Don Braulio Quiroga era, y seguirá siéndolo positivamente, el hombre
más feliz del mundo. Rico, gordo, linfático, casado con una malagueña
hermosísima, aficionado a los toros y tonto. ¿Qué mayor mina de
felicidades?
Retirado del comercio donde hizo un modesto, pero seguro capital, del
que sabía extraer intereses cuantiosos por el fácil y noble método de
la usura, habitaba, juntamente con su graciosa cónyuge, un entresuelito
situado en un barrio céntrico de Madrid.
Por las mañanas, podía vérsele en su despacho, ocupando, frente a la
mesa de escritorio, cómodo sillón de gutapercha, vestido el cuerpo por
una bata de tela rameada, semejante a la de las colgaduras económicas
que vendía en su juventud, cubierto el cráneo por un gorro de terciopelo
gris y calzados entrambos juanetes (cada pie era un juanete) por
zapatillas de paño obscuro.
Delante de aquella mesa pasábase don Braulio tres o cuatro horitas
revisando escrituras, recibiendo clientes, redactando pagarés,
endosando letras… haciendo sudar a los necesitados de dinero su hacienda
entera, a cambio de unos cuantos duros y de unos muchos pliegos de
papel. Allí estaba desvalijando al prójimo, repasando con la vista el
ciento de retratos que, con efigie y firma de toreros ilustres,
tapizaban, mejor que adornaban, los muros, y deteniéndola con orgullo en
un amplísimo marco oval que servía de orla al busto emperifollado del
dueño de la casa.
A las doce entraba don Braulio en el gabinetito donde zurcía ropa la
sin par malagueña, hablaba con ella de todo menos de lo que, a una mujer
guapa, joven, morena y levantina por añadidura, debe hablar un marido
celoso de su porvenir conyugal; y cuando la doméstica gritaba desde la
puerta del comedor: «¡Señorito! ¡El almuerzo!» al comedor iba la pareja
en busca del pienso cotidiano.
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