La Ciudad de los Tísicos

La correspondencia de Abel Rossel

Abraham Valdelomar


Novela corta, novela epistolar



I

El perfume

El recuerdo de aquella mujer está íntimamente ligado a esta historia. Era una de esas mujeres que sólo se encuentran una vez en la vida, que dejan tras de sí un agradable recuerdo y una misteriosa esperanza. Ésta parecía un dibujo de Gosé. Gosé es el caricaturista, como Boldini y La Gándara son los pintores de las grandes mujeres. No importa de dónde sean. Ellos son franceses en la forma, en el color, en la línea. Y Gosé es el único caricaturista de las mujeres; las niñas de Tourain son muy «bonitas», las de Fabiano, muy francesas, las de Gerbault, muy grotescas. Caran D’Ache pintaba a las oficinistas, Roubille pintaba a las descocadas y Sem a las célebres. Gosé, más filósofo o más frívolo —la frivolidad es una filosofía—, pintaba simplemente a las mujeres.

Ésta, la de mi historia, era uno de sus dibujos. Parecía una estampa litografiada en Múnich. Aquella esbeltez de talle, el cuello noble, rosado, surgiendo sobre el seno y bajo el cuello rubio y la elegantísima severidad de su vestido. La tarde lluviosa en que la vi, llevaba un traje ceñido de terciopelo negro, con dos rosas rojas en el pecho y otras dos en el sombrero negro de pieles. Parecía una silueta en tinta china brillante; tinta de los dragones de Hokusai y de las acuarelas de Utamaro. Una elegancia de terciopelo negro y rojo, porque su cara de piel de melocotón maduro no mostraba los ojos —¿negros, azules, ópalos?—, los ojos se perdían bajo el ala curva del sombrero. Pero la boca, la fresca boca, era de aquellas que no han nacido para la palabra sino para el gesto.

La vi por primera vez en la tienda de perfumes de la capital, pero yo conocía a esa mujer sin saber dónde. Algo había en ella que hablaba a mi memoria. Yo había llegado aquel día. De la estación me había trasladado al hotel y de allí a la tienda de perfumes, de guantes y de sedas del jirón central. Frente a mi mostrador atendían a la dama el jefe de la casa y un dependiente. Su voz me hizo voltear la cara y quedé impresionado. La dama reclamaba, casi fuera de sí:

¡Fleur de lys!… ¿Es que no sabrán ustedes que soy la única que lo usa?

—¡Una verdadera locura, señora! ¡Encargado especialmente, pero estos torpes empleados! ¡Haberle vendido! ¡Una locura, señora, una verdadera locura!…

¡Fleur de lys!

Poco después pasó triunfal, como una reina ofendida, ante los empleados mudos, y me deslumbró.

—¡Flor de lis! Aquella dama no usará otro perfume; es caprichosa…

Ella desde la salida interrumpió al dependiente:

—Por favor, Vivert, búsquelo entre los que puedan tenerlo, ¡daré lo que quieran por el frasco!…

Y se esfumó. Yo no sé si alegre o triste, pero intrigado, veía allí una aventura. Yo tenía en el fondo de mi maleta dos pomos de Fleur de lys.

Pregunté:

—¿Dónde vive aquella señora?…

—En la gran avenida, «Villa Virginia»…

Rápidamente se me ocurrió y puse en práctica una idea; eran las cuatro; a las cinco paseaba en la avenida perfumado con Fleur de lys. El coche se deslizó en los arenados y así buscaría yo a la dama del perfume y la interrogaría con él. Ya desesperaba de verla. Van a ser las seis y ella no aparecía, entonces dejé el coche en un lugar del paseo e hice a pie una excursión a través de los bosquecillos y jardines. Ya caía el sol y me dirigía a la explanada, cuando una silueta me hace mirar detenidamente al fondo del paseo. Era ella, no había duda alguna. Era ella que venía en dirección opuesta a la mía. El aire, dándome en la espalda, favorecía mi plan. Ya se acercaba, estaba a treinta pasos. ¿No sentía aún el perfume? ¿Quería disimularlo? Se acercaba más; una racha de aire le marca los pliegues del vestido y los lanza hacia atrás dándole la airada y triunfal actitud de la Victoire de Samotrace, el perfume la envuelve, entonces su rostro se transforma, palidece; la naricilla agita sus ventanas rápidamente y aspira como un pajarillo en la campana neumática cuando principia a extraerse el aire. ¡Qué delicioso momento! Mi perfume la embriagaba, la dominaba, la atraía. Y avanzaba, avanzaba. Pasa cerca de mí, rozándome casi, me buscan sus ojos y yo trato de no reconocerla y sigo. Entonces ella tuerce por un bosquecillo del paseo y vuelve tras de mí. ¿Es que se ha cansado del paseo? ¿Es que me persigue, que la atraigo con el perfume? Camino, tuerzo por un jardincillo; ella tuerce también y entonces volteo la cara. ¡Admirable! La mujer, pálida, nerviosa, me sigue, me sigue a prisa, como una fiera a un corderillo, las narices abiertas, el cuerpo inclinado hacia adelante. Sigo desviando el camino y ella detrás. Entonces tengo miedo, debe ser una loca o una excéntrica, y principia a obsesionarme la dama vestida de negro.

Me arrepiento de haberla provocado, ha sido una locura, una cosa impensada. Pero ella me sigue, tres vueltas más y me alcanza. ¿Qué hacer? Cuando ya… Cruzo directamente casi corriendo, ella apura el paso, y me va a tocar, y llego al coche:

—¡Arranca!

Un fuetazo. Los caballos han partido violentamente y yo he sentido que me quitaban un gran peso de encima.

—¡Y la dama!…

II

La quinta del virrey Amat

Hemos atravesado la ciudad. El coche nos ha llevado sobre el puente, ha descendido vertiginoso y se ha perdido en empedradas y terrosas callejuelas hasta llegar a una gran avenida rodeada de míseras casuchas y casas-quinta. Luego una bocacalle estrecha y una plazoleta rodeada de sauces añosos, un arroyo pobre y desbordado y en el fondo el palacio del virrey Amat, de este castellano al que desdeñarían los cronistas a no estar perfumado el recuerdo por un amor célebre que le ha redimido de toda olvidanza.

Pero su mayor encanto no está en los salones ni en los estucados, ni en los mármoles de las escalinatas, ni en los barandales. Está en los jardines. Es allí donde vive, serena y silenciosa, toda el alma de los tiempos pretéritos. Los huertos —esos pequeños paraísos de nuestros padres coloniales— aún viven y conservan, como éste del virrey, todo el encantador y sano refinamiento de esa época. Todavía se arrastran nudosos troncos de vid y aprisionan los pedestales. Los viejos rosales exhalan sus aromas de agonía entre las plantas salvajes que envuelven.


en las noches de luna, melancólicamente,
vienen las blancas sombras el jardín a poblar,
y flota una quimera muy triste en el ambiente
y el alma de las rosas muertas suele volar…


Y estos rosales, que en el jardín se multiplican, dan sombras y pétalos marchitos al estanque donde se bañaba el Virrey Galante, y se copian todavía en las verdosidades de un agua que no se renueva nunca. La maleza ha crecido en el viejo huerto. El jardinero de hoy la respeta y al entrar nosotros a este jardín encantado, nos hacemos la impresión de que nadie lo ha tocado desde entonces.

Rosas descoloridas y viejas, glorietas moriscas coronadas con media lunas, verdosidades de aguas estancadas e inmóviles, acueductos de piedra, helechos en las arcadas de los viejos puentes, surtidores cristalinos, profusión de cosas agonizantes, emparrados añosos, rincones de amorosas historias en los que florecen viejas rosas del Príncipe, rosadas y enormes; rosas rojas de la Pasión, sangrientas como heridas; rosas blancas de inocencia; rosas diminutas y pródigas en botones, como racimos de azahares; aquello más que un jardín de flores es un paraíso de recuerdos donde el amor hizo nidos, levantó estatuas bajo las frondas, perfumó rincones, santificó glorietas e inmortalizó pecados.

La Perricholi con sus gasas, sus cintas de seda bordadas, sus careys esculpidos, sus hebillados zapatos de raso y su gran abanico rosado hizo una página de encantador pecado para la historia galante de la Colonia. Ella puso sonrisas de amor, miradas de arte, coqueterías de cortesana y de artista en una época en la cual la melancolía, el dolor, el temor de Dios, hacían el amor en silencio y sin pompa. Y esa falta de alegría y de locura de amor, ese misticismo a que obligaron al diosecillo pagano se reflejaba en sus lienzos, en sus casas, en sus estatuas; destempló las liras, descoloró las paletas y puso en gesto de doloroso temor las máscaras de Talía.

Épocas de aparecidos y de mistificaciones, las damas sólo hacían su tocado —arte delicadísimo complejo y sutil— para amar y para orar, los labios sólo daban besos y oraciones y los ojos sólo lloraban el dolor del Nazareno o la infidelidad del caballero. Pero todo con un santo temor de Dios; cada pecado de amor se transformaba en exvoto y arrepentimiento. Épocas de pecadores y de torturados, de hechicerías y de santos oficios, la sonrisa franca del amor había huido de las moradas coloniales que se cerraban al «ángelus» con el «amén» del santísimo rosario. Fue, pues, la Perricholi, quien copiándose en los espejos naturales del Paseo de Aguas, o paseando en los jardines del virrey sus esbelteces de artista, de gran mujer y de gran apasionada, alegró no sólo las tardes silenciosas y enervantes de la Colonia, sino que escribió una página de la Historia, no con las plumas de ánade que marcaban los pergaminos, sino con el dardo del dios griego que encendía los corazones.

El salón de pinturas

Mañana debo tomar el ferrocarril, hacer tres días en B. y volver para tomar el vapor el diecisiete. Antes, vengo a conocer el salón de pinturas donde, olvidados, viven aún lienzos de un gran pintor: Ignacio Merino. Un pincel republicano que, alejándose de sus días, evocó glorias, leyendas y trofeos coloniales. Esfumó damas entre golas blancos y fijó perfiles nobles en la obscuridad de su lienzo.

Su pincel fue en busca de color: amorosas escenas españolas; hijos de nobles peninsulares; esclavas etiópicas con su piel de betún de Judea, cazadas vírgenes en sus hogares lejanos; garzones de nobles y esforzadas empresas, españolas de labios apacibles y criollos de mirada cálida. El pincel de Merino pasó por el mediolucismo de las nobles alcobas que manchó el pecado; por las severas, que ensombreció la muerte y por las conventuales en las que vagaban secretos madrigales y amorosas intrigas.

Él supo jugar con la sonrisa leve y con el gesto trágico, copió la mirada nómade de la locura y la ardiente del amor, el odio y la beatitud, la vejez que luchaba por no irse y la marchitada juventud.

Y desfilan en sus cuadros damas e infanzones, jóvenes criollos y viejos castellanos, monjes y caballeros, soldados y sabios, santos y bandidos. Y pasan con ellos los crímenes silenciosos, los amores tolerados, las honras mancilladas, apacible, oculta, misteriosamente. Luces enervantes, obscuridades pavorosas, cuerpos ensangrentados, santos famélicos, cadáveres insepultos; pero todo en silencio, sin ruido, casi sin luz.

Éste, más que otra cosa, es un lugar de recuerdos, un arcón de cosas viejas, una hora colonial; pieles de gamos que se eternizan en un desmayado rosa agónico, telas de Tours, títulos de Santiago y tapices alejandrinos.

El noble de «La venta de los títulos» es un nieto de reyes; marfilino, anémico, casi transparente, con una aristocrática palidez de camafeo y una desenvoltura en la actitud, digna de un vizconde joven y disipado. Las damas son dos flores de conservatorio, frágiles de cuerpo y de espíritu, dos animalillos refinados con algo de vampiresas y algo de reinas. La sangre de sus labios y la celeste sangre de sus venas, su piel de raso, sus cabelleras rubias como un puñado de viejas monedas de oro, sus miradas que embriagó de cansancio el insomnio galante; todo contrasta con la rudeza del usurero que sufre la enfermedad del oro.

Merino cogió, agonizantes, los últimos restos de la Colonia. En sus lienzos no hay sentencias; hay madrigales. Su «Venta de los títulos» es un madrigal de vino y miel, su «Venganza de Cornaro» es un madrigal de sangre…

El Imperio del Sol

Si cabe idealismo en el arte, venid a buscarlo en los huacos. Venid a admirar símbolos, a interpretar miradas, a leer historias trágicas. ¡Interpretad la risa de los huacos! No busquéis la intensidad filosófica en ellos entre los que representan mazorcas de maíz o imitaciones de pelícanos, como no buscaríais ahora el arte entre las baratijas de un bazar de mercado. Id más arriba. Buscad el arte «con vuestros propios ojos».

¡La risa de estas figurillas de barro, la mirada de estos ojos sin luz, la actitud de estos hombres que luchan! No es una risa sana, definida, risa de pueblo feliz bajo el sol fecundante. Es una mueca enfermiza, un gesto de ironía. Es la parte de caricaturas de aquellas edades. Un arte original, porque hay en él la escritura simbólica, el culto a la verdad y la caricatura filosófica. Estos hombres del Gran Imperio del Sol no tuvieron pinturas, ni libros, ni monedas, no tuvieron teatro, de manera que sus pensamientos, sus deseos, sus creencias, sus amarguras, su alma toda la pusieron en sus huacos.

Estos objetos de arcilla son, pues, obras de filosofía, piezas estatuarias, lienzos heráldicos, libros de historia. En casi todos la risa es el motivo de la fisonomía. La risa en todas las gamas, desde el gesto imperceptible como una insinuación dulcísima de Monna Lisa, hasta el gesto doloroso y torturador de las grandes bocas abiertas que ríen a pleno pulmón, con sus dos filas de dientes enormes. Y entre esos huacos simbólicos los hay que llegan hasta nosotros, indescifrables, mudos, misteriosos y en algunos hay que venir hasta Leonardo, hasta Goya, hasta Baudelaire, sí, hasta Baudelaire, porque esos objetos de barro son decadentes: ¡hay que verles sonreír!

Eran aquellos alfareros unos grandes ironistas. La risa, motivo triunfal, invadió en ellos todos los campos, desde los bufos de sus narraciones, hasta el simbolismo de sus estatuillas, en las que a través de la risa salta su espíritu atormentado por miedos desconocidos.

En este salón del museo donde la República exhibe en pecaminosa promiscuidad la edad colonial y la incaica, puede resucitar, aunque no íntegra, la vida de los hijos del Sol: largas filas de huacos, de vitrinas con telas, armas, diosecillos y momias; telas de lana suavísima de vicuña, tejidas por femeninas manos, con dibujos simétricos, con guerreros nobles, con animales sagrados. Adornos de oro, pendientes de plata, piedras, collares de conchas opalinas, de semillas raras, de garras de fieras desconocidas y de colmillos de animales fabulosos. Vestidos como los de los soldados romanos recamados de discos de oro y de plata. Gorros que cubren las orejas y que en los niños dan determinada forma al cráneo. Coronas imperiales empenachadas con plumas rarísimas. Brazaletes. Diademas de oro y plata para las frentes reales y las cabelleras nobles.

Hay en el centro grandes jarrones, ventrudos y esculpidos. Vasos pintados como búcaros, platos pequeñines y coloreados con signos mitológicos, pinzas de metal para depilar, piedras pulidas que acusan coquetería de las damas, instrumentos de tatuaje, alfileres con grandes cabezas planas llenas de pedrería, y collares, muchos, muchísimos collares con cuentas de objetos raros. Pero en todo lo que de esas gentes queda, las plumas y las telas bien valen un tratado voluminoso y profundo de coquetería, de gracia y de frivolidad. Telas que acarician, pieles que electrizan, plumas que atraen. Y, dominándolo todo, como objeto de un culto más grande, sus flautas, sus quenas, sus tamborcillos. Flautas que cantan amores, quenas que dicen penas y amarguras, tambores que ensordecen y aterran. Todo el espíritu de esos artistas, de esas mujeres, de esos amantes que nos hablan desde el misterio de sus siglos remotos y dudosos.

¿Y estos objetos muertos, estos trajes de pasadas fiestas raras, estos arreos descoloridos ya por el tiempo; estas muertas glorias del sol y de su imperio, mudas y abismadas, olvidadas o mistificadas por los profanos, quién sabe si hablan más de su perdida gloria que los últimos restos de la raza que hoy se pierde en los campos, se entumece en las punas y llora sin saber por qué en lo alto de las colinas incaicas?…

La mirada de los ojos blancos

El huaco representa a un indio sin arreos, sin distinciones, sin aros en las orejas ni penachos en las sienes. Apenas tiene su ordinaria «uncju pacha» sobre los hombros que le llega hasta los muslos. Él está sentado, los brazos y las piernas cruzadas y la cabeza inclinada hacia abajo. Una gran semejanza en la actitud con los budas colosales y en la mirada algo del Pensador de Rodin. Pero los ojos son blancos, sin pupilas, como las estatuas griegas. La arcilla roja que da su color de carne es pintada de blanco en lo que imita el traje y en el blanco natural de los ojos y los dientes. Esta cabeza se ríe con su grande bocaza abierta y sus enormes dientes de caricatura. Pero la risa muere en los labios, porque la expresión del blanco de los ojos, perdidos bajo la frente inclinada, es trágica. Expresión de dolor inmenso, de impotencia fatal; el hombre ríe porque no puede o no debe llorar, pero lo hace comprender. En esa cabeza, y en esa actitud se está desarrollando una crisis psicológica.

La escena íntima «se ve», se comprende, se interpreta. Y el pobre indio mira, piensa, medita, bajo su risa descarada y sus ojos trágicos.

¡La muerte toca el tambor!

Este huaco es una muerte nueva, es un nuevo símbolo, Representa a la muerte, tal como la idearon los hijos del Imperio del Sol. La muerte cristiana que conocemos es el esqueleto del hombre, con su túnica negra y su guadaña. He visto «La Muerte» de Baltazar Gavilán, el genial criollo, y es una muerte que horroriza. La muerte incaica ¡cuán distinta es! Si los artistas del viejo Imperio de Manco se hubiesen limitado a copiar a la naturaleza, sin infundir a sus obras todo su espíritu, nos pintarían a la muerte encuadrada entre la vulgar y sencilla idea del símbolo con que la representamos nosotros los cristianos, pero su idealismo, su visión de un más allá sereno, les hizo crear este símbolo que aventaja a todos los de la muerte.

Ésta representa a un hombre vivo, del que ha hecho presa una cruel enfermedad, pero el enfermo es musculoso y atlético. Los antiguos indios llegaron a una concepción verdadera de la vida y de la muerte, porque en su símbolo, la vida es fuerte pero condenada a ser dolor; la muerte no es esqueleto que se va a deshacer, sino cosa que vive siempre, eternamente; la muerte, la triunfal, es pues como en el símbolo incaico, dominadora, poderosa y altiva. Está arrodillada sobre un montículo, a la izquierda tiene un tambor que toca con la mano diestra, inclinando la cabeza amorosamente hacia el tambor y como recreándose en su sonido apagado y sordo.

Abajo, en relieve, danzan los hombres. En la ronda eterna, cogidos de las manos, van los curacas, llenos de pompa y majestad, nobles y poderosos, y, siguiendo la danza, los plebeyos, los viejos y los niños, los grandes y los miserables; todos llevan sus flautas y sus quenas, sus joyas, sus plumas y sus armas. Y en la cara musculosa y riente de la buena madre que cita con el tambor, la boca tiene un gesto indescifrable, una risa bondadosa y serena, pero, en cambio, sus ojos están vacíos. ¡Ojos de calavera y cuerpo de viviente, ojos sin vida y cuerpo musculoso y triunfal!

La idea de la muerte colocada sobre la vida misma. Entre los incas la muerte no es cesación sino actividad, cambio de lugar; y esta muerte incaica no tiene la guadaña que corta, que mata, que hace verter sangre, sino el tambor que aterra, que señala una hora, que recuerda una cita. Y cita sonriendo, con su graciosa, amable y amada sonrisa. Esta apacible sonrisa de la muerte incaica me hace amar a la muerte que, con su cabecita inclinada, sin pompa y sin grandeza, parece decir, humilde y cariñosa:

—¡Venid!… ¡Ha llegado la hora. El viaje es largo y, tras los valles frescos y floridos, más allá de las nieves eternas, sobre los aires y las nubes, junto a su padre Sol, nos espera el padre Manco…!

Y toca su tamborcillo, sordo como un eco de lejanas tempestades. La muerte cristiana es terrible, cruel y macabra, odiosa y sanguinaria, su guadaña hiere sin piedad y la sonrisa de su boca sin dientes es irónica y maligna. Esta muerte incaica no tiene guadaña; suena el tambor, cita y sonríe desde el montículo, y, abajo, al son de sus flautas y de sus canciones, todos sus hijos vienen…

La terrible arquera

En los claustros agustinos está la escultura que simboliza a la muerte disparando su flecha. Esta escultura, hecha en madera, tiene una actitud de diosa triunfadora y cínica. Su cuerpo no es ni cuerpo ni esqueleto, su vientre se contrae, sus músculos se alargan, sus brazos asestan.

Aún hay sobre su cabeza unos mechones de cabellos, sobre sus mandíbulas unas muelas verdosas, entre sus fauces siniestras la lengua amoratada y entre sus cuencas, las pupilas febriles. Las venas del cuello se ensanchan pletóricas de sangre morada, su vientre se sumerge apergaminado y ella, toda encorvada, mira y atisba, mientras su mano izquierda sostiene el arco y su diestra guía el dardo. Una negra sábana le envuelve la cintura y se escapa replegándose hacia atrás.

Estatua rara y simbólica, con algo de moribundo y de resucitado, su mérito no está en las formas; está en la actitud de esos huesos y en la originalidad de esa cabeza de fiera; en esa boca de dragón que ríe. Mezcla de espíritu humano y de demonio. Poderoso es el espíritu que domina la envoltura miserable de sus carnes resecas. Tiene el cinismo en la risa y en los ojos una pavorosa amargura, sonríe con amor y amenaza de muerte, insinuadora y horrible, muerta y viva, realidad y símbolo. Tal es la muerte triunfal. Su boca muestra un camino, sus ojos señalan una hora, su flecha hace abrir una herida.

Vaga a través de toda la escultura el soplo trágico de los genios. Esa sonrisa cruel de la arquera fue la que puso Goya a sus vírgenes mundanas y la que insinuó en los labios sensuales de sus ángeles. Es la misma sonrisa que pasó por los Edipos de Esquilo, por los personajes de Ibsen y por las líneas de Gavarni y de Stienlein y los sonetos bodelarianos.

La muerte incaica es misteriosamente buena; más que una juez, parece la oficiante de una fiesta fatal. Es una muerte que hace pensar pero que no hace erizar el cabello ni hace correr con más prisa la sangre. Por esta muerte cristiana, descarada y cruel, angustiada y pavorosa, negra como la noche, callada como el misterio, esta muerte inmortal y burlona, es terrible. Tal vez la flecha que en sus dedos reemplaza a la guadaña ha sido inspirada en los amorcillos paganos, pero la actitud, «la vida», la risa, los ojos famélicos, el aire todo misterioso y aparentemente apacible, ha sido inspirado en las tenebrosidades inquisitoriales. En esos retorcimientos, en esas carnes flacas, en esos ojos de fuego, están los temores, los dolores y las lenguas de fuego de los santos oficios quemando a los herejes y a los incrédulos.

Baltazar Gavilán fue un espíritu enfermizo. Soñó escenas lúgubres, tuvo alucinaciones y murió poseído. Debió ser pálido, callado, enigmático y sombrío. En sus sueños debieron danzar Baco y el demonio porque ofició él en sus altares. Gavilán fue la primera víctima de su obra; cuenta el viejo tradicionalista que el escultor despertó una noche, olvidado de su obra y vio a la muerte disparándole su flecha desde la penumbra del rincón y que entonces tuvo el artista la alucinación y la locura en medio de visiones horribles y crispantes.

Y así debió ser, porque la terrible arquera no respeta ni perdona, ni transige, ni olvida. Amenaza y hiere, pero ríe, ríe, ríe…

La catedral y el conquistador

Entro por las naves silenciosas que me desenvuelven los pasos, hasta el fondo, donde se eleva el coro tallado, con apóstoles, santos y vírgenes de caoba. En el centro oran obispos y familiares y elevan sus preces en latín; mientras el órgano suspira sus melodías sagradas y acompaña las citas bíblicas del cantor anónimo. Los dorados techos reciben luz de las ventanas laterales cuyos vidrios azules vierten iris sobre las arcadas y los pilares. Un gran silencio se inicia. El eco denuncia los pasos profanos de los visitantes y, a lo lejos, entre lienzos y sombras, se esfuman los monaguillos y los viejos sacristanes.

En esta semiobscuridad apenas se ven los cuadros. He pasado por un altar que está detrás de una reja. Es el «depósito». El lugar destinado en todos los templos a guardar los desechos del culto. Allí van, como a un hospicio, todos los santos y todas las vírgenes a los que se ha despegado un brazo o se ha descolorido el rostro. Es más que un hospicio, el espectáculo que vería después de una catástrofe. La muerte de los dioses, porque allí, en los templos, en estos rincones que los fieles no conocen, hay dioses muertos e insepultos. Un San Juan yace en el fondo del cuarto, el divino brazo quebrado y la capa descolorida. Era un San Juan que tenía su altar, con ornamentos dorados, con molduras multiformes. En los frisos de su nicho y en el pequeño entablamiento, un artista colonial, buen creyente, esculpió con simetría admirable racimos de vid, manzanas, frutos de olivo ovalados, palmas y guirnaldas, y todo ello fue bañado en el oro imperecedero y conventual de los ornamentos católicos, Y, a sus pies, brillaban los exvotos de los fieles, los cirios amarillos que no se apagaban nunca, y los jarrones con lirios blancos y margaritas. Era un Santo preferido. Había llegado a imponerse por sus milagros al mismo San José, que, con su varita florecida, sin saberlo tal vez, era el único que le hacía competencia.

Una tarde un monaguillo torpe, al dejar un nuevo cirio, hizo caer el divino brazo de San Juan. Fue un día de desasosiego. El Santo fue trasladado provisionalmente a la sacristía, cubierto de un velo espesísimo. Más tarde se le llevó a la casita que hay junto a la torre y, por fin, incurable, se le trasladó al depósito. Allí se confundió con santos y vírgenes en desgracia, y allí yace, con la corte divina, dispersados sus miembros, borrados sus colores, olvidado de sus fervientes hijos, y hoy, nadie recuerda al milagroso San Juan, porque su heredad, los exvotos de oro y plata, se han fundido en relucientes monedas que, convertidas en cirios, alumbran las palideces de otros santos, las místicas sonrisas de otras vírgenes y las heridas sangrientas de otros Cristos…

No hay mármoles. El mármol es pagano para los hijos de Moisés. En mármol se levantan las Afroditas y las Victorias de la Hélade, los bajo relieves de Cupido y las Nereidas. Aquí, en los templos católicos, la estatuaria es en madera. La madera es más blanda y obediente, menos blanca y menos rebelde que el mármol. El mármol es la carne fresca, blanca, joven y tentadora. La madera es la carne envejecida y rugosa, pálida y venerable. Un Apolo en madera sería un dios humillado; un Cristo en mármol parecería una irreverencia. En cambio, un Cristo de marfil me parecería un Cristo verdadero, porque el marfil es pálido, pálido como la madera, como las carnes de los monjes ciliciados.

A la madera, «a esta clase de estatuaria pertenecen esas vírgenes, vírgenes con cara de cera o de esmalte, con semblantes de muñecas, con cabelleras postizas, llenas de rizos y crespos, casi siempre con una sonrisa dulce y compasiva. Son por lo general antinaturales, rígidas y frías, tienen algo de hierático y de bizantino; sus caras recuerdan esas caras esmaltadas que los egipcios colocaban a sus muertos queridos».

Junto a un altar en desgracia, un túmulo se descubre. Son los restos del conquistador don Francisco Pizarro. El cuerpo del marqués está desnudo sobre una tela bermeja de terciopelo bordado en oro. Su cuerpo momificado tiene un color de fina madera barnizada, de pergamino viejo, de papiro egipcio. La cabeza, que orgullosamente llevara esa blanca barba, se levanta y mira hacia arriba rellenada de sales, y, en su posición horizontal, el brazo derecho, tendido y dirigido hacia la izquierda, parece aún requerir la espada ennoblecida, para cercenar cabezas de infieles, la espada que trazó la línea del Gallo y que brilló ante los ojos atónitos del último hijo del Sol.

Sólo queda del Gobernador un esqueleto carcomido y discutido, un corazón secado en álcalis y una fecha. Apagados están sus ojos que vieron las maravillas de un Imperio fabuloso, los cuartos llenos de oro hasta los techos, la magnificencia del Coricancha y los jardines áureos del más espléndido de los emperadores. Carcomidas están sus manos que impusieron la cruz sobre el Sol de los Incas, carcomidos y secos están sus labios que dieron la inicua sentencia contra el más regio de los prisioneros.

Tales los restos del humilde porquero de Extremadura, del aventurero audaz que más tarde fue Conquistador «del más vasto y rico imperio de las Indias, marqués de la conquista, adelantado y alguacil mayor y capitán general de los reinos de Castilla nueva», que diez minutos antes de morir asesinado dominaba su reino «con el mismo poder de los Ingas».

Hasta ese sarcófago han ido a posarse la admiración y homenaje de las edades, durante más de tres siglos, hasta que la erudición les ha negado autenticidad, deteniendo así las preces que se le dirigían; porque los que hoy van a verle no oran por él u oran condicionalmente. Surge en ellos la duda, y, antes de rezar por equivocación a un desconocido, detienen en el camino sus oraciones.

Sin embargo, la cabeza es auténtica. ¡La cabeza! Bien poco se conserva, mientras no se puedan admirar su corazón y su espada…

Salgo. El coro inicia un kyrie sacratísimo.

III

La correspondencia de Abel Rosell

He terminado mis paseos. Mañana debo tomar el ferrocarril que me conducirá a B. Hoy he enviado el par de frascos de Fleur de lys a la dama desconocida y he tenido que enviarlos con una tarjeta para que el regalo no me sea devuelto.

Ahora busco y ordeno por fechas las cartas de Abel y me preparo a leerlas de todo corazón por centésima vez. Podría repetir de memoria algunas de ellas. Me parece como si hubiera vivido yo en esa ciudad pavorosa y trágica que en sus cartas me describe Abel; y he seguido con mi imaginación, al leer cada párrafo, todo ese viaje, toda esa vida, esa enfermedad, paso a paso, día por día, como si hubiera ido del brazo de mi pobre amigo enfermo. Con mi mente he ido a sus fiestas y he estado a su lado, he ido a sus rondas y me parecía estar oculto en el follaje, en sus paseos solitarios lo he seguido y cada palabra que leía era un paso más con él, en esa ciudad lejana y triste.

Voy a leer solamente las cartas que a este viaje —el último— se refieren. En ellas está condensado todo su espíritu que sutilizaron las fiebres y la anemia. Las otras cartas son menos interesantes y me hablan de sus viajes a través del Atlántico.

Abel salió de París, en el invierno de 19…, y allí nos vimos por última vez, luego estuvo en España una corta temporada y, sintiéndose mal, pensó en su viaje a América, donde los médicos le recomendaron esa ciudad en que concluyó su vida: B. Desde allí me escribió todas sus cartas que ahora voy a leer, porque quiero tener vivo, cálido, el recuerdo de su vida; hoy que muerto él, he de ir a B., para visitar su ciudad y su tumba.

Son las once de la noche. Hace una luna clara y serena que se ve desde la ventana de este segundo piso; abajo, la población se mueve perezosamente y las luces de los coches y carros giran como fantásticas luciérnagas en torno de la manzana. Poco a poco el ruido de la población se va muriendo, el tráfico es menos intenso y en la paz de esta noche que se inicia con la luna, voy a entrar, una vez más, leyendo las cartas, en la ciudad de los tísicos. Me parece que voy a hablar con Abel…

La primera carta

14 de noviembre, sobre el ferrocarril


«¡Qué camino tan largo! Llevamos doce horas sobre el ferrocarril, subiendo sobre los montes enormes, penetrando como balas en las obscurísimas entrañas de los cerros, pasando puentes inverosímiles, salvando quebradas y hollando nieves perpetuas. Y siempre este silbar en los oídos, ese intenso dolor de cabeza y este agotamiento que es el mal de las alturas. Las tres de la tarde, una tarde fría, sin sol, sin ruidos violentos. Ahora oigo la voz del conductor:

—¡Señores! Descarga en S**… ¡Diez minutos!…

No quería bajar. Se está tan bien así, envuelto en un abrigo de pieles, enguantado, con la gorra hasta los ojos y en un rincón tibio del carro. Sin embargo he bajado. Ésta es la misma estación que vengo conociendo en todos los lugares de parada; un tanque de agua para proveer la locomotora, una casita de madera pintada de azul, techada con tejas, y con rótulo: Estación de S. Otro rótulo pequeño, sobre un nicho dentro del cual se mueve una cabeza grasienta, congestionada por el frío de la sierra, que dice: “Boletería”. Sobre el andén varias personas esperan subir: una familia notable del lugar acompañada del Gobernador y el jefe de estación, compuesta de la mamá, dos niñas y la criada. Moda retrasada en veinte años; mangas de “jamón”, sombreros pequeños como caperuzas y unas capas recortadas que pasan apenas del codo. Trajes claros, zapatos de charol.

Los colores de sus mejillas parecen de piel de manzanas heladas. La criada lleva grandes líos hechos en pañuelos de colores encendidos y con grandes dibujos. Suben. Llueve copiosamente. Hilos de agua se cruzan en el aire y hablan en secreto al caer sobre los charcos y las tejas. Sobre las cumbres de los cerros se ciernen y agrupan las nubes, todo tiene un color plomizo. Todos han subido y no queda nadie bajo la lluvia. Vuelvo a mi sitio en el carro y veo desde el ventanillo cómo el agua corre sobre la tierra. La lluvia es más fuerte; azota los cristales y los tejados.

De pronto, de improviso, sale el sol y se oculta. Cambia la sensación. Ahora cae granizo violentamente y abofetea los cristales, las calaminas y la enramada.

… ¡Nieve! ¡Por fin! La tierra se viste de un blanco sepulcral. El tren inicia su marcha mansamente, haciendo fuerza, sobre el blanco de la nieve, que al caer, ha ido poniendo una sinfonía de color. Primero el gris obscuro, después el plomo, el plata, el blanco lechoso, el blanco mármol, la nieve. Todo se ha tornado blanco, blanco, blanco. Se cubrió el suelo, las casuchas, los rieles… La tierra se ha desangrado.

… Pasan por mi ventanillo el tanque, la boletería, las casuchas; todo abandonado y en silencio. Sobre la nieve blanca, el tren toma velocidad plena y seguimos. Ni una persona, ni un pañuelo… Siento que ya me invade la fiebre…»

Los extranjeros

8 de diciembre, en B**


«Y como mi casa, “Villa Helena”, tiene jardines alrededor del pabellón central, es recién construida y aún sin estrenar, puedo decir que ha sido construida para mí. Desde sus ventanas amplias y sin barrotes, se domina todo, y la hiedra trepa en los alféizares como un enjambre de víboras.

Hoy, después de hacer la distribución de los muebles, he salido a pasear la población, ¿sabe usted?, parece un puerto de mar. Todos, o casi todos, son extranjeros y no hay dos del mismo pueblo: europeos, yanquis, sudamericanos. Y, como nadie conoce a nadie, todos se reúnen y hacen fiestas y paseos, veladas y música; los tísicos son los que más se divierten, por lo mismo que tienen los días contados. Salir aquí es un suplicio, amigo mío. Sólo se ve caras pálidas, ojos afiebrados, ojeras profundas. Y todavía en las caras puede uno equivocarse, porque hay algunos que tienen los carrillos encendidos, pero en cambio los ojos los delatan y si no los delatarían las orejas transparentes o las uñas encorvadas o las manos filudas y cálidas.

He querido hacer un paseo por los prados vecinos, he visto los arbustos que se pierden a lo lejos cargándose de racimillos rojos y olorosos, la verdísima alfalfa con sus flores celestes en la que el viento hace oleajes viscosos y los surcos reventando, desgranándose como olas de un mar de tierra que viniera a morir en las faldas de los cerros. Y hay algo de fecundidad iniciada, algo que evoca vidas frescas, hombres musculosos, arados de acero, bueyes pesados, como aquellos de los ritos egipcios, y canciones virgilianas; todo esto como la anunciación de una falsa primavera, porque ahora, se iniciarán las lluvias, las nevadas y las tempestades. El rayo se quebrará en el cielo y fulminará las cumbres, y el agua, precipitándose en torrentes sonoros, caerá sobre los tejados y producirá un ruido característico.

Voy ahora por el borde de un canal entre cuyos muros el río jura, maldice y se desespera y suenan las piedras como el rechinar de monstruosas dentaduras, en medio de su prisión de muros de cal y arena.

Al regreso he pasado por la casa de Margarita, “Villa Rosada”, un palacete rodeado de flores exquisitas, de perfumes raros y de paisajes únicos. Margarita —ella se llama Rosa Áurea, pero le decimos Margarita— está encantada con su tisis de tercer grado. ¡Qué ojos; no los he visto más ardientes, ni he visto labios más sensuales! Margarita se casará con Armando el jueves en la capilla junto a la estación. Ella me lo acaba de contar contentísima, con un gran impudor de su tuberculosis:

—Nos casamos, señor Rosell, nos casamos. No se admire; sí, estamos tísicos. Pero no es en nosotros la alegría de vivir, sino la alegría de amar. La salud ya no sirve en nosotros, los cuerpos están carcomidos, pero el amor es todavía joven; hemos asegurado el porvenir, que no es un problema, una cosa dudosa como en los sanos de cuerpo. Para nosotros el porvenir es un día, tal vez una mañana, quizás una hora; podemos “quedarnos” antes de concluir nuestra conversación, pero el amor en nosotros es tan grande que estamos seguros que nos durará hasta después de la muerte. Y esto no pueden asegurar los otros mortales…

Y él:

—Nada tenemos que temernos. ¿Usted sabe? Margarita y yo éramos sanos, buenos, fuertes. Nos amábamos. Una tarde ella —ya sabe usted cómo se comienza— sintió un dolor agudo, acceso de tos y… manchó de sangre su pañuelo de batista. Yo no tuve valor para dejarla y ¿quiere creer?… me alegraba de su enfermedad porque los ojos le crecían, los labios le quemaban y me amaba más, mucho más que antes… Se vino aquí y me vine yo… No fue desagradecida porque ya tengo la tos y la fiebre y también he manchado mi pañuelo… ¡y hace tan poco tiempo!…

Y sonriendo ha besado a Margarita en la boca.

Obscurece…»

Actitudes redondas y actitudes cuadradas

20 de enero


… «Mi primer amigo, Alphonsin, es un tísico notable. Está perdido, porque la tisis le ha provocado una neurastenia que es como una locura genial. Le obsesiona una rara teoría y él ve, a través de las cosas y de los hombres, de los objetos y de los espíritus, leyes artísticas inmutables. Ha reducido la expresión al gesto, la elegancia a la línea, la idea al silencio y la música al color. No sé si él analiza o sintetiza, si deslíe o comprime, si destruye o crea, pero llega a conclusiones a donde no llegan los que no son tísicos como él y como yo.

En una época Alphonsin vivió en París, donde hizo a una dama el holocausto de la primera sangre de sus pulmones, y asistía a las lecciones de arte del Louvre. De allí pasó a Londres con los gérmenes de su tisis y sus teorías que, junto al Támesis, se desarrollaron a un tiempo, de manera que a una nueva fiebre correspondía una nueva idea artística. Desde allí datan su arte y su tuberculosis. Primero fue un simbolista. Stéfano Mallarmé, Paul Verlaine, Rodin, La Gándara y Boldini, le enseñaron a ver las cosas con un «más allá» que, al principio, no veían sus ojos mortales.

—Yo sé —me decía ayer—, yo sé que Hugo es grande como un león, que D’Annunzio es inmenso como Esquilo su maestro y que Esquilo era como un dios pagano, pero éstos son los dioses de todos. Yo prefiero un apóstol para orarle en silencio y para que él me escuche a mí solo, y este apóstol cambiará siempre en mi altar. A veces es Baudelaire que me lleva a su país obscuro, triste, trágico; otras veces voy a orar y a creer con los trípticos del beato Angélico; he ido muchas a los lienzos de Goya. Hoy le rezaré mi nueva admiración a Poe, mañana haré un credo con los gestos de Rodin y luego me perderé en las brumas edificadas de Hoffman.

Él es así. No cree en lo que quieren los demás sino en lo que él quiere creer. No ve con los ojos de los demás sino con sus propios ojos. He ido por primera vez a su casa y me ha recibido en un salón que es un prodigio de buen gusto. Es de un color lila que recorre toda la gama, desde el lila ópalo hasta el morado episcopal. Las paredes están forradas en lila claro, los decorados son hechos en lila intenso, los muebles son morado obscuro, las cortinas, los marcos, las persianas, las arañas, todos los objetos, hasta los lienzos, son de una tonalidad de campánula.

Yo admiro su buen gusto, su diligencia para armonizar tantas cosas distintas, mientras que Alphonsin entra a sacar un álbum del Museo de Londres. Leo en tanto abandonadamente las hojas de un libro y así espero a que mi amigo salga.

Aparece Alphonsin y yo noto, al levantar la vista, un gran desconcierto en su cara que revela una intranquilidad intrigadora por el desasosiego de sus gestos. Me ofrece el álbum y se sienta frente a mí. A poco cambia de actitud, luego vuelve a tomar otra distinta y así cambia dos o tres veces más. Yo estoy mortificadísimo. Alphonsin sufre algo extraordinario. Y vuelve a cambiar de actitud. Yo observo sus «poses», que se me antojan elegantísimas y noto, en cambio, que mi actitud no puede ser más vulgar al lado de las de mi amigo. Cambio, pues, de actitud tratando de imitarle en lo posible y al tomar mi otra posición, la cara de Alphonsin se serena como por encanto y de sus labios sale un suspiro de satisfacción.

—¿Siente usted algo?, usted ha sufrido algo, Alphonsin…

—No… nada…

—Vamos, usted tiene bastante amistad para decírmelo…

—Tiene usted razón, Abel. Usted, además, puede comprenderme. ¿Sabe? Usted acaba de tener una actitud redonda. Y yo sólo puedo ver las actitudes cuadradas. Todos los movimientos que no están dentro de éstas me provocan crisis nerviosas. Si usted ahora hubiera continuado en su primitiva posición, es decir, en una actitud redonda, yo, sintiéndolo inmensamente pero sin poder dominarme, le habría hecho un daño… Qué quiere usted; es cuestión de temperamento, de selección artística…

—Pero, desde cuándo se siente usted…

—Yo lo observé primero en las manos. Mi gran sensibilidad artística me llevó hacia la forma de las manos. Hay manos largas y manos redondas, lo mismo —como verá más tarde— que las actitudes. Las manos largas son manos de gentes idealistas, de místicos, de creyentes, de individuos de religiones profundas, de prosélitos de cultos extraños. Son manos de artistas y de profetas, de danzarines de bajo relieve y de vírgenes de ornamentos góticos; las manos de los jeroglíficos egipcios y de las armaduras articuladas de la Edad Media.

Manos largas, lánguidas y transparentes, esas manos que no doblan los dedos en ningún movimiento; que toman el cigarro, la pluma, el libro con los dedos rectos como brazos de tenacillas y consiguen una gran distinción y una suprema y delicada elegancia; esas manos que hacen muecas y gestos, que se elevan a Dios como las puertas de las capillas góticas, o al espíritu como en las esculturas de Rodin, o al arte ideal, selecto y enfermizo como en los cuadros de Boldini. Las manos largas representan la línea recta, el símbolo, el espíritu. Las manos redondas representan la línea curva, el realismo, la carne. Las manos largas son la aristocracia; las redondas, son la burguesía…»

Las manos y las religiones

«Me interesa demasiado. Alphonsin continúa con un tono magistral, como si se sintiera el único iniciado en estas sensaciones artísticas:

—Las manos, más que las oraciones y que las miradas han sido el “médium” entre el hombre y Dios, entre el cerebro y la idea, entre el culto y la divinidad, porque las manos dicen muchas cosas y son de gestos, como los ojos son de miradas. Pero las oraciones se dicen y se escuchan, las miradas se leen, los gestos se traducen o interpretan. Las miradas cuentan, los gestos sugieren. De aquí la gran importancia, el porqué de las manos como “médiums” religiosos.

Pero las manos son símbolos en todas las edades y en todas las religiones. Ellas representan siempre el alma de las razas a que pertenecen y como en los antiguos tiempos el alma de los pueblos estaba en sus religiones, de allí que a través de la Historia, las manos y las religiones hayan ido paralelas y semejantes… ¿Conoce usted los viejos grabados fenicios? Observe usted la actitud de esas manos rapaces. Vea usted los jeroglíficos faraónicos y observe las manos, todas tienen una mística actitud. Los dedos largos y armónicos, inseparables, como sus principios. Eternos en la forma como sus dioses. Más tarde llegue usted hasta los vasos pintados de los griegos. Piérdase en los templos góticos. Hasta allí las manos y las religiones son inmutables. Las mismas actitudes en las manos acusan las mismas creencias en los pueblos. La majestad de los dioses egipcios se encuentra en las manos plegadas de sus sacerdotes. La poesía de los ritos paganos vive en esas manos gráciles que se esfuman entre los velos y los perfumes de Alejandría.

Más tarde se perdió aquel dominio que tenía la Iglesia; con la Reforma todo se hacía más a la desbandada. Todo tenía la forma que quería el artista y cada hombre pensaba según sus inclinaciones. Entonces las manos también decayeron. Dejaron de estar por derecho propio en las vírgenes y en los evangelistas y vinieron a exhibirse sobre la seda de las reinas, sobre el terciopelo de los reyes, acariciando cetros o guiando bridas. Allí fueron los comienzos de la pintura profana. Ya la discusión de un dogma estaba al alcance de los sabios y la representación de las manos iba en los primeros cuadros de los reyes.

Pero aún más tarde apareció un hombre, Voltaire, que destruyó las creencias y luego fueron Goya y Gavarni. Las manos, como los cultos, estuvieron en crisis, perdiose la fe en las viejas formas; los dioses fueron sometidos al análisis y las manos al escorzo. Apareció en ideas el primer incrédulo y en los cuadros la primera mano con los dedos abiertos.

Y de allí nació una nueva forma de filosofía con los ironistas y una nueva creación artística en las manos con los decadentes. En cuanto a los primeros, crearon un bello y maléfico arte; en cuanto a los últimos, no sé si han hecho un Arte supremo o una degeneración de las manos; no sé si han ascendido o han bajado de nivel; si han elevado la forma al conjunto estético o la han atormentado al capricho. Lo que sé es que han hecho un nuevo culto de la humanidad que sirvió para todos los cultos. Vea usted las manos de Gándara, las manos de Boldini, las manos de Leandre el caricaturista. Dirá usted: manos irreales y desproporcionadas, absurdas, tísicas, largas; pero manos filosóficas, profundas, evocadoras; manos que sugieren; manos sapientísimas…

Alphonsin ha ido exaltándose. En un momento principió insinuante, tendiendo la red, después fue casi magistral; luego se fue tornando dogmático, y, por fin, cuando ya yo le pertenecía, cuando conoció que yo estaba iniciado en esa extraña teoría, se sintió apostólico. Y yo le oí decir aún:

—Dentro de la línea se encuadra todo en la vida. Las literaturas y las filosofías, los hombres y los objetos, las palabras y los colores, los gestos y las actitudes. Por eso le decía: hay palabras redondas y palabras cuadradas, actitudes redondas y actitudes cuadradas. Sólo hay que ver cómo se desarrolla la línea en las cosas. En el Ingenioso Hidalgo, don Quijote es la línea recta y Sancho es la línea curva.

Compare usted los panzudos caballos de Velázquez, llenos de arreos y de largas crines con los caballos “grandes, finos y esbeltos, con sus crines recortadas de los frisos de Olimpia”, y verá usted la línea recta jugueteando entre la esbeltez de los caballos del antiguo Hélade; y no le miento los caballos de dos cuerpos y seis abdómenes lo menos, de Rafael, y a través de todo esto encuentra usted el porqué de la distinguida elegancia de los elegantes ingleses, sobre los elegantes del resto del mundo. Dana Gibson, el filósofo dibujante, sólo dibujaba en líneas rectas; los gentlemen son delgados y altos como álamos, los dandies son de Inglaterra, y de allí era el hombre que viendo pasar a Eduardo IV dijo despreciativamente a un amigo:

—¿Quién es aquel hombre gordo a quien saludas?…

No hay duda, lo delgado es lo lineal, y lo elegante y lo bello. Compare usted la L con la A, la D con la O; la libélula con el escarabajo, la cigüeña con el ánade, hasta el cisne sería menos bello, a despecho de su blancura, sin la serpiente de su cuello divino.

Sólo en la línea está la clave que buscó Alejandro Dumas para explicar las seculares leyendas de las serpientes que se enroscan en todas las narraciones de la Tierra, desde el pecado de Eva hasta la serpiente de Aarón el elocuente, desde la culebra simbólica de los Incas peruanos hasta la que acaricia en sueños a la helénica madre de Alejandro el Grande, sin hablar de la que hirió los divinos senos de Cleopatra, ni de las que se volvían dragones en las leyendas catalanas, ni de las que en la India se tragaban a los héroes de los poemas, ni de esa grande y cruel serpiente contra la que, aún despedazada, se debate el atormentado y roto cuerpo de Laocoonte…

Alphonsin había terminado y como el hombre que acaba de librar una gran batalla, descolgó sus brazos sobre los de la silla, tapizados y fofos, y concluyó así:

—Yo estoy ahora en una actitud cuadrada. Vea usted el giro de mi cabeza, la tensión de mis dedos largos…

Y, efectivamente, créamelo usted, Alphonsin tenía la actitud más bella del mundo. Una actitud sencillamente perfecta, un conjunto ideal. Apenas concebía yo que se pudiera colocar y distribuir tan artística y admirablemente los miembros del cuerpo humano.

Poco después me despedía de él. Alphonsin me acompañó hasta la verja de su “Villa”, me tendió la mano de despedida con un “adiós” afectuoso y, mientras yo salía, tomó en la puerta una actitud rígida y me dijo sonriendo:

—Observe usted, Abel; ahora estoy en una actitud cuadrada…»

El matrimonio

30 de marzo


«Armando y Margarita salen de casarse en el templo, seguidos de una gran fila de amigos.

Parecen una pareja de muertos a los que escoltan un ejército de fantasmones vestidos de negro. El día ha tenido una hora de luz espléndida, pero cuando salimos del templo, ya se había tornado taciturno, la neblina ha envuelto los árboles y las horas, y hay en el paisaje el temor gris de una cercana tempestad.

La casa está enguirnaldada y llena de azahares. Han ido entrando sucesivamente Margarita y Armando, el viejo francés, Rosalinda la triste —tísica que agoniza en melancolía, esperando algo que nunca ha de venir—, Eva María y la hija del Cónsul, dos ardientes inseparables, Claudio con su gran palidez ha entrado solo y tras él, con sus grandes bigotes rudos, el millonario mexicano; detrás Leonardo, yo y tres o cuatro más, todos tísicos, tísicos, tísicos.

Subimos la escalera de mármol regada de flores. Adentro las músicas nupciales se inician como un arrullo que quisiera crecer temerosamente; suena el champagne y pasan los criados. La desposada, tísica, con su palidez de azahar de cera y su largo vestido blanco, sonríe demacrada y ansiosa y atrae a Armando como para fundirse con él. Para ella la vida es una fiebre de amor y de enfermedad y todo lo demás le es indiferente, todo, parece pasar en silencio y en olvido ante sus grandes ojos velados y profundos. Su vida es un esfuerzo febril por aferrarse a los minutos que se van y lucha porque ninguno pase sin ser sentido íntegro.

En la casa, hoy obscura y fría, se ha puesto luz y estufas. ¿Pasa algo afuera? La neblina lo envuelve todo. Pronto tendremos tempestad. Todo se ha obscurecido, y así es mejor, porque tendremos una noche artificial, mientras el viento silbe y la lluvia azote. En este mediodía nosotros creeremos que es la negra noche y perderemos la noción del tiempo y la noche llegará sin que lo sepamos. Este almuerzo se hará como si fuese una cena, este día será como una noche y esta fiesta nupcial será una orgía. Encantador… Ahora todos bebemos.

Cañonea el champagne. Siento una alegría inexplicable. He dado un beso a Margarita ¡y qué beso! Armando se ríe, se ríe. Ahora toca Claudio, también está alegre y Rosalinda le besa.

¡La cena! Luces, gritos, bailes, hurras; ¡la cena! Se arrojan las flores, se echan las rosas deshojadas en champagne y se besa los jazmines en botón. Afuera debe seguir la tempestad. ¿Quién toca el piano? Rosalinda la triste. ¡Qué algazara! Se suceden las viandas y los vinos.

—¡Brindis!… ¡Brindis!… ¡Hablad!…

—En seguida. ¡Armando!…

Y Armando se levanta. Margarita a su lado le pasa el brazo por la cintura. Armando habla entusiasmado, ebrio de alegría, de fiebre, de amor y de champagne.

—Yo no era Armando, mis hermanos. Yo era Aníbal Bernardi, pero hoy soy Armando Duval; ¿eh? Armando Duval, porque ésta no es Rosa Áurea, sino Margarita Gauthier y todos sois Armandos y todas ellas Margaritas…

—¡Bravo! ¡Todos, todos!…

Margarita le atrae y le besa. Él se sienta. Luego se eleva el Cónsul, con su grave calva, sus ojos hundidos, alto, seco, pálido de marfil, en su gran abrigo asolapado.

—¡Beber champagne con rosas, como en la Mi Careme!

—¡Oh! ¡Oh! ¡Hurra! ¡Hip!…

Aplausos, algazara. Él sigue:

—¡Por los ojos ojerosos, por los labios febriles y anémicos, por los cabellos pegados a las sienes, por la fiebre rosada de los pómulos! —Toca con la cucharilla la copa de champagne—: ¿Oís? La campana de nuestros funerales, pero suena muy poco. Somos los muertos empeñados en no irnos aún. Este vino no es como el vino bermejo y espumoso que hacen los racimos de nuestros pulmones, este vino es ámbar y el de nuestros pulmones mancha de rosa los labios… Como ahora los de Alfredo… (Alfredo arroja su pañuelo teñido de sangre).

Gran algazara: suenan las cucharillas en los platos, en las botellas; gritos, hurras…

Un ruido extraño y una luz deslumbradora.

—¡El rayo!

Gritos, lamentos, suspiros en el patiecillo.

Todos los criados aparecen al mismo tiempo en la puerta con los brazos extendidos:

—Señores, señores, ¡el rayo!

¡El rayo! La tempestad se desata en medio del gran silencio de estupefacción y terror del cenáculo. Retumbar de cosas que se desploman, de tablas que caen, de grandes caos que se desbaratan; todo se oye desde la mesa. De pronto otro rayo.

—¡Otro!

Se han apagado las luces. Suena aún el piano en la sala abandonada y cesa el champagne. Luego en la obscuridad del salón sombras que se mueven y dispersan. Yo extiendo los brazos y toco unas manos, un ramo enorme de flores, un canapé. Las manos arden; me atraen, luego dos labios ardientes se juntan a los míos y ¡qué beso! Suspiros, suspiros y afuera la tempestad y la lluvia que azota los cristales; extiendo los brazos y encuentro hojas, luego ruedo por la alfombra llena de copas y de flores… Armando… Margarita Gauthier.

—¡El rayo!… ¡El rayo!… Estoy ebrio de champagne… Pierdo el equilibrio y ruedo en la obscuridad, sintiendo aún algo que no puedo precisar… ¿Sonido?… ¿Luz?…»

Rosalinda, la triste

1.º de febrero


«Dos días sin salir de casa. Hoy he querido dar un paseo por el cerro lleno de grutas y andando pausadamente he llegado hasta la gruta del cerro azul. Desde el día de las bodas de Margarita y Armando, yo no había visto la luz. La tarde está hermosísima, una brisa tranquila, un sol velado y un cielo azul por el lado de la sierra. He venido por el camino de las cañas junto al arroyo arenoso donde van a bañarse las tórtolas. Principio a acercarme a la gruta. Entro… ¿Quién ora?…

El velo es de Margarita, mas el cuerpo y la actitud son de Rosalinda.

Insensiblemente, sin hacer ruido me acerco. Ella, recostada sobre la gran piedra, tras la cual se eleva la virgencita musgosa entre los helechos, está dormida. ¡Qué serenidad angélica en su cara suave, en sus párpados caídos, en su boca rosada! Sus labios me llevan al beso, ella no lo ha sentido y duerme; quiero salir sin que se despierte, pero al ruido de mis pisadas sobre los guijarros ella abre sus grandes ojos de tísica:

—Abel. ¿Qué hacía usted?

—No quería despertarla. ¡Dormía usted tan bien!…

—Soñaba, amigo mío. Soñaba con la pobre Eva María… ¿Usted no fue al cementerio?…

—¿Cuándo?…

—¡Cómo! Ayer, la pobre Eva María…

—¿Ha muerto Eva María?

—Verdad; usted no lo sabía. A usted le llevaron esa misma tarde. Eva amaneció en la sala de Margarita en un gran diván, con un ramo de flores en el regazo, serena, serenísima… No parecía una muerta… Y a sus pies, dormido, estaba usted cuando se lo llevaron… Si hubiera visto a Eva, qué mirada amorosa conservaba a través de la muerte; y sus labios entreabiertos como si hubiera dado un gran beso…

Luego ¿yo era el que estaba dormido a los pies de la muerta? Luego… Me he quedado frío, he sentido las manos y el beso de la muerta. Esas manos me atrajeron y esos labios entreabiertos… ¡Qué horrible! Rosalinda ha continuado:

—¡Qué rígida y qué fría estaba, qué cara de amor!… Abel, ¿quiere usted acompañarme?…

—Sí.

Nos vamos deslizando, cogidos del brazo por entre las malezas. Ya va a caer la tarde, llegaremos a la población cerca de la noche…

—Rosalinda, ¿por qué está usted siempre tan triste?…

Ella místicamente, en voz baja y profunda musita:


—… tristeza
alma de las cosas
corazón del mundo…
Un dolor profundo
perfuma las rosas.
La naturaleza
es todo tristeza.
Todo lo que existe
es un alma triste
que al misterio reza…


Luego, silencio. La tarde se acaba. Los grillos inician su canto a la semiluz. Las aves se pierden buscando las ramas gruesas. Nuestras manos se enlazan. Obscurece.

—Rosalinda… usted espera algo que ha de venir; la salud, el amor, el placer…

—Si yo esperase, no sería mi tristeza serena y apacible. Yo sé que nada vendrá. Yo veo la vida desde un punto inaccesible para todo. Estoy en una distinta vida donde el tiempo no se mide. Sentí que hubo un momento en que terminaban las cosas y yo seguía viviendo… y yo no tengo qué esperar…

Avanzamos y una avecilla cruza delante de los dos. Se oye el ruido de la cascada lejana y dos luces rojas cruzan delante de nosotros en la obscuridad.

—Rosalinda, ¿ve usted esas luces que corren?

Se apagan y se encienden, el ave cruza ante nosotros. Yo me detengo instintivamente. Avanzamos muy juntos, ella mirando vagamente algo invisible, yo viendo hacia lo obscuro del camino. Vuelven las lucecillas a encenderse.

—Rosalinda, mire usted, se encienden.

—Es la “gallina ciega”, amigo mío…

Por fin llegamos. Hemos pasado por unas calles silenciosas y abandonadas, hasta llegar a mi “villa”.

—¿Quiere usted entrar, Rosalinda?

—No. Ya tengo la fiebre. ¿Siente usted cómo me queman las manos?… Abel, mañana en la gruta…

Y se ha esfumado hacia las rejas de su “villa” en silencio, paso a paso, hasta que se ha perdido entre las sombras. Sus manos estaban tan cálidas como las de Eva María…»

Egadí y la señora de Liniers

27 de marzo


«Claudio me ha tomado del brazo en la estación a la llegada del tren para contarme algo “interesante”. ¡Y cuando él decía algo interesante! Figúrese usted que principia a hablarme de Liniers, Liniers, Felipe Liniers, es un hombre rico, tísico y licencioso; pero metódicamente licencioso. Se diría un burgués del pecado. Claudio me ha dicho:

—Este hombre, que no sé a ciencia cierta si es un millonario o un arruinado, vive carcomiéndose en su “villa”. Sale muy poco, y cuando se exhibe es con esa ardorosa tísica Egadí, que no lo deja un momento. ¿Usted se acuerda de la fiesta en casa de Margarita? Egadí junto a Liniers le robaba besos, le echaba rosas en el champagne, le besaba el dorso de las manos y le pasaba la cara ardiente por los carrillos.

—¿Pero Liniers es casado con esa Egadí?

—¿Casado? No. Egadí no es la auténtica. La verdadera es otra, una amantísima —¿quién sabe su nombre?— que viene, cada quince días a ofrecerse a Liniers, y se ofrece toda, íntegra, sin reservas; deseosa y hambrienta. Las otras amantes de Liniers ya saben el día que deben dejarlo. Un día y una noche cada quince días que pertenece a la auténtica. Ella vive en la capital. ¡Pero qué mujer, lindísima y enigmática!…

—¿Usted la ha conocido? —le pregunto.

—No; pero la conoceré: Ella no falta a su cita quincenal. Por amor, por capricho, o por extravagancia, ella es puntual a su amor tísico. El día de ayer —me lo ha contado la criada— le pertenecía a la dama auténtica de Liniers, mas Egadí, la querida, contra los protocolos y las prácticas establecidas, no quiso salir y dejarle el campo a la reina. La villa estaba sola. Yo he visto a la dama bajar con su traje negro, brillante y su velo espeso y entrar a la casa de Liniers. ¡Y Egadí aún no había salido! ¡La criada pesquisaba y me lo ha contado!

—¡Sal, Egadí, sal —decía Liniers— sal, es “ella”!

En la sala el timbre insistía y afuera la dama de negro esperaba. Egadí, en el fondo de un canapé, iracunda, resuelta, no se movía. La campanilla volvió a llamar y la dama, creyéndose sola, abrió la puerta, sin ver a Egadí, y se lanzó hambrienta de amor hacia Liniers que estaba encorvado y enjuto, lo besó repetidas veces. Entonces saltó Egadí como una tigresa y se mezcló entre los dos disputándose a besos a Liniers, que decía cayendo en el sofá extenuado, jadeante:

—¡Egadí! ¡Vete!

—¿Vete? —decía la tísica—. Ésta sólo viene cuando te desea. Yo te deseo siempre. Cuando estás con la fiebre, soy yo quien te ama. ¿No te da horror sentir un cuerpo frío, sano, sin fiebre, junto al tuyo?… Ella no te besa cuando te viene la tos… ¡kje!… ¡kje!… ¡Egadí sufre un acceso de tos! ¡kje!… ¡kje, kje!… (se le ha encendido el rostro y parece que sus mejillas van a reventar en sangre) ¡kje! ¡kje! (¡Por fin!).

Se pintan de sangre sus labios y ella se inclina sobre la escupidera, donde cae la sangre espumosa. Su respiración es fatigada. Las manos cogen dos brazos de sillas distintas y así, inclinada, tose, tose y arroja la sangre.

—¡Ha sido el esfuerzo! —dice.

Mas al volver el rostro no encuentra a nadie porque Liniers y la señora se han librado de ella.

Egadí se sienta en el alfombrado, reclina su cansada cabecita sobre la escalinata que va hacia la habitación de sus fugitivos y, así, calladita, silenciosa, espera. La dama de Liniers sale a las siete y cincuenta del otro día para tomar el tren y entra Egadí… Egadí es una mística del amor que para ella, como todas las religiones, tiene mitos, dioses, prácticas y creencias. Pero la desconocida no se me escapa —¿verdad que es muy interesante?—. ¡Ya la cazaremos, Abel, ya la cazaremos! Ya le contaré el resto y ¡estar al cuidado! Hoy se ha ido. Dentro de quince días organizaremos ¡la gran cacería! Ahora voy a buscar a Rosalinda, la triste que ama…

Y, sin más, se ha despedido. ¡Y tener que esperar quince días para conocerla!…»

La gran cacería

Junio…


… «Por fin hoy le tocaba llegar, según los cálculos que hemos hecho yo y Claudio. Hemos ido a la estación. El tren llega a las ocho. Llueve copiosamente y los que esperamos con nuestros grandes paraguas nos acogemos bajo los tejados de la estación. Se anuncia la locomotora y en el fondo del camino de fierro aparece la linterna que va creciendo a medida que se acerca.

—Usted estará, Abel, en el andén izquierdo —me dice Claudio—, yo en el derecho. ¡Mucho cuidado! Viste de negro; tiene un gran velo en la cara y un perfume penetrante… Ya sabe usted, cuando suene la sirenita —y me muestra un precioso aparato que silba como una víbora furiosa.

Los ojos le brillan y las manos le tiemblan: está en un desasosiego horrible. Parece un perro de caza que ha sentido la presa sin verla. Principia a temblar la tierra y la locomotora poderosa y pujante, con el sonido de su monótono campaneo, pasa en el andén ante mí. Se detiene. Principian a bajar las gentes. Entonces una extraña sensación me invade. ¿Podré ver hoy, ahora, en este momento, a la mujer de Liniers, a la rival de Egadí, a la esposa enamorada del tísico?… Descienden gentes de todas clases enfundadas en sus sacos de viaje de color claro y saludando a los suyos abren el paraguas que se hincha como una cola de pavo real. Los pasajeros charlan un momento y principian a escaparse. Pero yo no he encontrado a la esquiva. ¿Se habrá ido?… Paso rozando, metiéndoles la cara a todas las mujeres vestidas de negro, mas de pronto siento el silbar de la sirena de Claudio, una, dos, tres veces y veo su cimbreante figura que sigue por la calle central, podría asegurarlo, a una mujer. No cabe duda: es “ella”. Voy hacia allá. Claudio toma más prisa, termina la cuadra y, verdadero perro de presa, hace silbar la sirena insistente, llamándome, mientras ella, la perseguida, le adelantará diez metros. Es una cacería descarada, audaz, insolente. Terminan la tercera cuadra y ya a tres metros, cuando yo veía a la dama, oigo chirriar los goznes de una reja y estoy junto a él, que se lleva las manos a la cabeza:

—¡Tarde! —me dice desesperado—. ¡La hemos tenido entre las manos!…

—¿Era ella?…

—Ya ve usted que sí. —Y señalándome la reja entreabierta—: Es la “villa” de Liniers… Pero generalmente sale después de comer a dar una vuelta por el jardín y alrededor de la “villa”. A las diez podremos verla unos dos minutos. Venga usted a mi casa para seguir la pesquisa…

Y, como la lluvia seguía, furiosa, insistente, monótona, nos dimos prisa por llegar a nuestras casas, caminando pegados a la pared uno tras otro, perdidos bajo los paraguas que nos protegían y rasgando los hilos de la lluvia nuestras sombras negras y silenciosas…

… La noche obscurísima. Ha cesado de llover y de la tierra se eleva un vapor tibio. Pegados a la pared, Claudio delante, llegamos a la esquina de la “villa” de Liniers. La casa está encendida en el fondo del jardín, pero sólo se ve las luces porque lo demás, todo lo demás, se pierde en una obscuridad profunda. De pronto tras de un árbol frondoso, en el jardín, que desde la calle se ve por entre los barrotes, Claudio cree adivinar algo. Llegamos a la reja abierta y entonces Claudio avanza hacia el jardín olfateando.

—¡Venga de prisa, Abel!… Vea —me dice en voz bajísima, inclinado sobre unos arbustos—. Vea usted cómo se agitan; ¡acaba de escaparse! ¡Si se mueven todavía las hojas! Vea sus pisadas; están frescas. ¿Siente usted el perfume?…

—¿Siente usted, siente?…

Y él aspiraba como un hambriento y con las narices abiertas se movía en el camino, husmeando el aire…

Efectivamente yo sentía el perfume que pronto se diluyó en el aire de esa noche de caza. Tenía los nervios excitadísimos. Cualquier ruido de las ramas se me antojaba hecho por ella y buscaba con la vista los rincones del jardín silencioso, mientras Claudio aspiraba aún el perfume ya esfumado. Volvió a anunciarse la lluvia y silenciosos abandonamos el jardín.

—¡Tarde! —me dijo Claudio—. ¡Siempre tarde!… ¡Mañana habrá necesidad de ir al tren!

Y por encima de las hierbas que bordean los canales bajo la lluvia copiosa principiaron a encenderse las luciérnagas…»

Al día siguiente

… «¿Quiere usted creer? He cometido la locura de levantarme temprano, a las cinco de la mañana, nada más que por satisfacer el capricho de ver a esa mujer de Liniers que tanto nos ha burlado. Y a fe que no me pesaría si lo hubiera conseguido. Era de noche cuando sentí la sirena de Claudio que me llamaba. Muy de prisa me levanté y salí vestido y bien abrigado.

—¡Más ligero, más ligero, amigo mío, podemos perder la salida del tren!… —me decía mientras íbamos—. Más de prisa…

Mi casa dista unas diez cuadras de la estación del ferrocarril. Habríamos caminado la sexta cuadra cuando sonó el tercer aviso del tren.

—¡Corramos —me dijo Claudio—, aún es posible ver algo, corramos!

Y emprendimos a correr. Hemos llegado. Verdad que casi me ahogo. ¡Qué locura! Pero alcanzamos el tren, por lo menos le vimos partir. Yo estaba excitadísimo. Cuando pude ver tras de los vidrios a los pasajeros instalados ya en sus asientos, busqué a la desconocida desde el andén, olvidado de Claudio. ¡Qué impresión! A través de una ventanilla cerrada con el vidrio solamente, creí ver una cara y un busto envuelto en gasas y telas negras. Es ella, pensé, y entonces principié a examinar, me dispuse a analizar pero ¡oh, imagen movible que yo no pude ver!, antes de que tal hiciera, suavemente principió a moverse el tren. Yo quise ir sobre el andén al lado del ventanillo hasta donde la velocidad me lo permitiera, pero cuando partía el ferrocarril, sentí la sirena de Claudio, corrí hacia él, y, desgraciado de mí, oí que me decía señalándome otro ventanillo que se escapaba de prisa:

—¿La vio usted? Aquí… allí… en aquel ventanillo, el tercero, ¿ve usted?… ¡Haber llegado tan tarde!

Créame usted, si hubiera estado solo me habría echado a llorar como un niño a quien le roban un lindo juguete. Y, para sufrir menos, contándonos nuestras desilusiones con la dama perdida, dejamos el andén silenciosos y pensativos: atravesamos las calles, como dos sombras en la obscuridad de la noche que moría, y nos despedimos en silencio con un apretón de manos, como dos cómplices de un mismo delito, como dos vencidos de una misma batalla, muy a prisa, para no llorar uno en presencia del otro —él de rabia; yo de desilusión—. Al entrar a mi alcoba creí que volvía de un sueño; volví a acostarme y sentí las sábanas frías, muy frías, pero ya usted sabe que las fiebres no me abandonan nunca, y aquel día con la lluvia de la víspera, sentía arder mi cuerpo, mi sangre, mi cerebro.

Cuando me abandoné en el lecho los gallos saludaron al día…»

El silencio y las almas

Agosto…


«Hoy, comentando periódicos de Europa, pregunté a Alphonsin su opinión acerca del valor oratorio de Jaurés. Alphonsin ha querido expresarme con los ojos algo que yo no he comprendido y, a mi insistencia, ha respondido:

—¡Jaurés es un hombre terciario!…

Me ha dicho esto así, abandonadamente, como quien no quiere seguir hablando por no molestarse, pero, después, en un arranque súbito, casi violento:

—¡Los oradores! Los oradores, amigo mío, desaparecerán pronto, cuando los hombres se hayan sutilizado bastante. Estáis —me ha dicho, recalcando—, estáis todavía en un estado terminal de la lenta transformación de vuestros cerebros.

El orador es el hombre terciario. La palabra como medio de expresar el espíritu es el más primitivo, el más grosero, el más animal de los medios de que dispone el hombre para hacer creer a sus semejantes que tiene alma…

Imagínese usted al hombre, en un principio, cuando la célula principiaba a diferenciarse en él y en los demás animales, imagínese al primer hombre, con sus brazos largos, sus pies flexibles, su piel cubierta de cabello. ¿A qué recurre este hombre para manifestar que quiere algo, a otro animal igual a él, que va a grandes saltos entre las peñas? Lanza un gruñido salvaje, amigo mío. Ese gruñido es el que evoluciona a través del tiempo, y se transforma en el discurso que, sobre cuestiones sociales, acaba de pronunciar M. Jaurés.

Lo instintivo es lo animal y el lenguaje es instintivo. Pero todo no es animalidad. Cuando el hombre terciario principia a evolucionar y a darse cuenta de algunas cosas se realiza en él un primer proceso psicológico: coge un hueso de asno y hace una línea sobre la corteza de un abeto. Esta línea terciaria, nos llega, transformada, en el perfil de la Hebe. El dibujo acusa, pues, un poco de psicología sobre el lenguaje. Pero el hombre terciario sigue viendo la vida. Un día, a la orilla del río, coge la tierra húmeda y ve que en sus manos cambia de aspecto y crea la forma que, influenciada ya por el arte asirio, fenicio y egipcio, se halla en el Louvre, entrando en el pabellón de la izquierda; ésta es la Venus de Milo.

Todos estos descubrimientos provocan en aquel hombre este juicioso y discreto pensamiento: “Hay muchas cosas que yo no conozco”. Cuando siente el dolor, grita; cuando lo recuerda, piensa. Entonces nace un medio de expresión superior a los otros: la música. Vea usted a qué grande distancia nos encontramos ahora del lenguaje. ¿No le parece que el lenguaje es primitivo?…

El orador —imagínese a Dantón— tiene que dominar a las masas. Imagíneselo usted, exaltado, fogoso, desmelenado y gritando furiosamente. Para convencer, tiene que levantar los brazos, enseñar los puños, congestionarse el rostro, sudar. Y todavía, al final de un frío día del brumario, marcha a la guillotina, una prueba más de que no ha convencido. Piense usted en esto, amigo mío. Piense además que todas las cosas terrenas y muchas de las espirituales giran al derredor del frágil femenino y que, gritando, a la manera de los grandes oradores, desde Demóstenes hasta el honrado industrial que desde un coche ofrece su panacea, no se llega a la forma intangible.

Efectivamente, Velázquez no necesitó sudar ante una multitud para decir algunas cosas que perduran sobre los héroes de la tribuna, a despecho de no poderse expresar verbalmente.

Y no me niegue usted que para ver a Monna Lisa Gioconda, hay que acercarse de puntitas, pisando despacio, para no ahuyentar esa sonrisa leve y serena. Bien, Leonardo no hablaba. Hay aún más, amigo mío. Este buen viejo Verlaine escribió en un día gris:


Les sanglots longs
des violons
de l’automme
blessent mon coeur
d’une longueur monotone.


Y un señor Wagner ha hecho armonía de algunas sensaciones que, en verdad, valen algo más que los discursos académicos de Castelar. Cuando usted se acerca a su amada, le dice: “Yo te amo”. Ella no contesta. Usted dice a media voz, cogiéndola las manos: te amo. Ella silencia, pero oprime débilmente las vuestras, y cuando las dos almas están a un mismo nivel, ella inclina la frente y usted la besa en silencio. Si hay la línea, el color, la armonía, el ritmo y el gesto, ¿para qué hablar? Convénzase usted, amigo mío. Las palabras ahuyentan el espíritu. El silencio habla a las almas, porque el silencio es bueno.

Y calló…»

Sor Luisa de la Purificación

Mayo…


… «Con su toca blanca y su túnica negra, su palidez de lirio de vitrina y su fragilidad —porque sor Luisa parece que va a quebrarse al menor choque— es como de porcelana. Es una mística de las flores; cuando la he visto en veces con su pesado Cristo de plata en el pecho y su rosario, siempre llevaba, presas entre las hojas del libro de oraciones, cinco o seis rosas o lirios o jazmines blancos.

A veces me evoca a Santa Teresa de Jesús con sus grandes ojeras moradas y sus ojos en éxtasis, otras a Isabel Flores de Oliva, con sus rosas rosadas y sus manecitas en oración, otras a Santa Isabel de Hungría, la Isabel de Murillo, toda amor, bondad y belleza. Y es una santa esta tísica. Una bella santa que vaga por los senderos de rosas y por las soledades alámicas del parque, con menos sabiduría y con más serenidad que la doctora de Ávila, pero con más aire de flor que las flores mismas. Siempre me parece un lirio; pero cuando tose y se enciende su cara, me parece una gran rosa del Príncipe.

Ayer la veía perderse en el jardín silvestre y junto al cerro. Me pareció que iba rompiendo papeles y me intrigó; he recogido los trozos pero sólo había palabras inconexas.

Debe ser muy buena porque la han dejado salir del convento con una monja muy viejita, pero ella sola, y pasea con su pesado Cristo sobre el pecho y su breviario lleno de rosas, lirios o jazmines blancos…»

Versos de Alphonsin

Mayo…


«Hoy, Alphonsin me ha leído estos versos que le envío. Son una visión de la ciudad. Al principio el tísico describe amorosamente su patria —porque todos los que aquí venimos, hemos renunciado a nuestras patrias lejanas—. En seguida se burla de los que esperan, habla de su tisis que es la muerte —el gran beso de la muerte—. Dice cómo va a morir, pero tiene el temor lírico de la nueva ciudad. Él me ha dicho:

—Cuando vengan los fuertes, los sanos, los musculosos a buscar el metal de los cerros, ya los tísicos no vendrán. Y esos hombres sanos y rosados, torpes, ambiciosos y buenos, profanarán el encanto y el recuerdo de nuestra ciudad. En los rincones donde se besan nuestros tísicos, ellos fecundarán nuevas vidas, y en la gruta donde ora Rosalinda la triste, ellos instalarán sus maquinarias. En lugar de jazmineros habrá chimeneas: el humo de las máquinas manchará la limpidez azul del cielo y el sonido estridente de las sirenas destrozará la paz de la aldea. ¡Y nuestras tumbas, Abel, nuestras tumbas profanadas! Sacarán nuestros huesos para quemarlos, regarán líquidos desinfectantes, volverán a nacer las casas, y sobre la vida nuestra que pasó, sobre nuestros huesos carcomidos, sobre nuestro recuerdo, edificarán su vida. Una nueva vida, gérmenes nuevos, generaciones fecundas. Y las bandadas de hombres fuertes, enormes, musculosos y torpes, desfilarán como un insulto al recuerdo de nuestros cuerpos débiles, esbeltos, flexibles y sutiles… Y el agua de la vertiente que está junto a la Virgen de la gruta ya no servirá para detener la sangre de los pulmones de nosotros, sino para alimentar los motores de instalaciones futuras…

Lea usted los versos:


Éste es como un pequeño templo de la naturaleza,
una hora de silencio, un oasis de paz,
una aldea de ensueño… Un paisaje hecho símbolo
en estas tardes de silenciosa musicalidad.
Aquí sollozan los vencidos y los desengañados;
oran los que fugaron de la loca bacanal;
los que vieron romperse en mil pedazos
la endeble y fina lanza de su idealidad,
y el que tenía una amada hecha de ensueño y de lirio
que no lo quiso besar más
cuando en su rostro anémico, afilado y marchito
apareció la fúnebre sonrisa de la Margarita de Duval.
Aquí sonríen ideando
al caballero que las ha de libertar
las amantes que esperan en sus fiebres una hora
que no es la de la muerte, sino la hora medioeval
de la llegada del buen príncipe
que ha de venir armado y amoroso del lado del mar;
pero el caballero de la muerte
en una hora neblinosa, viene y las hace cabalgar
en el caballo negro del Misterio
llevándolas hasta el distante reino sombrío de la Eternidad.
Todas las tardes pasan ojerosas y ardientes
ante la reja enmadejada por la yedra de mi mansión de soledad
hacia el remanso, silenciosas,
las caras ebrias de colores, interiormente carcomidas,
como manzanas, por el mal.
Y un temor lírico me envuelve
y sin querer me hace pensar
en los grandes cuerpos musculosos
de los pobladores que vendrán
con sus rojas cabezas y sus picas como dobles guadañas,
y, manchando la limpidez horizontal
con sus enormes máquinas y sus chimeneas enormes
fijarán la silueta de la nueva ciudad;
abrirán las entrañas de los cerros morados
y las convertirán en metal;
y entonces las amadas pálidas y los desilusionados,
los que sueñan con las cosas que nunca se han de realizar,
y que son el encanto de esta ciudad de ensueño,
¡desaparecerán!
Aquí hay una blanca amada que en las noches de luna
me ha dado su negra cabellera a besar,
me ha oprimido con sus brazos temblorosos y cálidos de fiebres,
me ha envuelto en la agonía de su mal
y me ha hecho la promesa de sus labios
para una hora que ella dice cercana y que yo veo llegar.
Me ha dicho: —Cuando la naturaleza
se haga sentir íntimamente más,
cuando la vida en un segundo nos sonría silenciosa,
cuando sea un instante de paz
que envuelva como un velo nuestras almas,
entonces mis labios se te ofrecerán…
Y tengo un temor lírico
del instante que va a llegar.
Va a ser en una hora neblinosa:
por la entreabierta celosía la Dicha, muerta, va a pasar
y espero, espero, espero,
y en esta aldea de ensueños que es como un oasis de paz,
en este pequeño templo de la naturaleza,
en estas horas de silenciosa musicalidad,
el beso de la amada que en una tarde neblinosa
junte a sus labios mis labios, celebre el gran beso inmortal
y me inicie en el camino de lo insondable, de lo obscuro,
en el desconocido reino del más allá,
en el espacio en que las grandes almas viven,
en los tres tiempos de la vida: lo que ha sido, lo que es
y lo que será;
y espero, espero, espero
la hora del Gran Beso Inmortal
y un temor lírico que anuncia la llegada
del caballero misterioso que ha de perderse en el lejano reino
sombrío de la eternidad.


Lo ha escrito en tinta roja; me asegura que ello no es tinta sino sangre de sus pulmones…»

Elizabeth

Agosto…


«¿Qué quiere usted creer que ha nacido de Margarita y Armando? Un alma, amigo mío, un alma, pero completamente desarrollada. Un alma con los ojos de Margarita y un modo de mirar tan hábil como el de Margarita; crea usted, son ojos que yo no he podido mirar, porque me parece que detrás de ellos está Margarita misma y esto me llena de espanto. Tiene la niña las manos largas de Armando, los labios insinuantes de él y de él cierta severidad. Esta niña no sonríe, está recién nacida, está pensativa, sí, amigo mío, pensativa y seria. ¡Elizabeth! Es una cosa increíble. Es para morirse de pavor.

La niña, entre sus sedas blancas, nada pide, no se mueve; mira, mira todo, seria como si hubiera estado en una crisálida y saliera de ella hecha mariposa a reconocer lo que vio de gusano. Es una niña silenciosa, pálida y quieta. Armando y Margarita no la dejan un instante y no quieren darle ama para poderla y poderse besar más.

Y la niña mira, mira, mira… reconoce…»

La ronda

Junio…


«Hoy, después que entré en mi casa, vino a buscarme Eduardo, el hijo del Cónsul. Es un muchacho moreno de amplio vestido americano, gordo y perfectamente tísico. ¡Si viera usted sus acuarelas! Tiene impresiones de viaje, dibujadas sobre la baranda del barco. Quiere que vayamos a jugar esta noche en casa de Gastón, el buenmozo, a las diez. Se jugará fuerte. Asistiré.

He llegado muy temprano, son las nueve y media y voy a dar una vuelta por la villa de Gastón, que está rodeada por los cuatro lados de alamedas enormes y frondosas.

Muy de prisa me oculto bajo un árbol, porque veo acercarse una sombra misteriosa y olfatear hacia el jardín. Pasa delante de mí sin verme. Arroja una piedrecita a los cristales. Baja alguien y abre la reja. Entra silenciosamente al pabellón de la izquierda. Una aventura de Gastón. ¡Este buenmozo! Al poco rato, entre el jardín se esfuma otra sombra, sale alguien; hablan, discuten. Las voces se perciben.

—No, vete, vete… ¡no!…

Y el que ha salido echa al visitante hacia la calle. Y luego pasa algo horrible; se mete él y ella vuelve, pero la reja está cerrada. Entonces ella juega el picaporte, pero no puede abrir; busca furiosa la manera de pasar las rejas y se va dando la vuelta por la “villa”, como los lobos hambrientos en las jaulas.

Dos sombras rondan ahora como moscardones por el castillo, arrojan piedrecitas, se esfuman, vuelven a aparecer; mas ahora, ¿será posible?… Sí… Es la hija del Cónsul que se acerca y arroja piedrecitas… me decido a salir. Ya está todo silencioso. Llamo a la puerta. Sale el criado y me hace pasar. ¿Era el criado que echaba a una importuna? ¿Era una amante que Gastón arrojaba, lo que yo había visto?

Detrás de mí, llegaron, sucesivamente, el Cónsul, Gastón y Eduardo…

Y durante la sesión de tresillo las piedrecitas caían en los cristales y, a cada una, sonreía Alphonsin y yo me imaginaba a las tísicas, sedientas, febriles, enamoradas, impacientes, rondando la “villa” del hombre buenmozo, como una bandada de moscones negros, de sombras trágicas del amor, de formas indecisas, de cadáveres, de aparecidos, de almas en pena…


Hoy, al atardecer, he encontrado a Alphonsin junto a la gruta. Venía del campo.

—Lindísima excursión, amigo mío: luz, aire, sembríos. Y, ¿quiere usted creer?, ¡versos! —Y me mostró unos borradores—. Baladas; va usted a oírlas; pero sentémonos a ver morir el sol…

Y nos sentamos junto al arroyo, sobre la grama fresca y verde, mientras susurraba el agua escapándose entre las piedras del cauce. Alphonsin leyó místicamente:


I

Viene de las montañas
un viento frío
y es como sangre de las entrañas
de las montañas,
el río.


II

Cesa de silbar el viento
y del mar viene la brisa,
eglogal eco del cuento
que nos ha contado el viento:
la brisa.


III

El sol marchita las rosas
y hace iris en las fontanas
donde rondan mariposas
que han venido de otras rosas
lejanas.


IV

Va por el cañaveral
la niña en pos de una rosa,
carcomida por el mal;
va por el cañaveral
silenciosa.


V

Bajo la paz de los sauces
crecen la sombra y la fe
y el dolor abre sus fauces,
bajo la paz de los sauces
de Musset.


VI

Con el Ángelus la pena
crece en la paz forestal
y dulce llora en la quena
con el Ángelus, la pena
del zagal.


VII

Los bueyes van desuncidos
y sin cargas, en descanso,
inclinados y vencidos;
los bueyes van desuncidos
al remanso.


VIII

El sol lanza como un vago
resplandor. La noche empieza
como el conjuro de un mago
y hay como el perfume vago
de tristeza…


IX

Cesa de silbar el viento
y del mar viene la brisa;
eglogal eco del cuento
que nos ha contado el viento:
la brisa.


Después, en silencio hemos visto morir el sol que, al ocultarse, pintó de lila la cima de los cerros; y nos hemos perdido como dos sombras en el camino del cerco…»

El mes enemigo

¡Septiembre!…


«Muchas cosas nuevas. ¿Verdad que hace tiempo que no le escribo?… Y no lo habría hecho a no tenerle este candoroso respeto al mes que se ha iniciado. Qué quiere usted, éste es un pueblo, un país de tísicos. Un centro donde concurren tísicos de todas partes y como hay cierto intercambio comercial, pienso en la pavorosa ciudad del porvenir, toda llena de tísicos. Tísicos para las grandes maquinarias, para las instalaciones, para las oficinas públicas. Y esta ciudad me obsesiona y este mes me horroriza. “¡Septiembre, se tiembla!”, decimos los enfermos. Es el mes final y obligado. Los que no hemos muerto durante el verano ya sabemos que en este mes pálido y odiable entregaremos, en una tarde de neblina, con un pequeño ahogo, una aspiración intensa y un crispamiento débil, nuestro sutil espíritu. Y los que pasamos septiembre podemos estar casi seguros que viviremos doce meses más.

¡En esos catorce días cuántos se han ido ya! La mayor de las hijas del cónsul Cortez, Mary, fue el dos, el cinco llevamos a Bernardi y el doce a la segunda de las G. Y. Sin embargo, vengo ahora del cementerio. ¡Hoy ha sido la “palomita”, como le decíamos aquí a sor Luisa de la Purificación! La vi hoy sobre su lecho de muerte, blanca, como los cirios que la alumbraban, y tenía las manos cruzadas y el pesado Cristo de plata sobre el pecho. Pero creo que entre el perfume de las rosas y el olor de los desinfectantes fenicados vagaba un olor húmedo y descompuesto. No podía ser otra cosa, sor Luisa tenía un aspecto de cadáver animado y a mí me hacía el efecto de una persona que salía, caminaba y rezaba siempre, pero que había muerto hacía mucho tiempo.

La última vez que la vi, cogía lirios blancos en su jardincito. Ella me sonreía siempre, me trataba con esa familiaridad de las gentes que se han consagrado a hablar con los dioses y los santos.

—¡Oh, Abel! ¿Cómo está usted?… ¿Ve usted qué hermosos lirios blancos?… Son los últimos que quedan en el jardín… En este mes de septiembre ya no salen, y los que se atreven a salir se tuestan… ¡Son éstos los últimos!…

Y sonreía seráficamente. Todos sabían que jamás habló con nadie y era la primera vez que hablaba conmigo. Se sonreía como una virgen, toda vestida de negro, con su toca blanca, evocando a Santa Teresa, pero una Santa Teresa buena, una Santa Teresa sin sabiduría, que no escribía oraciones, pero que las sugería. Su voz apagada, llena de dulcedumbre, no parecía humana. Era apacible, inocente, blanca. Y su cuerpecito surgía entre los arbolillos como una visión de ensueño. Aquel día no era ella la que hablaba. Por sus labios hablaba la tarde sin sol, serena y fresca; hablaba el azul inmenso del cielo; hablaba la brisa que agitaba las hojas; hablaba la tierra santa, buena y generosa; hablaban los jazmines y los lirios blancos. Y entre los pliegues del lino de su pecho, la gran cruz simbólica tendía sus brazos amorosamente. Cristo agonizaba en marfil con un supremo gesto de dolorosa resignación, su cuerpo extenuado, sus nervios tirantes y su cabeza divina de amor, inclinada bajo el peso de la corona de espinas que hacía sangrar su frente. ¡Los últimos bríos, las últimas flores, los últimos días!».

¿Qué día es hoy?

Septiembre


«Y hoy, cuando vi a Sor Luisa en su lecho de muerte, me parecía encontrar en su rostro esa seráfica sonrisa, porque tenía como aquella tarde, entre las manos, un puñado de lirios y sobre los pliegues inmóviles del lino que cubría su pecho, el Cristo agonizante en marfil sobre la cruz de plata. Y ahora me parecía que Sor Luisa se había dormido, pero que el Cristo sonreía…

¿Qué día es hoy?, ¿qué hora es? No lo sé. Cuando me acosté había en el velador un jarro de rosas del Príncipe y ahora los pétalos riegan el mármol y los cálices se secan. ¿Cuánto tiempo he dormido? No he soñado en nada. Había un silencio absoluto en todas las cosas, y, ahora, que estoy despierto, el silencio sigue. Nada alegra esta vida monótona. Verdad que estamos a fines de septiembre y ya no quedan flores en los jardines que han principiado a secarse.

Una niebla espesa lo invade todo y los objetos, las cosas, los tejidos se confunden en el gris de este día tétrico. Salgo y no hay nadie. La plaza que es inmensa está despoblada y sopla el trágico viento de estas tardes misteriosas y frías de septiembre. ¡Septiembre! Los jardines secos y tostados, las tardes grises, los tísicos arropados y temerosos en el rincón de sus alcobas. Veo venir ahora, por el lado del puente viejo, un hombre. ¿Quién? Viene de prisa. El trágico viento le arrebataba las telas de la capa, como al Dante, en el Infierno. Se acerca, ¡ah!, es Mariguard. Mariguard que quiere hacernos creer que no está tísico.

—¿Cómo está usted, Mariguard?…

—Bien. Ahora he salido a gozar de esta tarde gris…»

El bautizo

Septiembre…


… «Amigo mío, nos preparan una gran fiesta. ¡Qué sorpresa! Figúrese que harán el bautizo de Elizabeth, Armando y Margarita, y apadrinarán Liniers y su señora auténtica, la dama desconocida. Va a ser una fiesta triunfal porque será más alegre que la del matrimonio. Sólo la mujer de Liniers y, dentro de ese tiempo no sé si Margarita, Armando y la pequeña Elizabeth, es decir, no sé si todos estaremos vivos. Porque esta astuta de la Liniers para venir a la fiesta no quiso venir la última quincena. Se está arreglando la “villa” de Margarita con todo gusto. Han hecho poner surtidores y fuentes en el jardín y los han llenado de pececillos; en fin, preparativos para el gran día.

Pero habrá que darse prisa porque si no, crea usted que no habrá quien asista. Ayer llevamos al cementerio a Federico, el buenmozo, y el jueves pasado a Eduardo, el hijo del mexicano, sólo que aquí no hay sino un duelo de algunos días por los que mueren y, después, los parientes asisten a fiestas e invitaciones.

Ahora viene a casa Rosalinda, no conozco tísica más encantadora ni más festiva. Es triste, silenciosa, maligna, gran coqueta en silencio y está en el tercer grado, pero qué quiere usted, ¡es tan amorosa! La amo…»

L’ucome

Así termina el manuscrito de Abel. Hoy he recibido un billete cifrado con dos iniciales: M. L. Y una carta con letra cadenosa, letra de colegio de monjas francesas, que dice: «La dama del perfume agradece su envío y le recibirá en “Villa Helena” a la hora del té».

La dama del perfume es muy interesante pero yo debo tomar el tren hoy mismo, a las seis, para ir a B., la ciudad y la tumba de Rosell; pero dándome prisa podía hacer ambas cosas. Son las tres y no hay que perder tiempo. El té es a las cinco. Voy a hacer mi toilette.

A las cuatro estoy listo y un coche me lleva a la quinta de la dama. Un servidor de librea me recibe y me hace entrar en un lindo saloncito que tiene ventanas a los jardines. Estoy esperando con emoción intensa que aparezca la rarísima mujer que me imagino vestida de terciopelo negro con sus dos rosas rojas en el pecho, su gorro de pieles y sus ojos ocultos. Crujen las sedas en la habitación cercana y un criado aparece:

—¡La señora espera en el salón!

He debido palidecer pero he ido hacia la señora. ¡Cómo temblaba! En el salón un vago perfume de flor de lis me la evocaba de nuevo. Entonces vi en el fondo del salón, con su gran traje de terciopelo negro y sus dos rosas en el pecho, a la dama del perfume, pero ahora sin sombrero, sus ojos de unas sombras enormes y de una mirada de miel. Ojos negros, negrísimos, entre sus cejas arqueadas y su piel de melocotón maduro, era lo único que veía porque sus telas y las sombras del rincón se fundían. Me recibió con una sonrisa y me envolvió en su perfume.

Bien pronto nuestra conversación salió de las frases obligadas:

—¿Y va usted a vivir mucho en la capital?

—No, señora. Debo tomar el tren de la sierra a la seis de esta tarde.

Y como hiciese un gesto casi de admiración o de dicha:

—Yo no soy enfermo —le dije—, pero tuve a una persona muy querida en B. Hoy he venido y pudiendo llegar hasta la tumba de un amigo, quiero dejar allí un puñado de rosas…

—¿Cuándo ha muerto esa persona?

—Debió morir en el pasado septiembre. Un caso original, señora. Imagínese que mi amigo vivió en París; y allí enfermó y tuvo que venir a radicarse en B., desde donde me escribió muchas cartas tan raras como interesantes… Sí, B. ¡Los casos que me contaba!

Ella ha palidecido y no sé qué extraño gesto se nota en su cara, ella pregunta:

—¿Son muy interesantes las cartas?

—Muchísimo. Tanto que más que otra cosa quiero ver de cerca los lugares amados, las personas conocidas, las historias intrigadoras de mi amigo. Es tan original. Una ciudad llena de muertos, de poseídos, de locos, de tísicos, de espíritus raros. Historias inconclusas y macabras. Fiestas extraordinarias. Artistas de su enfermedad. Amantes sedientas. Tísicas abominables… ¡Qué sé yo!… Pero no he debido decirle todas estas cosas; en fin, es tan interesante…

Nos han servido el té. Ella nerviosa:

—Usted no debe ir.

—¿Que no? Sería perder un momento extraordinario. Un placer o dolor único. Una sensación intensa…

—Precisamente si usted va, romperá el encanto de todo lo que llegó a usted a través de un temperamento más artístico que el suyo… me atrevo a decir, puesto que ha logrado impresionarlo. Si usted va, se expone a ver las cosas de otro modo. Muchos de los que en su historia vivían habrán muerto ya, y otros que viven todavía serán ya inconocibles o habrán perdido el encanto… Yo le aconsejo: no vaya…

—Iré, sólo por ver ciertas cosas y conocer ciertas personas. Me atrae. El señor Alphonsin de que me hablaba Abel, ¿cómo no conocerle? Un tipo originalísimo y artístico, señora; luego el buenmozo; una señorita Rosalinda, «Rosalinda la triste», que decía Abel; el Cónsul, aquel célebre Cónsul, con sus dos hijos tísicos, y sobre todo a la señora de Liniers… Figúrese usted una dama casi misteriosa que iba a visitar quincenalmente a su esposo tísico… hasta quisiera conocer a esa Egadí, una amantísima, un tipo original, señora…

Cuando terminé, ella recostada en el sillón del rinconcito donde tomábamos el té, me miró con unos ojos que nunca he visto. En la casi obscuridad de la sala y de la hora, las sombras fundían en un solo tono del rincón el mueble y las telas de terciopelo de ella y sólo sus ojos se veían fijos en mí. Entonces me dijo, tratando de aparecer tranquila:

—Es usted un artista. Ahora yo le aconsejo que no vaya. Se lo aconsejaba hace un momento y entonces no había usted perdido nada. Ahora ya llevará usted una desilusión. No vaya usted. ¿Quién sabe si vive Rosalinda la triste? ¿Quién, si ya ha muerto el Cónsul y sus dos hijos tísicos? Hernando debe haber muerto también. Alphonsin no se sabe dónde está. Visitará usted una ciudad fantástica y encontrará una vulgar aldea de sierra. ¡Buscará usted casos extraordinarios y hallará tuberculosos agónicos! El único caso que podía usted constatar, porque aún existe, sería el de la dama de Liniers y ése ya está perdido para usted, amigo mío; yo soy Magdalena, la esposa de Liniers, la misteriosa de Abel Rosell y de B., la que cada quince días va a visitar a su amado tísico…

Y Magdalena se irguió poderosa, esbelta, admirable. Tenía un color rosado intenso en los carrillos, sus manitas de cera temblaban, su movimiento desparramó el perfume de su cuerpo que me envolvió como una nube.

Era en ese instante, como la realización tangible de un presentimiento vago, de un temor indeciso, de una sensación extraña que me había invadido a través del manuscrito de Abel. Se presentaba a mis ojos como una revelación, como un enigma descubierto, con sus rosas encendidas de sangre sobre el terciopelo negro que acusaba el seno.

Y yo tuve la sensación de vivir varias vidas, sentí en mi propio espíritu el alma inquieta de Abel y de sus compañeros, que, dentro de mí, con mis propios ojos, con mis propios sentidos, veían, escuchaban, aspiraban, sentían a aquella mujer hecha de color, de sonidos sutiles, de perfumes capitosos, de carne rosada, misteriosa y exúbera.

Me miró un momento. Yo vi en el rincón donde ella surgía, sus ojos, sólo el blanco de sus ojos. Estaba inmóvil. Ni un pliegue de su traje se movía y entonces dudé, quise moverme, convencerme de que no soñaba, que aquél no era un lienzo; que yo no estaba alucinado por un perfume.

Momento terrible e inolvidable. Allí mismo estaba tangible, palpable, el misterio desconocido de Abel, el misterio de toda su vida; y yo estaba ante él, absorto, sin ser capaz de deshacerlo, ni de realizarlo.

Se arrancó una de las rosas del pecho y me la ofreció mientras me tendía la mano y me decía con profunda pena:

—Se lo aconsejaba: ¡no romper el encanto de lo misterioso; no hacer reales nuestros deseos; no conocer aquello que se nos presenta esfumado, porque la realidad habrá desvanecido lo extraño y lo ideal se habrá perdido para siempre!

La sala empezó a obscurecerse. Era la caída de la noche seguramente. Nuestros cuerpos principiaron a tomar, ante mí mismo, aspecto de sombras, de cosas trágicas, misteriosas y extrañas. Tuve miedo. Magdalena se sentó. Volvió a romper el silencio, pero sus frases ya no me parecían las de antes, el sonido de su voz me parecía sepulcral, sin sonoridades, hueco:

—¡Adiós!…

Pero fue un adiós frío y mortuorio, un adiós para siempre, eterno, inolvidable. La última palabra que debí oír de la enigmática y bella mujer que supo encadenar a su misterio, mi espíritu enamorado de lo desconocido.

Y salió. La luz agonizante de la tarde bordeaba los pliegues de su traje de terciopelo, como en un lienzo antiguo. Y con ella se fue el encanto de esa aventura, la luz de aquellos ojos únicos y el perfume cuyas ondas la escoltaban envolviéndola en una nube de cosas vaporosas, de irrealidades suaves, de apariciones de ensueño, de misterios revelados…


Publicado el 8 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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