Textos por orden alfabético de Baldomero Lillo

Mostrando 1 a 10 de 54 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Baldomero Lillo


12345

Cambiadores

Baldomero Lillo


Cuento


—Dígame usted, ¿qué cosa es un cambiador?

—Un cambiador, un guardagujas como más propiamente se le llama, es un personaje importantísimo en toda línea ferroviaria.

—¡Vaya, y yo que todavía no he visto a ninguno y eso que viajo casi todas las semanas!

—Pues, yo he visto a muchos, y ya que usted se interesa por conocerlos, voy a hacerle una pintura del cambiador, lo más fielmente que me sea posible.

Mi simpática amiga y compañera de viaje dejó a un lado el libro que narraba un descarrilamiento fantástico, debido a la impericia de un cambiador, y se dispuso a escucharme atentamente.

—Ha de saber usted —comencé, esforzando la voz para dominar el ruido del tren lanzado a todo vapor— que un guardagujas pertenece a un personal escogido y seleccionado escrupulosamente.

Y es muy natural y lógico que así sea, pues la responsabilidad que afecta al telegrafista o jefe de estación, al conductor o maquinista del tren, es enorme, no es menor la que afecta a un guardagujas, con la diferencia de que si los primeros cometen un error puede éste, muchas veces, ser reparado a tiempo; mientras que una omisión, un descuido del cambiador es siempre fatal, irremediable. Un telegrafista puede enmendar el yerro de un telegrama, un jefe de estación dar contraorden a un mandato equivocado, y un maquinista que no ve una señal puede detener, si aún es tiempo, la marcha del tren y evitar un desastre, pero el cambiador, una vez ejecutada la falsa maniobra, no puede volver atrás. Cuando las ruedas del bogue de la locomotora muerden la aguja del desvío, el cambiador, asido a la barra del cambio, es como un artillero que oprime aún el disparador y observa la trayectoria del proyectil.


Leer / Descargar texto


4 págs. / 7 minutos / 183 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Cañuela y Petaca

Baldomero Lillo


Cuento


Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.

Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.

Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.

Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas —tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho—, ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios desteñidos, y sus ojos claros de mirar impávido y cándido, contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos obscuros y vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho, es la antítesis de Cañuela a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.

Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas y conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades, inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones y fulminantes?


Leer / Descargar texto


11 págs. / 19 minutos / 207 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Carlitos

Baldomero Lillo


Cuento


En mis excursiones por los alrededores del pueblo, me encontré un día frente a un grupo de casitas semiocultas por los frondosos árboles que bordeaban al camino. En una de estas viviendas, sentada delante de la puerta, había una mujer que tenía en el regazo un niño pequeño. Al ver la criatura me detuve sorprendido preguntando con interés:

—¡Qué hermoso niño! ¿Es suyo?

—Si, señor.

—¿Cómo se llama?

—Carlitos.

—¿Qué edad tiene?

—Quince meses cumple esta semana.

Después de acariciar al pequeñuelo, maravillado por la gracia y donosura de su carita de ángel, continué mi camino pensando en la absoluta falta de parecido entre la madre y el hijo. El niño era rubio, blanco, sonrosado. Los sedosos y blondos cabellos, los ojos azules, la fina naricilla y la boquita de rosa le daban un aspecto encantador, Y estos rasgos, que acusaban en la criatura una acentuada selección de raza, contrastaban de tal modo con las toscas facciones de la mujer, con sus oscuros y pequeños ojos, su casi cobriza piel y su lacia y negra cabellera, que parecía imposible existiese entre ambos alguna afinidad, por remota que fuera.

¿Serían acaso tales desemejanzas un capricho de la naturaleza? Pero, así y todo, resultaba el caso de una extravagancia excesiva, revolucionaria, desconcertante, a menos que... Al llegar aquí interrumpió mis reflexiones el recuerdo de un pequeño detalle: al contestarme afirmativamente que el niño era de ella, noté que la mujer bajaba la vista al mismo tiempo que su oscuro rostro se coloreaba débilmente. ¿Aquel rubor lo producía la grata emoción de la madre al proclamarse tal o tenía un origen menos elevado? Bien podía ser, pensé, que esto último fuese lo correcto.

Desde entonces, y cada vez que pasaba por aquellos sitios, me detenía frente a la casita para acariciar de paso al pequeño.


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 21 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

Caza Mayor

Baldomero Lillo


Cuento


En el llano dilatado y árido los rayos del sol tuestan la yerba que crece entre los matorrales, cuyos arbustos raquíticos entrelazan sus ramas débiles y rastreras con las retorcidas espirales de las parásitas de hojas secas y polvorosas.

En las sendas desnudas, abrasa la arena negra y gruesa, y entre los matojos óyese el ruido que producen las culebras y lagartijas que, hartas de luz y calor, se deslizan buscando un poco de sombra entre el escueto ramaje de las murtillas y los tallos de los cardos erguidos y resecos.

Con el cuerpo inclinado y el fusil entre las manos temblorosas, el Palomo, un viejecillo pequeño y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena calcinada de los senderos. Nadie como él para distinguir entre mil la huella fresca y reciente y conocer si la pieza es un macho o una hembra, un pollo o un adulto. Solo, sin deudos que amparen su desvalida ancianidad, con el producto de la caza satisface apenas sus más premiosas necesidades. Los rayos del sol, cayendo a plomo sobre sus espaldas encorvadas, hacían más penosa su marcha sobre aquel suelo blando y movedizo. Su fatiga era grande y aún no había disparado un tiro cuando de pronto se irguió, deteniéndose ante un grupo de espinos y de litres achaparrados: el rastro tan pacientemente seguido terminaba allí. Rodeó el matorral, observando el suelo con atención para cerciorarse de que el ave no se había escurrido por otro lado, y levantando el gatillo atisbó por entre las ramas, estirando el cuello y empinándose en la punta de los pies.

Los tres dedos marcados en la arena y proyectados hacia adelante como abanico indicaban un soberbio macho.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 165 visitas.

Publicado el 8 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

Cuentos Completos

Baldomero Lillo


Cuentos, colección


Cambiadores

—Dígame usted, ¿qué cosa es un cambiador?

—Un cambiador, un guardagujas como más propiamente se le llama, es un personaje importantísimo en toda línea ferroviaria.

—¡Vaya, y yo que todavía no he visto a ninguno y eso que viajo casi todas las semanas!

—Pues, yo he visto a muchos, y ya que usted se interesa por conocerlos, voy a hacerle una pintura del cambiador, lo más fielmente que me sea posible.

Mi simpática amiga y compañera de viaje dejó a un lado el libro que narraba un descarrilamiento fantástico, debido a la impericia de un cambiador, y se dispuso a escucharme atentamente.

—Ha de saber usted —comencé, esforzando la voz para dominar el ruido del tren lanzado a todo vapor— que un guardagujas pertenece a un personal escogido y seleccionado escrupulosamente.

Y es muy natural y lógico que así sea, pues la responsabilidad que afecta al telegrafista o jefe de estación, al conductor o maquinista del tren, es enorme, no es menor la que afecta a un guardagujas, con la diferencia de que si los primeros cometen un error puede éste, muchas veces, ser reparado a tiempo; mientras que una omisión, un descuido del cambiador es siempre fatal, irremediable. Un telegrafista puede enmendar el yerro de un telegrama, un jefe de estación dar contraorden a un mandato equivocado, y un maquinista que no ve una señal puede detener, si aún es tiempo, la marcha del tren y evitar un desastre, pero el cambiador, una vez ejecutada la falsa maniobra, no puede volver atrás. Cuando las ruedas del bogue de la locomotora muerden la aguja del desvío, el cambiador, asido a la barra del cambio, es como un artillero que oprime aún el disparador y observa la trayectoria del proyectil.


Leer / Descargar texto

Dominio público
509 págs. / 14 horas, 52 minutos / 61 visitas.

Publicado el 2 de octubre de 2023 por Edu Robsy.

El Ahogado

Baldomero Lillo


Cuento


Sebastián dejó el montón de redes sobre el cual estaba sentado y se acercó al barquichuelo. Una vez junto a él extrajo un remo y lo colocó bajo la proa para facilitar el deslizamiento. En seguida se encaminó a la popa, apoyó en ella su espalda y empujó vigorosamente. Sus pies desnudos se enterraron en la arena húmeda y el botecillo, obedeciendo al impulso, resbaló sobre aquella especie de riel con la ligereza de una pluma. Tres veces repitió la operación.

A la tercera recogió el remo y saltó a bordo del esquife que una ola había puesto a flote, empezó a cinglar con lentitud, fijando delante de sí una mirada vaga, inexpresiva, como si soñase despierto.

Mas, aquella inconsciencia era sólo aparente. En su cerebro las ideas fulguraban como relámpagos. La visión del pasado surgía en su espíritu, luminosa, clara y precisa. Ningún detalle quedaba en la sombra y algunos presentábanle una faz nueva hasta entonces no sospechada. Poco a poco la luz se hacía en su espíritu y reconocía con amargura que su candorosidad y buena fe eran las únicas culpables de su desdicha.


Leer / Descargar texto


12 págs. / 21 minutos / 174 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Alma de la Máquina

Baldomero Lillo


Cuento


La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas.

Los obreros que extraen de los ascensores los carros de carbón míranlo con envidia no exenta de encono. Envidia, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano y calados por las lluvias en el invierno forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha de depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc no da un paso ni gasta más energía que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.

Y cuando, vaciado el mineral, los tumbadores corren y jadean con la vaga esperanza de obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el encono, viendo cómo el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletas carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decirles con su severa mirada:

—¡Más a prisa, holgazanes, más a prisa!

Esta decepción que se repite en cada viaje, les hace pensar que si la tarea les aniquila, culpa es de aquel que para abrumarles la fatiga no necesita sino alargar y encoger el brazo.

Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista, al asir con la diestra el mango de acero del gobierno de la máquina, pasa instantáneamente a formar parte del enorme y complicado organismo de hierro. Su ser pensante conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de blanco, donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado y el porvenir son reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tensión, su pensamiento todo se reconcentra en las cifras que en el cuadrante representan las vueltas de la gigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en cada revolución.


Leer / Descargar texto


2 págs. / 4 minutos / 289 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Angelito

Baldomero Lillo


Cuento


Allá donde empiezan los primeros contrafuertes de la cordillera de Nahuelbuta, a pocos kilómetros del mar, se extiende una vasta región erizada y cubierta de cerros altísimos, de profundas quebradas y bosques impenetrables.

En un aislamiento casi absoluto, lejos de las aldeas que se alzan en los estrechos valles vecinos al océano, vive un centenar de montañeses cuya única labor consiste en la corta de árboles, que, labrados, y divididos en trozos, transpórtanse en pequeñas carretas hasta los establecimientos carboníferos de la costa.

Por todas partes, ya sea en la falda de los cerros o en el fondo de las quebradas, se escucha durante el día el incesante rumor de las hachas que hieren los troncos seculares del roble, el lingue y el laurel.

Dos veces en el mes sube, desde el llano, uno de los capataces de la hacienda para medir y avaluar la labor de los madereros, nombre que se les da a estos obreros de las montañas. Después de un prolijo examen, entrega a cada uno una boleta con la anotación de la cantidad que le corresponde por la madera elaborada. Estas boletas sirven de moneda para adquirir en el despacho de la hacienda los artículos necesarios para la vida del trabajador y su familia. En estos días, en las miserables chozas diseminadas en la maraña de la selva, en huecos abiertos a filo de hacha, mujeres y niños de rostros macilentos y cuerpos semidesnudos espían con ojos tímidos a través de los claros del boscaje, la silueta del capataz, amo y señor, para ellos todopoderoso, de cuanto existe en la montaña.


Leer / Descargar texto

Dominio público
10 págs. / 19 minutos / 491 visitas.

Publicado el 8 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

El Anillo

Baldomero Lillo


Cuento


A don José Toribio Marín.


Playa Blanca o Las Cruces es uno de los sitios más hermosos de la costa. Situado a escasa distancia de Cartagena, el terreno se interna en el mar, y cierra, por el norte, la gran bahía en cuyo extremo sur está el puerto de San Antonio.

La naturaleza ha prodigado profusamente sus dones a este delicioso paraje. Las tierras cubiertas de flores y vegetación, ostentan por todas partes pequeñas villas o chalets semiocultos entre el ramaje; y conglomerados de rocas gigantescas bordean la costa, dejando a intervalos pequeñas abras y caletas donde las olas van a morir mansamente en la dorada arena de la playa. Nombres pintorescos designan estas diminutas ensenadas: La Caleta, Los Pescadores, Los Caracoles, Los Ericillos, Las Piedras Negras. Casi todas tienen alguna tradición o leyenda entre las cuales descuella la historia del anillo por lo extraña y trágica.

Aunque el suceso ocurrió hace algunos años, aún perdura su recuerdo en la memoria de los que lograron conocer sus emocionantes detalles.

Por esa época, entre los numerosos veraneantes del balneario, se destacaba singularmente por su distinción una pareja de recién casados. Francés de origen el marido, era un rubio mozo apuesto y elegante, y ella, la mujer, una niña casi, atraía a su paso todas las miradas por su gran belleza. Jóvenes y ricos, la dicha les sonreía y en todos sus actos dejaban trasparentar el intenso amor que se profesaban.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 96 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

El Calabozo Número 5

Baldomero Lillo


Cuento


—¡Bah! ¡Un carcelero!

—Que tiene un corazón de oro.

La irónica mirada que me dirigió Rafael picó vivamente mi amor propio.

—¿De modo —insistí— que niegas que don Serafín, por el puesto que desempeña, sea un hombre bueno, de sentimientos nobles y humanitarios? Pues yo te aseguro que es la persona más culta, agradable y afectuosa que he conocido.

La incredulidad y el escepticismo de mi interlocutor para apreciar las acciones de los demás me ponía nervioso, y generalmente nuestras polémicas sobre este tópico terminaban en disputa.

Esta vez la controversia me excitaba más que de costumbre, pues se trataba de una persona a quien yo conocía muy de cerca. Era mi vecino y nos unían relaciones estrechas y cordiales.

—Amable, sí, no lo niego. Demasiado amable y además tiene la mirada falsa.

Esto ya era demasiado y deteniéndome bruscamente sujeté por un brazo al doctor que caminaba silencioso a mi derecha y dije a Rafael, con el tono seguro y convencido del que se encuentra en terreno sólido.

—Esta vez, maldiciente incorregible, tendrás que confesar, mal que te pese, que te has equivocado.

Los tres nos hallábamos en ese instante a cien metros escasos de la entrada principal de la cárcel penitenciaria. La pesada y sombría fachada del edificio se destacaba entre los altos olmos de la avenida y bajo el cielo gris plomizo de aquella mañana de otoño, con tonos lúgubres que despertaban en el espíritu las ideas melancólicas q1ue evocan las tumbas y los cementerios.

Ahí, detrás de aquellos muros, reinaba también la muerte, pero una muerte más fría, más callada, más pavorosa que la pálida moradora del campo santo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 123 visitas.

Publicado el 8 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

12345