DETRÁS DE LAS FOTOS

A. J. BOZINSKY


ficción rara



Detrás de las fotos











A. J. Bozinsky





















Licencia CC BY NC ND


Álvaro Bozinsky.


2024

Contenido


I


Un sobre deslizándose por debajo de la puerta, interrumpe mi juego. Tiene el sonido de la tranquilidad rasgada…

Es de un conocido banco que no opera en la plaza local. Procede del extranjero. Es extraño, porque no debo ni me deben. Lo abro y, desde una esquela y otras atadas con una fina cinta, cae una foto que recojo.

La orilla de una playa inmensa, de arena más blanca que dorada, es bañada por el mar aparentemente calmo con varias franjas de tonos turquesa, y líneas de espuma blanca —olas que indican el engaño de la apariencia—. El horizonte deja una cuarta parte al cielo de nubes grisáceas, como ejércitos azuzadores de olas. Cerca del centro, ajena por completo a las conflagraciones de elementos, una mujer de entre treinta y cuarenta años, vestida con malla de dos piezas de color rosado y negro, alza victoriosa los brazos formando una “uve”, sonriendo a quien le ha tomado la foto. La sombra, a unos treinta grados a la derecha de su espalda, no deja dudas que lleva el pelo sujeto formando una cola. En su mano izquierda, luce un enorme reloj de hombre. Mantiene la espalda recta, acaso con seguridad forzada, que será la misma que la obliga a ir al gimnasio tres o cuatro veces por semana, para conservar los hombros redondeados, el busto erguido, vientre plano y piernas firmes. Al mirarse al espejo de cuerpo entero —será con frecuencia—, contendrá a medias la rabia de haber sido dotada por la naturaleza con anchos cuádriceps y rodillas saltonas. En líneas generales y para su edad, es una mujer bastante bella.

Me asomo a la ventana. La foto podría ser de hoy, pues el cielo es el mismo. Sin embargo, el sobre que ha dejado el cartero, ha recorrido cientos de kilómetros tomando largos descansos en algunas estafetas. Por lo tanto, otras nubes y otras olas ocuparán el lugar de los elementos, y habrá otra mujer sonriendo con la sombra en otra dirección…

Un partido de damas interrumpido, cuyo único contendiente adopta el control de blancas o negras según el turno, ofrece mayor interés. Guardo el sobre con las fotos en el cajón del escritorio, y me desentiendo del asunto.

II


¿Quién será Ferdinand Grespi? Su nombre es muy parecido al mío y, si se lee rápidamente, las letras en extremo apretadas, redondeadas y con alguna enmendadura, generan confusión. A pesar de ello, el resto de los datos anotados y remarcados son correctos y no dejan margen de error, pues el país, ciudad, calle, número de puerta y apartamento, coinciden justo con los de enfrente… El problema es que allí, hace meses no vive nadie, ya que Ester, la última inquilina, fue una amable anciana muy inteligente que a menudo me invitaba a tomar té y jugar barajas. Tal vez —pensándolo mejor—, Ferdinand Grespi sea el próximo inquilino, y habrá previsto su pronta mudanza, anunciando al conjunto de sus relaciones personales la nueva dirección. Lamentablemente, esta hipótesis me coloca en una situación embarazosa, donde puede quedar mancillada mi reputación, de la que sobresalen discreción y buenos modales. Antes que la virtud sea ahogada por la culpa del sobre ajeno, abierto y guardado en un cajón de mi escritorio, elaboro una rápida estratagema, que ante el ceño oblicuo de la desconfianza, conteste con voz impostada:

“—Disculpe, señor Grespi. Mi nombre es Fernando Crespi, y esto más la descuidada mano del cartero, han sido dos pecados que sabrá usted perdonar.”

En ese instante le entregaré el sobre abierto con las fotos dentro, y agregaré bajando la mirada:

“—Cuánto lo siento, amigo. El cartero lo echó por debajo de mi puerta, no presté atención, y…”

A mi mano libre, abierta y extendida, sumaría un gesto de impotencia con las comisuras de los labios.

Ferdinand Grespi debería darse por satisfecho con mi caballerosa humillación, restar importancia al asunto, y cruzar invitaciones de rigor. Ya está resuelto. Tengo que esperar a que llegue el nuevo inquilino.

…La segunda foto es incómoda por varios motivos. Si ubicáramos los puntos cardinales de tal manera que arriba fuera el norte y la izquierda el oeste, sopla una cálida brisa del este, que alborota la cabellera de la dama y hace entrecerrar los ojos al perro de dorado pelaje que la acompaña. Ella está inclinada hacia delante, con su prominente nariz a diez centímetros del hocico del perro, formando un eje con la trompa de un elefantito infantil estampado en una toalla, colocada posiblemente sobre una silla playera en su otro flanco, sobre la cual apoya su brazo izquierdo flexionado, con el codo indicando al norte —al igual que la trompa del elefantito—. Dicha inclinación, hace que los generosos pechos sostenidos por una pieza superior de color blanco, apunten uno al sur y el otro al sureste, siendo el primero acompañado por un crucifijo en su cadena, obrando como instrumento de precisión, acaso la brújula que se necesita para establecer los puntos cardinales. El rostro se posiciona violentamente frontal contra la cámara. Aparte de los cabellos en rebelión, resaltan ojeras demasiado pronunciadas para un día de verano en la playa, y las medianas arrugas más algunas imperfecciones de la piel, hacen pensar que a la mitad de una vida se le han agregado una noche de fiesta y poco sueño reparador. Hay algo salvaje en la verde mirada, que tiene que ver con femeninos apetitos. La boca entreabierta, mostrando hileras de dientes apretados y un labio inferior tenso y carnoso, contribuyen a sugerir dicha impresión. Atrás queda el cielo celeste y sin nubes; por entre las piernas separadas y el triángulo que forman los senos y la pieza superior, se ve la arena más blanca que dorada. Abajo y hacia el oeste, aparece una mano que toca el cuello del perro; quizás la otra, está accionando el dispositivo que tomó la foto.

Apoyo mi espalda sobre el cómodo respaldo de la silla de mi escritorio, y pienso que la escena no pudo haber durado mucho, porque si tardó lo que yo en escribir estas notas, la mujer apenas se podrá enderezar.

III


O bien la foto fue tomada el mismo día, o la dama se había puesto el mismo corpiño blanco. En proporción de seis a uno, el cielo pierde contra el mar. Arriba a la derecha, apenas sobrevive una nube; por calma, el agua parece de un lago, y sus tonos se van haciendo más azules hasta la línea del horizonte. Si la foto se plegara en dos por una vertical trazada en el medio, la mujer quedaría en el marco de la izquierda. Le faltan las manos, y existe sólo del ombligo para arriba —verdaderamente, siente aversión por sus piernas—. La Venus está muy bien esculpida: cintura, hombros y senos, dibujan curvas perfectas. La piel tostada, da un toque voluptuoso a la figura. El rostro sonriente mira hacia abajo y a la base de la perpendicular que he puesto. ¿Por qué sonríe? ¿Será simplemente una mueca de ocasión? ¿Le causará gracia algo en particular? La vida ha sido y sigue siendo bondadosa con ella.

Leo el sobre membretado. Sin dudas, la mujer trabaja en ese banco, aunque no pueda saber qué cargo ocupa. Por lo general, los empleados bancarios gozan de sueldos holgados, y su personal femenino no escatima gastos en cremas para el cutis, tratamientos capilares, perfumes, ropas.

Apoyando mis manos sobre la baranda del balcón, contemplo la barrendera. Si pudiera ver más de cerca, descubriría que el colero que recoge el pelo reseco y polvoriento, es un trozo de media de nylon corrida, que perteneció a una patrona en cuya casa trabajó antes de que la echara y fuera a parar al puesto solidario del municipio. Sus rasgos aindiados, ni con estudios ni buenas calificaciones le hubieran permitido ingresar al distinguido banco. El cuerpo uniformado, no de blusa y falda, sino por espantoso overol azul, es magro de comer salteado, en vez de haber exagerado una dieta recetada. Después de una extenuante jornada, los zapatones de hombre serán puestos a ventilar fuera de la humilde morada, que no en una repisa del closet ubicado en una pieza para tales efectos. Mientras esta mujer rasca las veredas con su escoba, la otra descansa en el cajón de mi escritorio, disfrutando del mar, la arena, el sol.

IV


El horizonte ha bajado hasta la mitad de la altura total; las nubes han vuelto a la carga, ensoberbecidas por el viento; las olas duplicaron su tamaño. La arena revuelta, evidencia que han jugado a la pelota o al disco planeador, o, quizás, la dama y su fotógrafo corretearon, se atraparon, soltaron, y volvieron a corretear. Los hombros están cubiertos de arena; a la cabellera despeinada, apenas le impone orden un sombrero de junquillo con cuentas de colores; el labio superior se ha levantado en una risa que se hunde entre los carrillos alzados y estirados hacia las orejas, mostrando dientes delanteros desparejos pero felices. El ala irregular del sombrero tapa los ojos, siendo imposible averiguar sus pensamientos.

Aquí afuera, la tarde se ha tornado fría y gris, sacando gente de las calles y guardándola en sus casas. El manicero empuja su carrito hecho con dos ruedas de bicicleta y una tercera pequeña que pivotea y sirve de apoyo. Soportan una caja azul y un cilindro acostado pintado de verde, que hace muchos años fue calefón. Sobresale al frente una chimenea humeante que da garantía del maní caliente, y atrás el manubrio que aferran las manos cuarteadas y nudosas. La bandeja a un costado, contiene utensilios del oficio. Este anciano reseco pero de infatigable andar, con energía que cuesta creer que sale de su garganta, pregona a sus posibles clientes cuando entran en su campo. Los zapatos han dejado la suela en incontables calles; el pantalón deportivo se pliega y sobra por todos lados; un delantal escapa de la campera gastada, que alberga buzos de lana; la bufanda se mete por el cuello para envolver costillas; la gorra del mismo azul descolorido del conjunto, cubre un cráneo que hace décadas ha de estar calvo; al descubierto, queda el rostro amarillento, chupado como una pasa, lejano al vivo y cercano al cadáver. Manicero y carro parecen ser uno solo, y no se sabe quién lleva a quién. Queda lejos y es solo para adinerados… Si no lo pudo ver antes, ya no verá el mar.

V


El bullicio de la ciudad ha ido cesando con el sedante de la noche, mas debo bajar las persianas y cerrar las puertas si quiero gozar de la ansiada tranquilidad.

Me desvisto, apago la luz, abro la cama y me meto en mi tumba.

Oscuridad y silencio. Así debió ser el universo en un principio que duró un instante, pues los pensamientos estallaron y se hicieron cosmos. Un hombre nunca puede estar solo, por más que luche en el intento, tendrá que integrarse en la mente; si no lo hace, será fragmentado y disuelto; es mejor estar consciente y con buen rumbo, que ir a la deriva y en pedazos. Veo la espiral girando eterna, como una galaxia que me atrae hacia sus brazos. Siento cómo pasan en torno a mí, inmensurables objetos geométricos que inducen el vértigo. Hay relámpagos, y a los truenos, alternan platillos rechinantes y zumbidos agudísimos. Voy entrando… ¡Un rayo! ¡Un trueno! ¡La foto!

Despierto y pienso en la foto.

…Indudablemente, gusta mucho del agua. Ha cambiado el mar por una piscina, así que el fondo son ondas volubles en un recipiente clorado. Se halla acostada boca abajo sobre el borde de piedra; pequeñas gotas la cubren; el cabello empapado escurre por el cuello alzado; la cara sonriente de cejas arqueadas, es atacada a estiletazos en la zona periorbitaria y en la frente. Mira al niño que se agacha ante ella.

La espiral reaparece girando con más fuerza, arrastrándome. Pierdo pie, y caigo en la piscina infinita del sueño, donde transcurre la verdadera vida.

VI


Cuando uno es el único participante en el ludo, y debe dividirse entre cuatro para poder jugar, la rotación de colores logra que se los perciba como a seres reales, apostados cada cual en su sitio, tratando de interferir en el resultado del tiro de dados, para poder mandar las fichas desde la cárcel hasta la casa. Pero los números son indómitos, y cuando me siento más cerca del jugador amarillo, creyendo que efectivamente puedo influir en los dados con mi mente, se empecinan en arruinar a mi protegido. Dispuesto a tomar el desafío, abandono el ludo y llevo el cubilete a un terreno más despejado. Declaro que en no más de doce tiros, sacaré un doble seis. Pasan noventa y siete.

…Releo la esquela. La letra redondeada, con círculos en vez de puntos sobre las íes, indica una mujer enamorada.


“Amor, te mando las fotos tal como me pediste. He estado muy ocupada con lo del concurso, y encima tuvimos unas jornadas de charlas que llego a casa y caigo muerta.

‘Pero ya terminará esto y nos podremos ir nuevamente de vacaciones. Espero que esta vez tengamos más tiempo de estar solos.

‘Glendy te extraña tanto.

‘El finde vení por acá. Nada de teléfono ni correo.

‘Te amo. Besos x 1000.

R♥”


Si a “La Venus del espejo” de Velázquez se le aplicara un corte vertical sobre las caderas de la modelo, eliminando sus piernas, el espejo y el angelito que lo sostiene; y si se la pudiera girar ciento ochenta grados de modo que en vez de la espalda su rostro quedara frente al espectador; tal sería la posición de la mujer en la foto. Está tendida sobre un mullido colchón, que forma ondas como un mar de sábanas blancas bajo el cuerpo que descansa sobre él. Sus ojos parecen algo cansados, como si no tuviera mucho para decir a la cámara que, sin nadie que pulse el botón, ha tomado la foto en modo automático. El codo derecho hace un hueco en el colchón para que la mano sostenga la cabeza; la boca sonríe en un gesto formulario; el cuello de la blusa se ha corrido hacia la izquierda, dejando asomar la mitad del seno; el desflecado pantalón corto de tejido vaquero junto a la mano libre, son cortados por una línea recta que marca el final de la foto.

VII


En el centro, dos narices se tocan como en un beso de esquimales. Al principio, cuesta darse cuenta que sigue siendo la misma mujer de las fotos anteriores, pero el pabellón auricular, las cavidades orbitarias, la prominente nariz y el pelo de igual largo, despejan dudas. La otra nariz, pertenece a un hombre joven a quien las canas han comenzado a poblar su cabeza. Ambos tienen los ojos entornados, prontos a entregarse al instante en que los habitantes del mundo desaparecerán. Cerca del cuero cabelludo, los pelos mojados evidencian que el baile ha sido muy entretenido, y el local que los alberga entre cálido y caluroso. La camisa del hombre no permite ver si en su cuello lleva corbata; en cambio, los abalorios alrededor del de la mujer, indican que la fiesta no ha de ser de gala. Él, al parecer de bastante mayor estatura, ha obligado a la mujer a estirarse de tal modo, que la garganta sobresale aparatosamente.

Flinnstein, el dueño del edificio, ha ido y venido unas cuantas veces, entrando y saliendo del apartamento de enfrente. Supongo que estará por venir el nuevo inquilino, y antes querrá hacer algunas refacciones. Si Flinnstein no fuera un ácaro hediondo que ha depositado sobre mí los motes de “extravagante”, “engreído” y “medio loco” —aunque sea el mejor pagador de su inmueble—, averiguaría de inmediato las características de mi futuro vecino. Supongo que Ferdinand Grespi es el mismo sujeto enamorado que bailó y se frotó la nariz con la mujer de la foto.

VIII


Al escucharlo nuevamente, tengo la sospecha que se confirma cuando voy hasta la puerta. Me agacho y lo recojo dando un respingo. El corazón se agita, me llevo una mano al pecho, y luego a la barbilla. Me rasco la sien. Las ideas se mezclan, pierden equilibrio, y comienzan a surgir complejas preguntas que me resulta imposible contestar.

Abro la puerta, me asomo al pasillo, a la escalera, miro hacia arriba y hacia abajo, para ver que no hay nadie.

Es un sobre Manila que no está cerrado, no posee destinatario ni remitente, y contiene siete fotografías en cuyos dorsos hay algunas líneas, escritas con la misma caligrafía redondeada con la que fue escrita la esquela para Ferdinand Grespi.

La Venus sigue en la misma posición que la acostada en el cajón del escritorio, aunque, como en la página de entretenimientos del periódico, se pueden encontrar las siete diferencias. A la mano que sostiene la cabeza, se le han abierto los dedos como pétalos, pero la sonrisa se ha ido agostando y, junto al pétalo meñique presionando una ceja, dan al rostro duplicado un aspecto de mayor cansancio que al original. La mitad de una cartera se asoma por entre el pelo que la mantenía camuflada, y otros rubios mechones se han desparramado como los tentáculos de una medusa, cubriendo pudorosamente el medio pecho exhibido. Las ondas del mar blanco se han juntado en una sola ola que arrojará a las doradas playas del sueño a esta cansada Venus de pantalón corto y mano izquierda cuyos dedos cortados a guillotina, han reaparecido manteniendo la falta de propósitos.

“Fer… Amor, me muero de sueño. Así tendrás el gusto de verme después de una jornada agotadora, cuando estemos juntitos.”

IX


En la elucidación del puzle, uno siempre se encuentra tentado de forzar las piezas para que encajen en el lugar que se le antoja debieran ir. Peor aún, ante la adversidad de una falsa esquina o de algún problema similar, la intensa frustración podría determinar tres comportamientos: abandonar el juego; cortar pomos y unir pedazos que configuren un mamarracho; tener paciencia y continuar. Sobre la mesa dispuesta para desvelar lo que parece un paisaje surrealista de tres mil fragmentos, decidí mezclar la primera y tercera opción, dedicándome de momento a otra cosa.

“Glendy te extraña mucho… No la he podido sacar a pasear por lo menos a la plaza. Sin vos no va a ser lo mismo jugar con el disco. Estamos muy aburridas y rabiosas porque no estás.”

Dos rostros ocupan casi toda la foto: uno, es el de la mujer; el otro, del can que la acompañaba en la playa. La intuición dice que hay un cierto parecido entre humano y animal, aunque no se manifiesta en el cuadro, puesto que de éste emanan ternura e inocencia, y de la persona, ansiedad y enfado que afloran en el puño cerrado de nudillos marcados bajo el cuello de la perra, que es parte de un ceñido abrazo. Las bocas, que mucho podrían hablar al respecto, han quedado invisibles por la posición inclinada hacia delante de las cabezas, pero los ojos mirando al lente de la cámara, no pueden desmentir lo antedicho.

Por la mirilla he visto muchos movimientos entre ayer y hoy. Flinnstein, el hombre cuyas venas son recorridas por el pus, ha contratado a dos albañiles que han estado picando, revocando y fratachando las paredes interiores, mientras que un tercer trabajador, a quien justo ahora tengo fumándose un cigarro en la mira, porta un tarro de pintura sin abrir, una escalera con clavo al costado de donde pende el balde con pinceles y rodillos, y está dando una patadita a la puerta para abrirla y entrar con todo a cuestas.

Han de faltar pocos días para que Ferdinand Grespi venga a vivir aquí, y posiblemente reclame las fotos que he estado mirando sin su consentimiento.

X


Aún no me puedo explicar cómo ha llegado el segundo sobre hasta mi apartamento. El primero —que abrí por equivocación—, responde a un error del funcionario que lo lanzó por debajo de mi puerta, en vez de hacerlo por la de enfrente. Pero el segundo, que llegó abierto, sin dirección ni nombre de remitente ni destinatario, desmorona cualquier hipótesis que trato de formular. Supongo que debo armarme de paciencia, y esperar a que por sí mismo el enigma se resuelva, o, al menos, arroje alguna pista.

En mi casa y en la foto, ha amanecido. Un viento frío del suroeste se ha llevado la humedad pegajosa que, en sus últimos intentos por quedarse, se había adueñado del cuarto de baño, chorreando por las paredes y patinando en el piso antes de sucumbir. Sin embargo, a juzgar por la falta de ropa, en la imagen entre mis dedos ha de seguir haciendo calor. No es que la mujer se exhiba desnuda, pero los brazos cruzados ante el pecho, y los cabellos cubriéndolo, podrían disimular su desnudez.

“¿Me querés? R♥.”

Esta frase ambigua, podría referirse a una pregunta que cada cierto tiempo se repite entre los susurros de los enamorados, o un ofrecimiento de voluptuoso tenor que incitara al amante a acudir presto como diablo a su invocación. Si el orden existente en el mazo fuera cronológico, se diría que R. se ha desvestido del cansancio pasado, y el nuevo día que ilumina con fuerza la habitación, le ha insuflado energías que… Pero sus ojos siguen cansados.

XI


R., cuando no tiene que cumplir su horario, ni acude a charlas del trabajo, ni estudia para concursar y poder ascender, se ha de aburrir, quizás, mirando televisión, leyendo libros y revistas, conversando con amigas, o sacándose fotos sola o con su perra. En ésta, el parecido entre ambas aumenta, mostrando solamente los perfiles solapados de los rostros inclinados hacia abajo, descubriendo sentimientos dispares. Humano y bestia, se hallan sincronizados expresando confianza pero con recelo, entrega y cautela, broma con guiño de verdad. La nariz de la mujer forma un arco descendente con el hocico, y un brillo de ojos que contiene chiste y malicia, se extiende hasta la boca del animal que parece sonreír con el juego doméstico. La nariz perruna, diseñada para olfatear vida silvestre, para discernir la riqueza extrema de flora, fauna, ríos y vientos, ha de conformarse con los rincones de un apartamento con olor a detergente, cera para pisos, champú y perfumes caros. ¡Pobre animal!

“Hmmm. Mmmm.”

Los movimientos en el apartamento de enfrente han cesado. Atribuyo el leve dolor en mi garganta al polvillo que ha estado filtrándose hacia mi hogar durante el tiempo que duraron las reformas, aunque también puede deberse a que el frío e intenso Pampero ha barrido la humedad bochornosa, sin que mi cuerpo pueda adaptarse a un cambio tan brusco.

XII


No fumo, no bebo, mi alimentación es sana, carezco de preocupaciones, casi nunca me enfermo. Sin embargo, el dolor de garganta se ha acentuado, y he decidido combatirlo fabricándome caramelos de miel, y bebiendo infusiones.

Enciendo el radiador de aceite junto a la mecedora, y coloco mi taza sobre la mesa consola, tomando el libro que permanece allí desde la tarde anterior. Recién ahora reparo en que, a falta de un marcador a mano, utilicé una de las fotos con el atrevimiento que se tiene al usar las cosas propias. Cómodamente instalado, me da pereza hallar un honesto sustituto.

Es como si allí también hubiera refrescado. R. está acostada pero con el torso erguido, desde las caderas hacia abajo cubierta por un grueso acolchado, y hacia arriba vestida nada más que por una ajustada remera. Al fondo, se percibe un mueble constituido por repisas que albergan libros, portarretratos y fruslerías que habrá comprado durante sus viajes de esparcimiento. Muy animada, observa la cámara llevándose un cigarrillo hacia los labios, confundiéndose la nube de tabaco con sus ojos, el cabello y el rostro, por el movimiento en el desafortunado momento del disparo. La imagen con la acción truncada, que parece negarse a la captura borroneando las líneas que delimitan a la mujer fumando en su dormitorio, arrancan en mi imaginación una serie de cuadros que dan vida al simple papel fotosensible… Llega el cigarrillo a los labios que lo comprimen, iluminándose la brasa que lo consume. El humo es aspirado en un instante extático, donde R. y tabaco entran en comunión. Tras breves segundos, suelta la bocanada que se desparrama en espesa niebla por el colchón. En su otra mano sostiene un libro —me sorprende la coincidencia de que ambos tengamos bajo nuestra vista, un libro abierto por la mitad—, al cual da una ojeada. Los dedos acomodan el cigarrillo para una nueva pitada. Sonríe como si se hubiera topado con un cómico pasaje, para luego girar la cabeza y quitarse la gracia, dejando lugar a la seriedad que se necesita para fumar. Lo aspira con fruición, como si tuviera un líquido exquisito que hubiera que extraerle, y gira para poder mirarme frente a frente. Me contempla como a un insignificante desconocido que interrumpe algo importante, o como a un espía al que se ha descubierto in fraganti, y de quien se requiere una explicación.

“Con algo me tengo que divertir. ¿No te parece?”

XIII


Ya no hay más cielo, playa ni calor. El sol brilla dividido en chispas, portado en pequeñas olas que se entrechocan rompiendo sobre la orilla pedregosa, donde termina posándose inquieto en difuminada franja. R., vestida de jeans y buzo de mangas largas, intenta atrapar las partículas que se escapan entre sus dedos. Yo podría pasar una tarde sin otro entretenimiento, pero creo que el alma de R. es demasiado impaciente, y no habrá tardado en levantarse, recoger su cámara y marcharse rumbo a menesteres más útiles o alegres.

“A veces siento que nunca te voy a poder tener del todo.”

Mis recetas me han aliviado, seguramente las molestias respiratorias pronto desaparecerán.

He estado pensando acerca de mi comprometedora situación con las fotos. La tardanza del señor Grespi ha complicado las cosas, ya que, si se hubiera presentado, por ejemplo, al otro día de haber abierto equivocadamente el sobre, mi argumento sonaría en sus oídos como algo natural, acorde a las posibilidades. La aparición del segundo sobre ha sido el mayor problema, y el que no ofrece ninguna respuesta. No debería haber retirado el contenido…, pero cualquier persona con mínima curiosidad, no podría haberse resistido. Cuando lo tenga delante de mí, y ya le haya entregado el primer sobre, le diré extendiendo mi mano con el segundo:

“—Ferdinand, cuando vi que el sobre contenía fotos, adiviné que sería para usted. Las guardé de inmediato y aquí se lo entrego.”

Quedaré en el mayor silencio, como el que se hace durante un pacto muy delicado, que podría quebrarse al pronunciar una palabra de más.

No puedo imaginar con certeza la cara que pondrá Grespi. ¿Restará importancia a este malentendido y seremos buenos vecinos? ¿Será un hombre celoso que reaccionará de forma violenta al encontrarse con un tipo que ha estado mirando las fotos de su mujer que, para colmo, estaban dirigidas a él con íntimos comentarios? ¿Pero qué tipo de relación mantendrá con R.?

XIV


Los viejos y simples dibujos concienzudamente ubicados en las casillas del juego de la oca, invitan a reflexionar sobre la vida, sus vaivenes, y el enorme anhelo por encontrar la verdad. Un músico, un payaso, la oca, y luego el laberinto que pugna por retenerme entre sus miles de caminos posibles, donde la única salida es saber esperar hasta que sea tiempo.

La oración al dorso exclama irónica: “¡Al fin lo logré!”

La dama, al estar haciendo plancha en una piscina, arquea la columna provocando que sus pechos apenas cubiertos, se agranden de forma exagerada. Por los ojos apretados y la forzada retención del aire, el rostro adquiere un aspecto que podría ser el de un remilgo rococó, o el grotesco descanso de un cadáver. Si uno deja llevar su imaginación por corrientes surrealistas, verá dos fondos: el de arriba, una luminosa red de conexiones neuronales; el de abajo, figuras fantasmales y demoníacas como conspiradores infiltrados en el pensamiento. Si se deja arrastrar aún más, en el vientre semihundido de R., un caprichoso juego de minúsculas ondas proyectan sombras que dibujan un cráneo calvo, apuntando en dirección opuesta al de quien está flotando.

De alguna manera ha influido la respiración forzada de R. sobre la oxigenación de mis pulmones, pues me falta el aire y, a cada inspiración, un puñado de alfileres se clava en mi espalda. Alterno incomodidad y dolores musculares, con frecuentes ataques de tos que mis caramelos de miel, infusiones o vahos, no han podido contrarrestar. Sudo en abundancia, al anochecer acuden mareos, y un bombo insoportable suena en mi cabeza. La falta de un termómetro corporal, no me permite comprobar que, mientras R. aplaca los cuarenta grados en la piscina, yo los sufro tiritando en mi cama.

XV


Me estaba haciendo un vaho en la cocina. Pese a estar absorto inhalando el vapor de eucalipto que salía de la caldera y se concentraba bajo la toalla puesta como un toldo sobre mi cabeza, tuve el presentimiento. Un segundo antes que sucediera, agucé mi oído para escuchar el deslizamiento del sobre por debajo de la puerta, que se me antojó el de una hoja metálica a la cual se le saca filo.

Arrojé la toalla, me envolví en la bata, y en cuatro zancadas —pasando por encima del sobre recién entregado—, me hallaba abriendo la puerta principal.

No había nadie. Corrí hasta el ascensor cuya luz indicaba que descansaba en planta baja; volví hasta la escalera, miré por el hueco hacia arriba y abajo; cerré los ojos y escuché atentamente. Nadie.

—¡¿Quién dejó el sobre?! —exclamé, y a mis oídos llegó la respuesta burlona de mi propia voz hundiéndose en un ataque de tos.

Para mi sorpresa, esta vez no había error. Estaba dirigido a mi persona y al apartamento que habitaba, con caligrafía clara y esmerada aunque no tan redondeada, salvo en el espacio del remitente que, a pesar de ser ganchos casi ininteligibles, podía leerse la dirección del apartamento de enfrente…

¿De qué se trataba esto? Crucé de inmediato el pasillo, y golpeé con firmeza la puerta que, tras leve crujido, se abrió lentamente…

—¡Hola! —grité y tosí—. ¿Vive alguien aquí? —entré al apartamento inmaculado, cuya estructura era réplica del mío—. ¿Es usted Ferdinand Grespi?

Ferdinand Grespi había envejecido un poco. Su cabellera no era tan abultada y proliferaban las canas; los carrillos se habían inflado, y la sonrisa horizontal le trazaba patas de gallo inocultables; la barba de dos o tres días aumentaba el efecto del conjunto. No obstante, lucía un físico esbelto, tonificado por ejercicios de musculación que repetiría a diario. Vestía short multicolor. Cielo, mar y playa, al igual que la dama cuya cintura rodeaban los fuertes brazos, eran exactamente los mismos de la primera foto que había visto, la del sobre que nunca debí abrir.

XVI


Es un cielo sin gracia; el mar lejano, otro tanto; en la costa ha aparecido pasto, aportando esporádicos verdes oscuros y claros que se apartan salpicando un camino de tierra ocre. Ferdinand Grespi todavía no se ha afeitado; el flash le da a su rostro un brillo grasiento, y a sus dientes, pequeños destellos marfileños y salivales; ha sido abofeteado por demasiadas horas de sol; la sonrisa, podría haber sido exigida a punta de revólver. Recostado en su hombro atlético pero extenuado, pese a estar tostado, el rostro de su compañera tiene un poco de cetrino y mucho de soñoliento. La sonrisa es más sincera, pero el triple de austera. ¿Están cansados de haberse divertido el día entero? ¿Habrán hecho el amor hasta el abatimiento? ¿Acaso el hartazgo subyace en la piel?

Tanta adustez y mi propio debilitamiento, me conducen a la cama más temprano de lo habitual. Solo quiero dormir lo necesario para levantarme sano, con la mente despejada, mis energías renovadas, bien dispuesto para un nuevo día en que pueda tomar la firme decisión de llegar hasta el final de este absurdo misterio, o meter sus piezas inconexas en un mismo paquete, y arrojarlo al tarro de basura.

XVII


Esa parte de la sala, está muy bien iluminada por lamparillas que trazan haces dirigidos a cada integrante del grupo. Los cuatro, uno al lado del otro, parados, algo tiesos, intentan relajar cuellos y espaldas desobedientes. Sonríen, y lo hacen muy bien vestidos, con mayor o menor mezcla de gracia y convención social. A la izquierda, una muchacha delgada, más alta que R., se encuentra entusiasmada y alegre; R. le ha de pasar la mano por la espalda, aunque no se podría decir si continúa más allá de la foto; a su vez, Ferdinand Grespi hace lo mismo con R., y ella le devuelve el gesto; a la derecha, un niño enorme, que no es otro que el de la foto en la piscina, mira desconfiado hacia el lente de la cámara, como si ya pudiera ver lo obtenido por quien pulsa el botón. Los jovencitos tienen gran parecido con Grespi; con R., ninguno.

Postrado en mi cama, siento una leve mejoría. El único entretenimiento en estos últimos días, ha sido repasar las fotos viejas y hacer conjeturas sobre las nuevas. Extraño a la amable Ester, mi difunta vecina, a quien debo tantas horas de inteligentes conversaciones y partidas de baraja. ¡Pobre Ester! Creo que la indiferencia de su familia tuvo mucho más incidencia que la enfermedad.

Pronto estaré bien.

XVIII


Está frío, aún me siento mareado, pero esto y un poco de tos, no impiden levantarme para realizar los descuidados quehaceres domésticos. Aunque tardo el doble de lo habitual, la casa va adquiriendo orden, limpieza, y el aspecto general que imprime en mi ser una notable sensación de mejoría. Finalizado el trabajo, puedo tomarme el tiempo que quiera para haraganear, mirar por la ventana, o lo que me venga en gana.

Es curioso cómo un cielo invernal de nubes turbias con matices violáceos, puede llegar a tener una apariencia muy similar al de un estival día de playa en familia. Las nubes tienen formas extraordinarias: por la izquierda, asoma una cabeza de águila con pico de pato, como un tonto ceñoso; al centro, en una perspectiva que invierte cielo y tierra de modo que se puede ver abajo lo que se encuentra arriba, una mujer blanquísima de infinita cabellera, lee un libro sobre su regazo; a la derecha, se mezclan rostros compungidos que miran al cenit, como pecadores descubiertos por un dios fulminador. La arena pisoteada que sirve de apoyo familiar, concluye en un mar calmo con puntos y rayas que es gente bañándose. Descalzos, con bermudas y trajes de baño, los cuatro se abrazan y sonríen satisfechos. Los hijos de Grespi poseen la palidez gestada en las grandes ciudades, donde la vida al aire libre es escasa y el contacto con la naturaleza nulo; sus cuerpos fofos poseen extremidades débiles que en vez de trepar árboles, apenas sostienen alimentos ultra procesados, y las caminatas agrestes que pudieran mejorarlos, son sustituidas por largos viajes en vehículos con completas normas de seguridad; seguramente, ante las pequeñas maravillas del mundo y de la mente como una almeja o el sentido común, antepondrán sólidos conocimientos académicos obtenidos en colegios privados. Ferdinand llena de aire marítimo sus grandes pulmones, y exhala complacido sabiéndose solvente empresario, con hijos que seguirán el camino que les ha trazado, con una mujer cuya piel se ha vuelto morena, los años no le han robado la sensualidad, y con ciertos acuerdos podrá ser una buena madre sustituta, sin dejar de aplicarse para mejorar su puesto bancario.

XIX


¿Habrán mandado los niños a pasear por ahí? ¿Se divertirán en la sala de juegos del hotel? En el reflejo de los lentes de sol de Ferdinand Grespi, se percibe un rostro cercano que podría ser el de su hija, y, un poco más lejos, con la cabeza invisible por estar fuera del armazón, el contorno de su hijo. Tal vez, simplemente juegan con la cámara y toman cualquier foto tonta que se les ocurra. Al hombre le causa gracia que sus vástagos retocen en las inmediaciones, aunque es consciente que a su mujer no tanto, porque si no lo vio, intuye cierto rictus de desagrado, como si un rayo de sol le perforase el lente oscuro, provocándole una incomodidad que le levanta la mejilla derecha y hunde la ceja oculta, mientras la comisura del labio busca en la sonrisa forzada una salida diplomática. Los menores sólo pensarán en fastidiar, encontrando alegría en las molestias infligidas; los mayores, deseosos de intimidad, van endureciendo sus músculos hasta quedar como maniquíes puestos en espera hasta la llegada del decorador.

Un ruido en el apartamento de enfrente me arranca de supuestos y divagues. Voy hasta la mirilla y observo. La puerta está abierta y, cada tanto, un hombre alto y atlético cruza la escena dirigiéndose con prisa entre las habitaciones. Se escucha su bronca voz que retumba al teléfono tornándose indescifrable. Luego, silencio. Por fin, sale del apartamento cerrando con un portazo, girando una llave entre la multitud del tintineante llavero que engancha en la trabilla de su pantalón. Levanta la barbilla y mira hacia mi mirilla, como si supiera que lo estoy espiando con el deseo que me dé su rostro de frente para poder cotejarlo con los de las fotos…

Definitivamente, si este es Ferdinand Grespi, no es el mismo que yo conozco.

XX


Ha salido el sol, da gusto abrir de par en par la ventana, y recibir el salutífero aire que necesita un hombre sano. En las calles el tránsito se ha incrementado, y la gente bulle concentrada en sus asuntos como si fueran vitales. Me ocupo de lo que ha conseguido quitarme el sueño en algunas ocasiones, y pienso que para los demás si no trivial, será dislate.

Hay varias versiones del mundo. La mayoría de ellas, es mentira. La minoría, se va acercando a la verdad mientras puede. Quienes con honestidad y compromiso desnudan la realidad de sus estrafalarios ropajes, llegan al punto donde son vilmente asesinados. Desde lo alto, ningún dios los defiende. Libres de estorbos, ricos funcionarios de formidables fábricas de farsas, venden sus paquetes de objetos venenosos pero divertidos.

La familia se ha trasladado a Universal Studios. No ha de ser barato llegar hasta allí, pero posiblemente los niños hayan hecho bien sus tareas y lo merezcan, siendo una manera muy propicia para establecer lazos fuertes y duraderos entre sus integrantes. Ahora sí, se ven sonrisas genuinas, alimentadas por el entretenimiento para las almas impresionables. Niña, niño, R. y Ferdinand, posan de frente tomando por fondo al globo reticular pintado de azul los océanos, de caqui los continentes, que para exultación de los visitantes, girará como una jaula maravillosa. Después del recorrido, fascinables por naturaleza, volverán a su país viéndolo más pobre y demacrado, anhelando lo visto y preguntándose por qué no les habrá tocado nacer en un punto más destacado del globo, en donde cada día los despierte un nuevo encanto.

XXI


En el juego de las palabras cruzadas, Ester tenía una memoria prodigiosa, y así como traía al tablero términos que me obligaban a consultar el diccionario, revivía y narraba historias chistosas de fabulosos sujetos, que debían ser ciertas, pues bien se sabe cuánto le cuesta a la ficción ser menos verosímil que la realidad para ser creíble. Cuando parecía que iba a ceder el turno sin obtener nada, arreglaba con sus frágiles dedos entrechocantes las fichas que doblaban mi puntaje. Como ave rapaz, esperaba la cercanía de una casilla de triple tanto para arrojarse impetuosa sobre ella. Le apasionaba engancharse a mis formaciones y burlarse de mi desconcierto. Su atril debía tener entre vocales y consonantes, la misma armonía que una composición musical. Siempre ganaba, porque a la cabeza de sus máximas de lucha tenía: “Conoce a tu rival”, y vaya si me conocía. Si aún viviera, poco trabajo le hubiera costado desenredarme de la enmarañada madeja de sobres, fotos y esquelas.

Grespi está más joven, y Glendy es apenas una cachorra. Duermen sobre la misma cama, demostrando a quien ha tenido la tierna idea de registrar el momento, un gran amor paterno-filial, allende las especies. Quién sabe qué sueña el hombre, y qué el animal, pero la tranquilidad emanada de la confianza, indica que han de ser plácidas situaciones en paisajes acogedores.

En el envés, hay una esquela pegada con cinta adhesiva. De forma apresurada y con trazos hirientes, se lee:



“Te devuelvo todas las fotos que he encontrado. Si tus hijos se irritan al verme, no creo que tenga sentido insistir.

‘Como ya te dije antes, lo nuestro terminó.


‘Romina.”



Durante la mañana, ha habido movimientos continuos en el apartamento de enfrente. El personal de una empresa de mudanzas ha estado introduciendo muebles y cajas, moviendo los objetos como si fueran piezas de artillería. Por la tarde, una conversación en el pasillo me ha hecho saltar hasta la mirilla, para ver que el falso Ferdinand Grespi, llevaba sentada sobre silla de ruedas a una anciana de mirada nublada. Entraron y permanecieron un rato, luego el hombre salió y, cerrando con llave, dijo:

—No te preocupes, mamá. Mañana te mando la muchacha que va a arreglar las cosas.

Se fue, y se produjo un silencio sepulcral.

XXII


La vida sedentaria me estaba haciendo daño, por eso, decidí variar mis rutinas y establecer jornadas de extensas caminatas que me llevaban a recorrer la ciudad, su ejido, y serenos caminos rurales que me regalaban bellísimos paisajes con perfumados aires silvestres, en cuya presencia uno percibía como axioma, la diferencia entre el corazón de la vida real, y la cáscara mecanizada que la envuelve, teniendo la necedad del hombre por su artífice.

Al regreso de una extenuante y a la vez revitalizadora caminata, mi atención fue arrebatada por el titular de un diario, como si una mano invisible se hubiera metido en mi conciencia, sacudiéndome y ordenándome leer:



A PRISIÓN

CARTERO ROBABA Y ADULTERABA CORRESPONDENCIA PARA DIVERTIRSE



Lo olvidado hacía meses, golpeó el presente con un torrente de nítidos recuerdos. Los cabos sueltos que se habían ido hundiendo en la memoria, reflotaron en busca de sus dispersas conexiones, y lentamente las piezas del puzle formaron una nueva dimensión, imponiéndome el reto de ser conocida.

De vuelta en casa, leído el artículo del diario y pasadas las horas de conmoción, eché sobre mi escritorio las fotos, sobres y esquelas. Ayudado por una lupa que agrandaba los detalles omitidos, fui desentrañando uno de los tantos juegos perversos repartidos por debajo de las puertas, el que en suerte me había tocado y se resumía bajo mi faz.

El cartero, criminal cebado en el placer diabólico de generar confusión, en principio había retenido entre muchas, una carta membretada por un banco extranjero. Curiosamente, allí encontró las veintiuna fotos más la esquela que encendió su macabro ingenio. Apartó siete fotos y las volvió a colocar en el sobre original, enmendando y remarcando los datos de éste, agregándole la primer esquela con excelente desempeño caligráfico, para que pareciera redactada por una mujer enamorada. En segunda instancia, seleccionó otras siete, y escribió frases en los enveses con una letra igual a la de la esquela. En tercera instancia, con mis datos personales en buena ley, puso dentro de la carta la última septena de fotos junto a la esquela de ruptura. Al fin, R., Romina o la dama de la foto, supongo que hastiada de la relación con su amante, envió desde su trabajo las gráficas pertenencias que ya pesaban más de lo que alegraban su vida, con la breve nota de fin. El resto de la historia, había sido creada por el fatídico cartero, con la ayuda de un viejo tonto a quién aún le quedaba demasiada imaginación.


Publicado el 24 de abril de 2025 por Álvaro Bozinsky.
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