Textos favoritos de Arturo Robsy | pág. 4

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autor: Arturo Robsy


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Vuelva la Página

Arturo Robsy


Cuento


El hombre hizo varias cosas inútiles: condujo muy de prisa, escuchando el rugido del motor como si fuera el de su corazón; repitió "Yo, no. Yo, no" varias veces; abrió la ventanilla y lo gritó, pero el viento devolvió las palabras a su pecho. Conectó la radio y subió el volumen hasta que fue incapaz de sentir siquiera que estaba vivo.

Después mantuvo la vista en un árbol lejano. A pesar de la velocidad parecía correr con él. No quedaba atrás. Las nubes hacían lo mismo. Y el hombre, que ya no pensaba, que creía haberse convertido en una piedra, descubrió que una lágrima le cortaba la visión de la carretera.

"Tú, sí." —dijo una voz interior que no era suya.— "Tú,sí." Luego siguieron muchas palabras incontrolables que hablaban del mundo y de las cosas que existían desde el principio. Su pensamiento se había rebelado y le traía fósiles y semillas a la memoria; recuperaba para él un amanecer olvidado en que creyó ser atravesado por los primeros rayos. Y un beso: no el primero sino el tercero, a la orilla de un río lejano.

—Tú, sí. —repitió el hombre, consciente por primera vez en mucho tiempo. Reparó que el mundo y sus pompas eran ahora una praderilla verde que conducía a un bosque de encinas.

Detuvo la máquina. Por más que corriera —se dijo con una sonrisa interior— no llegaría a ninguna parte. La hierba, a sus pies, iba más lejos y venía de más lejos. El, en cambio, no salía de sí, negro y cerrado, mirándose el inútil corazón.

Parecía una bronquitis. Era una bronquitis, pero el pulso estaba alterado, quizá de respirar mal. Por último, los médicos habían encargado toda clase de pruebas y él, mientras, aguardó en su cama de hospital, asustado y silencioso. Se ponía ante el espejo para decirse que no sería nada. Leía lentamente. Dormía poco y caía en trances cada vez más largos en los que no pensaba.


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Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Ojo, Colón

Arturo Robsy


Cuento


El que se preocupa de los ecos de sociedad en los descansos de Cristal, seguramente se ha enterado de que a Cristóbal Colón, Almirante de la Mar Océana, le han buscado un buen partido: nada menos que la Estatua de la Libertad de Nueva York.

Se trata, claro, del Cristóbal Colón que contempla Barcelona subido a una columna y no se cansa de señalar las bellezas del lugar o la Ciudad Olímpica. Alguna mente, cansada de trabajar en el vacío, ha emitido la idea de celebrar un matrimonio entre Don Cristóbal y Doña Libertad. Los broncíneos novios no han objetado nada, aunque él es mucho mayor y ella mucho más voluminosa.

El pensador o pensadores, escapados a medio disecar de algún tarro de formol, suponen haber dado con un bonito gesto simbólico: Colón, que va a América, y la Libertad que, viendo lo que ve en Manhattan, está de vuelta de todo.

Dotados de un cerebro incipiente, todavía no han reparado en que La Liber tiene una hermana parisina, que en realidad es la misma, pero acabarán descubriéndolo y, a la postre, nos explicarán que mucho más simbólico es un matrimonio a tres bandas: Colón con las dos Libertades, una a la izquierda, francesa y presta a hacer rodar cabezas, y otra a la derecha, del Partido Republicano, dispuesta a meter mano a cuanto dólar divise.

Insisto en que no sé qué ganglio nervioso ha alumbrado la idea, pero no puede tratarse de un ganglio español. Un Latinoespañol, conocedor de las costumbres endémicas, no ignoraría que decenas de jueces cimarrones vagan por calles y campos prestos a caer sobre quien se descuida.

Si el Almirante de la Mar Océana, lleno de vigor a los quinientos años, se casa con las Libertades, no faltará magistrado que, tras meditar en su guarida, comprenda que está ante un caso clarísimo de bigamia. Simbólica, pero bigamia.


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Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Apuntes para el Cuadro "La Belleza del Verano"

Arturo Robsy


Cuento


El sol, desnudo como un niño, había tardado toda la mañana en subir a lo alto. Cansado y todo, irradiaba como era su obligación, instigado por el gremio de los hoteleros y por el de los alquiladores de sombrillas.

El buen astro, imbuido de la más pura ortodoxia democrática, irradiaba a todos por igual, sin pedirles copia de su declaración de la renta, sin preocuparse por cegar a un rico o por dar a un pobre el atezado de un capitán de yate.

Aunque Don José de Espronceda lo hubiera desaprobado, la luna no rielaba en el mar por hallarse fuera de turno. El sol, para cumplir con la imagen poética, sólo podría reverberar. El viento, ya dentro de su tradición, procuraba gemir en la lona de nylon de los "snipes" alquilados a tanto la hora. El tal viento, poco espabilado, no llevaba porcentaje a pesar de soplar a dos carrillos.

El mar, siempre al acecho, se colaba entre las piernas de las mujeres, arriesgándose a un juicio por violación. No obstante, si alguien preguntaba, daba a entender que él era La Mar.

Las avispas, en su eterna búsqueda de una gota de cocacola, aterrizaban en las brillantes tripitas de las jóvenes, emprendiendo exploraciones a las selvas del sur y a las montañas del norte. Al ser avispas, no sacaban excesivas ventajas de sus hallazgos, aunque solían comentar las vistas, con aire pícaro, de regreso al avispero.

Adelfas y arrayanes cercanos, conscientes de llevar un nombre unido a la tradición, insistían en perfumar el ambiente, gastando en ello casi todas las leyes de Mendel acumuladas durante el invierno.

Aerosoles y untes varios, sintiéndose agredidos, extendían su olor a aceite que, al caer sobre las carnes desnudas, daban al entorno un aroma de freiduría. La arena, siempre maliciosa, aprovechaba la extraordinaria ocasión para adherirse a la piel y, si la ocasión lo valía, hacer visitas de cortesía a los ojos.


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Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Para Volver a la Noche

Arturo Robsy


Cuento


Papá veía la televisión con un ojo en el periódico. Papá nunca se cansaba de enterarse de las mismas noticias repetidas. Mamá hacía las tortillas de la cena en la cocina. Juanito, menos atrapado por la vida, lanzaba desde la galería pompas de jabón a la calle.

Una, muy grande, se elevó algo más y, al seguirla, Juanito se quedó con la vista alta: la luna, aquella señora pálida y burlona, no estaba allí como los otros días.

—Juanito. —llamó la madre, poniendo en la mesa los cubiertos.

—Ven, mamá. No está la luna.

—Muy bien, hijo. Entra a cenar, que se enfría.

—Te digo que no hay luna. Ven a verlo.

—Sí, sí, te oigo. Luego miraré. Entra y come.

El niño, con el estómago lleno, se sumió en otros olvidos. deseaba dormir y también ver la película, pero le costaba decidirse. Por fin se quedó traspuesto en el sofá, ante el televisor y el padre, como de costumbre, se lo llevó en brazos a la cama.

Salvo un niño que hace pompas de jabón, ¿podía preocuparse alguien por una noche sin luna? En otro tiempo, enamorados y poetas se entregarían a emociones profundas. Alguien hubiera echado en falta su rielar sobre el mar en tanto en la lona gemía el viento. Hasta los dedicados a actividades más táctiles, entre beso y beso, se hubieran percatado de que la pálida luz en las pupilas de la amada se había desvanecido, pero estas cosas se hacían ya en los apartamentos de soltero.

Sólo un niño, siguiendo el vuelo errático y tornasolado de una pompa de jabón, comprendió que la luna no acudía a la milenaria cita con las estrellas.

Los mismos astrónomos, a la caza de planetas perdidos entre los sistemas solares o midiendo los velocidades de los Quasars, la vista telescópica perdida en la distancia, no repararon en lo próximo, en el rostro planetario y sonriente que había seguido las andanzas del hombre desde que anduvo.


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Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Qué Difícil Es Ser Dios

Arturo Robsy


Cuento


Sólo los que se aferran a la vida más de lo reglamentario creen que se les puede hacer una biopsia de puro trámite cuando se quejan de que un catarro no se les cura. Y, cuando en vez de una aspirina, les recetan veinte sesiones bajo el acelerador lineal, sólo los de piel de rinoceronte siguen creyendo que las cosas marchan bien.

Eduardo Libre, que soportaba desde niño las desventajas de un espíritu burlón, sonrió, de cara al médico:

—¿Y, a pesar de esto, cree que me curaré?

—Naturalmente.

Libre, que era de otra escuela de pensamiento más propensa a la acción, salió directamente hacia el banco y pidió un cartucho de monedas de cincuenta pesetas. Lo pagó y, con él en el puño, dio un formidable golpe en el mentón del guardia se seguridad de aquella desventurada sucursal. Ya tenía pistola y un total de veinticinco balas.

Cuando, además de cáncer, se tiene un arma de fuego con alguna munición, sobreviene un momento de optimismo. Aguzando el oído se oyen cánticos de aves. Quizá es pasajero, pero alivia la tensión.

De haberse enterado su médico, hombre de escasa psicología y de nómina profunda, hubiera pensado que los últimos manejos perseguían el fin de dotar a Eduardo de un pasaporte a la eternidad: rápido aunque ruidoso. Por eso se hubiera extrañado al ver como su cliente, lejos de perforarse el cráneo, se acomodaba en el escritorio e invertía su valioso tiempo en sumirse en los recuerdos.

Aspiraba a escribir en un blanco papel los nombres de quienes le hubieran perjudicado gravemente, para remitirlos al más allá como avanzadilla. Tenía la impresión de que su cáncer no era más que el resultado del cúmulo de injusticias sufridas y, católico ligeramente heterodoxo, pensaba hacer de Dios durante unos días, decidiendo sobre el destino de ciertos elementos perjudiciales para la salud.

—Juan Valls. —escribió.


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Publicado el 12 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Llamada del Amor

Arturo Robsy


Cuento


Después de perpetrar su segundo libro contra la humanidad, valiéndose de su condición de catedrático de filosofía, Eduardo Libre necesitó pasar quince días en lo que la cortesía ha bautizado como «Casa de Reposo».

En las Casas de Reposo la marea deja varados los objetos más heterogéneos: obesos acomplejados ansiosos de pasar hambre; borrachines que esconden la botella bajo la almohada; profesionales que abusan de las anfetaminas; mujeres abandonadas por el marido o por el amante; estudiantes con los fusibles quemados; políticos con un acceso de conciencia y, claro, escritores filósofos que descubren que la humanidad no vale un pepino.

Eduardo era de los últimos. Un año de lucubraciones para cometer su libro le había dejado en un estado confuso, incapaz de distinguir una categoría de un accidente ni a ambos de una señorita en bikini, y tentado, además, por adscribirse al hilemorfismo aristotélico.

En tan tristes circunstancias —o, quizá, predicamentos— fue expedido a la casa de reposo y confiado a los reconstituyentes y aun médico iraquí de barba roja que daba suelta a sus instintos de beduino al disciplinar a su rebaño de neuróticos.

A Eduardo, para doblegar su altivo espíritu, le recetó una tanda de dolorosas inyecciones de hígado y le puso a régimen de verduras. Nada como las verduras para distraer los pensamientos obsesivos. El paranoico, si tiene el estómago vacío, se atiene más a la estricta realidad y, en lugar de sumirse en el delirio, organiza planes para robar de la cocina un bocadillo de chorizo o para que el portero le contrabandee un pollo al ast.

Lo mismo puede decirse del neurótico que contempla una zanahoria o del drogadicto con los depósitos llenos de coliflor hervida. Esta era, al menos, la creencia del beduino. Y funcionaba.


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Publicado el 11 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Un Siglo de Progreso

Arturo Robsy


Cuento


En mil novecientos, en agosto, con los últimos coletazos del siglo, nació Naveiro, postrer vástago de una larga sucesión de Naveiros renegridos y aventureros que, desde los tiempos de Don Pedro el Navegante, tuvieron que ver con el mar. Un Naveiro dobló el Cabo de las Tormentas siendo asistente de Luis de Camoens. Otro acompañó a Colón en su segundo viaje y otro más hizo la ruta de Elcano hasta morir de un lanzazo tagalo en las Filipinas.

Siempre fueron dados al orujo y discutidores, a medias pendencieros y a medias esforzados, pues no en vano la familia se había sustentado, desde los tiempos de Viriato, de la carne en cecina, del pescado seco, de la galleta y de la fantasía propia del galaico.

El padre del último Naveiro continuaba la tradición familiar y hacía la ruta de ultramar a bordo de un clipper rápido y marinero. Naveiro padre tenía una peculiar manera de entender aquello de una novia en cada puerto: él prefería lazos más sólidos, por lo que mantenía alegremente una familia en Vigo y otra en Macao, ambas numerosas, pobres y felices.

El joven Naveiro hizo su primer viaje a los trece años, como proel, junto a su padre. Así, con el alma todavía tierna, se le metió el oriente por los ojos. La calidad del mar, su color tan distinto al del Atlántico natal, las gentes extrañas con su lenguaje cantarín y sus ojos almendrados... Y, además, la riqueza. Allí un europeo podía hacer fácilmente carrera: trampeando con los chinos, navegando en los cargueros de las islas, comerciando con los salvajes o contrabandeando con el opio.

Naveiro se quedó con su otra familia, con la mujer oriental de su padre y con sus medio hermanos de ojos rasgados, y nunca más sintió la nostalgia de Galicia, donde, por cierto, las cosas no iban demasiado bien en aquellas fechas. Sólo bajo los efectos del sake se permitía algunos recuerdos de la infancia y descubría, las profundas lagunas de su memoria.


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Publicado el 11 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Invertidos

Arturo Robsy


Cuento


Después de la vigésima cerveza dieron las dos de la madrugada. Las dos pasaron por entre el humo de la whiskería como pisadas de muerto. Pero Quico no participaba ya de las sensaciones. Sólo una señal de alarma en la vejiga puso en marcha ciertos tropismos que le condujeron al lavabo. Allí vio a un gitano que empujaba contra la pared a un joven de mal aspecto. Había una «papelina» en su mano izquierda y una navaja en su derecha.

—¿Pasa algo? —preguntó Quico, que se había formado esa opinión pero no podía estar seguro a causa de la cerveza.

El gitano lo cogió por las mejillas y apretó hasta que Quico enseñó los dientes como un caballo. Muy humillante. Y, como flotaba en un mar de espuma de cebada, le pareció oportuno soltar la mano.

El golpeado al menos tuvo la sensatez de plegar la navaja. Con ella apretada para dar solidez al puño, dio una paliza a Quico. El, recibiendo, oía voces que decían «no» y «por favor». Cuando supo que eran las suyas, estaba ya caído en el suelo. Sangrando y avergonzado.

Lo encontraron minutos después y lo sacaron a la calle con asco. Olía a sangre, cerveza y orines. También tenía, aunque eso no se veía bien, un pómulo roto y una herida larga, desde el rabillo del ojo hacia la oreja.

Apoyado contra la pared, vio salir a dos. «Ayuda», les dijo. Le costaba pedirla, pero más a ellos darla.. Lo dejaron que sangrara, en la convicción de que esa sangre era tan desinfectante como el alcohol.

—Tengo —se dijo, espoleado por varios dolores— un verdadero problema con la cerveza.

Lo consideró, en la intimidad de su alma, y decidió ser valiente:

—...Con la bebida. —rectificó— Soy un borracho. Joven, bien situado, pero borracho.

La mujer, tras liarse con su tercer amante, lo había dejado no sin antes derramar sobre él unos toques de ternura femenina: «Eres un desgraciado». Lo era, pero sonaba mal.


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Vida Eterna

Arturo Robsy


Cuento


Dios se asomó muy temprano a su balcón celeste y enfocó el sol sobre la tierra un poco antes de la hora, causando cierto desconcierto entre los empleados municipales de limpieza, sorprendidos con las mangas en la mano.

Nadie salvo él podía saberlo,pero se cumplían cien mil años del turbio episodio del Paraíso Terrenal, cuando aquella pareja de desvergonzados se le había comido las manzanas. No tuvo más remedio que castigarlos, no por la fruta, sino por estupidez manifiesta: ¿no habían llegado a pensar que, comiéndoselas, podían ser dioses? Tamaña tontería hizo comprender a Dios que el hombre necesitaba madurar un poco más y, de generación en generación, ir afilando aquella roma inteligencia de entonces. Por eso instauró la muerte, para que la selección natural perfeccionara los tristes sesos de la primera pareja.

Cien mil años de evolución, en efecto, hicieron que los hombres dejaran de pensar que las manzanas les divinizarían y decidieran que eso sólo se consigue poseyendo unos papeles impresos. Era, pues, el momento de restablecer los parámetros originales: ni enfermedades ni muerte ni trabajo: enderezó el eje del mundo para que el clima fuese primaveral y que las cosechas brotaran espontáneamente.

—El hombre —dijo Dios a la Naturaleza, que aguardaba órdenes— vivirá para siempre..

Cinco minutos después los enfermos pedían la baja en los hospitales; los moribundos y desahuciados corrían por los pasillos como chiquillos; los parapléjicos hacían cabriolas y los provectos ancianos, recuperado el vigor de su juventud, perseguían a sus enfermeras mientras les hacían proposiciones.


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Publicado el 11 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Diosa de la Tierra

Arturo Robsy


Cuento


El sol temprano, limpio y reluciente, bajó en un vuelo rasante por la calle de Alcalá, pasó por los ojos de la puerta neoclásica y se detuvo sobre la cabeza de La Cibeles.

La vieja diosa de piedra seguía saludando desde su carro pero, sobre su corona, sucedía algo insólito: en difícil equilibrio, un hombre se mantenía allí con los brazos abiertos y un gesto adusto.

Mucho después, cuando Madrid había puesto en circulación a su humanidad motorizada y a su pueblo de infantería, la gente empezó a reparar en el tipo de los brazos abiertos. Vestía de negro y procuraba no caerse al agua de la fuente.

—¡Eh! —dijo, por fin, un guardia. Lo hizo con timidez porque no había pedido permiso a la superioridad e ignoraba si el equilibrista incumplía alguna ordenanza o si disponía de permiso para saltársela.

—¡Eh! —insistió. Pero el hombre aquel era como Rubén Darío cuando quería volverse piedra dichosa «porque esa ya no siente» ni el dolor de ser vivo ni la pesadumbre de estar consciente. Posiblemente ese era el caso.

La policía nacional llegó después y también probó suerte:

—¡Eh!

El interesado, corona inmóvil de la diosa, siguió mirando obstinadamente a levante, a oriente. Quizá a Belén, quizá a La Meca: a distancia ni se le apreciaba la raza ni la religión, y sólo se podía sospechar que se trataba de un presunto loco o de un artista famoso decidido a promocionar su obra.

—¡Eh! —insistió la policía nacional , más perseverante que la municipal.

El tipo miró en torno y, poco satisfecho, decidió que necesitaba algún ruido supletorio:

—Llamen —dijo— a los bomberos.

Poco discretos, éstos llegaron con sus sirenas y sus luces y, entonces, una mínima multitud se congregó en torno a la fuente y en las esquinas del Banco de España y de Correos.


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Publicado el 11 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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