Los Hijos del Sol

Abraham Valdelomar


Cuentos, Colección



Los Hermanos Ayar

El gran aposento incaico era de piedra, finamente labrado, y sus grises paredes de sillería estaban decoradas por chapas de oro y nichos en forma de alacenas, en las cuales brillaban innumerables objetos de oro representando animales fantásticos, y vistosos huacos, hechos de arcilla, dibujados con variadas figuras mitológicas. Contenían unos, polvos de colores, illas o piedras bezoares que se crían en el vientre de los llamas, amuletos contra la melancolía, remedios infalibles contra los venenos y las enfermedades. Guardaban otros, cubiertos con transparentes velos, la chicha preparada por las doncellas nobles. Corría por lo alto de toda la pieza y resaltaba entre los sombríos muros y las gruesas vigas que apoyaban la pajiza techumbre una cornisa de oro en la que se veían esculpidas serpientes y cabezas de pumas. Frente a la gran puerta de entrada que, a manera de trapecio, tenía el dintel más estrecho que el umbral y de la cual pendía un tapiz de lana de vicuña con figuras de colores, se alzaba el trono de oro macizo, banquillo trabajado y repujado con primor, a manera de dragón, incrustado de piedras preciosas y puesto encima de una gradería elevada y de un estrado rectangular.

En los escalones del trono, y como indicio de que el noble acababa de levantarse, yacía descuidadamente un aterciopelado manto de pieles de murciélago.

Un indio, vestido con el resplandeciente cumbi y las tornasoladas plumas de la servidumbre imperial, quemaba en un rincón de la pieza maderas fragantes y hierbas aromáticas en ancho brasero de plata que representaba monstruos marinos. Cubría las recias y cuadradas losas del pavimento una alfombra finísima hecha de pelo de alpaca.

En medio de la habitación, entre la puerta principal del trono y en tiara de oro menor que la del Inca, pero igualmente adornado con relieves y pedrerías, se sentaba el venerable Huillac-Umu y, cerca de él, Quespi-Titu, "el infante brillante y benéfico". Obedeciendo a una señal del sacerdote, puso el siervo en un sahumador de oro pequeño, algunos trozos de las maderas aromosas que ardían en el gran brasero azulado, colocó el sahumador en el centro de la estancia y se retiró en silencio. Entonces Mayta Yupanqui habló a su sobrino de esta manera.

–El magnífico pueblo que mañana verás desfilar ante la majestad del Inca, con sus vestidos suaves orlados de oro, en cuyas unjus ríe el color y brilla la luz, fue un día abominable muchedumbre de bárbaros, semejantes a los que aún se ocultan tras los bosques de los Antis. Cuando el Sol no había enviado aún las cuatro parejas al Mundo, los hombres no merecían el favor divino. Devorábanse unos a otros, hurtaban, asesinaban por los más fútiles motivos, embriagábanse hasta caer al suelo privados de sentido. En la tierra no tenían jefe y en el cielo no reconocían amo. Untábanse el cuerpo con grasa de cadáveres, alimentábanse con la carne de los vencidos y de los propios parientes, bebían sangre y aspiraban con ansia el olor de las víctimas humanas consumidas al fuego de las hogueras. Nada desperdiciaba en los prisioneros su infame industria. Hacían viandas de su carne, bebidas de su sangre, de los huesos flautas para animar los festines, con los dientes amuletos para los combates, con los cráneos vasos para las libaciones, con los cabellos cascos y hondas, y con la piel tambores para amedrentar a los enemigos. Deshonestos y crueles, engendraban hijos en las mujeres cautivas y los cebaban para comérselos. Cuando las hembras comenzaban a ser estériles, comíanlas asadas. No respetaban ancianos, padres, hermanos ni hijos. Carecían de Incas y de leyes, de afectos y de virtudes. No tenían curacas legítimos, y el más fuerte de la tribu se apropiaba de la hacienda común. Perecían prematuramente de males repugnantes y desconocidos. Sus almas oscuras descendían a las más tenebrosas regiones del Maschay. Tan viles eran que olvidaban a sus muertos.

El Sol estaba avergonzado de sus hijos.

Un día, al cabo, como una serpiente multicolor, apareció por la quebrada honda y riscosa la columna de una tribu en marcha. El conjunto de los vistosos trajes que agitaba el viento frío de la puna, y los arreos, los pesados pendientes, las duras mazas, las lanzas emponzoñadas, las huinchas de plata y las plumas leves y policromas, reían bajo la luz de un Sol viril. Rodeadas de los viejos de Pacarejtampu, iban las cuatro parejas de los hermanos Ayar. Llamas esbeltas de atrevido e inquieto mirar ondulaban bajo las cargas de vivos matices. Los hombres eran fornidos y recios, de graves rostros angulosos, barbas lampiñas, cuadradas y enérgicas.

Las mujeres llevaban en las espaldas a sus hijos y, sobre los duros senos, flotaban las trenzas brunas y largas. Los más fuertes llevaban las armas: ruedas estólicas, flechas de chonta de envenenados dardos, mazas de pocha, el palo piedra; hachas de granito y de cobre, pulidas y brillantes; cornetas, tambores, flautas y quenas. Así vinieron, a través de las quebradas y de las alturas, silenciosos. Habían salido de Pacarejtampu. Aquella mañana en el cerro de las tres ventanas, Tamputojo, habíase operado el prodigio. Al amanecer, mientras el pueblo despertaba, uno de los más ancianos de la tribu había visto salir de Capajtojo, la ventana del centro, un hombre luminoso al cual siguieron siete hermanos. Se dirigieron al pueblo y allí las cuatro parejas mostraron el símbolo de su señorío y los invitaron a dejar la tranquilidad de sus campos para ir en pos del Imperio del Sol. Las cuatro parejas las componían: Ayar Manco y Mama Ojllo, Ayar Auca y Mama Guaco, Ayar Uchu y Mama Ipacura, y Ayar Cachi y Mama Ragua. Ayar Manco, el elocuente, les dijo:

–Aquí tenéis vuestra tierra y vuestra familia, pobladores de Pacarejtampu. Sois de los más apacibles. El Sol, mi padre, os ama y por ello me envía a buscaros. Ved en mi mano su divino símbolo. Ved cómo las fieras nos siguen y obedecen, ved el cóndor y el puma que nos acompañan y respetan, ved el indi, el ave sagrada, que se posa voluntaria en mi mano. Mañana el Sol, mi padre, nos verá salir, y vosotros os quedaréis. Sois tranquilos y felices, pero no pensáis más que en el día que pasa. Aquí moriréis vosotros, pero el Sol no os recibirá. Nunca seréis más de lo que habéis sido. Las tribus vecinas vendrán un día en busca de vuestras sementeras y vosotros no tendréis quién os defienda. No abrigáis esperanzas, ni ambiciones, ni deseos, ni luchas. Sois como las aguas de una lagunilla, siempre encerrada entre las piedras de sus orillas inmutables, sin las mareas del Titicaca inmenso, sin el soberbio empuje del Urupamapa y del Apurímaj, que huyen espumosos y resonantes de sus lugares nativos y penetrando en los Antis montañosos van a fecundar magnánimos las extremidades del mundo. Venid, como ellos, con nosotros; obedeced las órdenes del Sol, y vamos en busca de la sagrada colina de donde irradiarán por las cuatro regiones, hasta el gran mar y los más remotos bosques, los beneficios de la religión. Edificaremos palacios de piedra y oro, tendremos leyes y riquezas, trabajo, orden y amor. Yo os haré nobles y os daré siervos, pero es necesario emprender la peregrinación hasta encontrar el lugar santo...

–Si no, iréis por la fuerza, o seréis muertos por mi mano, –agregó Ayar Cachi, otro de los hermanos.

El pueblo reconoció en los ocho mensajeros a los hijos del Sol. Se reunió en Consejo, y en él la gente joven, deseosa de lucha y de gloria, acordó seguir a esos hombres a los cuales acompañaban las fieras y respetaban los cóndores. Algunos ancianos, encariñados con sus falsos dioses, quisieron resistir, y estando en la disputa de sus destinos, presentóse ante ellos Ayar Cachi y les dijo:

–¿Qué habéis dispuesto?

–Seguiros –dijeron los mozos.

–¿Quiénes disputan?

–Algunos ancianos...

–¿Qué alegan?

–Sus dioses.

En un rincón, tres ancianos cebaban a gordos sapos en un pequeño pozo de piedra, porque aquellos pacarejtampus adoraban al sapo. Indignado, Ayar Cachi, les dijo:

–¡Ved lo que hago con vuestros dioses! –y se acercó resuelto a la poza.

–¡No, Ayar Cachi, no! ¡Si los tocas morirás!

Mas Ayar Cachi, sin escuchar las voces de sus amigos ni ver la mirada de odio de los ancianos, se acercó y tomándolos de uno en uno arrojó con tal violencia a los ídolos, que se deformaron al caer. Un grito de espanto hizo vibrar la sala, y ante los ancianos y mozos, dijo el mensajero del Sol:

–Lo mismo haré con vosotros si no seguís al Sol, nuestro padre.

Los pacarejtampus levantaron los brazos, inclinaron la cabeza en señal de sumisión y siguieron al grupo de los ocho hermanos elegidos.

Aquella tarde, Mama Guaco, que era la más aguerrida y de mejor entendimiento, reunió a sus hermanos y les dijo:

–Hermanos: pues hijos somos del Sol, y hemos nacido para señores, salgamos ya a conquistar la tierra con amor o con sangre, que sólo por ello se mueven los hombres...

Así salieron de la plaza de Pacarejtampu. A la cabeza iba Ayar Manco Cápaj, llevando en la izquierda el indi, el pájaro sagrado, y en la diestra el báculo de oro, símbolos de su señorío que recibiera en la Isla Solitaria del Lago Titicaca de manos de su padre el Sol, aquella mañana en la que, radiante y magnífico, bajó hasta la tierra el Padre de la Raza y queriendo hacer bien a los hombres, le dijo:

–Ve por el mundo, mi hijo predilecto, y lleva el ave sagrada y el báculo de oro; con él irás hincando la tierra, y en el punto donde el báculo se hunda, allí fundarás mi Imperio, porque ése será mi pueblo elegido. Yo velaré tu destino. Mis rayos iluminarán tus pasos, mi calor te infundirá vida en los fríos inexorables, y cuando sientas el cansancio de tu peregrinación, descansa que yo me ocultaré para darte sombra al cuerpo y paz al espíritu. Un pueblo y un imperio serán fundados por tu mano sabia. Una generación de hombres poderosos y magníficos será tu generación, y a través del tiempo, a través de las sombras inertes, más allá de un espacio que tú no puedes contar, brillará tu nombre. Dispersos serán los hijos de tus hijos después de su grandeza, pero su espíritu vivirá eternamente y a la hora del crepúsculo, cuando yo me oculte, ellos siempre sentirán tu espíritu y el espíritu de su raza inmortal, y entonarán sus canciones sobre las ruinas de la grandeza caduca, cuando muera el Imperio. Porque todos mueren, hijo mío...

Y le dio por hermanos a siete príncipes del Sol.

Ayar Manco era el mayor. La prudencia se enseñoreaba en su frente serena. En sus ojos pequeños y profundos brillaba la energía, en sus salientes pómulos la severidad, y la justicia en sus gruesos y duros labios. La sonrisa vaga que envolvía su rostro, como la brisa en un lago sereno, acusaba la piedad y el amor. Su rostro anguloso, cubierto de una palidez de insomnio, se erguía sólido sobre los hombros. Tenía la mirada amplia e ilimitada de los que conquistan; y su continente noble, sus ademanes sencillos y solemnes, la dulce y honda tonalidad de su voz, tenían el sello de su estirpe luminosa.

Ayar Uchu era el alma contemplativa y honda; húmeda la mirada que se perdía en vagos sueños amables y en crepúsculos dorados; medroso, taciturno y enamorado. Decía que los árboles conversaban con él y que el río y el viento le cantaban canciones. Hablaba poco, pero su antara sonaba siempre a la luz de la luna, trágica y desolada. Miraba las estrellas y decía a sus hermanos que lo más bello que había hecho su Padre, el Sol, era el firmamento. Cuando en el camino, en la ruda peregrinación, deteníanse en alguna colina, cansados de la jornada, y caía la tarde, se recostaba al lado de sus llamas. Ayar Uchu empezaba a narrarles sus sueños de la víspera, e insensiblemente todos los hermanos y todas las mozas y todos los jóvenes iban agrupándose alrededor suyo. Hacía cantos y preces para el Sol. Olvidaba siempre las armas y los arreos, y sus hermanos se las procuraban nuevamente. Jamás hirió a un rebelde.

Ayar Auca, el tercero, era la fuerza reflexiva y calculadora. Tenía el culto de las armas; él combinaba los combates, indicaba las rutas, ordenaba los desfiles, cuidaba las armas. La justicia no tenía dominio en su espíritu; sabía que a veces era necesario prescindir de ella para asegurar más altos fines. Su mano férrea guiaba a las huestes incaicas por la línea donde era necesario pasar, aunque para ello marchitara sembríos bajo sus pies. Cuando, al cruzar un valle, encontraban obstáculos, sementeras y algunas veces casuchas de gentes sencillas y pacíficas, él arrasaba todo para abrirse paso, desafiando los consejos de Ayar Uchu para no matar los árboles ni dañar la ajena heredad. Gustaba siempre de tener las armas listas para el combate, así en los azarosos como en los días de sosiego. Sabía que el valor es el arma más temible en los combates, pero no olvidaba que las flechas debían hacer blanco y los dardos tener filo y ponzoña.

Ayar Cachi, el más joven, era la juventud irreflexiva y audaz. Apasionado y violento, generoso y pródigo, siempre dispuesto a la lucha y al combate, era él quien domeñaba a los pumas y a los cóndores. Detrás de él marchaba suelto un par de pumas, musculosos, flexibles y elásticos. Gustaba de luchar con las fieras y ejercitar con ellas su fuerza, don que había recibido del Sol. Con su honda arrojaba piedras que decapitaban montes, y abrían quebradas hondas. Desdeñaba las riquezas, pero le gustaba poseerlas para regalarlas. Amaba el poder y la sumisión de sus siervos. Creíase capaz de todas las empresas. Cantando, dueño de sí, seguro de su fuerza, iba con sus leones por los valles amenos. Defendía a los débiles, castigaba a los soberbios, era el primero en los combates. Soñaba con llegar a la colina deparada por el Sol, y ser el dueño de las más bellas mujeres, tener los más grandes tesoros, los más hábiles siervos, los más vistosos trajes. ¡Era la juventud! En él se reflejaba la más noble alegría del Sol, la más pujante virilidad, la más pura belleza.

Las siete mujeres eran el acopio de las virtudes, pero sobresalían entre ellas, Mama Ojllo, la laboriosa y discreta; Mama Guaco, audaz y temeraria; Mama Ipacura, por su conmovedora abnegación; y Mama Ragua, apasionada y triste.

La comitiva de las cuatro parejas caminaba en silencio a través de las abras y de los precipicios y de los llanos y de las cordilleras. A veces la lluvia detenía su paso; otras, el Sol se recreaba en sus arreos multicolores. Un día llegaron al cerro de Guanacancha, cuando el Sol declinaba. El cielo habíase encendido con una suave coloración que se acrecentaba por instantes. Jamás ellos habían visto más espléndido cielo. Ascendieron a la cumbre. Ayar Manco reunió al pueblo y le dijo:

–Veamos descender de su solio a nuestro padre y cantemos una oración para que nos proteja...

En la planicie, los peregrinos rodearon a Manco. A la derecha estaba Ayar Cachi con los jóvenes; a la izquierda, Ayar Uchu con las mozas y algunos mancebos; delante de todos se colocó Ayar Auca. Todo el pueblo rodeó a los hermanos elegidos. Surgían del conjunto policromo las nobles e inquietas cabezas de los llamas. Preso en las manos de Ayar Cachi abría sus enormes alas un cóndor, y a los pies del arrojado, los dos pumas, cruzadas las patas delanteras, miraban profundamente el Sol, que, occiduo, iluminaba de oro aquel grupo silencioso. En pie todos los peregrinos, alzaron los brazos al Sol y entonaron el sagrado himno que había compuesto Ayar Uchu.

Y aquella noche, oculto el Sol, descansaron por primera vez los fundadores del Imperio. En sus sueños vieron áureos desfiles de guerreros, calles de piedra en las cuales se elevaban palacios magníficos, fortalezas inaccesibles, pueblos sometidos, innúmeros rebaños, fiestas en las cuales al ritmo de danzas melancólicas giraban armoniosos los duros cuerpos de las jóvenes. Soñaban otros con sangrientos combates, con victorias y botines. Aquéllos con fiestas que presidía el Sol. Ayar Auca soñó que el Imperio era invadido por enemigos fuertes; y en medio de su sueño, en la paz de la colina, extendió los brazos y apretó las armas contra su corazón. Mama Ragua suspiraba dormida; a unos pasos, sobre una saliente, sonaba, en voz baja, la quena de Ayar Uchu y, en el centro de la colina donde reposaban Ayar Manco y Mama Ojllo, sonaron besos de pasión

Los cóndores hacían coronas en el cielo y tendían sobre la cima y sobre el pueblo elegido sus alas dominadoras.

Al amanecer, el pueblo se levantó y se desgranó en el llano. Los días fueron sucediéndose. Los emigrantes caminaban febrilmente. De vez en cuando veíanse obligados a detenerse para sostener combates y reducir rebeldes. Pero emprendían de nuevo la marcha dejando detrás de sí cadáveres o trayendo nuevos sumisos. A cada jornada deteníanse los hombres de bronce y antes de la puesta del Sol invocaban al padre de la raza. Avanzaba Ayar Manco con el indi en la mano, y con la barra de oro tocaba el suelo repetidas veces, buscando el lugar elegido. La barra no se hundía. Era necesario seguir adelante hasta que se operase el prodigio. Entonces reposaban, para iniciar al día siguiente su peregrinación. Así llegaron, mucho tiempo después, a Tampuquiro. Allí detuviéronse algún tiempo en el clima suave y apacible. Mama Ojllo no era ya la animosa mujer de los primeros días, y había tardes en las que, pensativa, recostada en las telas suaves de las alpacas, hablaba largamente con Ayar Manco. Una mañana, al salir el Sol, ante la noble gente reunida, Ayar Manco abrió la puerta de su cabaña, en el cerro de Tampuquiro y elevó, en las manos, hacia el Sol, un niño, sobre cuyo ropaje el indi se posó. El niño fue Sinchi Roca, el heredero.

Pocos días después, cuando Mama Ojllo pudo caminar con el ánimo de los primeros días, iniciaron de nuevo la marcha y llegaron, muchos soles después, a Pallata. En Pallata, cuando hacía mucho tiempo de la salida de Pacarejtampu, y cuando los niños que habían salido en el regazo de las madres eran ya capaces de caminar delante de los soldados y de juguetear con los pumas de Ayar Cachi, encontráronse con una tribu fuerte y aguerrida, bárbara y sanguinaria. Cuando los conquistadores llegaron, los bárbaros celebraban un festín danzando al redor de una hoguera donde se embriagaban con el olor nauseabundo y penetrante de un cadáver tostado en las llamas. Atada sobre un tronco de árboles estaba una moza y en sus pies ardía el fuego de una hoguera. Era una cautiva y daba gritos fuertes, agudos y dolorosos. Al ver a los hijos del Sol detuvieron la fiesta para lanzarse sobre ellos, cogieron sus armas y atacaron. Ayar Cachi quiso lanzarse sobre ellos, pero Manco lo detuvo:

–No mates, hermano; déjame ir donde ellos...

Avanzó Ayar Manco, entre las flechas, algunas de las cuales atravesaron su vestido y la más fuerte se quebró en dos en su pecho; otra llegó más cruel a herirle el brazo, y manó sangre. Pero Ayar Manco avanzó. A despecho de su herida y sin dolerse de ella, entre las flechas que caían sobre él, llegó hasta donde la moza gemía. Los soldados en tanto acercábanse a cierta distancia, y ante la audacia de Manco, los bárbaros se detuvieron con curiosidad. ¿Quién era ese hombre que desdeñaba las flechas y ahora se detenía para desligar a la cautiva y curar sus llagas, mientras la sangre corría por su brazo fuerte?... Ayar Manco rasgó su túnica y con ella ató los pies de la muchacha, en tanto que ella decía.

–Tengo hambre, taita... Mátame si quieres, pero dame de beber...

–Mi padre el Sol –díjole Manco– me manda darte mi cancha y mi chicha. Bebe...

Y sacó de su bolsa la cancha y llamó a un siervo y ofreció con sus manos de beber a la cautiva. Los bárbaros estaban atónitos. Manco se dirigió a ellos y les dijo:

–¿Por qué matáis?... Yo no os haré daño. Yo puedo mataros a todos, puedo echar hacia vosotros los pumas, y puedo daros de cebo a mis cóndores... Pero vosotros sois mis hermanos, porque yo soy hijo del Sol que es el Padre del Mundo... Seguidme, o moriréis... Yo os defenderé porque sois mis hermanos, pero os mataré si sois mis enemigos...

Pero en el fondo del valle, lejos de Manco, estaba Ayar Cachi con los suyos dando guerra a los que no se habían apercibido. Y una voz ronca gritó desde lejos:

–¡Huayñuy! ¡Huayñuy! –¡Victoria! ¡Victoria!

Era Ayar Cachi que vencía al jefe de la tribu. Y una voz ronca gritó:

–¡Maldito seas, Ayar Cachi! ¡Maldito en nombre del puma, y de la serpiente, y del rayo, y del río, y de la araña y del sapo! ¡Maldito seas en nombre del sapo!... ¡Tú serás vencido!... ¡Serás vencido!

Ayar Cachi apareció, trayendo en la mano la cabeza del jefe rebelde y tras él, atada, a la hija.

Los conquistadores fueron seguidos por todos los de Pallata, a quienes se encargó Ayar Cachi de afeccionar y Ayar Auca de adiestrar en las armas. Así llegaron una mañana a Huaysquisrro, donde Ayar Cachi pensó en separarse del cortejo. Él quería avasallar a todos los pueblos e ir con su honda poderosa por los llanos y montes. Transformar la tierra que él creía mal distribuida. Echar abajo los montes y llenar con ellos las quebradas y hacer de la tierra una sola extensión llana y fértil. Pensaba luego en reunir a todos sus vencidos y levantar una gran ciudad de piedra con un templo para el Sol y con palacios y jardines. Y quería ser el único amo. Sentía que su espíritu era para dominar; tenía impaciencias violentas. Creía que sus hermanos no llegarían nunca a fundar el Imperio. Una vez había propuesto a Ayar Manco fundar el Imperio en cualquier valle, sin esperar encontrar el sitio donde se hundiera la barreta de oro. Desesperaba de la lentitud de la conquista, sentíase oprimido con las leyes y métodos de sus hermanos y con estar sujeto a ellas. Él deseaba hacer todo en el momento de concebirlo. No quería obedecer las leyes sino imponerlas. Matar rebeldes, perdonar infelices, tener riquezas y darlas a los siervos y a las mozas, dominar el mundo y hacerlo a su guisa, lleno de rebaños, de riquezas, de mujeres y de siervos. Era el más joven de los cuatro hermanos.

Pero los hermanos no pensaban así. Ellos veían que muchas veces cubría los valles fecundos donde era menester alimentarse. Y a veces dominaba a los rebeldes, pero muchas otras desposeía a labradores apacibles y sencillos, y detrás de él iba quedando un clamor de odios y de tristezas, y también de amores y de gratitudes. Además, Ayar Cachi no pensaba nunca en que un día podía faltarle esa fuerza extraordinaria y no sabía que ese era un don del Sol, pero, como todos, perecedero.

Un día presentóse Ayar Cachi a los tres hermanos y les dijo lo que pensaba. Y los tres hermanos escucharon. Ayar Manco y Ayar Auca tuvieron después un consejo, y acordaron que Ayar Cachi era peligroso para la conquista. Y al día siguiente, al amanecer, ambos llamaron a Ayar Cachi y Ayar Manco le dijo:

–Hermano, en Capajtojo, allá en Pacarejtampu, el cerro de las tres ventanas, de donde salimos, se nos han quedado los vasos de oro. Tú sabes que no podemos seguir adelante sin los topacusi, porque ya se acerca el lugar elegido para la fundación del Imperio. Además nos hemos olvidado de tener el napa, que es nuestra insignia de señores. ¿Qué haremos si llegando al lugar que nuestro padre nos depara nos encontramos sin los topacusi y sin el napa, el llama blanco de gualdrapas rojas, sin sus orejeras y su petral de oro?... Nuestra conquista sin esos sagrados atributos fracasará, y el Sol no nos dará protección. Ve, pues, Ayar Cachi hasta Capajtojo y por el bien de todos y del Sol, trae ambas cosas...

–No iré hasta Capajtojo, hermano –respondió Ayar Cachi, resuelto–. Con mi honda y mi hacha y mis dos pumas, conquistaré todos los Imperios...

–¡Hermano –dijo iracunda Mama Guaco– irás! Harás como se te ordena. ¿Un varón tan fuerte y esforzado como tú duda de ir a una comisión tan indispensable?... Por la boca de Manco te ordena el Sol... ¿De qué sirve a tu juventud tener el brazo fuerte si no tienes ley?...

Accedió Ayar Cachi y diéronle por compañero a Tampu Cachay, el más astuto de los guerreros. Pero antes de partir, Manco Cápaj llamó a Tampu Cachay y le dijo, grave y serenamente:

– Anda con él y vuelve solo...

Emprendieron animosos la vuelta. Ayar Cachi iba conversando alegremente con Tampu Cachay y éste lo escuchaba con tristeza. Por fin, llegaron a Tamputojo y Ayar Cachi entró en la cueva de las tres ventanas. En tanto, Tampu Cachay puso una piedra enorme en la puerta y sentóse en ella. A poco, Ayar Cachi dijo desde el fondo de la cueva:

–¡Aquí están los topacusi y aquí está el napa, Tampu Cachay! ¿Por qué has cerrado la puerta?

–La he cerrado para que no salgas, Ayar Cachi. ¡Allí te quedarás!...

–Ábreme la puerta, Tampu Cachay, o haré caer el cerro y te mataré...

–¡No te abriré la puerta, Ayar Cachi!...

Entonces comenzó a temblar el cerro ante el impulso de Ayar Cachi, pero la puerta no se abría...

–¡Tampu Cachay, traidor! Ábreme la puerta. Iremos a fundar un Imperio y yo te daré riqueza y siervos y rebaños... Ábreme la puerta, Tampu Cachay...

–No te abriré la puerta. Allí perecerás. Yo me voy ahora a reunir con el pueblo... ¡Adiós, Ayar Cachi!...

–¡Maldito seas, traidor! ¡Maldito seas! ¡El Sol, mi padre, te convierta en piedra! ¡Que tu semilla no se propague! ¡Traidor, traidor, traidor!...

Convirtióse en piedra Tampu Cachay: allí está todavía.

Y los hermanos Ayar siguieron su camino hacia el norte, hasta que llegaron a Quirirmata. De allí pasaron al cerro Guanacaure y allí acordaron declarar a Ayar Manco, por tener descendencia, jefe de la familia, y a Sinchi Roca su heredero. Aquella tarde vieron por primera vez el arco iris: aquélla era la palabra del Sol. Muy cerca debían estar ya del lugar elegido. Quisieron seguir adelante, pero se encontraron con un cerro que les cortaba el paso. Instintivamente dijeron todos:

–¡Quítalo del camino con tu honda, Ayar Cachi!

Pero nadie respondió. Ayar Cachi no estaba. ¿Quién iría a luchar? Porque sobre el cerro había una figura monstruosa que desafiaba. Ninguno de los guerreros avanzó. Echaron de menos al hermano poderoso y fuerte: él los habría salvado del peligro. Allí estuvieron largo tiempo. Pero Ayar Uchu, viendo que nadie proponía un camino y que las huestes se aprestaban a la lucha, quiso ir, él mismo, a luchar con el espíritu de la huaca.

–¿Quién va?...

–¿Quién va?...

–¿Quién va?...

Nadie respondió. Entonces Ayar Uchu, en un ímpetu, se puso de pie y fue. Luchó con el cerro y lo apartó del camino, pero quedó preso entre sus bloques de granito. Entonces dijo:

–Hermano Manco, no me olvides. Yo te he acompañado. Ya nada se opone a tu paso; allí en el valle está el lugar elegido. Recuérdame...

Manco Cápaj estableció allí la orden del Guarachico, y el cerro se llamó Ayar Uchu Guanacaure, en su recuerdo.

–¡Nosotros no te olvidaremos nunca, hermano Ayar Uchu! Sobre ese cerro se establecerá la orden de Guarachico para todos los de nuestra sangre, y ninguno podrá ser heredero del trono si no se ordena en el cerro junto a tu cuerpo.

La voz de Ayar Uchu no respondió, y el joven quedóse convertido en piedra. Sólo quedaban de los cuatro hermanos, Ayar Manco Cápaj y Ayar Auca. Éste se encargó de la guerra y Manco de la religión. Manco Cápaj, seguido de su corte, fue tocando con la barreta de oro la cumbre del Guancaure hasta que encontró un montículo donde la tierra era blanda como de barro y dijo:

–¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!

Rodeado de sus hermanos, sus tribus y rebaños, Manco Cápaj entonó el himno al Sol. Alzó en alto la barreta y la dejó caer sobre el montículo. La barra de oro se hundió aceleradamente en la tierra. Elevaron los brazos al Sol, que brillaba en el cenit con desusado fulgor.

Ayar Auca bajó al pueblo aquella tarde y alrededor suyo, medrosos, se agruparon los sencillos habitantes. Admiraron la rara belleza de sus trajes hilados de oro y la bruna palidez de sus armas. Algunos, tímidos, se mantenían a distancia. Ayar Auca les habló, les dijo que venía en nombre del Sol, y que si ellos estaban dispuestos a adorar al divino Padre, él se lo avisaría para que mandara a su hijo a fundar allí el gran Imperio.

–¿Y su hijo es como tú? –lo interrogaron.

–¿Quién puede ser como el Hijo del Sol? Él es luminoso, es hijo de la luz; si él quiere, se apaga el mundo; si quiere, lo ilumina. Mañana al clarear el día, yo vendré con el Hijo del Sol y vosotros, para convenceros, salid a verlo. Allí en lo alto del cerro Guanacaure, él aparecerá e iluminará el Mundo. Vosotros lo veréis... Ha traído una barreta de oro; su padre le dijo dándosela: "donde se hunda la barreta fundarás mi Imperio". Y allí en el cerro Guanacaure se ha hundido... Mañana la veréis...

Obsequió Ayar Auca armas y trajes a los sumisos y ascendió de nuevo, seguido de sus doce compañeros al cerro Guanacaure.

Muy de mañana, cuando la Naturaleza empezaba a despertar y de las sombras vacilantes comenzaban a destacarse los montes y las copas de los árboles, el pueblo se reunió en la gran pampa. Los padres alzaban a los hijos, hablándoles de la maravilla anunciadora, y los niños aguardaban absortos, con los ojos abiertos, el suceso fantástico. Había aquella mañana una inusitada alegría en el valle. De pronto, una vaga claridad se anunció detrás del cerro Guanacaure. Un nimbo opalino iba creciendo lentamente y por fin estalló en un golpe de luz. Entonces vieron, asombrados, la maravilla prometida. Sobre el cerro había un hombre cuyo cuerpo despedía rayos que cegaban la vista. Cambiantes reflejos se desprendían de su cuerpo divino. Arrojáronse al suelo las medrosas gentes y exclamaron:

–¡El Hijo del Sol, el Hijo de la Luz!... ¡El Hijo del Sol ha venido!

Una música jamás oída resonó en los aires, y a poco en la pampa, en la orilla derecha del arroyo que bañaba la aldea, apareció la tribu entera de los Incas inmigrantes, pueblo multicolor en que el oro, las plumas raras, las joyas magníficas y las armas poderosas resplandecían como en un incendio magnífico. Aquel lugar en que la tribu viajera se detuvo se llamó Josco, el centro.

Los fundadores se inclinaron ante Manco Capaj y éste puso un instante en manos de su hijo, el ave sagrada. Sinchi Roca miró al Sol de frente, y así se fundó el Imperio de los Incas.

El Alfarero

Sañu-Camayok


Su frente ancha, su cabellera crecida, sus ojos hondos, su mirada dulce. Una vincha de plata ataba sobre las sienes la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca. Vivía fuera de la ciudad en una cabaña. Los Camayoc habían acordado no ocuparse de él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol. Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente. Veíasele a veces largas horas contemplando el cielo. Muchos de los pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos.

Nadie jamás había entrado a su cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más contento estaba el Curaca, recibió un día a su hijo despavorido. Temblaba el niño, todo lleno de barro, y sólo musitaba temeroso y con los ojos desmesurados.

–¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!

Y no quiso volver más a la casa del artista. Porque un día mientras él labraba afuera, mandó al muchacho a sacar un jarrón fresco. El niño, solícito, acudió y en la oscura habitación buscó el objeto a tientas. Pero he aquí que cuando menos pensó, encontróse con una enorme sombra y quiso salir precipitadamente; sintió sus manos detenidas por un monstruo enorme que luchaba con él. Era una estatua de Supay, que secaba en la habitación. Y el niño, al querer huir, había metido en la fresca arcilla sus manos y a medida que quería desprenderse, más se aprisionaba en el barro y gritaba despavorido y el Supay se derribó y cayó sobre él y llegó el artista y lo liberó.

Desde entonces cortó toda relación con los del pueblo. El mismo se procuraba su alimento. El iba en pos de las frutas del valle, canjeaba a los viajeros huacos por coca, y así vivía, libre como un pajarillo. Un día le envió al Inca una serpiente de barro que silbaba al recibir el agua, y causó tal espanto que el Inca hubo de mandarla al Templo del Sol.

Otro día hizo una danza de la muerte. Cada vez que trabajaba, decían oír gritos de dolor en la covacha, y llegaron a no pasar cerca de sus linderos los traficantes.

Una tarde en que Apumarcu había ido al río en pos de agua para deshacer el barro, sintió tocar una antara en la fronda. Y él nunca había oído dulces canciones. Y poco a poco se fue acercando y vio a un hombre que sobre una roca, solitario, a la orilla del río, tocaba. Y le habló.

–¿Y quién eres tú que así vienes a estos lugares donde sólo hay un recuerdo que es mío?.....

–Yo soy Apumarcu el alfarero .

–Ah hermano, yo soy Yactan Nanay, el que toca el antara…

–¿Y de qué ayllu eres tú, Yactan Nanay?....

–Yo no tengo Ayllu……..Y tu Ayllu ¿cuál es?..

–Mi barro.

Y desde entonces fueron como grandes hermanos. No se separaban nunca. Juntos iban en pos de la fruta escondida entre el follaje rumoroso. Juntos pasaban largas horas y conversaban largamente. Apumarcu le hablaba de las cosas que él nunca había escuchado a nadie. Y Yactan le decía cómo una tarde su amada habríase perdido…

Y le relataba algunos viajes hechos por países desconocidos y le hablaba de sus dudas respecto a la divinidad .Una vez hizo Apumarcu una cabeza del amigo. El la llevaba consigo porque no era más grande que un puño. Y tanto hablábale de su amada y de tal manera le describía su cara que un día Apumarcu le hizo una cabeza de ella. Y él le explicaba, y el otro realizaba. Y cuando estuvo concluida, Yactan Nanay le dijo:

–Yo no tocaré sino para ti, hermano, porque tú la has comprendido y me la has devuelto. Creo que el barro en que ella está aquí en tu obra vivirá eternamente. Eres más grande que el Sol porque él la hizo y la llevó, mientras que tú las hecho en dura arcilla y no morirá nunca. Pero yo he perdido a mi amada y ya no puedo ser alegre. Tú que no las has perdido, que no la tienes ¿Por qué eres tan triste?... Tú podías hacer que el Inca te diera por esposa a la más bella dama de la corte… ¿Por qué vives solitario hermano?…

–Yo siento que algo me falta… Yo siento una ansia inexplicable en mi alma… Yo siento que hay algo que yo podría hacer y sé que podría ser feliz… Tengo un incendio en el alma, veo una serie de cosas pero no puedo expresarlas. Tú sufres y cantas en la antara tú dolor y haces llorar a los que te escuchan, pero yo siento, veo, imagino grandes cosas y soy incapaz de realizarlas. ¿Sabes? Yo quisiera pintar la vida tal como la vida es. Yo quisiera representar en un pequeño trozo lo que ven mis ojos. Aprisionar la naturaleza. Hacer lo que hace el río con los árboles y con el cielo. Reproducirlos. Pero yo no puedo; me faltan colores, los colores no me dan la idea de lo que yo tengo en el alma. He ensayado con todos los jugos de las hojas a reproducir un pedazo de la naturaleza, pero me sale muerto. No puedo hacer la alegría del bosque, ni la azul belleza del cielo, ni puedo hacer una sonrisa, sino en el tosco barro. ¿Tú no crees que se puede hacer otra naturaleza como la que se ve?... Los hombres del Imperio no comprenden esto. El barro es tosco; yo puedo hacer todo con el barro, pero ¿cómo haría yo a un hombre que pensara, cómo pondría en su cara la palidez del insomnio?... ¡Ah, cuán desgraciado y pequeño soy hermano…!

Y lo llevó hasta su covacha y le mostró un muro en el cual veía, vago y lleno de durezas a trozos, un pedazo de campo. Pero allí faltaba un color… El color de un crepúsculo. El rojo era demasiado rojo. El quería un color como el sol cuando ya se ha ocultado, algo como los pétalos de las florecillas rosadas.

–Esto no es, no es, hermano… Esto no es como el crepúsculo…

–El crepúsculo sólo lo puede hacer el Sol, hermanito ¿Por qué te empeñas en igualarlo?...

–Yo quiero hacer lo que hace el Sol, lo que hace el día, lo que hace la naturaleza.

Un día \ se había alejado en busca de una semilla, que es rosada, para ofrecérsela a Apumarcu. Y cuando volvió por la tarde encontró solo el lugar donde solía estar el artista. Entro hasta su cuarto y no lo encontró.

Un día Apumarcu se empeño en hacer sobre el muro los colores de una tarde, de aquella tarde en la cual había visto a Yactan Nanay. Cogió hojas y empezó a restregarlas contra los muros y con unas flores iba dando las notas de color.

–Tráeme hojas y florecillas de molle, le dijo.

A poco volvió.

–Esto no es, no es, hermano… Pero puede ser…

Entonces, como poseído de una fuerza extraña, empezó a restregar febrilmente contra el muro los diversos colores, y en su rostro iba creciendo una extraña fiebre, y trabajaba cálidamente y seguía copiando la luz y el paisaje que por la ventana veía. De pronto se detuvo. Faltaba algo, un algo sólo, un tono, un color que él no tenía; ¿cómo hallarlo? Sacó un cuchillo de chilliza y apasionadamente se cortó el puño y surgió la sangre con el agua de un vaso y vio el color que le faltaba y siguió poniendo las notas hasta que cayó exámine sobre su lecho.

Cuando Yactan Nanay volvió, encontró a Apumarcu tendido sobre el lecho, la sangre coagulada y morada había hecho un pequeño lago en la tierra, y en el muro vio el paisaje de la última tarde.

Besó su frente y llorando, tocó a sus pies la canción del crepúsculo. El oro del Sol caía por la ventana estrecha y se desleía en la ropa del artista, en cuyo rostro anguloso había un tono verde y en cuyos ojos señoreaba esa humedad trágica de los ojos que ya no tienen vida. A sus pies encontró Yactan Nanay una cabecita de barro con la imagen del amigo muerto. Y siguió tocando, tocando, hasta que la noche cayó, como una sola sombra inerte sobre el mundo silencioso.

Chaymanta Huayñuy

Más allá de la muerte

I

Agonizaba el día. El Sol, circundado de nubes cenicientas, besaba el horizonte. Por el sendero del norte, que en la mañana recorriera, ágil y jovial, la comitiva, volvían ahora, taciturnos y graves, con su noble jefe a la cabeza, los soldados de Sumaj Majta. Chasca, desde el mismo peñón que dominaba el río, los vio acercarse. El príncipe descendió de su silla y se acercó al anciano guerrero:

–Sumaj Majta, ¿dónde está el puma que profanó los rebaños del Sol y en cuyo acecho iban tus gloriosas huestes?...

–No lo hemos hallado, Chasca, respondió gravemente el príncipe. Al penetrar en el bosque, una víbora cruzó ante mí, se deslizó y huyó a la selva. Hice detener mi comitiva, ordené que se hiciera una fogata para cazarla, pero fue inútil. Arde todavía la selva pero ella no ha sido cogida. Ordené entonces suspender la cacería. Cazamos un cóndor, y lo ofreceré esta noche, en sacrificio sobre la pira.

–¿A quién lo ofreces?

–A Mama Quilla. La Luna está ofendida. Ofreceré el sacrificio en el palacio de Yucay, ante los Huillac Umas y los Humiuká; es fuerza, pues, general, que asistas al sacrificio...

–Cuando la Luna bese los muros de tu castillo, llegaré, Sumaj Majta.

La comitiva se alejó en silencio, solemne, siniestra. Nadie que no fuera el Inca, se habría atrevido a romper la silenciosidad de aquel desfile de guerreros, que, como un ejército de vencidos, se perdía en los caminos oscuros donde la sombra era fría. El temor se reflejaba en los rostros, abría desmesuradamente los ojos, hacía palidecer las teces y hería las pupilas cálidas que avivaba el extraño fulgor de los presentimientos.

II

El castillo de Sumaj Majta, en Yucay, se elevaba sobre un montículo, a unos pasos del río. Ancha muralla de granito defendíalo, formando círculo alrededor de su base. Larga escalinata de piedra daba cómodo acceso al edificio, en cuyas puertas los soldados vigilaban, severos los rostros, y en las manos fuertes, mazas con agudas puntas de piedra y de cobre. En una habitación alta, por cuya estrecha y trapezoidal ventana veíase el valle feraz, había una docena de huallahuizas, soldados sin graduación, cuyas armas consistían en flechas de dardos emponzoñados. Fuera de los muros el valle extendíase, verde y oleoso, hasta ascender en las faldas de los cerros morados. Por las tardes, cuando el sol empezaba a declinar, mucho antes de que comenzaran las plegarias del pueblo, gustaba a Sumaj Majta contemplar el campo desde la elevada terraza de su palacio. Placíale ver ondeando la brisa, las enormes hojas frágiles y rumorosas de sus maizales pródigos, mientras las aves cantaban. Y entonces llamaba al arabecu familiar y se hacía recitar leyendas de los primeros emperadores.

Más que las leyendas guerreras, gustábanle las sentimentales: se extasiaba su fantasía con aquellos cuentos donde el amor, la sangre y la muerte se fundían en una sola coloración inefable. Hacíase narrar siempre aquella doliente historia del Llajtan Naj, el músico errante, sobre el cual, cada cacicazgo y hasta cada ayllo se había hecho una leyenda. Él habría querido ser como aquel artista que recorría el Imperio por gracia del Inca, cruzando solo con su quena las montañas impenetrables, que según decían, había ido por países desconocidos, donde los hombres tenían otros dioses, practicaban otros ritos, habían otras costumbres, hablaban otro idioma; y cuyas mujeres eran blancas como las chachapoyas. Así se adormecía el noble señor, hasta que, llegado el crepúsculo, entregaba su alma al loor del Sol.

Aquel día, después de la siniestra excursión, Sumaj Majta había penetrado mudo, en su castillo. Inquill, su esposa, lo había esperado rodeada de sus servidoras, cantando dulces canciones melancólicas de su pueblo lejano. Inquill era triste. Hija de un mitimae, su padre había sido uno de aquellos guerreros huanucuyos a quienes la gracia imperial había ordenado que se guardaran todas las altas preeminencias de un cacique transportado al Cuzco; pero el soberbio cacique no pudo sobrevivir a su derrota y en la Ciudad Imperial sentíase prisionero. Quiso el Inca casar a la hija del valiente mitimae con uno de los más nobles militares de la familia imperial y eligió para esposo de Inquill a Majta Sumaj. El cacique murió en una tarde gris, pronunciando el nombre de su pueblo y encargando su hija al desolado Sumaj Majta.

Cuando Sumaj entró a su castillo, hubo inusitada agitación entre sus siervos. Se hizo llamar al Huillac Uma, y el cóndor del sacrificio pasó entre los corredores, en los brazos de cuatro pares de huminkas, hacia la primera sala donde se quemaron, para perfumar sus alas, polvos penetrantes y resinas de árboles aromáticos. Había entrado la noche. Sumaj quiso ostentar todas sus insignias y trofeos. Era preciso desagraviar a la Luna, por ser la época de las sequías y podían perderse las cosechas y helarse los sembríos. Trajéronse hierbas olorosas de los jardines del castillo para cubrir con ellas las escalinatas y los lugares de paso para los sacerdotes y los guerreros. Perfumáronse todas las salas con polvos de ánades secos, que se quemaron en tazas de oro. Sacóse de los graneros seis mazorcas de maíz sagrado y de las alacenas grandes jarrones ventrudos con chicha de la cosecha del Inti Raymi. En otros jarrones decorados por los artistas de Nazca, púsose chicha de jora, maní, mote y papas, para que bebieran, según sus regiones, los generales que habían de asistir. Distribuyóse flores raras de las lejanas comarcas, que crecían en los invernaderos del palacio: floripondios blancos como huesos, perfumaban en vasos esbeltos de plata; la cantuta, flor del Inca, ofrecía la púrpura de sus pétalos, en un delicado vaso de oro incrustado de esmeraldas, en el centro de la gran sala; y las plantabandas se decoraban con diversas flores. Pequeños racimos de capulíes, azahares de chirimoyo, grandes ñorbos del trópico aclimatados en el jardín, racimillos rojos de molle, orquídeas en formas de mariposas y de aves raras, blancas, lilas, celestes y rojas; claveles de Huánuco distribuidos en profusión, perfumaban el ambiente. Rompiendo a trechos la monótona severidad de los muros de granito, las puertas cubiertas de cortinas de lana, y finísimas telas de alpaca tejidas por femeninas manos castas, dejaban caer sus pliegues solemnes. Todas las habitaciones daban hacia un patio grande y destechado, en cuyo centro elevábase la piedra cuadrangular del sacrificio.

Sumaj vestía el traje de gran sacerdote y sólo un distintivo acusaba en su indumentaria la insignia de general del Imperio; la unju tradicional y la faja del huaro chico, aquella de vicuña recamada de pequeños discos de oro pulido, y estaba bordada con plumas de huacamayo. Sobre el duro pecho, dominando los cordones de huesecillos y dientes de puma, y opacando la rara belleza de la piedra illa, aquella que sólo se criaba en el vientre de las llamas y que servía en polvos para ahuyentar los males y la melancolía, sobre el busto de Majta brillaba el trágico collar de las cabezas reducidas, aquel magnífico presente que le hiciera su padre en el lecho de muerte. Era éste un collar en el cual se veían, ensartadas, las cabezas de los jefes vencidos, reducidas al tamaño de un puño de infante, reducción singular obtenida por métodos muy especiales y misteriosos. Entre estas cabezas reducidas estaban las de Raurac Simi y Raurachiska. Ningún otro collar era más admirado ni infundía mayor respeto que éste, que tenía las cabezas de aquellos reyes legendarios. Tenía en la frente, el Príncipe, una vincha de plata con piedras incrustadas, de la cual pendían discos de oro con los dibujos e insignias de su noble posición. Sus enormes orejas perforaban los carretes de palma negra con concha perla y caían casi sobre los hombros, acariciados por el cabello abundante y seco. Llevaba en los pies, a manera de sandalias, las usutas de cuero de chinchilla sobre los cuales se dibujaban dos cabezas de pumas.

Sumaj Majta había ordenado que se le diese aviso cuando alguien se acercaba al castillo, en tanto él esperaba en la sala de los trofeos. Poco a poco fueron llegando los invitados desde el Cuzco, cargados de arcos y de insignias. Hospedábanse en los salones, donde la servidumbre ofrecía la chicha del reposo, y en fuentes de plata grabadas con dioses lares, verdes hojas de coca, maíz tostado, sal; pero todo ello se hacía en silencio. De pronto percibió Sumaj el tañer de una pinculla, flauta de aviso. Era la señal convenida para anunciar a Majta la llegada al castillo del general Chasca, que entró a poco sin ceremonia ostensible, escoltado hasta la sala del noble. Los soldados esperaban a distancia y éste les dijo:

–Quedaos a la puerta, vigilad -y en el idioma de la nobleza agregó a Chasca:

–Bienvenido, compañero de mi padre.

–Estás armado. ¿Temes acaso?...

–Bien sabes que sólo temo al Sol y al Inca. Pero estoy armado porque yo mismo voy a sacrificar.

Chasca iba a responder, pero recorriendo con la mirada los trofeos del joven, se quedó paralizado. Verdosa palidez cubrió su rostro y su voz, antes clara y fuerte, salió ahora ronca y apagada desde el fondo de la garganta. Su mirada se posó fijamente en un punto del collar de Sumaj.

–¿Qué te pasa? Un viejo y heroico militar tiene miedo y se estremece ante las cabezas de sus vencidos.

–¡Ah, Sumaj Majta! No temo. Recuerdo. Ese es el trofeo de tu padre y en él hay una historia de amor y sangre... Allí está la cabeza de una mujer que fue reina y que me amaba... ¡Ah, Majta Sumaj, los jóvenes no saben... no saben!

–Y los ancianos no olvidan. Si estás herido de amor, toma unos polvos de huayruro que ahuyentan los tristes recuerdos y libran de los males del corazón. Pero cuéntame esa historia que logra aún conmoverte, a despecho de tus ochenta raymis...

–¡Ah, Sumaj!... Muéstrame la cabeza de la reina, no me la ocultes, deja que mis ojos la vean, que mis manos la acaricien y que la lleve sobre mi corazón un instante. El joven hizo correr sobre la cuerda varios cráneos y al fin sus dedos detuvieron uno cuya cabellera recortada como de un palmo, apartó y mostró a Chasca, diciéndole:

–Aquí está. Es ésta, indudablemente, la cabeza de una reina. Sus pobrecitas cuencas tienen los párpados cerrados, pero qué mirada tan imprecisa y extraña la suya. Cuéntame, Chasca, cuéntame tu historia de amor...

Y Chasca, comenzó:

–Fue en los gloriosos días de Túpac Yupanqui, hijo de Pachacútec y hermano y sucesor de Túpac Amaru. Yupanqui era el genio de la guerra. Él hizo grandes conquistas que después han consolidado sus sucesores. Había al sur, donde terminan los Andes, junto a Atacamay, una tribu bárbara y aguerrida que no pudo ser sometida junto con los atacamas por las huestes de Yupanqui. Recibido el tributo de los vencidos, Yupanqui volvió al Cuzco y nos encargó a tu padre y a mí el quedarnos para someter o exterminar a los rebeldes. Buenas huestes teníamos. Nuestro ejército regular no descendió a trabar luchas con ellos y, sólo con una reserva de montañeses, después de grandes trabajos, los vencimos. Fueron muertos los principales jefes, pero no los caciques de la tribu que eran Raurak Simi y Raurachiska su esposa. Eran blancos, de gran estatura, crueles, fieros, comían carne humana y peces crudos. Él era musculoso y bravo, ella, bella y pérfida. Él usaba armas poderosas y ella collares magníficos de perlas rosadas que hacían iris sobre su cuerpo desnudo y redondo. Decían ser el último rezago de un pueblo de gigantes que se extinguía.

Yupanqui me ofreció a la reina por mujer e hizo guardar al rey en las prisiones del Cuzco. Yo me enamoré de la reina y ella concibió vehemente pasión por mí. Un día se supo, en el Cuzco, que Raurak Simi se había escapado de la prisión y nadie supo más de él. Pero sin que yo me diera cuenta, ella, la reina colorada, sabía y se entendía con él, y juntos maquinaban la libertad y la venganza.

Raurachiska me dijo una mañana:

–Chasca, mi hombre bueno. Yo he sido fiel para contigo. Yo te amo y te deseo. Mi reino ya no existe. Yo puedo morir un día. Ya no lo veré nunca. Mis riquezas están ocultas y quiero que sean tuyas. Sígueme y te daré todas mis joyas.

Yo la seguí. Caminamos varias jornadas al sur. Apenas nos deteníamos en los caminos del Inca, bajo los molles florecidos, bajo la sombra fresca, y nos amábamos. Ella me hablaba de sus riquezas.

–¿Qué son -me decía- tus armas de cobre y de chonta, ni tus puñales de chilliza, ni tus collares de esmeraldas? No conozco el Coricancha, pero he oído decir a unas mujeres que está cubierto de oro y piedras; sé que están presentes en sus sillas de oro los viejos emperadores y que la puerta está sembrada de piedras preciosas; que los Huillac Umus tienen trajes fastuosos y de los techos penden cortinajes transparentes como vagas nubes de verano bordadas por las recogidas vírgenes del templo y que allí, en él, se presenta el Inca y que los mejores tocadores del Imperio cantan himnos y alabanzas a la caída del Sol... Y bien, yo tengo riquezas mucho más grandes, con ellas tú serás tan rico como el más rico general del Imperio, ven sígueme...

Y así caminamos veinte lunas, fuera ya del camino del reino, por parajes desconocidos para mí, y llegamos por fin a un cerro donde quebrado a tajo, había un abismo profundo a más de cien tallas de hombre, a mil tal vez, un bosquecillo llegaba hasta la cúspide, casi, que ascendimos. Entonces ella se detuvo y me dijo:

–¿Ves esa piedra redonda? Levántala y entraremos por debajo de ella y serás feliz.

Me incliné para mover la piedra y sentí dos brazos fuertes que me derribaron. Levanté la cara y vi a Raurak Simi; el rey acudió a ella en ayuda del marido y entre ambos me ataron y llevaron hacia el borde del abismo, a cuyos pies, profundo el río extendíase como una culebrilla de plata. Oí entonces gritos de guerra y palabras quechuas; y a poco un grupo de soldados cuzqueños que se abalanzan y me libran. Habían sido mandados por tu padre con la consigna de seguirnos. La lucha fue sorda y difícil, porque salieron del bosque algunos de la tribu de Raurak Simi, y fueron al fin dominados por los soldados tahuantinsuyos. Por fin, quedó preso el rey y atados los servidores. Ella se detuvo muda. Los soldados ataron las manos del rey mientras le decían, la canción:


Traidorcillo
traidorcillo,
astuto como la zorra
caerás al río.
 

Entonces esperaron mis soldados. Les hice ahí muda indicación y procedieron. Despojáronle de las ropas, afilaron sus cuchillos de hueso blancos y agudos y mientras uno teníale la cabeza, los otros tres soldados le colocaron un puñalillo en la garganta, otro en el corazón y otro en el vientre, y suavemente, suavemente, lentamente, fueron hundiendo las armas. La piel no cedía, se hicieron cónicas hendiduras en el cuerpo, hasta que la carne cedió a la agudeza de los puñales, rasgóse al fin y tres chorros de sangre mancharon la blancura de los puñales quechuas. La reina, muda y pálida, inmóvil, contemplaba el sacrificio. De pronto tuvo un impulso violento y cogiéndose a mi cuello me llenó de caricias y me indujo al bosquecillo. Respiraba aún el rey mirándome con una mirada inexorable y fría, y viendo cómo nos acariciábamos y cómo nos perdíamos en el bosquecillo hacia el amor...

Cuando volvimos aún tenía esa espantosa mirada y sus ojos velados y viscosos conservaban aquella intensidad de odio de los pumas iracundos. Su ensangrentada cabeza me miraba aún. Su cuerpo había sido arrojado al abismo. Los soldados quechuas me miraban en silencio y volvieron a afilar sus cuchillos. ¡Ah, Majta Sumaj! Lo que sufrí en ese instante. En un momento pensé en huir con ella para salvarla del castigo inexorable, pensé en irme con mi reina salvaje a vivir entre las abruptas peñas, entre los carrizales espesos, en los valles tranquilos. Pero los soldados del Inca me miraban y creía leer en sus ojos un reproche a mis íntimos pensamientos. Ella estaba muda, colgada a mi cuello me llenaba de caricias ardientes. Entonces dudé. Pero luego pensé en el Inca, pensé que perdería mis honores, que mi descendencia sería maldita, mi casa arrasada, mis jardines cubiertos de sal y que mi cuerpo, una vez muerto, no podría jamás entrar en el palacio del Inti. Y dije con voz extraña:

–En nombre del Hijo del Sol, haced justicia soldados, a los enemigos del Imperio.

Ella me dijo:

–Chasca, ¡Chasca, Chasca! Ámame más, ámame una vez aún. Aunque después arrojes mi cuerpo al río o me dejes en la roca para que los cóndores se ceben, aunque cojas mis cabellos para tus trofeos y mi piel para tus tambores y mis dientes para tus amuletos, ámame, ámame una vez más, ámame más...

Y se colgó a mi cuello y sonidos inarticulados y roncos salían de su garganta fuerte y sus labios quemaban y estaban secos y sus ojos ardían con una extraña llama. Yo cedí y otra vez nos perdimos en el bosquecillo. ¡Ah, Sumaj, ningún amor fue más fuerte que mi amor, que aquel amor! Nadie en el Imperio ha amado como yo amé a mi reina. Yo sabía que cuando la dejase su cuerpo sacrificado iría despeñándose desde lo alto hasta el río; sabía que su cabeza sería cortada y que sus duros senos se tornarían flácidos y serían devorados por los peces y los cóndores, y que nunca más volvería a sentir su aliento cálido cerca del rostro. Y ella jamás me amó como en aquella póstuma vez, con aquel amor de sangre y muerte, porque era salvaje, porque bebía sangre caliente, porque comía peces crudos, porque aquel era su último amor de reina y su último beso de mujer. Volvimos del bosque sin decir palabra y ella, tranquila, muy grave, desnudóse de sus atavíos y entregó su cuerpo a los soldados. Entonces los puñales blancos hincaron suavemente, voluptuosamente, sus agudas puntas en la piel dura y elástica como un momento antes lo hicieran mis manos convulsas de amor. Los tres puñales señalaron la garganta, el seno y el vientre y fueron hundiéndose, lenta y trágicamente sobre las carnes amadas, en tanto que ella me miraba con amor y me decía con vehemencia:

–Bien sé, Chasca, que te comerás mi carne. ¡Eres dichoso! Con qué placer me habría comido yo la carne de tu cuerpo. ¡Ah, tu carne musculosa, sabrosa, como la carne de los peces crudos! Tu sangre caliente y roja. Pero, ¡acuérdate de mí cuando te comas mis labios, mis senos, mis muslos! ¡Acuérdate, Chasca! ¡Acuérdate de mí cuando sientas el sabor de mi carne dura, que yo quisiera sentirme entre tus dientes, entre tu sangre, entre tu cuerpo, ser tuya para siempre!

Le separaron la cabeza del tronco y el cuerpo fue arrojado al río. La noche se iniciaba. Los servidores me escoltaron con los trofeos ensangrentados, con las cabezas reales, y nos perdimos en las sombras. Las dos cabezas fueron obsequiadas a tu padre por mí, ¡y hoy, a través del tiempo y la distancia, más allá de la vida y de la muerte, del amor y del olvido, las dos cabezas me miran aún, con su mirada inexorable!

Chasca cogió la cabeza de la reina y llevándola hasta la suya, le dijo:

–¡Reina, reina, reina! ¡Me amas todavía! ¿Recuerdas, reina?

Entonces dejó caer sin aliento la cabeza, que al chocar con el vestido de Sumaj, produjo ruido breve de cosa inanimada y deslizándose en el cordón, fue a juntarse con la cabeza del rey.

La luna caminaba en el cielo azul y diáfano. En la sala dialogaban, chisporroteando, los mecheros. En el mundo se sentía el silencio. Sumaj, impresionado, atrajo hacia sí a Chasca. El indio miraba como poseído la funesta cabeza evocadora que atisbaba imperturbable desde el cordón guerrero y Chasca musitaba entrecortadamente las palabras:

–Aunque arrojes mi cuerpo al río... Aunque tomes mi cabeza para tus trofeos y mis dientes para tus amuletos y mi piel para tus tambores y tus cuernos de caza... Ámame más, una vez más... Yo sé que te comerás mis labios, mis manos, mis músculos, y quisiera sentirme entre tus dientes, entre tu sangre, en tu cuerpo... Ámame, ámame más...

Un silbido se prolongó en la noche e hirió el silencio como un puñal. Los guardias se agitaron. Sintióse ruido de pasos y crujir de trajes en la habitación vecina. Hubo rozar de alas viriles. El noble y Chasca se pusieron de pie, y ante los guardias inclinados, entró el sacerdote con los brazos extendidos y dijo solemnemente:

–Noble general del Imperio, Sumaj Majta, hijo de Umac Umu, gran sacerdote del Sol y de la Luna, ha llegado la hora del sacrificio.

Tras él entraron los nobles y los parientes, los generales y los sacerdotes, los amautas y el arabeju familiar. Fue un desfile luminoso de colores, de piedras, de armas, de trajes y de plumas, el que pasó hacia el gran patio donde se elevaba el túmulo rodeado de guirnaldas que iba a recibir el sacrificio.

La luna estaba en el cenit, presidiendo los oficios, y a su luz, transparentes y verdosos, brillaban los ojos y los trajes en silencio. Y así se inició el rito, sin más ruido que el agitarse de las enormes alas del cóndor que se debatía, el chispotear de los mecheros olorosos y el eco lejano y manso del agua que lloraba desde el río, en el fondo del valle solitario.

El hombre maldito

Los Ojos de los Reyes


Donde se ve cómo la mujer induce al Amor y cómo éste puede nublar la clara razón de los más esforzados Capitanes. Y que no se debe luchar contra el designio inexorable de los Dioses.


A mi excelente amigo el señor José S.
Patroni, con viva simpatía


El Castillo de Majta Sumaj, en Yucay, se elevaba sobre un montículo, a unos pasos del río. Ancha muralla de granito defendíalo, formando círculo alrededor de su base. Larga escalinata de piedra daba cómodo acceso al edificio, en cuyas puertas los soldados vigilaban, severos los rostros, y en las manos fuertes, mazas con agudas puntas de piedra y de cobre. En una habitación alta, por cuya estrecha y trapezoidal ventana veíase el valle feraz, había una docena de huallauizas, soldados sin graduación, cuyas armas consistían en flechas de dardos emponzoñados. Fuera de los muros el valle extendíase, verde y oleoso, hasta ascender en las faldas de los cerros morados. Por las tardes, cuando el sol empezaba a declinar, mucho antes de que comenzaran las plegarias del pueblo, gustaba a Sumaj Majta contemplar el campo desde la elevada terraza de su palacio. Placíale ver ondeando la brisa, las enormes hojas frágiles y rumorosas de sus maizales pródigos, mientras las aves cantaban. Y entonces llamaba al arabeju familiar y se hacía recitar leyendas de los primeros Emperadores.

Más que las leyendas guerreras, gustábanle las sentimentales: se extasiaba su fantasía con aquellos cuentos donde el amor, la sangre y la muerte se fundían en una sola coloración inefable. Hacíase narrar siempre aquella doliente historia del Llajtan Naj, el músico errante, sobre el cual, cada cacicazgo y hasta cada ayllo se había hecho una leyenda. Él habría querido ser como aquel artista que recorría el Imperio por gracia del Inca, cruzando solo con su quena las montañas impenetrables, que según decían, había ido por países desconocidos, donde los hombres tenían otros dioses, practicaban otros ritos, habían otras costumbres, hablaban otro idioma; y cuyas mujeres eran blancas como las chachapoyas. Así se adormecía el noble señor, hasta que, llegado el crepúsculo, entregaba su alma al loor del Sol.

Aquel día, después de la siniestra excursión, Sumaj Majta había penetrado mudo, en su castillo. Inquill, su esposa, lo había esperado rodeada de sus servidoras, cantando dulces canciones melancólicas de su pueblo lejano. Inquill era triste. Hija de un mitimae, su padre había sido uno de aquellos guerreros huanucuyus a quienes la gracia imperial había ordenado que se guardaran todas las altas preeminencias de un cacique transportado al Cuzco; pero el soberbio cacique no pudo sobrevivir a su derrota y en la Ciudad Imperial sentíase prisionero. Quiso el Inca casar a la hija del valiente mitimae con uno de los más nobles militares de la familia imperial y eligió para esposo de Inquill a Majta Sumaj. El cacique murió en una tarde gris, pronunciando el nombre de su pueblo y encargando su hija al desolado Sumaj Majta.

Cuando Sumaj entró a su castillo, hubo inusitada agitación entre sus siervos. Se hizo llamar al Huillac Uma, y el cóndor del sacrificio pasó entre los corredores, en los brazos de cuatro pares de huminkas, hacia la primera sala donde se quemaron, para perfumar sus alas, polvos penetrantes y resinas de árboles aromáticos. Había entrado la noche. Sumaj quiso ostentar todas sus insignias y trofeos. Era preciso desagraviar a la Luna, por ser la época de las sequías y podían perderse las cosechas y helarse los sembríos. Trajéronse hierbas olorosas de los jardines del castillo para cubrir con ellas las escalinatas y los lugares de paso para los sacerdotes y los guerreros.

Perfumáronse todas las salas con polvos de ánades secos, que se quemaron en tazas de oro. Sacóse de los graneros seis mazorcas de maíz sagrado y de las alacenas grandes jarrones ventrudos con chicha de la cosecha del Inti Raymi. En otros jarrones decorados por los artistas de Nazca, púsose chicha de jora, maní, mote y papas, para que bebieran, según sus regiones, los generales que habían de asistir. Distribuyóse flores raras de las lejanas comarcas, que crecían en los invernaderos del palacio: floripondios blancos como huesos, perfumaban en vasos esbeltos de plata; la cantuta, flor del Inca, ofrecía la púrpura de sus pétalos, en un delicado vaso de oro incrustado de esmeraldas, en el centro de la gran sala; y las plantabandas se decoraban con diversas flores. Pequeños racimos de capulíes, azahares de chirimoyo, grandes ñorbos del trópico aclimatados en el jardín, racimillos rojos de molle, orquídeas en formas de mariposas y de aves raras, blancas, lilas, celestes y rojas; claveles de Huánuco distribuidos en profusión, perfumaban el ambiente. Rompiendo a trechos la monótona severidad de los muros de granito, las puertas cubiertas de cortinas de lana, y finísimas telas de alpaca tejidas por femeninas manos castas, dejaban caer sus pliegues solemnes. Todas las habitaciones daban hacia un patio grande y destechado, en cuyo centro elevábase la piedra cuadrangular del sacrificio.

Sumaj vestía el traje de gran sacerdote y sólo un distintivo acusaba en su indumentaria la insignia de general del Imperio; la unju tradicional y la faja del huarco chico, aquella de vicuña recamada de pequeños discos de oro pulido, y estaba bordada con plumas de huakamayo. Sobre el duro pecho, dominando los cordones de huesecillos y dientes de puma, y opacando la rara belleza de la piedra illa, aquella que sólo se criaba en el vientre de las llamas y que servía en polvos para ahuyentar los males y la melancolía, sobre el busto de Majta brillaba el trágico collar de las cabezas reducidas, aquel magnífico presente que le hiciera su padre en el lecho de muerte.

Era éste un collar en el cual se veían, ensartadas, las cabezas de los jefes vencidos, reducidas al tamaño de un puño de infante, reducción singular obtenida por métodos muy especiales y misteriosos. Entre estas cabezas reducidas estaban las de Raurak Simi y Raurachikcha. Ningún otro collar era más admirado ni infundía mayor respeto que éste, que tenía las cabezas de aquellos reyes legendarios. Tenía en la frente, el Príncipe, una vincha.

Sumaj Majta había ordenado que se le diese aviso cuando alguien se acercaba al castillo, en tanto él esperaba en la sala de los trofeos. Poco a poco fueron llegando los invitados desde el Cuzco, cargados de arcos y de insignias. Hospedábanse en los salones, donde la servidumbre ofrecía la chicha del reposo, y en fuentes de plata grabadas con dioses lares, verdes hojas de coca, maíz tostado, sal; pero todo ello se hacía en silencio. De pronto percibió Sumaj el tañer de una pincuyu, flauta de aviso. Era la señal convenida para anunciar a Majta la llegada al castillo del general Chasca, que entró a poco sin ceremonia ostensible, escoltado hasta la sala del noble. Dos soldados esperaban a distancia y éste les dijo:

–Quedaos a la puerta, vigilad –y en el idioma de la nobleza agregó a Chasca:

–Bienvenido, compañero de mi padre.

–Estás armado. ¿Temes acaso?...

–Bien sabes que sólo temo al Sol y al Inca. Pero estoy armado porque yo mismo voy a sacrificar.

Chasca iba a responder, pero recorriendo con la mirada los trofeos del joven, se quedó paralizado. Verdosa palidez cubrió su rostro y su voz, antes clara y fuerte, salió ahora ronca y apagada desde el fondo de la garganta. Su mirada se posó fijamente en un punto del collar de Sumaj.

–¿Qué te pasa? Un viejo y heroico militar tiene miedo y se estremece ante las cabezas de sus vencidos.

–¡Ah, Sumaj Majta! No temo. Recuerdo. Ese es el trofeo de tu padre y en él hay una historia de amor y sangre... Allí está la cabeza de una mujer que fue reina y que me amaba... ¡Ah, Majta Sumaj, los jóvenes no saben... no saben!

–Y los ancianos no olvidan. Si estás herido de amor, toma unos polvos de huayruro que ahuyentan los tristes recuerdos y libran de los males del corazón. Pero cuéntame esa historia que logra aún conmoverte, a despecho de tus ochenta raymis...

–¡Ah, Sumaj!... Muéstrame la cabeza de la reina, no me la ocultes, deja que mis ojos la vean, que mis manos la acaricien y que la lleve sobre mi corazón un instante. El joven hizo correr sobre la cuerda varios cráneos y al fin sus dedos detuvieron uno cuya cabellera recortada como de un palmo, apartó y mostró a Chasca, diciéndole:

–Aquí está. Es ésta, indudablemente, la cabeza de una reina. Sus pobrecitas cuencas tienen los párpados cerrados, pero qué mirada tan imprecisa y extraña la suya. Cuéntame, Chasca, cuéntame tu historia de amor...

Y Chasca, comenzó:

–Fue en los gloriosos días de Tupac Yupanqui, hijo de Pachacutec y hermano y sucesor de Tupac Amaru. Yupanqui era el genio de la guerra. Él hizo grandes conquistas que después han consolidado sus sucesores. Había al sur, donde terminan los Andes, junto a Atacamay, una tribu bárbara y aguerrida que no pudo ser sometida junto con los atacamas por las huestes de Yupanqui. Recibido el tributo de los vencidos, Yupanqui volvió al Cuzco y nos encargó a tu padre y a mí el quedarnos para someter o exterminar a los rebeldes. Buenas huestes teníamos. Nuestro ejército regular no descendió a trabar luchas con ellos y, sólo con una reserva de montañeses, después de grandes trabajos, los vencimos. Fueron muertos los principales jefes, pero no los caciques de la tribu que eran Raurak Simi y Rurachisca su esposa. Eran blancos, de gran estatura, crueles, fieros, comían carne humana y peces crudos. Él era musculoso y bravo; ella, bella y pérfida. Él usaba armas poderosas y ella collares magníficos de perlas rosadas que hacían iris sobre su cuerpo desnudo y redondo. Decían ser el último rezago de un pueblo de gigantes que se extinguía.

Yupanqui me ofreció a la reina por mujer e hizo guardar al rey en las prisiones del Cuzco. Yo me enamoré de la reina y ella concibió vehemente pasión por mí. Un día se supo, en el Cuzco, que Raurak Simi se había escapado de la prisión y nadie supo más de él. Pero sin que yo me diera cuenta, ella, la reina colorada, sabía y se entendía con él, y juntos maquinaban la libertad y la venganza.

Raurachiska me dijo una mañana:

–Chasca, mi hombre bueno. Yo he sido fiel para contigo. Yo te amo y te deseo. Mi reino ya no existe. Yo puedo morir un día. Ya no lo veré nunca. Mis riquezas están ocultas y quiero que sean tuyas. Sígueme y te daré todas mis joyas.

Yo la seguí. Caminamos varias jornadas al sur. Apenas nos deteníamos en los caminos del Inca, bajo los molles florecidos, bajo la sombra fresca, y nos amábamos. Ella me hablaba de sus riquezas.

–¿Qué son –me decía– tus armas de cobre y de chonta, ni tus puñales de chilliza, ni tus collares de esmeraldas? No conozco el Coricancha, pero he oído decir a unas mujeres que está cubierto de oro y piedras; sé que están presentes en sus sillas de oro los viejos emperadores y que la puerta está sembrada de piedras preciosas; que los huillac umus tienen trajes fastuosos y de los techos penden cortinajes transparentes como vagas nubes de verano bordadas por las recogidas vírgenes del templo y que allí, en él, se presenta el Inca y que los mejores tocadores del Imperio cantan himnos y alabanzas a la caída del Sol... Y bien, yo tengo riquezas mucho más grandes, con ellas tú serás tan rico como el más rico general del Imperio, ven sígueme...

Y así caminamos veinte lunas, fuera ya del camino del reino, por parajes desconocidos para mí, y llegamos por fin a un cerro donde quebrado a tajo, había un abismo profundo a más de cien tallas de hombre, a mil tal vez, un bosquecillo llegaba hasta la cúspide, casi, que ascendimos. Entonces ella se detuvo y me dijo:

–¿Ves esa piedra redonda? Levántala y entraremos por debajo de ella y serás feliz.

Me incliné para mover la piedra y sentí dos brazos fuertes que me derribaron. Levanté la cara y vi a Raurak Simi; el rey acudió a ella en ayuda del marido y entre ambos me ataron y llevaron hacia el borde del abismo, a cuyos pies, profundo el río extendíase como una culebrilla de plata. Oí entonces gritos de guerra y palabras quechuas; y a poco un grupo de soldados cuzqueños que se abalanzan y me libran. Habían sido mandados por tu padre con la consigna de seguirnos. La lucha fue sorda y difícil, porque salieron del bosque algunos de la tribu de Raurak Simi, y fueron al fin dominados por los soldados tahuantinsuyos. Por fin, quedó preso el rey y atados los servidores. Ella se detuvo muda. Los soldados ataron las manos del rey mientras le decían, la canción:


Traidorcillo
traidorcillo,
astuto como la zorra
caerás al río.


Entonces esperaron mis soldados. Les hice ahí muda indicación y procedieron. Despojáronle de las ropas, afilaron sus cuchillos de hueso blancos y agudos y mientras uno teníale la cabeza, los otros tres soldados le colocaron un puñalillo en la garganta, otro en el corazón y otro en el vientre, y suavemente, suavemente, lentamente, fueron hundiendo las armas. La piel no cedía, se hicieron cónicas hendiduras en el cuerpo, hasta que la carne cedió a la agudeza de los puñales, rasgóse al fin y tres chorros de sangre mancharon la blancura de los puñales quechuas. La reina, muda y pálida, inmóvil, contemplaba el sacrificio. De pronto tuvo un impulso violento y cogiéndose a mi cuello me llenó de caricias y me indujo al bosquecillo. Respiraba aún el rey mirándome con una mirada inexorable y fría, y viendo cómo nos acariciábamos y cómo nos perdíamos en el bosquecillo hacia el amor...

Cuando volvimos aún tenía esa espantosa mirada y sus ojos velados y viscosos conservaban aquella intensidad de odio de los pumas iracundos. Su ensangrentada cabeza me miraba aún. Su cuerpo había sido arrojado al abismo. Los soldados quechuas me miraban en silencio y volvieron a afilar sus cuchillos. Ah, Majta Sumaj. Lo que sufrí en ese instante. En un momento pensé en huir con ella para salvarla del castigo inexorable, pensé en irme con mi reina salvaje a vivir entre las abruptas peñas, entre los carrizales espesos, en los valles tranquilos. Pero los soldados del Inca me miraban y creía leer en sus ojos un reproche a mis íntimos pensamientos. Ella estaba muda, colgada a mi cuello me llenaba de caricias ardientes. Entonces dudé. Pero luego pensé en el Inca, pensé que perdería mis honores, que mi descendencia sería maldita, mi casa arrasada, mis jardines cubiertos de sal y que mi cuerpo, una vez muerto, no podría jamás entrar en el palacio del Inti. Y dije con voz extraña:

–En nombre del Hijo del Sol, haced justicia soldados, a los enemigos del Imperio.

Ella me dijo:

–Chasca, ¡Chasca, Chasca! Ámame más, ámame una vez aún. Aunque después arrojes mi cuerpo al río o me dejes en la roca para que los cóndores se ceben, aunque cojas mis cabellos para tus trofeos y mi piel para tus tambores y mis dientes para tus amuletos, ámame, ámame una vez más, ámame más...

Y se colgó a mi cuello y sonidos inarticulados y roncos salían de su garganta fuerte y sus labios quemaban y estaban secos y sus ojos ardían con una extraña llama. Yo cedí y otra vez nos perdimos en el bosquecillo. Ah, Sumaj, ningún amor fue más fuerte que mi amor, que aquel amor. Nadie en el Imperio ha amado como yo amé a mi reina. Yo sabía que cuando la dejase su cuerpo sacrificado iría despeñándose desde lo alto hasta el río; sabía que su cabeza sería cortada y que sus duros senos se tornarían flácidos y serían devorados por los peces y los cóndores, y que nunca más volvería a sentir su aliento cálido cerca del rostro. Y ella jamás me amó como en aquella póstuma vez, con aquel amor de sangre y muerte, porque era salvaje, porque bebía sangre caliente, porque comía peces crudos, porque aquel era su último amor de reina y su último beso de mujer. Volvimos del bosque sin decir palabra y ella, tranquila, muy grave, desnudóse de sus atavíos y entregó su cuerpo a los soldados. Entonces los puños blancos hincaron suavemente, voluptuosamente, sus agudas puntas en la piel dura y elástica como un momento antes lo hicieran mis manos convulsas de amor. Los tres puñales señalaron la garganta, el seno y el vientre y fueron hundiéndose, lenta y trágicamente sobre las carnes amadas, en tanto que ella me miraba con amor y me decía con vehemencia:

–Bien sé, Chasca, que te comerás mi carne. ¡Eres dichoso! Con qué placer me habría comido yo la carne de tu cuerpo. ¡Ah, tu carne musculosa, sabrosa, como la carne de los peces crudos! Tu sangre caliente y roja. Pero, ¡acuérdate de mí cuando te comas mis labios, mis senos, mis muslos! ¡Acuérdate, Chasca! Acuérdate de mí cuando sientas el sabor de mi carne dura, que yo quisiera sentirme entre tus dientes, entre tu sangre, entre tu cuerpo, ser tuya para siempre.

Le separaron la cabeza del tronco y el cuerpo fue arrojado al río. La noche se iniciaba. Los servidores me escoltaron con los trofeos ensangrentados, con las cabezas reales, y nos perdimos en las sombras. Las dos cabezas fueron obsequiadas a tu padre por mí, y hoy, a través del tiempo y la distancia, más allá de la vida y de la muerte, del amor y del olvido, las dos cabezas me miran aún, con su mirada inexorable. Chasca cogió la cabeza de la reina y llevándola hasta la suya, le dijo: –¡Reina, reina, reina! ¡Me amas todavía! ¿Recuerdas, reina? Entonces dejó caer sin aliento la cabeza, que al chocar con el vestido de Sumaj, produjo ruido breve de cosa inanimada y deslizándose en el cordón, fue a juntarse con la cabeza del rey.

La luna caminaba en el cielo azul y diáfano. En la sala dialogaban, chisporroteando, los mecheros. En el mundo se sentía el silencio. Sumaj, impresionado, atrajo hacia sí a Chasca. El indio miraba como poseído la funesta cabeza evocadora que atisbaba imperturbable desde el cordón guerrero y Chasca musitaba entrecortadamente las palabras:

–Aunque arrojes mi cuerpo al río... Aunque tomes mi cabeza para tus trofeos y mis dientes para tus amuletos y mi piel para tus tambores y tus cuernos de caza... ¡Ámame más, una vez más!... Yo sé que te comerás mis labios, mis manos, mis músculos, y quisiera sentirme entre tus dientes, entre tu sangre, en tu cuerpo... Ámame, ámame más...

Un silbido se prolongó en la noche e hirió el silencio como un puñal. Los guardias se agitaron. Sintióse ruido de pasos y crujir de trajes en la habitación vecina. Hubo rozar de alas viriles. El noble y Chasca se pusieron de pie, y ante los guardias inclinados, entró el sacerdote con los brazos extendidos y dijo solemnemente:

–¡Noble general del Imperio, Sumaj Majta, hijo de Umac Umu, gran sacerdote del Sol y de la Luna, ha llegado la hora del sacrificio! Tras él entraron los nobles y los parientes, los generales y los sacerdotes, los amautas y el arabeju familiar. Fue un desfile luminoso de colores, de piedras, de armas, de trajes y de plumas, el que pasó hacia el gran patio donde se elevaba el túmulo rodeado de guirnaldas que iba a recibir el sacrificio.

La luna estaba en el cenit, presidiendo los oficios, y a su luz, transparentes y verdosos, brillaban los ojos y los trajes en silencio. Y así se inició el rito, sin más ruido que el agitarse de las enormes alas del cóndor que se debatía, el chispotear de los mecheros olorosos y el eco lejano y manso del agua que lloraba desde el río, en el fondo del valle solitario.


Este cuento incaico apareció en el diario La Crónica de Lima el 1 de enero de 1919, siendo una nueva versión del cuento “Chaymanta Huayñuy (Más allá de la muerte)” anteriormente publicado en el diario La Prensa de Lima el 11 de enero de 1916.

El Pastor y el Rebaño de Nieve

I

Era el reinado de Túpac Inca Yupanqui. Ritti-Kimiy, hermano del Inca, era uno de sus favoritos. Usaba flechas y armas iguales a las suyas y departía por las tardes con su noble hermano. Eran todos felices en el reino. Pacric había hecho conquistas para el Inca, había cogido animales rarísimos para sus salones y piedras preciosas para su llauto. Una tarde, los dos nobles hermanos miraban descender el Sol sobre la mar lejana, desde la terraza del palacio real. El cielo se vestía de un color rojo encendido que ardía sobre el mar.

Miraban atentamente cómo se hundía el Sol sin ocultarse tras de las nubes, lo cual era un feliz presagio para el Inca. Ya iba a ocultarse el astro. Una nubecilla dorada se acercó demasiado. El Inca palideció. Ahora se alejaba, y los nobles observaban presas de una excitación intensa y febril. Ya faltaban minutos, segundos, ahora...

–¡Por fin!

–¡La felicidad te espera!

–Contento y feliz estoy. Pídeme ahora lo que quieras y hoy te lo concederé...

–¿Me concederás, señor y hermano, lo que te pida hoy?...

–¡Te lo concederé! ¡Habla!

–Quiero ver a las vírgenes del Sol...

El Inca palideció. Aquello era una audacia sin límites. No había precedente de pedido semejante y al que se hubiera atrevido a formularlo lo habría hecho ahorcar en la plaza pública.

–No me has pedido riqueza, ni castillos, ni estados, ni haciendas, ni honores. No te has detenido a pedir un rebaño de oro ni una mujer de mis salas, ni uno de mis esclavos. ¿Por qué me pides aquello que nadie ha pedido nunca? ¿Por qué quieren ver tus ojos lo que no vieron jamás los humanos ojos? Pídeme lo que quieras. Tuyas son mis riquezas, mis esclavos, mis concubinas, mis armas y mis trajes, mis ovejas y mis rebaños. Pero no pidas, noble hermano, lo que no te he de conceder.

–Hijo del Sol, tú me lo has prometido. Tú no negarás que me prometiste lo que quisiera. Puedes negarte a cumplir y hacer que me ahorquen en tu presencia, pero si los hombres engañan, no se engañan los dioses. Tú no querrás engañar a los dioses. Tú cumplirás tus palabras. Tú me lo has prometido, Hijo del Sol.

El Inca se sintió vencido. Ensombrecióse su rostro y dijo mirando fijamente en el suelo:

–¡Sea!

II

Eran las cuatro, y el noble entró: no debía hablar a las escogidas, pero podía visitar todos los recintos y ver a todas las vírgenes. Sus ojos se encantaron. Se miraron y comulgaron bajo la misma idea.

El Inca lo hizo pastor de los rebaños del Sol y tomó a la virgen por esposa.

–¿De dónde vienes?

–De la Ciudad Sagrada.

–¿Conoces al noble Rama, hermano del Inca?

–Hace muchos años que cuida, lejos de la ciudad, los rebaños del Sol.

–¿Qué hay en el reino?

–Hay fiesta. El Inca ha tomado por esposa a Yipay, virgen del Sol.

Siguió su camino. Se encontró con un correo.

–¿De dónde vienes?

–De la Ciudad del Oro.

–¿Qué hay en la Ciudad?

–Hay fiestas. El Inca toma hoy una nueva mujer...

Siguió adelante todavía. Se encontró con un anciano.

–¿De dónde vienes?

–De la Ciudad del Inca.

–¿Qué hay en la ciudad?

–Se desposa una virgen del Sol.

Entonces, el alma despedazada, el dolor en los ojos, temblorosas las manos, tornó a la loma sin llegar a la Ciudad. Al regresar, tropieza con una comitiva.

–¿Dónde vais?...

–Vamos al Cuzco: se casa la virgen del Sol. Estos son los presentes del Curacazgo...

Entonces se fue al cerro y tornóse siniestro. Llegó a su terrado y guió sus sagrados rebaños hacia la nieve de las montañas lejanas. Ascendía, ascendía. Los corderos agrupábanse, mansos y blancos, y subían silenciosamente, mansamente, insensiblemente; cubrían la loma, llegaban a la cúspide, descendían y subían otro cerro más alto. Un día, dos días. Por fin, llegaron a un nevado virgen. Ya él tenía las manos heladas, la lengua endurecida. El frío le entraba en los huesos, además no se había alimentado. El Sol hería de lleno y reverberaba.

Entonces cogió un cordero, para cometer el horrible crimen de degollarlo y vengarse del Inca, su hermano y rival. Quería manchar con sangre roja las nieves perpetuas. El Sol se apercibió de su intento y cuando, en la cúspide, en medio del rebaño sagrado, se preparaba el sacrificio, el Sol se ocultó rápidamente, una tempestad se desencadenó y cayó nieve, nieve, nieve blanca. Cuando volvió a salir el Sol, estaban convertidos en nieve el pastor y su rebaño.

Él amaba tanto y tan puramente a la virgen, que el Sol no pudo vencer su amor y su dolor, y, cuando sale, contra su voluntad, sus rayos derriten siempre un poco de la estatua de nieve, y el agua corre desde la cabeza del enamorado y va luego al cauce, después al arroyo, al riachuelo, después al río y luego al mar y se difunde por el mundo: son las lágrimas que llora el enamorado. Y llora siempre que sale el Sol. Cuando subas al cerro y veas la nieve de cerca sobre la cúspide, encontrarás el rebaño blanco convertido en nieve, y, en el centro, el pobre pastor. Aquel amante no ha vuelto al mundo y llorará eternamente, mientras haya nieve, mientras haya montañas, mientras salga el Sol y haga correr sus lágrimas.

El Cantor Errante

Chasca avanzaba silenciosamente por el borde de los sembríos. El cielo principiaba a oscurecer. El Sol habíase dormido sobre el mar lejano, y él debía estar en el Castillo entrada la noche. Tenía prisa para poder hacer la caminata en seis horas. Como tuviera que saltar muchas vallas, Chasca salió de los sembrados y se internó por su sendero poco traficado; sin embargo iba encontrándose en el camino con gañanes rezagados que caminaban a prisa, temerosos de llegar a sus terrados demasiado tarde.

Bien pronto tuvo que ocultarse para no encontrarse con un grupo numeroso que comentaba la cacería de Makta-Sumac. Los hombres acaloradamente discutían y hablaban de los destinos y de los oráculos, Chasca salió cuando hubo pasado el último quechua. Ya era de noche y el silencio reinaba en todo el Imperio. El viejo guerrero caminaba de prisa. Tenía que concluir el sendero y cortar luego hacia el lado del río, luego subir por el camino de la orilla hasta el puente y pasarlo, para internarse en el vallecito en cuyo fondo se elevaba el castillo del noble joven.

Al acercarse al río, principió a percibirse el ruido del agua desgarrándose entre los peñascales y, serpenteando entre ese ruido, un eco apenas perceptible, suave como un suspiro, el eco de una música lejana. Chasca no reparó; mas, a medida que se acercaba a la caja del río, las notas, entre el ruido rocalloso, se hacían más perceptibles. Era como un quejido sin reproches, un dulce lamento, un dolor supremo e inconsolable, que llegaba a los ojos y les robaba lágrimas, que se filtraba entre los huesos y abría el pecho a todos los dolores pasados.

A medida que Chasca avanzaba, lo envolvía sin quererlo, esa música evocadora, inconsciente; evocaba el indio guerrero sus pasados dolores y sus lejanas y tristes alegrías esfumadas ya; veía pasar sus años de niño, jugando en los moldes de tierra junto al arroyo que humedecía la heredad; veía desfilar con sus padres a sus amigos niños, luego su ingreso en la Escuela de las Armas, su viaje en los ejércitos del Cuntisuyu y con el noble Huayna-Cápac, sus hazañas guerreras, sus títulos, dados por el Inca, de general del Imperio, sus amores muertos, sus riquezas amontonadas, sus mujeres olvidadas o muertas y sus setenta raymis noblemente llevados y respetados en el Imperio. El nunca se había acordado de su vida pasada. Tenía el presentimiento del futuro, mas ahora ese sonido de flauta lejana, en una noche de sacrificio a la Luna, en medio de un campo silencioso y grande, le hacían pensar y le obsesionaban.

¿Era su alma, dispuesta al dolor, que se impresionaba con un cantar de guerra? ¿Era un gran artista capaz de hacerlo sentir y provocar esas sensaciones?... A ser lo último, éste sólo podría ser Llakatan Manay, el flautista cuyas notas hacían enfermar el alma. Pero él no estaba en el Imperio y quizá si ni en el mundo; mas ¿quién si no él, podría hacer sonar una flauta como ahora sonaba?... La quena se había detenido y la Luna estaba ahora en nubarrones opacos y siniestros. Chasca adivinaba el camino entre las peñas y saltaba hábilmente; pero, al llegar al río, divisó sobre unos peñones de la parte más alta una figura humana. Se acercó a unos veinte pasos, y cuando observaba desde los arbustos y las hojas silvestres, la luna, cayendo de lleno sobre el hombre, lo iluminó como una lluvia de plata, cayó sobre su desgreñada cabellera, se escurrió sobre las telas de sus hombros, hizo líneas de sombra en los pliegues del vestido deshecho y proyectó su cuerpo sobre la enorme peña. El hombre miraba a la profundidad del río que se extendía a sus pies como un enorme chorro de plata; mas, al ver la luz, volvió a llevar a sus labios la flauta, rasgaron los carrizos el silencio de la noche, y las notas doloridas fueron posándose sobre las cosas, mientras, abajo, el río seguía despeñándose, bajo la luz silente de la luna. El desconocido dejó oír su canción:


LA QUEJA DE LLAKTAN MANAY POR SU PROMETIDA

Quena que cantas mi dolor,
flauta que lloras mi canción:
esta mañana,
fresca y lozana,
se marchó al monte
y se perdió en la vana
curva del horizonte.


Yo la busqué en el carrizal
¡pero no estaba!...
Tal vez fue el puma que manchó
de sangre roja como el sol
su blanco traje,
cuando soñaba por su mal
bajo las frondas del paisaje.
Yo desde entonces con mi amor
la voy buscando
flauta que cantas mi dolor
quena que lloras mi canción,
seguid sonando...
 

Chasca se había acercado insensiblemente hasta Llaktan, y cuando el joven hubo terminado, volvióse a Chasca, que le decía suavemente, como si musitara una oración ante su ídolo:

–Hábil artista, el único que ha hecho llorar al Inca, el que sin báculo y sin carga sentóse en el palacio de los hijos del Sol, predilecto de los príncipes, ensueño dulce de las vírgenes del reino, ¿cuándo volviste de tu viaje?... Decían los pastores que el Padre Sol te arrebató de su Imperio para que tocases en sus divinas mansiones. Decían las mujeres del Norte que la Luna te había desterrado, para que no hicieras morir de dolor a los hombres con tu canto... Los pescadores decían que te habían visto vagar de noche en la luz de la Luna; los labriegos, que los pájaros, celosos de tu canto, te habían sacado los ojos; los guardianes del Amaru-cancha decían que al oír tu música te habían seguido las serpientes y te habían devorado. ¿Por qué estás triste y lloras junto al río?...

–Grande es mi tristeza, noble anciano. Nadie podrá comprender mi dolor. La música es el llanto. Imagínate, si eres pastor, haber perdido como Thalmay, tu rebaño en las nieves; si labrador, piensa que has dejado al dormir el Sol, tus maizales frescos y hermosos y que a la nueva luz los encontraste helados y muertos... Esos son pequeños dolores...

–Llaktan, tu padre era triste, tú eres melancólico; él amó con entusiasmo, tú amas con desesperación; obsequioso era él, pródigo fuiste tú, ¿qué alma tan grande tienes que recorres el mundo y desechas honores y riquezas?... ¿Qué llevas en el pecho que te quema tanto? ¿Qué incendio interior se revela en tus ojos?...

"–Yo amaba mi arte, pero no era mi arte; amaba el placer, pero el placer no era. Amo el dolor y el silencio; el dolor y el silencio son".

–El Sol ha de serenar tu alma, divino Errante...

–¡El Sol! ¿Sabes tú acaso, ingenuo pastor, o viejo noble, o alfarero que seas, sabes tú si somos los únicos hijos del Sol? ¿Tú sabes si cuando se oculta en las noches va a visitar otros reinados? El amauta Ticti, el que lo aprisionaba en su castillo, el que anunciaba su color, sus tristezas y sus luchas con las otras deidades, se lo contó a mi padre: el Sol tiene otros hijos... otros hijos y otros reinos... otros hijos que vendrán! ... ¡Sólo ella no vendrá! ...

–¿Por qué blasfemas?... Nada ha dicho el oráculo... Chasca te asegura que no hay tal cosa... ¡ Serénate!...

–¿Chasca?... Noble general, tú lo sabes también, porque tú fuiste general del gran rey, tú fuiste a su lado en los combates. ¡Chasca, noble general de Huayna Cápac, tú lo sabes también! ...

Y volvió a cantar:


...esa mañana,
fresca y lozana,
se marchó al monte
y se perdió en la vana
curva del horizonte.
 

Chasca habíase alejado y las canciones del artista iban a morir lejanamente. El noble guerrero apretó el paso para llegar al puente de mimbre. La Luna se elevaba, más blanca que nunca, como un copo de nieve que burlando el peso, surgiera de los montes azules. Poco a poco se fue perdiendo la voz de la quena y ya, entre los bosques del castillo, escuchó Chasca los últimos acordes de aquella alma de dolor que lloraba, bajo la luna:


...tal vez el puma que manchó
de sangre roja como el sol
su blanco traje
cuando soñaba por su mal
bajo las frondas del paisaje...
 

El guerrero vencida casi la noche y la distancia, con una tristeza y un presentimiento infinitos, se dio prisa, perdióse en el bosque en cuyo centro se elevaba el castillo y entre las hierbas y las trepadoras que se arrastraban sobre la huaca y lamían los muros de granito.

El Alma de la Quena

El Inca, en la terraza, vio caer el Sol, en la paz de la tarde, oyendo la misma melodía que escuchara en el camino la víspera. Había hecho detener su comitiva. Los haravicus interrogaron con las flautas, los naupachikas se internaron en el valle, pero el Inca no supo si aquella música dolorosa y extraña era de un hombre o de un ave. Ahora lo sentía algo más clara aunque imprecisa, y aguzaba sus oídos para percibirla mejor. Era un sonido mezcla de alegría y dolor, como un dulce reproches, como una queja musitada en voz baja, notas que envolvían el espíritu, que se filtraban como un puñal en los nervios, que avivaban recuerdos insepultos y dolores que el tiempo no había podido cubrir, a cuyo conjuro morían en los labios las palabras, en los ojos nacían lágrimas y en el alma honda sed de tristeza. ¿Era un ave? ¿Era un hombre? Sinchi Roca hizo apagar las resinas aromáticas y retirar a sus guardias a la puerta.

–¿Qué suena? ¿Qué vibra? ¿Qué canta? – dijo su esposa.

–Es tan divina esa música, Pachacamac, respondió Coya Cimpu, que no parece el canto de un hombre ni el sonido de una quena. Se diría que es un ave que viene a llorar bajo la luna. En estas noches vienen, desde las lejanas montañas profundas, aves raras a poblar los jardines del palacio. Yo he visto ayer una avecilla, roja como una herida, posarse en los maizales sagrados...

El noble monarca se levantó. Pausadamente miró desde la terraza la Ciudad Imperial. Abajo se extendía la población con sus templos y sus palacios. Luces rojas marcaban el lugar de las cuatro plazas y los cuatro caminos. Al frente se elevaba el Coricancha, guardado por Huillac Humus y guerreros nobles, y dentro dormía el divino tesoro de la imagen del Sol, ante la doble fila de los áureos cuerpos de los Emperadores. Delante se distinguía la Intipampa rodeada de los palacios de los nobles, y junto a la Gran Plaza, y frente al Amarucancha, el templo de los acllas elevaba sus herméticos muros de piedra. A la derecha, rodeando la plaza de Cuntisuyu, se hallaban las cárceles, detrás del río; y antes de él, a poniente, los canchones reales; al lado opuesto estaban los cuarteles, los hospicios, los bramadores para las bestias indómitas y algunos palacios de los nobles.

Y más allá de las murallas, el valle fértil dormía bajo el cielo tranquilo de esa noche azul, mientras la Luna dejaba caer sus rayos misteriosamente y una brisa perfumada ascendía hasta ella desde la tierra silenciosa. Mudo, sentóse el Inca sobre su trono de palma negra incrustado de oro.

–Si fuera un hombre el que toca esa música, me gustaría tenerlo en el palacio; si una ave, en mis jardines...

–Ordénalo, Pachacámac.

–Si fuera un hombre, sería fácil tomarlo para mi servicio; más si son aves, nada puede contra ellas mi voluntad, que son oficiantes de la pompa del Sol, mi padre...

De pronto, la Coya, haciendo un ademán suplicante, dijo:

–¡Escucha, Viracocha!

El Inca puso toda su atención, su rostro reveló la curiosidad, luego la admiración, después la duda, y dijo al fin, haciendo palmas como un niño:

–¡Yma Samiyock!... ¡Yma Samiyock! ¡Es una quena! ¡Buscad y traed a ese hombre!

Los grupos de sus servidores se esfumaron en la penumbra lunar. A una actitud del Inca, otros encendieron nuevamente sus resinas. El silencio reinó luego y se pudo percibir claramente el sonido de una quena que avanzaba. Oyéronse las voces de los guardias de puesto en puesto y en tanto la Coya decía:

–Si es un hombre, ha de ser Yactan-Naj, pues él se ha perdido... Kuychy mi servidora, me ha dicho que Yactan no está en el reino. Dicen los pastores que el Padre Sol lo arrebató de tu Imperio para que cantara en sus mansiones. Las blancas mujeres del norte dicen que Mama Quilla lo ha desterrado para que haga morir a los hombres con sus canciones de dolor. Los pescadores del Lago Sagrado dicen que vaga de noche por la Isla Solitaria; los labriegos cuentan que las aves, envidiosas de su música, le sacaron los ojos y que, ciego, cayó al río; los guardias del Amarucancha dicen que al oír su flauta les siguieron las serpientes y lo devoraron; y los chasquis aseguran oír por las noches, en la profundidad de la selva, sus canciones... Sintiéronse las voces de los guardias y, a poco apareció un grupo de servidores nobles conduciendo a un quechua. Arrodilláronse todos, con el chepi a la espalda, y el indio balbuceó tembloroso:

–¡Napaycuy, Yaya, Viracocha!

–Levantadle, dejadle venir, ¡retiraos! – dijo el Inca. Quedóse éste con la Coya y el artista. Despedazada túnica cubría mal sus carnes pálidas, las sandalias rotas, el báculo leñoso y tosco. Su cabellera despeinada y soberbia, sosteníase en la frente con una cinta a manera de llautu, y de su cuello, pendiente de un largo collar, había una flauta de cinco agujeros.

–¿Quién eres? preguntó el Inca.

–Soy, Viracocha, del ayllu vecino a la Ciudad Imperial.

–¿Quién te enseñó a tocar la flauta? ¿Por qué es tan triste tu canción?

–No me enseñó nadie, Poderoso. Fue el dolor. Lloro porque mi amada se ha perdido.

–El Inca, tu padre, quiere serte favorable: el Hijo del Sol te dará lo que quieras. Pide. Desde hoy vivirás en mi palacio y en mis jardines, donde tu alma olvidará tu dolor y tu quena alegrará el castillo. Tocarás en la quena. ¿Oyes? ¡Voy a hacerte feliz!

–No podré serlo nunca, Viracocha. Tú no puedes hacer que ella vuelva del palacio del Sol. Pero sí puedes hacerme menos desgraciado. Voy a pedirte una cosa.

–Habla.

–Me dejarás siempre correr el Imperio, pasar de las fronteras, ir por las comarcas, errar por todos los caminos. Ordenarás que nadie me cierre el paso y que nadie en tu reino me impida toca la quena. Hazme creer que el mundo es mío; y sabiendo que mi vida te pertenece, hazme creer, ¡oh Viracocha!, que puedo entregarla al dolor...

–Te daré siervos, te ennobleceré, podrás acercarte a mi trono y marchar en mi comitiva. Tendrás trajes suaves de alpacas tiernas y siervos que colmen tus deseos. Pero tocarás la quena...

–¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Déjame ir por el mundo!... Yo cantaré canciones al Inti en tu nombre. En los árboles más gruesos grabaré tus insignias y en las piedras más enhiestas pondré tus colores. Cazaré murciélagos para tu manto imperial, enseñaré a decir tu nombre y a repetir tus hechos a los guacamayos, a las kalla y a los uritu, y ellos esparcirán tus hechos en la espesura de la selva, donde no se oye la voz de tus arabecus, al amanecer de cada día, cuando el Sol, tu padre, asome... Pero déjame marchar si me quedara en tu castillo, mis canciones no te gustarían y mis notas de dolor no te llegarían al alma. ¿Quieres que sea feliz y que mi quena llore? No me des fiestas ni riquezas, ni siervos, ni palacios. El dolor no se hace. El dolor es. No se para divertir a los otros. La pena está en la luz de la luna, en la sombra de las frondas, en el silencio de la naturaleza. En lo gris de las nubes que se juntan y opacan en las cimas, cuando llueve, allí está el dolor. En el viento frío que sopla en la tempestad, en el retumbar del trueno, en la lluvia incesante y torrencial, en la blanca nieve sagrada, en el río que rompe el lecho y enrojece el agua con la arcilla, en el rayo, allí vive el dolor. Nada de eso hay en tus jardines, Pachacámac. El dolor es inmenso como el mar, orgulloso como el cóndor, multicolor como el bosque. Tú no conoces el dolor... Déjame, pues, salir, Hijo del Sol, Poderoso, Viracocha; no me arrebates lo único que me queda en la tierra: mi tristeza; no desencantes mi quena, no deshagas mi vida...

–Eres y no eres de mi reino. Ve por el mundo, Divino errante. Lleva esta insignia del Inca para que nadie se oponga a tu marcha. Es una pluma de mi diadema... Vé... ¡Yma sumac yaqui!...

–¡Aiguayá! ... ¡Aiguayá!...

Dijo y besó el suelo a los pies del Monarca. Los soldados volvieron hacia él. Escoltado, bajó las escalinatas del palacio. Volvieron a su puesto los guardias. Alimentaron las resinas y, poco a poco, bajo la luz serena y silenciosa de la Luna, volvió a oírse el eco triste y desolado de la quena en las frondas lejanas.

–¡Yma sumac yaqui! ... ¡Yma sumac yaqui!... dijo el Inca a la Coya.

–¡Aiguayá!... sonó a lo lejos la voz del artista.

La luna se ocultó.

El Camino Hacia el Sol

Se ve al final de esta leyenda señorear sobre las momias sepultas la serenidad; e intervienen en su desarrollo, cosas inefables e infinitas: la Fe, el Amor, el Mar, el Crepúsculo y la Muerte dueña y señora de todo lo que existe y anima.

I

Cuando Sumaj, con esa reposada placidez que da el descanso de una labor tenaz, cantando un airecillo dulce volvía a la ciudad, desde la tierra que le fuera acordada para su matrimonio con Inquill; declinaba el Sol. Cruzábase en el camino a cada instante con los labradores que, como él, tomaban de la faena agreste, apartábanse un poco, inclinaban la cabeza, y decíanle en tono respetuoso:

–Viracochay...

Así llegó a la ciudad y a la calle del Oro que descendiendo, estrecha y recta, iba a terminar en la plaza del Sol. Desde allí se dominaba la población, y Sumaj pudo ver un espectáculo inusitado en el Imperio. Una muchedumbre, en la cual distinguía trajes de todos los linajes, invadía la Intipampa. Algo grave debía ocurrir. Apuró el paso, y al desembocar en la plaza un clamor se elevó en todos los labios y todos los ojos se fijaron en la calle del Norte, donde apareció la figura de un chasqui, que avanzaba de prisa.

–¡Otro Chasqui! ¡Otro Chasqui!

El mensajero llegó a la plaza, abriéronle camino, y los alcahuizas lo introdujeron a la casa del Curaca. Entonces supo Sumaj que en la tarde había llegado un chasqui; que habían sido llamados precipitadamente los amautas; que, aunque los sacerdotes no habían dicho nada, en el pueblo se sabía que enemigos poderosos y extraños habían invadido el Imperio; que eran hombres raros, hijos del mar y del demonio; que la profecía de Huaina Cápac iba a cumplirse; que el bastardo Atahuallpa estaba preso; que los invasores habían asesinado al Inca Huáscar, saqueando el Cuzco y llevándose los tesoros del templo y los palacios; que sabiendo que allí, en la ciudad, los había, iban a invadirla y asolarla.

Sumaj entró en la casa del Curaca, entre las filas de alcahuizas. El noble joven presentía un peligro inmediato e inexorable. En la plaza la inquietud aumentaba. A gritos se comentaban sucesos inverosímiles. Creían algunos que la invasión de los extranjeros era encabezada por el mismo Atahuallpa, el bastardo, que había llamado en su auxilio a los hijos del diablo, para vencer a su hermano Huáscar. Se contaban anécdotas de sus infernales planes. Se recordaba que el demonio lo había convertido en culebra para que escapara de su prisión en Tumeypampa, donde fuera vencido por los ejércitos de su hermano. Algunos empezaron a llamar al Curaca a grandes voces y crecía el clamoreo de la muchedumbre cuando surgió otro grito que heló la sangre y paralizó toda acción:

–¡Otro Chasqui! ¡Otro Chasqui!

El mensajero, en lo alto de la calle del Chinchaysuyo, venía con los brazos extendidos y pronto sus lamentaciones cayeron como rayos en el pueblo reunido.

–¡Desgracia! ¡Desgracia! ¡Desgracia!

Entonces la confusión fue espantosa. Atropellábanse las gentes, corrían unos a sus casas, llamábanse otros a grandes voces, las muchedumbre se mecía como una inmensa ola y un sordo clamor, mezclado de gritos, lamentaciones y llanto invadió la plaza. Quejábanse las mujeres con sus niños atados a la espalda, nombraban los padres a los hijos, buscábanse a la distancia en la confusión, y nadie podía salir de aquel laberinto sonoro. Las espantadas gentes sólo pronunciaban, pálidas y transformadas por el terror, una sola frase:

–Los hijos de Supay... Los extranjeros...

En ese instante salieron de la casa del Curaca los Amautas, y hablaron al pueblo desde la escalinata del edificio. Un silencio trágico invadió el ambiente y entonces el Tucuiricuc, el mensajero del Inca, que visitaba ocasionalmente aquel ayllo, dijo:

–Hijos del Sol, el Imperio está en peligro. Se ha cumplido el oráculo. La ciudad sagrada ha sido destruida por los extranjeros. El Inca, el padre de los hombres, el hijo del Sol, ha sido asesinado, por los hijos de Supay...

No pudo continuar. Un sordo clamor se elevó al cielo. Gritos de dolor salieron de todas las bocas. Arrojábanse al suelo las mujeres y lloraban desesperadamente. Mesábanse los cabellos, maldecían a los extranjeros y por un largo espacio de tiempo sólo se oyó el enorme sollozo de aquella multitud que se sentía herida por las extrañas fuerzas de un destino adverso. El Tucuiricuc continuó:

–Ya no tenemos Inca. Es preciso buscar el amparo del Sol. Los enemigos vienen. Llegarán pronto. Preparad vuestros menesteres y esperad las órdenes del Curaca y del Consejo.

Entonces descendieron los camayocs y con gran trabajo dispusieron que cada grupo volviera a su barrio. Dieron órdenes, y cuando el Sol se ocultó, la plaza del Inti se encontraba desierta. Aquel día no ardieron los mecheros, la sombra invadió toda la ciudad y sólo se veía cruzar a ratos a mensajeros de prisa, a soldados, y a uno que otro noble. Sólo en la cúspide del cerro sagrado que dominaba el pueblo ardieron fogatas y se hicieron sacrificios que oficiaban los sacerdotes. Algunos mozos y muchas vírgenes, mujeres de la nobleza, se habían enterrado vivas para acompañar al Inca en su viaje y servirle durante el camino. Entre ellas se habían sepultado la hija del Curaca y veinte mamacunas. En la casa del Curaca el consejo duró hasta muy tarde y a media noche salieron los jefes y hablaron a los camayocs. Habían acordado pedir auxilio al Sol. Era necesario ir adonde el Sol y abandonar el pueblo. Debían llevar consigo todas sus riquezas y ganados; sus trajes y sus utensilios. Los jefes se detenían en la puerta de la casa de cada guaranga-camayoc, daban sus órdenes y seguían su camino. Los camayocs debían ordenar cada uno sus cuarenta subordinados y tenerlos prontos para el gran viaje.

II

Cuando las sombras empezaron a hacerse transparentes y ya en la hierba brillaba el rocío, empezaron a salir en silencio todas las familias. Pronto las plazas estuvieron invadidas por los grupos que con su jefe a la cabeza esperaban las órdenes del Curaca. Entre la multitud, las vicuñas alzaban sus esbeltas cabezas inquietas; los aljos, especie de perros, merodeaban mudos, al pie de sus rebaños; tendíanse a descansar, agrupadas, las alpacas de sedosa piel, y, las llamas cimbreándose bajo el peso de las cargas, caminaban a menudos pasos entre los emigrantes. Un silencio, que apenas interrumpían entrecortados sollozos o el llanto de los niños, dominaba el pueblo. La luz empezaba a asomar. Los guaranga-camayocs dijeron que el pueblo saldría después de entonar el himno al Sol. Aquél sería el último illarimuy. La idea de dejar para siempre los lares, entristecía todos los corazones.

Preguntábanse las gentes adónde iban. Los ancianos respondían:

–Vamos en pos del Sol. El no nos abandonará. El nos recibirá en sus mansiones...

–¿Y quién conoce el camino para llegar al Sol?...

–¿Quién sabe dónde está el Sol?...

–¿Por dónde se va al Sol?...

–Yo he soñado, dijo una joven, yo he soñado, que se va por un camino de molles florecidos, a cuyos lados corren arroyos transparentes en cuyas ondas van pasando los días, las horas, las lunas y los raymis, que todo el camino lo iluminan sus rayos, es un sendero largo, muy fresco, y a ambos lados están los palacios de los Emperadores; una música de antaras acompaña a los que van caminando; y no se siente el peso del cuerpo ni el cansancio del camino...

–El Sol está detrás de las montañas. Yo he oído decir a uno de los enviados del Inca –dijo un alfarero– que más allá de las punas existe un gran río sin orillas y que en él se acuesta todas las noches el Sol...

–Sí. Eso es verdad. El curaca ha dicho que él lo vio dormirse en esa gran laguna, cuando fue a Pachacámac a consultar el oráculo y a purificarse. El Curaca ha contado a mi padre que para ir a Pachacámac pasó primero por la Ciudad Sagrada y que después de sesenta jornadas llegó al Valle del Oráculo; que allí los peregrinos se detienen delante de las murallas y después de los tres días de ayuno, pueden pisar la tierra del Templo de Dios de la Laguna. Y le dijo que el Oráculo está frente y a la orilla de esa gran laguna en la cual se acuesta el Sol. Dice que es verde y que brama y que sus aguas se comen a los hombres y que sus orillas rodean todo el Tahuantinsuyo. Allí van, desde los más remotos pueblos, los más grandes señores a saber sus destinos, y los que no pueden llevar la ofrenda; ¡ay! esos nunca conocerán la suerte que el tiempo les depara...

Aparecieron los camayocs y el día se precisó. Una claridad inmensa que se acrecentaba por instantes anunció la llegada del Sol. En las sombras ya difusas empezaron a distinguirse unos a los otros. Poco después el cerro se dibujó y en breve el magno prodigio de la luz estalló en Oriente. El pueblo levantó los brazos y se oyó, doloroso, el Illarimuy. Cantaron todos los hombres la salida del Sol y a poco se organizaba el desfile hacia el remoto país ignorado.

III

Aquel trágico desfile, sin precedente en el Imperio, comenzó. Sólo el transporte de los mitimaes era comparable con este éxodo sublime. ¿Qué era el desfile de aquellos millares de vencidos que abandonaban su pueblo, cuando sus generales habían perdido las batallas y ellos tenían que obedecer las órdenes del Inca vencedor y trasladarse a otros países para siempre? ¿Qué era el dejar sus hogares amados; sus tierras fecundas, los lugares donde su niñez y su juventud se habían deslizado, y donde reposaban los huesos de sus padres, comparado con este otro éxodo?

Los mitimaes dejaban un pueblo para ir a otro, pero eran llevados por los soldados del Inca y gozaban nuevamente de tierras y de propiedades; pero ¿qué era el llorar de los más esforzados capitanes y el plañir doloroso de los niños y el trágico silencio de los viejos al dejar sus rincones amados, la dulzura de su cielo, el amor de sus árboles, para ser trasladados a un país desconocido, donde si bien encontraban el favor cariñoso de los servidores del Inca sabían en cambio que ya no volverían nunca a su pueblo lejano? ¿Qué eran esos fugaces dolores de pasar de un país a otro bajo la autoridad del Inca, comparados con este dolor inmenso de dejar para siempre el suelo amado, muerto el Inca, destruido el Imperio, sin tener en la tierra a quién dirigir sus invocaciones? Ahora el pueblo iba con sus ganados y sus riquezas en pos de una ruta desconocida, guiado solamente por la fe de sus ancianos y el amor al Curaca.

Así comenzó el desfile. Iba a la cabeza el Curaca, en su silla de palma negra, en hombros de doce soldados. Detrás iban los sacerdotes y los guerreros, las vírgenes del Sol y sus mamacunas; luego, ordenadamente, los distintos linajes precedidos de sus camayocs. Muchas mujeres llevaban en los hombros sus huacamayos de colores brillantes, otras en las espaldas sus niños. Los enormes rebaños de llamas apretados, iban cargando las ropas y los menesteres, las riquezas, los ídolos, los vasos las armas, los atributos. Muy atrás de la comitiva, caminaban Sumaj e Inquill en silencio. Para nadie podía ser más trágico el destino. Ellos habían visto desvanecerse en un instante todos sus sueños de felicidad. Pocos días faltaban para el día de la fiesta del maíz, donde el curaca en nombre del Inca, habría unido a la amante pareja, y se habrían instalado en el terreno que ya labraba el joven. Los parientes tenían listos los regalos de la fiesta; habrían ido a habitar la casa ya edificada por la comunidad y arreglada con los dones de los padres; habían comprado telas a los viajeros del norte, tenían hermosas vasijas del Chimú y de Nazca, collares traídos de Rimactampu, vestidos de la Montaña hechos con plumas de aves multicolores. La heredad estaba cerca del arroyo que descendía a la tierra designada, sin trabajo. Ya la tierra esperaba, con los surcos abiertos, la semilla para multiplicarla y el riego fecundante para sus muslos núbiles. Y ellos habrían sembrado los árboles para que dieran sombra a la amada cuando tejiera las telas para los desvalidos y preparara el alimento para los ciegos, y los árboles habrían crecido junto con los hijos, y ambos habrían dado sombra a su vejez venturosa cuando llegara el frío de los años y la vida fuera recuerdos. Por las tardes, juntos, entre sus maizales rumorosos mientras los papeles hinchaban el surco en una fecundación pródiga y hermosa, y la tierra se rajara y sus venas crecieran sobre el fruto que se hinchaba, ellos, bajo la paz honda del cielo, adorarían al Sol y bendecirían al Inca que tanta felicidad dispensaban.

Pero ahora el Destino les cerraba de golpe sus puertas y el porvenir era trágico, inexorable y fatal. Iban detrás de la caravana, pensativos y mudos. A veces ella sollozaba desconsoladamente, y él no tenía frases de consuelo y la dejaba llorar, recostada la cabeza sobre su duro pecho. Así iban caminando. Así fueron pasando los días. A veces venían los amigos de Sumaj y se acercaban para consolados. Traían a la moza una fruta, una flor, una ave cogida al paso. El camino siempre era pesado y sin fin. Cuando ella desfallecía, él la tomaba en sus brazos y la llevaba largos trechos cargada. Extremaba su solicitud, le lavaba los pies al encontrar un arroyo y enjugábalos luego. Cuando el frío era intenso, y el pueblo se detenía, prendía enormes fogatas y la calentaba. Hacíale masticar coca, y cuando llegaban a un arroyo, le daba de beber en sus manos cóncavas. En los días de mayor tristeza, cuando la bebida comenzó a escasear, por haberse el pueblo alejado más de lo prudente del río, él conseguía de sus compañeros un poco de chicha para ofrecérsela.

Así caminaron largamente. A veces, cuando el cansancio los rendía, deteníanse, tomaban un poco de agua del arroyo más cercano, porque toda la chicha que había estaba destinada a los sacrificios. Su alimento era frugal. Un poco de coca, a veces unas tortas de maíz o una fruta cogida al paso. Los primeros días fueron tranquilos. De las aldeas las gentes abandonaban sus casas y se iban en pos de ellos. El pueblo peregrino iba detrás del Sol. Seguía sus pasos. Y allí por donde el Sol se ocultaba, allí encaminaba su cansada peregrinación. Así transcurrieron veinte jornadas. Muchas ancianas se sentían extenuadas y no deseaban dar paso. Entonces acordaban ir a reunirse con el Inca. Tomada esta disposición, al crepúsculo se detenían en lo alto de un cerro: los mozos cavaban una fosa; dábase a las mujeres que no querían seguir, las mágicas bebidas que insensibilizaban, y ellas, rodeadas de sus riquezas, de sus vasos, de chicha y de maíz y de sus trajes de gala, disponíanse en humilde y conformada actitud dentro de la fosa en la cual sentábanse y, mientras el grupo de mozos iba cubriendo sus cuerpos de tierra, ellas iban repitiendo las palabras del rito.

Así, aquel pueblo en su éxodo sublime hacia el Sol, iba dejando sembrada la ruta incierta con los huesos de sus padres y abuelos. Los mozos esperaban en la fe de los viejos y éstos en el amor del Sol. Por las tardes, al crepúsculo, reuníase el pueblo y entonaba Illarimuy, en medio de una solemnidad hermosa y sencilla. Las mujeres lloraban; los mozos de cuadrada cara y salientes pómulos invocaban en silencio a la divinidad; el himno terminaba con las últimas claridades solares y el pueblo esperaba que el día siguiente el Sol les abriría las puertas de su ciudad encantada. Pero al día siguiente caminaban, febriles, de prisa, como poseídos. Muchos no querían detenerse a tomar alimento y apenas masticaban en el camino unas hojas de coca. Algunos, impacientes, acudían hasta el Curaca y le preguntaban, tratando de no dejar traducir el menor tono de desaliento:

–Taytay, ¿llegaremos pronto a la mansión del Sol? ¿Nos abrirá las puertas de su ciudad? ¿Nos defenderá contra los blancos?...

Y el Curaca respondía:

–El Sol nunca abandona a su pueblo. Algún pecado se cometió en el reino cuando él ha permitido y ha mandado a esos animales blancos y funestos, en castigo. ¡Ah, Atahualpa! ¡Atahualpa! ¡Bastardo y extranjero!...

Otras veces, para distraerlos y para darles ánimo, después de hacer la oración, se reunían formando grandes círculos de improvisadas tiendas para pasar la noche, rodeados de sus rebaños, y el Curaca o un amauta viejo, les decía cómo eran los dominios del Sol. Ellos escuchaban encantados y al calor de estos cuentos los niños se quedaban dormidos y, poco a poco, los mozos y las mujeres, para levantarse al nuevo día, llenos de esperanzas. El país del Sol, donde iban a morar y a ser recibidos era un inmenso país donde los hombres vivían felices; departían diariamente con los incas, tenían trajes maravillosos, chichas desconocidas y exquisitos manjares. Allí los frutos eran grandes y perfumados, las mujeres eran mucho más bellas que las recogidas en el Cuzco. Músicas divinas invadían el aire. Pájaros de multicolor belleza cantaban canciones exquisitas y tiernas, y todas las casas eran de oro y piedras fantásticas, los lechos mullidos; y tenían servidores diligentes y amables. Nada faltaba a los más exigentes deseos. Y todo estaba iluminado con una luz radiante, blanca como el algodón y transparente como la nieve que se congela en las lagunas. La luz lo invadía todo, el cuerpo y el alma, los objetos, las flores, la vida, los sueños, el amor y los deseos... Era el reino de la luz, del oro, de la paz, de la felicidad. Llegaron por fin a unas colinas donde el calor empezó a reemplazar el frío de las punas. Aquello les pareció de buen agüero porque allí donde el clima era más cálido debía estar el comienzo de los dominios del Sol. Aquel día Inquill se sintió alegre y rió. Así, animosos y fervientes, caminaban largas jornadas a despecho del calor y así iban descendiendo a los llanos. Las pocas aldeas que encontraban usaban distintos trajes, las unjus eran casi transparentes. Y todas las tardes, al crepúsculo, entonaban la misma oración y la misma plegaria:

–¡Oh Sol! ¡Oh padre de nuestros padres y señores, no abandones a tu pueblo y protégenos contra la furia de Supay!...

Una mañana, a la aurora, les pareció sentir una brisa deliciosa y un extraño ruido apacible. No era un rugido de pumas, ni de multitudes era algo confuso e ininteligible, pero amoroso y lento. El ruido venía del lado del Sol y de la brisa. Unos mozos se subieron a un montículo y al llegar a la cúspide un solo grito admirable salió de sus labios:

–¡Cocha! ¡Cocha! ¡Cocha!

Todo el pueblo ascendió y pudo contemplar, en medio de un sordo rumor de admiración y de entusiasmo, algo que no había imaginado. Una laguna enorme, una laguna sin orillas, suavemente azul, se distinguía a lo lejos. Era sin duda alguna de la casa del Sol. La famosa laguna de que hablara el Curaca y hacia donde se encaminara para acostarse todas las tardes el Sol. Aquella mañana se hizo el sacrificio de seis llamas y se libó chicha en honor del Inti. Y la caravana siguió su interminable peregrinación hacia el valle fecundo que se extendía a sus pies. Aquel valle estaba deshabitado y bravío. Y al penetrar bajo sus árboles coposos y verdes reposaron algunos días hasta que llegaron a las orillas ansiadas.

El entusiasmo del pueblo desapareció súbitamente. ¿Cómo irían ellos a atravesar ese inmenso río, para poder llegar adonde estaba el Sol? La víspera estaban ciertos de haberlo visto ocultarse entre las aguas; era, pues, seguro que llegando al sitio donde lo vieron hundirse, entrarían en su reino. Pero ¿cómo atravesar esa laguna verde, rugiente, inmensa y enorme?...

Acordaron esperar, convencidos de que el Sol no los abandonaría. De un momento a otro creían ver aparecer por el horizonte alguna balsa guiada por hijos del Sol, que vendrían por ellos para llevarlos al ansiado país. Así esperaron unos días, haciendo todas las tardes sacrificios a la divinidad. Pero una de ellas, el guardián de las provisiones avisó al Curaca que los víveres que tenían no alcanzarían sino para tres días más, y que era bueno avisarlo al Sol para que enviase pronto por su pueblo.

Detenidos junto a la orilla, los quechuas fueron poco a poco entristeciéndose: nadie dudaba de que el Sol los salvaría, pero la paciencia iba tomándolos melancólicos y ellos no veían llegar a los comisionados del Sol. Los días pasábanlos explorando la orilla, buscando alguna puerta en el mar, escuchando lo que decían las olas, pero nada venía a sacarlos de sus inquietudes. Al llegar el crepúsculo, acercábanse todos hasta la orilla, y tanto que las olas les mojaban los pies, para ver si en la estela crepuscular y dorada aparecía algún signo de la bondad solar, pero el Sol se ocultaba en el mar y dejaba a su pueblo abandonado, esperando nuevamente.

Pasaron tres días. Economizando los alimentos y mandando a los guerreros en busca de caza pudieron sostenerse aún dos días más. Al tercero fue necesario comer los ánades secos que tenían destinados a polvos para perfumar los sacrificios y las ropas del Curaca y de los amautas y sacerdotes. Sumaj pudo coger aquel día un pez y lo trajo a Inquill, fresco y vivo, viscoso, con su plateado lomo y sus enormes ojos redondos. Inquill, en medio de su tristeza y extenuación, hizo palmas de alegría; ella nunca había visto un animal tan bello. El hambre amenazó. La última tarde, la definitiva, la invocación al Sol se hizo llorando. De aquel pueblo creyente que ocupaba en la orilla una enorme extensión que doraba el Sol moribundo, salió un solo llanto conmovedor y sincero:

–¡Padre! ¡Padre! ¡Padre! ... ¡No abandones a tu pueblo! ... ¡Padre, dinos el camino de tu reino maravilloso!

Pero nadie contestaba aquel grito de dolor y de desesperanza, y, a medida que el Sol se iba ocultando, el llanto crecía y dominaba el rugir del mar. Hubo un momento, aquél en que el Sol besó la línea del horizonte, en que ellos esperaron ver salir al Sol y hablarles con la misma bondad generosa que a Manco Cápac, y suspendieron sus lamentaciones; pero, breve e indiferente, el enorme disco de oro se ocultó en el mar. Entonces arrojáronse al suelo y lloraron inconsolables. Llamábanse unos a otros. Los niños, abrazados a sus padres, lloraban con un extremo gesto de terror y, por largo tiempo, sólo se oyó, en aquella orilla desolada sollozos y lamentaciones entrecortadas.

Al caer la noche se reunieron el Curaca y los cuatro amautas, los camayocs, los sacerdotes y los ancianos. La luna era espléndida y tenía una azul tonalidad transparente. Subieron todos al montículo que dominaba el valle y allí discurrieron largo rato. Unos opinaban porque se debería esperar a la orilla y tener fe en el Sol. Los alimentos podían procurárselos del propio valle, cazando los primeros días, sembrando y alimentándose con esos peces que entre las olas saltaban, plateados. Otros pensaban que era mejor internarse en el mar, y que cuando el Sol los viera en peligro los salvaría. Recordaron entonces sus lejanos hogares, sus sembríos fecundos y florecidos, la paz de su pueblo lejano. ¡Cuánto mejor habría sido quedarse y recibir allí la muerte de manos de los extranjeros de las barbas de nieve! Después de un momento de silencio, surgió una voz bajo la paz de la luna. Era un anciano de encapotados ojos, amauta famoso, que determinaba la hora y el lugar de las fiestas del Cápac Raymy cuando se aprisionaba al Sol para recibir el homenaje del pueblo. Y dijo:

–El Sol nos ha abandonado. El es todopoderoso y podría salvarnos. ¿Quién sabe si al Sol lo ha vencido en algún combate ese otro dios que dicen que puede más que él?... De este Sol no debemos esperar nada. El ha permitido que los extranjeros entren al Cuzco y destrocen su imagen y la de los Emperadores, y se lleven las puertas y los vasos de oro y las mascaipachas y las plumas sagradas del Coraquenque. El ha permitido que el bastardo haya asesinado al hijo de Huayna Cápac y ha permitido a su vez que el Demonio extranjero matase a Atahualpa. El no se ocupa de nosotros, y mejor es morir para ir a buscar a los Emperadores. Ellos nos escucharán y no nos abandonarán nunca. Allí encontraremos a los cuatro hermanos Ayar, los fundadores del Imperio, y a los Emperadores, sus hijos.

Sabias encontraron todos las palabras del amauta y contestaron:

–Vayamos en busca de los Emperadores... ¡Vayamos!

Entonces todo aquel grupo tomó un gesto sombrío. Bajaron los hombres útiles de la huaca y con sus armas hicieron grandes fosas en la húmeda arena. Cavaban con febril empeño, en tanto que los viejos habían ido a dar la voz en el campamento de los peregrinos. Muy de mañana estaba casi todo el trabajo concluido. Faltaban algunas excavaciones. Y a mediodía, bajo un Sol iracundo, la tarea quedó terminada. Unos decían cavar la tumba para la madre; otros para la novia; otros para los padres decrépitos que habían podido resistir la fatiga del éxodo. Aquel día nadie dijo una palabra. Todos pensaban en el último viaje sin temor, pero con honda tristeza. Se entregaban a meditaciones solitarias. Llegó la hora del crepúsculo y el pueblo se dispuso a morir. Con grandes esfuerzos se consiguió una cantidad de la bebida suficiente para adormecer a las mujeres y los niños. El Curaca y un grupo de amautas, ayudados por seis jóvenes fornidos, se encargarían de cubrir de tierra, de uno en uno, de dos en dos o según como quisieran emprender el viaje, a los que se amaban; y al punto en que el cielo comenzó a teñirse de rojo, empezaron a entonar el himno al Sol y la última plegaria. Los indios se dispusieron con todas sus riquezas y trajes, adornáronse con sus mejores atavíos y descendieron a los escalonados fosos. Allí sentábanse después de tomar el licor, para no sentir el ahogo del viaje y, poco a poco, iban quedándose insensibles y dormidos con una somnolencia que les hacía insensibles. La tierra iba cayendo piadosamente sobre sus cuerpos inmóviles e implorantes y a poco el piso recobraba su nivel. La tarea duró toda la tarde. Algunos, antes de bajar a los fosos, se abrazaban y despedían llorando, hasta que la tierra cubría sus cuerpos inertes.

Por fin, sólo quedaron los enterradores. Inquill no había querido enterrarse y esperaba a su amado para hacerlo. Los fornidos mozos fueron enterrándose unos a otros. Cuando Maceta dio la última paletada de tierra sobre el último quechua, volvió los ojos hacia Inquill.

Por fin, sólo quedaron Sumaj e Inquill sobre la larga extensión cubierta, y sentáronse sobre el montículo, en el cual estaba abierto el foso para Chalca. Desde allí miraron largamente el mar ilimitado y verde, cuyo ruido tenía caricias trágicas y roncas. Inquill, sin mirar a Sumaj, le cogió las manos y lloró sobre ellas.

–Pesada labor ésta, y triste y privilegiada la de mis músculos que me obliga a ser el último en ir a los dominios del Sol... De uno en uno he ido enterrando a todos los hombres y a todas las mujeres. Ya no quedamos sino los dos...

–Ahora yo... –dijo suavemente Inquill, sin inmutarse–. Entiérrame...

El indio no respondió. ¿Qué podía responder?... ¡El no podía retener a su amada porque era un sacrificio alargar su dolor! Ella debía ir a reunirse, como el pueblo que la precedía, con el Sol, en los áureos palacios luminosos.

–Te rogaría que me acompañases un rato aún en la tierra, Inquill –dijo, temblorosa, la voz desolada del indio–. Para reunirte con el Sol poco tiempo te falta, y aunque allí nos encontraremos, ¿no quisieras esperar aquí, en la tierra donde nos hemos amado?... ¿No te apena separarte de esta tierra en la que se ha deslizado tan brevemente nuestro amor?... Los palacios del Sol son sin duda maravillosos y más bellos que la tierra, pero no sé por qué yo siento una honda tristeza al dejarla.

Y sus ojos contemplaban, húmedos, el vallecito hondo y lejano cuya verdura daba una nota de regocijo a aquel campo de muerte y de dolor. Abajo, en el fondo del valle fecundo, se veía serpentear como boa plateada el arroyo brillante, entre los matorrales, pero no se oía ni un canto de ave. Allí no había sino dos almas y dos cuerpos, y nada más que ellos acusaban la vida sobre la tierra.

Abrazados caminaron unos pasos sobre el montículo, sobre aquella humanidad sepultada, caliente todavía bajo la tarde transparente y vaporosa. Pero cuando el Sol comenzó a declinar sobre el mar, Inquill miró a sus pies la fosa abierta.

–Vamos, dijo sin mirarle la doncella.

–Vamos, repitió como un eco Sumaj.

Entonces sacó de la chuspa de su cintura un cantarillo de tierra cocida con dibujos de dioses lares, y dio a beber a Inquill el licor de la paz, aquel licor que insensibilizaba y hacía dulce la muerte, que había conservado como la más preciada joya. La amada tomó la amarga bebida y descendió a la escalonada fosa, con solemnidad. Sumaj puso a su lado todos los menesteres para el viaje. Ojotas finísimas, los tachos de chicha guardados especialmente por él, las telas para abrigar su cuerpo, y en la mano el tributo para el Sol.

–Ya me voy... Sumaj, ya me voy... –dijo débilmente–, ¡Bésame! ...

De pie, los dos, sus labios se unieron en un beso largo, lento, mudo, solemne, hasta que la cabeza de Chalca se desprendió de sus labios como una fruta madura, y su cuerpo perdió la fuerza.

Cuando Sumaj dio la última paletada de tierra sobre el cuerpo de Inquill tuvo una extraña sensación. Ya no podría hablar. Nadie le escucharía. Entonces tuvo un impulso de enterrarse a sí mismo. Pero, ¿cómo se enterraría? Fue sobre la tumba de Inquill, su adorada, y lloró largamente. El Sol empezaba a caer. Entonces sintió una sensación que nunca había sentido. Por primera vez tuvo miedo. Le parecía que de las tumbas cerradas salían palabras y quejidos que se mezclaban con el rumor de las olas. El era el único sobreviviente de aquel pueblo abandonado por la generosidad divina. Quiso abrir la fosa de su amada para unirse a ella, pero el temor de interrumpir su sueño lo detuvo.

Entonces miró largamente al Sol. Vio cómo, indiferente y rojo, se iba acercando a las aguas, y cómo las sombras iban invadiendo la montaña. Un dolor, una inquietud inmensa y súbita enseñoreábanse en él. Las cosas se le presentaban transparentes y no sentía el peso de su cuerpo. Recordó que dos días hacía que no tomaba sino coca. Un adormecimiento quiso invadirlo. Se puso de pie. Bandadas de pájaros blancos cruzaron el cielo hacia regiones que él no podía imaginar y sus ideas, como las sombras, empezaron a confundirse. Un recuerdo tenaz, el recuerdo de su amada Inquill, persistía y él creía sentir su voz saliendo de la tierra, que lo llamaba. El Sol se ocultó. Y entonces tuvo la perfecta noción de su abandono. El temor de vivir sobre aquellos muertos le impresionaba hondamente, y echó a llorar de nuevo como un niño y a llamar al Sol. Insensiblemente se había echado sobre la tumba de Inquill y escarbaba y llamaba a gritos a la amada. Pero ahora ella no respondía; sus ideas se confundieron. Entonces le pareció ver que del fondo del mar surgía una luz y se apagaba. Enormes sombras, fantásticas desfilaban ante él en las olas rugientes. Y él se puso de pie y se acercó inconsciente hacia la orilla. Ya no se daba cuenta de las cosas. Entonces inarticuladamente empezó a llorar y a proferir lamentos llamando al Sol, hasta perder toda idea conexa. Avanzó entre las olas con inseguros pasos. Las primeras lo derribaron y él luchó un poco; envolviéronle otras y, en breve, sólo se oyeron palabras entrecortadas que ahogaban el ruido de las olas, mientras que el cuerpo del último quechua desaparecía.

La luna se enseñoreó azul sobre el pueblo sepulto y una ave blanca cruzó en dirección al horizonte vago, sobre la estela luminosa, en el aire tranquilo.


Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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