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autor: Baldomero Lillo


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Sub Terra

Baldomero Lillo


Cuentos, Colección


Los inválidos

La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados de retornarlas vacías y colocarlas en las jaulas.

Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han compartido las fatigas de una penosa jornada.

A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera con brazos entonces vigorosos hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grano por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.

Todos estaban silenciosos ante la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo se percibían a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni un árbol interrumpiera el gris uniforme y monótono del paisaje.

Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos la arrastraban difícilmente a través del suelo desnudo, ávido de humedad.


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Dominio público
149 págs. / 4 horas, 21 minutos / 1.727 visitas.

Publicado el 26 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Compuerta Número 12

Baldomero Lillo


Cuento


Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.

Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.

El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.


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7 págs. / 13 minutos / 846 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Anillo

Baldomero Lillo


Cuento


A don José Toribio Marín.


Playa Blanca o Las Cruces es uno de los sitios más hermosos de la costa. Situado a escasa distancia de Cartagena, el terreno se interna en el mar, y cierra, por el norte, la gran bahía en cuyo extremo sur está el puerto de San Antonio.

La naturaleza ha prodigado profusamente sus dones a este delicioso paraje. Las tierras cubiertas de flores y vegetación, ostentan por todas partes pequeñas villas o chalets semiocultos entre el ramaje; y conglomerados de rocas gigantescas bordean la costa, dejando a intervalos pequeñas abras y caletas donde las olas van a morir mansamente en la dorada arena de la playa. Nombres pintorescos designan estas diminutas ensenadas: La Caleta, Los Pescadores, Los Caracoles, Los Ericillos, Las Piedras Negras. Casi todas tienen alguna tradición o leyenda entre las cuales descuella la historia del anillo por lo extraña y trágica.

Aunque el suceso ocurrió hace algunos años, aún perdura su recuerdo en la memoria de los que lograron conocer sus emocionantes detalles.

Por esa época, entre los numerosos veraneantes del balneario, se destacaba singularmente por su distinción una pareja de recién casados. Francés de origen el marido, era un rubio mozo apuesto y elegante, y ella, la mujer, una niña casi, atraía a su paso todas las miradas por su gran belleza. Jóvenes y ricos, la dicha les sonreía y en todos sus actos dejaban trasparentar el intenso amor que se profesaban.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 110 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

El Chiflón del Diablo

Baldomero Lillo


Cuento


En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.

Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:

—Quédense ustedes.

Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso. Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su procedencia.

La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.


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12 págs. / 21 minutos / 647 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Alma de la Máquina

Baldomero Lillo


Cuento


La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas.

Los obreros que extraen de los ascensores los carros de carbón míranlo con envidia no exenta de encono. Envidia, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano y calados por las lluvias en el invierno forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha de depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc no da un paso ni gasta más energía que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.

Y cuando, vaciado el mineral, los tumbadores corren y jadean con la vaga esperanza de obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el encono, viendo cómo el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletas carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decirles con su severa mirada:

—¡Más a prisa, holgazanes, más a prisa!

Esta decepción que se repite en cada viaje, les hace pensar que si la tarea les aniquila, culpa es de aquel que para abrumarles la fatiga no necesita sino alargar y encoger el brazo.

Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista, al asir con la diestra el mango de acero del gobierno de la máquina, pasa instantáneamente a formar parte del enorme y complicado organismo de hierro. Su ser pensante conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de blanco, donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado y el porvenir son reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tensión, su pensamiento todo se reconcentra en las cifras que en el cuadrante representan las vueltas de la gigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en cada revolución.


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2 págs. / 4 minutos / 300 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Inválidos

Baldomero Lillo


Cuento


La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados de retornar las vacías y colocarlas en las jaulas.

Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han compartido las fatigas de una penosa jornada.

A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera con brazos entonces vigorosos hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grano por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.

Todos estaban silenciosos ante la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo se percibían a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni un árbol interrumpiera el gris uniforme y monótono del paisaje.

Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos la arrastraban difícilmente a través del suelo desnudo, ávido de humedad.


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8 págs. / 14 minutos / 203 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Oro

Baldomero Lillo


Cuento


Una mañana que el sol surgía del abismo y se lanzaba al espacio, un vaivén de su carro flamígero lo hizo rozar la cúspide de la montaña.

Por la tarde un águila, que regresaba a su nido, vio en la negra cima un punto brillantísimo que resplandecía como una estrella.

Abatió el vuelo y percibió, aprisionado en una arista de la roca, un rutilante rayo de sol.

—Pobrecillo —díjole el ave compadecida—, no te inquietes, que yo escalaré las nubes y alcanzaré la veloz cuadriga antes que desaparezca debajo del mar.

Y cogiéndolo en el pico se remontó por los aires y voló tras el astro que se hundía en el ocaso.

Pero, cuando estaba ya próxima a alcanzar al fugitivo, sintió el águila que el rayo, con soberbia ingratitud, abrasaba el curvo pico que lo retornaba al cielo.

Irritada, entonces, abrió las mandíbulas y lo precipitó en el vacío.

Descendió el rayo como una estrella filante, chocó contra la tierra, se levantó y volvió a caer. Como una luciérnaga maravillosa erró a través de los campos, y su brillo, infinitamente más intenso que el de millones de diamantes, era visible en mitad del día, y de noche centelleaba en las tinieblas como un diminuto sol.

Los hombres, asombrados, buscaron mucho tiempo la explicación del hecho extraordinario, hasta que un día los magos y nigromantes descifraron el enigma. La errabunda estrella era una hebra desprendida de la cabellera del sol. Y añadieron que el que lograse aprisionarla vería trocarse SU existencia efímera en una vida inmortal; pero, para coger el rayo sin ser consumido por él, era necesario haber extirpado del alma todo vestigio de piedad y amor.


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Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 234 visitas.

Publicado el 8 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

El Grisú

Baldomero Lillo


Cuento


En el pique se había paralizado el movimiento. Los tumbadores fumaban silenciosamente entre las hileras de vagonetas vacías, y el capataz mayor de la mina, un hombrecillo flaco cuyo rostro rapado, de pómulos salientes, revelaba firmeza y astucia, aguardaba de pie con su linterna encendida junto al ascensor inmóvil. En lo alto el sol resplandecía en un cielo sin nubes y una brisa ligera que soplaba de la costa traía en sus ondas invisibles las salobres emanaciones del océano.

De improviso el ingeniero apareció en la puerta de entrada y se adelantó haciendo resonar bajo sus pies las metálicas planchas de la plataforma. Vestía un traje impermeable y llevaba en la diestra una linterna. Sin dignarse contestar el tímido saludo del capataz, penetró en la jaula seguido por su subordinado, y un segundo después desaparecían calladamente en la oscura sima.

Cuando, dos minutos después, el ascensor se detenía frente a la galería principal, las risotadas, las voces y los gritos que atronaban aquella parte de la mina cesaron como por encanto, y un cuchicheo temeroso brotó de las tinieblas y se propagó rápido bajo la sombría bóveda.

Míster Davis, el ingeniero jefe, un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda fisonomía en la que el whiskey había estampado su sello característico, inspiraba a los mineros un temor y respeto casi supersticioso. Duro e inflexible, su trato con el obrero desconocía la piedad y en su orgullo de raza consideraba la vida de aquellos seres como una cosa indigna de la atención de un gentleman que rugía de cólera si su caballo o su perro eran víctimas de la más mínima omisión en los cuidados que demandaban sus preciosas existencias.

Indignábale como una rebelión la más tímida protesta de esos pobres diablos y su pasividad de bestias le parecía un deber cuyo olvido debía castigarse severamente.


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20 págs. / 35 minutos / 214 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Cañuela y Petaca

Baldomero Lillo


Cuento


Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.

Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.

Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.

Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas —tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho—, ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios desteñidos, y sus ojos claros de mirar impávido y cándido, contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos obscuros y vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho, es la antítesis de Cañuela a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.

Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas y conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades, inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones y fulminantes?


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11 págs. / 19 minutos / 215 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Juan Fariña

Baldomero Lillo


Cuento


Sobre el pequeño promontorio que se interna en las azules aguas del golfo se ven hoy las viejas construcciones de la mina de…

Altas chimeneas de cal y ladrillo se levantan sobre los derruidos galpones que cobijan las maquinarias, cuyas piezas roídas por el orín descansan inmóviles sobre sus basamentos de piedras. Los émbolos ya no avanzan ni retroceden dentro de los cilindros, y el enorme volante detenido en su carrera parece la rueda de un vehículo atascado en aquel hacinamiento de escombros carcomidos por el tiempo.

En lo más alto, dominando la líquida inmensidad, la cabría destaca las negras líneas de sus maderos entrecruzados en el fondo azul del cielo como una cifra siniestra y misteriosa. En las agrias laderas, las casas de los obreros muestran sus techos hundidos, y por los huecos de las puertas y ventanas, arrancadas de sus goznes, se ven blanqueadas paredes llenas de grietas de las desiertas habitaciones.

Algunos años atrás ese paraje solitario era asiento de un poderoso establecimiento carbonífero y la vida y el movimiento animaban esas ruinas donde no se escucha hoy otro rumor que el de las olas, azotando los flancos de la montaña.

Densas columnas de humo se escapaban entonces de las enormes chimeneas, y el ruido acompasado de las máquinas, junto con el subir y bajar de los ascensores en el pique, no se interrumpía jamás. Mientras, allá abajo, en las habitaciones escalonadas en la falda de la colina, las voces de las mujeres y los alegres gritos de los niños se confundían con el ruido del mar en aquel sitio siempre inquieto y turbulento.


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11 págs. / 20 minutos / 134 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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