Libro gratis: El Aya
de José María Eça de Queirós


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El Aya

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Fragmento de «El Aya»

Nacida en aquella casa real, tenía por pasión, por religión, a sus señores. Ningún llanto correría más sentidamente que el suyo por el rey muerto a la orilla del gran río. Pertenecía, por lo demás, a una raza que cree que la vida de la Tierra se continúa en el Cielo. El rey, su amo, seguramente ya estaría ahora reinando en otro reino, más allá de las nubes, abundante también en cosechas y ciudades. Su caballo de batalla, sus armas, sus pajes, habían subido con él a las alturas. Sus vasallos, según fuesen muriendo, prontamente irían en ese reino celeste a retomar en torno a él su vasallaje. Y ella, un día, a su vez, remontaría en un rayo de luz para habitar el palacio de su señor, e hilar de nuevo el lino de sus túnicas, y encender de nuevo la cazoleta de sus perfumes; sería en el Cielo como había sido en la Tierra, y feliz en su servidumbre.

¡Pero, además, también ella temblaba por su principito! ¡Cuántas veces, con él colgado al pecho, pensaba en su fragilidad, en su larga infancia, en los años lentos que correrían antes de que él fuese al menos del tamaño de una espada, y en aquel tío, cruel, de rostro más oscuro que la noche y corazón más oscuro que el rostro, hambriento del trono y acechando desde la cima de su roquedo entre los alfanjes de su horda! ¡Pobre principito de su alma! Con una ternura mayor lo apretaba entonces en los brazos. Pero si su hijo parloteaba al lado, sus brazos corrían hacia él con un ardor más feliz. Ese, en su indigencia, nada tenía que temer de la vida. Desgracias, asaltos de la suerte mala, nunca lo podrían dejar más desnudo de las glorias y bienes del mundo de lo que ya estaba allí, en su cuna, bajo el pedazo de lino blanco que resguardaba su desnudez. La existencia, en verdad, era para él más preciosa y digna de ser conservada que la de su príncipe, porque ninguno de los duros cuidados que ennegrecen el alma de los señores rozaría siquiera su alma libre y sencilla de esclavo. Y, como si lo amase más por aquella humildad dichosa, cubría su cuerpecito gordo de besos pesados y devoradores: de los besos que se hacían leves sobre las manos de su príncipe.


6 págs. / 10 minutos.
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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.


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