelto en las sombras cada vez mas densas de la media noche.

De pronto, entre el fragoroso estruendo de la borrasca, me pareció oír un ruido sordo i persistente por el lado de estribor. El capitán i el timonel debieron también percibirlo, porque a la luz de la linterna vi que se volvían a la derecha i se quedaban inmóviles, escuchando, al parecer, el extraño ruido con grandísima atención. Trascurrieron así algunos minutos i aquellas sordas detonaciones semejantes a truenos lejanos fueron creciendo i aumentando hasta tal punto que ya la duda no fué posible: el «San Jorje» derivaba hácia los bajíos de la Punta de Lavapié.

El estrépito de las olas rodando sobre el temible i peligroso banco ahogó mui pronto con su resonante i pavoroso acento todas las demás voces de la tempestad.

No sé que pensarían mis compañeros, pero yo asaltado por una idea repentina dije en voz baja, temerosamente: El remolque es nuestra perdición.

En ese preciso instante rasgó las tinieblas un relámpago vivísimo alzándose unánimemente en el remolcador i en la lancha un grito de angustia: ¡El banco, el banco!

Cada cual habia visto al producirse la descarga eléctrica, destacarse una superficie blanquecina salpicada de puntos oscuros a tres o cuatro cables del costado de estribor del «San Jorje». Los comentarios eran inútiles. Todos comprendíamos perfectamente lo que habia pasado. La gran superficie que la lancha semidescargada oponia al viento no sólo disminuia la marcha del remolcador sino que también llegaba hasta anularla por completo. Desde que salimos del canal no habíamos avanzado gran cosa siendo arrastrados por la corriente hácia el banco que creíamos a algunas millas de distancia. En balde la hélice multiplicaba sus revoluciones para impulsarnos adelante. La fuerza del viento era mas poderosa que la máquina i derivábamos lentamente hácia el bajío cuya proximidad ponia en nuestros corazones un temeroso espanto. Sólo una cosa nos restaba que hacer para salvarnos: cortar sin perder un minuto el cable del remolque i abandonar la lancha a su suerte. Virar en redondo para acercarnos a Marcos i sus compañeros era zozobrar infaliblemente apenas las olas nos cojiesen por el flanco. Para nuestro capitán el dilema era terrible: o perecíamos todos o salvaba su buque enviando su hijo a una desastrosa muerte.

Este pensamiento prodújome tal conmoción que olvidando mis propias angustias sólo pensé en la horrible lucha que debia librarse en el corazón de aquel padre tan cariñoso i amante. Desde mi puesto, junto al guardacable percibia su ancha silueta destacarse de un modo confuso a los débiles resplandores de la linterna. Aferrado a la barandilla trataba de adivinar por sus actitudes, si además de esas dos alternativas él veia una tercera que fuese nuestra salvación. ¡Quién sabe si una audaz maniobra, un auxilio inesperado o la caída brusca del nordeste pusiesen feliz término a nuestras angustias! Mas, toda maniobra que no fuese mantener la proa al viento era una insensatez, i de ahí, de las tinieblas, ninguna ayuda podia venir. En cuanto a que aminorase la violencia de la borrasca nada, ni el mas leve signo hacíalo presajiar. Por el contrario recrudecia cada vez mas la furia de la tormenta. El estampido del trueno mezclaba su redoble atronador al bramido de las rompientes; i el relámpago desgarrando las nubes amenazaba incendiar el cielo. A la luz enceguecedora de las descargas eléctricas vi como el banco parecia venir a nuestro encuentro. Algunos instantes mas i el «San Jorje» i la lancha se irían dando tumbos por encima de aquella vorájine.

Entónces, dominando el ensordecedor estrépito se oyó la voz atronadora del capitán que decia junto a la bocina de mando:—¡Carga las válvulas!

Una trepidación sorda me anunció un momento después que la orden se habia cumplido. La hélice debia jirar vertijinosamente porque el casco del remolcador jemia como si fuera disgregarse. Yo veia al capitán revolverse en su sitio i adivinaba su infinita desesperación al ver que todos sus esfuerzos no harían sino retardar por algunos minutos la catástrofe.

De improviso se alzó la escotilla de la máquina i asomó por el hueco la cabeza del maquinista. Una ráfaga le arrebató la gorra i arremolinó la nevada cabellera sobre su frente. Asido al pasamanos permaneció un instante inmóvil mientras rasgaba las tinieblas un deslumbrador relámpago. Una ojeada le bastó para darse cuenta de la situación i esforzando la voz por encima de aquella infernal baraúnda, gritó:—¡Capitán, nos vamos sobre el banco!

El capitán no contestó i si lo hizo su réplica no llegó a mis oídos. Trascurrió así un minuto de expectación que me pareció inacabable, minuto que el maquinista empleó sin duda en buscar un medio de evitar la inminencia del desastre. Pero el resultado de este examen debió serle tan pavoroso que a la luz de la linterna suspendida encima de su cabeza, vi que su rostro se demudaba i adquiria una expresión de indecible espanto al clavar sus ojos en el viejo camarada, a quien el conflicto entre su amor de padre i el deber imperioso de salvar la nave confiada a su honradez mantenia anonadado, loco de dolor junto a la rueda del gobernalle.

Pasaron algunos segundos: el maquinista avanzó algunos pasos agarrado a la barandilla i se puso a hablar, esforzando la voz, de una manera enérjica. Mas, era tal el fragor de la borrasca que sólo llegaron hasta mí palabras sueltas i frases vagas e incoherentes… resignación… voluntad de Dios… honor… deber…

Sólo el fin de la arenga percibílo completo:—Mi vida nada importa, pero no puede Ud. capitán hacer morir a estos muchachos. El anciano se referia a mí, al timonel i al fogonero cuya cabeza asomábase de vez en cuando por la abertura de la escotilla.

No pude saber si el capitán respondió o no al llamamiento de su viejo amigo, porque al mujido de las olas que barrían el banco se mezcló en ese instante el retumbo violento de un trueno. Creí llegada mi última hora; de un momento a otro íbamos a tocar fondo i empezaba a balbucear una plegaria cuando una voz que reconocí ser la de Marcos, se alzó en las tinieblas por la parte de popa. Aunque mui debilitadas oí distintamente estas palabras:—¡Padre, cortad el cable, pronto, pronto!

Un frío estremecimiento me sacudió de pies a cabeza. Estábamos al final de la batalla e íbamos a ser tumbados i tragados por la hirviente sima dentro de un instante. La figura de Marcos se me apareció como la de un héroe. Perdida toda esperanza, la entereza que demostraba en aquel trance hizo acudir las lágrimas a mis ojos. ¡Valeroso amigo, ya no nos veríamos más!

El «San Jorje» asaltado por olas furiosas empezó a bailar una infernal zarabanda. Como un gozquecillo entre los clientes de un alano, era sacudido de proa a popa i de babor a estribor con una violencia formidable. Cuando la hélice jiraba en el vacío rechinaba el barco de tal modo que parecia que todo él iba a disgregarse en mil pedazos.

Cegado por la lluvia que caia torrencialmente me mantenia asido al guardacable, cuando la voz estentórea del maquinista me hirió como el rayo:—¡Antonio, coje el hacha! Me volví hácia la rueda del timón i una masa confusa que allí se ajitaba me sacó de mi estupor. Mas bien adiviné que vi en aquel grupo al capitán i al anciano debatiéndose a brazo partido sobre la cubierta. De súbito vislumbré al maquinista que desembarazado de su adversario se abalanzaba hácia popa exclamando:—¡Antonio, un hachazo a ese cable, vivo, vivo!

Me agaché de un modo casi inconsciente i alzando la tapa del cajoncillo de herramientas aferré el hacha por el mango, mas, cuando me preparaba con el brazo en alto a descargar el golpe, la luz de un relámpago mostrándome en esa actitud acusadora reveló mi propósito a los tripulantes del remolque. Escuché un furioso clamoreo: ¡Cortan el cable, cortan el cable! ¡Asesinos! ¡Malditos! ¡No, no!

Entretanto yo, espoleado por aquellos gritos i ansioso por concluir de una vez descargaba sobre el cable furibundos tajos, hasta que de pronto, algo semejante a un tentáculo con un sordo chasquido se enroscó en mis piernas i me arrojó de bruces sobre la cubierta. Me enderecé en el momento que el maquinista desaparecia por la escotilla después de gritar al timonel:—¡Proa al faro, muchacho!

Busqué con la vista al capitán i distinguí su silueta junto al guardacable. Bastole un segundo para dar con el cortado trozo de la espía i lanzando un grito desgarrador: ¡Marcos, Marcos!, se apoyó sobre la borda, balanceándose en el vacío. Tuve apenas tiempo de asirle por una pierna i arrebatándolo al abismo rodamos junto sobre la cubierta entablando una lucha desesperada entre las tinieblas. Forcejeábamos en silencio: él para desasirse, yo para mantenerlo quieto. En otras circunstancias el capitán me hubiera aventado como una pluma, pero estaba herido i la pérdida de sangre debilitaba sus fuerzas. En su combate con el maquinista su cabeza debió chocar contra algún hierro, porque creí sentir varias veces que un líquido tibio, al juntarse nuestros rostros, goteaba de su cabellera. De súbito cesó de debatirse i con las espaldas apoyadas en la borda quedamos un instante inmóviles. De repente empezó a jemir:—Antonio, hijo mío, déjame que vaya a reunirme con mi Marcos. I como yo estallara en sollozos exaltándose por grados, prosiguió:—¡Malvado, sentí los hachazos, pero no fué el cable!… ¿oyes? Lo que cortó el filo de tu hacha: No, no… ¡fué el cuello de él, su cuello lo que cortaste, verdugo! ¡Ah! ¡Tienes las manos teñidas de sangre!… ¡Quítate, no me manches, asesino!

Sentí un furioso rechinar de dientes i se me echó encima lanzando feroces alaridos:—¡Ahora te toca a ti!… ¡Al banco, al banco!

La locura habia devuelto al capitán sus fuerzas haciéndome perder pie me alzó en el aire como una paja. Tuve durante un segundo la visión de la muerte, fatal e inevitable, cuando una ola abordando por la proa al «San Jorje», se precipitó hácia la popa como una avalancha, derribándonos i arrastrándonos a lo largo de la cubierta. Mis manos, al caer, tropezaron con algo duro i cilíndrico i me aferré a ello con la enerjia de la desesperación. Cuando aquel torbellino hubo pasado; me encontré asido con ambas manos al trozo de cable del remolque: en cuanto al capitán, habia desaparecido.

En ese instante se abrió la puerta de la cámara i asomó por ella el piloto del «Delfín».

—Capitán, dijo, ya la marea toca a la pleamar: ¿Levamos ancla?

El capitán hizo un signo de asentimiento i todos, nos pusimos de pie. Habia llegado el instante de volver a tierra i mientras nos aproximábamos a la escala para descender al bote, nuestro amigo nos dijo:

—Lo demás de la historia carece de interés. El «San Jorje» se salvó i yo, al día siguiente, me embarcaba como grumete a bordo del «Delfín». Han pasado ya quince años… Ahora soi su capitán.

11. El alma de la máquina

La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas.

Los obreros que extraen de los ascensores los carros de carbón, míranlo con envidia no exenta de encono. Envidia, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano i calados por la lluvia en el invierno, forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha de depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc, no da un paso ni gasta mas enerjia que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.

I cuando vaciado el mineral, los tumbadores corren i jadean con la vaga esperanza de obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el encono, viendo cómo el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletas carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decirles con su severa mirada:

—¡Más aprisa, holgazanes, mas aprisa!

Esta decepción que se repite en cada viaje les hace pensar que si la tarea les aniquila, culpa es de aquel que para abrumarles de fatiga no necesita sino alargar i encojer el brazo.

Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es mas agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista al asir con la diestra el mango de acero del gobierno de la máquina pasa instantáneamente a formar parte del enorme i complicado organismo de hierro. Su ser, pensante, conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de blanco donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado i el porvenir son reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tensión, su pensamiento todo se reconcentra en las cifras que, en el cuadrante, representan las vueltas de la jigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en cada revolución.

Como las catorce vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto vertical se efectúan en menos de veinte segundos, un segundo de distracción significa una revolución más, i una revolución más, demasiado lo sabe el maquinista, es: el ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la bobina, arrancada de su centro, precipitándose como un alud que nada detiene, mientras los émbolos, locos, rompen las bielas i hacen saltar las tapas de los cilindros. Todo esto puede ser la consecuencia de la mas pequeña distracción de su parte, de un segundo de olvido.

Por eso sus pupilas, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que pasa a su rededor, sino la aguja que jira i el martillo de señales que golpea encima de su cabeza. I esa atención no tiene tregua. Apenas asoma por el brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble campanillazo le avisa que, abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor empuja los émbolos i silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina enrolla acelerada el hilo de metal i la aguja del cuadrante jira aproximándose velozmente a la flecha de parada. Antes que la cruce atrae hácia sí la manivela i la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo blando de boca.

I cuando aun vibra en la placa metálica el tañido de la última señal, el martillo la hiere de nuevo con un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato imperioso el brazo del maquinista se alarga, los engranajes rechinan, los cables oscilan i la bobina voltea con vertijinosa rapidez. I las horas suceden a las horas, el sol sube al cénit, desciende; la tarde llega, declina i el crepúsculo, surjiendo al ras del horizonte, alza i extiende cada vez mas aprisa su penumbra inmensa.

De pronto, un silbido ensordecedor llena el espacio. Los tumbadores sueltan las carretillas i se yerguen briosos. La tarea del día ha terminado. De las distintas secciones anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su prisa por abandonar los talleres se chocan i se estrujan, mas no se levanta una voz de queja o de protesta: los rostros están radiantes.

Poco a poco el rumor de sus pasos sonoros se aleja i desvanece en la calzada sumida en las sombras. La mina ha quedado desierta.

Sólo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la semioscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se ha desplomado en el banco como una masa inerte.

Un proceso lento de reintegración al estado normal se opera en su cerebro embotado. Recobra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas de obsesión, de idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne i hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.

El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento, se enfrían produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren el alto sitial de hierro, las fulguraciones trájicas de una aurora toda roja desde el orto hasta el cénit.

12. Quilapan

Quilapan, tendido con indolencia delante de su rancho, sobre la yerba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que, ocultándose a trechos en el ramaje oscuro de las barrancas, reaparece mas allá, bajo el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el blanco velo de la niebla matutina.

Con los codos en el suelo i el cobrizo i ancho rostro en las palmas de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre i dilatada extensión no interrumpían entónces fosos, cercados ni carreteras.

Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas i entenebrece la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de sus antepasados sólo le queda la mezquina porción de aquella loma: diez cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote en medio del océano.

I luego, a la vista de la cerca derruida, de las yerbas i malezas que cubren la hijuela, acuden a su memoria los incidentes i escaramuzas de la guerra que sostiene con el patrón, el opulento dueño del fundo, para conservar aquel último resto de la heredad de sus mayores.

¡Qué asaltos ha tenido que resistir! ¡Cuántos medios de seducción, qué de intrigas i de asechanzas para arrancarle una promesa de venta!

Pero todo se ha estrellado en su tenaz negativa para deshacerse de ese pedazo de tierra en que vió la luz, donde el sol a la hora de la siesta tuesta la curtida piel, i desde el cual la vista descubre tan bellos i vastos horizontes.

¡Vender, enajenar… eso, nunca! Pues, mientras el dinero se va sin dejar rastro, la tierra es eterna, jamas nos abandona. Como madre amorosa nos sustenta sobre sí en la vida i abre sus entrañas para recibirnos en ellas cuando se llega la muerte.

I aquel asedio de que era víctima no hacia sino acrecentar su cariño por el terruño cuya posesión le era mas cara que sus mujeres, que sus hijos, que su existencia misma.

A sus espaldas álzase la desamparada choza en cuyo interior dos mujeres envueltas en viejos chamales atizan la llama vacilante del hogar. Los vajidos de una criatura dominan las sordas crepitaciones de la chamiza seca, i afuera, en una esquina del rancho, un niño de diez años vestido a la usanza indíjena, se entretiene en tirar del rabo i las orejas a un escuálido mastín que, con las patas estiradas, tendido de flanco dormita al sol.

La mañana avanza. Mientras las mujeres trabajan con ahínco en las faenas domésticas i el chico corretea con el descarnado Pillan, el padre sigue echado sobre la yerba, absorto en una muda contemplación. Sus ojos se fijan de cuando en cuando en la lejana casa del fundo, cuya roja techumbre asoma allá abajo por entre el ramaje de los sauces i las amarillentas copas de los álamos. Un poco a la derecha, en el patio cerrado con gruesos tranqueros se ve un numeroso grupo de jinetes. Los plateados estribos i las complicadas cinceladuras de los bocados de las espuelas brillan como ascuas en la intensa claridad del día.

En medio del grupo, montado en un caballo tordillo, está el patrón. Sin saber por qué, Quilapan experimenta cierta vaga inquietud a la vista de esos jinetes, inquietud que se acentúa viendo que se ponen en movimiento, i apartándose de la carretera, marchan en derechura hácia él. I su recelo sube de punto cuando su vista de águila distingue en el arzón de las monturas las hachas de monte, cuyos filos anchos i rectos lanzan relámpagos a la luz del sol.

De súbito la expresión de su rostro cambió bruscamente. Sus pómulos se enrojecieron i sus recias mandíbulas se entrechocaron con un castañeteo de furor. Con la mirada llameante recojió su elástico cuerpo i de un salto se puso de pie.

Entretanto, la cabalgata, unos veinte jinetes, se acerca rápidamente a la hijuela de Quilapan. Don Cosme, el patrón, galopa a la cabeza del grupo. A su lado va José, el mayordomo. Ambos hablan en voz baja, confidencialmente. El amo soporta bastante bien sus cincuenta años cumplidos. Mui corpulento, de abdomen prominente, posee una fuerza hercúlea i es un jinete consumado, diestro en el manejo del lazo como el mas hábil de sus vaqueros.

Hijo de campesinos, heredó de sus padres una pequeña hijuela en el centro de una reducción de indíjenas. Como todo propietario blanco creia sinceramente que apoderarse de la tierra de esos bárbaros que en su indolencia no sabían siquiera cultivar ni defender, era una obra meritoria en pro de la civilización. Tenaz e incansable, habilísimo en procedimientos para el logro de sus fines, su heredad creció i se ensanchó hasta convertirse en una de las mas importantes de todo el distrito. Quilapan, inquieto i receloso, vió de día en día aproximarse a su choza los alambrados del señor preguntándose dónde se detendrían, cuando un desgraciado incidente que le atrajo el enojo de un elevado funcionario judicial, impidió a don Cosme dar fin a su empresa. Obligado por prudencia a parlamentar con el vecino, agotó los recursos de su sutilísimo injenio para adquirir de un modo o de otro la mísera hijuela. Mas el terco propietario, encerrado en una negativa obstinada, desoyó todas sus proposiciones. Este contratiempo llenó de amargura el alma del hacendado, pues consideraba que aquel pedazo de tierra enclavado dentro de las suyas era un lunar, algo así como una afrenta para la magnífica propiedad. Todas las mañanas, al saltar del lecho, lo primero que heria su vista tras los cristales de la ventana era la odiosa techumbre del rancho, destacándose negra i desafiante en medio de la rubia i dilatada sementera extendida como un áureo tapiz mas allá de los feraces campos. Crispaba entónces los puños i palidecia de coraje profiriendo en contra del indio terribles amenazas.

Pero, un día, don Cosme recibió una noticia que lo llenó de alborozo. Aquel funcionario judicial desafecto a su persona, acababa de ser trasladado a otra parte, i en su lugar se habia nombrado a un antiguo camarada, con el cual habia hecho en otro tiempo negocios un tanto difíciles.

Don Cosme, después de frotarse las manos de gusto, se acercó a la ventana, i mostrando el puño al odiado rancho exclamó:

—¡Ahora sí que te ajustaré las cuentas, perro salvaje!

* * *

Lo que Quilapan ignora esa mañana viendo aproximarse la hostil cabalgata, es que su enemigo regresó a la hacienda la tarde anterior trayendo en su cartera una copia de la escritura de venta que le hacia dueño del codiciado lote de terreno. Dos rayas en forma de cruz trazadas al pie del documento eran la firma del vendedor, firma que con toda llaneza estampó el indíjena Colipí, previó el pago de una botella de aguardiente.

* * *

Cuando derribada la cerca a caballazos, el hacendado i su jente se acercaron al rancho, el indíjena i su familia formaban un apretado haz en el hueco de la puerta. De pie en el umbral, con el fiero rostro lívido de coraje, Quilapan los miró avanzar sin despegar los labios.

Los jinetes se detuvieron formados en semicírculo, dejando al centro a don Cosme, quien haciendo adelantar unos pasos al hermoso tordillo, dijo a su mayordomo:

—Lea Ud. José.

El viejo servidor aquietando su brioso caballo con un sonoro ¡chist!, sacó debajo de la manta un papel cuidadosamente doblado, i desplegándolo, leyó con voz gangosa i torpe una escritura de compra-venta.

Mientras el campesino leia, don Cosme saboreaba con íntima fruición su venganza, i murmuraba entre dientes; sin apartar la vista del sañudo rostro que tenia delante.

—¡Al fin me las pagas todas, canalla!

Quilapan oyó la lectura del documento sin comprender nada, absolutamente nada. Sólo una idea penetró en su obtuso cerebro: Que le amenazaba un peligro i habia que conjurarlo.

Por eso, cuando don Cosme gritó a los suyos, señalándoles el rancho:

—Muchachos, desmóntense i échenme abajo esa basura—de los ojos del indio brotaron dos centellas. Dio un paso atrás, i con un rápido movimiento se despojó del pesado poncho. Un segundo después plantábase lanza en mano delante de la puerta. Su bronceado cuerpo desnudo hasta la cintura, sus nervudos brazos con músculos tirantes como cuerdas, su poderoso pecho i sus anchos hombros sobre los cuales se alzaba echada atrás la descubierta cabeza con la faz convulsa por la cólera,—formaban un conjunto tal de firmeza i resolución que los acometedores quedáronse suspensos un instante contemplándolo recelosos, amedrentados por la fiereza de su ademán.

Pero aquella indecisión duró mui poco; los que llevaban las hachas echaron pie a tierra, i aproximándose al rancho empezaron en el acto su tarea demoledora.

El plan de los asaltantes era abrir brecha en los muros de la choza para atacar por detrás a aquel testarudo, i apoderándose de él i de los suyos derribar enseguida la vivienda. A los primeros hachazos la endeble construcción se estremeció toda entera. El barro de las paredes desprendíase en grandes trozos que rebotaban en el suelo, levantando nubes de polvo. Las mujeres, que hasta entónces habían permanecido inactivas, al ver aquella catástrofe se armaron con los tizones del hogar i lanzando aullidos de rabia se aprestaron a la defensa, guardando las espaldas a su dueño i señor. Hasta el pequeño Pancho empuñando la vara de roble que en los dias de juego era su caballo de batalla, azuzaba con sus gritos a Pillan, el cobarde Pillan que, con el rabo entre las piernas, acurrucado en un rincón se limitaba a ladrar sin moverse del sitio. Lo que lo hacia tan cauto era que divisaba allá, por entre las patas de los caballos, al formidable Plutón, el enorme perro de presa de don Cosme.

Entretanto Quilapan, armado de la lanza, un largo colihue con un mohoso hierro en la punta, parecia haber echado raíces en el suelo. La fiereza de su actitud i la llamarada que brotaba de sus ojos, dábanle el aspecto iracundo de aquel Caupolicán, su antepasado lejendario.

Pero, cuando don Cosme repetia por tercera o cuarta vez a sus inquilinos acobardados:

—¡Vamos, hombres, acérquense, no tengan miedo de ese espantajo! el indio, distendiendo de improviso sus férreos jarretes, dio un salto hácia adelante i con la cabeza baja, lanza en ristre, se precipitó sobre su enemigo. Fué tan rápida la agresión que ni el amo ni los servidores tuvieron tiempo de evitarla; mas, el brioso caballo que montaba el hacendado, viendo venir aquel alud se encabritó levantándose bruscamente de manos. Aquel movimiento salvó a don Cosme. El golpe que le estaba destinado hirió al animal en la base del cuello donde el hierro se hundió en toda su lonjitud, rompiéndose el asta con un ruido seco.

El bruto retrocedió algunos pasos, dobló los cuartos traseros i se tumbó de flanco. Los campesinos se precipitaron en auxilio del patrón i lo libraron del peso que oprimia su pierna derecha. Atontado por la recia caída permaneció algunos minutos junto al caballo moribundo, recostado contra la montura casi sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor.

Mientras el animal en los estertores de la atonía, azota la cabeza en la ensangrentada yerba, Quilapan después de una terrible lucha, agobiado por el número, ha sido derribado i maniatado sólidamente.

Las mujeres que se habían lanzado a la refriega repartiendo mordiscos i arañazos entre los agresores abandonaron el campo al oír que alguien gritaba:

—Fuéra los chamales. ¡Desnúdenlas, desnúdenlas!

Aquella amenaza que la mujer indíjena teme mas que a la muerte, manteníalas alejada a cierta distancia, pero no cesaban de vociferar como poseídas toda clase de conjuros i maldiciones.

Pasada la primera impresión, los que manejaban las hachas habían reanudado vigorosamente la tarea. Cortado el maderamen que lo sostenia, el rancho se habia hundido i el fuego del hogar comunicándose a la pajiza techumbre convirtió en breves instantes en una hoguera la inflamable construcción.

Tras el derrumbamiento de la choza vino una escena que divirtió grandemente a los campesinos. Pillan que habia permanecido oculto en su rincón, al oír el estruendo de la caída salió disparado de su escondite i se lanzó al campo seguido de cerca por Plutón que le iba velozmente a los alcances. Mas, acorralado por los jinetes hubo el fujitivo de volver sobre sus pasos. Durante algunos momentos pudo escapar de su perseguidor hasta que de un salto se refujió encima de un grueso tronco. Plutón, viéndose burlado, empezó a brincar en torno, lo cuál visto por el pequeño, enarbolando en alto la vara corrió lleno de coraje a defender al camarada de sus juegos infantiles. El dogo sorprendido por aquella brusca acometida se revolvió contra el niño i lo derribó en tierra rompiéndole un brazo de una dentellada. Algunos jinetes se precipitaron en su socorro, pero antes de que llegase aquel auxilio, Pillan, el escuálido Pillan, abandonando su refujio donde hacia un instante estaba despavorido i tembloroso, cayó sobre Plutón i lo aferró de una oreja.

Mientras la madre se llevaba a su hijo tratando de acallar con sus besos sus desesperados gritos de dolor, la pelea de los canes absorbió por completo la atención de los labriegos. El corpulento dogo ajitaba con furia la enorme cabeza para cojer a su adversario, lo que le era imposible conseguir a pesar de sus rabiosos esfuerzos. Pillan que comprendia lo ventajoso de su situación, apretaba las mandíbulas como tenazas. De pronto, la oreja como una tela que se rasga, se desprendió en parte, dejando en los colmillos del mastín un jirón sangriento. La lucha concluyó en un segundo. Plutón, rápido como el rayo, asió por la garganta a su enemigo i lo sacudió en el aire como un pingajo. La escena perdió desde ese instante todo interés i los campesinos se diseminaron para dar remate a la faena que allí los habia llevado. Mientras unos activaban el fuego para que las llamas consumiesen los últimos restos del rancho, otros derribaban las cercas i borraban todo vestijio de límite divisorio. Don Cosme, a quien el dolor del miembro magullado impedia moverse, permanecia sentado sobre la yerba. Habíase despojado de la charolada polaina i friccionábase suavemente con ambas manos la parte dolorida, lanzando de cuando en cuando sordos rujidos de dolor. Delante de él yacia el blanco cuerpo del caballo con el cuello estirado i las patas ríjidas. A su derecha destacábase Quilapan i mas allá próximo al tronco, veíase un inmóvil grupo: junto al cadáver de Pillan, la silueta del dogo sentado sobre sus cuartos traseros, observando atentamente a su víctima, listo para ahogar en su principio todo conato de resurrección.

Cuando la demolición de la cerca estuvo terminada, los inquilinos se aproximaron al caballo i empezaron a despojarlo de sus arreos. El amo contemplaba la operación con lágrimas en los ojos. Un río de sangre se habia escapado de la honda herida i el hermoso animal inmóvil sobre uno de sus costados, provocaba en los labriegos exclamaciones de lástima acompañadas con una serie de frases que eran un panegírico de las cualidades del difunto:

—¡Qué buen caballo era el tordillo!

—¡Qué dócil!

—¡Qué buena rienda!

—¡I pensar que, si no fuera por él, tendríamos talvez que cargar luto por el patrón!

A estas últimas palabras don Cosme se puso de pie i ordenó a su mayordomo:

—José, tráeme tu caballo.

Tocaos los ojos estaban húmedos cuando el patrón ayudado de su servidor subió en su nueva cabalgadura. Una vez que se hubo afirmado en los estribos desabrochó el lazo trenzado que colgaba del arzón de la montura, i tirando parte del rollo a los pies de un joven vaquero, le dijo indicándole con un jesto a Quilapan:

—Antonio, ponle el lazo.

El muchacho cojió la extremidad de la cuerda i se acercó al preso i cuando se inclinaba para cumplir la orden le asaltó una duda.

Se detuvo i preguntó resueltamente:

—¿Del pescuezo, patrón?

—No, de los pies.

Pero apenas pronunciadas estas palabras, don Cosme recojió la soga. Acababa de ocurrírsele una nueva idea. Preparó rápidamente una estrecha lazada i cuando estuvo lista ordenó con energía:

—¡Desátenlo!

Con cierta extrañeza se acojió aquel mandato que dos de los campesinos cumplieron en un instante, i Quilapan, libre de las ligaduras se enderezó como un resorte. Con los brazos cruzados sobre el pecho paseó en torno su mirada desafiante, torva, cargada de odio, de desprecio, de rencor. Buscó el sitio donde habia existido el rancho i a la vista de la delgada columna de humo que subia del montón de ceniza, último vestijio de la habitación, su salvaje furor estalló de nuevo y, como un relámpago, se abalanzó sobre una de las hachas que habia ahí cerca; pero don Cosme, que acechaba aquel instante, le lanzó de través la certera lazada que le cojió ambos pies a la altura de los tobillos.

Detenido por el violento tirón que lo echó de bruces sobre la hierba, Quilapan se sintió arrastrado súbitamente por el áspero suelo con progresiva velocidad.

El terreno con lijeras ondulaciones, cubierto de malezas en las cuales el cuerpo del indio abria un ancho surco, se extendia libremente hasta la carretera.

Adelante galopaba don Cosme guiando con la diestra la tirante cuerda, i mas atrás, en dos filas, cerraba la marcha la escolta de campesinos. El sol mui alto en el horizonte lanzaba sobre las campiñas la blanca irradiación de su antorcha deslumbradora. A espalda de los jinetes un clamoreo lejano indicaba la presencia de las mujeres que con sus alijos a cuestas corrían en pos de la comitiva.

Quilapan, echado sobre el vientre, habia sentido desde un principio la extraña sensación de que la tierra, su amada tierra, huia de él, resbalando en una vertijinosa carrera bajo su cuerpo, arañándole al pasar i desgarrando con crueles zarpazos sus carnes de réprobo. Entonces, enloquecido, habia hincado sus uñas en el suelo, tratando de retener a la fujitiva. Sus manos crispadas arrancaban puñados de yerba i sus dedos dejaban largos surcos en la tierra húmeda. Mas, todo era inútil; mientras los campos huían cada vez mas deprisa, su rostro i su busto azotados por los tallos flexibles de los yerbales se iban convirtiendo en una llaga sangrienta. De pronto sus ojos cesaron de ver, sus manos de asir los obstáculos i se abandonó, como un tronco insensible a aquella fuerza que lo arrancaba tan brutalmente de sus lares i a la cual no le era dado resistir.

De vez en cuando interrumpia el silencio una batahola de gritos:

—¡Suelta, Plutón, déjalo!

Era el dogo que, excitado por la carrera, se abalanzaba sobre aquella masa sanguinolenta i clavaba en ella sus colmillos con rápidas dentelladas.

Don Cosme detuvo bruscamente su cabalgadura i se volvió. Estaban en el polvoroso camino inundado de sol. Uno de los jinetes echó pie a tierra i desabrochó la soga quedándose un instante con la vista fija en el inmóvil cuerpo de Quilapan.

El patrón que enrollaba tranquilamente el lazo, viendo aquella actitud del labriego, con tono irónico preguntó:

—¿Qué hai, Pedro, está muerto?

El interpelado se enderezó i repuso con tono zumbón:

—¡Qué muerto, señor! Estos demonios tienen siete vidas como los gatos.

La voz del mayordomo resonó:

—Rejistra si tiene alguna herida.

—No tiene nada. Apenas unas cuantas rasmilladuras. Pero, como los novillos bravos que se emperran al sentir el lazo, ahora se está haciendo el muerto. Ya verá Ud. que en cuanto le dejemos sólo se levanta i dispara como un venado.

Luego, para probar sus argumentos, cambiando de tono agregó resueltamente:

—¿Quiere su merced que lo haga pararse a rebencazos?

Don Cosme que habia concluido de enrollar el lazo, quiso dar una lección de clemencia a sus servidores. Dada la magnitud del crimen, el castigo le parecia insignificante; pero se propuso demostrarles que llegado el caso, él, a pesar de su severa rectitud, sabia ser también noble, jeneroso i magnánimo.

Contempló por un momento el inanimado cuerpo del indio i con tono conciliador dijo al mozo que aguardaba con el látigo en la mano:

—Déjalo por ahora. Aturdido, como está, no sentiria los azotes.

I torciendo riendas avanzó al galope por la dilatada i rojiza cinta de la carretera.

* * *

Durante algunos dias, Quilapan, como un fantasma vagó por los alrededores. Don Cosme habia dado orden a sus inquilinos de arrojarlo a latigazos si tenia la osadía de penetrar en la hacienda, pero aquella ocasión no se habia presentado, pues, el indíjena se mantenia siempre fuera de los límites prohibidos. Veíasele a toda hora tendido en la yerba o acurrucado bajo el árbol con el rostro vuelto en dirección de la loma, de aquella tierra que era suya i en la que no podia asentar el pie.

Una mañana al clarear el alba, apenas don Cosme habia abandonado el lecho, le anunciaron la presencia de su mayordomo a quien hizo pasar inmediatamente a su despacho. En el semblante del viejo servidor habia una expresión de júbilo mal disimulada. Se acercó al hacendado i murmuró algunas palabras en voz baja.

A la primera frase don Cosme se irguió bruscamente i con los ojos chispeantes interrogó:

—¿Estás seguro?

—Sí, señor, segurísimo, no le quepa a Ud. duda.

Algunos momentos después, el amo i el servidor galopaban a rienda suelta por los potreros cambiando entre sí frases rápidas.

—¿De modo que está muerto?

—I bien muerto, señor. Cuando lo divisé creí que estuviese dormido… Le ajusté unos cuantos rebencazos y, como no se meneaba, me baje…

Lo primero que se presentó a la vista de don Cosme al ascender la loma fué el montón de tierra que cubria la fosa del caballo, lo que hizo revivir en él su odio rencoroso por el matador. Después de echar una ojeada a aquel tumulto en cuya superficie asomaban ya los vigorosos tallos de la yerba i donde innumerables gusanos trazaban blanquecinos i viscosos surcos, avanzó al paso de la cabalgadura hácia el sitio donde habia existido el rancho. Sobre los calcinados escombros, encima de la ceniza, estaba boca abajo el cadáver de Quilapan. Con los brazos abiertos parecia asirse de aquel suelo en una desesperada toma de posesión.

A una señal del mayordomo echó pie a tierra, i cojiendo por una mano al muerto, lo tumbó boca arriba, mientras decia convencido:

—Es seguro, señor, que se ha dejado morir de hambre. ¡Son tan soberbios estos perros infieles!

Don Cosme apartó con disgusto la vista del cadáver i paseó una mirada distraída sobre el luminoso panorama de los campos, que despertaban rasgando con bostezos soñolientos la brumosa envoltura del amanecer. Por entre las desgarraduras i jirones de la niebla surgían los valles, las praderas, el combado perfil de las lomas i las líneas negras i sinuosas de las barrancas.

Erguido sobre la montura examinó en torno largamente el horizonte sin que una sola vez viera alzarse en la soledad de la campiña el cono ominoso de las rucas aboríjenes. Su poderoso pecho aspiró con fuerza el aire embalsamado que subia de las vegas. Habia extirpado de la tierra la raza maldecida i su semblante se encendió de júbilo.

De pronto resonó en el silencio la voz cascada del mayordomo:

—Señor; ¿qué hacemos con esto?

I don Cosme con tono apacible e impregnado de una serena dulzura que el viejo servidor no le habia oído nunca, contestó:

—Cava un hoyo i tira esa carroña adentro… ¡Servirá para abonar la tierra!

13. El vagabundo

En medio del ávido silencio del auditorio alzose evocadora, grave i lenta la voz monótona del vagabundo:

—…Me acuerdo como si fuera hoi; era un día así como éste; el sol echaba chispas allá arriba i parecia que iba a pegar fuego a los secos pastales i a los rastrojos. Yo, i otros de mi edad, nos habíamos quitado las chaquetas i jugábamos a la rayuela debajo de la ramada. Mi madre, que andaba atareadísima aquella mañana, me habia gritado ya tres veces desde la puerta de la cocina: «¡Pascual, tráeme unas astillas secas para encender el horno!»

Yo, empecatado en el juego, le contestaba siguiendo con la vista el vuelo de los tejos de cobre: Ya voi, madre, ya voi. Pero, el diablo me tenia agarrado, i no iba, no iba… De repente, cuando con la redondela en la mano ponia mis cinco sentidos para plantar un doble en la raya, sentí en la espalda un golpe i un escozor como si me hubiesen arrimado a los lomos un hierro ardiendo. Di un bufido, i ciego de rabia, como la bestia que tira una coz, solté un revés con todas mis fuerzas… Oí un grito, una nube me pasó por la vista i vislumbré a mi madre, que sin soltar el rebenque, se enderezaba en el suelo con la cara llena de sangre, al mismo tiempo que me decia con una voz que me heló hasta la médula de los huesos: «¡Maldito seas, hijo maldito!»

Sentí que el mundo se me venia encima i caí redondo como si me hubiese partido un rayo… Cuando volví tenia la mano izquierda, la mano sacrílega, pegada debajo de la tetilla derecha.

Mientras los campesinos se estrechaban en torno del banco ansiosos de contemplar de cerca el prodijio, el viejo habíase desabrochado la blusa i puesto al descubierto el pecho hundido, descarnado, con la terrosa piel pegada a los huesos. I ahí, justamente debajo de la tetilla derecha, veíase la mano, una mano pálida, con dedos largos i uñas descomunales adherida por la palma a esa parte del cuerpo como si estuviese soldada o cosida con él.

Un murmullo temeroso partió del grupo i voces ahogadas profirieron:

—¡Pobrecito!

—¡Qué castigo mi Dios!

—¡Qué ejemplo, Jesús bendito!

El vagabundo esperó que los murmullos i las exclamaciones se extinguiesen i luego continuó:

—Una noche se me apareció, en sueños, Nuestro Señor, i me ordenó que me fuera por el mundo para que mi castigo, confundiendo a los incrédulos, sirviese de ejemplo a los malos hijos.

Los padres i las madres clavaron en los rostros confusos de sus juveniles retoños, una mirada que parecia decir: ¿Han oído? ¡Esto es para ustedes! ¿Olvidarán la leccioncita?

El silencio tenia algo de relijioso i de solemne cuando el viejo prosiguió:

—Honra a tu padre i a tu madre dice la lei de Dios i yo les encarezco, mis hijos, que nunca, jamás, desobedezcan a sus mayores. Sean siempre dóciles i sumisos i alcanzarán la felicidad en este mundo i la gloria eterna en el otro.

—¡Amén! dijeron muchas voces trémulas por la emoción.

La ramada bajo la cual se cobijaba el vagabundo era la prolongación de un pajizo rancho, morada de uno de los mas ancianos vaqueros del fundo. A cincuenta metros estaba la carretera, a la que daba acceso una puerta de trancas cuyas varas, corridas de un lado, descansaban por una de sus extremidades en el suelo, dejando un paso estrecho que un caballo podia salvar con un pequeño salto. El terreno, sobre el cual se alzaba la choza, era llano i estaba cerrado por una lijera empalizada de ramas secas. En lo alto el sol fulguraba intensamente derramando sus blancos resplandores sobre los campos sumidos en el letargo de la quietud i el sopor.

El mendigo, sentado en el banco junto al cual los campesinos van depositando en silencio sus limosnas, murmura con trémula i cascada voz:

—¡Dios i la Santísima Virjen se lo paguen, hermano!

De pronto, en el camino, frente a la puerta de trancas, aparecen dos jinetes magníficamente montados. Uno tras otro salvan el obstáculo i avanzan en derechura hácia la ramada. Todas las lenguas enmudecen a la vista del patrón i de su hijo que hablan, al parecer, acaloradamente.

Los labriegos, se miran i se hacen guiños con aire malicioso. Están hartos de aquellas escenas i cuchichean con maligna sonrisa:

—El viejo halló la horma de su zapato.

—La halló, la halló…

Cállanse de nuevo para oír las voces destempladas de los jinetes, que habiendo refrenado sus cabalgaduras, jesticulan con tono áspero de disputa.

Don Simón, el hacendado, es un hombre de sesenta años, alto, corpulento, de mirada viva i penetrante. Lleva la barba afeitada i su cano i retorcido bigote, que la cólera eriza, deja ver una boca de labios delgados, adusta e imperiosa. Su historia es breve i concisa. Simple vaquero en su juventud, a fuerza de paciencia i perseverancia alcanzó los empleos de capataz, mayordomo y, por último, administrador de una magnífica hacienda. Mui hábil, trabajador infatigable hizo prosperar de tal modo los intereses del propietario que éste lo hizo su socio dándole una crecida participación en las ganancias. A la muerte de su bienhechor adquirió con sus economías un pequeño fundo en los alrededores, fundo que ensanchó merced a compras sucesivas hasta hacer de él una propiedad valiosísima. Viudo hacia mucho tiempo sólo tenia aquel hijo. Contaba el mozo veintidós años. De estatura mediana, bien conformado, poseia un semblante expresivo, franco i abierto. Su carácter, como el de su padre, era mui irritable i arrebatado, mas, en su corazón habia un gran fondo de bondad.

Los campesinos le querían entrañablemente i eran a menudo los encubridores i cómplices de sus calaveradas. Ávido de placeres i de libertad i jinete espléndido era fanático por las carreras de caballo. Contábase el caso mui reciente de haber regresado un día a casa, en ancas del caballejo de un inquilino, sin poncho, sin faja i sin espuelas: todas esas prendas, incluso el caballo i la montura, habíalas apostado i perdido en unas famosas carreras en las Playas de la Marisma. Esta conducta del mozo, su lijereza, su ninguna afición al trabajo i su rebeldía a los consejos paternales exasperaban i llenaban de amargura el corazón del hacendado. Todo lo habia intentado para enderezar aquel arbolillo que era carne de su carne i su único heredero para quien habia acumulado esa fortuna cuya conservación imponíale a sus años tan durísimas fatigas en su afán de hacer de él un campesino, un hombre de trabajo, un continuador de su obra, no quiso enviarle a la ciudad para recibir una educación cualquiera. Desdeñaba, además, profundamente esa sabiduría que conceptuaba inútil, superflua i aun perjudicial. Con la lectura i la escritura i un poco de aritmética i contabilidad habia de sobra para abrirse camino en la vida. Él no habia pasado de allí i pocos podían vanagloriarse de haber alcanzado una prosperidad como la suya. Consecuente con los principios que habían sido la norma de toda su vida todo su sistema de educación descansaba en la severidad i el rigor. Este proceder le enajenó, poco a poco, el afecto de su hijo quien llegó a mirarle, a veces, como un enemigo a cuyo despotismo era lícito oponer la astucia, la hipocresía i el engaño. Cuando el niño se hizo hombre esta oposición de caracteres se acentuó i cavó entre ellos un abismo. Son el agua i el aceite decían los campesinos i así era la verdad. Nada podia juntarles i todo les separaba. Es un perdido, un vagabundo, decia el hacendado cuya infancia i juventud pasadas en la servidumbre i cuya vida ulterior, opresora i cruel para los demás, habían endurecido de tal modo su corazón que no podia comprender la esencia de aquella naturaleza tan distinta de la suya. La aversión del mozo por el trabajo continuado, su desapego por el dinero, su debilidad para con los inferiores eran para don Simón otros tantos delitos imperdonables i redoblaba las amonestaciones i las amenazas sin obtener mas que una sumisión efímera que el anuncio de una fiesta, de unas carreras, echaba pronto a rodar.

Los jinetes habían puesto nuevamente sus caballos al paso i sus voces sonaban claras i distintas en el silencio que reinaba en la ramada.

—Te digo que no iras…

—Padre, sólo voi a ver correr la yegua overa. Enseguida me vuelvo… Se lo juro a Ud.

—Tú debías estar enterado, desde hace tiempo, que cuando ordeno alguna cosa no me vuelvo atrás. Déjate, pues, de majaderías. En la aparta de los novillos podrás correr todo lo que te dé la gana.

Los inquilinos cuchichean en voz baja:

—¿Qué hai carreras en la Marisma?

—Sí, la del mulato con la yegua overa. Don Isidrito está mui interesado porque don Cucho le ha ofrecido la mitad de la apuesta si jinetea la potranca i gana la carrera.

Padre e hijo se detienen delante de la vara donde están atados una veintena de caballos, i el hacendado, después de recorrer con una mirada aquellos rostros cohibidos que se desvían temerosos, dijo al dueño del rancho, que se habia adelantado hácia él sombrero en mano:

—Jerónimo, vas a ir con todos los que están aquí al potrero de la Aguada para rodear los novillos i encerrarlos en el corral. Nosotros, i miró de soslayo a su hijo, vamos a ir al cerco de los Pidenes i a la vuelta haremos la aparta de la novillada de dos años. ¡Cuidado con corretearme demasiado las reses!

El labriego inclinó la cabeza i murmuró un quedo i humilde:

—Está bien, señor.

Un sonoro tintineo de espuelas siguió a la orden, i los campesinos empezaron a desfilar unos tras otros por ambos lados de la ramada para ir a tomar sus cabalgaduras.

De pronto, en el hueco que dejaran, el hacendado percibió al vagabundo inmóvil sobre el banco teniendo junto a sí el montoncillo de las limosnas. Clavó sobre él una mirada furibunda i con voz vibrante profirió:

—¿Qué hace aquí este viejo pícaro?

Ninguna voz se alzó para responder. Don Simón paseó su fiera mirada interrogadora por aquellas cabezas que se bajaban obstinadamente i prosiguió:

—¡Yo no sé que jentes son ustedes! Siempre están llorando hambres i miserias, pero, en cuanto aparece por aquí uno de estos holgazanes, que los embauca con cuentos absurdos, ya están desvalijando la casa para regarlo i festejarlo como si fuese un enviado del cielo.

Desde un rincón partió una vocecilla cascada:

—Pero, señor ¿es un pecado, acaso, la caridad con los pobres?

—Es que esto no es caridad; es despilfarro, complicidad; así es como se fomenta el vicio i la holgazanería…

Hablaba atropelladamente con el rostro rojo de ira, i volviéndose hácia el anciano inquilino, le dijo:

—A ver, Jerónimo, despégale la mano a ese farsante.

El interpelado alzó la cabeza i miró aterrorizado a don Simón. Era tan cómica la expresión de aquella fisonomía desfigurada por el espanto que, el hacendado, estuvo a punto de soltar la risa. Este idiota, pensó, cree que si hace lo que le mando se abrirá la tierra para tragárselo.

No insistió en repetirle la orden i se dirijió a los demás:

—Ya que Jerónimo se ha tullido de repente i hasta ha perdido el habla, vaya uno de ustedes: tú, Pedro, tú, Nicolás, tú, Lorenzo. I fué pronunciando así varios nombres. Pero, al parecer, a todos habíales ocurrido el mismo fenómeno, pues ninguno se movió ni contestó.

Aquella resistencia produjo, mas que cólera, asombro i admiración en el hacendado. ¡Cómo! ¿Hasta ese extremo llegaba la ciega credulidad de esas jentes que se atrevían a arrostrar su enojo antes que poner sus manos en el mentiroso viejo? I mas que nunca se afirmó en su resolución de sacarlos de su engaño haciéndoles ver la falsedad de aquella historia ridícula.

Paseó una última mirada por aquellas cabezas que se abatían en silencio, hoscas i hurañas, i ordenó imperioso:

—Isidro, apéate i desenmascara a este bribón…

El mozo lo miró extrañado i balbuceó con un tono de viva repugnancia:

—Padre, téngale lástima, perdónelo por esta vez.

La cólera, amortiguada un instante, resurjió en el hacendado furiosa:

—¿Tú, también tú?

El joven desentendiéndose de este vibrante apóstrofe prosiguió suplicante:

—¡Déjelo Ud., padre, es tan viejito! ¡No me obligue a cometer una mala acción!

—¿Qué es lo que llamas mala acción? ¡Dilo, dilo pronto!

—Violentar a este viejo, padre, avergonzarlo descubriéndoles sus carnes… Además no creo que por una inocente mentira…

—¡Inocente mentira, inocente mentira…! ¿A esta criminal superchería llamas inocente mentira? Lo que me parece a la verdad mentira es tener un hijo como tú, vociferó frenético don Simón, i enarbolando la pesada chicotera avanzó resueltamente sobre el mozo. Éste, viendo en los ojos de su padre la intención manifiesta de agredirlo se desmontó prontamente i penetró bajo la ramada, decidido a cumplir la odiosa orden con la blandura i suavidad posibles.

De pronto, aquella misma voz cascada i senil se alzó de nuevo en su rincón sombrío:

—Padre nuestro que estás en los cielos…

Don Simón, que habia recobrado en parte la serenidad, dijo con tono de zumba:

—¡Ah, le van a rezar las letanías por si se muere en la operación! Pero, ¿le perdonarán allá arriba?

La voz interrumpió el rezo para decir:

—Ya está perdonado.

Don Simón mui divertido preguntó:

—¿Cómo lo sabe Ud., abuela?

—Porque ya está aquí el Anticristo que lo ha de crucificar.

El hacendado dio un respingo en la silla i vociferó a gritos:

—¡Vieja imbécil, piara de brutos! ¿Conque soi el Anticristo? ¿El Anticristo? I mientras repetia el ominoso epíteto se revolvia en la montura buscando en torno alguien en quien descargar el peso de la ira que le ahogaba. Pero no vió sino rostros inclinados i ojos que miraban fijamente el suelo. Volviose nuevamente hácia el fondo de la ramada i exclamó:

—¡Isidro! ¿Hasta cuándo esperas? ¡Acabemos de una vez!

El vagabundo que desde la llegada del patrón no habia despegado los labios guardando una inmovilidad absoluta, cuando el mozo estuvo a su lado empezó a jemir plañideramente:

—¡Don Isidrito, apiádese de este pobre viejo! Yo lo conozco a Ud. de mediano… no me maltrate. ¡Hágalo por la señorita, su mamá, esa santa que nos mira desde el cielo! Yo he rezado mucho, muchísimo por ella i por Ud. ¡Ay, mi amito, mi niño Dios, por las llagas de Nuestro señor, defiéndame de su padre, favorézcame por amor de Dios!

En el corazón del joven aquellos clamores repercutieron dolorosamente. Experimentaba por el viejo una profunda piedad. Quiso tentar un último esfuerzo para aplacar la cólera de su padre, pero, las últimas palabras de éste reiterándole el imperioso mandato, vencieron sus escrúpulos i resignado alargó la mano hácia el pecho del vagabundo quien sin dejar de jemir rechazó aquel ademán con su huesuda diestra. Esto se repitió varias veces hasta que el mozo cojió con la suya, robusta i poderosa, aquella mano obstinada i terca. El viejo, con una fuerza increíble para sus años, trató de libertar su muñeca de aquellas tenazas; se recojió como una araña i se deslizó al suelo, forcejando con tal desesperación, con tanta maña i destreza, que el mozo hubo de soltarle sin haber logrado su intento. El joven cuyos dientes estaban apretados cambió de táctica. Alargó los brazos i alzando al mendigo del suelo lo tendió de espaldas sobre el asiento. Pero aquel cuerpo decrépito, aquel brazo i aquellas piernas semejantes a secos i quebradizos sarmientos, se ajitaron con tales sacudidas que, tumbándose el banco, ambos luchadores, rodaron por el suelo con gran estruendo. Se oyó una rabiosa blasfemia i un puño, alzándose airado, cayó sobre la faz del vagabundo que se tornó roja bajo una oleada de sangre que brotó de su boca i de su nariz, i manchó sus sucias greñas, sus bigotes i su barba.

Instantáneamente cesó el viejo de jemir i debatirse, i el mozo, desabrochándole la blusa, desprendió de su sitio la famosa mano sin gran trabajo.

Don Simón se desmontó precipitadamente i acudió presuroso junto al mendigo, diciendo a sus servidores:

—¡Vengan, vengan todos!

Al empezar la refriega, las mujeres habían huido hácia el interior del rancho lanzando histéricos sollozos, i los campesinos; volviendo la espalda a la ramada, mostrábanse atareadísimos recorriendo los arreos de sus cabalgaduras.

Mientras el hacendado se inclina sobre el vagabundo, que extenuado por la lucha no hace el menor movimiento, el mozo, de pie, cejijunto i huraño mira hácia la carretera. En su combate con el viejo algo se ha roto i desvanecido en lo mas recóndito de su corazón. Basta mirarle para conocer que no es el mismo. Si los campesinos se hubiesen vuelto hácia él, de seguro que habrían visto que una súbita i total transformación se habia operado en el «Niño» como entre ellos le llamaban. Parecia haber envejecido de repente diez años, i su mirada dura i brillante i el desdeñoso pliegue de la boca demostraban que el padre habia recobrado su hijo, cegándose en sus almas el abismo que los separaba.

Entre ambos el viejo yacia de espaldas con los ojos entornados; sus brazos estaban extendidos a lo largo del cuerpo i en su pecho desnudo veíase un trozo de piel descolorida. Era el sitio en que apoyara durante tantos años la mano, la sacrílega mano con que hiriera el rostro de aquella que le llevó en sus entrañas.

Don Simón examinó largamente aquel miembro cuyo cutis delicado, casi blanco i sus largas uñas lo llenaron de admiración. De repente se enderezó i preguntó triunfalmente:

—¡Qué hai! ¿Te convenciste de que todo no era mas que una mentira?

—Completamente, padre; tenia Ud. mucha razón.

El hacendado se quedó estupefacto, gozoso. No eran sólo las palabras sino el tono en que fueron dichas lo que le sorprendia i llenaba de satisfacción. Aquel acento enérjico no era ya el del muchacho taimado i voluntarioso que tanto lo hiciera sufrir, sino el de un hombre razonable que reconocia al fin sus errores enderezaba sus pasos por la senda del deber. ¡Admirable influencia de la justicia i la verdad! Un ciego habia abierto los ojos; faltaban los otros ¿dónde se habían metido?

Don Simón avanzó hácia la esquina de la ramada i rujió con amenazador acento:

—¡Aquí todos!

Los campesinos que se habían echado sobre la yerba formando pequeños grupos, se alzaron del suelo perezosamente, i viendo que el patrón los contemplaba de hito en hito, echaron a andar hácia la ramada con una lentitud i una cachaza tan desesperante que el hacendado palideció de coraje ante aquella deliberada i testaruda neglijencia.

En ese momento resonó el galope de muchos caballos i una magnífica cabalgata cruzó por la carretera. A través de la nube de polvo viose brillar un instante los lujosos arreos de jinetes i de corceles.

Una voz viril i poderosa se elevó desde el camino:

—¡Isidro, te esperamos en la Marisma; esta tarde corre la yegua overa!

El mozo dijo resueltamente a espaldas de don Simón:

—Padre, yo no voi a la aparta.

El hacendado se volvió hosco con la mirada centellante:

—¿Qué dices?

—Que tengo que ir allá… adonde le dije…

Don Simón alargó la diestra i cojiendo al joven por la abertura de la manta la zarandeó rudamente aturdiéndole con sus gritos:

—¡Que tienes que ir! ¿Adónde? ¿A las carreras?… Dilo de una vez. Repítelo.

I la frase desafiadora, irreparable salió de los labios trémulos del mozo:

—¡Voi adonde me da la gana!

Aún vibraban estas palabras cuando la diestra del hacendado cayó sobre la mejilla izquierda del rebelde que trocó instantáneamente su palidez cadavérica en un escarlata vivísimo…

* * *

Los campesinos que llegaban se detuvieron en seco. El hijo habia enlazado al padre por la cintura, i echándole diestramente la zancadilla lo tumbó en tierra boca arriba. Cayó el mozo encima, pero, alzándose presuroso se precipitó sobre su caballo, un retinto magnífico, i se lanzó a toda rienda hácia la puerta de trancas.

El hacendado de pie, la diestra en alto, los ojos inyectados de sangre, cárdena la convulsa faz, lanzó, entónces, con acento de una sonoridad extraña el fatal anatema:

—¡Maldito seas, hijo maldito!

Al oírlo el mozo hizo un movimiento en la montura como para mirar hácia atrás; i el nervioso bruto desviado por aquella leve inclinación del jinete saltó oblicuamente, yendo a chocar con sus patas delanteras en la vara superior. Retembló la tierra con el golpe i una densa nube de polvo se elevó desde el camino frente a la puerta de trancas. Los labriegos saltaron sobre sus caballos i corrieron a escape en socorro del caído; pero, antes de que hubiesen recorrido la mitad de la distancia, el retinto, que se habia alzado tembloroso sobre sus patas, lanzando un resoplido de espanto emprendió una vertijinosa carrera por la calzada desierta. De la montura pendia algo informe como un pájaro cuyas alas abiertas fuesen azotando el suelo…

Voces espantadas resbalaron clamorosas en el aire inmóvil:

—¡Santo Dios, se le enredó la espuela en el lazo!

Mientras los campesinos corren a rienda suelta tras el desbocado animal, que les lleva una larga delantera, don Simón, sentado en el suelo da manotadas al aire queriendo cojer algo invisible que jira a su derredor. De vez en cuando dice con tono de infantil alborozo, mientras entreabre su cerrada diestra con gran cuidado:

—¡Ven, Isidro, mira, ya lo atrapé!

Pero, en la mano, nada hai tendiéndose de espaldas bajo la ramada, con los ojos entornados quédase inmóvil tratando de percibir el toque misterioso que ha cesado de repente. Una idea le obsesiona: ¡Cómo i cuándo se apagó en su corazón el tañido de aquel cascabel que, a pesar de su pequeñez, vibra tan poderosamente en los corazones inexpertos! De pronto todo se aclaró en su espíritu. El insidioso tañido se extinguió en su corazón el día en que empeñó en sus manos el látigo de capataz. Es verdad que sus voces eran ya mui débiles i apagadas, pues siempre resistió con entereza sus pérfidas insinuaciones encaminadas a apartarle de la soñada meta de la fortuna del poder. Arrojado de allí, vengativo i malévolo, fué a buscar un albergue en el corazón de su mujer, donde reinó como soberano absoluto. ¡Ah, cómo le hizo sufrir, a él, emancipado de toda sensiblería aquella naturaleza débil, crédula i enfermiza! Muerta la esposa, el cascabel, obstinado i rencoroso, se anidó en el corazón de su hijo. Encontró allí un terreno bien preparado para extender su diabólica influencia, influencia que se mantuviera en ese reducto propicio quizás hasta cuando si el mozo, desoyendo por primera vez el maligno repique, no hubiese castigado como se merecia al mendigo, descargando el puño sobre su hipócrita i mentirosa faz. Libre quedó al instante del huésped maldito. Mas, a partir de ahí, perdíase su huella. ¿Dónde se habia metido? Durante un momento los clientes del hacendado rechinaron furiosos ante su impotencia para descubrir el asilo del detestado enemigo. Hacia poco que le pareció oírle repicar burlonamente en torno de él, mas, debió ser aquello una ilusión de sus sentidos. ¡Ah, si pudiera atraparle, si pudiera atraparle!

De repente se estremeció, i entreabriendo lentamente sus cerrados párpados, vió inclinado sobre su rostro el pálido semblante del vagabundo. Apenas pudo reprimir un grito de victorioso júbilo: El cascabel estaba dentro del corazón del mendigo i repicaba con inusitado brío su perturbadora melopea. Si hubiese alguna duda sobre su presencia, allí estaban para desvanecerla los ojos húmedos del viejo que le miraban como jamás, nadie, le habia mirado nunca. Mientras enderezaba su poderoso busto su diestra se deslizó con disimulo bajo la faja que ceñia su cintura…

* * *

Algunas mujeres que habían penetrado bajo la ramada huyeron lanzando espantosos alaridos. En el suelo, tendido de espaldas yacia el vagabundo con el pecho abierto, desangrándose por una horrible herida. A su lado, de rodillas, estaba el hacendado machacando sobre la piedra de moler la sangrienta entraña. Mientras esgrimia el trozo de granito destinado a triturar el grano, canturreaba apaciblemente:

—De balde chillas; cascabel del diablo… te voi a reducir a polvo, a polvo impalpable que esparciré a los cuatro vientos…

Un galope precipitado resuena en la carretera. Precede a la cabalgata un jinete en un caballo blanco de espuma: Es Isidro, el hijo del hacendado. Rota la hebilla de la espuela se desprendió el mozo de la montura i rodó en el polvo que amortiguó considerablemente la violencia de la caída. Al trasponer la puerta de trancas un coro de voces femeniles se alzó clamoroso:

—¡Milagro, milagro, si es el niño, don Isidrito…! ¡Alabado sea Dios!


Publicado el 26 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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