Yo Fui Kovacsizado

Arturo Robsy


Cuento



UNA VIDA FELIZ

En aquel tiempo vivía sumido en la dieta mediterránea y en una salud que mantenía operativas mis mejores glándulas y poderosas mis hormonas. Era un hombre feliz, con tendencia a retozar como un conejo, e inasequible a los cambios de tiempo, entregado a la literatura festiva y a la gimnasia sueca.

Raro escritor, poseía un gimnasio, una tienda de deportes y un gato. Tocaba el clarinete y la gaita, hacía cinco horas diarias de ejercicio, practicaba el yoga, la prensa de banca y el salto de potro y, en los ratos libres, salía a buscar setas como método para comulgar con la naturaleza y llenar los depósitos.

Las únicas visitas al médico siempre habían sucedido bajo la presión del porrazo. Fui cosido por primera vez a los seis años y, desde entonces, coleccioné diversos zurcidos y fracturas, dolores intensos pero poco duraderos que no habían quebrado mi fe en que la naturaleza humana era un caudal inagotable.

Incluso sabía cosas útiles, como comer y montar con los codos pegados al cuerpo o que Maastricht venía del latín «Trajectum ad Mosam», pero ni idea de que hubiera otras hernias distintas a las de hiato y de escroto. Era inocente y tenía una espalda virginal con la que esperaba recorrer no menos de cien años.

LOS PRIMEROS PROBLEMAS

Esta vida idílica un día se vio interrumpida por un ardor en la zona lumbar y por una manifiesta repugnancia a doblarme por el eje. Nada —me dije— que escape a las virtudes de una buena faja de lana, porque un escritor deportista sabe que el lumbago acecha a los atletas y que hay que contar con su visita.

Pero era un lumbago extraño: en lugar de estarse quieto bajo la faja, se desplazaba y en poco tiempo me infestó los glúteos y los cuadriceps. Cuando me llegó a los pies, dejándome los tobillos entumecidos por el camino, creí sonada la hora de pedir auxilio a la medicina y acudí a mi médico de cabecera, hombre miope en muchos sentidos y valenciano en uno sólo.

—Mala hierba nunca muere. —me dijo, sin duda para infundirme ánimos. Después, y como deferencia, me auscultó.

—Oye, que es lumbago.

Pero él, después de seis años de facultad, tenía ideas propias conque me dio un volante para que me hicieran un electrocardiograma. Consultó unos horarios y me metió prisa:

—Si vas ahora al ambulatorio te lo harán sobre la marcha. Hoy toca de once a doce.

Tocar, tocaría, pero no a mí: en contra del parecer de mi médico, los electros se hacían de cinco a seis y, puesto que no había indicado urgencia alguna, lo más que podían hacer por mí era darme hora para quince días después.

Medité un momento sobre el Estado del Bienestar y sobre la misteriosa relación entre el corazón y el lumbago y, cuando me retiraba por el hall, Sastre me dio una palmada en el hombro:

—Así que también tú has caído.

Sastre es un internista de manga ancha, muy tolerante con el colesterol, con el tabaco y con el consumo de morcillas, proclive a recetar tisanas a las buenas gentes que le piden grageas de colores. Me hizo el electro canturreando un pasaje de la verbena de la Paloma y me lo interpretó: «El lumbago no te viene del corazón, camarada. Lo más probable es que te venga del lumbago mismo.»

—De esta no te morirás. —confirmó mi médico de cabecera, sentado a la mesa de su comedor delante de un plato de sopa. Es un hombre que siempre menciona la muerte para estimular las defensas naturales de sus pacientes.— Te voy a hacer un regalo.

Y me dio una caja de muestra de naprosyn, con el consejo de que leyera el prospecto, pues era una catálogo de los trastornos que podía causarme en el estómago y en el hígado y en cualquier otra zona que consiguiera alcanzarme.

BUSCAR AYUDA MÉDICA

Los médicos de cabecera, preparados para luchar contra la gripe y las anginas, tienden, en cambio, a mostrarse indiferentes con las lumbalgias. Sólo si se insiste mucho te envían a un traumatólogo que, a su vez, te encamina hacia radiólogos y analistas, de modo que, al poco, estás metido en tal laberinto de citas y fechas que acabas huyendo hacia la medicina privada. Y no es que los médicos me den miedo, siempre que ataquen de uno en uno.

Sabía esto, pero mi natural optimismo todavía me hacía creer que todo tiene cura en este mundo, sólo con tomar la precaución de apartarse de la Seguridad Social y encontrar a un médico que te reconozca en lugar de darte una receta.

Fui a ver al internista Sastre, que estaba detrás de un vaso de whisky y emitía alegres comentarios sobre las virtudes desinfectantes del alcohol. Fumaba.

—No está probado científicamente, pero juraría que también disuelve la nicotina.

—¿Te acuerdas de mi lumbago?

—¿Aquel que podía venirte del corazón?

—El mismo. El dolor me empieza en la quinta lumbar y ya no se para hasta tropezar con los pies.

—¿Glúteos?

—Sí.

—¿Cara posterior de los muslos?

—Sí.

—Pasa.

Me introdujo en el cuartito donde tenía el estetoscopio y una mesa de curas y me pidió que me bajara los pantalones para poderme ver el lumbago en toda su extensión. O eso creí yo incluso cuando me obligó a permanecer a cuatro patas sobre la mesa.

Fue una humillante sorpresa pero, al menos, duró poco:

—Te sorprendería saber la cantidad de lumbagos que en realidad son dolores de próstata. La tuya está bien de salud: elástica y sin inflamaciones.

—Eso se avisa. —dije. En mi opinión, ni la amistad más entrañable debe llegar a introducir dedos en sitios privados. Ya sé que los internistas son así, que les encanta descartar posibilidades, pero eso no los disculpa.

—Veamos ahora el epidídimo. —amenazó, cambiándose de guantes.— A veces se le inflama incluso al hombre más optimista.

Tras algunas palpaciones, descartamos ambos epidídimos, que salieron del paso con algún malestar y pasaron varios días retraídos. De la vergüenza.

—Pues lo tuyo va a ser un lumbago. —dijo Sastre, concentrando en una frase todas sus observaciones.— Te vas a ir a Almagro, que te saque unas cuantas fotos al trasluz y, de paso, que te miren la orina: que te hagan un cultivo de cepas a ver qué sale.

Siempre me he llevado bien con la medicina y puedo enfermar de cualquier cosa sin necesitar salir de las manos de mis amigos. En mi vasto círculo dispongo de otorrinos, anestesistas, dermatólogos, traumatólogos, cirujanos y psiquiatras. El problema es que cuando un médico te coge confianza te cuenta aventuras y te enteras de cuántos han sido operados de apéndice sin padecer apendicitis o de cómo se les murió un ciudadano sólo por ponerle anestesia local. De todas formas, acudí con alegría a mis nuevas citas pues la mayor faena que te puede hacer un radiólogo es inyectarte contraste (claro que sólo con contraste han conseguido matar a más de uno), mientras que el analista permite que te extraigas la orina tú solo, por métodos naturales.

Almagro no tenía enfermera. Trabajaba en colaboración con su mujer que, para hacer juego con la bata, se pintaba las uñas de color perla. Decían que era para ahorrarse un sueldo, pero la verdad era que a Almagro le daba vergüenza cobrar y muchos traumatizados y ulcerosos escapaban de su consulta sin soltar un duro. Su mujer se veía obligada a interceptarlos.

—Ven —me dijo— a las cuatro. Ella tiene una demostración de perolas de plástico en casa de una amiga.

Y a las cuatro me radiografió una y otra vez. Miró las fotos con el ojo izquierdo, que es el mejor entrenado de los que tiene y me confesó que había algo en el tejido (o cuerpo, no recuerdo) isquiocarvernoso que no contaba con su beneplácito. El isquión, añadió, pasaba el tiempo haciendo jugarretas a la población.

Por supuesto, no le pagué. Un hombre educado no paga a sus amigos o deja de tenerlos. Me fui con mi tejido isquiocavernoso y se lo mostré al internista Sastre, que me explicó que, aunque no cabe duda de que los huesos están en el interior, no formaban parte de su especialidad.

Él sólo podía matarme un infeliz estreptococo que había salido en el cultivo de mi orina y tranquilizarme de paso: no tenía treponemas ni nada que me pudiera relacionar con una enfermedad venérea.

—Claro: lo que tengo es lumbago.

—Y un estreptococo, pero muy pequeño. Te lo mato con cinco descargas de antibiótico. Te sorprendería saber en la de sitios raros que puedes encontrarte un estreptococo.

Para el lumbago, en cambio, debía ir al traumatólogo Lope, hombre aficionado al bisturí pero inofensivo lejos del quirófano.

—Llévale tu tejido isquiocavernoso y que tome medidas. Pero no consientas que te de antiinflamatorios porque luego tendré que curarte la úlcera.

Y aquí fue cuando me tropecé con el primero de los muchos misterios de la medicina: la inyecciones de antibióticos me quitaron tan completamente el dolor que, por un momento, atribuí todas las molestias al ya difunto e inocente estreptococo, y no pensé en el traumatólogo Lope hasta que volvió el lumbago con redoblados ímpetus.

Para combatirlo, el traumatólogo Lope me dejó desnudo como una lombriz y siguió mi columna vértebra a vértebra: buscaba una escoliosis. Luego me hizo empujarle las manos con una pierna y con otra y dar pasitos por la habitación sin quitarme ojo. Desagradable. Prueben ustedes a andar desnudos por delante de un señor bigotudo que, además, tenga una gran capacidad para no escucharles y sabrán a lo que me refiero.

—¿Qué? —le dije, cuando todo hubo acabado.

—Que las radiografías no valen.

—¿Y esa cosa isquiocarvernosa?

—No está. Hay un coxis y un isquión, si quieres saberlo, pero no les pasa nada. Que te repita las radiografías.

—Traumatólogos. —gruñó Almagro el día que su mujer salió a una presentación de cosméticos que regalaban una figurita de porcelana.— Siempre quieren ver más que los mismísimos rayos X. Anda, bájate los pantalones y coge aliento.

—No tienes nada en la columna. —me dijo el traumatólogo al terminar de contemplar mis huesos, si descontamos dos vértebras aplastadas que no explican tus dolores.

—Pues a ver cómo se lo comunicamos, porque a mí me duele.

Lope reflexionó. Sin duda para que yo no me quejara del servicio, me dio unos martillazos en las rodillas, la cosa esa del reflejo, y volvió a meditar cuan bigotudo era: a un amigo no se le puede despachar con caso sobreseído. Hay que hacerle cosas hasta que renuncie por propia voluntad.

—Que te hagan estos análisis de sangre y estos de orina.

Yo ya no sabía cómo explicar a la clase médica que tenía una lumbalgia: ellos, llevados por la excitación de la caza, no me escuchaban; sólo ansiaban rebuscar en mi cabreado organismo.

—Me vas a tomar —me dijo cuando leyó los análisis— legalón en cada comida, porque tienes una ligera insuficiencia hepática.

—Ya lo sé. Tuve hepatitis a los dieciocho años. ¿Tú crees que el dolor de espalda me viene de una insuficiencia hepática que se haya equivocado de camino?

—No, pero ya que estamos...

Miró los análisis de orina:

—¿Has tenido algún cólico nefrítico?

—No, pero he visitado a víctimas de ellos.

—Es que tienes la orina extraordinariamente alcalina. No comprendo como no estás lleno de piedras. Me vas a tomar orotil

—¿Y eso de la orina puede explicar los dolores?

—Puede. No obstante te vamos a mirar el estómago, a ver si es de ahí...

Llegados a este punto, lo dejé estar, consciente de que el hombre adulto no debe enfrentarse a las ciegas fuerzas de la naturaleza. El internista Sastre, de nuevo tras su vaso de whisky, me lo confirmó:

—Orina alcalina, orina alcalina... Si tú tienes algo en los riñones yo soy el Archipámpano de las Indias. Por poder, puedes ir al urólogo, pero si quieres un consejo de amigo, confórmate con lo que Dios te ha dado, no sea que entre todos te vayamos a estropear de verdad. ¿Sabes lo que dicen los gallegos, que son gente filosófica y escarmentada? «Un médico, cura; dos, dudan y tres, muerte segura.»

Le pagué el whisky, o sea, el güisqui.

LA DECADENCIA

Ignorante de las controversias médicas que suscitaba, mi dolor de espalda persistió en sus manejos y, lentamente, me apartó del ejercicio de la libertad, de la búsqueda de setas y hasta de los cultivos del clarinete y del espíritu.

Acorralado, buscaba consuelo en la filosofía. El dolor —me decía— es educativo. Enseña, por ejemplo, que no somos nadie y cuán sujetos estamos al devenir. También enseñaba que la medicina era mucho más imprecisa de lo que yo quisiera y que la vida vale muy poco si no se puede estar sentado ni tumbado sin la sensación de que lo estén asando a uno a fuego lento. Por la parte de atrás, o sea, del envés.

Estaba claro que, de seguir así, no podría ofrecer mi cooperación a la humanidad, que tendría que arreglárselas sin mí. Me volvía retraído. Mis escritos, antaño humorísticos, se deslizaban hacia el sarcasmo. Ni fuerzas tenía para reírme de los deformes, según es costumbre en España, y cuando miraba hacia el futuro sólo veía sillas de ruedas.

Ni siquiera quería salir con mis amigos o entrar en mis amigas. Había perdido la salud y mi organismo se tambaleaba mientras mis vísceras manifestaban insolidaridad y no pocas rarezas; porque al cabo de unos meses ya no me dolía sólo la espalda: el estómago, el hígado, las rodillas y el plexo solar se habían unido al bullicio y sólo una gran presencia de ánimo me impedía golpear a los que me saludaban con un «¿cómo estás?»

—Ve al médico. —me aconsejó mi padre como familiar más directo.

—Dime uno al que no haya ido. —sugerí. Con ironía.

Me lo dijo y así fue como el doctor Pons me recetó aerorred, lo que no es precisamente un consuelo para el que llega quejándose de una columna vertebral en desintegración.

Esto me causaba una gran desesperanza: la medicina había fallado conmigo. El mundo civilizado me había abandonado en manos del aerorred sedante y, por si fuera poco, hasta eso dejaron de fabricar al cabo de los meses.

Y esos meses, siguiendo viejas costumbres, se convertían en años y los años, después de caerme en la cabeza, me hacían pensar en la muerte mientras teñían de plata mi sien. O de armiño.

Ahora, al recordar aquella dura etapa, distingo con claridad cuatro fases bien definidas: la médica, caracterizada por una confianza infantil en la farmacopea, en la radiografía y en el TAC; la intelectual, basada en la idea de que el dolor es capaz de educar el espíritu y proyectarlo hacia realidades más abstractas; la mística, en la que se acaba ofreciendo el dolor propio por el bien de los semejantes, «señor, que lo que me duele a mí se descuente de lo que tengan que padecer otros». Y, por último, la fase eremítica, que consiste en la retracción, en no querer ver a nadie ni hablar con nadie, porque el dolor prolongado ejerce un efecto pernicioso sobre la personalidad.

—Tú eres tonto, niño. —me dijo un coronel de aviación, cojo como un cangrejo.

—Tus fases me las paso yo... —mencionó un lugar que tenía gran predicamento entre los oficiales superiores del ejército del aire.— ¿Has visto cómo ando yo?

Con él presente, era imposible no observar su cojera de las dos piernas: casi un fenómeno de barraca de feria.

—Pues no me duele.

Entonces germinó de pronto, explosiva, una semilla que llevaba enterrada en mi corazón desde mucho antes, quizá desde el musteriense. Aunque intelectualmente me duela decirlo, mi nueva psicología me había hecho apto para convertirme en carne de curandero.

—Verás como Pedro te cura. —dijo el coronel— Mientras te toca, hace así, así, con la boca.

—¿Musita una oración?

—Pues seguramente. Yo no se la entiendo porque estoy algo sordo, pero el tío mueve los labios y hace cruces con los dedos. Liquida todas las verrugas que se le cruzan por delante.

EN MANOS DEL CURANDERO

Me hice dibujar un croquis exacto del lugar donde el curandero cometía sus habilidades. Por nada del mundo hubiera preguntado por él en la calle: cuando se ha tenido una educación racionalista, hay cosas que dan vergüenza, aunque yo la combatía pensando que el mismísimo Shakespeare, que no era tonto, había afirmado que había asuntos entre el cielo y la tierra que no soñaba nuestra sabiduría. Luego encontré una, llamada «canales K», pero no debo anticiparme.

El curandero Pedro era un hombre que llevaba con modestia la nariz que Dios le había dado y que tenía la rara virtud de hablar sin que se le entendiera. Yo, al menos, nunca supe si aludía a un lunar o a una vértebra. También hay que decir a su favor que no daba galletas mojadas ni cobraba. En él el curanderismo era un acto de servicio y, por lo que acerté a comprender, Pedro creía firmemente que perdería sus poderes si los comercializaba.

La educación del hombre no se completa hasta que ha acudido a uno de estos lugares y se ha empapado de color local. La sala de espera era un resumen de los desechos de la medicina clásica: cojos de todas las piernas, verrugosos crónicos, asmáticos irredentos, alérgicos, víctimas de los callos, de los uñeros, de las muelas, de los orzuelos, de la cabeza del fémur, de la ciática y de los mil reumas. Aguardaban turno y se contaban sus miserias y sus opiniones sobre los médicos del seguro de enfermedad.

Allí convivían el cordero con el león, el poderoso con el desheredado o el payo con el gitano. Sin esforzarme mucho, reconocí a un juez y a un traumatólogo al que le habían implantado una prótesis en la cadera. Eso renovó mis esperanzas.

El curandero en sí, que tenía la mirada fresca, pero fija, de un salmonete refrigerado, había empezado su higiénica carrera en la mili, destinado en un hospital militar. Allí, una monja observadora descubrió que reuma que tocaba reuma que estaba perdido. Auxiliándolo con estampas, inscribió en su mente la idea de que la Virgen lo había elegido para aliviar a la humanidad doliente, argumento posible pero difícil de probar. Lo cierto era que algunos tiraban las muletas y echaban a correr y que rodillas inflamadas volvían a su estado natural apenas les ponía la mano encima.

—¿Qué tienes?

—La espalda, los muslos, los tobillos...

Pero el hombrecillo había concentrado sus ojos en un pequeño quiste sebáceo que yo tenía en el ángulo recto de la mandíbula y no prestaba ninguna atención a mi columna. Lo tocó y, como me habían advertido, le hizo unas cruces mientras mascullaba entre dientes. Aquel quiste estaba perdido.

Pero la espalda era otra cuestión, quizá por su superior tamaño. Tras cada sesión notaba un cierto alivio, que me duraba una hora apenas. A las quince, el dolor de los tobillos había desaparecido, trasladándose a los talones, de donde no hubo forma de expulsarlo ya. Eso sí: me quitó el referido quiste sebáceo, una verruga de la muñeca y una mancha solar del cuello. Pero me dejó cojo.

—Gracias. —le dije, al concluir la decimosexta sesión: el hombre educado da las gracias con razón o sin ella.— Creo que ya estoy curado.

—Ajá. —dijo él.

Deposité en sus manos diez mil pesetas para que alimentara los dones de su espíritu y salí renqueando sobre mis doloridos talones.

CONFORMIDAD

Hasta entonces sólo había estado enfermo físicamente pero, a raíz del nuevo fracaso curativo, algo del alma se me fracturó: cuando la agitaba sonaba como si una pieza estuviera suelta. La moral de victoria, seguramente.

—¡Ah! —decía, con varonil concisión, cada vez que apoyaba los pies en el suelo.

Mi coraje dio un brinco y se retiró a la descansada vida que huye del mundanal ruido. El propio corazón parecía haber pinchado una rueda —o quizá fuera un asunto de platinos— y yo al completo andaba con el paso triste del batelero del Volga.

Dejé de nadar; dejé de buscar setas, de perseguir señoritas, de viajar, de sentarme en sillas y sillones. Escribía alargado en una colchoneta. Comía sobre cojines gruesos. No conseguía caminar más que pensando palabras gruesas y, en general, pasaba el tiempo buscando trucos para hacer más llevadero aquel infierno de vida.

En poco tiempo me convertí en un ser cubierto de fajas y de tobilleras, que se pasaba las horas con pinzas en las orejas, con electrodos en los riñones, leyendo libros sobre la acupresura con grapas y tomando aspirina soluble. Preveía una vejez anticipada y vivida en un puro grito.

Aún así, luchaba: compraba sillas de asiento inclinado y apoyo en las rodillas, deshumidificadores que me libraran de la humedad nefasta, pomadas analgésicas y hasta escribí un programa de ordenador que, tras provocarme una ligera hipnosis con dibujos reiterativos, me transmitía órdenes subliminares, no percibidas conscientemente:

—¡Qué bien te encuentras hoy! —decía el ordenador a una velocidad de 800 megahertzios.— No te duele nada. Te sientes muy feliz.

Pero no funcionaba porque yo no dejaba de pensar que la Naturaleza había creado 187 centímetros humanos con el solo fin de enseñarles —a los 187— que el mundo es un lugar espantoso, sometido a la férrea dictadura del nervio ciático.

Lo digo con vergüenza, pero en aquellos duros momentos magnetizar el agua con un embudo ex profeso me pareció una buena idea. Lo mismo que ponerme unas plantillas radiónicas e insertarme en el sacro otra pieza radiónica, llamada el «botón de la autoestima». Las emisoras de radio no hacen otra cosa que anunciar estas maravillas.

Una tarde, en la carnicería, viendo como despiezaban a un conejo, filosofé en voz alta, observando que el pobre conejo, al menos, ya no sufría. Para reforzar el argumento, cité a Rubén Darío: «dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque ésa ya no siente».

Un ATS, allí presente por motivos nutritivos, tras recoger mi moral del suelo me hizo ver que el pesimismo puede causar úlcera y me preguntó por mis síntomas.

—Eso es un pinzamiento. —dijo cuando se hizo cargo de la tristeza de mi espinazo.

—¿Y qué gano yo sabiendo su nombre? Ante mí se siguen extendiendo mil años de cojera.

Pero aquel ATS había hecho un curso de cuidados intensivos y otro de quiropráctica. No podía prever los designios de Dios, pero, si yo no era un pecador excesivamente potente, podía afirmar y afirmaba que me aliviaría mediante masajes científicos. Nada de hacer cruces y mascullar plegarias, sino desenganchar directamente con los dedos las raíces nerviosas que estuvieran atrapadas por los desconsiderados discos intervertebrales.

Así consumí todo un año, depositado sobre una mesa, con el glúteo al aire los días alternos, descubriendo la infinita cantidad de puntos dolorosos que se habían acumulado en mi dorso.

—Hemos de ablandar la primera capa —me decía el masajista—. Luego, la segunda, la tercera... hasta que lleguemos al nervio mismo. ¿A que nunca pensaste que el culo te pudiera doler tanto?

Yo respondía que sí, que nunca lo imaginé hasta que él puso sus pecadoras manos sobre mi organismo y que si había atrapado ya el pinzamiento para darle su merecido.

Este es el segundo gran misterio de la medicina que constato: a mí me había empezado todo del lado izquierdo y sólo poco a poco, por simpatía, había llegado a dolerme el otro. Pero la actividad del ATS debió efectuar alguna inversión de los polos magnéticos y, desde entonces, la derecha fue empeorando, mientras la izquierda pasaba más y más desapercibida.

Al final la razón se impuso: ni podía pasarme la vida cambiándome las molestias de un lado a otro, ni recibir un masaje cada dos días hasta que Dios me trasladara al Paraíso, donde no hay afecciones de ciática.

Volví a mis sillas inclinadas, a mis tobilleras, a mis electrodos, a mi radiónico botón de la autoestima y a una depresión que me alejaba de calles y de lugares de asueto y que me entregaba, inerme, a los vicios del café y de la televisión, de donde se me resentía más el seso.

Mi único descanso en estas pesimistas actividades me lo concedían los viajes a Madrid, donde la sequedad del clima y las caminatas por el Corte Inglés me aliviaban hasta casi parecer curado. Luego regresaba a mi húmeda provincia y todo volvía a empezar desde detrás de las orejas hasta los talones.

LOS EJEMPLOS

Hay familias comprensivas, buenas samaritanas, y familias prácticas, expeditivas. La mía veía mi decadencia ósea y, lejos de pasarme la mano por la cabeza e infundirme conformidad, se decantaba por los métodos quirúrgicos.

—Vete al médico. —me decía, todos los días, la familia al completo.

—¿A que me miren el duodeno esta vez?

—Alguno habrá que crea que te duele la columna.

Y me citaban ejemplos. A un primo le habían empezado hormigueos en las manos y, antes de poder contar hasta mil, lo habían metido en el quirófano. Hernia discal arreglada. En la cerviz.

—Sí, pero estuvo mudo un mes y aún ahora le chirrían las cuerdas vocales.

—¿Y qué me dices de mengano?

A mengano le habían inyectado líquidos más o menos secretos entre las vértebras y juraba que se encontraba perfectamente ante el temor de que le repitieran el tratamiento. Y zutano, otro que tal, fue operado y jamás pudo volver a separarse de su faja. Por no decir nada de rumores sobre gente que había sido paraliticada por el uso abusivo del bisturí, o que salieron de la anestesia con un dolor de cabeza crónico o sin la posibilidad de volver a atarse los cordones nunca más.

—¡Cobarde! —me decía la familia.

—Pero ando. —respondía yo, pues mis lecturas me habían forjado una cierta prevención hacia los quirófanos.

Si algo ha perdido el mundo es aquella vieja compasión hacia los enfermos. Ahora la gente cree que uno lo está porque quiere, porque le da la gana. Incluso una prima médico encontraba singular placer en llamarme tonto.

—Verás: primero te metemos pentotal y ya vas ciego, como en un vuelo. Luego te dormimos del todo y, cuando te despiertas, sólo te duele la herida. Nada más. Eso sí: a veces hay que remover los intestinos para llegar a la hernia y, durante unos días, tienes como un runrún por dentro.

Mi voluntad, tan asediada por razonamientos que conducían a la mesa de operaciones, empezaba a vacilar. A veces me sorprendía pensando cosas como «después de todo» o «algo habrá que hacer tarde o temprano». O sea, que la posibilidad de que me abrieran en canal empezaba a parecerme tolerable, por más que me advirtiera el sentido común contra la efusión de mi propia sangre.

UN ANUNCIO

—Lee aquí. —ordenó mi reverendo padre, poniéndome un periódico ante los ojos.

—El presidente González se refirió a la pinza... Oye, que yo soy apolítico de los dos pies y ya tengo bastante con los telediarios.

—El anuncio, idiota.

La Fundación Kovacs comunicaba que atendería al gentío el próximo sábado.

—¿Y qué? —dije.

—Pues que vas a ir.

Órdenes son órdenes, pero quedaba un detalle de importancia:

—¿Y qué es la Fundación Kovacs?

Mi antepasado hace años que se convirtió en un agüista. Esto significa que cada temporada emigra hacia un balneario donde pasa las horas haciendo gárgaras e inhalaciones o dejándose chapuzar en lodo.

Entre una gárgara y otra, confraterniza con otros agüistas avanzados. Creo que entre ellos se cuentan las miserias de su salud septuagenaria y el modo que tiene el agua sulfurosa de limpiarles los intestinos. Un día confraternizó con un octogenario que se obstinaba en hacer flexiones del tronco hacia adelante para demostrar el buen estado de sus goznes.

—¿Todo eso con el barro? —dijo mi padre, admirado.

—Todo eso con Kovacs. Me creas o no, antes usaba bastón y temblaba sólo de pensar en recoger la dentadura del suelo.

Ya en la piscina termal, el octogenario siguió desarrollando el tema:

—Mírame la espalda, tú.

Y allí lo que había, si hay que creer a mi ancestro, era un grupo de grapas siguiendo un diseño radial.

—Me han grapado el nervio y me han quitado veinte años de encima. Pueden quedárselos. No me preguntes cómo funciona: me lo explicaron pero, por desgracia, no hay grapas para la memoria.

Periódicamente el octogenario en pleno se transportaba a Palma de Mallorca para ser grapado. Luego regresaba al balneario para hacer flexiones y matar de envidia a sus coetáneos.

—Tengo un hijo. —empezó mi padre.— El pobre es escritor.

—Vaya; sí que lo siento.

—Y, por si fuera poco, tiene la espalda hecha un cuatro.

—Grapas, por Dios, grapas. La Fundación Kovacs te lo rehabilitará y llegará a ser un hombre de provecho.

Y así fue como mi venerable antepasado me pidió hora y, después, me enseñó el anuncio. Me ponía frente a un «fetacomplí», por así decir, y ofrecía voluntaria mi espalda para cualquier cosa que decidieran los expertos clavar en ella.

—Bueno. —dije. Un hombre recio se crece en la adversidad siempre que no haya logrado esquivarla.— ¿Y son muy grandes las grapas? Quiero decir que, a lo mejor, llegan a la víscera.

ME KOVACSIZAN POR FIN

El astro rey, por así decir, había atrapado aquel día de julio y lo chamuscaba desde las tempranas horas del alba. El mediodía estaba a punto de deslizarse por la pendiente cuando aspiré una bocanada del sol tórrido e irrumpí en la sala de espera.

La visión de unas cuantas señoras, apaciblemente instaladas, me relajó. Si bandadas de mujeres eran capaces de esperar, sonrientes, a que las graparan, también yo me sentía seguro de soportarlo con una sonrisa.

Una señora con acento francés irradiaba confianza desde la mesa de despacho. Derramaba sonrisas sobre los damnificados y daba conversación a quien no la tenía por su cuenta. Luego supe que era la madre del actual doctor Kovacs, aquel niño que parecía que iba a entregar su vida a la música y que acabó librando a la humanidad de su columna vertebral.

Tras hacerme la ficha, me rogó que esperara con unas palabras que me hicieron reverdecer: «Aquí el enfermo es el rey y estamos con él el tiempo que necesita. Por eso a veces hay algún retraso.»

«¡Sopla!», me dije, ocupando la tercera silla de la derecha. «Estos no son médicos habituales», me añadí. Ya saben que es difícil hablar más de tres minutos con un médico, que no sea tu amigo personal, antes de que te de la receta correspondiente. «Sopla», repetí, para concretar mis pensamientos.

Muy pronto me recibió la doctora Nicole Mufraggi. Si la señora de Kovacs era una española con acento francés, doña Nicole era una francesa con acento español, rubia y condenadamente decidida a escuchar el relato de mis males.

—Pero antes le voy a explicar en qué consiste nuestro tratamiento.

Creo que volví a decirme «¡sopla!» o algo por el estilo. Aquella buena gente no sólo me concedía el tiempo necesario sino que se molestaba en explicar lo que iba a hacer conmigo, caso único en los anales de la medicina que conocía. Empecé a sentirme mejor.

En primer lugar, debía saber que aquella no iba a ser una sesión de acupuntura. La acupuntura, me dijo la doctora, llevaba miles de años funcionando, pero nada había podido demostrar que tuviera una base física. El doctor Kovacs, en cambio, tenía un isótopo radiactivo y lo había soltado en algunos pacientes, justo a cuatro milímetros bajo la piel, en puntos de baja resistencia eléctrica. Unas veces usaba tecnecio y otras talio, si saben a lo que me refiero. Luego observaba la «migración longilínea del isótopo» y, cosa curiosa, el condenado seguía siempre el mismo camino. Corría por los que, de momento, se habían bautizado como «canales K». Pero si el isótopo migratorio encontraba en su trayecto una grapa, el tío se daba la vuelta y se obstinaba en regresar al punto de origen.

Ahí estaba todo. La doctora Nicole, auxiliada por su experiencia y por cierto material quirúrgico, me iba a hacer una intervención neurorreflejoterápica tan pronto como yo le explicara cómo, cuánto y dónde me dolía.

Por aquel entonces yo ya había llegado a ese triste estadio en que se gana tiempo diciendo dónde no duele. No obstante, y por no aburrir, resumí: Desde la columna dorsal para abajo me dolía todo. Aun cuando tuviera el capricho de graparme con los ojos cerrados, era seguro que clavaría en un dolor u otro.

Pero respondí con temor: al tanto de los hábitos fijos de la profesión, sospechaba que me mandaría a hacer un TAC, tomografía axial computerizada, y un análisis de sangre. Como mínimo, porque no había llevado ni radiografías ni ninguna otra prueba más que mi palabra de honor.

Pero la doctora miró mi espalda, tal vez despidiendo rayos X franceses por los ojos, y se hizo cargo del campo de operaciones. Lo cierto es que puso sus dedos justo donde yo sabía que estaban los pinzamientos y les dio su merecido en versión neurorreflejoterápica.

Persiguió luego, a golpe de grapa, a mi huidizo nervio ciático, que serpenteaba y procuraba esconderse glúteo abajo. De nada le sirvió y bien pronto quedó neutralizado.

—¿Y duele? —preguntó mi padre cuando le conté la curación.

—Todo lo contrario: a cada nuevo pinchazo el dolor reculaba como cuando el domador chasca el látigo en las narices del león. A medida que me insertaba grapas, yo iba sintiendo unas irreprimibles ganas de cantar.

«Tralará», decía para mí mismo. «Tralará y tralará.»

Un optimismo cálido me corría por el espinazo y se paraba a estrechar la mano a cada vértebra, murmurándole palabras de ánimo. Porque yo había entrado cojo de los dos pies, dolorido de diez años, tenso y desesperado y, sólo doce minutos después, no sentía más dolor que la imposibilidad ética de ponerme a bailar en la consulta con el pantalón a medio muslo.

Sólo deseaba reír y dar vivas a las madres de todos mis coterráneos. Por primera vez en ciento veintisiete meses disfrutaba de un momento de ausencia de dolor y la alegría hacía que el espíritu se expandiera por muchos de los metros cúbicos de mi entorno.

—Ahora —me advirtió la doctora, cogiéndome una oreja— viene la parte más dolorosa.

—Usted arránquela y no se preocupe. —animé. Habría entregado las dos contra la garantía de seguir así toda la vida.

Pero no se trataba más que de insertarme unos arponcillos quirúrgicos que completaban el tratamiento. Hasta entonces no había imaginado la verdadera utilidad de mis orejas: tienen puntos de reflejo de todas las piezas del organismo y para resistir los arponazos al enfermo le basta con apretar los dientes y mantener su cerebro a la altura de las circunstancias.

Así lo hice yo y me sentí curado del todo. Había entrado en la consulta con el gesto del hombre que sospecha ser una cucaracha y, gracias a un ligero claveteo, tenía la sensación de haberme separado de mi propio cuerpo y estar habitando —temporalmente— una nube de algodón.

La doctora Nicole, propietaria de una fuerte penetración psicológica, procuró refrigerar mis ánimos:

—Al principio —dijo— las mejoras no son permanentes. Va a tener días buenos y días malos. Pero dentro de cuatro o cinco sesiones dispondrá usted de una espalda nueva.

—La cuidaré como si fuera hija mía.

No supe entonces, ni sé ahora, cómo dar las gracias. Como quitándole importancia, me habían devuelto la parte cómoda de la vida, el placer de sentarme sin gemir, de levantarme sin mascullar, de acostarme sin gruñir y de despertarme con una canción en los labios.

Aquella misma tarde, caminé durante una hora sin sentir en los pies más que los zapatos. Luego nadé en el Mediterráneo como una foca monje y, por último, me senté sobre unas nalgas que no opusieron ningún obstáculo.

En consultas sucesivas seguí siendo kovacsizado con tan notable éxito que pronto se me permitió seguir haciendo gimnasia y ejercitar mis oxidados goznes. Y ahora, que soy capaz de sentarme sin dolor y me veo liberado de la aspirina y del «botón de la autoestima», paso mis días llamando a los amigos:

—Oye, ¿te duele la espalda?

Y si les duele, como es más que probable porque son muy brutos, les doy instrucciones para kovacsizarse cuanto antes. Ojalá alguien lo hubiera hecho conmigo diez años atrás, porque la felicidad es patrimonio del alma pero, también, de la columna vertebral.


Laus Deo


Publicado el 13 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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