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Edición física «Robert Louis Stevenson»
Él ha descrito cómo su abuelo, rígido calvinista, toleraba en la «nursery» los fantásticos cuentos árabes que podía haber denunciado en el púlpito. Y así, como hasta aquella casa de Edimburgo le defendía de los vientos invernales de Edimburgo, así también le protegía en cierto grado contra las heladas ráfagas del puritanismo que tan reciamente soplaba en la vida pública. Esto puede haber sido porque era un niño enfermizo o porque era un niño mimado; pero el hecho de que se le permitiera habitar a solas con sus ensueños aquella casa dentro de una casa, tipificada por el teatro de juguete, es algo que hay que recordar: porque significa mucho en una etapa posterior.
Sobre este tema de lo que se ha dado en llamar el Niño en R. L. S., ya he reconocido que se había hablado demasiado; pero se ha pensado demasiado poco. La cosa es una realidad; y queda como un problema muy considerable para la razón, y todavía no resuelto por el mundo moderno, aun cuando se haya hablado mucho de él. Tenemos un montón de testimonios de hombres de toda clase, desde Treherne a Hazlitt, o de Worsdworth a Thackeray, del hecho psicológico de que el niño experimenta goces que resplandecen como joyas hasta en el recuerdo. Ninguna de las normales explicaciones naturalistas explica el hecho natural; y algunos han insinuado que se trata en realidad de un hecho sobrenatural. En el sentido ordinario de crecimiento mental, no hay más razón para que el niño sea mejor que el hombre, que para que el renacuajo sea mejor que la rana. Y las tentativas de explicarlo por crecimiento físico todavía son más fútiles. Hay un buen ejemplo de esta futilidad en uno de los ensayos de Stevenson, quien, naturalmente, se vio contagiado por la primera moda y excitación del darwinismo. Hablando del anciano ministro calvinista que reconoció el maravilloso encanto de Las mil y una noches, sugiere que en el cerebro del teólogo subsiste todavía el travieso mono, el antepasado del hombre, «probablemente arbóreo». Demuestra la seguridad de esta ciencia el que los antropólogos digan ahora que probablemente no era arbóreo. Pero, sea como fuere, es un tanto difícil de ver por qué razón un hombre ha de amar la complejidad de ciudades laberínticas, o querer cabalgar con las enjoyadas cohortes de los príncipes de la Arabia, sólo porque uno de sus antecesores haya sido una bestia peluda que se trepaba como un oso a lo alto de un palo con ramas. Esto nos recuerda la gloriosa manera como se disculpó Stevenson por haber supuesto que un hombre rico debía conocer a un Gobernador del Crist’s Hospital. «Comprendo que un hombre con un romadizo no ha de conocer necesariamente a un cazador de ratones; y la relación, según aparece ahora a mi humillado y despierto entendimiento, es igualmente próxima».
132 págs. / 3 horas, 51 minutos.
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Publicado el 27 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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