Cuentos Varios

Vicente Blasco Ibáñez


Cuentos, Colección



Al lector

Hay una gruta, misteriosa y negra,
donde resbala bajo mustias frondas,
un raudal silencioso que ni alegra
ni fecunda: ¡qué amargas son sus ondas!

Con qué impudor bajo esa gruta helada
mil flores abren su aterido broche…
¡Nunca al beso de luz de la alborada!
¡Siempre al ósculo negro de la noche!

Esa gruta es mi alma; y esa fuente
muda y letal, mi corrosivo llanto;
y esas flores, los versos que en mi mente
brotan al choque de fatal quebranto.

Cierto es que hay ámbar y color y almíbar
en muchas de esas flores… mas te advierto,
que estas esconden repugnante acíbar,
olor de cirio, y palidez de muerto.

Compasión

A las diez de la noche, el conde de Sagreda entró en su Círculo del bulevar de los Capuchinos. Gran movimiento de los criados para tomarle el bastón, el sombrero de innumerables reflejos y el gabán de ricas pieles, que, al separarse de sus hombros, dejó al descubierto la pechera de inmaculada nitidez, la gardenia de una solapa, todo el uniforme negro y blanco, discreto y brillante, de un gentleman que viene de comer.

La noticia de su ruina era conocida en el Círculo. Su fortuna, que quince años antes había despertado cierta resonancia en París, desparramándose fastuosamente a los cuatro vientos, estaba agotada. El conde vivía de los restos de su opulencia, como esos náufragos que subsisten sobre los despojos del buque, retardando entre angustias la llegada de la última hora. Los mismos criados que se agitaban en torno de él como esclavos de frac, conocían su desgracia y comentaban sus apuros vergonzosos; pero ni el más leve reflejo de insolencia turbaba el agua incolora de sus ojos, petrificada por la servidumbre. ¡Era tan gran señor! ¡Había tirado su dinero con tanta majestad!… Además, era un noble de veras, con esa nobleza secular cuyo rancio tufillo inspira cierta gravedad ceremoniosa a muchos ciudadanos cuyos abuelos hicieron la Revolución. No era un conde polaco de los que se dejan entretener por señoras, ni un marqués italiano que acaba haciendo trampas en el juego, ni un gran señor ruso que muchas veces vive de los fondos de la Policía; era un hidalgo, un grande de España. Tal vez alguno de sus abuelos figuraba en El Cid, en Ruy Blas o cualquiera otra de las piezas heroicas que se dan en la Comedia Francesa.

El conde entró en los salones del Círculo alta la frente, arrogante el paso, saludando a los amigos con una sonrisa fina y alegre, mezcla de altivez y frivolidad.

Estaba próximo a los cuarenta años. pero aún era el beau Sagreda, como lo habían bautizado mucho tiempo antes las damas noctámbulas de Maxims y las madrugadoras amazonas del Bosque. Algunas canas en las sienes y un triángulo de ligeras arrugas junto al vértice de los párpados revelaban el esfuerzo de una existencia demasiado rápida con la máquina vital a toda presión. Pero los ojos aún eran juveniles, intensos y melancólicos; unos | ojos que le hacían ser llamado el Moro por sus amigas y amigos. El vizconde de La Tremisiniére, premiado por la Academia como autor de un estudio sobre uno de sus abuelos, compañero de Conde, y muy apreciado por los anticuarios de la orilla izquierda del Sena, que le colocaban todos los lienzos malos de sus almacenes, le llamaba Velásques, satisfecho de que la color morena y ligeramente verdosa del conde, el negro y empinado bigote y los ojos graves, le proporcionaban ocasión de lucir sus grandes conocimientos en pintura española.

Todos en el Círculo hablaban de la ruina de Sagreda con discreta compasión. ¡El pobre conde! ¡No caerle una herencia nueva! ¡No encontrar una millonaria americana que se prendase de su persona y sus títulos!… Había que hacer algo para salvarlo.

Y él marchaba entre esta compasión muda y sonriente, sin percatarse de ella, abroquelado en su altivez, tomando por admiración lo que era simpatía dolorosa, obligado a penosos fingimientos para conservarse en el mismo ambiente de años antes, creyendo engañar a los demás, sin otro resultado que engañarse a sí mismo.

Sagreda no se hacía ilusiones acerca del» futuro. Todos los parientes que podían sacarle a flote con un testamento oportuno lo habían hecho ya muchos años antes, saliéndose de la escena del mundo. Nadie quedaba allá abajo que pudiera acordarse de su nombre. Sólo tenía en España vagos parientes, nobles personajes unidos a él por vínculos históricos más que por afectos de sangre. Le hablaban de tú, pero no debía esperar de ellos otro auxilio que buenos consejos y amonestaciones por sus locas prodigalidades… Todo acabado. Quince años de intenso brillo habían consumido el rico bagaje con que un día llegó Sagreda a París. Los cortijos de Andalucía, con sus vacadas y yeguadas, habían cambiado de dueño sin conocer apenas a este amo fastuoso y siempre ausente. Tras ellos habían pasado a manos extrañas inmensos trigales de Castilla, arrozales de Valencia, caseríos de las provincias del Norte, toda la hacienda principesca de los antiguos condes de Sagreda, a más de las herencias de varias tías solteronas y devotas y de los fuertes legados de otros parientes muertos de vejez en sus vetustos caserones.

París y las estaciones elegantes de verano habían devorado en unos cuantos años esta fortuna de siglos. El recuerdo de unos amores ruidosos con nos actrices de moda; la sonrisa nostálgica de una docena de mundanas de precio; la fama olvidada de unos cuantos desafíos; cierto prestigio de jugador temerario y sereno, y una reputación de esgrimidor caballeresco e intransigente en materias de honra, era todo lo que restaba al beau Sagreda después de su ruina.

Vivía del antiguo prestigio, contrayendo nuevas deudas con ciertos proveedores que fiaban en un restablecimiento de su fortuna al acordarse de otras crisis. «Su suerte estaba echada», según se decía el conde. Cuando. no pudiera más, anclaría a una resolución extrema. ¿Matarse?… ¡Nunca! Los hombres como él sólo se suicidan por deudas de juego o de honor. Abuelos suyos, nobles y gloriosos, habían debido enormes sumas a gentes que no eran sus iguales, sin pensar por esto en matarse. Cuando los acreedores le cerrasen sus puertas y los prestamistas le amenazaran con el escándalo ante los tribunales, el conde de Sagreda, haciendo un esfuerzo, se arrancaría de la dulce existencia de París. Sus ascendientes habían sido soldados y colonizadores. El iría a engancharse en la Legión extranjera de Argelia o se embarcaría para la América conquistada por sus abuelos, siendo jinete pastor en las soledades del sur de Chile o en las infinitas llanuras de la Patagonia.

Mientras llegaba el temido momento, esta vida azarosa y cruel, que le obligada a continuas mentiras, era el período mejor de su existencia. De su último viaje- a España, para liquidar ciertos restos del patrimonio, había vuelto con una mujer, una señorita de provincia, cautivada por el prestigio del gran señor, y en cuyo afecto ferviente y sumiso entraba la admiración casi tanto como el amor. ¡Una mujer!… Sagreda abarcaba por primera vez toda la significación de esta palabra. como si hasta entonces no la hubiese comprendido. La compañera del presente era una mujer; las hembras nerviosas y descontentadizas, de sonrisa pintada y artificios voluptuosos, que habían llenado su novelesca existencia anterior, pertenecían a otra Humanidad.

¡Y cuando llegaba la verdadera mujer se iba para siempre el dinero!… ¡Y cuando se presentaba la desgracia venía con ella el amor!… Sagreda, lamentando la fortuna perdida, pugnaba por mantener su boato. Vivía como siempre, en la misma casa, sin disminuir sus gastos, haciendo a su compañera iguales regalos que a las amigas de otros tiempos, gozando una satisfacción casi paternal ante la. sorpresa infantil y las ingenuas alegrías de la pobre muchacha, aturdida por las fastuosidades de París.

Sagreda se hundía, ¡se hundía!; pero con la sonrisa en los labios, contento de sí mismo, de su vida actual, de este dulce ensueño, que iba a ser el último y se prolongaba milagrosamente. La fortuna, que le había maltratado en los últimos años, devorando - los restos de su hacienda en Montecarlo, en Ostende y en los grandes círculos del bulevar, parecía ahora ayudarle, apiadada por su nueva existencia. Todas las noches, después de comer en un restaurante de moda con su compañera, dejaba a ésta en el teatro y se dirigía a su Círculo, único lugar donde le esperaba la suerte. No era un gran juego. Simples partidas de ecarte con íntimos amigos, compañeros de juventud, que continuaban la existencia alegre, con el bagaje de una gran fortuna o habían cristalizado su existencia en un matrimonio rico, conservando de los antiguos hábitos la costumbre de frecuentar el Círculo honorable.

Apenas se sentaba el conde, con las cartas en la mano, frente a uno de estos amigos, la suerte parecía soplar sobre su cabeza, y ellos no se cansaban de perder, invitándole a una partida todas las noches, como si le aguardasen por riguroso turno. Las ganancias no eran para enriquecerse: unas noches, diez luises; otras, veinticinco; algunas llegó Sagreda a retirarse con cuarenta monedas de oro en el bolsillo. Pero merced a este ingreso casi diario iba reparando las grietas de su existencia señorial, que amenazaba venirse abajo, y mantenía a su amiga en un ambiente de amorosa comodidad, recobrando al mismo tiempo la confianza en su porvenir. ¿Quién sabe lo que le esperaba?…

Al ver en uno de los salones al vizconde de La Tremisiniére, le sonrió con expresión de amistoso reto.

—¿Una partida?…

—Como usted quiera, querido Velásques.

—A cinco francos los siete puntos, para no exagerar. Estoy seguro de ganarle. La suerte viene conmigo.

Comenzó la partida bajo la discreta luz de las bujías eléctricas en el confortable silencio de las mullidas alfombras y los cortinajes espesos.

Sagreda ganaba siempre, como si su buena fortuna se complaciese en sacarle vencedor de las más desgraciadas combinaciones. Ganaba sin tener juego. Nada importaba que careciese de triunfos y que sus cartas fuesen desfavorables: las de su contrincante eran siempre peores, y el éxito venía milagrosamente a continuación de todas las jugadas.

Tenía ya ante él veintidós luises. Un compañero de club, que vagaba aburrido de salón en salón, vino a detenerse junto a los jugadores, interesándose en la partida. Primeramente se mantuvo en pie junto a Sagreda; luego fue a colocarse detrás del vizconde, que parecía molesto y nervioso por la vecindad.

—¡Pero eso es una locura!—exclamó de pronto el curioso—. Usted no juega su juego, vizconde. Aparta usted los triunfos y sólo hace uso de las cartas malas. ¡Qué tontería!

No pudo decir más. Sagreda dejó sus cartas sobre la mesa. Estaba intensamente pálido, con una palidez verdosa. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, miraron al vizconde. Después se levantó.

—He comprendido—dijo con frialdad—. Permítame que me retire.

Luego, con mano nerviosa, empujó hacia su amigo el montón de monedas de oro.

—Esto es de usted.

—¡Pero, querido Velásquez!… ¡Pero, Sagreda!… ¡Permítanle usted, conde, que le explique!…

—¡Basta, caballero! Repito que he comprendido.

Por sus ojos pasó una punta de luz, el mismo brillo que habían visto sus amigos en ciertas ocasiones, cuando tras breve disputa o una palabra molesta levantaba su guante con arcaico ademán de reto.

Pero este gesto hostil sólo duró un instante. Luego sonrió con una amabilidad que daba frío.

—Muchas gracias, vizconde. Estos son favores que no se olvidan nunca… Le repito mi agradecimiento.

Y saludó como un gran señor, alejándose erguido, lo mismo que en los días más hermosos de su opulencia.

* * *

Con el gabán de pieles abierto sobre el plastrón inmaculado, el conde de Sagreda caminaba por el bulevar. La gente sale de los teatros; las mujeres revolotean de una acera a otra; pasan los automóviles con su interior iluminado, dejando una rápida visión de plumas, joyas y blancos escotes; gritan los vendedores de periódicos; en lo alto de las fachadas se inflaman y se extinguen los enormes anuncios eléctricos.

El grande de España, el hidalgo, el nieto de los nobles caballeros del Cid y Ruy Blas, marcha contra la corriente, abriéndose paso a empujones, queriendo ir más aprisa, sin saber adonde va, sin darse cuenta del lugar donde se halla.

Contraer deudas… Bueno. La deuda no deshonra al caballero. ¡Pero recibir limosna!… En sus horas de negros pensamientos nunca tembló ante la idea de infundir desprecio por su ruina, de ver alejarse a sus amigos, de descender a las últimas capas, perdiéndose en el subsuelo social. ¡Pero inspirar compasión!…

Inútil la comedia. Los íntimos, que le sonreían como en otros tiempos, habían penetrado el secreto de su pobreza, y se asociaban a impulsos de la conmiseración para darle por turno una limosna, fingiendo jugar con él. E igualmente poseían el penoso secreto los demás amigos, y hasta los criados, que se inclinaban a su paso con el respeto de la costumbre. Y él, pobre engañado, iba por el mundo con sus aires de gran señor, "rígido y solemne en su extinta grandeza, como el cadáver del caudillo legendario que, después de muerto, pretendía ganar batallas montado en su caballo.

¡Adiós, conde de Sagreda! El heredero de adelantados y virreyes puede ser soldado sin nombre en una legión de desesperados y de bandidos; puede ser aventurero en tierras vírgenes, matando para vivir; puede hasta presenciar impávido el naufragio de su nombre y su historia ante la mesa de un tribunal… pero vivir de la compasión de los amigos!…

¡Adiós para siempre, últimas ilusiones! El conde ha olvidado a su compañera, que le aguarda en un restaurante de noche. No se acuerda de ella; como si jamás la hubiese visto, como si nunca hubiese existido. No piensa en nada de lo que embellecía su vida horas antes. Marcha a solas con su vergüenza, y cada uno de sus pasos parece sacar del suelo una cosa muerta, una influencia ancestral, una preocupación de raza, un orgullo de familia, altiveces, selecciones, honores y fierezas que dormitaban en él, y al despertar angustian su pecho y perturban su pensamiento.

¡Cómo habrán reído a sus espaldas con lastimera compasión!… Ahora camina con mayor apresuramiento, como si ya supiera a donde dirigir sus pasos, y la inconsciencia de la emoción le hace murmurar irónicamente, cual si hablase a alguien que marcha tras él y del que desea huir:

—¡Muchas gracias… , muchas gracias!

Cerca de la madrugada, dos disparos de arma de fuego ponen en conmoción a los habitantes de un hotel vecino a la Gare Saint-Lazare, uno de esos establecimientos equívocos que ofrecen abrigo fácil a los conocimientos amorosos iniciados en plena calle. Los criados encuentran en una habitación a un señor vestido de frac, con una abertura en la bóveda del cráneo, por la que se escapan piltrafas sanguinolentas, retorciéndose como un gusano sobre el raído tapiz. Sus ojos, de un negro mate, aun tienen vida. Nada queda en ellos de la dulce imagen de la compañera. Su ultimo pensamiento, cortado por la muerte, es para la amistad, terrible en su lástima; para la ofensa fraternal de una compasi6n generosa y frívola.

El amor y la muerte

Con gran frecuencia ocurren los llamados crímenes de amor. Relatan los periódicos casi a diario sucesos dramáticos, en los que hiere la mano a impulso de los celos; describen suicidios, en los cuales una vida se suprime fríamente, abandonando las filas humanas por miedo a la soledad, después de las dulzuras del idilio, por el desesperado convencimiento de que ya no podrá marchar sintiendo el contacto de la carne amada, roce embriagador que mantiene lo que algunos filósofos llaman estado de ilusión y ayuda a soportar la monotonía de la existencia.

¡El Amor y la Muerte!… Nada tan antitético, tan opuesto, y, sin embargo, los dos caminan juntos, en estrecho maridaje, desde los primeros siglos de la Humanidad, tirando uno del otro, cual inseparables cónyuges, como marchan a través del tiempo la noche y el día, el invierno y la primavera, el dolor y el placer, no pudiendo existir el uno sin el otro.

«Te amo más que a mi vida», dice el jovenzuelo, despreciando su existencia, apenas formula los primeros juramentos de amor.. «¡Morir!, ¡morir por tí!», murmura el hombre junto a una oreja sonrosada, cuando, agotadas las frases de adoración, se esfuerza por concentrar en una definitiva y suprema frase todo su apasionamiento. «¡No volver a la vida! ¡Quedar así por siempre!», suspiran los enamorados, mirándose en el fondo de los ojos, mientras corre por sus nervios el estremecimiento del más dulce de los calofríos; y este deseo de anularse, de no despertar jamás del grato nirvana, surge inevitablemente, como si el amor sólo pudiera crecer y esparcirse a costa de la vida.

Tal vez reconoce su fragilidad, y adivinando que puede desvanecerse antes que acabe la existencia de los enamorados, implora, por instinto de conservación, el auxilio de la muerte.

Los poetas presintieron siempre esta alianza, y en sus himnos de amantes felices o en sus lamentos desesperados hay algo de la sonrisa final de una boca sin labios, sardónica y amarillenta, que parece burlarse de la insignificancia de los placeres y dolores que traen revuelto al hormiguero humano. Sobre las cosas del amor tiembla el revoloteo de los velos sombríos de la gran Señora, pálida y grave, que nos aguarda, al final de nuestra vida. saliéndonos al paso aunque tomemos los más apartados caminos.

Yo he visto las ruinas de muchas ciudades muertas, pétreos caparazones que sólo encierran polvo y vacío, pero que en otro tiempo abrigaban el alma de pueblos que pensaron cosas que hoy nos parecen nuevas y experimentaron sentimientos que ahora creemos percibir por vez primera. He encontrado en medio de la campiña desolada, entre los escombros de un mundo que fue, tumbas cuyo mármol, moldeado por el cincel del artista, eterniza el pensamiento de los que vivieron y sufrieron cuando nosotros y cien generaciones anteriores a nosotros éramos inciertas larvas en la penumbra del amanecer de futuros siglos, y las moléculas de nuestros cuerpos vagaban errantes y dispersas en las entrañas de la eterna madre, en los brazos leñosos o la rumorosa cabellera verde de los bosques, en las sombrías profundidades del Océano, tal vez en los ágiles músculos de un animal inferior o en los brillantes ojos de un ser como nosotros, satisfecho de su inteligencia y su individualidad, orgulloso de su alma inmortal, creyéndola más duradera que el sufrido planeta que nos mantiene… , y en sus sepulcros he visto muchas veces al mancebo juguetón coronado de flores, la aljaba a la espalda y el arco en la diestra, junto a una matrona adusta que parece soñar, con un codo apoyado en la rodilla y la frente en la mano, teniendo a sus pies el reloj de arena que marca la fuga del tiempo, imagen de la verdad final menos horripilante que el descarnado esqueleto grotesco y burlón de los artistas cristianos. Siempre juntos el Amor y la Muerte, desde los primeros tiempos de. la Humanidad!

* * *

Una noche en Florencia, asomado a un balcón, escuché a unos cantores populares de los que amenizan con sus romanzas la digestión de la muchedumbre cosmopolita albergada en los hoteles inmediatos al río.

«¡Morir!», cantaba el tenor con lamento prolongado, rasgando el silencio de la noche. Morir vicino a te! respondía una voz grave, con reconcentrada pasión; y las arpas lloraban en la oscuridad sus lágrimas armoniosas, como perlas sonoras, acompañando estos gemidos de amor y de muerte.

Junto a mí, unos ingleses jóvenes suspiraban emocionados por la dulzura melancólica de la música y de la noche, sintiendo ablandarse sus almas bajo un soplo de amor; y viendo yo la corona de luces del Víale del Colli que rasgaba la oscuridad en lo alto de un cerro, y a sus pies el Amo rumoroso y temblón reflejando las rojas serpentinas de los faroles por debajo de las arcadas del Ponte Vecchio, sentíame igualmente conmovido por la romanza, tocado por la emoción poética de los más bellos momentos de la vida, creyéndome por un instante más ligero, en, un mundo extraordinario, de atmósfera sutil y perfumada, donde los cuerpos tuviesen la fluidez de las almas. «¡Morir!», repetía el lamento musical abajo, en las orillas del río, y yo me enternecía sin saber por qué, hasta que mi razón se sacudió este encanto con repentina protesta.

¡Morir! ¡Qué disparate!… Vivir: la vida es la única belleza digna de ser cantada. Y en plena frialdad sonreí de la mentira humana, que, temiendo a la muerte, finge desearla, para dar el excitante del peligro a sus alegrías y tristezas; que juega con ella de mentirijillas, amándola como aman los niños los juguetes guerreros: remedos de armas mortíferas que no pueden causarles daño. «¡Morir!», cantaban aquellos hombres con un apasionamiento meridional que ponía lágrimas en sus voces; y poco después, cuando ya no cayesen monedas de los balcones, irían a la trattoria a considerar la vida como el mejor de los bienes, ante un frasco de chianti y un plato de macarrones.

«¡Morir!», repetían con ojos húmedos, siguiendo el canto, aquellas vírgenes rubias de pecho plano, y en el fondo dé sus pensamientos permanecía intacto el pudoroso deseo de verse en un día remoto más enjutas aún, con la nariz enrojecida por los años y rodeadas de unas cuantas cabecitas infantiles de color de cáñamo.

«¡Morir!», susurraban los ecos de la noche con misterioso estremecimiento, y dentro de unas horas se colorearían de violetas los montes de enfrente, y el sol de un día más dormiría el verde oscuro de los pinos y cipreses del paisaje toscano.

Entonces reí de este sentimentalismo que invoca a la muerte para proporcionar una emoción nueva y dulce a sus ansias de vida.

* * *

Otra vez, en pleno verano, vagando por los alrededores de París, llegué a los jardines de Robinsón, con sus grandes árboles, cuyo ramaje abriga como nidos las aéreas cabañas que sirven de comedores.

En los salones de baile, los instrumentos de metal rugían la matchicha y a su ritmo vivaz y canallesco desfilaban las parejas, arrastrando los pies sobre el entarimado, estrechamente enlazadas por el talle, rojas las mejillas, sudorosas las frentes, y en los ojos un apetito animal de vivir y de gozar, un hambre feroz de placeres. Sonaba en los restaurantes el taponazo del champaña, perseguíanse por entre los frondosos bosquecillos estudiantes y estudiantas, la alegre juventud del barrio Latino, enardecida por la decoración idílica que prestaban las arboledas a sus amores urbanos, abrigados durante la semana por los techos en pendiente de las guardillas. Algunas parejas elegantes bajaban de sus automóviles, y las miradas de las pobres muchachas íbanse, con fulgores de envidia, tras los susurrantes vestidos, los empenachados sombreros y los ricos boas de las grandes damas, llevadas por una curiosidad exótica hacia este pequeño mundo de locura campestre… ¡Viva la vida!

A la puerta de un restaurante, unos vagabundos italianos entonaban otra romanza melancólica, semejante a la de Florencia, pero que parecía deshonrada por el lugar, lejos del dulce paisaje en que vio la luz, cortada a trechos por los chillidos del cornetín del vecino baile, interrumpida por el trotar de los borriquillos alquilones de Robinsón y los gritos de las muchachas que se bamboleaban sobre la silla, próximas a caer, mostrando sus piernas con el impudor del miedo.

«¡Morir!», cantaban también estos pordioseros, acompañados por el grave bordoneo de una guitarra. Morir per te!, gemían, dirigiéndose a una amante desconocida, con ansioso apasionamiento, como si fuese el mayor de los placeres renunciar por ella a la existencia.

¡Oh, qué irritante mentira! El Amor y la Muerte aparecían en este ambiente ridículos y miserables, como esas bellezas delicadas que abandonan 1^ dulce penumbra de los salones y se muestran al aire libre, bajo la cruda luz del sol.

Una pareja pasó ante mí, estrecha"^ mente, cogida del brazo, andando lentamente, aislada en medio del bullicio, insensible a las impresiones exteriores. Su felicidad era silenciosa: la llevaban reconcentrada dentro de ellos, sin otra manifestación externa que el dulce fuego de sus miradas, que se buscaban acariciándose. Era la pareja vulgar y tierna, eterno modelo de los novelistas desde los tiempos de Murger; los dos amantes del barrio Latino, a cuyo amor dan la pobreza y las incertidumbres del porvenir una dulzura melancólica.

—Si tú me abandonases, querría morir—decía él con voz grave.

La hembra sonrió incrédula, dejando de mirarle para fijar sus ojos en el baile inmediato.

¡Morir!… ¿Quién pensaba en esto? Ella amaba la vida sobe todas las cosas.

—¡Vivir, tonto!—murmuró—. ¡Vivir para querernos mucho!

El la envolvía en una mirada ávida, con fiero egoísmo masculino.

—Sí; vivir contigo… ¡Pero si algún día me dejases… ! ¡Si algún día te perdiese… !

Se alejaron. «¡Morir!», seguían cantando los vagabundos con desgarrador gemido. «¡Morir!», repetían las cuerdas de la guitarra gravemente. Y fue en vano que los cornetines rugiesen más alto la canallesca matchicha; que chillaran las muchachuelas perseguidas por audaces manos, y los cantores del Amor y la Muerte fuesen con el sombrero en la mano implorando una limosna, cayendo de golpe de las melancolías de la romanza a la miserable mendicidad.

Todo lo contemplé de un modo distinto. Creí que otra pareja pasaba ante mí; la eterna, la que vive desde que la Humanidad sintió algo más que la punzada del estómago hambriento y la cólera homicida de la, bestia que necesitaba matar para existir; la que está esculpida en mármoles a los que los siglos han dado la amarillez del ámbar; la que ha pasado las puertas de los poetas y los artistas, en horas decisivas, para marcar su trabajo con el sello de la inmortalidad: él, arrogante arquero, coronado de rosas; ella, pálida y ceñuda, con el reloj apoyado en los potentes pechos, de los que manan el Olvido y la Nada, marchando tras el jovenzuelo, como una amante vieja, sumisa y recelosa, que teme perderlo.

Y a pesar de lo vulgarísimo del ambiente, mi emoción fue más intensa que en el dulce misterio de la noche florentina.

La vejez

¿Qué es lo que los hombres tememos y deseamos al mismo tiempo en el curso de nuestra vida?…

La vejez.

La tememos porque es signo de debilidad y decadencia, heraldo que pre-gona un próximo fin, mensaje de la destrucción y de la nada.

Nos sonrie la esperanza de ver llegar a esta huéspeda importuna, porque es una garantía de que nuestra existencia no se cortará brusca e inesperadamente. La animosidad con que pensamos en esta viajera odiada y deseada a la vez, que ha de llegar puntualmente cuando suene su hora, es producto, en gran parte, de un error.

Confundimos lamentablemente la vejez con la decrepitud.

Hombres hay que a los treinta años son decrépitos y agonizan lentamente. En cambio, viejos de ochenta gozan de la santa alegría de vivir.

—¿Qué es la vejez?…

La Humanidad ha pasado miles de años sin pensar en esto, como en tantos fenómenos de su existencia que ve de cerca todos los días con la distracción de la costumbre, sin sentir curiosidad ni preguntarse sus causas.

Ocurre con la vejez lo que con la muerte. Sabemos que ha de llegar, pero la vemos tan lejos, ¡tan lejos!, durante una gran parte de nuestra vida, que sólo nos inspira la falsa emoción de una catástrofe ocurrida en un lugar lejano del globo. Nos lamentamos, pero nuestro egoísmo, al ver que no nos toca de cerca el peligro, hace que las palabras no tengan eco en el pensamiento. También estamos seguros de que algún día ha de llegar el fin del mundo, la muerte de nuestro planeta; pero esto es tan remoto, que no turba ni por un instante la paz de nuestros días.

Las religiones, que tienen sobre la ciencia la enorme ventaja de poder dar respuesta a todos los misterios que nos' rodean sin necesidad de ofrecer pruebas, han explicado, con más o menos fantasía, qué es la vejez y qué la muerte. El melancólico Buda llamó a la vejez el tercer sufrimiento, para el cristianismo, es algo así como la preparación del alma que se despide antes de emprender su viaje final al seno de la Divinidad.

Poetas y filósofos han discurrido siglos y siglos sobre la vejez, pero de un modo imaginario. Sólo a mediados del siglo xix los fisiólogos han comenzado a ocuparse de este problema, con observaciones prácticas, sentando una afirmación que desconcierta a muchos y les hace morir con la cólera del que se siente víctima de una injusticia del Destino.

Según estos hombres de ciencia, el cuerpo humano está organizado para vivir ciento cincuenta años cuando menos. Algunos prolongan el término más allá de los doscientos años.

—¿Y por qué vivimos mucho menos?—pregunta con rabia el egoísmo humano.

Aquí la razón científica se plurifica en innumerables explicaciones. Cada sabio expone su teoría, aunque todos ellos están acordes en reconocer como una de las causas principales la mala organización de nuestro modo de vivir, la malsana influencia de las rutinas seculares, de las costumbres, de todo el engranaje de la existencia moderna, que al cogernos en la cuna parece no tener otra misión que llevarnos cuanto antes al sepulcro.

Es indudable que en remotos tiempos el hombre vivió más que vive en los presentes. Las tradiciones religiosas que hablan de vetustos patriarcas, alegres y sanos como jóvenes, tal vez no están desprovistas de fundamento. Es probable que alguna vez murieron los hombres centenarios dulcemente, cual una luz que se extingue, satisfechos de acabar sin protesta y sin rencor para la muerte, saciados de sus días, como dice la Biblia.

Los sabios franceses son los que mejor han estudiado científicamente este problema de la vejez y la muerte.

Hace medio siglo, los grandes fisiólogos Flourens y Demange explicaron la vejez diciendo que con el curso del tiempo las paredes de nuestras arterias, fatigadas por un largo servicio, pierden su elasticidad. Débiles y saturadas de sales de cal, riegan mal nuestros órganos, que se marchitan y atrofian. Su conclusión es ésta: «Cada hombre tiene la edad según el estado de sus arterias.» Pero cuando la averiguación científica les preguntó el porqué de esta infiltración calcárea de nuestros vasos sanguíneos, los dos sabios no supieron qué contestar.

Una nueva teoría, más simple y tal vez cierta, ha surgido recientemente: la del sabio Mechnikof, discípulo y heredero de Pasteur, continuador de su obra, hombre de laboratorio, que es a la vez un gran escritor y un artista elocuente. Según Mechnikof, todo el mal de nuestra vida, la triste vejez y la muerte anticipada, reside en el intestino grueso. En los tiempos prehistóricos, cuando el hombre salvaje, fiera semi-rracional, había de contentarse con grandes cantidades de alimentos vegetales, y perseguido sin cesar por otras bestias superiores, o perseguidor a su vez de las bestias inferiores, sentía la necesidad de mantener en su organismo durante largas horas los nauseabundos desperdicios de la alimentación, el intestino grueso le prestó un gran servicio desarrollándose como un órgano de indispensable necesidad. Las aves, que pueden librarse de estos residuos sin detener su movimiento, carecen de tal órgano. Hoy el intestino grueso es para los hombres, según Mechnikof, un terrible laboratorio de muerte, donde se fabrican las toxinass que envenenan lentamente nuestra existencia.

El cuerpo humano lo ve este sabio como una república federal de células en la que la división del trabajo ha llegado al último extremo: «Unas células fabrican el azúcar; otras, la bilis; las hay que con sus movimientos producen el fenómeno de pensar.» Todos estos pequeños seres que viven en nosotros y para nosotros, formando gran parte de nuestro cuerpo, los apellidan los biólogos células nobles.

Al lado de ellas hay otras células más groseras y robustas al mismo tiempo, que están encargadas de la limpieza y defensa de nuestro organismo: como si dijésemos la policía interior del cuerpo humano. A estas células, siempre hambrientas, rudas y brutales, las llama Mechnikof fagocitos, o sea células comedoras. Si encuentran un microbio o un residuo malsano en nuestro interior, le dan caza, lo rodean y lo devoran. El ejército de los fagocitos es la guarnición de la plaza fuerte de nuestro cuerpo. Enemigo que penetra en ella perece in, mediatamente, y así podemos, defendemos de los innumerables sitiado res invisibles que nos rodean a todas horas e intentan asaltarnos. Pero estos aliados de nuestra vida, estos defensores de nuestro organismo, crecen en ferocidad con el tiempo. Son como los perros de caza, que acaban por devorar las piezas, olvidándose de ayudar a su dueño. Cuando en el curso del tiempo las células nobles se usan, a causa de las toxinas que fabrica el intestino grueso, y carecen de defensa, los fagocitos las consideran con igual animosidad que si fuesen enemigos, y arrojándose sobre ellas las devoran, no dejando más que los residuos calcáreos, imposibles de digerir. De aquí la fragilidad del esqueleto, la decadencia de los órganos. la marchitez rugosa de la piel, la vejez, en una palabra, que no es realmente más que una enfermedad.

Y, sin embargo, esta época de nuestra vida, que representa la decadencia y atrofia de los órganos, ha gozado siempre de cierta superioridad.

Los primeros conductores de hombres fueron los guerreros: esto es indudable. Las hordas, obligadas a pelear para poder vivir, acataron, por egoísmo y espíritu de conservación, la autoridad del más bruto. Pero cuando el hombre aró la tierra, y poseyendo otros medios de existencia que la caza o el robo pudo vivir en relativa paz, acató la autoridad del patriarca: y entonces la majestad de la vejez, las luengas barbas de nieve, la frente arrugada y serena, ejercieron una influencia misteriosa, un poder religioso, superior al del brazo membrudo armado con el hacha de pedernal.

En el hombre es instintivo el respeto a la ancianidad sana que aún puede pensar. Los antiguos dioses, cuando necesitaban oráculos, sólo hablaban por las bocas pálidas de los sacerdotes, cubiertas de hilos de plata. Todos sentimos confusamente que algo superior, reposado e inmutable, como el supremo misterio de la Naturaleza, 0^0^^ por esos pensamientos que han vivido mucho.

Una parte importante de la Humanidad occidental y civilizada venera como personificación de Dios a un sacerdote de cabeza blanca y blancas vestiduras que extiende su diestra desde Roma. La ancianidad es condición indispensable de su ministerio. Un Papa de veinticinco años haría retroceder de espanto al catolicismo.

En el arte las primeras figuras son grandes ancianos, a partir de Hornero, con sus ojos sin luz y su barba de blancos anillos. Víctor Hugo, muriendo a los cuarenta y cinco años, hubiera sido para la Historia un gran poeta, pero no el vidente de todo un siglo, el patriarca protector de los miserables, el generoso cantor de la Piedad Suprema. Tolstoi es grande por sus obras,. por su noble locura evangélica; pero lo más conmovedor en él es la ancianidad, esa vejez heroica, eco de todas las miserias y tristezas, que con motivo de su jubileo implora la cárcel y el patíbulo a cambio de redimir a sus semejantes.

La vejez inteligente y sana, con el pensamiento intacto, infunde el mismo respeto que sienten los orientales por el loco sagrado. Hay en ella algo de lo que llaman los árabes el soplo de Dios.

No es esto decir que el mundo debe ser dirigido por los viejos. Los que libran las batallas de la vida, hacen las revoluciones y aceleran el progreso, son los jóvenes. A ellos la espada y el escudo; para ellos la primera línea, la vanguardia, en la que se reciben golpes de muerte y besos de gloria. Pero cuando llegan al cansancio y la noche, alguien ha de recoger a los caídos y rezagados, alguien ha de poner término al combate, pues la vida no es guerra toda ella ni toda paz. Son los viejos entonces los que mandan, los grandes maestros de piedad y tolerancia, los que contemplan el torrente humano desde las alturas de una dulce impasibilidad, inaccesibles a las ambiciones y a los odios que nos agitan a los demás hombres. Los jóvenes son los guerreros del progreso humano; los viejos, los sacerdotes que lo consagran y dulcifican con su bondad.

Antiguamente, el poder del patriarca se fundaba en su experiencia, en lo que había visto v aprendido durante los años. Hoy esto no es indispensable. Un hombre de treinta años puede saber lo mismo que otro de ochenta, gracias a las facilidades que la Imprenta y los viajes proporcionan a toda clase de conocimientos.

La majestuosa grandeza de la vejez no reside en la experiencia, sino en su tranquilidad, en su alma serena para examinar las cosas.

Pasamos gran parte de nuestra vida corriendo tras brillantes y engañosos fantasmas, viendo todo cuanto nos rodea al través de mágicos celajes.

Peleamos como fieras, por el amor, la gloria, el honor, la riqueza… ¡Ay! Sólo los viejos, cuando están próximos a abandonar el mundo, saben lo que son y lo que valen estas palabras. Los velos engañosos se rasgan para ellos. Lo que a nosotros nos enardece, no despierta eco alguno en sus organismos. Ellos conocen la verdad, la única verdad, oculta tras las fantasmagorías juveniles. Lo cierto para ellos es haber cumplido el deber; su único amor, el que presta apoyo al semejante; su única riqueza, la satisfacción de sí mismo por haber hecho el bien.

La vejez, al apagar los instintos y pasiones que perturban nuestra vida, da a esos hombres una serenidad de semidioses, prolongando su vista al través de las tinieblas y prejuicios que nos rodean.

Una vejez tranquila, con el pensamiento sano, es, como diría un poeta antiguo, «el mejor de los dones de los dioses». Del ángel y la bestia que, según Pascal, llevamos todos dentro de nosotros, el ángel queda en pie, bondadoso, tolerante, lleno de dulce misericordia para los hombres y las cosas, y la bestia, apasionada y rugiente de apetitos, cae a los pies, como envoltura rasgada y flácida.

Pasamos media vida enloquecidos por el genio de la especie; esclavos del instinto de reproducción, que nos perturba y nos hace cometer toda clase de actos indignos o de heroicidad oscuras y disparatadas; creyendo qué la existencia no es más que esto, sordos y ciegos para otros deberes.

La vejez, libertada de tan grosera servidumbre, sonríe misericordiosa.

Un obispo de otros siglos mostraba inmensa tolerancia ante pecados y crímenes.

Cuando sus familias se escandalizaban de esta bondad, el anciano les respondía, con rudeza castellana, llevándose un dedo a la frente:

—¿Qué queréis?… Dios os ha hecho a semejanza de una casa; y cuando no hay paz en el piso bajo, es natural que arriba anden todos como locos.

La Madre Tierra

El padre Sol y la madre Tierra y la hermana Agua forman la verdadera familia del hombre. Sin estos parientes bondadosos, que cuidan de su manutención y de su vida, el hombre, débil niño, no hubiese podido subsistir sobre el planeta.

En esta familia natural ocurre lo mismo que en las familias humanas. La madre excede en cariño al padre y a los hermanos, y el hombre, su hijo, ama a la Tierra con especial predilección.

La historia de ésta es su historia. Mientras el hombre vaga en los remotos siglos prehistóricos sobre la tierra cubierta de matorrales, aprovechando sus frutos espontáneos, como un parásito inútil, no existen sociedad, historia ni familia; el día en que, bajando los ojos al suelo, piensa por primera vez en los pechos inagotables de la gran madre y araña su superficie en busca del yugo de sus entrañas, empieza la gran epopeya de la bestia convertida en ser humano.

Del primer surco recién abierto nacieron, triunfadoras, nuestra civilización y la gloria regia de nuestra especie. El primer palo de punta aguzada que sirvió para arañar la tierra fue el cetro más poderoso que vieron los siglos, la espada conquistadora que sirvió para someter a la autoridad del hombre la Naturaleza entera, con sus fuerzas productoras y sus bestias inferiores.

Yo admiro, como todos, los grandes progresos modernos, los descubrimientos e invenciones de nuestros días. Pero mi amor y mi agradecimiento no son para los inventores contemporáneos. Los grandes ingenios que yo admiro no estuvieron en Universidades, no conocieron siquiera la camisa y los zapatos; fueron hombres peludos y bárbaros, de cráneo pequeño poblado de hirsuta melena; de mandíbula ruda y saliente; de ojos pequeños y hundidos. en los que los primeros albores de la inteligencia se reflejaban con una chispa maligna; de brazos largos y pies prensiles, con todas las irregularidades esqueléticas que delataban el reciente escape de la animalidad original. Su traje era la piel arrancada a la bestia luego de atroz combate a palos y pedradas; su suprema elegancia, una capa de grasa esparcida sobre el cuerpo; su arte, un collar de dientes de fiera o un adorno de espinas de pescado.

No conocían la familia, no conocían la casa, ignoraban la existencia del amor. Vagaban en cuadrillas, asociados por la simpatía de la habilidad o de la fuerza: ca-aban a la carrera la hembra que encontraban en las soledades, llevando su cría bajo el brazo, y cuando, al fin, llegaban a alcanzarla, una lluvia de puñetazos que la aturdía, un palo que la derribaba en el suelo, una pedrada que la privaba de todo movimiento de resistencia, eran la primera demanda de amor. La hembra, fecundada una vez más por la violencia, tomaba su hijo en brazos, y llevando la promesa de otro en las entrañas, seguía su camino, mientras el padre de azar desaparecía para siempre.

Estos hombres-bestias, estos seres bárbaros, que apenas habían acostumbrado su columna vertebral a la verticalidad, sintiendo la atracción, por la longitud de sus brazos, a volver a descansar sobre las cuatro patas, son los grandes inventores que yo admiro, los Inolvidables bienhechores de la Humanidad. que aseguraron nuestra existencia al aguzar su ingenio, descubriendo grandes cosas para la alimentación y conservación de nuestra especie.

El vapor y la electricidad con sus innumerables aplicaciones; los actuales medios de comunicación, que parecen extraídos de un cuento de hadas; las grandes máquinas, que producen objetos vertiginosamente; el vehículo eléctrico, el submarino, el automóvil, el aeroplano, son grandes inventos, orgullo de nuestra época. Todos ellos sirven para abaratar nuestra existencia, para acrecentar el bienestar y las comodidades, pero yo no sé por qué el teléfono o la luz eléctrica, por ejemplo, sirvan para aumentar ni en una son hora nuestra vida. ni que necesitemos del ferrocarril o del fonógrafo cada veinticuatro horas como de algo indispensable para la existencia, sin cuyo auxilio podríamos perecer. Naciones inmensas hubo en otros tiempos que no conocían nada de esto y vivieron bastante bien; pueblos enteros quedan aún en ciertas partes del planeta que no tienen noticias de tales cosas, y vegetan sin que les falte la alegría.

Los descubridores amados por mí son nuestros remotos abuelos ingeniosos salvajes que inventaron el fuego, inventaron el surco e inventaron el pan. ¿Qué descubrimientos pueden compararse a éstos? Sin la ferretería y los fluidos cautivos de la invención moderna se vive incómodamente, pero se vive: sin las ingeniosidades de aquellos inventores peludos, que aún conservaban en su agilidad y su organismo el recuerdo del parentesco con el mono, lejano primo nuestro oue no ha hecho carrera; sin el esfuerzo mental de aquellos simpáticos salvajes no hubiese habido fuego no hubiese habido pan. no se habrían creado ciudades, y tú. lector, no existirías, ni yo tampoco, y tal vez a estas horas rodaría la Tierra en el espacio silenciosa y solitaria, como una casa abandonada.

Ahora que se levantan estatuas al que realiza la más pequeña invención, imaginaos qué monumento debería elevar nuestra gratitud a aquellos descubridores desconocidos, cubiertos de pieles, untados de grasa, cuyo lenguaje no debía de ir más allá del ladrido de perro o del chillido del mono. Los Alpes, colocados sobre los Pirineos, no bastarían a testimoniar nuestro agradecimiento a estos héroes de la prehistoria, padres de la civilización y abuelos de nuestro bienestar.

Edison, rodeado en su gabinete de bocetos de invenciones, de monstruos informes de la mecánica que han de convertirse en descubrimientos, aparece como un niño de genio entre juguetes maravillosos, si se le compara con el hombre salvaje que. cejijunto por la concentración dolorosa de un pensamiento naciente, se aproximó a la hoguera encendida por el rayo en la selva prehistórica.

Aprovecharse del calor del fuego es un instinto natural. Todas las bestias, por torpes y rudimentarias que sean, saben aproximarse al fuego. Pero lo que no saben, lo que no han hecho nunca, ni aun las más inteligentes, es buscar un tronco seco o cogerlo cuando lo tienen a su lado, arrojándolo a la hoguera para que se prolongue su calor.

El hombre no inventó el fuego; pero hizo algo más útil, que fue descubrir el arte de conservarlo. La noche en que la bestia bípeda, acurrucada junto a la hoguera encendida por la tempestad, intentó el gesto salvador asiendo una rama para arrojarla al rescoldo, prolongando su luz y su calor, fue te, verdadera Nochebuena de nuestra historia, la del nacimiento del hombre-rey.

La hoguera mantenida a todas horas, el tizón transmitido de unos grupos a otros como un fetiche omnipotente, la certeza de poder producir el fuego en todos los sitios, emancipó a la pobre bestia humana, eterna víctima de otros seres más fuertes, por haber nacido débil y sin armas. El hombre ya no tuvo que refugiarse en la copa de los árboles o en las profundidades de las grietas terrestres. Las espantables bestias prehistóricas, erizadas de dientes, púas y sierras; el oso de las cavernas, grande como un toro; el ciervo, enorme como un castillo y de sanguinaria ferocidad; toda la fauna horripilante, de formas fantásticas, aborto de una pesadilla de la Naturaleza, retrocedió en la noche, guiñando los ojos con aullidos de asombro, ante el rojo sol de la hoguera encendida en la lóbrega planicie, al amparo de cuya luz pudieron dormir tranquilos los humanos.

La hembra, mísera bestia dedicada a procrear hijos de padres desconocidos y a defenderlos de sus propios generadores, se convirtió en guardadora de la hoguera, en respetada sacerdotisa de la llama. El hombre ya no tuvo que salir de caza todos los días, corriendo tras la presa, aguijoneado por el hambre, lo mismo bajo la tempestad que en días plácidos, para devorarla sobre el terreno, viva y palpitante. El fuego le ayudó a conservar su botín varios días, sin peligro de putrefacción; los alimentos almacenados le permitieron descansar, tenderse a la sombra del árbol o junto a la corriente del río, pensar, soñar, darse cuenta de lo que le rodeaba, fijarse en las fuerzas misteriosas que convivían con él, y su inteligencia fue dilatándose en estas horas de solitaria reflexión, que duraron siglos y siglos. Entonces inventó a los dioses, comenzó su interminable y confusa separación entre lo que consideraba bueno y lo que creía injusto, y contemplando su puño cerrado descubrió el martillo y la maza; mirando su mano abierta dio al pedernal la forma de hacha, inventó la lanza y la espada como una prolongación de su brazo, y copió el ángulo del codo en la rama endurecida, que fue el más primitivo de los arados.

Yo he visto en algunas exposiciones el modelo de la primera locomotora que corrió sobre los carriles y la última forma de las máquinas modernas, gigantescas como catedrales movibles de acero; he visto un facsímil del primer barco de vapor ideado por Fulton, en el que un grosero mecanismo movía los remos, y he visitado acorazados de muchos miles de toneladas, con sus cuádruples chimeneas que dan impulso a veloces turbinas. ¡Cuántos inventos prodigiosos dentro del invento original! ¡Qué larga serie de esfuerzos y perfeccionamientos entre el boceto informe y la obra definitiva!…

Y, sin embargo, estos trabajos del ingenio moderno resultan insignificantes comparados con los esfuerzos mentales de los primeros inventores, que durante siglos y siglos colaboraron en una obra que ahora nos parece sencillísima: la de abrir un surco en la tierra, depositar en él una semilla y aprovecharse más tarde del fruto de la planta.

¡Qué inmenso talento el del primer bienhechor de la Humanidad que discurrió limpiar el suelo de plantas inútiles y nocivas; que desmenuzó la tierra y la peinó con sus rudos instrumentos, dejándola fina y jugosa, con las entrañas abiertas a la fecundación atmosférica; que abrió en ella surcos y depositó las semillas para la reproducción de la vida, sirviéndole tal vez de inspiración en esta obra el recuerdo del choque sexual, del encontronazo grosero, del arar en carne viva, que perpetúa la existencia de las especies animales!…

¡Qué portentosa imaginación la del hombre que discurrió plantar el trigo silvestre, sometiéndolo a la disciplina del cultivo, y lo recolectó y luego lo hizo polvo, y uniendo este polvo con el agua creó una masa, y sometiendo la masa a la acción del fuego inventó el pan!… Aparece tan grande, tan complicado, tan inaudito este descubrimiento que, indudablemente, no pudo ser obra de un solo hombre. Se necesitaron para realizarlo centenares de inteligencias, sucediéndose en la labor a través de siglos y siglos, añadiendo cada uno un pequeño perfeccionamiento a la obra de sus antecesores, avanzando un leve paso, como en los grandes inventos de nuestros días se amontonan los ingeniosos perfeccionadores tras el primer gesto del iniciador general.

Con el primer surco se aseguró para siempre la vida del hombre y nació la civilización. El agricultor no pudo vivir allí donde la casualidad le deparaba el abrigo de una caverna, lo mismo que el pastor o el cazador; necesitó permanecer junto al campo e inventó la vivienda, copiando instintivamente la arquitectura de su esqueleto en los costillares y la viga central del techo de la cabaña. El hombre quedó fijo en el suelo. Se acabó la vida de horda, vagabunda y aventurera, en la que los hijos sólo conocían a su madre y la hembra era de todos. El hombre, en su soledad laboriosa, quiso tener una compañera, y nació la familia y apareció el derecho de propiedad—propiedad del campo y propiedad de la mujer—, creándose esta tiranía de los modernos tiempos, a impulsos del egoísmo y el amor.

Las chozas se agruparon formando aldeas: las aldeas se convirtieron en ciudades: las ciudades, por la común seguridad o por la conquista, formaron monstruosos amontonamientos políticos, que no eran naciones tal como hoy las concebimos, sino inmensas colmenas humanas, con una abeja-rey, en las que incubó y tomó forma nuestra organización actual.

¡Todo alrededor del primer surco!

De la madre Tierra salió igualmente nuestro progreso.

El gran Elíseo Reclús, en su libro El hombre y la tierra, que escribió poco antes de morir con dulce serenidad de santo laico, se detiene a examinar el simbolismo que encierra la leyenda bíblica de Caín y Abel.

Esta leyenda, como la del Diluvio y la del Paraíso con su árbol de la ciencia, es de origen caldeo. Los hebreos no vacilaron, al confeccionar su historia religiosa, en robar sus leyendas a la Caldea, soñadora, imaginativa y novelesca.

Caín fue el primer labrador. Abel vivía dedicado al pastoreo.

El uno, robusto, paciente, endurecido por la fatiga, trabajaba de sol a sol, luchando con los rigores de la Naturaleza, la extremada sequedad o las mortales tempestades, afanándose por dominar y transformar las condiciones del clima y el suelo.

El otro era el pastor vagabundo, el parásito de la Naturaleza, que vive de explotar sin trabajo a las bestias y al suelo, que deja a éste sin transformación y respeta su incultura, deseando que se perpetúe, para que sus rebaños encuentre alimento, aunque los hombres perezcan de hambre.

Caín era de carácter grave, parco en palabras y de humor sombrío, como todo el que lucha y se esfuerza, viendo incierto el porvenir; Abel, alegre y dulce, falto de preocupaciones, como un bohemio de la Naturaleza.

El agricultor ofreció a Dios las espigas de su campo, mojadas con el sudor de su cuerpo, en cuyos granos quedaba sepultada una partícula de su fuerza vital. El pastor dedicaba a la Divinidad el sacrificio de una bestia de su rebaño, cogida al azar, y elevaba al cielo sus bracos, tintos en sangre inocente. Su religión era la de los pueblos salvajes y vagabundos: la ofrenda de carne palpitante rociada de grasa; el sacrificio de la res de todos los pueblos pastores, los cuales, extremando luego su devoción, llegan al sacrificio de seres humanos.

Caín mató a Abel. Era inevitable, era justo. El símbolo de la leyenda no puede ser más acertado. Lo mató como mata el cultivador, para el bienestar de los humanos, los terrenos baldíos; como destruye el hacha civilizadora los inútiles matorrales; como el espíritu de los tiempos modernos aplasta los últimos vestigios del pasado, sonrientes tal vez y seductores al través de los siglos, pero nocivos y fatales pesos muertos que dificultan nuestra marcha. Los hijos de Caín, según la Biblia, trabajaron el hierro y los demás metales; se convirtieron en mineros y fundidores.! De la agricultura nace la industria. Del pastoreo proceden el hombre de presa, el guerrero a sueldo, el sacerdote de todos los tiempos, que convierten el cayado en signo de autoridad. Bien muerto fue Abel… ¡Viva Caín!.

Rosas y ruiseñores


Vengo de Aranjuez de contemplar los espléndidos jardines que la primavera viste con regio manto y corona de flores, mientras el Tajo los arrulla con el monótono zumbido de sus aguas espumantes.

Los árboles gigantescos, cantados por la musa popular, ondean su cabellera de apretadas hojas junto al azul del cielo, inmenso cristal por el que resbalan, como mosquitos casi imperceptibles, las bandas de pájaros viajeros. Una sombra húmeda y verdosa se extiende bajo el follaje. Sobre el suelo brillan, con temblona luz de monedas de oro, las pequeñas manchas circulares de los rayos de sol que logran filtrarse entre las hojas.

Los sátiros y ninfas de las antiguas fontanas parecen estremecer sus bronces con palpitaciones de carne viva en esta luz misteriosa; ríe el mármol de la Venus y los amorcillos al deslizarse por su pálida superficie los estremecimientos de la brisa, acompañados de un cabrilleo de resplandores y movibles sombras; refléjanse invertidas en la dormida agua de los grandes tazones las desnudeces mitológicas, las canastillas de flores de piedra, como adornos de mesa, de blanco biscuit, montados sobre bases de veneciano espejo.

Y en esta penumbra verde, moteada de inquietos puntos de sol; en este ambiente rumoroso, donde aletean tenues mariposas, zumban pesados insectos de metálico coselete y alas estridentes, y vuela el regio faisán, aristócrata del aire, extienden las rosas su erupción primaveral: unas, encendidas, de color de aurora; otras, pálidas y sedosas, con el tinte suave de la carne femenil oculta bajo el misterio de las ropas.

El perfume, alma de las flores, espárcese en sutiles oleadas bajo el follaje temblón, mezclado con el olor acre y campestre de los árboles. Las corolas extienden en tomo de ellas una atmósfera mágica e invisible que parece surgir de los incensarios de una religión de hadas.

El tacto goza al acariciar el velludo terciopelo de las grandes hojas, el oído parece mecerse con el arrullo de la cascada lejana, con el gotear del surtidor, desgranándose en un continuo esparcimiento de perlas, con los mil ruidos misteriosos de la corteza que estalla en el tronco, de la yema que rompe su envoltura, de la hoja que cae y voltea entre las piedrecitas de la avenida del insecto que zumba, del sapo que chapotea en el agua verdosa, moviendo sus ágiles remos para refugiarse bajo la amplia tienda de la planta acuática; la vista se embriaga de luz y de color ante las rosas, sultanas del jardín, escoltadas por escuadrones de pensamientos con sus caras barbudas de lansquenetes, rematadas por grandes boinas de morado terciopelo; ábrense los labios para paladear los sutiles aromas del aire, mezcla confusa de sabores y olores, mieles vegetales, vagarosas y acres, que son el sustento de todo un mundo de bestias insaciables y casi microscópicas, volátiles o rampantes: pero de todos los sentidos, es el olfato el que goza con más intensidad en esta fiesta primaveral.

Los perfumes son el lujo hermoso e inútil de la Naturaleza, y el olfato es el sentido menos necesario y más superfluo de nuestro organismo.

Como dice Maeterlinck, nadie sabe de qué sirven a las flores sus perfumes y en qué puede favorecer su vida ese ambiente mágico de que se rodean.

El perfume es hermoso, y esto le basta para justificar su existencia, como tantas cosas de nuestra vida que son completamente superfluas, pero la alegran y la hacen llevadera, inspirándonos un amor más intenso que las cosas útiles y necesarias.

El olfato es el último de los sentidos que se desarrolla en nosotros y el menos necesario. A lo más, sirve para defender nuestra nutrición y nuestra respiración, avisándonos con un alerta desagradable la proximidad de los alimentos putrefactos o la atmósfera enrarecida. Hay muchas personas que viven perfectamente sin poseer este sentido.

Además, el olfato es variable en sus sensaciones, según las razas y el grado de cultura de los pueblos. Desfalleceríamos de angustia ante los olores caros a un esquimal o a un salvaje del interior del África, y éstos, a su vez, se encogerían de hombros al ver cómo aspiramos una flor, cuyo tenue perfume no llegan a percibir.

El curso del tiempo y el grado de civilización han hecho progresar este sentido, despertando en él nuevas perfecciones y despojándolo de su primitiva brutalidad. Los antiguos sólo gustaban de perfumes gruesos, ruidosos, aplastantes. En la antigüedad fueron pocos los poetas que hablaron de los aromas de las flores. Los perfumes amados eran los brutales, los sólidos. los asfixiantes: el almizcle, el benjuí, la mirra, el incienso, los que se conservan hoy para sahumerios de enfermo o mantiene la tradición religiosa en el interior de los templos. Los perfumes cantados por Salomón y otros poetas hebraicos sólo podría sufrirlos hoy una pastora zafia.

En la vida moderna, el olfato marca con su desarrollo diversos estados de civilización y separa unas clases sociales de otras. Del mismo modo que la música es para muchos un placer de primera necesidad y para otros un ruido innecesario o molesto, los perfumes hacen soñar a algunos seres humanos y dejan a otros en la más absoluta indiferencia.

Las flores sólo son amadas por los habitantes de las ciudades. El labriego marcha por la campiña sin que jamás se le ocurra aspirar el perfume de una rosa. Las más de las veces no puede percibirlo su olfato, habituado al hedor del estiércol, al vaho ardoroso de la tierra, al acre y enérgico aroma de los grandes vegetales. Las flores que no sirven para la venta las desprecia; las que crecen silvestres, matizando con vivas tintas los rubios bancales de trigo, las aborrece como diosas ladronas que roban al surco una, parte del vigor destinado a dar al pan su fuerza nutritiva.

En muchos jardines de Valencia cultívanse las flores en grandes extensiones, como si fueran patatas, sin que el hortelano se sienta conmovido por su belleza, sin que se detenga a aspirarlas; cuando están en sazón, las corta lo mismo que en una siega y las envía a Madrid o a otros mercados, satisfecho de la buena cosecha, igual que si exportase vino a Francia o cebollas a Inglaterra.

Sólo en las ciudades alcanzan estas joyas frágiles y perfumadas una dulce adoración. La Humanidad refinada en sus gustos se extasía al sumir su olfato en el nimbo invisible que envuelve sus corolas; los ojos femeniles se entornan al contemplarlas, sintiendo que un mundo nuevo de sensaciones y anhelos despierta en su interior.

El misterio de estos perfumes, que nadie sabe a qué necesidad de vida responden y cada vez ensanchan el más moderno de los sentidos humanos, hace pensar en un futuro de mayor perfectibilidad para el hombre.

El olfato se desarrolla con la civilización. Sutiles sensaciones que no conocieron los antiguos, nos hacen deleitarnos con la respiración de las flores. Los perfumes hoy en moda son tan finos y vagarosos, que un griego o un romano no llegaría a percibirlos. La castellana medieval de las leyendas romántico-caballerescas, perfumada con azafrán o con alhucema, aspiraría en vano los botes de tocador usados por la mujer moderna.

El olfato humano se aguza, adivinando en torno de él un infinito de sensaciones ocultas, de misterios que duermen en el espacio.

Como presiente Maeterlinck, ¡quién sabe qué sorpresas nos aguardan cuando el olfato llegue a perfeccionarse, siendo igual al sentido de la vista, como ocurre, por ejemplo, en el perro, que ve tanto por la nariz como por los ojos!


* * *


Cuando empiezan a amortiguarse los rayos de luz filtrados por el follaje y se condensa y oscurece la verde penumbra de los jardines, y el sol al huir deja en el horizonte una faja de oro, jirón de su regio manto cogido y desgarrado al unirse las puertas de la tierra y el cielo, palidecen las rosas con melancólica languidez, lanzan las ultimas bocanadas de su grata respiración, encogen sus pétalos como odaliscas muelles, que pliegan los brazos, sumiendo en ellos la cabeza para entregarse al sueño, y húndense lentamente en la sombra, dejando el sitio libre a sus hermanas las flores de la noche.

Arriba, en campos inmensos de lobreguez, brillan las rosas del cielo, majestuosamente inmóviles, o centellean con incesante parpadeo, cual si el soplo de la eternidad moviese sus pétalos de diamante. Unas son blancas, con la blancura del jazmín; otras, sonrosadas, con la suavidad de la carne femenina; algunas tiemblan con un azul vagaroso que recuerda el de las violetas.

Abajo, en las arboledas oscuras, de sombra y misterio, palpitan flores invisibles, estremeciendo el espacio con la expansión de sus almas Son negras, como hijas de la noche. Flores de la sombra, no necesitan del color y aman sus modestos hábitos, que les permiten ser invisibles en la densa lobreguez, llena de peligros. Sus perfumes pueblan la noche, pero no se esparcen en ondas mudas que sólo despiertan eco en el olfato: vibran en los oídos con celestial caricia, estremecen el silencio, vivifican la augusta calma de la Naturaleza desde que el sol escapa hasta que vuelve con una cantiga de amor, y las estrellas parecen temblar en el espacio como cuerdas melodiosas que acompañan esta sinfonía de la sombra.

El ruiseñor, rosa de la noche, salta invisible de rama en rama, llevando de un lado a otro su perfume sonoro, su alma melodiosa, un ambiente de trinos que acompaña el movimiento de sus plumas inquietas. La santa poesía va con él, ese anhelo de misterio y de sensaciones extraordinarias, antiguo como el mundo y que perdurará mientras éste exista.

Es el testigo de los dulces secretos, el compañero de las grandes pasiones, el músico arrullador de los amorosos estremecimientos. Las beldades que ven pasar las flores del día, de mudo canto, por los senderos de los jardines, pudorosas y graves, han contemplado muchas veces estas flores de la sombra, de melodioso perfume, correr ansiosas dentro de sus blancas vestiduras hacia unos brazos amorosos, estremeciendo el silencio nocturno con los chasquidos del beso.

Trinos errantes de volador plumaje, que escuchasteis en un jardín italiano el dulce adiós de Julieta y de Romeo; sonad, sonad como ristras de perlas que caen invisibles en el negro silencio; esparcid vuestros perfumes melodiosos de rosas de la noche hasta que el gallo, trompetero del alba, os imponga silencio, y vuelvan a emerger de la sombra las rosas del día, frescas, luminosas y sonrientes, como surgió la tentadora Venus ante los ojos adorantes del caballero Tannhauser.

La Casa del Labrador

Junto a los seculares troncos de la arboleda florecen los rosales de Aranjuez; arriba, entre las olas inquietas del follaje, aletea el faisán, ave amada de los reyes; en medio de esa frondosidad que viste la primavera con nuevas hojas, dando a la luz un reflejo verde de misterio, álzase la Casa del Labrador, el capricho bucólico de los Borbones españoles, de una rebuscada elegancia en su simplicidad, como las pastorcillas de Watteau, que apacientan corderos con escarpines de raso y moñas de seda en el cayado.

Los bustos de mármol, las estatuas mitológicas, destacan su nívea blancura en balaustradas y hornacinas, sobre los muros de cálido rojo veneciano; en el interior, las columnas de piedras multicolores pulidas como espejos, los pisos de mosaicos antiguos, las doradas guirnaldas, los muebles que afectan formas griegas, los relojes monumentales, las raras porcelanas, las sederías costosas que guardan su fresca magnificencia al través de los siglos, los gabinetes con adornos de platino, los ricos esmaltes y hasta el retiro de las más urgentes necesidades, con su asiento solemne y majestuoso como un trono, todo ello hace revivir una época fácil y tranquila, de estiradas ceremonias en la existencia oficial y magnificas comodidades en la existencia íntima, de regalo y placer para la parte más grosera del cuerpo, y santa calma y beatífica inacción para el pensamiento, dormido bajo la cobertera de la peluca.

Los rosales trepadores abrazan las verjas con su perfumado serpenteo, escalan las paredes, se esparcen por cornisas y hornacinas, pendiendo fuera de ellas como racimos de asaltantes, que derraman una lluvia de pétalos a cada vaivén de la brisa; y el pequeño palacio blanco y rojo, con su vestidura de flores, parece sonreír graciosamente como una de esas sinfonías de Mozart que evocan en la imaginación columnatas de mármol con guirnaldas de follaje y praderas de violetas, en las que bailan contradanzas parejas graciosas de cabeza empolvada, y la ligera elegancia del colibrí.

En este palacio italiano, de vistosa riqueza, se entregaba el buen Carlos IV al juego «del labrador». Araba la tierra y se ocupaba en otras faenas agrícolas, para dar ejemplo a sus súbditos, cuando no estaba entregado a la caza, única diversión de su vida. Eran los tiempos del «alma sensible» y del «amor a la Naturaleza». Los filósofos, los poetas, preparaban la revolución, predicando las costumbres sencillas, la vida simple de los campos, y los potentados de la Tierra, reyes y grandes señores, por el atractivo del contraste, cansados de una existencia ceremoniosa moldeada por Luis XIV, entregábanse con pasión a esta novedad, a esta moda literaria, sin presentir hasta dónde iba a arrastrarlos. En Versalles, María Antonieta hacía de pastorcita, ordeñando vacas y fabricando quesos en la linda aldea de juguete del Pequeño Trianón. En Aranjuez, Versalles español, el buen Carlos IV, amante de la tierra porque en sus espesuras se oculta la caza, arrinconaba la escopeta por algún tiempo para cultivar los campos: convertía en lujoso palacio lo que llamaba modestamente «Casa del Labrador».

Rousseau, proclamando el amor a la Naturaleza, introduciendo por primera vez el paisaje en la literatura, dando un alma a las cosas hasta entonces inanimadas, había preparado la más profunda de las revoluciones. El gran bohemio del siglo XVIII, siempre en continuo combate con la pobreza y los mil incidentes de su existencia errante, era, sin darse cuenta de ello, el preceptor de los poderosos de la Tierra. Los altivos Borbones querían vivir según Rousseau, aunque fuese de mentirijillas dando ejemplo a los de abajo, que tomaban en serio la lección: y el amor a la Naturaleza, a la vida simple, trajo como consecuencia un descubrimiento: que todos los seres humanos son iguales en punto a derechos; y un día, la pastorcita de Versalles, la aldeana de delantal de seda, vióse en presencia de mujeres populares de verdad, que empezaron por arrebatarle la corona, y después la cabeza, fríamente, sin emoción alguna, mientras sus dedos callosos manejaban junto a la plataforma ensangrentada las agujas de hacer media.

En España no acabo el bucólico juego con regicidios. Los reyes acabaron sus días tranquilamente: sólo hubo una víctima: la nación, desangrada por guerras invasoras, amputada en lo más rico y grande de su organismo.

¡Ay la casita del Labrador! Cuando acababa la farsa de arar unas piezas de tierra convenientemente preparadas, o de contemplar amorosamente, como obra propia, las cosechas cuidadas por otros dos buenos mozos, corpulentos, de gruesas pantorrillas y abultado abdomen, que realizaban el ideal físico de las beldades de entonces, salían con sus escopetas damasquinadas, en busca de los faisanes, y seguidos de humildes servidores y perros inquietos. Eran el rey y su inseparable Manuel.

Entre tiro y tiro hablaba Godoy a su protector de lo que ocurría más allá de los Pirineos. Europa sentíase alarmada ante las conmociones de Francia, próxima a dar a luz algo nuevo y monstruoso: agitaciones, motines, las fortalezas reales tomadas al asalto por el populacho, los reyes en peligro; después, con lenta degradación de la Monarquía, su fuga infructuosa, la invasión de las Tullerías, la prisión, el suplicio de los regios parientes. Y el buen Carlos acogía estas noticias con mal humor, porque perturbaban la calma de su existencia, acabando por confiarlo todo a Manuel para no sufrir nuevas inquietudes. Que enviase ejércitos a la frontera, si es que podía formarlos; que movilizara a los frailes, gente robusta, numerosa y batalladora, capaz de combatir con los enemigos de Dios. Él se limitaba modestamente a sus glorias, y al regresar a la Casa del Labrador o al Real Palacio de Aranjuez, decía sonriendo a María Luisa:

—Hoy han caído trescientos.

Hablaba de los faisanes.

Ninguna inquietud inmediata turbaba su ánimo. La tormenta que gruñía más allá de las fronteras no penetraría en su casa. Nada tenía que temer. España no estaba para nuevas empresas en Europa; pero todavía era muy grande en el mundo: la más extensa de las naciones. El sol de Carlos IV, aunque más pálido que el de Carlos I, tampoco se ponía nunca. La metrópoli, cubierta de conventos, con las ciudades muertas y los caminos llenos de mendigos, no valía gran cosa; pero de casi todos los mares del mundo emergían pedazos de tierra dependientes del rey de Madrid, y al otro lado el Atlántico, medio continente, que representaba casi la sexta parte del planeta, hablaba nuestra lengua, y los pueblos oían sombrero en mano lo que Su Majestad Católica se dignaba decirles, de tarde en tarde, al través de miles de leguas. No había que temer nada del espíritu de los tiempos: el rey podía cazar tranquilamente. Un bloqueo intelectual aislaba los Pirineos y las inmensas costas de nuestra América. Llegaban las fragatas a los puertos del Pacífico después de navegar un año entero, y la muchedumbre acudía ansiosa de noticias. Sólo le daban una interesante:

«Su Majestad, que Dios guarde, sigue disfrutando de excelente salud.» Lo demás no merecía atención. Pero junto con esta noticia, siempre igual, llegaban en los buques otras novedades que se desembarcaban cautelosamente, como horrible contrabando: libros ocultos en barriles, periódicos que servían de inocente forro a obras de devoción, folletos disimulados entre mercancías, y una bocanada de aire europeo esparcíase por las ciudades coloniales, soñolientas a la sombra de sus innumerables conventos.

El rey, en su billar de la Casa del Labrador, recordaba de tarde en tarde, con el taco en la mano, los lejanos dominios, al enterarse de un nuevo envío de perfumado rapé, de rico chocolate o de conchas y metales preciosos, regalo de los buenos súbditos. Estaba seguro de los fieles virreyes de Méjico y el Perú, de la hermosa Capitanía General de Nueva Granada, de las ricas provincias de Chile y Buenos Aires, grandes como reinos. Nada de extraordinario y de peligroso ocurriría jamás en aquella España transatlántica, dormida y feliz en su sueño, bajo la paternal vigilancia del monarca. El buen Carlos olvidaba pronto a esta España que nadie podía disputarle, que era suya por derecho divino, para volver su pensamiento a otros lugares más próximos e interesantes, hablando con entusiasmo de los faisanes de Aranjuez. de los venados de La Granja, de los gamos de El Pardo, de la Albufera de Valencia, con sus espesas bandas de aves acuáticas, y de los cotos de la Mancha y Extremadura, abundantes en perdices y liebres.

Y cuando tal hacía estaban ya en el mundo Miranda, Bolívar, San Martín, Hidalgo y O’Higgins; unos, oficiales al servicio de la España colonial; otros, simples criollos ansiosos de conquistar personalidad.

El rey cazador y labriego acabó tranquilamente sus días. La Casa del Labrador no evoca visiones sangrientas, como el Pequeño Trianón. Florecen las rosas en torno de ella, vuelan los faisanes, agitan los árboles su cabellera verde a lo largo de las majestuosas avenidas: pero en el suelo, cubierto de flores, de perfumes y susurros se adivina la presencia de algo enorme que está allí enterrado: una España que fué, y no cayó bravamente en heroica y tenaz resistencia, sino que se desplomó de anemia, dulcemente, con el cráneo hueco y un paternóster en los labios como último suspiro.


Publicado el 11 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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