Thespis

Carlos-Octavio Bunge


Novelas cortas, cuentos, colección



PRÓLOGO

Al volver Baco de las vendimias, seguíale brillante séquito de faunos y ninfas. Y los corifeos del dios ventrudo y coronado de pámpanos, del dios de los árboles frutales y las viñas, cantaban su canción báquica, narrando hechos y casos...

Thespis, el «divino» creador, inventó entonces la sustitución del coro por un hombre viviente, de carne y hueso, que simulara y mimase los hechos y los casos. Él fue este hombre. Y para representar su serie de encarnaciones, cambiábase sucesivamente de trajes y de máscaras de lino. Actor único, personificaba hombres y mujeres, viejos y niños, reyes y mendigos. El coro se limitaba a replicarle.

Autor al mismo tiempo que actor, Thespis es el padre del teatro griego, la tragedia y la comedia, la máscara de Esquilo y la de Aristófanes. Por eso pudo Dioscoride escribir en su tumba el siguiente epitafio:

Aquí estoy yo, Thespis. Fui el primero en inventar el canto trágico, cuando Baco traía el carro de las vendimias, y era propuesto en premio un lascivo macho cabrío, con un cesto de higos áticos. Nuevos poetas han cambiado la forma del canto primitivo; otros, con el tiempo, lo embellecerán todavía. Pero el honor de la invención siempre queda para mí.

Tendrás eternamente razón, oh glorioso Thespis. El honor de la invención te pertenecerá siempre. Yo, hijo de tierras que no has conocido y de una civilización que no pudiste sospechar, lo reconozco; y te rindo homenaje, poniendo tu nombre al frente de este libro...

Pues este libro es un manojo de cuentos y fantasías, escrito en los más varios estados de ánimo. Presenta, puedo decirlo, distintos personajes y diversos estilos. Por mi rostro han pasado también las máscaras de lino, ya trágicas, ya cómicas... ¿No es acaso todo escritor—poeta, dramaturgo o novelista,—la sucesiva encarnación de sus personajes? Él siente, actúa y habla por ellos, ellos por él. Un autor es un actor en silencio... Su «sinceridad» no es más que su aptitud de sugestionarse con las máscaras que se suceden sobre su rostro.

¡Sedme pues propicios, oh manes de Thespis, padre común de todos los poetas, dramaturgos y novelistas!... Al poner mi libro bajo tu nombre, pido al buen árbol buena sombra.

Buenos Aires, Diciembre de 1906.

MÁSCARAS TRÁGICAS

EL ÚLTIMO GRANDE DE ESPAÑA

I

Pablo Gastón Enrique Francisco Sancho Ignacio Fernando María, duque de Sandoval y de Araya, conde-duque de Alcañices, marqués de la Torre de Villafranca, de Palomares del Río, de Santa Casilda y de Algeciras, conde de Azcárate, de Targes, de Santibáñez y de Lope-Cano, vizconde de Valdolado y de Almeira, barón de Camargo, de Miraflores y de Sotalto, tres veces grande de España, caballero de las órdenes de Alcántara y de Calatrava, señor de otros títulos y honores, era, ¡cosa extraña en persona de tan ilustre abolengo y alta jerarquía! un joven modesto, sensato y virtuoso.

Huérfano desde temprana edad, fue educado por su única hermana, Eusebia, quien, por los muchos años que le llevaba, podía ser su madre, y de madre hizo. Desmedrado, rubio, paliducho, con incurable aspecto de niño, de facciones finas, de ojos dulces y claros y porte de principesca mansedumbre, contrastaba el joven con la igualmente interesante figura de su hermana. Era ésta una mujer alta, huesosa, de dura y vieja fisonomía, coronada por abundante masa de negrísima cabellera. Aristócrata y célibe empedernida, en cuanto él cumplió la mayor edad, profesó ella en la orden de las ursulinas. No sin decirle antes, sintetizando su obra educativa:

—Por tu nombre y antepasados, eres el primer noble, el primer grande de nuestra siempre noble y grande España. Después del rey nadie tiene más altos deberes que tú. Modelo debes ser, en virtudes y sentimientos, de tanto hidalgo indigno de su prosapia y de tanto plebeyo blasonado por el dinero y la vanidad. No olvides jamás lo que a ti mismo te debes, y a tus gloriosos predecesores. Ellos fueron virreyes, generales, cardenales y hasta reyes y santos; conquistaron tierras para su patria, laureles para sus sienes y almas para el cielo. En nuestros tiempos tu acción será forzosamente más reducida y simple. Tu vida, pura y retirada, no sólo será ejemplo de verdaderos hidalgos, sino también muda protesta contra estos tiempos corrompidos y vulgares.

Así dijo, en el tono austero y profético de una sibila. Y sin más, permitiendo apenas que por toda despedida el joven besara respetuosamente su mano de abadesa, cubriéndola de lágrimas, se retiró del mundo.

Pablo, Pablito, como ella cariñosamente le llamara, quedó solo. Aunque emparentado con los mismos Borbones y con toda la nobleza antigua, no mantenía con sus parientes más que ceremoniosas relaciones de etiqueta; chocábale la excesiva familiaridad propia de las cortes modernas. Reservando en el fondo de su corazón tesoros de ternura, creía torpe derrocharlos en afectos pasajeros y advenedizos. Por eso vivía retraído y hasta huraño, en su palacio de familia.

Era éste, más que palacio, convento, por su arquitectura sobria y maciza y por sus vastas dimensiones. El ala central había sido levantada durante el reinado de Carlos III, en un extremo de la calle del Rey Francisco, que pertenecía entonces a los suburbios de Madrid. Completado y reconstruido luego, era todavía grandiosa morada.

Por las muchas deudas que contrajera el último duque de Sandoval, viejo y disipado solterón, tío del heredero, el palacio había sido embargado en la liquidación testamentaria de sus bienes. Ocurrió esto en la minoría de Pablito. Y aquí fue donde primero se manifestó la entereza de su hermana Eusebia, a cuyos esfuerzos y diligencias debiose en gran parte la salvación de la finca, con sus magníficas reliquias. Apenas heredara Pablo los blasones, dio ella en desplegar la perseverancia y hasta el buen criterio comercial que se revela en el epistolario de Santa Teresa de Jesús. ¡Había que salvar de la ruina que lo amenazara el ducal mayorazgo, honra y prez de la patria historia! Y tanto bregó, luchó, suplicó, transigió y aun especuló, que al cabo de algunos años iban en vías de salvarse de las garras de los acreedores las tierras más tradicionales y las dos más ricas dehesas de la opulenta casa. Al joven duque no le tocaba ahora más que seguir las operaciones iniciadas y aconsejadas por su hermana, para que, al cumplir los treinta años, se viera en posesión de fortuna suficiente al decoro de su rango.

—Mira a nuestro primo Osuna—habíale dicho Eusebia.—Por la magnificencia de su padre, digno embajador de España ante el zar, ha debido liquidar en pública almoneda los honrosos trofeos de su estirpe. Hay que evitar decadencia semejante. Y no podemos evitarla sino con trabajo y ahorro. El comercio y los negocios no son para nosotros. ¡Recuerda al duque de Gandía! Los deportes, que convendrían a tus gustos, no convienen aún a tu fortuna. No olvides que Alba, propietario de cuantiosos bienes, ha gastado una mitad de ellos en los llamados «sports», que nos traen las modas de Inglaterra. Tampoco te aconsejaría que esperes aumentar tus caudales, como Montesclaros, uniéndote a la heredera de algún rico comerciante bilbaíno. Esa gente no participa de nuestros sentimientos, no es capaz de desinterés ni de delicadeza. Hasta en ideas políticas te concedo que puedas a veces templar las pasiones tradicionales con los nuevos tiempos, puesto que tu abuelo y tu tío disimularon su fidelidad a don Carlos; pero nunca en cuanto a tu casamiento... ¡Una verdadera duquesa de Sandoval es tan difícil de encontrar como una reina de España!

Y después de una larga pausa, con una emoción que nunca, antes ni después, le notara su hermano, había concluido:

—No me he casado yo, tal vez por que no hallé un marido para mis sentimientos y mi linaje. Dios sabe que sólo quería nobleza, no dinero. Pero tú, mejorada la suerte de nuestra casa y heredero de sus títulos, te encontrarás un día en ocasión de poder elegir una princesa. Espero del cielo que ella exista entre la miseria y corrupción de nuestro siglo. ¿No has visto nunca crecer, pura y lozana, en montones de estiércol, una azucena blanca?

Mucho meditó Pablo sobre tan excelentes advertencias. Y después de guardar durante algún tiempo el duelo que sentía por la profesión de su hermana, comenzó a frecuentar, de cuando en cuando, si no la sociedad bullanguera y aparatosa, las recepciones de Palacio, donde era bien quisto por su ejemplar conducta. Allí conoció las beldades de la corte, cuyas «toilettes» y modos le chocaron, a veces hasta la indignación. Encontrábales cierta desfachatez que se le antojaba canallesca, bien distante de la casta y severa majestad de las grandes damas de otros tiempos. Llegó a pensar que hallaría la esposa soñada en las soledades de provincia y hasta en otras cortes menos modernas, como las de ciertos pequeños principados de la feudal Alemania. Pero, ¡ay! esas infantas eran generalmente herejes... Y al defecto de la herejía innata, cuyo dejo subsiste aún después de la conversión, era casi preferible el defecto del modernismo parisiense, del modernismo Revolución Francesa!

Decíase que, avalorando su nobleza y señorío, la reina madre llegó a insinuarle, por discreto intermediario, la proposición de que casara con la menor de las infantas reales... Él la conocía, él sabía de memoria su perfil borbónico... Debió pensar si podría amarla... ¡No, nunca la amaría, a pesar de su adhesión y su respeto! ¿Cómo engañar, entonces, a una princesa real ante el altar divino? ¿No sería eso faltar doblemente a su Dios y a su rey? Fue así que, según se contaba, rechazó el ofrecimiento en agradecidos y leales términos.

Parece que el emisario de Palacio insistió a pesar de su negativa. Creyó que ésta fuese inspirada por la modestia; y debió llegar hasta ofenderle, con su moderno espíritu comercialista, encareciendo las ventajas de la alianza, como si el joven duque fuese una mercancía que se ofreciera... Esto acabó por indignarle en su íntimo y concentrado orgullo, y tan hondamente que, para terminar el enojoso asunto, dio Pablo una réplica digna de los antiguos tiempos de la grandeza española:

—Diga usted a su majestad la reina que, siendo yo el primer grande de España, no quiero ser el último infante.

Picado, el proponente preguntó:

—¿Es ésa la última palabra del señor duque?

Pablo se encogió de hombros:

—El duque de Sandoval no tiene más que una palabra. Lo mismo da llamarla primera que última.

Y, diciendo esto, se puso de pie, para significar a su interlocutor que había terminado la entrevista.

Poco a poco, disgustado por el ambiente, fue retirándose otra vez a su palacio. Maldecía allí a las nuevas invenciones, que le obligaban a vivir continuamente preocupado en el saneamiento económico de su casa, cuyas deudas estaban todavía a medio amortizar. En los reinados de Carlos V y de Felipe II, ¡cuánto mejor aprovechamiento tuvieran sus juveniles energías, al frente de los tercios de Flandes y de Italia, o de las huestes conquistadoras de las Indias! ¡Felices tiempos aquellos en que el sol no se ponía nunca en los dominios del Rey Católico!

Cansado por los tráfagos de la administración harto del inacabable cálculo de intereses y amortizaciones, pensó en distraerse viajando por el extranjero. Mas desistió por entonces de la idea, en parte por ahorro, en parte porque todavía no estaban los asuntos de su casa como para delegarlos en manos de procuradores o intendentes. Seguiría pues aun en el puesto que su hermana le indicara, cumpliendo las tareas más contrarias a su carácter generoso y altivo, en aras de esa misma generosidad y esa altivez.

II

Hallábase una noche después de cenar, solo como de costumbre, hojeando distraídamente periódicos y revistas, en la habitación que eligiera para gabinete de trabajo. Era ésta una amplia sala, decorada con cinco antiguos retratos de familia, los mejores de la colección, verdaderas piezas de museo, obras de grandes maestros. Terminada la lectura, dejó caer al suelo la última revista y absorviose en la contemplación del cuadro, firmado por el Tiziano, que tenía frente a su poltrona. Representaba él a don Fernando, el primer duque de Sandoval, fundador de la grandeza de su casa, en traje de gran maestre de la orden de Calatrava... Y, por súbita y peregrina ocurrencia, Pablo dirigió mentalmente a don Fernando, esta breve, pero sentida alocución:

—Ya ves. Llevo por ti, ¡oh mi glorioso abuelo! una vida lánguida y aburrida, una verdadera vida de sacrificio. Sólo espero que tú, ya que eres el dios tutelar de nuestra casa, me apruebes y bendigas.

Pareciole entonces ver al joven duque que su abuelo don Fernando, soltando la preciosa empuñadura de su espada, le tendía, en la tela del Tiziano, ambas manos, como para bendecirle y protegerle...

—Esto es ilusión de mis ojos—se dijo.—El viento que penetra por la ventana entreabierta la ha producido, sacudiendo la luz de las bujías.

Y se levantó bruscamente, para cerrar la ventana, volviendo a arrellanarse después en su asiento. Pero, realmente, don Fernando parecía haber cambiado de postura y estar poco dispuesto a tomar de nuevo la que le diera el pintor...

—Me siento mal—se repitió su último heredero.—No, no puede ser así. Es tarde... Acaso estoy soñando ya. Debo irme a acostar... Mañana desaparecerá la alucinación.

Efectivamente, era ya entrada la noche, pues en una habitación vecina el reloj dio la una. Hizo entonces el joven un esfuerzo para levantarse, aunque sin conseguirlo, saludando al retrato, entre burlón y respetuoso:

—De todos modos, don Fernando, os agradezco en el fondo de mi alma vuestra bendición. Y me despido hasta mañana, porque ya es tarde y me voy a dormir. ¡Buenas noches... o buenos días!

Los labios de don Fernando parecieron desplegarse en el retrato, mientras en la misma habitación decía vagamente una voz engolillada:

—Dios te ayude, hijo mío.

Al oír esta voz, estremeciose Pablo, alarmado.

—Debo de tener fiebre—pensó.—Decididamente, esta vida que llevo es antihigiénica para cualquiera, y más para mí, que pertenezco a una familia de guerreros y de ascetas, es decir, de nerviosos. Estoy fatigado por las preocupaciones y el trabajo. Me siento medio neurasténico... Es preciso que mañana mismo haga mis maletas y me dé una vuelta por Roma o por París, para reponerme.

Quiso levantarse otra vez, y le faltaron fuerzas. Quedó así clavado, siempre en su sillón, agitándolo extraños e indefinibles presentimientos...

De las tres bujías que alumbraban la estancia, apagose una, ya consumida... Al disminuir la luz, Pablo dirigió una mirada a los retratos que colgaban en los muros, y vio que todos, hombres y mujeres, lo miraban y sonreían cariñosamente, como saludándolo. El único que no le hiciera manifestación alguna de simpatía era la efigie de un dominico, fray Anselmo de Araya, gran inquisidor de Felipe II. La adusta rigidez de este fraile, que permanecía tal cual fuera pintado hacía siglos, infundió a Pablo todavía mayor temor que las sonrisas y los movimientos de las demás figuras...

Junto al fraile estaba el retrato de su hermana doña Brianda, la esposa de don Fernando, en un traje de terciopelo negro de severidad casi monástica. Y destacábase enfrente, atribuida al pincel del Tintoretto, la arrogante imagen del joven caballero gascón vizconde Guy de la Ferronière, que cayó prisionero del emperador en la batalla de Pavía. Embajador más tarde ante Carlos V, aunque por unas semanas, en rápida misión secreta, habíase enamorado y casado con una española, doña Bárbara de Aldao. De cuyo matrimonio naciera doña Mencía, la que fue segunda duquesa de Sandoval, por casarse con el primogénito de don Fernando y doña Brianda. Doña Bárbara, doña Mencía y su esposo y demás ascendientes de ese tronco no estaban representados en la galería del salón. En cambio, hechizaban los ojos de demonio de un ángel pintado por Goya. Este ángel era una mujer descendiente de los nombrados, tía-tatarabuela de Pablo, llamada doña Inés de Targes y Cabeza de Vaca, dama admirable que trastornaba los afeminados corazones de los palaciegos de Carlos IV y María Luisa. Diz que el mismo príncipe de la Paz se enamorara de ella, y que el rey, a pesar de las insinuaciones de la reina no llegó nunca ni a fruncir el ceño ante su triunfante belleza. Al verla, Pablo no pudo menos de sonreír con intensa ternura, lo que tal vez no le ocurriera desde que profesara su hermana...

Pasándose largas horas, bajo la escasa luz de la última bujía que duraba encendida, acabó el joven por familiarizarse con el raro caso de aquellas figuras que se movían y hasta hablaban...

—Vamos, yo os agradezco vuestros saludos—les dijo,—y os invito a que bajéis de vuestros cuadros, a tomar conmigo una copa de vino Oporto. Lo tengo bastante bueno, del que olvidara en la bodega mi tío, que en paz descanse. Esto os reconfortará y servirá de distracción. Pues debéis sentiros un tanto aburridos de estaros quietos tantos años y hasta siglos colgados de las paredes...

—Aceptamos—repuso en seguida don Fernando.

—Todo sea a la mayor gloria de Dios—dijo fray Anselmo, el dominico.

—«C'est gentil!»—exclamó el vizconde de la Ferronière.—«J'en meurs pour le bon vin du Porto, et de Bourgogne aussi.» ¡Gracias, gracias!

—Has tenido una piadosa idea, mi querido nieto, digna de la generosa hospitalidad de tus abuelos—articuló la voz de doña Brianda.

Y doña Inés nada dijo, pero sonrió con tal encanto a su sobrino-nieto, que su sonrisa era una flecha de amor...

Recibida con tanto gusto la invitación, Pablito se adelantó hacia su noble antepasado don Fernando, tendiéndole la mano para que descendiese el primero. El anciano tomó formas corpóreas, y saltó del cuadro al suelo con la agilidad de un hombre acostumbrado a los hípicos ejercicios de combate. Su joven descendiente, con una rodilla en tierra, le besó la velluda y callosa diestra, que midiera su fuerza alguna vez con el mismo Francisco I.

Luego ayudó al inquisidor, quien, materializado a su vez, se persignó y masculló alguna oración en ininteligible latín.

Doña Brianda, tocándole inmediatamente el turno, descendió con dificultad, por sus años y su respetable peso de matrona española. Hasta parece que se dislocó un poco el tobillo izquierdo, sin que el dolor le impidiera acomodarse el zapato con serio y recatado ademán, dando amablemente las gracias a Pablito.

Al contrario, la bella doña Inés sólo apoyó ligeramente su mano en el hombro del joven duque, y saltó con tanto salero y coquetería, que el mismo gran maestre don Fernando hubo de sonreírle.

Por fin, el vizconde de la Ferronière, tocando apenas y como por broma la cabeza de Pablo, bajó con la elegancia de un gimnasta. Riose francamente, y exclamó, luego, con marcado acento gascón:

—«Mais, c'est drôle!» Ya se me había dormido la pierna derecha de estar tanto tiempo en la incómoda postura en que me puso en el lienzo ese «brigand» de Tintoretto. ¡Si estuviera aquí, ya le calentaría un poco las orejas!

Altamente turbado, Pablo no sabía cómo hacer los honores de su casa... El vizconde intervino, muy oportunamente:

—¿Y no nos habías ofrecido buen vino de «Bourgogne»... o de «Porto»?

—Voy a buscarlo con el mayor gusto, si lo deseáis, caballero...

—¡Eh! Yo no soy español. Puedes tutearme, muchacho. Los franceses, entre iguales, nos tratamos como iguales.

Dejando instalados a sus extraños huéspedes, todos como en cuerpo y alma, bajó Pablo a la bodega, y volvió al rato con copas de cristal y botellas cubiertas de polvo y telaraña. Estaba pálido y tembloroso, pues en el estado de sobreexcitación en que se hallaba, habíale asustado como espectros un par de lauchas que corrieran en la obscuridad de la bodega.

—Vamos, tranquilízate, «mon cher»—le dijo el gascón.—¿Te han aterrorizado las ratas del sótano? En mi tiempo, los jóvenes eran más animosos. Cuando yo tenía quince años...

—Dejad vuestra historia para otro momento, vizconde, si os place. Ahora beberemos—interrumpió con serena autoridad don Fernando.

—Tenéis razón, querido consuegro. Bebamos a la salud del último duque de Sandoval.

Y el mismo gascón descorchó las botellas y sirvió a los presentes con gallarda alegría. Entonces pudo ver Pablo que las cinco visitas habían tomado completa posesión de su casa. Encendidas nuevas luces, estaban diseminadas por la sala, en familiares posturas y cómodos sitiales. El único que permanecía en un rincón, fosco y como inspirado, era fray Anselmo.

—Yo me siento aquí tan a «mon aise», como si estuviese «chez moi»—decía el gascón.—Siempre me encontré bien en España, porque si los españoles son un poco orgullosos, también son valientes, valientes como los mismos franceses. ¡Y nunca vi mujeres más lindas que las de España!—Doña Inés agradeció con su mejor sonrisa, mientras proseguía el vizconde:—¡Sobre todo, que las mujeres de España cuando tienen también su poquito de sangre francesa, como mi nieta doña Inés!

—No seáis adulador, vizconde—repuso ésta, irónicamente.—Tal vez si me vierais bajo mi estatua yacente que está en la catedral de Ávila...

—Estos franceses—murmuró doña Brianda, con la severidad de una dueña,—más que galantes, parecen deschabetados.

—El hecho es—dijo don Fernando a Pablo, como para cortar la conversación,—que nos encontramos muy bien en tu casa y que gozaremos algún tiempo de tu castellana hospitalidad.

Aquí se oyó la gruesa voz del fraile, con entonación casi iracunda:

—No es por encontrarnos bien por lo que nos quedaremos un tiempo en vuestra casa, joven duque, sino para cumplir un designio de Dios. Él nos dio la vida, Él nos la quitó, Él nos la devuelve hoy. No somos más que instrumentos de su Voluntad omnipotente, que acaso nos llama a cumplir una grande acción en su pueblo predilecto, el reino católico.

—Amén—agregó doña Inés, más devota que burlona.

—Para servir mejor a mi Dios—continuó el fraile,—permitidme que me retire a mi habitación... No tenéis por qué incomodaros acompañándome, joven duque; yo conozco el aposento que me destináis y puedo ir solo y abrirlo, con la gracia de Dios, llave que abre todas las puertas. Buenas noches.

—Buenas noches, padre—repuso a coro la compañía.

Y fray Anselmo se retiró, haciendo sonar entre sus magros dedos las gruesas cuentas negras del rosario que pendía en la cintura de su hábito blanco.

—Es uno de los más preclaros varones de nuestra casa, un verdadero santo—exclamó con unción doña Brianda.

—¿Está limpia y ventilada la habitación que se le destina?—preguntó zumbonamente el gascón.

—Hace algún tiempo que no se abre...—repuso Pablo.

—Algún tiempo... un par de añitos, por lo menos... Pues en tal caso, si el fraile pasa la noche de rodillas, «saperbleu!», se va a ensuciar su hábito blanco, y cuando vuelva al retrato, dará asco.

Doña Inés lanzó una alegre carcajada; doña Brianda estiró su labio con una mueca de desdén y de fastidio...

—Tantas veces os dije, vizconde—observó don Fernando,—que en España no debéis nunca burlaros o hablar ligeramente de sacerdotes y cosas de religión...

—Sois insufrible, caballero—aseguró a Guy doña Brianda.

—¿Cuándo aprenderéis a estaros con juicio?—preguntole el primer duque de Sandoval.

—¿Cuándo? ¿Y todavía me lo preguntáis? ¿No me he pasado tres siglos quieto, quietecito, colgado siempre de la pared, sin moverme, sin pediros en préstamo ni un maravedí, mi querido consuegro, sin haceros una guiñada, «sage comme une image»? ¡Bien sabéis que muchas veces me ha picado la nariz, porque se paraba una mosca encima, y que ni a escondidas he desprendido la mano de la cintura para rascarme!

—Lo cierto es que mi abuelito el vizconde—intervino graciosamente doña Inés—debe haberse aburrido de lo lindo en su cuadro, habiendo llevado antes una vida tan divertida en Gascuña, en París y hasta en Toledo. ¿Os distraíais recordando vuestras aventuras?

—A veces, cuando no flechaba el corazón de la respetable matrona que tenía en frente—repuso Guy, aludiendo a doña Brianda.

—Estáis faltando a una dama... ¡y a una dama de vuestra familia!—clamó indignada la aludida.

—Pensad más bien en vuestros pecados, vizconde—dijo gravemente don Fernando,—para que Dios os perdone en el día del juicio final.

—Felizmente, don Fernando, todavía llevo la espada al cinto para pelear al Demonio si se atreve conmigo—repuso gallardamente el gascón, desnudando su toledano estoque y acometiendo con él a un enemigo invisible... Cuando lo volvió a envainar, agregó, decidor:—Pero es ridículo que no aprovechemos estas cortas vacaciones y que, mientras pudiéramos divertirnos, nos quedemos aburriéndonos aquí, con las solemnes caras de tontos que teníamos en los retratos... ¡Bebamos por mis pecados!

—¡Por vuestros pecados!—exclamó indignada doña Brianda.

—No, por el perdón de los pecados de abuelito el vizconde—intercedió seductoramente doña Inés.

—Vamos, perdonadme, oh duquesa, mi ilustre consuegra, por el amor de nuestros hijos—solicitó galantemente Guy de la Ferronière a doña Brianda, que, en prueba de su buena voluntad, le tendió la mano para que la besara.—Bastante reñimos ya en el siglo xvi, para que volvamos a las andadas. La cosa no nos divertiría ahora, porque ya no tiene novedad. ¿No es cierto?

Suspiró doña Brianda dignamente, por única respuesta. Y todos bebieron después; todos menos uno, el anfitrión, pues no le alcanzaron las copas, habiendo él roto dos, de puro nervioso, al tomarlas para que sirviera el vizconde...

—No os apuréis por eso, amado sobrino—díjole doña Inés, tendiéndole su propia copa, después de haber sorbido en ella dos o tres traguitos.

Bebiose el joven el resto, y sintió mirando a su bella tía, que un fuego interno le abrasaba, como si el añejo Oporto fuera un filtro de amor.

—Parece que nuestro querido sobrino no pierde el tiempo—observó maliciosamente el vizconde, refiriéndose a doña Inés y al joven duque.—Haznos los honores de tu casa, Pablo. Piensa que sentimos nuestros músculos un poco entumecidos de las posturas que nos dieron los pintores. Para desentumecernos nos vendría muy bien danzar un poco. ¿No tienes por acá un laúd?

—¡Bailar! ¡Excelente idea!—interrumpió palmoteando doña Inés.—Ahí no sé por qué capricho, pues yo nunca amé la música ni supe tocar una nota, me ha puesto Goya un laúd sobre una consola, en el fondo de mi cuadro. ¡Tomadlo, vizconde, y tocadnos algo para que bailemos!

Guy tomó en efecto el indicado laúd, sentose sobre una mesa y preludió unos bonitos acordes. Se formaron en seguida dos parejas, una de don Fernando y doña Brianda y la otra de doña Inés y Pablo, y pusiéronse a bailar pausada y alegremente. Sin saber por qué, Pablo pensó de pronto en la sorpresa que sufriría su hermana si pudiese verlo en tan curiosa compañía, ¡y en las caras que pondrían, si lo vieran, su confesor, y sus primos, y sus acreedores, y sus arrendatarios! Este pensamiento le causó tal alborozo, que se puso a reír como si le hicieran cosquillas.

—Estáis alegre, sobrino—le observó doña Inés.

—¿Cómo podría yo estar a vuestro lado, mi tía, sino contento con la felicidad de veros?

El gascón, que había oído muy bien, intervino:

—¿Qué decís?... ¡Más despacio, jovenzuelos! Hace apenas media hora que os tratáis... Esperad siquiera a estar solos, que faltáis al respeto a vuestros mayores.

Y sin más ni más, tiró el laúd, levantose, dio dos o tres volteretas, y besó en las mejillas a doña Brianda y a doña Inés. Doña Brianda se limpió el beso con el pañuelo de encajes; pero doña Inés miró sonriendo amablemente a Pablo, como invitándole a que hiciera otro tanto... Todos, hasta la anciana duquesa, parecían de buen humor, y siguieron luego danzando y riendo... Mas de pronto, como convidado de piedra, se apareció en el dintel de la puerta la imponente figura de fray Anselmo. Y habló:

—Vergüenza me da contemplaros y pensar que sois de mi sangre y de mi raza, ¡oh humanas criaturas! Tenéis apenas, por divina gracia, horas o días, de una vida especial, y en vez de aprovecharla en la oración y el recogimiento, armáis una batahola del infierno, interrumpiendo mis santas meditaciones. ¿No os dije que Dios nos llama a portentosa obra? Dejad de revolcaros en el fango de la concupiscencia y de la imprevisión, y seguidme a la capilla, que Jesús nos espera, con los brazos abiertos y tendidos.

No sin echar antes una melancólica mirada al fondo desierto de sus respectivos cuadros, todos siguieron al fraile, como dominados por su ojo aquilino. Llegaron en solemne y lenta procesión, después de cruzar varios corredores, a la gótica capilla del palacio, que parecía aguardarlos con sus mortecinas luces encendidas. Se descubrieron. Entraron. Persignáronse. Y fray Anselmo subió al púlpito, desde el cual proclamó, con su calurosa palabra de vidente, la necesidad de extirpar en España hasta las últimas raíces de herejía, si se deseaba salvar el reino... Tan extraña y arrebatadora fue su elocuencia, que todos lloraron. Hasta el vizconde, si bien en su llanto parecía haber un poco de risa, porque durante el sermón, con un alfiler y una tirilla de papel que encontrara por casualidad en el suelo, había prendido una pequeña cola en las abultadas polleras de doña Brianda. Por suerte, nadie advirtió su impiedad, «nadie—diría fray Anselmo,—¡menos Dios!»

Terminado el sermón, el dominico bajó del púlpito, y se dirigió al altar... Interrumpiole el vizconde, antes de que se arrodillara:

—Padre, todos nos sentimos un poco fatigados de haber estado nada más que la friolera de unos doscientos o trescientos años metidos en nuestros cuadros... ¿No podríamos dejar para mañana nuestras devociones, e irnos ahora a estirar nuestros cuerpos en las frescas y finas sábanas de Holanda que nos ha de ofrecer el joven duque?

El fraile ni se dignó responder, prosternándose ante el ara...

—«Ces spagnols catholiques son entêtés comme des huguenots!»—murmuró entonces el gascón.

Y comenzó el rosario. Fray Anselmo iniciaba las Avemarías, que luego coreaban sus catecúmenos. Era interminable aquel rosario... Atraído por las luces y la curiosidad, entró en la capilla un gato negro, familiar de la casa. Pensó el dominico que el animal fuera una encarnación del demonio mismo, y se disponía a hisoparlo... Pero como el gato era muy manso, restregose contra las pantorrillas de Guy, el primero que topara. Y Guy aprovechó la oportunidad para pisarle la cola y hacerlo mayar, con gran refocilamiento de doña Inés... Huyó atemorizado el gato, terminó el dominico su rosario, y Pablo despidió a sus huéspedes, instalándolos en sus respectivas habitaciones. Tiempo era, pues la aurora se desperazaba ya en el horizonte, y pronto empezaría el tragín de la mañana.

Satisfecha el alma por el santo cumplimiento de sus devociones, y satisfecho el cuerpo por los varios tragos de viejo Oporto que se echara entre pecho y espalda, durmió muy bien el joven duque. No hay para qué decir si los demás dormirían a gusto en las «finas y frescas sábanas de Holanda», que dijera Guy. Hasta fray Anselmo las aprovechó, a pesar de haber anunciado que prefería una tarima y aun el duro suelo... ¡Estaban todos tan cansados!

III

Pocos servidores tenía Pablo: un intendente general, un ayuda de cámara y un cocinero, tres viejos catarrosos, más gordos y reservados que canónigos, los cuales a su vez manejaban tres o cuatro galopines para los barridos y fregados. Mujeres, ni para muestra las había en la casa. Tal había sido la voluntad de Eusebia, quien consideraba que la mujer sólo debe servir a su familia o a su monasterio.

Embrutecidos por la monotonía del servicio y acostumbrados a ver en su amo un ente perfecto, incapaz de humanos yerros, ni pizca se asombraron los tres antiguos criados del brusco cambio sobrevenido en la casa durante la última noche. Los nuevos huéspedes eran casi tan tranquilos como sombras; diríase que apenas tocaban el suelo. Y se imponían: don Fernando y doña Brianda por su prestancia, fray Anselmo por su austeridad, doña Inés por su belleza y Guy por su donaire.

Naturalmente, en las sobremesas de la antecocina se explicó el caso de la manera más natural. Doña Inés era la prometida del amo; venía a casarse con él. Don Fernando y doña Brianda eran sus padres. Fray Anselmo bendeciría la boda. El vizconde era un confianzudo amigo de la casa, que serviría de testigo. Se trataba de una familia de alta alcurnia, que llegaba de provincia, con los históricos y vistosos trajes de sus antepasados, conservados por puro orgullo, en una vida de voluntario aislamiento. ¡Al fin había encontrado el señor duque la deseada esposa, que parecía como mandada a hacer a su medida!

Y no podía concebirse gente más cómoda y discreta. El único que fastidiaba un poco, a veces bastante, era el franchute. Tenía ocurrencias de demonio... De buenas a primeras preguntó a Bautista, el intendente, si vivía en la casa alguna doncella, porque, desde unos trescientos años atrás, tenía el capricho de volver a pellizcar blancas y rollizas formas femeninas... Bautista, con la dignidad propia de un alto servidor de casa ducal, dijo que allí no había hembra alguna, ni se estilaban mujeres con semejantes formas... ¿Qué hizo entonces la extravagante visita? Gritó a Bautista que se quedara quieto; que no huyese si deseaba conservar la vida; desenvainó el estoque, ¡y lo acribilló a amagos y fintas, enganches y desenganches, quites y estocadas! ¡Y todavía, porque «ce frippon de Batiste» no gritaba a cada momento «touché», lo corrió hasta la cocina, cruzándole la espalda a cintarazos!

También Manuel, el ayuda de cámara, tenía quejas no menos serias del vizconde extranjero. Solía éste darle unas «latas» formidables, en las cuales barajaba duelos, raptos, batallas, letanías, torneos y mil demonios. Y hasta recordaba unas señoritas con nombres estrafalarios... algo como de Montmorency y de Rohan... de quienes decía haberse enamoriscado en su juventud. Hablaba también de un tal «François» o Francisco, al que llamaba «rey de Francia»... ¡Ante ignorancia semejante, Manuel no había podido contenerse!

—Señor vizconde—le replicó,—en Francia ya no hay reyes. Hay una república gobernada por un presidente...

—¡Una república!... Esas son cosas de Venecia y locuras de la nobleza de Polonia... ¡República en Francia!... ¿Negarás, «cochon du diable», que en Francia reina el muy grande y generoso rey «François I»?—Y sacando su espada como de costumbre cuando se enfadaba, lo que ocurría muchas veces en medio de sus bromas, agregó con ademán harto amenazador:—¡Contesta, villano de España, si no quieres que manche mi acero en cortar tu lengua de perro!

Temblando de miedo ante furia semejante, el viejo servidor tuvo que tartamudear:

—Es cierto, señor vizconde, es cierto... En Francia hay un rey...

—Hay un grande y magnánimo rey, «François I».

—Hay... un grande... y magnánimo... rey... «François I»...

—¡A quien Dios guarde muchos años!

—A quien Dios guarde muchos años...

La infantil docilidad del criado pareció encantar a su verdugo, que le palmoteó la espalda con mano de plomo, exclamando:

—Eres un buen garzón, villano. Vete corriendo a buscar dos botellas del mejor vino de Borgoña que encuentres, y trae dos vasos. Quiero que tú también bebas por las glorias del rey de Francia.

Sin comprender claramente y todavía paralizado de terror, no se movió Manuel... Nuevamente impacientado el hidalgo gascón, le aplicó un leve puntapié en un sitio que por decoro nadie nombra, salvo los gascones, gritando:

—¡Anda pronto a traer esas botellas, holgazán del infierno!

Ni tres minutos pasaron antes de que Manuel volviera con las botellas y dos copas. Guy tomó las copas riéndose a mandíbula batiente...

—¿Y a esto llamas vasos para beber vino de Borgoña, maese Manuel?

—Sí... señor... si el señor no se enfada...

—¿Y crees tú que un francés honesto puede beber sangre de Cristo en estos dedales de muñeca?

—Sí... no...

—Por la primera vez, cuando tu amo nos convidó, los he tolerado. ¡Pero ya no los toleraré más! ¡Por los clavos de Cristo, que no los toleraré más!... ¡Llévaselos a fray Anselmo para cuando diga misa, o a mi buena amiga la abadesa del convento de Saint Etiene, madame de Montballon!

Pero, sin dar tiempo de que se llevaran los «dedales de muñeca» a fray Anselmo o a la abadesa madame Montballon, desnudó la espada, tomó las dos copas con ambas manos, e intentó con ellas unos ejercicios como juegos malabares, dándolas muy pronto contra el suelo, donde se hicieron añicos. Inmediatamente increpó a maese Manuel, que le miraba azorado:

—¿Qué haces ahí, zopenco, que no destapas las botellas? Pareces el arcángel Gabriel que esculpió maese Nicolás para la capilla de la reina Margarita. ¿Soy acaso la Virgen para que me anuncies el nacimiento del niño Jesús?

En un abrir y cerrar los ojos, las botellas estuvieron abiertas. Guy envainó la espada, tomó una, la alzó, la miró, tendió el brazo, y dijo:

—¡Por las glorias del rey de Francia!

Mas viendo que no se movía Manuel, lo increpó de nuevo:

—¡Toma pues la otra botella, animal, y no me mires así! Te he dicho que no soy la Virgen María.

Empuñó Manuel tembloroso la otra botella y la acercó a los labios...

—Repite antes, ¡por San Clemente de Alejandría! que bebes por las glorias del rey de Francia, si no quieres que te rompa la cabeza de un botellazo.

Manuel repitió:

—Por la gloria del rey de Francia...

Y el vizconde y el ayuda de cámara empinaron cada cual su botella. Poco acostumbrado a este deporte, a Manuel le faltó pronto el aliento, interrumpiose y erutó rociando el rostro del gascón con un gran buche de vino.

—Esto trae suerte—dijo Guy, riéndose.—Sigue, muchacho...

Había terminado su botella el vizconde y el ayuda de cámara, que no podía ver el vino y jamás lo probaba, iba apenas por la mitad de la suya...

—¡Si no bebes hasta la borra, insultas al rey de Francia, y yo, que soy su embajador, te castigaré como mereces!—exclamó el gascón, requiriendo otra vez su espada...

Más muerto que vivo, y todavía más borracho que muerto, Manuel se bebió «hasta la borra», dejando luego caer al suelo estrepitosamente la botella...

—¡Bravo, bravísimo!—aplaudió Guy.

Surgiendo en la puerta, don Fernando observó severamente a su alegre consuegro:

—¡Pero vizconde! Os olvidáis de vuestro rango...

—¡Un francés no se olvida nunca de su rango ni en los torneos ni en las batallas!

—Sois un embajador y parecéis un juglar...

—¡Y vos sois un grande de España y parecéis un fraile mendicante!

—Me insultáis...

—Decid más bien, ¡nos insultamos!

Hízose una pausa, que interrumpió el anciano duque:

—Guardemos compostura, vizconde. Recordad que tenemos una alta obra que cumplir. Dejad para otro momento vuestros arrebatos y vuestras bromas.

—¡Para otro momento, querido consuegro? ¿Para cuándo? ¿Para cuándo tenga que estarme otra vez años y siglos, ahí, rígido en el cuadro, aunque me pique la nariz o se me duerma una pierna?

Y cambiando en seguida de tono, sacó Guy de un bolsillo de terciopelo verde una grande y pesada moneda de oro, y se la tiró a Manuel, diciéndole:

—Anda, buen hombre. Ahí tienes para poner gallina en tu puchero todos los domingos durante un año. No la vayas a jugar como un bellaco.

—Mejor que estar departiendo con los criados, vamos al salón, vizconde—interrumpió don Fernando.—Hay allí un complicado y curioso instrumento moderno, que Pablo, creyéndolo antiguo, lo ha hecho traer, para tocarnos en él no sé qué danzas, también muy modernas... pavanas y gavotas. El instrumento es llamado «clavicordio». Doña Inés lo conocía y está encantada.

—¡Cómo! ¿Doña Inés y Pablo están tocando el clavicuerno?...

—¡Cla-vi-cor-dio!

—¿Y no está colgado en esa sala algún retrato de nuestro amado pariente el conde de Targes?

Don Fernando se alzó de hombros y salió, seguido del vizconde, en dirección a la sala del clavicordio. Manuel volvió a la cocina, bamboleándose y creyendo haber soñado; pero la arcaica moneda atestiguaba la realidad del supuesto sueño... ¡y más que la moneda, su borrachera!

—Se han querido reír de tí—le observó Bautista.

Al día siguiente también se quisieron reír de Bautista. Pues Guy le pidió una tintura, con estas enigmáticas palabras:

—Búscame pronto algo para teñirme el bigote otra vez de negro, pues se me está destiñendo; y no quiero volver al cuadro del Tintoretto sino como él me pintó, con los mostachos ennegrecidos por la pasta que fabrica maese Sabino, el barbero del rey.

Parece que una caja de betún ordinario sustituyó bastante pasablemente la antigua industria de maese Sabino...

Todas estas cosas raras se comentaban, aunque parsimoniosamente, en la antecocina. La ausencia de las figuras en los cuadros del gabinete de trabajo del amo había pasado hasta entonces inadvertida. ¿Acaso los sirvientes se ocupan de obras de arte cuando no se les manda limpiarlas? Contentábanse, pues, con decir que esos nobles de provincia eran incansables bromistas... ¡y nada más!

Donde se decía mucho más era en la corte. Corrían las versiones más extraordinarias. Hablábase vagamente de una secreta compañía de titiriteros, que el joven duque albergaba en su palacio. Otros suponían una comparsa de bufones, cuyo oficio era distraer, a la antigua usanza, los ocios del magnate moderno. Creíase también en un tropel de locos y de idiotas que, por caridad más que por humorismo, cuidaba el joven en su propia casa. En fin, no faltó quien recordase la presencia de una beldad desconocida, que mantenía a Pablo cautivo de sus hechizos... Alguien pensó en hacer intervenir la policía... Pero los antecedentes y la conducta del duque se impusieron. El palacio permaneció cerrado y silencioso, hasta para los más allegados parientes.

IV

Lejos de las cortesanas habladurías, Pablo pasaba una vida casi feliz, una vida de ensueño. Había cobrado verdadera afición a sus huéspedes. Respetaba las virtudes un tanto agresivas de fray Anselmo, aprobaba la gravedad de don Fernando y doña Brianda, reía de las ocurrencias de Guy, enamorábase de las gracias de doña Inés... Y también se sentía entre ellos, que una tarde llegó hasta disgustarse seriamente con una broma del vizconde...

—Creo que ya debemos volver a nuestros cuadros, por San Luis rey de Francia—había exclamado Guy, metiéndose, sin más ni más, en el que le correspondía...

—Vamos, dejaos de chanzas, Guy...—díjole Pablo.

—Pero el gascón se hacía el muerto, o, mejor dicho, se hacía el retrato, en la misma o semejante postura en que el Tintoretto lo pintara.

—Bajad de una vez...—suplicaba Pablo.

Como si no lo oyera, lo mismo que antes de la noche memorable, el vizconde de la Ferronière se estaba quieto y silencioso, «sage comme une image».

—No seáis terco, abuelito—intervino doña Inés.—Ved que inquietáis a Pablo.

—Dios podría castigaros—manifestole doña Brianda—dejándoos allí otra vez para siempre.

El hecho es que no sólo Pablo, sino que todos estaban alarmados, temiendo fuera ya llegado el momento fatal de despedirse de su último sueño de vida humana...

—Siempre con bromas de mal gusto, vizconde—refunfuñó don Fernando.

Haciendo oídos sordos, el porfiado gascón permanecía impávido, sin fruncir ni la punta de la nariz... De pronto, doña Inés soltó una carcajada cristalina:

—¡Se ha equivocado de postura! En vez de cruzar la pierna derecha, que es la que se le había dormido, como estaba antes, ha cruzado la izquierda... ¡Si lo sabré yo, que lo he tenido tantos años ante mis ojos... ¡En la pierna izquierda es donde le dará ahora no más un calambre!

Así fue; le dio tan fuerte y repentino calambre en la pierna derecha al pobre vizconde, que tuvo que saltar del cuadro... Y con tanta torpeza lo hizo, que con todo su peso le pisó un pie a doña Brianda...

—¡Grosero!—exclamó ésta, sin poder contener su dolor.

Para tranquilizarla, dobló Guy la rodilla en tierra y le suplicó:

—«Pardón, madame!»

Fray Anselmo, que musitando sus oraciones había vislumbrado la escena desde los corredores, vociferó:

—¡Esto es intolerable, ya!—Y dirigiéndose a Pablo:—¿No sabéis cuándo habrá recepción en Palacio?

—No...

Como era hora de cenar, pasaron al comedor. Después del «Benedicite», el dominico preguntó al dueño de casa:

—¿Quién se sienta ahora en el trono de España?

—Felipe II—repuso doña Brianda.

—Carlos IV—afirmó doña Inés.

Fray Anselmo impuso silencio, con su mirada de águila, a tanta ligereza femenina...

—Alfonso XIII—respondió entonces Pablo.

—¿De la casa de Austria todavía?

—No... de la casa de Borbón... rama de la antigua casa de Francia...

—¡Luego la España de hoy pertenece a Francia, como la Navarra!—exclamó alegremente el vizconde.—¡Ya lo había previsto el rey Francisco!

—¡Bah!—interrumpió despreciativamente don Fernando.

—¡Después de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, la casa de Austria se extinguió sin sucesión en Carlos II el Hechizado...—aclaró Pablo.

—Justo—confirmó doña Inés.—Y después vinieron los Borbones, pero Borbones españoles, con Felipe V, Carlos III y nuestro buen rey Carlos IV.

—Desde Carlos IV hasta ahora—terminó Pablo—se han sucedido muchos gobiernos... Hoy reina Alfonso XIII de Borbón.

—¿Estos gobiernos fueron siempre católicos?—interrumpió fray Anselmo.

—Naturalmente, padre...

—¿Alfonso XIII es joven?

—Muy joven; pero tiene la prudencia y la ilustración de un viejo.

—¿Es casado?

—Hace meses.

—¿Con una princesa de cuál casa?

—De la casa... de Inglaterra—contestó Pablo, algo confuso.

Fray Anselmo se puso de pie, como si se le apareciera el demonio...

—¿De la herética casa de Enrique VIII y de Isabel?

—Sí, padre. Pero la princesa se ha convertido... se ha convertido previamente, según los cánones...

—Se ha convertido. ¡Sí... si!... ¿Pero se la ha exorcizado?

—...En su religión protestante llamábase Ena de Battenberg. En su nueva religión de los Reyes Católicos se llama Victoria... ¡Es una bella y virtuosa reina!

Nada más quiso oír el gran inquisidor de Felipe II; agarrándose la cabeza gritó:

—¡Una hereje en el trono de Carlos V! ¡Una hechicera, llamada Ena, usurpando la corona de Isabel de Castilla! ¡Oh Dios mío, apiádate de tu desgraciada España, apiádate de tu desgraciada ahora y otrora tan fiel y gloriosa España!—Y se retiró a su aposento con lágrimas en los ojos y fuego en los labios.

En un silencio de tumba sintiose como un soplo de destrucción y profecía...

—«Sacrement de Dieu!»—interrumpió el gascón, después de una pausa.—«Jamais je ne pourrais comprendre cet esprit d'exaltation hugonotte qu'on trouve dans le catolicisme d'Espagne.»

—Más os valiera no hablar de ello, si no lo comprendéis—observole don Fernando.—Y agregó, dirigiéndose a toda la compañía:—Buenas noches.

—Buenas noches—respondieron uno a uno, levantándose todos antes de concluir la comida, no sin empinarse el gascón dos o tres copas más de vino tinto.

Sintiendo un vago e indefinible malestar, retirose cada cual a su aposento, a hacer sólo las oraciones, que las demás noches hicieran juntos, bajo la dirección del dominico, en la polvorosa capilla.

Al siguiente día, después de oír, como de costumbre, la misa que fray Anselmo dijera a las seis, Pablo anunció:

—Esta noche hay una gran recepción en Palacio. Acabo de recibir la invitación...

—Pues todos iremos a Palacio, como corresponde a nuestras dignidades—decidió el inquisidor con voz de trueno.—¡Dios lo manda!

La proposición fue acogida con júbilo general. Don Fernando, doña Brianda y Pablo tuvieron como un presentimiento de que prestarían un inapreciable servicio a la dinastía. Guy y doña Inés vieron al fin llegado el momento de salir de la casa solariega, echar un vistazo por el mundo, a ver si habían cambiado mucho las cosas y los hombres... No se atrevió el vizconde a exteriorizar su gusto, por temor de que lo dejaran en casa; mas doña Inés, riendo como una loca, no pudo contenerse:

—¡Qué suerte!... ¡Luciré todavía ante ese Alfonso XIII o XIV mi precioso vestido blanco con encajes de Inglaterra!—Y dio unos saltitos, aunque con moderación, para no desarreglarse el moño del peinado, y golpeó el hombro del gascón con su abanico de nácar, si bien cuidadosamente, para no descuajaringarlo, pues como era viejo estaba algo estropeado y pegoteado.

Esperando impaciente que llegase la hora de presentarse en Palacio, cada cual se retiró a su habitación. Pablo pasó el día entero poniendo en orden sus papeles, como si se despidiera del mundo; fray Anselmo, postrado en oración; don Fernando y doña Brianda, platicando sobre el poderío del primer Carlos y el segundo Felipe, que imponían al mundo su ley... El vizconde de la Ferronière se atusaba el bigote y ensayaba pasos y sobrepasos, danzas y contradanzas... Doña Inés se sonreía ante el espejo...

Sentáronse a la mesa en la hora de la cena; pero nadie probó bocado, absorbidos, quiénes en altas y graves ideas, quiénes en pensamientos frívolos y galantes... Y a las once en punto de la noche, presentábanse todos ante la escalinata de Palacio. Centinelas y guardias dejáronles pasar, deslumbrados por sus brillantes uniformes; los alabarderos golpearon el suelo con sus lanzas, pues que los seis de la comitiva eran cinco grandes de España y un embajador... Y anunciados por los ujieres, corrieron sus nombres produciendo general estupefacción:

—¡Fray Anselmo de Araya, gran inquisidor de Felipe II!...

—¡Don Fernando y doña Brianda, primeros duques de Sandoval!...

—¡El vizconde Guy de la Ferronière, embajador de S. M. el rey Francisco I ante S. M. el emperador Carlos V!...

—¡Doña Inés, condesa de Targes y Cabeza de Vaca!...

—¡El duque de Sandoval y de Araya!...

Bastaba mirar a los nombrados para comprender que no se trataba de una broma irreverente; nadie se atrevió ni a pensarlo... El misterio de lo sobrenatural y lo inexplicable se cernía, como una grande ave negra, sobre las frentes, pálidas y sudorosas... Los mismos reyes se pusieron de pie... Y fray Anselmo dobló una rodilla en tierra, besó la mano del monarca, levantose, y habló... Sus palabras eran como sombras de palabras. Comprendiose que se referían a la reina, hacia quien tendía sus manos escuálidas, entre amenazadoras y suplicantes... ¡Lo mandaban las augustas reliquias del Escorial, para que exorcizara a la princesa que antes fuera hereje!

Pasó algo indefinible... Todos se sintieron como aletargados... La reina Victoria se arrodilló ante el fraile; el fraile la tendió como un cadáver a los pies del trono; rezó las oraciones del exorcismo... Y dijo:

—«Exi, Wycliffe!»

Y surgió, revoloteando en amplia elipsis, hasta perderse en la sombra, un murciélago... Era el espíritu de Wycliffe.

El fraile dijo:

—«Exi, Calvine!»

Y surgió, también revoloteando en amplia elipsis, hasta perderse en la sombra, otro murciélago... Era el espíritu de Calvino.

El fraile dijo:

—«Exi, Luthere!»

Y un tercero y último murciélago surgió, revoloteando en amplia elipsis, hasta perderse en la sombra... Era el espíritu de Lutero.

Entonces la reina se arrodilló otra vez, volviendo en sí. El fraile la bendijo y colocó sobre su cabeza una como diadema de estrellas.

—Ya estás purificada, Ena de Battenberg. Ahora puedes ser reina de España, reina Victoria. En nombre del monje imperial de San Yuste y de Felipe, su hijo, yo os bendigo. ¡Que Dios os guarde en su santa gracia con vuestro digno esposo, Alfonso rey!

Como un inmenso murmullo de marea, todas las bocas confirmaron a coro:

—Amén.

La reina se levantó, y se sentó en el trono, junto al rey, resplandeciendo de santidad y de hermosura. Y en la atmósfera vibró un coro de invisibles ángeles, mientras se retiraban lentamente el gran inquisidor de Felipe II y sus demás acompañantes, de vuelta al palacio de la calle del rey Francisco.

Y las cinco figuras volvieron a sus respectivos cuadros, sepultando en un silencio eterno este acontecimiento inaudito. Nadie dirá nunca nada de él, porque su propio recuerdo se desvaneció milagrosamente de la memoria de quienes lo presenciaran. Si alguno vislumbra vagamente algo, lo desecha como reminiscencia de inoportuna y trágica pesadilla. La historia lo ignorará siempre, ¡la Historia, la ignorante ineducable, la incorregible mentirosa! Un solo espíritu hay todavía bastante castizo para poder comprender y recordar el Hecho. Pero este espíritu vive ya retirado de los hombres, enfermo de nostalgia y de hipocondría, entre las cuatro paredes de su gabinete de estudio. En el armorial español se le registra—después de la reciente muerte de su hermana Eusebia—como único representante de una de las más gloriosas familias de la nobleza europea, con el nombre de Pablo Gastón Enrique Francisco Sancho Ignacio Fernando María, último duque de Sandoval y de Araya, conde-duque de Alcañices, marqués de la Torre de Villafranca, de Palomares del Río, de Santa Casilda y de Algeciras, conde de Azcárate, de Targes, de Santibáñez y de Lope-Cano, vizconde de Valdolado y de Almería, barón de Camargo, de Miraflores y de Sotalto, tres veces grande de España, caballero de las órdenes de Alcántara y Calatrava...

EL CHUCRO

I

Casi diariamente desaparecía alguna res vacuna o lanar de las haciendas esparcidas sobre la orilla del Paraná, cinco o seis leguas al sur de la ciudad del Rosario.

Por muchas diligencias que hiciera la policía del departamento, no pudo darse con los ladrones que se apropiaran de las reses, sin dejar siquiera el cuero. La imaginación popular explicó entonces las diarias desapariciones por causas o fuerzas sobrenaturales. Decíase que en las islas vecinas vivía una especie de ogro insaciable. Este ogro atravesaba todas las noches el río a nado, apoderábase de una res cualquiera, y se la devoraba viva, ¡se la tragaba íntegra!... Y lo peor del caso era que, cuando no encontraba reses sino «cristianos», tragábase lo mismo a los «cristianos». De otro modo no podría explicarse la súbita desaparición de dos o tres peones que vigilaran nocturnamente en los campos ribereños la hacienda, por orden de sus dueños. Hasta una mujer, «Pepa la Gallega», la cocinera del estanciero don Lucas, habíase también esfumado una noche, como llevada por el diablo...

El diablo debía andar sin duda metido en el asunto. Sería el padrino o el compadre del ogro...

Y como tenía padrino, tenía también el ogro su nombre propio. Llamábasele «el Chucro», sin que nadie supiese quiénes, cuándo y cómo lo bautizaran.

De todos los robos del Chucro ninguno consternó más que el de Pepa la Gallega. Su marido y sus hijos ayudados por los gendarmes, buscáronla sin descanso, hasta en las islas más próximas a la costa. No se la halló ni viva ni muerta, y diósela por muerta.

Como las desapariciones de reses, ya que no de personas humanas, continuaran impunemente durante todo el año, los estancieros apremiaron a la policía para que diese una nueva «batida» en las islas. Buenos burgueses comerciantes, ellos no creían en las supersticiones populares. Para ellos, el Chucro, si existiese, era un hombre mortal, de carne y hueso, y no el espeluznante fantasma que se figurara la imaginación gauchesca.

Especialmente encargado por el jefe de policía de la provincia, el comisario Rodríguez fue a revisar prolijamente las islas donde debía habitar el ogro. Acompañábalo un corto piquete de cuatro o cinco hombres. Todos iban murmurando. ¿Para qué desafiar al diablo, o al ahijado del diablo? ¡Nada más vano que luchar contra vestiglos y fantasmas!

En su incursión a las islas se internaron el comisario Rodríguez, seguido del escribiente Peñálvez, mientras los demás hombres estaban «mateando» junto a la canoa que los trajera, a través de una tupida selva de helechos, ceibos y espinillos. Después de andar una considerable distancia, extraviáronse ambos completamente. Y mientras buscaban el rumbo con la brújula, sonó un tiro en la espesura... El comisario cayó muerto instantáneamente de un balazo en el pecho, y el escribiente echó a correr...

No tenía muy robustas piernas el escribiente, muchachón enclenque y larguirucho; y a breve distancia perdió fuerzas, tropezó con un tronco, cayó de bruces... Tendido en el suelo sintió que se acercaba un hombre y que dos hercúleos brazos lo ataban codo con codo, lo registraban y le quitaban el revólver... Pidió gracia por la vida... Nadie le contestó... Pero un violento puntapié lo obligó a levantarse... Vio entonces que tenía enfrente un gaucho forajido. Era el gaucho alto, nervioso, de cejas espesas, cutis cetrino y nariz aguileña. Poblábanle el rostro largas e hirsutas barbas; bajo el rústico chambergo caíale una melena grasienta y enmarañada. Llevaba una carabina en la mano y un enorme facón en la cintura...

—¡Ya verán quién es el Chucro!—dijo a Peñálvez—y lo obligó a que le siguiera dándole culatazos con la carabina.

Después de caminar un cuarto de hora, llegaron a un estrecho claro que se abría en medio de la maleza, junto a un arroyo disimulado por gigantescas plantas acuáticas. En medio del claro alzábase un misérrimo ranchito de barro, ramas y paja. A primera vista todo parecía desoladamente desierto; ni se oía ladrar un perro... Mas, fijándose mejor, vio Peñálvez que al borde del arroyo, pescaba una sucia y desgreñada mujer... A pesar de su aspecto salvaje, él la reconoció. Era Pepa la Gallega, la antigua cocinera de don Lucas, la desaparecida hacía unos ocho o diez meses...

El Chucro silbó, imitando a la perfección el estridente grito de una ave acuática. Al oírlo, la Pepa tiró su anzuelo y corrió a su encuentro como un perro. Peñálvez se sorprendió extraordinariamente de su actitud de esclava. Pues antes, en la vida civilizada de la estancia de don Lucas, había sido la gallega más gruñona y colérica. Respondía a su marido, pegaba a sus hijos, insultaba a los peones, encarábase con el mismo patrón y vociferaba el día entero. Propios y extraños tenían miedo a su lengua ponzoñosa y a su genio luciferino. Tolerábanla sólo porque era honesta y muy trabajadora. En sus habilidades de cocinera no le conocían rival...

No bien vio a Peñálvez pareció reconocerlo por un leve fruncimiento de cejas; pero no dijo palabra, esperando en silencio las órdenes de su amo y señor... Él le preguntó:

—¿Lo conoces?

Ella repuso, bajando los ojos:

—Sí. Es Peñálvez, el escribiente de la policía.

El Chucro ató a Peñálvez contra un árbol, y, después de un silencio, dijo a Pepa:

—Ha venido policía a la isla. Voy a ver si ya se fue. Cuidá entretanto de ese maula para que no se escape. Tomá la pala y si quiere irse, le partís la cabeza. ¿Has oído?...

Era imposible una entonación de voz más despótica y absoluta que el que usara el Chucro con la Pepa. Y la Pepa acataba sus órdenes como si emanasen de un dios, ¡ella, que antes impusiera siempre su voluntad a su marido y le mandara a modo de dueña. Hasta a don Lucas, un solterón bondadoso y tranquilo, recordó Peñálvez que lo intimidaba muchas veces, disponiendo y arreglando a su gusto las cuestiones caseras...

Comprendiendo Peñálvez que su salvación dependía de la Pepa, esperó conmoverla y propiciársela... Al efecto, tomó la actitud más triste, dejando correr las lágrimas del miedo. Pensó que ella, la sempiterna charlatana de antaño, hablase en cuanto se alejase el Chucro...

Alejose el Chucro con su carabina, agachado como una fiera en acecho. Ella tomó la pala de hierro, se sentó en un árbol caído, y se puso a silbar entre dientes...

Viendo que la Pepa no dijera nada, Peñálvez se atrevió a hablarle y le dijo muy quedo, con su voz más tierna e insinuante:

—Pepa, ¿no me conoces ya?...

Pepa seguía silbando como si no le oyese...

—Pepa, soy Peñálvez, el escribiente de la policía y amigo de don Lucas. ¿No te acuerdas de cuando iba a visitarlo?

Pepa continuaba sin responder...

—El Chucro me va a matar, Pepa, y si eres buena debes ayudarme... Nos escaparemos los dos en su canoa... Yo sé remar bien...

Pepa seguía en su misma actitud...

—¡Escúchame, Pepa, por Dios!... ¡Si me salvas, te juro por las cenizas de mi madre y por mi salvación, que te regalaré los cinco mil pesos que tengo en el banco!... ¡Piénsalo bien, Pepa!... Podrías comprarte con eso una quintita y vivir feliz...

Pepa silbaba siempre...

—¿Cómo, Pepa?... ¿Te has olvidado ya de tus hijos y de tu marido?... Ellos te han buscado de día y de noche... Se les ha dicho que has de haber muerto ahogada en el río y te han hecho un funeral... Te han llorado; todavía andan de luto...

Pepa, impasible...

—Tu marido, creyéndose viudo, podría casarse con Juana, la hija del capataz, por ejemplo... Si tú vuelves impedirás ese casamiento, porque él te ha querido mucho, mucho...

Pepa oía como quien oye la lluvia...

—Juana, la hija del capataz, te ha sustituido en la cocina de don Lucas. Pero don Lucas está muy descontento; dice que no volverá a tener otra cocinera como tú... Y esa Juana es una desfachatada, que provoca sin cesar los festejos de tu marido... Felizmente, tu marido no te ha olvidado aún. Estás en tiempo de volver...

Pepa, como antes...

—Tus hijos están bien todos, Pepa... Sólo Perico, el chiquitín, ha tenido últimamente escarlatina o sarampión... ¡El pobrecito está muy débil y no tiene quien lo cuide!... La que está hecha una señorita es tu hija mayor, la Pepeta. Ha cumplido los quince años y se ha puesto vestido largo... Don Lucas teme que se case pronto con Roque Torres, el compadrito aquel que echaste con cajas destempladas, como que ahora no estás para echarlo...

Y Pepa, silbaba, como si nada se le dijera...

—Todos te recibirán con los brazos abiertos, Pepa, si quieres volver... Se sabe que el Chucro te robó contra tu voluntad... ¡Nadie te diría una palabra!

Pepa, siempre lo mismo...

—¡Recuerda, Pepa, la buena vida que antes llevabas y que pudieras llevar de nuevo!... Compárala con tu vida actual, tan llena de peligros y privaciones... Además, cualquier día, en un momento de rabia, el Chucro te matará de una puñalada... ¡Ya que no por mí, por tí misma, Pepa, que siempre has sido una mujer buena, y por tu marido y tus hijos, escapémonos!... ¡Quizás no se te presente en mucho tiempo otra ocasión mejor que esta!...

Y Peñálvez siguió gimiendo, implorando, aconsejando largas horas, sin que Pepa la Gallega pareciera apercibirse de sus gemidos, imploraciones y consejos...

II

Ya el sol empezaba a declinar, cuando volvió el Chucro...

—Los policías se han ido—dijo a Pepa.—Priende fuego y poné agua a calentar pa' el mate.

Pepa hizo como se le dijo. Y, puesta ya el agua al fuego, el Chucro agregó:

—Ahora andate a buscar el cuerpo del comisario. Está a unos pasos del seibo grande, donde enterramos a Pancho el isleño. Cargalo y tráilo pa' acá, mientras se calienta el agua.

Con su habitual reserva y obediencia, Pepa fue a buscar el cuerpo del comisario... Entretanto, el Chucro tomaba mate tras mate. Y su aspecto era tan torvo y sombrío, que Peñálvez no se atrevía a hablarle...

Al rato volvió Pepa, jadeante, arrastrando el cadáver. Arrojolo sumisa a los pies del Chucro, dicióndole en un tono de ternura ilimitada:

—Aquí está.

El Chucro le repuso:

—Dejalo ahí.

Se levantó, sacó el facón y se dirigió a Peñálvez. Peñálvez creyó que lo iba a acribillar a puñaladas, atado al árbol, y se echó a llorar como un niño... Pero el Chucro se limitó a cortarle, sus ligaduras; diole la pala que antes tuviera Pepa y le dijo:

—Cavá pronto un hoyo pa' enterrar al comisario.

Sin hacerse repetir la orden, Peñálvez se puso a cavar con todas sus fuerzas. Mientras cavaba recordó, sin saber por qué, la defectuosa instalación que se había dado a su mesa de trabajo en la comisaria... «Cuando vuelva, la mudaré de sitio», pensó. Mas al ver el cadáver del comisario Rodríguez se dijo que bien podían nombrar para suceder al muerto a un extraño que le pidiera renunciara él su puesto, así colocaba allí algún pariente o amigo... «En tal caso—dijose,—me ofreceré de mayordomo a mi buen amigo don Lucas.»

Después se le ocurrió que acaso le asesinaran allí mismo, como a Rodríguez. Pero hacía una tan hermosa tarde de primavera, que la idea de morir le pareció absurda, verdaderamente absurda.

Miró al Chucro y vio que no le sacaba los ojos, siempre con la carabina cargada en la mano...

«Si intento escaparme—agregose Peñálvez,—me fulmina de un tiro, con su excelente puntería de cazador profesional. A no ser que me ayude la Pepa, no podré huir de la isla...»

Entonces imaginó Peñálvez la odiosa vida de servidumbre a que lo sometería quizás el Chucro en aquel desierto lugar de salvajes y bandoleros. Su esclavitud sería aún más dolorosa y miserable que la de la mujer aquella, que tan resignada parecía de su suerte, ¡y hasta satisfecha!

En ese momento Pepa alcanzaba un nuevo mate al Chucro, que le decía, en su tiránica forma acostumbrada:

—Con la carne que sobró de ayer haceme un churrasco al asador.

Otra vez obedeció servilmente la Pepa. Puso el churrasco en el asador y se quedó contemplando a su amo y señor en una actitud que rayaba en frenética adoración...

—¿Qué estás mirando, gallega bruta?—preguntole de pronto el Chucro, con colérica voz—¿Por qué no ponés salmuera al asado?

—Se me olvidaba...—repuso ella.—Voy a ponerle.

Sin manifestar su atención, Peñálvez seguía mientras tanto cavando la fosa del comisario... «¡Pobre comisario!—decíase.—Era demasiado pueblero... ¿Por qué no haría caso cuando le advertimos que no debía internarse así no más en los matorrales de las islas?... ¡Yo fui un tonto en seguirlo! Podría haberme excusado diciendo que estaba enfermo... Pero, ahora que no tiene remedio nuestra imprudencia, ¡sabe Dios lo que me espera!...»

Al rato, el Chucro volvió a preguntar a la mujer:

—¿Hay galleta?

Ella contestó:

—Sí. Todavía nos queda una de las que compré la vez pasada a los isleños.

El Chucro preguntó aún:

—¡Cómo! ¿Queda una sola? ¿Te habrás comido vos las demás?...

Con la indiferencia de su absoluta pasividad, Pepa repuso:

—Yo nunca he comido galleta sino cuando tú me das un pedazo...

—¿Y hay caña?

—Sí.

—Poné entonces la galleta y la caña cerca del fogón, que en cuanto esté el churrasco, comeré...

—Voy...

Al contemplar a la Pepa, Peñálvez rememoraba las frecuentes visitas que hacía a don Lucas. No faltaba un domingo a su mesa. ¡Se comía antes también en aquella casa!... ¡Lástima que desapareciera la Pepa! Porque Juana, su sucesora, no tenía la habilidad de la española...

Lo malo de la española era entonces su geniazo. Y recordó algunas escenas que presenciara, en las que se demostraba ese geniazo de la Pepa. ¿No había llegado una vez a tirar una cacerola a la cabeza de su marido, el cochero de la casa, porque éste pellizcara a Juana, la hija del capataz?... ¡Cómo había cambiado esta mujer bajo el dominio fascinante del Chucro!...

Un poco cansado de tanto cavar, Peñálvez hizo una pausa y miró al cielo. Muy alto, bajo las nubes algodonosas, pasaba una larguísima bandada de pájaros blancos, volando con majestad de serafines. Luego, bajó la vista, y vio que, en la maleza, daban su alegre nota las flores de los ceibos, rojas de un rojo húmedo, como encías de mujer. A lo lejos oíase el monótono grito de un ave zancuda... ¡Él no podía morir en medio de aquella Naturaleza exuberante de vida!

Advertido de su distracción, apostrofolo el Chucro, apuntándole al pecho con la carabina:

—¿Por qué te quedas papando moscas? ¡Acabá de una vez el pozo, si no querés que te entierre antes que al comisario!

Peñálvez se secó el sudor de la frente y siguió cavando. Entre los golpes de pala cavilaba cómo daría, cuando volviera, la noticia de su viudez a la mujer del comisario. Era bastante simpática esta muchacha. La última vez que la vio llevaba un traje de muselina blanca con pintas azules y unas rosas thé en el pecho. Sería la viuda más apetecible del pueblo...

Después de cavar un momento más, vio que la fosa ya era bastante grande, aunque el comisario fuera hombre alto y grueso. Fue así que dijo tímidamente al Chucro:

—Creo que ya podríamos enterrarlo...

El Chucro miró la fosa, pareció satisfecho, y ordenó a la Pepa:

—Quítale al muerto las prendas que lleva.

La Pepa sacó al muerto el dinero, las alhajas y la ropa, dejándole sólo la camisa...

—¡Sácale también la camisa!—gritole el Chucro.

Y cuando la Pepa había cumplido su orden, él mandó a Peñálvez:

—Enterrálo.

Peñálvez tendió el cadáver en el fondo del hoyo y comenzó a arrojarle palada tras palada de tierra... Sorbiéndose las lágrimas que le corrían por dentro de la nariz, pensaba: «¡Lástima de hombre, tan guapo y tan joven!... Pero, «como no hay mal que por bien no venga», tal vez su muerte sea una felicidad para mí... Si el gobierno es justo, puede nombrar para suceder a Rodríguez, al sub-comisario... Entonces yo debiera ser también ascendido. Le pediré a don Lucas que me recomiende al jefe político... Seré sub-comisario y ganaré cincuenta pesos mensuales más. Con esto ya podré casarme, si Rogelia me acepta... ¡Y me aceptará! ¿Por qué no? ¡Me aceptará!... Si me muero aquí, tal vez se case con el borrachón de Manolo... ¡Pero no me moriré! ¿Cómo dejará la Pepa que se me asesine?...»

No bien arrojara Peñálvez la última palada de tierra sobre el cuerpo todavía caliente del comisario, díjole el Chucro:

—Ahora cavá otro pozo para enterrarte vos mismo.

Tan alelado sentíase Peñálvez, que no le extrañó esta nueva orden. Como en un sueño doloroso y febril, obedeció a su destino, y, pocos pasos más lejos, púsose a cavar la otra fosa...

El Chucro preguntó entonces a la Pepa:

—¿Está ya el asado?

La Pepa repuso:

—Todavía no. Dentro de un momento estará...

Al oír esta respuesta, el Chucro intimó a Peñálvez:

—Apúrate, así te entierro antes de que esté el asado.

Y Peñálvez se apuró...

El Chucro le añadió en seguida, riéndose sonoramente por primera vez:

—Como sos flaco, basta una zanja larga...

Peñálvez cavaba sin darse cuenta de lo que hacía... Y la Pepa dijo:

—El asado ya va a estar...

Apremiado por esta advertencia, el Chucro se plantó con su carabina a pocos pasos de su víctima, cuidando sin embargo, de no ponerse al alcance de la pala, y le gritó:

—¡Apúrate más, maulón!...

Apresurose nuevamente Peñálvez, aunque sin terminar todavía...

La Pepa dijo:

—Si el asado no se come ahora, se reseca y se quema...

Viendo que la segunda fosa no se concluía, decidiose el Chucro a comer antes de enterrar a Peñálvez... Pero estaba en los primeros bocados, cuando éste se detuvo...

—¿Por qué no seguís?—preguntole.

—Ya acabé...—contestó Peñálvez, verdaderamente sonámbulo.

El Chucro dejó su asado sobre un madero, acercose, vio que la obra estaba terminada, se rió, tomó la pala de manos de Peñálvez y le asestó un golpe mortal en la cabeza. Luego, hundiole varias veces en el cuerpo la misma cuchilla con que comiera, y tiró a la fosa el ensangrentado cadáver del escribiente...

Limpiado que hubo la cuchilla en el césped, volvió a comer su churrasco, mezclando en el acero las mal limpiadas gotas de la sangre de Peñálvez con el jugo del churrasco. De cuando en cuando se empinaba el porrón de aguardiente de caña, hasta quedarse medio borracho, según su costumbre, a la caída del sol.

Como el crepúsculo se obscurecía ya, fue a tenderse en el rancho. Y vio que la Pepa estaba cortando dos palos.

—¿Qué estás haciendo?—le preguntó.

Después de vacilar un momento, ella contestó, trémula de miedo:

—Una cruz para los muertos.

—¡Dejáte de cruces, gallega, y sacá pronto las ropas del mocito que está en la zanja todavía vestido!

La Pepa despojó también el cadáver de Peñálvez, y después, creyendo ya dormido al Chucro, fue a terminar su cruz. Es que ella sabía que los muertos se levantan como ánimas en pena cuando no tienen una cruz sobre su tumba, y temía a las ánimas en pena casi tanto como al Chucro...

Extrañando que se retardara tanto afuera, el Chucro salió del rancho a buscarla... La halló de rodillas colocando su cruz al comisario. ¡Era la primera vez que Pepa le desobedecía! Púsose tan furioso, que tomó la pala allí tirada, y pegó a la mujer el mismo golpe que antes pegase a Peñálvez. La Pepa cayó como muerta, y él la arrojó, refunfuñando, en la misma fosa de Peñálvez, todavía destapada.

Acostose de nuevo; pero no podía dormirse. ¡Había cometido una gran estupidez! ¡Ahora que la borrachera se le despejaba un poco, iba comprendiéndolo. La Pepa le vendía a los isleños los cueros de las nutrias y las plumas de los mirasoles que cazara. La Pepa le compraba las provisiones. La Pepa le hacía la comida... ¿Qué haría él ahora sin la Pepa?

Ocurriósele que la gallega podría no estar muerta, y sólo desmayada, como que no se la había aún cubierto la tierra. Por eso fue a sacarla de la fosa y la tendió en el rancho. Rociole la cara con agua fría, le desprendió la bata y le volcó en la boca las últimas gotas del aguardiente de caña que quedaban en el porrón. Pero su corazón parecía no latir de nuevo, ella no recuperaba la vida. Irritado por esa obstinación de morirse, le dio un puntapié, se acostó otra vez bajo su raído poncho y a los pocos instantes irrumpió en ronquidos...

Sin embargo, la mujer no estaba más que desvanecida. Incomodada por las hormiguitas que invadían su cuerpo e iban a libar en ciertas secreciones de sus ojos, a media noche ya, hizo un esfuerzo, se apoyó sobre sus manos, se sentó, se puso de pie. Tomó agua de una vasija, se cerró la bata, se arregló el enmarañado cabello y miró al Chucro con una suprema mirada de amor y de miedo, castañeteándole los dientes. Con grandes precauciones para no despertarlo, metiose bajo su poncho, se acostó a su lado, apoyando la cabeza contra su pecho...

El Chucro, como hombre salvaje, tenía el oído alerta aun durante el sueño. Sintiola perfectamente, despertose, y al saberla junto a sí, le dijo, con su recia voz de siempre:

—¿Has resucitao, gallega perra? ¡Esto te enseñará a no morirte otra vez!

Diose vuelta al otro lado, y, mientras ella se acurrucaba a sus espaldas, como un polluelo friolento bajo el ala de la madre, estallaron de nuevo sus ronquidos.

LA MADRINA DE LITA

I

Lita era una pobre niña que no podía caminar y ni siquiera tenerse en pie. Atacada a la medula por incurable enfermedad, su cintura era deforme y sufría dolores que le arrancaban diariamente quejas y lágrimas. Toda su vida parecía concentrarse en los dos grandes ojos azules que iluminaban su carita de ángel. Sentada en su sillita rodante, con un libro de estampas en la mano, fijaba esos dos ojos en su mamá, que bordaba junto a ella...

—¿Quieres que te cuente un cuento, Lita?—preguntábale la señora, acariciándole la rubia cabellera.

—No, mamá. Ya sé todos los cuentos.

Muy raro era que Lita no quisiera que le contaran un cuento, porque prefería los cuentos a las golosinas, a los juguetes y hasta a los libros de estampas. Por eso su mamá se los contaba todos los días, inventando a veces algunos muy bonitos.

Después de quedarse un rato pensativa, dijo Lita:

—Mamá, quiero que me digas quién es mi madrina...

Los padrinos de Lita habían sido sus abuelos, los padres de su mamá, y los dos murieron antes de que Lita cumpliera un año. Así es que la niña, como no llegó a conocerlos, no podía acordarse de ellos.

La mamá no quería decirle que habían muerto, porque Lita era muy impresionable. Podía pensar: «Los padrinos de mis hermanitos viven, y ellos viven y se mueven. Mis padrinos han muerto, y yo, que no puedo moverme, debo morir también.» Valía más contestarle, como otras veces, cuando hiciera la misma pregunta:

—Lita, tu madrina está de viaje.

Lita pensaba: «Es muy extraño que mi madrina esté siempre de viaje...» Pero, no atreviéndose a decir sus dudas y temores, limitábase a preguntar a su mamá:

—¿Y cómo se llama?

La mamá le contestaba:

—María—porque efectivamente «María» fue el nombre de la abuelita.

—¿Era muy buena?

—Muy buena.

—¿Me traerá muchos juguetes?

—Muchos y muy lindos...

—¿Y por qué no me los trae ya?

—Porque está muy lejos y porque eres una preguntona.

Lita volvía a quedarse pensativa. La madre dejaba entonces el bordado, para mirarla...

—¿Quieres que te saque al patio a jugar con tus hermanitos?—le decía.

—No, mamá—contestaba Lita, preguntando al rato:—Mamá, ¿las hadas pueden lo que los médicos no pueden?

La mamá miraba a Lita como si fuera a llorar, y le decía, besándola en los ojos y bañándole la carita con sus lágrimas:

—Dios puede todo lo que quiere, mi hijita del alma... ¿Por qué me preguntas eso?

—Por nada, mamá.

Pero Lita sabía por qué preguntaba eso. Lo preguntaba porque había oído decir a los sirvientes que los médicos no podían curar su enfermedad. Y ella esperaba que su madrina fuera una hada y la curase. ¿Qué hubiera sido de la Bella-Durmiente-en-el-Bosque sin su hada madrina?...

La mamá de Lita, que era muy linda y bien vestida, diole un beso en la mejilla y salió a visitas y compras. Miss Mary, la niñera inglesa, llevó a Lita a la plaza, en su cochecito de manos, con sus hermanitos y sus primos. Más ella no se divertía en la plaza, porque no podía correr detrás de un arco como los demás niños y porque siempre veía las mismas casas, los mismos árboles, la misma gente.

Cuando sus hermanitos y sus primos se fueron a jugar y la dejaron sola, ella preguntó a la niñera:

—Miss Mary, ¿cree usted que hay hadas?

Sin entenderle, sin escucharla siquiera, miss Mary repuso:

—«Yes, my dear, yes».

—«¡Qué tontas son estas inglesas!—pensó Lita.—Aunque no entiendan una palabra dicen siempre «yes, yes, yes», alzando y bajando la cabeza como el asno de cartón que me trajo papá el otro día.»

Después de jugar en el paseo, los niños volvieron a casa muy contentos. Muy contentos todos, menos Lita, que sentía en su cabecita aletear una pequeña preocupación, como una mariposilla prisionera bajo una copa de cristal.

Más que todos los paseos del mundo, gustábale que la llevaran, en su casa, al patio de servicio. Pues allí estaba casi siempre Ramón. Ramón era el hijo de la cocinera, un muchachote de su misma edad, doce años; pero que parecía su padre. Ramón la idolatraba como si fuera una santita de madera, le contaba historias preciosas, y le traía del mercado unos juguetes tan chuscos, que bastaba verlos para reírse a carcajadas.

Esperábala esa tarde con un saltaperico de retorcidos cuernos y barbas de chivo. Para sorprenderla, lo abrió de repente, pegándose en la nariz con la cabeza del saltaperico. Pero como ella no tenía ganas de reírse, no se rió. Guardó distraída el juguete y dio las gracias a su amigo, preguntándole después:

—Dime, Ramoncito, ¿crees tú que en este mundo hay hadas?

Ramón abrió tamaños ojos, se puso muy serio, metiose ambas manos en los bolsillos del pantalón, y repuso:

—Yo creo que en este mundo no hay hadas, niña Lita.

Como Ramón iba al colegio, hacía cuentas en su pizarra y leía libros de estudio, Lita creía en su ciencia. Después de su mamá, nadie le inspiraba mayor confianza. Sin embargo, desencantada esta vez por su respuesta, protestó, con cierta reserva de gran dama ofendida:

—Pues yo creo que hay hadas.

Mírola Ramón casi con lástima...

Ella prosiguió, con un vago temblor en la voz:

—Sí creo, sí creo, sí creo... ¿Qué razón tienes tú, malo, para no creer?

Tímidamente, el chico contestó:

—Yo nunca las he visto...

—¿Y no crees en Dios?

—Sí...

—¿Y has visto alguna vez a Dios?—exclamó Lita triunfalmente, burlándose de la poca lógica de su amigo.

Creyó Ramón mejor no tocar más el punto. ¿Cómo iba a discutirle esa chiquilla que nada sabía, a él, que estudiaba historia de Roma y multiplicaba por sumas de cinco y de seis números?... Pero ella insistía:

—Dime, malo, remalo, ¿crees o no crees en las hadas?

Ramón hizo una concesión, entre respetuoso e irónico:

—Si me lo manda usted, niña...

Sin contestarle, Lita dijo, en voz baja y misteriosa:

—Pues oye... ¡Oye, que tengo que decirte un secreto muy grande!... Acerca la oreja... ¡Más!... ¿Sabes qué secreto? ¡Mi madrina es una hada!

Creyó Lita que Ramón quedaría deslumbrado con semejante revelación, y sólo parecía perplejo...

—Es una hada que viene a verme todas las noches, en cuanto me duermo—continuó confidencialmente.—Entra en puntillas y se para al pie de mi cama. Es todavía más linda que mamá. Tiene una estrella en la frente y el pelo suelto. Arrastra, como la cola de los vestidos de baile de mamá, un manto de tul bordado de oro, perlas y brillantes. En la mano lleva siempre levantada su varita mágica...

Aquí hizo Lita una pausa, para gozar del efecto de su descripción... En su entusiasmo no vio que el chico, con sus infantiles ojos negros húmedos de piedad y de ternura, meneaba incrédulo la cabeza... Y ella prosiguió, alzando su vocecilla de plata:

—Yo sé que esa hada va a curarme y entonces podré saltar y correr, y cuando seamos grandes, ¡los dos nos casaremos!...

Ahora sí que parecía deslumbrado Ramón, aunque objetó:

—Pero yo soy el hijo de la cocinera, Lita, y usted es la niña de la casa...

—¿Qué importa?—respondió Lita con generosidad de reina.—Además, tú mismo me lo has dicho... Cuando seas grande, tú trabajarás para tu mamá, y ella no será más cocinera... ¿Qué importa que lo haya sido? ¡Mejor! ¡Así nos hará dulces muy ricos!...

—Pero su mamá...

—Yo no soy orgullosa y mi mamá hace todo lo que yo quiero.

Sin darse por vencido, no ocultando su triste escepticismo, Ramón objetó todavía:

—Su mamá hace ahora todo lo que V. quiere, niña, porque V. está enfermita; pero cuando V. sane, será otra cosa...

Lita contestó muy seriamente:

—¿Prefieres entonces, para casarte conmigo, que yo siga enferma, clavada en mi silla como los pajaritos embalsamados en los sombreros de mamá?

—¡Oh, no, niña, no!—afirmó Ramón con toda su alma.—Prefiero morirme. Se lo juro.

—No digas tonterías.

Se hizo una pausa, que cortó Ramón, después de suspirar:

—Tengo algo que mostrarle, además del saltaperico, niña Lita...

—¿Qué?

El chico salió corriendo y volvió triunfante con una ratonera, donde estaba presa una lauchita...

—Mirela, niña, qué preciosa...

—¡Uf, da asco! ¿Qué vas a hacer con eso?

—Mi mama la va a matar... Yo quería que V. la viera antes.

—¡No, que no la mate! ¡Suéltala, suéltala, pobre lauchita!... ¡Si te reprenden, di que yo te lo he mandado, Ramón!...

Ante orden tan perentoria, Ramón comprendió que había hecho mal en mostrar a la niña la pequeña prisionera... Y la soltó, porque sabía que los deseos de la niña debían siempre respetarse. La laucha corrió a esconderse debajo de un armario...

—¡Es una monada!—exclamó Lita batiendo palmas con alegría.—¡Su mamá va a ponerse muy contenta cuando la laucha vuelva a la cuevita!—Y cambiando repentinamente de tema y de tono, agregó:—Tenía que decirte otra cosa, Ramón... y es que puedes tutearme como mis hermanitos y mis primos.

Luego de pensarlo formalmente, Ramón contestó:

—Eso nunca, niña Lita. Mi mama diría que es una insolencia, y se enojará.

Lita se encogió de hombros:

—Tutéame cuando tu mamá no te oiga.

—Tampoco... Yo no hago nunca escondido de mi mama nada que no pueda hacer delante de ella...

—¡Tu mamá es la cocinera y yo soy la niña, y te lo mando!

—No podría, niña, no podría—gimió Ramón con voz tan compungida que la misma Lita soltó la carcajada, una de esas sonoras carcajadas que sólo sabía arrancarle el chico de la cocinera.

—¡Bueno!—dijo, cambiando el giro de la conversación.—Yo te trataré de usted... Cuéntame... o cuénteme usted lo que ha hecho hoy en la escuela ese pícaro de... ¿cómo se llama?... Luis Matheu... Ese que se pelea con todos y está todos los días en penitencia... Ese que en cuanto se pierde un coscorrón, dices que lo encuentra siempre en su cabeza...

Tuvo que interrumpirse aquí el coloquio, porque se oyó el recio y bien conocido taconeo de miss Mary que se acercaba... Ramón, cuya única antipatía en el mundo era esa miss Mary, se hizo humo...

Lita simuló dormitar y despertarse sobresaltada...

—¿Viene usted a buscarme, miss... «Yes»?—preguntó, no sin altanería.

—«Yes, Lita. Your mother is coming»...

Ante tal argumento, Lita cedió. Hizo una mueca amistosa a Ramón, que asomaba la cabeza por la puerta de la cocina, a espaldas de la niñera y se dejó arrastrar en su sillita al encuentro de su mamá.

Por la noche, durante el sueño, volvió a aparecérsele a Lita su hada madrina. Pero ahora, en lugar de estarse ahí callada mirándola como otras veces, la habló en un lenguaje que parecía una música de campanillas de oro. Dijole que iba a sanarla con su varita mágica y que después se la llevaría a viajar a su país, que era naturalmente el País de las Hadas, en un cochecito de marfil tirado por dos grandes mariposas azules. Pero para eso era menester que su ahijada demostrara antes que era buena...

—¿Cómo?—preguntó anhelante Lita, tapándose después la cara con la sábana, llena de vergüenza por su osadía de interrogar a una hada...

El hada le contestó que ser buena es ser hacendosa y caritativa con los niños pobres. Los niños pobres se mueren de frío en las noches de invierno. Una niña hacendosa y caritativa debía tejerles, así como su mamá tejiera a su papá una colcha de seda el verano pasado, tres colchas de lana: una blanca, otra celeste y otra rosada. Ella vendría a buscarlas una noche, dentro de treinta días justos. Si no estaban listas las colchas se volvería a su país, donde andaba siempre viajando... ¡Y para no volver más! Pues como su ahijada no era bastante buena, no la consideraba digna de curarse y viajar con ella por el País de las Hadas, en un cochecito de marfil arrastrado por dos mariposas azules.

Tanto se asustó la pobre Lita al oír esta amenaza de su querida hada madrina, que levantó la cabeza y se despertó sobresaltada... Pero el hada ya había desaparecido, con su estrella sobre la frente, su pelo suelto, su varita mágica siempre levantada y su manto de tul bordado de oro, perlas y brillantes.

II

Una vez despierta, Lita no pudo volverse a dormir. Con los ojos abiertos como los de un ratoncillo, esperó que llegase el día. Esa noche dormía en su cuarto, con miss Mary. Porque, cuando no sintiera dolores, dormía en su cuarto, con miss Mary, esa dormilona que roncaba como un fuelle. Cuando los sentía, dormía junto a la cama de su mamá, y esto era un consuelo. Y era tan buena Lita que, delirando por dormir junto a su mamá, para no afligirla, nunca exageró sus dolores. A veces hasta los disimulaba...

Esa mañana se sentía sin embargo dispuesta a usar de toda su energía para imponer su voluntad. En cuanto se coló la luz por las rendijas de la puerta, llamó a miss Mary. Miss Mary se levantó medio dormida, miró el reloj, dijo que era demasiado temprano y pidió a Lita que durmiese un poco más... Lita protestó... hizo abrir los postigos... ¡y ordenó a miss Mary, en el tono más conminativo, que fuese en el mismo momento a comprarle agujas de tejer y lana blanca, celeste y rosada!

Miss Mary se negó, probablemente sin comprender bien. Todavía no estaban abiertas las tiendas... Esperaría a que se levantase la señora... Insistió Lita... Y entre niña y niñera entablose una tremenda disputa, de la cual resultó llorando la niña... Al oírla, su mamá, que dormía en el cuarto contiguo con el oído siempre despierto, se apareció envuelta en elegantísimo peinador de blondas. Besó a Lita en los cabellos, escuchó estupefacta su petición, y le observó:

—¡Pero si tú no sabes tejer, mi tesoro!

Mimosa y llorosa, contestó la niña:

—No importa, mamá. Tú me enseñarás.

—¡Tejer tu!... ¡No es posible!... Eres muy chica. ¡Y te gastarías esos lindos ojitos míos y esas queridas manitas!... Yo he de tejerte cuánto me pidas: una carpeta para tu mesita, un pañolón para tu muñeca... Di, ¿qué más quieres?

—¡Por favor, mamá!—rogaba la niña, sollozando casi.—¡Enséñame a tejer a mí, tú que eres tan buena! ¡Ten lástima de mí!

—¿Y qué quieres tejer?

—Tres colchas para los niños pobres. Una blanca, y otra celeste, y otra rosada. ¡Pero quiero tejerlas pronto yo sola, solita!... Después, mamá, ¡escucha bien, mamá!... Después Dios me curará y podré correr como los demás chicos... ¡Mándame comprar ya lo que necesito, mamita querida!

Como miss Mary, la señora no se movía... Parecía enternecida y asombrada... Y Lita, desconsolándose por tales retardos y vacilaciones, comenzó a derramar el más amargo llanto de su vida, de su pequeña vida siempre llena de lágrimas.

También despertó al papá con su llanto. Y el papá vino a verla, vestido con una bonita «robe-de-chambre» de seda azul rameada de negro. ¡Parecía un chino con esa «robe-de-chambre»!... Pero como era también muy bueno, se enteró de lo que quería su hijita inválida, y cambió con su mamá algunas palabras. Aunque hablaban en voz baja y en el otro extremo de la pieza, Lita les oyó perfectamente...

La voz ronca del padre decía:

—Está demasiado agitada. Es necesario tranquilizarla. ¿No tiene fiebre?

La voz fina de la madre contestaba:

—Parece que no; ahora le pondremos el termómetro... ¡Pobre chica!... ¡Tiene demasiada imaginación para su estado!... Ha soñado curarse... Habla de curarse... Yo creo que tejer no le haría mal.

—Habrá que consultar al médico. Tú sabes que no quiere que se fatigue, ¡ni que te fatigues tú tampoco!

La señora suspiró... El señor parecía preocupado por la obstinación de Lita. Pues Lita no era caprichosa. Le gustaba contradecir a veces; pero era dócil y reposada como una viejita de cien años. Como su capricho de tejer era una cosa rara, el padre ordenó a miss Mary que llamase al médico por teléfono.

Oyendo la orden, Lita la desaprobó:

—¿Para qué el médico?... Si los médicos no pueden lo que Dios puede, ¡y yo me curaré sin médico!...—Y luego pensó en voz alta, consolándose:—De todos modos, aunque miss Mary lo llame, él no va a oír ni entender, porque ese teléfono es para hablar español y miss Mary no sabe hablar más que en inglés.

Su padre se sonrió y le dijo:

—El teléfono sirve para todos los idiomas, Lita. Además, miss Mary sabe hablar español como yo y como tú. Habla inglés con los chicos para que lo aprendan.

Lita se burló a través de sus lágrimas del español de miss Mary... Lo cual no impidió que ésta volviera pronto trayendo la contestación del médico: hasta las cuatro de la tarde no podría venir... «¡Hasta las cuatro de la tarde!—pensó Lita.—¡Perderé, entonces, todo el día de hoy, y si no cumplo en los treinta días fijados por mi madrina!...» Y se puso a llorar otra vez, porque no le traían pronto los útiles pedidos. Su mamá la consolaba. Su papá fue a hablar él mismo por el teléfono, a reprender al médico y a mandarle, muy enojado, que viniese en seguida a ver a Lita.

Hubo todavía que esperar un buen rato. La mamá hizo rezar a Lita sus oraciones de la mañana y le besaba las manitas. Después la hizo desayunarse con una gran taza de chocolate. Y el médico vino al fin. Tenía anteojos de oro y un reloj muy grande, que hacía tic-tac hasta cuando estaba en el bolsillo.

Consultado, examinó a Lita y opinó:

—Pienso que no hay inconveniente en que se le dé lo necesario para tejer.—Agregando después, cuando creyó el muy tonto que la enfermita no le oía:—De todos modos, me parece que no llegará a anudar dos puntos de tejido. Tratará de aprenderlo, y al ver que no es tan fácil como imaginara, tirará las agujas. Si aprende a tejer, lo que no me parece probable, hará unos cuantos puntos, y en cuanto la labor pierda su novedad, la dejará de lado... ¡Tengan por seguro que ya mañana no se acordará de su capricho!

—¿Y si por rara eventualidad se empeña en tejer su colcha—preguntó la madre—y llega a esforzarse y se fatiga?

—No creo que eso ocurra, señora—aseguró el médico.—Cuide en todo caso de que no se incorpore mucho... ¿Lleva siempre su corsé de yeso?

—Todos los días se le pone al vestirla, y todas las noches se le saca al acostarla.

—Que siga lo mismo. Y si llegara a excitarse demasiado, dele una cucharadita de la receta calmante que le prescribí la vez pasada.

—¡Eso la postra!...

—Disminuya la dosis.

Y se fue el médico, con sus anteojos y su reloj.

Requerida por Lita, miss Mary salió a comprar las agujas de madera y lana blanca, celeste y rosada. Se hizo esperar mucho, ella también. Pero, mientras volvía, la madre vistió a Lita, la lavó, la peinó, le puso agua de Colonia y la sentó en su silla rodante.

Poca lana trajo miss Mary... Como no alcanzaba para las tres colchas pedidas por el hada madrina, Lita reclamó el doble más de lana de cada color... Su mamá le dijo que aprendiese primero a tejer lo que tenía delante, y comenzó a enseñarle...

Con gran sorpresa de su mamá, en un momento aprendió Lita, toda ojos, los puntos del tejido. Antes de la hora de almorzar ya tejía; bien que imperfectamente, ¡ya tejía!... Como primeros ensayos fabricó unas tiras largas y desparejas y unos cuadraditos, aunque sucios de dedos y no sin nudos que acusaban tropiezos y equivocaciones.

Inmediatamente quiso comenzar su colcha blanca. Nada pudo detenerla: ni las súplicas de su mamá para que descansase, ni siquiera la severidad de que se armó su padre, todavía vestido con su bonita bata azul rameada de negro.

Rodeada de su padre, su madre, sus hermanitos y miss Mary, ella seguía en su labor como una brujita, teje que teje, teje que teje, teje que teje... Por su boquita, contraída por la atención, acechaba su lengua a manera de una curiosa que se asoma por la ventana. Sus pequeñas manos parecían dos arañas de cinco patas, apuradísimas en reconstruir una tela rota por el viento.

III

Interrumpiose para almorzar, y después, casi a la fuerza, la obligó la mamá a descansar un buen rato. Quísola llevar de paseo en carruaje; pero la niña se resistió de tal modo, que también la señora se quedó en casa. Y en cuanto pudo, volvió Lita al trabajo, y lo continuaba, aunque con los intervalos que su mamá le imponía...

Llevaba ya tejido un buen principio a la hora en que Ramón volvía de la escuela. Deseó verle, mostrárselo y hacerlo su confidente esta vez más... Por eso pidió ella misma un nuevo descanso para que la llevasen al patio del servicio. La señora accedió, encantada.

Estallando por hablar, en cuanto estuvo cerca de Ramón, le preguntó, con inusitada formalidad:

—¿Tienes honor, Ramón?

Ramón contestó, no muy seguro:

—Creo que sí, niña...

—¿Puedes darme tu palabra de honor?

—Sí, niña, si usted lo manda...

—¡Dame tu palabra de honor de que no dirás nada a nadie de lo que voy a decirte!

—Le doy mi palabra de honor, sí...

—Pues escucha...

Y Lita contó a su modesto amigo todo lo que había pasado desde la noche anterior: la aparición del hada madrina, su oferta y promesa, cómo había puesto ella manos a la obra...

—Ahora tienes que decirme—terminó,—¿cuántos días faltan para los treinta días?

Ramón, que la escuchara pensativo, rió como un loco a esta pregunta, respondiendo:

—Para los treinta días faltan... ¡treinta días!

Lita se impacientó:

—¡Tonto! Pregunto en qué día de qué mes se cumplirán los treinta días... ¡Parece increíble que un grandulón que multiplica por mil números en su pizarra no sepa sacar esta cuenta!

—Sí sé, sí sé—repuso Ramón vivamente.—Hoy estamos a cinco de junio... junio debe tener treinta días... Será entonces el cinco de julio...

—¿El cinco de julio estaré sana?

—Si Dios quiere...

—Pues apunta la fecha para no olvidarla...

Ramón sacó una libreta y un lápiz del bolsillo, y apuntó la fecha...

Lita le dijo, dando un suspiro de satisfacción:

—Gracias.—Y añadió:—¿El cinco de julio? ¿Eh? ¡El cinco de Julio!

—Ya está apuntado... Estese tranquila, niña, que no lo olvidaré... ¿Quiere que le muestre un abanico de papel de colores que le he traído del mercado? ¡Voy corriendo a buscarlo!...

Disponíase Ramón a correr en busca del abanico; pero Lita lo contuvo, con aire importante:

—Me lo mostrarás otro día, Ramón. Ahora estoy muy apurada. Debo continuar pronto mi trabajo. Llévame pues al otro patio...

Mientras la arrastraban, Lita iba repitiéndose la mágica fecha, para que no la olvidase su memoria de pajarito... Todavía al despedirse de Ramón hasta el día siguiente, le recomendó otra vez:

—¡No vayas a perder el apunte!

Ramón se alzó de hombros ante tanta insistencia, y se volvió a la cocina ligeramente disgustado por la poca atención que mereciera su abanico de papel de colores...

La mamá sufrió un desencanto al ver que Lita no quería jugar más tiempo con Ramón, y trató en vano de distraerla para que no se fatigase demasiado...

Al acostarse, Lita hizo que le dejaran junto a la cama su cesta de trabajo. Pues su mamá le había regalado una lindísima, con flores artificiales y moños de cinta punzó. Y antes de cerrar los ojos, Lita marcó con la uña una señal en la baranda de la cama, para anotar que había transcurrido el primer día...

Pero no podía dormirse. Estaba demasiado nerviosa con las agitaciones del día. Su mamá, aunque lo notara, no quiso darle el remedio recetado por el médico. Sabía que su regazo era el mejor calmante para la hijita enferma. Por eso colocó muchos almohadones en una «chaisse longue», sacó a Lita de la cama, y se acostó con ella sobre los almohadones. Puso su cabeza muy alta para no dormirse, pues si se dormía un movimiento cualquiera podía quebrar la cintura de la niña inválida y matarla. Lita recostó su cabeza febril en el pecho de su mamá, y dejándose cantar lindas canciones en voz baja, quedose más profunda y tranquilamente dormida que si le hubieran propinado todo el frasco del remedio recetado por el médico de los anteojos de oro y del reloj que hacía tic-tac hasta en el bolsillo.

IV

¡Siete días, sólo siete días bastaron a Lita para concluir su colcha blanca! Y no parecía muy desmejorada la niña, no. Al contrario, aunque un poco enflaquecida, tenía mejor color, más animación que antes, hasta su poco de alegría. El médico y la madre se mostraban más bien contentos de su estado. Quien parecía descontento era el padre. Había comprado a su hijita un teatro de títeres y otros muchos juguetes ingeniosos, sin conseguir distraerla de su incesante labor...

Apenas concluida la colcha blanca, pretendió Lita empezar inmediatamente la celeste... Aquí intervino formalmente el papá. La enfermita necesita por lo menos un día de descanso, pues que ni el mismo domingo se había resignado a descansarlo todo entero. Y con su autoridad de amo, el padre hizo vestir con trajes de calle a su señora, a Lita y a mis Mary, pidió el carruaje descubierto para después de almorzar, se puso guantes amarillos y una galera muy grande, y salió a dar un paseo con su familia, aprovechando el hermoso día. Detrás iba Ramón en un fiacre, con el cochecito de Lita, para cuando se bajasen en el paseo.

Anduvieron por el bosque y por el Jardín Zoológico. Miss Mary arrastró a Lita en su cochecito, páranse ante las jaulas de los animales. Lita adoraba los animales. Y ese día, a pesar de su deseo de reanudar cuanto antes la labor, tuvo más gusto que nunca en ver leones, jirafas, avestruces, serpientes, de cuánto Dios crió. Porque pensaba que antes de que se cumpliese el plazo de los treinta días, ella podría presentar a su hada madrina las tres colchas. Entonces sanaría y caminaría sola y derecha, aunque tuviera un cochecito de marfil tirado por dos grandes mariposas azules. Visitaría el País de las Hadas, donde se ven en jaulas de oro los animales que aquí faltaban: sirenas, unicornios, dragones...

De vuelta en su casa, preguntó a Lita su papá:

—¿Te has divertido, Lita?

—Mucho, papá.

—Pues pasado mañana repetiremos el paseo.

Lita se afligió mucho, porque si cada dos días obligaba a descansar uno, no acabaría a tiempo las dos colchas que le quedaban por hacer. Así fue que rogó a su padre, con lágrimas en los ojos y sollozos en la voz:

—No me vuelvas a sacar a pasear hasta que termine la colcha celeste, papá... ¡Sé buenito, papá!... ¡Te lo pido por Dios y por la Virgen, papá!...

Para tranquilizar a la pobre mártir exaltada y no perjudicar el buen efecto del paseo, tuvo que prometérselo así su padre...

El día siguiente era el octavo día. En cuanto amaneció, Lita pidió a miss Mary los útiles y la lana celeste, y se puso a tejer y tejer... Otra semana más de trabajo, y quedó concluida la colcha celeste... Otra semana más, ¡y también la colcha rosada!... ¡Ya no le restaba nada que hacer, sino guardar celosamente su obra, su tesoro!...

Ramón le dijo que estaban a 27 de junio, y que faltaban todavía siete días para la fecha de redención, el 5 de julio... ¿Cómo pasar todo ese tiempo para no impacientarse ni aburrirse?... Pues ahora fue la misma Lita quien invitó a su padre a ir todas las tardes a Palermo y al Jardín Zoológico, y hasta más de lo que él podía, por sus quehaceres... Y la mamá se apresuró a hacerle el gusto, gozosa de ver al fin a su hija querida descansada y contenta:

—¿Cuándo llevaremos a los niños pobres tus colchas?—le había preguntado un día su mamá.

—Ya lo verás, mamá, ya lo verás. Por ahora sólo quiero que estén bien guardadas en mi armario, ¡muy bien guardadas!

Se pasaron así los días que faltaban y llegó la noche del 4 de julio, las ansiadas vísperas. Lita contó las marcas que había señalado en la baranda de su cama. Eran treinta justas, y su cuenta coincidía con la de Ramón. Besó a su papá, a su mamá, a sus hermanitos y hasta a miss Mary. Se hizo acostar muy temprano. Rezó largamente sus oraciones, pidiendo a la Virgen y a San José que velasen por su madrina... Y se durmió, mirando las tres colchas, que se había hecho poner junto a su camita.

Costole mucho dormir. Pero, en cuanto se durmió, se le apareció en su sueño el hada madrina. Venía como siempre, con su estrella, su varita mágica, su pelo suelto, su magnífico manto... Sonriendo con ternura a su ahijada, le dijo:

—Veo que eres buena, Lita. Te agradezco tu labor en nombre de los niños pobres, a quienes les llevaré tus colchas, para que no se mueran de frío en las noches de invierno.

El paje del hada, que era un gnomo, salió del seno de la tierra, cargó en las espaldas con los tejidos de Lita, y desapareció...

El hada hizo entonces unos garabatos en el aire con su varita mágica, diciendo a su ahijada:

—Y porque eres buena, te curo ahora para siempre.

Apenas dicho esto, Lita se sintió curada y se sentó en la cama, completamente derecha. Sin darle tiempo ni para decir gracias, su madrina la tomó de la mano...

—Ven conmigo, Lita. Te llevaré a dar una vuelta por el País de las Hadas, donde viven Caperucita Roja y Pulgarcillo.

Así como estaba, en su blanca camisita de batista, Lita saltó del lecho sola y adelantó de la mano de su madrina... Atravesaron la habitación sin hacer ruido, en puntitas de pie, luego el dormitorio de la mamá, el cuarto de vestir, una sala... iban directamente a la puerta de calle...

Lita misma abrió la puerta que comunicaba la sala con el vestíbulo. Cruzaron el vestíbulo y abrió también la puerta cancel... Llegaron al zaguán... Ya estaban ante la puerta de la calle... Lita hizo un esfuerzo para abrirla... ¡Era un pestillo muy duro y bien cerrado!... Y sintió de pronto que le faltaba el apoyo de su madrina y cayó sobre el frío umbral de mármol...

V

A la mañana siguiente, antes de que aclarara del todo, Ramón fue, como de costumbre, a abrir la puerta de calle a los proveedores de la casa. Iba tan preocupado con el cuento que le repetía diariamente Lita de su hada madrina, pensando si se le habría realmente aparecido durante la noche, que no se fijaba donde ponía el pie... Al ir a meter la llave en la cerradura de la puerta, pisó una cosa blanda... se agachó a ver lo que era, y lanzó un berrido estridente... ¡Ahí estaba Lita, en su camisita de dormir, que mostraba horriblemente la miseria de su deformidad! ¡Ahí estaba Lita, yerta, blanca, verdosa, helada!

Sin saber lo que hacía, loco de dolor, salió corriendo Ramón y entró en las habitaciones interiores por una puerta que daba al vestíbulo y estaba entreabierta...

—¡La niña Lita está en la puerta de la calle!...—gritaba.—¡La niña Lita está muerta en la puerta de la calle!...

El padre, la madre, miss Mary, los chicos, todos saltaron de la cama y acudieron... El padre fue quien levantó en los brazos el precioso saquito de huesos... Ramón corrió a llamar al médico... Y el médico de los anteojos de oro vino, y dijo que la niña estaba muerta.

—Es una felicidad para ella, la pobrecita—agregó con voz grave.—Y hasta una liberación para sus padres. No tenía remedio y sufriría inútilmente toda su vida.

Pero los padres no parecían pensar que esa muerte fuera una felicidad y una liberación. La señora gritaba desconsolada... El señor estaba fuera de sí... Llegaba a dudar de la muerte de esa frágil y tierna criatura. Conservando algo como la sombra de una esperanza, explicó al médico dónde y cómo la encontraran. La niña parecía haberse levantado por sí misma, como si estuviera sana, tal vez sonámbula...

El médico negó radicalmente semejante hipótesis. La niña no hubiera podido dar un paso por sí misma... Pero, ¿quién la llevó hasta allí, mientras miss Mary y los padres dormían?... ¡Pues el chico ese que decía haberla encontrado muerta! Él la había sacado de la cama para jugar, dejándola caer después en la puerta de calle. En la caída, la enfermita se había quebrado la columna vertebral... La niña estaba ya fría porque el chico que la sacara no se atrevió a avisar en el primer momento, por temor al castigo que le esperaba. Si se le avisara entonces, tal vez la ciencia la hubiera podido salvar. ¡Esa era la opinión del médico!

Al oírla, creyéndola en todo verdadera, el padre interpeló a Ramón con la ira de la desesperación:

—¿Cómo has podido hacer eso, miserable?

Ramón sintió que se le helaba la sangre de horror y de vergüenza... Su madre se puso a llorar... Y exaltándose más y más en su dolor, repetía el señor:

—¿Cómo has podido hacer eso, miserable? ¿Cómo has podido dejar de llamarnos a tiempo siquiera, canalla, desagradecido?

A Ramón le flaquearon las rodillas, y cayó sobre ellas, desfalleciendo... El padre de Lita creyó ver en ese desfallecimiento la confesión del crimen, pues se le presentaba el caso como un crimen, y vociferaba a la criada y a su hijo, en el paroxismo de su cólera:

—¡Fuera de aquí!... ¡Que yo no vea más la cara de ustedes!... ¡Pronto, fuera, si no quieren que los haga echar por la policía!

Después de diez años de servicios fieles, así fueron echados la madre de Ramón y su hijo, como ladrones, como asesinos... Y nadie dudó en ese momento de las palabras del médico, a quien el hecho dio tema para disertar largamente sobre los sentimientos perversos de la canalla.

Cuando Ramón estuvo solo con su madre en la pobrísima fonda donde se refugiaron, la abrazó sollozando... Iba a jurarle que el médico mentía, pero su madre le contuvo:

—¡Hijo querido! No necesitas decirme nada, porque yo sé que no es cierto. Tú no eres insensato ni cobarde para dejar morir a la niña sin avisar, ¡hijo querido!

Ramón gritó:

—¡Qué malos son en haber creído a ese médico, qué malos!

—No son malos—rectificó dulcemente la madre.—Los hombres no son malos ni buenos... Unos son ricos y otros son pobres... Eso es todo. ¡Cálmate, hijo mío!

Las crueles emociones de esa trágica mañana enfermaron gravemente a Ramón. Su madre tuvo que llevarlo al hospital, donde pasó muchos días entre la vida y la muerte. En sus noches de fiebre deliraba con la pobre Lita y su pérfida madrina, que no era una hada sino una bruja... A cada momento creía que esa bruja venía a robarlo a él también... Pero su naturaleza robusta venció la dolencia. A las tres semanas lo llevó su madre consigo a la nueva casa en que se conchabara, ya convaleciente, amarillo, altote, muy triste, y tan flaco como un espectro...

Él no volvió a hablar más de su amarga experiencia. Parecía olvidado de Lita y de la injuria mortal que recibiera... Mas una noche dijo sencillamente a su madre:

—Mañana hará un mes de la muerte de Lita, mamá... Quisiera comprarle unas flores y llevárselas al cementerio... Iremos los dos antes de ir al mercado, mamá...

En vez de enfadarse, como temía Ramón, su madre se lo prometió, después de abrazarlo. Compraron así al día siguiente un hermoso ramo de rosas blancas en el mercado y lo llevaron al cementerio. El guardián les indicó la tumba de Lita. Ya estaba cubierta de otras flores frescas, flores finas y raras.

—Mamá—preguntó Ramón divagando todavía con los pensamientos delirantes de su enfermedad—¿quién habrá puesto ahí esas flores tan temprano?... ¿No podría ser el hada madrina?...

—No, hijo mío. Esas flores las puso la madre de Lita, que estuvo aquí antes que nosotros; no lo dudes.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque soy tu madre.

Ramón se arrodilló, se persignó y dejó sus rosas blancas junto a las otras flores. Hubiera querido quedarse allí mucho rato, pues le parecía estar en la casa de Lita, que era un poco como su casa... Mas su madre lo apremió a que se despidiera; debían volverse porque era tarde... Entonces Ramón quiso llevarse, como recuerdo, un flor de la tumba de Lita...

Ella era tan generosa que me las daría todas si yo se las pidiera—dijo con los ojos llenos de lágrimas.

Su madre le prohibió que tomara la flor, porque las flores de los muertos traen desgracia...

—Las flores de Lita—imploró todavía Ramón,—a mí no pueden traerme desgracia, sino hacerme bueno, porque ella es como mi ángel de la guardia...

—No importa, hijo mío—concluyó su madre.—Las flores de los muertos son para los muertos.

Oyendo esto, Ramón se arrodilló por despedida ante el umbral del sepulcro, donde dejaba enterrados sus castos sueños de adolescente. Instintivamente acercó sus labios a un manojo de no-me-olvides que se destacaba entre las flores de la niña muerta... Y al besarlo creyó besar los ojos de Lita, creyó besar por primera y última vez los ojos azules de Lita.

LA AGONÍA DE CERVANTES

Indigentemente cuidado por manos mercenarias, más envejecido que viejo, se moría Cervantes. Buen cristiano, despedíase del mundo con la conciencia limpia, después de recibir los últimos auxilios de la religión. Y, aunque sólo agonizante, por muerto habíanle dejado en la sórdida guardilla.

No estaba todavía muerto, no, si es que él podría morir alguna vez. En su imaginación febricitante pululaban sus recuerdos, casi todos de lágrimas y amargura. Rememoraba envidias, pobrezas, calumnias, prisiones... Pero, ¿cómo? ¿qué no había tenido él ninguna dicha en la vida?... ¡Ah, sí! La tuvo, sí, la tuvo, cuando en sus horas solitarias viviera el mundo de su fantasía que describió en sus libros. ¡Felices horas aquellas en que la fiebre de la concepción lo levantaba a una esfera tan superior a las humanas miserias! Bien dijo entonces: «Para mí sólo nació don Quijote y yo para él...» Bien dijo entonces, asimismo, como alguien le tildara de envidioso: «Descríbaseme la envidia, que yo no la conozco». En cambio, otros, y bien ilustres, la conocían por él...

No estaba todavía muerto, no, pues que pensaba... Y sintió que se abría una puerta y entraban en tropel, como legión de espectros, conocidísimas figuras...

Venía adelante don Quijote de la Mancha, seguido de su escudero Sancho Panza; luego el bachiller Sansón Carrasco, el cura, el barbero, Dulcinea del Toboso, Teresa Panza, Camacho, la dueña Rodríguez, los duques... Y también Persiles y Segismunda, Rinconete y Cortadillo, la Gitanilla... En fin, toda la caterva de los personajes que aparecían en sus obras...

Don Quijote, como jefe de la caterva, acercándose al mísero lecho, lanza en ristre y visera caída, habló primero:

—Este es don Miguel de Cervantes Saavedra, el malandrín que nos creara y tuviese cautivos en sus libros, como las alimañas enjauladas que presentan los histriones de la feria, para risa y escarnio del vulgo soez y malicioso. Este es Cide Hamete Benengeli, el atrevido burlador de nuestras mejores fazañas y el cuentista charlatán de nuestros amoríos y secretos.—Y encarándose con el moribundo, agregó:—Ha llegado el momento, oh Cervantes, de que nos rindáis cuenta de las burlas e injurias que tan despiadadamente nos habéis inferido, y que he de vengar, ¡vive Dios! por el valor de mi esforzado brazo, en un hecho como no vieran los pasados siglos ni verán los venideros...

Sansón Carrasco no parecía menos iracundo:

—Mal hicisteis, don Miguel, en divulgar tanta confidencia amistosa y reservada que depositamos en el seno de vuestra confianza y caballerosidad. Mal hicistéis, don Miguel, en contar al público los yerros y debilidades de nuestros mejores amigos. Aunque no soy yo el peor presentado, poco hablasteis de mis muchas letras, y mucho de mis pocos donaires y bellaquerías. Hubierais de haber sido siquiera más imparcial y justo, no abultando lo malo o indiferente y disimulando lo bueno y lo mejor. ¿Por qué no escribisteis nada de mis glosas a Aristóteles, nada de mis traducciones de Horacio, nada de mis puros amores con Casilda de Ricarte?...

Quejábase también el cura:

—Sana habrá sido vuestra intención, don Miguel, pero, al hablar de mí, ¡bien pudisteis enaltecer mis virtudes y no pasarlas en tan displicente silencio!

Camacho clamaba:

—Tal fama de rico me distéis al describir mis bodas, que no hay en veinte leguas a la redonda pobre que no me pida... Y si le doy mucho, no me lo aprecia; si poco, se retira descontento; si nada, me acusa de tacañería y maldad... ¡Flaco servicio os debo, señor de Cervantes!

Teresa Panza, la mujer de Sancho, vociferaba a su vez:

—¿Para qué ha cantado vuesa merced tantas aleluyas y gastado tanta tinta, sin sacarnos al fin y al cabo de nuestra pobreza?... ¡Hubiérase metido vuesa merced con los ricos y los orgullosos, y no con los pobres y los humildes, que nada le pedimos ni para nada le llamamos!

La mentada doña Dulcinea del Toboso, por su verdadero nombre Aldonza Lorenzo, gritaba a la par de Teresa Panza, al doliente caballero:

—¿Qué os hice para que también os metierais conmigo, según se me ha dicho, en esas historias mentirosas que corren impresas por ahí?... ¡Nada os importa, ni a vos, ni al mundo, que yo huela o no huela a ámbar, que sea soberbia princesa o zafia labradora!...

Maritornes, con los brazos en jarras, era otra furia. ¿A qué perpetuar el cuento de su extravío de una época pasada, arrojando la nota de deshonra sobre una moza que después podía ser, y ahora lo era efectivamente, honestísima madre de familia?...

El barbero decía también:

—Aquí traigo mi navaja, no para afeitar a vuesa merced, sino para vengarme de ella por las bromas que ha dado a mi cliente don Alonso Quijano y a sus parientes y amigos...

La dueña Rodríguez clamaba llorosa:

—Yo no soy fantasma, ni visión, ni alma del purgatorio, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora la duquesa, y vengo a inculparos de vuestra sátira contra todas las dueñas, encarnadas en vuestra falsa y mentirosa Dueña Dolorida!...

Los mismos duques estaban descontentos, pues que la duquesa decía:

—A gente de nuestra alcurnia y grandeza, mejor fuera dejarla tranquila cuando no se trata de históricos hechos. Contar nuestras acciones privadas es dar pábulo a las habladurías de plebeyos y villanos...

Persiles y Segismunda hubieran deseado el discreto velo del silencio sobre sus antiguos amores...

Rinconete y Cortadillo protestaban por su fama de ladrones. ¡Tan conocida era esta fama, que todos estaban ahora en guardia contra ellos, y ya no podían seguir robando a gusto!...

La Gitanilla, hasta la Gitanilla se quejaba de su cervantino renombre, presumiendo de honrada y pudorosa...

Y así, uno por uno, los personajes fueron exponiendo sus crueles y destempladas quejas. Llegaron a gritar todos juntos, tan desaforadamente, que el divino Cervantes se creyó expiando algunos pecadillos en las profundidades del purgatorio...

Sólo Sancho guardaba un pensativo silencio, sentado a los pies de la cama... Quiso decir algo a don Quijote, y no lo pudo, cubierta su palabra por la infernal algarabía...

De pronto, don Quijote hizo un molinete con la lanza obligando a que todos se alejaran del lecho, y clamó con voz colérica e imperativa:

—¡Basta ya, chusma cobarde y desenfrenada! ¡Apartaos! ¿No veis que es un solo hombre al que todos acosáis? ¡Dejadlo que combata conmigo solo en singular batalla, y Dios dirá de qué parte están la razón y la justicia!... He ahí mi guante, Cide Hamete Benengeli, y salgamos a luchar en campo abierto, si no miente vuestro nombre y corre aún sangre en vuestras venas.

El moribundo hizo un esfuerzo para incorporarse, sin conseguirlo... Y Sancho, poniéndose de pie, increpó a Don Quijote:

—¿No ve vuestra merced que don Miguel es inválido por carecer de un brazo, y que en este momento se nos muere? Antes le debemos socorro que insultos y ataques. Lo cortés no quita lo valiente, una mano lava la otra y cada oveja con su pareja...

Viendo que, efectivamente, Cervantes era ya casi un cadáver, don Quijote exclamó:

—Tienes razón, que te sobra, Sancho amigo. ¡Oh desgraciado de mí! Cuando al fin alcanzó el más encarnizado de mis enemigos, aquél con quien contara al mundo mi historia convirtiendo mi valor en hazmerreír de perversos e ignorantes, aquél cuya péñola implacable hace irrisión de mis nobles pasiones y befa de mis mejores hazañas, he aquí que lo hallo enfermo, postrado y agonizando, por obra y gracia de los pérfidos encantadores que me persiguen, y que no han querido que vengue de una vez por todas sus burlas y ultrajes, para eterna gloria de mi nombre.

Después de un silencio, Sancho repuso, con inacostumbrada melancolía:

—Cría cuervos para que te saquen los ojos. El señor don Miguel no es nuestro enemigo, que es nuestro padre.

Al oír esto, Don Quijote quedó completamente absorto en sí mismo, un rato largo, muy largo, sin atender a la creciente farándula con que los demás personajes mortificaban al solitario moribundo... Luego se irguió y dijo muy recio:

—Cierto. Él es nuestro padre. Él nos ha dado la posteridad y la gloria, ¡la verdadera vida!

Y sin más, arremetió contra la legión de importunos que antes capitaneara, arrojándolos de la habitación como a perros, a golpes de lanza... Cuando salieron todos, cerró la puerta detrás de ellos, quedando solo con el moribundo y Sancho...

Cervantes, que haciendo un último esfuerzo se había levantado a echar también a los incómodos visitantes, cayó entonces sobre Alonso Quijano el Bueno... Y mientras Sancho, arrodillado, le cubría las manos de lágrimas, rindió su alma a Dios en los brazos de don Quijote. En su boca descolorida acentuábase una sonrisa de infinita ternura, como si dijera a sus dos creaciones más ilustres:

—¡Bien sabía que habíais de venir vosotros, hijos míos, a socorrerme en la hora de la muerte!

EL JUSTICIERO

«Catalina de Aragón», así como suena, nada menos que «Catalina de Aragón» se firmaba y se hacía llamar Felipa Danou, francesa de Montmatre. Y con ese nombre histórico, presumiendo de noble y española, se inscribía en los programas de los circos y teatros donde se la contrataba como «domadora de vampiros».

Hay que reconocer que los vampiros eran más verdaderos que su nombre. Habíalos comprado en Argelia a un cazador marroquí, y se exhibía en público con ellos, en una gran jaula de fieras, pretendiendo haberlos domesticado y educado...

Sin embargo, los chupadores de sangre estaban muy lejos de poseer la dócil inteligencia de tantos perros, focas o elefantes «sabios». Apenas si reconocían a Catalina, su cuidadora, cuando los llamaba por sus pintorescos apodos: «¡Sanguijuela!... ¡Borracho!... ¡Lucifer!...» El éxito de la domadora, harto dudoso por cierto, extribaba más bien en una danza serpentina que bailaba dentro de la jaula, envuelta en negros crespones. Mientras torrentes de luz roja y azul le daban matices fantasmagóricos, revoloteaban a su alrededor, electrizados por su voz aguda y dominante, los enormes murciélagos hambrientos, ávidos de sorberle la sangre bajo su piel pintada y sudorosa.

Pronto se cansó el público parisiense de Catalina y sus vampiros. Se hacía necesario inventar cuanto antes otra cosa, porque los empresarios no se arriesgaban ya a contratar un espectáculo tan gastado, y ella no se decidía a abandonar su querido París...

Mejor dicho, su marido o amigo, el lindo Raguet, era quien no le permitía abandonar a París. Este Raguet era un parisiense incurable. No concebía la vida sino vagando por los bulevares, teatro de sus fáciles conquistas...

Como lo fuera con muchas otras, Raguet era un tirano para Catalina. Siempre insaciable de dinero amenazábala y pegábale brutalmente cuando ella no se lo proporcionaba. Por eso Catalina, al notar el creciente descrédito de sus vampiros, se veía obligada a resolver un dilema insoluble: o contratarse en barracones de tercero y cuarto orden, donde se pagaba poco a las «artistas», y exponerse por consiguiente a las diarias sobas de Raguet, o bien abandonarlo y marcharse con sus animalejos en jira por las provincias y el extranjero...

Esto último hacíasele imposible. Los golpes y las caricias de Raguet le eran tan indispensables como el aire. Prefería morir insultándolo martirizada por sus manos implacables, a obtener lejos de él éxitos y contratas...

Felizmente vino a socorrerla una casualidad propicia. Sucedió que una norteamericana millonaria y extravagante le ofreció comprarle sus vampiros... Pidió ella un precio disparatado, justo el que le pidieran por un joven y gigantesco mono chimpancé que deseaba domesticar... Y la norteamericana, encaprichada con los vampiros, después de regatear en vano, acabó por pagarle a Catalina el precio que fijara.

Adquirido el mono, liquidó Catalina su última contrata, y se retiró con él a una casita de los alrededores de París, dispuesta a amansarlo y enseñarlo. Con la idea de las ganancias que pudiera proporcionarle su adquisición, Raguet le disculpó este alejamiento del centro de la ciudad. Con frecuencia iría a visitarla, siquiera en las noches que no contase con ningún otro refugio.

«Cónsul», tal era el clásico nombre del mono, prometía los mejores aplausos y considerable provecho, si llegaba a presentarse amaestrado en la escena. Era un bello ejemplar de su raza, alto, membrudo, fuerte, de mirada inteligente y viva, de suave y aterciopelado pelaje. Lo malo era su humor hosco, impulsivo y variable. En su boca bestial se sucedían rápidamente salvajes contracciones de cólera y perrunas sonrisas. En los días de «spleen» mordía y quebraba cuanto hallase a su alcance. Muy prudentemente, Catalina lo tenía pues encerrado en una sólida jaula de hierro, al menos hasta que se mostrase más tranquilo y sociable.

Todos los medios conocidos empleó la domadora para domesticar a Cónsul: el hambre, los golpes, el fuego, la electricidad, los gritos, las caricias... Pero sólo consiguió que el antiguo gigante de los bosques, la conociese, respetase y siguiera. Con los extraños, Cónsul se mantenía siempre en su antigua ferocidad, y tanto, que no se le podía sacar de su jaula...

Una vez lo intentó Catalina, para enseñarle a comer en su mesa. Mientras estaba en tête-à-tête con ella sola, la lección no marchó del todo mal. El mono obedecíale como podía; al equivocarse, le pedía perdón con sus ojos húmedos como los de un enamorado... Mirándola, solía distraerse y desobedecer sus órdenes. Entonces ella lo reprendía y castigaba severamente con una varita de metal...

Conforme adelantaba la lección de comer, y menudeaban las reprimendas y castigos, Cónsul se ponía más huraño y nervioso, gruñendo sordamente con los dientes apretados. En otros momentos gemía y se mordía las uñas, conteniendo su furor... Catalina, como se diese cuenta, con su instinto de mujer, que el mono nunca se atrevía a atacarla, continuaba el amaestramiento impávida y decidida... En un momento en que, después de varias equivocaciones del discípulo y de los consiguientes golpes de la maestra, Cónsul se clavaba las garras en los muslos para desahogar su furia, entró el sirviente con un plato en las manos... No bien lo vio, abalanzose el enfurecido animal sobre él como dispuesto a matarlo... Un grito a tiempo de Catalina lo contuvo, y el criado pudo retirarse bien librado, a costa de unos pocos rasguños.

A Raguet era a quien profesaba Cónsul su odio más terrible. Hasta olfateábalo desde lejos. Pues, en cuanto pisaba la casa, de día o de noche, aunque para nada se acercase a la habitación donde se hallaba la jaula, Cónsul se ponía como fuera de sí. Gruñía, daba grandes manotones al aire, se sacudía contra los barrotes de hierro... Muchas veces, antes de que Catalina viera a Raguet, conocía su aproximación por las demostraciones del mono, quien ni escuchaba entonces sus voces...

—Tiene celos de ti—decía después a Raguet.

Y Raguet le contestaba, meneando la cabeza y como si él hubiera contribuido en la compra:

—Me temo que hayamos hecho un mal negocio con el animalucho. ¿Por qué no lo vendemos?

Catalina sabía que venderlo era dejar la suma casi íntegra en las manos de ese disipado de Raguet; además, ella no desesperaba de amaestrar a Cónsul, y hasta le tenía algún afecto... Por eso respondía:

—Tengamos paciencia. Es muy inteligente. Parece un hombre. No le falta más que hablar... Con el tiempo ha de aprenderlo todo. Dejará lejos a Pichón, el elefante de Niní de Montecristo. ¿Y sabes cuánto le pagan a Niní en el Olimpia?... ¡Mil francos por noche!

Ante el convincente argumento del caso de Niní, Raguet se callaba, no sin rezongarle antes a Catalina:

—Si es así, debes apurarte en amaestrar a tu Cónsul. ¡Van ya para tres meses que estás de haragana, sin hacer nada!

Raguet iba para treinta años, justo su edad, que vivía de haragán, sin hacer nada más que gastar lo que pidiere o trampeare... No obstante de saberlo muy bien Catalina, se limitaba a pedirle perdón:

—¡No te enojes, Raguet! Cada uno hace lo que puede... La gente ya estaba cansada de los vampiros...

Sin contestar a la domadora domada, Raguet, con un hambre de diez o doce horas de vagabundeo, replicaba con voz tonante:

—¡Basta de Cónsul! Dame pronto lo que tengas de comida...

Y Catalina corría a la cocina, de donde volvía triunfante a la media hora, con alguna cazuelilla improvisada. Servíale a su hombre, con el mejor vino que encontraba, y lo miraba mientras él comía disimulando su apetito con nuevas quejas:

—¡Esto es una porquería!... Apenas si puede probarse... ¡Es estúpido que no tengas nada mejor, cuando Niní convida con champaña y gallina a Sansón, el hombre de las pesas falsas y de los músculos postizos!

Catalina lo tranquilizaba entonces, como diciéndole con su mirada cariñosa:

—Espérate a que eduque a Cónsul, para convidarte con champaña y gallina, como Niní a Sansón, el hombre de las pesas falsas y de los músculos postizos...

Una noche estuvo Raguet más exigente que de costumbre. Necesitaba en ese mismo instante trescientos francos...

—¿De dónde quieres que los saque?...—gemía la infeliz Catalina.—Ya no me quedan diez céntimos de lo último que cobré... Debo un mes de alquiler... Ayer pedí prestados quinientos francos a Blondeau el empresario, y ese gordo tacaño no me quiso prestar más que ciento cincuenta... ¡Alhajas no tengo, ni crédito, ni trabajo!... ¡Perdóname, Raguet, ten lástima de mí!...

—¡Mientes!—vociferó Raguet.—Debes tener más dinero guardado... ¿Con qué comes, pues?...

—Te juro que no tengo más, ¡te lo juro por las cenizas de mi madre, Raguet!... Yo no puedo volverme monedas...

—Dame entonces esos ciento cincuenta francos que te prestó el imbécil de Blondeau...

—¡No los tengo ya! ¡no los tengo!... He pagado con ellos al panadero, al mercado, al sirviente, que se fue hoy y me ha dejado sola...

El lindo Raguet, frenético de impaciencia, apostrofó a Catalina con sus peores injurias, ¡y tenía un buen repertorio de ellas! Y cuando se cansó de insultarla, le asestó feroces bofetones y puntapiés, practicando su máxima favorita: «Las mujeres son como las aceitunas. Hay que batirlas duro para que den aceite, y cuanto más se las bate, más aceite dan». Esta máxima, repetida a los compañeros del vermut ante la mesa del café, en el preciso momento de escupir el hueso pelado de una aceituna a dos varas de distancia, tenía siempre un éxito loco. También lo tenía aplicada en las nalgas enrojecidas y en las mejillas ensangrentadas de Catalina de Aragón, la domadora de vampiros...

Como realmente esa noche la pobre mujer no podía proporcionarse dinero, los golpes fueron más recios que de costumbre. Y ella gritaba y gemía como si la desollasen viva...

De pronto se sintió en el silencio y en las sombras de la desolada casita, ruido de hierros y maderas que crujían... unos pasos pesados y torpes que se acercaban... un formidable golpe contra la puerta...

Raguet y Catalina se miraron pálidos de terror; la puerta se abrió... Ante la vacilante luz de la bujía vieron un demonio inmenso que se adelantaba lentamente sobre sus dos patazas, con los ojos fosforescentes de cólera... Era Cónsul, el mono chimpancé. Al apercibir los gritos de Catalina había sacudido con tal fuerza la puerta de su jaula, que había cedido... ¡Venía a socorrer a su ama!

De un golpe derribó a Raguet... Tomó a Catalina en sus brazos... Lamiole con su lengua rugosa las heridas... Y llevola cargada como una criatura a su jaula...

Al volver en sí, Raguet recordó que en la casa no había nadie a quien pedir auxilio. Tomó su sombrero y huyó cobardemente, sintiendo siempre detrás de sí los pasos vengadores de Cónsul...

A la mañana siguiente, requerida por un vecino que oyera durante la noche extraños gritos, la policía entró en la casa desierta... Registrándola, sólo halló al mono gigantesco en su jaula, sentado sobre la paja, arrullando tiernamente en sus brazos a una mujer pálida, muerta, ¡muerta de terror!

PESADILLA DROLÁTICA

(Impresiones de veinticuatro horas de fiebre)

I

Yo no podía dormir... En vano regularizaba mi respiración, trataba de apaciguar mi pensamiento, me oprimía el pecho para contener sus latidos, ¡en vano!... ¡Yo no podía dormir!

El insomnio acabó por vencerme y desmoralizarme. Me abandoné a él como un náufrago que pierde las fuerzas en la corriente. No pudiendo ya contener mi intranquilidad, me revolvía en las sábanas, me sentaba, fumaba, encendía y apagaba la luz... Cuando la encendía, no vislumbraba más que sombras... Cuando la apagaba, en la obscuridad más completa, veía unos vagos arabescos, como de humo, que se agrandaban y achicaban, subiendo y bajando en el aire.

En mi cabeza penetró, poco a poco, el clavo ardiendo de una idea fija. Yo lo sabía perfectamente... Y lo que supiera era esto, que me repetía a cada instante, a cada minuto, a cada segundo:

—Tucker, ese bribón de Tucker tiene la culpa.

¿Quién era Tucker? ¿Cómo era Tucker? ¿Qué hacía? ¿Dónde estaba?... Nada de eso sabía yo; pero sabía bien, ¡ah, muy bien! que él solo, que sólo él tenía la culpa... ¿La culpa de qué? Yo lo ignoraba asimismo. Comprendía únicamente que eso debía ser Algo Terrible, macabramente terrible, diabólicamente terrible. Sería como una inconmesurable esfera de barro que debía aplastarnos; sería como si todos, hombres y espíritus, me burlasen y despreciaran; sería, en fin como una cosa que no cupiese en el mundo ni pudiera decirse en lenguaje humano...

¿Había ocurrido ya? ¿Iba a ocurrir más adelante? ¿Estaba ocurriendo entonces? ¡Tampoco sabía yo eso!... Mas nunca, jamás me sentí tan agitado, ¡y con tanta razón agitado! como aquella noche fatal en que me repetía, arracándome los pelos:

—¡El malvado de Tucker tiene la culpa!

Consolábame, empero, el vago pensamiento de que aquello no sucedía realmente. Yo sabía que estaba soñando. ¡Y sin embargo no podía dormirme!... ¿Quién hubiera dormido con semejante preocupación? ¡No, no dormí un instante en toda la noche!

Cuando amaneció, el sirviente me trajo el desayuno. ¡El sirviente!... ¿Qué venía a buscar a mi habitación ese espía odioso?... Yo lo maldije y lo eché con voz de trueno (con una voz muy rara, que no era mi voz):

—¡Váyase al infierno!

Puso él la bandeja sobre una mesa, y salió disparado, cerrando la puerta. Al cerrarla dio un chillido, porque se apretó la cola. (Indudablemente tenía cola, una larga y peluda cola de mono.)

Dejé que el desayuno se enfriara en la taza durante todo el día. Era un desayuno de hirviente sangre humana, y yo no podía olvidar que la sangre humana tarda mucho en enfriarse.

Esperando pues que se enfriara el desayuno, me lo pasé todo el día en cama. Felizmente tenía caramelos de goma en la mesita de luz, porque estaba muy resfriado. Tan resfriado que la respiración se me había detenido por completo. Esto me daba, naturalmente, mucha risa. ¡Vivir sin respirar, como los muertos! ¡Qué cosa más ridícula!...

Y todo el día me estuve repitiendo:

—¡El infame de Tucker tiene la culpa! todo el día, hasta que anocheció.

Cuando anocheció, esta idea llegó a hacerse más dolorosa que nunca. Comprendí que debía ver a Tucker para enrostrarle su infamia... Por eso me vestí y salí a la calle.

Advertí en la calle que me había olvidado de ponerme el saco, aunque estaba muy bien peinado y llevaba una estrella verdadera prendida en la corbata. Esta estrella, que era como la cabeza de un clavo, yo la había arrancado del cielo con mi propia mano, parándome en puntas de pies y estirando enormemente el brazo derecho. Tenía así el brazo derecho algo descoyuntado y andaba sin saco por la calle... ¡Pero lo peor era la estrella que me quemaba el pecho como una brasa!

Afuera de mi casa noté una cosa bien tonta. Noté que el cielo era un gran toldo negro. Y el toldo se caía, por haberle quitado yo la estrella que lo sostuviera, en el cenit. Había que caminar levantando la tela del cielo con las manos, como dentro de una carpa de techo muy bajo. ¡Era esto muy incómodo! Mas sucedió lo que debía suceder. Caído el cielo sobre las luces de la ciudad, se incendió cómo estopa y voló en levísimas partículas de ceniza. (No tan levísimas, diré de paso, pues una que me entró en el ojo derecho era del grandor de una avellana.)

Yo estaba apresuradísimo por ver a Tucker. Tan rápidamente iba, que caminaba por el aire sin notarlo. La tierra se había hundido en un abismo sin fin y yo seguía corriendo por el plano vacío que antes fuera su superficie. No importaba. La cuestión estribaba en ver cuanto antes al canalla de Tucker.

De pronto sentí tierra firme bajo mis pies. Estaba en una ciudad extranjera, pero habitada por mis conciudadanos. En las calles había mucha luz amarillenta y mucha gente que reía, corría, gesticulaba. Todos estaban tan contentos que bailaban desarticulándose y rearticulándose como títeres. Yo mismo me daba cuenta de que perdía en el camino, ora un pie, ora un brazo, ora parte del tronco... No me tomaba el trabajo de recoger estos órganos cuando los veía caerse, y los dejaba detrás de mí, porque iba muy apurado y sabía que ellos solos—el pie, el brazo, la parte del tronco,—volverían a incorporarse a mi persona. Además, todo era un sueño. Además, yo tenía el privilegio de la salamandra, de hacer retoñar los muñones para recuperar los órganos perdidos.

La gente seguía riendo, corriendo, gesticulando... Vi algunos amigos que me reconocieron y me saludaron con gestos extravagantes, quién sacándome la lengua, quién escupiéndome una ranita verde en la cara. No me paré a preguntarles la razón de su loca alegría, porque mi prisa arreciaba como un ciclón.

Mi prisa por arrancarle los ojos a Tucker, ¡el miserable! era tal, que recorrí muchas veces aquella dilatadísima ciudad de punta a punta. (Y digo «dilatadísima» sin hipérbole, porque ocupaba muy bien una tercera parte y más de la Tierra.)

¡Por fin!... Por fin descubrí en la puerta de una casa de dos pisos una tablilla de cobre que decía:

TUCKER
procurador

—Aquí vive—me dije inmediatamente.

Y traté de pararme. Pero el impulso que llevaba de tanto correr, me hizo seguir, por la ley de la inercia, varias leguas más allá de la puerta de Tucker. Así un automóvil a toda velocidad no puede detenerse de repente, aunque el «chauffeur» descubra en el camino un obispo de mitra y gran capa pluvial, seguido de una veintena de monaguillos con rojas sobrepellices.

Después de desandar lentamente en diez o doce horas las leguas que rodara sin poder pararme, me volví a encontrar ante la casa de Tucker. Justo en la puerta me detuve esta vez. ¡Para ello había vuelto paso a paso!...

En el tiempo de mi vuelta, la casa había cambiado bastante. Ahora parecía una ruina y una cueva. Pero no había cómo equivocarse por la chapa de cobre, que siempre decía:

TUCKER
procurador

Di dos o tres aldabonazos, que retumbaron como truenos y fulguraron como relámpagos...

—¡Santa Bárbara!—me dije, persignándome a modo de vieja gruñona.

Y como nadie saliera a recibirme y la puerta estaba abierta, me colé adentro de la casa de Tucker. El rojo fulgor de los relámpagos producidos por los aldabonazos, en medio de una profunda obscuridad, me guiaron hacia la escalera. Era una angosta escalera de caracol. Comencé a subirla, y no terminaba nunca...

—Es realmente curioso—pensaba mientras subía—que una casa tan baja, de dos pisos, tenga una escalera tan alta... como de diez... de veinte... de cien pisos...

Y, bien agarrado de un pasamanos de hierro, seguí subiendo, subiendo, subiendo... Para distraerme me puse a contar los escalones... Al pasar de los quince mil perdí la cuenta y me sentí un poco mareado... Mas estaba tan contento que pude llegar hasta el final de aquella nueva escala de Jacob.

Terminada la escalera interminable, penetré como por escotillón en una ancha pieza cuadrada. Una pieza cuadrada, muy grande, con los muros, el techo, el piso, todo de un blancor de nácar. No habla allí muebles ni puertas, ni personas, ni el más leve objeto, mancha o sombra. Me sentí deslumbrado, pues aunque no se veían lámparas, focos ni bujías, estaba iluminadísima, estaba enteramente iluminada a giorno.

Pasado el primer deslumbramiento, miré mejor y vi que allá, en el fondo de la pieza, me aguardaba Nanela. Aunque jamás la viera ni oyese hablar de ella, yo la reconocí en seguida. Era Nanela. Era una alta y hermosísima mujer pálida—la más alta, más hermosa y más pálida mujer del mundo,—toda vestida de blanco, sin joyas, flores ni cintas, llamada Nanela. Sobre su frente exangüe brillaba una cabellera tan negra, que se diría un cuervo incubando allí sus ideas.

—Hace ya siete años que te estoy esperando—me dijo.

Como era mi prometida, yo la abracé, la besé en sus rojos labios, y le repuse:

—¡Siete años!... ¡Pobre Nanela!... Pero tú sabes...

—Sí, yo también sé—me interrumpió ella—que el pérfido de Tucker, mi tío y tutor, tiene la culpa.

—¡Cómo!—exclamé lleno de asombro.—Yo creía que Tucker era tu padre.

Riéndose con sus dientes centellantemente blancos, ella me informó:

—Algunas veces es mi padre, otras un extraño, otras mi tío y tutor. Eso depende del estado de ánimo.

—Cierto, ciertísimo—le contesté, convencido.—Pero también es cierto, ciertísimo—agregué atemorizado—que él está en el fondo de la casa, mirándonos a través de las paredes con sus ojos de ahorcado o de basilisco.

—Huyamos, entonces—me propuso Nanela, echándose apresuradamente una mantilla de encajes sobre el cuervo de sus cabellos.

—Huyamos.

Y salimos del brazo, bajando juntos una recta y amplia escalera de mármol blanco, de la escasa altura que convenía a aquella casita de dos pisos.

—Yo subí por una escalera mucho más alta, obscura y de caracol—le dije a mi acompañada.

—Verdad—me aseguró Nanela.—Pero cuando se la baja, esa escalera es como mil veces más corta, y es cómoda y derecha.

Yo me alcé de hombros... ¿Qué tenía que ver eso conmigo?...

Recorrimos en silencio, siempre del brazo, unas callejuelas imposibles. Las casas, aunque rígidas e inmobiles, hacíannos al pasar muecas y gestos, unas veces de paz y amor, otras de odio y cólera. Pululaban allí lechuzas, viejas y ánimas en pena.

—¿Has notado, Nanela—pregunté a mi amada—que en esta ciudad siempre es noche?

—Hay una razón para ello. Sus habitantes son todos noctámbulos.

No sé por qué me hizo enormemente gracia, me hizo como cosquillas en el alma, la idea de que Tucker fuera, ¡al mismo tiempo! procurador y noctámbulo. Por no afligirla no hice notar esta coincidencia a Nanela... Quien en cambio dijo:

—Muy obscura está la noche.

Quise entonces contarle que el cielo se había quemado; pero no encontraba palabras para contarlo... Cuando las encontré, me había olvidado de lo que quería contar. Por eso guardé un largo silencio, en el cual me dijo Nanela, ¡oh querida y dulce Nanela! que, por rara casualidad, algunas veces amanecía en esa población...

El sol debía estarla escuchando. De otro modo no puede explicarse cómo amaneció de pronto, en cuanto ella dijera que algunas veces amanecía en la ciudad.

Todos los habitantes se metieron en sus cuevas y en sus sepulcros al aparecer la luz indiscreta. Como era la madrugada, la ciudad parecía un cementerio.

—No bien se abra una iglesia, entramos a casarnos—murmuró Nanela.

—Claro.

Fue así que entramos en la iglesia de un convento de franciscanos, donde oraban muchos caballeros medioevales con la visera calada. A través de la penumbra, los acordes del órgano parecían sollozos e imprecaciones. En el altar mayor decía misa, parándose en puntas de pie, un frailecito rechoncho, con dientes como de perro o de lobo. En su boca estaba siempre estereotipada la doble risa de un hombre satisfecho de su mesa y de sí mismo. No era más alto que mis rodillas. Para alcanzar al santo tabernáculo tenía que subirse a un banquillo que le colocaba al efecto el sacristán. Cuando se subió al banquillo para bendecir a los fieles, Nanela y yo nos arrojamos a sus pies... Y aprovechamos su bendición para casarnos. Él nos convidó después con el vino del cáliz, un empalagoso vinillo azucarado. Y nos dio la enhorabuena con la doble sonrisa de sus dientes de perro y de lobo.

Al salir de la iglesia, me dijo Nanela:

—Haremos un largo viaje de bodas. Tenemos que irnos lejos, muy lejos. Pues ten por seguro que ese canalla de Tucker nos persigue.

Yo contesté:

—Por seguro lo tengo. ¿Quién se atrevería a dudarlo, quién?—Y lancé hondísimo suspiro, exclamando:—¡Oh, miserable Tucker! ¡oh Tucker nunca bastante execrado, vos tenéis la culpa, nadie más que vos!

—Huyamos.

Y huímos de nuevo, dando varias veces la vuelta al mundo, como si arrolláramos un hilo inacabable alrededor de un ovillo redondo.

II

Andábamos a pie, en dromedarios, en ferrocarriles, trineos, diligencias, globos... ¡qué sé yo!... Y siempre veloces, más veloces que el viento.

Recorríamos la Siberia, la España, el Sahara, Alaska, Groenlandia, Siria, Siracusa, Macedonia, Tierra del Fuego, Holanda, Antioquía... Y mares, bosques, hielos, estepas, montañas, desiertos, pampas...

También atravesábamos tierras sumergidas, Lemuria, Atlántida, Sudlandia, Cracatoa... Y asimismo ciudades subterráneas, en Nicomedia, en Babilonia, Pompeya, Herculano.

Veíamos hombres rojos como el fuego y negros como la noche, hombres peludos como monos y cuadrúpedos como perros, pigmeos del tamaño de una uña y gigantes más grandes que montañas... Y faunas y floras indescriptibles... Y hombres piedras, hombres árboles, hombres líquidos, hombres gases, hombres luminosos, hombres translúcidos y quebradizos como el cristal...

Veíamos pueblos de animales más inteligentes que hombres y pueblos de cíclopes, centauros, ninfas, sátiros... Y los jardines del Paraíso Terrenal, y las cumbres rosáceas del Olimpo, y la Ciudad de la Muerte... ¡La Ciudad de la Muerte! ¿Qué indiscreto mortal dijera una palabra de ella? Al decirla, por el solo hecho de decirla, mataría su alma inmortal... ¿Y qué mayor suplicio que el suplicio del No-Ser?

¡El suplicio del No-Ser! Esto me sugirió una idea estrambótica, que inmediatamente comuniqué a Nanela.

—¡Esposa mía!—le dije.—¿No podría ser Tucker el Fantasma del Remordimiento?

Al oírlo, mi mujer se descuajeringaba de risa, diciéndome:

—¿Cómo crees, menguado, que Tucker pueda ser una frase hecha?

—Muchos hombres conozco que son una frase hecha, nada más que una frase hecha,—murmuré.

¡Pero no! Tucker no podía ser un remordimiento... ¿Por qué? Yo no sabía por qué, ¡y sin embargo sabía que no era un remordimiento!

Y seguimos y seguimos... y yo vi que si seguíamos así, pronto íbamos a acabar el hilo que enrollábamos alrededor de la Tierra, que era nada menos que el hilo de nuestras vidas.

Con harta razón alarmado, supliqué a Nanela que nos detuviéramos... Ella no me escuchó, ocupada en cantarme su canto de amor a través de nuestra ruta vertiginosa. Y yo la miraba enamorado, tan enamorado que se me cayeron los ojos...

—Se me han caído los ojos—le dije.—Parémonos a recogerlos.

Así le dije, deseoso de detenerla y detenerme, aunque no hubiera olvidado que yo era una salamandra hombre... ¡No era preciso recoger mis ojos, pues que ellos retoñarían solos!

—Baja los párpados y vuelve a levantarlos—me insinuó Nanela.

Hícelo así y me retoñaron los ojos... Nanela me los besó, cantándome con su voz de sirena:

—¡Cuán bellos ojos!... Has ganado en el cambio, esposo mío. Antes eran pardos y ahora son más negros y expresivos que los de un arcángel después de rebelarse.

—Por bellos que sean, estos ojos deben cerrarse pronto—observé desalentado—si continuamos nuestro desenfrenado viaje de bodas...

—Nuestra huida—rectificó ella.

—Nuestra huida, perfectamente.—Pero los hilos de nuestras vidas se acaban, se acaban si los seguimos devanando... ¡Y para qué morir tan jóvenes!... Además, antes de morir, yo quiero conocer a Tucker. Tú lo sabes.

—¿Estás loco?—prorrumpió Nanela.—¿Quién habla de morirse? Te equivocas si piensas que todavía no nos queda bastante hilo que enrollar en nuestros viajes alrededor de la madeja de la Tierra. Y es mejor que no pienses ahora, ¡oh mi ídolo! en ver a Tucker. Porque tiene lepra y te la contagiaría si lo vieras.

—Pero cuando que es tu tío y tutor no tiene lepra—objeté a Nanela.

—No lo niego. Sólo tiene lepra cuando es un extraño para mí. Cuando es mi padre, unas veces la tiene y otras no.

Bien sabía yo que en aquel momento Tucker no era ni padre ni extraño para Nanela, antes bien, por el estado de su temperamento, el verdadero tío y tutor. No quise sin embargo contradecirla, porque nunca conviene contradecir a la mujer amada, cuando ella es una mujer pálida y nerviosa. El tiempo me daría razón. Por entonces seguiríamos dando vueltas alrededor del mundo como mulos vendados alrededor de una noria.

Y cada vez gastábamos más y más el hilo de nuestras vidas. Enardecíame esta preocupación extraordinariamente. Por eso me sentía enflaquecer por minutos. Me palpé las manos, los brazos, el rostro, y sentí que no me quedaba carne y ni siquiera pellejo. Era yo un simple esqueleto andante. Díjeselo así a Nanela...

—¿De qué te asombras y qué te importa?—me replicó.—Tampoco yo soy más que un esqueleto andante.

La miré, y la vi como siempre la viera. Nanela no podía ser sino la mujer más hermosa, más pálida y más alta del mundo. Sin embargo, ella tampoco conservaba carne y ni siquiera pellejo... Nos quisimos besar y nuestros dientes chocaron contra los huesos de nuestras calaveras, produciendo un extraño crac-crac. Si conserváramos nuestros nervios, nos hubiera horrorizado este crac-crac, tan siniestro como el croar de los sapos en el pantano de un castillo en ruinas... También las órbitas donde tuvimos las narices aspiraron el nauseabundo hedor de nuestras podredumbres...

Con todo, lejos de pararnos, tomé de la cintura a Nanela, ¡Nanela, la mujer única de mi universo!... Ella recostó su cráneo sobre mi hombro, y seguimos como Paolo y Francesca en las profundidades del infierno.

—Aspiremos el aire de la montaña—me dijo—para fortalecernos.

Aspiramos, en efecto, mientras marchábamos, un aire lleno del estruendo de las batallas y de los resplandores del incendio. Muy vivificante debía ser este aire, pues nos repuso en nuestras antiguas figuras humanas.

Ya no podíamos más de fatiga. Para mejor, a cada instante se hundía el piso bajo nuestras plantas... Caíamos bruscamente y surgíamos de nuevo, como si nuestro camino fuese cruzado por innumerables zanjas invisibles. O, más bien, como si flotáramos en un viscoso mar de sombras líquidas que a cada instante abriera sus abismos para tragarnos y, por nuestro menor peso, nos hiciese flotar después de zambullirnos... Y así de seguido...

Algunas veces continuábamos durante años caminando y caminando sin poder adelantar un paso. Estábamos estacionarios, y el hilo seguía sin embargo gastando nuestras vidas... Entonces nuestro suplicio era más espeluznante si cabe, porque chocaban dentro de nuestros organismos las espadas de dos principios contrarios, ¡el movimiento y el reposo! ¡la vida y la muerte!... El choque de esas espadas arrancaba a nuestros nervios chispas que eran rayos y centellas.

Pensé que ya no nos quedaba más que poquísimo hilo que devanar, y protesté, con la energía de un dios pagano...

—¡Basta, basta, basta!... ¡No quiero morirme sin haber visto a Tucker!... ¡Debo verlo ahora mismo!

—¡Qué! ¿No sabes que ha muerto?—me objetó Nanela soltando una carcajada como un rebuzno.

Miré entonces nuestros trajes de riguroso luto y me di una palmada en la frente. Una palmada tan sonora como el martillo de un titán al caer sobre el yunque de una altiplanicie. Fuéronla repitiendo los ecos indefinidamente... Cuando ya estaban bastante amortiguados para dejar oír mi voz, lancé un funesto juramento y grité colérico:

—¡Es verdad!... ¡No me acordaba!... ¡Tucker ha muerto!... ¡Pero quiero verlo de todos modos, de todos modos quiero verlo!

Deseaba seguir vociferando, y tuve que callarme, pues la mandíbula se me caía sobre el pecho...

Eva (Nanela debía llamarse ahora «Eva» sin duda alguna), Eva sí podía hablar, y consintió fervorosamente:

—Vamos a verlo. Está en el cementerio.

Y fuimos al cementerio. Destacábase en el pórtico, secular cancerbero, una Esfinge de piedra, ¡una viva y rugiente Esfinge de piedra!... En vez de proponernos cuestiones insolubles para devorarnos si no las resolvíamos, como a Edipo y a tantos otros mortales, huyó a nuestra vista arrastrando el rabo. Un rabo tan pesado, que hacía un surco en la tierra que se dijera el lecho seco de un torrente.

—¡Gracias a los dioses que la Esfinge nos abre paso!—exclamé.—¡Gracias!

Porque desde tiempo inmemorial veníanos siguiendo, a cientos, a miles, a millones, una bandada de hambrientos lobos con ojos de fuego... Por mucho que corriéramos, ellos ganaban cada vez más y más terreno... Ya sentíamos sus dientes en nuestros muslos... ¡Y eran tantos, que cubrían la superficie de la Tierra!

Apenas entramos al cementerio, echamos los cerrojos de sus pórticos, para que los famélicos lobos innumerables quedasen al otro lado. Sus aullidos formaban un trueno infinito.

Tuvimos que echar a vuelo todas las campanas del cementerio, las colosales campanas de bronce del cementerio, para cubrir el trueno de sus aullidos. Cubre así a veces la cancerosa llaga de una princesa el peplo de lino recamado de rubíes.

—¡El descanso, al fin!—prorrumpió mi esposa sollozando.

—El cementerio es el descanso. Sí, Rosalinda de mi vida.

Porque había llegado el momento de que Nanela se llamase «Rosalinda», yo la llamaba «Rosalinda»... Después la llamé, ¡y siempre tan acertadamente! Isaura, Dioclecia, Xantippa, Agripina, Isabel de Hungría, Delia, Valentina y María de los Dolores.

—Siempre me aciertas el nombre que corresponde al instante en que me hablas. ¡Eso prueba que me quieres y comprendes!—me dijo.—Pero el caso es que yo todavía no sé tu nombre...

—¡Adivínalo!

Esperaba yo que ella me bautizara de mil modos. No fue así. Sólo me observó, sonriendo con tristeza:

—No puedes engañarme. ¿Para qué voy a darte mil nombres, malos y buenos, propicios y funestos, alegres y terribles, si tú mismo, no sabiendo cómo te llamas, no podrás advertirme cuando acierte o desacierte?...

Hice yo un doloroso esfuerzo de memoria... Un largo y doloroso esfuerzo de memoria... Y no conseguía acordarme de mi nombre. Pude decir entonces:

—Nunca tuve nombre. O, si lo tuve, ya no lo tengo. Lo he perdido. Y, aunque salamandra para los órganos materiales de mi cuerpo, ¡no sé retoñar mi nombre!

Clotilde (así se llamaba ahora Nanela) se rió al escucharme. Y transformose sucesivamente en una pantera, una garza, una culebra, una mosca, una corsa...

—Déjate de fastidiarme con tus mutaciones—le observé severamente.—Es inútil que pretendas lucirte, porque el ruido de las campanas que echamos a vuelo me obscurece la vista como una niebla... ¡no olvides que estamos en el cementerio, y que hemos venido a ver a Tucker!

¿Y cómo dudar que nos hallábamos en el cementerio?... Y debía de ser un día de difuntos, porque el cementerio estaba lleno de gente y de flores. Lo malo es que la gente parecía flores y las flores parecían gente. Pero yo no paré mientes en este pequeño detalle insignificante. Gente o flores, flores o gente... ¿qué importaban al mundo?

Lejos, bastante lejos, muy lejos, inconmesurablemente lejos, a través de flores de cardo que eran cabezas de mercachifles y cabezas de doncellas que eran rosas y anémonas, en fin, más allá de todo lo que fue y sería—inconmensurablemente lejos, como he dicho,—vi la misma placa que antes viera en la casa en que encontré a Nanela (ahora Nanela era Nanela). Vi la placa de cobre, la insignia mortal de todas mis penas y desdichas:

TUCKER
procurador

—Aquí está enterrado—nos dijimos en silencio mi mujer y yo.

Yo sentí una opresión de agonía, un ansia de llorar que era como ansia de morirme... ¡Y no podía llorar, y no podía morirme!

Por no poder llorar ni morirme me sentí sonámbulo. Y di un puntapié con toda mi fuerza a la puerta del sepulcro, una encantadora capillita gótica. Aunque era de hierro, la puerta voló en astillas y pavesas.

Adentro del sepulcro había un ataúd cerrado con llave. Como yo llevaba la llave en mi llavero, lo abrí y levanté la tapa. Las bisagras debían estar muy enmohecidas, pues al abrirse gimieron y silbaron. Adentro del ataúd había un hombre...

Había un hombre vivo, enteramente vivo, hasta sano y de buen color. Se le conocía el oficio en su afeitado rostro de curial y en sus grandes anteojos azules. Su negra y raída levita estaba arrugada por la incómoda postura que tuviera en el féretro. Era Tucker. Al reconocerlo me reí un buen rato de la sorpresa... ¿No había temido que ese hombre fuera ya putrefacto cadáver?... Nanela (de este modo continuaba llamándose ahora mi mujer, acaso ab eternam), Nanela se reía también. Reíase y aplaudía de todo corazón...

Esperaba yo que Tucker, una vez sentado en el féretro, bostezara y se desperezase... ¡Pues nada de eso!... Una vez sentado en el féretro, me dio un abrazo y me besó paternalmente, diciendo:

—¡Oh mi querido sobrino! ¡Oh mi querido hijo!

Sus labios de carne de víbora, al posarse en mi frente, me dieron tanto asco y tanta risa, que no me atreví a increpar a Tucker por sus infamias. Además, yo no podía recordar sus infamias... Al agarrarlas con los dedos del recuerdo, ellas se deslizaban bajo mis manos como anguilas... La misma Nanela, en vez de enfadarse, seguía riéndose, riéndose... ¡La verdad es que era chusco ver a un hombre vivo metido en su ataúd a modo de un saltaperico de elástico resorte en su cajita de madera!

Quiso Tucker aprovechar la distracción de nuestra hilaridad para escaparse del ataúd e irse. Muy a tiempo nos percatamos de su pérfido intento mi mujer y yo. Y lo tendimos en el cajón, a la fuerza... Y nos sentamos arriba de la tapa para que no pudiera levantarla...

Nanela gritó:

—¡Sepulturero, sepulturero, aquí hay un muerto que quiere escaparse!...

Yo gritó también:

—¡Socorro, que un muerto quiere escaparse, socorro!...

Pero Nanela y yo, como no pesábamos mucho, teníamos miedo de que, forcejeando con la rodilla, Tucker pudiera abrir la tapa del cajón... Yo no podía volver a echarle llave, por haber perdido el llavero...

A nuestros gritos acudieron los guardianes y acudió mucha gente emparentada con los muertos de aquel cementerio. Entre todos claveteamos sólidamente el cajón de Tucker. Uno pudo echarle llave con la llave de su reloj... (¿Sería un ataúd su reloj?... ¿Qué reloj no es un ataúd de esperanzas e ilusiones?...)

Después, Nanela y yo nos persignamos y nos fuimos. Pero la Fatalidad nos perseguía, una Fatalidad indescriptible... Debíamos seguir... Y cada paso era una brazada menos del hilo de nuestras vidas, ¡una brazada menos!...

Tan corto nos quedaba ya el hilo, que me parecía tener atados mis dos pies a una soga... ¡Y la Fatalidad tiraba de la soga para atrás!... Ya no veía sino un mar de luz... Y oía la luz... Y sentía mi cabeza llena de una luz que pesaba como plomo derretido...

Aunque Nanela me exhortara:—¡Adelante! ¡Adelante!—la Fatalidad tiraba para atrás del hilo de mi vida, cada vez con más fuerza... Y yo avanzaba cada vez con menos fuerza... Tanto me pesaban las piernas que creía echar raíces en el océano de luz que me rodeaba, que me asfixiaba, que me devoraba como a una gota líquida más... Dejé de sentir mis pies... mis manos... mis brazos... mi cuerpo... Ya era sólo una cabeza flotante en aquel océano de luz, ¡una miserable cabeza que se disolvía como un terrón de azúcar!... Perdí el pensamiento, la vista, el tacto...

Lo último que debí perder eran los tímpanos... Porque todavía alcancé a escuchar la furibunda voz con que clamaba Nanela:

—¡Tucker, el demonio de Tucker tiene la culpa!

MÁSCARAS CÓMICAS

EL MÁS ZONZO

Por no fijarse en las coqueterías y devaneos de su mujer, el pobre Marcos Ruiz tenía fama de zonzo. Pero más zonza era ella, Currita, pues que, siendo en realidad una buena muchacha, hacía lo posible para no parecerlo. Y aún más zonzo que ella era Paco del Val, que malgastaba miserablemente su tiempo siguiéndola como su sombra, mientras ella se reía de él con todo el mundo, incluso con su propio marido.

Apercibido de la triple y creciente zoncera que pesaba como una fatalidad sobre esas tres vidas, desquiciando y esterilizándolas, Jacobo Téllez resolvió desfacer el entuerto. Porque Jacobo Téllez estaba muy vinculado a los esposos Ruiz y a del Val, y era un excelente sugeto, lleno de justicia y caridad cristiana...

Dirigiose pues a casa de su amigo Marcos, y, hallándolo sólo en su escritorio, le dijo solemnemente:

—Bien sabes, Marcos, la amistad que nos profesamos desde la infancia. En nombre de esa amistad vengo a prestarte algo que reputo un positivo servicio... Quiero ponerte en guardia contra cuentos y calumnias que circulan en sociedad, harto injustamente, respecto de tu mujer... Currita es toda una señora, lo sé; pero no siempre lo parece... Es preciso que cortes los abusos de su libertad, ¡pues que te pone en ridículo!

Esa misma tarde, Jacobo se encontró con Paco, y le observó, sin subterfugios ni preámbulos:

—Paquito querido, no hay en ti miga para un don Juan. No te hagas inútiles ilusiones. Es hora ya de que busques una buena niña y te cases, dejando de correr detrás de Curra. Curra se ha burlado siempre de ti, ¡y se burlará mientras viva! En todas partes se habla de tu impermeabilidad y loca obstinación. Eres el hazmerreír de círculos y clubs... En cambio, aunque calumniosamente, se supone a otros más afortunados que tú con la dama de tus pensamientos y desvelos.

A los pocos días, hallándose en tête-à-tête con Curra, Jacobo se permitió aconsejarla a ella también:

—Curra—le dijo,—usted no ignora que soy el más respetuoso de sus amigos. La aprecio a usted y soy íntimo de su marido. Por eso me creo en el deber de advertirla que corren acerca de usted historietas perversas. Siendo usted una señora intachable, pienso que poco le costaría evitarlas...

Jacobo hizo una pausa, algo cortado; y Curra, con su voz más dulce, le preguntó:

—¿Cómo?

—Alentado por la blandura de Curra, Jacobo precisó sus consejos:

—Tal vez convendría que usted evitara ciertos afeites y tinturas... Sus trajes son quizás demasiado elegantes... Entre sus amigas hay un grupo de damas con quienes no debiera juntarse tan a menudo...

¡Y ese tontuelo de Paco! Sería prudente evitar sus comprometedoras asiduidades... Disculpe usted mi franqueza, Currita. Ya sabe que sólo hablo por servirla... ¡Y si estoy equivocado, perdóneme también!

Las advertencias de Jacobo no fueron recibidas como debieran... Marcos le intimó que no debía meterse en lo que no le importaba... Paco lo mandó sencillamente a paseo... Y Curra, esa admirable y bondadosa Curra, aunque escuchara sus palabras con gracia y simpatía, conocedora de sus admoniciones a su marido y su amigo, insinuoles que Jacobo hablaba de despecho. ¡Él se le había declarado, ella le había puesto en su lugar, pero muy en su lugar!...

—Y cavilando sobre el resultado de sus gestiones, Jacobo pensaba:

—No cabe duda. Ellos son unos zonzos, los tres, ¡pero yo soy el más zonzo de todos!

ALMAS Y ROSTROS

Había una vez una princesa que se llamaba Cristela y estaba siempre triste. No tiene esto último nada de extraño si se considera que sólo en un cuento modernista puede llamarse «Cristela» una princesa, y que las princesas de los cuentos modernistas generalmente están tristes. Lo que sí era extraño es que Cristela ignoraba la causa de su tristeza...

Mas nunca falta quien nos endilgue las cosas desagradables que nos atañen. Por esto, una noche se le apareció a Cristela un enano de largas barbas blancas, uno de esos enanos que trabajan los metales en el seno de la tierra... Y le dijo:

—Yo sé por qué estás triste, Cristela.

Cristela repuso, displicente:

—Muy curioso sería, caballero, que usted supiese más de lo que yo sé de mí misma.

Sin inmutarse, continuó el enano:

—Los viejos conocemos a los jóvenes mejor que ellos se conocen.—Y repitió:—Yo, Bob el enano, sé por qué estás triste, Cristela...

Cristela se encogió de hombros, como diciendo: «Pues si usted lo sabe, guárdeselo para usted. No le pido yo que me lo diga.»

Como si no advirtiera el desvío de la princesa, dijo todavía el enano:

—Estás triste, Cristela, porque tienes una mala costumbre...

Miró Cristela al enano de pies a cabeza, con mirada tan despreciativa, que a no llevar Bob puesta su cota de hierro bajo el mandil de cuero, hubiérale partido en dos mitades como la espada de un gigante. ¿Cómo se atrevía esa rata de las montañas a suponer que ella, Cristela, la princesa mejor educada de la cristiandad y sus alrededores, tuviera una mala costumbre?... Verdad que de pequeña tuvo algunas, como la de pellizcarse la nariz, comerse las uñas y empujar con el dedo la comida servida en el plato... Pero todas fueron corregidas por las reprensiones y castigos que le impusiera la reina, su agusta madre.

A pesar de su silencio, lleno de principesca dignidad, el odioso enano se explayó:

—Tu mala costumbre, Cristela, consiste en no contentarte con mirar el rostro de la gente, y mirarles también el alma. ¡Nunca mayor imprudencia! El rostro es, generalmente, la máscara del alma. Los rostros suelen ser agradables o interesantes; las almas son casi todas desagradables y vulgares. En ellas se lee egoísmo, concupiscencia y vanidad.

Hizo el enano una pausa para que Cristela se sondara a sí misma, y Cristela descubrió que el enano tenía razón. Estaba ella triste porque su curiosidad de mirar las almas la había desengañado de hombres y cosas.

Y Bob le observó:

—A ti, Cristela, los rostros te sonríen como rosas, blancas, amarillas y encarnadas. Pero las almas son siempre rosales llenos de espinas... ¡Mira las rosas y no toques los rosales!

«Es verdad—pensó Cristela.—El rostro es la flor, el alma es la planta. Flores hermosas como el jacinto, el clavel y la orquídea, provienen de plantas pequeñas y miserables. El arbusto de la rosa es mediocre y espinado. En cambio, pobres e insignificantes son las flores del laurel, el roble, la palma, la encina, de todas las plantas más grandes, fuertes y nobles.»

Penetrada pues de la perspicacia del enano, clavóle Cristela sus ojos azules con sorpresa y hasta con benevolencia. Sus ojos azules parecían preguntar cómo pudiera curarse su mala costumbre de arrancar las rosas de los rosales...

—¡No mires más las almas, Cristela, sino los rostros!—insistió Bob.—Los rostros bellos encantan por su belleza; en los feos hay inteligencia y audacia... Conténtate con la máscara, gózate de su mueca y su pintura; pero no penetres en los sentimientos y las ideas. Tal es el desinteresado consejo de tu amigo Bob el enano.

Hizo Bob una irónica y profunda reverencia y desapareció, tragado por la tierra. (Es de advertirse que el aposento de Cristela estaba en el piso bajo y que el palacio no tenía allí sótanos.)

Reconociendo la utilidad del consejo de Bob, Cristela lo siguió escrupulosamente. No volvió ya a mirar las almas. No vio las almas feas tras los rostros hermosos, las almas cínicas tras los rostros severos, las almas tristes tras los rostros cómicos... Sin pensar en las almas, deleitábase ahora con los rostros hermosos, se edificaba con los severos, se divertía con los cómicos, y en todos hallaba su mérito y su interés. La alegría volvió a su corazón. Y no necesitó más darse colorete a las mejillas, porque ellas recuperaron su natural carmín.

Al verla por fin tranquila y alegre, el rey su padre le dijo un día:

—Cristela, ya tienes edad de casarte y debes elegir un marido sin tardanza. Recuerda que eres mi única hija y que yo soy un anciano.

Cristela se sintió perpleja. ¿Cómo debía elegir marido, sólo por el rostro, o también por el alma? ¡Era tan grave esto de decidirse por un compañero para toda la vida!... Pensó entonces que lo mejor fuera consultar a Bob el enano, puesto que tanto sabía. Y le llamó con los más íntimos deseos de su corazón...

Bob vino y le dijo:

—¿Qué quieres, Cristela?

Cristela contestó:

—Quiero consultarle, buen hombre. Mi padre el rey me manda que elija un marido. ¿Miraré el rostro o el alma de los candidatos?

El caso debía ser peliagudo, porque Bob se tiró de la barba un buen rato, respondiendo al cabo:

—Para casarse, casarse por amor... El amor entra por los ojos y se alberga en las almas... Haz lo que te parezca, Cristela.

Así contestó el malicioso enano. Y desapareció enseguida para no verse en el apuro de responder más clara y categóricamente.

Cristela daba vueltas y más vueltas en su imaginación la sibilina respuesta del enano, y no la comprendía. «El amor entra por los ojos...—pensaba.—Esto quiere decir que es el rostro lo que enamora. Pero el amor se alberga en el alma... ¿Puede entonces haber amor si no se conocen las almas en que ha de albergarse?...»

Después de mucho cavilar, díjose Cristela: «El rostro es la puerta del amor, el alma su albergue. Prefiero un palacio con puerta de cárcel a una cárcel con puerta de palacio. Miraré, pues, las almas antes que los rostros.»

Vinieron a pedir su mano cientos, millares de príncipes más o menos desocupados. Pero ella leyó siempre en sus almas jactancias y ambiciones, llegando a desesperar de que pudiera hallarse un alma verdaderamente hermosa...

Como rechazara uno por uno los candidatos, su padre insistió:

—¿En qué piensas, Cristela, que por nadie te decides?...

Y al sentir que el tiempo pasaba en vacilaciones y negativas, concluyó con amenazar a su hija con el cetro, como un viejo mendigo que levanta el bastón en el medio de la calle para intimidar a los rapaces que le arrojan cascaras y carozos.

Cristela sabía que el rey amenazaba con el cetro sólo cuando estaba muy enojado. Tres veces no más le vio hacerlo, y las tres en graves circunstancias. Una, cuando el primer ministro le presentó una renuncia insolente; otra, cuando el mariscal en jefe le hizo traición, y la tercera, cuando perdió el gran diamante de su corona...

Como él no se quitaba la corona más que al ponerse el gorro de dormir, forzosamente habíaselo arrancado alguien tomándola de la percha donde colgaba la ropa... ¿Quién?...-¡Aunque no lo sabía, bastante lo maldijo!... Cierto que el diamante era falso, por no haberse podido encontrar uno verdadero de ese tamaño, y que él no lo ignoraba, cierto... Mas después de usarlo tantos años como verdadero, por verdadero lo sentía. Su único consuelo era pensar en el chasco que se llevaría el pícaro ladrón.

Cristela sabía, pues, que si su padre la amenazaba pegarle con el cetro de oro macizo, es porque se hallaba dispuesto, no precisamente a pegarle, pero sí a tomar una resolución extrema. La resolución sería casarla con el primer príncipe que llamara a la puerta del palacio en una noche de lluvia, pidiendo alojamiento...

¿Y quién le garantizaba que este príncipe no fuera tuerto o picado de viruelas?... ¡Había que evitar resolución tan inconsulta!... Y para evitarla, no veía otro medio que dejar de mirar las almas y mirar sólo los rostros... ¿No era al fin y al cabo eso lo que le aconsejó el enano cuando le dijera: «mira las rosas y no toques los rosales?...»

Resignose así Cristela a no fijarse más que en el rostro y a elegir el príncipe más hermoso que encontrara. Y como muy pronto descubriera que el príncipe más hermoso del mundo era el príncipe de Marruecos, comprometiose con el príncipe de Marruecos sin mirarle el alma.

Y pensaba: «Por lo menos el rostro es hermoso. ¿Qué sería de mí si ni siquiera fuera hermoso el rostro?...»

Concertado su matrimonio, enamorose perdidamente del príncipe. Su amor fulguraba y la enceguía como el sol. Por eso se forjó otra vez ilusiones, a pesar de su experiencia. Su experiencia, como las gotas de rocío que la aurora vierte en los cálices de las flores con su ánfora de nácar, se evaporó cuando el sol de su amor llegó al meridiano... Y esperaba todavía que el alma de su novio respondiera a su rostro y fuera grande como la encina, fuerte como el roble o gloriosa como el laurel... Sin embargo, aun no se atrevía a descubrirla cara a cara...

Pero la pobre princesa había adquirido desde niña la mala costumbre de mirar las almas, y las malas costumbres renacen cuando menos se piensa. Imposible era que hiciera vida común con su marido sin verle el alma. ¡Y se la vio, ya al día siguiente de casarse se la vio!...

¡Horrible desengaño!... Si el rostro del príncipe de Marruecos era bello como la flor de un tulipán, su alma era débil y pequeña como la planta, y tenía por raíz una cebolla venenosa.

El alma hermosísima de Cristela no podía simpatizar con alma semejante. Su antiguo amor se trocó en verdadera repulsión. La vida matrimonial se le hacía inaguantable... Por eso se separó de su marido y se echó a llorar sin consuelo...

Felizmente, en la azotea del palacio anidaba una pareja de cigüeñas. Eran curiosas, y como tenían las patas muy largas y muy largo el cuello, parándose en la punta de las patas y estirando el cuello, veían por las ventanas lo que pasaba adentro del palacio. Vieron así llorar a Cristela de día y de noche...

Eran tan buenas como curiosas esas cigüeñas. Compadeciéndose de la princesa, resolvieron hacerle un regalo para que se distrajese. Y, ya que era casada, trajéronle de París un hijito, en una canasta de mimbre.

Al recibirlo, Cristela olvidó su pena dando un grito de alegría. Púsose tan contenta, que tarareó la canción de «Mambrú se fue a la guerra», palmoteo y tocó las castañuelas, bailó en un pie, hizo reverencias al espejo y besó en la frente al viejo rey, que venía incomodado a indagar la causa de tanto barullo. ¡Al mismo príncipe de Marruecos hubiera besado en la nariz si en ese momento entrara en su habitación a ver a su primogénito!

Es que el princesillo era realmente encantador, tan bello de rostro como de alma. Festejando el raro consorcio de ambas bellezas, Cristela quiso llamarle el príncipe «Unico»... Pero con mucha cordura pensó luego que el nombre de «Unico» se prestaría un poco a las chungas de los liberales y demócratas... Deseosa de librar al niño hasta de la sombra de este pequeño ridículo, le llamó entonces el príncipe «Fénix». Y con tal nombre lo bautizó el gran cardenal arzobispo de palacio, oficiando ayudado por veintitrés monaguillos.

Protegido por el cariño maternal, el príncipe Fénix creció tan provechosamente, que a los veinte años era el más gallardo infante. Veneraba a sus mayores, amaba al pueblo y sabía derecho, astrología y alquimia.

Vivía aún el viejo rey. Estaba tan achacoso que para caminar tenía que apoyarse en su cetro de oro macizo como en una muleta. Su cabeza calva se le caía sobre el pecho, por el enorme peso de la corona. Y la vejez, antes había aguzado que disminuido su celo casamentero... Fue así que dijo a Cristela:

—Casa cuanto antes a tu hijo, Cristela, si no quieres que se corrompa en las tentaciones de la corte. Como eres una madre ejemplar, premio yo tu conducta dándote plena libertad para que lo cases a tu guisa y criterio.

Aleccionada por su propia vida, Cristela resolvió elegir su nuera por el alma y no por el rostro. Lo malo es que el príncipe no lo deseaba así. Con la imprudencia de su juventud, gustaba de las mujeres bonitas, sin importársele un comino de las bellezas del alma.

Pero Cristela era mujer enérgica y hábil, si la hubo. Además era madre, vale decir, doblemente enérgica y doblemente hábil, y de tal modo se condujo, que conminó al príncipe a que pidiese por esposa la novena hija casadera del duque de los Siete Castillos. Llamábase Isaura y era una infanta modesta, harto más hermosa de alma que de rostro...

El príncipe Fénix había objetado:

—Tiene pecas.

Cristela le repuso:

—Haz de cuenta que sus pecas son las monedas de oro de su dote.

El príncipe Fénix añadió:

—Su pelo es rojo y su cuerpo parece agobiado...

Mas Cristela le dijo:

—Piensa que si tiene el pelo rojo es porque no sabe teñirse y no le gusta engañar... si su cuerpo se agobia, es porque siente sobre su espalda las penas de todos los desgraciados... ¡Alégrate, hijo mío, de que sea verdadera y buena!

No se alegró mucho el príncipe Fénix. Sólo aceptó la infanta Isaura para no entristecer a su madre... Y el Papa mismo vino de Roma expresamente para casarlos, cabalgando sobre su caballo blanco y coronado con su tiara. Seguíalo un cortejo de rojas sotanas cardenalicias y violetas capas episcopales, tan largo y compacto como un río que baja de las cumbres.

La princesita Isaura quería tanto a su esposo, que cuando lo miraba se quedaba mirándolo como un mirasol que se aduerme mirando el sol. No tenía otro pensamiento que servirlo. En su bastidor le bordó unas zapatillas con sus iniciales de perlas y rubíes. También le bordó una relojera para el día de su santo, pero no le puso iniciales para que no se confundiese con las zapatillas...

Cada noche que el príncipe colgaba su reloj en la relojera y cada mañana que se ponía las zapatillas para ir al cuarto de baño, no podía menos de recordar conmovido el cariño de su mujer. Y llegó a idolatrarla. Fue muy feliz. Fue también un buen rey, porque tuvo la suerte de que muriera pronto su abuelo y le dejase el trono. Y Dios bendijo la unión de los reyes Fénix e Isaura, colmándoles de hijos y prometiéndoles una vida tan larga que, si no han muerto han de vivir todavía.

Observando la felicidad de sus hijos Cristela llegó a ser una viejita muy pulcra, que hilaba para sus nietos de la mañana a la noche en una rueca de plata.

Mientras hilaba inventó un aforismo que haría enseñar en todas las escuelas del reino. Decía así: «El amor que entra por los ojos, se escapa por los ojos, porque, los ojos son dos ventanas que están siempre abiertas. El amor que se refugia en el alma, en el alma queda, porque el alma es una torre cerrada.»

Y al inventar el aforismo, recordó a Bob el enano. Con ser un sabio, él la había engañado miserablemente, favoreciendo su desgraciado casamiento con el príncipe de Marruecos.

Como si la oyera, apareció una última vez Bob y le dijo:

—¿De qué te quejas, Cristela?... Ningún mortal puede ser del todo feliz, y tú has pagado, con la desgracia de tu juventud, la felicidad de tu vejez. Debes estar contenta. Aunque tu experiencia no te aprovechara a tí, ha aprovechado a tu hijo, a quien quieres más que a tí misma... ¡Y no puedes reprocharme que te aconsejara mal por malicia o mala voluntad! Te aconsejé como pude y como supe. Si me equivoqué, merezco tu perdón.

Cristela paró la rueca, suspiró, y repuso, con más tristeza que amargura:

—¿Para qué te sirve entonces tu sabiduría, Bob? ¡Linda cosa es ser sabio!

Bob se sonrió, tirose de la larga barba blanca, como acostumbraba, y dijo:

—Ser sabio... es tener el derecho de equivocarse.

LA TIRANÍA DEL BRIDGE

Siempre que tuve noticia de un suicidio, lamenté que su autor no nos expusiera en público testamento, para ejemplo de sus semejantes, las causas de su funesta determinación de quitarse la vida... ¡Y he aquí que yo mismo me siento próximo a eliminarme del mundo! ¿Por qué no indicar entonces, a los muchos hombres que dejo detrás de mí, el escollo contra el cual chocara mi barca y puede chocar la de ellos? ¡Oidme pues, oh mis amigos, mis conciudadanos, mis prójimos, y creedme cuanto me oigáis, y meditadlo! Creedlo, porque con un pie en la tumba, no podré deciros más que la verdad; meditadlo, porque tengo, ¡ay! la amarga experiencia de quien viera fracasar todas sus ilusiones y esperanzas.

El caso es que la Muerte se me ha presentado con un disfraz amable. Me avergüenzo de confesarlo; pero el caso es que la Muerte vino a buscarme y me tentó en la forma... ¿cómo decirlo?... de un juego de naipes, ¡el bridge! Supondréis que fui un jugador desgraciado, que perdí mi fortuna, mi crédito, lo que tenía y lo que no tenía, y que me resuelvo a suicidarme por no sobrevivir a la deshonra de mi bancarrota... ¡Nada de eso! Mi historia carecería entonces de toda originalidad y pudiera contarse en dos palabras... El bridge no es un juego peligroso, como el pocker y el baccarat, y, además, desde ya os adelanto que he sido más bien un jugador afortunado... ¡Y aun os declaro que no soy jugador por temperamento, y, si mucho me apuráis, que hasta detesto el juego! No es el amor y la práctica del bridge la causa de mi desgracia, ¡antes bien mi antigua ignorancia y mi odio actual!

Era yo administrador de una de las mejores «cabañas» del país. Después de pasar en ella, para acreditar mis servicios ante mis tíos los propietarios del establecimiento, una larga temporada, vine el año pasado a Buenos Aires, a presentar los mejores productos de mi industria en la Exposición Rural. Obtuve varios premios, y el éxito me decidió a tomarme un mes de vacaciones en la capital, distrayéndome como correspondía a mi juventud y a la buena posición social de mi familia.

Ya el día que llegué de la estancia, me preguntó mi cuñada si sabía jugar al bridge... Como yo le dijera que no, me dio un consejo:

—Debes aprenderlo cuanto antes... Ahora todo el mundo lo juega... No te lo enseño yo porque es demasiado difícil y soy todavía bastante «chambona». Pero como se juega en todas las casas de nuestros parientes, no te faltarán oportunidades de aprenderlo.

Al día siguiente asistí a una comida del llamado «gran mundo». Había muchos caballeros de frac y damas elegantemente vestidas de baile. Como en la mesa no se habló más que de noticias sociales que yo ignoraba, y de bridge, tuve que guardar un desairado silencio. En cuanto acabaron de comer, todos pasaron al salón a jugar al juego de que hablaban. Me invitaron y tuve que rehusar, por ignorarlo...

—¡Cómo! ¿V. no sabe jugar al bridge?—exclamó la dueña de la casa, mirándome de pies a cabeza con su impertinente... Y luego añadió, ante sus invitados:—¡Este señor no sabe jugar al bridge!

Su exclamación, dicha del modo más despreciativo, produjo consternación y casi espanto. Todos me rodearon, mirándome asombrados, como a un animal extraño o un criminal terrible. La distinguida dueña de casa llegó a disculparse con excelente mímica, mirando a su marido, como si le dijera: «¿Y estos son los amigos que traes a tu hogar?...»

Me disculpé balbuciendo débiles excusas sobre mi rusticidad. Y todos se sentaron a jugar, sin hacer más caso de mí... Erré solitario como una ánima en pena, de un lado a otro, de mesa en mesa, sin saber dónde ocultar mi ignorancia y mi vergüenza. Hubiera deseado que me tragara la tierra, porque la empresa de interrumpir a aquellos fanáticos para despedirme era harto difícil. Y tanto, que al fin salí huido como un ladrón...

De vuelta en casa, hallé sobre mi mesa de luz la amable esquela de un estanciero inglés que me invitaba a otra comida, para la próxima semana. Al pie de la tarjeta decía: «Se jugará al bridge.» ¡Qué prácticos son estos ingleses! ¡Cuánto mal rato y cuánto aburrimiento se me evitaban con este sencillo agregado: «Se jugará al bridge»! Naturalmente, me excusé... por cualquier motivo, pues ya no me atrevía a confesar que ignoraba el jueguito de moda...

Fui al club, a encontrarme con mis amigos. Y, salvo en el comedor, no pude cambiar dos palabras con ninguno; todos estaban siempre jugando al bridge...

Y estar jugando al bridge era como estar en la luna. Su majestad el Bridge resultaba el más absorbente de los déspotas. Vi que sus jugadores, cuando tenían las cartas en la mano—es decir, en todas las horas que les dejaban libres sus ocupaciones más apremiantes,—eran ciegos, sordos y mudos para el mundo... Mis parientes en sus casas, mis relaciones en sus tertulias, mis amigos en el club, todos parecían olvidarme por completo, para entregarse a su ocupación favorita. Entonces comprendí la paciencia de Job y compadecí a los leprosos abandonados en islas solitarias.

Sólo mi amigo Joaquín Villalba interrumpió alguna partida para decirme, como oportuna advertencia:

—No salude usted nunca a los que juegan al bridge, Alberto, porque no lo ven... Ni les hable, porque no lo oyen... Y hasta es bueno que ni los mire, porque si no tienen suerte, pueden pensar que usted les trae desgracia, ¡y no hay peor reputación que la del «jettatore»!

—¡«Jettatore»! ¡Yo, «jettatore»! ¡Pues no faltaba más!—exclamé amoscado, agregando:—Pero, ¿qué placer pueden encontrar esos... ingenuos, en pasarse la vida cavilando y cavilando sobre los naipes, ya que, según dicen, ese juego no da nunca gran provecho al bolsillo?

—¿Qué placer?—me replicó Villalba mirándome con más lástima que ira.—¿No sabe usted que al bridge es un juego intelectual, casi científico, propio de estadistas y filósofos? O, mejor dicho, que no es un juego, ni un placer...

—¿Y qué es, entonces?—pregunté en el colmo del pasmo.

Dándome la espalda, Villalba me repuso, con la solemnidad de un neófito:

—El bridge es una religión.

Este último argumento me pareció tan contundente, que dejando mis antiguas preocupaciones contra las cartas, resolví profesar esa nueva religión de ases y damas. Pero yo nunca había tocado una baraja francesa. Detestábalas de todo corazón. No conocía más juegos que el «burro» y la «cara sucia». Con tan pobres conocimientos y tan escasa afición, pedí a unos parientes que me lo enseñaran, siquiera por el buen nombre de la familia...

Diéronme dos o tres explicaciones sobre «triunfos» y «sin triunfos», «arrastres» y «descartes», «bazas» y «honores», «tricks» y «schelems», en fin, sobre mil cosas extrañas, para mí tan difíciles como si me expusieran, en japonés, teoremas de mecánica celeste...

Llegué a acobardarme. Pero mi amigo y compañero de club Joaquín Villalba, me estimuló de nuevo, dándome preciosos datos.

—Es un juego griego—me dijo.—Tiene la sutileza propia de ese pueblo genial y decadente. Se presta a admirables combinaciones. En toda Europa no juega hoy otra cosa la gente que se aprecia y respeta. Y es tal el entusiasmo que despierta, que no sólo se juega en los salones, clubs y casinos, sino también en los trenes, los tranvías, los antepalcos de los teatros durante las representaciones, las antesalas de los dentistas...

—¿Y en los despachos de los ministros? ¿Y en las sacristías de las catedrales?...—pregunté, por preguntar cualquier cosa.

Mi interlocutor prosiguió como si no me oyera:

—El rey Eduardo VII tomó un maestro para aprenderlo, y lo ha puesto de moda. En Inglaterra, en Francia, en Bélgica, en Turquía y en Holanda, se han abierto cátedras de la asignatura.

Fue esto último para mí como un rayo de luz. ¿No podría yo también asistir a una cátedra de bridge, o tomar, por lo menos, un profesor particular, como Eduardo VII, rey del Reino Unido y emperador de las Indias? ¿Acaso debía considerarme yo algo más importante y solemne que un emperador de las Indias?...

Como adivinando mi pensamiento, Villalba me observó:

—Puede usted buscar quien se lo enseñe... Porque debe usted saber que un caballero que no sabe jugar al bridge, ¡no es un caballero!

¡Era demasiado! ¡No, por Cristo, aunque pasara lo de «jettatore», yo no podía dejar pasar lo de no ser caballero!... Así fue que en el mismo día puse, con mi nombre y mi dirección, un aviso en dos importantes diarios:

«Se necesita un profesor de bridge. Es inútil presentarse si no se posee especial competencia, demostrada en algún diploma técnico o universitario. No estarán demás otras recomendaciones.»

Nada me gustaron los dos o tres pretendidos profesores que al día siguiente se presentaran en casa. No traían diplomas, ni recomendaciones. Más que austeros sacerdotes de la religión del bridge, más que aristocráticos súbditos de su majestad el Bridge, pareciéronme aventureros y caballeros de industria. Por eso los despaché...

Muy desalentado, confesé mi fracaso en el club. Allí se me recomendó que, antes que profesores, me procurase los muchos y profundos tratados de la materia... E inmediatamente escribí a mi librero:

«No me mande usted las obras de Shakespeare y de Balzac que le pedí me enviara a la estancia. Mándeme en cambio, a casa, mañana mismo si es posible, todos los libros de bridge que encuentre, en cualquier idioma. El pedido es urgentísimo.»

A las veinticuatro horas recibí un cargamento de libros. Eran todos tratados y manuales de bridge: cinco en inglés (de los cuales alguno contaba 537 páginas en octavo), seis en francés, uno en holandés, dos en alemán y hasta uno en español. Importaban una factura de 253.10$ moneda nacional, que pagué sin murmurar, y llenaban dos estantes de mi biblioteca. Desalojaron a Dickens y a Cervantes, que, por falta de espacio, tuve que desterrar en el sótano.

Me apechugué a mis libros con la avidez del náufrago que se ase a una tabla de salvación. Leí concienzudamente los mejores, entre ellos uno que tenía un prólogo de Alfred Capus. El aplaudido dramaturgo francés recomendaba el bridge en entusiastas párrafos. Era este juego un antídoto contra el «spleen». Era la mejor imagen de la vida. Era el astro propicio de los nacimientos, la piedra filosofal que buscaran en vano los alquimistas, la panacea de todos los males, y muchas y muchísimas otras cosas más, no menos buenas y brillantes...

Compré también varios juegos de naipes, y me ensayé con ellos, representando «partidas tipos» y resolviendo «casos prácticos», como si jugara al «solitario». Tanto estudié y aprendí que, después de una semana de preocuparme exclusivamente del bridge, llegué a conocer su mecanismo. ¡Eureka! Ya nadie me supondría importuno «jettatore», ¡ya nadie dudaría de mi caballerosidad!

Con la agradable idea de jugarlo me dirigí temprano al club, a las dos de la tarde, para atisbar la primera partida e iniciarme cuanto antes. Iba tan satisfecho como el adolescente que estrena su primer reloj de oro, o, más bien, como el alférez que se pone, en día de parada, su primer traje de gala. ¡Oh día inolvidable! A las tres me senté a jugar, «baratito», a diez centavos el punto... A las cuatro había perdido ciento diez pesos... A las cinco, ciento ochenta... A las seis, cerca de trescientos... A las ocho pasamos al comedor. Yo perdía quinientos y pico, ¡pero sentía una satisfacción interior que valía miles de miles!

Después de comer reanudamos la partida, que fue prolongándose y prolongándose hasta las diez de la mañana del día siguiente... Yo quería seguir jugando aún; pero mis compañeros se rehusaron porque se caían de sueño, y me prometieron el desquite para cuando lo pidiese... Porque yo perdía... ¿Cuánto? Ya ni me acuerdo; sólo sé que llevaba mis bolsillos llenos de cheques en blanco, por prevención para responder en caso de apuro. ¡Y no me vinieron mal los cheques!... Además, nadie me apuraba. Mis «partners» eran mis amigos y conocían mi honestidad. El dinero ganado no les producía el menor gusto por sí mismo, sino por el triunfo que representaba. Así al menos lo creía yo, y ellos también creían...

La chapetonada del aprendizaje me costó, en una semana, un par de miles de pesos. Pero pronto aprendí a jugar discretamente, equilibrando pérdidas y ganancias. Como Dios protege a los inocentes, tuve suerte y llegué luego hasta ganar algunas veces. Y como la suerte viene por rachas, no sólo en el juego fui feliz, sino también en los negocios y el amor.

Los toros y ovejas de la «cabaña» se vendieron a excelentes precios, y mis tíos, los dueños del establecimiento, aumentaron en premio el tanto por ciento de mis ganancias. Y si me fue bien con mis toros, mis ovejas y mis tíos, mejor me fue con mi novia.

Mi novia, es decir, mi pretendida, era una niña encantadora llamada Clarita. Conmovida por mis miradas incendiarias, me ofreció su casa, y su madre me invitó a comer. Mi nave iba viento en popa...

Durante la comida dije a la niña muchas ternezas. Ella me agradecía, ruborizábase y bajaba los ojos... Yo era el más contento de los hombres sentados ante una mesa donde se sirve una mala comida (porque la comida era mala, lo diré de paso).

Después de comer—¡y aquí principia el cambio de mi fortuna!—pregunté a mis futuros suegros si les gustaba el bridge... Esperaba yo me contestaran que deliraban por él, como personas comme il faut... Pues en vez de eso, el dueño de casa se rascó la nariz, preguntando extrañado:

—¿El bridge?... ¿Es un juego de billar?...

Sentime en el colmo de la indignación. ¿De dónde podría salir esta gente, que no sabía lo que era el bridge? Creí que ante mis plantas se abría un abismo... ¡No, yo no podía aliarme con una familia tan... cualquier cosa! ¡Yo no podía quedar un instante más en una casa tan cursi! Por eso, sin contestar al anfitrión si era o no el bridge un juego de billar, me despedí bruscamente...

Salí de la sala tan fastidiado que no permití que nadie me acompañara. En el «hall», mientras me ponía el gabán, oí que los dueños de casa se consultaban, estupefactos...

—Se irá porque tiene siempre la costumbre de jugar al billar después de comer—decía la señora.

—Tal vez—contestaba el señor.—Pero más bien parece que le ha hecho mal la comida... Se ha indispuesto repentinamente. Deberíamos haberle ofrecido unas gotas de láudano.

No articuló palabra Clarita; pero sus ojos negros cuajados de lágrimas me dijeron muchas cosas en una última mirada. Con el dardo de esta mirada clavado en el pecho, me volví a Venado-Tuerto, a la estancia, donde me requerían urgentes trabajos. No sin llevarme una biblioteca de bridge, tres docenas de juegos de naipes y una gruesa de «anotadores».

Enseñé el bridge al mayordomo y a su mujer, culto matrimonio de ingleses, al médico del pueblo, a varios vecinos estancieros y a otras muchas personas. Supe inculcar a todos el entusiasmo de mi amigo Villalba, repitiéndoles cuanto le oyera respecto de Eduardo VII y demás. El bridge llegó a ser el juego predilecto del mundo «fashionable» de Venado-Tuerto. Casi todas las semanas tenía que encargar barajas francesas a Buenos-Aires el pulpero de la estación, pues menudeaban los pedidos.

Pasé así un año más, ocupado en la interesante faena de la cría y distrayendo mis ocios en el carteo del bridge... ¿Llegó a gustarme este juego? No tengo ahora el menor reparo en declarar que siempre me aburrió soberanamente. Pero entonces yo no me lo quería confesar ni a mí mismo. En cambio, el mayordomo me confesaba cada día su creciente afición... No es esto de extrañarse, porque el bridge, en razón de mis frecuentes distracciones, le producía un bonito sobresueldo.

Pronto llegó la época de una nueva exposición rural, y me vine a Buenos-Aires, con tan notables ejemplares lanares y bovinos, que creí seguro esta vez sacar los primeros premios. Olvidaba que había más de un centenar de criadores no menos «seguros» que yo...

Mas esto no nos interesa. ¡Lo que sí interesa a mi caso es lo que me ocurrió en el club! Pues me ocurrió que, en cuanto instalé mis animales en la Exposición Rural, fui allí a reanudar mis partidas de bridge del año anterior. Me encontré con Joaquín Villalba, mi amigo, el infatigable «clubman», a quien se lo propuse...

—¿Qué dice usted?—exclamó fuera de sí.—¡Jugar al bridge! ¿Estará usted todavía enfermo de bridgemanía? ¡Pues está usted fresco de noticias, querido Alberto!

—¿Cómo?—pregunté sin comprender.

—Ya nadie juega al bridge, mi amigo, nadie, nadie... salvo los «rastaquères», los cursis, los «guarangos». Sólo por esnobismo pueden hoy jugarlo «dandies» provincianos y trasnochados. Estaría bien jugar para divertirse... Y se ha demostrado matemáticamente que el noventa y cinco por ciento de los que jugaban al bridge se aburrían. Es un juego rutinario y mecánico. ¿De dónde sale usted que no lo sabe?

Yo repuse ingenuamente:

—Vengo de Venado-Tuerto.

—¡Ah, comprendo!—agregó Villalba.—¡En Venado-Tuerto lo jugará hasta el cura!

—Cierto...

Mi amigo lanzó una franca carcajada, diciéndome:

—¡Y nos viene usted con la moda de Venado-Tuerto!

Nada repliqué, más confuso que fastidiado...

—Si no quiere usted que le demos patente de cursilería, no vuelva a invitar a nadie a jugar al bridge ¡por favor! ni al mus, ni a la brisca, ni a la «escoba»...

—¿Y a qué juegan ustedes?

—Al truco. Ese es hoy le mot d'ordre. ¡El truco!

—¿Eduardo VII juega también al truco?

—¿Eduardo VII? No sé. Pero el príncipe de Gales se muere por él. Lo aprendió de Alfonso XIII, y a Alfonso se lo enseñó Viñas, el conocido diplomático argentino... Es una moda que hemos sacado los argentinos. Algo habíamos de dar a la civilización. Y como el cake-walk es yanqui, el poncho general en la América española y el mate paraguayo...

—¡Viva el truco!—exclamé con colérica alegría.—El rey ha muerto, ¡viva el rey!

—Sí, mi querido amigo. El bridge ha muerto, ¡viva el truco!

Tenía razón, mil veces razón tenía mi amigo Villalba. Bien pronto lo comprendí. Y desde entonces resolví vengarme de todo lo que había jugado al bridge por hábito y con placer harto mediocre o negativo. ¡Lástima que me vengué demasiado bien!...

Pues sucedió que me encontré de nuevo con Clarita, y que su mamá volvió a invitarme a comer. Fui lleno de júbilo. En la casa me hallé con otro invitado, evidentemente también pretendiente de Clarita.

La comida transcurrió sin novedad. Me di fácilmente cuenta de que yo era el preferido de la niña. Mi rival estaba como de reserva, por si yo no me decidía...

Después de comer pasamos al salón donde ¿quién lo creería? los dueños de casa hicieron el elogio del bridge y se empeñaron en que lo jugáramos. Me negué, con impaciencia. Creyendo que mi negativa fuera para no aburrirlos, insistieron, y tanto insistieron, que no me quedó más remedio que escaparme... Pues esa misma noche, interpretando mal mi huida, Clarita se comprometió con mi rival, que, como todos los rivales, me parecía un tonto de capirote.

Comprendiendo tarde, ¡al perderla! cuánto amaba a Clarita, me volví desesperado a la estancia. En cuanto llegué, el mayordomo, reforzado con la mayordoma, me instaron a jugar al delicioso jueguito... Loco de rabia, les contesté del peor modo... El mayordomo se irritó a su vez... Los dos gritamos desaforadamente... La mayordoma se echó a llorar y me dijo que yo no era un «gentleman»... En fin, se armó tal camorra, que tuve que echar del establecimiento ignominiosamente al matrimonio inglés.

El matrimonio inglés fue a quejarse a mis tíos los propietarios. Mis tíos se enojaron conmigo y repusieron al mayordomo, cuyos servicios de veterinario eran todavía más indispensables que mis cuentas de administrador general. Reñí con mis tíos. Me retiré de la estancia, perdí mi puesto, ¡y me encontré en la calle, con una mano atrás y otra adelante!

No quiero seguir narrándoos mis desdichas, ¡oh lectores! porque temo conmoveros demasiado. En pocas palabras os diré que, por ese maldito bridge, perdí mi novia, mi posición y hasta mi nombre. La desgracia es como una bola de nieve. Ha caído sobre mí y me ha aplastado como a vil gusano. Hoy soy un pobre náufrago sin rumbo ni salvación posible. Por eso he resuelto acabar con mi vida... Y si cuento mis desdichas en este testamento público, es para que él sirva de ejemplo y de escarmiento a mis amigos, mis conciudadanos, mis prójimos.

MONSIEUR JACCOTOT

Monsieur Jaccotot, el viejo maestro de francés, llamó ante el pizarrón a Perico Sosa, un rubiecito flacuchín, el menor y el más travieso de su clase de muchachones adolescentes, para dictarle ejemplos de la formación del femenino en substantivos masculinos o terminados en e, como nègre, nègresse...

Pertenecía aquella clase a un malhadado colegio criollo, cuya disciplina era menos que dudosa y cuyos estudiantes eran más que personajes. Cada vez que monsieur Jaccotot iniciaba alguna explicación, alzaba la voz algún impertinente. Espíritu sencillo, monsieur Jaccotot solía reprender entonces a sus alumnos, exclamando:

—En cuanto abro la boca, un imbécil habla.

Su declaración provocó esta vez más una grande hilaridad en el espíritu tanto menos sencillo de la clase. Sólo Manuel Peralta no se rió, absorbido por la lectura de algo que disimulaba dentro de su pupitre. Al notar la distracción del muchacho, el maestro pensó que estaría leyendo alguna novela, y por temor de encontrarse con un nuevo libro obsceno y vergonzoso, no se lo pidió, limitándose a observarle que no se venía a la clase a leer novelas...

—No estoy leyendo novelas,—replicó Manuel Peralta, con su desagradable voz de pollo que comienza recién a cacarear.

Notando intrigado en su tono y su gesto irónica impudencia, monsieur Jaccotot le preguntó:

—¿Qué lee usted, pues?

Peralta se levantó arrogantemente y entregó al profesor un cuaderno, diciéndole:

—Esto.

En la clase se hizo un gran silencio de curiosidad y expectativa...

Monsieur Jaccotot tomó el cuaderno y lo abrió en su primera página. Leyó allí la siguiente carátula, escrita con perfilada letra gótica: «Vida de monsieur Jaccotot (novela de malas costumbres) por M. V.; ilustrada por el autor; segunda edición, aumentada y cuidadosamente corregida»; luego veíase un escudo burlescamente dibujado, y, como pie de imprenta, el nombre del colegio y la fecha...

—¿Quién ha hecho esto?—preguntó el profesor con voz sorda, esperando el silencio con que tantas otras veces se acogiera una pregunta semejante...

Pero ahora, la travesura tenía su editor responsable. Marcelo Valdés, el mejor estudiante de la clase, el preferido de monsieur Jaccotot, se puso de pie y dijo, tartamudeando:

—Yo he sido, monsieur Jaccotot... No creía hacer nada malo... Le pido que me disculpe...

Al ver a su discípulo rojo de vergüenza y oírle hablar en un tono de humilde arrepentimiento, perfectamente nuevo y desconocido en aquella clase, que él llamaba de «indios rebeldes», monsieur Jaccotot sintió intensa sorpresa... ¿Qué insólito caso se le presentaba?... Dispúsose pues, a leer el manuscrito y dio rápidamente vuelta la página de la carátula. Encontrose en la segunda con una tosca e irrecognoscible imagen, que sin duda le representaba, pues abajo tenía la siguiente leyenda: «Retrato de monsieur Jaccotot, por el autor». Al verse tan mal representado, el profesor no pudo menos de reírse, y pasó a la siguiente hoja... La clase seguía en su silencio de curiosidad y expectativa...

Leyó monsieur Jaccotot los epígrafes de «Capítulo primero, Tribulaciones de un marido en Francia», y se enrojeció hasta la calva... En efecto, él había sido un marido desgraciado en Francia. Por eso había tenido que abandonar allí su posición universitaria; por eso, absolutamente incapaz para los negocios, veíase obligado a enseñar aquí en un colegio particular...

¿Cómo podían sospecharse en la clase sus pasadas tribulaciones domésticas?... ¡Ah, sí!... ¡Ya lo recordaba!... Habiéndole visto un domingo el alumno Mario Aguilar de paseo con su hija, díjole zumbonamente el lunes, cuando iba a dictar su curso:

—¡Lo felicitamos, monsieur Jaccotot!... Ya lo vimos ayer paseando con una linda rubia...

El maestro contestó, con un dejo de orgullo, que no pasó inadvertido a las maliciosas orejas de los muchachos:

—Era mi hija Silvia...

—¿Cómo, monsieur Jaccotot?...—preguntó todavía Aguilar, con no fingida sorpresa.—Nosotros nada sabíamos de que usted fuera viudo...

Monsieur Jaccotot meneó la cabeza en forma de negación...

—Ni podíamos creerle casado, puesto que no usa anillo de compromiso...—continuó Aguilar.

Y para concluir la conversación, monsieur Jaccotot dijo, con la imprudencia del mal humor:

—Soy casado y mi mujer se quedó en Francia. Yo vivo aquí con mi única hija, Silvia... ¿Les interesa esto mucho a ustedes?...

Nadie contestó nada; pero, desde ese día, toda la clase pensaba que monsieur Jaccotot había sido desgraciado con su mujer, abandonándola en Francia por su conducta escandalosa...

Marcelo Valdés, dejándose llevar por su brillante imaginación de novelista, había zurcido y fraguado luego toda su «novela de malas costumbres», alrededor de las tres personalidades de monsieur Jaccotot, su mujer y su hija. La trilogía era completa: Monsieur, Madame et Bébé! Con verdadero ingenio, su ensayo no carecía de gracia y humorismo. Tanto éxito obtuvo, que Abrahám Busch le cambió el manuscrito por un novelón de Dumas, que le costara dos pesos. E hizo luego un pingüe negocio, alquilándolo por diez centavos a cuanto lector se suscribiera. La obra de Valdés había sido así leída, y algunas veces hasta releída, no sólo por toda la clase, ¡por todo el colegio!

En el primer capítulo dábanse detalles históricamente exactos, como la fecha del nacimiento y la ciudad provinciana donde fuera la residencia de monsieur Jaccotot. Ambos datos le habían sido preguntados, fingiendo un hipócrita interés de simpatía... Cierto era también que se casó hacía más o menos unos veinte años. La época del casamiento fue inducida por la edad de la hija, a quien Aguilar—el feliz mortal que tuvo la suerte de verla—calculaba diecisiete años...

A pesar de la exactitud de estos datos, a renglón seguido, el novelista suponía que ya al tiempo de su enlace monsieur Jaccotot fuera tan viejo como ahora, calvo, canoso y de anteojos de oro. No concibiéndolo sino como lo conocieron, probablemente toda la clase suponía que monsieur Jaccotot fuese viejo, calvo, canoso y de anteojos de oro desde el mismo instante del nacimiento. ¿Qué descabellada fantasía pudiera suponer que monsieur Jaccotot, el maestro francés, hubiese sido alguna vez joven, y menos aún niño?...

Aparte de este y otros lapsus, la intriga del casamiento del «viejo» Jaccotot y su «joven» esposa no estaba mal presentada... Lo malo es que esta joven esposa, que no gustaba de su civil marido, gustaba en cambio apasionadamente de los uniformes militares... Había una guarnición en la ciudad, y madame Jaccotot, nueva mesalina, tuvo sus amoríos con todos los oficiales del regimiento de la guarnición, y luego, con una buena mitad de las «clases», cabos y sargentos... ¡Los oficiales eran 72 y las «clases» 205!

Al fin, cansada de tanta mudanza, ancló sus afectos en el coronel, un guapo mozo, y tuvo una hija... ¡Silvia, la niña de monsieur Jaccotot, era esta hija del coronel, o, mejor dicho, del regimiento! La fille du regiment!...

Devorando la lectura, al terminar ese primer capítulo, el maestro de francés se sentía pálido y desfalleciente; sus ojos se humedecían, gruesas gotas de frío sudor le chorreaban por las sienes... La historia del regimiento y del coronel era falsa, falsísima; pero entre él y su mujer hubo de por medio cierto abogadillo de París... Y su mujer, la hembra más histérica y perversa, llegó a vengarse de sus justas imprecaciones de marido burlado, insinuándole mefistofélicamente una duda sobre la legitimidad de Silvia... ¡Como tantas otras veces, la realidad era pues más cruel e inverosímil que la novela!

No obstante la pérfida insinuación de su mujer, monsieur Jaccotot se compadeció de aquella criatura... ¿Qué culpa tenía la pobrecilla?... La trajo a América, mientras la mala madre rodaba por esos mundos, y la educó como si fuera de su sangre... Sentíase orgulloso y amábala como si fuera de su sangre... ¿No era esa Silvia la única sonrisa que él recogiera de la vida?...

Terminado el primer capítulo, conocidas las «Tribulaciones de un marido en Francia», pasó inmediatamente el maestro a leer con ansiosa rapidez el «capítulo segundo y último». Digno «pendant» del otro, titulábase... «Tribulaciones de un padre en la Argentina»...

Iniciábase con una bastante buena descripción de Silvia... ¡No tuvo mal ojo Aguilar, ni fue parco en transmitir sus impresiones al cuentista! La niña se presentaba tal cual era: la silueta fina y esbelta, los movimientos vivos, la nariz ñata y maliciosa, los cabellos de un rubio rojizo, carnosos labios, ojos claros, velados por negras pestañas... en fin, una francesilla picante y moderna...

Descripta Silvia, la infantil imaginación de Valdés se desbocaba en aventuras absurdas... La jeune fille era la coqueta más desfachatada, ¡peor que su madre!... Hacíase festejar por todo el mundo... Y a sus plantas desfilaban, requebrándola sin éxito, los maestros más ridículos y menos queridos del colegio, incluso el de religión, el padre Martínez... Hasta había una figura titulada «El padre Martínez ante la bella Silvia», en la cual se veía al sacerdote, acentuados los rasgos sensuales e hipócritas de su carona afeitada, presentando de rodillas a la esquiva joven, en ambas manos, el flamígero corazón que suele verse en los detestables cromos de las estampas religiosas...

Esta figura, bien que tan mala en la ejecución como en la idea, y a pesar de la evidente inferioridad del Valdés dibujante al Valdés autor, constituía el verdadero «clou» de la obra. ¡Tantas veces se populariza una buena obra por un defecto, un agregado o un mal detalle!...

Mientras leía aquel tejido de inocentes perversidades, monsieur Jaccotot sintiose tocado en la secreta llaga de su corazón. ¿Cuál sería el porvenir de esa Silvia idolatrada? ¿Heredaría la naturaleza galante de su madre, así como su fisonomía y su gesto?... Y por el rostro del viejo maestro corrieron dos lágrimas silenciosas...

Con amarguísima dulzura, preguntó entonces a su discípulo favorito, tuteándolo por vez primera:

—¿Es posible que tú hayas escrito esto?...

Marcelo Valdés tenía tanto corazón como inteligencia, y amaba a aquel buen viejo, que tan duramente ganaba su pan cotidiano. En varias ocasiones evitó descomunales bochinches, haciendo notar a sus compañeros que iban a perder con un cambio de profesor de francés... Por eso le repuso, siempre rojo y tartamudeando:

—Yo no he tenido intención ninguna... Escribí por escribir... Le pido perdón, ¡todos le pedimos perdón, monsieur Jaccotot!...

Y Marcelo Valdés decía la verdad al disculparse. Había escrito por su temperamento de novelista, como canta el ruiseñor en el bosque, o croa la rana en el pantano. No pensó que su canto pudiera despertar los celos del cuervo. No pensó que su croar interrumpiese el sueño del sapo. Su novela, aunque informe y embrionaria, era, como todas las novelas, una lúcida mezcla de detalles verdaderos y situaciones imaginarias, de pequeñas dosis de una realidad supuesta y exagerado desarrollo de una inventiva calenturienta.

En lo que no decía verdad Marcelo Valdés era en el arrepentimiento de la clase. Y tan es así que, como quedara monsieur Jaccotot con la meditabunda mirada fija en el espacio y las dos lágrimas silenciosas deslizándose por las mejillas exangües, Manuel Peralta sacó el pañuelo para imitarlo, y comenzó la pantomima de un llanto inconsolable. Menos el novelista, que guardaba huraña actitud, el curso íntegro, divertido por la situación, imitó en masa al payaso, convirtiéndose en un cortejo de plañideras. De cuando en cuando, alguno retorcía el pañuelo, como si estuviese empapado en lágrimas, para exprimirlo a la usanza de las lavanderas al tender la ropa al sol...

Perico Sosa, el rubiecillo travieso y flacuchín que quedara olvidado ante la pizarra, donde antes escribiera los ejemplos nègre, nègresse, tuvo entonces una ocurrencia diabólica, como todas las suyas... Dibujó con la tiza un busto de hombre con una gigantesca cornamenta de ciervo, escribiéndole debajo: «Monsieur Jaccotot, maestro de francés»... Y estornudó bien fuerte para llamar la atención de la clase, borrando luego la figura a fin de no ser descubierto...

La gracia de Perico Sosa hizo cambiar el burlesco llanto en homérica carcajada... Después, cada cual se puso a divertirse por su cuenta... Quienes jugaban a las damas en improvisados dameros, quienes conversaban fumando, quienes discutían, quienes tiraban bolillas de papel... Y, en tanto, monsieur Jaccotot seguía como una estatua, con la vista fija en el aire, acaso contemplando dolorosamente el pasado, el presente, el porvenir...

Indignado contra sus compañeros, Marcelo Valdés se puso otra vez de pie y les apostrofó con la cólera de un loco:

—¡Sois unos cobardes y unos canallas!... ¡Al primero que diga una palabra a monsieur Jaccotot, le rompo las muelas!...

Como Marcelo Valdés era, no sólo el primero, sino también el mayor y el más fuerte, se hizo una pausa... Felizmente, sonó en ese momento la campana anunciando la terminación de la clase...

Al oír la campana, monsieur Jaccotot pareció sacudirse y despertar de un sueño... Dejó sobre la mesa el cuaderno... Sacó el pañuelo del bolsillo faldero del jaquet, pasóselo por la cara, guardolo de nuevo, y salió sin decir palabra... Era la primera vez, en sus doce años de enseñanza en el colegio, que se olvidaba de marcar la lección para la clase siguiente, antes de irse...

Los muchachos lo siguieron, y entonces pasó una cosa extraordinaria, una cosa realmente extraordinaria... Viéronle alejarse por los corredores con la punta del pañuelo blanco asomando indiscretamente por el bolsillo de los faldones del jaquet... Aquel trapo cómico hacía pensar que se hubiese subido apresurado los pantalones en algún gabinete higiénico, dejando fuera una punta de las faldas de la camisa... El trapo blanco se movía conforme caminaba, como una cola sainetesca... ¡Y nadie, ni Perico Sosa, nadie se rió!

EL CANTO DEL CISNE

I

Tan notables fueron los primeros exámenes de derecho rendidos por Juanillo Simplón, que él, su padre, su madre, su tía, su abuelita y su padrino, todos de común acuerdo y sin la menor discrepancia, resolvieron que era un futuro hombre de genio.

Juanillo Simplón sabía—¿quién no lo sabe?—que cada futuro hombre de genio demuestra desde chiquito sus geniales aptitudes, y que el mejor modo de demostrarlas es escribir modernísima prosa poética y no menos moderna poesía prosaica. Pues optó por la prosa poética, decidido a componer un «cuento-poema» tan nuevo y hermoso, que ni él mismo debía entenderlo. Buscó en voluminosos diccionarios las palabras más raras y altisonantes, sudó tinta por todos sus poros, y al cabo de diez días de rudo trabajo puso punto final a su obra, titulándola «La princesa Belisa.»

Con el precioso manuscrito en el bolsillo, salió a consultar a su amigo Juan del Laurel. Juan del Laurel, estudiante de derecho nominalmente y por accidente, era de profesión «un joven de talento». Bastaba mirarlo para comprenderlo así, pues llevaba los signos de su profesión en su indumentaria y sus modales...

El joven de talento era por entonces—¡más altas acciones lo esperaban!—poeta decadente y modernista. Usaba larga melena, poseía dos estirados ojos semimongólicos, y en la calle marchaba con lentitud y majestad, mirando al público desde las alturas del Parnaso. Siempre llevaba una caña de la India con puño de oro y marfil, como lleva San José en los altares su vara de azucenas, entre el pulgar y el índice de la mano derecha, levantada a la altura del codo. Leía a Mallarmé y a Mæterlinck, despreciaba a Zola y a Daudet, y había publicado en la «Revista Azul» un poema, «La Superfetación del Hierofante», que le conquistó inmortal renombre entre los cuatro o cinco afiliados de la «Estética Nueva», sociedad literaria de elogio mutuo. Su gesto era siempre artístico y exaltado. Hasta cuando decía a su sirviente gallego: «¡Animal, esta mañana no me has lustrado los botines!», parecía decir más bien: «¡Oidme, emperatriz! La muerte y no el deshonor. Aunque herido en mis dos alas, águila seré siempre, nunca gusano...» Era pues del Laurel un verdadero poeta decadente y modernista, ¡pero muy poeta, muy decadente, muy modernista!

Escuchó sin pestañear la lectura que con monótona y quejumbrosa voz le endilgara su amigo Simplón. Y, después de oírla, meneó doctoralmente la cabeza a uno y otro lado, diciendo:

—Como ensayo, no está mal tu cuento-poema, Juanillo. Carece de lugares comunes, y esto demuestra tu buen gusto. Pero tu prosa no está del todo escrita, y sólo queda lo que está escrito. Para leerlo en la «Estética Nueva» y publicarlo en la «Revista Azul», lo debes trabajar más, mucho más, ¡nunca es bastante!

Estaba presente un tercero, Aristarco López, inseparable amigo de del Laurel, también estudiante de derecho in nomine y per accidens; pero, en cuerpo y alma, todo un cronista «sportivo» de un diario popular. Compadecido del escaso éxito de Simplón, diole sus consejos:

—Mira, Juanillo, tu cuento es obscuro y distinguido. Tiene sin duda el mérito de palabrotas terribles. Apenas he comprendido yo el cinco por ciento de las que usas. Pero le faltan ingredientes modernistas, sensaciones modernistas, en lo que diríamos su argumento, si es que lo tiene y puede tenerlo. Nos hablas de una princesa bella y sin embargo desgraciada..... Eso es ya un ingrediente, mas no basta, no basta. Necesita cuatro o cinco más. Toma un lápiz y apunta los que te voy a dictar. Son los más socorridos y me los sé de memoria.

Tomó un lápiz Juanillo, y púsose a apuntar dócilmente en su cartera cuanto le dictaba Aristarco...

—Primero—díjole éste,—pon una theoría de vírgenes que arrastran sus túnicas de lino a la sombra del laurel-rosa, cada una con un lirio en la mano. (Fíjate que la palabra «theoría» es con h, y significa un desfile de dos en dos. ¡No vayas a ponerla sin h, como si se tratara de la teoría de Savigny sobre la posesión!)

«Segundo, un lago verdinegro donde nadan amorosamente dos cisnes, a la luz del plenilunio. (No vayas a llamar al cisne «amante de Leda», porque la mitología está muy gastada; es siempre un lugar común.)

«Tercero, un albatros que vuela serenamente sobre la tormenta del Océano. (Esto es siempre de hermoso efecto, por el contraste entre la serenidad del ave y el movimiento de las olas.)

«Cuarto, un cementerio gótico abandonado hasta por las ánimas en pena; un campo de asfodelos, y también de iris blancos y lises rojos que crecen en idílica Harmonía. (No te olvides de escribir «Harmonía», con H, y mayúscula. En general, donde quiera que puedas colocar una h y una mayúscula, colócalas, como en «Harmonía», «Theoría», «Helena», «Martha»... ¡Nada más «fashionable»!)

Apuntadas estas preciosas indicaciones, Juanillo se quedó mirando a Aristarco, como preguntándole el modo de usarlas. ¿Haría una simple ensalada rusa con los «ingredientes»?...

Comprendió Aristarco su muda interrogación, y le repuso:

—Te he dado las piedras para componer el mosaico. Componlo como quieras.

Y cuando Juanillo se despedía, dando las gracias a sus amigos y consejeros, todavía Aristarco le agregó algunas indicaciones más:

—Si quieres estar siempre despampanante, nunca llames a las cosas por sus nombres... En las metáforas y paralelos, compara siempre lo claro, material y conocido, como una tormenta, con lo obscuro, espiritual y desconocido, como el estado de alma de un poeta después de haber degollado a su anciana madre...

Simplón se retiró tan contento con estas advertencias en la mollera y en el bolsillo, como si le hubieran entregado las llaves del templo de la gloria. Iba resuelto a aplicarlas en asidua y metódica labor. ¡Pero qué difícil sería embutir tan heterogéneos «ingredientes» en el pellejo de un cuento-poema!...

Sin desalentarse, trabajó, trabajó, trabajó... Y, después de veintiún días de esfuerzo y de gastar treinta y cinco bloques de papel en borradores, tenía su cuento-poema concluido, muy concluido, y tan concluido, que ya no se le podía cambiar ni media coma.

Llegó a del Laurel y a Aristarco, siempre reunidos en casa del primero, la interesante y breve composición. En ella toda una «trouvaille» para dar lógica cabida a los elementos que indicara Aristarco... Traduciéndola al pobre lenguaje de mortales, resultaba una historia conmovedora...

La princesa Belisa era bella y sentíase sin embargo desgraciada, porque su padre el rey había resuelto casarla con el príncipe Lejano. La noche antes de embarcarse para las remotas tierras de este príncipe, daba ella una vuelta por el parque, a la sombra de un bosque de laureles-rosas, acompañada de sus damas de honor. Estas formaban una theoría, arrastrando de dos en dos sus túnicas de lino, con un lirio en la mano. El lirio simbolizaba la inocencia y el sacrificio de la princesa. Pasaron así junto a un lago verdinegro, donde bogaban amorosamente dos cisnes, bajo la luz del plenilunio...

Al otro día, la princesa Belisa se embarcó con sus damas en un esquife de marfil con velas de púrpura. Pero en la mitad de la travesía estalló una tormenta que levantaba olas como montañas y cordilleras. Sobre ese océano de abismos imperaba, volando serenamente, un gigantesco albatros. Lo cual no impidió que el buque naufragase... El mar arrojó más tarde los cuerpos de las vírgenes a la playa. Recogiéronlos varios pescadores, que al ver rostros tan hermosos, ¡infelices! se enamoraron de las muertas. Lleváronlas a un cementerio gótico abandonado en un campo de asfodelos, y las enterraron. Sobre sus tumbas crecieron espontáneamente, como en almacigo, iris blancos y lises rojos. ¡Inexplicable caso, porque estas dos especies vegetales nunca, ni antes ni después, pertenecieron a la flora silvestre de la comarca!...

Terminada la lectura, Aristarco se agarraba el vientre, como para no reventar de risa...

—¡Bien, muchacho, bien!—exclamó.—Cuando llegas a tan ingeniosa combinación de disparates, estoy por creer que tienes talento, a pesar de tus buenas notas en los exámenes.

Después de reprender a Aristarco por su frivolidad, del Laurel dijo a Simplón:

—No le hagas caso, Juanillo. Tu cuento-poema no carece de mérito por cierto... Pero tiene también sus defectos. El principal es contener demasiado argumento. Hay plétora de argumento. No necesitas hablar de tantas cosas, ni narrarlas sucesivamente como en los cuentos para niños. Busca la sensación, ¡ante todo la sensación! Y la sensación poética es producto de musicales combinaciones de palabras y no de lógica sucesión de ideas, ¡Música, música, mucha música! Y después luz, ¡oh la luz! Tú has de alcanzar todo eso, sí, tú llegarás. Ya esta composición marca un progreso sobre la primera, la tercera será mejor que la segunda, la cuarta que la tercera, la quinta que la cuarta, la sexta que la quinta, y así de seguido... hasta que llegues a la obra maestra.

Juanillo no sabía qué pensar ni qué decir, porque si en la progresión aritmética la obra-maestra sólo debía llegar en la composición número 3527, por ejemplo, ¡más le valía renunciar a la literatura!

Muy oportunamente intervino Aristarco:

—Tiene razón del Laurel, la sensación es lo primero. Pues para describir bien la sensación (no eches esto en saco roto, Juanillo), es conveniente haberla experimentado antes. Trata de ver lo que vas a describir, y sólo después podrás describirlo con relieve y sinceridad.

—No te desanimes, Juanillo—agregó del Laurel.—Recuerda que Flaubert rompió a Maupassant más de 125 manuscritos, antes de darle su aprobación al primero que publicara. Corrigiendo una y mil veces su estilo, decía: «La prosa nunca está concluida».

Esto ya era un consuelo. 125 manuscritos rápidos pueden hacerse en un año. ¡No había, pues, que remontarse hasta la alarmante suma de 3527 que al principio imaginara!

Juanillo se despidió más calmado, oyendo desde la puerta las últimas observaciones de Aristarco y de del Laurel.

—No te olvides; experimenta primero la sensación,—repetía el uno.

—¡Música, música, mucha música! Y después luz, ¡oh, la luz!—repetía el otro.

Otra vez quedó perplejo Juanillo. Lo de «experimentar antes la sensación» le parecía un buen consejo. Mas, ¿dónde hallar en la democrática ciudad de Buenos Aires una princesa pálida y triste, para estudiarla? ¿Dónde el albatros volando sobre embravecidas olas? ¿Dónde el gótico cementerio y el campo de asfodelos, iris blancos y los lises rojos?... Sólo cisnes en un lago verdinegro, eso si podía observar a gusto, en la estancia de su padrino, por ejemplo... ¡Eureka! Experimentaría los cisnes y después escribiría sobre ellos, exclusivamente sobre ellos, su cuento-poema. ¿No le había dicho del Laurel que, al fin y al cabo, al mismo tiempo no se necesitaban todos los «ingredientes» preconizados por Aristarco? Para una composición única, ¡bastaban y hasta sobraban los cisnes!

II

Dijo por esto en su casa que tenía que irse a la estancia de su padrino, en Pehuajó, a hacer importantes estudios. Asintieron inmediatamente a ello su padre, su madre, su tía y su abuelita, y su padrino le dio una carta para don José, el mayordomo, ordenando que pusiese a sus órdenes cuanto necesitase y pidiese.

En la estancia de Pehuajó, Juanillo se pasó días enteros observando las dos parejas de domésticos cisnes que poblaban, con varios gansos, un diminuto estanque bordeado de llorones sauces. Como siempre les llevaba migas de pan en el bolsillo, los cisnes, y hasta los gansos, llegaron a conocerlo y a seguirlo.

Allí, a la sombra de los árboles, en las horas muertas de la meditación, recordó la hermosa leyenda del canto del cisne. El cisne, esa ave armoniosa y blanca, siempre en la mudez del misterio, canta sólo al morir, una canción de celeste belleza... Esta leyenda le sugirió a Juanillo un interesante argumento para su cuento-poema. Podía presentar al cisne como la imagen del Poeta, que cantando rinde su alma al infinito. Cierto que los poetas escriben generalmente sus mejores composiciones en la juventud, y que muchas veces mueren viejos, con la lira destemplada o enmudecida... Pero, ¿qué le importaba eso a Juanillo si el símbolo era bello?

Resolviéndose a escribir su cuento bajo el epígrafe de «El Canto del Cisne», pensó que sería conveniente «experimentar» la muerte de un cisne verdadero, pues él nunca vio morir ninguno. Bien sabía, naturalmente, que los cisnes no cantan al morir; pero pensaba, con mucha razón, que toda leyenda responde a sus causas... El cisne, aunque no cantase, podía tener su agonía especial, su estertor, sus actitudes plásticas... Todo ello, visto y analizado personalmente, iba a sugerirle interesantes ideas poéticas. Además, su sentimiento al ver morir tan nobles animales, ¿no era ya una sensación digna de cantarse en primorosa prosa?

Pidió pues prestada al mayordomo su escopeta, encaminose al estanque, y, con el corazón sangrando, a una vara de distancia, ¡pam! asesinó el primer cisne que saliera a recibirlo, esperando la consabida migaja de pan... ¡Inútil sacrificio! El humo de la pólvora y la emoción del primer disparo le impidieron observar la muerte instantánea de la víctima...

Apuntó de nuevo, ¡pam! y cayó otra víctima... Acercose a mirarla, ¡y ella resultó un ganso viejo!... Otro tiro, ¡pam!... Esta vez cayó un cisne, que, como conservaba vida, fue a morirse en la maleza, escapando así a la mirada del cazador... Otro tiro, ¡pam!... Un nuevo cisne muerto, muerto como una gallina, sin un graznido, sin un ronquido siquiera... ¡Debía ser un cisne hembra! Y como convenía observar más bien el sexo generalmente cantor de las aves, otro tiro, ¡pam! y fulminó el último cisne, un cisne macho, sin duda, pero cuya muerte no lo ilustró más que las otras... ¡Ya no le quedaba ningún otro por matar!

A los disparos acudió gente: el mayordomo, su mujer, sus nueve hijos, el capataz, la cocinera, varios peones... Todos contemplaban consternados los cinco cadáveres inocentes...

—¡Pero, don Juan!—exclamó el mayordomo sin poderse contener.—¡Ha matado usted todos los cisnes!...

—Y un ganso viejo—apuntó la cocinera.

—¿No sabe usted que la señora vive mirándose en ellos?—continuó quejumbrosamente el mayordomo.—¿Qué le vamos a decir cuando venga? ¡Y cisnes domésticos no hay en venta en Pehuajó ni en ninguna parte por aquí! Estos fueron traídos de Buenos-Aires con gran trabajo... Pero, ¿para qué los ha muerto, si no soy curioso, don Juan? ¿para qué?...

Juanillo guardó prudente silencio. ¿Cómo iba a explicar a aquella ignorante y pobre gente la intención estética que tuviera? ¿cómo?...

Terminadas las lamentaciones del mayordomo, la mayordoma comenzó las suyas:

—¡Dios mío! ¡matar esos cisnes tan lindos que eran como los hijos de la señora!... ¿Y qué nos dirá la señora? ¿Y qué le diremos a la señora?...

—¡Si los cisnes no se comen, don Juan, no se comen—agregó el mayordomo.—En el campo hubiera encontrado usted caza cuanta quisiera: patos, martinetas, perdices...

Para Juanillo, que estaba como anonadado por su obra, esta última observación fue un rayo de luz...

—¿Dice usted que no se comen los cisnes, don José?—preguntó triunfalmente.—¡Pues sí que se comen, y muy ricos que son! ¿Para qué los hubiera matado sino para comerlos?

En la estupefacción general, observó la voz agria de la mayordoma:

—Usted dirá los pichones de ganso; pero los cisnes, los cisnes...

—¡No digo los pichones de ganso, digo los cisnes, señora!—afirmó Juanillo dignamente.

—En todo caso—observó la mayordoma,—no necesitaba usted haber muerto a todos los cisnes; con uno le bastaba, porque son bien grandes...

—Claro...

—Claro...

—Claro...—fueron repitiendo en coro, uno por uno, los nueve vástagos del mayordomo...

—¡Pues no!—concluyó fieramente Juanillo.—Me gustan mucho y quiero comérmelos todos, esta misma noche. ¿Ha oído? ¡Todos!...

La cocinera, una criolla vieja, clamó, santiguándose espeluznada:

—¡Avemaría purísima!

—¡Avemaría!...

—¡Avemaría!...

—¡Avemaría!...—exclamaron otra vez, uno por uno, los hijos del mayordomo.

Y, temiendo que Juanillo fuera el ogro de los cuentos y los devorase también a ellos, escondiéronse los menores detrás de los mayores. Formaron así una larga hilera, como cuando jugaban al Martín Pescador...

Cortando la escena de temores y aspavientos, Juanillo ordenó terminantemente:

—¡Esta noche quiero que me sirvan, muy bien asados, los cuatro cisnes y el ganso! ¿Comprenden? ¡No admitiré disculpas!

Y se retiró majestuosamente, ante un público boquiabierto y aterrorizado...

En la vida monótona de aquellas pampas la tremenda noticia circuló bien pronto. ¡El ahijado del patrón se comería esa noche, como quien se bebe un vaso de agua, cuatro cisnes y un ganso viejo! Había que ir a verlo comer, esa era la palabra de orden en la estancia y sus alrededores.

Llegada la hora, el infeliz Juanillo fue a sentarse, como de costumbre, solo ante la mesa de los amos. En las ventanas y puertas del comedor pululaban en enjambre cabezas ávidas de curiosidad... Los chicos lloraban porque los grandes no les dejaban ver... Las mujeres empujaban y codeaban a la par de los hombres...

Juanillo desplegó la servilleta con toda tranquilidad; estaba solamente un poco pálido. Y la cocinera sirvió la sopa, como siempre... Mientras Juanillo tomaba unas pocas cucharadas, los curiosos se comunicaban sus impresiones:

—¡Quién lo diría, al verlo tan flacuchín!...

—¡Y la sopa no estaba en el programa!...

—¡Ya tendría preparada una droga para evitar la indigestión!...

Terminó Juanillo la sopa como si tal cosa. Y la cocinera, seguida de muchos ayudantes, fue depositando en la mesa las cinco enormes fuentes con sus correspondientes volátiles. Para acompañarlas, trajo también tres no menos enormes palanganas llenas de ensaladas de lechuga y escarola, que alcanzarían para una comida de cien cubiertos. Inmediatamente cundió por el comedor el olor fétido de la carne de cisne... Los curiosos se llevaron los pañuelos a las narices, al menos, aquellos que tenían pañuelos... Juanillo ensayó cortar un alón con el trinchante, inútilmente: la negra carne parecía madera... El capataz se adelantó entonces ofreciéndole su facón, que, recién afilado, cortaba como navaja de afeitar... Con él, a costa de penosos esfuerzos, consiguió Juanillo servirse una ración que apenas cabía en el plato...

Anhelantes, todas las bocas exclamaron:

—¡Ah!...

Tomó Juanillo un vaso de vino para darse coraje, y medio mareado ya por la fetidez de aquella carne horrible, se puso de pie y gritó a la concurrencia:

—¿Qué les importa a ustedes que yo coma o no coma? ¡Mándense mudar ahora mismo, si no quieren que los eche como perros!

Estaba terrible, con el cabello revuelto, los ojos saliéndose de sus órbitas y el facón en la mano... Los chicos, las mujeres y hasta los hombres lanzaron un grito de terror y huyeron despavoridos... ¿Cuál no serían la cólera y la fuerza de un hombre que tenía su apetito? Quedando solo en el comedor, Juanillo cerró herméticamente las puertas, las ventanas y los postigos... Lo que así oculto hizo para hacer desaparecer, como si la hubiera comido, tanta carne nauseabunda, mejor es no contarlo, para no meternos en cosas sucias, ni entrar en gabinetes reservados.

...Su hazaña, que se dio por hecha, extendió pronto su nombre de ogro en veinte y treinta leguas a la redonda. El empresario del «círco de lona» de Pehuajó soñó con contratar al «ogro de los cisnes», en reemplazo de «la mujer que come vidrio, espadas y fuego», pues el público ya estaba cansado de esta mujer. Lo contuvo la posición social de Juanillo, y la consideración de la dificultad que había en proporcionarle todas las noches tanta alimaña para que la comiera en público. Las piezas, una vez comidas, no podían repetirse, como ocurría con el vidrio, las espadas y hasta el fuego de la mujer tragona...

Rodeado de esta alta fama culinaria, mal que bien, Juanillo escribió su «Canto del Cisne». Volviose con él a la capital y se lo leyó con su quejumbrosa voz a del Laurel y su inseparable Aristarco López...

—Mejor, mejor, va mejor, muchacho—afirmó del Laurel.—Pero todavía ni sueñes en publicarlo. No está escrito, no.

El juicio de Aristarco fue más severo:

—Ya que eres bueno y confiado, quiero hablarte con franqueza, Juanillo—dijo a Simplón.—Tu cuento-poema se define en una sola palabra: es un mamarracho. Déjate de simplezas; reconoce que no tienes talento, como tenemos yo y del Laurel; y ocúpate de derecho y política, en los cuales no se necesita tanta inteligencia, o es, por lo menos, más fácil simularla. ¡Considera tu «Canto del Cisne» como el verdadero canto del cisne de tus ambiciones literarias!

Juanillo miró a del Laurel, ansioso de que contradijera a Aristarco; pero del Laurel estaba en ese momento bastante ocupado en acariciarse la melena... Desalentado, con la muerte en el alma, Juanillo se retiró entonces a su casa. Por el camino compró seis cajas de fósforos, resuelto a desleír el veneno en algún vinillo dulce, para que no resultase el mortal brebaje demasiado feo...

EL CAPITÁN PÉREZ

I

A modo de fiera en un redil, la desgracia se había encarnizado con la familia de Itualde. Primero perdió en especulaciones toda la fortuna el padre y jefe, don Adolfo. Poco después murió, dejando «en la calle» a su viuda, doña Laura, y sus cuatro hijos: Adolfo, Ignacio, Laurita y Rosa, la pequeña, a quien llamaban «Coca».

Doña Laura, que amaba a su esposo, lo lloró inconsolable. Y más todavía, si cabe, sintió su antigua fortuna, perdida precisamente entonces, cuando su hija mayor iba a ser una señorita. Cayó en profundo abatimiento y languideció un año más, al cabo del cual fue a reunirse con su esposo, en el sepulcro de la familia.

Adolfo, que fuera educado en la abundancia y la holgazanería, tomó sobre sí las deudas de su padre, púsose a trabajar empeñosamente, y casó con una niña modesta y bella... Pero estaba escrito que el destino probaría la paciencia de aquella familia. Al nacer el que sería primogénito de Adolfo, murió la madre y murió el chico...

«La desgracia no viene sola—pensaba Adolfo.—¿Qué nos esperará después de estos nuevos golpes? ¿O habrá terminado ya la «racha negra»?...

Pues la «racha negra» no había terminado, y otro golpe le esperaba todavía: fracasó en sus negocios y se enfermó del pecho...

Dejándose vencer del desaliento, pronto hubiera muerto también Adolfo, sin la enérgica y generosa decisión de su hermana Laura. Habían recetado al enfermo campo y descanso o trabajo metódico y moderado. Importándosele poco su vida, ya sin halagos, pensó él descuidar los consejos médicos... Pero Laura no lo permitió. Facilitó la liquidación de su casa en la ciudad. Solicitó y obtuvo para su hermano el destino de gerente de una pequeña sucursal del Banco de la Nación, en el Tandil, interesante pueblo de la provincia de Buenos-Aires. Y fuese con él y con Coca a establecerse en el pueblo.

Adolfo había protestado.

—Yo no puedo permitir, Laura, que tú vayas a soterrarte, en plena juventud, en un pueblo de campo. Quédate más bien en casa de cualquiera de nuestros tíos, como te lo pidieron, y déjame a mi solo...

Laura replicó:

—De ningún modo. No te cuidarías, a pesar de que todavía estás a tiempo... Iremos a cuidarte con Coca. Te haremos allá un confortable hogar... Para nosotras no será sacrificio alguno, porque llevaremos un largo luto antes de podernos distraer y divertir. Y en ninguna parte se lleva mejor el luto que en el campo.

Accedió Adolfo, y fue a instalarse con sus dos hermanas en una modesta casa-quinta del pueblo donde debía desempeñar su nuevo cargo. Ignacio no los acompañaba porque, siendo alférez, vivía en el cuartel su vida militar.

Hizo Laura prodigios con el poco dinero que llevaran y con el escaso sueldo de su hermano. Poco a poco, comprando un mes un mueble y otro mes otro, amuebló toda la casa. La hizo pintar, empapelar, decorar. Llenó las habitaciones de tiestos, moños, grabados ingleses, mecedoras, almohadones, lámparas con delicados abat-jours... Hizo arreglar el jardín, improvisó una huerta, cuidó un corral de aves domésticas... Y todo esto, agregado a su biblioteca, su subscripción a varias revistas, y a sus habilidades caseras, hicieron de la casita un verdadero oasis en el desierto de Tandil.

Adolfo olvidó allá su perdida mujer, que no fuera, por cierto, un dechado de diligencia... De carácter tranquilo, acostumbrose pronto a la sosegada vida de un burócrata de aldea. Puso todo su empeño en el servicio del banco y encontró allí una distracción y un rumbo. Llegó así otra vez a comprender el bonheur de vivre y a amar la vida. En consecuencia, su sangre tuvo vigor bastante para cicatrizar las incipientes llagas de sus pulmones, y se sintió fortalecido y casi curado.

En aquella monótona existencia campestre de la familia de Itualde, también corría el tiempo. Y Laura cumplió los treinta años, Coca los veinte. Como la sociedad mejor del Tandil era rústica y cuentista, la habían evitado en su vida discreta y retirada. Temían, y con razón, que su superioridad chocase demasiado en aquel medio y que la maledicencia tomase pronto el desquite...

Por ahora, las «morochas» del pueblo se contentaban con llamarlas «esas orgullosas de Itualde». ¡Y había que ver con cuánto menosprecio las calificaban de «orgullosas», sabiendo que no eran ricas!... Poco les importaba a ellas este menosprecio, con tal de que las habladurías no pasaran a mayores...

Constituían la única verdadera diversión de las dos muchachas huérfanas las cortas temporadas que pasaban en Buenos-Aires, en las casas de sus parientes. Pero nunca quisieron, especialmente Laura, prolongar esas ausencias, por no dejar largo tiempo solo a Adolfo.

Laura no era bonita. Con su alma deliciosamente tierna y femenina, sus formas parecían demasiado rígidas y sus maneras demasiado decididas. En cambio, Coca, que no poseía un temperamento tan femeninamente abnegado, se había hecho una mujer elegante, flexible, de agraciados modales y hermosa fisonomía. Era la beauty del Tandil. Tenía no menos de quince admiradores silenciosos, que iban todos los domingos y fiestas de guardar a lanzarle sus incendiarias miradas en el atrio de la iglesia, cuando salía de misa de nueve. No tenían más remedio que admirarla de lejos, pues ella esquivaba toda ocasión de tratarlos. Sin embargo, no faltó quien la acusara de «coqueta»...

De vuelta de una de estas idas a misa, las recibió una vez su hermano con una noticia importante. Había llegado al Tandil, a organizar una estancia inmediata al pueblo, que acababa de comprar, un antiguo amigo suyo, don Mariano Vázquez, soltero y de buena familia, excelente persona que iban a tratar con frecuencia...

—Le he invitado a comer para esta noche—dijo a Laura.—¡Y es todo un novio el que te anuncio!—agregó bromeando.

Laura se había puesto escéptica en materia de novios. Pensaba que no se casaría, ella que naciera madre, por sus sentimientos, de todo ser que necesitase su auxilio o protección.

Como no frecuentaba la sociedad, no conocía las rivalidades femeninas y su carácter de soltera de treinta años no parecía agriado... Por eso no hubo el más leve sarcasmo en su clara y bien timbrada voz cuando contestó a Adolfo:

—Mil gracias. Pero si tu don Mariano es un candidato a novio... lo será a novio de Coca.

Coca preguntó entonces:

—¿Qué edad tiene?

Adolfo repuso:

—No sé bien... Creo que cuarenta años.

—¡Cuarenta años!—exclamó Coca.—Pues se lo dejo a Laura.

Arreglando la casa para recibir la visita anunciada, Laura y Coca conversaban y se divertían a costa del candidato todavía desconocido...

—Es preciso que usemos de todas nuestras armas—decía riéndose Coca,—para vencerlo y que quede en casa, contigo, y si tú no quieres o no puedes, aunque sea conmigo... Dime, Laura, ¿y qué harás tú para conquistar a ese don Mariano?

—¿Yo?—contestaba distraída y complacientemente la hermana mayor.—Lo que tú quieras. Le pondré ojitos tiernos... le diré palabras dulces...

—¡Qué mala idea! ¡Cómo se ve que no conoces a los hombres!

—Y tú, ¿los conoces acaso?...

—Por lo menos sé que deben ser tratados enérgicamente para que se les venza y domine... ¡Con ojitos tiernos, con palabras dulces, poco ha de hacerse!...

Laura miró sorprendida a su hermana, diciéndole irónicamente:

—Habrá que tratarlos a rebencazos...

Encogiose de hombros Coca y rectificó:

—¡Tonta! No quiero decir eso, y bien lo sabes... Quiero decir que para enamorar a los hombres no es conveniente ser buena y franca. Hay que ser coqueta y mentirosa.

—Según con qué hombres...

—¡Con todos! ¡Todos son iguales!

—Pues no te aconsejo que ensayes el sistema...

—¿Con ese Mariano Vázquez?...

—Con ése.

—¿Y por qué no con ése?...

—Por lo que yo me sé...

Y Laura dijo lo que se sabía, habiéndolo oído contar en casa de su tía Viviana. Don Mariano Vázquez tuvo en sus mocedades una novia, a quien idolatraba... Pero ella, la muy picara, rompió un buen día el compromiso para casarse con su primo, un calavera «de siete suelas»... Don Mariano debía ser pues un hombre melancólico y escarmentado...

—Sea como sea—afirmó esa locuela de Coca—es un hombre, y hay que emplear con él los recursos que sirven para con todos...

—¿De dónde tú tan enterada?...

—Es que tengo dos orejas que oyen bien y dos ojos que no ven mal.

—Tu cabeza es la que piensa mal, tu cabeza de chorlito...

Coca se picó y repuso prontamente:

—Hagamos entonces una apuesta. Pongamos en práctica los dos sistemas, el tuyo y el mío, a ver cuál da mejor resultado con Vázquez. Tú harás la niña buena y yo haré la niña mala... La que le trastorne primero el seso se casará con él y... como es muy rico... dotará a su hermanita, si se queda soltera. ¡Trato hecho!... ¡Nada de echarse atrás!...

Como no podía enfadarse, Laura se rió de la malicia de su hermana... Y su hermana, tomando esta risa por su aceptación de la apuesta, exclamó triunfante:

—¡Aceptas!... ¡Pues ya verás!... Pero tendrás que ayudarme en todo... Yo fingiré novios y coqueterías, ¡y tú vas a desmentirme!... En cambio yo no me cansaré de hacerte «réclame», insinuando tus condiciones de hacendosa y casera... ¿Estamos?... ¡Pues ya verás!...

Y para que Laura no se arrepintiese del pacto tácitamente consentido, Coca se lo estuvo recordando constantemente... Tú harás esto... Yo haré lo otro... Tú te pondrás bonita, pero con tu traje azul de ama de llaves y hasta con un delantalcito muy mono... Yo me emperejilaré con todas mis galas: me pondré flores y polvos; aun me pintaría un lunarcillo en la cara si Adolfo no fuera a notarlo...

Sugestionándose por su propia charla, Coca se hizo, mientras hablaba, el cuidadoso aliño de una prometida para su primera entrevista con el novio. Laura tampoco se descuidó, no viendo gran peligro en las chanceras intenciones de Coca... Y así fue que todavía estaban riendo y proyectando, cuando sonó, a las siete en punto, un breve campanillazo. Era don Mariano Vázquez que llamaba a la puerta de calle.

II

Don Mariano, un cuarentón bien parecido y mejor conservado, se presentó como amable hombre de mundo. Manifestose alegre y decidor. Si tuvo una novia inconstante en otro tiempo, esa novia parecía ya harto olvidada.

Dio durante la comida alguna broma a Adolfo, con una «elegante señorita» que había visto en la ventana de una casa vecina. Adolfo protestó ingenuamente; él no volvería a casarse...

—Se encuentra usted demasiado bien así—dijo Vázquez—con unas hermanas como las que usted tiene... ¡Feliz de usted!... Pero esta felicidad no puede durarle toda la vida... Ellas se casarán alguna vez...

—¡Oh no!...—interrumpió Coca.

—¿Y por qué no se casa usted?—preguntó Adolfo a su amigo.

—En cuanto a mí—contestó Vázquez, con un vago dejo de tristeza—debo decir que siento no haberme casado... ¡Sobre todo cuando visito un «home» tan alegre y cariñoso como éste!

—¡Pero aun está usted a tiempo de casarse, señor Vázquez!—interrumpió otra vez Coca, como distraídamente y como arrepintiéndose luego de su distracción...

Vázquez no se dio por entendido, y siguió hablando, ahora de temas indiferentes. Describió su establecimiento, exponiendo sus planes y proyectos con juvenil animación. Terminó insinuando su deseo de que lo honrasen pronto con su visita de buenos vecinos de campo...

—Aunque mi hospitalidad y mi mesa de solterón—añadió—no serán tan confortables como las de esta casa...

Coca hizo un gesto como diciendo que no les importaba la casa y la mesa, sino el dueño de casa y amigo... Mientras éste, saboreando el postre, un dulce de fresas, exclamaba sinceramente:

—¡En mi vida comí nada más delicado!

—Es obra de Laura—observó Coca, faltando impudentemente a la verdad, porque ella era la autora del dulce.—Esta Laurita tiene unas manos de oro para la cocina... Yo la envidio; pero prefiero pasear o leer a perder mi tiempo en esas labores caseras. Y miró a su hermana mayor para que no la fuera a desmentir. ¡Cada cual debía desempeñar hasta el fin el papel que se impusieran!

Y desempeñando su papel, por seguir la broma, Laura ofreció más dulce a Vázquez... Luego le convidó con un licor de su cosecha... y dejó que admirara su habilidad—esta vez verdadera—en el arreglo de la casa...

A su vez, Coca no olvidó un momento de hacerse la coquetuela, melindrosa y casquivana. Dijo que la música le atacaba los nervios, que detestaba el campo, que su ideal era el dolce far niente, y cien necedades más...

Vázquez le preguntó si tenía novio, y ella se puso muy colorada al contestar débilmente que no, como si dijera: «Los tengo a montones».

—Supongo que todavía hay jóvenes de buen gusto en el mundo—dijo galantemente Vázquez.

Con femenina impertinencia, Coca le repuso:

—Los jóvenes de buen gusto no me han de querer a mí, pobre y rústica campesina...

Después de comer, Coca ofreció bombones al estanciero, en su rica caja de porcelana de Saxe, resto de los antiguos lujos de la casa.

—¡Hermosa bombonera!—observó Vázquez, admirándola.

—Un recuerdo del corso de las flores, en la última temporada que pasamos en Buenos-Aires...—aclaró Coca, afectando cortedad.

—¿Regalo de quién?...

—¡Oh, no suponga usted nada!... De un buen amigo y compañero de armas de mi hermano Ignacio... el capitán Pérez...

Y así soltó, aprovechando la ausencia de su hermano Adolfo, que se había levantado a traer cigarros, el primer nombre que se le vino a la cabeza... Dijo «Pérez» como podría haber dicho «Fernández», «Rodríguez» o «Martínez». Lo importante era inventarse un novio, ya que no lo tenía verdadero, para despertar celos en Vázquez... ¡Los hombres debían sentir los celos antes del amor!...

Laura miró con asombro a su hermana, y no se atrevió a aclarar el punto, dejando correr la invención del «capitán Pérez», el pretendiente fantasma...

Despidiose Vázquez y volvió al cabo de tres o cuatro días. Sus visitas menudearon desde entonces. Venía a jugar al ajedrez con Adolfo. Se hizo íntimo de la casa...

En presencia de Coca, nunca se olvidaba de mentar al capitán Pérez, con cualquier pretexto...

Una vez, Adolfo preguntó:

—¿Quién es ese capitán Pérez?

Levemente turbada, sin mirarle, Coca le repuso:

—Un amigo de Ignacio... Creemos que ahora está con él en el campamento de Mendoza, pues era de su mismo batallón...

Viniendo en auxilio de su hermana, Laura agregó:

—Lo conocimos y tratamos mucho en casa de tía Viviana, a donde iba casi diariamente.

«Es extraño que no hablaran antes de tal capitán Pérez», pensó un momento Adolfo, sin dar al militar mayor importancia...

Por el contrario, Vázquez parecía darle importancia... Y nunca se olvidaba de colocar a su respecto alguna palabrita, que Coca escuchaba simulando una displicencia afectada...

El personaje imaginario llegó así a ser familiar en la casa. La misma Laura, que afirmaba haberlo conocido y tratado en casa de la tía Viviana, se prestaba a una broma que parecía inocente... El capitán Pérez era simpático, buen mozo, alegre, en fin, poseía numerosas condiciones que la buena voluntad pudiera suponer en cualquier sujeto militar joven... Tenía un brillante porvenir... Se había batido una vez en duelo... Y el capitán Pérez esto... y el capitán Pérez aquello...

Estando una tarde Vázquez de visita, recibieron del campamento de Mendoza la fotografía de los oficiales del cuerpo, que les enviaba Ignacio, últimamente ascendido a teniente primero. Laura lo buscó en el grupo y se lo indicó a don Mariano... Y Coca, anticipándose a un deseo de éste, señaló con su dedito rosado un oficial cualquiera, diciendo, con agradable sorpresa:

—Y aquí está el capitán Pérez...

—¿Cuál? ¿cuál?—preguntaron a un tiempo Adolfo y don Mariano, no pudiendo precisar la indicación de Coca.

Coca, imperturbable, señaló:

—El tercero a la izquierda de Ignacio... Ese que tiene la mano puesta en la cintura.

El «que tenía la mano puesta en la cintura» era uno de tantos, sin señas particulares, de bigote y de uniforme como los demás...

—Está bastante parecido—observó Laura, dando un pellizco en el brazo a su traviesa hermanita.

—Regular...—contestó ésta.—Es más buen mozo.

Con más sorna que ironía, intervino Vázquez:

—Pues en el retrato parece un negro...

—¡Un negro! ¡un negro!—exclamó Coca indignada.—¡Si es más blanco que usted!...

—Es que la fotografía es bastante mala—observó Adolfo, con su acostumbrada buena fe.

Los originales son sin duda mejores que el retrato—agregó Vázquez.—¿No es verdad, Rosa?

Sólo después de un rato, Coca se dio por entendida:

—¿Me habla usted a mí, Vázquez?... Llámeme «Coca» entonces, como todo el mundo, ¡por favor!... Yo no sabría a quién habría hablado usted, si me llama «Rosa»... «Coca» me llaman todos mis amigos... ¡Y creo que tengo bien el derecho de pensar que usted es uno de ellos, y de los mejores!

Don Mariano asintió, inclinándose con galantería y sonrojándose levemente:

—Mil gracias por considerarme un amigo, aunque un poco paternal... ¡Pues «Coca» llamaré mientras viva a la más bonita niña que he conocido!

Al oírle, Coca le amenazó graciosamente con su abanico chinesco...

—Si es usted un amigo tan paternal, principie por no hacerme cumplimientos ni adularme. ¡Los piropos son un veneno para las niñas frívolas y coquetas como yo!

Y miró a Vázquez con la más tierna de sus miradas y le sonrió con la más mona de sus sonrisas, como diciéndole: «Pero no importa que las lisonjas sean un veneno. Yo soy golosa de ese veneno como un ratoncillo... ¡Sobre todo cuando viene de persona tan simpática como tú!»

¡Era demasiado para don Mariano!... ¡Con qué gusto se cambiaría por aquel afortunado capitán Pérez!... ¡Y pensar que tan odioso militarejo pudiese llegar de un momento a otro a destruir el pequeño e inocente placer de su amistad con la deliciosa criatura, como un asno que arranca con los dientes, al pasar por un jardín, una florida mata de claveles!

III

Mientras don Mariano se desvelaba recordando las gracias y donaires de Coca, Coca conversaba largamente con Laura sobre don Mariano. Las dos hermanas dormían en la misma habitación desde que muriera su madre. Y, una vez apagadas las luces, antes de dormirse, aprovechaban ese momento de silencio e intimidad para hacerse sus inocentes confidencias y comunicarse sus temores y esperanzas.

—Tú no has cumplido bien con nuestro pacto—decía Coca a Laura.—En vez de tomar la «pose» de niña buena y hacer gala de tus caseros talentos, te achicas y enmudeces cuando viene Vázquez... Te limitas a sonreírte de mis manejos, y en el fondo los execras, hallándome indigna de ti...

—¡Indigna de mí!...

—No me vas a decir que apruebas mi proceder, porque yo sé que por dentro me lo desapruebas... ¡Pero no podrás ya pensar que no sea excelente mi sistema de hacer la niña mal criada!... A don Mariano se le cae la baba cuando me mira...

Después de un momento, con voz ligeramente sorda, Laura repuso:

—Si resultas vencedora no es por tu «sistema», como dices, sino porque eres más joven y más bonita que yo...

—¡Más joven y más bonita que tú!—interrumpió fogosamente Coca.—¡Si tú eres la más buena, la más inteligente y la más linda de todas las mujeres del mundo! Ese tontuelo de don Mariano no ha de tener ojos ni seso cuando no te elige a ti, que pareces mandada hacer para él!... ¡Los dos sois generosos y tranquilos, los dos aficionados a la lectura y a la música, los dos de una edad correspondiente!...

Dejando pasar otra pausa, y con voz todavía más apagada, dijo Laura:

—Pues ya lo ves, él te ha elegido... y me ha desairado.

—Ni te ha desairado, ni me ha elegido... Soy yo quien no le ha dado tregua un momento... Y si alcanzara el triunfo, tú tendrías un poco la culpa de mi triunfo... ¿Por qué no has aplicado tú también tu sistema de conquistarlo, como convinimos?... Es necesario no dejarse andar. Ayúdate y Dios te ayudará..... ¡Pues yo quiero que te ayudes, hermanita! Y para empezar, mañana harás algún postre exquisito, que mandaremos a Vázquez...

Con más energía de la que al caso correspondiera, protestó Laura:

—¡No faltaba más!... ¡Puedes estar segura de que no haré semejante cosa!

—Entonces, yo lo haré por ti. Fabricaré algo bueno y se lo enviaré en tu nombre... El inconveniente es que no sé si contaré mañana con los elementos indispensables. En todo caso, se me ocurre prepararle unas empanadas de vigilia, de esas «especiales» que yo sé amasar...

—¡Por Dios, Coca!—exclamó alarmada Laura.—¡No vayas a mandar empanadas de vigilia! ¡Mira que hemos pasado la Cuaresma!

—¡Empanadas de vigilia o cualquier otra cosa! ¡Mañana mismo las tendrá Vázquez en tu nombre!.....—afirmó Coca con decisión.

Deseó luego las buenas noches a su hermana para cortar toda réplica, diose vuelta hacia el lado de la pared, y quedó pronto dormida como un pajarito. Entretanto, escuchando su fácil y rítmica respiración, Laura se revolvía insomne entre las sábanas. Agitábanla pensamientos tan vagos y tristes, que no acertaba ni hubiera querido confesárselos a sí misma...

A la mañana siguiente Coca se puso muy temprano a la obra. Sin atender a las protestas de su hermana, que amanecía con dolor de cabeza, amasó y coció unos delicados pastelitos criollos. Y, escondiéndose de Laura, mandóselos en su nombre a don Mariano, «para que los probase, ya que había sido tan amable de elogiar en dos o tres ocasiones sus habilidades de repostera.»

En la misma tarde pasó don Mariano por la casa de sus amigos a agradecer la atención.

—Eran deliciosos sus pastelitos. Se notaban en ellos las manos de una hada benéfica—dijo a Laura.

Sin atreverse a aceptar un agradecimiento que no mereciera, Laura parecía turbada... Adolfo, que estaba presente, contestó entonces por ella:

—No son obra de Laura, Vázquez, sino de Coca...

—Laura fue quien los hizo y los mandó—afirmó ésta osadamente.

—¡No me explico entonces cómo es a ti, Coca, a quien se los he visto amasar esta mañana, cuando pasaba por el jardín!—exclamó Adolfo sin la menor malicia.

Hízose un silencio embarazoso... Observando que también se sonrojaba Coca, don Mariano pensó: «Parece que la chica es la de los pasteles... Es muy extraño que me los mandara con el nombre de su hermana...» Y, aunque quisiera desecharla, desarrollábase en su espíritu una idea bien halagadora para su vanidad de cuarentón. Coca debería sentir hacia él viva y juvenil simpatía... ¿Por qué, sino por eso, le enviara su pequeño obsequio? ¿Por qué, sino por eso, ocultaba su nombre bajo el de su hermana, ruborizándose luego de su ingenuo subterfugio?...

Y en la memoria de Vázquez fueron precisándose una serie de pequeños detalles, que bien pudieran considerarse síntomas de la simpatía de Coca... El agrado con que siempre le recibiera, el rubor que solía enrojecerle las mejillas cuando le hablaba, las cariñosas miradas que más de una vez sorprendió en sus ojos claros y límpidos... ¡El obstáculo era ese maldito capitán Pérez! Evidentemente, algo había pasado entre ella y él... De otro modo no se explicaban las frecuentes alusiones y chanzas que acerca del oficial provocaba la misma Coca, ¡sin duda por tenerlo siempre presente!...

Preocupado con estos pensamientos salió Vázquez de la casa de Itualde, y tan preocupado, que tropezó en la calle con un transeúnte...

—¡Vamos, don Mariano—lo interpeló éste—que me atropella usted!... Anda usted distraído... Las malas lenguas dicen que está usted enamorado, y casi me siento en disposición de creerlo...

Levantó Vázquez la cabeza. Viendo que era el juez de paz quien le hablaba, se apresuró a disculparse y a preguntarle, con voz cortante, casi con fastidio:

—No veo cómo pueden las malas lenguas decir que yo esté enamorado, señor juez... ¿De quién?...

—No podría ser sino de alguna de las señoritas de Itualde, puesto que ellas son las únicas personas que le interesan a usted en Tandil...

—Visito a Adolfo; siempre fui su amigo... No veo nada de particular en ello... Y, por otra parte, las señoritas de Itualde son dos: ¡Con las dos no he de casarme!...

—Al principio—explicó el juez de paz—se creyó que usted pretendía a la mayor, a Laura. Después hemos sabido que es a la Coca...

—¿Cómo han podido saber tal cosa?

—Muy fácilmente... Observándolo a usted las pocas veces que se ha encontrado con ellas en público, al salir de la iglesia o en la plaza... Entonces se ha visto que usted hablaba más con la menorcita que con la mayor, y la gente ha notado lo que pasaba...

—¿Qué importa a la gente lo que pasaba... si es que algo pasaba?

—Es que en estos pueblos de campo no hay más distracción que ocuparse de lo que hacen los demás...

Vázquez rectificó:

—Y de lo que no hacen... ¡Bonita ocupación!—Y añadió, cambiando de tono:—Pues sépase usted que Coca tiene un novio, o festejante...

—¡Cómo!—replicó incrédulo el juez de paz.—¡Si no se ve con nadie en Tandil!

—Podría tener el novio ausente... Y le diré a usted que presumo lo tenga... Para más datos, puedo asegurarle que él le ha regalado una preciosa bombonera de Saxe... ¿Aun duda usted?... Para que no dude más le agregaré que, según creo, es militar...

Viendo que todavía vacilaba el juez de paz, Vázquez no pudo contenerse, y dijo:

—Se llama el capitán Pérez.

Apenas enunciado este nombre, arrepintiose de enunciarlo don Mariano... Pero se arrepintió tarde... Se desmintió, y no le creyeron... No le quedaba más recurso que pedir encarecidamente silencio y reserva al juez de paz... Hacíalo así cuando el juez le interrumpió despidiéndose:

—Vaya tranquilo, don Mariano, que no lo diré a nadie... ¿Por quién me toma usted?... ¡Detesto los cuentos e intrigas como al propio demonio!

No habría andado veinte pasos el juez de paz después de despedirse de don Mariano, cuando tropezó con el médico. Y no habría hablado veinte palabras, cuando ya le dio la noticia, muy confidencial y secretamente, de que la menor de las de Itualde, la beauty del Tandil, tenía un novio en Buenos-Aires, el capitán Pérez... No se sabía eso con certeza; pero había muchos datos para presumirlo. ¿Cómo explicar de otro modo su desvío para con la juventud dorada del pueblo?...

El médico contó la noticia esa misma tarde, pidiendo reserva, en la tertulia del boticario... De la tertulia del boticario pasó ella al Club Social, donde fue la novedad del día...

Esa noche era jueves, y había concierto popular y paseo en la plaza principal del pueblo. Todo Tandil estaba allí. La novedad del día, saliendo del Club Social, cayó como una bomba entre la «selecta y numerosa concurrencia». Los admiradores y cortejantes de Coca recibieron general rechifla...

Entre ellos sobresalían dos periodistas: Publio Esperoni, secretario de redacción de La Mañana, y Jacinto Luque, cronista de El Correo de las Niñas.

Publio Esperoni recibió la noticia sin pestañear, con ostensible incredulidad, tirándose los negros mostachos...

Jacinto Luque, poeta barbilampiño y melenudo, tal vez por contradecir a su execrado rival, dijo que la noticia era cierta... Él la sabía desde algún tiempo atrás... No había querido publicarla para que «otros» persistieran en el desairado papel de pretendientes...

—¡Qué maldad!—exclamó Lolita Sartori.

Y Filomena Lorenzana preguntó:

—¿Qué tal persona es ese capitán Pérez?

Dándose aires de hombre de mundo, Jacinto repuso:

—¡Excelente sujeto!... No lo he tratado mucho; pero lo encontré a menudo durante mis permanencias en la capital federal. ¡Frecuenta la mejor sociedad bonaerense!

—¡Claro!—interrumpió sarcásticamente Publio.—¡Si frecuenta la mejor sociedad bonaerense, tiene que haberse encontrado a menudo con Luque en los salones elegantes!

Riose Lolita Sartori de la impertinencia de Publio, y Jacinto comprendió que se burlaban de él... Dudaban de que hubiera conocido al capitán Pérez... Para vencer esa incredulidad, hombre de rápida y fogosa imaginación, ipso facto inventó él y contó cómo le conociera, ¡oh, de un modo bastante chusco!... Estaba él en un baile, conversando con la joven y distinguida dueña de casa, sentados ambos en el comedor... Como hablaba al oído de su compañera, tenía agachada la cabeza...

—¡Las cosas que le estaría diciendo el muy pícaro!—interrumpió Lolita.

Jacinto prosiguió impávido su historieta. Tenía agachada la cabeza, de modo que el cuello de la camisa se le separaba un poco del pescuezo, en la parte de atrás, dejando algo como una rendija... ¡Pues por esa rendija sintió de pronto que se le colaba un líquido helado y le corría a lo largo de la espina dorsal!... Dio vuelta la cabeza dispuesto a castigar severamente al bromista, encontrándose con un apuesto capitán que tenía en la mano una botella de champaña «frappé»... ¡Era el capitán Pérez!... El lo increpó duramente pidiéndole su tarjeta para mandarle al siguiente día sus padrinos...

Otra vez Lolita, esa pizpireta incorregible, tan movediza como la «Piedra movediza» de su pueblo, dijo burlonamente:

—¡Así me gustan los hombres, altivos y valientes!

—Verá usted—terminó Jacinto.—No hubo tal duelo... El capitán Pérez, que es un cumplido caballero a quien conoce toda la sociedad bonaerense, me dio sus explicaciones. Estaba sirviéndose champaña y le empujaron el codo... ¡Debía, pues, disculparlo!... Y como lo cortés no quita a lo valiente, ¡lo disculpé!... ¿Tenía él acaso la culpa de que le empujaran el codo?

IV

Habiendo afirmado Jacinto Luque la suma distinción del capitán Pérez, todos los «dandies» del Tandil, declararon conocerlo, siquiera de vista. El presunto novio de la beldad local llegó así a tener cierto renombre en el pueblo. Los innumerables pretendientes de Coca excusaban su derrota adornando al vencedor de excepcionales cualidades. Por lo menos, era buen mozo y rico...

La prueba de su riqueza era el espléndido regalo que enviara últimamente a su novia... La bombonera que mencionó don Mariano Vázquez se había convertido, para aquellas imaginaciones meridionales, en un cofre artístico lleno de piedras preciosas; perlas, diamantes, rubíes, zafiros... ¿Quién podía hacer semejantes obsequios en el Tandil?... ¡Esas mujeres! ¡Bien las conocería Mefistófeles cuando aconsejó a Fausto que regalara aquellas magníficas joyas a la pequeña y modesta Margarita!

No pudiendo guardar secreto por más tiempo, Jacinto Luque publicó en El Correo de las Niñas, la siguiente noticia:

«Aunque temamos pecar de indiscretos, nuestros buenos deseos de informar al amable público tandilense que nos favorece, impídenos guardar silencio más tiempo sobre una novedad sensacional. Se trata de un noviazgo últimamente concertado entre una de las más distinguidas señoritas de esta localidad y un conocido caballero bonaerense. He ahí sus respectivas siluetas:

Ella.—Tiene la belleza de una hurí del séptimo cielo de Mahoma y la gracia de una andaluza. Es joven como una mañana y fresca como la flor cuyo nombre lleva y que suele reputarse «la reina de las flores». Más que por este nombre, conócesela por un gracioso diminutivo, que consta de cuatro letras, principia por la tercera del alfabeto y rima con «boca» y con «tapioca».

Él.—Es oficial del ejército argentino. Aunque joven, ostenta ya los galones de capitán, y pronto será sargento mayor, y luego teniente coronel. Tiene aire marcial, no es alto ni bajo, usa bigote. Goza de verdadero prestigio entre los compañeros y superiores que han sabido avalorar sus excelentes prendas. Su apellido, de cinco letras, es uno de los más comunes y generalizados en gente de origen español. Termina con la última letra del alfabeto y principia con la misma que «prócer» y «pueblo». ¡Feliz coincidencia, que bien podemos reputar como augurio de que alguna vez será un Prócer del Pueblo!»

Tan precisos eran los datos y tan claras las señas, que ningún lector ni lectora de El Correo de las Niñas dudó un instante de quiénes fueran los «silueteados». Hasta las modistas y los almaceneros del Tandil sabían perfectamente que el suelto se refería a Coca Itualde y el capitán Pérez.

Por si alguno dudaba todavía, La Mañana, el diario de Publio Esperoni, confirmó la noticia, esta vez con nombres y apellidos. El suelto, breve y displicente, limitábase a decir que «el capitán Pérez había pedido la mano de la señorita Rosa Itualde». El casamiento iba a verificarse a fin de año y el matrimonio fijaría su residencia en la capital federal... ¡Nada más decía La Mañana!

¡Cuál no sería el asombro de Laura y Coca cuando, sin preparación previa a causa de su vida retirada, leyeron las noticias de El Correo de las Niñas y La Mañana!

—¿Será éste el Pérez que yo he inventado?—preguntaba Coca, entre divertida y fastidiada.

—¡Vaya una gracia con el Pérez que inventaste!—respondió Laura.

—Sí, pero lo inventé en familia,—agregaba Coca,—para nosotras y no para que estos indiscretos de los periódicos la creyeran y repitieran... ¡Sólo Vázquez puede haberla contado!... ¡Francamente, yo lo creía más discreto!... ¡Ya me las pagará!

—Deja tranquilo a Vázquez, que él no tiene la culpa. La culpa es tuya y nada más que tuya, que estabas continuamente insistiendo con la bromita de tu Pérez... ¡Alguna vez iba a divulgarse la noticia, si tú, la interesada, parecías hacer para ello lo posible!... ¿Querías que Vázquez te guardara eternamente el secreto?... Además, todavía no sabemos si ha sido él... ¡Y debemos presumir que en ningún caso él ha dado la noticia a esos papeluchos, y menos en esa forma asertiva y categórica!

—¡Es para morirse de risa... esto de que me casen con un personaje de mi propia invención!

—No es sólo para reírse, Coca. También hay que desmentir la noticia, pues que te perjudica...

—Pero si el novio es un fantasma imaginario...

—No importa. La gente te creerá comprometida... ¡Hay que desmentir hoy mismo!...

—¿Descubriendo que no existe semejante capitán Pérez?... ¡Por favor, Laura!...

—No hay necesidad de decir eso. Daremos por cierta la existencia de tu capitán, y sólo negaremos tu compromiso. Deja que yo hable con Adolfo, para que él pida una rectificación en La Mañana. Y pierde cuidado... ¡No descubriré tu mentirilla, para no avergonzarte, como lo merecías, por faltar a la verdad!

Coca dio un beso a Laura para desenojarla y agradecerle su intervención. Laura habló con Adolfo. Y Adolfo «se apersonó» a Publio Esperoni, pidiendo «rectificara» la noticia.

Recibiole Publio cortésmente y se lo prometió. Mas su rectificación no fue un verdadero desmentido. Como La Mañana se pretendía infalible, limitose a decir que «la noticia anunciada del próximo enlace de la señorita Rosa Itualde y el capitán Pérez era todavía prematura. Hacíase esta rectificación a pedido de su hermano, el distinguido caballero don Adolfo Itualde, gerente de la sucursal del Banco de la Nación.»

Nadie creyó el desmentido. El capitán Pérez siguió siendo, para todo el Tandil, el pretendiente predilecto de Coca, su novio o su futuro novio...

El mismo don Mariano, presumiendo toda la culpa de su indiscreción, dejó de ir unos días a la casa de Itualde... Cuando fue, después de enviar cómo heraldo un gran canasto de la más hermosa fruta de su estancia, encontró a sus amigos como de costumbre... Sólo Coca le hizo sus recriminaciones. ¿De quién sino de él podía haber partido la mentirosa noticia?

Vázquez estaba tan cortado y confundido ante la niña, como un reo homicida ante su juez. Se disculpó en cuanto pudo. Habían exagerado y tergiversado sus palabras, dichas al descuido... Él había creído simplemente, por las continuas bromas, que el capitán fuera uno de tantos festejantes...

Coca lo negó:

—¡Nada de festejante!... Un amigo, nada más que un amigo cualquiera... Ni siquiera un amigo íntimo y preferido como usted, al que antes considerábamos poco menos que de la familia...

El dardo dio justo en el blanco. «¡Conque el capitán Pérez no era más que un amigo—pensaba Vázquez,—y yo soy un amigo mucho más querido que él!...» La antigua idea del especial afecto que había despertado en Coca, retornaba pues a su espíritu... ¿Y por qué no podría ser cierta?... ¡Pasiones más extraordinarias se veían a cada momento!

Sin apurarse, poco a poco, se insinuaría él en el ánimo de la agraciada niña. Para escapar a las indiscretas miradas de los tandilenses, el mismo capitán Pérez le serviría de pantalla...

V

Porque, mientras don Mariano continuaba callado y pacientemente su obra de ganarse la voluntad de Coca, corrían en el pueblo innumerables anécdotas e historietas acerca del oficial. Los amigos de las de Itualde lo defendían y ensalzaban, le atacaban los enemigos...

Entre esos enemigos, sintiéndose desairado por la esquiva beldad, el más temible era Publio Esperoni. Publio Esperoni podía bien considerarse un mal sujeto. Hacía gala de serlo, hacía profesión de serlo... Sin Dios y sin patria, atacaba con implacable ironía de anarquista lo que desdeñosamente llamaba los «prejuicios sociales», es decir, ¡Dios y la patria! Su acerada pluma, guiada por su espíritu venenoso, abría heridas y levantaba ampollas en la epidermis de los pacíficos e inofensivos burgueses del Tandil.

Odiando sinceramente a su afortunado rival el capitán Pérez, esperaba ansioso la oportunidad del desquite. Pronto se le presentó esta oportunidad. Los grandes diarios populares de Buenos-Aires dieron cuenta al público, en sus últimos números, de un presunto escándalo en el ejército nacional. Habíase levantado un sumario contra varios oficiales, a quienes se acusaba nada menos que de traición a la República... Sus nombres permanecían aún reservados...

Pues La Mañana del Tandil insinuó vagamente alguno de esos nombres. Publicó un extenso artículo titulado «Los traidores a la patria», comentando y abultando la noticia de los periódicos bonaerenses... Y al final agregaba que, según datos enviados por sus bien informados corresponsales de la capital federal, ellos conocían los nombres de los oficiales indignos, tan severa y justamente acusados... Aunque no se pudiera todavía afirmar con seguridad, parece que entre ellos figuraba el capitán P. Era sin embargo de desearse que sólo por un error judicial y militar se incluyese en la ignominiosa lista el nombre de este oficial, amigo de una de las más respetables familias de la localidad.

El «capitán P.» no podía ser sino el capitán Pérez... Y todo el Tandil se conmovió con la noticia. ¿Sería verdad?... ¿Qué harían ahora los Itualde?... Pero nadie se conmovió más que Jacinto Luque, el joven poeta barbilampiño y melenudo, redactor de El Correo de las Niñas. Con su viva inteligencia y su conocimiento del periodismo local pronto sospechó que se trataba de una insidia de Esperoni. Confirmole esta idea el hecho de no hallar, en los periódicos de Buenos-Aires, ni la más remota referencia a ningún capitán Pérez...

Profundamente indignado contra el redactor de La Mañana, que tantas veces le ridiculizara y burlase, publicó en su periódico un suelto terrible destinado a desmentir la atroz imputación. Se titulaba «El honor y la calumnia» y se subtitulaba «Un Dreyfus argentino».

«Es realmente lamentable—decía—que un diario que se precia de serio, La Mañana, publique tan pérfidas y calumniosas insinuaciones como la que aparece en el número de hoy... No tenemos por qué ocultarlo: la insidiosa inicial del «capitán P.», se refiere al capitán Pérez... ¡Más valiese haberlo nombrado!... Nosotros conocemos a este distinguido militar, con cuya amistad altamente nos honramos... Le sabemos pundonoroso y honesto... La noticia de que esté mezclado en la traición últimamente descubierta es falsa, absolutamente falsa. Lo garantizamos bajo nuestra fe de periodistas y de ciudadanos...»

La Mañana contestó este suelto. Decía que en su poder obraban documentos sensacionales que publicaría más adelante... Por entonces se limitaba a asegurar que el capitán Pérez (ya que el colega lo nombraba) estaba acusado... La Mañana deseaba de todo corazón que fuese inocente y se le absolviese... Hasta lo esperaba... Pero había sus comprometedoras presunciones y sus sólidos comprobandos, que ya conocerían a su tiempo los lectores...

Al leer estas pérfidas líneas, se extremeció Jacinto con justa cólera. Vibrante como una arpa agitada por los esqueléticos dedos del huracán, su alma estalló en protestas e imprecaciones. Publicó así El Correo de las Niñas un nuevo suelto «poniendo en su lugar a la pluma viperina que arrojaba diariamente su ponzoña, desde las columnas de La Mañana, sobre todo lo más santo y respetable: el honor, la libertad, la religión, la familia, la patria...»

El «asunto Pérez» degeneraba en una cuestión personal entre los dos periodistas. Pues Publio contestó la última tirada de Jacinto llamándolo «afeminado esteta»... El «afeminado esteta» le mandó sus padrinos, y el de la «pluma viperina» nombró los suyos...

Cuatro largos días pasábanse ya los padrinos discutiendo sin descanso en el Club Social las condiciones del duelo... Los representantes de Jacinto pretendían que Jacinto era el ofendido, los de Publio que lo era Publio. Ambos se arrogaban pues el derecho de la elección de armas... Para Luque, el arma debía ser el nobilísimo acero de la espada; para Esperoni, buen tirador de pistola, la pistola... Aun aceptando la pistola los de Jacinto, los de Publio exigían condiciones imposibles: a diez pasos de distancia y tirar indefinidamente hasta que uno de los adversarios quedase tendido en el campo del honor...

El Tandil presentaba entretanto el animado aspecto de una ciudad griega durante las guerras del Peloponeso. La población entera se agitaba y hablaba en todos los sitios, públicos y privados...

Un grupo de señoras de la sociedad de beneficencia llamada de las «Damas del Divino Rostro», compuesto de la presidenta primera, la vice-presidenta tercera y la secretaria segunda, fue a ver al comisario. Se solicitaba la intervención de la policía para impedir un encuentro sangriento entre los dos distinguidos caballeros... Y el comisario prometió hacer cuanto pudiera para evitarlo.

No tuvo necesidad de hacer mucho, porque los mismos padrinos lo evitaron. Llegaron por fin a ponerse de acuerdo haciéndose recíprocas concesiones. Publio no había afirmado nada deshonroso respecto del capitán Pérez; se limitaba a dar una noticia, tal cual le fuera comunicada de la capital federal, y hasta poniéndola en duda... Por consiguiente, Jacinto retiraba sus calificaciones de «pluma viperina» y de «pérfida calumnia»... No dejando ya en pie lo de la «pluma viperina» y la «pérfida calumnia», quedaba en nada lo de «afeminado esteta»... Y así de seguido, hasta resultar, naturalmente, que nadie tuvo jamás la intención de ofender a nadie y que los dos duelistas eran unos perfectos caballeros. En constancia de ello firmaban las actas los cuatro padrinos de un tenor.

Publicadas las actas al siguiente día en La Mañana y en El Correo de las Niñas, ocupaban tres largas columnas, las tres primeras y de preferencia... Con ello, aumentó, si cabe, la popularidad del capitán Pérez en el pueblo del Tandil...

La pacífica solución del «lance personal» dejaba sin embargo en blanco el problema de la culpabilidad del capitán Pérez. ¿Era traidor? ¿No era traidor?... Tal era el dilema que corría en todas las bocas.

Unos se declaraban por la culpabilidad del capitán Pérez, otros por su inocencia. Y las discusiones violentas y sutiles arreciaban como en las grandes crisis políticas. Es que en el fondo del asunto había una verdadera cuestión política. Los conservadores y moderados se declaraban perecistas, antiperecistas los radicales y liberales. Del temperamento y de las ideas dependía pues el estar o en contra o en favor del acusado, por su condena o por su absolución.

Cuando dos tandilenses se encontraban en la calle, en el club, en los negocios, en cualquier parte, la pregunta de rigor era ésta:

—¿Y qué piensa usted de la Cuestión?

El interrogado contestaba, si era perecista, que se trataba de una perversa intriga; si antiperecista, que el ejército nacional debía depurarse de sus malos elementos...

Naturalmente, no siempre coincidían las ideas de los interlocutores. Y al chocarse las opiniones contrarias, se iniciaban interminables contiendas. Los contendientes barajaban en sus largas peroratas y mariscalendas las fundamentales ideas de honor, patria, verdad, progreso, etc., etc. Estas ideas eran en gran parte tomadas de la prensa local. Porque aun después del «lance de honor», El Correo de las Niñas y La Mañana siguieron tratando el asunto Pérez, si bien evitaban incurrir de nuevo en ingratas cuestiones personales y de campanario.

Más de una vez se temió que las discusiones degenerasen en disputas, las disputas en peleas, las peleas en batallas... Algunos bofetones y botellazos volaron en la estación ferroviaria y en el Club Social... También hubo sus trifulcas en la escuela. Marciano Esperoni, un sobrino de Publio, se permitía vociferar contra el capitán Pérez, al cual prodigaba los epítetos más injuriosos y hasta obcenos... Al oírle, Atanasio Luque, el hermano menor de Jacinto, replicole como se merecía... Y sin respeto al maestro, que estaba presente, los dos alumnos, después de insultarse a gusto, se vinieron a las manos... Los antiperecistas (futuros radicales) tomaron inmediatamente la parte del pequeño Esperoni, los perecistas (futuros conservadores) la de Luque... ¡Y tal fue la batahola, que tuvo que venir la policía a aplacarla! Los pisos, los bancos, los mapas, los pizarrones, todo quedó para siempre salpicado de sangre arrancada de las narices a feroces soplamocos.

Alarmado por la exaltación general de los ánimos, el comisario pidió a la provincia se reforzara la policía con nuevo personal...

El cura, desde el púlpito, fulminó a los antiperecistas, declamando contra la calumnia y la difamación. ¡Menester era cortar, una por todas, las siete cabezas de esa hidra feroz, para salvar el honor de la patria y la santidad de la iglesia!

También las bellas artes contribuyeron a la terrible lucha de ideas que tenía por teatro el pueblo del Tandil. En un semanario cómico popular, el Pica-pica, de furiosas ideas radicales y por ende netamente antiperecista, aparecieron una serie de caricaturas del «Gran Capitán» (ya se podía llamar a Pérez como a Gonzalo de Córdova). Representábasele en ellas de puerco, de serpiente, de «clown», y hasta de «mascarita», es decir, ¡poniéndose por careta la noble imagen de Dreyfus!...

El «maestro» Thigi, director de la única banda de música que había en el pueblo, era compositor y perecista. Por eso compuso una marcha militar titulada «La marcha del capitán Pérez», que, en los conciertos populares de los jueves, arrancaba los aplausos de una mitad del público y la rechifla de la otra... Dos o tres anarquistas llegaron a interrumpir la preciosa música, que tenía sus pujos de wagneriana, con retumbantes rebuznos, para los cuales poseían particular habilidad. El «maestro Thigi» mandó entonces al del bombo que cubriera los rebuznos, en cualquier momento que se oyeran, con estruendosos golpes. Pero los rebuznos eran más fuertes que el bombo, y echaban a perder los mejores efectos de la pieza... Para acallarlos tuvo que intervenir el comisario, con amenazas y juramentos...

El comisario deseaba permanecer neutral. Se decía sólo partidario del orden y del derecho. Mas nadie ignoraba que, en el fondo de su sensible corazón de patriota (un comisario tiene corazón como los demás hombres), inclinábase hacia la causa del capitán Pérez; conceptuábala como la Causa de la Justicia y de la Patria. Esta tendencia oficial contenía un tanto los avances y rabiosos desmanes de antimilitaristas y anarquistas. «La paz reinaba en Varsovia»... ¡Felizmente para el Tandil!

VI

Intimidados por la tormenta de las «pasiones populares» y deseosos de evitarla, Adolfo Itualde y sus hermanas refugiáronse en su casa-quinta. Hasta allí llegaban, sin embargo, los ecos de la lucha, ¡y de modo harto expresivo!...

Los partidarios de Pérez enviaban su adhesión a la familia que suponían lo representara en el pueblo, en forma de felicitaciones para Coca, por su compromiso. El compromiso era el pretexto de hacer presente su simpatía. Nadie se daba, pues, por enterado de la rectificación de La Mañana... ¡Y había que aguantar aquel chubasco de inoportunísimas enhorabuenas!

Los contrarios, gente enemiga de la burguesía, gente grosera y sin delicadeza, mandaban, en cambio, a los tres miembros de la familia, terribles anónimos difamatorios contra el supuesto novio... Y los anónimos eran más copiosos y categóricos que las felicitaciones...

El cartero dejaba en la casa de Itualde, por término medio, desde hacía dos semanas, una felicitación diaria y tres anónimos. Laura era ya tan ducha en conocerlos, que por el sobre distinguía la una de los otros. Los sobres limpios y firmemente escritos eran de felicitaciones; los sobres sucios, ordinarios y con letra desfigurada o de imprenta, de anónimos difamatorios... Para mayor brevedad, todo se rompía o iba al canasto.

Adolfo tomaba las cosas con visible y creciente mal humor. Y Coca no podía salir de su sorpresa. ¡Ella era la que inventara aquella piedra de toque de los sentimientos locales, aquel capitán fantástico, aquel pleito interminable!... Llegaba hasta dudar de sí misma. Suponía que no había inventado más que... ¡la verdad!

—La verdad en este caso—le decía su hermana—es que la gentuza de este pueblo es ingenua y envidiosa... Se ha agarrado de este pretexto como pudiera hacerlo de cualquier otro, para desbordar su maldad y su tontería. ¡Nada más odioso que los pueblos chicos!...

Y la hermana mayor tenía que hacer grandes esfuerzos para tranquilizar a la pequeña. Porque Coca, llena de temor y de amargura, tomaba ahora su asunto por el lado trágico. Antojábansele burlas las felicitaciones y personales insultos los anónimos. Lloraba en secreto y se quejaba sin cesar. Temía ser una gran culpable. La mentirilla de inventarse para su particular uso un capitán Pérez se le presentaba ahora como un verdadero crimen. Y así como una ave se resguarda en el caliente nido cuando estalla la tormenta, ella no tenía otro refugio que la inagotable ternura de su hermana.

Adolfo y Laura propusieron a Coca un viaje a Buenos-Aires, para escapar del infierno de las habladurías tandilenses, de los artículos y de los duelos, de las felicitaciones y los anónimos. Con gran sorpresa de Adolfo, Coca se negó enérgicamente a este viaje, ella siempre la más deseosa de distraerse y divertirse en casa de sus tíos... Dijo que ello significaría una huida cobarde, que era mejor afrontar la situación, que no valía la pena...

Adolfo insistió, rebatiendo tan débiles argumentos... Y se hubiera llevado a la niña a Buenos-Aires, malgrado, buen grado, a no apoyarla Laura en su negativa...

Es que los ojos maternales de Laura habían comprendido esa negativa. Coca quería quedarse en el Tandil porque le interesaba Vázquez. ¡Eso era todo!

Allá en su fuero interno, durante largas noches de insomnio y hasta de vergonzantes lágrimas, ¡cuánto había meditado Laura sobre Coca... y don Mariano! El hecho era que don Mariano no se había fijado en ella, sino en su hermanita, y que ésta creía ahora corresponderle...

Al principio, pareciole absurdo a Laura el casamiento de Coca y el estanciero. Ella debía intervenir y oponerse, teniendo en cuenta las distintas edades y contrarios caracteres... Pero esta oposición, ¿no obedecería al inconfesable sentimiento de un interés personal? ¿No era que a ella misma le gustaba para sí ese don Mariano, tan caballero y bondadoso?... Y en el alma de la joven librose silenciosamente una verdadera batalla de afectos y razones. De esta batalla resultó que, poniéndose en guardia contra su propia persona, Laura tomó la decisión de no oponerse al casamiento de Coca... El candidato era bueno; nada tenía que objetarle.

Fue así que una noche, en la intimidad de la alcoba, cuando estaban ya acostadas, hizo Coca a su hermana la esperada confidencia. Vázquez la pretendía, ella lo aceptaba...

Después de oírla en un largo silencio, Laura, disimulando lo trémulo de su voz, respondió pausadamente:

—Sólo buenas condiciones le conozco a Vázquez... Pienso que serás feliz con él, si le quieres... Lo que me temo, y estoy en el deber de no ocultártelo, es que no le quieras suficientemente... No debes casarte sino enamorada, ¡completamente enamorada!... Todavía eres demasiado niña e impresionable. Medita bien antes de dar un paso definitivo. No te dejes llevar de un rápido impulso, que después ya no habrá remedio... Hago, pues, mis objeciones contra ti y no contra él...

Al escuchar esta respuesta, tuvo Coca por primera vez en su vida la impresión de que Laura, esa buena y cariñosa Laura, pudiera ser algo como una persona distinta e independiente de ella; un ser con ideas y sentimientos personales diferentes de las ideas y sentimientos de la hermana a la cual parecía siempre identificarse... Pero, con el egoísmo de la inocencia, pronto desechó esta vaga y obscura intuición, sin buscarle causa, para festejar alegremente el consentimiento de Laura, a quien no dejó dormir en toda la noche con la cháchara de sus proyectos...

Como dieran las tres de la mañana, Laura indicó a su hermana que durmiese, con esta última advertencia:

—Vázquez te hará su declaración uno de estos días... Lo único que te pido es que no lo aceptes inmediatamente. De todos modos no se descorazonará, porque está bien decidido... Dale una contestación ambigua y espera por lo menos un mes para consentir en el sí, que es para toda la vida... Dile, por ejemplo, que tomarás un tiempo antes de contestar, porque no estás todavía bien segura de quererlo...

Aunque las últimas palabras se ahogaron en la garganta de Laura, Coca las atrapó al vuelo, respondiendo prontamente:

—¿Estás loca?... ¡Eso sería echar agua al fuego!... Aplazaré la contestación un mes como me pides; pero con otro pretexto... Le diré que todavía no estoy segura de que me quiera.

Con esto terminó la conversación, tomando cada una postura para dormirse...

Después de un larga pausa, todavía dijo Coca:

—Un mes es demasiado, Laura... Esperaré sólo quince días, que ya es bastante.

Laura no contestó. Hizo como si estuviera absorta en sus oraciones, o acaso durmiendo ya.

No se dejó esperar la declaración de don Mariano. Con la gravedad del caso, dijo a Coca su amor y su deseo de hacerla su esposa... Como lo conviniera con su hermana, Coca le contestó, muy conmovida, que aun no se conocían bien, ni estaba segura de su cariño. Aplazaba, pues, su contestación para cuando ambos adquiriesen mejor ese conocimiento y ella tuviera esa seguridad... Pero con su mirada húmeda, agregaba bien claro: «Esto es pour la galerie... Ten un poco de paciencia, Vázquez, que no te haré esperar mucho. ¡De mi afecto, bien segura estoy!»

Al poco tiempo, don Mariano apremió a su pretendida:

—Debe contestarme usted pronto, Coca... ¡Esto se va haciendo inaguantable!... Hace ya dos semanas que usted me tiene en la duda y la incertidumbre...

Muy formal, respondió Coca:

—¿Dos semanas?... Espere siquiera a que se cumplan... Apenas han pasado doce días desde que usted me habló. He contado muy bien, ¡doce días!

Vázquez no pudo menos de reírse...

—Entonces me quedan aún tres días de espera para cumplir las dos semanas... ¡Cuánta cosa puede suceder en tres largos días!

Y así fue. En el breve plazo de los tres días, mejor dicho, esa misma tarde, sucedió una cosa extraordinaria...

Como era de rigor, había resuelto Coca consultar su probable compromiso con Adolfo, el jefe natural de la familia...

Aunque en el primer momento Adolfo no recibiese bien la noticia, pensándolo mejor, aprobó el proyectado enlace. No tenía ningún tilde serio que oponer a don Mariano. Lo encontraba excelente, aunque tal vez demasiado maduro para la novia... Y, coincidiendo con lo que antes observara Laura a Coca, observole él también:

—Mi único temor es que tú te engañes a ti misma y que no estés del todo enamorada... El más grave de los errores que puede cometer en la vida una persona honesta, es casarse sin amor. ¡Y a tu edad y con tus encantos, Coca, ese error sería imperdonable!

Por toda respuesta, Coca abrazó y besó a su hermano, con sus naturales mimos y zalamerías...

De pronto cruzó una idea por la cabeza de Adolfo...

—¿Y tu capitán Pérez?—dijo.—¿Estás segura de no haberle tenido nunca una simpatía más viva que a Vázquez?

Ante tal pregunta soltó Coca la más sonora y franca de sus carcajadas...

—¡El capitán Pérez!... ¿Conque tú también te lo tragaste?...—Y refirió en seguida la historia de esa invención, explicando que no se había atrevido a contar la verdad a su hermano, por temor de que reprobara su mentira...

Adolfo reveló la sorpresa más profunda... Meditó, se rió, estornudó, rascose la frente y, como había ojeado a Renan y leído a France, dijo al cabo:

—¡En mi vida vi nada más curioso!... ¡Si lo que no inventan estas mujeres nadie podría inventarlo!... ¿Con que lo del capitancito era un «truc» para que Vázquez se decidiese?...

—Pero no se lo vayas a contar—imploró Coca.—Me moriría de vergüenza si me creyese una embustera...

—Pierde cuidado... Vázquez es ahora lo de menos... ¡Lo asombroso es que hayas agitado de ese modo con tu fantástico personaje a todo el público!... El caso es interesantísimo ejemplo de cómo nacen los mitos; de cómo la inofensiva creación de una chica retirada y tranquila puede dar origen a sólidas creencias y hasta a pasiones políticas... ¡Si no salgo de mi asombro!

—Hubo un momento—dijo Coca en tono confidencial y aun supersticioso,—en que yo, ¡yo misma! llegué a creer en el capitán Pérez... Si no es por Laura, me convenzo de que hay espectros, transmigración de almas, espiritismo, telepatía, magia, ¡todo lo que se quiera!

—El hecho es que si un historiador concienzudo revisara más adelante los documentos y archivos del Tandil, encontraríase con una misteriosa personalidad en el tal Pérez... ¡Y no le faltarían datos para investigar su vida y carácter! Los diarios locales le darían entonces pormenores... Encontraría que lo ha mencionado el comisario, al pedir refuerzo de la policía local... En los archivos escolares habrá posiblemente algún parte del maestro explicando la batahola aquella que armaron sus discípulos con motivo del famoso capitán... Hasta se podía reconstruir su retrato físico con las caricaturas del semanario cómico...

—Y con la fotografía que yo os mostré, a ti y a Vázquez—terminó triunfalmente Coca.

—¡Cuántas convicciones, cuántas historias, reposarán sobre bases no menos falaces!... Porque para los futuros historiadores hará plena fe la documentación del periodismo y de los archivos tandilenses. ¿Quién dudaría de la tan probada existencia y hechos no menos comprobados del capitán Pérez?...

Hubiera seguido Adolfo disertando sobre el tema, a no interrumpirlo el sirviente, con una carta que acababa de traer el correo...

Fastidiado por la interrupción y por el temor de recibir una nueva impertinencia o tontería de la gente del pueblo, preguntó a Laura, que entraba detrás de la carta:

—Adivina qué será... ¿Una felicitación o un anónimo?

—Esta mañana ya recibió Coca una felicitación—repuso imperturbablemente Laura.—Ahora debe ser un anónimo.

Tomó Adolfo la carta, alegrose al reconocer la letra del sobre, y, rasgándolo con rápida mano, exclamó:

—¡Es una carta de Ignacio!

—Tiempo era de que escribiese—dijo Laura.—Veinte o más días hace que no nos daba noticias suyas.

—Cuando ha pasado tanto tiempo sin escribir—observó Adolfo,—ha de ser porque está para tomarse unas vacaciones y venirnos a ver... ¡Será una felicidad que podamos festejar con él el compromiso de Coca! Y veremos lo que diga—añadió chanceando,—porque yo no me atrevo a aprobarlo sin consultar...

Estaba escrito que Adolfo Itualde iría aquella mañana de sorpresa en sorpresa... Leyó las primeras líneas de la carta, las volvió a leer, las releyó de nuevo, restregándose los ojos con la mano como si no viera bien, frunció el ceño y prorrumpió en un:

—¡No puede ser!... ¡No puedo ser!...

Como electrizadas de curiosidad y de alarma, Laura y Coca preguntaron a un tiempo:

—¿Qué?...

En la fisonomía de Adolfo se pintaban el pasmo, la duda, el susto, la risa... mientras decía incoherentemente:

—O es una broma de Ignacio... O Coca me ha engañado... O es una superlativa coincidencia...

Laura y Coca preguntaban de nuevo:

-¿Qué?... ¿Cuál?...

—Que se nos viene Ignacio con un amigo y compañero... Pide que le preparen el cuarto de huéspedes, porque el amigo parará tres o cuatro días con nosotros, aprovechando la temporada de caza... ¡Pero esto no puede creerse!...

Con franca impaciencia interrogó Laura:

—¿Y con quién se nos viene Ignacio al fin?

Adolfo miró a Coca... miró a Laura... miró la carta... miró al jardín... y repuso, cómicamente trágico:

—¡Con el capitán Pérez!

VII

No quedaba la menor duda. En la carta leída varias veces sucesivamente y en voz alta por los tres hermanos hasta aprenderse el párrafo de memoria, Ignacio decía bien claro: «Se nos conceden unas cortas vacaciones que aprovecharé yendo a visitarlos al Tandil. Llevaré conmigo a un camarada, el capitán Pérez, con quien me liga estrecha amistad. Pérez se muere por la caza y sabemos que por allá hay perdices. Prepárenle una habitación. Es un buen muchacho, de constante buen humor. Contamos con que el amigo estanciero de quien ustedes tanto me hablan en sus cartas, el señor Vázquez, nos permita cazar en su campo... Pasado mañana a la noche tomamos el tren. No nos detendremos en Buenos-Aires; al día siguiente de que ustedes reciban esta carta, nos recibirán a nosotros en cuerpo y alma.»

Anonadada, repetía Coca:

—¡En cuerpo y alma!... ¿Quién lo creyera?... ¡En cuerpo y alma!...

Laura explicó el caso como una mera casualidad. ¡Habría tantos Pérez en el ejército!...

Coca pidió, ahora con más razón, que no se le dijera una palabra a Vázquez. Ella se arreglaría con él, sin descubrir aún su broma...

Y Adolfo, encarando la cuestión por el lado práctico, opinó que convenía evitar el encuentro de Coca y el capitán. Pero, ¿cómo?... Coca no podía huir a Buenos-Aires el día que llegaba al Tandil su hermano, después de año y medio de ausencia... A Ignacio no podía enviársele telegrama alguno, para que aplazase la invitación a Pérez, pues que ya venían los dos en viaje... Alojar a Pérez en la casa era impropio, después de lo sucedido... Mandarle al pésimo hotel del pueblo era cruel... ¡Qué problema de más difícil solución!... Observó Coca que recordaba el de aquel pobre hombre que tenía que transportar al otro lado del río una cabra, una col y un lobo, sin que la cabra se comiera la col, ni el lobo la cabra. Contaba para ello con un pequeño bote dentro del cual sólo cabía cada vez una de las tres cosas. Y no podía dejar, en ninguna de las dos orillas, ni al lobo con la cabra, ni a la cabra con la col...

Después de mucho discutir, los tres hermanos convinieron en arreglarle a la visita una pieza en el hotel, e invitarlo diariamente a almorzar y a comer. Coca lo evitaría, explicándose con don Mariano...

Don Mariano supo en el día la terrible noticia. ¡El capitán Pérez estaba ad portas!... Sin perder un momento, requirió una contestación categórica de Coca... Y Coca, que no quería otra cosa, le juró que jamás había amado al capitán Pérez...

Vázquez le preguntó aún:

—¿Está usted segura, Coca, de no haberlo querido... y de que nunca hubiese llegado a quererlo?...

¡Si estaría segura!... Por eso repuso, mirando hondamente al estanciero:

—¿Llegar a quererlo?... Creo que antes me hubiera enamorado de un títere o de un árbol... ¡Puede usted creerme!

Había que creerla... ¡Feliz don Mariano!... ¿Conque el capitán Pérez era como un títere o un árbol?... ¡Oh don Mariano, mil veces feliz!

Habiendo tomado tan favorable giro la plática, el pretendiente instó y apremió a su pretendida para que de una vez lo aceptase como novio... Coca se hizo de rogar bastante... Discutió todavía... ¿Podía estar segura del amor de Vázquez?... ¡Eran tan inconstantes los hombres!... Y razonando así, entretuvo un buen rato al estanciero, como una gatita blanca que juega con un ovillo de seda roja...

Agotada la paciencia de Vázquez, él la amenazó con irse y no volver más si no lo aceptaba o rechazaba definitivamente esa tarde... ¡No era él un adolescente para prolongar mucho tiempo esa femenina política del «tira y afloja»!

Como Coca lo sabía firme y decidido, temió que ejecutase demasiado pronto su amenaza, y le dio el «sí», ¡el ansiado «sí»!... ¡Ya eran novios!

Después de proclamar oficialmente en la casa el noviazgo y recibir los parabienes de estilo, Vázquez tomó una discreta y delicada resolución... Resolvió irse esa noche a Buenos-Aires, por una semana, para evitar su encuentro con el capitán Pérez. A su vuelta, despachado el capitán, arreglaríase el casamiento para fin de año.

VIII

Todo el Tandil se conmovió con el memorabilísimo acontecimiento de la llegada del capitán Pérez. No se le hizo una gran recepción pública, porque, no habiéndose previamente anunciado, su arribo fue imprevisto... ¡Ya les quedaba tiempo a los tandilenses para las manifestaciones!

Ignacio, en cuanto llegó con su amigo, tuvo una larga y reservada conferencia con su familia. Salió de ella un tanto amostazado y vacilante... Sin embargo, quiso desde el primer momento hablar claro con el capitán Pérez, a quien llevó a la fonda...

—Mira, hermanito—le dijo,—me disculparás que te instale en el hotel; pero hay sus razones, aunque no sé cómo decirlas...

—¿Incomodo en tu casa?

—¡Nada de eso!... ¡Al contrario!... Pero es el caso de que eres muy conocido y se ha hablado mucho de ti en el Tandil...

Estupefacto, Pérez exclamó:

—¡En el Tandil se ha hablado de mí!...

—¡Pero si yo jamás he estado en el Tandil, ni conozco aquí a nadie, ni nadie me conoce!... ¿Y qué ha podido decirse contra mi modesta persona?... ¿Qué dicen en tu casa?...

—¿Qué dicen en mi casa?... ¡Yo mismo no lo sé!... No he podido entender claramente lo que pensaban mis hermanos, hablando todos al mismo tiempo... Parece que creen que tú eres un mito...

—Terriblemente indignado, exclamó Pérez, después de un breve juramento de cuartel:

—¡Yo un mito!... ¡Un mito yo!... ¿Y quién se atreve a decirlo, quién?...

Procurando explicarse y calmar a su amigo, intervino Ignacio:

—¡Vamos!... Quiero decir que en casa creían que tú eras un personaje imaginario, una pura invención, una mentira, un fantasma...

—¡Yo un personaje imaginario... una pura invención... una mentira... un fantasma!... ¿Están locos en tu casa?... ¿Y por quién me tomaban?...

Después de un silencio, Ignacio replicó:

—Yo no los he entendido bien, te repito... No te enojes, que no vale la pena... Mejor es que por ahora no me hables más del asunto, que ya lo comprenderás... Mi hermano Adolfo ha hecho lo posible para servirte, y me pide que le disculpes la mediana instalación del hotel... Te invita para esta tarde... Siempre comerás en casa... Y aprovecharemos hoy bien el tiempo, porque en los alrededores abundan perdices y palomas del monte... Vuelvo a casa y dentro de media hora vengo a buscarte. ¡Hasta luego!

Fastidiado por el extraño recibimiento en el hotel y las misteriosas palabras de Ignacio, el capitán Pérez sintió deseos de plantar a su invitante y volverse a Buenos-Aires; pero se contuvo, resolviéndose a aceptar la invitación a comer... Y no se contuvo por consideraciones a su camarada, ni por el atractivo de la caza, y ni siquiera para descubrir el misterio de la extraña historia de su personalidad en el Tandil... En el Tandil se quedó porque le atraía la casa de Itualde... Porque allí había entrevisto a una criatura encantadora, probablemente la hermana menor de Ignacio, y rabiaba por conocerla...

Conocerla luego y sentirse impresionado fue todo uno, por más que ella se mostrase silenciosa, esquiva y casi descortés... ¡Hacía dos años que el pobre capitán, solo y sin familia, no veía más que las indias y las gauchas del campamento!

Por su parte, Coca hizo, al tratarlo, el más amargo de los descubrimientos... Descubrió que su sincero cariño a Vázquez no era verdaderamente amor... ¿Cómo pudo descubrir tal cosa? ¡He ahí un punto negro que ella no pudo resolver por más que, nerviosa y desvelada, pensara en él la noche entera! Y esta vez no se atrevió a consultar con Laura, que dormía el sueño de los justos...

A la mañana del siguiente día, dedicado a descansar del viaje, recibió Pérez la tarjeta de un tal «Jacinto Luque, redactor de El Correo de las Niñas». E hizo entrar al visitante...

En un lenguaje elevado y poético, Jacinto desbordó sus protestas de amistad y simpatía... El distinguido capitán había sido calumniado en el Tandil... Como amigo, Jacinto había tomado su defensa... Hasta hubo de batirse con un colega de La Mañana... Felizmente ya todo estaba aclarado... Y le daba su enhorabuena por su casamiento con Coca... Absorto mientras el poeta periodista hablaba, decíase para sí Pérez: «O este majadero está loco, o yo estoy loco»... Lo de su casamiento con Coca fue lo que de pronto le sacó de su mutismo...

—¿Con quién dice usted que me caso?—preguntó prontamente.

—¿Cómo?—dijo sonriendo Jacinto.—¿Querría usted negarlo?... Si aquí los diarios ya dieron la noticia, y se le esperaba a usted...

Rabiando de impaciencia:

—¿Me dirá usted quién es esa Coca?—vociferó el capitán.

Jacinto repuso mansamente:

—Coca Itualde, la hermana menor de la familia, la más deliciosa criatura del Tandil... ¡Es inútil que usted lo niegue!... ¡Si todo el Tandil lo sabe!

Extrañas y confusas ideas vibraban en el alma de Pérez. «¿De dónde habrán sacado los tandilenses todo este intríngulis?—preguntábase.—¿Me amará la niña sin que yo lo sepa ni la conozca?... Aunque yo no la conozca, bien pudiera ella haberme conocido de vista y de nombre, cuando estuve en Buenos Aires!... ¡No sería la única!... ¡Y qué felicidad poseer esa belleza, para mí, para mí solo!»

Atusándose gallardamente los mostachos, hizo hablar a Jacinto como adivinando sus deseos... Y poco a poco fue sabiendo todo lo que podía saber, aunque se lo explicaba a su modo...

Por curiosidad revisó algunos números atrasados de El Correo de las Niñas y La Mañana, que traía su visitante en el bolsillo. Advirtió que sus señas particulares eran perfectamente conocidas en el pueblo; sólo se equivocaban en creerlo rico, no siendo él, ¡ay! más que una rata de cuartel... Pero, ¿qué le importaba ser pobre si era querido y tenía un glorioso porvenir?... Y, ¿quién podía haber revelado sus señas sino la fiel memoria, el expansivo amor de una mujer que lo quería, y tal vez sin esperanza?... ¡Todos conocían ese amor en el Tandil! Podía, pues, parafrasear y aplicarse el antiguo adagio madrileño:

Todo el Tandil lo sabía,
¡Todo el Tandil, menos él!

Ahora se comprendía la singular reserva de Coca en la primera visita que él hiciera en casa de Itualde; comprendía por qué no le hablara, por qué parecía huirle... ¡Pobrecita!... Iba a ser ella la mejor pieza de su cacería en el Tandil, ¡ella, la blanca palomita del monte!

Y si el primer día de conocer a Pérez, Coca, «la blanca palomita del monte», hizo a su vez un primero y amargo descubrimiento, el segundo día hizo un segundo y no menos amargo... Habiendo descubierto ya que no amaba a Vázquez como novio, descubrió que podía muy bien amar así a Pérez... ¡Y al tercer día descubrió que ya lo amaba!

Aquello fue un recíproco coup de foudre... Pérez le declaró su pasión... Coca no pudo aceptarlo; le dijo que esperase y se echó a llorar... Y lloró sin cansarse en brazos de Laura, que muy solícita la consolaba... No hubiera acaso hallado fin aquel llanto, si no se presentara pronto don Mariano...

Venía remozado, por lo menos diez años, con un elegante trajecito a cuadros y los bigotes retorcidos... Recibiole solemnemente Laura, encerrose con él, y le habló, muy nerviosa, incoherente casi, presa de la más honda simpatía, como contrita y avergonzada...

Coca era una chicuela... ¡Había que perdonarle!... ¡Ella creyó estar enamorada de Vázquez, y ahora resulta que no lo estaba!... Tenía que confesárselo, aunque siempre dispuesta a cumplir su compromiso, si él lo exigía... Don Mariano no debía por eso juzgar mal a las mujeres... ¡Era ello una desgracia, una desgracia irreparable, ocurrida a él, tan luego a él, el más digno y generoso de los hombres!... Pero podía distraerse, olvidar, paseando y viajando... ¡Ya se casaría más tarde, puesto que su temperamento era el de un hombre de hogar, y como lo merecía por sus méritos y condiciones!...

Pálido, inmóvil, escuchaba don Mariano aquel desborde de palabras, hasta que Laura, no pudiendo contener más la emoción, calló y dejó correr silenciosamente sus lágrimas... Era evidente que sufría, que sufría una verdadera tortura de femenina compasión, y hasta de arrepentimiento, pues que se acusara de tener ella un poco la culpa de lo que pasaba, por no haber intervenido a tiempo como debiera, siendo hermana mayor y mejor conocedora de la vida... Y en su actitud dramática, la ternura y la bondad nimbaban la figura de la joven con una resplandeciente aureola de belleza.

En su fuero interno, don Mariano recordó, por lógica asociación de ideas, cómo fuera despachado por aquella primera novia que tuvo allá en sus mocedades. Ella lo llamó por teléfono para decirle que no volviese más a su casa, sin una palabra, ¡sin una mirada que atenuase tan brutal resolución!... ¡Cuánta mayor nobleza y sentimiento había en la pena de esta pobre muchacha soltera, casi solterona ya, que ahora le hablaba en nombre de su hermana menor!

Sin asomo de ironía, con voz viril aunque trémula, don Mariano trató de consolar a la que hubo de ser su cuñada... ¡Los papeles se invertían!...

—No llore Laura...—le rogó.—Yo le agradezco su amistad y su benevolencia... No me olvidaré en la vida de lo que acaba de decirme... ¡Es usted muy buena!...—Y para demostrar mejor su agradecimiento, tomole la mano y se la besó respetuosamente.

Al ver la digna y caballerosa reserva de don Mariano, Laura, sobreponiéndose a su exaltación y sonriendo a través de su llanto:

—Sólo me queda rogarle que nos considere siempre sus amigos...—dijo.—Comprendo que usted dejará de visitarnos por un tiempo; pero, si no se va a Buenos-Aires, tendrá usted que aguantar nuestra presencia... Pues con Adolfo iremos a verlo frecuentemente a la estancia, para que no esté allí solo como un monje, con sus pensamientos... siempre que usted no nos cierre la puerta...

Vázquez repuso, con enternecida gratitud:

—Es esto muy amable de su parte, Laura... Espero que cumpla su promesa... ¡Y crea que será para mí un gran placer recibir en mi casa a mis queridos amigos Adolfo y Laura Itualde!

Y con un movimiento impremeditado, en cierto modo inconsciente, Vázquez sacó del bolsillo el pequeño estuche del primer regalo que traía a Coca... Se encontró un tanto perplejo y embarazado con la cajita en la mano... Y de pronto, dijo, pronunciando en tono suplicante una rápida ocurrencia del momento:

—Tengo que pedirle un servicio, un gran servicio, Laura...

Laura hizo un expresivo ademán, como contestando que su mayor felicidad sería poder cumplir el servicio a pedirse...

—He traído un obsequio para su señorita hermana... Le ruego que me lo acepte usted como recuerdo...

Temiendo que el obsequio fuese una joya de alto precio, Laura balbució:

—Pero yo no puedo recibir de usted ese obsequio... Sería incorrecto...

—Recíbalo usted, como me lo ha prometido, y guárdelo como un recuerdo, aunque no quiera usarlo...

Y, diciendo esto, don Mariano se despidió.

Cuando, después de contar a Coca su conversación con Vázquez, salvo lo del obsequio, estuvo Laura sola en su aposento, abrió el estuche... Adentro había una valiosa sortija de dos magníficas piedras, un brillante y un rubí.

«¡Vamos!—se dijo Laura.—La guardaré como en depósito, para devolverla más adelante...» Y ocultó la alhaja en el fondo de un cajón, junto a algunas otras joyas que recibiera de su madre.

A los pocos días, el capitán Pérez pidió a Coca en matrimonio... Y Laura, yendo con su hermano a visitar a Vázquez, le contó toda la historia, rogándole no fuera a suponer un manejo torpe y desleal de parte de Coca...

Al despedirse, don Mariano pidió a Laura un nuevo servicio... Que le aceptara también las obras de Lamartine; habíalas encargado cuando estuvo en Buenos-Aires, y le llegaban ahora, muy bien encuadernadas... ¿Qué iba a hacer él con esos libros de jeunes filles en la estancia?... Y Laura tuvo que aceptar este otro obsequio, antes destinado a Coca, y que don Mariano le enviaría ahora a su casa... Casualmente se encontraba ella en esos momentos sin lectura.

Al recibir Laura los libros, de la estancia, en una artística caja de caoba, Coca no pudo menos de curiosearlos... Y descubrió en la portada del primer tomo, leyéndola en voz alta, la siguiente dedicatoria del obsequiante: «Para mi mejor sino mi único amigo, la señorita Laura Itualde».

Ruborizose Laura hasta la raíz de los cabellos al oír semejante frase... Y Coca, siempre espontánea y sincera, le dijo en voz baja:

—Creo que tú vas a ganar la apuesta... Te casarás con Vázquez... Me alegro y te felicito... Si la coquetería y la mentira triunfan a veces, también triunfan otras veces la buena fe y la bondad... Lo reconozco.

Quiso hacerle callar Laura... Pero ella prosiguió, después de una pausa:

—Pues si ganas la apuesta, cumplirás lo prometido... ¡Acuérdate!... La que casara con Vázquez debía dotar a su hermana... Pérez no tiene con qué casarse... Tú y Vázquez, ya casados, para que también me case yo, me regalarán una casita en Buenos-Aires... Adolfo me la amueblará... ¡Y todos seremos muy felices!... ¡Acuérdate!...

...En efecto, en la próxima visita de Adolfo y Laura a la estancia de Vázquez, dijo Vázquez a Laura:

—Tengo todavía un servicio que pedirle...

Laura guardó silencio...

—Tengo que pedirle me acepte un nuevo regalo que he recibido de Buenos-Aires...

Laura hizo un ademán significando que, si era un objeto de valor, estaba ya decidida a no aceptarlo...

Comprendiéndola, el estanciero manifestó, con un rápido ademán, que no se trataba ya de nada valioso... Y dijo, simplemente:

—Es un anillo de compromiso.

FIN


Publicado el 29 de abril de 2016 por Edu Robsy.
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