EL TRATAMIENTO

A. J. Bozinsky


ficción rara relatos incómodos



EL TRATAMIENTO











A. J. Bozinsky
























Licencia CC – BY NC ND

Álvaro Bozinsky.

Primera edición 2025.

Índice


I


Mi empresa, la más efectiva en el ramo, no incluía ningún laboratorio de alta tecnología. El tratamiento al que se sometían mis pacientes no era demasiado costoso, como sí los que ofrecía la competencia. Una de las grandes diferencias, radicaba en que la gran industria se apoyaba en sus procedimientos científicos, mientras que los míos eran de orden espiritual, y se venían transmitiendo de generación en generación. Tengo entendido que el último depositario del conocimiento, fui yo. Por mucho que se me haya vilipendiado con motes de charlatán o manosanta, el éxito de mi trabajo estaba completamente garantizado. No fallé ninguna vez. Aunque caballero, desafié a varias mujeres, saeteadoras por sí mismas o esposas de algunos de los tantos infames que me alanceaban a que, si la infelicidad se había instalado en sus hogares por no poder formar la familia deseada, se presentara en horario de oficina en mi consultorio para coordinar una cita junto a mi secretaria. Mi agenda siempre permanecía desbordada, y la excelente organización de la misma y muchas tareas más, se lo debía a la excelencia de la señorita.

Mas hubo un punto de inflexión en mi carrera, que me obligó para siempre a narrar sobre mi oficio en tiempo pasado, y a tener que sobrevivir por otros medios. Sinceramente, nada tienen que ver las planificaciones familiares, ni los abortos sistematizados, ni la exclusividad del diseño genético monopolizado por las grandes compañías.

Por supuesto, aunque haya pasado tanto tiempo, los nombres reales serán mantenidos bajo estricta reserva; los caracteres físicos de los pacientes serán ligeramente modificados por obvias razones; en cuanto a los rasgos psíquicos, los mantendré inalterados, al fin y al cabo, son sólo parte de mi percepción.

II


Tal como estaba agendado, el miércoles 2 de junio, a las diecisiete horas, la secretaria hizo pasar a mi consultorio a una pareja de adultos jóvenes. La primera impresión que me ofrecieron, fue la de no estar seguros de lo que estaban haciendo ahí. El marido tenía ganas de huir, pero la mano paciente de la esposa, más la disposición forzada por los fracasos en terrenos convencionales, lo obligaba a permanecer a su lado, y a tomar asiento tal como yo se lo indicaba. Es comprensible que el tiempo era de especial importancia para mí, así que inicié las preguntas primarias. Mientras tomaba nota, la mujer contestaba titubeante, y el hombre miraba el cálido decorado de la habitación, sin abandonar los deseos de fugarse cuanto antes.

Perdidas las esperanzas, Ester y Fernando habían venido a mí porque no podían tener hijos. Ester extrajo de su cartera una carpeta repleta de documentos médicos y, sin dar aviso, comenzó un largo discurso cual si fuera un facultativo, exponiendo los detalles acerca de la enfermedad de Fernando.

—Disculpe, Ester —tuve que interrumpirla, porque el reloj sobre mi escritorio había devorado una cuarta parte de la consulta. Si le permití demorarse tanto en inútiles explicaciones, había sido para que, en un principio, al escucharse a sí misma y al verme asentir a sus palabras con mi cabeza, se fuera relajando pausadamente, haciendo lo propio con el marido que, declinando el intento de fuga, se limitaba a observarme con desconfianza e impotencia.

—Sí —alzó la vista.

—Agradezco que me comente todo esto, y que haya traído esa carpeta con usted, pero mi trabajo se rige con sus propios parámetros de los cuales no escapan —miré intencionalmente a su compañero—, por supuesto, los controles médicos que deberán hacerse en el laboratorio que le indico en esta hoja —saqué de un cajón un papel brillante, diseñado e impreso con alto nivel profesional.

—¿Pero esto no le sirve? —arqueó las cejas y el marido tosió.

—Para nada, mi querida señora.

—Pero…

—Usted sabrá que mi trabajo respeta todos los controles médicos estrictos y necesarios, para la seguridad de quienes estamos implicados en el tratamiento. Cualquier información externa que usted adjunte, es completamente innecesaria, ya que, con lo indicado en esta hoja —le pellizqué el papel que le había entregado—, es suficiente para iniciar el tratamiento, y para que, por escrito, yo le dé absoluta garantía de que usted, querida Ester, en menos de un mes estará embarazada.

La mujer dio un respingo y un suspiro, y el hombre no tuvo más remedio que hacer una exhalación de pena esperanzada.

—Ahora bien, repasemos lo que le indico allí —saqué una hoja para mí.

Ester leyó conmigo las simples instrucciones, que incluían: Coordinar la siguiente consulta para poder fijar la fecha en que se realizarían los análisis; éstos consistían únicamente en los normales que se aplican para saber si una persona está saludable para realizar la cópula. Traer los documentos de identidad para firmar el contrato; en este punto, observé que, como ya le había dicho, le garantizaba un embarazo seguro, que ella cuidaría con el mayor esmero, y que, como mi tratamiento jamás había fallado, más tarde podría corroborar en la letra del contrato, que le devolvería cinco veces lo cobrado por mi servicio en el caso de que fuera el primer error en registrarse. Esto último hizo que el marido volviera a incomodarse, lo que me hizo dudar si lo más doloroso para él sería que yo poseyera a su esposa, o el dinero que tendría que desembolsar para ello. Tres veces se repetiría la operación, por lo que tres veces se harían los mismos análisis; el marido agachó la cabeza, la sacudió, y su esposa le pasó la mano por la cabeza y por la espalda para consolarlo; esto me sacó de dudas: el problema no era el dinero. En la próxima cita, tendría que traerme una foto actual de la pareja, de cuerpo entero, y, de ser posible, desnudos, o lo más livianos de ropa que pudieran estar; en este punto, me apresuré a explicar que el tratamiento pasaba por una sesión en la que mi concentración mental en los cuerpos de los esposos resultaba imprescindible, y que si querían un bebé con los rasgos particulares de sus padres, imperiosamente necesitaba poseer dicha información; también, aproveché para aclararles que si querían que la criatura tuviera otras características físicas, debían facilitarme una fotografía o dibujo que tuviera el mayor parecido al ser que engendraría.

—¡Claro que a mí! ¡Qué se ha creído! —el hombre se irguió en su metro ochenta y cinco de estatura. Me atreví a pensar que, en otras circunstancias, no se ‘pararía’ tan de repente.

—Disculpe, Fernando —dije mientras la mujer me pedía disculpas—. Yo lo respeto, pero tenga en cuenta que todas las personas no son como usted, y que hay parejas, o, por qué no, mujeres solas, que desean tener niños con características que les resultarían imposibles de establecer con sus propios genes. Para eso recurren a mi tratamiento, que es completo al brindar esta posibilidad… Ahora, tome asiento, por favor.

—Ya, mi amor… —Ester lo calmó pasándole la mano por la espalda.

Esperé a que se restableciera la calma, porque en momentos de tensión, cualquier cosa prudente y sabia que se diga, raramente será justipreciada.

—Muy bien, si les parece, conversen entre ustedes, a solas, en la tranquilidad del hogar, si están dispuestos a proseguir con la próxima etapa —aguardé unos segundos—. Estoy seguro que la pronta respuesta será afirmativa, por lo tanto, no tendrán más que ponerse nuevamente en contacto con mi secretaria, que les dará las siguientes indicaciones, es decir, cuándo concurrir a realizarse los análisis, y la fecha en que volverán a verme con los documentos necesarios —sonreí amablemente, haciendo un ademán que daba a entender el fin de la consulta, justo cuando la aguja del reloj coincidía con el término de la misma.

Se levantaron silenciosos, y se retiraron cabizbajos. Por experiencia, sabía que en principio estarían de acuerdo en no volver. La posición sería sostenida durante algún tiempo por Fernando, pero Ester no podría refrenar su impulso natural de querer ser madre, y luego de un breve lapso en el que quizás averiguara acerca de algún recurso que no hubiera probado antes para embarazarse —si es que quedaba alguno—, volverían convencidos. Estas situaciones de desesperación, por lo común, son aprovechadas por una amplísima gama de charlatanes buscadores de yacimientos de sufrimiento y ardientes deseos humanos, que tienden habilidosos sus redes para cazar infortunados. Algunos visten ridículos atuendos, como si provinieran de algún país exótico; otros, saco y corbata; y otros más astutos, túnica blanca. Colgados en la pared, a ninguno le falta diplomas que avalen el engaño. Este joven matrimonio, había tenido mucha suerte al venir a mí.

III


Demoraron más de un mes. El viernes 20 de julio a las diecisiete horas, a través del intercomunicador, la secretaria me avisó que Ester y Fernando aguardaban con la documentación en regla. Le pedí que los hiciera esperar unos minutos, mientras me quitaba la bata, me higienizaba y vestía para recibirlos. Hacía unos momentos, había estado trabajando en el caso de una joven soltera, antojadiza, hija de un rico industrial, que quería seguir viviendo como parásito de su padre, a condición de darle un nieto que heredara la pasión por los aumentos de producción, las optimizaciones, las rebajas salariales y los recortes de personal. No había resultado tarea fácil concentrarme en tales menesteres, y me hallaba agotado. Decidí sentarme y tomar quince minutos de la consulta para reponerme. Esta vez, les dedicaría treinta minutos de los cuarenta y cinco habituales, simplificación que se resolvería de fácil manera, pues la segunda cita solía ser mucho más breve que las otras, ya que se centraba casi por completo en la foto.

Los hice pasar mientras tomaba los documentos de manos de la secretaria, los cuales comencé a revisar. En Ester noté mejor disposición que en el mes anterior, pero no demasiada; Fernando seguía igual. Uno, en su profesión, trata de ser objetivo, y no se deja llevar por superfluas emociones. En este caso, Fernando me hacía sentir su fuerte rechazo, y yo, que acostumbraba reflejar hacia el prójimo los mismos sentimientos que me prodigaba, tenía que contenerme para no espetarle en su cara, que la mala fortuna que acompañaba a su matrimonio sólo a él se debía, y que mostrara mayor respeto por la persona que ejecutaría la delicada operación que su esposa necesitaba, para que en un futuro no muy lejano pudieran pasear felices y en familia por los parques.

—Veo que han tomado la decisión correcta —les sonreí ofreciéndoles asiento, repasando mi vista por las hojas grapadas—.

—No ha sido fácil —Ester miró hacia los pensamientos que la desbordaban, y Fernando tosió.

Me di cuenta que esta pareja, en el fondo, estaba completamente convencida que la única opción que les quedaba era su servidor, pero por orgullo masculino, o por algo que aún no podía entender, se resistirían al tratamiento que ellos mismos habían venido a buscar. Hay que tener paciencia con quienes se hallan en posición desgraciada, y dejarlos actuar para poder ayudarlos. Muchas veces, la gente se resiste a quien les quiere hacer bien.

—Aún falta…

—Déjame a mí, querido —la mano de Ester asió la muñeca de su marido.

—Sí, Ester, por favor… Es necesario que agote todas sus dudas. Adivino que todavía queda alguna pregunta, y es imprescindible contestarla y satisfacerla, pues de lo contrario, no podremos seguir con la foto —extraje la foto desde un sobre.

—Es que… —me interrumpió.

—Permítame —la volví a interrumpir—. Del laboratorio se me informa que todo está listo para proseguir, así que las dudas que tenga, no pueden ser de origen médico, porque de serlo, no veo que haya mucho de qué hablar. Pero dígame, por favor.

—Es que nosotros somos católicos —dejó de titubear y se aferró a la frase como se aferraría a un rosario—, y no sabemos si es correcto lo que haremos. Porque a los ojos de Dios podría ser pecado.

—Cielos… —suspiró Fernando, que otra vez quería huir.

—Entiendo. Entiendo perfectamente este tipo de inquietudes. Sepan que no estoy en contra de religión alguna; aquí sólo puedo sostener la efectividad de mi tratamiento. No podría darles una respuesta religiosa. Lo siento, pero veo únicamente un problema técnico, que se resuelve con un método que cientos de ejemplos comprueban y garantizan. Si ustedes recurren a una persona de la jerarquía eclesiástica para que disipe sus dudas, con seguridad lo hará, y obtendrán la paz espiritual que el credo les confiere. Ahora bien, no hará que usted, Ester, quede embarazada. La experiencia me ha mostrado casos como el suyo, y puedo asegurarle que la fe no podrá embarazarla —remarqué las últimas palabras.

Por lo general, la gente no está preparada para recibir opiniones que choquen contra sus ideas preconcebidas. Cualquier cosa razonable que uno intente transmitir, caerá en el saco roto del ignorante, o será considerada injuria por el fanático. Si el herido ha sido sacudido en sus tan arraigadas como falsas convicciones, se corre el riesgo de obtener una reacción violenta. Es conveniente mantenerse al margen del fundamentalismo. En mi labor profesional, ayudaba a las personas a ser felices, cobraba por ello, y no me creía en el derecho de interferir en sus caminos espirituales.

—Estoy muy confundida —su pecho se agitó.

—Amor… —Fernando la rodeó con su brazo.

Los dejé unos minutos para que se consolaran con caricias, y observé que el reloj se encaminaba hacia la próxima cita, en la que una mujer, en el límite de sus posibilidades, siendo abuela también quería volver a ser madre, pues deseaba cumplir con la extraña fantasía de colocar en un pecho a su hijo, y en el otro a su nieto. La gente es más rara de lo que uno se imagina.

—Bien. Siento mucho que esto suceda, pero es mejor que aflore el problema en las primeras instancias, y que no haya arrepentimientos cuando ya no se pueda volver atrás.

Ester se largó a llorar, y su esposo lagrimeó aferrado a ella.

—De veras lo lamento. Si los fundamentos religiosos son un obstáculo insalvable para que puedan formar una familia y ser felices, terminemos nuestra relación aquí. Soliciten a la secretaria que les devuelva el importe de la consulta, por favor.

—No, no… —Ester se paró soltándose de su marido como si fuera el lazo que la mantenía atada—. Voy a hacerlo. Quiero hacerlo.

Ese era el tono de voz que necesitaba escuchar. Ester había resuelto continuar con el tratamiento, y el marido debilitaría su influencia negativa. Ahora tenía la certeza de que en los próximos días, decisivos para un final satisfactorio, no habría titubeos. Parada ante mí, con los pechos erguidos por la agitación del momento, tenía la estampa de una mujer renovada y segura.

Saludé la apropiada decisión, e invité al esposo a que siguiera el ejemplo, teniendo valor y firmeza a la hora de dar el paso fundamental que los conduciría por el sendero de la felicidad.

Se marcharon llevándose un cúmulo de emociones, dejándome el sobre con el objeto que, para la siguiente fase del tratamiento, se convertiría en la clave del éxito: la foto.

Un tercero la habría tomado en algún balneario, dejando su sombra estampada sobre la arena. Preciosa postal para un almanaque comercial, si no hubieran estado Ester y Fernando en medio del rectángulo, sentada ella encima de él, forzando el límite de resistencia de una silla playera. Pobre mariposa, se perdía entre las tripas y grasas forradas con piel del esperpéntico marido. Morena, bronceada, con una malla de dos piezas de color amarillo intenso, dejaba al descubierto lo necesario para afirmar que pese a sus treinta años, se conservaba mucho mejor que unas cuantas jóvenes de veinte. No le faltaba tonificar los músculos, las caderas tenían el tamaño justo, y el par de senos generosos, garantizaban la abundancia que mamaría la criatura a engendrar. Inspiré profundamente, y sentí el olor del mar y el calor de un sol veraniego en apacibles latitudes. Exhalé con deleite, dejándome embriagar por las sensaciones recogidas. El grosero marco de extremidades fofas, papada de pelícano y hocico de cerdo, convertían a Ester en una Afrodita nacida de la grasa.

—Pobre niño —dije en voz alta—. Deberé dibujarte las cualidades porcinas de tu padre, pero con la delicadeza y armonía de una madre que, pese a sus sueños, termina casándose por dinero.

La mirada de Ester, que en su momento había mirado hacia el lente de la cámara pero que ahora me miraba a mí, me transfirió en una ráfaga astral hasta los más recónditos pensamientos.

Pobres mujeres, instigadas por su naturaleza a buscar seguridad, terminan enredándose, y caen presas de adefesios que las satisfacen por completo en sus ridículos atavismos, pero siempre les quedan debiendo cuantiosas sumas de placeres básicos.

—No te preocupes, Ester —le pasé las yemas de mis dedos—. Tendrás tu bebé, aunque al achuras de tu marido le cueste un poco de lo que les roba a sus empleados.


IV


El 3 de agosto, puntuales, entraron con distinta actitud. Ella estaba decidida; él, habría buscado la manera de persuadirla para que desistiera. ¿Preferiría recurrir a la adopción, antes que le tocaran a su dama? La psicología humana es muy complicada. A veces me figuro al ego como el producto de magnitudes vectoriales. El hombre quería su vástago, lo quería igual a él, y estaba dispuesto a cualquier sacrificio; sin embargo, en otra dirección, admitía la posibilidad de que el descendiente no fuera físicamente parecido, pero sí o sí, lo fuera en su forma temperamental, para que sus sueños filisteos tuvieran continuidad; por otra parte, descontando vectores menores, le era imposible sufrir la idea de que otro macho montara sobre su hembra.

Debo decir que la lectura del alma es una facultad que poseía, y aunque parezca absurdo, en ella quedan impresas las emociones de los humanos, como tinta sobre papel. Y más aún, como relieves hechos por el cincel sobre la piedra, quedan las huellas indelebles de los contactos íntimos. Ester no tenía por qué reconocerlo ante mí, pero ya portaba dos marcas claras antes que Fernando le rubricara la tercera. A falta de himen, no habría tenido más remedio que confesarle una sola de aquellas tachaduras, bastándole a Fernando para tener que batallar sobreviviendo a los celos. Hombres y mujeres deberían arrojar las armas, negociar la paz absoluta, y entregarse en gran hermandad, a satisfacer sin prejuicios la plenitud de sus deseos. O no, porque también existen personas que no son animales. Pero el adiposo y mezquino Fernando nada sabía de espirituales conocimientos, y en mí veía, aparte del individuo que podía enmendar sus males, al tipo que usurparía su femenina posesión.

—Tomen asiento, por favor.

Frente a ellos, el contrato se ofrecía para que después de firmado, no hubiera reclamos ni arrepentimientos. En unas cuantas páginas, decía que debían abonar el importe por adelantado según lo estipulado, y que cumplirían con todas las especificaciones convenientes, posteriores a la inseminación.

—Ester —dije una vez que hubo firmado—. Pase al cuarto contiguo, mientras nosotros terminamos —le entregué el bolígrafo a Fernando, y llamé a mi secretaria por el intercomunicador, para que se encargara de recoger el cheque.

—Yo voy con ella —arrancó el cheque del talón.

La secretaria, que justo había entrado cuando el celoso y desconfiado marido había terminado la frase, expresó en su rostro un signo de interrogación, y tres puntos suspensivos. Juntó el cheque y el contrato, para marcharse de inmediato.

—Fernando, por favor… Usted comprenderá la delicadeza del asunto. Este tipo de tratamiento, no es apropiado para…

—Entro con ella. Soy su marido —tomó aire, se serenó, y seguramente trató de pensar que estaba cerrando uno de sus negocios—. Tengo conciencia del problema, pero en nuestro matrimonio no hay secretos. Tenemos plena confianza el uno del otro, y, si en el altar nos juramos amor eterno, no la abandonaré ni en las peores situaciones, así tenga que soportar la humillación y el martirio.

Fernando, a quien lo conocía por sus gestos, monosílabos y reducidas frases, había hablado desde el corazón, y era mi obligación creerle y prevenirle. Aunque estuviera equivocado respecto a la reciprocidad de la sinceridad en su matrimonio, o a creer que el suplicio de verme copulando con su esposa serviría como algún tipo de redención, no debía escuchar verdades que atentaran contra los cimientos de su persona.

—Sea, Fernando. Me consta que ha hablado como un hombre. Si cualquier cosa que yo le aconseje la refractará, no me deja otra opción que la de hacerlo pasar a usted también, pero quedará advertido de que lo que verá, sólo redundará en mayor e innecesario sufrimiento para usted y para su esposa, a quien no le gustará que usted participe en esta etapa tan difícil.

—Ya lo hemos hablado —se apresuró a replicar—. Al principio ella no estaba de acuerdo, pero luego comprendió que, teniéndome a su lado, le sería más fácil concentrarse en mí, y, cuando llegue el momento, en su mente estaré yo cumpliendo con los deberes del matrimonio, y nadie más que yo.

—Bien, ahora comprendo —no carecía de lógica su argumento. Sé que hay personas que practican secretos cambios de identidad con quienes se ayuntan, dándose el hecho de que la mujer imagina estar abrazada a un famoso actor de cine, y el hombre a una deseada compañera de trabajo, por ejemplo.

Pasamos a la pieza contigua, donde Ester, tiesa, sentada en una silla con las palmas de las manos asidas a sus piernas, nos esperaba mirando fijamente la pared de tono cálido, adornada con cuadros de atardeceres y otros motivos entre serenos y sensuales.

—Ester —dio un respingo—. Esto es inusual y de ningún modo necesario —le llevé a Fernando, y me pareció que estaba ayudando a un niño a cruzar la calle—. Bastaba la foto a los efectos de magnetizar los fluidos.

Ester se puso a temblar, y su marido se apresuró a consolarla, abrazándola y besándole sus lágrimas. Aquel hombre enorme, con voz tajante en la que se adivinaba la costumbre de dar órdenes incontestables, o de mandar a callar de inmediato, o de gritar amonestando en público a sus empleados, parecía un eunuco llorón de nalgas infladas. Me hubiera gustado zurrarle ahí mismo, y decirle que se dejara de mariconerías y que me dejara trabajar tranquilo para el bien de todos. Pero el profesionalismo debe anteponerse, así que con voz suave le rogué que se sentara al otro lado de la cama, donde podría tomar la mano de su mujer e imaginar que yo era él. Al no ser suficientemente enérgico mi pedido, le mostré la foto y le invité a lo mismo, advirtiéndole que los efectos magnéticos que había aplicado previo a la cita, podían comenzar a desvanecerse si no actuábamos pronto.

Lamenté no haber pedido con anticipación que Ester se colocara la bata blanca que pendía del colgador al lado del biombo. Notando que la situación se había extendido demasiado, opté por entrar al cuarto de baño unos minutos, pidiendo a la mujer que se desnudara y me esperase dentro de la cama. Creo que Fernando objetó algo, pero ya había cerrado la puerta, y la única frase que atravesó la madera, fue: “Por favor, amor, hazle caso. Terminemos con esto ya.”

Antes de volver a entrar, me mentalicé. La foto cobró vida en mi mano izquierda, mientras la derecha incoaba el proceso físico. Pude ver en mi mente al gordo moverse en su silla playera, al tiempo que una bien bronceada Ester giraba el torso para abrazarlo por el cuello, entremezclando sus dedos con los cabellos húmedos de un reciente chapuzón. Los veraneantes recién casados se besaron apasionadamente, y no tardó el hombre de acelerada excitación, en llenar su mano con un pecho desprendido. Ella, no perdió el tiempo en romanticismos, y deslizó la mano desde los cabellos hasta la ingle escondida, y, acicateada por una ráfaga emitida por los preámbulos del placer, la aferró al sexo del hombre que se irguió tirando la silla, levantando en vilo a su esposa… Así se abría la puerta del dormitorio en el que ingresaban, mientras yo los seguía de atrás, conectando la mentalización.

La escena real del dormitorio, en nada se correspondía con la de mi imaginación. Estaban tomados de la mano, ella dura de miedo en la cama, tapada hasta la barbilla, como si estuviera esperando la muerte; él, las rodillas en la alfombra, el torso cruzando la cama, gimoteando, tratando de resignarse a la pérdida del honor. Casi ponen en riesgo mi concentración.

De inmediato me metí en la cama. Las mujeres morenas, por más frígidas que sean, conservan el calor en sus carnes; no se puede decir lo mismo de las blancas, que en semejante situación, podrían convertirse en témpanos de hielo. Me costó algo de trabajo conseguir que Ester aflojara las piernas, pero, paulatinamente, a medida que mis dedos tocaban las zonas erógenas, comenzó a desenvolverse, como si de un pimpollo naciera la rosa. Fernando molestaba. Sin embargo, logré que se fuera olvidando del mojigato, y atendiera a mis caricias y, principalmente, a mi mirada. Así, como dicen que la serpiente encanta al pajarillo, enlazaba el alma de la amada atándola a la mía. Y digo bien ‘amada’, porque en el momento exacto, la paciente dejaba de ser tal, para mudarse en puro sentimiento, pues el sexo debe ser un acto de amor, ya que, sólo así, los niños engendrados nacerán y crecerán fuertes y sanos.

Fernando lloraba inconsolable, apretando con firmeza la delicada mano de Ester, que si no fuera por las emociones extremas que la mantenían ausente del dolor, hubiera gritado tratando de sacarla de entre esas tenazas. Con las yemas de mis dedos generé tales correntadas eléctricas, que la entrada se volvió húmeda; oponiéndose a este avance, el marido añadió voz al llanto, trocándolo en ridículo parloteo. Esta desagradable situación sirvió como intentona para arrebatarme a la esposa, de modo que, obrando con extrema rapidez, para que el procedimiento no se arruinara junto al trabajo preliminar por culpa de un gordo inútil e infantil, tomé de debajo de la almohada la ampolla plástica de lubricante que, a falta de tijeras, abrí con los dientes. Sin tardar un segundo, pese a no estar dadas las condiciones, entré por la puerta del templo de Venus.

El movimiento de los cuerpos en el acto de la cópula, se parece a un mágico juego de dar y recibir, cuyo fin sagrado es la procreación. En todo juego, lamentablemente, siempre hay un perdedor; alguien que participa no debe ganar nada, y en este caso, por su propio mérito, el puesto fue de Fernando. Hombre terco que pensaba que el rol de negociante puede extrapolarse a cualquier ámbito, obtuvo ejemplar castigo y fue obligado por su orgullo vencido a salir disparando, aullando por la enterrada espina de un dolor psicológico mucho peor que cualquier tortura física.

V


El 6 de agosto, para la cuarta cita, Ester vino sola. Posiblemente, Fernando habría evitado su presencia durante toda la mañana, puesto que de haber notado el maquillaje, le hubiera ordenado quitárselo.

—Mi marido ha salido en viaje de negocios. No nos acompañará hasta el fin del tratamiento.

Parecía haber leído mi mente, y me daba una explicación mediocre pero creíble, que mantenía con muletas la valentía del marido lastimado. No me resultó difícil imaginar al orangután rollizo, ocupando el diván del mejor psiquiatra de la ciudad que intentaría, pastillas y textos académicos mediante, hacerle entender lo que cualquiera con un poco de sentido común y menor altanería comprendería al instante: si de verdad quería tener un hijo tal cual lo deseaba, tendría que prestar a su sobrevalorada esposa por algunas sesiones. Existen personas que sólo si entregan grandes cantidades de dinero a alguien que vista y calce buenas marcas, que empapele su despacho con un mosaico de diplomas y que una placa reluciente dignifique el frente de su casa, quedan provisoriamente en paz.

—Ester, querida, espero que usted se encuentre bien. La sesión anterior, debo confesarlo, fue un poco anómala. No es motivo de preocupación, ya que se resolvió de forma satisfactoria, pero, en fin… La noticia que trae me alegra, porque no puedo soslayar la incomodidad que representa su marido en esta delicada etapa del tratamiento.

—Lo sé… —dijo mirando hacia abajo, sumida en íntimos pensamientos.

Me intrigaba el cambio. Si bien sus ademanes, el tono de su voz, y todo el lenguaje que no surgía de su lengua, indicaban una formalidad tajante, había en el maquillaje algo especial que hasta entonces no había percibido. Cuando la mujer se acicala de manera más cuidadosa que la habitual, está dando pistas que pueden conducir a muy diversos orígenes. Me aventuré a suponer que el caso tenía que ver con el querer algo, que ese ‘querer’ implicaba poseer, que no era otra cosa que el embarazo. Pero antes de su embarazo, ineludible, se hallaba quien se lo proporcionaría. ¿Deseaba poseerme?

—Por favor, tenga la amabilidad de pasar a la habitación contigua. Repetiremos la operación.

Se levantó acomodándose el cabello detrás de la oreja, apretó la cartera entre sus manos, se alisó un pliegue en la falda, y obedeció con mayor firmeza que la vez anterior. Podía equivocarme, pero en Ester parecía existir una lucha interna: por un lado, el recato y las buenas costumbres, más la formación religiosa sufrida en la niñez que la obligaba a volver más o menos seguido a la iglesia, daban un cierto temblor a su andar, y éste, chocaba con la tercer alma de Platón, que la impulsaba a utilizar el cuerpo para el disfrute.

Cuando entré en silencio, me sorprendió que no estuviera pensativa en la silla, ni detrás del biombo cambiándose. Estaba sentada al borde de la cama, con los brazos cruzados sobre la espalda, desabrochándose el bretel. Las cálidas luces de las veladoras, conspiraron para que aquellos túrgidos senos liberados del sostén, se hicieran más hermosos. Tan ensimismada, no había percibido la puerta abriéndose y cerrándose, pero sí mi paso hacia el biombo que estaba ubicado de su lado. Si las veladoras no volvieron a jugar conmigo, noté en ella una sonrisa fugaz. ¿Nervios? Sí, posiblemente fuera una sonrisa nerviosa, indescifrable. Continué hacia el biombo con cuidado para no importunarla, aunque igualmente lancé una mirada por el rabillo del ojo. Ese instante bastó para que volviera a su posición rígida, debajo de las sábanas satinadas. Usualmente no me fijaba en ello, pero esta vez, las formas insinuadas por la tela, me obligaron a llenar mis pulmones de aire.

Me desvestí rápidamente y me puse la bata. Di vuelta a la cama, quizás, como el cirujano en su sala de operaciones. Sobre mi mesa de luz, esperaba la foto. La vi una vez más, la volví a memorizar, y mi imaginación comenzó a darle vida, al tiempo que los objetos reales que me rodeaban, se ablandaban. Sintiendo la alfombra bajo mis pies como espuma, apoyé la rodilla sobre el colchón, inclinándome sobre Ester para rozar brevemente mis labios con los suyos, al tiempo que le entregaba la foto y volvía a pararme.

—Sólo piense en que soy Fernando, e imagine el rostro del niño que quiere tener. Con ternura y amor debe ser concebido.

Noté que aquel pequeño beso fue rechazado, pero si hay grados, no fue el mayor.

Desanudé mi bata y la dejé caer sobre la silla. Antes de quitar la sábana, volví a mirarla como antes de haber pasado detrás del biombo. Mientras trataba de concentrarse en la foto, había alzado la vista por sobre ésta, aunque muy brevemente, para recorrer mi cuerpo. Hacia el final del recorrido, se había detenido en la zona de mi miembro alerta, preparándose para cumplir su función. Aquellos quince o dieciséis centímetros convirtiéndose en veintidós, ya duplicarían la carencia de Fernando en toda su patética plenitud.

Me metí en la cama, y empecé a trabajar percibiendo lo innecesario de la ampolla lubricante. Sería justo aclarar algunos detalles técnicos, aunque lo ‘técnico’ debe entenderse en un marco especial. Y claro, lo ‘especial’ espanta a las personas que insisten en mantener su estrechez mental. Hay que comprender un punto cardinal: Lo único que verdaderamente existe es la conciencia, lo demás, son accesorios que sirven para su desarrollo. Así es la realidad profunda, aunque en último término nadie sepa el por qué, o si todavía hay algo más allá de eso. La infinitesimal conciencia de cada individuo, ataviada hasta el absurdo por las construcciones del ego, conecta entre las conciencias de su múltiplo dimensional, familia, categoría, etc., y, llevando las cosas más lejos, también podría hacerlo hasta en muy diferentes niveles según la vibración. No es gratuita la consabida frase: ‘Todos somos uno’. A ese ‘uno’, hay quien le llama ‘Dios’. Aquellos que hemos accedido a ciertos conocimientos, podemos utilizar las vías que establece la conciencia, como si de un puente se tratase. Gracias a esto, se pueden ejecutar varias funciones que aquí no viene al caso enumerar. Es un trabajo. También es cierto que, éticamente, no es el más puro. Tampoco es punible por la ordinaria ley humana, pero acarrea consecuencias poco afortunadas para quienes lo practican. Tarde me di cuenta de esto, y aquí no es lugar para hablar de arrepentimientos. El caso es que por un instante, pude ‘habitar’ el cuerpo de Fernando, enfocar hacia mí su dormida conciencia, y descargar las características básicas que necesitaba transferir a la criatura que se gestaría en el útero de Ester. Esta delicadísima manipulación, debía coincidir al final de la cópula, justo en el momento de la eyaculación. Por eso, y no por otra cosa, se ejecutaba en tres sesiones. Por lo general, siendo la de mayor claridad, triunfaba la tercera. En honor a la verdad y para aquellos pocos que crean, he brindado esta explicación. Aunque se le objetará la falta de evidencias, además de todo tipo de acusaciones, y se la condenará por superstición.

Cuando volví a la normalidad de mi estado, es decir, a enfocarme en mi pequeño grado de conciencia, Ester estaba jadeando. Quise retirarme con la satisfacción del deber cumplido, pero me abrazó con fuerza. En un giro inesperado, sin haberse quitado mi órgano de su interior, me tendió boca arriba, quedando en la posición del jinete sobre su caballo. Con los ojos semicerrados, compenetrada en las voluptuosidades que nuestros cuerpos unidos le entregaban, cabalgó salvajemente hasta brillar de sudor. Ya no la intimidaba su desnudez. En el arrebato, sus piernas habían adquirido fuerza atlética; su vientre se expandía y contraía, acaso hasta ese punto llegaba el ansia de extraer más de lo que ya le había dado; sus senos se habían endurecido, como si ya desearan amamantar. El codiciado orgasmo la hizo gimotear, prolongándose en un grito incontenible, dibujándole varios retratos de la felicidad postergada.

—Perdón —atinó a murmurar, antes de vestirse presurosa y partir.

Tuve que cancelar la siguiente consulta, que ya aguardaba en la sala de espera. Lo último nada había tenido que ver con el tratamiento.

VI


El 9 de agosto, estuve todo el día impaciente. Desde el 6, había pospuesto operaciones, para dar apenas las consultas indispensables. No recuerdo a quienes atendí. Eran vagas siluetas a las que habré repetido maquinalmente el discurso de siempre, mandándoles a hacerse análisis y a sacarse fotos. Mis pensamientos eran opacados por una idea fija: Ester.

Debía venir a las 17:00 en punto, y para las 16:30, los nervios me consumían. Deseaba aquel encuentro, y no era por la ética profesional de concluir debidamente el trabajo. Me asaltaban imágenes de lo acontecido en la cita anterior, que me obligaban a hacer ejercicios de respiración para evitar constantes erecciones. El vello púbico, corto y negro, invitaba a mis dedos para que lo acariciara; aquellos muslos calientes, ora apretándome, ora abriéndose para recibir mis estocadas; sus nalgas golpeando al ritmo de un magnífico baile… Me ponía de pie, y paseaba por la oficina que nunca me había parecido tan falta de encanto. Sus manos se apoyaban en mi abdomen, regodeándose en su firmeza; esos dedos que se hundirían en las tetas masculinas del gordinflón, se enredaban en el vello de mi pecho; las palmas me abandonaban para asir sus pies, arqueándose, sintiéndose plenamente atravesada, y dando el largo grito de placer… Entré al cuarto contiguo, donde hacía tres días habían comenzado mis delirios. Imaginé que la cama permanecía tibia. Recreé las escenas de principio a fin, una y otra vez, deteniéndome en aquellas que aún no había revisado lo suficiente. La sonrisa. ¿Había sonreído? ¿Había sido una mueca nerviosa? ¿Habría previsto la conclusión, o los fuegos pasionales la transportaron hasta allí? Las repuestas me aturdían junto a imágenes confusas. Los labios que había rozado para decir lo que ya me resultaba una tontería, se humedecían en una lengua que deseaba tener dentro de mi boca; olas de gozo entornaban sus ojos; terminaba un orgasmo, y otro más venía en camino. En mis pensamientos, se mezclaban indistintamente realidad y fantasía.

Llegó la hora. Estuve tentado de salir a la sala de espera, ansiando encontrarme con Ester. Pensé en llamar a la secretaria, pero no podía alertarla sobre mi impaciencia. ¿Se habría arrepentido del tratamiento, y ya no la volvería a ver? Todavía me cabía un sobresalto. Puse la mano sobre el intercomunicador, y me detuve. No podía manifestar mi caos interior. Recordé la botella de whisky que guardaba para ciertos casos muy particulares, en que alguna paciente lo necesitaba para poder relajarse. En último término, un poco de alcohol siempre es mejor que cualquier producto de la parafernalia farmacéutica. Fui hasta el mueble, extraje la botella de un cajón, la abrí y tomé un largo trago que después de quemarme, me devolvió algo de tranquilidad.

A las 17:30, la secretaria me llamó por el intercomunicador. Había tratado de hablar con Ester, pero nadie contestaba. Respondí con un monosílabo y colgué. Ya había bebido suficiente, pero seguí hasta agotar lo que quedaba. Estaba un poco borracho, pero al menos los nervios ya no podían destrozarme.

En el cuarto de aseo me cepillé los dientes. Cuando me encontré con mi propia mirada en el espejo sobre el lavatorio, surgió un tipo parecido a mí, que no era yo. No se puede saber exactamente el momento, porque es un proceso que obedece a la evidencia de lo cambiante que es la vida. A pesar de ello, e independientemente de lo que dure, existe un punto en el que un ser humano, para su provecho o su desgracia, se transforma para siempre. Por mucho que se le asemeje, ya no es el que fue, ni será el que iba a ser. Ahí, en el cuarto de baño, con un cepillo de dientes en la mano, me di cuenta que ya no volvería a ser el mismo, que eso era inevitable, y que debía resignarme a mi nueva condición.

Me aclaré la voz, y me despedí de la secretaria por el intercomunicador. Cuando escuché la puerta principal que se abría y cerraba para dejarla ir, me levanté de mi asiento y salí de la oficina. Ya no valía la pena esperar. Me marcharía a casa, posiblemente para seguir bebiendo.

Las puertas sonaron al unísono. Exactamente, cuando cerraba la de la oficina, se abría la principal. Ester ingresó a la sala, junto a la mirada interrogante de la secretaria que, ante mi asentimiento, terminó por retirarse.

Quedamos solos. En un instante, comprendí que yo no era el único que había estado en el límite de las emociones.

—Pase, Ester. Tome asiento, por favor.

—Es que… He dudado tanto.

Se sentó en el sofá, y me acerqué a su lado.

—Comprendo. Comprendo profundamente —quería decir tantas cosas, pero apenas me salían las palabras.

—Lo siento. No sé si podré continuar —dijo, y luego murmuró algunas palabras ininteligibles.

—Tampoco podré continuar —agregué esto último con plena sinceridad. Estaba seguro que, de seguir, ya no me importaba el resultado del tratamiento.

—La gestación del niño… —intentó hablar, pero quedó callada.

—La gestación ya ha de estar en proceso. La tercera vez es por… Pero, no quiero. No me importa hablar de eso —debía darle explicaciones, quería romper el contrato, me importaba un bledo la criatura que crecería en su vientre. Articular palabras, me resultaba un acto complejo e inútil.

—Nunca me ha pasado nada semejante.

—A mí tampoco.

—¿Siente lo mismo que yo? —me miró directamente a los ojos, y afloró como un destello, aquella sonrisa que tanto me había hecho pensar.

—Creo que es lo mismo, o mucho más —me acerqué hasta que mi rodilla rozó la suya y, manteniendo su mirada, me incliné para besarla.

Esos labios lo esperaban, sin importarles lo que pensara o sintiera la dueña. El beso comenzó con breves encuentros, hasta que se unió apasionado, fogoso. Nuestras manos nos desvestían con prisa, y cada botón que saltaba, cada cierre que se abría, era obstáculo y era placer. Nos fuimos arrancando las prendas desde la sala de espera hasta la oficina y, antes de llegar al cuarto, Ester se fue escurriendo por mi pecho, mi ombligo, mi bajo vientre. Una vez quebradas las primeras resistencias, la recatada esposa del importante empresario con quien deseaba formar una familia, se transformó en una hembra voraz. Arrodillada, asió mi miembro como la estatuilla de un ídolo, y se lo llevó a la boca para adorarlo. Lo besaba, lamía, chupaba, engullía y devolvía para contemplarlo con devoción, repitiendo el ritual con nuevos bríos. El interior tibio, mullido, jugoso, me arrancaba suspiros desesperados. Tuve que apartarla. Quiso seguir, pero entendió que necesitábamos extender los deleites más allá de los proemios. La alcé, pateé la puerta y nos lanzamos a la cama. Su sonrisa, que tanta intriga me había causado, se develaba como la más voluptuosa y provocadora.

Qué poco me importaba el significado de mi profesión, ni la solemnidad de su traspaso hereditario. Qué olvidado estaba mi recto medio de vida, consistente en ayudar a las personas a traer niños al mundo y ser felices. Si bien es cierto que movía hilos que no han de ser perturbados por mortales, tampoco lo hacía para mal de nadie, y siempre buscaba el bien de todos. ¡Ignorante! Forzar la armonía, sólo trae más caos.

Pero en esos momentos, no pensaba en nada. Sólo quería fornicar hasta la eternidad. De hecho, podía sentir en comunión con el cuerpo de Ester, cómo transcurría la eternidad. Y era un discurrir sinuoso y jadeante, donde lo animal reinaba sobre lo humano, el impulso sobre el arte y la ciencia, y la concupiscencia tenía puesto el disfraz del amor. Entrar y salir, entrar y salir sin completar ninguna de las dos fases, absorto por completo en una de las mecánicas más simples del universo. Pese a la infinidad de objeciones que pudiese realizar el intelecto, nunca tuve mayor fortuna que dar por completo mi carne, y recibir la de Ester.

La eyaculación era inminente. Traté de bajarme de aquella ola que había crecido sin que le alcanzara más cresta, y que se estrellaría en el interior de la vagina sublime. Quise demorar el impacto, llevando la atención por mis manos que acariciaban el rostro extático de mi compañera. Pero sus manos me guiaron por pechos que se movían con la respiración agitada, por caderas rítmicas, piernas mojadas. No tenía forma de desviarme. Me detuve para verla gozar frenéticamente. Gozaba de mí. Era imposible que lo hiciera pensando en el eunuco gordinflón de Fernando.

Ester aprovechó la pausa para agarrar el fierro candente de mi pene, y llevárselo muy cerca de donde estaba, introduciéndolo en un lugar donde nunca podría gestarse un niño.

VII


Le di vacaciones por tiempo indeterminado a mi fiel secretaria, y dejé de trabajar. ¿Cómo conciliar mi vida privada y la actividad laboral, cuando Ester ocupaba y duplicaba las posibilidades de mi atestada agenda? Abandoné la oficina, abandonó a su marido, nos mudamos de ciudad y alquilamos una casa en las afueras. ¿Cómo soportar si no, aquel fuego que nos devoraba si no nos teníamos desnudos, unidos completamente en carne y alma? En una especie de ensueño, comíamos, descansábamos, y nos despertábamos para seguir amándonos. Sin buscarlo, era común encontrar el momento en donde flota el tiempo.

Pero los días transcurrieron, y también las semanas y los meses, y tal era el estado de éxtasis, que ni los primeros síntomas, ni los más avanzados del embarazo, nos podían separar. La criatura nació el 3 de mayo, exactamente nueve meses después de la primera operación. Recién a partir de ahí, el terrible fuego comenzó a ceder en su intensidad. Aunque había veces en que volvía con todo su esplendor, y me veía obligado a arrebatarle un seno al hijo amamantándose, para beber yo también de aquella leche dulce y sagrada. Sin embargo, de a poco, en la madre se fueron apagando las brasas de su pasión, pasando a ser tibios rescoldos, y sólo cenizas del cielo o infierno que nos consumió.

Surgieron pequeñas rencillas domésticas, que se desarrollaron iguales de rápido que la criatura. Enseguida noté que eran demasiado coincidentes con el dinero que escaseaba. Ciego y ebrio de voluptuosidades, había creído poder caminar por encima de mi propia condición. Mis ahorros, ganados con esfuerzo y honestidad a lo largo de años, se habían dilapidado. ¡Qué poco dura el dinero cuando no se tiene el menor control! Y en función de esto, cómo se agria el carácter de una mujer, y cuán desabrida se vuelve la vida junto a ella.

El niño ya tenía casi dos años cuando Ester se marchó. No estoy seguro. ¡Qué me importaba el tiempo! El pobrecito, siempre bueno y extremadamente inteligente para su edad, iba tomando la forma de su padre, aquél de quien había transportado los genes en una manipulación de conciencia que muy esquemáticamente narré. Justo es decir que no le tuve demasiado afecto, aunque tampoco repulsión. El infeliz, en cualquier caso, merecía un padre mejor. Mucho más tarde, y por una anécdota que sería excesivo introducir, supe que Ester había vuelto a embaucar al ñoño de su marido con una historia inverosímil, media parecida a la del hijo pródigo, media sacada de fotonovelas. Le hizo creer que había vuelto arrepentida con su vástago, arguyendo que la huida desesperada, había sido causada por la insoportable vergüenza que le acarrearon las acciones extramaritales en pos de conseguir el embarazo, a pesar de la connivencia previa. El gran hombre de enormes astas, la recibió con lágrimas en los ojos y un corazón amplio y esponjoso que aparte de billetes y monedas, también coleccionaba historias para bobalicones. Entre tales cuentos, por supuesto, no se hallarían los momentos gloriosos que pasé con su esposa. Aun así, como se había planificado en un principio, el tratamiento concluyó con éxito y sobre el punto nada se me podría recriminar.

Me establecí en una ciudad importante, donde las estadísticas indicaban una baja tasa de natalidad, y muchos problemas en la concepción, tanto natural como asistida. Para mí resultaba evidente que esto se relacionaba con la intensa actividad económica y financiera, el progreso, e inevitablemente el estrés. Pero es sabido que las personas prefieren perderse en una maraña de costosos especialistas, antes que simplificar sus vidas y abandonar los queridos objetos que les rodean y que tanto daño les causan. Traté de contactar con mi antigua secretaria, pero fui rechazado. Sus vacaciones habían seguido, pero sin la paga prometida. Debí haberme disculpado, pero quien se encuentra con la soga al cuello, no se fija en nimiedades.

Tuve poco éxito, por no decir ninguno. Era solicitado por señoras mayores a quienes no les importaba ni mi reputación ni mis lauros, y tampoco querían tener niños ni formar familias. Sin oficio alternativo y con la moral herida, no tuve otro camino que aceptar contratos en los que nada se prometía ni se firmaba. Hice lo mejor que pude, y mis clientas salieron bastante contentas. Mi labor en esas bajas esferas, terminó por agotar cualquier interés por superarme, o ni siquiera permanecer donde estaba. Al fallar sistemáticamente, pronto fui dejado de ser visitado, por lo que tuve que mudarme una vez más, hacia lo más barato y desgraciado.

La culpa fue mía. El oficio heredado fue el peor de todos, y quienes lo hemos practicado, ninguno ha terminado bien. Como ya lo mencioné, no se puede mover ciertos hilos que a simple vista nadie puede ver, porque la maquinaria del universo se encargará de que el osado sea castigado. De cualquier forma, tras retirarme, enseguida vinieron las prohibiciones del gobierno. Traían sus nuevos relatos para fascinar, estafar y dominar a las masas. Con propaganda bastante elaborada, enseñaban a las pequeñas mentes de todas las edades, sus nuevas y coloridas doctrinas. Había que ver cómo se las apropiaban los ingenuos, cual si verdades universales fueran, y cómo las repetían hasta convencer a más tontos de una amplia gama de intelectos, para convertirlos en adeptos e incrementar sus tonterías.

Quería seguir viviendo. No tenía intenciones de oponerme al sistema, de desobedecer sus inobjetables leyes para aparecer flotando en un arroyo o enterrado en algún monte. Así que probé suerte poniendo por escrito muchas de mis anécdotas relacionadas con mi denostada profesión, y las mandé a revistas que la gente de todos los ámbitos consume, porque nadie escapa al entramado de las pasiones carnales. Claro, tuve que inventar hilos conductores; ora exagerar, ora atenuar situaciones escabrosas; cambiar nombres muy conocidos, o que me pudieran perjudicar; en fin, agregar o quitar ficción o realidad, según fuera necesario. No me ha ido tan mal, y de eso sobrevivo.

Espero que por esta confesión, no se tome demasiado a la ligera lo que aquí se ha relatado.


Publicado el 30 de mayo de 2025 por Álvaro Bozinsky.
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