El Loco Estero

Alberto Blest Gana


Novela



Recuerdos de la niñez

A mi distinguido amigo
DON FEDERICO SANTA MARÍA
en testimonio de alto aprecio y de cordial amistad.


Alberto Blest Gana

París, octubre de 1909.

1

Aquel día, bien que no era fiesta, los dos chicuelos vestían el traje de los domingos. Sentados a la mesa con estudiada compostura, sin hacer gran caso de la conversación de las personas grandes que ocupaban la testera, sus miradas se dirigían furtivas a las golosinas y a las frutas distribuidas en cestas y azafates sobre el mantel, con aire de extraordinario gaudeamus. Pero a pesar de la ansiosa distracción en que aquel espectáculo los mantenía, ni uno ni otro dejaban de sentir sobre ellos, como se siente el fuego de un rayo de sol sobre el rostro, el reflejo autoritario de los ojos paternos, que los requería a estar atentos a lo que hablaban sus mayores.

Más osado que el primogénito, el menor de los chicos extendió con disimulo una mano hacia un canastillo de fresas, primicia de la estación, que, entrelazadas con flores, lo fascinaban con su rosada frescura.

–Javier, no toques las frutillas, hijito –le ordenó, desde la opuesta extremidad, la voz de la madre, con dulzura.

–Si vuelves a desmandarte, no irás esta tarde a la Cañada –amenazó la voz del padre, con severidad.

Javier bajó la frente, fingiendo contricción, pero sus ojuelos pardos formulaban al mismo tiempo la protesta muda de su altiva voluntad.

–Ya ves que Guillén se está quieto –agregó la madre, para suavizar la aspereza de la conminación paternal.

Con el elogio de la madre, un vivo tinte de carmín coloreó el rostro del mayor de los niños. El, más bien que su hermano, parecía el delincuente. La mirada de sus grandes ojos azules daba a su fisonomía la seriedad casi tímida de los precoces soñadores.

Una voz de los grandes invocó indulgencia para Javier:

–Déjalo, Marica, que tome una frutilla. Hoy es día de regocijo general, y es preciso que todos estén contentos.

–¿No ves, mamá, lo que dice tío Miguel? –exclamó, triunfante, el niño.

–Cuando llegemos a los postres –pronunció, con sentencia definitiva, el papá.

El chico no se desconsoló con ese fallo inapelable.

Sabía que cuando estaban convidados don Miguel Topín y su mujer, doña Rosa, dos personas plácidas, aquejadas de excesiva gordura, un ambiente de bondad contagiosa parecía sentirse en torno de ellos, templando el rigor de la disciplina del hogar. Para los chicos, don Miguel y doña Rosa, que, en vez de comer para vivir, vivían principalmente para comer, eran los dioses tutelares de sus infantiles alegrías. Cuando llegaban, jueves y domingos, en la noche, a jugar la malilla, el fastidioso y soñoliento estudio de las lecciones se suspendía. Y, más tarde, un gran trozo de chancho arrollado, en que el rojo color del ají se destacaba sobre las blancas listas de tocino, aparecía sobre la mesa, como adorno de la bandeja del té, flanqueado de una fuente de negras aceitunas y de una ensalada de rábanos, capaces de despertar el apetito del más frugal de los ascetas. Guillén y Javier saltaban entonces de contento.

Pero aquel día los esposos Topín estaban convidados a almorzar. En agasajo a ellos, la cazuela y el ajiaco diarios habían cedido el puesto a los platos favoritos de la apetitosa pareja. Al contemplar las viandas, las frutas y los dulces, don Miguel y doña Rosa habían cambiado una mirada beatífica de común satisfacción. Ambos parecieron saborear de antemano las delicias, culinarias que prometía la mesa.

–Esta Marica, nadie sabe como ella hacer abrir el apetito –dijo don Miguel al sentarse.

–Todo parece estar de chuparse los dedos –agregó doña Rosa, confirmando el cumplido de su esposo, con miradas amorosas a cada una de las fuentes.

Entonces empezó el metódico ataque.

–¿Qué te sirvo, Rosa? –preguntó la dueña de casa, por vía de comienzo.

Don Miguel se apresuró a contestar por su consorte:

–Hija, de todo y por su orden; tú sabes que ésa es nuestra divisa.

Los chicuelos aplaudieron:

–Yo también, tío Miguel; de todo y por su orden –exclamaron.

En ese tono alegre empezó el almuerzo. Al principio, los esposos Topín sólo contribuían a la conversación con monosílabos escasos, con sonrisas entendidas, con aquiescencias de cabezas, para no apresurarse en su concienzuda masticación; un acto para ellos de suprema gravedad.

El incidente causado por la intentona de Javier sobre el canastillo de fresas ocurrió después, cuando ya, medio satisfecho el vigoroso apetito, había empezado don Miguel a disertar sobre los acontecimientos de que la fiesta de aquel día iba a ser el pomposo epílogo.

–Es preciso no olvidar –decía– que hace un año no estábamos los chilenos tan contentos como hoy de haber emprendido la campaña restauradora del Perú.

–¿Por qué, Miguel? Yo nunca dudé del triunfo de nuestras armas –dijo el dueño de casa.

–Porque no se hallaba usted, como yo, al cabo de lo que ocurría, mi amigo don Guillén –contestó don Miguel–. Yo estaba en los secretos de palacio, y sabía cuál era la situación de nuestro ejército en Lima. El general Bulnes, en comunicaciones privadas al Presidente, le decía que la residencia de las fuerzas de su mando en la capital del Perú podía hacerse muy crítica.

–Habíamos triunfado en Yungay y en Matucana –observó don Guillén, incrédulo–; ¿qué podía temer después de esas victorias? –Con el enemigo al frente y a la retaguardia –contestó don Miguel–, corría el peligro de sufrir un desastre.

Los dos muchachuelos se miraron con extrañesa. Las palabras del tío les parecieron un enigma. Hasta entonces, el enemigo significaba para ellos únicamente el diablo, el vestigio horripilante de los cuentos de criados, espanto de la niñez.

Santa Cruz, el Protector, como se llamaba, de la Confederación Perú-boliviana, que la expedición chilena había ido a desbaratar, se hallaba situado al norte, no lejos de Lima, con fuerzas muy superiores a las nuestras; otra parte de su ejército se había encasillado en las fortalezas del Callao. En un ataque combinado con Santa Cruz, estas fuerzas podían caer sobre la espalda de los chilenos.

Mientras el tío Topín daba esta explicación de alta estrategia, pasando, con intrépido apetito, de las viandas a los postres, los dos niños habían trabado un diálogo en voz baja, sin poder explicarse la siniestra presencia del diablo en las operaciones militares de que era tema de conversación de los grandes.

–Pregúntale –decía Javier a su hermano mayor– si los soldados veían al diablo.

–Yo no, pregúntale tú –se excusaba Guillén, con timidez.

Ante sus imaginaciones infantiles, los ejércitos habían desaparecido. Era el enemigo de que había hablado don Miguel el punto luminoso y oscuro al mismo tiempo que sustituía a los adversarios próximos al combate.

–Pero el enemigo se guardó muy bien de atacarlo –dijo don Guillén.

¡El enemigo! Esta voz volvía a resonar en los oídos de los dos niños, atormentándoles el alma con las primeras angustias de la inquieta existencia. Y ninguno de los dos se atrevía a preguntar la explicación del misterioso enigma.

Don Miguel replicó:

–No lo atacaron, porque el general Bulnes abandonó Lima a fin de poner su ejército a cubierto de un golpe de mano. Ustedes recordarán la alarma que reinó en Santiago al saberse que nuestro ejército había salido de la capital para el norte. El general pedía refuerzos. Las promesas de los emigrados peruanos, que habían salido de aquí con la expedición restauradora, no se realizaban; los pueblos eran más bien hostiles al ejército chileno. Dos pequeñas victorias alcanzadas por las armas de Chile, la de Buin y la de Casma, no bastaban a tranquilizar los ánimos entre nosotros.

–Así era, pues, hijita –dijo doña Rosa, mirando a doña María–; ¡todos estábamos muertos de susto!

Guillén y Javier, a los que se había permitido que comiesen las frutas de los postres, olvidaban ya al enemigo, terciando en la conversación en vez de ser simples oyentes.

–¿Y quién ganó, tío Miguel? –le preguntaban.

–¡Ah!, chiquillos, no olviden esta fecha: el 20 de febrero de este año de 1839 llegó la noticia del gran triunfo de Yungay. El 20 de enero anterior, después de un combate de seis horas, el ejército de la Confederación, al mando del protector Santa Cruz, fue completamente derrotado por el chileno, bajo las órdenes del general don Manuel Bulnes.

Javier y Guillén gritaron entusiasmados: –¡Viva Chile! –alargando cuando podían, con infantil entusiasmo, la última vocal.

–Así es, chiquillos: ¡Viva Chile! –hicieron eco los grandes.

–Y el enemigo, tío Miguel, ¿qué se hizo?

–El enemigo trató de salvarse como pudo. Santa Cruz huyó a la costa, hasta ir a asilarse en un buque inglés.

–Y la Confederación Perú-boliviana, que turbaba el equilibrio y amenazaba la autonomía de los pueblos de la América del Sur, quedó así destruida, gracias al valeroso esfuerzo del ejército chileno.

El tono de peroración que asumió don Guillén al hablar así, tratando de encender el fuego patriótico en el corazón de sus hijos, fue para éstos solamente un ruido de palabras enigmáticas, que los dejaba sin comprender la desaparición del enemigo.

–Eso es lo que se celebra con la fiesta de hoy –dijo la madre de los chicuelos, que se habían quedado pensativos.

–El general Bulnes –agregó don Miguel– entrará esta tarde en Santiago, al frente de la parte de su ejército con la que se había quedado en el Perú para afianzar el orden.

En ese momento resonó en la puerta de calle un silbido agudo y prolongado, que hizo levantarse a los niños cual si hubieran recibido una conmoción eléctrica.

En voz baja, los dos, al mismo tiempo, se dijeron:

–¡El ñato Díaz!

Aquel nombre, con su calificativo chileno de lo que el diccionario de la lengua llama chato, pareció ejercer sobre ellos una fascinación poderosa. Iluminada la vista, encendidas las mejillas por repentina animación, ambos hicieron ademán de abandonar la mesa. La fuerza de la disciplina doméstica los hizo detenerse, sin embargo.

–Papá, ¿nos da licencia para levantarnos? –preguntaron con aire respetuoso.

–Vayan, chiquillos, yo les doy licencia –dijo, en festivo tono, don Miguel.

Guillén y Javier salieron, saltando de contento. Apenas oyeron la recomendación de la madre, cuando iban corriendo.

–Niños, no pasen de la puerta de calle.

La voz de la señora se perdió en medio de un formidable ruido de cantos y de música, que llegaba de afuera.

Una partida de pueblo, marchando en derredor de una banda de músicos, pasaba en ese instante por la calle. En acordes de dudosa precisión, pero con un ardor digno de suerte más armónica, la banda lanzaba al aire, en notas de primitiva cadencia, la Canción de Yungay, obra musical de circunstancia, debida a la inspiración del maestro Zapiola, un compositor chileno.


Cantemos las glorias
Del triunfo marcial
Que el pueblo chileno
Obtuvo en Yungay.


Andrajosos, y en gran número descalzos, los chicuelos de la calle, unidos al grupo de pueblo, manifestaban su entusiasmo patriótico, mezclando al concierto de las voces sus silbidos penetrantes, signos a veces de aplauso, y otras, de burla maliciosa. Los perros, muy abundantes entonces en las calles de la capital, tomaban parte en el regocijo público con sus aullidos, sin respeto a la voz de los cantantes. Con sus chamantos terciados sobre el pecho, los hombres agitaban sus chupallas en el aire, lanzándolas al espacio, con risas y cuchufletas. Echado hacia atrás el rebozo, las mujeres, sin cuidarse mucho de cubrirse el seno, desgreñado el cabello, ya encendido el rostro por el calor del sol, alzaban también su voz de tiple en notas sobreagudas de atronadora repercusión. Casi todos, hombres, mujeres y chicuelos, a porfía fumaban cigarrillos de hoja y de papel al terminar cada estrofa. Jadeante con la agitación de la marcha y con el esfuerzo de las voces por uniformar la medida musical, la turba llegó en tropel confuso delante de la puerta de calle, entonando, tras el coro, la primera estrofa de la canción:


Del rápido Santa
Pisando la arena
La hueste chilena
Se avanza a la lid,
Ligera la planta,
Serena la frente,
Pretende impaciente
Triunfar o morir.

Los habitantes de la casa, situada frente al antiguo cuartel de artillería, al pie del cerrito, convertido ahora en espléndido jardín, habían acudido con sus huéspedes a la puerta de calle. Al mismo tiempo, otras cuatro personas llegaban también del interior de la casa atraídas por el canto y por la música, y se agrupaban allí, conservando cierta distancia entre ellas y los del grupo de don Guillén.

En primera fila, delante de la gran puerta, con el chico Guillén de un lado y con su hermanito Javier del otro, teniéndolos de la mano, un mozo de veinte años a lo más unía su voz a los cantantes que, encontrando muy rudo el figurado estilo de la primera estrofa, volvían a empezar el coro:


Cantemos las glorias
Del triunfo marcial...


Al segundo verso resonó entonces la voz del mozo. Con risueño semblante y animados ojos, hizo oír, en medio del ruido general, esta variante burlesca:


Del triunfo marcial
Que el roto chileno
Obtuvo en Yungay.


Y agregó este verso, dominando el canto de los del pueblo:


Sin las chinas feas,
Que chillando van.


Guillén y Javier, radiantes de contento, imitaban el ejemplo del mozo, y repetían:


Sin las chinas feas,
Que chillando van.


Era, el que así cantaba, un muchacho de color trigueño, cuyos ojos, de extraordinaria movilidad, daban a su rostro un aspecto de franca alegría y de audaz resolución al mismo tiempo. De estatura mediana, de anchos hombros y bien compartida musculatura, un aire de agilidad y de fuerza desprendíase de su persona. Algunas de las mujeres del grupo de cantantes, al verse tratadas de chinas feas, le gritaron al pasar, abandonando el canto, con la fórmula de desprecio del roto por el caballero:


Cantá no más,
Futre Encolao,
De a cuartillo el atao.


Entretanto, la música se alejaba Cañada abajo, según la expresión del lenguaje común, para indicar la dirección hacia el poniente. Otros grupos de gente endomingada, es decir, de dominguera vestimenta, menos bulliciosos que los acompañantes de la banda de músicos, marchaban también, pero sin apresurarse, fumando y chanceándose con buen humor, hacia la Alameda, preparada ya para la fiesta de la tarde.

Era, entonces, aquel sitio el único paseo público de la ciudad. Oficialmente condecorada con el presuntuoso nombre de Paseo de las Delicias, la Alameda, más comúnmente designada por este último nombre, era conocida, también, por el de la Cañada. Trazado en el arrabal del sur, al borde de la población, por un coronel de ingenieros de los jefes apresados en la gloriosa captura de la fragata española “María Isabel”, el paseo de la Cañada era forzosamente el centro preferido para la celebración de las fiestas populares. En seis filas paralelas, sus altos y frondosos álamos, alineados con simétrica regularidad, formaban una ancha avenida central, limitada a uno y otro lado por dos acequias de agua corriente. La separaban éstas de dos avenidas laterales más angostas, a su vez separadas de las vías del tránsito general por las filas exteriores de árboles, que completaban aquella larga calle de tupido follaje.

–Van a ganar lugar desde temprano, para ver desfilar las tropas –decía don Miguel Topín, viendo pasar la gente.

Los chicos se inquietaron con aquello de “ganar lugar”.

–Pero nosotros tenemos tabladillo, ¿no, mamá?

La mamá los tranquilizaba: tenían un tablado de los muchos que, a manera de palcos abiertos al aire libre, amarrados a los álamos, se habían construido para la gente visible, por donde debía desfilar, en su marcha triunfal, aquella tarde, el ejército libertador del Perú.

–No se inquieten, niños, todo lo verán, con tal que se porten bien y que no ensucien su ropa –concluyó diciéndoles doña María.

–Señorita, no tenga cuidado, se portarán muy bien –dijo el mozo que tenía de la mano a los niños.

Los dos grupos de observadores se habían acercado poco a poco, y conversaban. De un lado don Guillén, su mujer y sus convidados; del otro, las cuatro personas que habían salido del interior de la casa, atraídas por la música y los cantos de la fiesta. Componíase este segundo grupo de un hombre, de cuarenta y cinco años, al parecer; de dos mujeres jóvenes todavía y de una esbelta muchacha de diecisiete años, a lo más. El hombre, flaco y calvo, de vulgar apariencia, de los que la fisonomía nada dice y nada significa, era el tipo de esos seres de la humanidad anónima, que van en tropel por la vida, como las ondas de un río, precipitándose las unas sobre las otras hasta perderse en el mar infinito del olvido, sin dejar rastros de su pasaje. En ese instante, la tibia brisa de noviembre hacía flotar, en lacias guedejas, alrededor de su cabeza, los escasos cabellos que había perdonado la calvicie. La gran pasión de su existencia habían sido los volantines en verano, y la caza de jilgueros, en invierno. Su ciencia consumada en esos dos pasatiempos le daba cierta autoridad ante los dos chicuelos de don Guillén.

Cansados ya de ver pasar la gente, los niños se habían puesto a explorar el espacio.

–Tata Apito –le decían–, buen viento para encumbrar volantines.

–Cómo no, pues, superior –decía el calvo, mirando el espacio, donde se veían balancearse cometas de distintas formas, de las que la construcción había llegado a ser una complicada ciencia por aquel tiempo.

Mientras miraba así, con los ojos de hombre experto, moverse en el aire los volantines, tata Apito fumaba, hasta quemarse los dedos, su cigarrillo de hoja, casi ya consumido enteramente.

–Tata Apito, bote el pucho, que le está quemando el bigote –le dijo Javier, con sorna.

Envalentonado con la broma de su hermano Guillén agregó:

–Ñato, dale un cigarro a tata Apito, antes que el pucho le chamusque la boca.

El joven sacó una cigarrera de paja y la presentó a don Agapito.

–Aquí tiene, saque los que quiera.

Don Agapito, fumador de bolsa consuetudinario, sacó, por lo menos, un tercio del contenido de la cigarrera.

–Vaya, pues, don Carlito, por ser de su mano.

Los chicuelos celebraron con voces de alegría la desfachatez de don Agapito.

–Toma, ñato, eso te pasa por rangoso –proferían, aplaudiendo.

Sin cuidarse de las bromas de los niños, los de los dos grupos conversaban sobre la fiesta del día. De las dos mujeres que con la chica y don Agapito habían salido del interior de la casa, una era, visiblemente, mayor que la otra. Ambas vestidas con traje de quimón ordinario y con el mantón de iglesia echado sobre los hombros, parecían pertenecer a esas familias de escasos medios de fortuna, que ocupan en la escala social de los pueblos hispanoamericanos el punto medio entre la aristocracia, acaudalada y la gente de humilde condición, que lucha con la pobreza, disimulándola.

A pesar de la modestia de su traje, advertíase en la mayor cierta majestad natural. Hubiérase dicho una gran señora, que no acertaba a ocultar la distinción de su persona bajo la humildad del traje.

Lo erguido, sin afectación, de la frente, la regularidad perfecta de las facciones, la esbeltez del cuerpo, en el que la armonía de las líneas acusaba su escultural conjunto, como el de una bella estatua de mujer, le daban el sello de una personalidad enérgicamente acentuada. En la luz de sus grandes ojos negros brillaba una altivez ingénita, que no sabía velar el reflejo de un ánimo resuelto, de los que acometen con audacias los obstáculos hasta llegar al fin deseado.

La otra, algo más joven que ella, la llamaba Manuela en la conversación que tenía con don Guillén y sus amigos. Manuela, a su vez, al hablarle, le decía Sinforosa. Eran dos hermanas, en las que el aire de familia alcanzaba apenas a sospecharse después de un atento examen. Sinforosa, gorda y de insignificante apariencia, era un ejemplo, muy común en la vida, del misterioso capricho con que la naturaleza reparte sus dones físicos y morales entre los descendientes de los mismos padres.

En la primera, un aire de superioridad y de energía desprendíase de toda su persona, mientras que la segunda parecía organizada para la pasiva sumisión de la más indolente indiferencia.

Una y otra, sin embargo, estaban visiblemente sujetas en aquel momento a una preocupación idéntica, mientras seguían la conversación general, porque ambas llegaban a dar respuestas distraídas por concentrar su atención en la chica que tenían al lado de ellas.

–Deidamia, no estés mirando a ese ñato sinvergüenza –decíale por lo bajo Sinforosa. La muchacha contestaba, con aire indignado:

–¿Cuándo lo he mirado? ¡Las cosa suyas, madre!

Deidamia había vestido ese día su traje de gala. La falda era de seda color de rosa. El corpiño, con marcadas pretensiones de elegancia, era de la misma tela, engalanado con adornos más oscuros, y ese color del traje reflejándose sobre las rosadas mejillas de la chica le daba la gracia de una flor de durazno que acababa de abrir al beso del sol de la mañana. La fina redondez del talle, libre de la tiranía del corsé; la bien acusada curva del seno, que presta a la mujer la magia de una seducción inconsciente; el suave declive de los hombros, dispuestos con estético donaire, eran en ella otros tantos rasgos de la triunfante riqueza de juventud y de femenil poder con que entraba al combate de la vida en su oscura condición de muchacha sin fortuna. Sin ser, en suma, de una belleza indiscutible, Deidamia ostentaba en su cuerpo y en su rostro ese lujo de vida exuberante que reemplaza, casi con ventaja, en la juventud, la hermosura.

A pesar de su protesta, la chica aprovechaba la más ligera distracción de sus dos guardianes de manto, para dirigir expresivas ojeadas al ñato Díaz, o, más bien, para corresponder con brío a las que el mozuelo le asestaba.

–No ves, pues, ¡ahí estás mirando otra vez a ese condenado! –volvía a decirle, por lo bajo, la madre, mientras doña Manuela continuaba la conversación con los del grupo de don Guillén.

Sinforosa hubiera querido irse y sustraer así su hija a la descarada galantería del ñato, pero no se atrevía a hacerlo.

El tono de atenta deferencia que empleaba doña Manuela al conversar con don Guillén y su esposa la obligaba, aunque rabiando, a no moverse. La situación respectiva de aquellas personas explicaba la actitud de doña Manuela y la forzada resignación de Sinforosa. La casa en cuya puerta conversaban era uno de esos viejos caserones del tiempo de la Colonia, con dos patios y un gran huerto. Situada frente del antiguo cuartel de artillería, es decir, al lado sur de la calle en que principiaba la Alameda, a poca distancia de la iglesia del Carmen Alto, hallábase dividida en dos habitaciones. De éstas, la principal la ocupaba en arrendamiento don Guillén con su familia. Doña Manuela vivía en la otra parte, exigua y destartalada, con su marido, su hermana Sinforosa, su cuñado Agapito Linares y Deidamia. El canon, puntualmente pagado por don Guillén en buenos pesos españoles de columna, constituía una de las principales entradas de la modesta familia de los Estero, como se decía, hablando de ellos. Doña Manuela, de una avaricia sórdida y persuadida por la experiencia de que la casa era difícil de arrendar, había llegado a vencer lo altanero de su índole en el trato con su arrendatario.

Mientras seguía la conversación entre los vecinos, otras partidas de pueblo habían pasado repitiendo sin música, y en destemplada vocería:


Cantemos las glorias
Del triunfo marcial...


Pero los dos chicos y el ñato Díaz habían dejado de asociarse al entusiasmo popular. El ñato espiaba los momentos en que podía cambiar miradas de inteligencia con Deidamia, mientras Guillén y Javier seguían atentos en el espacio la evolución de algunos volantines que se balanceaban en las alturas del Cerro Santa Lucía.

–Si nos fuésemos a la huerta a encumbrar nuestros volantines –dijo el ñato, poco después que los de la otra casa se despidieron de don Guillén y sus convidados.

Los niños aplaudieron la proposición.

–Mamá, ¿nos da licencia para ir a la huerta con el ñato?

–Vayan, chiquillos, vayan; yo les doy permiso –dijo doña Rosa.

–Y yo también –agregó don Miguel, acariciando a los chicuelos.

La madre asintió con una sonrisa de cariño:

–Pero no vayan a ponerse a jugar, porque mancharán sus pantalones.

2

Carlos Díaz y sus dos amiguitos, con ligero paso, tomaron en dirección del interior de la casa. Doña Manuela y los suyos habían desaparecido por una puerta al fondo del patio, a la izquierda.

Cuando el ñato y los niños salieron del zaguán, el patio estaba ya desierto.

El ñato se detuvo allí, se apartó de los niños y se acercó a la ventana de un cuarto con puerta al zaguán, de donde los chicos oyeron salir un apagado ruido metálico, como el de una cadena que alguien hiciese mover. Los dos hermanos se miraron palideciendo. Un vivo sentimiento de angustia se reflejaba en sus facciones.

–¡Pobre loco! –dijeron, en ese tono infantil tan armonioso, cuando cede a una emoción compasiva.

El ñato se había acertado a la gruesa reja de hierro que cerraba sobre el patio la pieza del zaguán.

–Don Julián, soy yo –dijo, dirigiendo la voz al interior de esa pieza, con la acentuación del que no quiere ser oído sino por aquél a quien habla.

Una voz apagada y bronca respondió desde adentro algunas palabras, que los chicos no alcanzaron a oír.

El ñato repuso entonces, siempre hablando en tono bajo al de adentro:

–Bueno, pues, ahí le mando un peso, en reales de carita. Tenga cuidado de que no se los encuentren; de seguro que se los quitan.

Al hablar, había lanzado dentro de la pieza, a través de la reja, un paquete muy pequeño: sin duda eran las monedas españolas, un vestigio del régimen colonial, con la efigie del rey, que había anunciado. El pueblo llamaba esas monedas de cara y cruz. La efigie borbónica del rey en el anverso y la cruz al reverso figuraban las armas españolas. El ademán y las palabras del ñato fueron seguidos por el mismo ruido de cadenas y la misma voz gutural de un momento antes.

El ñato volvió entonces hacia los niños.

–¡Pobre loco! ¿Está enojado? –preguntó Guillén con timidez.

–¿Por qué lo tienen siempre encerrado? ¿Por qué no lo sueltan al pobre? –reflexionó Javier, con generoso ardor.

En la voz de los niños se traslucía un acento de profunda lástima. Era para ellos un tremebundo misterio aquello de un hombre prisionero en un cuarto oscuro y el lúgubre resonar de su cadena, como llamando a compasión. Los chicos miraban a la ventana con tímida curiosidad. No alcanzaban a comprender cómo una voluntad extraña pudiese detenerlo allí, segregado del mundo de los vivientes. La forma humana iba poco a poco acentuando sus líneas en la vaga penumbra de la pieza. Era un hombre de fatídico aspecto. Su elevada estatura ponía como en relieve su larga y desgreñada cabellera. La hirsuta barba le cubría casi por completo las lívidas mejillas. En el fondo de las órbitas, los ojos, de fulgor calenturiento, brillaban como dos luces lejanas, con el desmayo de la esperanza que va extinguiéndose. Los chicos tenían una intuición precoz de la miseria humana, al examinar a hurtadillas al prisionero. Generosamente trataban de explicarse lo que podía ser esa existencia sin alegría, sin la luz del sol, sin la fresca verdura de la huerta, donde, en revueltos giros, volaban las mariposas; donde la brisa, los insectos, las aves errantes, hacían oir en aquellos días de noviembre, bajo el sol esplendente, su misterioso concierto de ruidos confusos, como un himno de contento universal. Sin darse cuenta de ello pensaban todo eso los chicuelos. Era como un aleteo de sus almas hacia las regiones de luz donde la infancia pugna por llegar, como los insectos alados que en una pieza oscura buscan la claridad, revelada por los intersticios de la ventana. Y aquel misterio de lamentable fatalidad, esas palabras repetidas por todos, fórmula para ellos de un enigma idescifrable: ¡el loco Estero!

¿Quién acertaría a hacérselas comprender? ¿Loco? –preguntábanse en ese momento, como tantas veces se lo habían preguntado–. ¿Por qué ese hombre no pensaba como ellos, como todos los demás, en vez de permitir que lo encerrasen como algún animal rabioso, en vez de servir para dar miedo y que las criadas los amenazasen a ellos con el loco?

Ese arcano de un juicio enfermo, cuando la niñez se figura, por intuición psicológica, que la voluntad es la reguladora del albedrío, les parecía, en su presunción infantil, inverosímil. A veces la obsesión del pensamiento, conversando sobre el prisionero, los hacía decirse:

–¿Quién sabe si se hará el loco?

El ñato había vuelto al lado de ellos y respondía a sus preguntas.

–¿Por qué lo tienen siempre encerrado? ¿Por qué no lo sueltan? Vayan a preguntárselo a la pícara de su hermana, a ña Manuela, como debían llamarla, y no doña Manuela, como ella se hace llamar.

Esta contestación estaba muy lejos de satisfacer la curiosidad compasiva de los hermanos. Ambos se quedaron perplejos.

–No crean que está loco –repuso el mozo, echando a andar hacia el interior de la casa–; la malvada hermana se lo hace creer a todo el mundo; pero es una buena mentira. Ustedes verán, yo les probaré a todos que no hay tal loco. Ahí lo verán ustedes; pero no se lo digan a nadie.

Había agregado estas palabras en tono de confidencia.

Al oír la recomendación final, los chicos sintieron que les daba una orden. Lo sintieron en el acento y la expresión severa, casi conminatoria, del semblante del mancebo.

Pero ya atravesaban el segundo patio de la casa, llamado “de las caballerizas y el pajar”, donde se guardaba el pienso para los caballos de don Guillén. De ahí entraban, retozones y olvidados del loco, por un largo callejón bordado de altas cicutas, a la espaciosa huerta.

Un momento después que los chicos y el ñato Díaz se alejaron de la puerta de calle, un hombre, joven aún, llegó de afuera hasta cerca de los dueños de casa y sus convidados. Con ademán evasivo, el recién venido pareció querer pasar hacia el interior sin detenerse; pero don Guillén lo detuvo, saludándolo cortésmente, al mismo tiempo que le hablaba:

–¡Qué animación, qué contento hay en el pueblo, señor don Matías!

–Así es, señor. ¡Mucha animación, mucha animación!

Había cierta vaga tristeza en su mirar, cierto ademán de quien no quiere trabar conversación. Mal vestido, con la barba de varios días sin afeitarse, tenía el aire enfermizo de una persona avejentada. Don Guillén procuró, sin embargo, detenerlo con nuevas observaciones sobre la fiesta del día. Don Miguel Topín agregó algunas alusiones a los sucesos que el pueblo seguía celebrando con su canción a las glorias del “triunfo marcial”. Don Matías contestaba distraído, con una sonrisa forzada, del interlocutor que desea escabullirse.

–Creo que me han de estar esperando en casa –dijo, con un movimiento afirmativo de cabeza, una especie de gesto de convicción, destinado a reforzar su hipotética disculpa.

Y después de un saludo de hombre corto de genio, en contorno, se retiró sin dar la mano, dirigiéndose con pasito corto de perro que huye, del lado de la casa chica, con la cabeza inclinada a la derecha, moviéndola maquinalmente, cual si repitiese su convicción de que debían estar esperándolo.

Don Miguel Topín lo siguió algunos momentos con la vista.

–Este pobre don Matías Cortaza –dijo con tono de extrañeza– tiene siempre la apariencia de dar un pésame.

Don Guillén replicó a esa observación semimordaz:

–Sin duda el pobre no es feliz.

–Dicen que la hermosa doña Manuela lo trata a la baqueta.

–¡Oh!, ¿Quién sabe? Se dicen tantas cosas –observó con benevolencia doña María.

Pero don Miguel estaba de humor festivo: un vinito moscatel con que había regado el huachalomo salpreso en el almuerzo, le tornaba picaresco el ingenio.

–O tal vez le pasa lo que a “todo el que se casa con mujer bonita, que hasta que se muere, el susto no se le quita”.

Doña Rosa diole un golpecito en el brazo:

–Cállate, Miguel, no seas mala lengua.

Los cuatro dieron vuelta la espalda a la calle y caminaron hacia las habitaciones de la casa grande.

Al pasar por delante de la puerta del cuarto del zaguán, invariablemente cerrada, los esposos Topín la miraron con cierto aire supersticioso, casi tímido, como la habían mirado pocos momentos antes, al llegar. Luego, en el patio, evitaron volver la vista hacia la ventana enrejada.

–Ay, hijita –dijo doña Rosa, acercándose a doña María, como si buscase su amparo–, nunca me atrevo a mirar a la ventana: se me figura que voy a ver al loco asomado.

Don Miguel tomó un aire paternalmente protector:

–¿Y qué puede hacerte el infeliz? No seas cobarde, Rosa.

–Así es, no puede hacerme nada; pero me da miedo.

Su acento de timidez, su voz de niño asustado, estaban lejos de guardar armonía con la voluminosa persona de la señora.

Habían entrado en el escritorio de don Guillén. La pieza tenía las dimensiones extensas de que usaban los edificadores, ya que llamarlos arquitectos sería presuntuoso, del coloniaje. Con terrenos baratos y preocupados de construir habitaciones frescas únicamente, sin advertir que los inviernos de Santiago son, por lo general rigurosos, sólo atendían a que los cuartos fuesen grandes y muy altos. Por su amueblado y adornos, el escritorio de don Guillén tenía cierto aire de morada de familia extranjera, a pesar de su tamaño. La mesa, el recado de escribir, los muebles de pesada y cómoda construcción, carecían de semejanza con el mueblaje colonial. Algunos antiguos grabados ingleses, de carreras de caballos o de cacerías, colgados en las paredes, acentuaban la nota de colorido extranjero en aquella estancia. Bajo la mesa, una hermosa perra de Terranova dormitaba sobre un pellón o cuero blanco de carnero.

Un perro de la raza de los ratoneros dormía en una cesta muellemente tapizada con una vieja manta. Unicamente la alfombra, de listas azules y verdes, tejida en alguna aldea del sur, reivindicaba el carácter chileno de la morada.

Al entrar los cuatro amigos, la perra les dio una bienvenida perezosa, meneando con lento vaivén el espeso plumero de su cola. El ratonero lo hizo con un gruñido sordo.

–¿Qué es eso, “Pinche”, desconoces a los amigos? –le dijo don Miguel Topín, acariciándole la cabeza.

–Aprende de “Flora”, que nos saluda como persona bien criada –añadió doña Rosa, agachándose para corresponder con una caricia al saludo de la perra.

–“Pinche” es de pocos amigos –observó don Guillén, haciendo el ademán de tirar al perrito de las orejas, de las que, al cercenárselas al nacer, solamente le habían dejado el borde.

Don Miguel encendió un cigarrillo de hoja, y don Guillén un habano. Era un preludio de conversación. Agotado el asunto de la campaña restauradora, sobre el que habían hablado desde antes del almuerzo, doña Rosa tocó dos o tres puntos de la crónica local, escasa de interés en aquel tiempo.

Una amiga suya había salido con bien el día anterior; otra había tenido mellizos, de modo que no había ropita sino para un niño solamente.

–Falta de precaución –dijo don Miguel, con su seráfica sonrisa–; a nosotros no nos pasará eso, Rosa.

Esta alusión a la esterilidad de la señora la hizo sonrojarse, bien que ella fuera una alusión inevitable cada vez que se hablaba de alumbramientos. Don Miguel chanceaba sobre el asunto, para consolarse de no tener hijos, en medio de aquella sociedad, en la que las numerosas familias eran la regla general.

–Cállate, Miguel, no estés diciendo tonterías –dijo, con pudoroso dengue doña Rosa–. Puesto que acabamos de hablar del loco, cuéntale a don Guillén lo que nos dijeron el otro día.

–¿Qué les han dicho?

Don Guillén se había sentado delante del escritorio, y enviaba al techo el humo de su habano. Don Miguel, sobre una gran poltrona, fumaba con aire de recogimiento su cigarrillo.

–Hombre, lo que tantos dicen por lo bajo: que don Julián no era loco cuando lo encerraron.

–¡Ay! ¿eso dicen? ¡Quién sabe! –murmuró don Guillén, con acento de misterio.

Doña Rosa miró con interrogativa curiosidad al dueño de casa, pero dirigiendo la palabra a su marido:

–Mira, Miguel, yo creo que don Guillén sabe algo y no nos quiere contar.

Don Guillén se excusaba, reticente, pero como quien desearía hacer una confidencia si estuviese seguro de la discreción de sus interlocutores. –El amigo que nos decía eso –repuso Topín, encendiendo un nuevo cigarrillo– hablaba de drama de familia; pero vagamente, sin precisar, cosas que había oído.

Y, haciendo salir por las narices una nube de humo, añadió en conclusión, arrellanando su abultado cuerpo en la poltrona:

–Tal vez son cuentos; ¡la gente es tan chismosa!

Su mujer no se dio por satisfecha con esa explicación.

–No importa; yo estoy segura de que don Guillén sabe lo que ha pasado. Dile que nos cuente, Marica. ¡Vaya, pues!, le guardaremos el secreto.

–Sí, le guardaremos el secreto –apoyó don Miguel, con timidez.

Don Guillén tuvo una sonrisa de indecisión.

–¡Vaya!, cuente, pues –insistió doña Rosa.

–La verdad es que hay algo de muy grave en este asunto. Si ustedes me prometen ser discretos, voy a referirles lo que sé.

Los esposos Topín se pusieron en actitud de escuchar con recogimiento, ¡una revelación sobre lo que siempre les despertaba la curiosidad al pasar por el patio y oír el ruido de la cadena del loco! ¡Una historia misteriosa para romper la monotonía de las conversaciones caseras! Casi no se atrevían a moverse, de miedo de que don Guillén se arrepintiera, como en otras ocasiones, de su condescendencia.

Doña María, por el contrario, permaneció impasible. El anuncio de la revelación que iba a hacer su marido no turbó la dulce serenidad de su rostro de facciones delicadas, al que los grandes ojos negros prestaban un encanto supremo. Ella sabía ya lo que iba a decirse.

–Hay que tomar las cosas desde muy atrás –empezó el dueño de casa–. Ustedes saben que don Julián Estero era capitán de caballería en el ejército pipiolo, y fue dado de baja después de la batalla de Lircay. Don Julián había abrazado la carrera militar, por entusiasmo patriótico. Su situación de fortuna le permitía no depender del sueldo para vivir con holganza. Tenía, y le pertenece aún, una chacra de trescientas cuadras del lado de Chuchunco. Tiene, además de esta casa, otras dos en la calle del Puente, cerca de la Plaza de Abastos. Gracias a la renta de estas propiedades, su posición era muy diversa de la de los demás jefes y oficiales dados de baja, que, al perder su empleo militar, quedaron, gran parte de ellos, en la miseria, obligados, por hambre, a hacerse conspiradores. Pero don Julián, a pesar de esto, conspiraba también. Ardiente en todas sus pasiones, su entusiasmo por la causa liberal era absoluta. Pensaba que el partido pelucón era funesto para la patria, reconquistada con tantos sacrificios del poder español; lo que él y sus partidarios llamaban la tiranía de Portales, lo exasperaba.

–¡Qué sería de nosotros sin don Diego! –observó don Miguel, con tono decidido, olvidando que interrumpía la narración de don Guillén en su principio.

Doña Rosa dio un suspiro de impaciencia:

–Deja que cuente don Guillén; otra vez hablarás de política, hijo.

Topín hizo un ademán de resignación, mientras su consorte se dirigía al dueño de casa:

–Siga, pues, don Guillén; no le haga caso a este gordiflón.

–Pero los sucesos de familia, que en el curso de los años produjeron la situación actual, se desarrollaron mucho antes de que don Julián fuera separado del ejército, es decir, mucho antes que se hiciese conspirador contra el omnipotente ministro don Diego Portales. Su padre, don Martín Estero, gallego puro, casado, como ustedes saben, con una chilena de muy respetable familia, pudo salvarse de las proscripciones de la revolución, gracias a la influencia de los parientes de su mujer y a la mansedumbre natural de su carácter. Había comprado a muy bajo precio, en tiempo del gobierno del rey, la chacra en Chuchunco, y vivió muchos años en ella, consagrado al trabajo y ajeno a las agitaciones políticas de esa época.

–¿No te acuerdas, pues, Rosa, de don Martín Estero? –interrumpió don Miguel, que, preciándose de tener muy buena memoria, no resistió al deseo de hablar de sus recuerdos–. Vivía cerca de tu casa; un español muy apegado a las costumbres de su tierra: chocolate por la mañana, comida a la una del día, siesta a calzón quitado hasta después de las cuatro de la tarde, y cena con morcilla y garbanzos a las diez de la noche. Un hombre excelente.

Doña Rosa juzgó la narración de don Guillén bastante avanzada para no enfadarse con su marido porque volvía a interrumpir.

–Sí, me acuerdo muy bien; pero cuando yo los conocí, la hija mayor, esa doña Manuela, que estuvo hablando ahora en la puerta con nosotros, era ya niña grande, de moño y vestido largo, y yo iba, chiquillita, a la escuela de las Pineda.

–¡Ah!, por supuesto –dijo don Miguel, con su buena sonrisa de gordo, amigo de la broma–, toda mujer es mucho más joven que sus condiscípulas.

–¡Ya estás con tus lesuras!

–Doña Manuela es la hija mayor –prosiguió don Guillén–. Algunos años después nació don Julián, y la última fue Sinforosa, la madre de Deidamia. Sinforosa se casó con don Agapito Linares antes de cumplir quince años...

–Como yo –interrumpió doña Rosa–; yo me casé de catorce y medio. ¿No es cierto, Miguel?

–No lo crea, don Guillén; es por hacerse más joven que yo; siga no más.

–Más que la edad, los reumatismos imposibilitaron a don Martín, de tal manera que, para continuar atendiendo a los trabajos de la chacra, tuvo que venirse a Santiago y arrendarla a su hijo Julián. El arriendo fue muy barato, como de padre a hijo. Para estimular a éste al trabajo, don Martín hizo insertar en el contrato una cláusula que estipulaba el abono de las mejoras a tasación de peritos.

–Lo mismo que nos pasó a mi hermana Pepa y a mí cuando tatita arrendó la hacienda a mis hermanos –exclamó doña Rosa–. Por las mejoras, mis hermanos se quedaron después con toda la hacienda.

–Pero siquiera te quedó la hijuela que me hizo enamorarme de ti –replicó don Miguel, persuadido de que las bromas ayudaban al trabajo de su estómago para digerir el almuerzo.

Doña Rosa se encogió de hombros:

–Sí, cantá no más; ¡bien enamorado que estabas!

–Y todavía le dura, me parece –observó, con su dulce sonrisa, doña María.

–Esa cláusula –repuso don Guillén– fue el origen de la situación que ven ustedes ahora: don Julián, encerrado en su propia casa; su hermana mayor, tutora y curadora del insano.

–Pero ¿es loco o no es loco? –preguntó don Miguel.

–Ustedes va a juzgar: poco después de hacerse cargo del fundo, don Julián volvió al servicio militar, del que se había retirado temporalmente al celebrar el contrato del arriendo. Con su espíritu exaltado, la vida del campo se le hacía insoportable. Precisamente, entonces, un íntimo amigo suyo y antiguo condiscípulo, mozo pobre, buscaba alguna ocupación. Don Julián lo puso de administrador de la chacra, después de acordar con él un plan de mejoras, y se incorporó nuevamente al ejército. Así transcurrieron algunos años. Doña Manuela, que desde el día del arriendo había protestado contra la cláusula de las mejoras, vigilaba con espíritu receloso las plantaciones de árboles y la división del fundo en potreros cerrados con buenas tapias de adobón. El administrador defendía esos trabajos cubriéndose con la autoridad del arrendatario, mientras que éste, lanzado en las agitaciones políticas de aquel tiempo, leía apenas, o no leía, las cartas de quejas que le enviaba su hermana a los pueblos donde se hallaba de guarnición. Las agitaciones, mientras tanto, llevaron los partidos enemigos, el pelucón y el pipiolos, en abril de 1830 a la batalla de Lircay. Destruido el poder de los pipiolos, vino, con los pelucones, la presidencia del general don Joaquín Prieto, y lo que los vecinos llamaron la dictadura de Portales. Don Julián se hizo notar por su arrojo en Lircay, donde fue herido por salvar a su asistente, y quedó, como todos los jefes y oficiales del ejército, dado de baja:

Hizo entonces una pausa don Guillén.

–Aquí llego –dijo al cabo de un momento– a la parte más delicada de mi historia, y ustedes, don Miguel y doña Rosa, me dispensarán que vuelva a recomendarles el más profundo sigilo sobre lo que voy a contarles.

Don Miguel se sonrió con benévola malicia.

–Hable no más, amigo; ya sé lo que va a contarnos.

–Si sabe, tanto mejor; eso me quitará de la conciencia el remordimiento de revelar secretos ajenos –exclamó don Guillén, riéndose.

Dijo entonces que una intriga de amor había venido a mezclarse en la existencia de doña Manuela a la preocupación que le causaba su ardiente querella con su hermano. Su marido, don Matías Cortaza, ocupaba en el Ministerio de la Guerra un modesto empleo de archivero, con 40 pesos al mes. La falta de medios obligaba a la señora a vegetar oscuramente entre su padre, cuyos achaques lo esclavizaban en la casa, y el marido, al que había entregado su suerte sin amor, dominada por el miedo impaciente que se apodera de no pocas muchachas ante el posible riesgo de quedarse para vestir santos, según la cruel expresión común. En esa situación mortificante, pasaron algunos años, encendiendo poco a poco en el corazón de la hermosa el femenil despecho de ver marchitarse su juventud antes que se hubiese cumplido la gran promesa de amor que todas las mujeres se creen con derecho de exigir al destino.

–Pero el destino oyó al fin el clamor de esa alma angustiada –prosiguió diciendo don Guillén–. En una visita encontró un día doña Manuela al mayor del cuerpo de policía don Justo Quintaverde. Este oficial había llegado a conquistar, por su carácter y servicios al partido del gobierno, una posición superior a la de su jefe, el primer comandante del cuerpo. Era algo como el poder de San Bruno en el gobierno de Osorio. Según la opinión corriente en el público, el mayor Quintaverde era el hombre de confianza de don Diego Portales. Infatigable perseguidor de los pipiolos, su influencia en el ánimo del ministro dictador era muy considerable. Él era el más activo proveedor de reos políticos, sobre los que los tribunales militares hacían recaer el temible peso de las leyes y de los decretos draconianos con que Portales perseguía sin piedad y sin tregua a los conspiradores.

“La impresión causada por la arrogante hermosura de doña Manuela en ese corazón de soldado fue profunda, pero no fue menor la que produjeron en ella el talante marcial y la enérgica fisonomía del militar. Habían llegado, ella y él, a ese recodo de la existencia en que la necesidad de amar, despejada de las brumas del idealismo, se lanza, impetuosa, sobre las ardientes emociones de la realidad.

“Pocos días después de ese encuentro, en el que los ojos de ambos se revelaron sin disimulo la recíproca atracción de que al mismo tiempo se sintieron conmovidos, nació esa intriga de amor, funesta, más tarde, para don Julián Estero.

Doña Rosa se sintió sofocada. Con la severidad de costumbres en que había vivido desde la infancia, aquella pintura, apenas bosquejada, de una pasión adúltera, le parecía la revelación de un sacrilegio.

–¡Ay, por Dios, hijita! –exclamó, volviéndose hacia doña María–, ¿quién creyera que hay mujeres tan perversas?

–Así es –contestó la dueña de casa.

–De todo hay en la viña de Cristo –murmuró don Miguel, indulgente con las debilidades humanas.

–Bien pensarán ustedes –continuó don Guillén– que, por muchas precauciones que tomasen Quintaverde y doña Manuela, sus amores no podían quedar ignorados mucho tiempo. En pocos meses aquello no era ya un secreto para nadie, y no faltó alguien, por supuesto, que, por compasión o por malignidad, hiciese llegar el cuento a oídos de don Matías Cortaza.

“El hombre, que nunca había brillado por su alegría, cayó entonces en una profunda tristeza. Sin ninguna energía de carácter, abstúvose de pedir cuenta de la ofensa a Quintaverde, y, demasiado tímido para hacer entrar a doña Manuela en el buen camino, se le vio aislarse en un silencio melancólico y en absoluto retraimiento de lo que pasaba a su alrededor, al punto de prescindir completamente de la existencia de su mujer.

–¿Qué menos, pues, que con lo que le ha pasado el hombre se haya puesto medio tonto? –dijo doña Rosa.

–Desde entonces, ese hombre es el que ustedes han visto hace un momento: una especie de fantasma viviente, sin que pueda saberse si es odio o si es profundo desprecio el sentimiento que abriga hacia su mujer. Desde hace algún tiempo, diríase que trata de olvidar su dolor en una continua lectura. A mí me pide libros con frecuencia, pero en el último año, él mismo me ha dicho que no saldrá de la lectura de dos obras: Robinson Crusoe y El Chileno Consolado en su Presidio, por don Juan Egaña.

“Parece que su singular preferencia por estos libros está fundada en que la acción de uno y otro pasa en la isla de Juan Fernández. En la lectura de ellos, alternada con mecánica regularidad, pasa don Matías sus solaces desde que vuelve de la oficina, sentado al fondo de la huerta en una silla de vaqueta.

–¡Vaya con el gusto raro! –exclamó doña Rosa.

–En gustos no hay leyes, hija –observó don Miguel–; si esto le consuela, no hay más que dejarle en Juan Fernández.

–Por entonces –continuó don Guillén– sobrevino la muerte de don Martín. Sus herederos se apresuraron a abrir el testamento, y pronto empezaron las particiones. Esa lucha de intereses, causa de graves disturbios, y, a veces, de incurables rencores en las familias más unidas, tomó desde el principio un extraordinario carácter de violencia en la familia de los Estero. Los débiles lazos de unión que pudieron haber existido entre ellos, quedaron cortados para siempre desde la celebración del contrato de arrendamiento de la chacra. Abierta la sucesión, la batalla ante el juez partidor amenazaba cada vez terminar por una terrible catástrofe. A duras penas conseguían los abogados calmar la excitación de sus clientes. Hubo momentos en que el vencido de Lircay llegó, en su exasperación, hasta dar signos de insanidad. No era el interés material de obtener ventajas sobre sus hermanas lo que le arrastraba a esas crisis de furor; eran las pretensiones de sus adversarios, cuando las consideraba injustas o malévolas. En el curso de los debates, el juez había tenido ocasión de notar varias veces que los sentimientos de rectitud y de equidad prevalecían generalmente en el espíritu de don Julián. Apelando a esos sentimientos, obtuvo que el capitán cediese a sus hermanas una buena parte del valor de las mejoras. Doña Manuela exigía, sin embargo, que el fundo fuera puesto a remate y el producto dividido por iguales partes entre los herederos. Rechazada esa exigencia por el juez, la partición produjo una más que módica suma a cada una de las hermanas. Desde entonces surgió en la mente de doña Manuela, con una morbidez de idea fija, la de apoderarse de algún modo de los bienes de su hermano. Mientras tanto, don Julián compró entonces la casa en que nos encontramos, y pidió a sus hermanas que continuasen viviendo con él. Doña Manuela aceptó la oferta, como el pago de una deuda, que no empeñaba de ningún modo su agradecimiento”.

3

Libre ya de las agitaciones del juicio de particiones, don Julián se lanzó, con todo el ardor de su carácter, en las conspiraciones que los cabecillas pipiolos no se cansaban de fraguar contra el poder de Portales. Los militares dados de baja después de la batalla de Lircay eran mantenidos por la inflexible voluntad de don Diego fuera de servicio y privados de su sueldo: Forzosamente tenían que convertirse en revolucionarios. Don Julián Estero hacía causa común con sus menesterosos compañeros de armas y empleaba en socorrerlos gran parte de su renta. Ese fue el origen de continuas y agrias discusiones con su hermana Manuela, que había asumido de propia autoridad la dirección de la casa. En esa sorda riña de todos los días, el rencor de doña Manuela atizaba el de su hermana y del marido de ésta, para enconar cada día más el violento carácter del capitán.

Otra causa contribuía al mismo tiempo a cavar el abismo de odio que le separaba de su hermana. Doña Manuela, bajo la influencia del mayor Quintaverde, era exaltada partidaria de don Diego Portales. Ardientes discusiones políticas habían sucedido con esto a las de interés. La exaltación de los ánimos llegó, poco a poco, a tal punto, que hubo momentos en que la razón de don Julián daba sospechosos indicios de extraviarse. Doña Manuela lo creyó así, por lo menos. Sin gran esfuerzo, hizo participar de su persuasión a su hermana y a don Agapito. Recordaron que don Martín les había hablado muchas veces de un tío suyo, loco, muerto en España. Ese mal misterioso, decían, aparece muchas veces en alguno de los consanguíneos, una o más generaciones después, dejando inmunes a los demás de la familia. En frecuentes conciliábulos, doña Manuela les infundía sus temores. El peligro, les explicaba, era inminente. Don Julián podía de un momento a otro desprenderse, por una fantasía de demente, de todos sus bienes, en favor de lo que él llamaba la causa de la libertad, y dejarlos en la calle. Era un acto de caridad hacia él, de propia defensa para ellos, el poner a un hombre amenazado de volverse loco furioso en la imposibilidad de dañarse a sí mismo y de arruinar a sus parientes. El deber de encerrarlo a fin de evitarle, además, que se comprometiese en alguna loca empresa revolucionaria y llegase a perecer en un cadalso, era imprescindible para ellos. Sinforosa y don Agapito declararon que Manuela era la única que podía hacer ese bien a la familia. Sinforosa había vivido siempre dominada por su hermana mayor. Don Agapito, sin otras aptitudes que las de hacer jaulas para los jilgueros, que salir todos los domingos del invierno a cazar con los hijos de don Guillén, y de hacerles sus volantines en verano, no tenía tampoco más voluntad que la de su cuñada. Ella se encargó, por consiguiente, de la defensa del presunto loco, secuestrándolo en la casa y apoderándose de la gestión de sus bienes.

–¡Miren qué pícara! –prorrumpió indignada doña Rosa.

–De todo modos, no era fácil que consiguiese su propósito –observó don Miguel.

–No era fácil, por cierto –asintió don Guillén, tratándose de un hombre tan enérgico como don Julián; era preciso meditar maduramente el golpe para no errarlo.

“La empresa tenía muy serios peligros. Y luego era menester presentar razones que justificasen la detención del capitán desde que esta medida no podría llevarse a cabo sino en virtud de mandato judicial.

–Justo –aprobó don Miguel.

–Y entonces, ¿qué hizo la malvada? –preguntó, siempre con indignacion, doña Rosa.

–Condujo el asunto con singular astucia. El drama de familia tuvo peripecias que necesitaban de consumada habilidad para dirigirlas.

Aquí se detuvo un momento el dueño de casa. La vacilación que había mostrado al principiar la historia del loco parecía reproducirse en ese punto de su relato.

–Ustedes no se figuran, por supuesto –dijo, deciciéndose a continuar–, que yo haya sabido lo que les voy contando y los dramáticos sucesos que me quedan que referirles, sin la intervención de otras personas; de dos principalmente, que no nombraría si no hubiese muerto, por desgracia, una de ellas.

–¿Quiénes eran, don Guillén? –preguntaron simultáneamente los esposos Topín, llenos de curiosidad.

–No tengo embarazo en nombrarlas; una de esas personas fue el famoso ministro don Diego Portales.

–¡Don Diego! –exclamó admirado don Miguel.

–Precisamente. Ustedes saben que siempre me favoreció con su amistad y no ignoran que, a pesar de su genio de gran político, don Diego tenía un carácter chistoso, que era amiguísimo de chanzas y no desdeñaba ocuparse de cuanta historieta pública o privada corría por Santiago.

–Así es –dijo don Miguel–. ¿Saben ustedes la mala pasada que hizo a don Isidoro Ballesta?

Don Miguel se reía ya de lo que iba a contar; alguna anécdota de las muchas que se referían entonces sobre las genialidades picarescas del gran ministro. Pero su esposa no lo dejó empezar.

–No, Miguel, después contarás; deja que siga don Guillén.

–La otra persona por la que supe lo principal de la historia fue el mayor Quintaverde. Era en 1836. Portales organizaba con infatigable actividad la segunda expedición al Perú, no figurándose ciertamente que la primera víctima de esa expedición sería él mismo. Un día me hizo decir por el oficial mayor del ministerio que tenía que hablarme. Cuando entré en su despacho, don Diego se hallaba escribiendo. Sin dejar su asiento, me envió una sonrisa como saludo.

“–¡Ah!, ¡don Guillén!, siéntese y dispénseme –dijo, continuando su trabjo.

“Yo había pasado algún tiempo sin encontrarme con él y fue la última vez que lo vi. Por eso es que conservo muy frescos en la memoria todos los pormenores de nuestra entrevista. Encorvado sobre el escritorio su cuerpo fino y elegante, parecía sentir la fatiga de sus grandes labores. En su rostro, de facciones bien modeladas, la palidez marfileña de la frente revelaba las grandes preocupaciones morales que agitaban su poderoso cerebro; pero, en el entrecejo altivo, en el fulgor que despidieron sus ojos al mirarme, después de poner la firma en la carta que escribía, era imposible no ver la indómita entereza del hombre que vivía luchando y la superioridad de inteligencia del fundador de una escuela política que ha sobrevivido a su muerte.

–Y que no morirá tampoco –exclamó –afirmando con la cabeza don Miguel.

–Así me parece también –apoyó el dueño de casa–. Don Diego dejó entonces su poltrona, una silla de caoba oscura, de respaldo redondo y bajo, y vino a sentarse cerca de mí, en el sofá en que me hallaba. Quería tratar conmigo sobre la compra de unos caballos y de algunas cecinas de mi hacienda del sur, que se necesitaban para el ejército expedicionario acantonado en Quillota. El trato sobre precios, épocas de entregas y demás detalles del convenio se hizo fácilmente. Don Diego escribió sobre un papel las cláusulas concertadas, hizo llamar a uno de los oficiales de pluma del despacho y le entregó el papel.

“–Tome, Echanes –le dijo–, llévele al oficial mayor que extienda ese contrato y me lo traiga para firmarlo.

“Hasta entonces era el ministro quien había hablado. Serio, casi adusto, su semblante era el de un hombre de negocios que trata de un asunto corriente. Cuando el empleado salió de la sala, una luz de franca alegría iluminó las facciones del hombre de mundo.

“–¡Ah!, ¡don Guillén! –exclamó en tono familiar–, me dicen que usted ha arrendado la casa de las Estero en la Cañada.

“–Es verdad, una parte de la casa.

“–Sí, ya estoy, ¿una parte? ¿El loco entra también en el arriendo?

“Al decir esto, sus ojos tomaban un aire de hombre que busca en la charla familiar un descanso a su cabeza, agobiada por un exceso de trabajo.

“–No, el loco queda de cuenta de la arrendadora –le dije–. ¡Que no tiene malos bigotes, caramba!

“Sonrió don Diego, pasándome un cigarrillo.

“–Cierto, es muy hermosa. ¡Pero tiene dueño, don Guillén, cuidado!

“–Sí, su marido, ya lo sé.

“–¡Tiene dos dueños entonces! Puesto que usted lo dice; ya lo había oído yo también. Hace tiempo, desde que me dijeron que usted había arrendado la casa de las Estero, me proponía preguntarle por el loco. ¿Siempre está ahí?

“–Siempre.

“–Porque, vea usted, el loco es casi un reo político. ¿Cree usted que está realmente loco?

“–No podría decirlo. A veces cuentan que está furioso.

“–¡Vean qué gracia!; cualquier hombre encerrado por fuerza, si tiene sangre en las venas, ha de parecer loco furioso.

“Y como yo me quedase callado, don Diego repuso con aire de afirmación que parecía una amenaza:

“–Lo que yo sé es que el ex capitán Estero es un conspirador, y conspirador peligroso.

“Se puso de pie al hablar así. La jovialidad de su rostro había desaparecido. Las pálidas mejillas tomaron un tinte sonrosado, y en los ojos, un relámpago de acero que reflejaba un rayo de luz hizo aparecer al batallador incontrastable.

“–Aquí tengo las pruebas –dijo, mostrando un estante con papeles, al lado de la gran mesa escritorio–. Que el hombre esté preso en su propia casa, o preso en la cárcel, tanto vale, puesto que donde se encuentra está bien vigilado.

“Con esta reflexión pareció tranquilizarse. La última parte de la frase fue dicha en tono natural y, volviéndose a mi lado, me preguntó:

“–¿Conoce usted al mayor Quintaverde, de la policía?

“–Mucho; ha estado en mi hacienda varias veces en sus viajes al sur a comprar caballos para su Cuerpo.

“–Es una concesión que le he hecho, la de permitir que encerrasen a Estero en su casa, en vez de ponerlo en la cárcel. ¿Por qué vino a pedírmelo como más conveniente al servicio?; eso es cuenta entre él y su arrendadora, don Guillén. En cuanto a mí, tengo plena confianza en Quintaverde, y no me meto en sus amores. Cuando lo vea, pregúntele cómo pudo apoderarse del ex capitán y darle por carcelera a la hermana. Será curioso saberlo. Yo no he querido indagárselo para evitarle la confidencia de su enredo con la patrona.

“Estaba ya jovial, parecía divertirse con la intriga amorosa de Quintaverde. En ese momento entró el oficial mayor con el contrato, que firmamos en doble ejemplar.

“Me despedí pocos momentos después, el tiempo necesario para poner el contrato en mi cartera. Don Diego me dio la mano, hablándome en tono de broma de los peligrosos ojos de la patrona.

“Fue la última vez que nos vimos. Poco después vino la revolución de Quillota y el asesinato del pobre don Diego.

Don Guillén dijo estas últimas palabras con tristeza. Veíase que el recuerdo de la gran personalidad de Portales brillaba aún en su imaginación, como queda en los ojos el fulgor de una gran luz que acaba de apagarse.

–Cinco meses después del trágico fin de don Diego en Quillota, es decir, a principios de noviembre de 1837, supe por Quintaverde, ascendido entonces a comandante, los demás pormenores de esta historia. Había venido al sur en su viaje anual, en busca de caballos, y pasó conmigo más de una semana en mi hacienda de Huempal. Naturalmente, nuestras conversaciones rodaban casi siempre sobre los sucesos políticos que precedieron a la muerte de Portales y sobre la cooperación oscura, pero importantísima, que Quintaverde le había prestado, para combatir las maquinaciones de los enemigos del ministro. Recordando esos tiempos, me fue fácil hablarle de mi última entrevista con don Diego.

“–¿Y él le dijo a usted que fui yo quien apresó a don Julián? –me preguntó el mayor.

“–Él; pero no se explicaba claramente por qué fue usted a pedirle su autorización para encerrar en su casa a don Julián en vez de llevarlo a la cárcel.

“Quintaverde tuvo una de esas sonrisas de aparente reserva que revelan más que las palabras. Yo añadí:

“–El me autorizó para preguntar a usted lo que no podía explicarse.

“–La explicación es fácil de darla. Como usted me ha favorecido con muchas pruebas de amistad, voy a contarle todo. Conversando un día con doña Manuela Estero sobre los peligros que corría su hermano don Julián, comprometiéndose en conspiraciones temerarias contra el gobierno y contra la persona del ministro Portales, ella me aseguró que la exaltación política era una de las formas de la locura que se había ido pronunciando durante los dos últimos años. “Locura o exaltación”, le dije, “no son razones que lo librarán de ser prendido de un día a otro y juzgado como revolucionario. Mi deber, al que por nada faltaría, me obliga a seguirle los pasos y a informar a mis superiores de lo que hace. Una vez resuelta su encarcelación, créame usted que nada podrá evitarla.” Hablábamos sobre este asunto por la primera vez. Doña Manuela pareció muy afectada con la idea de que su hermano pudiera ser conducido a la cárcel y juzgado como conspirador. “Ponerlo en la cárcel sería decretar su muerte”, dijo varias veces. Ese fue el tema de los reiterados argumentos que empleó para inducirme a separar la suerte de su hermano de la de los otros conspiradores. Después de ese día, discurrimos muchas veces sobre este desagradable asunto. Doña Manuela me aseguraba que había hecho en vano mil esfuerzos para apartar a don Julián del contacto con sus amigos; que su locura se pronunciaba más cada vez y que era indispensable encerrarlo, no en la cárcel, donde nadie lo cuidaría, sino en su propia casa. Según ella, ésta era la medida salvadora. Mientras tanto, se hacía urgente tomar una resolución. Los conjurados se reunían en una casita apartada en el barrio de la Cañadilla. Creían contar con un sargento y un cabo de cazadores y otros de la escolta del presidente. El plan era apoderarse de la persona del ministro, sublevar la tropa de esos cuerpos y marchar sobre el palacio presidencial. Mi agente más activo, y de un valor a toda prueba, era un tal Onofre Tapia. Yo ignoraba que ese hombre hubiese sido soldado en el ejército pipiolo y asistente de don Julián Estero. Por él estaba yo informado día a día de los progresos de la conjuración. Cuando llegó el momento de tomar las medidas definitivas para prender a los conspiradores, llamé a Tapia a fin de designar, de acuerdo con él, los hombres más seguros para dar el golpe y no correr el riesgo de ser traicionados en el último instante. Mi experiencia me había enseñado que éste es el paso más crítico en esta clase de lances. Tapia me dio en esa entrevista una prueba notable de su lealtad para conmigo y de su fidelidad a su antiguo jefe el ex capitán Estero. “Mi capitán”, me dijo el hombre, “yo ejecutaré todas las órdenes de usted con la mayor fidelidad; pero no me pida nada contra mi capitán Estero, porque le debo la vida; sin su arrojo yo habría quedado muerto en la derrota de Lircay”. El tono del hombre tenía el acento de una resolución inquebrantable. La franqueza de la declaración me convenció de que el único modo de sorprender a los conspiradores era entregar la suerte de don Julián Estero en manos de Tapia y permitir que fuese conducido, bajo buena custodia, a casa de su hermana. Al punto a que habían llegado las cosas, Tapia me era indispensable para desbaratar la conspiración; pero yo tenía necesidad de la venia de don Diego Portales para permitir que don Julián fuese llevado a su casa en vez de ir a la cárcel con sus compañeros. No tengo para qué contar a usted los detalles de mi entrevista con don Diego. Las explicaciones que le di, sacadas de lo que doña Manuela me había dicho, lo convencieron de que la medida era conveniente. “Capitán”, me dijo, con esa mirada de águila que tenía. “Usted me responde de él. Con tal que ese loco esté bajo llave, yo no pido más. A usted le toca tomar las precauciones convenientes para que no pueda escaparse”. Autorizado de esa manera, dicté mis medidas para sorprender a los conjurados en la reunión que debían celebrar al día siguiente. Desde la tarde, mis hombres se encontraron reunidos en el cuartel en grupos de dos o tres. Entrada ya la noche, fueron llegando cerca de la casa de la reunión. A las nueve, todos se encontraron en sus puestos. La casa estaba situada en un callejón, como a media cuadra de la Cañadilla. Se componía de tres piezas con pequeñas ventanas y la puerta de entrada sobre el callejón. Tras el edificio había un corral, del que nadie podía salir sino escalando las tapias, para caer sobre un potrerillo. Puse de facción seis hombres aparragados al pie de las paredes, no lejos de la puerta de entrada, con orden de sujetar y amarrar a todo el que saliese. En caso de resistencia, debían obligarlo a rendirse, aunque fuera preciso llegar al último extremo. Yo, acompañado de Onofre Tapia y de seis hombres más, me dirigí a la casa por otras calles, escalando, no sin cierta dificultad, las paredes del corral. A fuerza de reunirse en aquel lugar apartado y solitario, sin haberse visto nunca descubiertos, los conspiradores, que eran seis, habían abandonado toda precaución para ser advertidos en caso de sorpresa. De ellos, los verdaderos conspiradores, eran cuatro, entre los que se contaba Estero. Los otros dos eran hombres que yo pagaba y me tenían al corriente de toda la maquinación. Yo, Tapia y mis seis hombres íbamos con máscaras hechas de un pedazo de tela negra, con agujeros para los ojos y bien amarradas al cuello. Sin que nadie nos sintiera, llegamos hasta la puerta de la pieza donde se veía luz y, a una señal mía, empujamos violentamente la puerta, que estaba sin llave, y nos lanzamos sobre las personas que había en el interior. Los cuatro verdaderos conspiradores, oficiales pipiolos dados de baja, hicieron ademán de ponerse en la defensiva, pero no les dimos tiempo de hacerlo. Mi orden era que cuatro de mis hombres les echasen las mantas que llevaban sobre la cabeza; dos debían quedar de reserva para ayudar al que lo necesitara. Estaba además convenido que si el ex capitán Estero se encontraba allí esa noche, Tapia y uno de la reserva se harían cargo de él, para impedirle que se defendiese. Yo guardaría mi carácter de jefe y daría las órdenes según fuera el caso. A pesar de la rapidez del ataque y de sentirse con la cabeza cubierta, los conjurados lucharon por deshacerse de sus agresores y usaron de puñales para tratar de herirlos. Don Julián fue el más ardiente en la defensa. En balde Tapia, al mantenerlo con la cabeza tapada, le dijo al oído: “No se defienda, mi capitán; soy yo, Onofre Tapia, y he venido para salvarlo”. Con su poderosa fuerza, don Julián pudo desasirse de sus dos agresores, y fue preciso que yo me echase sobre él y le paralizara los brazos con una cuerda, para evitar que nos hiriera a los tres. Los dos espías de los conspiradores habían huido por la puerta de salida al callejón, y ahí fueron detenidos y amarrados por los hombres, a fin de que se sospechase de ellos. Todo esto había pasado en muy poco tiempo, pero con gran ruido de voces de parte de los conspiradores. Don Julián, sobre todo, nos prodigaba tremendos insultos y continuaba haciendo violentos esfuerzos para separarse de nosotros.

“Desde entonces –dijo don Guillén–, el ex capitán Estero no ha salido de su encierro, y desde entonces también subsiste el misterioso problema: ¿es loco o no es loco? Yo creo que lo es a medias. En un manicomio tal vez hubiera podido observársele y tratarlo por algún método curativo. Aquí está sometido al destino de tantos otros insanos. So pretexto de cuidarlos, los infelices son, puede decirse, maltratados a domicilio.

–Mientras tanto –dijo doña Rosa–, la malvada de su hermana está disfrutando de lo que le pertenece a él y tratándolo como a su peor enemigo.

–Así es –apoyó don Miguel.

Pero su ademán y su semblante, en vez de seguir mostrando un sentimiento compasivo por la iniquidad de que el pobre loco era víctima, tomaron de súbito una expresión de afable complacencia.

Entraba en ese instante la criada de manos con una bandeja de vasos llenos de un líquido amarillento y transparente.

–¡Ah! –exclamó don Miguel–, aquí viene la aloja, Marica; yo aparto para mí dos vasos”.

4

Eran las doce del día cuando los chicos y el ñato habían llegado a la huerta. Al atravesar el segundo patio, el patio de los caballos, Díaz había echado una rápida ojeada a una pieza oscura, sin puerta, que servía de palomar. Don Guillén, aficionado a toda clase de aves, mantenía y multiplicaba ahí las más interesantes variedades de la raza de las palomas. El mozo divisó en el fondo de esa pieza una escalera que servía a los criados de la casa para sacar de los nidos, hechos en pequeñas cestas de mimbre colgadas en la parte alta de las paredes, los pichones destinados a la mesa. La vista de esa escalera pareció causarle viva satisfacción; pero, sin detenerse, continuó su alegre marcha con los niños, hasta encontrarse en medio de la huerta. Una plenitud de vida los hizo entonces echarse a correr por el espacioso recinto, cual si quisieran gastar la exuberancia de vigor que los rayos de sol, al caer perpendiculares sobre ellos, hacían precipitarse por sus venas, en un impulso animal de violenta circulación.

Era uno de esos días de luz en que se desvanecen los cuidados a impulso de un supremo contentamiento.

Inculta, un pedazo de campo encerrado entre paredes de adobón, la huerta atesoraba a esa hora para sus almas juveniles la rica sensación de la existencia que no cuenta las horas ni tiene vallas para sus fantasías.

La incuria de los tiempos había dejado a ese campo la agreste poesía de las tierras abandonadas a la lenta acción de la naturaleza. Las matas de palqui y de culén, faltas de riego, alzaban sus ramas de hojas anémicas, mostrando la sequedad de los días de verano. El pasto natural, tostado por el sol, dejaba ya ver el suelo, como el cráneo de un hombre invadido por la calvicie. Algunos árboles frutales, inclinadas las copas por el reinante viento del sur, entrelazaban su verdura en un concierto de discreto murmullo. Sobre las tapias circundantes, las modestas florecillas que brotan como evocadas por la luz del sol, palpitaban con estremecimientos alegres sobre la barda de ramas y de tierra, al soplo de la brisa. Los insectos innúmeros mezclaban en el silencio sus voces indefinibles, formando ese ruido misterioso que parece, en la reverberación de la luz, el aliento de la madre tierra en su eterna tarea de creación infinita. Las aves se enviaban sus voces de amor, al abrigo del sol, entre las ramas, y el canto incesante de las chicharras, sostenido como un acompañamiento sordo en el silvestre concierto, completaba el conjunto rústico de aquel cuadro, de un retazo de campo abandonado, en el fondo de una casa solariega de Santiago en 1840.

Llegó un momento en que los dos chicos y el ñato sintieron que habían corrido bastante. Dejando a los niños ocupados en buscar nidos de pájaros en los hoyos de las tapias socavadas por el tiempo, el joven corrió hacia el patio de los caballos y apareció un instante después en la huerta, trayendo a cuestas la escalera que había divisado al fondo del palomar.

–¿Para qué traes la escalera? –le preguntaron los chicuelos.

Díaz sin contestarles, apoyó su carga a la tapia que separaba la huerta en que se hallaban de la estrecha faja de terreno que la familia Estero había reservado para la casa chica al separarla de la grande. Hecho esto, volvióse hacia los dos hermanos, respondiéndoles lo que se contesta a los niños curiosos:

–La traigo para que esté ahí.

Guillén y Javier se echaron a reír, chasqueados.

–Ahora –repuso Díaz, vamos a sentarnos quietecitos y les hablaré del loco.

Los tres ocuparon, entonces, a la sombra de unas higueras, un banco rústico, que en invierno les servía de observatorio, cuando cazaban jilgueros con trampas y con liga. Guillén, metódico y grave, sacó de un bolsillo su pañuelo de narices y lo extendió sobre el banco, donde llamó a Javier para que se pusiese a su lado. Guillén no olvidaba la recomendación de la mamá sobre el cuidado de sus trajes dominicales.

–¿Qué vas a contarnos del loco? –preguntó al joven.

–Tú nos dijiste endenantes –agregó Javier, con aire de malicia– que don Julián, no es loco.

Díaz contestó con cierta vehemencia:

–Y es cierto, no es loco, ni nunca lo ha sido; es la pícara de doña Manuela que lo ha encerrado, haciendo creer que es loco, para apoderarse de la plata de don Julián.

La voz del mozo se hizo enfáticamente afirmativa. Los chicos, dominados por su acento persuasivo, sintieron discurrirles por la imaginación el santo horror que despiertan en el alma infantil las primeras nociones de la perversidad humana. El joven que así les hablaba tenía para ellos el prestigio de una gran personalidad. Era proverbial su fama en todo el barrio, y hasta en los barrios circunvecinos: una de esas reputaciones que toman proporciones épicas en el pensamiento de los niños.

Criado por dos tías viejas, a las que el espíritu picaresco del vecindario llamaba las lechuzas, el ñato había gozado temprano de la absoluta libertad con que la gente de poca cuenta dejaba entonces vagar por las calles a sus hijos. Habíase conquistado una gran nombradía entre los pilluelos del contorno como eximio jugador de las chapitas. Sus riñas con los vigilantes, que el pueblo llamaba desdeñosamente pacos, eran legendarias. Se repetía con entusiasta admiración que el ñato, en una pendencia con dos de esos guardianes del orden, les había quitado sus sables y escapádose después con los dos chafalotes –decían los muchachos del barrio– como trofeos. En todas las fiestas públicas, en todas las procesiones, el ñato era conspicuo al frente de alguna partida de muchachos bulliciosos más o menos desastrados. Se había conquistado general nombradía por su singular destreza en el juego de volantines. Triunfaba casi siempre en todas las comisiones, y era el inventor del volantín de papel de seda sin cola, que infaliblemente echaba cortada a cualquiera bola o estrella, por sólido que fuese su cordel y resistentes sus garfios.

Este último título a la admiración de la infancia contemporánea era su más prestigioso timbre de superioridad a los ojos de los hijos de don Guillén. El ser vecinos los había reunido, a pesar de la diferencia de edad y de condición social, que debía haberlos separado. Díaz era un muchacho de costumbres puras. No obstante la absoluta libertad de su vida de callejero, se había mostrado desde el principio cariñoso y deferente con los chicuelos de don Guillén, se había identificado con sus juegos, los alentaba en todas sus tendencias elevadas y se prestaba complaciente a hacerles los mejores volantines que se encumbraban en la Alameda.

Su ascendiente sobre el espíritu de los dos niños llegó a ser de este modo tan grande casi sobre ellos como el de su padre.

La familiaridad con los hijos del caballero, arrendatario de la casa grande, abrió al ñato las puertas de la casa chica.

La altivez adusta de doña Manuela no se había suavizado, sin embargo, ante la gracia franca y las manifestaciones obsecuentes del mocito. Pero era fatalmente infalible que esas mismas cualidades fuesen estimadas con distinto espíritu por la sobrina. Deidamia Linares, tres años menor que Carlos Díaz, era una chica vivaracha y lozana, en la que prevalecía supremo el instinto profundamente femenil de cautivar y ser amada. Toda su persona irradiaba coquetería al contacto de una mirada de hombre, con la fidelidad del reflector que devuelve su claridad a la luz que le envía sus rayos. En sus confidencias con las amigas, definía su apreciación de la vida diciendo que “aborrecía tener el corazón desocupado”. Con más exacta psicología habría debido decir que no gustaba de tener ocioso el espíritu, como quiera que su corazón tomaba muy escasa parte en sus escaramuzas de amor.

Desgraciadamente para esa tendencia de su femenil ambición, no eran frecuentes ni duraderas las ocasiones que se le presentaban de ejercitarla. Su tía llevaba una vida retirada, y obligaba a igual existencia a Sinforosa y a don Agapito. Sinforosa, por desidia, se acomodaba muy bien con ese régimen; su marido no sentía tampoco la necesidad de salir. Una afición decidida a las obras de carpintería y a la fabricación de jaulas para jilgueros y otras aves menudas le daba activa ocupación durante los días de invierno y de primavera. Lo mejor de los de verano y otoño lo empleaba en el juego de volantines, que era en aquella época lo que hoy se llamaría el sport favorito de la juventud santiaguina. Dado este género de existencia, eran muy escasas las oportunidades que se presentaban a Deidamia de poner en ejercicio su activa coquetería. A estos obstáculos permanentes uníase, para tormento de la chica, la vigilancia estrecha con que su madre y su tía velaban sobre sus acciones. Doña Manuela destinaba a su sobrina a labrar la felicidad de un joven Cardonel, sobrino del mayor Quintaverde. Pobre, sin poder encontrar una ocupación que le diese siquiera para cigarros, la más humilde aspiración que pudiera tener entonces un mozo chileno sin fortuna, el joven Cardonel era un serio gravamen en el escaso presupuesto de su tío. La influencia omnívora de éste sobre el corazón de doña Manuela decidió del porvenir de Deidamia, por lo menos en proyecto. Cardonel sería el marido de la niña. Pero era preciso encontrar algún empleo al mozo antes de casarlo. Los pocos años de la chica daban tiempo para ello. A falta de otro galán, Deidamia se contentó con incendiar el corazón del mozo, pero sin gran entusiasmo, por lo poco que le halagaban la humildad del pretendiente y su absoluta falta de elegancia.

Ocurrió en aquel tiempo la organización del segundo ejército expedicionario al Perú, que el motín de Quillota y el asesinato de Portales, alma de esa expedición, habían seriamente entorpecido. Era menester reclutar tropa e improvisar oficiales. Los pueblos contribuían a ese fin con su contingente de artesanos y de sirvientes, pero en los campos, los huasos corrían a esconderse en los bosques para librarse del servicio, lo que dio lugar al pintoresco calificativo de voluntarios amarrados, con que saludó el pueblo de la capital a las partidas de enganchados por fuerza que, bajo buena custodia, fueron conducidos a los cuarteles.

En cuanto a oficiales, aunque la guardia nacional fue el plantel de donde se sacó un gran número, hízose indispensable recurrir a los particulares para llenar los vacíos que quedaban. Por influencias de Quintaverde, el joven Emilio Cardonel recibió los despachos de subteniente de un cuerpo de infantería. De este modo quedó resuelto el problema de encontrar una colocación para el novio de Deidamia. Si una bala enemiga lo enviaba a mejor vida, no había que preocuparse de su porvenir. Si la suerte le era propicia, siempre su posición, a vuelta de campaña, sería más holgada que al partir, y tendría con qué sufragar los gastos de su nuevo estado. Desde luego, el uniforme militar, la espada y la gorra con galón le conquistaron inmediatamente graciosas sonrisas y amable palique de parte de su prometida. Los días precedentes a la partida del improvisado guerrero tuvieron para ambos las dulzuras de ese cuarto de luna de miel en que los enamorados cambian sus más sentidos juramentos.

Sin embargo, antes que las naves que conducían las huestes nacionales hubiesen dado la vela para las costas del Perú, la imagen del oficialito se desvanecía del corazón de su novia, con la rapidez con que desaparecen los personajes en la tela trepidante del cinematógrafo.

Tras la sombra que se borraba surgió, vivaz y burlesca, la juvenil figura de Carlos Díaz. Pronto entró el ñato en la casa de los Estero, a favor del cariño de la familiaridad con que era tratado por los niños de don Guillén. So pretexto de ayudar a don Agapito en sus labores, el mozo podía andar libremente por toda la casa, conocer los hábitos de la familia y encontrarse a hurtadillas con Deidamia, después de establecer con ella una especie de clave para el expresivo lenguaje de las miradas.

Algunos castos besos concedidos al adolescente en los encuentros ingeniosos que sabían procurarse por estancias oscuras o en el fondo del corredor, donde don Agapito había establecido su taller de carpintería, era un pasatiempo considerado por Deidamia como divertidas travesuras. Apenas si los latidos de su corazoncito se aceleraban cuando su cortejante, en algún ímpetu de osadía, llegaba a estrecharla con demasiado entusiasmo. Gustábale esa emoción por el temblorcillo que comunica a los nervios virginales, por el vago desmayo con que se anuda la garganta; pero aquello estaba tan distante de asemejarse al encanto del amor, como dista de poder compararse un leve rasguño en el cutis con una herida verdadera. Pero ese juego de niños produjo, por el contrario, en el mozuelo, el trastorno moral que marca la pubertad del alma. Hasta entonces, en medio de la genial alegría de su carácter, siempre llevaba en el fondo del pecho, como una gota de acíbar, el desconsuelo latente de los que se han acostumbrado desde la infancía a considerarse feos. Nunca una espontánea mirada de mujer le había dorado el horizonte de sus veinte años con la repentina luz de una esperanza de amor. Habíale quedado desde la infancia, como un silicio, el apodo de ñato, que le decían en la familia y en el colegio por lo exiguo de su nariz, sin que el crecimiento de ese órgano nasal, que con los años había alcanzado proporciones regulares, en perfecta armonía con las demás facciones de su rostro, hubiera sido parte a librarlo del peso de ese calificativo. Esa circunstancia le infundió desde temprano la modestia pesarosa de los muchachos que se figuran que todas las mujeres los miran con indiferencia.

La inesperada acogida que encontraron sus ojos en la pícara sonrisa de Deidamia le hizo arrojar, por el pensamiento, su corazón de adolescente a los pies de la chica, en un arrebato irresistible de amorosa gratitud. La decidora mirada de la mujercilla lo rescataba a sus propios ojos de la humillación de su destino, le daba una fe desconocida en su estrella, le expandía el alma con la enefable ilusión de ser amado.

A falta de otro admirador, Deidamia le mantenía con esa ilusión. Era aquello de no tener el corazón desocupado. Y como el ñato, con sus chistes y su exuberancia de juventud, la divertía, los encuentros intencionales se multiplicaban, al grado de haberse hecho ambos maestros en el arte de burlar la vigilancia celosa que los hostilizaba.

Esa impunidad en la dicha no podía, desgraciadamente, prolongarse sin término. Una tarde en que doña Manuela había vuelto inopinadamente de fuera, en que Sinforosa dormía una siesta suplementaria y en que don Agapito y los niños fabricaban un volantín de a cuatro, destinado a echar comisión con una estrella de la vecindad, los enamorados, jurándose eterna fe en el comedor, con las manos inocentemente entrelazadas, sintieron de súbito la voz de doña Manuela con una granizada de coscorrones y denuestos proporcionados a la violencia de su enojo. Deidamia buscó la salvación en la fuga; pero el ñato, en quien habló al momento la dignidad ofendida, se encaró airado ante la agresora, con ojos centellantes de cólera: “Agradezca no más que es mujer, porque si no la aventaba de un guantón para enseñarle a dar coscachos”.

Sin amedrentarse por la actitud amenazante del ñato, la interpelada había echado mano de una tranca y asestándole un golpe furibundo, que ciertamente habría herido al mocito si con juvenil agilidad no hubiese él sacado lance al garrotazo.

–¡Sal de aquí, ñato atrevido; ñato indecente!, ¡no te atrevas en la vida a volver a pisar esta casa, so ñato sinvergüenza! –fue la enérgica frase, acompañamiento al golpe de la tranca, gritada con furibundo acento por la señora.

Díaz creyó prudente retirarse, en buen orden, lanzándole su protesta:

–No te dé cuidado, vieja tal por cual; no volverás a verme en tu casa, pero me las has de pagar; yo te enseñaré a dar coscachos y escobazos.

La réplica de la dueña de casa se perdió en el ruido de la puerta, cerrada con violencia, para hacer sentir bien al expulsado que jamás volvería a abrirse para él.

Salió ardiendo Díaz en sed de venganza. Un deseo caritativo, latente en su pecho con el sueño perezoso de las buenas intenciones, le salió al encuentro. En su sobreexcitación diole entonces definida forma en su pensamiento: ¡Libertar al loco!

Bien se le alcanzaban, a pesar de su juventud, las ventajas que obtenía doña Manuela del arbitrario aprisionamiento de su hermano. Las dos tías, las lechuzas, comiendo mote con otras beatas del vecindario, comentaban a menudo el drama de la casa de los Estero. Mientras don Julián estuviese incomunicado, sus hermanas gozarían como dueñas de sus rentas, imposibilitándolo al propio tiempo para poder testar.

“Abrir las puertas de su prisión al infeliz, ponerlo a cubierto de toda persecución, sería un tremendo golpe dado a la altanera señora”, pensaba, caminando hacia su casa, Carlos Díaz.

Desde ese momento persiguió su propósito con tenacidad de inventor.

Trató con maña de comunicarse con el loco y de inspirarle confianza. Entrando al patio a la hora de la siesta, pudo muchas veces acercarse a la reja del prisionero, decirle la compasión que le inspiraba, persuadirlo poco a poco de su deseo de devolverle la libertad. En esas conversaciones a hurtadillas, interrumpidas y reanudadas según las posibilidades del momento, el mocito llegó a convencerse de que don Julián conservaba bastante juicio para raciocinar con acierto sobre el plan de evasión que le exponía.

–Deje no más, don Julián, yo lo he de sacar de aquí –le decía, para alentarlo, cuando lo hallaba incrédulo o desalentado.

–Dios te oiga, hijo –le contestaba una voz desde la oscuridad del calabozo.

Era una voz de desconsuelo, una especie de gemido plañidero al que daban acento de amargura las horas de tétrica desesperación, los largos días sin aire, los años eternos de una fiebre mortal de interminable angustia.

Activo y práctico, espoleado por su encono hacia la carcelera implacable, el ñato no tardó en dar pruebas a don Julián de la seriedad de sus propósitos. Un día trájole una lima de acero y pudo con gran destreza tirarla, bien envuelta en un pedazo de tela, a los pies de don Julián. Con ella debía ir desgastando poco a poco el hierro del grillete que lo mantenía sujeto al grueso pilar plantado en medio de la pieza. En los primeros tiempos de su encierro, Estero tuvo estallidos de ira, con rugidos de fiera quemada por un hierro en ascuas. Una vez acometió al único hombre que entraba en su presión a traerle alimento, y estuvo a punto de ahorcarlo con la tremenda presión de sus dedos. Fue preciso traer soldados del cuartel de artillería y hubo entonces una terrible lucha, en la que el loco cayó herido de un sablazo. Guillén y Javier conservaban en la memoria, con el terror de la niñez, la imagen ensangrentada del cautivo. Desde entonces, un grillete lo mantenía sin poder alejarse del pilar. La tradición de estos incidentes mantenía en todo el barrio su leyenda de terror. La época aquella ignoraba el sentimentalismo de ahora. La humanitaria compasión de hoy era ajena al sentimiento social de conservación, que creía su tranquilidad amenazada si no se encerraba a los insanos con inflexible rigor.

–¡Ay!, niña, ¿qué haríamos si un día se saliese? –decían con frecuencia las vecinas de los Estero, cuando las criadas de doña Manuela salían a contar que el loco estaba cada día más idiático.

Pero la opinión del vecindario tenía confianza en la vigilancia de los parientes. Se admiraba la fraternal solicitud de la hermana mayor que cumplía con singular entereza el triste deber de impedir que el hermano vagase por las calles con peligro de los transeúntes. Era un coro de alabanzas en honor de doña Manuela.

5

Díaz, mientras tanto, perseguía su propósito, sin arredrarse por las dificultades. Su espíritu cauteloso le había impedido buscar auxiliares para la empresa. Aunque la familiaridad que había llegado a crearse entre él y la familia Estero, antes de la reciente ruptura, le hubiese dado muchas ocasiones de conocer el odio que don Matías Cortaza alimentaba contra su mujer, nunca había podido resolverse a pedirle su cooperación para sustraer el loco a la tiránica dominación que lo esclavizaba. Con los demás de la familia le parecía imposible contar. Sinforosa, Deidamia y su padre no traicionarían jamás a doña Manuela. Sin embargo, que el ñato tenía la conciencia de que sin más recursos que los que él personalmente podía procurarse el éxito de su tentativa era arriesgadísimo, su espíritu tenaz no le permitía, con todo, renunciar a su desquite en la lucha empeñada con doña Manuela.

Otra preocupación lo agitaba también muy seriamente y le hacía conocer por primera vez la punzante desazón de los cuidados de amor. La llegada del ejército victorioso en Yungay, que en aquella misma tarde haría su entrada triunfal a Santiago, lo puso frente a la realidad, antes tan lejana, de la existencia de un rival favorecido por la familia de Deidamia. Su amor juvenil de muchacho impetuoso, cultivado y enardecido por la coquetería de la chica, tocaba ya a los bordes de esa fiebre que los obstáculos encienden en las organizaciones apasionadas.

Con aquellas perplejidades y este casi mórbido estado del espíritu, había llegado Carlos Díaz a la huerta en compañía de los niños, después del espectáculo del pueblo en fiesta, al que acababan de asistir en la puerta de la calle. En su imaginación de adolescente, esas preocupaciones, demasiado graves para su edad, no podían durar más que lo que tarda en desvanecerse al rayar el día la nubecilla ligera, con el soplo de la brisa matinal. Ante el espacio, ante la verdura y las flores silvestres de la huerta, Díaz fue tan juguetón como sus dos compañeros, y corrió y saltó con ellos, hasta que, satisfecho ya el ímpetu animal de la locomoción, se sentaron a conversar a la sombra de la higuera. Guillén y Javier se habían quedado pensativos con la enfática afirmación del ñato al hablar de don Julián Estero: “Es cierto, no está loco; es la pícara de su hermana que lo ha encerrado para robarle toda su plata”.

Aquello era muy complicado para la noción sencilla que ellos tenían de la vida. El candor del alma les impedía comprender claramente. Esa hermana carcelera de su propio hermano, esa hermana ladrona de los bienes del hermano, los desconcertaba. Las grandes ideas de honradez y de afectuosos sentimientos de familia, cultivadas y enseñadas en el hogar, hablaron en ellos, haciendo recaer una severa sentencia sobre la delincuente.

–¡Qué pícara! –exclamó Javier con calurosa indignación.

–¿Por qué la dejan hacer eso?, ¿por qué no le quitan a don Julián? –exclamó Guillén a su vez, con generoso acento.

En la penumbra de su ignorancia de la vida, la imaginación de los chicuelos veía alzarse una imagen indeterminada de un poder superior, que no debía permitir el sacrificio del inocente, que no debía permitir la inicua explotación del indefenso.

–¿Por qué la dejan hacer eso? Porque el pobre don Julián no tiene nadie que lo defienda –dijo el ñato–. ¿Quién quieren ustedes que se lo quite, cuando toda la familia le tiene miedo a la vieja?

Las razones parecieron concluyentes a los hermanos.

–¡Pobre don Julián! –dijeron uno en pos de otro, sometiéndose a la fuerza misteriosa de la fatalidad.

Pero el ñato repuso, con vehemencia, a manera de protesta contra esa misma fatalidad.

–Si nadie lo defiende, yo lo defenderé. ¡Ustedes han de ver!

–Eso es, defiéndelo –aprobó el mayor de los niños.

–¿Tú no le tienes miedo a la vieja?, ¿no es cierto? –preguntó el menor.

–¡Yo miedo!, ni a la vieja ni a nadie –declaró con énfasis de orgullo el ñato, lanzando una piedra a las matas de palqui, cual si de ellas hubiese surgido doña Manuela–. No ven –añadió enseguida–, ¡ése es el miedo que le tendría si estuviese aquí!

Javier, contagiado con la energía del ñato, se puso fanfarrón:

–Yo tampoco le tengo miedo.

Y arrastrado por el ejemplo, Guillén no quiso ser menos que los otros:

–Yo tampoco.

–Pues, si no tienen miedo –insinuó Díaz–, ¿por qué no me ayudan a sacar a don Julián de su calabozo?

La pregunta traducía una idea que la actitud resuelta de los dos chicuelos hizo nacer en su imaginación. Los niños podían servirle tal vez. No sabía fijamente cómo, pero era cuerdo tener siquiera ese recurso.

–Cómo no, pues, nosotros te ayudaremos –dijo Guillén, consultando a Javier con la mirada.

Puesto así a prueba, Javier no se mantuvo en la actitud que hubiera podido esperarse de su fanfarronada.

–¿Cómo podremos ayudarte? ¿Y si nos pillan?

–Entonces tienes miedo –declaró el ñato, en tono burlesco. Javier, picado, exclamó con aire jactancioso:

–¡Miedo!, ¡no seas tonto!, tú tendrás miedo y no yo.

Guillén intervino entonces en auxilio de su hermano:

–Pero, bueno, tú no dices cómo podemos ayudarte.

El ñato contestó sonriéndose:

–¿Cómo se figuran que yo me había de servir de ustedes para sacar a don Julián? Y, además, yo mismo no sé cuándo podré sacarlo. Todo lo que les he dicho sobre esto era broma; quería saber si ustedes serían capaces de ayudarme a hacer una diablura a don Agapito.

–¡Ay! ¿Qué diablura? –preguntaron los chicos, animándose.

Díaz había llevado su investigación sobre lo que podría esperar de ellos hasta asegurarse de que no dejarían por timidez de ejecutar el encargo que él llegase a tener necesidad de confiarles, a falta de algún auxiliar. Mas, por una doble consideración de prudencia y de cariño hacia ellos, había cambiado bruscamente el giro de la conversación, como acababa de hacerlo. Por una parte, temía que una indiscreción posible de los niños, si los instruía de la realidad de sus propósitos, hiciese fracasar la empresa. Por otra, quería que ignorasen el objeto real de la cooperación que probablemente tendría que pedirles y que se figurasen que se trataba de alguna travesura en la que los asociaba por creerlos muchachos de valor. De este modo esperaba evitarles para más tarde cualquiera consecuencia desagradable que pudiera resultar de su atrevida tentativa. Con ese objeto había preparado la explicación que pudiera interesarles y que se adaptase a los gustos de su edad.

–¿Saben ustedes –les dijo– para qué se ha llevado haciendo estos días don Agapito el volantín de a cuatro que ustedes lo vieron acabar ayer?

–Para ir a echárselo a la estrella de los padres franciscanos –dijo Guillén.

Era efectivo que los padres del convento de San Francisco en la Alameda encumbraban todas las semanas, en cierto día, una gran estrella, famosa en el barrio por los innumerables volantines que cautivaba.

–Sí; pero no es sólo para echárselo –replicó el ñato–, sino porque ha apostado un peso conmigo a que la echa cortada.

Los hermanos se miraron maravillados. Aquella apuesta, en la que se trataba de ganar o perder ocho reales, les parecía un asunto de sumo interés.

El ñato cobraba a los ojos de los chicos mayor prestigio al verlo capaz de aventurar semejante cantidad.

–¡Caramba!, ¡un peso! –exclamó Javier, impresionado–; yo apostaría mi medio del domingo en tu favor.

–Ya lo creo; yo también –agregó Guillén.

–Bueno, pues, los llevo en mi apuesta. Ustedes juntos ponen un real y yo los otros siete; para que ganemos es preciso que yo pueda cambiarle el hilo que tiene preparado don Agapito para su volantín.

–Y ¿por qué quieres cambiarle el hilo? –preguntó Guillén.

–¿Por qué?, porque el hilo está curado.

–¿Cómo sabes tú que es hilo curado? –interrogó, a su vez, Javier.

–Porque en la esquina de Soler, a la entrada de la calle de los Teatinos, donde fui a comprar papel de seda, me dijeron con mucho secreto que don Agapito había comprado aguarrás.

Era un principio inconcuso en la ciencia de los volantines que el hilo de cáñamo impregnado en aguarrás podía cortar, por el frotamiento, el cordel más sólido de los que se empleaban para las grandes bolas y las estrellas.

Los chicuelos condenaron el doloso procedimiento con indignación:

–¡Qué picardía de tata Apito!

–¡Qué diablura de tata Apito!

–Así, ¡cómo no ha de ganar la apuesta! –observó Díaz–; ¡qué gracia!, ¡con hilo curado!

–¿Por eso quieres tú cambiarle el hilo? –dijo Javier.

–Y es muy justo; ¿para qué hace trampa? –sentenció Guillén, muy serio.

–Pero la dificultad –declaró el ñato– está en podérselo cambiar.

–¿Por qué, pues?

–Porque don Agapito conocería al momento si alguno de ustedes le sacase su cañuela con el hilo.

–Y entonces, ¿qué hacer? –preguntó Guillén.

–Voy a buscar cómo hacerlo; mañana les diré.

De este modo dejaba preparados a los muchachos para la eventualidad que él esperaba se presentaría.

Seguro entonces de poder servirse de los niños en caso necesario para llevar a cabo su plan, Díaz procuró adquirir noticias por medio de ellos de lo que pasaba en casa de los Estero. Era muy probable que delante de los chicos hubiesen hablado algo sobre la llegada de Emilio Cardonel.

–¿Y qué dicen las vecinas del oficialito que llega esta tarde?

Los chicos se sintieron muy ufanos de encontrarse bien informados.

Ambos habían oído varias veces a las criadas hablar de la vuelta del ejército. Ña Gervasia, la criada de los Estero, andaba cantando sola –según decía Javier– de gusto, por la vuelta de su hijo Alejandro, al que había hecho engancharse, para ver si lo corregía de su vicio de ebriedad.

Alejandro llegaba ahora de cabo de escuadra en la compañía del joven Cardonel.

Ña Gervasia dice que doña Manuela va a convidar a una cena a Emilio y le dará permiso para que traiga al cabo Alejandro.

Así resumía Javier sus conversaciones con la sirvienta de los Estero.

–Va a ser una fiesta muy bonita –dijo Guillén–, con muchos fiambres y un chanchito asado. Están haciendo muchos dulces y jaletinas para los postres.

–Ña Gervasia dice que doña Manuela va a pedir a mamá que nos deje ir a la cena –agregó Javier–. Sinforosa va a cantar en su guitarra, y van a bailar zamacueca.

–Seguro de Deidamia bailará con Emilio –anunció Guillén, con aire previsor.

–Y el tío de Emilio seguro que bailará también –añadió Javier–. Ña Gervasia dice que es balazo para la cueca.

–¿Qué tío? –preguntó el ñato, sorprendido.

–El mayor Quintaverde, pues –contestaron los niños, muy excitados con la esperanza de asistir a tan magnífica fiesta.

–Ña Gervasia –añadió Guillén– dijo que convidando al sobrino había que convidar al tío.

Díaz se abtuvo de hacer ninguna observación delante de los chicos sobre el convite hecho al mayor Quintaverde. Sin duda, doña Manuela, para hacer esa invitación, no habría consultado sino su propia voluntad y lo contaba a las criadas para que su marido lo supiera de antemano.

El ñato tuvo una impresión de violencia nostalgia al verse desterrado de esa casa donde sus conversaciones con Deidamia pasaban ya a ser recuerdos de una felicidad perdida. Su viva imaginación de enamorado le traía la celosa visión de la muchacha bailando zamacueca con el oficialito. Su ánimo acongojado le hacía pensar que no sería él sino su rival quien bornearía el pañuelo para seguir a la graciosa chica en los complicados giros de la danza nacional.

–¿Y para cuándo es el convite? –preguntó con cierta angustia.

–Para mañana en la noche –contestó Javier.

–Doña Manuela dijo que no daba su convite sino mañana, porque esta noche toda la tropa estará acuartelada –repusieron los chicos.

El diálogo fue interrumpido en ese momento. Una voz de mujer, voz de contralto, de sonoro y melodioso timbre, se alzaba del otro lado de la tapia divisoria, entre la huerta de la casa grande y la huerta de los Estero. La voz, de entonaciones seguras, cantaba una de las canciones más en boga del pobrísimo repertorio musical de aquel tiempo.


Cual solitario cisne que mirando
próximo de morir el trance fuerte...


Un rayo de alegría brilló en los ojos del mozo.

La inquietud que le había mantenido nervioso y descontento desde el principio de la conversación con los chicuelos se borró de su rostro. Era el fin de una duda angustiosa, la vuelta de la esperanza casi abandonada, la que le traía aquella voz de mujer al resonar por los aires, como una alondra que sube en busca de sol. Apresurado, levantóse del banco en que se hallaba y corrió hacia la escalera apoyada contra la tapia.

–Vayan a jugar, yo voy a ver quién está cantando –dijo, con aire de misterio.

–¡Qué gracia!, yo sé quién es –exclamó Javier–; es Deidamia.

El ñato no atendió a la maliciosa exclamación del chicuelo.

Con la agilidad de sus años trepó a la barda, tocando apenas los peldaños de la escalera. Del otro lado estaba la faja de terreno larga y angosta que formaba la huerta de la familia Estero. La afición a las flores había guiado a Sinforosa y a su hija para formar allí un jardincillo modesto, que marcaba un espacio pintoresco en medio de aquella especie de callejón de tan mezquinas proporciones. Las marimoñas, los jacintos, los renuclos, simétricamente distribuidos, daban la nota de sus vistosos colores a la alfombra de malvas de olor, de trinitarias, de albahacas, que casi cubrían enteramente el suelo. Una flor del lazo, humilde hermana de las aristocráticas orquídeas, desconocidas entonces en Chile, y una mata de cedrón, que se alzaban en las extremidades del jardincito, parecían presidir a ese concierto de armonías coloridas, mientras que una planta de copos de nieve en el centro mecía la fresca pompa de sus blancas flores sobre el alegre aunque reducido cuadro de tan variados matices.

No vio nada de eso el ñato Díaz al encontrarse al fin de la escalera. Deidamia estaba al frente, a orillas del jardincito, tan fresca, tan galana como las flores que se mecían a sus pies. Con la voz conmovida por intensa emoción, agitado también por la velocidad con que había subido, el mozo fue el primero en hablar:

–¡Qué miedo tenía de que no hubiese venido!

Fueron dichas estas palabras como una exclamación de amante gratitud. No era en ese momento Carlos Díaz el muchacho juguetón, acostumbrado a capitanear pilluelos del barrio, incansable inventor de travesuras. En su mirar apasionado, en la expresión de intensa alegría que iluminaba su rostro, veíase la transformación del adolescente avasallado ya por la violenta tiranía del primer amor.

La chica reprimió apenas una sonrisa burlesca al ver la emoción del mozo.

–Así tiene, pues, la cara de asustado.

–Y a usted le da risa que yo tenga miedo de no verla, después de tanto tiempo que ha pasado sin que podamos hablar.

–¡Vean al niño quejumbroso! Si me hizo señas en la puerta de venir aquí para quejarse, mejor que se vaya. ¡Me reía de gusto de verlo, vaya!

–¿De veras? Pues yo, de gusto de oírselo decir iría de un salto a ponerme a sus pies, para adorarla.

Deidamia dejó esta vez resonar francamente su risa de muchacha amiga de la broma.

–¡Ay, por Dios!, ¡qué ponderación!, no vaya a saltar, porque podría quebrarse una pierna.

En el ñato triunfó entonces la franca alegría de su edad y de su índole. El papel de suspirador sentimental a que le inclinaba el nuevo estado de su alma no cuadraba con su genio picaresco y atrevido. Más le acomodaba continuar el coloquio en la forma ligera y familiar en que le respondía la chica.

–¿Y usted no podría quererme si yo quedase cojo?

–¿Y quién le ha dicho que lo quiero? ¡Miren qué fresco también!

–Si usted no me lo ha dicho, yo lo habré soñado.

–¿Entonces sueña conmigo?

–Pienso en usted a toda hora: ¡la encuentro tan bonita!

El acento de estas palabras fue de profunda sinceridad, algo como una ofrenda de adoración para el alma de la chica.

–Cualquiera otra creería que usted me dice eso por lisonjearme; ¡los hombres son tan embusteros!

–Póngame a prueba si quiere; mande no más; yo le obedeceré.

–La prueba es que se vaya, porque tengo miedo de que venga alguien.

–¡Qué han de venir!, estarán todos durmiendo la siesta.

–No importa, váyase, ya hemos hablado bastante.

–¡Cómo bastante!, cuando tengo tanto que decirle todavía.

–¿Qué más tiene que decirme? A ver...

Díaz se quejó de que se hablaban demasiado lejos el uno del otro, y que así no era posible hablar.

–¿Qué saco con acercarme? Usted está arriba de la tapia y yo no lo alcanzo.

–No me alcanza porque no quiere; pero si trae la silla que está allá en el rincón y sube sobre ella, podremos platicar muy bien.

Señalaba el ñato la silla en que don Matías Cortaza pasaba largas horas leyendo Robinson Crusoe y El Chileno Consolado en su Presidio. Deidamia recibió la indicación con grandes risas. “¡Las cosa de Carlitos! ¿Cómo no, pues? Por él había de hacer ella la maroma y subirse sobre la silleta, como un payaso”. Pero el ñato supo ser persuasivo. La chica, encontrando al fin muy ingeniosa la idea, pensaba que era una bobería estar perdiendo tiempo por hacerse la melindrosa, y se dejó convencer.

–Vaya, porfiado, ya estoy aquí, ¿qué tiene que decirme?

Así habló, después de haber traído con ligereza la silla, colocándola bajo el sitio de la barda donde se encontraba Díaz y saltando sobre ella, con la graciosa agilidad de una gatita juguetona.

–Tengo que decirle, preciosa, que estoy celoso.

–¿Celoso? ¿Y de quién? Yo no veo a nadie.

–No ve ahora, pero pronto va a ver. –¿A ver a quién? ¡Qué gracioso!

–A ver al oficialito, pues, al que ha llegado del Perú, que dicen que se va a casar con usted.

–¡Ah! ¿Emilio Cardonel?

–El mismo, pues; no se esté haciendo la disimulada.

–¡Las mentiras de la gente! ¿Quién dice que va a casarse conmigo?

–Todos, y por eso estoy celoso; ni ese oficialito ni nadie la ha de querer nunca a usted como yo la quiero.

La voz le temblaba al hacer esa declaración. Deidamia leyó en los ojos del mozo como en un libro abierto. Era tormento y súplica al mismo tiempo: un corazón angustiado del temor de perderla, que se arrojaba suplicante a sus pies. El orgullo de subyugar, una de las más fuertes pasiones de la mujer, cubrió de vivo encarnado las mejillas de la chica. Alborozada de sentir su poder, tuvo la embriaguez de hacer sufrir, el regocijo cruel de engañar.

–Qué disparate de estar celoso. Yo no me voy a casar con nadie, ni con Emilio ni con usted.

–Conmigo, ¡ya lo sé que no se va a casar! Yo soy un niño y soy pobre –dijo el mozo, suspirando–. ¡Pero el otro no es lo mismo y eso es lo que me da rabia! ¿No ve? ¡Porque la pueden obligar a usted a que se case con él!

–No tenga miedo, yo no me dejaré casar mientras crea en el amor de usted.

La esperanza hizo brillar los ojos del mancebo.

–Entonces, ¿me quiere?

Al hacer la pregunta tendió la mano, pidiéndole la suya a la chica.

–Sí, ¡vaya si lo quiero!, no quiero más que a usted –contestó ella, respondiendo al ademán del jovencito.

La distancia les permitía apenas tocarse la punta de los dedos.

–¡Qué lástima que no le pueda dar un beso! –dijo el ñato, envalentonándose, apasionado.

Deidamia retiró la mano con coquetería.

–¡Cante no más!, ¡soy yo la que lo dejaría besarme!

Y luego, como alarmada, exclamó:

–¡Ay, por Dios!, ya estarán despertando en la casa; adiós, me voy ligerito; nos veremos esta tarde en la Cañada, en el tabladillo de don Guillén.

Había saltado al suelo al decir esto.

–¡Se va y no me deja siquiera una florecita de recuerdo!

–Aguárdese, le voy a hacer un ramito precioso.

–Que me pondré sobre el corazón.

La chica se inclinaba ya sobre las flores y empezaba a cortar las que debían formar el ramo, hablando al mismo tiempo:

–Sí, sobre el corazón, ¡qué mentira!, no será mucho que lo dé a alguna otra.

–A quién, pues; no se lo he de dar a mis tías –prorrumpió él, riendo y rebosando de contento.

Admiraba extasiado la gracia del talle flexible de la chica, la suprema finura con que cortaba, ora un tierno brote de cedrón, ora algunas hojas de malva de olor, ora un manojo de aterciopeladas trinitarias. ¡Oh, la fascinación de ese ser encantador que se ocupaba de él en medio de las flores, a las que prestaba su encanto!; ¡oh ele donaire con que se movía la ligera falda de su vestido cada vez que se inclinaba al suelo: la fascinación de sus contornos juveniles, la pequeñez del pie, que la falda dejaba ver al enredarse en alguna rama! Todas esas revelaciones de la magia femenil electrizaban al muchacho; lo hacían en ese instante vivir fuera del mundo, entrar en una región de misterios, soñada confusamente en medio de la fiebre moral de la pubertad, durante esa primavera de la vida en que domina el ideal, como domina sobre todas las otras ambiciones la inmortal ambición de ser amado.

Mientras tanto, ni Deidamia, que con maestría consumada usaba al coger las flores de todo el poder de su coquetería, ni el ñato, perdido en su amorosa contemplación, habían podido ver que se abría silenciosamente la puerta que daba al patio de la casa chica y que con grandes precauciones, para no ser vista ni sentida, deslizábase doña Manuela, rozando la tapia, por bajo de la barda. Que sus intenciones eran hostiles a la pareja de enamorados dejábalo ver claramente una formidable jeringa, ya preparada, que, asida con una mano, trataba de ocultar a la espalda, volviéndose hacia la tapia cuando la marcha se lo permitía.

El ñato, mientras admiraba la gentileza de la chica, seguía hablando:

–Usted no puede figurarse lo linda que se ve con ese airecito tan mono de chiquilla consentida. ¡Qué lástima que yo no pueda estar a su lado! Yo cortaría las flores y usted haría el ramo. ¿Quiere que me baje? Los viejos deben estar durmiendo todavía.

Doña Manuela avanzaba con gran cautela, pensando que no le sería posible ocultarse a Deidamia cuando la niña se volviese de su lado. Y esto no tardó en suceder. Al oír la proposición del ñato de bajar a reunirse con ella, la chica alzó la vista hacia él, asustada de que fuese a cometer semejante locura. Antes que a Díaz, sus ojos encontraron los de doña Manuela. Con la vista dominante fija en ella y sobre la boca el índice de la mano que tenía libre, la señora le ordenaba imperiosamente quedarse muda y no dar indicios de la terrible sorpresa que la sobrecogía.

Sin explicarse el silencio ni la singular inmovilidad de la niña, quiso el mocito reanudar la conversación:

–¡Vaya!, ¡ya se tragó la lengua! ¿Por qué no responde pues?

En ese momento abandonaba su escondite doña Manuela, y, subiendo con rapidez sobre la silla, lanzó al rostro del galán el contenido del instrumento que llevaba, empujando con tal ímpetu el émbolo, que el líquido cruelmente preparado fue a bañarle el rostro como una copiosa ducha. Justamente con tan diestra maniobra, la indignada tía de Deidamia apostrofó a su víctima con sarcástico tono:

–Ahí tienes la respuesta, ñato indecente. ¿No te gusta treparte a las paredes? Pues ahí tienes tu merecido, y agradece que no me voy a pedirle a don Guillén que te mande preso a la policía por andar escalando tapias.

La acción de arrojar el líquido a la cara del ñato fue tan rápida y certera, que Deidamia no pudo reprimir el estallido de una carcajada sonora. Su voz fue a resonar en los oídos del infeliz mocito como el más atroz de los sarcasmos, en medio de las airadas vociferaciones de la tía. El súbito espanto pintado en el rostro de su galán hizo triunfar en la muchacha la fuerza de la risa, irresistible casi siempre en las mujeres. Al mismo tiempo, con tan inesperada sorpresa, la facultad de discurrir se paralizó completamente en el espíritu del ñato. Sin darse cuenta de lo que hacía, ofuscado por el líquido de mal olor que lo cegaba, inundándole los ojos, la boca, las narices, bajó desatentado la escalera y se apresuró con movimientos precipitados a sacar su pañuelo para secarse, prorrumpiendo en insultos incoherentes contra su maligna enemiga.

Los chicuelos acudieron a él. Impresionados por la excitación que dominaba al ñato, contuvieron a duras penas la risa. El reluciente rostro de Díaz, sus ojos encendidos por la introducción del líquido en ellos y sus rabiosos movimientos para secarse con el pañuelo, les daban furiosas tentaciones de prorrumpir en carcajadas.

–¿Qué te ha pasado? –le preguntaron, disimulando.

–¿Apuesto a que es doña Manuela quien te ha dado un jeringazo? –exclamó Javier, sacudiéndose, en heroica tentativa para reprimir la risa.

–¡Me la ha de pagar la vieja maldita!, ¡me la ha de pagar! –gruñó el ñato, restregándose furiosamente la cabeza, la cara y el pescuezo.

Felizmente el traje, su traje de gala, puesto para la fiesta de aquel día, estaba exento de contaminación.

–Llévenme a su cuarto a lavarme –dijo, impaciente.

Echaron los tres a andar hacia la casa. En el camino, los chicuelos comentaban la aventura. Javier, muy divertido con el chasco del ñato, se ingeniaba en hacer picarescas observaciones.

–Seguro que el jeringazo no era de agua de Colonia. ¿A qué le encuentras olor, ñato?

Díaz, entre risueño y enojado, le dio un fuerte coscorrón.

–A eso, toma.

Y agregó después, con acento de amenaza:

–¡Y cuidado con que le vayan a contar a nadie!, porque si lo cuentan, no me volverán a ver más.

6

Después de lavarse cuidadosamente, Díaz salió del cuarto de los chicos, dueño ya de sí mismo. Pero en vez de caminar directamente a la puerta de calle, se aseguró de que nadie había en el patio y corrió a la ventana del loco.

–Don Julián, aquí estoy yo. ¿Me oye bien?

–Sí, te oigo –contestó la voz del prisionero.

–Dígame, ¿podrá tener el grillete limado para mañana por la noche?

–Seguramente.

–Porque creo que mañana, poco después de anochecer, podré abrirle la puerta.

–¡Ah! ¡Ojalá Dios te ayude! –exclamó la voz dolorida de adentro, como invocando una esperanza casi quimérica.

–A lo menos yo haré todo lo que pueda; esté pronto. Adiós, me escapo antes que alguien me vea.

Sin esperar otra respuesta, salió corriendo a la calle.

Desde que oyera a los chicos lo del convite de doña Manuela, la idea de sacar de su prisión al loco esa misma noche de la cena se presentó a su pensamiento como una imperiosa necesidad.

Dar el terrible golpe a su perseguidora, en medio de la fiesta en la que el oficialito haría sus piruetas de zamacueca con Deidamia, le parecía un triunfo vengador. Después de la aventura que acababa de ocurrirle, estando sobre la tapia de la huerta, parecióle que ese triunfo no era ya suficiente para vengar la ominosa afrenta con que doña Manuela lo había puesto en el más atroz ridículo delante de Deidamia.

Erale preciso responder a esa afrenta con un agravio personal a su enemiga, que lo vengara también de la risa de la chica. Mientras caminaba, su fértil imaginación le sugería, sin mucho cavilar, el género de castigo que haría sufrir a doña Manuela. Facundo en inventivas, diseñaba en su imaginación lo que haría con ese fin y llegaba a sonreír de satisfacción ante la certidumbre de la venganza.

Pero dejando de perseguir en sus detalles esa idea de seguro desquite, como si pusiese a un lado un arma de la que se serviría después, el ñato concentró su pensamiento en su atrevido proyecto de liberar en la noche del día siguiente a don Julián Estero. En vez de desmayar ante la realidad de las dificultades que lo cercaban, la enérgica tenacidad de su índole lo estimulaba a persistir. La llegada de un rival era un incentivo a su empeño. La idea de la zamacueca tornaba a cada instante a su pensamiento, como un retornelo de canción, que aguijoneaba sus celos. Era el hostigoso zumbido del moscardón que vuelve, apenas se aleja, con irritante porfía. Mas no bastaba querer salvar al encarcelado; era indispensable tener los medios de hacerlo. El ñato, a pesar de la petulante confianza con que había iniciado la ardua empresa, se encontraba ahora obligado a reconocer la gran dificultad del éxito.

Los obstáculos eran formidables en su aparente sencillez. El único que hasta ese momento parecía vencido era el que presentaba el grillete que mantenía a don Julián sujeto al pilar central de su prisión. Pero había que abrir la puerta de ésta, y para ello era indispensable tener la llave, que guardaba doña Manuela. Y después aun superada esa dificuldad, no era posible que el prisionero pudiese huir al encontrarse en el zaguán sin abrirle la puerta de la calle que la señora de Cortaza hacía cerrar, o cerraba ella misma, al anochecer, de miedo que entrasen ladrones.

Estas reflexiones se agolpaban en la mente de Díaz mientras iba por la calle sin saber dónde se dirigía. La corriente de la turba popular aumentaba con rapidez. Todas las calles que desembocaban al norte y al sur de la Alameda vaciaban sus grupos de rotos y de chinas en masas compactas de abigarrados colores. Por los anchos costados, entre las líneas de álamos y las casas, al lado del sol y al lado de la sombra, la gente de a caballo empezaba también a mostrarse. El ñato no parecía tomar interés en ese espectáculo que recordaba la característica animación de los Diziochos. Su pensamiento seguía absorto en la solución del problema con el que moralmente luchaba cuerpo a cuerpo. Al cabo de algún tiempo, llegó a estas conclusiones: o conquistar la complicidad de don Matías Cortaza, o servirse de Guillén y de Javier, como auxiliares para el ataque decisivo. No le parecía imposible lo primero por el rencor del empleado ministerial contra su mujer, que a veces, en su melancólica concentración, había dejado traslucir delante de él. Lo segundo era un arbitrio desesperado de general que compromete toda su reserva por salvar su ejército en derrota. Sabía que los dos niños conocían perfectamente todos los muebles, todos los rincones de la casa chica, a fuerza de jugar días enteros a las escondidas con Deidamia y a veces también con don Agapito. El ñato consideraba que muy probablemente Guillén y Javier conocerían muy bien el escondite donde guardaba la dueña de la casa cada una de las llaves que le interesaban.

Resueltamente se encaminó hacia la oficina del Ministerio de la Guerra, en el que Cortaza era archivero y oficial de pluma. Estaba seguro de que, a pesar de la gran festividad de aquel día, el marido de doña Manuela se encontraría en su puesto, aun cuando no tuviera que despachar algún trabajo atrasado. Don Matías era el tipo perfecto de aquellos funcionarios subalternos de la administración chilena, formados bajo el férreo régimen de don Diego Portales, que habían convertido en devoción el severo deber de no faltar jamás a la oficina. Operario oscuro de la gran labor que sacó a Chile del caos de los disturbios políticos y le dio fuerza y prestigio entre los pueblos de Hispanoamérica, Cortaza, como la generalidad de los hombres tristes, era esencialmente metódico. Sus pesares domésticos le hacían buscar en el trabajo diario la cueva en que va a ocultarse el animal enfermo. En aquella ocasión Cortaza había obtenido la llave de la oficina, mandando al portero a tomar parte en la fiesta.

El ñato lo encontró poniendo en orden algunos expedientes mal compaginados. En su calidad de archivero, don Matías vivía en el manejo continuo de los papeles, a los que en el aislamiento moral de su existencia había llegado a tratar como confidentes de sus penas. Supersticioso además, como todo hombre de carácter débil, tenía entre ese mundo de legajos manuscritos sus antipatías y sus preferencias. Los papeles entrados en su archivo en el día del mes en que le había sido revelada su desgracia conyugal le inspiraban un invencible temor. Se figuraba poder neutralizar el maleficio que les atribuía evitando tocarlos con la mano derecha.

Al ver entrar al ñato hubo en los ojos de Cortaza un pálido fulgor de contento. El mozo había sido siempre cortés con él y respetuoso. Su franca fisonomía de niño alegre inspiraba al archivero esa especie de envidia benévola con que los ánimos melancólicos se comparan a los que viven contentos.

–¡Don Carlito! ¿Qué anda haciendo por aquí? –exclamó con voz algo ronca de fumador inveterado.

–En busca de usted, don Matías.

–¡Hombre!, ¿de mí? Vaya, ¿y para qué me quiere?

El ñato llegaba decidido a dar su ataque con los menos rodeos posibles.

–Tal vez le va a parecer un disparate lo que voy a decirle. ¿Me promete que no se reirá y que pensará bien su respuesta?

–Vaya, ¡cuántas promesas, don Carlito! Diga no más, usted sabe que yo nunca me río, y no me habría de reír de usted.

Era preciso que Cortaza, para salir así de su habitual silencio, sintiese muy picada su superioridad por las palabras del mocito. “Alguna historia de volantines –se dijo, o alguna travesura que quiere hacer a las de casa y me la viene a contar para que yo no me oponga”.

De todos modos, aquella intervención del muchacho en su descolorida existencia le procuraba una especie de alivio, un calmante a su enfermiza preocupación de todos los momentos.

El ñato se sintió animado con la respuesta.

–Bueno, pues, como me asegura que no se reirá, le diré; ¿pero me promete guardar secreto, aunque no le parezca bien?

Cortaza se quedó pensativo. No era de volantines o de travesuras de lo que venía hablarle el muchacho. Con la sensibilidad de su alma herida, pasóle entonces por la mente una sorda desazón de que, en alguna manera, se habría de tratar de su mujer. Turbado, no acertaba a contestar. Sus manos, por un movimiento maquinal que acusaba su vacilación, se movían entre los papeles acumulados sobre la mesa. –Si no me promete, don Matías, creeré que no me quiere prestar un servicio –agregó con aire sentencioso el ñato.

–¡Hombre!, no crea eso; yo no valgo nada ni puedo servir a nadie; pero no se figure que me negaría a serle agradable, si eso estuviera en mi mano. Hable no más; me había quedado pensando.

Era humilde el tono, modesto el ademán, mientras hablaba moviendo siempre la mano con maquinal empeño entre los papeles.

–Oiga, pues, don Matías; yo he jurado que he de sacar a don Julián de donde lo tienen por fuerza, ¿qué le parece?

Casi dio un salto sobre su silla el archivero.

Al oír esa declaración ex abrupto, al ver la resuelta actitud que había tomado el mozo, al recibir de lleno el rayo de resolución que despidieron sus ojos, Cortaza se quedó perplejo.

–¡Quiere sacar al loco! ¡Vaya, hombre!, ¿y por qué?

–Porque don Julián no está loco; don Julián está tan bueno como usted y yo.

–¿Le parece? Vaya, ¿quién va a saber?

–Yo lo sé, lo sé muy bien. ¿Le gustaría a usted que lo tuvieran encerrado por fuerza sin estar loco?

–¿A mí? ¿Por qué me habían de encerrar? Yo no me meto con nadie.

Se encogía de hombros. “Era lo que le faltaba. No sería mucho que el ñato hubiese oído algo a Mañunga. Su mujer era tan perversa. La creía capaz de todo”.

–Diga, pues, don Matías, ¿le gustaría?

La insistencia del muchacho lo desazonaba. Para no contestar, tomó uno de los legajos que tenía delante de sí, e hizo ademán de colocarlo en un estante. Pero al notar que lo había cogido con la mano derecha, dejó precipitadamente los papeles sobre la mesa y se quedó de pie, haciendo movimientos apenas perceptibles con las manos; una especie de exorcismo misterioso, que habría de evitarle el tener que mezclarse en ningún asunto de su mujer.

Díaz esperaba la respuesta sin comprender aquella actitud del neurasténico.

–¡Vaya, cómo no me habría de gustar, pues hombre!

–No ve, pues. Entonces, don Matías, ayúdeme a sacar a su cuñado.

Cortaza tuvo en el rostro una contracción de las facciones como si estuviese a punto de llorar.

–No se meta en esas cosas, don Carlito. Vea, ¿quiere un buen consejo? ¡No se meta en eso!

Se puso a pasear por la oficina, cruzándola en direcciones irregulares, que le habrían de librar del trance en que quería colocarlo aquel mocito travieso.

–¡Las cosas de usted, don Matías! ¿Por qué no me he de meter? ¿Usted se figura que yo le tengo miedo a doña Manuela? Ningún miedo le tengo, ¿qué está pensando?

Los paseos de Cortaza se hacían más irregulares, más complicados. Eran, en su neurastenismo, supersticioso, medios cabalísticos para sustraerse al maléfico poder de su esposa.

El ñato prorrumpió en una carcajada sarcástica al ver que don Matías no le contestaba.

–¿No le han contado que el otro día me dio de coscachos porque me pilló hablando con la Deidamia.

Don Matías afirmó con la cabeza, sonriéndose como a pesar suyo.

–Pero, don Carlito, si usted es tan diablo, también, ¿para qué le va a enamorar a la chiquilla?

–¿Quién le dijo que yo la estaba enamorando? Míreme bien, don Matías, ¿me ve cara de andar enamorando? ¿Quiere que le diga? Le estaba contando a la Deidamita una diablura que le iba a hacer a don Agapito con un volantín que está haciendo a escondidas.

Cortaza creyó poder desviar la conversación, arriesgando una broma:

–¿Una diablura, no? ¿Y por eso le había tomado las dos manos a la muchacha? ¡Vaya, qué es diablo usted, don Carlito!

–Lo cierto es que doña Manuela me dio de coscachos y que me la ha de pagar.

Cortaza se sintió impresionado con el acento de venganza que el ñato dio a sus palabras.

–Vea, don Carlito, usted es muy joven y no tiene experiencia; siga mi consejo: no se meta con mujeres.

Miraba melancólicamente al techo, evocaba su experiencia de dolor, creía ingenuamente señalar al ñato un precipicio del que trataba de salvarlo. Después de ese sabio consejo de gato escaldado, don Matías dio un suspiro, tomó cuidadosamente con la mano izquierda un legajo que había dejado sobre la mesa y lo arrojó con un ruido seco, como ansioso de desasirse de él, al fondo del armario.

–No se meta nunca con mujeres, don Carlos –repitió, cerrando rápidamente el cajón, como si encerrase en él a todas las mujeres con la falsía, con la fría crueldad de que las juzgaba a todas capaces.

El ñato le replicó con un argumento propio de su edad:

–Bueno; pero que no se metan ellas conmigo.

Y agregó para justificar su encono contra la mujer de Cortaza:

–¿Y no sabe lo que su mujer acaba de hacerme? Porque me encontró hablando en la huerta con la Deidamita, me tiró a la cara un jeringazo de agua puerca.

–¿Y cómo estaba usted en la huerta?, preguntó con extrañeza don Matías.

–No estaba en la huerta, estaba sobre la tapia.

–Vaya, ¡qué diablo de mujer! ¿No ve, pues? No hay que meterse con mujeres.

No parecía condolerse Cortaza de la desgracia del ñato; pero era demasiado prudente para reírse. Bastábale reiterar su teoría antifemenil. Pero Díaz, rencoroso ante el recuerdo del ultraje, al ver que Cortaza no parecía indignarse del atrevimiento de doña Manuela, dejó estallar su despecho.

–¡Ya ve, pues, su mujer es malaza, don Matías! ¿Sabe lo que yo haría con ella si fuese usted? Le levantaría las polleras y le fajaría una buena felpa de azotes, ¿oye? ¡Una buena felpa!, ¡catatán!

Hacía el ademán de llevar a ejecución su consejo, repitiendo con grandes carcajadas: ¡catatán, catatán!, la voz con que designaban los muchachos los castigos escolares en aquella época de palmeta, de guantes y de chicote.

El archivero se encogió de hombros, con el gesto afligido de quien se inclina ante una fatalidad irremediable. Volvió silencioso a sus paseos irregulares, a sus exorcismos de ser amilanado y supersticioso, figurándose conjurar las insidias del destino con prácticas disparatadas de una lamentable neurastenia. “Todos sabían su desgracia –pensaba con amarga irritación–. Ese mocito no le hablaría así de su mujer si nunca hubiese oído nada de ella y si no estuviese seguro de que él debía aborrecerla. Y era seguro que la aborrecía, seguro también que le aplicaría, si pudiera, la zurra de azotes que el ñato, en su irritación juvenil, sin miramientos por la decencia, tan abundantemente le recetaba”. A ese encogimiento de hombros, el ñato contestó reiterando su proposición:

–No hay más que ayudarme a quitarle a don Julián, ¿no ve? Así quedará castigada. Vaya, don Matías, anímese. Quien no se arriesga no pasa el río.

Volvía a encogerse de hombros Cortaza, pero no era con el desaliento del vencido de la suerte. “La felpa de azotes” le parecía una fórmula de venganza necesaria.

“¡Ah!, ¡si él pudiera! –suspiraba mentalmente–, con qué gusto le fajaría como acababa de decir el ñato. ¡Qué zurra! Hasta que se le cansase el brazo. Catatán, catatán, como los chiquillos en la escuela.”

–Anímese, señor –insistió Díaz–, y mañana en la noche, yo le prometo que hago arrancarse al pobre don Julián.

–Pero ¿qué puedo hacer yo, pues, hombre? ¡Anímese! ¿Qué saco con animarme?, ¿qué puedo hacer yo? ¡Vaya con la porfía!

Accionaba como en una dificultad sin salida. Aceleraba sus paseos; cogía y soltaba los papeles, en una crisis de incertidumbre y de impaciencia, con tentaciones de gritar al ñato: “¡Váyase con Dios, don Carlito!... Déjeme en paz”. Pero sin fuerza para desasirse de la persistencia del mozo, que lo espoleaba con la tenacidad del tábano encarnizado sobre el lomo de un animal, Cortaza se contentó con exclamar, sumiendo en los bolsillos del pantalón sus manos, para no revolver los papeles.

–¡Bueno estoy yo para sacar locos de prisión! ¡Estamos frescos!

–Pero no es usted el que va a sacarlo; soy yo solito, don Matías.

–¿Y entonces?, ¿para qué viene a contármelo a mí?

–Para que me ayude dándome la llave del calabozo.

–¿Yo? ¡La llave! ¿De dónde quiere que saque la llave? ¡Válganos Dios!

–Usted sabe muy bien dónde la guarda doña Manuela. No me diga que no, don Matías, usted lo sabe muy bien.

–¿Entonces usted quiere que yo le robe la llave a la Mañunga?

–¿Y por qué no, pues, don Matías? Ya que no le afirma una buena felpa de azotes, castíguela con eso siquiera, y hará una buena obra de caridad. Me da usted la llave a mí y no se mete en nada; ya ve que es lo más fácil.

La tentación de una venganza anónima, el miraje de rescatar la humillación de su existencia, no le parecían ya una temeridad. El tono resuelto del muchacho lo sacaba del marasmo de su melancolía. Un estremecimiento de escalofrío, el fuego de la resolución posible, luchando con el temblor del miedo, ante la idea de verse envuelto en tan atrevida empresa, lo lanzaban en nuevos paseos, en pueriles aprensiones, en ímpetus de energía desconocidos. Mas la vieja costumbre de sufrir en paz, de aislarse en su encono impotente, lo dominaba pronto, lo hacía caer sobre su silla con desesperados esfuerzos para ocultar su postración.

El ñato volvió a su argumento:

–Usted no tiene nada que temer; nadie sabrá que usted me habrá dado la llave, nadie tampoco sentirá nada, porque a esas horas estarán bailando zamacueca en el comedor de su casa.

–¿Zamacueca? ¿Qué está hablando, hombre? ¿Quién estará bailando zamacueca?

Se pintaba en el rostro del infeliz archivero la más profunda estupefacción.

–¿Entonces usted no sabe nada? ¿Usted no sabe que esta tarde llega el oficialito, el novio de la Deidamia, y que mañana en la noche irá a cenar con su tío a casa de usted?

–¿Con su tío? ¿Con qué tío?

–Con su tío, el mayor Quintaverde.

Cortaza quedó anonadado. “Jamás su mujer había tenido la audacia de hacer entrar a su amante en la casa. Nada tampoco había dicho del convite delante de él. Una conspiración urdida para humillarlo delante de los demás. Desde el día siguiente, el mayor vendría de visita todos los días, vendría a cenar, a jugar la malilla. Llegaría el tiempo en que a él lo echarían a los cuartos de los criados y el soldadote quedaría instalado en la casa”.

Todo esto pasó como una visión fatídica por la contristada mente de Cortaza, con un fulgor instantáneo de relámpago.

–¿Entonces usted no sabía nada, don Matías? –volvió a preguntarle, sarcástico, el ñato–. Yo creía que le habían dicho.

–¿Y quién, pues, hombre? ¿Quién podía decirme? ¡Las cosas de usted!

–Yo no sé quién. Hasta las criadas lo saben.

Cortaza no volvía de su estupor. Ya desde el día fatal, vivía anidada en su pecho, como una vívora ponzoñosa, esa idea de la infidelidad de su mujer, ese torcedor de la existencia de un hombre, que le había robado la felicidad. La vívora hacía lentamente, en silencio, su obra de destrucción, le roía el alma a pedazos; pero él creía haber alcanzado la estoica conformidad del condenado a prisión solitaria; se envolvía en su desprecio por su mujer y llegaba a encontrar un amargo consuelo en odiarla. Pero el ausente, el ser casi anónimo para él, no pisaba su hogar, no venía a insultarlo con su presencia, a clavarle en el corazón su irremediable ignominia.

–¡Ah! ¿Todos lo saben? ¿Quién va a bailar zamacueca? –preguntó azorado.

–Bailará, por supuesto, Deidamia con el oficialito y no será que se anime también doña Manuela a bornear el pañuelo con el mayor. La gordiflona doña Sinforosa les tocará la guitarra y les cantará: Tondondoré, tondondoré, no sé si me moriré.

Y el ñato, fingiendo alegría, sacaba la cabeza de una bailarina imaginaria.

–¿No ve, don Matías?, yo soy el mayor y al frente está doña Manuela, dándose vuelta como un trompo: tondondoré, tondondoré, no sé si me moriré.

Cantaba, imitando la voz nasal de las cantoras del pueblo.

La endiablada pantomima tenía exasperado a Cortaza. Le asaltaban ímpetus de venganza, violentos deseos de castigar a la desvergonzada.

–No falta más que uno que vaya a tamborear. Don Matías, yo que usted le tamboreaba la cueca a doña Manuela.

Y prorrumpió en nuevas risas, gritando, como en medio de un fandango:

–¡Alza!, ¡alza!, Mañunga, no le tengas miedo, cómetelo, ¡alza, tondondoré!

El archivero estalló, desesperado, con la grotesca broma:

–¡Déjese de chanzas, don Carlito! ¿Que se quiere reír de mí?

Díaz se paró delante de él, con aire de seriedad burlona.

–Puesto que usted lo quiere, déjelos que bailen. Si no le gusta, en su mano está impedirlo; no tiene más que sacarle la llave a su mujer y dármela a mí. ¡Buena la cueca que bailarían todos entonces.

–Pero, aunque le dé la llave, eso no impedirá que el mayor venga a meterse en casa –dijo con horror don Matías.

Díaz se precipitó sobre ese indicio; su interlocutor podría ceder y envalentonarse.

–¿Me promete darme la llave si yo impido que el mayor vaya mañana a casa de usted?

–Sí, se lo prometo; pero ¿cómo podrá usted impedirle a ese comandante de pacos que vaya a meterse a casa?

Don Matías no vacilaba ya, no se paseaba al través de la oficina, no cogía y soltaba los legajos con movimientos nerviosos. Dominado por la indignación, estaba dispuesto a todo, a trueque de no permitir que triunfara su mujer.

–¿Cómo? Muy fácilmente, pues, don Matías. Con escribirle una cartita anónima al mayor, denunciándole una conspiración y que los conspiradores se reúnen mañana en la noche entre las diez y las once, seguro que el mayor irá desde las nueve y media por lo menos a ponerse al aguaite a la casa que yo le señale: no es hombre de mandar a otro en su lugar, se lo prometo.

Todo Santiago conocía la escrupulosa rigidez con que Quintaverde cumplía las obligaciones de su servicio. Cortaza juzgó muy verosímil el éxito del ardid inventado por el ñato. Pero también pensó que él podría escribir la carta y eximirse así de pasar por la condición que le imponía el mozo, de entregarle la llave del cuarto del zaguán.

El doble temor: el de la presencia de Quintaverde en su casa y el del riesgo de ser descubierto si entregaba la llave a Díaz, estimuló su ingenio repentinamente.

–Vea, don Carlito; bien pensado, no me atrevo a entregarle la llave; ¿no ve que si lo descubren me harán responsable a mí de la arrancada del loco?

No se escapó al ñato el aire de ingenuidad con que se cubrió Cortaza al decir esto. Se había sentado y manejaba como distraídamente los papeles de la mesa.

–Como le parezca, don Matías –replicó el ñato, con sorna–, cada uno es dueño de su miedo. Déjelos que bailen. Seguro que el mayor se emborrachará con la mistela y la horchata con malicia: seguro también que se pondrá a besar a las señoras: ¡tan poco enamorado que es! ¿Y después?, ¿quién lo saca de la casa, cuando siempre que se rasca se vuelve una furia?

Cortaza perdió su aparente tranquilidad ante ese cuadro. Veía al militar abrazando y besando a doña Manuela y blandiendo el tremebundo sable, si alguien tratase de refrenarle. Sin embargo, no perdía su fe en el efecto de la carta anónima que él podría escribirle en lugar de Díaz.

–Pero no es seguro que vaya al convite –objetó con timidez, para tranquilizarse.

–Bien puede ser; pero si alguien le escribe. Si usted, por ejemplo, le escribe para que no vaya.

Díaz anunció esta hipótesis con áspero tono. Sospechó al instante la táctica de Cortaza. “Pero el tonto no ha de salirse con la suya”, se dijo.

–¿Yo?, ¡cómo, pues, hombre! ¡Cuándo me había de atrever!

–Entonces usted no se atreve a nada, don Matías, a todo le tiene miedo; pero sépase que si no me da la llave, el mayor y el oficialito irán a cenar, y bailarán zamacueca y abrazarán también a las señoras cuando estén con la turca, bien borrachos. Para que no se deje engañar el mayor, si usted le escribe –agregó–, yo le escribiré diciéndole que todo es mentira, ¿no ve?, no hay escapatoria. Don Matías se convenció de que era imposible luchar con el endiablado muchacho, resignóse al fin a ceder, juzgando menos dura la obediencia, y pidió por la forma alguna garantía.

–Bueno, pues, yo trataré de darle la llave; pero ¿cómo me responde usted de que no irá el mayor a casa?

–Le respondo con mi palabra, don Matías. Vaya, ¿qué más quiere?

Cortaza hizo un gesto indefinido, como indicando que la palabra del ñato no le parecía una prenda de absoluta garantía.

–¿Qué no me cree, don Matías?; yo le diré más, yo me pondré de centinela en la puerta de la casa, y encontraré modo de no dejar que entre el mayor, ¿qué le parece?

No hizo el archivero ninguna nueva objeción y prometió que buscaría la llave.

–Pero cuando la tenga, ¿cómo se la entrego, don Carlito? Usted sabe que el soldado de artillería que viene a darle la comida al loco no llega antes de las cinco de la tarde. Yo no podría sacar la llave sino después que acabe el loco de comer, y que Mañunga la haya guardado. Y si a Mañunga se le antoja no moverse de su pieza, ¿qué hago?

–Yo le aseguro que a esa hora no se quedará en su cuarto.

–¿Cómo sabe usted? ¡Tan poco desconfiada que es! Ahí se lleva aguaitando cuanto pasa.

–Pero mañana no lo hará, porque ella con Sinforosa, Deidamia y don Agapito irán a pasar la tarde con la familia de don Guillén y sus convidados, a ver las comisiones.

–¿Qué comisiones?

Pensó don Matías que el ñato quería engañarlo para arrancarle la promesa de sustraer la llave a doña Manuela.

–¿Que no sabe? Yo voy a encumbrar mi estrella a casa de don Guillén y se le van a echar una porción de volantines. Hay muchas apuestas en el barrio. Yo dirigiré la maniobra. Doña Manuela ha prometido que irá, de modo que apenas den de comer al loco, seguro que se pasarán de su casa a la casa grande. Como usted no sale nunca por la tarde, puede perfectamente sacar la llave.

Cortaza se quedó callado, buscando en su imaginación algún nuevo subterfugio para escapar a la tenacidad del ñato. Díaz agregó, al verlo recapacitar:

–Y si no hay llave, don Matías, en la noche tendrá al mayor en su casa y habrá un picholeo de lo bueno. Seguro que bailarán zamacueca: tondondoré, tondondoré, ¡hasta que se amanezcan!

Volvía la amenaza a aterrorizar al infeliz archivero; volvía a figurarse al mayor estrechando entre sus brazos a doña Manuela.

–¿Y quién le dice que no hay llave, don Carlito? ¡Vaya con el mozo majadero! Yo le prometo que tendrá la llave –gesticuló exasperado.

–Entonces, ¿Me lo jura, don Matías? ¿No me faltará?

–Cómo no, pues, se lo prometo. Le dejaré la llave detrás de la puerta de casa que da al corredor, ¿no le parece?

–Eso es, yo encontraré modo de ir de carrera a tomarla durante las comisiones. Temblando de haber contraído tan grave compromiso, don Matías repuso:

–Pero me jura, don Carlito, que nunca se lo contará a nadie.

–Se lo juro, mire, se lo juro por esta cruz.

Y hacía con el pulgar y el índice de la mano derecha el signo que debía dar un carácter sagrado a su juramento.

Bien se le ocurrió a Cortaza hacer observar a Díaz que la posesión de la llave del calabozo no bastaba para sacar al loco, puesto que era preciso, además, abrir la puerta de calle, común a la casa grande y a la chica. Esa puerta quedaba cerrada por dentro todas las noches. Pero esto no le importaba. Tenía de sobra con la parte que forzosamente iba a caberle en la temeraria tentativa y se guardó bien de tocar este punto. Pero Díaz, no contento ya con la probalidad de tener la llave del cuarto del zaguán, quiso hacer la tentativa de inducir a Cortaza a abrirle, además, la puerta de calle.

–¿Sabe lo que estoy pensando don Matías?

–No sé, amigo, ni quiero saber –dijo el archivero, sospechando alguna nueva exigencia.

–¡Vaya, don Matías! ¡Ya se puso arisco! ¿Por qué no quiere saber?

Cortaza arreglaba nerviosamente sus papeles.

–No será mucho que se le ocurra pedirme alguna otra cosa todavía.

–¡Adivinó, don Matías, adivinó! ¡Usted es bueno para jugar juegos de prenda, si adivina tan luego! ¿Sabe en lo que estaba pensando? En que de nada me sirve tener la llave del cuarto del zaguán si nadie me abre la puerta de la calle para entrar en el patio.

–Eso, amigo, arréglese como pueda, yo no me meto en eso. ¡Ave María! ¡No faltaba más que yo fuese a salir del comedor a la hora de la cena, cuando toda la familia esté ahí! Eso sí que no, amigo: conténtese con la llave del calabozo.

Cortaza, en un movimiento de terror, había desparramado los papeles sobre la mesa, gesticulando, moviendo con despecho la cabeza, levantando los brazos al cielo, repitiéndose balbuciente: “Aquel mocito lo iba a sacar de juicio. “En qué había pecado él para que viniera a perseguirlo así, como si ya no fuese bastante infeliz con su desgracia?”

–Eso sí que no, mi amigo, por nada, por nada, no me hable más de eso, si no quiere que me arrepienta y no le tenga la llave tampoco.

El ñato se echó a reír; así ocultaba la inquietud que le causaron las últimas amenazantes palabras del archivero.

–No se afarole, don Matías; se me figuraba que no le costaría nada abrirme la puerta de calle. Bueno, pues, no hablemos más de eso; pero lo jurado, jurado; yo cuento con la llave del calabozo; no me falte.

–No le faltaré, cuente conmigo –se apresuró a contestar don Matías, esperando verse libre de tan terrible visitante.

Convencido el ñato de que nada más podría obtener del archivero, se decidió a partir.

–Eso es, cuento con usted, y usted cuente conmigo. Yo sujetaré al mayor, que se estará aprontando para la zamacueca de esa noche.

Y salió presuroso, temiendo haber empleado más tiempo del que debía en su laboriosa negociación con el esposo de doña Manuela.

7

Daba las tres de la tarde el gran reloj de la iglesia de la Compañía, que una catástrofe memorable en los fastos de Santiago sepultó, en 1863, entre los humeantes escombros del viejo templo jesuita, cuando llegaba apresurado Carlos Díaz, por la calle de Ahumada a la Alameda, poco después de haberse despedido de don Matías Cortaza. No le había sido fácil recorrer las cuatro cuadras que median entre la Plaza de Armas y el gran paseo santiaguino. Una muchedumbre de pueblo y de gente visible invadía ya, haciéndose más compacta por momentos, aquella calle, por donde debían dirigirse en su marcha triunfal los héroes de la fiesta del 18 de diciembre de 1839 al palacio de la presidencia.

El ñato estaba de prisa. Quedábale aún por cumplir, antes de la entrada del ejército vencedor, la segunda parte del programa que se había trazado para vengarse de la afrenta recibida en la huerta de don Guillén. Su enérgica voluntad había decidido, como sentencia inapelable, que doña Manuela Estero de Cortaza debía purgar su malévola persecución con algún agravio público, tan humillante como el que ella acababa de inferirle. Facundo en invenciones picarescas, ya tenía fijado en su imaginación el castigo que reservaba a la esposa de don Matías. En prosecución de su propósito, érale preciso, después de haberse deslizado entre la gente que llenaba la calle de Ahumada, hender ahora la compacta masa humana que desbordaba de la Alameda en todas direcciones y pasar así del lado del norte donde se encontraba, al otro lado, para internarse por la calle de Gálvez hacia el sur. En alguna parte de esa calle esperaba encontrar a la persona que le era indispensable al cumplimiento de su idea. No le impedía, entretanto, el curso de sus reflexiones el sentirse impresionado por el espectáculo que desde su salida del ministerio lo cautivaba. Su memoria de muchacho callejero y asistente a todas las fiestas públicas no recordaba haber visto jamás a la tranquila capital tan agitada y tan engalanada como en aquel momento. Un aire de alegría comunicativa, un ambiente de caluroso entusiasmo circulaba por la atmósfera tórrida de aquel luminoso día, de cuando en cuando bañada por la fresca brisa del sur. La brisa de la tarde empezaba apenas a derramar sobre la ardiente muchedumbre el agreste perfume de olor a pasto verde, arrebatado al llano de Maipo.

Díaz admiraba la iluminación de colores que parecían encender las banderas, ostentando, al recibir la caricia del viento, su estrella solitaria en el límpido campo de su cielo emblemático.

En las ventanas, en los balcones, en las severas puertas de las viejas casas solariegas, en los tejados de las humildes moradas, en lo alto de los edificios públicos, allá a lo lejos, en el pajizo techo de los ranchos suburbanos, el glorioso tricolor batía sus pliegues, cantando su canción de victoria y arrancando al potente pecho del pueblo ese grito electrizador de ¡Viva Chile!, que redobla sus bríos en los momentos de peligros y su formidable sed de chicha baya en los días de regocijo nacional.

El ñato gritaba también ¡Viva Chile!, en medio del piélago humano, a través del cual, diestramente, con el vigor de sus codos y la flexibilidad de todo su cuerpo, se iba abriendo paso.

En aquel tiempo, todos los árboles de la Cañada eran álamos. La arboricultura en cierne no había llegado entonces a ser una industria oficial. Las magnificencias de la Quinta Normal, que han engalanado con profusión de variados árboles el hermoso paseo de la metrópoli, no habían sido creadas todavía. Pero la disposición de las líneas que marcaban las tres avenidas de la Alameda, destinadas a la gente de a pie, era la misma que ahora.

Díaz había conseguido avanzar hasta la primera línea de álamos del lado norte, cuando una oleada de concurrentes, comprimida por el empuje de los que más adelante se encontraban, lo hizo detenerse. Con la intervención de la policía, las dos avenidas laterales y la ancha avenida del centro habían sido despejadas. Una falange de hombres, caminando a orillas de las acequias, armados de grandes cántaros que llenaban en la corriente, regaba el suelo del paseo, haciendo subir el olor del polvo humedecido como un perfume peculiar de día de fiesta. Eran los aguadores de la ciudad, llamados aguateros por el pueblo, que pagaban al cabildo el uso del agua con la gabela de tener que regar en los días festivos el piso de la Alameda. La turba, dispuesta a divertirse con todo, cediendo a la corriente eléctrica del contagio espontáneo de las grandes masas, aplaudía a los aguadores, alentándolos en su tarea. El ñato aplaudía también maquinalmente, pero renunciando a abrirse paso y poder atravesar la Alameda, buscaba su camino, saliendo de la apretura por la parte de la calle destinada a los carruajes.

En medio del inmenso gentío el calor abrasaba. Al encontrar más espacio, Díaz trató de apresurar el paso, mientras el polvo, penetrándole en la garganta, le doblaba la intensa sed con una oleada de fuego, al pasar por sus fauces enardecidas. En variadas formas la tentación de calmar el furioso deseo con algún refrigerante le salió al encuentro a poco andar. Un vendedor, deteniéndose, le ofrecía un buen medio de mote con huesillos. Más allá, los heladeros, los vendedores de horchata con malicia, los de aloja garrapiñada, le pregonaban con empeño las virtudes refrescantes de su mercancía.

Al lado de esos calmantes, los bolleros, los vendedores de tortitas, de alfajores y de alfeñique, llegaban a estimularle el apetito, avivado por la marcha en su robusto estómago de veinte años. Insinuadoras ofertas de empanadas caldúas y de chancho arrollado, a las que oponía una negativa indecisa, le salían al encuentro, haciendo vacilar su voluntad de llegar sin demora al término de su angustiada excursión.

Al fin, resistiendo a tan apremiantes ofertas, pudo atravesar la Alameda. Mirando a la izquierda, a lo largo de la fila exterior de los elevados álamos, alcanzó a ver, en una rápida ojeada, que la gente de a caballo formaba ya dos o tres compactas filas. Sobre briosos corceles, enjaezados algunos lujosamente, ensillados con el avío de pellones, los jinetes, vestidos de gala con mantas de vistosos colores, con enormes espuelas de plata, con botas de campo tejidas de fina lana, rivalizaban en donaire y en varonil entereza. El ñato los veía estrecharse estimulando a sus caballos hasta conquistar en tremendas topadas los mejores puestos de la primera fila. Entusiasta por todo juego de destreza o de pujanza, Díaz hubiera querido detenerse a contemplar esa justa de atrevidos pechadores. Pero el tiempo se le hacía escaso y le fue forzoso seguir su marcha, internándose por la calle Gálvez hacia el sur.

Desde la esquina de esa calle, partiendo de la Alameda hasta el fin de la primera cuadra, la concurrencia era casi tan numerosa como en el paseo mismo. Más allá, la densidad de la muchedumbre disminuía poco a poco. Cobrando nuevo vigor al ver más libre el camino, siguió su marcha el mozo ahora con paso apresurado. No teniendo ya necesidad de porfiados esfuerzos para avanzar, volvióle al espíritu la lucidez, como vuelve al nadador la sensación de la realidad después de haber tenido la cabeza bajo el agua. Las escenas y las impresiones por las que había pasado desde la mañana se clasificaban con orden en su mente. Con la regularidad de la luz en un faro giratorio, la cristalina risa de Deidamia en la aventura de la tapia le acudía con mortificante precisión a intervalos seguros. De esa dura cadena de inquietudes que echa el amor, como un dogal de esclavitud, al corazón del hombre, aquél era para Díaz el primer eslabón, porque fue su primer desengaño. Entristecido bajo su peso, el ñato continuó su marcha. De los cuartos con puerta a la calle, a medida que pasaba, una mezcla de olor a licores espirituosos, salía en oleajes tenues a acariciarle el olfato. La mistela, el ponche y el gloriado confundían su perfume, como una invitación colectiva de entrar a tomar parte en la fiesta, ruidosamente anunciada por los acordes cadenciosos del arpa, de la guitarra y del violín, por las voces de las cantoras y el tamboreo de los lachos achispados. Otras y otras puertas de cuartos despedían el mismo perfume de espirituosos, enviaban a la calle el mismo ruido de fiesta, convidaban al joven con su tentación de alegría.

“Aquí están las chinganas en su punto”, se decía, apurando el paso. En la mirada curiosa que arrojaba al interior sin detenerse, su ojo experto distinguía claramente los grupos que formaban los de la remolienda. Una pareja al medio, revoloteando en los giros de la zamacueca o de la sijuriana. La cantora tañendo el arpa o la vihuela; algún hombre, de rodilla, marcando el compás de la danza con redoblados golpes de las coyunturas de los dedos sobre la caja del instrumento, y grupos de hombres, vaso en mano, animando con la voz a los danzantes, o requebrando a las cantoras con acciones atrevidas o con melosas palabras del galanteo popular.

Al ver pasar a Díaz, algunos de los del picholeo salían a detenerlo.

–Oiga, don Carlito, ¿dónde va tan de prisa?

–Venga a echar su trago –le decían, con el sombrero hacia atrás, sobre el occipucio, los ojos revueltos, la voz ronca de tanto animar a los bailarines.

Otros, en los que las libaciones turbaban ya el cerebro, salían vacilantes sobre sus pies, también a llamarlo:

–Mirá, ñato ¿dónde vais, hombre, tan enterao que te hacís que ya no conocís a naide?; vení, hombre, a echar un taco, no seáis leso.

Pero él no quería oír. Su pensamiento estaba fijo más allá. ¡Qué le importaban esos siúticos de chaqueta y ceñidor a la cintura, de sombrero lacho, de sortijas de oro falso! ¡Qué le importaban las cantoras, esas chinas pintadas de solimán y carmín, con olor a pachulí, haciéndose las dengosas como si fuesen señoras! ¡Qué le importaban los licores, a él, que no gustaba de beber! Ya en el corazón le había mordido el sentimiento transformador de la existencia humana. Un anhelo de dicha más elvada, un sentimentalismo de amor desconfiado, transformando al niño de ayer en preocupado adulto, le daba el impulso del pajarillo que emprende por primera vez el vuelo a otras regiones, en busca de la dicha desconocida.

La risa burlesca de Deidamia, como un escarnio de sus pretensiones, respondía a ese anhelo. La voz del semibeodo de la chingana le hacía eco.

–Mirá, ñato, ¿dónde vais tan enterao?

La realidad le cortaba las alas de su sueño. Pero la lozanía del corazón joven no tardó en hacer brotar la esperanza, como se alzan en la fertilidad del suelo virgen las plantas y las flores que abatiera el cierzo. De su propia desazón sacó un argumento consolador: “Yo, en lugar de ella, me habría reído también”.

Esa reflexión fue un bálsamo para su alma. Y como, a fuerza de mirar un cuadro, la imaginación completa los lineamientos bosquejados por el artista, el ñato encontraba, a medida que iba acercándose al término de su jornada, que era injusto con la chica, puesto que él, en el caso de ella, se habría reído de buena gana, sin dejar por esto de amarla profundamente.

Su convicción a este respecto era inalterable cuando se detuvo.

Las casas de la calle que acababa de recorrer habían ido espaciándose y disminuyendo de importancia. Separadas por largas distancias, pequeñitas y pobremente edificadas, las de teja acabaron por desaparecer poco a poco. Más allá levantábanse apenas del suelo miserable agrupaciones de ranchos, la mayor parte sin ventanas, ni otro medio de ventilación que las puertas de calle rotas y desencajadas de sus quicios.

Díaz vio que se hallaba en el barrio del Zanjón de la Aguada. Sin ninguna vacilación, como quien está seguro de lo que hace, dirigióse a uno de los ranchos, tan de pobre apariencia como los que había en derredor, y empujó la puerta. Esta, al abrirse, hizo un quejumbroso ruido, como el de las carretas del campo, cuyas ruedas giran sobre un eje sin sebo ni otra materia que evite el fuego del frotamiento.

Al interior de la choza vio a una mujer avanzada en años. Las profundas arrugas desfiguraban a tal punto sus facciones, que era imposible encontrarles otra expresión que las de una completa paralización del pensamiento. El cabello blanco, lastimosamente desgreñado, el traje escaso, compuesto de una falda en andrajos y de un rebozo de bayeta, agujereado en varias partes, le daban un aire de indescriptible miseria. Sentada sobre el suelo, delante de un brasero de greda, en el que roncaba un viejo tacho de cobre, la anciana tomaba mate. No lejos de ella yacía sobre el suelo sucio, cubierto de cáscaras de papas y otros residuos casi secos de hortalizas, un bulto informe, del que las dimensiones solamente sacaban al espíritu de la duda sobre si era aquello un perro en reposo o una criatura humana durmiendo.

Díaz y la vieja se miraron sin decirse una sola palabra.

El ñato se acercó al bulto, avanzó un pie hasta tocarlo y pronunció en voz alta, tratando de remecer la masa inmóvil:

–¡Arriba, Chanfaina!, ¡arriba!

La forma de hombre dormido hizo el movimiento perezoso del que es sacado de un profundo sueño; tardó unos instantes en volver el rostro hacia el que así lo llamaba y miró al mozo desde el fondo de unos ojos tan pequeños, que era muy difícil saber si estaban abiertos o cerrados.

Díaz repitió con mayor energía su orden:

–¡Vamos! ¡Chanfaina!, ¡arriba!, ¡arriba!, mira que tengo que hablar contigo y estoy de prisa.

El hombre se sentó un instante, estiró los brazos, y de un salto, tan ágil como el de un acróbata, se puso de pie.

–¿Estás bien despierto? –le preguntó el ñato.

Sólo recibió en respuesta un movimiento afirmativo de la cabeza.

Lo primero que llamaba la atención en el ser que permaneció inmóvil delante de Díaz era su pasmosa fealdad. Hubiérase creído que al formarle el rostro, en un instante de burlesco capricho, la naturaleza hubiese querido crear un nuevo tipo animal, que desmintiera la creencia de que Dios formó al hombre a su imagen y semejanza. Sobre un cuerpo vigoroso, de mediana estatura, que hacía pensar en la atlética robustez del indio araucano, la cabeza se alzaba enorme con su enmarañada cabellera plantada sobre la frente, apenas a una línea de las cejas.

En el rostro, las facciones, reñidas en una feroz anarquía, se confundían grotescamente, formando un conjunto monstruoso de irreconciliable desproporción. Los ojos microscópicos brillaban apenas en el fondo de las cóncavas órbitas, que las cejas cerdosas parecían empeñadas en ocultar. Las mejillas, juanetudas, eran dos prominencias excesivas, entre las cuales la nariz luchaba en vano por levantarse. Fofos en su deformidad, los labios traicionaban con sus contorsiones los movimientos del alma oscura que se albergaba en aquel cuerpo, al punto de parecer que reía en el dolor y estaba de aflicción en la alegría. La parte inferior de la cara, como estirada hacia afuera por tenazas ciclópeas, le daba una expresión de sátiro. El óvalo del ancho rostro tenía sinuosidades como la cresta de un cerro. Sobre el cutis escamoso y amarillento, algunos trechos peludos completaban el extraño fenómeno de aquella fisonomía semihumana solamente. Ninguna semejanza tenía aquel hombre con la fantástica creación del Quasimodo de Víctor Hugo; nada de los bufones contrahechos que debieron a su triste deformidad el favor humillante de soberanos caprichos. Chanfaina era un ente real, de cuerpo sano y de monstruosa faz, que por su misma realidad causaba invencible repulsión. En Santiago, todos aquéllos de sus contemporáneos que sobrevivan hasta hoy deben recordarlo. Era una de las curiosidades de la capital. Por todas partes conocido, nadie sabía su origen ni su nombre. Ese apodo de Chanfaina, sacado del nombre de un guiso ordinario de la cocina española, le venía del sarcasmo popular, sin duda, y era su única denominación. Las consejas de comadres contaban que, puesta la monstruosa criatura en el torno de los huérfanos por la que lo había dado a luz, la tornera se apresuró a devolverlo a la calle, alegando con horror que en aquel hospicio no recibían animales. Una pobre mujer que por allí pasaba lo había recogido compasiva y criádolo, en vez de tener un perro.

El mostrito había crecido en el fango, recibiendo y dando golpes.

De su ser moral, en el que la inteligencia brillaba escasamente como una luz divisada a gran distancia, descartada la brutalidad de su naturaleza primitiva, se decía que en estado de ebriedad maltrataba a la vieja que lo mantenía y albergaba, hasta que alguien fuese a quitársela, mientras que cuando volvía sobrio al rancho le daba sin contar cuanta limosna en dinero o en especies hubiera recogido.

El ñato, desde su infancia, conocía a Chanfaina. Ese monstruo de apariencia híbrida, del que el sufrimiento tenía que ser el inevitable lote, le inspiró compasión tan pronto como su alma le diera la noción confusa de la solidaridad humana. Desde que tuvo conciencia de su fuerza física, Díaz se hizo el defensor del infeliz contra la irreflexiva crueldad de los muchachos de la calle. Del medio real que sus tías le daban los domingos, Chanfaina recibía muchas veces un cuartillo. Era una protección generosa a la que aquel desamparado se acogía, pagándola con una sumisión absoluta.

–Vas a seguirme –le dijo, al verlo inmóvil, cual si esperara sus órdenes.

El estado de semidesnudez en que veía a Chanfaina le arrancó esta exclamación:

–¡Pero es imposible que puedas salir así a la calle!, los rotos te apedrearían.

La vieja se levantó entonces del suelo y fue a un rincón de donde sacó una camisa con grandes remiendos y unos viejos calzones de rayadillo. –Que se vista con eso –dijo–; su mercé verá que en la noche ya estará hecho la lila.

Obedeciendo a una orden de Díaz, vistióse Chanfaina en un instante.

–Así estás mejor, así pareces gente; vamos andando –dijo el ñato, dirigiéndose a la puerta.

No se trató de sombrero. Jamás la cabeza lanuda de aquel paria se había cubierto con ese superfluo ornamento.

–Ahora, paso de trote y seguíme a distancia –ordenó Díaz.

Y ambos emprendieron la marcha hacia la Alameda, uno en pos del otro, abriéndose paso entre la abigarrada y compacta muchedumbre.

Así anduvieron por algún tiempo. El joven había caminado hacia el poniente, hasta llegar a la calle que conducía al camino de Valparaíso. Poco más de un cuarto de hora de una marcha tan rápida como la apretura lo permitía y el ñato empezó a disminuir la celeridad de su paso.

Chanfaina, con la sumisión del perro que sigue a su amo, arreglaba su andar al de Carlos Díaz. Hubo un momento en que éste se paró inclinando la cabeza, en actitud de buscar un ruido particular entre las vociferaciones de los vendedores ambulantes. Del lado del occidente, una nube de polvo iluminada por el sol se levantaba, cubriendo una parte considerable del horizonte. Por instantes, según el capricho del viento, un eco lejano de cornetas o el ruido sordo de tambores militares se hacía sentir, aumentando gradualmente. Eran las cornetas y los tambores alternados del ejército restaurador que se acercaba a la capital, reservando sus bandas de músicos hasta encontrarse en la vía triunfal de la Alameda. El ñato explicó a Chanfaina lo que aquel ruido militar significaba, y añadió:

–¡Allá vamos!

Y echaron nuevamente a andar, perdiéndose entre la muchedumbre.

A esa hora también el gentío en la Alameda hacía imposible el tránsito.

La guardia nacional, desplegada en dos filas a ambos lados del paseo, mantenía enteramente libre la avenida del medio, destinada al pasaje de las tropas. Sobre las dos acequias de agua corriente, los tablados crujían bajo el peso de sus ocupantes. Del lado del sur, los jinetes, en filas compactas, llenaban la anchura de la calle, bregando en porfiada lucha los de más atrás por conquistar los puestos de donde pudiera verse el desfile. Las calles del norte, como caudalosas corrientes, habían vaciado ya en el ancho espacio de esa parte la numerosa población del centro de la ciudad y de los extensos barrios de allende el Mapocho. En la masa compacta de espectadores, los que llegaban en tropel por las distintas calles producían la inmovilidad aparente de la marea en lucha con el caudal de los ríos al desembocar en el mar.

Mas, por momentos, ese mar tenía sus grandes ondulaciones, con el ruido formidable de millares de seres agitados y jadeantes de sofocación, ora jocosos, cambiando sus chistes y sus bromas con buen humor; ora impacientes y pendencieros, dispuestos a trabar riña, por pasar el tiempo, nerviosos ya al extremo con aquel larguísimo esperar.

De repente, en el inmenso espacio, el movimiento y el ruido se calmaron. Fue, como sucede en medio de una borrasca, cuando se calla el viento, cual si se detuviese a recoger nueva fuerza, para recomenzar, rebramando, su empuje devastador. Una onda de emoción intensa, venida de los que primero habían oído el eco lejano de trompetas y tambores, corrió del oeste al este, como la vibración de la tierra en un temblor.

Todos callaron por algunos instantes, todos quisieron oír el marcial anuncio de la marcha. El momento fue tan fugaz como solemne, y del repentino silencio estalló, en un trueno de voces humanas, el “¡Viva Chile!”, la electrizadora invocación, que pareció repercutir en los ecos de la vecina cordillera.

8

Llegaba el momento ansiado. Todo parecía entonces, animarse de una nueva vida. Los semblantes hastiados sonreían, las frentes congestionadas se despejaban. Un soplo de fraternidad, como la repentina brisa en el desierto abrasado, extendió su aliento de calma sobre la impaciente muchedumbre. La tarde misma, tras el sofocante calor del día, se despojaba de su manto de rayos encendidos y envolvía a las gentes con la suave caricia de las diáfanas tardes del verano chileno. Bandadas de aves, batallones alados, atravesaban apresuradas el espacio, y allá en las alturas de los Andes, las nevadas crestas reflejaban la despedida del sol al hundirse majestuosamente en un cráter de celajes tañidos de nácar y amatista.

Por momentos, la penetrante voz de las cornetas fue haciéndose más distinta; el bronco ruido de los tambores, marcando el paso redoblado, fue repercutiendo más sonoro en los ecos circunvecinos. Entre la concurrencia crecían también por grados la animación y el bullicio. En los tablados, repletos de espectadores, las conversaciones se animaban; crecía el tono de las voces; comunicábanse de un tablado a otro los amigos, los simples conocidos, sus impresiones; referíanse en ruidosa charla anécdotas heroicas de la campaña restauradora.

La familia de don Guillén y los de la casa chica tenían tablados contiguos. Guillén y Javier, en primera línea, comentaban con incansable verbosidad cuanto se les presentaba a la vista. Los esposos Topín, cerca de ellos, les explicaban los emblemas colgados al través del paseo central, con leyendas alusivas a las batallas y a las acciones de guerra que recordaban otros tantos triunfos de las armas chilenas. Ya habían admirado al venir de la casa, el grandioso arco del óvalo de la Alameda, con su canastillo pendiente del centro, de misterioso contenido, que debía abrirse cuando se detuviese ahí, para escuchar una loa, el general victorioso. Más allá, de un lado y otro, divisaban otros arcos, otros emblemas, innumerables banderas mecidas suavemente por la brisa, en un concierto de flores, en un incesante movimiento de fiesta. Los chicuelos, ante aquel espectáculo, se sentían electrizados, recogían sin pensarlo esas impresiones profundas que graban su rastro imperecedero en el fondo de la memoria infantil.

Un diálogo amistoso se había establecido al mismo tiempo entre los del tablado de don Guillén con los Estero. Los chicos señalaban a don Agapito algunos volantines, balanceándose sobre la Alameda, como si se mantuviesen ahí para presenciar la fiesta. Deidamia, para ocupar el tiempo, cambiaba ardientes ojeadas con todos los mozos que podían verla desde sus tablados, al propio tiempo que su madre, sofocada de calor, proponía comprar aloja o helados, mientras llegaban las tropas.

Doña Manuela, majestuosa con sus atavíos de fiesta, con sus restos de belleza, cautivadores todavía, reprobaba con altivez inapelable la proposición de su hermana, temerosa de que las personas de los tablados vecinos la mirasen como gente de medio pelo, capaz de tomar refrescos en un paseo público.

Mientras tanto, Guillén y Javier, deseosos de que todos participasen de su contento, notando que don Matías Cortaza no estaba en el tablado, preguntaron por él a tata Apito.

–Se quedó leyendo en la huerta, eso le divierte más.

–¡Ah!, sí, El Chileno Consolado en su Presidio –dijo Javier.

–O Robinson Crusoe –añadió Guillén.

Les pasó entonces por el ánimo a los niños, como la nube que oculta el sol por un momento, una sombra de compasión hacia aquel pobre señor que no asistía a tan maravillosa fiesta por llevarse leyendo.

Al regresar del ministerio, Cortaza había encontrado a los de su familia bajando hacia la Alameda. Todos iban vestidos de gala. La hermosura de su mujer, ataviada de fiesta, rejuvenecida con el artístico peinado, con el brillo que la expectativa de la fiesta comunicaba a su rostro, lo hirió dolorosamente. Era el vencido que ve pasar al triunfador. Una ráfaga de ira impotente le retorció el corazón. Ella iba, sin duda, a ver en el paseo al maldito mayor. Para él se componía con su mantilla de blonda prendida por una peineta monumental de carey; con sus largos pendientes de filigrana, con su más rico vestido.

–Tío, ¿qué no viene al tablado? –le preguntó Deidamia.

La felicidad la ponía cariñosa, la tornaba compasiva hacia el pobre hombre, siempre sumido en su tristeza.

–No, hijita; vayan ustedes.

La tempestad, en su pecho, siguió rugiendo, mientras que caminaba hacia la casa. Su reciente conversación con el ñato Díaz le hizo retumbar en la memoria las palabras del mocito: “Si yo fuese usted, le afirmaría una buena felpa”. Y, para sus adentros, sacudiendo un látigo imaginario, iba repitiendo, amenazante: catatán, catatán, con las mismas entonaciones con que había resonado en su oficina la voz del mozo.

El ejército había pasado ya los suburbios y se aproximaba a la Alameda. Las bandas de músicas de la guardia nacional, distribuidas en tablados a distancias convenientes, a lo largo de la carrera que debían recorrer las tropas, habían ya fatigado sus bríos con el Himno de Yungay, cuando las primeras columnas de los triunfadores entraron en el paseo al son de un animado pasodoble, tocado por la banda del batallón Carampangue, que marchaba a la cabeza del ejército. Un formidable grito de ¡Viva Chile!, se elevó instantáneamente por los aires. Las manos aplaudían con frenético entusiasmo. De los tablados, al mismo tiempo, una lluvia de flores caía sobre la tropa. Agudos silbidos, el aplauso de los rotos, rasgaban los otros ruidos, y la masa humana, con oleadas de mar que se va encrespando, luchaba por todas partes para acercarse y poder divisar a los héroes de la fiesta. Así avanzaban éstos en medio de la estruendosa ovación. Con el talante airoso del soldado que ha recibido el bautismo del fuego en los campos de batalla, las compañías marchaban en orden admirable, sin que ningún pecho sobrepasase el del vecino, alineados como una tabla, según la expresión de la táctica militar. Los viejos uniformes cubiertos del polvo del camino, los rostros bronceados por el sol, las barbas hirsutas, revelaban las penalidades de la campaña, peores que las horas de la refriega, soportadas con la viril entereza que hace del militar chileno un poderoso instrumento de victoria. Había en esos hombres, oficiales y soldados, un aire de hermosura inculta, de robusta entereza, de majestad serena, que revelaba a los espectadores la fuerza latente del país que podía confiar a tales hijos sus grandes empresas. Delante de cada mitad, un oficial, o a veces un sargento, hacía lucir su garbo propio, volviéndose de cuando en cuando a su tropa para hacer observar la formación.

Los vivas, las bandas de músicos, los aplausos y las flores continuaban con frenesí a medida que las fuerzas avanzaban. Una turba de muchachos y de hombres jóvenes había entrado en la Alameda, precediendo a la primera banda de músicos. Al frente de esa turba, los del tablado de don Guillén y los Estero reconocieron al ñato Díaz, batiendo una bandera nacional, alborozado, en medio del cardumen de chicuelos que lo rodeaba. El ñato, con aire victorioso, inclinó su bandera delante de Deidamia y delante del tablado de don Guillén, enviándoles una sonrisa de juvenil alegría. La chica y los niños aplaudieron, lanzándole manojos de flores entre la lluvia de militares de ellas que caían sobre la banda de músicos y sobre la tropa.

Sinforosa, al ver los aplausos de su hija, trató en vano de reprimirla.

–¡No ven, pues, esta moledera!, ¡para eso te sacan! –exclamó furiosa.

Pero el incidente duró sólo un pasajero momento. De gran número de los tablados partieron, casi al mismo tiempo, animadas voces de exclamación:

–¡Chanfaina! ¡Chanfaina! ¡Miren a Chanfaina!

La cabeza del singular personaje, reconocida por muchos, causaba ese estallido de voces. Chanfaina seguía mezclado con los acompañantes de la banda del Carampangue, no lejos del ñato y de su comitiva de chiquillos. Todos: pueblo, banda y soldados, pasaban en marcha triunfal en medio de los vítores y aplausos. Las mitades del glorioso batallón iban escalonadas a la distancia de ordenanza. Los espectadores, incansables en su entusiasmo, redoblaban aplausos y vítores, se mostraban los estandartes, se señalaban con saludos amistosos a los oficiales que reconocían al frente de su tropa. Los triunfadores marchaban erguidos, con la vista hacia adelante, conservando la distancia, tocándose por los codos, sintiendo allá en el fondo del pecho el sueño realizado: el suelo de la patria bajo la planta; la brisa de la patria dilatando, generosa, los pulmones; el dulce calor del hogar, las caricias invocadas en la fiebre nostálgica de la tierra extranjera. El compás de la marcha resonaba en cadencia sobre el piso, y el polvo sutil, levantado por aquella masa de hombres en movimiento, a pesar del reciente riego de los aguateros, envolvía tropas y concurrencia con una nube opaca de fantástico misterio, en aquel medioambiente de frenético arrebato.

A mitad de la gran columna en marcha, avanzaba sobre un brioso caballo de guerra el general en jefe del ejército restaurador, don Manuel Bulnes. Lo acompañaba, a su derecha, el Presidente de la República. El más brillante Estado Mayor que jamás se hubiera visto en ninguna de las Fiestas Patria, le formaba escolta. Al verlo pasar, un trueno de voces resonaba en los aires, se sobreponía al toque de las bandas de músicos y subía al cielo en un clamoreo de ovación delirante.

Aquel grupo de guerreros, de los que algunos habían ilustrado ya sus nombres, maravillaba al público. Representante de las glorias nacionales, arrancaba gritos de admiración a la excitada concurrencia deslumbrada por el brillo de los bordados y galoneados uniformes; por los flotantes penachos de plumas tricolores; y todos atribuían a esos hombres un temple superior que el de la generalidad de los mortales. ¡habían combatido y triunfado!

Al mismo tiempo, la mayoría de los espectadores manifestaba gran sorpresa por la juventud del general victorioso. No parecía pasar de cuarenta años. La robustez de su constitución, desarrollada al aire libre en su activa existencia de campaña, le daba un tinte de juvenil frescura y ese aire de gloria con que la imaginación de los pueblos se complace en revestir a los héroes. En las mujeres el prestigioso general despertaba la admiración.

–¡Qué buen mozo el general! –exclamaban muchas, impresionadas.

–¡Y que joven!, parece un mozo de treinta años.

Algunos hombres añadían, dirigiéndose a las admiradoras del héroe:

–¡Y solterito!, niñas, no hay que olvidarlo.

Algunas matronas, fieles guardianas de la crónica mundana, agregaban:

–Y, por más señas, que ya le dan novia.

–¡Adiós, antes que se apee del caballo!, déjenlo que descanse. Siempre sobra tiempo para casarse –exclamaban los hombres.

El dorado grupo continuaba su aparatosa marcha como en un sueño de apoteosis. Los caballos, tascando el freno, lanzaban copos de blanca espuma en derredor, mientras que los espectadores repetían en todos los tonos de la voz humana:

–¡Viva el vencedor de Yungay! ¡Viva el mariscal de Ancash!

Pero no todos los que componían el Estado Mayor habían compartido con el héroe del día las glorias de la campaña restauradora. Divisábanse en esa lucida pléyade de nombradías militares varios jefes de alta graduación, a los que el público, sarcástico, no perdonaba que hubieran sido dispensados de marchar al Perú con sus compañeros de armas, a correr los peligros de la campaña. En los tablados, los Aristarcos intransigentes, siempre numerosos en toda reunión de seres humanos, no los dejaban pasar sin hacer oír los apodos que la pública malignidad les había aplicado:

–Miren, niñas, aquél con el uniforme flamante es el general Espada Virgen.

–Y aquél de las grandes charreteras y del gran plumero en el morrión es el general Pólvora Bruta.

–¿Y dicen ustedes del mayor Bonilla, que a todos los embarca y se queda en la orilla, aquel que alborota el caballo para lucirse?

Las risas se mezclaban a los aplausos.

En el palco de don Guillén, los chicos jubilaban con los nombres de Espada Virgen y Pólvora Bruta. Nada les parecía más gracioso.

Al mismo tiempo, la contemplación del séquito marcial, el alborozo del público, el imponente aspecto del desfile de la tropa, arrancaban a don Miguel Topín una reflexión de justicia retrospectiva.

–¡Qué lástima que don Diego Portales no haya podido contemplar este espectáculo! Esta es la obra de don Diego, mi amigo don Guillén. Ojalá no lo olviden y sepan nuestros hombres políticos seguir por el camino que él les dejó trazado.

Entretanto, el general Bulnes y su comitiva siguieron avanzando hacia el óvalo de la Alameda, precedidos y seguidos por batallones en marcha. En ese momento, el ñato Díaz subió al tablado de don Guillén.

–Vengo a buscar a los niños, para llevarlos al arco del óvalo, si usted les da permiso –dijo al papá de los chicuelos.

–¿Y qué hay en el óvalo? –preguntó éste.

–Ahí se va a detener el general Bulnes con su comitiva, le van a pronunciar una loa; y las niñas del colegio de las Pineda cantarán el Himno de Yungay. ¡Ah!, estará muy bonito.

–Sí, papá, dénos permiso –exclamaron, entusiasmados, los muchachos.

Doña María insinuó a su marido que él podría acompañarlos.

–Bien, vamos allá –dijo don Guillén, complaciente con sus niños en aquel día de regocijo.

Con el ñato como guía, pusiéronse en marcha, hasta llegar, no sin gran dificultad y a fuerza de pechar duro como decían los chicos, al arco del óvalo. Era el más alto y el más pintoresco de los erigidos en el camino que debía recorrer el ejército restaurador.

Levantábase majestuoso en el centro del círculo de la Alameda, conocido con aquel nombre, ostentando todos los atributos de un arco triunfal, la majestuosa fábrica de sólida enmaderación cubierta de tela artísticamente pintada, figurando atributos de guerra según los recursos del arte de aquel tiempo lo permitían.

En la plataforma que lo coronaba, hallábase colocada una orquesta de los mejores músicos de la capital. Al pie del arco, las alumnas de la escuela de las Pineda y de algunos otros establecimientos de educación femenil, vestidas de blanco y engalanadas de cintas y de flores, debían saludar al ídolo del día con versos y piezas literarias encomiásticas de la gloriosa campaña. Cierta parte privilegiada del público, compuesta de parientes y amigos de las alumnas, las rodeaba, protegida a su vez de las incursiones de la tumultuosa concurrencia por soldados de la guardia nacional y algunos hombres de la policía.

En el momento de detenerse bajo el arco el joven general con el Presidente de la República y el numeroso séquito de su escolta, la orquesta prorrumpió con el solemne y acompasado coro de la Canción Nacional. Todos los circunstantes y el pueblo alrededor entonaron conmovidos:


Ciudadanos, el amor sagrado
De la patria os convoca a la lid.


Pero la orquesta no fue más allá de la primera estrofa. Era preciso que al lado del himno de la patria resonaran las cadencias, millares de veces repetidas en aquel día, de la Canción de Yungay. Felizmente, esta vez, sólo debían cantarla las frescas voces de las alumnas de las escuelas:


Cantemos las glorias
Del triunfo marcial...


Hicieron resonar las argentinas voces en el solemne silencio.

El héroe aclamado, el héroe sin par, como decía la canción, estaba allí. Los ecos de las voces juveniles llegaban hasta él como un incienso de veneración.

Era la apoteosis en vida tributada a un solo hombre, en el que se encarnaba por el momento toda la gloria conquistada bajo su mando, por millares de sacrificios, por millares de heroísmos, por millares de existencias rendidas a la grandeza de la patria común. El general Bulnes dominaba ese acto de su propia glorificación, modesto en su encumbramiento. Pero no era posible que todas las estrofas de la canción fuesen cantadas. La tarde iba declinando y quedaba todavía por cumplirse una parte del programa de la función. A una señal salida del Estado Mayor, cesó la orquesta y cesó el canto de repente, como una luz que se sopla. Entonces, las dos señoras Pineda, doña Inés y doña Bárbara, que habían educado a varias generaciones de futuras madres de familia, rectificaron la formación de sus discípulas e hicieron salir al frente de ellas a la chica que debía pronunciar la loa. Doña Inés, la mayor de las dos hermanas, aquejada desde tiempo atrás de parálisis parcial a la cabeza, tenía un continuo movimiento de la frente que podía ser ora de aprobación, ora de reprobación de cuanto pasaba a su alrededor. Ella dirigía en jefe los movimientos de su blanca falange de risueños y rosados rostros. Colocada muy cerca del caballo del general, con el índice de la mano derecha levantando en señal de prevención, esperó un momento que las cabalgaduras del Estado Mayor, agitadas por la música y los cantos, se hubiesen aquietado. La chica de la loa, con los ojos fijos en su maestra, esperaba la señal.

Un silencio de emoción profunda reinó por un momento en el óvalo. A lo lejos podían oírse vagamente las voces: ”¡Helados de canela! ¡Horchata arrimada a nieve!”, de los vendedores ambulantes.

Los dos chicos de don Guillén, protegidos por él y por Díaz, se hallaban en primera línea. La señora Pineda hizo al fin la señal que todos aguardaban y la voz de la muchacha, tímida y apagada al principio, fue por grados afirmándose, hasta resonar más allá del espacio en que pasaba aquel acto.

Guillén y Javier devoraban con los ojos al personaje que los versos de la loa elevaban al pináculo de la gloria. En la imaginación de los chicuelos, el hombre, un poco gordo y de rosadas mejillas, que contemplaban con una especie de pavorosa admiración, revestía las proporciones épicas con que sus lecciones de mitología presentaban a los semidioses. Aquél era el general que había vencido al enemigo, al fantástico vestiglo en que ellos condensaban al ejército de la Confederación. Espada Virgen y Pólvora Bruta les parecían militares de sainete al lado del invencible caudillo, que dominaba la escena con la majestad de su grandeza. Un fuego interno, una ambición de señalarse en la vida, de que sus nombres sonaran algún día en los ruidosos ecos de la fama, inflamada a los dos chiquillos en presencia de aquella glorificación del prestigioso guerrero.

Mientras tanto, la loa seguía haciendo llover sobre el general Bulnes las abultadas flores de su retórica superlativa. El continuo movimiento de la cabeza de doña Inés Pineda ocupaba ahora la atención del general, fatigado ya de la interminable ovación. Como el esclavo antiguo, destinado a rememorar a los triunfadores las vanidades de la torrestre gloria, la señora, en la negativa constante a que la condenaba el movimiento de su cabeza, parecía poner en duda la veracidad de los pomposos epítetos que llovían sobre él.

Al fin, el largo rosario de estrofas acabó por fatigar la voz de la declamante. Un grito de ¡Viva el general Bulnes! ¡Viva la patria!, resonó en el espacio; la orquesta, en lo alto, rompió con los acordes de la Canción Nacional y el canastillo pendiente del centro del arco, abriéndose como una granada, dejó caer sobre los grandes personajes una lluvia de flores, de hojas volantes con cumplimientos rimados al “Héroe sin par”, y de blancas palomas lanzadas por los aires a llevar urbi et orbe la fama eterna de aquel día inolvidable. Esto fue la señal de la partida. El general, el Presidente de la República y el reluciente séquito se pusieron en movimiento, sin notar que sus fogosos corceles, por vengarse, sin duda, de la prolongada detención a que les habían sometido, dejaban mezcladas entre las flores del triunfal aparato las pruebas intempestivas de su irreverente digestión.

Los chiquillos y los del pueblo que por allí estaban celebraron con grandes risas este último detalle de la apoteosis del óvalo, mientras la comitiva se alejaba majestuosamente, seguida de las tropas y del popular clamoreo.

Después de ir a dejar los chicos al tablado en compañía de don Guillén, el ñato se escurrió entre la turba, atravesó, por sorpresa, entre dos hileras en marcha, el ancho de la Alameda y llegó sin llamar la atención al pie de un álamo del lado opuesto frente al tablado de las Estero. Allí había colocado en observación a Chanfaina.

El extraño roto miraba fijamente a ese tablado. Díaz le tocó ligeramente un hombro para sacarlo de su observación.

–¿Nadie se ha movido? –preguntóle en voz baja.

–Naide –contestó Chanfaina.

Al hacer la pregunta, el ñato señalaba el tablado donde en primera línea lucía su garbosa hermosura doña Manuela Estero.

–No la pierdas de vista, cuidado con que vayas a equivocarte.

La estúpida mirada con que el roto recibió esta recomendación no inspiró a Díaz entera confianza de que estuviese bien posesionado de lo que debía hacer.

–Mira bien: es aquella señora sentada a la orilla frente a nosotros, con una niña de un lado y una señora gorda del otro. Hay tres caballeros detrás, ¿no ves? No vayas a confundir: es la que tiene la mantilla blanca en la cabeza.

Chanfaina hizo seña de que comprendía perfectamente.

Las tropas habían seguido desfilando con toda regularidad, pero con paso más redoblado que el de los primeros batallones. Después de la detención en el óvalo, el eje de la columna había transmitido la orden de acelerar la marcha. Avanzaba la tarde y era menester que las tropas estuviesen en sus cuarteles antes de entrada la noche.

Aunque con menos ardor, el público seguía aplaudiendo. Muchos, cansados ya de vociferar, se entretenían comunicando a los vecinos el nombre de los batallones que pasaban. El Pudeto, el Maipú, el Santiago. La Familia Estero sabía que Emilio Cardonel llegaba de la campaña con el grado de capitán. Alejandro, el hijo de ña Gervasia, después de ascender a cabo de escuadra, había perdido su jineta por su reincidencia en los abusos alcohólicos.

9

En el palco de las Estero crecía la curiosidad, a medida que empezó a desfilar el batallón Santiago, de ver pasar al novio de Deidamia convertido en glorioso guerrero. La familia, de orden de doña Manuela, le había preparado una ovación particular a la sombra de la gran ovación consagrada al ejército. Guillén y Javier, cansados del continuo pasar de tanta tropa, habían obtenido permiso para pasarse al tablado de doña Manuela.

Ellos serían los encargados de llevar al joven guerrero una corona de laurel preparada con gran sigilo en la familia.

Deidamia, por su parte, esperaba con cierta inquietud el momento en que vería al mocito, del que se había separado con muy escasa emoción. Pensaba que la ausencia y los azares de la campaña podrían haber calmado, si no borrado enteramente, del corazón del joven oficial el amor que ella había sabido inspirarle. No la preocupaba, sin embargo, sobremanera este temor, porque confiaba en su poder de seducción para restablecer las cosas al punto en que habían quedado en los momentos de la separación.

En cuanto a las dificultades que podría crearle en presencia de su novio el carácter celoso de Carlos Díaz, su espíritu las contemplaba con un sentimiento de refinada satisfacción. Encantábale la posibilidad de una lucha de rivalidades entre los dos galanes por la conquista de su amor. Su corazón no tomaría más parte en la contienda que la que pueden tomar los aficionados a las riñas de gallos al verlos despedazarse por la soberanía del gallinero. En cualquier caso, el verdadero triunfador sería su vanidad de mujercilla coqueta.

Por fin los del palco de doña Manuela vieron, con gran emoción, acercarse la compañía mandada por Cardonel.

–¡Ahí viene, ahí viene! –decían entre ellos.

El joven Cardonel desplegó todo su aire marcial al encontrarse frente al tablado en que divisó a Deidamia. Cubierto por una lluvia de flores, avanzó airoso, oyendo los aplausos que partían de aquel tablado. En ese momento Guillén y Javier llegaron corriendo hasta el oficial y le presentaron la corona del triunfo. Cardonel, sorprendido, saludó con su espada. Esto pasó en unos cuantos segundos. Los dos niños desaparecieron, y al volver el joven a su posición de mando, oyéronse dos silbidos penetrantes y prolongados, que partieron del álamo tras el cual el ñato Díaz y Chanfaina se hallaban en observación.

El público no dio importancia a los silbidos, y la marcha de la tropas continuó con invariable regularidad. A medida que pasaba la última parte del ejército, se hizo un movimiento general entre las gentes de los tablados. Todas bajaban a la avenida del medio así que iba quedando vacía. En un instante la avenida se encontró llena de gente.

Por una costumbre arraigada desde la fundación de ese paseo, el pueblo, aun en las mayores festividades públicas, dejaba la calle del medio para los caballeros. Era el tradicional respeto de las clases populares, legado del coloniaje, que el soplo igualitario de la democracia barre hoy de nuestro suelo, como las ráfagas de otoño arrastran en su torbellino la mies del verano escapada a la hoz del segador.

El pueblo siguió tras la tropa en confuso apresuramiento, a manera del oleaje de los ríos de Chile al precipitarse bulliciosos en las turbias ondas del océano. La gente, visiblemente ansiosa de ver y de ser vista, llenó entonces la Alameda, con la que dos corrientes opuestas se establecieron.

El panorama fue cambiando de aspecto rápidamente. Al bullicio, al movimiento de las tropas, a los repetidos aplausos, seguía la plácida quietud de señorío y compostura que reina en las tardes ordinarias en el hermoso paseo. El sol, al ponerse, enviaba sus rayos horizontales, en un desmayo de moribunda luz sobre la masa de los paseantes engalanados de fiesta, sobre las banderas de las casas, sobre los tapices de ventanas y balcones. Como una ostentación de su riqueza, tendía su manto de oro sobre los tejados, convertía en relucientes topacios las nieves eternas de la cordillera y hacía bajar la calma y la frescura a la tierra, cual una música lejana que va perdiéndose por grados en la callada solemnidad del espacio.

Siguiendo el ejemplo general, don Guillén, sus convidados, los esposos Topín y los dos chicos bajaron de su tablado. También bajaban al mismo tiempo las Estero con Deidamia y don Agapito. Por efecto natural de la vecindad de los tablados, sucedió que la familia Estero entró al centro del paseo precediendo a la comitiva de don Guillén. Doña Manuela caminaba adelante con Deidamia y tras ellas Sinforosa y su marido. Guillén y Javier se habían adelantado a ponerse junto a tata Apito, y entablaban con él una animada conversación sobre la gran fiesta de la estrella que debía encumbrar el ñato al día siguiente en casa de ellos, a la que irían a echárseles los más afamados volantineros del barrio.

Doña Manuela, rejuvenecida con los afeites y las galas de su traje, llamaba la atención de los paseantes por la natural majestad de su porte y la altivez serena de su frente. Al decir de las señoras que pasaban cerca de ella, la Mañunga Estero estaba en su día.

El ñato, mientras tanto, había continuado en paciente observación detrás del álamo donde asistía con Chanfaina al desfile de las últimas tropas. Viendo bajar de su tablado a la familia Estero, cogió con fuerza uno de los brazos del roto, que se mantenía inmóvil a su lado.

–¿Ves?, ahí se bajan todos, no los pierdas de vista. Ahora se ponen a andar para abajo y los ves bien. ¿Cuál es la señora que te he dicho? A ver, señálamela.

–Aquella grande, pues, patrón, la que va con mantilla blanca.

–Bueno, pues, ya es tiempo; yo voy a estar cerquita de ti; cuidado con irte a equivocar, porque te mato. Anda, sin llamar la atención; yo te sigo.

Tras estas recomendaciones salía con Chanfaina del escondite y lo empujaba suavemente en dirección de la familia Estero. Chanfaina, con la inclinación de la cabeza del toro que hace una embestida, se lanzó en la apretura. Gracias a la inclinación de su monstruoso rostro hacia el suelo, pudo deslizarse entre la gente que lo tomaba por un roto cualquiera. Así llegó a encontrarse, en dos o tres minutos, frente a las Estero. El ñato se había puesto a andar al lado de los Topín. Don Miguel iba todavía deplorando la triste ausencia de don Diego Portales de aquella fiesta, que consagraba la gloria del grande hombre de Estado.

En ese instante se vio al feroz Chanfaina enderezarse. Levantando el pecho como un atleta pronto a medir sus fuerzas con un adversario, lanzóse, con los brazos abiertos, sobre la hermosa doña Manuela, cubriéndole el rostro de apasionados y ruidosos besos, antes que nadie hubiese tenido tiempo, ni suficiente presencia de espíritu, para separarlo de ella.

Un gran tumulto se produjo entonces con aquel salvaje cuanto inesperado ataque. Gritaba despavorida de humillación doña Manuela; huía chillando, enredándose en sus enaguas, Sinforosa, agitábase, vociferando y sin darse cuenta de lo que ocurría, don Agapito; y, envueltos con los que bajaban, los que subían la Alameda, aumentábase la general confusión, en la que ya no era posible que nadie hablase con calma.

A favor del confuso tumulto, el ñato se había escurrido abriéndose paso con los codos hasta donde se encontraba Deidamia, y apoderándose de sus manos procuraba sacarla de la apretura.

–Ven por aquí, no tengas miedo –le decía al oído–; yo te sacaré, confíate a mí.

La chica, paralizada, no acertaba a moverse. El insistió, risueño, para tranquilizarla:

–Ven, no seas lesa; ¿qué te puede pasar?

–No quiero, déjame –articuló al fin Deidamia, comprendiendo que todo aquello debía ser obra del ñato.

–Prométeme que no le harás caso al oficialillo, que no bailarás zamacueca con él mañana por la noche.

El empeño era vehemente. En el pensamiento del mozo dominaba la idea de ver a la graciosa muchacha luciendo la flexibilidad de su talle, perseguida, en los giros del baile popular, por el pañuelo de Cardonel y por su mirada amorosa. Ese antojo de su imaginación lo exasperaba, era una tortura.

–Prométeme, prométeme, linda –le decía con ahínco, tratando al mismo tiempo de sacarla de entre la muchedumbre.

–Suéltame no te prometo nada, no quiero prometerte nada, ñato feo –contestó ella con voz ahogada.

Temblaba de que sus padres la viesen así, en coloquio con el mocito, en medio de la agitación que había suspendido el curso del paseo.

No se arredraba Díaz, sin embargo, con el enojo de la joven.

–No seas tan mala conmigo, que te quiero tanto; soy tan feliz cuando te veo y hablo contigo. Anda mañana a la huerta como a las tres ¿quieres?

Con el recuerdo de la escena de la tapia, Deidamia le dijo, riéndose, al mismo tiempo que huía de él:

–Para que mi tía te bañe otra vez la cara. ¡Sí, canta no más, cuando menos iré a exponerme por ti a que me pillen!

Y se perdió entre la multitud, burlona, mostrando la punta de la lengua al jovencito, que no se atrevió a seguirla.

Mientras tenía lugar este diálogo, la concurrencia, apiñada en torno de doña Manuela, había vuelto de su primer estupor. Los hombres trataban de apoderarse de Chanfaina; pero el roto, usando de sus fuerzas hercúleas, rompía toda resistencia, embistiendo con la cabeza baja y levantando los hombros sobre los que le cerraban el paso. Al mismo tiempo un vocerío de hombres y mujeres gritaba en medio de la reyerta:

–¡A la cárcel Chanfaina, a la cárcel el roto insolente!

Los bastones caían sobre la cabeza y las espaldas del esforzado monstruo y la escena se prolongaba de ese modo sin que nadie consiguiese apoderarse del fugitivo. Un piquete de policía acudió, entonces, abriéndose camino y llegó a cerrar el paso a Chanfaina. Sin intimidarse éste al ver la tropa y sin arredrarse ante los sables desenvainados, acometió heroicamente sobre ellos. Algunos vigilantes le dieron de plano fuertes golpes; otros lo sujetaron de los brazos. El cabo que hacía de jefe, sacando un cordel de su bolsillo, le amarró los puños hasta quitarle toda posibilidad de resistencia.

–Ahora, pa entro con él –dijo el cabo, en tono imperioso.

–¡A la cárcel, a la cárcel! –siguieron gritando los que no habían conseguido contener a Chanfaina.

El hombre daba rugidos de león furioso, bajo los golpes de los soldados. Silbaron los rotos en señal de aplauso, al ver pasar entre sus guardianes al prisionero. Chanfaina, en aquel momento, representaba para ellos la eterna rebelión del pobre contra la tiranía de la fuerza pública. Poco a poco fuese restableciendo el curso regular del paseo. En grupos, en parejas o individualmente, los paseantes iban desapareciendo por las distintas calles, a medida que la noche empezaba a cubrir con su sombra de misterio a la Alameda.

10

Para un pueblo que en materia de sociabilidad empezaba entonces apenas a sacudir la soñolienta pereza del coloniaje, el atrevido desmán de Chanfaina llegó a ser un verdadero acontecimiento. Desde esa misma noche en los juegos de prendas a que se entregaba la juventud por falta de más entretenidos pasatiempos, ya algunos mozos de ingenio iban dirigiéndose a la muchacha sentada en la berlina:

–Señorita, adivine –le decían–, ¿de quién será esta pregunta? ¿Qué haría usted si Chanfaina la besase en la calle?

Según fuese despejada o tímida la interpelada, así era también la respuesta.

–¡Ay, por Dios, no me lo diga! –exclamaban algunas, cubriéndose el rostro, pudorosas.

–¿Qué haría? Gritar y defenderme –decían otras, siguiendo la chanza.

–Como doña Manuela Estero –exclamaban, aplaudiendo, los circunstantes.

–Sí, como doña Manuela, a quien ningún caballero supo defender –dijo en tono de crítica una soltera, agriada con los hombres.

Entre éstos el reproche dio lugar a una réplica en voz baja:

–Esa habla de picada porque sabe que nadie le faltará el respeto.

Un solterón de los que han sentado plaza de graciosos se permitía decir a las jóvenes:

–Vamos, niñas, confiesen que, después de todo, no es una desgracia tan grande el ser besada así por sorpresa.

–¡Ay, por Dios!, ¡qué está hablando! –protestaban ellas en coro.

El chusco replicaba:

–La verdad. El beso de Chanfaina fue un homenaje a la belleza de la señora Estero. Apuesto a que a ninguna le gustaría ser clasificada entre las que no besaría Chanfaina.

Las muchachas protestaban; pero algunas matronas se decían entre ellas que el insolente roto no habría besado a una fea.

La indignación de doña Manuela era extrema. En conciliábulo con Sinforosa y su marido llegaron a la conclusión de que únicamente Carlos Díaz era capaz de inventar desacato tan insultante como el cometido por Chanfaina. Era, decían, la venganza de la ridícula afrenta que había recibido en la huerta. Doña Manuela juró que la satisfacción del ñato sería corta.

Contaba, para aplicarle un tremendo castigo, con su ascendiente sobre el comandante de policía. No queriendo comprometerse escribiéndole, confió a don Agapito la misión de ir a verlo aquella misma mañana, demostrarle los antecedentes que hacían indudable el delito de Díaz y pedirle a nombre de la ofendida que hiciese prender al mozo sin demora y le aplicase en el patio del cuartel, en presencia de la guardia, veinticinco azotes, por lo menos.

Quintaverde oyó atentamente la exposición que le hizo el delegado de la señora Cortaza, pero; con no poca extrañeza de parte de éste, en vez de la violenta indignación que esperaba producir con su discurso, el comandante entró a disertar sobre el caso con el razonamiento metódico de un juez animado de la más severa imparcialidad.

–Chanfaina –dijo– fue cogido in fraganti. Esto me autorizaba, como encargado de velar por el orden en la calle, para aplicarle, facultativamente, alguna de las penas prescritas para casos de ese género por los reglamentos de policía. Pero, tratándose de sospechas, la cosa cambia de aspecto. Sería preciso, o que Chanfaina declarase inculpado al joven Díaz y pudiese probar su acusación, o presentar un escrito al juez sumariante, denunciando la participación de Díaz, y seguir un juicio criminal, que podría ser largo y sin ventaja alguna para el decoro y la satisfacción de la señora.

Don Agapito, pasmado de lo que oía, se puso a torcer un cigarro de hoja, para disimular su extrañeza.

Quintaverde continuó su razonamiento, al mismo tiempo que pasaba al esposo de Sinforosa un braserito de lata, con unas brasas de fuego para encender los cigarrillos.

–Ahora bien, el primer punto está resuelto ya. Deseoso de hacer justicia a la señora doña Manuela, saqué temprano esta mañana a Chanfaina y le anuncié que iba a hacerle dar veinticinco azotes por el delito de ayer; pero le ofrecí perdonarle esta pena si confesaba quién le había mandado a faltar el respeto a la señora. Chanfaina, con su media lengua que cuesta entenderle, declaró desde el primer momento que nadie le había mandado nada y que él había besado a doña Manuela porque la había encontrado, como él dijo, muy güena moza.

De aquí concluyó el mayor que no quedaba otro recurso que la presentación al juez, contra lo cual se mostró decididamente adverso.

–La señora no ganaría nada con esto. Aconséjele, señor Linares, que no haga tal cosa, y como ella ha tenido la amabilidad de convidarme para esta noche a cenar con mi sobrino Emilio en su casa, dígale que yo le explicaré de palabra las muchas razones que me parecen aconsejar el olvido de este triste incidente.

Doña Manuela pudo a duras penas contener su indignada sorpresa al oír de boca de su cuñado la respuesta del mayor.

La actitud que asumía Quintaverde, tratándose de la humillación pública de que ella había sido víctima, le causaba profunda consternación. Hacía tiempo que una duda cruel la torturaba. Ciertos rumores llegados hasta ella, sobre asiduas visitas de su amante a la familia de una joven calificada de buen partido, habían clavado en su alma el primer aguijón de la desconfianza. Toda la energía de su carácter no había sido bastante poderosa para dominar su inquietud. Apenas si en los días que habían precedido a la fiesta que acababa de pasar, sus reflexiones habían podido adormecer la punzante acritud de sus alarmas. La noticia de los fríos razonamientos de Quintaverde para justificar su negativa de prender a Carlos Díaz la dejó aterrada. No le importaba ya dejar impune al autor de la ofensa. Tratábase de su felicidad amenazada. La humillación de la Alameda, cien humillaciones como ésa le parecían un dulce suplicio a trueque de ver desvanecerse la inquietud en que la relación de su cuñado la dejaba.

–Entonces –preguntó a don Agapito–, ¿tú estás seguro de que vendrá esta noche?

Su presencia, pensaba ella, sería un desmentido que convertiría en calumniosos los rumores que habían venido a turbarle la tranquilidad.

–Me dijo que vendría, pero no me lo prometió –fue la respuesta.

–¡Cómo no ha de venir! –observó Sinforosa, para tranquilizar a su hermana.

Se quedaron un momento silenciosos. En la mente de doña Manuela la conmoción de los primeros celos empezaba su obra desorganizadora.

Don Agapito tuvo entonces el movimiento de quien siente, en medio de una dificultad, ocurrírsele una idea feliz:

–Cuñada, no se aflija, yo la vengaré del malvado ñato.

Doña Manuela lo miró con la expresión incierta del que oye hablar sin haber entendido lo que se le dice. En cambio, Sinforosa preguntó con curiosidad:

–¿Cómo?, ¿qué vas a hacer?

Don Agapito se sonrió con aire de importancia.

–No pregunte, hija, ahí verán ustedes.

Acostumbrada Sinforosa a la sumisión de su marido, se picó con la respuesta. El aire de reserva con que don Agapito defendía su secreto le pareció soberanamente ridículo.

Mirólo de hito en hito, deseosa de darle una buena lección por su insolencia. Las largas guedejas de cabello con que don Agapito cubría su calvicie, trayéndolas de la nuca sobre la cabeza, desprendidas por la marcha que acababa de hacer, flotaban ahora sobre el pescuezo. Sus pantalones sin tirantes, separados del borde del chaleco, le daban un aire de lamentable desgreño.

–Bueno, pues –le dijo Sinforosa con desdén–, no digas nada, ¡qué nos importa–, pero recógete el mechón y levántate los calzones.

Don Agapito salió de la pieza repitiendo:

–Ahí verán ustedes, ¿para qué tanto apuro?

Dos personas de la familia Estero no participaban, sin embargo, del despecho de doña Manuela. Burlábase en secreto Deidamia del percance de su tía. El ñato creció en su estimación por la ingeniosa manera con que había devuelto a la dominante señora humillación por humillación. La chica fue a referir a Cortaza la singular aventura. No ocultaba su risa a don Matías por la amorosa tropelía del pícaro Chanfaina. Don Matías la escuchó con viva satisfacción, restregándose las manos suavemente, después de poner sobre sus rodillas el tomo de Robinson Crusoe que estaba leyendo.

–¡Vean qué diablo de Chanfaina!, ¡cómo la fue a besar delante de todo el mundo!

Era la humillación de la infiel, que reemplazaba en parte el catatán aconsejado por el ñato Díaz. Se holgaba de que la providencia, por medio de tan vil instrumento como el roto pordiosero, la hubiese castigado en su liviandad y en su orgullo.

“¡Bien hecho, bien hecho!” –murmuraba en la misma mañana, arreglando los papeles en su oficina–. Vea qué diablo de Chanfaina, como la fue a avergonzar delante de tanta gente; ¡eso la enseñará a la muy pícara a poner en vergüenza a su marido!

Le parecía un triunfo ese sentimiento de odio que sentía levantarse en su pecho; el odio implorado en vano del cielo, para curarse del oprobioso amor que lo había encadenado hasta entonces a los pies de su mujer. Entre dientes, con feroz complacencia, multiplicaba los epítetos de desprecio, las imprecaciones acerbas, revolcaba en ese fango su espíritu sediento de venganza, con el contento del cerdo que hunde la trompa en el fétido cieno, gruñendo de alegría en la inmundicia.

Para el ñato, aquél era un gran día. En pie desde temprano, repasaba en la memoria los hechos de la víspera, eslabonándolos como en una cadena con los planes que se proponía llevar a cabo antes de veinticuatro horas. Todos esos planes partían de un centro común como los rayos que en diversas direcciones se desprenden del foco luminoso. Ese centro de luz, en su mente, era Deidamia, la coqueta muchacha que se le escurría con el vuelo caprichoso de la mariposa que burla la mano del niño extendida sobre ella para aprisionarla.

Por Deidamia, de quien lo separaba la severidad de doña Manuela, acometía la atrevida empresa de libertar al loco; por ella, por su risa de burla, había infligido a la mujer de don Matías Cortaza la humillación del beso de Chanfaina; por Deidamia iba a precipitar los acontecimientos de la vecina noche para turbar la fiesta con que las hermanas Estero querían celebrar la vuelta del capitán Cardonel, su rival.

Entonces pasó en revista lo que le quedaba que hacer para llegar a ese resultado.

Cortaza lo pondría en posesión de la llave del cuarto del zaguán. De ello le respondía el terror del marido de doña Manuela de ver llegar esa noche al mayor Quintaverde a su casa. Mas, para poder usar esa llave, el ñato sabía que le era indispensable poseer también la de la puerta de calle, sin la cual no podía entrar en el patio. Don Matías se había negado redondamente a servirle para esto. La puerta de la calle sería abierta para dejar entrar al mayor Quintaverde con el prometido de Deidamia y quedaría cerrada después de esto. Cortaza no habría osado ausentarse de la mesa de la cena y salir al patio en busca de la llave para darla a Carlos Díaz.

De temor de ser denunciado, Díaz no se habría tampoco expuesto a hacer la menor insinuación a ninguno de los otros habitantes de la casa sobre esa llave indispensable. El previo conocimiento de esta dificultad lo había obligado a preparar el ánimo de los niños, el día anterior, en ese sentido, inventando una historia de volantines capaz de interesarlos hasta el punto de hacerlos ir en la noche para abrirle la puerta de calle. Díaz habría querido no mezclar a sus amiguitos en los azares de su empresa; pero le fue imposible encontrar otros auxiliares. Detenerse ante un escrúpulo de esa clase equivalía a renunciar a la ejecución de un proyecto que lo apasionaba al grado de hacerlo exponerse a cualquier peligro por llevarlo a ejecución. Después de meditar maduramente, decidió que daría sus instrucciones a Guillén y Javier apenas se encontrase con ellos en la huerta, según estaba convenido, para encumbrar la gran estrella de que había hablado en su conversación con don Matías.

En medio de esas meditaciones, no había perdido de vista, sin embargo, la carta que debía escribir al mayor Quintaverde, para evitar que asistiese en la noche al convite de doña Manuela. Ya había impuesto el día anterior a Cortaza de lo que sería el contenido de esa carta. Con detalles que daban a su ardid todas las apariencias de una denuncia de hechos verdaderos, Díaz escribió al comandante de policía una elaborada relación de un supuesto motín que debía estallar en Santiago al amanecer del día siguiente. Los conspiradores, oficiales y paisanos, todos hombres resueltos y con influencia en algunos cuerpos de la guarnición, debían reunirse en la noche en casa de uno de ellos, en la calle de San Pablo, para salir de ahí al amanecer a los distintos cuarteles, de los que otros conjurados del interior debían abrirles las puertas. La carta encarecía al mayor Quintaverde la necesidad indispensable de no confiar a subalternos, que podían estar cohechados por los revolucionarios, el cuidado de vigilar la casa y esperar las altas horas de la noche para prenderlos cuando se dispusieran a salir. Díaz señalaba una de las más distantes habitaciones de la calle de San Pablo, a fin de que el mayor no tuviese la tentación de presentarse donde las Estero antes de ir a ocupar su puesto de vigilancia para ver entrar a los conspiradores. Después de dejar instrucciones a la criada de sus tías, de cuya fidelidad estaba perfectamente seguro, de manera que su carta llegase a manos de Quintaverde pasada la oración, Carlos Díaz aguardó el momento de trasladarse a casa de don Guillén, donde lo esperaban ansiosos los chicuelos para encumbrar la famosa estrella.

El ímpetu natural de sus pocos años no le impedía, sin embargo, contemplar sin grave temor las dificultades de que la empresa estaba rodeada. Como en una máquina, no bastaba que el artífice reuniera y ajustase las distintas piezas para que pudiese funcionar. Un defecto cualquiera en una de esas piezas bastaría para frustrar el efecto perseguido. Así, de las distintas condiciones de que dependía el éxito de su propósito: ¿cumpliría Cortaza su compromiso?, ¿tendrían Guillén y Javier el valor de obedecerle?, ¿estaría pronto y libre de su cadena el prisionero a la hora en que iría a abrirle su calabozo? Todo debía verificarse de concierto. La falta de uno solo de esos requisitos era la ruina de sus esperanzas, el derrumbamiento del edificio tan paciente y metódicamente levantado. Ante esa perspectiva, Díaz por momentos se aterraba.

Pero sus recientes estudios de latín, en las aulas del Instituto Nacional, le enseñaban que “la fortuna favorece a los audaces”. Esa máxima duplicaba los bríos del mancebo. Su juvenil audacia lo empujaba hacia adelante, bien hubiera de ser fausto o adverso el destino de su propósito. En esa feliz disposición de espíritu se encaminó a la casa de don Guillén.

En la puerta de calle, Guillén y Javier lo esperaban impacientes. Desde la mañana habían observado las variaciones de la atmósfera. La brisa de diciembre, en las primeras horas del día, arreciando paulatinamente con la marcha de las horas, íbase cambiando hacia las tres de la tarde en uno de esos vientos fijos de moderada velocidad, que mantienen inclinadas en las selvas las copas de los árboles, como en una larga caricia. Los niños hicieron notar a Díaz esa regularidad del viento.

–Está magnífico para encumbrar la estrella.

–Ligero, vamos a buscarla –les dijo el ñato, corriendo con ellos hacia el interior de la casa.

El juego a los volantines, pasatiempo entonces favorito en todas las clases sociales de Chile, había alcanzado por aquellos días su más alto desarrollo. De distintas formas y de variada magnitud, los volantines serían hoy llamados, tomando al inglés la voz admitida en todas las lenguas para indicar los juegos de agilidad o de destreza, un sport de palpitante interés. Un largo aprendizaje era preciso para adquirir perfecta maestría en esa ciencia popular. Desde la fabricación de los volantines más pequeños hasta la de las grandes bolas y estrellas, las reinas majestuosas de ese mundo volátil, la ciencia de hacer volantines, como la ciencia de encumbrarlos, exigía un estudio práctico de lo que hoy se llamaría la técnica del arte.

Santiago se apasionaba por ese juego. Si la prensa, entonces en su infancia, hubiese alcanzado el sorprendente espíritu de publicidad en el que hoy rivalizan todos los diarios y revistas, sin duda que cada periódico habría contenido una sección “Volantines”, como la que consagran a los variados sports favoritos de las nuevas generaciones. Se conocían las casas donde se encumbraban las mejores estrellas; nadie ignoraba el nombre de los aficionados que se habían hecho conspicuos en echar comisión, con las bolas más afamadas de la estación. En los conventos de frailes las comunidades, en los colegios los alumnos internos, ocupaban con entusiasmo sus ocios en ese absorbente pasatiempo. Se hacían apuestas como entonces en la cancha de gallos; se hablaba con vivo interés de los desafíos para echar comisión, preparados de antemano; se susurraban los ardides empleados para conquistar el triunfo. Por lo bajo, en secreto, señalábanse los volantineros poco escrupulosos en emplear medios prohibidos para triunfar del adversario.

Fulano era capaz, en una gran apuesta, de emplear hilo curado; la bola o la estrella de tal casa tenía garfios con vidrio molido o algún otro ingrediente para cortar el hilo de los volantines que llegaban a echárseles.

De viva inteligencia y perseverante voluntad, Carlos Díaz había llegado a hacerse eximio en ambos ramos del juego predilecto de los santiaguinos. Hacía volantines incomparables, de todas formas y dimensiones, y sabía manejarlos con destreza consumada. El mozo era de la familia de los inventores, que se adueñan de todos los secretos del arte al que se complacen en buscar perfeccionamientos, lanzándose en su estudio por vías inexploradas. Su fama, en el mundo de los aficionados, era extraordinaria para sus años.

El anuncio de que el ñato encumbraría una gran estrella en casa de don Guillén Cuningham al día siguiente de la entrada del ejército restaurador, declarado día feriado, había puesto en movimiento a los más célebres en la capital por su habilidad en voltear las estrellas o las bolas más cautivadoras de volantines.

Delirantes de esperanza, con cabriolas de alegría, los muchachos siguieron al ñato a la pieza de la casa donde habían depositado la estrella. Era ésta de grandes dimensiones, de picos pintados con bermellón. No tenía aún ni tirantes ni cola. Díaz la había guardado así para que nadie pudiese encumbrarla antes que él llegara. Sacó de un armario, del que tenía la llave, una cañuela de enorme tamaño, en la que estaba ovillado el cordel que debía servir para encumbrar la estrella: un cordel especial, hecho de cáñamo escogido en la hilandería al aire libre del puente de Calicanto, uno de los monumentos del coloniaje, hoy día desaparecido, con la poesía de sus recuerdos.

Guillén y Javier seguían con viva atención, como si se tratara de un acto solemne, los movimientos del ñato. El joven cortó dos trozos distintos de cordel y puso con ellos los tirantes a la estrella, amarrando las extremidades de uno de los cordeles en el arco a igual distancia del madero del medio. En el centro de éste, a la intersección de los tres maderos, amarró el tercer tirante. Terminada esta operación, ató la espesa cola, hecha con hilo delgado de cáñamo, a los cordeles que, partiendo de la extremidad de cada uno de los tres maderos, se unen por un fuerte nudo en un ángulo calculado para dar perfecta estabilidad a la estrella. Todo aquello era para los chicos una lección práctica de la que debían quedarles grabados en la memoria los menores detalles.

En la huerta, Díaz colocó cuidadosamente su estrella contra una de las tapias y llamó a los niños al banco donde se habían sentado el día anterior. Era todavía temprano, y quería asegurarse la cooperación de los chicos, a fin de estar seguro de tener aquella noche la llave de la puerta de calle.

–Sentémonos aquí un rato –dijo–, es muy temprano todavía para encumbrar la estrella.

–¿Y si se para el viento? –replicó Javier, inquieto.

El ñato lo tranquilizó con una exclamación de perfecta seguridad:

–¡Ah!, ¿pararse el viento? Estoy seguro de que no se parará, hay viento hasta para mañana.

Javier no tenía necesidad de otra prueba. En materia de volantines y del viento para encumbrarlos, el ñato, a juicio de los dos chicuelos, era un oráculo infalible.

–Cuando Carlos lo dice –observó Guillén, sentenciosamente–, él no se equivoca.

–Bueno, pues –dijo el ñato, como si continuase un asunto interrumpido en la conversación–, yo quiero saber si ustedes no se arrepienten de la apuesta con don Agapito.

–¿Cuál apuesta?

–La que hizo conmigo de que echaría cortada la bola de los padres franciscanos. Ustedes dijeron que querían entrar en esa apuesta con un medio cada uno.

–Pero no tendremos el medio hasta el domingo –observó Guillén.

–No importa –replicó Díaz–, yo pondré la plata por ustedes.

–Así, sí, pues –afirmó Javier.

–Ustedes saben lo convenido: para que yo pueda cambiarle a don Agapito el hilo de su volantín es preciso que entre esta noche en la casa, y para esto necesito que ustedes me abran la puerta de la calle.

–¿Y cómo, pues? –preguntó Guillén–, nosotros no tenemos la llave. Javier apoyó la observación de su hermano:

–La llave queda siempre en la puerta.

El joven empezaba a temer por su plan. En el momento de fijar los pormenores sobre lo que vagamente habían convenido el día anterior, sospechaba que el ánimo de sus auxiliares desfallecía.

–¡Ah!, si ustedes no se animan, lo dejamos.

–¿Tú crees que tenemos miedo? –preguntó Javier en tono fanfarrón–; una noche aposté con don Miguel Topín y con papá a que iría hasta el fondo de la huerta y volvería con una hoja de la higuera, y le gané la apuesta.

–Yo también hice lo mismo –dijo Guillén, sin jactancia.

–¿Entonces no tienen miedo y se animan a ir a abrirme la puerta?

–Cómo no, pues, nos animamos.

–Si salen despacito, nadie podrá sentirlos; pero si por casualidad los viesen, no tienen más que decir que se han levantado para ir a ver al capitán Cardonel, que viene de la guerra, y por ver la fiesta que le dan en la casa chica.

Interesados en la aventura y orgullosos de mostrar que eran valientes, aseguraron que no faltarían. El joven les explicó lo que tendrían que hacer: esperar hasta que sintiesen que cerraban la puerta de la calle después de la entrada de Cardonel; salir con grandes precauciones al patio; llegar en puntillas al zaguán y torcer la llave de la puerta con el menor ruido posible.

Para manifestar su resolución, los chicuelos dijeron:

–Muchas veces nos hemos quedado los sábados por la noche hasta tarde haciendo volantines.

Durante esta conversación, el joven, con la vaga esperanza de que Deidamia viniese a la huerta, había tenido fija su atención para oír si llegaba del otro lado de la tapia divisoria algún indicio de la presencia de la chica. Mas la tímida esperanza se había desvanecido pronto. La voz no se hizo oír y el silencio fue abrumándole por grados el alma con la helada desazón de los primeros pesares de amor. “Sin duda la expectativa de ver al oficialillo con la arrogancia de la victoria ocupaba demasiado a la ingrata para darle a él, aunque hubiera sido por un momento, la limosna de su presencia”.

Su tristeza le hacía olvidar el objeto con que se encontraba en la huerta, y los chicos empezaban a inquietarse de su actitud.

–Yo creo que ya será bueno encumbrar la estrella –observó Javier con timidez.

–¡Oh!, hay tiempo, es temprano todavía –dijo el mozo.

Y cediendo a un impulso violento de enamorado inquieto, añadió:

–Espérenme un momento; voy a asomarme a ver lo que pasa en la huerta de las vecinas.

De carrera, movido por una fuerza irresistible, fuese al patio de los caballos y volvió trayendo a cuestas la escalera de que se había servido el día anterior para subir a la tapia.

La huerta estaba solitaria. Los gorjeos de las aves, el ruido suave de los árboles mansamente agitados por la brisa, le oprimieron el corazón como un presagio de abandono. Faltaba el rayo de luz de la presencia de Deidamia. Parecióle que las flores del jardincito cultivado por la muchacha, que las lagartijas tendidas, inmóviles, sobre la tapia, calentándose al sol, le enviaban una queja por su desamparo. “Qué le habría costado a Deidamia –pensó con sorda irritación– haber venido un momento”. En la soledad del pequeño huerto resonó en los oídos del mozo el consejo de don Matías Cortaza: “No se meta con mujeres, don Carlito”. Suspirando su cuita, el ñato bajó la escalera.

–Ahora vamos a encumbrar la estrella –exclamó como si pisoteara su pena, jurándose no pensar más en la ingrata.

Javier fue corriendo al interior de la casa y regresó minutos después, acompañado de un sirviente. Mientras volvía, el joven y Guillén concluían los preparativos: rectificaron la buena disposición de los tirantes, desarrollaron la gruesa cola, atada de trecho en trecho por un hilo fino para impedir que las hebras de cáñamo de que se componía se separasen. Hecho esto, Díaz, llevando la estrella, los chicos, con la gran cañuela de cordel al mismo tiempo que la cola, se pusieron en marcha hacia el patio de los caballos, donde debía ponerse la estrella. Esta maniobra tenía por objeto ganar espacio. Siguiendo las instrucciones de Díaz, el sirviente subió por medio de la escalera sobre el techo de las caballerizas situadas al fondo del patio. Con grandes precauciones siguió el joven tras él y le pasó la estrella, explicándole la manera de ponerla, es decir, de tenerla ligeramente con ambas manos y soltarla a la voz de mando, lanzándola verticalmente en el aire.

Después de esto, fue a ponerse el joven a la entrada de la huerta. Allí examinó por un instante la dirección del viento. La brisa ligera, desde la mañana, había ido arreciando gradualmente. Ahora era un soplo estable del sur, sin sobresaltos bruscos ni súbitos desfallecimientos.

Satisfecho de su inspección, dio con brío la voz de mando:

–¡Larguen!

Guillén y Javier, colocados en distintos puntos, repitieron con igual fuerza esa voz, que llegó hasta el criado. Este lanzó con destreza la estrella hacia arriba. Díaz, con cálculo certero, que sólo la práctica puede dar al que encumbra, con la cañuela sujeta a la cintura por las dos manos y haciendo pasar el cordel sobre el hombro derecho, se lanzó hasta el fondo de la huerta, con extrema rapidez, inclinando el cuerpo hacia adelante para aumentar el esfuerzo, a manera de los hombres que a orillas de un canal tiran de la cuerda, remolcando alguna embarcación contra la corriente.

El enorme volátil se levantó entonces en el aire, derecho y rápido, como la flecha lanzada por un arco bien tendido. Los chicos y el criado aplaudieron con entusiasmo. El peligro había dejado de existir. La estrella pasó la altura de los árboles sin enredarse en ellos, sin rozar las tejas de los edificios vecinos. Guillén y Javier exclamaron, viéndola remontarse:

–¡Ya está encumbrada!

Enteramente absorto en lo que hacía, el joven daba cordel de cuando en cuando, con mesura. Detenida un momento en su marcha ascendente, la estrella se alejaba, para empezar de nuevo a subir triunfante, crujiendo, a medida que él dejaba de largarle y tiraba la cuerda, tiranteando, con grandes balanceos de la mano, a la derecha y a la izquierda, para presentar al soplo del viento la superficie de la estrella.

Atraídos por la presencia de esta reina de los aires, algunos volantines pequeños se mostraban ya en el horizonte. Era la chusma volantinera sin consecuencia: pequeñitas constelaciones, que se balanceaban a distintas alturas en el espacio, durante los días de verano. Los grandes señores, los volantines de a cuatro, de a cinco, de a seis pliegos, no aparecían aún. Sus dueños sabían que, según la tradición, la estrella se mantendría por algún tiempo en las alturas, sin ponerse al alcance de ellos, hasta que hubiese bajado un poco más el sol y se poblase el aire de numerosas presas que poder cautivar.

11

Mientras tanto, los convidados, amigos de los dueños de casa, iban llegando. Los esposos Topín, don Miguel y doña Rosa, algunos otros vecinos, las dos tías del ñato, ocupaban las sillas, colocadas en la extremidad del patio. La roldana que debía servir para correr la estrella en las comisiones se encontraba a poca distancia delante de los convidados, sólidamente amarrada a la altura del pecho de un hombre, en la punta de un grueso poste de madera plantado en el suelo. Mientras llegaba la hora de las comisiones, los asistentes disertaban sobre los volantines que iban apareciendo a los lejos y referían hechos célebres de los fastos volantinescos conservados con orgullo por la crónica popular.

A esa misma hora, don Matías Cortaza clasificaba nerviosamente los papeles de su archivo, donde había ido a buscar un refugio para su espíritu atribulado. Nunca la neurastenia le había poblado la imaginación de más funestos presentimientos. En la existencia entristecida de aquel hombre moralmente organizado para las ocupaciones monótonas de un oficial subalterno en un ministerio de Estado, la fatalidad, como empeñada en contrariar ese destino oscuro, había lanzado al infeliz archivero en una tempestad de violencia, a la que sólo pueden resistir los seres nacidos para triunfar en las luchas de la vida.

Desde temprano, aquel día, Cortaza se había despertado con la opresión de un presentimiento amenazador. La promesa que le había arrancado Carlos Díaz de dejar la llave del calabozo del loco en un punto donde el joven pudiese tomarla en momento oportuno, le causaba la angustia de un peligro al que ya le era imposible sustraerse. En su soledad del ministerio, las horas le parecían precipitarse para acelerar la llegada de aquélla en que debía dar cumplimiento a su promesa. Y esa hora lo sorprendió como un peligro inesperado, al verla, señalada por los punteros de su reloj. Aunque desfalleciente, encontró fuerzas, sin embargo, para poner en orden los papeles diseminados sobre la mesa, para darse una ocupación que pudiera distraerlo del pensamiento velador que lo atormentaba.

En la calle todo era luz y movimiento. A medida que avanzaba hacia la casa, los grupos de gente que se dirigían a presenciar las comisiones se hacían más compactos y bulliciosos. A poco no tardó en encontrarse en plena turba agitada por la expectativa de la batalla que iba a trabarse. Al llegar a la puerta de la casa habían ya resonado en sus oídos, en medio de los comentarios del pueblo, los nombres de los volantineros más afamados de Santiago, que habían venido a responder al desafío de la estrella de casa de don Guillén. El Colorín, famoso por sus proezas con un célebre volantín de a seis, de cuatro pintas rojas, se encontraba allí admirado por los rotos espectadores. El tuerto Gómez, otra de las celebridades santiaguinas, tiranteaba su volantín de a cinco, que todos conocían por la banda negra que diagonalmente lo atravesaba. Otros volantineros de renombre se aprestaban para la lucha, buscando la manera de adelantarse en el ataque al Colorín y al tuerto Gómez. Cortaza se sintió por un momento contagiado por la animación reinante. Los recuerdos de su juventud le acudieron con fuerza evocadora de sus tranquilos días de soltero feliz. Conocedor, como todo buen santiaguino, de los méritos característicos de los volantines, no dejó de sentir una sensación de temor por la suerte de la gran estrella, al ver que el Colorín, el tuerto y sus émulos largaban hilo a sus volantines, haciéndolos arremontarse con movimientos amenazantes para la orgullosa enemiga.

Mas ese instante de olvido de sus males fue pasajero. Inclinando la cabeza hacia el hombro con el movimiento que le era peculiar, Cortaza entró en el patio y se dirigió a las habitaciones de la casa chica. Todo estaba allí silencioso: la familia se encontraba entre los convidados de la casa grande. Parecióle que el momento era propicio, y, con una resolución de que no se creía capaz, sacó la llave del escondite que le era conocido y la colocó a la entrada de las habitaciones en el punto convenido con el ñato. Tras esto deslizóse furtivamente hasta la huerta solitaria, desde donde se puso a contemplar en su rincón favorito la animación del espacio poblado por numerosos volantines.

Cuando Díaz vio aparecer a los de gran tamaño, se transportó de la huerta hacia el punto donde se encontraba la roldana en el patio de los caballos y dio sus órdenes para los aprestos de la batalla.

Las estrellas de gran magnitud, como era la de Díaz, no podían ser manejadas por la fuerza de un hombre desde que entraban en comisión. La roldana es un punto de apoyo para toda la maniobra. El cordel posado entre la rueda y el poste que la sostiene, le comunica el movimiento giratorio que permite, sea recogerlo, sea dejarlo correr cuando varias personas reunidas tiran de esa cuerda, como en una maniobra marinera.

Díaz dirigía la operación con autoridad. Los chicuelos y don Agapito, diestros en todos los movimientos que esa operacion exigía, ejecutaron sus órdenes con militar precisión. En pocos momentos, el cordel fue pasado por la roldana, y la estrella, a medida que se le largaba, subía majestuosamente a una altura considerable. El ñato, penetrado de la importancia y de la responsabilidad que le cabían en la escena que se preparaba, no se atrevía a dar vuelta la cabeza para mirar a Deidamia. Sentía sobre él los ojos de la chica, oía su voz en el murmullo de las conversaciones de los espectadores, y se mantenía inmóvil, fijos los ojos en la lejana estrella, resuelto a empeñar el combate en el primer instante propicio.

En fila, cogido el cordel con ambas manos, se encontraban alineados los que debían correr la estrella una vez empeñada la comisión. Eran los sirvientes de don Guillén y algunos soldados de artillería, convocados al efecto por el ñato, del cuartel de enfrente. Por momentos el número de volantines que acudían en son de guerra iba aumentando en el espacio, tiranteados con maestría, ladeándose a derecha e izquierda. Los más grandes iban rápidamente arremontando y acercándose a la estrella. Algunos amigos de los esposos Cuningham, recién llegados, declaraban que la calle estaba llena de gente, esperando las comisiones. “Los dueños de los volantines, decía, rodeados de chiquillos y de hombres del pueblo, encontraban gran dificultad en los movimientos que les exigía el continuo cambio de la situación respectiva, entre sus volantines y la estrella”.

El interés de los convidados aumentaba a medida que aparecían los combatientes. Conocedores todos ellos, hacían comentarios sobre los volantines más importantes, nombraban a los dueños según los colores de que estaban pintados. El de a seis, de cuatro pintas rojas, era indudablemente manejado por el Colorín, y así nombraban a los demás aficionados, dirigiendo a veces advertencias a Díaz, para tenerlo en guardia contra las asechanzas de sus adversarios.

De repente cesaron todas las conversaciones. En el patio reinó un profundo silencio. La atención general se concentró en los volantines del Colorín y del tuerto, que se encontraban ya a la altura de la estrella. Apretando el cordel con las dos manos, rígido el cuerpo tras la roldana, Díaz, con la profunda mirada fija en los enemigos allá a lo lejos, que subían, mostraba en su ademán la fría resolución de un luchador seguro de sus fuerzas. Al lado de la roldana, don Agapito Linares, con una tetera llena de agua, estaba encargado de la importante función de mantener mojado el cordel durante la carrera. Los que debían correr la estrella seguían inmóviles, pendientes de las órdenes del ñato.

Poco a poco el volantín de las pintas rojas, merced al impulso de los movimientos que le comunicaba tiranteando el Colorín, llegó a encontrarse al lado de la estrella, amenazando darle una coleada.

Sin esperar ese audaz ataque, el ñato largó cordel lentamente, para lograr que su estrella, colocándose más lejos y más abajo al mismo tiempo que el de las cuatro pintas, lo tomase por encima impidiéndole dar la coleada. Al mismo tiempo evitó con sabia previsión que la estrella pudiera recibir un ataque a la espalda dado por el volantín del tuerto, que mañosamente la acechaba a la bajada. Pero el Colorín le largaba también al suyo. Durante algunos minutos los espectadores del patio vieron con ansiedad que la estrella y el de las cuatro pintas rojas se alejaban paralelamente, sin que pareciera frustrarse la amenaza de la coleada. Las respiraciones se habían suspendido. Todos miraban al ñato, que palidecía ligeramente. A riesgo de que cayera la estrella sobre el volantín de la banda negra, Díaz siguió largando cordel. El de las cuatro pintas, como si hubiese agotado su hilo, se detuvo. Con un tiranteo vigoroso su dueño lo hizo dar una ladeada, buscando la cola de la estrella. Pero ésta había seguido alejándose y el volantín, lanzado en esa dirección, pasó sobre el cordel de la estrella. La voz de Díaz se hizo oír entonces enérgica.

–¡Corran, muchachos!; ¡ligero, ligero!

La comisión estaba así empeñada.

Los del cordel emprendieron una vigorosa carrera, alejándose de la roldana. Este impulso hizo subir la estrella con rapidez tal, que pareció ir a confundirse con el azul del firmamento. El volantín de las cuatro pintas, rozando con su hilo al cordel de su adversaria, lejos de seguirla en su vuelo ascendente, empezó a bajar. El Colorín le daba cuerda con el propósito de remontarlo después y tomar a la estrella por detrás. Pero la estrella seguía subiendo. El ñato, encendido el rostro y brillándole de animación los ojos, continuaba sus voces de mando:

–¡Corran, muchachos, no hay que cansarse!, ¡corran, corran!

Cediendo a la excitación del espectáculo, rompieron entonces los convidados el silencio:

–¡Cuidado!, le siguen largando al volantín. Otros al mismo tiempo exclamaron:

–¡Caramba! ¿Qué se han hecho los garfios que no cogen el hilo del volantín?

Otros, alarmados, gritaban:

–¡Adiós, ya pasó a la estrella!

–¡Lárgate, ñato, te la van a colear!

Esas voces iban indicando el supremo interés con que los convidados de don Guillén seguían las rápidas peripecias de la lucha. Díaz, mientras tanto, no parecía conmoverse ni escuchar los consejos que le daban los espectadores. Sabía que en aquel instante crítico no debía atender sino a sus inspiraciones y que cualquiera vacilación podría producir una catástrofe. Pensaba que era preferible correr el riesgo de la coleada mientras la estrella seguía remontándose, que exponerse a que el volantín la coleara en los momentos de largarle cordel por evitar su ataque. Confirmando los temores de los concurrentes, apenas sintió el Colorín que había largo bastante, empezó a recoger con grandes brazadas, de tal suerte que el de las cuatro pintas, subiendo con instantánea ligereza, pudo llegar hasta la estrella.

La ansiedad entonces fue intensa. Todos contemplaban a la grande estrella y a su osado adversario sin atreverse a hablar. La incertidumbre no podía, sin embargo, prolongarse. El volantín, mediante una súbita ladeada, que con maestra osadía le imprimió su dueño, logró levantar la cola de la estrella sin darle tiempo de burlar esa maniobra. Faltándole el contrapeso de la cola, la estrella dio entonces un vuelco precipitado como si fuese a hundirse irremediablemente en el vacío.

Enronquecido ya a fuerza de tanto gritar, el ñato pudo apenas hacerse oír, excitando con la apagada voz a los del cordel.

–¡Ligero, corran más ligero! No es nada, no hay que asustarse, va a volver...

La estrella, en efecto, después de describir en el aire una extensa parábola, en la que cogió de paso al volantín de la banda negra y a otro que por allí se hallaba, había empezado a remontarse, desafiando a sus enemigos, con sonoros crujidos, que pudieron oír distintamente los de abajo. Estruendosos aplausos estallaron entonces entre los convidados ante el cuadro que se les ofrecía a la vista. Cogidos en los garfios del cordel, los tres volantines, cautivos humildes, inofensivos ya, seguían a la estrella en su marcha triunfante. Con la tensión de la revuelta, el hilo del de las cuatro pintas se había cortado. El de la banda negra y el otro volantín corrieron la misma suerte.

Antes de poder luchar, arrebatados por la estrella al levantarse de su revuelta, los hilos de uno y otro habían caído en los garfios, sin poder resistir a la tirantez del cordel que vanamente trataron de cortar tiranteando con desesperado esfuerzo. La victoria de la estrella era completa y superaba las más audaces esperanzas de su dueño. Los circunstantes no se cansaban de celebrar su consumada pericia.

–¡Viva Carlos Díaz! –gritaban hombres y mujeres, entusiasmados.

–¡Viva el ñatito! –vociferaban, saltando en júbilo, Guillén y Javier, sin desprenderse de la fila de los que seguían corriendo, asidos del cordel, para bajar la estrella con sus gloriosos trofeos.

El gran triunfo, al que creían haber contribuido, alentaba a los chicuelos a dejar hablar su ambición:

–A mí me darás el del Colorín –gritaba Javier, al ñato.

–A mí, el de la banda negra –pedía Guillén, más modesto.

–Lo que quieran, chiquillos, pidan no más –respondía el mozo, alborozado. Pero, de repente, una exclamación de espanto sucedió a las aclamaciones del triunfo.

–¡Cortada! ¡Cortada!

El cordel se había cortado cerca de la roldana.

La triunfante estrella, arrastrando a sus tres cautivos, se empezó a alejar, lentamente, en el espacio, con inclinaciones de ave herida.

El ñato, fuera de sí por tan inesperado contraste, soltó el cordel de las manos, y echó a correr hacia la calle, exclamando:

–No se muevan, yo voy a ver dónde cae; seguro que se le echaron con hilo curado.

Nadie pensó en seguir al mozo, que desapareció, corriendo, hacia el primer patio.

Las últimas palabras que había proferido al irse, formulaban, en su concisión, la sospecha que hirió el ánimo de los convidados, en presencia de aquel contraste para ellos asombroso. Todos pensaron como Díaz en el hilo curado; es decir, el hilo de alguno de los volantines en el que se hubiera puesto algún ingrediente capaz de cortar el cordel de la estrella. La verdadera explicación del misterio estaba en otra parte. Don Agapito Linares lo había anunciado a su mujer y a su cuñada, como una venganza con la que él lavaría a doña Manuela de la afrenta de la Alameda. Encargado de mantener húmeda la rueda de la roldana durante la comisión, don Agapito aprovechó el interés con que todos seguían los incidentes que iban ocurriendo, para verter el agua de la tetera al lado de la rueda, sin mojarla. El continuo roce del cordel con la madera la había recalentado de tal modo, que el cordel se cortó como si se hubiese quemado. Apenas vio don Agapito realizada su venganza, dejó caer un chorro de agua sobre la roldana, de manera que nadie pudo darse cuenta de su ardid. Unicamente doña Manuela y Sinforosa respondieron con una mirada de alegría a la mirada de triunfo que él les dirigió desde su puesto.

La catástrofe no había privado, sin embargo, al ñato de su sangre fría en vez de salir, desatentado, a la calle, precipitóse sobre la puerta de comunicación de la casa chica con el corredor del patio.

No había olvidado por un momento la promesa de Cortaza de dejarle tras esa puerta la llave del calabozo del loco. Su alegría fue inmensa al ver que el archivero había cumplido su palabra. La posesión de la llave lo compensaba ampliamente de la penosa impresión que acababa de sufrir. En un segundo se apoderó del precioso instrumento y llegó casi sin haberse detenido a la ventana del cautivo.

–Don Julián, soy yo, Carlos Díaz. ¿Estará usted listo para esta noche?

–Listo, hijo mío –respondió, como un eco lejano, la voz de adentro.

–Bueno, pues, no se descuide; hasta luego.

Siguió después corriendo hacia la calle. Sus ojos se dirigieron, ansiosos al oriente. Sin detenerse, pudo ver su hermosa estrella bajar con lentitud, balanceándose al capricho del viento, semejante a una embarcación abandonada. Abajo, oprimiéndose y empujándose, una turba de pueblo, apiñada levantaba sus manos en el aire, esperando su presa. Otras gentes que, desde lejos habían visto a estrella cortada, acudían de todas partes, jadeantes y arrastraban a Díaz en su carrera, gritando excitados:

–¡A la chaña, muchachos, a la chaña!

Los chicuelos andrajosos, perdidos entre los hombres, gritaban cambiando una letra en aquel vocablo indígena de la guerra volantinesca:

–¡A la chuña, a la chuña, hijitos!

Y la turba creciente, forcejeando, desenfrenada por mantenerse en el punto que juzgaba propicio para coger la estrella a su caída, multiplicaba la gritería, agitándose con violencia, chocándose las masas contra las masas, con la furia de las olas en borrasca.

Al fin, la estrella, dando vueltas irregulares, y precipitándose en su caída por falta de viento, desapareció, arrebatada por la chusma rugiente, cual si se hubiera hundido en el cráter de un volcán. Mil manos se habían apoderado de ella y de los volantines cautivos. En un delirio destructor, hombres y niños tiraban, furiosamente, en opuestas direcciones, rasgaban el papel de la estrella y de los volantines, y enrollándose el cordel y el hilo en la cintura, dábanse vueltas, en confuso torbellino, cayendo y levantando, apostrofándose con alegres chanzas y cortando, al fin, las cuerdas con estrepitosas voces de contento.

Electrizado en presencia de esa animación, el ñato se lanzó al medio de la refriega a disputar los despojos de su propia estrella. No le importaba ya su inmerecida derrota. Invocando el nombre de Deidamia, como los paladines al entrar al torneo, figurábase oír la voz de la chica alentándolo en la endiablada lucha; sentía su fuerza centuplicada por ese estímulo, y al desprenderse del turbión popular con un largo trozo del cordel, envuelto en la cintura, lo miraba como un trofeo, presagio de victoria en la azarosa empresa que tenía preparada para la noche.

12

Las Estero y don Agapito, con hipócritas expresiones, se despidieron de los esposos Cuningham, manifestando su vivo sentimiento por la pérdida de la estrella, que había profundamente contristado a los dos niños. Deidamia los siguió, pensativa. El inesperado contraste que acababa de convertir en derrota la espléndida victoria debida a la pericia de Carlos Díaz, no era natural ni justificado a sus ojos. Ciertos signos de inteligencia y algunas frases de mal disimulada satisfacción que había sorprendido entre sus padres y doña Manuela, al entrar en la casa chica, la hicieron sospechar que esas tres personas no eran extrañas al deplorable incidente con que había terminado el convite de los vecinos. Desazonada por esa sospecha, y ansiosa de verse libre, aprovechóse, para escabullirse a la huerta, de que su tía, seguida de Sinforosa y don Agapito, entraban en el comedor a continuar los preparativos para la cena de la noche.

Un deseo inconsciente de meditación y la vaga esperanza de que el joven vendría a asomarse para hablar con ella por sobre la tapia divisoria, la hacían buscar la soledad. Quería explicarse: ¿por qué la había irritado la desgracia del mozo en el momento preciso en que tocaba a su triunfo? ¿Por qué la hostilidad de los de su familia le hacía encontrar más simpática la audacia de Díaz? Se decía que la manera como había dirigido la comisión de la estrella le daba un aire de superioridad y de gentileza que hasta entonces no le había notado. Su corazón de muchacha frívola, ocupado hasta ahora en los juegos de una maligna coquetería, vacilaba, incierto, ante ese problema de la atracción de los seres, como un viajero extraviado explora inquieto el campo que le rodea, buscando su camino.

En el huerto, a esa hora, el prolongado crepúsculo de nuestras tardes de verano dejaba caer, lentamente, sobre plantas, árboles y flores, su sedativa melancolía. Un zorzal, entre las ramas, silbaba, en notas cadenciosas, la tristeza de las sombras invasoras. Los chirigües, en bandadas, se apiñaban sobre las copas de los árboles, con un bullicio de charla, como si estuvieran contándose las aventuras del día.

Deidamia, sobrecogida por esa música agreste, por ese adiós de los pajarillos a la agonía de la luz, sintió un súbito temor.

“¿Si no viniese?”

¿Por qué se inquietaba así cuando sabía que, en esa misma noche, otro galán, el apuesto oficial, vendría a hablarle de amor?

En ese instante recibió por primera vez, en lo íntimo de su ser, la caricia del sentimentalismo. Por primera vez esa incesante sucesión de horas, que mueren al tejer la tela del pasado, tuvo para su alma juvenil una significación melancólica, el peso agobiador de lo irreparable. “Nunca tal vez volverían a renovarse las festivas conversaciones de la tapia divisoria. Nunca tal vez volvería la voz apasionada del ñato a ofrecerle su amor como un tributo de humilde adoración”.

“Y eso, ¿qué me importa?”, murmuró haciendo un esfuerzo para burlarse de los sentimientos de que se iba sintiendo invadida.

Y como si buscase algún medio de afianzar su rebelión contra la flaqueza desconocida de su creciente inquietud, la chica se puso a entonar la primera canción popular que le vino a la memoria.


Me dices que no me quieres
Porque no te hago la corte,
Como si sólo el hablar
Uniera los corazones.


Casi con miedo, como si fuese una aparición evocada por su canto, vio de repente aparecer, sobre la barda, la risueña cara del mozo, y oyó su voz que le decía:

–Mira, linda, si no te hubiese encontrado aquí, me habría tirado a tu jardín, cabeza abajo, para que me encontrasen muerto, por tu culpa.

Bien que una violenta oleada de alegría hubiese bañado el alma de la niña al oír la jocosa declaración de su adorador, su costumbre de tratarlo de broma prevaleció sobre su reciente sentimentalismo.

–Tírate, todavía es tiempo; yo iré a llamar a mi tía Manuela para que te recoja.

Ambos se echaron a reír, como si entonasen un himno de dicha al verse reunidos.

–No seas burlona, porque me harás creer que no me compadeces en mi desgracia.

–¿Cuál es tu desgracia? ¿Lo de la estrella?

–La estrella, te juro que no me importa, ahora que tengo la felicidad de verte; pero lo que me importa es que lo de la estrella es una prueba de la guerra que me hacen los de tu familia para separarme de ti.

–¿Qué tienen que ver los de mi familia con que te echaran cortada la estrella?

Las palabras de Díaz le hicieron recordar sus sospechas de que fuese alguno de su casa el autor de lo que había pasado.

–Eso es lo que tú no sabes, linda. Ellos tienen tanto que ver, que fue tu padre el que hizo que el cordel se quemase en la roldana.

–¿Cómo puedes tú saber eso? ¿Quién te ha dicho tal cosa?

–Nadie me lo ha dicho; soy yo que acabo de verlo. Hace un momento, al volver de la calle, me puse con Guillén y Javier a recoger el cordel que quedó tirado por el suelo. ¡Mira, mira! –exclamó, mostrando a la chica una punta del cordel.

Las señales de haberse quemado con el roce de la roldana, escaldada por el flotamiento, eran visibles.

–Aquí tienes la prueba. Tu padre era el encargado de echar el agua durante la comisión. Como nadie lo miraba, dejó la roldana seca. Eso se ve en la muesca que le hizo el cordel. Don Agapito puede dar gracias a Dios de que es tu padre, porque, sin eso, ya habría ido a tirarle de las orejas, para enseñarle a que no sea traidor.

–¡Ay, por Dios! ¡Qué furia! No me gustan los hombres rabiosos.

Quería disimular Deidamia con esa exclamación el disgusto que le causaba de que fuese su padre el que se había encargado de dar el golpe al ñato, en medio de su triunfo.

–Pero ahora –prosiguió Díaz–, en vez de enojarme con tu padre, le agradezco lo que hizo. Sin eso no tendría la felicidad de verte.

–¿Y cómo sabías que yo estaba aquí?

–No lo sabía ni lo esperaba; pero el corazón me decía que viniese, porque si no te encontraba, vería por lo menos algo de ti; vería tu jardincito, las flores que tú cultivas, las plantas que te besan los pies, y les podría decir lo que te quiero, sin que se riesen de mí como tú.

–¡Qué empeño de decirme que me quieres! Hablemos de alguna otra cosa.

Dijo la muchacha esas palabras procurando acompañarlas de su risa burlesca. Pero la risa sonó desabrida, como vacilante.

–Contigo no puedo hablar de otra cosa –replicó el mocito–, porque es en lo que pienso a toda hora, y menos aún en este momento, en que sé que esta noche vas a ver a tu prometido.

–¡Mi prometido no me importa; ¡vaya!

–¿Me lo juras?

–No me importa..., ni tú tampoco –agregó, como arrepentida de haber dado esa satisfacción a su galán.

–¡Oh!, ya sé que no te importo –dijo el ñato con tristeza–. Pero eso no me impedirá quererte, aunque tú no me quieras. Voy a creer que, como todos los de tu familia, me aborreces.

La vibración de íntima amargura, que destempló la voz del joven, produjo una extraña sensación a la muchacha.

–¡No estés diciendo disparates! ¿Por qué habría yo de aborrecerte?

–Casi me lo has dicho; poquito te faltó, puesto que dices que yo, que te quiero tanto, no te importo más que el oficialito.

–¡Dale con el oficialito! –exclamó ella, fingiendo enfadarse, y agregó después con voz imperiosa–: ¡No me vuelvas a hablar de él!

–Bueno, pues, no te hablaré más de él, ni de mí tampoco.

–Yo no te he dicho eso –replicó ella con viveza.

–Entonces, hablemos como buenos amigos. ¿Cuándo volveré a verte?

–Eso no lo puedo decir; tú sabes que mi tía me está siempre vigilando. Ahora he podido venir porque todos están muy ocupados en preparar la cena para esta noche.

Estas últimas frases habían sido cambiadas en un tono afectuoso. En la explicación dada por Deidamia se sentía el propósito de borrar toda mala impresión del espíritu del muchacho.

–Pero, para hablar como amigos, debíamos estar más cerca. ¡Ah!, si trajeras la silla de don Matías; allá la veo.

–No, por Dios, ¿y si viene mi tía?

–¡Me harías tan feliz si te tuviese cerca de mí!

–No, no, eso no se puede; conténtate con que hablemos así, de lejitos.

–Siempre de lejos, ¡qué fastidio! ¿Por qué no quieres estar cerca de mí?

–¿Por qué? Porque te pones muy atrevido.

–Te prometo que seré muy respetuoso; te lo juro.

–Bueno, pues; me lo juras. Si mientes, no te vuelvo a ver más.

El ñato se quedó admirando la gracia con que corrió Deidamia hacia el rincón favorito de las lecturas de Cortaza, y la gentileza de su cuerpo, a la vuelta, inclinada la cintura por el peso de la silla que cargaba con una mano.

–Qué linda te veo así, preciosa. Se apoderó con un transporte de pasión de las manos de la chica, besándolas repetidas veces.

–¿No ves? ¿Qué te decía yo? Déjame, me quiero ir.

Las mejillas de la muchacha se habían cubierto de grana, pero se defendía flojamente. Hubo entre ellos un instante fugaz de silencio, de languidez, durante el cual Díaz encontró extraña la mirada de Deidamia.

–¿Por qué quieres irte? ¿Qué tiene que te bese las manos?

Ella bajó los ojos la mirada de fuego del mozo le causaba una inexplicable turbación.

–No, déjame –replicó retirando las manos.

–Antes, en tu casa, me dejabas besarte –murmuró él, con acento de tierna humildad.

–Ahora es muy distinto, ahora no somos unos chiquillos. Entonces me dejaba besar por broma, por reír; ahora no es lo mismo.

No había vuelto a levantar los ojos. Sus manos, entre las del mozo, tenían un ligero temblor. Díaz, sorprendido, con la embriaguez de sospechar una revelación inesperada:

–Para mí no hay nada distinto –le dijo con voz de profunda emoción–; yo sentía entonces lo que siento ahora a tu lado; siento que te quiero más que a todo el mundo, y que haría cuanto pudiera, cuanto tú me permitieses, para no separarme jamás de ti.

–No seas loco –le dijo ella, sonriendo, mirándolo fijamente; una mirada de turbación confusa, de palpitante emoción.

Veía por primera vez que el ñato tenía bonitos ojos, intensamente apasionados. Encontraba, sólo en ese momento, que en su voz había modulaciones graves que la conmovían. Parecióle también que su frente se alzaba con audacia cautivadora al decir que haría cuanto pudiera para no separarse de ella jamás.

–No seas loco –le repitió, sonriendo por ocultar su turbación. Ella misma se encontraba extraña. Una inexplicable timidez la invadía al sentirse bajo la dominación de esos ojos, de ver al adolescente transformado por su imaginación en un ser distinto, que podía obligarla a una confesión del nuevo estado de su alma.

Retirando por un movimiento brusco sus manos de las del mozo, saltó de repente a tierra.

–¡Ay, por Dios!, creo que vienen de la casa.

Un pretexto inventado para sustraerse a la influencia avasalladora que sentía cerca de sí; algo como el esfuerzo que hace un durmiente por despertar a la realidad de la vida, huyendo de un sueño opresor.

–No, no viene nadie; tú inventas eso por alejarte de mí –dijo el mozo, desconcertado.

–No creas eso: tengo miedo de que nos sorprendan –contestó ella, ruborizada, como si hablase de una complicidad mortificante.

Desesperado de ver desvanecerse su sueño de felicidad, el ñato exclamó, con calor:

–¿Quieres darme una prueba de que no te disgusta estar conmigo?

–No quiero darte prueba ninguna. Créme, si quieres –contestó ella, sin encontrar la fuerza de reí rse del mozo, como antes.

–Es muy sencillo lo que voy a pedirte –insistió él, exigente–. Tú vas a cenar esta noche con el oficialito: dame una prueba de que no lo quieres. Sal un momento del comedor y ven por un minuto al patio: yo te esperaré ahí. Sólo de verte un instante me convenceré de que me prefieres a mí.

Esta vez Deidamia creyó que el muchacho divagaba.

–¡Jamás haría eso! ¿Quieres perderme? ¡Qué disparate!

–No quiero perderte. ¿Cómo podría querer algo contra ti?

–¿Qué otra cosa sucedería si yo cometiese la locura que me pides hacer?

–Nos encontrarían juntos, y yo diría que quiero casarme contigo.

Deidamia le respondió con una franca carcajada:

–¡Casarte conmigo, un chiquillo como tú!, ¡qué apenas tiene dos años más que yo!

–Muchos se casan de mi edad; luego voy a tener veinte años.

–¡Vean qué hombre tan maduro! Mi tía Manuela te haría encerrar junto con el loco.

Luego, dejando el tono de broma:

–¡Déjame irme; mi tía no tardará en aparecer!

–¿Entonces no vendrás al patio, un minuto? ¿Por qué me niegas esa felicidad?

–Y aunque yo fuese al patio, ¿qué sacarías tú con eso, puesto que a esas horas la puerta de calle está cerrada y tú no podrías entrar?

–Te prometo que entraría; yo sé que podré entrar. Lo juro.

Díaz era sincero al hablar así. Una inspiración de enamorado, que nada arredra por multiplicar las ocasiones de encontrarse con su amada. Contando con poder entrar en el patio para sacar de su prisión a don Julián Estero, su espíritu le sugirió esa idea de ver por un instante a Deidamia, antes de abrir la puerta del cuarto del zaguán. ¿A qué prueba de amor más elocuente podría entonces aspirar, si la chica corriese el riesgo de salir a encontrarse con él, estando rodeada de toda la familia?

Puso el ñato tal vehemencia en lo que decía, que, conociendo su audacia, la chica creyó en la verdad de su afirmación: “algo que había tramado y que podría perderla si ella se dejaba tentar”.

–Bueno, pues, mejor para ti si puedes entrar, pero no creas que yo sea capaz de salir del comedor; eso no lo haría por nada.

–Porque no te importa que yo sea desgraciado –dijo él, en tono de reproche.

La muchacha volvió de un salto a la silla, y tomándole las manos:

–¡Sí me importa!, ¡sí me importa!; pero no me pidas que haga locuras. Ten paciencia y confía en mí. Adiós, hasta mañana; ven aquí y hablaremos. No creas que yo le haga ningún caso a Emilio. Vaya, ¿estás contento?

Su voz no tenía el tono de franca serenidad de sus conversaciones anteriores. Todo fue dicho con precipitación, como si estuviese violenta por irse, por ocultar la emoción que la dominaba.

–Adiós, adiós –volvió a exclamar, echando a correr hacia la puerta, sin querer oír las palabras con que el ñato, abismado de tanta dicha, trató de detenerla.

Deidamia, al volver de la huerta, encontró a su madre y a su tía completando, con minuciosa prolijidad, los aprestos de la cena. La obra de dos días de trabajo se hallaba dispuesta sobre la mesa con exagerada profusión. Doña Manuela y su hermana, preciándose de ser de las más hacendosas entre las dueñas de casa de Santiago, se habrían creído deshonradas si no hubiesen presentado a sus huéspedes, en cantidad exagerada, la gran variedad de postres que no podían faltar sobre una mesa bien servida, en aquel tiempo de robusto apetito y de más sólidos estómagos que los de las presentes generaciones.

En nada impresionó a Deidamia el esplendor de la mesa, que su madre y su tía le mostraban con orgullo. Embargados los sentidos por sus impresiones de la huerta, miraba con indiferencia la simétrica disposición en que estaban distribuidos los huevos chimbos, los huevos molles, los platos llenos de merengues, otros atestados de yemitas, las grandes hojarascas, las relucientes coronillas. Las dos señoras le hicieron admirar el castillo de naranjas confitadas, con su torre, de forma ajena a todo orden arquitectónico conocido, y su angelito de alcorza en la cúspide, en actitud de mostrar al cielo una minúscula bandera nacional. Más la halagaron los fruteros en que lucían algunas tempranas frutas de la estación, fresas y duraznitos de la Virgen, el primor de su rosada frescura. Las transparentes jaleas semejaban enormes topacios tallados por algún lapidario fantástico. Un jamón acaramelado reflejaba la luz sobre su reluciente superficie pulida por la plancha. Los fiambres, de formas y de cualidades diversas, arrojaban su nota prosaica y apetitosa sobre la refinada apariencia de la repostería. Pero de esas tres mujeres ocupadas en dar el último retoque a la simetría de la mesa, únicamente Sinforosa se entregaba con verdadero empeño a la tarea.

El espíritu de cada una de las tres vagaba fuera de aquel recinto, ajeno a toda preocupación material relacionada con el espectáculo expuesto ante sus ojos. Deidamia perseguía en el vacío la revolución, súbita para ella, que acababa de conmover su alma. Era una lucha sorda de su razón con el hecho, moralmente palpable, contra el que su voluntad quería rebelarse.

No acertaba a encontrar la explicación de lo que acababa de pasar entre ella y Carlos Díaz. Las súplicas de amor del mozo habían sido antes para ella una simple satisfacción de vanidad un entretenimiento de muchacha coqueta, sin otra aspiración que la de tener más admiradores que sus amigas. Pero ahora, el hecho material le imponía el imperio de un sentimiento más poderoso que sus caprichos. La voz del mozo en la entrevista reciente había encontrado un eco en lo íntimo de su alma.

La presión de los labios del joven sobre sus manos le parecía un acto de dominio sobre su voluntad, un acto al que hubiera querido tener la fuerza de sustraerse, y no lo había hecho, sin embargo. Luego, la proposición de ir a encontrarse con él, en el patio, mientras estuviesen la familia y sus convidados alrededor de la mesa, resonaba en su pensamiento como una tentación insidiosa, que hubiera querido destruir como se aplasta con el pie un insecto venenoso.

Doña Manuela, durante ese tiempo, miraba con ojos indiferentes las evoluciones de su hermana, empeñada en mejorar la distribución de las dulceras y de los fruteros. En la mortificante tensión de sus nervios, desde que la duda había venido a reemplazar su tranquila fe en la fidelidad de Quintaverde, doña Manuela esperaba la noche, tratando en vano de tomar una decisión sobre la manera cómo debía recibir al comandante. La natural energía de su carácter le presentaba como preferible el atacar de frente la dificultad, exigiendo una franca explicación. La femenil tendencia a emplear la astucia en las lides del corazón le aconsejaba, por el contrario, adormecer al enemigo en una descuidada confianza, para arrastrarlo a la confesión involuntaria.

En esa perplejidad dejaba avanzar el tiempo, y con el tiempo surgían los incidentes olvidados, las coincidencias sospechosas, los hechos mal definidos que van presentándose poco a poco en la oscuridad del olvido, iluminados de repente como las piezas de un fuego artificial que estalla en la sombra de la noche.

Del otro lado, en la casa grande, las complicaciones de la situación creada por los proyectos del ñato Díaz envolvían como en una red de cuerdas inflexibles a los dos chicuelos de don Guillén. De vuelta de la calle, cuando los espectadores de la comisión se habían retirado, el joven se presentó a sus amiguitos trayéndoles, como un trofeo de la desgraciada batalla, el largo trozo de cordel que había podido arrebatar a la chusma popular, en la encarnizada chañadura. Guillén y Javier vibraron de indignación cuando el mozo le hubo explicado, mostrándoles el cordel y la muesca que su roce había hecho en la roldana, la perfidia de don Agapito.

De esa revelación, que tomaba a los ojos de los niños las proporciones de una maldad imperdonable, Díaz sacó poderosos argumentos para afianzar en el espíritu de los chicos la promesa que le habían hecho de secundarlo en su empresa para ganar a tata Apito la valiosa apuesta en que ellos estaban también interesados. En su entusiasmo, los niños declaraban no sólo legítimo el ardid que iba a emplear el ñato para burlar a su adversario, sino que sería un justo castigo por la traición con que don Agapito había convertido en triste derrota la gloriosa victoria de la estrella. De este modo, el ñato, al retirarse, podía contar como segura la inocente cooperación de sus dos amiguitos.

13

Pero a medida que la luz crepuscular de la tarde fue quitando a la huerta, donde Guillén y Javier se habían entregado a sus juegos, la amiga claridad de su verdura, el espíritu de cada uno de los niños cayó también en una especie de crepúsculo de sobrias reflexiones. La oscuridad, adusta consejera, calmó pronto en ellos el entusiasmo por la acción de que al despedirse Carlos Díaz quedaban animados. Con paso tardo abandonaron la huerta para entrar en la casa. En el camino, asaltados a un tiempo de un comienzo de inquietud, se comunicaban sus pensamientos.

–¿Y si nos pillan cuando salgamos del cuarto? –dijo Javier, más accesible a la alarma que su hermano.

Pensativo, Guillén dio algunos pasos antes de contestar. Javier no esperó su respuesta.

–Seguro que mi papá nos pega si nos pillan –vaticinó, tratando de disimular el temblor que sentía en su voz a presencia del peligro que él mismo evocaba.

Guillén no negó la posibilidad de la terrible hipótesis. Sujetos al régimen de excesiva severidad que era el fondo de la educación de aquel tiempo, los chicos se detuvieron, consultándose con la vista. Había en los ojos de uno y otro una interrogación angustiosa. La exaltación que los animaba a luz de día tomaba en ellos el tinte sombrío de los ánimos que desfallecen. Sin atreverse a formular en alta voz su interrogación, ambos se preguntaban en silencio: “¿Qué haremos?” Durante un momento, sus miradas se apartaron. La moribunda luz aumentaba la palidez de uno y otro al mirar en distintas direcciones, por ocultarse su mutua vergüenza.

En ese momento rompió el silencio de la tarde el estridente graznido de una lechuza, rasgando el aire con lúgubre resonancia. Un largo y lamentoso aullido de “Corina”, la perra favorita de don Guillén, respondió al fatídico graznar, como persiguiendo a la lechuza en su misterioso vuelo.

Los niños se habían quedado inmóviles, penetrados por la atroz aflicción de su incertidumbre. Una sensación de tinieblas con que el miedo ofusca la lucidez del pensamiento los cercaba con supersticiosos presagios. Si una ciencia, vedada hasta ahora a la ciega perspicacia humana, descorriese a veces, en los momentos solemnes de la vida, algún jirón del impenetrable velo que oculta el porvenir, sin duda que Guillén y Javier habrían sentido que, entre los recuerdos del drama en que inocentemente iban a tomar parte, aquel aullido de “Corina” y el graznar de la lechuza les quedarían para siempre grabados en la memoria, como un estigma de espanto, a semejanza de las cicatrices indelebles que dejan en el cutis algunos golpes recibidos en la infancia. Haciendo un esfuerzo para desechar el temor que los tenía sobrecogidos, Guillén levantó la vista hacia las estrellas, que empezaban a brillar en el firmamento.

–Pero le hemos prometido al ñato y no podemos faltarle.

El miedo inspiró a Javier un arbitrio propio de su edad:

–¡Qué moledera de ñato! Mandémoslo llamar y lo haremos esconderse en el cuarto del carbón hasta que llegue la hora. El podrá abrir la puerta de la calle por adentro, después de cambiar el hilo del volantín de tata Apito.

–Diría que tenemos miedo –objetó Guillén.

En la educación que recibían, ese fantasma del miedo era para ellos más terrible que el serio peligro.

Javier se armó de resolución.

–No nos han de pillar; saldremos despacito, y si nos pillan, nos pegarán, pues. Peor es que el ñato les diga a todos que somos cobardes.

–Cómo no, pues, es mucho peor –dijo Guillén, re­flexivo.

Javier, entonces, encontró una idea alentadora:

–Mamá nos defenderá –dijo, con esa fe del niño que cuenta siempre con la ternura maternal.

Guillén, completando la idea de su hermano, tuvo una inspiración propia de la rectitud de su carácter:

–Lo mejor sería que le contemos todo a mamá.

–Si le contamos todo, no nos dejará ir. No le digamos nada –opinó Javier.

–Entonces, quedamos en la misma –arguyó Guillén, no hallando salida a la dificultad.

Javier reflexionaba. Quería encontrar algo para probar a su hermano la fecundidad de su imaginación.

–Hay un modo de que salgamos de nuestro cuarto con el consentimiento de mamá.

–A ver, ¿cómo?

–Digámosle que tenemos muchas ganas de ver a Emilio, que llega del Perú de capitán, y de oírle lo que cuenta de la guerra. Le pedimos que nos dé licencia para ir un momento a la otra casa para verlo.

–Pero eso es mentira –objetó Guillén.

–No es mentira, porque es cierto que yo quiero ver a Emilio. Y tú también quieres verlo –añadió, fastidiado con la objeción.

Guillén no contestó. Javier, viéndolo vacilar, reforzó su proposición:

–Así, saliendo con el permiso de mamá, no tenemos nada que temer, ¿no ves?

–Y para que no sea mentira que queremos ir a ver a Emilio, ¿quién nos quita que vayamos a asomarnos al comedor cuando estén cenando?

Guillén conciliaba de este modo su conciencia con el cumplimiento de la promesa hecha a Díaz.

–Por supuesto, pues –apoyó Javier, muy orgulloso de haber zanjado la dificultad.

Doña María principió por negar su consentimiento, pero los chicos no tardaron, a fuerza de cariños y de súplicas, en obtenerlo. Encontró, al fin, muy natural la curiosidad, que Javier ponderaba sobre todo, de hablar con el joven guerrero.

–Bueno, pues, salgan muy despacito para que su papá no los sienta –les dijo, con aire de otorgarles una gran concesión.

Medido por la impaciencia de los que esperaban la llegada de los dos oficiales convidados, el curso de las horas hasta las nueve de la noche tuvo la desesperante lentitud que el poeta español atribuyó a las largas horas del deseo.

Pero esa hora llegó al fin en el curso regular de los plazos que nunca dejan de cumplirse.

Los dos niños, con el pretexto de concluir un volantín que debían encumbrar al día siguiente, no se acostaron a la hora de costumbre. Habituados a distinguir los ruidos de la puerta de la calle, cuyos viejos goznes giraban rechinando en su quicio desde el tiempo de la Colonia, Guillén y Javier hablaban poco para poder oír lo que pasaba en el patio. Por fin, tras ansioso y prolongado aguardar, oyeron entreabrirse la puerta de la calle.

En el escritorio de don Guillén, en ese mismo instante. “Pinche” y “Corina”, dormidos al parecer mientras el amo escribía, dieron discretamente la alarma con un ligero gruñido. Don Guillén prosiguió su trabajo sin hacer caso a los perros. Doña María, con suave voz, los exhortó a callarse.

–Chito, “Corina”; “Pinche”, acuéstate.

Su mano, entretanto, vacilando al coser, acusaba su inquietud, temerosa de que su marido saliese al patio, donde podrían ya encontrarse los chicos. Pero éstos no habían salido aún, figurándose la corta escena de la introducción del oficial al patio; ña Gervasia dando vuelta a la tosca llave, entreabriendo una de las hojas de la puerta después de preguntar su nombre al que había dado discretos golpes de afuera; unas pocas palabras cambiadas con la sirvienta, a la que el recién llegado siguió al interior de la casa chica.

Para los infantiles conspiradores había llegado la hora crítica. El ruido de los pasos en el patio se perdió tras la puerta del corredor. Sin mirarse entre ellos, por no ver pintado el temor en sus rostros, los niños esperaron que pasasen algunos instantes. “Alguien podría salir al patio antes que principiara la cena”. Pero luego cobraron ánimo y, andando en puntillas, atravesaron dos piezas y llegaron al patio.

Hasta entonces sólo habían pensado en el peligro de ser sorprendidos en su atrevida aventura. Al encontrarse en la semioscuridad de la noche, un temor de otro género vino a sobrecogerlos. Se encontraban, después de haber andado pocos pasos sin saber cómo, delante de la ventana del loco. La ventana se dibujaba entre la sombra en un tono más oscuro, que les pareció la entrada misteriosa de una profunda caverna. No habían previsto los chicos el terror que les aguardaba, inevitablemente, al pasar delante de esa ventana. Ahí se encontraba el temeroso enigma que había turbado sus sueños. Víctima o ser maléfico, encerrado como una fiera peligrosa, tras la sombría reja, el hombre había sido siempre para ellos objeto de irresistible curiosidad y de terror invencible. Ambos recularon de espanto ante el peligro que parecía aguardarles en la fatídica reja. Algún movimiento que pudo causar al loco la sorpresa de ver la figura de los dos chicos surgir de la sombra de la noche vino a dar un apoyo material al terror supersticioso que los dominaba. La ventana tuvo en ese instante para ellos la fascinación de las aves de rapiña sobre los tímidos pajarillos. Durante algunos momentos les parecía ver tras la reja la faz descarnada del loco, creían distinguir su larga cabellera y su hirsuta barba, a manera de fúnebre marco de sus facciones exangües. Con voz apenas perceptible por la turbación del espanto, se comunicaron entonces sus impresiones, subentendiendo el nombre del loco, que no se atrevían a pronunciar.

–No puede estar en la ventana, ha de estar durmiendo –murmuró Javier.

–Y aunque no duerma, ¿qué nos puede hacer, puesto que no puede salir? –dijo Guillén, tratando de sacar energía de su argumento.

Entonces se pusieron a recular lentamente, apoyándose hacia el lado opuesto de la reja. Así consiguieron llegar sin nueva alarma al zaguán, y deslizarse rozando la pared hasta la puerta de la calle. Ahí respiraron como escapados de un gran peligro y concentraron su atención para ver si les llegaba algún ruido de afuera. Satisfechos de que todo seguía silencioso, se decidieron a dar los ligeros golpes convenidos. Inmediatamente tres sordos golpes respondieron a la señal. Entonces Javier torció, con gran precaución, la llave y medio entreabrió la puerta para evitar el rechinamiento de los goznes. Por la escasa abertura vieron deslizarse al ñato, con lentos esfuerzos para disminuir el espesor de su cuerpo.

–Eso se llama ser muchachos valientes –les dijo, en voz apenas perceptible, acariciándoles cariñosamente la cabeza.

–¿Trajiste el hilo que vas a cambiar? –preguntó Javier.

–Aquí lo tengo –contestó Díaz, mostrándoles una cañuela preparada.

Persiguiendo Guillén su idea de conciliar la verdad de lo que había dicho a la mamá, con la promesa ya cumplida al ñato, dijo en voz baja:

–Ahora vamos a asomarnos a ver a Emilio Cardonel.

–¿Esta ahí ya? –preguntó Díaz.

–Nosotros lo vimos entrar –respondieron los chicos.

–No, no vayan –objetó Díaz–, porque si los ven, o si ustedes hacen el menor ruido, yo no podré ir a cambiar el hilo.

–Mejor es que nos vayamos a acostar –opinó Javier, que ansiaba verse en seguridad, después del arriesgado paso que acababan de dar.

–Eso es, váyanse a acostar pronto –les dijo el mozo, empujándolos suavemente para que se diesen prisa.

Los chicuelos se deslizaron en silencio y desaparecieron tras la puerta por la que habían salido. Al pasar cerca del cuarto escritorio oyeron la voz de su madre reprendiendo a “Pinche” y a “Corina”, que habían vuelto a gruñir en el instante en que Díaz y los niños entraban del zaguán en el patio.

Encontrándose solo en la oscuridad, Díaz sintió la inquietud que debe experimentar uno de los sitiadores de una plaza fuerte al penetrar en ella mediante la connivencia de alguien del interior. Muchas veces había imaginado encontrarse en la situación en que se veía a esa hora.

Abrir inmediatamente la puerta al prisionero había sido siempre su pensamiento invariable. Mas, en ese instante, el recuerdo de lo que había pedido a Deidamia cruzó su imaginación como una luz repentina.

“¿Vendría ella a buscarlo, a pesar de la negativa con que había recibido su proposición?”. La duda lo detuvo algunos segundos, indeciso. La idea de ver aparecer a la chica, de estrecharla con frenesí entre sus brazos, de decirle su pasión en el turbador misterio de ese instante, produjo un repentino desvanecimiento en su cerebro. Sentía latirle el corazón como el golpe sordo de martillo en algún subterráneo. Mas pronto desechó su vacilación. ”Seguir esperando era comprometer locamente el éxito de su tentativa”.

Acercóse, entonces, a la puerta del calabozo y, con estudiada precaución, torció la llave en la cerradura. Evitando hacer ruido, abrió con viva emoción la puerta. Dos brazos que temblaban le rodearon el cuello; una voz sofocada le murmuró al oído:

–¡Oh!, ¡mi salvador! ¡Mi ángel tutelar! Dios te bendiga.

Un enternecimiento inmenso resonaba en esas palabras entrecortadas y casi sollozantes.

Juntamente con el abrazo sintió Díaz que el cuerpo del que hablaba se apoyó con pesada presión contra el suyo, como si desfalleciese.

–¡Vamos, don Julián, valor! No hay que desmayarse, o estamos perdidos.

–¡Ya se pasó, ya se pasó, amigo! ¿Qué quiere, pues? El gusto de verme libre casi me mata.

A pesar de su entereza natural y el vigor juvenil de sus nervios, el mozo se sintió conmovido. Esa voz plañidera, ese cuerpo demacrado cubierto por escasa y raída vestidura; el cabello desgreñado, la barba revuelta sobre las enflaquecidas mejillas, cuando veía y oía en confusión a la luz dudosa de la noche, le infundió un sentimiento de profunda lástima, como si algo de punzante y frío le atravesase el pecho. Mas al momento supo dominar su sensibilidad.

–Tome, don Julián, póngase este poncho y esta chupalla y vámonos andando ligerito.

Había traído esas prendas para que don Julián pudiese andar en la calle sin llamar la atención de los serenos o de los transeúntes que encontrasen.

Don Julián se puso la manta. Al pasarle el viejo sombrero de pita, al que dio el nombre popular de chupalla, agregó Carlos Díaz:

–Viejita está, pues; pero así no lo tomarán por un caballero, sino por un roto cualquiera.

El ñato recobraba su genial alegría al ver ya libre a su protegido.

–Vamos, pues, vamos andando –añadió, al ver que el antiguo capitán no se movía.

–Amigo, perdóneme si no le obedezco inmediatamente –dijo don Julián–; pero no puedo irme antes de dar gracias a Dios, ahí, de rodillas, en medio del patio de esta casa que es mía y sin haberme asomado siquiera al que fue mi cuarto hasta el día en que me encerraron.

Díaz oyó atónito esas palabras, mientras veía irradiar una extraña luz en los ojos del que hablaba. El propósito de don Julián ponía en tremendo peligro el éxito de su empresa, en la que se creía ya victorioso.

–¡Esa es una temeridad, don Julián! –exclamó con vehemencia–. Si lo ven, todo está perdido, y volverán a encerrarlo para toda la vida.

Estero no pareció impresionarse por el calor con que Díaz, dominando su voz, le había murmurado esas palabras al oído.

–¡Encerrarme! ¿Qué está pensando? Yo me he jurado, amigo, que no habrá poder humano que pueda volver a encerrarme, mientras tenga un soplo de vida. Ojalá me hubiese usted traído un puñal, o algo para defenderme; pero yo sabré defenderme con mis puños a falta de arma. Sépase que tengo encerrado, aquí en el pecho, bastante odio contra mis verdugos para que me sobre la fuerza de ahorcar al que se atreva a acercárseme.

La exaltación con que hablaba produjo en el mocito un amargo desconsuelo. “¡Si realmente estará loco!”, pensó, arrepentido casi de lo que había hecho.

Al través del velo que la oscuridad tendía entre él y don Julián, volvió a ver en los ojos del capitán un extraño fulgor, que jamás había encontrado en otros ojos. Para calmarlo, le pareció que lo más acertado sería no manifestar oposición al intempestivo capricho en que fundaba su negativa a salir de la casa.

–Yo comprendo que usted quiera dar gracias a Dios; hágalo ligerito, pero no vaya a asomarse a la casa, don Julián. A la hora de ésta, yo sé que están todos cenando. Si sienten el menor ruido, o si pasa la criada por ahí y lo ve a usted, ¡figúrese qué bulla! ¿Y para eso habré trabajado yo por sacarlo de su calabozo? No, don Julián; no vaya; lo primero es ponerse a salvo; ¿no ve? Después se las hará pagar caro a todos.

Estero tuvo un movimiento afirmativo, ante la idea de la venganza anunciada en su lenguaje popular por el mozo, pero no se rindió a sus observaciones.

–No tenga miedo, amigo, nadie me verá; yo conozco todos los rincones de esta casa que me quieren robar. Pierda cuidado. Yo soy el que tengo mayor interés en que no me vean ni me sientan, ¿no es así?; pero por nada me iré sin asomarme al que era mi cuarto. Ahí dejé una Virgen, a la que he pedido durante mi cautiverio que me hiciese el milagro de darme la libertad. ¡Y el milagro está hecho! La Virgen le dio a usted valor y la habilidad para sacarme de mis cadenas, ¡y usted quiere que no vaya a divisarla! ¿Qué no vaya a hincarme a sus pies, aunque sea por medio minuto? ¡Ah!, no, amigo, ¡no puedo irme así no más como un ingrato!

Abismado de sorpresa y de espanto, Díaz no se atrevió a insistir. La voz de su protegido acusaba una voluntad indomable. El triste pensamiento de que había dado libertad a un loco se convertía para él en una tremenda certidumbre.

Tomando un acento afectuoso, el capitán añadió:

–Vea, amigo; vaya a esperarme en la puerta de calle. En menos de un minuto me tendrá de vuelta y entonces me llevará usted donde quiera; le obedeceré como un perro; pero no vuelva a decirme que no vaya.

–Bueno, pues, iré a esperarlo; pero cuento con su promesa.

Estero se apoderó de las manos del joven. Díaz sintió caer sobre ellas una gota tibia, juntamente con la presión de los labios del ex capitán. Cuando éste alzó la cabeza, el ñato pudo ver en sus ojos el brillo apagado de sus lágrimas.

–Gracias, amigo; después le obedeceré como un esclavo.

Separándose como si se despidieran: dos sombras misteriosas que se apartaban entre tinieblas, andando a hurtadillas. El mozo sentía un trastorno violento en su mente. Por primera vez, el frío de un arrepentimiento súbito bajada sobre su alma, con la pesada desazón de las faltas irremediables. La frescura de su espíritu, la petulante fuerza de su inexperiencia, el rico caudal de esperanzas que atesora la juventud, todo se desencajaba del armónico ser que los quebrantos de la existencia no habían sacudido todavía. Apenado, se detuvo en la puerta de calle; divisó vagamente a don Julián, como una sombra fantástica, prosternarse en el medio del patio, alzar al cielo, en ademán de ferviente plegaria, ambas manos, y perderse después, desvaneciéndose, en medio de la densa oscuridad del corredor.

Dos piezas componían el recibo de la casa chica: una sala pequeña con ventana sobre el primer patio, y un pasadizo, largo y angosto, contiguo a la sala, en dirección perpendicular a ésta, separado de ella por un tabique de vidriera. La sala tenía puerta sobre el pasadizo. Otra puerta colocada a mitad del tabique la unía a un corredor del segundo patio, destinado principalmente al servicio de la cocina. El pasadizo, amueblado con algunas viejas sillas de totora y una pequeñita mesa de palo blanco, servía de antesala.

Aquella noche, a la entrada de Emilio Cardonel, un gran movimiento se hizo entre las personas que lo esperaban en la sala. Don Agapito y don Matías Cortaza salieron a recibirlo al pasadizo. Emilio entró en la sala escoltado por ellos, y fue acogido con la cordialidad de antiguos amigos que vuelven a encontrarse después de una larga separación. Doña Manuela y Sinforosa abrazaron al guerrero; Deidamia le sonrió, dándole la mano. Don Agapito le golpeó un hombro familiarmente, y don Matías, casi alegre al ver que el joven no venía acompañado del comandante Quintaverde, llegó a medio sonreír, dándole la bienvenida a su manera:

–¡Vean qué diablo de oficial, como fue a volver del Perú!

–¡Y con tres galones en la bocamanga! –observó don Agapito, con orgullo, como si el glorioso Cardonel fuese ya su yerno.

–¡Ay!, ¡qué quemado está! –exclamó Deidamia, sin saber qué actitud tomar bajo la mirada ardiente con que la cubría el oficial al saludarla.

–Lo encuentro más quemado y más flaco –dijo Sinforosa, que ocultaba las riquezas de su seno con un chal de espumilla, bajo el cual, por evitar el calor, se había dispensado de ponerse monillo.

–Pero siéntese, pues, Emilio –díjole doña Manuela.

No obstante el tono amable de la frase, alguien al corriente de la situación habría podido leer en el rostro de la señora el disgusto que le causaba la entrada del mozo sin estar acompañado de Quintaverde.

Queriendo disimular, agregó con mal reprimida desazón:

–¿Qué es de su tío?

Pero la ansiedad de su voz no pasó sin que su marido la notase. En sus adentros, Cortaza se congratulaba de haber contribuido a dar un mal rato a su mujer. Con feroz satisfacción de vengarse siquiera de ese modo de sus largos padecimientos, el archivero formulaba su alegría con el enérgico lenguaje de la gente del pueblo:

“¡Friégate!, ¡friégate, no más!, ¡no has de verlo aquí como esperabas!...”

–Mi tío me encargó, misiá Manuelita, decirle que una ocupación urgente del servicio no le permitiría venir sino mucho más tarde.

En su rincón, donde se había retirado, Cortaza se restregaba las manos de contento: “Sí, aguárdalo no más; no dejará de venir”, decía para sí, enviando sus bendiciones al ñato, que lo había salvado de la odiosa presencia del comandante.

Entonces empezó una granizada de preguntas al oficial sobre los incidentes de la campaña. Emilio se sentía mirado y admirado. Lo desazonaba, sin embargo, la sonrisa maliciosa de Deidamia, que respondía a sus ardientes miradas de amor con su primera observación:

–Pero, Emilio, ¡vaya que se ha quemado!

“Por poco no le dice que lo encuentra feo”, pensaba Sinforosa, agitándose bajo su chal de espumilla.

Cardonel no daba esta interpretación al estribillo de Deidamia, y se inclinaba más bien a persuadirse fuese aquello un ardid de la chica para disimular la turbación que sus miradas le causaban. Lo mejor, a su juicio, sería sentar plaza de conquistador, aprovechando la ocasión que le ofrecían las preguntas de sus interlocutores sobre la guerra. Con afectada modestia, poniéndose de pie para ir a encender un cigarrillo a una de las dos velas de sebo que en blandones de estaño ardían sobre la mesa del centro, el oficialito empezó diciendo que su buena estrella lo había hecho encontrarse en todas las acciones con que quedaba inmortalizada la campaña restauradora.

–En la sorpresa de Matucana, que fue el primer encuentro que tuvimos con las tropas peruanobolivianas, estuvimos apurados como un demonio. Era precisamente el dieciocho de septiembre, y nos habíamos puesto a almorzar al pie de la sierra donde iba a internarse nuestra columna, cuando nos vimos atacados por fuerzas muy superiores a las nuestras, que nos tiraban, escondiéndose.

“Nosotros nos formamos de carrera y respondimos con un fuego graneado tan nutrido que parecía un cañonazo, gritando: ¡Viva Chile! Y así siguió el tiroteo. Los cholos tenían más gente que nosotros y querían rodearnos, pero nosotros les embestimos a la bayoneta y acabamos por derrotarlos completamente”.

En ese momento, se presentó ña Gervasia, y habló al oído a doña Manuela, mientras don Agapito seguía interrogando al oficial.

–Ande, señorita –dijo la criada–, ya no podemos sujetar a Alejandro, que dice que quiere venir a saludar a su capitán, y lo peor es que ya está como una uva de borracho.

–No lo dejen venir, ¡no faltaba más! –respondió tercamente la señora–. ¿Por qué lo has dejado beber?

Por vía de explicación, ña Gervasia repuso:

–¡Ave María, señorita!, quién lo contiene, pues, si ha llegado peor de lo que se fue al Perú.

–Enciérrelo entonces y sirvan pronto la cena.

Estimulado por la atención del auditorio, Emilio Cardonel empezaba a explicar el combate de Buin, cuando se presentó otra vez ña Gervasia, diciendo a doña Manuela desde la puerta divisoria de las dos piezas:

–Ya está, señorita.

14

La de Cortaza, que hasta entonces había abrigado la esperanza de ver entrar al comandante Quintaverde, se decidió a empezar la cena.

–Vamos a cenar –dijo, sin dirigirse a nadie particularmente.

Los demás la siguieron. Don Agapito se quedó atrás, esperando que Emilio se quitase la espada. Enseguida condujo al joven a una silla, que había reservado expresamente al lado de Deidamia.

–¡Con qué ansias esperaba este momento! –dijo el mozo a la chica en voz baja, al sentarse, tratando de que sus ojos fulgurasen con rayos incendiarios la impaciencia del enamorado.

–Si está tan ansioso, coma, pues; para eso nos hemos sentado aquí –le sonrió con picaresco acento la muchacha.

–¡Ay!, Deidamia, no sea mala; usted sabe de qué ansia he querido hablarle: ansia de verla a usted.

–Bueno, pues, aquí me tiene –contestó ella, indiferente.

Ese diálogo se perdía entre las voces de las ofertas y aceptaciones de guisos. Sinforosa no se conformaba con que el oficial no hubiese principiado por extasiarse ante el esplendor de la mesa.

–Mire, Emilio –le dijo, viendo que el mozo no se ocupaba sino de la chica–, la bucólica no andaría muy bien por allá en la campaña.

–Así es, pues –contestó el oficial. Y luego, queriendo manifestarse galante con las dueñas de casa, añadió, afectando decir una fineza–: Pero aquí hay harto con qué sacar el vientre de un mal año.

–Favor que usted nos hace –replicó Sinforosa, fingiendo modestia y cruzándose sobre el seno el pañuelo de espumilla, que amenazaba hacer revelaciones indiscretas.

Don Agapito, entretanto, quería evitar que desmayase el interés de los circunstantes por la relación de la campaña, en la que cabía parte tan conspicua al huésped de la noche.

–Pero en la de Yungay, Emilio, ¡eso sí que fue bueno!; ¡ahí sí que ustedes hicieron sonar a los cholos!

Indignada con la intervención de su marido, Sinforosa lo apostrofó de un lado a otro de la mesa:

–Déjalo comer, hijo; después hablarán de cañonazos y de fuego graneado.

Acompañó la esposa de Linares con una franca carcajada esta frase, para indicar que en su concepto era muy graciosa y oportuna.

–Así es, misiá Sinforosa, hay tiempo para todo –exclamó el oficial, entre el ruido de la risa general.

Don Agapito se apresuró, picado, a replicar:

–No le haga caso, Emilio, a mi mujer; está azareada porque no le alaban las gelatinas y los dulces que ha hecho con la Manuelita para festejarlo a usted.

Nuevas risas, de las que sólo las de don Agapito y de su mujer eran francas y sinceras.

–Estoy seguro de que ni las monjas harían tan buenas cosas –dijo el oficial, saludando a las dos señoras.

La risa de doña Manuela no tenía otro objeto que disimular el enfado con que veía transcurrir el tiempo sin que llegase el comandante.

A su vez, don Matías aparentaba tomar parte en la alegría de los otros, por calmar la punzante inquietud de que se hallaba sobrecogido desde que Emilio había dicho que Quintaverde vendría más tarde. La neurastenia le crispaba los nervios. Su risa había sido descompasada: una mezcla de miedo de ver aparecer al hombre odiado, y de vengativa satisfacción, al mismo tiempo, de leer en el rostro de su mujer la sorda tortura que en ese instante le oprimía el corazón.

Mas Deidamia no había tomado parte en el coro de regocijo con que principiaba la cena. Una obsesión la dominaba. Díaz le había pedido que saliese al patio un momento durante la cena. El ñato le había dado prueba tantas veces de su audacia y de su ingenio antes de que su tía Manuela le hubiese cerrado las puertas de la casa, que la chica creía firmemente que a esa hora debía estar esperándola, expuesto a que lo sorprendiesen, por encontrarse con ella unos cuantos minutos. Esa convicción era para ella una prueba de amor que la ponía orgullosa. La proposición del mozo tenía el atractivo fascinador del misterio y del peligro y hacía mecerse el alma de Deidamia en pleno romanticismo. La obsesión la atraía al patio. Hipnotizada por una fuerza superior, figurábase sentir cerca de ella la respiración del joven, pensaba, zumbándole los oídos, con estremecimientos desordenados del corazón, en el abrazo que le daría en la oscuridad, en el beso furtivo, correspondido con pasión por ella, en el ardiente juramento de amor que la enlazaría para siempre a aquel muchacho, en quien pocos días antes no veía sino un alegre compañero.

Como si obedeciese a una sugestión extraña, trató entonces de levantarse. “La conversación estaba bastante animada, se dijo, para poder salir del comedor sin que nadie se fijase en ella”.

Con la rsolución del fatalismo, que impulsa a las acciones temerarias, pálida de emoción, trató nuevamente de levantarse. ¿Quién se podría figurar a lo que salía?

Mientras esa ráfaga de exaltación pasaba como un viento de fuego por el alma de Deidamia, el loco había entrado a tientas en el cuarto ocupado por su hermana mayor, su propio dormitorio hasta el día de su encierro. Don Julián conocía la pieza palmo a palmo. Por el tacto fue precipitadamente dándose cuenta de que sus muebles ocupaban el mismo sitio en que los había visto por última vez. Sus manos recorrieron con un respeto enternecido el marco de una imagen quiteña de la Virgen del Carmen, obra del maestro Salas, a la que había dirigido desde la niñez todas sus plegarias en las tribulaciones de su vida. Esa devoción había sido el sostén de su alma durante los largos días de cautiverio. La imagen estaba allí. Con los dedos suavemente aplicados sobre la tela, pudo darse cuenta de los detalles familiares de la pintura. En la oscuridad de la estancia y en la confusión fantástica de sus ideas, aquello de encontrarse al pie de su protectora celestial tomó en su espíritu la realidad de un milagro. Abismado de humilde gratitud, cayó de rodillas, en una reverente acción de gracias. Sentía arrullada el alma por un soplo de paz indefinible. Pero esa sensación no borró de su mente la promesa que acababa de hacer a su libertador. Apresurado, púsose de pie y salió del dormitorio. Al encontrarse a la entrada del pasadizo, las voces y las risas de los que cenaban llegaron distintamente a sus oídos. Operóse entonces una violenta conmoción en su cerebro. La atmósfera de paz que le circundó el alma durante la corta plegaria parecióle ahora abrasada por las llamas de un voraz incendio. En su oscuro pensamiento brillaron de nuevo los resplandores del odio, que acababa de sentir milagrosamente
apagado por la intercesión de la Virgen. La antigua violencia, que más de dos años de sufrimiento no habían bastado a dominar, le inundó de hirviente sangre el cerebro.

Ya no pensó en la promesa hecha a Díaz ni en el riesgo de ser descubierto. Todas sus facultades parecíanle concentradas en el punto de donde salía el ruido de conversaciones y de risas. Sin percibir distintamente las voces, ese ruido se le figuró un coro de sarcasmos y de burlas en aquella fiesta, celebrada a sus expensas. Ofuscado por la cólera, deslizóse del pasadizo a la sala de recibo, agachándose para no ser visto al través de la vidriera del tabique. Conservaba en su agitación el instinto cauteloso de los hombres acostumbrados a la guerra. Las luces colocadas en la mesa del centro de la pieza le hicieron reconocer los muebles en la misma disposición en que los había dejado. La inmovilidad de las cosas materiales le trajo de súbito al pensamiento, con la viveza que cobran las sensaciones en algunos sueños, la imagen de su existencia de otros días, cortada como por una muerte repentina por la voluntad de su hermana.

Al pasear en torno maquinalmente la vista, en una mirada que tuvo apenas la duración de un relámpago, sus ojos divisaron la espada que el capitán Cardonel había dejado sobre una silla, antes de entrar en el comedor. Instintivamente, Estero se apoderó de esa arma y la desenvainó con el ademán marcial de sus mejores tiempos. Desdeñando ya ocultarse, incorporóse con arrogancia y se puso de pie en medio de la puerta entre la sala y el comedor.

Era precisamente el momento en que Deidamia, cediendo al hipnotismo que dominaba su voluntad, se ponía de pie, resuelta a salir al primer patio.

Antes que hubiese dado un paso, un grito agudo resonó detrás de ella, dejándola sin movimiento. El grito fue lanzado por ña Gervasia. Al entrar en el comedor con una fuente, la criada había visto, la primera, a don Julián, como siniestra aparición de los cuentos de duendes.

Entre los que cenaban, un pánico instantáneo puso pálidos todos los semblantes. Mirando al loco con espanto, nadie se atrevió a hablar. Pasado el primer momento de estupor, doña Manuela recobró en parte la serenidad de su innata energía. Sus ojos y los de su víctima se encontraron con la chispeante fulguración de dos espadas que se chocan. Ella tuvo el valor de hablar la primera:

–¿Cómo que te encuentras tú aquí? ¿Qué buscas?

La arrogante señora se había esforzado por dar a su voz una entonación de altanera superioridad.

Las facciones de don Julián se cubrieron de vivo encarnado; sus ojos tuvieron el destello sombrío de los del león que desafía a su domador, y su voz resonó gutural, exasperaba:

–¡Ah!, ¿qué busco? A ti, malvada, te busco...

Y al mismo tiempo que pronunciaba con furia esa respuesta, lanzóse sobre su hermana y le asestó un tremendo golpe con la espada sobre la cabeza.

–Toma, toma –vociferó al dar el golpe–, eso es lo que mereces.

Doña Manuela, con un alarido de dolor y de espanto, cayó sin sentido sobre su silla, de la que se había levantado con aire de reto, pensando amedrentar a su hermano. Un reguero de sangre le inundó el cuello. En el momento fugaz del rápido incidente, ninguno de los que se sentaban a la mesa tuvo tiempo de moverse. La sorpresa y el terror los paralizaron. El instinto de la propia conservación los replegó sobre sí mismos, haciéndose pequeñitos, como el que se figura desviar de sí, encogiéndose, el rayo que debe seguir al relámpago. Don Agapito, maquinalmente, se deslizó de su silla bajo la mesa; ña Gervasia, tras su grito, había salido a carrera del comedor, llamando a su hijo en su protección. Los demás, el rostro exangüe de espanto, miraban paralizados al loco.

Tras el furioso golpe de filo descargado sobre doña Manuela, el loco paseó una mirada de provocación y de triunfo alrededor de la mesa.

–Si alguien se atreve a seguirme –vociferó con acento de amenaza–, tendrá la misma suerte.

En el silencio pavoroso, la voz resonó fatídica y destemplada: una voz de hombre inconsciente, llegado al paroxismo de su furiosa excitación, sin que nadie se atreviera todavía a moverse. Don Julián salió de la sala, provocador; atravesó el patio con precipitada marcha y llegó a caer en los brazos de Carlos Díaz, como si las fuerzas le faltasen.

–Sujéteme, amigo. ¡Las piernas me flaquean! ¡Tanto tiempo sin andar!, ¡qué quiere!

El ñato sacó un pequeño frasco del bolsillo, y, quitándole la tapa, puso el gollete en los labios de don Julián.

–Eche un trago de anisado, don Julián, eso le dará fuerzas.

En sus meditaciones sobre la fuga que preparaba, Díaz había previsto que su protegido tendría, probablemente, necesidad de un cordial, para estimular su vigor debilitado por su larga inmovilidad y por la falta de aire libre.

Mientras bebía don Julián, el ñato vio en su mano el arma con que acababa de herir a doña Manuela.

–¿Y esa espada?

Estero, repuesto ya por el aguardiente:

–Es la del oficial, después le contaré: vamos andando –contestó entre dientes.

Figurábase que los del comedor, recobrando el ánimo que les había faltado, iban a salir al patio; Díaz, no menos impaciente, pasó su brazo bajo el brazo de don Julián.

–Eso es, vamos andando; afírmese bien en mí; pero deje esa espada, don Julián, eso es un estorbo, y si alguien nos encuentra en la calle, creerá que andamos armados y que somos gente sospechosa.

–¿Y si nos persiguen? ¿Con qué quiere que nos defendamos?

–Con los puños, y así no haremos averías, mientras que con la espada podríamos herir a alguien. –Y azorado agregó–: Ligero, paso redoblado antes que vengan a tomarnos.

Al hablar así, el ñato arrastraba a don Julián fuera de la casa.

La trágica escena del comedor no había durado más de algunos minutos. Instantáneamente, a la salida del loco, todos parecieron despertar del estupor con que el pánico los había anonadado y se precipitaron en auxilio de doña Manuela.

Un movimiento de confuso desorden reinó durante un corto rato en la pieza. Hubo lucha de solicitud anhelosa en torno de la señora herida. Cada uno rivalizaba con los demás en manifestaciones de diligente interés, por hacer olvidar a los otros la cobarde inacción en que todos habían quedado ante la actitud amenazadora de don Julián Estero.

El capitán Cardonel, don Agapito y Cortaza transportaron a la señora al dormitorio. Sinforosa los precedía, llevando una luz. Deidamia, perdida en un mundo de reflexiones, siguió tras ellos. A ese tiempo entraba en el comedor ña Gervasia, conduciendo a su hijo Alejandro de la mano. La criada lo traia de refuerzo, figurándose, al ir a buscarlo, que iba a trabarse una tremenda lucha con el loco. Al encontrarse en el comedor desierto, el soldado se apoderó de una botella y empezó a beber a grandes tragos.

–¿No ve, madre?; todos se han ido, nadie me necesita.

Decía esto defendiendo la botella, que ña Gervasia trataba de arrebatarle. Menos fuerte que el borracho, pronto abandonó su intento la mujer, y lo dejó dueño del campo, corriendo en busca de los que acababan de salir del comedor.

Los tres hombres y Sinforosa discutían sobre los remedios que convendría aplicar a doña Manuela, aún desmayada. Cada uno recomendaba algún tratamiento especial de cierto remedio casero y, como tal, infalible, para estancar la sangre y hacer volver a la señora del insulto. Ña Gervasia, al oírlos, salió corriendo de la pieza y volvió un instante después trayendo algo en la mano, que trató de aplicar a la herida.

–¿Qué es eso, Gervasia? –le preguntaron.

–Tela de araña, pues, ¿qué ha de ser? No hay mejor remedio.

–Yo lo estaba diciendo –pretendió don Agapito.

Con una entereza que le envidiaba su madre, Deidamia trajo agua tibia y se puso a limpiar la herida antes que ña Gervasia aplicase la telaraña.

Don Agapito y el oficial, mientras tanto, comentaban el suceso del comedor, tratando cada uno de justificarse:

–Yo no me fui sobre el loco –decía Cardonel– por no exasperarlo, sin ocurrírseme que iba a dar un sablazo a la señora.

–Yo quise pasar por debajo de la mesa para agarrarle las piernas y botarlo al suelo. Era lo mejor, ¿no ven? –explicaba don Agapito–, porque habría sido una tontería tratar de quitarle la espada.

Dejándolos en sus explicaciones, don Matías salió de la pieza y corrió al zaguán. La turbación que le causaba la escena del comedor no le había hecho olvidar la llave del calabozo. No se le ocultaba que si esa llave fuera encontrada en la cerradura, cuando vueltos de su estupor los testigos de aquella escena, se echasen a buscar cómo podía el loco haber salido de su prisión, la sospecha de que alguien de adentro de la casa había cooperado a la fuga vendría, naturalmente, al espíritu de todos. Temblaba Cortaza reflexionando de este modo, ante la posibilidad de que las sospechas recayesen sobre él. Buscando a tientas tuvo un gran alivio al encontrar que la llave estaba en la cerradura. Felizmente para él, ni Díaz ni el loco habían pensado en llevársela. Cortaza se apoderó de ella y volvió al dormitorio de su mujer, donde, con gran disimulo, pudo dejarla en el mismo sitio de que la había sacado aquella misma tarde.

Tranquilizado sobre un punto tan importante, don Matías, mientras los otros disertaban, empezó a pasearse por la sala con ademanes nerviosos y vagos, a los que, sin duda, atribuía algún sentido cabalístico. En su lógica de cristiano supersticioso, “el golpe del loco, a no dudarlo, era un castigo de Dios”. Y una lucha de conciencia se había trabado en él, al mirar de soslayo a su mujer desmayada. No acertaba a realizar, si, en presencia de ese castigo, era una manifestación de vengativa alegría la extraña sensación que lo agitaba, o era un sentimiento de conmiseración por la víctima postrada allí con la inmovilidad de la muerte.

De esas reflexiones lo sacó la voz de Deidamia:

–Pero, tío, ¿en qué está pensando que no va a llamar un médico?

–Pero ¿a qué médico, hijita?, dime tú.

En su turbación no tenía voluntad ni discernimiento.

La entereza que manifestaba su sobrina en aquel estado de perplejidad general le pareció una fuerza a la que debía someterse.

Deidamia contestó con viveza, sin suspender los cuidados que prodigaba a la herida:

–¿Qué médico? Don Carlos Buston, pues: lo que aquí se necesita es un cirujano.

–La niña tiene razón –dijo sollozando su madre–. A nadie se le ocurría llamar a un médico.

–Yo esperaba ver si la herida es grave –se interpuso don Agapito–, porque si no es grave, para qué gastar en médico.

Deidamia no quiso argumentar con su padre. El caso le parecía urgente; el prolongado desmayo de la señora la inquietaba.

–Apúrese, tío –dijo con vehemencia a Cortaza.

Don Matías salió en busca de su sombrero y volvió al instante.

–¿Y si don Buston está durmiendo? –preguntó, sin dirigirse a nadie particularmente.

–Si está durmiendo, lo hace levantarse –contestó Deidamia con autoridad.

En aquella crítica emergencia, la chica asumía el carácter de superioridad que las situaciones difíciles hacen revelarse en los organismos bien templados. Hubiérase dicho que, por mutuo consentimiento, los demás habían conferido a la joven la dirección superior que reclamaban las circunstancias.

Don Matías, mientras tanto, había salido de la pieza, dirigiéndose a la puerta de calle.

La gran turbación que los incidentes de la noche habían producido en su cerebro no le impedía, sin embargo, seguir con paso seguro su camino y entregarse a las reflexiones que su situación, en aquel drama de familia, le inspiraba. Acusábalo su conciencia de haber cooperado a la catástrofe que en esos momentos ponía en peligro la existencia de su mujer. “Cooperación involuntaria”, le decía la casuística pusilanimidad de su neurastenia, pero que podía envolverlo en un juicio criminal bajo la acusación de haber concertado con el loco el asesinato de doña Manuela. Pero, tras esto, acudíale una reflexión consoladora: la llave del cuarto del zaguán sería encontrada en el cajón donde la había vuelto a guardar y, a menos de una traición del ñato, nadie podría suponer la verdad de lo acontecido.

Desechado ese temor, una nueva ráfaga de inquietud se levantaba en la noche de sus tormentos. La violenta preocupación que le causaba la posibilidad inmediata de la muerte de su mujer lo ponía frente a frente a un angustioso problema: no acertaba a decidir si debía afligirse o alegrarse de la trágica aventura, mientras que hacía esfuerzos para apartar la temerosa hipótesis de su mente.

15

Llegado a la casa del cirujano, Cortaza tuvo que golpear varias veces la puerta. Un criado soñoliento lo hizo entrar en el patio. En un rincón, un caballo ensillado, pero sin freno, comía tranquilamente con ese aire resignado de las bestias acostumbradas a las fatigas de un servicio invariable. Introducido después cerca del cirujano, don Matías explicó el caso sin entrar en pormenores: una herida en la cabeza; la señora no había vuelto en sí; el caso era muy urgente.

–¡Ah!, ¡ah!, una herida –exclamó Buston–; voy al instante, eso me conoce –añadió, traduciendo así la locución francesa: cela me connit.

Al mismo tiempo que decía esto, se sacó la larga bata en que estaba envuelto, reemplazándola por una levita no menos larga.

Don Matías repitió bien las señas de la casa de la paciente y se retiró con la promesa del doctor de que lo seguiría de cerca.

Durante aquel tiempo, en la casa, don Agapito, Sinforosa y el oficial comentaban la grave ocurrencia, tratando de explicarse cómo había podido el loco salir de su prisión. Era indudable que para romper el grillete que lo mantenía sujeto al pilar del centro de la pieza y abrir la puerta debía don Julián haber sido auxiliado por una persona de afuera. Era también seguro que, para llegar a ese resultado, el loco y su cómplice habrían debido emplear muchos días.

–A mí se me pone –sugirió maliciosamente don Agapito– que el ñato ha metido la mano en esta picardía.

–No será mucho, el ñato es la pierna de Judas –dijo Sinforosa.

Sentada a la cabecera de la paciente, Deidamia la observaba con solicitud, pero sin dejar de oír la conversación de sus padres con el oficial.

–No hablen tan fuerte –les dijo con impaciencia, al oír la sospecha que emitían sobre Carlos Díaz.

Don Agapito se acercó en puntillas al oficial.

–Vamos al zaguán –le murmuró al oído–. Ahí veremos cómo abrieron el calabozo.

–Eso es, vayan los dos –dijo Sinforosa.

Cuando se ponían en movimiento, un ademán de Deidamia para que no hicieran ruido los detuvo. Doña Manuela abría lentamente los ojos. Sinforosa y su marido fueron a colocarse a los pies de la cama, poniendo semblante de circunstancias. Deidamia, a la cabecera, con una mano de la señora entre las suyas, la observaba.

En ese instante, Ña Gervasia tuvo que salir del cuarto para hacer callar a su hijo. Después de beber una segunda botella de vino en el comedor, Alejandro se había puesto a cantar con desentonada voz la Canción de Yungay.

En la pieza pasó un largo rato de silencio; todos, inmóviles, miraban a la paciente. La estancia había tomado el aspecto lúgubre de las habitaciones donde hay enfermos de gravedad. Cuchicheos de palabras pronunciadas en secreto, movimientos de tímida precaución, vaga resonancia de los ruidos del exterior y la respiración afanosa del ser humano, segregado de los demás por el sufrimiento, en torno del cual parece como que se cernieran aves de mal agüero, las oscuras incertidumbres que amenazan la fragilidad de la existencia. El silencio fue interrumpido por recios golpes dados a la puerta de calle.

–Yo voy a abrir –dijo Emilio Cardonel, antes que los otros se moviesen.

El oficial estaba inquieto por la suerte de su espada y quería ir a buscarla.

–Yo voy con usted –díjole en voz baja don Agapito, y ambos salieron de la pieza, procurando no hacer ruido.

Llegados a la puerta de calle, Linares hizo la pregunta consagrada:

–¿Quién es?

De afuera respondió una voz:

–Soy yo, Quintaverde, ¿puedo entrar?

–Mi tío –dijo Emilio, torciendo la llave.

Tras la puerta, don Agapito y el oficial vieron delante de ellos un hombre a caballo.

El comandante de policía echó pie a tierra y pasó las riendas de su montura al que lo acompañaba.

–Espere aquí afuera, asistente –le dijo.

–¡Ay!, comandante, ¿sabe lo que nos pasa? –exclamó don Agapito.

–¿Qué cosa?

–Una verdadera desgracia –dijo el mozo Cardonel.

–Dispense que no lo hagamos entrar todavía; es mejor que le contemos aquí –repuso don Agapito.

Y con frases cortadas, completando el uno lo que el otro dejaba de decir, le refirieron el sangriento incidente del comedor.

–¿Y tú no le quitaste tu espada? –preguntó Quintaverde, con aire de pasmo, a su sobrino.

–¡Cómo, pues!, si el loco no dio tiempo para nada.

–Yo me quise ir a quitársela por debajo de la mesa, pero el loco arrancó a correr después de dar el sablazo.

Don Agapito había quedado con la manía de dar esta singular explicación de su ingenioso heroísmo cada vez que se hacía alusión a la escena del comedor. Luego añadió, sin dar tiempo a Quintaverde de discutir:

–Ahora voy a llevarlo, comandante, a ver a la pobre Mañunga.

Ña Gervasia apareció en el patio con una luz, suponiendo que fuese el cirujano quien había golpeado a la puerta de calle. Sinforosa envió a la criada para que le mostrase el camino.

Emilio Cardonel dejó a don Agapito que guiase al comandante y se puso a buscar su espada, que no tardó en encontrar. Cuando el joven y la sirvienta se dirigían del patio a las habitaciones, nuevos golpes se oyeron en la puerta. Ña Gervasia se apresuró a abrir y el cirujano Buston entró en el patio en su caballo. Sin cuidarse de guardar silencio, el comunicativo doctor se apeó, pidiendo noticias de la persona herida. Antes que la criada pudiera contestarle, entró con el oficial, que lo condujo al cuarto de la enferma; en ese mismo instante Ña Gervasia tuvo que volver a la puerta de calle, a la que golpeaban nuevamente.

Esta vez era don Matías Cortaza. Aludiendo a los dos caballos que guardaba en la calle el asistente de Quintaverde, Cortaza preguntó:

–¡Qué!, ¿llegó ya don Buston?

Suponía que el médico se hubiese hecho acompañar de un sirviente.

Sin darse cuenta de este error, Ña Gervasia le contestó:

–Sí, su mercé, ya llegó y ahora está en el cuarto de la señorita.

Pero al pasar al zaguán, viendo el caballo del que acababa de bajarse el doctor, don Matías preguntó, sorprendido:

–¿Y esos dos caballos que hay ahí afuera?

–Son de otro caballero que llegó un poquito antes que el médico.

–¡Ah! –dijo Cortaza, deteniéndose.

Un presentimiento atroz le había oprimido el corazón.

–¿Qué caballero? –interrogó, con inquietud.

–Yo no lo conozco, su mercé; yo creo que es el tío de don Emilio.

Si hubiese habido por ahí una silla, Cortaza se habría dejado caer sobre ella. Sintió que el suelo se hundía bajo sus pies y un temblor de las rodillas le impedía andar.

–¡Ah! –volvió a exclamar, o más bien a suspirar.

“Todo se acumulaba para anonadarlo. El malvado ñato, después de envolverlo en su endiablada trama, no había cumplido su promesa de impedir que el comandante Quintaverse acudiese a la invitación de doña Manuela. Su mortal enemigo estaba ahí, en el cuarto de su mujer, compadeciéndola, consolándola, sin duda, con su presencia”. Bajo el peso de estas reflexiones abrumadoras, sin saber qué actitud le cumplía tomar en tan inesperada sorpresa, don Matías, en vez de dirigirse al cuarto de la paciente, se encaminó, con pasos de hombre medio ebrio, a la sala de recibo.

Siguió tras él Ña Gervasia y entré en el comedor, donde se puso a despertar a su hijo, profundamente dormido sobre una silla.

–Despierta, hijito, levántate y anda a cuidar el caballo del doctor, que está en el patio metiendo ruido y escarbando las piedras.

El borracho se levantó estirando los brazos. Su madre lo condujo al patio, pasando por la sala donde Cortaza, abismado en dolorosas incertidumbres, fijaba la vista delante de sí, con la mirada vacía de un idiota.

La criada y su hijo se cruzaron en el pasadizo con don Agapito, seguido de Quintaverde y de Cardonel. Ña Gervasia y Alejandro continuaron hacia el patio. Los tres últimos entraron en la sala.

Cortaza, creyéndose juguete de una extraña alucinación, se puso de pie como galvanizado. Parecióle que la cabeza del comandante casi tocaba el techo.

–¡Ah!, concuñado, ¿usted estaba aquí? Yo creía que no había vuelto.

Don Agapito se figuró que bastaba esta exclamación para que Cortaza y Quintaverde se considerasen como presentados. Así lo estimó también, sin duda, el comandante de policía, porque se apresuró a manifestarse compasivo.

–¡Cuánto siento esta desgracia, señor don Matías! Es de esperar en Dios que no será grave.

Cortaza tuvo el gesto angustiado del que está en el momento de tragar alguna droga nauseabunda; encogióse de hombros, sin articular una palabra.

¿Era acaso protesta de su muda indignación, al oír la voz del hombre odiado, o una manera de mostrar lo quebrantada que se hallaba su fe en la justicia divina? Imposible habría sido adivinarlo.

El capitán Cardonel llegó entonces y tomó parte en la conversación:

–La herida no puede ser muy profunda, porque la espada apenas tenía filo.

Cortaza volvió a encogerse de hombros y bajó la cabeza. Era visible que habría preferido que lo dejasen solo.

Don Agapito, encontrando una nueva oportunidad de explicar su maniobra de debajo de la mesa, preguntó al joven:

–¿Y encontró su espada, Emilio?

–Sí, señor.

–El malvado loco no se atrevió a llevársela –repuso Linares–. Si él no hubiese andado tan ligero, yo lo habría pescado de las piernas, ¿no ve? No había otra cosa que hacer que írsele por debajo de la mesa.

–No comprendo cómo pudo el loco salir de su encierro –dijo Quintaverde, mirando a Cortaza, para manifestarle interés en la desgracia ocurrida a su mujer.

Nada contestó don Matías. Un sordo clamor de protesta empezaba a levantarse en su pecho. “¿Por qué se permitía dirigirle la palabra ese militar sinvergüenza?” Pero no se atrevió a continuar con la vista clavada en el suelo y sólo contestó a la reflexión del comandante con una mirada en la que parecía suplicarle que lo dejase en paz.

Don Agapito creyó que no debía quedar Quintaverde sin respuesta.

–Lo habrán ayudado de afuera, ¿no ve? Yo estoy seguro de que lo han ayudado de afuera –añadió con aire de afirmación.

Mientras que así hablaba don Agapito, Deidamia entró en la sala. Todas las miradas se dirigieron sobre ella.

–¿Qué dice el médico, señorita? –preguntó con interés el comandante.

–No ha dicho nada de la herida; la está curando y pide le den género para hacer vendas.

Deidamia notó la mirada interrogativa que desde su entrada fijaba en ella Cortaza, y agregó:

–¿Sabe, tío, dónde está la llave del baúl con sábanas?

–Yo, hijita, ¿qué voy a saber? Pregúntale a tu madre –dijo Cortaza, mortificado de que le obligasen a hablar.

La chica buscó sobre la mesa, debajo de los candeleros, en los rincones. Cualquiera hubiese dicho que trataba de ganar tiempo en ese trajín.

Volvió entonces a su insistencia don Agapito:

–Es seguro, comandante, que lo han ayudado de afuera.

–Así parece –apoyó el joven Cardonel.

Alentado por esta opinión, Linares agregó:

–¿Y quiere que le diga más, comandante? Yo estoy seguro de que el que ha hecho la diablura es el ñato Díaz.

Deidamia no siguió buscando. Resueltamente volvióse hacia los que hablaban. En su mirada y su actitud notábase un intenso interés.

Su presencia en la sala no era un hecho fortuito. Mientras la joven prodigaba sus cuidados a doña Manuela, su mente se había lanzado a reflexionar. “La cita de Díaz para que fuese a encontrarlo al patio era una prueba segura de que el mozo pensaba penetrar en la casa a la hora de la cena.” Las palabras de su padre, designando al ñato como el autor de las ocurrencias de la noche, fueron como el eco de aquella reflexión. “¿Qué parte cabía al ñato en el atentado de don Julián?” El corazón de la chica se indignaba ante la suposición de su padre. “Carlos podía haber contribuido a la fuga del loco, pensaba ella; pero era inocente de toda participación en el crimen. De eso se sentía segura. Su razón y su corazón se lo decían. Era imposible que ese muchacho, lleno de entusiasmos generosos, valiente hasta la temeridad desde su infancia, hubiera admitido, ni por el más ligero instante, la idea de un ataque alevoso como el que ahora ponía en peligro la existencia de doña Manuela. Entretanto, continuaba la chica, era seguro que su padre seguiría acusando al ñato, con la tenacidad que mostraba en todas sus ideas”.

Esta suposición la puso cautelosa.

Al ver salir del dormitorio a don Agapito con el comandante y su sobrino, para dejar la pieza libre al cirujano, la chica quedó persuadida de que su padre no dejaría de repetir su acusación, al comentar el incidente con los dos militares, y decidió no dejar pasar mucho tiempo sin ir a la sala para oír lo que ahí se decía. Lo del género para vendas fue un pretexto para llevar adelante su propósito.

Mientras tanto, Quintaverde, con la conciencia de la extraña posición en que se veía, se empeñaba en mostrar deferencia a su víctima. Fuese escrúpulo de conciencia, fuese deseo natural de manifestar consideración al infeliz marido, el comandante creyó poder sacar a don Matías de su estudiado silencio, sometiendo a su criterio la suposición expresada por don Agapito.

–¿Qué le parece a usted, señor? ¿Cree usted que el joven Díaz haya contribuido a la fuga del loco?

Fue la pregunta como la descarga de una pila eléctrica en los nervios del interpelado. Cortaza miró al comandante con indefinible expresión de angustia y de odio al mismo tiempo. En los cortos instantes que tardó en responder, una tempestad de indignación lo agitaba con sordo rugido de furor impotente.

–¡Qué sé yo, señor! ¿Cómo puedo adivinar? Le ofuscaba el desplante del jefe de policía. “¿Por qué se arrogaba la facultad de someterlo a un interrogatorio?”

De repente sintió la fría desazón de la inquietud, pensando que Quintaverde sospechaba tal vez la participación que él había tenido en la audaz empresa del ñato. Ante ese temor se encerró en obstinado silencio.

Don Agapito repitió con tenacidad su afirmación:

–No le quepa duda, comandante; nadie sino el diablo del ñato habría podido encontrar el modo de abrir la puerta al loco.

Y como si al hablar se le hubiera ocurrido una idea luminosa:

–Aguárdense un minuto, voy a ver si la llave del zaguán está en el cuarto de la Mañunga.

Salió casi a carrera al decir esto, dejando a sus oyentes sorprendidos de esa súbita desaparición. Don Matías tuvo la grata sensación del delincuente que ve desvanecida una prueba acusadora. “¡Buena la escapada!”, se decía, aplaudiéndose de su previsión de haber restituido la llave en su lugar.

Don Agapito volvió desconcertado:

–La llave está ahí, donde la guarda la Mañunga. –Porfiado en su convicción, agregó, sin embargo,–: No importa, comandante, yo no me desdigo; el ñato es el que ha hecho la diablura. Todos lo hemos visto muchas veces, desde hace tiempo, hablar con el loco por la ventana. ¿Quién puede asegurar que no había cohechado a alguno de los hombres del cuartel de enfrente que venían a darle la comida al loco?

–Bien puede ser así –dijo Quintaverde, reflexivo. Era el hombre de policía y no el visitante el que así hablaba.

Pero deseoso todavía de asociar a Cortaza a la conversación, repuso:

–¿No le parece, señor don Matías?

–Quién sabe, pues –contestó éste.

Al verse interrogado por segunda vez, Cortaza sintió aumentar su terror de que se le sospechase como cómplice de Díaz.

Don Agapito se apresuró a reforzar su argumentación:

–¿Cuánto quieren apostar que a la hora de ésta el ñato ha ido a esconderse con don Julián quién sabe dónde?

–¿Usted cree que lo habrá llevado a su casa? –preguntó Emilio Cardonel.

–Casi seguro, pues, hombre.

Oyóse a la sazón un gran ruido de herraduras de caballo, al mismo tiempo que resonaban mal articuladas voces capaces de poner en alarma toda la casa.

El comandante y don Agapito salieron de carrera al patio. Ahí encontraron a Ña Gervasia desesperada de no poder conseguir que Alejandro se bajase del caballo del doctor. En la más completa embriaguez, el hijo de la sirvienta se figuraba hallarse al mando de una tropa en campaña.

–¡A la carga, muchachos, y sablear duro! ¡No me dejen cholo con cabeza!

Vociferando así, revolvía el caballo. Con el estímulo de ese furor bélico, la montura del cirujano lanzaba sus patas de atrás en el aire a cada zurriagazo, amenazando voltear al jinete de la silla.

Al ruido se unían las desesperadas voces de ña Gervasia.

–Bájate, Alejandro; bájate, maldito, y cállate la boca.

Pero Alejandro sólo veía a sus soldados sableando cholos, en un ciego furor de exterminio, y continuaba alentándolos en la refriega.

De la casa grande, las puertas sobre el patio se habían abierto también a poco de comenzar el ruido de aquella escena. Don Guillén, doña María, los dos chicuelos y algunos sirvientes acudían a ver lo que pasaba, sin acertar a explicarse tan singular ocurrencia.

El comandante Quintaverde se lanzó hacia el caballo, del que arrebató las riendas al borracho, asiendo al mismo tiempo a éste de un brazo. Don Agapito y Cardonel se presentaron a ayudarlo y entre los tres dieron en tierra con el encarnizado guerrero. Llevado a mojicones por la madre, Alejandro seguía dando voces, mezcladas con trozos destemplados de la Canción de Yungay.

Después de las explicaciones dadas por don Agapito a la familia de la casa grande, el silencio del patio quedó restablecido. Don Guillén y los suyos entraron en sus habitaciones. Los demás volvieron al comedor a esperar que el cirujano hubiese terminado su visita.

Mientras pasaba la escena del patio, Deidamia, sin alarmarse por las voces descompasadas del soldado ebrio, volvía al cuarto de doña Manuela, meditando sobre la situación. Mucho le preocupaba que el joven Cardonel y su tío, el comandante, hubiesen convenido en salir juntos en busca de Carlos Díaz. Pensaba que si las sospechas de su padre sobre la participación de Díaz en la fuga del loco eran fundadas, se hacía urgente advertir al ñato sin tardanza, a fin de que pudiera ponerse a salvo antes de la llegada de los que iban a perseguirlo.

Su pensamiento buscó entonces con profundo ahínco la manera de llevar a cabo esa idea. A esas horas de la noche la dificultad de encontrar un emisario que llevase el aviso al joven era punto menos que insuperable. No podía valerse del soldado, que roncaba ya su ebriedad donde había ido a acostarle su madre. Y, fuera de Alejandro, no veía a nadie de quien pudiera valerse.

En esos mismos momentos el doctor terminaba la receta para una medicina, que debía usarse temprano al día siguiente. Mientras su madre recibía las instrucciones del doctor para los cuidados de la noche, una inspiración luminosa hirió el pensamiento en tortura de la muchacha. Dirigiéndose a Buston le preguntó:

–¿No le parece, señor, que convendrá mandar la receta ahora mismo a la botica?

–¡Oh, ciertamente!

–¿Y a qué botica? –preguntó Sinforosa.

–A la de Bustillos; es la que está más cerca. Deidamia tomó el papel.

–Voy a mandarla –dijo, saliendo aprisa de la estancia.

–Esa joven niña tiene el aire muy inteligente –observó el doctor francés–; ¿es hija de usted?

–Sí, señor; hija mía –respondió ella suspirando.

–¡Oh!, no hay que afligirse por la enferma; mañana veremos cómo sigue –dijo el doctor.

Entró entonces en una disertación sobre el caso: no había fiebre todavía y era imposible, antes de algunas horas, pronunciarse acerca de lo que podría sobrevenir. Repitió enseguida las instrucciones, que dejaba en parte escritas, insistiendo sobre algunos puntos, señalando los síntomas que podrían pronunciarse y a los cuales era necesario atender con extremada vigilancia.

Deidamia, por su parte, al salir del dormitorio, corrió en busca de Ña Gervasia. A duras penas había conseguido la criada acostar a su hijo. Al entrar la joven en la pieza, el borracho dormía profundamente. La joven habló con precipitación, como si a su juicio no hubiese un minuto que perder.

“Era preciso que Ña Gervasia se pusiese su rebozo y fuera de carrera a la botica de Bustillos a traer lo que indicaba la receta de don Carlos Buston”.

–Pero, señorita, ¡a estas horas! –exclamó la criada–; ¿por qué no va su papá?

–Papá ha ido a acostarse, y mi tío Cortaza se ha encerrado en su cuarto –respondió agitada Deidamia–. El médico dice que hay que ir esta noche a buscar el remedio –repuso con acento de insistencia.

Ña Gervasia no podía decidirse:

–Sola por la calle me da miedo, pues, señorita.

–¿Quieres ir conmigo?, yo no tengo miedo.

La dificultad aumentaba en el espíritu de la chica el peligro que corría el ñato de ser aprehendido, y proponía este arbitrio extremo para vencer la resistencia de la criada.

–¡Cómo habría de ir su mercé, señorita!

–¡Pero hay que ir, hay que ir! –exclamó Deidamia, exasperada de ver pasar el tiempo.

–¿Cómo hacer, señorita? ¡Vean qué trabajo, Señor! –reflexionaba Ña Gervasia, rascándose pensativa la cabeza.

–Tienes que ir, Gervasia, no hay remedio; voy a buscar la plata para pagar en la botica.

–¡Ave María, Señor! ¿Cómo, pues? Yo no me animo.

La sirvienta se dijo esta frase así misma; mientras Deidamia, después de estar un instante fuera de la pieza, volvía apresurada. Una nueva idea se le había ocurrido para vencer la resistencia de Ña Gervasia.

–Mira, aquí tienes plata para la botica y cuatro reales más. ¿Sabes lo que vas a hacer? Anda donde el sereno, que siempre se pone a dormir en la puerta de la calle, y le ofreces pagarle estos cuatro reales porque te acompañe; yo voy contigo hasta la puerta.

La sirvienta se decidió a obedecer.

–Bueno, pues, su mercé, si me acompaña el sereno, iré, pero sola no me animaría por nada.

Al salir al patio, Deidamia habló a Ña Gervasia de lo que hasta entonces no se había atrevido a mencionar:

–No tengas cuidado; si el sereno no te acompaña, yo iré contigo. Pero de pasadita, tienes que ir primero a casa de las Lizarde a dejarles este papelito. Si están durmiendo, golpeas fuerte a la puerta. Como es probable que sea Carlos Díaz el que te abra, le das el papel, le dices que es de mi parte y que no deje de hacer lo que le escribo. Si te abren sus tías, se lo das a ellas, recomendándoles que se lo entreguen inmediatamente a Carlos y que le digan que no pierda tiempo, que yo sé que van a ir a tomarlo preso.

La criada oía atenta. La visible agitación de la chica le comunicaba su contagiosa inquietud. En la viva reyerta entre doña Manuela y el ñato Díaz, Ña Gervasia estaba por el segundo, por el muchacho risueño y generoso que le hablaba con cariño y con frecuencia le traía regalitos.

–Entonces, señorita, si me acompaña el sereno, me voy derechito a llevar la carta.

Mientras atravesaba el patio, se puso expansiva:

–¿Sabe qué más, señorita? Por don Carlito hasta sola soy capaz de ir a llevar la carta.

Felizmente para la impaciencia de Deidamia, el sereno se encontraba instalado en la puerta de calle. Cuando la chica y la sirvienta la abrieron, el hombre, medio dormido, creyó conveniente manifestar su celo en el cumplimiento de su deber gritando con prolongadas sílabas la fórmula de ordenanza:

–¡Aaaave María Purísima, las once han dao y sereno!

La negociación entre las dos mujeres y el guardián nocturno se llevó a cabo en pocas palabras. Los cuatro reales tuvieron el persuasivo efecto que Deidamia les había atribuido.

–Anda ligero, Gervasia; ya estás de vuelta. Yo te voy a esperar.

Ufana con el éxito de su idea, la muchacha entró en la casa después de ver alejarse a su mensajera.

Al atravesar el patio, para ir al cuarto de la enferma, vio por la ventana a su padre, sentado a la mesa con los dos militares, en animada conversación.

“Cuando salgan –pensó en un vuelco de alegría en el corazón–, ya Carlos se habrá puesto en salvo y no podrán encontrarlo”.

16

Los primeros momentos de marcha fueron angustiosos para los dos fugitivos. Era de gran importancia atravesar la ancha calle, casi al frente del antiguo cuartel de artillería, a fin de poder caminar a la sombra de las casas y ocultarse en algún rincón de puerta, si los de la casa chica saliesen a perseguirlos. Por desgracia, todo esfuerzo por andar ligero era infructuoso. La fuerte anquilosis que los años de reclusión habían dado a las piernas de don Julián los obligaba a marchar con suma lentitud. A la elasticidad galvánica que las primeras emociones habían prestado al prisionero, sucedían el enfriamiento de las articulaciones y la consiguiente dificultad en el funcionamiento de las rodillas. Al principio de la marcha, Díaz se daba cuenta de los esfuerzos de su compañero para seguirlo, por el peso que éste hacía gravitar sobre su brazo.

–¿Y dónde me lleva, amigo? –preguntó Estero, cuando hubieron llegado a la acera opuesta de la calle.

Díaz se detuvo para dejarlo descansar y le comunicó su propósito:

“Lo conduciría primeramente a casa de sus tías, con las que él habitaba, no lejos de allí, poco más abajo del óvalo de la Alameda. El tenía una llave del postigo de la puerta de calle, de suerte que podrían entrar sin ser sentidos. Díaz había preparado un traje por el que don Julián cambiaría el pantalón y la chaqueta raídos y sucios que llevaba. Pero no debía permanecer allí sino el tiempo indispensable, y salir sin tardanza de la casa para dirigirse a otra, donde el ñato esperaba poder encontrar un asilo siquiera por un día o dos para su protegido”.

–Ahora, vamos andando; después le diré de quién es la casa donde voy a llevarlo.

Don Julián había escuchado con gran atención, respirando con fuerza el aire tibio de la noche.

–Yo iré donde usted quiera llevarme. ¡Cómo podré jamás agradecerle bastante lo que usted hace por mí!

Sentíase maravillado de la cordura y previsión con que su protector tenía todo dispuesto para asegurar el éxito de su empresa.

Los instantes de reposo dieron nuevas fuerzas al fugitivo. Aunque a paso lento, tardaron poco tiempo en llegar a casa de las tías Lizarde. Díaz abrió el postigo sin hacer ruido y condujo de la mano a don Julián, hasta la puerta de una pieza que abría sobre el patio en que acababan de entrar. Un rayo de pálida luz, una especie de reflejo de una luz lejana, cayó sobre el empedrado al abrirse la puerta.

–Entre, éste es mi cuarto –dijo el ñato. Dentro de la taza del lavatorio ardía una vela de sebo en una palmatoria.

Estero paseó una mirada de curiosidad por la pieza. Segregado del mundo por largo tiempo, todo lo que podía recordarle su existencia anterior a la reclusión de que salía apenas, despertaba en él un vivo interés.

Era un pequeño cuarto de paredes blanqueadas, amueblado con parsimoniosa modestia. En un rincón, una cama sobre un catre de madera; algunas sillas de palo blanco con asiento de totora, en desorden; una mesa chica para lavatorio. En otro rincón, una petaca vieja servía de ropero. A la cabecera de la cama había una silla a guisa de velador. A pesar de la pobreza del mueblaje, don Julián pensó, con un suspiro, que aquella humilde estancia habríale bastado para la felicidad de su existencia.

–Usted está muy bien alojado aquí –dijo al mozo.

–Y con vista a la calle –observó Díaz, mostrando una ventana a mitad de la pared, que deslindaba el cuarto con la Alameda.

Luego añadió, mostrando la luz que iluminaba la pieza:

–Mis tías, que no piensan sino en cuidarme, me dejan siempre aquí una luz para que no me encuentre a oscuras cuando llego por la noche.

Daba esta explicación mientras sacaba de la petaca la ropa que tenía preparada para el fugitivo.

–Vaya, don Julián –repuso–, vístase ligerito. Estoy seguro de que a mí me echarán la culpa de la fuga de usted y no será extraño que vengan a buscarnos aquí.

Estero se puso a cambiar de traje tan ligero como le era posible. Poco minutos le bastaron para esto.

–Listo, ya ve que soy ligero –exclamó para calmar la impaciencia de su protector.

Díaz se puso a recoger la miserable ropa que acababa Estero de quitarse.

–Por si vienen a perseguirnos –dijo, ocultando esa ropa debajo del colchón.

–¿No será mejor que botemos la ropa a la calle? Así no quedará usted expuesto si vienen a pesquisar esta casa.

El ñato meditó un instante.

–No, no –dijo–, es mejor dejarlo todo ahí. Si encontrasen esos andrajos en la calle, sabrían que usted se habrá disfrazado en alguna parte, ayudado por alguien naturalmente, y maliciarían que ese alguien soy yo. Mejor es esconder todo eso. Es muy posible que si vienen a buscarlo a usted, no se les ocurra mirar bajo el colchón.

–Como le parezca –respondió Estero, resuelto a obedecer en todo a su libertador.

Antes de salir a la calle, Díaz entreabrió el postigo y echó una mirada en derredor de la casa. La Alameda pareció completamente desierta. Todo movimiento de tránsito había cesado. En la atmósfera tibia, la luz de las estrellas dejaba divisar vagamente los árboles del paseo. Sobre las puertas de calle, los farolillos medio apagados parecían testigos soñolientos de la profunda paz en que dormía la ciudad.

–Don Julián, vamos andando; no hay nadie.

Apenas emprendida la marcha, Estero repitió la pregunta que había hecho antes:

–¿Y dónde me lleva usted, amigo?

–Donde nadie podrá pensar que usted ha ido a ocultarse: vamos a casa de don Miguel Topín.

–¿El caballero que siempre va con su mujer donde don Guillén?

–Ese mismo. Usted sabe que es pariente del Presidente Prieto.

–¡Cómo no, pues!, familias de Concepción.

–¿Quién podrá figurarse que usted ha ido a pedir asilo a personas emparentadas con el Gobierno?

–¿Y don Miguel ha consentido en recibirme en su casa?

–Don Miguel no sabe nada.

–¿Por qué me lleva usted allí entonces?

–Porque no tengo ninguna otra parte donde llevarlo, y porque en casa de mis tías usted no habría estado en seguridad.

Estero se detuvo a descansar, mirando al mozo con profundo reconocimiento.

–¡Pero, hombre!, ¡todos los trabajos que le doy! Nunca podré pagarle este servicio como lo merece.

Díaz se puso a reír.

–¡Las cosas suyas, don Julián! –y hablando después en tono serio–: Me daba lástima verlo a usted encerrado; pero esto sólo no me habría hecho tal vez animarme a sacarlo de su prisión, si doña Manuela no me hubiese echado de la casa.

–¡Ah!, ¡quería usted vengarse de ella!

–¡Cómo no, pues! El que me la hace me la paga –dijo el ñato, con énfasis.

Hasta entonces don Julián había callado la escena del comedor. Hablar del furioso arrebato con que había correspondido a los generosos esfuerzos de aquel muchacho, le pareció desde el primer momento una confesión bochornosa. La expresión tan corriente en el lenguaje familiar, con que Díaz se jactaba de su venganza, lo alentó a vencer el rubor de haberse dejado arrastrar por la ira contra su hermana.

–Usted no sabe, amigo, que su venganza ha sido más tremenda que lo que puede imaginarse.

–¡Qué me dice! –preguntó el mozo, alarmado.

Estero refirió, mientras andaban lentamente, las violentas impresiones que lo habían agitado después de separarse del mozo, en el zaguán, hasta que, en la ceguedad de la cólera, había descargado el golpe sobre doña Manuela.

–¡Caramba, don Julián!, ¡qué ha ido a hacer! –exclamó Díaz, en tono de vivo disgusto.

Estero replicó, con aire sombrío, deteniéndose y mirando de frente a su interlocutor:

–Qué quiere, pues, amigo; yo sé que es una barbaridad; pero ya no hay remedio, me cegó la cólera. Lo que más siento, se lo juro, es no haber pensado en que, debiéndole a usted la libertad, era una ingratitud el corresponderle cometiendo ese crimen.

Y como Díaz callase, abismado, conteniéndose para no prorrumpir en amargos reproches, Estero repuso con vehemencia:

–He cometido un crimen, y estoy dispuesto, si usted lo manda, a ir a entregarme a la justicia.

–¡No!, ¿quién habla de entregarse? Yo lo he sacado a usted de su prisión, y haré cuanto me sea posible para que no lo vuelvan a encerrar. ¿Qué hacerle, pues? A lo hecho, pecho, y vamos andando.

Pero don Julián no lo siguió.

–Vea, amigo, sólo ahora, al contarle lo sucedido, me doy cuenta de la realidad. Lo que hice con esa pobre mujer ha sido abominable. No quiero libertad ni quiero nada. En vez de olvidarlo todo, porque al fin esa mujer es mi hermana, me dejé arrastrar, como un bruto, por la cólera. El que la hace que la pague. Usted que es un niño no debe sufrir por mí. Si usted se hubiese figurado para lo que me sacaba de mi calabozo, seguramente que me habría dejado en él. Mas vale que concluyamos de una vez. Vuélvase a su casa, don Carlos, y déjeme aquí. Yo sé lo que me queda que hacer.

A la opaca luz de las estrellas, el rostro de don Julián parecía contraído por una emoción profunda. Había en su voz un acento de mortal tristeza. Y fueron como un largo lamento de su alma desgarrada estas palabras que pareció lanzar al cielo, con la amargura de las vanas protestas de un estéril arrepentimiento:

–¡Ah!, ¡ya veo que jamás sabré dominarme!

Con un tacto superior a sus años, el mozo calmó a su protegido:

–No se aflija, don Julián; nadie está libre de un acto primo. ¡Y no era para menos, caramba! Después de más de dos años de encierro, a cualquiera se la doy también. Yo en lugar de usted le habría afirmado el sablazo a la señora con toda mi alma.

–Sea como quiera, yo debo entregarme a la justicia –dijo Estero, con porfiada decisión.

Díaz sintió que había un grave peligro en permitir que don Julián se dejase dominar por la exaltación de su espíritu.

–Y entonces, ¿qué quiere que yo haga? Si usted se entrega, yo también me entregaré.

–¡Oh! Usted no tiene la culpa de lo que yo he hecho.

–Eso dice usted, pero los demás dirán que usted no habría herido a doña Manuela si yo no lo hubiese sacado de su calabozo.

Vencido por ese argumento, Estero reiteró la súplica:

–Don Carlos, hágame ese favor, váyase usted a su casa y déjeme ir a entregarme a la justicia. Yo diré que nadie me ayudó a salir; diré que hace más de un año que he trabajado para limar mi grillete y abrir la puerta del calabozo. Yo no quiero arrastrarlo a usted en mi desgracia. Me siento ya harto miserable con mi situación para sufrir que usted corra ningún riesgo por mí. Déme esa prueba de amistad; no me la niegue.

En su exaltación había llegado hasta el enternecimiento. Suplicaba con voz conmovida, repetía algunas palabras para darles más fuerzas, evocaba acentos del alma que fueran convincentes de la inmensa gratitud que sentía hacia su protector.

El joven, sin embargo, se mantuvo inconmovible.

–No me diga más, don Julián. Aunque soy un muchacho, no cambio así no más de parecer, cuando creo que tengo razón. Yo lo he devuelto a usted a la libertad, y si usted quiere ahora ir a entregarse, como si condenase lo que yo he hecho, le prometo que yo me entregaré también a la justicia.

Su tono se resolución inquebrantable hizo inclinarse a don Julián.

–Al salir de mi prisión, juré que sería obediente con usted, amigo. Será como usted mande. Lléveme donde quiera –dijo, sumiso, inclinando la frente.

El mozo, al oírlo, exclamó con tono alegre:

–Eso sí es hablar en plata; vamos apurando el paso, para que no se nos haga tarde.

Hubo entonces un momento de silencio entre ellos. Ambos parecían recogerse en sus propias reflexiones. Díaz notó que la marcha de Estero se afirmaba y que iba recobrando poco a poco la elasticidad del cuerpo.

–¿Qué haremos si don Miguel Topín no quiere recibirnos? –preguntó don Julián, rompiendo el silencio.

–No había pensado en eso; nos volveremos a casa, pues, ¡qué hacerle! –dijo el joven.

Después de un silencio, don Julián sugirió un nuevo recurso:

–Yo podría irme a mi chacra. Usted se volvería a su casa. En la chacra debe haber todavía algunos inquilinos de mi tiempo, que me recibirán con gusto.

Díaz no aprobó la proposición. Era imposible, a su parecer, que don Julián no fuese allí reconocido y en muy poco tiempo denunciado. Si la tentativa cerca de don Miguel Topín fracasaba, se irían a terminar la noche a casa de sus tías, donde él esperaba poder ocultarlo. Al día siguiente, él acabaría por encontrar algún escondite seguro.

–Antes de irnos a casa de sus tías, ensayaremos otro recurso –dijo don Julián–; yo no quisiera exponer a sus tías, don Carlos. Sobra ya con los riesgos que usted corre por mí. Si don Miguel Topín se niega a recibirme, nos iremos en busca de Onofre Tapia, mi antiguo asistente, que está ahora al servicio de la policía. Tengo entera confianza en ese hombre y estoy seguro de que no me traicionará. En casa de él estaré más bien escondido que en ninguna otra parte.

–Eso sería para después –observó Díaz–; lo principal, por ahora, es que encontremos dónde pueda usted pasar la noche.

De acuerdo sobre esto, don Julián se manifestó curioso de saber por qué su libertador había querido vengarse de doña Manuela, según él mismo lo había confesado.

–Estaba picado con ella, porque me echó de la casa.

–¿Y se puede saber por qué lo echó de la casa?

Estero quería aprovechar aquellos momentos para poder estimar con certeza los móviles que habían impulsado al joven a comprometerse en la peligrosa aventura de sacarlo de su prisión. Un simple resentimiento de muchacho no le parecía suficiente para explicar la conducta de Díaz. La inmensa gratitud de que se sentía penetrado hacia él justificaba el interés que lo guiaba en sus preguntas. Díaz respondió a la última, sonriéndose:

–Vea, don Julián, a mí no me gusta mentir. Doña Manuela me echó de la casa porque vio que yo le estaba enamorando a la sobrina.

–¿A Deidamia?

–Sí, pues; a Deidamia.

–¿Y usted está enamorado de ella?

–Muy enamorado; ya ve que le respondo como si usted fuese mi confesor.

–Y hace bien, porque si yo le hago estas preguntas no es por mera curiosidad; es porque quisiera que de ahora en adelante nada de lo que le interesa a usted sea extraño para mí. Voy a quererle a usted como a un hijo.

–Cuidado, don Julián; mire que tendrá usted un hijo muy travieso.

–Así deben ser los muchachos, con tal de no hacer nada malo.

–Todos somos pecadores –exclamó el ñato, muy contento del giro que tomaba la conversación.

Ocurriósele entonces que don Julián podría ser más tarde protector de sus amores, y llevó francamente la conversación al terreno de las confidencias.

–Entonces, don Julián, ¿a usted no le parece mal que yo esté enamorado de su sobrina?

–Después del gran servicio que usted me ha hecho, sería una ingratitud que no me alegrase de ello.

–En ese caso, usted será mi abogado para que doña Manuela no me haga la guerra.

Don Julián respondió con tristeza:

–¡Qué sabemos lo que irá a suceder! Muy difícil me parece que mi hermana y yo seamos jamás amigos. –Y agregó con aire sombrío–: Ni ella ni yo sabemos perdonar.

Llegaban a casa de don Miguel Topín.

–Esta es la puerta –dijo el joven, deteniéndose–; voy a golpear, y cuando nos abran, entraremos los dos en el patio. Usted me esperará ahí; yo iré a hablar con don Miguel.

El criado que respondió al llamamiento de Díaz lo reconoció al abrir la puerta.

–Este caballero es un amigo de don Miguel –dijo el joven al sirviente–; llega del campo y quiere hablar con él ahora mismo.

–Le voy a avisar al patrón, don Carlito.

–Yo iré con usted y dejaremos a este caballero que espere aquí un ratito.

Don Miguel y doña Rosa estaban todavía en pie cenando con algunos fiambres y un plato de aceitunas. El criado entró en la pieza, seguido por Carlos Díaz.

–Don Carlito, señor, que quiere hablar con su merced.

La súbita extrañeza que se pintó en el rostro de los cónyuges acusaba un violento sobresalto en la existencia igual y metódica de estos dos seres ajenos a las agitaciones mundanas. La visita del ñato Díaz a esas horas de la noche era un acontecimiento con proporciones de un misterio amenazador.

–¡Conmigo! –exclamó don Miguel, sin siquiera saludar al joven.

Díaz no se turbó por esta acogida.

–Sí, don Miguel, con usted –le dijo en tono risueño–. Usted me dispensará que venga a incomodarlo a estas horas, pero es por un asunto urgente, doña Rosa permanecía inmóvil. Su atemorizada vista no se apartaba del rostro de Díaz, temiendo vislumbrar en el mozo un aire de chanza. Notando que don Miguel no estaba menos alarmado que ella, quiso serenarlo, dándole una prueba de perspicacia:

–Mira, Miguel, ésta es alguna travesura que quiere jugarnos el ñato.

Don Miguel miró al joven con una sonrisa forzada.

–¿Cierto, hombre?

–No, señor, no es travesura; vengo a pedirle un servicio.

–¿Un servicio a estas horas? ¡Qué está hablando, hombre!

–Sí, un servicio, pero no es para mí; es para una persona que no puede esperar.

En esta contestación la voz y la fisonomía del ñato se habían vuelto duras. Juzgaba que el miedo visible pintado en el rostro de los tímidos esposos no era razón bastante para que lo sometiesen a un interrogatorio sin haberlo saludado ni ofrecíole asiento.

Doña Rosa notó el cambio del visitante y quiso manifestarse agradable:

–Siéntese, Carlos; ¿no quiere tomar alguna cosa? –le dijo.

–Después veremos, cuando haya hablado con don Miguel –dijo el joven, sentándose–; no digo que no todavía –agregó, como chanceándose–; las aceitunas deben estar de lo rico.

–Son del olivar de Ovalle; me las mandaron de regalo.

Los esposos arrojaron una mirada cariñosa a la bandeja de comestibles.

–Si quiere, cenaremos primero –dijo Topín, imitando la amabilidad de su mujer.

–No, señor; ante todo hablaremos de mi asunto.

Con pocos preámbulos hizo la relación de la fuga de don Julián, sin dar grandes pormenores sobre los preparativos de la aventura y guardándose de hacer la menor insinuación a la trágica escena del comedor.

–¿Y nadie sospechó que don Julián se arrancaba? –preguntó don Miguel.

–No sé; en todo caso, nadie nos siguió.

–¿Entonces no es loco? –preguntó doña Rosa.

–Ni nunca lo ha sido –aseguró el ñato, con decisión.

Don Miguel se figuró que, multiplicando las preguntas, acabaría por hacer que el joven olvidase el servicio que venía a pedirle.

–Y al salir de la casa, ¿dónde lo llevó?

Pero esa pregunta fue precisamente lo que aprovechó Díaz para hablar del objeto de su visita. Con gran naturalidad y perfecto aplomo dijo:

–Primero lo llevé a casa para que se mudase ropa, y después me vine aquí con él: ahí está en el patio esperando.

Don Miguel y doña Rosa, sin levantarse, espantados, remecieron su gordura sobre las sillas que ocupaban, como si oyesen el estampido de un cañonazo dentro de la pieza.

–¡Hombre, qué está hablando, por Dios! –exclamó Topín, poniéndose pálido.

–No es cierto, Miguel; no le creas. El ñato viene a jugarnos alguna pegata –exclamó la señora.

–¿No me cree, doña Rosa? Aguárdese no más un poquito.

Atónitos, los esposos vieron al mozo dejar su asiento y dirigirse a la puerta de la pieza, repitiéndoles:

–Van a ver si es cierto.

Pero en vez de sentirse aterrados por el movimiento y por las palabras de Díaz, los Topín sintieron una vaga emoción de curiosidad. Les parecía tan imposible aquello de la presencia del loco en el patio, que ambos creyeron realmente que el joven quería burlarse de ellos. Así fue que, sin conmoverse, le oyeron decir desde la puerta y hablando hacia el patio:

–¡Venga, don Julián, venga no más, aquí lo esperan!

Al proceder de esta suerte, el mozo obedecía al espontáneo impulso de su juvenil irreflexión. Sin haberse trazado un plan para obtener la buena acogida de su protegido, una inspiración de su genial osadía le hizo precipitar el desenlace de la dificultad, contando con el tímido carácter de los dueños de casa.

Por dos veces repitió Díaz su llamado al que esperaba en el patio:

–¡Venga, don Julián, aquí lo esperan!

Los esposos permanecían incrédulos.

Mas, al ver surgir de la oscuridad y mostrarse a la luz de las velas que iluminaban la estancia la cara demacrada, pálida y barbuda de Estero, don Miguel y doña Rosa recularon palideciendo. Ni él ni ella acertaron a proferir una sola palabra. El ñato se aprovechó de su estupor para sacar partido de la situación.

–Entre, don Julián –dijo, alentando con la voz y con el ademán a su protegido–; aquí encuentra al señor don Miguel y a misiá Rosita, que tienen mucho gusto de recibirlo. –Y agregó risueño–: ¿No le decía yo? ¡Si son tan buenos!

Dirigiéndose entonces a los dueños de casa, aturdidos con tan extraña situación, repuso:

–Vean, pues, ¡quién no se compadecería del pobre don Julián! Yo estaba seguro del buen corazón de don Miguel y de misiá Rosita.

La actitud del fugitivo era profundamente lamentable. Habíase quedado en la puerta sin atreverse a entrar. Con sus largos cabellos y su barba enmarañada, con el profundo mirar de sus ojos perdidos en las órbitas como luces lejanas, aquel náufrago de la vida parecía implorar, en medio de terrible incertidumbre, la confirmación, de parte de los dueños de casa, de las palabras del joven.

Hubo un instante de angustiosa duda para don Julián y su protector. Los dueños de casa callaban consternados. El ñato pensó que sin un golpe de audacia todo podía perderse. “Yo les he de forzar la mano a estos dos gordos miedosos”, se dijo, decidido a quitarles hasta la posibilidad de una negativa.

–Hábleles, don Julián, para que vean que usted no es loco –dijo a Estero– y que les ha de agradecer el buen corazón con que lo reciben.

El fugitivo dio algunos pasos, entrando en la pieza.

–¿Es cierto que ustedes se compadecen de mí? –preguntó con voz suplicante a los dueños de casa–. Benditos sean entonces, porque me harán reconciliarme con mis semejantes.

Los esposos parecieron conmovidos por un intenso sentimiento de compasión.

–Siéntese, señor –le dijo emocionada, doña Rosa.

Don Miguel, al mismo tiempo, se levantó casi con agilidad y pasó una silla a don Julián.

–Aquí tiene un asiento –le dijo, con obsequiosidad.

Ufano del éxito de su tentativa, Díaz levantó la voz con franca alegría:

–¿No ve, don Julián, qué le decía yo? ¿Cómo le habían de negar asilo siquiera por esta noche?

–Yo agradezco en el alma al señor don Miguel y a la señora. Espero que sólo sea por esta noche y mañana solamente que los molestaré con mi presencia.

La sinceridad de la voz y la discreción de la frase aumentaron la confianza de doña Rosa.

–No es molestia, señor –dijo con voz amable.

Don Miguel hizo eco:

–Por supuesto, no es molestia.

El ñato se aprovechó de la forzada benevolencia de los dueños de la casa para dejar claramente establecida la situación y asegurarles que ni Estero ni él abusarían de su hospitalidad.

–Yo traje aquí a don Julián –explicó– porque sabía que usted, don Miguel, es un caballero, y que misiá Rosita es la bondad misma. Con tal que ustedes lo alojen ahora, yo les prometo que mañana en la noche vendré a buscarlo y así no tendrán nada que sufrir por su caridad.

–Oh, sí, lo haremos con mucho gusto –dijeron a un tiempo los Topín.

Pero, en el fondo, ambos se sentían anonadados. Negarse, les parecía ocasionado a irritar la locura del intempestivo huésped. Instintivamente trataban de aproximar sus sillas para protegerse si don Julián llegase a dar señales de perder repentinamente el juicio. Poco a poco, sin embargo, el ñato consiguió tranquilizarlos. Hablaba por sí y por Estero, haciéndolo intervenir en la conversación cada vez que veía la oportunidad de que dijese algo que probara la completa posesión de sus facultades.

Con la serenidad, los esposos sintieron el despertar de su formidable apetito. Sus miradas frecuentes a la bandeja se consultaron y entendieron.

–Señor don Julián, le vamos a ofrecer alguna cosa –dijo don Miguel.

–Acepte, don Julián –díjole, alentándolo, Díaz.

Aquel acto de cordialidad estableció entre ellos la confianza. Los dueños de la casa dieron el ejemplo, y los huéspedes los imitaron, aunque con menos entusiasmo. Díaz explicaba al mismo tiempo lo que en el camino habían acordado con Estero. El iría aquella misma noche en busca de Onofre Tapia, el antiguo asistente de don Julián, y lo instruiría de lo ocurrido, pidiéndole que viniese en el día a ponerse de acuerdo con él para llevarlo a lugar seguro, hasta ver la marcha que seguirían los acontecimientos.

Pidieron entonces con qué escribir, y Estero trazó, con trémula mano, las líneas siguientes:


Asistente Tapia: El que le entregará de mi parte este papel es persona a la que debo un gran servicio. El le dirá lo que ha pasado y lo que espera de la fidelidad de usted.

Su capitán.

Estero.


El ñato y su protegido se despidieron poco después.

17

El comandante Quintaverde y su sobrino salieron de la casa chica, acompañados hasta la puerta de la calle por don Agapito Linares, cuando ña Gervasia no había vuelto aún de la botica. Deidamia la esperaba impaciente. Sabía que los que acababan de salir iban resueltos a dirigirse a casa de las Lizarde en busca de Carlos Díaz, sospechado de haber favorecido la fuga del loco. Esperaba que la criada hubiera podido entregar su carta al joven y que sus perseguidores llegasen a su casa cuando él hubiese puesto en salvo, si realmente había tomado parte en esa evasión. Pero eso distaba de ser la certidumbre tranquilizadora. El gran silencio que había sucedido a las ruidosas escenas de la primera parte de la noche poblada de abultados temores la imaginación de la chica, en aquel cuarto de enferma, agitada ya por la fiebre. Todo la disponía al sobresalto del espíritu que engendra los fantasmas de los presentimientos fatídicos.

Deidamia se había encargado de velar sobre su tía. Por un acuerdo entre la chica, su madre y la sirvienta, había quedado convenido que Deidamia velaría hasta las doce de la noche. A esa hora vendría ña Gervasia a reemplazarla, y ésta despertaría a Sinforosa a las cuatro de la mañana, para ocupar el puesto de enfermera al lado de la paciente. Los hombres habían quedado exentos de tomar parte en este servicio nocturno.

Poco después que se hubo retirado Sinforosa, ña Gervasia entró en la pieza donde velaba la chica. La criada se acercó a ella con paso cauteloso, para no despertar a la paciente y hablándole al oído:

–El caballerito no estaba en la casa –le dijo, entregándole al mismo tiempo el paquete de la botica.

–¿Entonces, le dejaste mi carta a sus tías?

–Sí, pues, señorita; se la dejé.

–¿Y le contaste lo que había pasado aquí?

–Cómo no, pues, señorita, se lo conté, pues. ¡Ay!, si su mercé hubiese visto lo asustadas que se quedaron cuando les dije que su mercé tenía miedo de que lo fuesen a perseguir.

–¿Y qué te dijeron?

–Que iban a esperar a don Carlito y a ponerse a rezar un rosario para que no puedan pillarlo.

Deidamia despidió a la sirvienta y fue a sentarse al lado de la enferma. El silencio de la pieza, en vez de impresionarla con su tristeza, le parecía propicio para sus meditaciones. Su optimismo de muchacha, indemne aún de los contrastes de la suerte, le daba la esperanza de que Carlos Díaz pudiese escapar a sus perseguidores.

La visita de la criada de las Estero y el mensaje de que era portadora de parte de Deidamia habían dejado a las tías del ñato dominadas de mortal inquietud. Seres inofensivos y tímidos, acostumbrados a respirar la paz del alma y el desprendimiento de los intereses terrenales en el incienso sedativo de las iglesias, las dos tías, al oír de boca de ña Gervasia la revelación de los recientes acontecimientos de la casa chica, se sintieron sobrecogidas de espanto, como si crujiese sobre sus cabezas, con el estremecimiento de un temblor, la techumbre de la habitación en que se hallaban. La fuga del loco después del trágico atentado sobre doña Manuela tomaba para ellas, en el silencio de la noche, después de la salida de la sirvienta, las siniestras proporciones de un peligro inmediato. A cada instante, con el menor ruido, parecíales ver surgir amenazante de la sombra la faz misteriosa de don Julián Estero, como había aparecido en el comedor de la casa.

De los detalles del inexplicable acontecimiento que las amedrentadas hermanas se empeñaban por comentar, abultándolos, se desprendía, a juicio de ellas, con toda verosimilitud, la participación de Carlos Díaz en aquel drama nocturno. El peligro de que a esas horas estuvieran ya persiguiéndolo era, en consecuencia, inminente y hacía sobremanera premiosa la necesidad de prevenir al mozo del riesgo que correría si volviese a la casa. Pero ¿dónde encontrarlo a esa hora para darle el aviso y entregarle la carta de Deidamia? El miedo privaba a las dos afligidas de toda idea salvadora. Y a falta de poder reflexionar, prorrumpían en apagadas voces de invocaciones a la Virgen, multiplicando las mandas a todos los santos de su devoción, con el ardor afanoso con que se figuraban conjurar el peligro al multiplicar el número de rosarios ofrecidos en aquella especie de mística licitación.

En medio del rumor de sus angustiosas plegarias, un ruido de fuertes golpes a la puerta de la calle las hizo caer de rodillas, implorando la compasiva protección del cielo.

Se imaginaban que alzando con fervor la voz de sus oraciones, los golpes, milagrosamente, no volverían a repetirse y el peligro pasaría como una sombra siniestra que la intervención de los santos haría desvanecer. Pero no bien se comunicaban con apagada voz esa esperanza, los golpes resonaron de nuevo y hubieron de resolverse a mandar a una criada con orden de no abrir si los que golpeaban le pereciesen sospechosos.

Pocos momentos después volvía la criada seguida del comandante Quintaverde y de su sobrino.

El asistente había quedado de facción en la puerta de la calle, cuidando de los caballos, con orden de prender a cualquiera persona que allí se presentara.

Los dos oficiales saludaron ceremoniosamente a las señoras. Ellas, aisladas en el rincón de la pieza más distante de la puerta, inmóviles en sus sillas, no se atrevieron a mirarlos.

–Necesitamos ver a su sobrino –les dijo en tono imperativo el comandante Quintaverde.

–No está en casa –contestó la mayor de las hermanas, con voz apenas perceptible.

–¿Y a qué horas se recoge?

La otra tía habló en lugar de la primera, para compartir con ella los peligros de aquel interrogatorio:

–No sabemos, pues, señor; a veces se recoge temprano y a veces no.

–¿A veces no se recoge, quiere usted decir?

–¡Oh!, ¡cómo habíamos de decir eso! –exclamó la mayor, indicando con el tono de su voz que esta pregunta la había escandalizado.

–¿Entonces se recoge todas las noches!

–Sí, pues, señor; todas las noches.

–En tal caso, aquí lo esperaremos –dijo el comandante sentándose.

Emilio Cardonel siguió su ejemplo.

Quintaverde sacó una cigarrera de paja, eligió un cigarrillo, sin apresurarse, y acercándose a la vela que alumbraba a medias la pieza, lo encendió. Cardonel se dio prisa en imitarlo. El comandante, al proceder así, quiso darse una actitud para tener tiempo de reflexionar. Sin otra base que las sospechas de don Agapito, no le parecía de su dignidad hacerse el perseguidor de Carlos Díaz, esperándolo allí por largo rato.

Las dos hermanas oyeron como si fuera una sentencia de encarcelamiento contra su sobrino la determinación anunciada por Quintaverde. Con un desesperado esfuerzo de valor para salvar al joven, una de ellas objetó al comandante:

–Pero ya es muy tarde, señor, y nosotras queremos acostarnos.

–Pues, a ello; vayan ustedes a acostarse –replicó Quintaverde.

Las afligidas tías tuvieron al mismo tiempo una exclamación de extrañeza:

–¡Oh!, ¡irnos a acostar dejándolos a ustedes aquí!

–Y ¿por qué no?, a menos que el joven Díaz duerma en el mismo cuarto con ustedes.

–No, señor, Carlos tiene su cuarto –respondió con ofendida dignidad la mayor.

La contestación dio una idea a Quintaverde.

–Pues, si tiene su cuarto, iremos a visitarlo –dijo poniéndose de pie.

–Hágannos ustedes conducir allí –añadió–, así no tendrán ustedes para qué incomodarse.

Una de las hermanas se dirigió a la vieja sirvienta que se había quedado en la pieza:

–Anda, Juana, muéstrale a estos caballeros el cuarto de tu amo Carlos.

Cuando, precedidos por la criada, los dos oficiales salieron de la pieza, las hermanas se abrazaron en un arranque de desolación:

–¡Qué va a pasar!, ¡por Dios y María Santísima! ¡No van a tomar preso al niño!

Ahogadas entre sollozos, esas palabras eran el eco del terror con el que habían luchado en presencia de los intempestivos visitantes.

Para guiar a los militares, la criada había encendido una vela. Al entrar en el cuarto de Carlos Díaz, colocó la luz sobre la mesa e hizo ademán de retirarse. Pero antes que hubiese alcanzado a salir, las dos hermanas entraron en la estancia. Un instantáneo impulso de protección hacia el ser en quien estaban concentrados los más tiernos afectos de su existencia les hizo decirse, al verse solas, que no debían abandonar al niño en el peligro.

–¿Por qué vienen ustedes aquí?, ¿no querían que las dejásemos solas?

–Queremos esperar al niño y ver para qué lo buscan ustedes –respondió una de las hermanas, esforzándose por parecer muy tranquila.

Con su instinto profesional, Quintaverde pensó que la respuesta era sospechosa. Sin poder adivinar que las tías del mozo pudiesen ya estar prevenidas de las ocurrencias de la casa de los Estero, el comandante, en vista de la actitud de las dos mujeres, llegaba a la conclusión de que ellas debían conocer la participación del sobrino en la fuga de don Julián.

–Está muy bien, esperen ustedes, pero mientras tanto, nosotros vamos a examinar este cuarto.

Paseaba una mirada escrutadora en torno de la pieza, sin descubrir nada que pareciese indicar la presencia de alguna persona oculta en ella. El único sitio donde alguien hubiera podido esconderse era debajo de la cama, de la que la colcha bajaba casi hasta el suelo.

–Mira debajo de la cama –dijo a su sobrino.

Cardonel, apoyando una mano al borde, levantó la colcha y miró bajo el catre.

–No hay nada –dijo, enderezándose.

A pesar de parecerles sombríamente siniestra aquella escena, las dos Lizarde sintieron como la satisfacción de un triunfo al ver lo infructuoso de la pesquisa.

–No hay nadie, señor, ya ve –dijo una de ellas, contenta.

–Ya lo veo, no hay nadie –dijo el comandante, sonriendo–. ¿Se les figuraba a ustedes que yo creía encontrar aquí oculto a su sobrino?

–No, señor, ¡cómo había de figurársenos! –contestó con humildad la otra.

La mayor se envalentonó entonces a preguntar:

–¿Y por qué persiguen así a nuestro sobrino?

–Un niño que no hace mal a nadie –agregó la segunda.

–Eso se sabrá después –dijo Quinverde.

Y hablando a su sobrino, repuso:

–Levanta el colchón.

Su desconfianza profesional le imponía el deber, en toda pesquisa, de llevar el registro hasta lo inverosímil.

Un gesto de desdén se dibujó en los labios de la mayor de las Lizarde. La minuciosidad del comandante le parecía sobremanera ridícula.

En cumplimiento de la indicación de su tío, Emilio levantó con fuerza la cabecera de la cama, doblando el colchón. Entre ésta y la tabla sobre el colchón reposaba, apareció la ropa vieja de que se había despojado don Julián Estero.

Las dos hermanas no pudieron sofocar una exclamación de espanto. Quintaverde las miró con aire irónico.

–¿Y eso qué es, señoritas? –les dijo triunfante.

Ellas, aterradas, no acertaron a responder, y la mayor de las hermanas acudió a toda su energía para disculpar al ausente.

–Alguien ha escondido esas cosas ahí –dijo, hablando a Quintaverde–, no puede ser el ñato el que las ha puesto.

–Sin duda –replicó sarcástico el comandante– deben ser las ánimas.

–Mi sobrino no puede ser –repuso, obstinada, la que había argüido esa pobre disculpa.

–Ahí se verá quién ha sido –dijo Quintaverde–. Entretanto, nos vamos a llevar esa ropa vieja, que debe ser sin duda del loco que se ha fugado. Ella bastará para probar que el sobrino de ustedes ha sido cómplice en esa fuga y en el crimen que el prófugo cometió contra su hermana, doña Manuela.

Un silencio de espanto siguió a esas palabras. Al cabo de un instante, las dos hermanas, cobrando una entereza de que se creían incapaces, protestaron con indignación:

–No será Carlito ciertamente quien haya hecho lo que usted dice; yo lo juraría por la salvación de mi alma –exclamó una de ellas.

–Y yo también lo juraría por la Pasión de Cristo.

Y ambas, quebrantada la voz al hablar, prorrumpieron en lamentoso llanto.

Sin responderles, Quintaverde se dirigió a Juana, la criada, que había presenciado, pálida y muda, aquella escena:

–Envuelva usted esa ropa en una de las sábanas y llévela a mi asistente que está en la puerta. –Después, volviéndose hacia las hermanas–: Ahora –dijo–, ustedes van a guiarnos en la casa para que estemos seguros de que el mocito no está escondido por ahí en alguna parte.

Las dos hermanas, precediendo a los oficiales, se dirigieron a las piezas interiores de la casa. Después de una minuciosa pesquisa, el comandante y su sobrino salieron a la calle.

–La puerta debe quedar sin llave ni tranca –dijo Quintaverde a la criada–, mi asistente la cuidará.

Juana había puesto en manos del soldado el paquete con la ropa de don Julián.

El comandante agregó dirigiéndose a ella:

–Diga usted a sus señoras, de mi parte, que se retiren y que cierren las puertas que dan al patio. Cuidado con que yo vea que esta orden no se cumple.

El tono amenazador de esta última frase hizo temblar a la sirvienta. Las dos hermanas, al oír el mensaje conminatorio, fueron a ocultarse en el interior de la casa.

Al intimar la orden, el comandante tenía ya resuelto el procedimiento que iba a poner en práctica. Los objetos descubiertos debajo del colchón de Carlos Díaz autorizaban la aprehensión del mancebo sin previa orden judicial. Contando con que Carlos volvería por la noche a su casa, Quintaverde mandó con su asistente una orden al cuartel para que se le enviase un piquete de un cabo y tres soldados. Estos hombres harían toda resistencia imposible de parte del mozo, aun en la hipótesis de que estuviese acompañado por don Julián.

Hecho esto, el comandante y su sobrino fueron a ponerse en observación de la casa, sentados frente a ella en un sofá de la Alameda. Nadie se acercó a la puerta mientras tanto.

En menos de media hora el asistente llegó anunciando la salida del piquete. Poco más tarde, el cabo y los tres soldados, marchando a paso de trote, se cuadraban a recibir las órdenes del comandante.

Quintaverde les explicó en pocas palabras la misión que debían desempeñar:

–Quedan ustedes encargados de tomar preso a un jovencito, don Carlos Díaz, que vive en esta casa y que debe recogerse aquí esta noche.

El mismo hizo la distribución de los hombres. Dos fueron colocados en opuestos rincones del patio y el tercero quedó oculto debajo de la cama de Díaz. El cabo debía dejar la puerta de calle junta solamente y mantenerse del lado de adentro para cerrarla apenas el joven entrase en el zaguán. Encerrado así, se le dejaría entrar en su cuarto, y ahí sería sumamente fácil a los cuatro hombres apoderarse de él.

–No hay que maltratarlo –recomendó al cabo–; como el joven no está armado, no podrá defenderse. Condúzcalo usted rodeado de sus hombres a la cárcel, donde dirá de mi parte al comandante de guardia que lo ponga en una de las piezas que tienen cama. Yo iré allá temprano y hablaré con el alcaide.

Quintaverde ordenaba la aprehensión de Carlos Díaz en virtud de facultades especiales de la autoridad judicial, que le permitían, en casos de fundadas sospechas, poder allanar domicilios y apresar presuntos delincuentes. Las agitaciones políticas de los últimos años y el temor de continuas conspiraciones de los pipiolos justificaban a los ojos de los hombres del poder la tremenda facultad de que se hallaba investido el jefe de policía.

Emilio Cardonel, en su calidad de oficial del ejército, debía abstenerse de tomar parte en aquella operación de simple policía. Tranquilizado ya con la posesión de su espada, le bastaba saber que su rival amanecería en un calabozo de la cárcel al día siguiente. Al retirarse, Quintaverde dejó a su asistente para llevarle la noticia de la aprehensión de Díaz. En su consigna, el soldado recibió orden de mantenerse frente a la casa, tras un álamo, y de perseguir al joven en caso de que llegara a escaparse a los hombres encargados de prenderlo.

El que era objeto de tan minuciosas precauciones se alejaba entretanto de casa de don Miguel Topín en dirección a la calle de Duarte, donde, según las señas dadas por don Julián Estero, habitaba su antiguo asistente, Onofre Tapia. El soldado del ejército pipiolo derrotado en Lircay ocupaba dos piezas con puerta a la calle, en una casa de pobre apariencia de aquel barrio, entonces relativamente nuevo, de Santiago.

Agente de la policía secreta, Onofre Tapia había formado parte en aquella misma noche de la fuerza que el comandante Quintaverde había puesto en observación de la casa indicada por la carta anónima de Carlos Díaz como un centro de conspiradores. Convencido el jefe de policía de haber sido víctima de una falsa denuncia, despidió su gente al volver de la casa de las Lizarde, dejando sólo dos hombres en observación de la supuesta guarida de revolucionarios. Cuando Carlos Díaz golpeaba a la puerta de la calle de Duarte, Tapia, llegado apenas de su expedición infructuosa, se ocupaba en poner la tranca y correr el grueso cerrojo con que defendía su habitación contra la venganza de los malhechores, sus declarados enemigos. Antes de abrir sometió a un mañoso interrogatorio al visitante, hasta persuadirse de que nada había que temer de él.

–¡Don Carlito!, ¿qué anda haciendo? –fue su exclamación de extrañeza al hacer entrar al joven cerrando la puerta con llave y cerrojo.

Díaz le refirió los sucesos de la noche minuciosamente.

–¡Mi pobre capitán!, yo llegué a creer que estaba loco –exclamó el hombre cuando el ñato terminaba su relación.

–No, no es loco –dijo el joven–; pero, por lo que he hablado con él esta noche, he visto que don Julián no es como usted y yo. ¿No ve?, el capitán tiene un genio de pólvora.

–¡Ah!, eso sí, cuando está con rabia, no hay que ponérsele por delante.

–Entonces, ¿puede contar con usted? –preguntó Díaz.

–¡Hasta la muerte!, mañana voy a ponerme a sus órdenes.

–Con su promesa me voy tranquilo; no deje de avisarme dónde se vaya a esconder don Julián.

–Pierda cuidado, don Carlito; con lo que usted ha hecho por mi capitán, usted será para mí tan jefe mío como es él.

Los dos salieron a la calle. Las sombras de la noche, mitigadas por la brillante luz de las estrellas, permitían ver a cierta distancia.

–¿Y de aquí se va usted a su casa? –dijo Tapia, como reflexionando.

–A mi casa, pues, ¿dónde quiere que vaya?

–Podría quedarse aquí conmigo; yo lo escondería a usted y a mi capitán: le aseguro que no podrían encontrarlos.

–No, yo me vuelvo a mi casa; es capaz que mis dos tías se muriesen de susto si viesen que no me recogía.

–Como le parezca, pero ¿que no le da miedo de andar solo por las calles a estas horas?

–Una cosa es tener miedo, no digo que no, pero así con miedo me animo a todo.

–Entonces, ¿no quiere que le acompañe hasta su casa?

–Y si hay gente esperándome allá y lo ven a usted conmigo, al tiro pensarían que usted sabe dónde está don Julián.

Con esta observación, Onofre Tapia no insistió. Díaz se despidió de él y apretó el paso hasta llegar a la Alameda. En la ancha avenida tomó la calle lateral del sur, y anduvo más despacio. La frondosa corpulencia de los álamos doblaba ahí la oscuridad de la noche. El mozo no alcanzaba a divisar más allá de unas cuantas varas. La brisa fresca del llano de Maipo, bañada en los arbolados de las huertas vecinas, mecía las flexibles ramas con un murmullo de caricia. Fuera de este misterioso concierto, el silencio, en la extensión del ancho paseo, era solemne. El joven meditaba, al andar, sobre la proposición de acompañarlo que le había hecho el antiguo asistente de don Julián.

18

Sin arrepentirse de no haber aceptado la oferta, decíase que era muy aventurado llegar solo a su casa. “No era improbable que la policía, advertida por alguien de casa de los Estero, hubiera puesto gente en observación para prenderlo”. La voz de un sereno, que en ese momento lanzó al aire su invocación a María Purísima, para anunciar que eran las doce, le hizo sentir que no estaba tan solo ni tan desamparado como se lo figuraba. El grito había resonado no lejos de él y le fue fácil llegar hasta donde se encontraba el nocturno guardián. Al verlo avanzar, el soldado desenvainó su sable. Este ademán no intimidó al mozo, acostumbrado desde niño, ora a reñir, ora a entenderse con la policía.

–¿Quién vive? –le interpeló el sereno.

–Amigo, hombre. Envaina tu chafalote, ¡si no te voy a hacer nada! Vengo a ofrecerte un cigarro y un trago de anisado.

Al contestar así, se acercaba a muy corta distancia del guardián.

Como éste callase, Díaz repuso para tranquilizarlo:

–¿No ves que no tengo arma ninguna? No tengas miedo: te voy a decir por qué vengo a hablar contigo.

–Te voy a contar; pero prendamos un cigarrillo primero.

Sacó de su bolsillo un mechero y una cigarrera, que pasó al soldado. Enseguida, con una destreza de colegial que puede encender su mechero en clase sin que lo oiga el profesor, dio un ligero golpe sobre el pedernal, haciendo saltar chispas.

Este acto desarmó la suspicacia del sereno, y dio tiempo a Díaz para improvisar un cuento que lo llevara al propósito con que se había dirigido a él, en vez de llegar directamente a su fin.

–Yo te ofrecí un trago de anisado y cumplo mi palabra –dijo, pasando al soldado el frasco de que se había servido para entonar las fuerzas desfallecientes de don Julián Estero.

Y para disipar toda sospecha, el ñato había empezado por beber él mismo. El sereno, cautivado con el perfume que se desprendía del frasco, no vaciló en aceptar y bebió un largo trago.

–¡Superior! –dijo, chupándose los labios al devolver a Díaz lo que hubiera querido dejar para sí.

–Bueno, pues, ahora te voy a decir por qué he venido a platicar contigo. Yo soy hijo de familia, y vivo aquí cerquita con dos tías viejas que no me dejan salir de noche. Unos amigos me convidaron a un picholeo, en la calle de Gálvez. Cuando eché de ver que las tías se habían acostado después de rezar el rosario, me salí calladito, dejando junta solamente la puerta de calle, pero con la intención de volverme temprano, de miedo a los ladrones. Con la zamacueca y con el gloriao, todos nos achispamos luego, y las chinas también. Echale zamacueca y sajuriana y échale gloriao y mistela. Así se nos pasó la noche, hasta que yo me les arranqué a escondidas. Cuando me vi solo aquí en la Alameda, ¡vaya con el miedo grande que me dio! ¿Qué voy a hacer para entrar en casa?, ¿y si hubiera ladrones?, serían capaces de darme de puñaladas, que me decía yo. En esto oí tu Ave María Purísima, y me volvió el alma al cuerpo. Este sereno, me dije, que ha de ser valiente como buen soldado, va a sacarme de apuro. Le pido que me acompañe a casa, y que vaya a asomarse al patio para ver si no hay nadie, y le doy cuatro reales también, por el servicio. Por eso vine, ¿no ves?, ¿qué te parece?

Los cuatro reales, la tercera parte de su salario mensual, brillaron como un meteoro deslumbrador en la ambición del sereno.

–Con éste yo no les tengo miedo a los ladrones –dijo, golpeando la empuñadura del sable. Y añadió al ver brillar de contento los ojos del mozo–: ¿Tiene la botellita por hei?, ¿si echáramos otro trago?

–Aquí tienes y bebételo todo.

El sereno levantó el codo hasta no dejar una sola gota en el frasco.

–¡Superior! –repitió, devolviéndolo vacío–. Ahora, patroncito, vamos andando, si le parece.

–Sígueme no más –le dijo el joven, guiándolo hacia la oscuridad de la calle lateral del paseo.

En corto rato se encontraron frente a la casa de las Lizarde.

–Ahí enfrente, ¿no ves? –dijo el joven, mostrando la casa baja y de poco frente donde habitaba con sus tías.

En la oscuridad, apenas alcanzaban a divisar la puerta de calle. La ventana del cuarto de Díaz semejaba a una mancha vaga sobre el blanqueado de la pared.

–No nos movamos de aquí para ver si nadie se acerca a la casa.

Carlos Díaz paseaba una mirada exploradora en torno suyo, y sobre cuanto su vista podía abrazar del ancho espacio de terreno comprendido entre la línea de las casas y la hilera de álamos, donde se habían detenido. Todo estaba tranquilo, con esa inmovilidad solemne de la noche, que acentúan el silencio y la falta de circulación en una ciudad dormida. Hacia la izquierda, a los lejos, en dirección a la cordillera, una
sombra apenas perceptible, al pie de los álamos, detuvo por un instante la mirada del joven, sin causarle ninguna inquietud. Esa sombra podía ser una ilusión de su vista en las tinieblas. O acaso algún oficial de serenos a caballo, encargado de rondar por la población, para vigilar por el buen funcionamiento del servicio nocturno. En todo caso, el bulto estaba demasiado distante para que Díaz pudiera inquietarse por él. Era el asistente que Quintaverde había apostado en observación con orden de aprehender a cualquiera que viese salir de casa de las Lizarde.

Al fin de un rato, Díaz habló en voz baja al sereno:

–No se ve nada; pero eso no quiere decir que no puedan haber entrado ladrones en la casa. Nos vamos a acercar a la puerta. Yo me quedaré afuera, y tú entrarás con tu sable. Si ves que hay alguien en el patio, sales ligerito y te pones a pitear pidienso auxilio. Yo me voy a esconder aquí, detrás de algún sofá, hasta que lleguen otros serenos, y entonces entramos todos en la casa.

El sereno aprobó este plan.

–Bueno, pues patrón; pero me da los cuatro reales.

Díaz sacó dos monedas de a dos reales cada una, y las puso en manos del soldado.

–Aquí tienes, ya ves que soy hombre de palabra.

Salieron entonces de la sombra de los álamos y caminaron después, mirando de todos lados, hacia la puerta de calle.

–Aquí tienes la llave del postigo. Si la puerta está cerrada, entras por ahí, abriéndolo sin hacer ruido. Guárdame la llave, no me la pierdas.

El sereno avanzó resueltamente. El propósito de Díaz era ponerse en salvo si la entrada del sereno en la casa provocaba al interior algún movimiento, indicio de que había gente apostada para prenderle.

La puerta de calle, junta solamente, cedió a la presión del sereno. Abriéndola apenas, el hombre se deslizó dentro del zaguán. El cabo de policía que esperaba allí de facción, cerró la puerta precipitadamente sobre el que entraba.

–¡Alto ahí!, dése a preso –le dijo, abalanzándose sobre él.

Díaz oyó el golpe de la puerta al cerrarse. Su ardid revelaba la presencia de gente esperándolo dentro de la casa. Voces de lucha llegaron confusamente a sus oídos. Riéndose del aprieto en que dejaba al sereno, apresuróse entonces a emprender la fuga, y echó a correr.

Mas, al mismo tiempo que empezó la carrera, un hombre a caballo se desprendió de la sombra de los álamos, y se lanzó hacia él con tal velocidad, que en pocos segundos el mozo vio cerrado el paso por el que llegaba blandiendo el sable y diciéndole con imperiosa voz:

–Alto, párese y dése a preso.

Era el asistente de Quintaverde. Había visto adelantarse a Díaz y al sereno hacia la puerta. Observando que uno de ellos entraba en la casa mientras que el otro hacía ademán de huir, lanzóse a carrera tendida sobre este último.

El joven era demasiado valeroso para amedrentarse con la orden que le intimaba el asistente. Usando de su vigorosa actividad, empezó a hacer lances al jinete, sin interrumpir su carrera. El soldado arremetía ordenándole detenerse. Díaz, sin obedecerle ni contestarle, continuó su maniobra, saltando a derecha e izquierda para burlar las embestidas del caballo. Antes de dos minutos llegó así a la primera hilera de árboles.

–¡Píllame ahora, si puedes, paco tonto!

Con este reto le lanzó una carcajada de burla. El grueso tronco de los álamos, cubierto de ramas casi hasta el suelo, le servía de parapeto seguro contra las furiosas arremetidas del militar.

Antes que éste hubiera conseguido llegar al árbol tras el cual se guarecía el mozo, ya él había corrido a otro, como el juego infantil de “las cuatro esquinas”, desafiaba desde ahí con chuscadas y con burlas a su perseguidor. En esas maniobras de agilidad y de audacia Díaz iba avanzando metódicamente en dirección al oeste.

Su propósito era alejarse con la mayor rapidez que fuera posible de la casa de sus tías, de donde podría el asistente de Quintaverde recibir refuerzo de gente de a pie, que haría entonces peligrosísima la lucha. También pensó al cabo de poco rato que estaría mucho más al abrigo de los ataques del soldado poniendo entre éste y él la ancha acequia que separa, por ambos lados de la Alameda, las avenidas laterales de la central del paseo. En uno de los lances con que esquivaba la persecución, en vez de dar la vuelta del árbol que lo escudaba, Díaz, con un movimiento rápido, se lanzó por la tangente al través de la avenida lateral y, pasando de un salto sobre la acequia, buscó el refugio del árbol más inmediato, antes que el soldado hubiera notado la estratagema. Furioso de verse así burlado, el hombre lanzó inmediatamente su caballo contra el fugitivo, buscando uno de los puentes de losa que de trecho en trecho servían al pasaje de la gente de a pie; pero en ese rápido cambio de dirección, lanzado el animal a carrera, sus herraduras resbalaron sobre la pulida superficie del puente y, perdiendo el equilibrio, cayó al suelo, arrastrando al infeliz jinete en su caída.

–¡Amuélate!, ¡amuélate, paco tonto! –gritó Díaz, al verlo caer.

Y sin parar para darse cuenta de las consecuencias de esa caída, emprendió la carrera hacia la calle de Duarte, donde no tardó en desaparecer en la obscuridad de la noche.

Cuando se creyó libre de toda persecución, Carlos Díaz cesó de correr y se puso a caminar con tranquilidad. Necesitaba recogerse en sí mismo y coordinar sus pensamientos. A poco andar, sintióse en la plenitud de sus fuerzas. La escena en que acababa de burlar los ataques del soldado de policía lo llenaba de picaresca satisfacción. No había huido por temor. Había cedido a su genial instinto de lucha, al irresistible impulso de su carácter aventurero. Reíase de la caída del jinete, calificándolo de buen costalazo en su lenguaje de colegial travieso. Pero luego pensó en que el hombre se había tal vez fracturado una pierna y lo compadeció sinceramente. “¡Pobre paco!” Al fin y al cabo, él lo había perseguido en cumplimiento de su deber, pensó el ñato, cambiando el rumbo de su marcha. Su primer propósito, antes de reflexionar, había sido el ir a refugiarse en la miserable morada de Chanfaina y de su madre adoptiva, para tener el tiempo de tomar allí alguna determinación más meditada. Pero cuando se hubo serenado después de interrumpir la carrera, abandonó esa idea y tomó el camino de la habitación de Onofre Tapia. Su espíritu había establecido una comparación entre la miserable pieza de la villa el Cobi y el cuarto del antiguo asistente de don Julián, en el que acababa de observar el aseo metódico y ordenado de los hábitos militares. La calle de Duarte estaba allí cerca y ésta fue otra consideración que lo llevó a pedir la hospitalidad al agente de policía.

Profundamente dormido, Tapia tardó un buen rato en abrir al visitante, después de asegurarse, por un diálogo al través de la puerta, que era en realidad Carlos Díaz el que llamaba.

–Confiese, ño Tapia, que no me esperaba –le dijo el mozo al ver al hombre plantado delante de él, iluminándole el rostro con la vela que tenía e la mano.

–Así es, pues. ¿Qué le ha pasado, don Carlito?

Díaz le refirió lo que acababa de ocurrirle.

–¡Buena la escapada! –exclamó Tapia–; por poco no lo pillan.

–De todos modos me habría defendido: yo no consiento en que me tomen por fuerza. Si me buscan por bien, soy mansito; pero si me buscan por mal, me pongo chúcaro.

El ñato se reía al explicar así las condiciones de su índole: una mezcla de suvidad y de entereza en un fondo de juvenil alegría.

–Y entonces, ¿qué va a hacer, don Carlito?

–Primero me voy a acostar, porque tengo sueño, y después veremos mañana.

–Aguárdese un poquito, yo voy a hacerle una cama.

Tapia hizo sentarse a su huésped, sacó después de un baúl un par de sábanas y una funda de almohada. De su cama, hecha sobre dos colchones, retiró el de abajo, y tendiéndolo en un rincón de la pieza hizo la cama con algunas mantas y una de sus almohadas, a la que puso la funda limpia.

–Voy a dormir como un trompo –dijo el ñato, acostándose–; apague la vela y buenas noches.

Después de un instante de silencio, Tapia lo oyó decir:

–¡Pobre paco!, ¡bueno el costalazo!

A esas horas, en casa de las Estero, el servicio al lado de la enferma continuaba con toda regularidad. Deidamia había velado hasta las dos de la mañana, haciendo tomar puntualmente cada hora a doña Manuela el cordial recetado por el médico. Con frecuencia había tenido que emplear la fuerza para impedir que la paciente se arrancase el vendaje que le cubría la herida. Y estas ocupaciones materiales calmaban la ansiosa inquietud de su espíritu, le permitían apartar de sí, por momentos, el temor que la dominaba sobre la suerte del ñato, desde que había visto salir de la casa al comandante Quntaverde y a Emilio Cardonel, decididos a ir a buscarlo.

A las dos, el cansancio vencía la excitación nerviosa producida en ella por las agitaciones de aquella noche, y el sueño, en su cuerpo joven y sano, triunfaba al fin de su cansancio. Deidamia despertó entonces a su madre para hacerse reemplazar por ella. Sinforosa, sin darse cuenta al principio de aquel llamamiento intempestivo, luchó por algunos instantes, en ese caos de vaguedades confusas que detienen en el dintel de la realidad a las personas de sueño pesado, y acabó por despertarse con un estiramiento perezoso de brazos, acompañado de repetidos bostezos.

Deidamia explicó a su madre lo que tendría que hacer hasta las cinco, hora en que podría despertar a ña Gervasia. Sinforosa cumplió religiosamente las recomendaciones de su hija durante la primera hora. Al cabo de este tiempo, sintiendo a la enferma tranquilizarse poco a poco, buscó al pie de la cama una postura cómoda y se rindió complaciente a la traidora caricia del sueño, diciéndose que se despertaría cuando quisiese. Pero el sueño interrumpido tomó a poco rato las proporciones de un letargo ruidoso, en aquella organización de mujer gorda, sobre la que la mayor parte de las impresiones rodaban sin dejar más rastro que el que deja el agua sobre las alas de las aves acuáticas al salir de una zambullida. Entre las cuatro y las cinco, Sinforosa tuvo gran dificultad para salir del anonadamiento en que había caído y darse cuenta de que alguien le tocaba con insistencia un hombro, remeciéndola con suavidad. Al levantar con gran esfuerzo los pesados párpados, su asombro no fue poco de encontrar delante de ella, con el aire de aparición que le daba la luz alumbrándole por la espalda, la enigmática figura de don Matías Cortaza.

–¿Qué hay?, ¿por qué estás aquí? –le preguntó, alarmada de la inmovilidad de su cuñado.

El, inclinándose, le habló entonces al oído: –Anda a acostarte, yo vengo a quedarme con la Mañunga.

Sinforosa quiso mostrar un celo que desmentía el profundo sueño de que acababa de sacarla Cortaza.

–¿Pero sabrás cuidarla? Hay que darle la bebida cada hora.

–No tengas cuidado, anda no más, ya te caes de sueño.

Sinforosa salió de la pieza, asegurando que estaba más despierta que don Matías.

Al encontrarse solo, en medio de la noche, con su mujer atormentada por la fiebre, Cortaza fijó sobre ella una mirada indefinible de compasión y sobresalto. Había luchado largas horas con sus vacilaciones antes de resolverse a entrar en el aposento de su mujer. En medio de las supersticiones de su neurastenia, la voz de la conciencia lo aterraba. “Si él no hubiese puesto en poder del ñato la llave del calabozo del loco, nada de lo pasado habría podido acontecer”. Esa idea, que a fuerza de paseos caprichosos al través de su dormitorio, procuraba, desde el principio de la noche, hundir en las tinieblas de su mente desmoralizada por el miedo, volvía a la superficie con todo su horror, como el cadáver que flota sobre las olas entre los destrozos de un naufragio.

Temeroso de despertar a la enferma, don Matías se quedó por largo rato sin moverse. En ese ser, que el calor de la fiebre hacía cambiar de postura a cada instante, las pocas alegrías y los grandes dolores de su vida estaban concentrados. A pesar del vendaje, el rostro dibujaba en la sombra sobre la almohada su perfil escultural. Desde la horrenda revelación de su
desventura había evitado fijar su vista en la infiel. Una mezcla de odio y de miedo al poder de su belleza le había dado fuerzas para mantenerse obstinadamente apartado de ella, para vivir sin verla, como si una gran distancia los separase. Ahora podía mirarla, ahora podía lanzarle a su pálida faz todo el odio de su largo martirio. Pero en vez de saciar su persistente rencor en rabiosas imprecaciones, la idea de que esa mujer podía estar cercana a la muerte y de ser él en parte responsable de esa catástrofe lo anonadaba. Sus ojos de espanto buscaban sobre la encendida frente de la enferma el secreto del porvenir, y ante ese doble peligro, ora de la muerte de la víctima, ora de que llegasen a acusarle a él de participación en el atentado, su terror a la publicidad de un juicio le hacía considerar la desaparición de su mujer como una desgracia secundaria.

El poderoso fluido magnético que cae sobre una persona a la que otra mira con fijeza hizo que doña Manuela abriese los ojos, incorporándose.

–¡Agua, agua! –pidió con pronunciación entorpecida.

Don Matías tuvo un temblor de sorpresa al oír esa voz y se apresuró a llevar a los labios de la enferma la bebida que Deidamia había dejado preparada. Doña Manuela bebió con la precipitación de un niño sediento, mientras que su marido, pasándole un brazo por detrás de la espalda, la sostenía. Calmada la sed, dejóse caer pesadamente sin mirar a la persona que le había dado de beber. Cortaza, temblando de emoción, se sentó a los pies de la cama. Sentía al través de la manga de su gastada chaqueta de oficinista el calor de ese cuerpo que no había tocado por tan largo tiempo.

En el silencio que volvió a reinar en la pieza, parecióle hundirse en un abismo oscuro, donde resonaban sus pesares en confusos y sarcásticos lamentos.

En la habitación de Onofre Tapia, los primeros albores del día, al través de las hendiduras de la puerta y de una ventana pequeña, que daban a la calle, encontraron ya despierto a Carlos Díaz.

La excitación de su sistema nervioso, después de las aventuras de la noche, había anonadamiento del cansancio. Al contacto de la luz de la mañana, las diucas empezaban sobre los tejados su charla matinal. Renunciando a conciliar el sueño, el mozo se entregó a pensar. Sus ideas, al principio, tenían el entorpecimiento del que se despierta después de una noche de zambra y de embriaguez. El peso de una tristeza latente las oprimía, gravitaba sobre ellas con el sordo escozor de un remordimiento indefinido. De súbito la luz brilló en su imaginación soñolienta, haciéndole entrar en plena realidad. “La violencia de don Julián Estero –pensó con fastidio– había convertido en un atentado criminal lo que no habría pasado de ser una atrevida travesura de muchacho”.

Dentro de esa barrera indestructible de hecho consumado, el mozo empezó a buscar una salida. Bien que creación de la petulancia juvenil, su intento primitivo de restituir la libertad al loco no carecía de serias probalidades de éxito. Ocultarlo durante algún tiempo, sustrayéndolo a la persecución de la familia, no era empresa de éxito imposible. Conseguir después mediante la acción del tiempo y de influencias que podrían encontrarse, empeñando en ella el interés de don Guillén Cuningham y de don Miguel Topín, que don Julián fuese reconocido sano y restituido en su antigua posición de hombre libre, no era tampoco un resultado que hubiera podido mirarse como quimérico. “Mas ahora –pensaba el mozo revolcándose impaciente en su cama–, la acción
criminal de don Julián Estero había complicado la situación de una manera deplorable”.

Llevado por su índole a considerar de frente las dificultades y los peligros, el joven examinó sin turbarse las consecuencias de esa situación. Estero sería perseguido como criminal y él como su cómplice. Sin duda que la familia del loco, en ese mismo día que empezaba, depositaría una demanda contra don Julián en manos del juez del crimen. La persecución tomaría entonces un carácter oficial. El juez empezaría un sumario indagatorio y todas las personas de la casa serían interrogadas. Sin llevar su investigación mental hasta el resultado de la pesquisa judicial, Díaz se preguntó entonces en qué podría convenir al interés de los acusados que él y don Julián permaneciesen ocultos. El hecho solo de darse él por perseguido era confesar su participación en la fuga de Estero. Volviendo abiertamente a su casa en la precedente noche había tenido la prueba irrecusable, él podría defenderese, establecer con osadía su inocencia y velar, estando libre, con la ayuda de Onofre Tapia, por la seguridad de don Julián. En todo caso, la condición de fugitivo repugnaba a su carácter inclinado a la lucha. Esta sola consideración habría bastado para decidir al mozo a regresar inmediatamente a su casa. Pero otra consideración se unía a ella para confirmar ese propósito. Al pensar en la desolación en que debían encontrarse sus tías, la cuerda sentimental que vibra a veces con tanta facilidad en las organizaciones alegres resonó en su alma con tristeza. Su deber era volar a tranquilizarlas, a pedirles perdón por la angustia que les había causado.

Las ideas afectan el sistema nervioso según el lado en que reciben la luz de la reflexión. Un violento remordimiento hizo saltar al ñato de su cama, acusándose de ingratitud con esos dos seres humildes que le habían consagrado su existencia. No comprendía ya que hubiese podido vacilar entre seguir oculto o ir a tranquilizar a sus tías. Onofre Tapia despertó con el ruido que hacía el mozo para vestirse.

–¡Qué madrugador, don Carlito! –le dijo levantándose también.

–Tengo que ir a ver lo que sucede por allá en mi casa.

–¿Y si lo están aguardando para tomarlo preso?

–Me tomarán, pues; les doy ese gusto. Yo no soy para andar escondido como los ratones.

El tono de resolución con que hablaba retrajo a Tapia de seguir argumentando. Sin decir nada, abrió la ventana, por la que entró el sol bañando de luz la pieza.

–Ahí se convencerán –repuso el joven– de que no tienen por qué tomarme preso.

–¿Y qué le digo a mi capitán cuando vaya a verlo ahora?

–Dígale que he pensado que si me escondo no puedo servirle para nada, mientras que si vuelvo a mi casa le podré ser muy útil.

Después de una ablusión sumaria, volvióse risueño hacia el agente de policía.

–Ahora estoy fresco como lechuga, y me va a dar papel y pluma para escribir.

Tapia lo instaló delante de una mesita de madera blanca, de cuyo cajón sacó lo que el mozo le pedía.

Este se puso a escribir:


Señor comandante de policía, don J. Quintaverde:

Anoche, al entrar en casa, me arranqué, porque vi que había gente en el patio, y creí que eran ladrones. El paco de a caballo que salió a sujetarme me hizo conocer que esa gente era de policía. Yo no sé qué tienen que hacer conmigo. Ahora me vuelvo a casa; si me necesita, allí me encontrará.

Carlos Díaz.


Señor don Julián Estero:

Le mando la presente con Tapia, que me promete que va a esconder a usted de tal suerte que no podrán tomarlo. Ahora me vuelvo a casa, porque en la calle podré servirlo mejor que si me escondo. Si me toman preso, no se alarme. Nada me pueden probar, y tendrán que dejarme libre. Cuento con su promesa de obedecerme. Con Tapia le mandaré decir todos los días lo que le convendrá hacer. Estoy seguro de sacarlo bien; tenga confianza en su amigo.

Carlos Díaz.


Puso la primera carta en su bolsillo con intención de mandarla desde su casa, según fuese la situación, y entregó la segunda al agente de policía para que la llevase a su destino. Metódicamente le explicó enseguida dónde y cómo debían verse todos los días para conservar la comunicación con Estero.

19

Despidióse alegremente del antiguo soldado pipiolo. Llevaba el ánimo ligero del que ha tomado una resolución que lo saca de enervantes dudas. Mas su juvenil confianza en su estrella no lo hizo desdeñar los consejos de su espíritu precavido. Al llegar a la Alameda tomó el lado del norte hasta encontrarse a la altura de la casa de sus tías. A esa hora matinal muy poca gente transitaba por la ancha avenida. Andando con aire distraído, púsose a observar.

En un sofá, situado casi al frente de la puerta de la casa, un hombre se hallaba sentado, volviendo la espalda a la calle central del paseo. Aunque con sombrero de paja era fácil reconocer en él, por su traje de brin blanco, de corte militar, un soldado de policía. Sobre el sofá siguiente, a poca distancia, otro hombre de igual manera vestido, apoyaba un brazo a una de las cabeceras del sofá, y sobre ese brazo la cabeza, en actitud de dormir. Díaz los observó a uno y otro con atención, durante largo rato. La postura tomada por el que parecía dormir convenció al joven de que aquel hombre tenía por consigna, como el primero, observar quién entraba y quién salía de su casa. Adquirida esa convicción, el mozo atravesó la Alameda, dándose los aires de un paseante, y fue a sentarse en el sofá del que primero había visto. El vigilante, sin mirarlo, se apoyó como si quisiera dormir sobre la cabecera del sofá. Díaz sacó un cigarrillo, encendió su mechero y se puso a fumar, silbando de tiempo en tiempo el coro de la Canción de Yungay. Al terminar la estrofa, volvióse hacia el vecino:

–¡Mirá, hombre!, ¿queres pitar? –le dijo, pasándole la cigarrera.

–A ver, pues, eche un cigarro –contestó el hombre.

Mientras se inclinaba para encender el cigarrillo, Díaz le preguntó:

–¿Y qué estáis haciendo vos aquí?

El soldado lo miró con desconfianza.

–¿Y qué se mete a preguntar, pues? ¿Qué le importa?

Por el instintivo respeto con que el hombre del pueblo miraba en aquel tiempo al caballero, el soldado no se atrevía a hablar al ñato de vos, que es el tú del lenguaje popular chileno.

Díaz continuó, valiéndose de la manera de hablar con que había principiado:

–¿Qué tiene eso, pues? Te pregunto por saber.

–Eso menos averigua Dios y perdona –respondió el otro, despidiendo una nube de humo por la boca y narices.

Pero el joven no se arredró al oír esa frase proverbial de negativa.

Lanzando al aire el humo, como lo había hecho el soldado, repuso:

–No te estís haciendo de las monjas. ¿Querís que te diga lo que estás haciendo aquí?

–Si lo sabe, ¿pa qué pregunta?

–Pa que me lo dijeras vos mismo.

–¿Quiere saber lo que estoy haciendo? Ya lo ve, pues: aquí estoy sentao.

–Vean qué gracia, pero estáis sentao para ver quién entra en la casa de enfrente.

–Cerquita le anda; ¿tiene otro cigarro?

Díaz le pasó su cigarrera.

–Tomalos todos; yo tengo otro atado en el bolsillo.

–Vaya, pues, si no le hacen falta.

–Y la cigarrera también, te la regalo.

–Gracias, patroncito; la tomaré, pues; yo no soy corto de genio.

–Pero me vais a decir si es cierto que estáis aquí para aguaitar si entra un guainita en la casa de enfrente.

–Así no más es, pues, ¿pa qué se lo niego?

–Ya ves que yo lo sabía.

El soldado se sonrió en señal de asentimiento.

–¿Y aquél que está allá en el otro sofá, haciéndose el dormío, es tu compañero?

–Quién sabe, pues.

–No te estís haciendo tonto: si está vestío como vos.

–Así será, pues; ¿qué sacamos di‘ei?

–Que entre los dos, ustedes están aquí para tomar preso al que entre en la casa.

–Ei sí que la erró, patrón; no tenimos que agarrar preso a naide, sino que uno irá a avisar a la policía y el otro se queda aquí de guardia en la puerta.

–Lo mismo da; es para que vengan a tomarlo preso.

–Yo no sé nada; yo cumplo mi consigna.

–Entonces, si yo, verbi gracia, entro en la casa, vos lleváis el aviso a la policía.

–Al tiro, pues, lo llevo, eso sí.

–¿Querís, además, ganar dos reales?

–Según y cómo; si no es contra mi consigna, ¿cómo no he de querer?

–Te los doy pa que llevís una carta al comandante Quintaverde, con el aviso de que alguien ha entrado en la casa.

El hombre reflexionó un instante.

–Convenío; eso no se opone a la consigna.

–¿Ya ves? No hay como entenderse. Y te aseguro que el comandante estará muy contento de recibir la carta.

–¿Y qué le digo al dársela?

–Le decís que vais de la parte de don Carlos Díaz.

–Ese es el nombre que nos mentaron –dijo el soldado, recibiendo la carta, al mismo tiempo que el mozo puso en sus manos una moneda de dos reales.

–Y pa que veáis que no miento, mirá bien; yo voy a entrar en la casa.

El soldado lo vio alejarse y hacerle desde la puerta una señal de despedida. Encantado de ganar una propina por cumplir con su obligación, el hombre dio instrucciones a su compañero para no dejar salir a nadie de casa de las Lizarde y a paso de trote tomó el camino del cuartel de policía.

El joven encontró a sus tías en oración. Delante de un cuadro de la Santísima Trinidad, de escuela quiteña, groseramente pintado, rezaban un trisagio en compañía de la criada y de la cocinera. Al divisar a Díaz, ambas corrieron a él y lo enlazaron con sus brazos.

–¡Niño, por Dios! ¿Qué te habías hecho? –exclamaban alborozadas, como si no hubiesen visto al mozo por largos años.

–Denme mate primero, y les contaré.

–Juana, dale ligerito mate al niño –ordenó una de las hermanas.

Las preguntas y las respuestas sucedieron entonces en tropel.

Díaz oyó con vivo interés la relación de la visita del comandante Quintaverde.

–¡Ah, diablo! Esto no está bueno –exclamó al saber que el traje de don Julián había sido descubierto.

No había creído probable que esa prueba de su participación en la fuga de Estero cayese en manos de la policía. Acaso se hubiera retraído de enviar la carta al comandante Quntaverde, que acababa de confiar al vigilante de la Alameda.

Las dos tías no pudieron darle detalles precisos sobre lo que había ocurrido en la pasada noche, después que les habían prohibido salir de sus habitaciones. Creían haber sentido voz de riña a eso de las doce y media; pero todo había quedado después en silencio. “Ellas habían pasado rezando toda la noche para que la Virgen y San José y todos los santos del cielo lo protegiesen”.

–Y ya ves, hijito –exclamaron una tras otra, completándose las frases, con la vista reluciente de acendrada fe–, que la Virgen ha hecho el milagro, puesto que has vuelto sano y salvo.

–Sano sí, y con hambre; pero salvo, eso veremos después –dijo el joven, haciendo roncar su tercer mate.

Ambas lo interrogaron temblando. Querían saber qué había pasado para que hubiesen venido a buscarlo con el aparato de tanto vigilante. Mientras el joven, sumariamente, les refería los sucesos de la noche, las dos hermanas se santiguaban para desvanecer los peligros que había corrido el niño.

–En fin, hijito, ya estás aquí en seguridad, y si te vienen a buscar, nosotras sabremos esconderte.

Díaz les preguntó entonces si tenían alguna noticia de la casa de las Estero.

–¡Ay, por Dios! ¡Y se nos olvidaba la carta!

Le contaron entonces la visita de ña Gervasia y le entregaron la carta de Deidamia.

La lectura de esas pocas líneas le inundó de alegría el corazón. “Ella había pensado en él”. Era un rayo de luz que rasgaba la oscuridad del incierto porvenir. Sus energía redoblaba con la esperanza de ser amado. Las complicaciones de la situación no le arredraban ya y ansiaba arrostrarlas. “Ella sabrá que, lejos de huir y ocultarse, él desafiaba a sus perseguidores”. En ese instante se enorgullecía de este acto de audacia que Deidamia no dejaría de admirar.

Pero en la animada charla había corrido el tiempo. Hora y media después de la entrada de Carlos Díaz en su casa, un sargento de policía atravesaba el patio y pedía hablar con él. Las dos tías, que consideraban ya conjurado todo peligro, volvieron a caer en los trances mortales que la presencia del mozo había totalmente disipado. Díaz se adelantó hacia el sargento.

–De parte de mi comandante –díjole éste, pasándole un pliego cerrado en forma de oficio.

El joven rompió el sello y leyó:


Señor don Carlos Díaz:

El sargento portador de este oficio va encargado de conducir a usted preso a la cárcel. En atención a que usted se entrega espontáneamente, será custodiado de lejos en la calle por el sargento y sus soldados, de suerte que el arresto de usted no llamará la atención pública en el camino.

Dios guarde a usted.

J. Quintaverde.


–Sargento, estoy a sus órdenes –dijo el mozo, después de la lectura del oficio.

Las tías, aterradas, lo rodearon.

–¿Y qué hay? ¿Por qué lo vienen a buscar? –exclamaron.

El sobrino trató de tranquilizarlas:

–No crean que me llevan preso; como yo le escribí al comandante, ahora me escribe que quiere hablar conmigo.

Ellas le pedían que lo jurase. Díaz redobló sus explicaciones tranquilizadoras y salió de la casa, seguido por el sargento.

Cuando los dos hombres hubieron pasado la puerta de calle, la criada salió tras ellos y volvió un instante después a carrera.

–No le crean sus mercedes –dijo a las tías–; seguro que se lo llevan preso; tres vigilantes lo van siguiendo desde lejos, detrás del sargento.

Poco tiempo después de esta escena, Onofre Tapia entraba en casa de las Lizarde, en busca de Carlos Díaz. Con los ojos encendidos por el llanto y el rosario de la oración interrumpida en la mano, la mayor de las tías refirió a Tapia lo que acababa de acontecer.

–Es seguro que lo han llevado a la cárcel –dijo la afligida señora–. ¡Si usted pudiese ir a hablar con él! Dígale que nos mande avisar lo que necesite y qué empeños quiere que hagamos para que lo suelten. Como no se nos figuraba lo que iba a pasar, no se nos ocurrió hablar de esto.

Sin esperar a seguir oyendo las dolencias de las dos tías y de la criada, que se habían reunido a su alrededor, Tapia salió de la casa y tomó a paso largo el camino de la Plaza de Armas, donde se encontraba la Carcel Pública.

Había empleado el tiempo, después de separarse de Díaz, en buscar un asilo seguro para conducir allí, a favor de la noche, a don Julián Estero, con quien acababa de tener una corta entrevista en casa de los esposos Topín. Don Julián se mostró, al oír a Tapia, vivamente impresionado por la aventura de Carlos Díaz.

–¡Valiente el muchacho! –exclamó con entusiasmo al oír la manera cómo había burlado los ataques del vigilante de a caballo.

Pero una violenta tristeza pareció sobreponerse a su entusiasmo.

–¡Y el pobre sufre todas estas cosas por mí! –dijo, sombrío.

Su vista cayó entonces sobre la carta de Díaz, que acababa de entregarle su antiguo asistente. Sin decir nada más, volvió a leerla y la guardó, pensativo.

Onofre Tapia lo impuso entonces de los pasos que había dado en la mañana para buscarle un refugio donde estuviese en perfecta seguridad. Su empleo de confianza en la policía daba a Tapia grandes facilidades para conseguir aquel propósito. Sin necesidad de largas diligencias, tenía ya dos piezas para su capitán prontas para la noche. Mas don Julián lo escuchaba distraído. Preocupado sobre todo de la suerte de su libertador, pidió a Tapia que fuese a saber de él, y le dijera que lo esperaría en la noche en la habitación donde debía ir a ocultarse.

La llegada de Tapia a la casa de las Lizarde poco después que Carlos Díaz era conducido a la cárcel correspondía a ese encargo del antiguo capitán pipiolo. Tapia llegó al cuerpo de guardia de la prisión, como un cuarto de hora después que el joven se encontraba ya bajo llave.

Haciendo valer su calidad de agente de policía, pidió autorización al alcaide para ver al prisionero.

–Imposible, amigo –le dijo el alcaide–; hay orden del comandante Quintaverde de no dejarlo ver por nadie.

En vano arguyó Tapia que esa orden se refería a los paisanos que pidieran hablar con el prisionero, mas no a un militar como él, agente de policía. El alcaide, inexorable sobre su deber, puso fin a esa argumentación con ademán perentorio.

–Incomunicado, amigo Tapia. ¿No le digo que el preso está incomunicado? No hablemos más. Si usted me trae una orden escrita del comandante Quintaverde, entonces nos entenderemos.

–¿Quiere una orden escrita? Pues, la voy a buscar –dijo Tapia, profundamente contrariado.

La incomunicación en que había sido puesto Carlos Díaz era realmente, conforme a lo declarado por el alcaide de la cárcel, ordenada por Quintaverde. El comandante deseaba interrogar al joven antes que nadie hubiese hablado con él. Tenía en su poder la ropa de don Julián Estero, encontrada en el cuarto de Díaz, y con esta prueba innegable de su participación en los sucesos de la última noche, esperaba obtener de él, antes de dar parte al juez competente de la aprehensión del mozo, todos los detalles del acontecimiento. Una circunstancia especial lo hizo relacionar el trágico suceso de los Estero con la denuncia escrita sobre la supuesta reunión de conspiradores políticos que lo mantuvo alejado de aquella casa en las primeras horas de la noche.

Al recibir en la mañana la carta de Díaz anunciándole que regresaba a su casa, la correlación de esos dos hechos, la fuga del loco y la carta anónima de la falsa denuncia le pareció evidente. Aunque con ligeras diferencias en la forma de las letras, la escritura de una y otra carta era idéntica. Tenía, por consiguiente, dos pruebas materiales para confundir a Carlos Díaz y ponerlo en la imposibilidad de negar su complicidad en la fuga de don Julián, cuando menos, ya que no era posible deducir de esas pruebas que el mozo era parte también en el atentado criminal cometido por el loco. Quintaverde salió temprano de su cuartel camino de la cárcel. Pensaba que la ocasión, esta servidora de los ambiciosos que saben cogerla por el cuello, no pudiendo asirla por los cabellos, le ofrecía una brillante oportunidad de distinguirse en su carrera. El drama de la casa chica iba a despertar a Santiago de su genial apatía. Aquel suceso serviría de pasto a la pública curiosidad, despertada inopinadamente. Era el momento de dar nuevo lustre a su reputación de jefe sagaz, descubriendo el refugio del fugitivo, así como había tenido ya la buena suerte de apoderarse de su cómplice.

Cuando el alcaide en persona, sustituyéndose al carcelero, en honor del jefe de la policía, abrió la puerta de la celda en que se encontraba Díaz, el joven fumaba un cigarrillo, acostado sobre la cama, en filosófica meditación. Al ver entrar a Quintaverde, incorporóse ágilmente, presentando al visitante el rostro risueño de quien recibe una visita agradable.

–Mucho gusto tengo de verlo, comandante –le dijo, mostrándole, con cortés ademán, la única silla que contenía el aposento–, porque estando encerrado no podía ir yo a darle las gracias por su fineza de dejarme venir solo a la cárcel.

Quintaverde pensó, al ver la amable acogida que le hacía el prisionero, que el mejor modo de disponerlo a la franqueza era colocarse, como él, en el terreno de una alegre familiaridad.

–Si está usted encerrado, no es culpa mía, don Carlos, puesto que usted mismo me escribió para hacerse prender.

–Vamos, por parte, comandante, no cambiemos los frenos; yo le escribí que “si me necesitaba”, me encontraría en casa, y como sé que no he hecho nada para que me tomen preso, creí que usted me pediría que fuese a su cuartel, si algo tenía que decirme.

–Aquí estamos mejor para conversar que en el cuartel –dijo Quintaverde, en tono campechano, sentándose en la silla.

–Como le parezca –dijo Díaz, sentándose a su vez, sobre la cama.

Al mismo tiempo, para inspirar confianza al joven, el comandante le presentaba la cigarrera abierta, ofreciéndole un cigarrillo.

–Usted botó su cigarro cuando entré –añadió–; aquí tiene para que siga fumando.

Díaz aceptó la oferta; encendió su mechero y lo presentó a Quintaverde. Después de prender él mismo su cigarrillo, se quedó en silencio, esperando que hablase el militar.

–Don Carlos –empezó éste–, usted dice que no ha hecho nada para que le tomen preso.

–Y es la verdad.

–Entonces tiene limpia la conciencia.

–Limpia como una patena, comandante, y de seguro más limpia que todo el cuerpo de policía, incluso su jefe.

Dijo esto el mozo con una franca carcajada, como si él y su interlocutor fuesen dos amigos que se chancean con toda confianza.

–Esto es mucho decir, don Carlos. A ver, déjeme confesarlo.

–Pregunte no más, comandante; suprimamos el acto de contrición, si le parece.

–¿Sabía usted que el loco Estero se fugó anoche de su calabozo?

–No lo sabía anoche; lo supe esta mañana, al llegar a casa. Ya a corrido la noticia por todo el barrio.

–¿Sabe usted que el loco, antes de salir de la casa, quiso asesinar a su hermana, doña Manuela, y que la hirió en la cabeza?

–También me lo dijeron, en casa, esta mañana.

–¿Y sabe lo que dicen los de la familia? Dicen que sólo usted puede haber ayudado al loco a salir de su calabozo.

–¡Buena cosa! ¿Y no dicen también que yo le sostenía el brazo cuando hirió a la señora?

–No; no dicen esto, pero dicen lo otro.

–Pues, si lo dicen, tendrán cómo probarlo.

–¡Oh! ¡Pruebas no faltan!

Ante esta exclamación, Díaz sintió que entraban a la parte crítica del interrogatorio, y trató de evitar el golpe antes de recibirlo.

–Ya sé lo que usted quiere decir. Va a hablarme de una ropa vieja que, según me han dicho mis tías, usted encontró debajo del colchón de mi cama.

–Justamente. ¿De quién es esa ropa?

–No puedo saber, porque no la he visto.

–Esa ropa es de don Julián Estero. ¿Y cómo se encontraba bajo el colchón de la cama de usted? Nadie sino usted puede haberla ocultado ahí.

–Puede haberla ocultado su dueño sin estar conmigo.

–Eso es menos que probable, don Carlos.

–No tanto como le parece a usted, comandante. Don Julián, el tiempo que ha estado prisionero, ha perdido sus amigos, y se puede decir que no conoce en Santiago más que a mí. Al verse libre, no habrá tenido otra parte donde ir y fue a mi casa para cambiarse de ropa.

–¿Y quién otro sino usted puede haberle proporcionado otra ropa para cambiarla por la vieja?

–Cualquiera de los muchos soldados del cuartel de enfrente que entraban a darle de comer. Alguno o muchos pueden haberse compadecido de él y lo habrán ayudado a arrancarse y le habrán proporcionado ropa.

Díaz había hablado con perfecta serenidad. El comandante empezaba a cansarse de la comedia que ambos
representaban; él de tener dudas; y el mozo, de disculparse con razones inadmisibles.

–Don Carlos –dijo al joven, con cierta ironía–, usted me quiere hacer tonto.

–Yo, comandante, ¡cómo puede usted creerlo! No se puede hacer tonto sino al que ya lo es a medias, por lo menos.

–Entonces hablemos como amigos. Yo he querido ver a usted antes de pasar mi parte al juzgado, dando cuenta de lo que ocurrió anoche, para ver si usted tiene cómo disculparse, y no pasar por el desagrado de acusarlo de complicidad con el loco.

–Muchas gracias; pero ¿qué más quiere que le diga, comandante? No tengo otra explicación más que lo que he dicho. Si a alguien se le antoja ir a esconder ropa debajo de mi colchón, yo no puedo ser responsable de eso. Que me prueben que he sido yo, y que prueben que esa ropa es de don Julián.

–Ya le dije que pruebas no faltan. Eso de la ropa es una y la explicación de usted no bastaría para anularla ante un juez.

Díaz se encogió de hombros.

–Si el juez no la cree, a él le toca probar que fui yo quien puso la ropa bajo el colchón. Yo probaré, por mi parte, que estuve toda la noche fuera de mi casa, y que, por consiguiente, no he sido yo quien puso ahí la ropa.

–Bueno, pues, eso lo averiguará el juzgado.

Quintaverde había cambiado enteramente de actitud. No era ya el hombre que está de chanza con un amigo. Había asumido el imperioso tono del jefe de policía, acostumbrado a tratar con delincuentes de baja clase. El mozo, por el contrario, conservaba el mismo acento frívolo, ligeramente sarcástico, con que había hablado desde el principio.

–Que averigüe, pues; yo no le tengo miedo –replicó a la amenaza del comandante.

–Pero hay más que eso –repuso éste, sacando de una cartera la carta anónima sobre los supuestos conspiradores, y la que, firmada por el mozo, le había dirigido Díaz aquella misma mañana–. ¿Reconoce usted que ésta es suya?

Al hacer esta pregunta, presentaba al joven la carta firmada. Díaz la examinó un instante.

–Mía de puño y letra.

–¿Y esta otra? –repuso Quintaverde, mostrándole la carta anónima.

El joven la leyó en voz baja, con atención y calma, dándose así tiempo de meditar su respuesta. Al concluir, alzó la vista con una maliciosa mirada.

–Esta no tiene firma –dijo, sonriendo.

–No tiene; pero es de la misma letra que la otra.

–Ciertito que se parece; vean, pues, pero ¿qué hay con eso? Muchas letras se parecen.

–Usted no podrá negar que es la misma letra, ni que es usted quien la ha escrito.

El joven alzó la mirada al techo, medio cerrando los ojos, en actitud de reflexionar. Rápido en sus decisiones, no tardó en adoptar una que tenía por lo menos la virtud de ser dilatoria.

–Vea, comandante –dijo, sin mirar a su interlocutor y como si continuase todavía sus reflexiones–: suponga que yo confiese que el anónimo es mío, ¿qué saca usted de ahí?

–La consecuencia es muy clara. Usted me escribió eso para mantenerme lejos de casa de las señoras Estero, donde sabía que yo estaba convidado, precisamente a la hora en que debía usted sacar al loco de su calabozo.

–Es una consecuencia que no tiene ningún valor, si no se prueba que la carta anónima es mía.

–El juez lo obligará a usted a confesar que es suya.

20

El comandante se puso de pie al pronunciar, con tono de enfado, estas palabras. La tranquilidad imperturbable de Carlos Díaz había concluido por impacientarle. Tenía, sin embargo, bastante poder sobre sí mismo para no renunciar a su propósito, al buscar aquella entrevista. Valía la pena ser paciente a trueque de obtener alguna confesión de su prisionero que lo pusiese en camino de descubrir el refugio de don Julián. Así fue que, en vez de alargar la mano para abrir la puerta, Quintaverde se acercó al joven, sentado siempre a los pies de la cama.

–Vea, don Carlos –le dijo, dulcificando la voz–, le vuelvo a repetir que he venido a hablar a usted antes de poner el asunto en poder del juzgado, por evitarle aparecer como reo en una causa que va a ser ruidosa. Hoy, antes de la tarde, todo Santiago hablará de la fuga del loco y del intento de asesinato cometido por éste. Como en la familia acusan a usted de complicidad, el interés de usted es que no haya prueba alguna que ofrezca fundamento a esa acusación. Que lo acusen a usted sin prueba ninguna, eso no basta para detenerlo a usted aquí. A mí me da pena, le aseguro, que un joven que principia la vida, hijo de un hombre que conocí en mi niñez, quede bajo el peso de esa acusación. Estoy dispuesto a evitarle a usted semejante vergüenza, destruyendo las pruebas que lo condenan, pero es menester que usted me corresponda ese servicio ayudándome a cumplir con mi deber, que es el de descubrir el paradero del loco y devolverlo a su familia.

Hablaba Quintaverde en tono persuasivo, casi afectuoso, lentamente, para que su interlocutor pudiese apreciar el valor de sus argumentos y la ventaja de la proposición que le hacía.

El joven, escuchándolo con marcada atención, se mostraba impenetrable. Al oír a su interlocutor, sus ojos brillaron con expresión de franca altivez. No dejó, sin embargo, traducirse ese sentimiento en su respuesta. La sonrisa de amable frivolidad, casi burlesca, que durante toda la conversación se había pintado en su fisonomía, cubrió de nuevo sus facciones, al contestar:

–Todo eso, comandante, quiere decir que yo venda al pobre loco, si acaso sé dónde ha ido a esconderse; pero aunque quisiera no podría venderlo, porque no sé dónde se encuentra.

Quintaverde hizo un ademán de incredulidad, y Díaz se apresuró a añadir:

–Pero sépase que aunque lo conociese, comandante, no haría de Judas para delatarlo; eso no se propone a un caballero.

En su voz hubo entonces una vibración de reto, al mirar de frente, con altanera arrogancia, a Quintaverde.

–¡Ah! ¡Así es la cosa! –exclamó con descompuesto semblante el jefe de policía–. ¿Usted quiere aparecer como acusado? Está bien veremos si no se arrepiente.

–Comandante, “de los arrepentidos es el reino de los cielos”. No creo que nos encontremos los dos por allá el día del Juicio.

A esta broma del ñato, Quintaverde replicó con voz agria:

–Veremos si está usted mañana tan bromista como ahora.

Había tomado y entreabierto la puerta para salir.

–¿Entonces, comandante, usted va a entregarme a la justicia?

–Es usted quien se entrega; yo cumplo con mi deber.

El joven se puso de pie, como para despedirse de su poderoso visitante.

–¡Mire! ¿Quiere que le diga una cosa, comandante: pues le advierto que si me denuncia al juez y no me pone ahora mismo en libertad, usted cometerá una chambonada muy grande, de la que tendrá que arrepentirse. Acuérdese de mí.

–¡Ah! ¡Parece que usted me amenaza! No le entiendo. ¿Qué me quiere decir con eso?

–Que su interés está en tratarme como amigo, comandante, y no como enemigo. Si usted me entrega a la justicia, no soy yo quien saldrá perjudicado, sino usted, se lo advierto; piénselo bien.

–¿De qué manera seré yo el perjudicado?

–Porque si el juez me interroga, yo, que no sé mentir, cuando hablo seriamente, le diré la verdad.

–Entonces usted conviene en que a mí no me ha dicho la verdad.

–Perfectamente. Con usted he hablado en broma.

–¿Y me puede decir por qué?

–Cómo no, yo soy muy franco. Desde que vi que usted me venía a ver antes que yo sea interrogado por el juez, era claro que quería sonsacarme algo y darse los aires de muy diablo; pero como yo sé que mi causa es buena, muy buena, no he querido darle en el gusto; ya ve que le hablo con el corazón en la mano.

–Sí; le aseguro que me gusta su franqueza.

–Y yo le aseguro, como que aquí estamos los dos jugando a quién es más pillo, que no le gustará que yo sea tan franco al responder a las preguntas del juez.

El aire de provocativa burla con que hablaba Díaz picó la curiosidad de Quintaverde, al propio tiempo que le ofendía el amor propio.

–Para saber si no continúa usted de broma, yo necesitaría conocer qué es lo que usted se propone contestar al juez.

–La verdad solamente, la purita verdad. Si usted quiere saber, oiga, pues. El juez me dirá que estoy acusado de haber hecho fugarse a don Julián Estero. Yo le responderé que antes de decir si es o no verdad, yo sostengo que en caso de serlo yo no habría cometido ningún delito, porque no habría hecho otra cosa que poner en libertad a un hombre arbitrariamente detenido por su hermana, interesada en hacerlo pasar por loco para apoderarse de sus bienes. El juez no podrá sostener que la detención es legal, porque no existe decreto judicial ni gubernativo que la justifique. Por consiguiente, se ha cometido un atentado contra la libertad y los bienes de un ciudadano pacífico; el que lo ha liberado ha sido sólo el instrumento muy respetable de la vindicta pública.

Aquí se detuvo Díaz para decir con sorna a Quintaverde:

–¿Qué tal el alegato, comandante? Se ve que estoy en la clase de Derecho, y que soy capaz de sacarme el premio.

–Y, sobre todo –replicó Quintaverde–, el juez verá que usted sabe tergiversar y que le enreda la madeja, para que no pueda encontrar la punta del hilo, dejándolo sin saber si usted niega o confiesa que sacó al loco de su prisión.

–Nada de eso, comandante; tenga paciencia. El juez, después de oír mi alegato y conociendo que está en mal terreno, me dirá, ahuecando la voz: “Yo no le pregunto a usted si el loco estaba legalmente detenido o no. Le pregunto que me diga categóricamente si usted lo ayudó a fugarse”. Yo le responderé entonces: “Sí, usía; yo le ayudé a fugarse”. Ya ve, comandante, que no tergiverso.

–¡Ah! ¡Al fin usted lo confiesa! –exclamó Quintaverde, como el que vence a duras penas una resistencia tenaz.

–Ya lo ve, pues, lo confieso; pero oiga lo que sigue y verá la chambonada que va usted a cometer. El juez me preguntará entonces cómo le ayudé a fugarse a don Julián; y si no me lo pregunta, no importa, porque yo se lo explicaré. Supongamos, pues, que me lo pregunta: “¿Cómo le ayudó usted a fugarse?” Yo le diré: “Abriéndole la puerta del calabozo”. “¿Con qué llave le abrió usted?” Con la llave que siempre tiene guardada doña Manuela”. “¿Y cómo pudo usted tener esa llave?” Yo le contestaré: “¿Usía quiere que se lo diga? Le advierto a usía que me cuesta mucho decirlo”. “No mienta, acusado”, me dirá entonces el juez. Fíjese comandante, en mi respuesta –dijo el mozo. Hizo una pausa, sonriendo, con aire socarrón–, fíjese bien. Yo contestaré entonces: “quien me dio la llave fue el marido ultrajado”.

Quintaverde tuvo un estremecimiento como quien recibe un golpe al que no podía esperarse. Díaz, entre provocativo y risueño, prosiguió:

–El juez tiene que preguntarme: “Explíquese usted. ¿Qué quiere decir con eso?” “Quiere decir, usía, que hay un marido ultrajado en la casa donde estaba el prisionero, y que yo conseguí que el marido ultrajado le sacase la llave a su mujer para vengarse de ella. ¿Quiere usía que lo nombre? El marido se llama don Matías Cortaza, y su mujer, doña Manuela Estero”.

El mozo se dirigió entonces, no ya al juez imaginario, sino a Quintaverde:

–¿Sabe usted, comandante, cómo se llama el ultrajador de don Matías?

El jefe de policía ocultó su turbación, acudiendo a la audacia:

–Lo que dice usted es una infame invención.

–¿Le parece? No se afarole, comandante, y no se figure que su insulto me da miedo. Lo que digo es la verdad, y puedo probarlo.

–Probarlo; no esté diciendo tonterías.

–Probarlo, sí, señor. Usted me mostró hace poco dos cartas, ¿no es cierto? Diciendo que bastarían como prueba de mi culpabilidad. Pues yo también haré que muestren al juez dos cartas suyas, comandante. No las tengo aquí, por supuesto; no soy tan lerdo para exponerme a que usted me las haga quitar por fuerza; pero las sé de memoria y las pondré llegado el caso, ante los ojos del juez. Para que vea que no miento, le diré que una de ellas principia así: “Reina de mi corazón”, y está firmada: “tu Quinta”. La otra principia: “Prenda idolatrada”, y la firma: “tu Verde”. El juez no tiene más que juntar las firmas para leer clarito: “Quintaverde”. Ya ve, pues, si le conviene que yo hable.

El comandante perdía toda su arrogancia. Veía que aquel mocito risueño estaba armado de una astucia maquiavélica, apoyada en una voluntad de hierro.

–Yo no tengo ningún interés en que usted hable, sino en saber dónde está el loco –dijo, con tono inseguro.

–Pero para saberlo tomó usted el peor camino. Si usted me entrega al juez, yo hablo; y si hablo, usted es el denunciador de la mujer que ha sacrificado a su marido por amor a usted. ¡Figúrese el escándalo que esto va a producir! ¡Y en qué momento, comandante! Cuando usted abandona a esa mujer para casarse con otra. ¡Ah! No me diga que no; todo se sabe aquí en Santiago. Si no somos tantos, pues.

No hallando qué responder y por no confesarse vencido, Quintaverde interrumpió al joven con tono enfadado.

–Le prohibo a usted ocuparse de mis asuntos particulares.

–No me ocupo de ellos si usted no me toca; pero si me entrega al juez, entonces todo se sabrá: a usted le corresponde pesar las consecuencias.

El comandante se quedó pensativo. Su situación era sin salida. Por evitar que se divulgase la deshonra de doña Manuela Estero le era forzoso rendirse a las exigencias de Carlos Díaz.

En pocos momentos los papeles de los interlocutores se habían cambiado. La arrogancia del oficial se desvanecía delante de la risueña entereza del prisionero. Firme y sarcástico a un tiempo, el joven hablaba con cierto aire de autoridad que se imponía, por virtud de esa fuerza moral de las voluntades poderosas.

Viendo vacilar a Qunitaverde, el joven aprovechó el momento para mostrarse conciliador:

–Mejor es que seamos amigos, comandante. Si usted me saca de aquí ahora mismo, yo le prometo que nada se sabrá y que nadie mencionará su nombre, aunque pase lo que pase.

–¡Oh!, !sacarlo!, ¡qué de prisa va usted! –dijo Quintaverde, buscando espacio en la pequeña pieza para pasear su ruborosa impaciencia.

–Fíjese bien, comandante, ¿quién le ha pedido a usted que me tome preso? La familia de los Estero, ¿no es verdad? El juez no sabe todavía lo que pasa. Luego usted lo arriesga todo por esa familia, que se volverá contra usted cuando yo, acusado por ella, saque los trapitos al sol. Todo Santiago estará en mi favor, porque se dirá que yo me he sacrificado por una causa generosa, y el juez acabará por ponerme en libertad; mientras que de usted dirán que por recomendarse como comandante de policía, celoso de ganar algún ascenso, no ha reculado ante la vergüenza que caerá sobre una señora de buena fama a la que usted no tenía para qué sacrificar.

Mientras hablaba Carlos Díaz, el comandante, mordiéndose nerviosamente el bigote, sentía penetrarle el razonamiento como una acusación oprobiosa. Al fin, presa de acosadora impaciencia, sacudiendo la cabeza para sobreponerse a su humillación, Quintaverde exclamó:

–¿Qué garantía me da usted para el cumplimiento de su promesa?

–¿Qué garantía? Mi palabra de honor primeramente y el comprometerme a hacer todo lo posible para que se le devuelvan las dos cartitas; pero en cambio de las mías, por supuesto –añadió–, y en cambio también de la promesa de que usted no hará buscar a don Julián.

El comandante formuló esta posibilidad:

–Pero ¿si prenden a don Julián? Seguramente le seguirán un juicio.

–Si eso sucede, nadie tiene para qué mencionar el nombre de usted.

Quintaverde pareció indeciso todavía.

Viéndolo meditativo, Díaz añadió:

–Lo que conviene, comandante, es que yo salga de aquí cuanto antes, para ver el modo de que la familia no presente querella judicial contra don Julián. Mientras tanto, nadie sabe por qué he sido yo traído a la cárcel. El juez no tiene por qué ocuparse de mí, de modo que usted puede hacerme salir de su propia autoridad.

Quintaverde, haciendo un ademán de brusca resolución, tendió su mano a Díaz, con aire de franca cordialidad.

–Don Carlos, aquí está mi mano. Lo creo a usted un hombre de honor. Vamos a salir juntos de aquí; me fío en su palabra.

–Que no le faltará, comandante, porque desde ahora soy su amigo.

Onofre Tapia, durante aquel tiempo, llegaba al cuartel de policía jadeante de haberse apresurado. Le había parecido de suma importancia obtener de Quintaverde una orden que lo facultase para hablar con Carlos Díaz. Necesitaba pedir instrucciones al joven en vista de la nueva situación creada por su apresamiento. El oficial de guardia informó a Tapia de que el comandante había salido temprano a dar una vuelta de inspección y que tardaría probablemente algún tiempo en volver. El antiguo asistente de don Julián Estero vaciló algunos momentos entre esperar al comandante o ir a informar a su capitán de la nueva ocurrencia. Con esperar, se exponía a perder un tiempo precioso, mientras que era urgente hacer llegar la noticia de don Julián la aprehensión de su libertador.

Introducido en casa de don Miguel Topín al aposento ocupado por el fugitivo, Onofre Tapia quedó admirado de la transformación de don Julián a manos de un peluquero, que el mismo Tapia le había enviado al ir en busca de Carlos Díaz. Las tijeras del operario habían hecho desaparecer la cabellera desgreñada y larga que daba a la fisonomía de don Julián, juntamente con su inculta barba, el aspecto de un hombre de la edad de las cavernas. A favor de ese cercenamiento, la siniestra palidez del fugitivo había sido reemplazada por el color natural de su cutis, animado ahora al contacto del aire libre que por tanto tiempo le había faltado.

–Mi capitán, no lo habría reconocido –exclamó Tapia, contemplando a su antiguo jefe.

–Tanto mejor, así podré salir sin peligro a la calle. ¡Tengo ansia de librar a este buen caballero don Miguel Topín de mi presencia comprometedora!

–Mi capitán, creo que nadie en la calle podrá sospechar quién es usted, aunque ya anda corriendo que usted se ha arrancado; pero me parece que con la novedad de que vengo a darle parte, es mejor que espere aquí hasta la noche.

–¿La novedad? ¿Qué novedad es ésa? –preguntó don Julián, con visible alarma.

–Que se han llevado preso a don Carlito.

Estero saltó de su asiento.

–¡Preso! ¿Cómo? ¿Quién lo ha tomado?

Tapia hizo la relación del incidente y la de su infructuoso empeño para hablar con Díaz en la cárcel.

Don Julián empezó a pasearse agitado. Luchando por dominar la violencia de su índole, quería serenarse y pensar con calma.

–¡Pobre muchacho!, yo tengo la culpa de eso –murmuraba entre dientes.

Cuadrado militarmente, Tapia espiaba el momento de poder intervenir. Don Julián apretaba el paso por momentos, inclinando hacia adelante la cabeza, cual si persiguiese confusas ideas agolpadas en su cerebro.

De repente se detuvo delante de Tapia.

–¿Y por qué lo dejó usted ir a su casa? ¿Por qué no le ofreció usted esconderlo?

El ex asistente cargó el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha, luego sobre su izquierda, buscando su respuesta:

–Se ve que mi capitán no conoce a don Carlito. Harto le dije, pues, el riesgo que corría de que lo tomaran preso, pero ¡el caso que me hizo!... Dijo que él no es hombre para andar escondido, que iba a sacar de sustos a sus tías y que tampoco tenía miedo de que lo tomasen porque no había cometido ningún crimen, y que si lo toman tendrán luego que largarlo.

–No lo soltarán, asistente Tapia. En eso se equivoca el pobre muchacho –exclamó don Julián, con los ojos dilatados del que divisa un peligro cercano–: es cierto que él no ha cometido ningún crimen; pero yo sí. El hecho de que lo hayan aprehendido es prueba de que lo consideran cómplice mío, y que lo acusarán de haber preparado conmigo el asesinato de mi hermana. ¿Y cómo podrá probar él que es inocente? ¿Cómo?

Se iba impresionando a medida que esas consecuencias adversas para su libertador se le presentaban a la imaginación.

Las sutilezas del temor acumulaban en su espíritu las pruebas que acusarían al joven, que convertirían en un acto de refinada maldad su generosa acción humanitaria. Desde ese instante, el miraje fantástico de la libertad divisado día y noche en la larga tortura de su calabozo le pareció un don funesto al compararlo con el sacrificio y el baldón de su valiente protector. El ímpetu de entregarse a la justicia que le había acometido ya en los primeros momentos de su fuga al confesar a Díaz el atentado que acababa de cometer contra su hermana, se apoderó entonces de su voluntad como un imperioso mandato de honor al que no podía sustraerse. En pocos momentos esa idea tomó en su mente las proporciones de una decisión irrevocable. Pero esa decisión la guardaría para sí, como un secreto. Era menester que nadie pudiese ponerle obstáculo a su cumplimiento. La recomendación contenida en la carta de Díaz, que el mismo Tapia le había traído en la mañana, manifestaba que el joven temía de su parte un acto de esa clase en caso de que él fuese aprehendido. Esa misma recomendación, a la que su asistente había también aludido al entregarle la carta, lo hizo suponer que Tapia procuraría disuadirlo en caso de que él le confiase su propósito. Don Julián se empeñó entonces en alejar toda sospecha del ánimo de su asistente, recomendándole que viniese al anochecer a buscarlo, según lo convenido, para conducirlo al refugio que le tenía preparado. Tapia le aseguró que sería puntual, diciéndole al despedirse que desde allí volvería al momento al cuartel a solicitar de Quintaverde una orden para hablar con el joven Díaz.

Acababa de salir Onofre Tapia, cuando el criado de la casa entró a informar a Estero que su patrón y su esposa lo esperaban a almorzar. Para los esposos Topín, el almuerzo, no obstante su repitición cotidiana, era un acto solemne de la existencia, acto de puro regocijo en el ritual de su inocente materialismo.

Pero en el estado de agitación en que llegaba don Julián al comedor, ni el rostro risueño con que los esposos lo invitaron a sentarse, ni el aspecto tentador de la cazuela de ave, ni la humeante pila de choclos cocidos con las perlas transparentes de sus granos en apretadas hileras, alcanzaron a calmar su absorbente cuanto violenta preocupación. Sin aceptar el sitio que le ofrecían, despidióse de los Topín dándoles calurosas gracias por la hospitalidad que les debía y declarándoles que se sentía impaciente por librarlos de su embarazosa presencia. Felizmente –dijo–, podría asilarse en unas piezas que su antiguo asistente le había preparado en lugar seguro.

Don Miguel y doña Rosa lo oyeron con íntima satisfacción, disimulando apenas su alegría de verse libres del intempestivo huésped.

–Mucha prisa debe tener de ir a esconderse –observó don Miguel, cuando no lo tentaron los choclitos.

–Ahora sí que podemos almorzar con gusto. ¡Qué escapada que se haya ido! –exclamó doña Rosa, al pasar a su marido un plato de cazuela, rebosando de caldo hasta los bordes.

21

Eran más de las once de la mañana cuando don Julián Estero salía de la casa de los Topín. La luz y el aire de la calle lo ofuscaron. La oscuridad y la pesada atmósfera del calabozo en que había vivido cerca de tres años pesaban todavía sobre sus ojos y en sus pulmones. La impresión del espectacúlo nuevo que le presentaba la calle, del aire vivificante de la atmósfera, le daban la sensación de una fuerza de salud impetuosa, haciéndole casi olvidar por momentos la desastrada turbación de su ánimo. “Aquello era la libertad. Esa gente que pasaba junto a él, perdida en sus pequeñas o grandes preocupaciones, desdeñaba ese tesoro, como no piensan en la salud los que la poseen”. Don Julián respiró con dilatado pecho y miró con ávida emoción cuanto lo rodeaba.

Fue en él fugaz instante de perfecta dicha. Mas el pensamiento recobró luego su imperio y dejó caer sobre su alma el sudario de sus esperanzas muertas. Sintió que ese don inmenso de la libertad, del que gozaban inconscientes los que veía caminar a su lado, estaba perdido para él. Se puso a andar entonces con el pensamiento flotante, en esa embriaguez moral que le presentaba la realidad como algo de fantástico. Caminaba sin que nadie se fijase en él. Al pasar por delante de las puertas de calle, los espaciosos patios inundados de luz le daban la nostalgia de la tranquila vida de familia. Todo lo que iba a perder se agrupaba ahora en derredor suyo cual si esas visiones quisieran desviarlo de la fatalidad de su destino.
Las voces de los vendedores ambulantes, los gritos de los chicuelos jugando a las chapitas, las conversaciones de los transeúntes, el vuelo de las avecillas, espantadas al buscar el sustento en las migajas del suelo, ese concierto apacible de las cosas familiares, que tantas veces se había figurado oír en su reclusión, venía en aquel instante, con la realidad material de su sueño de prisionero, a hacer resonar en su pecho la plañidera sinfonía de una despedida irremediable.

Pero nada bastó a disuadirlo en su enérgico propósito. Resistiendo a la tentación de una fuga, de la que su transformación física hacía desaparecer los riesgos, sin retardar ni apresurar el paso, caminó imperturbable a cumplir el sacrificio de la libertad apenas recobrada. Así anduvo la distancia que mediaba entre la casa de los esposos Topín y el juzgado del crimen, situado a inmediaciones de la cárcel. Don Julián llegó a la puerta de esa oficina poco rato después que recibía el juez un escrito firmado por don Matías Cortaza, en el que se denunciaba el atentado de que en la noche anterior había sido objeto doña Manuela Estero, y se acusaba como autor de ese intento de asesinato al propio hermano de la víctima. El magistrado leyó con vivo interés la relación del drama. Aquello le pareció una piedra preciosa en el lodazal de crímenes populares que tenía que juzgar diariamente. Un loco que rompe sus cadenas, abre por algún medio misterioso la puerta de su prisión y se aparece a turbar un banquete de familia, donde, atacando a su hermana, le infiere una herida tal vez mortal.

Los ojos, la imaginación de todo Santiago iban a estar concentrados sobre el juez de tan ruidosa causa, una causa de grandes proporciones trágicas, como los ruidosos crímenes de la vida europea. Desde ese día, al verlo pasar por la calle, los vecinos de la excitada capital pensarán con ávida curiosidad en el gran secreto de que iría cargada la cabeza del magistrado. El loco ha desaparecido de la casa, y la fligida familia a “usía suplica se sirva hacerlo perseguir y aprehender, a fin de que reciba el condigno castigo que por su horrendo conato de parricidio merece de la justificación de usía”.

Esta era la frase final de la demanda.

El juez llamó en voz alta:

–¡Castañeda!

Un hombre apareció abriendo la puerta que daba a la antesala del despacho.

Era el portero del juzgado.

–¿Está ahí el ordenanza? –preguntó el juez.

–Sí, usía, aquí está.

–Pues, que monte a caballo y vaya a llamar al comandante de policía.

El juez dio esa orden con la decisión atropellada de una persona que está de prisa y quiere infundir a los otros el ímpetu de velocidad que la domina.

–Señor –dijo Castañeda, sin apresurarse a cumplir la orden–, ahí hay un hombre que pide hablar con usía.

–Después, después; vaya usted en el acto y comunique mi orden al comandante Quintaverde.

El tono imperioso del mandato hizo salir al portero con deferente ligereza. El juez vio cerrarse la puerta y se puso a pasear a lo largo de su despacho.

El hombre anunciado por Castañeda esperaría. No era aquél el momento de ocuparse de futilezas, cuando su reputación de juez activo y sagaz estaba empeñada en el interesantísimo caso que su buena suerte, en medio de la aridez de las causas sobre riñas, sobre puñaladas, sobre robos vulgares, le deparaba. Lo esencial era buscar con anfatigable actividad al criminal fugitivo para que, conjuntamente con la noticia del trágico suceso, que a esas horas empezaría a divulgarse por toda la ciudad, se supiese que el vigilante celo del juez del crimen había ya conseguido aprehender y guardaba bajo buena custodia al autor del atentado”.

A fin de ganar tiempo mientras llegaba el comandante de policía, el juez llamó a un escribiente y le dictó el borrador de la orden para aprehender a don Julián Estero donde se le encontrase.

Esa orden contenía algunos pormenores, sacados del escrito de la acusación, sobre los fundamentos que la motivaban. El escribiente salió a copiarla en limpio, cuando Quintaverde, llegado al trote largo de su caballo, se presentaba en el despacho del juez. Tras el comandante de policía también entró el portero.

–El hombre que está ahí, usía, pregunta si seguirá esperando o si debe volver –dijo Castañeda desde la puerta.

–Hágale entrar –contestó el juez, ofreciendo enseguida un asiento al comandante.

Castañeda introdujo a don Julián y salió cerrando la puerta.

El juez, en lugar de dirigir la palabra al hombre que había quedado de pie en medio de la sala, se puso a leer la copia de la orden que el escribiente le había dejado sobre la mesa. Enseguida pasó el papel a Quintaverde, que miraba a don Julián fijamente, preguntándose dónde había podido ver antes esa cara.

El juez, al entregar la orden al jefe de policía, miró al fin a don Julián:

–¿Qué se le ofrece, amigo? –le preguntó.

–Vengo a hacer una revelación a usía –contestó Estero, con voz resuelta.

Al oírlo, Quintaverde se puso de pie:

–¿Debo retirarme, señor? –preguntó al juez.

Don Julián anticipóse a responder, antes que el magistrado hubiese podido hablar:

–El señor comandante no está de más. Noto que no me reconoce, pero luego verá quién soy.

Con esa advertencia, el recuerdo de la fisonomía de don Julián se precisó en la memoria de Quintaverde. Nada dijo, sin embargo, acordándose de la promesa que había hecho a Carlos Díaz de no contribuir al apresamiento de Estero.

Este continuó:

–La última vez que nos vimos, comandante, fue cuando usted me tomó preso con otros compañeros, y, en lugar de hacerme poner, como a éstos en la cárcel, me hizo llevar amarrado a mi propia casa, donde me encerraron diciendo que yo estaba loco.

–Así fue, don Julián –dijo Quintaverde, cuyo rostro se puso encendido–; yo obedecí órdenes superiores.

Don Julián se volvió hacia el juez.

–Esta es la revelación que he venido a hacer a usía: yo soy don Julián Estero, y vengo a constituirme prisionero para que se me juzgue.

–¿Y usted reconoce a este señor? –preguntó el juez a Quintaverde.

–Perfectamente, señor juez.

Ante esa afirmación, el magistrado hizo conducir a la cárcel a don Julián. Habría preferido que la aprehensión del delincuente se hubiera efectuado en virtud de la orden que acababa de poner en mano de Quintaverde; pero pronto encontró motivo para consolarse de este contratiempo, pensando en que el acto de don Julián Estero se entregase él mismo a la justicia daría mayor interés a la causa que iba a iniciar, y, por consiguiente, más notoriedad al juez encargado de ella.

Entretanto, la noticia de las ocurrencias en casa de las Estero se había difundido por Santiago con rapidez inusitada. Algunos vecinos llegaban a decir que ninguna ocurrencia de alto interés social o político había circulado con tanta velocidad en la población, desde la noticia de la derrota del ejército pipiolo en la margen del río Lircay. Hacia la una de aquel día, la tragedia que había ensangrentado la casa chica era referida con tal exageración de proporciones y de detalles, que los que habían figurado en ella como actores no habrían podido reconocerla. En el barrio, teatro del suceso, reinaba viva alarma por temor de ver de repente aparecer al loco blandiendo la espada con que había herido a su hermana. El nombre del ñato, mañosamente lanzado a la curiosidad pública por don Agapito Linares, había sonado desde temprano en los corrillos como el de uno de los autores principales del criminal atentado.

Poco más tarde, la nueva del apresamiento de Carlos Díaz cambió en certidumbre la acusación lanzada por don Agapito. Nadie dudó ya de la existencia de una confabulación atroz entre el ñato y el loco para asesinar a doña Manuela, y, probablemente, para incendiar la casa y tal vez entregar el barrio entero a las llamas.

Deidamia había enviado desde temprano a ña Gervasia en busca de nuevos remedios para su tía, ordenados por el cirujano Buston en su visita de la mañana. La criada llevaba especial encargo de pasar a la vuelta a casa de las tías Lizarde, a preguntar noticias del joven. Por este medio había sabido su llegada a la casa y su salida de ella, poco después, escoltado por tropa de policía. Estas ocurrencias mantenían en
constante alarma el espíritu de la chica. La figura de Carlos Díaz tomaba en su imaginación las proporciones románticas de un ser misterioso del que no podía explicarse los actos; pero que seguramente se sacrificaba por algún noble propósito. Su ansiedad no le permitió dejar transcurrir más de dos horas sin volver a enviar a ña Gervasia a casa del joven en busca de nuevas noticias. La sirvienta llegó sofocada con la mgnitud de la nueva de que era portadora. “Don Carlito había vuelto a la casa, cuando todos lo creían preso en la cárcel”.

–¿Y tú lo viste? –preguntó con júbilo la chica.

–Lo vi, pues, señorita, como estoy viendo a su mercé, y me dijo que le entregase esta cartita.

Ña Gervasia sacaba de debajo del rebozo una carta, que entregó a Deidamia. La chica, llena de emoción, corrió a su pieza para poder leerla a solas:


Linda, tengo mil cosas que contarte. Esta tarde, a eso de las cuatro, iré a la huerta de don Guillén con los niños a encumbrar volantines: no dejes de estar ahí y conversaremos.


Al salir de la cárcel, acompañado por Quintaverde, el ñato había corrido a tranquilizar a sus tías.

–¿No ven, pues? ¿Qué les dije yo? Aquí me tienen de vuelta, después de conversar con el comandante de policía. Hemos quedado los mejores amigos.

Las tías parecieron rejuvenecidas al encontrarse con el niño, al que suponían encerrado en la cárcel. Mientras él almorzaba, la menor de ellas corrió a San Francisco, a prender una vela al patrono de la Orden, en acción de gracias. Fue en ese momento que tuvo lugar la visita de la emisaria de Deidamia y la entrega de la carta para la joven.

Después de esto, Díaz dijo que antes de reposarse de la agitación de la mañana debía aprovechar el tiempo en ir a ver a don Matías Cortaza al ministerio y averiguar la actitud de la familia a consecuencias del suceso de la noche anterior. Conocía la puntualidad del archivero a las horas del despacho, y estaba seguro de encontrarlo en su oficina.

Cortaza se hallaba allí, en efecto, sentado en absoluta inmovilidad, delante de un rimero de expedientes. La velada de la noche a la cabecera de su mujer y las mortificantes vacilaciones de su ánimo a presencia de la terrible situación en que los acontecimientos lo habían colocado le daban un aspecto de profundo abatimiento. La sombra de la barba, no rasurada por varios días, aumentaba esa palidez del rostro con la ascética morbidez de los monjes pintados por Zurbarán. Ante la aparición de Díaz, Cortaza tuvo un sobresalto de amedrentada sorpresa.

–Seguro que no me esperaba, don Matías –dijo el joven, acercándose, risueño, al archivero.

–¡Don Carlito!, qué, ¿no estaba preso, hombre? –exclamó don Matías, tocando tímidamente la mano que el mozo le tendía por sobre los legajos amontonados en la mesa.

–Cómo no, pues; estaba preso, pero ahora estoy libre.

–Entonces, ¿lo han soltado o se ha arrancado de la cárcel?

–Me soltaron y voy a contarle cómo.

–¡Vean qué diablo es don Carlito!

Cortaza, visiblemente, quería ganar tiempo. Su inquietud de neurasténico le infundía el temor de que la visita del joven fuese el indicio de alguna revelación inquietante. El pobre archivero atravesaba una de esas crisis de pesimismo tan frecuentes en los hombres tímidos al primer golpe adverso de la suerte. Díaz se puso a referirle, a grandes rasgos, la fuga con el loco, la seguridad de tenerlo a esas horas al abrigo de toda persecución y, con más detalles enseguida, las peripecias de su vuelta a casa de las tías en la misma noche; la manera cómo había burlado la vigilancia de la gente apostada en la casa para aprehenderlo, y cómo en la mañana había preferido entregarse en vez de andar fugitivo, perseguido como un malhechor.

Don Matías lo escuchaba atónito. De cuando en cuando sus manos vagaban con extraños movimientos sobre los papeles, a impulsos de supersticiosas invocaciones, que marcaban los trances por que iba pasando su espíritu amedrentado. Cuando el mozo llegó en su narración al acto de su encarcelamiento, aterrado Cortaza ante la posibilidad de que el ñato hubiese tenido que revelar su participación en la apertura del calabozo, permaneció con la respiración suspendida y los nervios crispados del que espera oír de un instante a otro el estallido de un arma que alguien está a punto de descargar.

–Esto sí que se lo voy a contar con todos sus pormenores –le dijo el mozo, al anunciarle la llegada de Quintaverde al cuarto de la cárcel en el que se hallaba encerrado.

Cortaza lo miró con el aire de pavor que cubre el rostro del enfermo de gravedad cuando llega el momento del diagnóstico, después del examen profesional. Díaz conoció su angustia y se apresuró a tranquilizarlo:

–Empezaré por decirle, don Matías, que no dejé sospechar, ni por un momento, que usted me hubiese dado la llave para abrir el calabozo.

No se detuvo ante esta mentira por no alarmar a Cortaza.

–¡Hombre!, ¡qué bueno!, ¡no sabe cuánto le agradezco!

Sus ojos miraban, sin embargo, al mozo con el temor de ver surgir nuevos peligros.

Díaz refirió entonces con minuciosa exactitud toda su entrevista con el comandante de policía.

–¿Y para qué fue a hablar de las cartas, hombre? –exclamó Cortaza, avergonzado.

–Porque sin eso no me habría dejado salir, ¡qué gracia!, ¡y entonces habría habido interrogatorio del juez, averiguaciones de nunca acabar y que sé yo!

Don Matías meneaba la cabeza, descontento. Díaz repuso:

–Esas cartas no son un secreto para el comandante: con ellas lo tendremos mansito, ¿no ve?; don Matías, téngalas bien guardadas. Mientras ellas estén en nuestro poder, no hay temor de que el hombre nos ataque.

Este razonamiento dio alguna serenidad a Cortaza. La palabra de ese mozo que había impuesto condiciones al odiado comandante de policía cobraba en el ánimo del archivero una autoridad incontestable. Sin esperar su aprobación, el joven repuso:

–Ahora, don Matías, cuénteme lo que pasó en su casa. Es indispensable que yo sepa todo y que nos pongamos de acuerdo para lo que pueda venir después.

Enredándose en los detalles, el archivero puso a Díaz al cabo de lo acontecido después de la fuga de don Julián.

–Yo pasé una parte de la noche cuidando a la Mañunga; ¿qué quería?, amigo, aunque ella ha sido tan perversa conmigo, me daba lástima verla así.

Habló como excusándose por su debilidad. Tenía miedo del espíritu picaresco del ñato.

–Hizo bien, don Matías; al enemigo que está en el suelo no hay que ponerle el pie encima.

–Así es, pues –suspiró Cortaza, contento de que el mozo no se burlase de la debilidad de su carácter.

–Cómo no, pues –apoyó Díaz–, ¿no ve que después le vendría a usted el arrepentimiento, si la señora se muriese?

–¡Cómo, si se muriese! No esté diciendo esas cosas, don Carlito, ¡cómo se ha de morir! ¡No esté presagiando desgracias, hombre, por Dios!

Era el grito de su corazón que se abría paso ante la catástrofe posible. El sonido material de la voz de Díaz, admitiendo como probable la hipótesis de la muerte de la enferma, había sacado a Cortaza de las terribles vacilaciones en que flotaba su espíritu al preguntarse si debía sentir o deplorar la desgracia que amenazaba la existencia de su mujer. El invencible amor, amor físico y del alma, aterrado y comprimido en el fondo de su ser por la rabia de los celos, por la ignominiosa certidumbre de su abyección, rompía ahora sus cadenas, apartaba con fuerza irresistible el peso de su odio y reaparecía triunfante en presencia de una irreparable separación.

Olvidado de su neurastenia, Cortaza parecía asumir una personalidad nueva y miraba con el relámpago de la resolución en los ojos al joven, admirado de la repentina metamorfosis.

La juvenil tendencia a la broma trajo a los labios del ñato esta exclamación:

–¿Entonces la quiere, don Matías? Para qué está disimulando; ¡todavía la quiere!

–¿Quién le ha dicho que la quiero? No hay tal cosa; ¡cómo la he de querer!

Le había temblado la voz al pronunciar ese desmentido, y sintiendo acudirle un arroyo de lágrimas a los ojos, don Matías se volvió con precipitación hacia los estantes del archivo. Sus manos temblorosas cogieron desatinadamente algunos papeles.

Díaz se sintió avergonzado de su ligereza. Sensible a toda desgracia, aquel hombre en lucha sorda con un destino inmerecido le inspiraba ahora una verdadera afectuosa simpatía. Como el que se detiene ante la profundidad de un abismo, el joven tuvo en ese momento la revelación de lo insondable de esa enfermedad de amor, que su inexperiencia de la vida le había hecho ignorar hasta entonces. Un sentimiento de pudor le obligó a buscar el modo de cambiar la conversación, volviendo al objeto principal que se había propuesto al venir a ver al archivero; mas, ante todo, quiso disculparse.

–No haga caso de mis bromas, don Matías; no he tenido intención de ofenderlo; dispénseme. No lo hice con mala intención.

–No crea que me he enojado; pero esas bromas no me gustan –dijo con humildad Cortaza.

–Bueno, pues, hablaremos de lo que ha pasado en casa de usted.

Don Matías resumió su narración:

–Poco antes que yo saliese de casa para venir al ministerio, Agapito, mi concuñado, me presentó un escrito en papel sellado, pidiéndome que lo firmase. Había ido temprano donde un amigo tinterillo que él tiene y le hizo extender un escrito, acusando criminalmente al loco por el sablazo con que hirió a la Mañunga.

–Pero usted no firmó, don Matías.

–¿Qué quería usted que hiciese? Si no hubiera firmado habrían dicho, por lo menos, que yo me alegraba de la picardía del loco, y Agapito habría firmado la demanda. Hasta habrían dicho que yo estaba de acuerdo con don Julián y con usted, y en las averiguaciones podía llegar hasta salir lo de la llave del cuarto del zaguán: no había otra cosa que hacer, tuve que firmar no más. Si usted hubiera visto lo que me costó para no firmar otro escrito, que también quería mi cuñado que firmase, diciendo que yo sospecho que usted es el que ha favorecido la salida del loco. A eso me negué redondamente, diciendo que yo no podía lanzar así contra usted una acusación calumniosa, que no podría probar.

–No sacarán mucho con su escrito, porque no han de poder pillar a don Julián –dijo el joven, en tono de perfecta seguridad.

–Sí, pero habrá sumario indagatorio, y nos tomarán declaración a todos los de la casa.

Don Matías reflexionaba como pesimista, admitiendo todas las hipótesis adversas.

–Si le preguntan algo, no hay que confesar por nada. Si usted no habla, ¿cómo puede el juez sospechar que usted me dio la llave? Pero, si habla, está perdido, ¿no ve? Diga que no sabe nada, que no oyó nada, y que casi se fue de espalda cuando vio entrar al loco con el sable en el comedor.

–Y si toman a don Julián, ¿qué haremos?

–Lo mismo: no hay que chistar palabra. Responda usted que todos son cuentos del loco, que todo lo que cuenta son invenciones, y manténgase: ahí mudo el perro, don Matías, ¿oye?

–Bueno, pues, así lo haré.

22

Cortaza se mostraba más tranquilo. La confianza de Díaz en el sistema de absoluta negativa le inspiraba la energía que sin el consejo del mozo le habría faltado indudablemente. Satisfecho así de haber preparado el terreno para hacer frente a los interrogatorios del juez, Díaz se despidió de Cortaza y tomó el camino de la casa de don Guillén Cuningham. Era poco más o menos la hora en que había mandado decir a Deidamia que se encontrarían en la huerta. Guillén y Javier, al verlo entrar, prorrumpieron en exclamaciones de júbilo, corriendo a abrazarlo. Díaz se sintió conmovido ante esa franca manifestación de cariño

–Nos habían dicho que te habían tomado preso.

–Que te habían encerrado en la cárcel.

–Así fue, pues, en la cárcel estuve, pero ya ven ustedes que estoy libre.

Los dos chicos lo miraban con tímido respeto.

El compañero de sus juegos infantiles tomaba para ellos la importancia de un héroe inmortal. ¡Había estado preso en la cárcel y nada se le conocía! Los dos muchachos sospechaban una participación misteriosa del ñato en el trágico suceso de la noche última, a pesar del pretexto con que los había hecho abrirle la puerta de calle.

–¿Tú sabes que el loco se salió anoche de su calabozo y que se ha arrnacado? –dijo Javier, como anunciando un peligro.

–Y que casi mató a doña Manuela –agregó Guillén.

Para decir esto, bajaba la voz, a manera de hacer una revelación misteriosa.

–Así me han contado –dijo el joven, con aparente indiferencia.

Javier repuso en el mismo acento confidencial:

–Don Agapito dice que eres tú quien le abrió la puerta al loco.

–¡Qué mentira! –exclamó Díaz–, ¿qué sabe ese tonto?

–Nosotros no le hemos dicho a nadie que te abrimos la puerta de la calle –dijo Guillén, con importancia.

Javier añadió:

–Este quería que se lo contásemos a mamá; pero yo le dije que no fuese leso, que era mejor que nos quedásemos callados.

–Hicieron muy bien de no decir nada –aprobó Díaz. Y, cambiando de tono, repuso–: No hablemos más de eso: vamos a encumbrar volantines; hay muy buen viento.

Pero los chicuelos, profundamente impresionados todavía con la tragedia, de la que debía quedarles un recuerdo indeleble, preguntaron al ñato, con inquietud.

–¿Y el loco?, ¿qué se hizo?; ¿sabes tú?

–Por ahí andará suelto, pues; yo no sé.

–Si anda suelto –observó Guillén–, es capaz de venir esta noche a la casa y matarlos a todos.

–Dicen que tiene más fuerza que diez hombres juntos –aseguró Javier.

–¡Qué ha de venir! No estén pensando disparates. Traigan los volantines y vámonos a la huerta.

Alentados con esas tranquilizadoras palabras, los chicos sacaron sus volantines y siguieron a Díaz, sin volver a hablar del loco ni de los acontecimientos de la víspera.

No tardó, a poco de estar los volantines encumbrados, en hacerse oír del lado del huerto de la casa chica la armoniosa voz de Deidamia. El ñato corrió, como antes, en busca de la escalera, y subió apresurado hasta la barba de la tapia divisoria.

–¡Ay!, linda, ¡qué felicidad de verte!

Radiante de alegría, el joven lanzaba su exclamación de júbilo, enviando a la muchacha, en la punta de los dedos, un apasionado beso.

Deidamia corrió hacia él, extendiendo cuando pudo el brazo, y le pasó un ramo de flores que acababa de formar con las más fragantes de su jardín.

–Ese es mi saludo –le dijo, con cierto temblorcillo en la voz, muy distinto del tono de chanza familiar con que acostumbraba hablarle.

Y ambos, por un momento, con íntima emoción, se miraron en silencio. Ella y él sentían que un profundo cambio se había operado en la situación respectiva de uno y otro. Hallábanse en una de esas circunstancias de la vida en que las horas toman su valor de tiempo transcurrido, más que por el número de ellas, por la magnitud de los acontecimientos acaecidos durante su curso. Se les figuraba que su separación había sido de muchos días, tal era la importancia de los sucesos ocurridos, y tal la transformación de sus sentimientos íntimos, desde que, en la tarde anterior, se habían separado.

–Me parece que ayer pasó hace mucho tiempo –dijo el joven, con afectuoso acento y con cierta gravedad reflexiva, que Deidamia no había oído nunca resonar en su voz–; ¿y sabes por qué, linda? Por la cartita que me mandaste anoche, aconsejándome que huyese.

La chica, en vez de la franca risa con que acostumbraba a mofarse de los requiebros del ñato, bajó la vista, ligeramente ruborizada.

–Yo sabía que iban a perseguirte, por eso te escribí.

–Pensé –dijo el mozo– que si yo no te importase nada, no me habrías escrito, y con eso me puse tan contento como si me hubieses dicho que me querías.

Deidamia no contestó directamente a esa insinuación, pero encontró medio de no contradecirle.

–¡Figúrate mi susto cuando me dijeron que te habían llevado preso!

–¿No habrías ido a verme a la cárcel?

–Sí, habría ido con tus tías –contestó ella, con resolución, mirando fijamente al joven.

–¡Ay preciosa! ¡Qué daría yo por ir a ponerme a tus pies, para adorarte por esa respuesta!

Después de esa exclamación quedáronse en silencio. La chica se sentía intimidada ante la realidad del amor, que de la noche a la mañana había nacido en su pecho, como esas flores que abren sus pétalos en el misterio del silencio nocturno.

Díaz, por su parte, no se atrevió a insistir en la apasionada hipérbole con que había querido expresar su adoración. Temía que pidiendo a la joven una explícita confesión de amor, ella rompiese el encantamiento de aquel instante con alguna risa burlesca. Así, los dos se detenían turbados en los linderos del mágico recinto donde se unían ya sus almas en una de esas confesiones tácitas, a las que da el silencio la solemnidad de un juramento apasionado. La joven buscó el modo de reanudar la conversación de una manera natural.

–A todo esto –dijo, con una sonrisa casi forzada–, nada me cuentas de lo que hiciste anoche.

–¿Anoche? ¡Ah, sí! –respondió Díaz, despertando de su enajenación–. ¿Qué hice? Primero, te estuve esperando en el patio.

–¡Cómo podías figurarte que me hubiese atrevido a ir!

–La esperanza es tan crédula –exclamó el ñato, con una risa que ahogaba un suspiro.

–Si estabas en el patio, ¿entonces tú viste salir a don Julián?

–Aguárdate, voy a contarte; pero dime primero: ¿cómo le va a doña Manuela?

–¡La pobre tía! El médico la encuentra mejor. ¿Sabes que el loco pudo haberla muerto?

–¿Así sería, pues? ¿Pero tú no has pensado que yo tuviese parte en eso?

–¡Ay, no!, ni por un instante: si lo hubiese creído, no estaría aquí, hablando contigo.

–Bueno, pues, entonces, voy a contarte.

Y en vez de empezar, señaló con el ademán la silla de las lecturas de Cortaza.

–Tráela, linda, estamos tan lejos; capaz que me ponga ronco para que me oigas, si no te acercas.

En dos minutos, Deidamia, de pie sobre la silla, dejaba que el mozo le tomase una mano.

–Así, sí, pues, que se puede hablar –exclamó él, perdiendo su mirada en las luminosas pupilas de la joven.

Pronto le hubo referido todas las peripecias en que había tomado parte la noche anterior, y aun en la mañana del día en que hablaban. Deidamia tuvo que contentarse con poco precisas explicaciones acerca de cómo había podido el joven entrar en el patio de la casa y llegar a tener la llave del calabozo de don Julián. Hacía el ñato su narración con sencillez, sin dar importancia alguna a la parte que le había cabido tomar en esos acontecimientos, preparados por él exclusivamente. Pero Deidamia no se dejaba engañar por la modestia del narrador. Lo veía en ese momento con las heroicas proporciones con que, en la noche, durante la penosa velada al lado de la señora herida, su imaginación se había complacido en revestirlo. “Era él el héroe de esa aventura audaz”, y su atrevimiento exaltaba la fuerza de la poderosa seducción que tiene para el alma de la mujer todo rasgo de varonil temeridad.

–Te voy a confesar –le dijo, cediendo a su entusiasmo–; yo estuve por pararme de mi asiento para ir a encontrarte en el patio, cuando apareció don Julián en el comedor.

–¡Qué suerte para él que yo no lo hubiese sabido! –dijo el joven, riendo–, porque de seguro que por verte a ti lo habría dejado en su calabozo.

–Y él no habría herido a mi pobre tía –suspiró ella.

–Pero no estaríamos aquí tan cerquita como estamos, linda, y no te habría podido decir que todo lo que he hecho es por acercarme a ti y por oírte decir que me quieres.

–No tienes necesidad de oírlo, porque ahora ya lo sabes.

–Ciertito, ¿no me engañas?

Hacía la pregunta tratando de simular tras una sonrisa la ansiedad con que esperaba la respuesta.

–No te engaño, es la verdad –contestó ella, ocultando también, con una vaga sonrisa, su emoción.

–¿La purita?, dime...

–¡Sí, porfiado!; ¿para qué me haces repetir?

–Porque quiero estar seguro, después de tanto esperar y de tanto desesperar.

–Yo también quería estar segura antes de decírtelo –repuso ella, correspondiendo a la apasionada presión de las manos con que el ñato quería infundirle la loca alegría que lo dominaba.

Alzando la voz, con su ímpetu juvenil, Díaz exclamó:

–Entonces, linda, mandaremos cambiar el oficialito.

–¡Qué me importa él!; ¿crees tú que alguna vez le he hecho caso?

–Yo no sé, pues –contestó el ñato, con una impresión de celos retrospectivos–, pero el hecho es que tu padre y tu madre han dicho, desde que llegó del Perú, que tú estás de novia con él.

–No basta que ellos lo digan, falta que yo consienta.

–¿Y si te quieren obligar?

–¡Ah!, si me quieren obligar, tú me defenderás.

–¡Eso es!, yo te defenderé –prorrumpió el ñato, con exaltación–, y veremos quién vence. Te arrancarás de tu casa conmigo y nos iremos donde mis tías.

–No creas que tenga miedo de arrancarme contigo, pero mejor sería que buscásemos algún modo de hacer que el oficialito, como tú dices, renuncie él mismo a cobrarles la palabra a mis padres.

–Dirán que te ha despreciado.

–¡Y eso qué me importa! Tú sabrás que no es cierto.

–En todo caso, yo haré que el oficialito dé por recibidas las calabazas, y si no consiente por bien, trataré de que tu padre mismo le haga tomar el portante.

–¡Ah!, eso sería mejor –exclamó Deidamia, admirada del ingenio de su galán para vencer las dificultades–. Como mi tía está enferma –agregó la chica–, yo no quería darle que sentir. Ella ha sido siempre severa conmigo, pero yo sé que me quiere, y yo la quiero también.

–Si tú la quieres, yo tendré que querer a la vieja, aunque ella me echó de tu casa –dijo Díaz, con aire jocoso.

–Entonces tú buscarás, pues, ese medio, y cuenta conmigo para todo.

Había pasado largo rato; embelesados en sus volantines no se cuidaban de Carlos Díaz. El idilio de la tapia no existía para ellos. Vivían con la imaginación en el aire, allá donde los volantines gallardamente se mecían obedeciendo al diestro tiranteo que el ñato les había enseñado.

–Me voy; hasta mañana. Voy a ver cómo sigue mi tía –dijo la chica.

–Te vas cuando empezamos apenas a conversar. Yo que te iba a hablar de mis proyectos sobre don Julián.

–Ahora no hay tiempo, temo que se aparezca mi papá, que debe haberse levantado de la siesta.

Ya se había bajado de la silla, antes que Díaz hubiese podido detenerla.

–Hasta mañana a esta hora –díjole, al enviarle un beso de despedida.

–Ese beso, de tan lejos, no vale –exclamó el mozo–; me lo debes con el de mañana también.

Bajóse él ligero de la escalera. Todo se teñía a sus ojos de color de rosa. La seguridad de ser amado entonaba en su imaginación un himno de gloria a la dicha de vivir. No habría ya obstáculo alguno que pudiera separarlo de Deidamia.

Al entrar, media hora después, en casa de sus tías, encontró en el patio a Onofre Tapia esperándolo.

–Don Carlito, le traigo una mala noticia –fueron las primeras palabras del antiguo asistente de don Julián Estero.

–Si es mala la noticia, ¿para qué me la trae? –dijo el joven, entre risueño y alarmado.

–Porque es preciso que la sepa.

–A ver, pues, hable; no crea que me vaya a desmayar de susto.

–Mi capitán se me ha perdido, don Carlito.

–No esté embromando, ño Tapia; el capitán no es niñito, para que se pierda así no más.

–Le voy a contar para que vea. Después que usted salió de mi casa, fui a buscar a mi compadre, que vive por la calle de San Pablo afuera, y le dije que si podía recibirme un alojado, pariente mío, que anda un poco enfermo y quiero que lo cuiden bien. El compadre me dijo: “Cómo no, pues, tráigamelo no más, y aquí se lo cuidaremos”. Cuando lo dejé todo arreglado, me fui a casa del caballero Topín y le conté a mi capitán lo convenido con mi compadre, diciéndole que vendría a buscarlo por la noche para llevarlo. Mi capitán me preguntó las señas de la casa y quedó muy contento. Entonces me vine a buscarlo a usted para darle las señas del compadre y decirle que poco después de oscurecer encontraría ahí a mi capitán. Aquí me dijeron que acababan de llevarle a usted a la cárcel. Fui corriendo a la cárcel, y el alcaide me dijo que para hablar con usted debía traer orden de mi comandante Quintaverde. Corrí al cuartel de policía, y no encontré a mi comandante. Entonces me fui donde mi capitán y le conté lo que pasaba. Mi capitán se volvió una furia, pero al cabo de un rato se puso más suave. Cuando lo dejé para volver al cuartel, me prometió que me esperaría, como habíamos convenido, para ir a casa de mi compadre. En el cuartel, mi comandante no había llegado todavía. “Tal vez estará en la cárcel”, me dijeron. Ligerito volví entonces a la cárcel; y ¿sabe lo que me dijo el alcaide?: “¡El comandante y su prisionero salieron de aquí hace poco rato, conversando, muy amigos!” ¡Qué mejor noticia para mi capitán, que había estado tan furioso! Aunque ya yo estaba cansado, me eché a andar para la casa de don Miguel Topín, a llevarle la buena noticia a mi capitán. Pero ahí ni señas de él. El sirviente me dijo que el caballero alojado había salido y no había vuelto. Ya me entró susto, don Carlito, y fui a trote largo donde mi compadre. Nada, nadie había ido ahí. ¿Qué hacía yo entonces, pues? Me vine aquí derechito a esperarlo a usted para decirle lo que pasa.

–No lo busque más; seguro que ha ido a entregarse a la policía –dijo el ñato, fríamente.

Y, poniéndose el índice de la mano izquierda sobre la sien de ese lado, agregó:

–El hombre no es loco, pero algún tornillo le falta, ¿no ve? Ya desde anoche en la calle le había tomado ese tema.

–Y, entonces, ¿qué haremos, don Carlito?

–Usted, nada, pues. Es preciso que nadie sepa que usted está con nosotros; pero yo iré ahora mismo a ver al comandante Quintaverde: por él sabré si me equivoco. Venga mañana y le daré noticias.

Al volver de la oficina a la casa chica, después de su conversación con Díaz, Cortaza experimentaba la sensación de ver un horizonte oscuro que se despeja. Vacilante, hasta aquel momento, en la penosa alternativa de oír la voz de su honor ultrajado, y desear de su pasión latente y buscar en el perdón el olvido de su silencioso martirio, las horas que habían pasado desde el drama de la cena habían sido para su alma horas eternas de una implacable tortura. La chanza del joven Díaz, acusándolo de estar todavía enamorado de doña Manuela, produjo en él la violenta crisis que debía resolver súbitamente en su espíritu el espantable problema. La dura confesión de su debilidad, mal disimulada a los ojos del ñato, le arrancó las lágrimas rebeldes que debían cicatrizar la herida punzante todavía. Al guardar, concluido su trabajo, los expedientes y los papeles de la labor de aquel día, Cortaza sintió la alegre ligereza del colegial que abandona sus libros, pensando en la recreación que lo espera.

Semejante a los que transigen con una vergüenza oculta, a trueque de encontrar algún resto de felicidad en la vida, don Matías optaba por el perdón, con la esperanza lejana de una reconciliación que reconstituyera su hogar. Pensaba en esos mutilados de la guerra que continúan viviendo con una salud precaria, aunque sin dejar de sentir en su cuerpo el peso del proyectil que no ha podido extraerse. Así viviría él al lado de su mujer, tratando de reconquistarla a fuerza de ternura y temblando de emoción ante la posibilidad problemática de conquistar algún día sus favores. Comparada esa existencia con el lamentable abandono de los días pasados, aquello sería, al menos, una vislumbrante de felicidad.

Entró en la pieza de la enferma de puntillas, y se quedó de pie, tratando de acostumbrar la vista a la oscuridad que allí reinaba. La ventana, ligeramente entornada, dejaba pasar apenas un rayo de luz dudosa, que la celosía de madera trocaba en una sombra de tardío crepúsculo matinal. Antes de distinguir los objetos, el ruido de una respiración que amenaza convertirse en ronquido atrajo la vista de don Matías hacia los pies de la cama. Sinforosa dormía descuidada su siesta sobre una vieja poltrona. Temeroso del efecto que esa sonora respiración pudiese hacer sobre la paciente, don Matías, sin hacer ruido, arrastrando suavemente los pies sobre la alfombra, avanzó hacia la cama y se inclinó sobre la cabecera. En la penumbra, su vista acostumbrada ya a la semitransparencia de la oscuridad descubrió los ojos de doña Manuela mirándolo fijamente.

Al mismo tiempo, un leve murmullo de la enferma llegó como el eco de una voz distante a sus oídos:

–¡No la despiertes, déjala dormir, y dame de beber!

Como en la noche precedente, don Matías tomó de la cómoda el vaso preparado según la indicación del médico; ayudó a su mujer a incorporarse, pasándole el brazo izquierdo por la espalda, y le presentó con la derecha la bebida. Doña Manuela, a grandes tragos, con la sed de la calentura, apuró casi todo el líquido. Al retirar los labios del vaso, volvióse hacia su marido, cual si se diera cuenta sólo entonces de quién era.

–¿Eres tú, Matías?; gracias, ¡tenía tanta sed!

Sus ojos y los de Cortaza se encontraron, esta vez en íntima comunicación. Suavemente, él la acostó sobre el lecho, retirando poco a poco su brazo, sintiendo el calor de la espalda, tocando inadvertidamente con la punta de los dedos, al deslizarse, el seno de la enferma.

–¿Cómo te sientes? –preguntó, con turbada solicitud, sobrecogido de un temblor nervioso, zumbándole los oídos, enrojeciéndose con el temor de que ella pudiese haber pensado que ese rozamiento casual había sido voluntario.

Pero, aunque continuaba inclinando la cabeza después de su pregunta para oír la respuesta, Cortaza vio a su mujer dormida ya, inmóvil, la cabeza sobre la almohada, de nuevo convertida en el ser misterioso, que el sufrimiento, con celosa mano, aparta de los suyos.

Antes que terminase su observación, don Matías sintió en la espalda que alguien lo tocaba. Sinforosa había despertado, y le decía al oído:

–Anda a acostarte un rato, Matías, para que puedas cuidarla esta noche; debes estar muy desdormido y podrías enfermarte.

Agachado, la cabeza hundida entre los hombros, figurándose que así evitaba el hacer ruido, Cortaza se deslizó fuera de la pieza, profundamente emocionado ante el problema de vida o muerte, de amor o de odio, que tejía para él, en esos momentos, el destino.

23

El juez del crimen inició al día siguiente el proceso contra don Julián Estero, por conato de parricido.

Llevado de su ardor profesional, el tinterillo de quien don Agapito Linares se había valido para redactar el escrito de acusación había dado las proporciones de un juicio criminal de alta importancia a lo que, sencillamente, debió haber sido una simple solicitud al jefe de policía pidiéndole la aprehensión del insano y su restitución a la familia. En presencia de una acusación criminal, el juez por su parte, no creyó poder dar al asunto otro giro que el de un proceso en debida forma.

El primero llamado a prestar su declaración fue, naturalmente, el acusador. Al recibir la citación de comparecer al juzgado, Cortaza se creyó sumido en las tinieblas de una pesadilla atroz. El documento oficial lo lanzaba violentamente de su secreta resolución de perdonar a su mujer al abismo de una indagatoria judicial, en la que el menor traspié podría hacerlo caer en la confesión de su ingerencia en la fuga del acusado. En el camino de su casa al despacho del juez, los consejos que el día anterior le había dado el ñato le acudían a la memoria. Don Matías juró ante el juez no tener la menor idea de la manera cómo había podido don Julián salir de su calabozo. “Sin duda había empleado largo tiempo para procurarse con qué limar su grillete y poder abrir la puerta de la pieza”. Esta versión coincidía muy bien con las explicaciones que daba el reo sobre esos hechos. Don Julián, interrogado en la mañana, había dado su declaración, evitando arrojar sospechas sobre ninguno de la familia, con arreglo a las sugestiones de Carlos Díaz. Según él, uno de los soldados de artillería que entraban mañana y tarde en su calabozo trayéndole el almuerzo y la comida, le había dado, hacía mucho tiempo, cediendo a sus súplicas, una lima. “Con este instrumento –decía don Julián– había podido limar el grillete en su parte más delgada, mediante un trabajo de largos meses. En cuanto a la puerta, con la misma lima había podido forzar la cerradura.” Esta declaración, verosímil o no, era la única manera de explicar la salida del calabozo, acerca de la cual Cortaza sostenía sus absoluta ignorancia.

A este interrogatorio del principal acusador, siguieron el de don Agapito Linares, el de su esposa, el de ña Gervasia y su hijo Alejandro; más tarde, el de don Guillén Cuningham. Emilio Cardonel fue también interrogado, como testigo del drama del comedor y dueño de la espada de que se había servido don Julián en su atentado. Estas diversas declaraciones habían durado varios días. Convencido el juez de la importancia del proceso en que le cabía tan culminante participación, quiso proceder con cautelosa lentitud y no precipitar el desarrollo de la indagación.

La resonancia de los acontecimientos, origen del proceso, en las diversas clases sociales de la capital, hacía de los procedimientos del juez el punto de mira de la curiosidad del vecindario. En la variable atmósfera de ese tribunal anónimo que representaba la pública opinión, las distintas fases que el curso del asunto iba desarrollando alcanzaban variadas y variables proporciones. Siguiendo la ley del antagonismo de los pareceres, rasgo característico de toda sociedad civilizada, dos bandas opuestas habíanse formado, al discutir las incidencias de la causa. Partidarios unos de la víctima y defensores de su familia, sus esfuerzos se encaminaban a propalar argumentos en contra del agresor, hasta hacerlos llegar al recinto en que la justicia sustanciaba los hechos y acopiaba los elementos de un próximo fallo.

No menos ardientes otros en la defensa del prisionero, hacían resonar en las tertulias particulares y en las trastiendas de los almacenes de comercio sus severas acusaciones contra los que habían mantenido arbitraria reclusión al infeliz don Julián, so pretexto de una insanidad que ningún certificado médico justificaba. No tardaron esos bandos en agrupar sus parciales, según las divisiones políticas reinantes a la sazón. Los que alzaban su clamor pidiendo el pronto y ejemplar castigo del cirminal eran pelucones. Defendíanlo a su vez con ardor los pipiolos, que reconocían en el reo al oficial dado de baja después de Lircay. En la calurosa reyerta, al cabo de poco tiempo, los protagonistas del drama iban desapareciendo, el origen de las disputas borrándose, para dar margen principalmente a las encarnizadas recriminaciones con que los dos partidos se disputaban el favor popular, en la eterna riña de vencedores y vencidos.

El ruido de esas disputas no alcanzaba a turbar el silencio que durante aquel mismo tiempo reinaba en torno de la enferma. Un drama íntimo desarrollaba ahí sus calladas peripecias, únicamente conocidas por sus dos actores principales. Doña Manuela había ido lentamente volviendo a la salud, lentamente reanudando el hilo de sus sensaciones, desenmarañando poco a poco el enredo confuso de sus ideas. La vaga luz de la ventana durante el día, el pálido reflejo de la vela tras una pantalla durante la noche, eran el faro que guiaba sus facultades entorpecidas al despertar del agitado y largo sueño de la fiebre. La solicitud de los suyos velaba sobre ella sin descanso. Las cariñosas atenciones de Deidamia, los perezosos cuidados de su hermana Sinforosa, mecían su indolencia de convaleciente, le daban esa somnolencia moral, esa confianza infantil, que arrullan los sentidos del que vuelve a la salud después de una larga enfermedad. Pero el gran problema que ponía en activo movimiento su imaginación, como un reloj parado al que se da cuerda, era la presencia regular de su marido durante la mayor parte de la noche. Cortaza permanecía cerca de ella desde las doce hasta después del amanecer. Ninguna exhortación a mayor reposo de parte de Deidamia y de sus cuñados había bastado para persuadirlo a confiar a la sirvienta una parte de las horas de su velada.

En la tarde, después de la comida, veíasele, silencioso como antes, ir a entregarse a su lectura en el rincón del huerto que le servía como destierro. Pero sus ojos no recorrían ya con incurable pesar las páginas de El Chileno Consolado en su Presidio o las Aventuras de Robinson Crusoe, en las que su imaginación había buscado por largo tiempo imaginar los consuelos. El libro estaba ahí, sobre sus rodillas, pero los ojos del lector vagaban por el estrecho huerto, y sus oídos percibían desconocidas armonías en el ruido de los árboles, suavemente mecidos por la brisa de la tarde.

En esa contemplación de la naturaleza, desdeñada por él durante mucho tiempo, Cortaza veía surgir extraños fulgores del fondo de su cerebro, como si fueran súbitas esperanzas aparecidas en el oscuro campo de su habitual desconsuelo. Y su pensamiento vagaba entonces asombrado por aquella estancia silenciosa donde su mujer iba lentamente renaciendo a la vida. Cada uno de los incidentes, desde que se había acercado a ella por primera vez para darle de beber, constituía un rasgo de la transformación de su odio a la infiel en un interés involuntario hacia la paciente. En el silencio de la noche, en el misterio de la semioscuridad, la presencia de la paciente extendía su magia avasalladora sobre todas las sensaciones de su guardián. Había una fuerza de atracción moral y física en esa mujer que se agitaba en el fuego de la calentura, arrojando de sí las mantas del lecho para quedar cubierta solamente con la delgada sábana, bajo la cual se modelaban por momentos pasajeros las líneas esculturales de su cuerpo. Lo atraía con magnético poder la mirada de inconsciencia al principio, de silenciosa contemplación después, con que la enferma lo acogía cada vez que se acercaba a ella para prestarle algún servicio. Las múltiples sensaciones de sus veladas tomaban formas precisas en la memoria de Cortaza, durante sus horas contemplativas de la huerta. Cada tarde, las de la última noche se añadían a las de las noches anteriores, formaban un tesoro de recuerdos ofrecidos a la contemplación de su amante avaricia, contados y recontados como una riqueza que se vuelve a encontrar cuando se le creía perdida.

Mediante esa preparación maquinal de su espíritu, don Matías entraba a las doce de la noche en el cuarto de la enferma con la tímida veneración del montaje al santuario de su devoción. Doña Manuela presentía su llegada antes que él hubiese aparecido, y fingía dormir. Tenía miedo de verlo acercarse al lecho con el murmullo de algunas palabras solícitas por su salud, con la oferta de algún calmante para su dolencia. Sentíase conmovida por aquella grandeza de alma que trocaba en tierna solicitud, al verla postrada y doliente, el acre rencor en que antes aislaba su dignidad y su amargura de hombre traicionado. Así, ambos se observaban mutuamente, ambos sentían que el destino iba atando, con misteriosa acción, el roto nudo de su muerte común, a la que, pocos días antes, uno y otro se creían extraños para siempre.

Aquella noche, seis días después de la iniciación del sumario indagatorio sobre el atentado de don Julián Estero, Cortaza entró en el dormitorio a la hora de costumbre. Doña Manuela dormía con la tranquilidad de la convalecencia en progreso. Al acercarse al lecho, don Matías la contempló algunos instantes. La plácida tranquilidad de la durmiente calmó, por primera vez desde el principio de la enfermedad, la ansiosa alarma con que había seguido las diferentes alternativas de la lucha entre el mal y la robusta constitución de la señora. Sintió entonces expandirse el oprimido espíritu con la sensación de alivio de un cuerpo atado por ligaduras que fueran cortadas de repente. Acostumbrado a esperarlo todo del poder divino, Cortaza, en un gran impulso de reconocimiento, cayó de rodillas delante de la imagen de la Virgen, colgada sobre la cómoda, a la que apenas llegaba el reflejo de la vela tras su pantalla. En la confusión de las sombras, la obra del maestro quiteño le mostraba una expresión compasiva, invocada en vano por él hasta entonces en sus plegarias.

Era la melancólica paz del perdón que bajaba de las manos unidas de la madre del Redentor. Era la salud otorgada a ese precio por el cielo a la paciente. “Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”, repetía mentalmente, enviando su acción de gracias a la Virgen, en la divina elocuencia de la oración dominical. Sea que en el fervor de sus oraciones la respiración del invocador hubiese turbado el silencio de la pieza, sea que la acción magnética, de ser a ser, hubiese irradiado, como tantas veces sucede, del alma de Cortaza al alma de su mujer dormida, doña Manuela abrió lentamente los ojos y permaneció inmóvil, mirando a su marido sin poder darse cuenta, antes de algún rato, de su presencia. Algo como el estremecimiento moral de un religioso temor se hizo sentir entonces en el alma de la convaleciente. Los relámpagos de su arrepentimiento confuso, que a veces habían iluminado su espíritu con resplandores fugaces, al sentir las primeras sensaciones de mejoría en su cuerpo, se condensaron ahora en una luz velada, pero fija en su pensamiento, al contemplar la actitud de profunda unción del que rezaba. La solemnidad del silencio favoreció ese despertar de su alma, súbitamente conmovida de compasión. Demasiado débil todavía, sin embargo, para seguir un pensamiento, doña Manuela se sintió fatigada con la emoción y cerró los ojos como alguien que pasa de una densa oscuridad a la ofuscadora luz del sol.

En ese momento, Cortaza terminaba su plegaria y se acercaba al lecho en silencio. Doña Manuela sintió su proximidad y le tendió una mano, mirándolo enternecida.

–¡Qué bueno eres! –le dijo, al mismo tiempo, en un murmullo.

Don Matías se apoderó de la mano, inclinando la frente sobre ella, en un ademán de incontenible emoción. Ante ese movimiento los ojos de la señora se llenaron de lágrimas.

–Sí, eres muy bueno; yo no merezco tu cariño.

El sonido de su propia voz precipitó el raudal de lágrimas. Retirando la mano que estrechaba don Matías, juntóla rápidamente con la otra y cubriéndose con ambas el rostro, sacudidos los hombros por el hipo del llanto, que pugna por refrenarse.

Cortaza, enternecido a su vez, no acertaba a decir nada para serenar a su mujer. Suavemente, le apartó entonces las manos del rostro, diciéndole, al cabo de algunos instantes de silencio:

–No llores, hijita; eso puede hacerte volver la fiebre.

Al hablar, le acariciaba las manos, la cubría con su mirada de perdón, confuso en su timidez, deseoso de alejar del pensamiento afligido de su mujer las ideas que habían causado esa explosión de quebranto.

–¿Te sientes mejor? –preguntóle, solícito, como si nada hubiese pasado, como si solamente se hubiese acercado a ella en ese momento.

–Sí, mucho mejor –contestó ella, enjugando sus lágrimas–; ¡tú me has cuidado tan bien!

–Todos te hemos cuidado –asintió don Matías, con sencilla modestia.

–Sí, pero nadie como tú; yo no conocía tu gran corazón.

El enternecimiento volvió a quebrantarle la voz, y las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos, mientras su mirada se fijaba sobre su marido con ternura.

–Bueno, no hablemos de eso; no te vayas a afligir de nuevo y a empeorarte.

Hablaba acariciándole las manos, balbuciente de emoción, penetrado de una alegría melancólica, maravillado de la transformación de su mujer, de la dulzura de su mirada, de la humildad con que se cubría ahora su altanera hermosura.

–Trata de dormir –repuso, con voz de dulce consejo–. Tú necesitas reposo; yo voy a sentarme en la poltrona al pie de la cama. Duerme con tranquilidad; yo no me moveré de aquí.

–No, no, quédate; no tengo sueño, conversemos.

El acento de la voz daba a esas sencillas palabras una entonación de íntimo cariño, que penetró hasta el fondo del alma de Cortaza. Hubiera querido postrarse de rodillas y cubrir de besos las manos que ella le abandonaba. Pero un miedo instintivo de parecer ridículo a los ojos de esa mujer, que recobraba sobre él su antiguo imperio, lo hizo detenerse.

–Sí, conversemos, si no estás cansada –díjole, con voz complaciente, acercando una silla a la cama.

Hasta entonces doña Manuela había evitado hablar del accidente que la tenía postrada. En sus involuntarias reflexiones, a medida que se pronunciaba la mejoría, la acción de su hermano significaba para ella un castigo del cielo. El sentimiento religioso, dominante en aquel tiempo, sin obstáculos de enemiga propaganda, en toda la población chilena, hacía oír su voz en el momento de la tribulación en el ánimo de la señora. Debía perdonar a su agresor, como una justa reparación de sus pasados extravíos. Esa evolución de su alma, operada en el silencio de sus meditaciones, la había hecho encerrarse en un silencio absoluto sobre todo lo que pudiera tocar al suceso de la cena; pero en aquel momento de expansión, meciéndose en la dulzura de un arrepentimiento sincero, doña Manuela sintió la necesidad de saber cuanto había pasado desde aquella noche de trágico recuerdo.

–Cuéntame lo que ha sucedido desde que yo caí herida –dijo, en tono afectuoso.

Cortaza le refirió los sucesos sin emitir opinión alguna tocante a la manera cómo don Julián había podido salir de su prisión. Su ingenio, por otra parte, no tuvo que acudir a la inventiva tocante a ese punto, esencialmente delicado. Su mujer no pareció darle ninguna importancia.

–¿De modo que Julián está en la cárcel? –dijo, pensativa.

–Así es, pues, en la cárcel.

–¿Y él mismo se entregó a la justicia?

Don Matías confirmó el hecho con su silencio.

–Pero tú firmaste la queja contra él, me acabas de decir.

–Como marido tuyo, yo tuve que firmarla –contestó, tímidamente, Cortaza.

Pensativa, doña Manuela reflexionó en alta voz:

–Debieron haberlo dejado evadirse, ir donde quisiera, y no presentar esa acusación criminal.

–Así me parecía a mí –afirmó don Matías–, pero Sinforosa y su marido porfiaron tanto, que no pude hacer otra cosa.

–Pues yo no estaré tranquila hasta que lo saquemos de la cárcel. Sin duda, yo vivía equivocada. Tal vez Julián no es realmente loco. Lo que hizo prueba que tiene bastante juicio para saber de quién debía vengarse.

Inclinando la cabeza, don Matías aprobaba. Doña Manuela, con cierta exaltación, repuso:

–Mira, no consultemos a nadie, y hagamos nuestro deber. Mañana mismo presentarás otro escrito al juez retirando la queja y pidiendo la excarcelación de Julián; si es loco, porque es loco; y si no lo es, porque yo no quiero que se le siga ningún perjuicio a causa de lo que hizo conmigo. Es un asunto privado de familia que no debieron haber llevado ante la justicia.

El acuerdo sobre este procedimiento se hizo fácilmente entre los dos.

Doña Manuela quería principiar su expiación perdonando a su hermano.

–Y cuando venga –dijo, con ese sentimiento de reparación– le devolveré todos sus derechos; él gozará de sus bienes y hará con ellos lo que quiera.

–Eso es lo mejor, hijita –aprobaba don Matías.

En el fondo de su conciencia una protesta contra la detención de don Julián había existido siempre. Pero su timidez no le había permitido hablar. Ahora, su mujer y él se unían en el mismo sentimiento. Con esa comunidad de ideas figurábase acercarse al corazón de su mujer, unirse a ella en un acto de justicia, que podría ser el precursor de otra unión más dulce y reparadora: la unión de sus corazones.

–Mañana temprano le pediré a Agapito que me lleve donde su amigo, para que me haga el escrito.

Esta promesa pareció devolver la calma a doña Manuela.

La conversación tomó entonces entre ellos un giro familiar. Se establecía, poco a poco, una reconciliación tácita. Hablaban del porvenir. Doña Manuela se mostraba ansiosa de hacer cuanto antes la devolución de los bienes de su hermano y de vivir pobremente con el sueldo de su marido. “Él estaba seguro de poder agregar a su sueldo el valor de copias de expedientes y otros trabajos que no le faltarían.”

Al día siguiente, don Agapito combatió resueltamente la idea del desistimiento de la demanda contra don Julián.

–¡Cómo!, Manuela, ¿tú quieres que pongan en libertad a ese loco para que venga a asesinarte?

La familia se hallaba reunida en torno del lecho de la convaleciente, después de la visita del médico. Doña Manuela recibió con una sonrisa de benevolencia la interpelación de su cuñado.

–No vendrá; la prueba de que se encuentra en perfecta razón y que se arrepiente de lo que ha hecho es que él mismo se ha entregado a la justicia.

–Al contrario, eso prueba que está loco rematado –replicó don Agapito.

–No importa –insistió doña Manuela, hablando a su marido–, tú presentarás el escrito hoy mismo.

–Como quieran; yo me lavo las manos –dijo Linares.

Algunos días transcurrieron después del retiro de la demanda. Sin haber podido aclarar el hecho de la liberación de don Julián ni encontrado prueba alguna de la complicidad de tercero en el atentado, el juez mandó sobreseer y elevó los autos a la Corte, en consulta.

Carlos Díaz, mientras tanto, instruido por Deidamia de la resolución de doña Manuela, poco después del fallo de sobreseimiento, entró empeñosamente en campaña, a fin de conseguir en las distintas oficinas de los tribunales que la consulta fuese activada por todos los medios posibles. Mediante la intervención de Quintaverde, tenía también diarias entrevistas con don Julián, sin conseguir que éste manifestase el menor interés en el resultado del procedimiento judicial. Constantemente sombrío, Estero consideraba el porvenir a través de la profunda melancolía de su ánimo.

–Que me pongan en libertad o me condenen a prisión –decía siempre a su libertador–, todo me es indiferente. La felicidad que usted me devolvía la perdí por mi culpa en un momento de extravío. Libre o encarcelado, quiero purgar mi crimen, y nada me haría volver ahora a la existencia de los que pueden vivir sin reproche.

En aquellos mismos días, el restablecimiento de doña Manuela continuaba sin tropiezo. Poco después de haberse levantado por primera vez, el médico autorizó la traslación de la convaleciente a la pieza contigua, que era el dormitorio de Deidamia, y a la sala de recibo.

Cortaza tomó parte en esas mudanzas con vigilante solicitud. Apoyada en su brazo, doña Manuela salió por primera vez de su dormitorio, e hizo después en la misma compañía su entrada en la pieza principal de la casa. Con una serenidad de ánimo admirada por toda la familia, visitó también el comedor, sin que el recuerdo de la escena en que había corrido el riesgo de perder la vida pareciese turbar su nativa entereza.

No era, sin embargo, con ánimo sereno y sin una penosa lucha interna que la señora daba a los de la familia esas pruebas de incontrastable energía. La postración del cuerpo se había reproducido en su ánimo por una percepción aguda de las vanidades de la vida. Una nostalgia de virtud le oprimía el corazón, le dictaba la necesidad de desprenderse del pasado, de volver con ánimo resuelto a la senda estrecha del deber y de las modestas satisfacciones de una existencia exenta de inquietudes y de engaños. Pero en sus largas meditaciones de convalenciente nunca se había atrevido a descorrer el velo que ocultaba la imagen de Quintaverde en lo más recóndito de su memoria. De la espesa bruma en que flotaban sus ideas, al despertar de la fiebre, un pensamiento confuso pactó con su conciencia el olvido del amante infiel. Desde entonces, cada vez que esa imagen le acudía, doña Manuela encontraba fuerzas en su enérgica voluntad para apartarla de sí. Pero esa victoria era alcanzada a costa de una postración nerviosa muy contraria a la acción reparadora de la natural robustez de la enferma. En esa lucha del amor rebelde y de la voluntad persistente, el temor de oír el nombre que ella, en silencio, no se atrevía a pronunciar aumentaba cada día en proporción de las ocasiones que en la conversación se presentaban de que ese nombre fuese mencionado. Los pequeños incidentes del retorno a la vida ordinaria, que pasan a ser acontecimientos de importancia para el enfermo en mejoría, contribuían a calmar en apariencia su oculta sobreexcitación de espíritu. Al salir por primera vez a la pieza vecina, al trasladarse después a la de recibo, figurábase comenzar una existencia nueva, de la que poco a poco se iría borrando el temido recuerdo, en la que triunfara al fin su voluntad de extirpar el pensamiento culpable, tan porfiado en su impetuoso furor, como la llama que surge de repente de los escombros de un incendio que se creía apagado.

De lejos, mientras tanto, una amenaza se levantaba contra esa calma relativa de su conciencia. El pasado reclama siempre su parte, por deliberado que sea el propósito de apartarlo en las combinaciones del porvenir.

Quintaverde sería otra vez el agente directo de esa ley ineludible de la vida. Llegado a ese momento de crisis en que la seguridad de la posesión parece aplicar una especie de sordina a los primeros entusiasmos de los amores ilícitos, el comandante recobró al cabo de algún tiempo bastante libertad de espíritu para apreciar las ventajas que un concurso natural de circunstancias vino a ofrecerles, de buscar la felicidad y la conveniencia casándose juiciosa y prosaicamente con una muchacha rica. Alentado por las manifestaciones inequívocas de que lo rodeaba la joven desde su primer encuentro en casa de una familia amiga, el comandante emprendió con éxito señalado una de esas cortes que se empiezan a veces por pura vanidad, o por mero pasatiempo, y se dejó deslizar casi sin pensarlo en la vía de los compromisos irrevocables.

Esta fue la noticia que una amiga de la señora, por oficiosa malignidad, llegó a contarle en víspera de la trágica noche de la cena. Mas, para que la noticia de la infidelidad de Quintaverde llegase así a conocimiento de doña Manuela, había sido menester que la nueva intriga hubiese llegado a ser conocida a muchas, entre las personas que ella frecuentaba, y que se encontrase en tal grado de adelanto que ya se corriera como un hecho positivo la existencia del compromiso matrimonial. Así sucedió, en efecto. A la fecha de la revelación, que tan profundamente había herido a la señora, Quintaverde se encontraba ya en la penosa necesidad de tener que instruirla de su propósito de cambiar de género de existencia.

Los acontecimientos a que dio lugar la fuga de don Julián Estero sacaron a Quintaverde de la embarazosa dificultad. La muerte de doña Manuela habría resuelto definitivamente el arduo problema. En todo caso, la mejoría de la señora herida aplazaba para un tiempo indeterminado el plazo de la amarga revelación.

24

Así empezaron a pasar los días sin que desapareciesen para él las incertidumbres. Quintaverde se informaba casi diariamente, por medio de su sobrino, el capitán Cardonel, del estado de doña Manuela. Cardonel se había encargado gustoso de esa misión con la esperanza de poder hablar a su prometida, pero Deidamia encontraba cada vez la manera de excusarse de recibirlo. Al principio, la gravedad de su tía justificaba sus negativas. Pero a medida que la mejoría empezó a pronunciarse, Deidamia fue formulando sus excusas en términos que el joven llegó a persuadirse del deliberado propósito de parte de la chica de evitar toda entrevista.

Emilio fue dando cuenta a su tío de estos incidentes, en los que Quintaverde no pudo llegar a diversa conclusión que la que de ellos deducía su sobrino. Entretanto, su compromiso matrimonial, del que había conseguido demorar la realización, por no llevarlo a cabo mientras doña Manuela no se hallase enteramente restablecida, exigía ya desenlace; pero exigía también, imperiosamente, que él encontrara modo de hacer la declaración de sus nuevos proyectos a doña Manuela y pedirle humilde y lealmente su perdón.

En la imposibilidad de tener una entrevista con ella, la revelación no podía tener lugar sino por medio de una carta. Quintaverde decidió no contemporizar y puso manos a la obra. Aunque desdeñoso de la forma literaria, con la que sus ocupaciones militares no le habían permitido familiarizarse, el comandante se empeñó en pulir lo más posible sus frases, para hacerlas persuasivas. Largas meditaciones sobre el tema que se proponía desarrollar en su defensa le hicieron más fácil su tarea que lo que él mismo se figuraba al acometerla. La escasez de razones que fueran plausibles para justificar su deserción le había hecho acogerse a un razonamiento que tenía, por lo menos, las apariencias de la verosimilitud.

Empezando por hablar de la dolorosa sorpresa de haberla visto herida y sin conocimiento, cuando esperaba tener por primera vez la felicidad de hallarse al lado de ella en su casa, Quintaverde continuaba:

¿Y sabe usted lo que más me oprimió el corazón después del primer momento de sorpresa y de rabia contra el malvado loco y su bárbaro atentado? Fue el pensar que todos los de la casa de usted podían cuidarla y hacerle remedios, que todos podrían trasnochar al lado de su cama para aliviarla, y que yo, el que más la quiere a usted de todos, tendría que disimular mi pena, retirarme lejos de usted y contentarme con tener noticias suyas raras veces, y que no podría volver a presentarme en su casa, de donde las miradas furiosas de su marido me estaban echando, desde que entró en el cuarto. En la aflicción de la noche, cuando me encontré solo, me puse a pensar que lo mejor para los dos sería que yo tratara de vencer mi amor para no seguir pasando por la tortura de ver que todos pueden acercarse a usted menos yo. Así también usted podrá renunciar a mí y no vivir atormentada por escrúpulos y por miedo al qué dirán. La reflexión me ha hecho razonable y me ha persuadido de que es mejor poner término a una situación peligrosa para usted, que puede hacer que todos sus amigos le vuelvan la espalda y que su marido, que no se atreve a retarme, se queje al Ministerio; es capaz de que me echen a mí a la calle, porque un jefe de policía debe dar el buen ejemplo con su conducta. Yo sé que el no volver a ver a usted y pensar que me olvidará, va a partirme el alma; pero me he jurado que seré hombre y estoy resuelto al sacrificio, por usted principalmente. Creo que con esto le doy a usted una prueba de cariño más grande, jurándole que siempre la quiero y que jamás la olvidaré.

Y a vueltas de variantes sobre este mismo tema, con las que conseguía aumentar las dimensiones de su carta, sin dar nueva fuerza a sus rebuscadas razones, añadía:

No he querido separarme de usted y pedirle que me perdone sin explicarle mis conductas, para que vea cuánto he sufrido hasta llegar a esta determinación, que verdaderas lágrimas me ha costado. Espero que me juzgará usted con rectitud y no con encono, y que aunque oiga decir que me voy a casar, usted no verá en un acto como ése sino el deseo de evitar la tentación de volver a verla como antes, y de ser causa de que usted exponga su reputación y su tranquilidad por mí.

Quintaverde esperó que esta última frase prepararía el ánimo de doña Manuela para considerar como verídica la noticia de su proyectado matrimonio. La repetida lectura que hizo después de toda la carta lo dejó satisfecho. Sin ocultarse que sus explicaciones distaban mucho de ser capaces de llevar el convencimiento al ánimo de la persona a la que iban dirigidas, ellas le parecían indispensables de todas maneras, como un acto de consideración y de cortesía, ya que no era posible lo fuesen de la lealtad de sus intenciones.

Pero escrita la carta, quedaba todavía la dificultad de enviarla sin riesgo de la destinataria.

Imposible le habría sido escribirla sin hablar en ella del amor que los unía. Esta circunstancia formaba precisamente el peligro en la adopción de un árbitro para hacerla llegar a su destino. No saliendo doña Manuela de su casa, los medios de que antes se valían para corresponder por escrito quedaban inutilizados. Quintaverde cortó la dificultad con su temperamento de hombre de acción, decidiendo llevar él en persona la carta y entregarla, o no, a doña Manuela, según fuesen las circunstancias y el estado de salud en que la encontrase.

Después de copiar su obra con esmero y de cerrarla, suprimiendo el rótulo, para darle un carácter anónimo en caso de pérdida, Quintaverde, acicalado como para una cita amorosa, se dirigió a la casa de los Estero. Por más que su sistema nervioso obedeciese casi siempre a su voluntad, disciplinado militarmente como estaba en su vida de frecuentes peligros, el comandante no pudo disimularse que una pronunciada impresión de temor le dominaba a medida que iba llegando al término de su viaje.

A esas horas, doña Manuela se hallaba sola en la pieza de recibo, donde pasaba la mayor parte del día. Con el rápido restablecimiento de su salud, la vida de la familia había vuelto a su curso regular de otro tiempo. La convaleciente no necesitaba ya de asistencia continua. Todos habían podido reasumir la vida ordinaria de antes de la enfermedad. La señora lo había exigido así. Recobraba la salud, las preocupaciones habían vuelto a su espíritu. En una mujer que ha sido bella, una de sus preocupaciones es la de conservar ese cetro de la hermosura, especie de soberanía que asienta su poder en la admiración de los hombres. Gracias a la habilidad del cirujano, la cicatriz de la herida no alcanzaba a desfigurar el rostro de la convaleciente. Con esa consoladora satisfacción, doña Manuela se dejaba dominar por sus pensamientos, aislándose en sí misma.

En esta especie de somnolencia de espíritu sin lineamientos precisos pasaban delante de ella las ideas con la opacidad y los vagos movimientos de los peces en una redoma transparente. El sacrificio de su amor a su deber aparecía en primer término con la regularidad de los escrúpulos que el curso del tiempo no ha desvanecido todavía. Y era un problema en sus meditaciones cómo hacer saber a Quintaverde sus nuevos y arrepentidos propósitos. “Cuando pudiese salir sola dentro de algún tiempo, la ocasión se le presentaría, sin duda, de llevar a término su sacrificio”. Este propósito le bastaba por el momento para mecerle suavemente la conciencia entre nubes lejanas de una futura enmienda.

En ese momento, Quintaverde entraba en el patio de la casa.

El corazón le latió con violencia al divisar, al través de la reja de la ventana que daba al patio, a doña Manuela. Ella también, con indecible asombro, lo vio aparecer delante de la puerta de calle y atravesar con paso rápido el patio. Lo inesperado del incidente paralizó toda reflexión de la señora. Se encontraba sola, y como nadie había en el patio, ni nadie en la antesala, Quintaverde entró en la pieza sin que ella hubiese tenido tiempo de pensar lo que debía hacer. Teniéndole siempre presente en la memoria, con tanta más viveza cuanto se hacía más reñida en su ánimo la lucha de sus escrúpulos, doña Manuela se figuró en su turbación que el comandante acudía a ella en virtud de alguna evocación misteriosa producida por sus esfuerzos para olvidarlo. Pálida y desfalleciente, no tuvo fuerzas para levantarse de su silla al verlo entrar.

No parecía menos conturbado que ella el que llegaba. Su rostro, al saludar, se había cubierto de palidez. Con voz que se esforzaba por parecer segura, díjole avanzando hacia ella:

–Seguramente que no se esperaba usted esta visita. –Al mismo tiempo trató de sonreír, añadiendo–: Dispénseme que me presente sin haberle advertido, pero como temía que usted no me recibiese, decidí presentarme así sin advertirle.

El corto tiempo que había mediado entre la aparición del comandante y el fin de esta frase bastó a doña Manuela para serenarse.

–Como usted dice, no esperaba esta visita –contestó, respondiendo con una sonrisa triste de persona débil a la sonrisa del comandante.

–¿Ni la deseaba? –preguntó éste, con insinuante interés.

–No digo eso, pero me parece un paso imprudente.

Habría querido contestar de otro modo. Su voluntad le dictaba esa respuesta, cuando sentía que la prueba de interés que le daba con su inesperada aparición estaba a punto de desbaratar sus propósitos de ruptura.

–Imprudente, puede ser, pero sin esta imprudencia no habría podido acercarme a usted y ver por mí mismo y no por lo que otros me decían que ya está usted perfectamente restablecida.

–Sí; ya estoy muy bien, gracias a Dios –dijo ella, con estudiada frialdad.

Las palabras de amistoso interés que daba a esa respuesta estaban muy lejos de ser la apasionada manifestación de amor que ella temía y esperaba al mismo tiempo de boca de su amante. Un frío desencanto le oprimió el corazón. En vez del acento conmovido de una inquietud tiernamente solícita, la voz de Quintaverde le parecía resonar con la modulación desabrida de un esfuerzo por dar el tono de un vivo interés a lo que sólo era la fórmula de una urbanidad convencional. Sus celosas preocupaciones de antes de la catástrofe le clavaron su ponzoñoso aguijón en el alma. El sacrificio de la ruptura se le imponía con la crueldad de un atroz desengaño, en vez de ser dictado por su cristiano arrepentimiento. Quintaverde no dejó de leer en el rostro de la señora y en la frialdad de su respuesta la dolorosa impresión que la agitaba. Pero no se dio cuenta de esa impresión con sorpresa. Había medido el alcance de sus palabras y la entonación de su voz al pronunciarlas. Tan distante era su intención de manifestarse indiferente como de mostrarse apasionado. Consideraba lo primero como una indigna descortesía; pero estimaba que lo segundo habría sido un error contrario a sus deseos de romper amistosamente.

Adversarios por la fuerza de las circunstancias, ambos se habían quedado en silencio. Antes que la situación se hiciese más embarazosa, Quintaverde repuso, recordando el principal argumento de la carta que tenía en el bolsillo:

–Usted no se figura cuánto he sufrido con la desgracia de usted. Saber que usted estaba sufriendo y que yo no podía hacer nada por aliviarla era un verdadero tormento.

–Me han dicho que usted ha mandado muchas veces a saber de mi salud y le doy las gracias.

Luchando por contener la tormenta que se desencadenaba en su alma, doña Manuela, en vez de mirar a Quintaverde al hablarle, miraba al patio, afectando una calma desmentida por la angustia pintada en sus facciones. Admitir sin protesta esa fría contestación era establecer desde aquel momento una hostilidad de la que Quintaverde quería a toda costa evitar el estallido inevitable precursor de penosas explicaciones.

–¿Así no más, tan fríamente, recibe usted mi interés por su salud? –dijo en tono afectuoso, tratando de apoderarse de una de las manos de doña Manuela.

Ella retiró la mano, y con acento tan terco como el movimiento:

–Tenga cuidado, cualquiera podría vernos.

–Tiene usted razón; soy un imprudente.

Quintaverde pensó que el acto y las palabras con que era recibido su ademán le daban un pretexto excelente para retirarse, dejando la carta que hablaría por él. Cada instante que pasaba lo persuadía por la dificultad de una explicación verbal. Con su visita daba una prueba de consideración y de cortesía, a su juicio, indispensable. Lo demás era mejor para dicho por escrito. La actitud de la señora le quitaba el valor de hacerse su revelación de viva voz. Involuntariamente había dado a su respuesta un acento de disgusto. Nótolo doña Manuela y se apresuró a dar esta explicación:

–Usted ve que cualquiera que atraviese por el patio, o por una de las puertas que están abiertas, puede observar todo lo que pasa en esta pieza. –Y como Quintaverde se inclinase en señal de aquiescencia, agregó–: Me parece que usted tiene tanto interés como yo en evitar un escándalo. Deidamia o mi hermana pueden entrar aquí de un momento a otro.

–Tiene usted razón, mucha razón –dijo él, con voz afectuosa esta vez y poniéndose de pie–. Veo que usted está agitada con el temor de lo que puedan pensar en mi presencia aquí. Mejor es que me retire antes que me vean.

–Mucha prisa tiene usted de irse –exclamó picada doña Manuela–; yo no he querido despedirlo, sino evitarnos lo que no podría remediarse.

–Yéndome, todo peligro se evita. Conozco que he dado un paso imprudente, como dijo usted hace poco. Así lo pensaba yo también, y temiendo no tener ocasión de hablar a solas con usted traje esta carta, que me voy a permitir dejarle, pidiéndole que la lea con la seguridad de que en todo caso usted podrá contar con el corazón del que la ha escrito.

Al hablar había sacado la carta y la pasaba a doña Manuela con aire turbado. Ella la cogió vacilante.

–¡Jesús! ¡Qué ceremonioso está usted! –dijo con voz agria–; su carta, le aseguro, me da miedo. ¿Qué tiene usted que decirme en ella que no pueda decírmelo ahora mismo de viva voz?

–Usted acaba de reconocer que aquí no es posible hablar –replicó Quintaverde con cierta vehemencia, sintiéndose incapaz de dar el rudo golpe a la señora y presenciar el resultado de su revelación–. Si usted pudiese salir, como antes, no le escribiría; pero expuesto ser interrumpido a cada momento, prefiero que usted lea con calma lo que tengo que decirle.

La insistencia en evitar toda explicación redobló las celosas sospechas de doña Manuela. La tortura de la duda se hacía más mortificante con la reservada actitud del hombre que por tanto tiempo había visto rendido a sus pies.

–Esa disculpa –le dijo con voz ronca, ahogando la explosión de su encono– no me engaña. ¿Por qué no habla usted con franqueza? Sin un formal desmentido de usted, creeré que es cierto lo que me han dicho, que usted está comprometido para casarse. A ver, niéguelo usted si no es cierto.

Ante aquella interpelación tan categórica, Quintaverde no podía retroceder. La pregunta no admitía sino dos respuestas: o una franca confesión, o una redonda negativa. El comandante encontró, sin embargo, un tercer término, semejante a los subterfugios con que se prepara el ánimo de una persona, por no darle violentamente la noticia funesta.

–¡Ah! ¡Se corren tantas cosas! Todo el mundo inventa lo que se le antoja. Usted sabe lo que es la gente; siempre se anticipa a saber más que los interesados.

Pero la voz era insegura, la mirada incierta, la acción forzada de quien desea disimular una realidad que lo abruma. El comandante parecía uno de esos acusados que tienen la convicción de no poder justificarse y acuden a disculpas inverosímiles. Sentíase, además, sorprendido por la actitud agresiva de la señora. Habiendo temido una crisis posible de quejas y de lágrimas, no se esperaba el furor rugiente de una leona herida. Vio que tenía delante de sí una enemiga al oírla exclamar:

–Esa no es una negativa, eso parece más bien una mentira. Yo prefiero la verdad y no una disculpa cobarde.

El comandante sintió una ola de fuego subirle a las mejillas, y replicó, confuso, pero irritado:

–La verdad es muy larga de explicarse. Usted dice que de un momento a otro podemos ser interrumpidos. Con semejante peligro prefiero no hablar.

–No hablar, porque no puede negar –le interrumpió doña Manuela, exasperada.

Al mismo tiempo se ponía de pie como despidiendo al visitante. La profunda emoción que la conmovía no le impidió, sin embargo, arrojar una mirada al patio, donde vio aparecer a don Matías, atravesando en dirección a la antesala.

–¡Mi marido! –exclamó, con voz ahogada–. No se mueva usted. ¡Estoy segura de que nos ha visto!

La llegada de Cortaza en esos momentos era un hecho que se repetía puntualmente cada día desde los últimos sucesos acaecidos en la familia. En la agitación moral que la inesperada visita de Quintaverde le había causado, doña Manuela perdió poco a poco la idea de la próxima vuelta de su marido. Era la hora que lo veía llegar, solícito y turbado, como si viniese a hacerle una declaración de amor. Al pronunciar las palabras con que había detenido al comandante, la señora esperó, sintiendo los latidos de su corazón, ver entrar un segundo después en la sala a don Matías. Pero, en vez de abrirse la puerta que daba sobre la antesala, oyó que él pasaba a lo largo de ella, sin haberse detenido.

–No nos ha visto –dijo Quintaverde–; yo debo irme al instante y nada se sabrá de mi visita.

Pronunciadas con precipitación estas palabras, mostraba bien la prisa que tenía el comandante de poner fin a aquella escena de recriminaciones.

Doña Manuela lo miró como si no comprendiese la necesidad de aquella fuga.

–No puede usted salir de aquí como un criminal, escapándose. Mi marido podría verlo salir y creería que yo he llamado a usted a escondidas. Es preciso que él vea que usted está aquí y que yo no hago misterio de eso.

Sin dar tiempo a Quintaverde de responderle, se acercó entonces a la puerta que daba al comedor y llamó:

–¡Gervasia, ven acá!

Al aparecer la sirvienta, le ordenó con decidido acento:

–Anda a decirle a Matías que venga, que yo lo llamo.

Con extremada agitación se volvió, después de dar esa orden, hacia Quintaverde:

–Siéntese usted; es necesario que mi marido vea que usted está aquí de visita y no ocultándose de él.

El comandante, con acento de consultar la voluntad de la señora, propuso, como algo que justificaría su presencia en la casa:

–Será bueno que diga usted a su esposo que he venido por encargo de mi sobrino Emilio Cardonel a reclamar el cumplimiento del compromiso que tiene con él la señorita Deidamia.

Doña Manuela tuvo un movimiento desdeñoso de los labios.

–Como le parezca –contestó, sin disimular la agitación que aún la dominaba.

No había dejado de ver Cortaza a su mujer y al comandante en la sala de recibo, al atravesar el patio. El uniforme militar que siempre vestía Quintaverde no le permitió equivocarse. En vez de entrar en la sala, don Matías obedeció a su naturaleza de hombre tímido y siguió para el interior de la casa, apresurándose. Convencido de que no habría podido hablar bajo el golpe de sorpresa que le embargaba la voz, continuó azorado su camino. Sólo atinaba a ocultar su rabia y su atroz desilusión, escondiéndose como un animal perseguido, allá en el solitario rincón de la huerta, donde nadie pudiese verlo. La tormenta de su alma estallaba al mismo tiempo en desesperadas imprecaciones: “¡Fíese usted de las mujeres, y cómo con una sonrisa de cariño le clavarán un puñal en el corazón! Esta era la arrepentida; me sacó del purgatorio para arrojarme en el infierno”. Y pensaba en Robinson Crusoe, exento de todo mal de amor, libre de celos en su isla, desafiando en su soledad las arterías y las maldades del mundo. Y luego se acusaba a sí mismo: “Yo soy el bruto, por haberme puesto a creer que, perdonando lo pasado, sería feliz con ella. ¡Bruto, bruto! ¿No ves? ¡Esto te pasa por imbécil!”

Y se revolcaba desesperado en su dolor como en un lecho de espinas, se sumía de nuevo en el mar de amargo desconsuelo del que se figuraba haber salido al fin a fuerza de mansedumbre y de perdón.

Abismado de amargura, don Matías no divisó a Deidamia que, desde el jardincito, conversaba con Carlos Díaz, trepado sobre la tapia.

La voz de ña Gervasia sacó a Cortaza de su exasperado soliloquio.

–Misiá Manuelita lo llama, señor; que vaya ligerito.

Oyó el mensaje sin comprenderlo.

–¿Quién me llama?

–Misiá Manuelita, pues; dice que vaya lueguito.

Un violento impulso de vida pareció despertar a don Matías. “La pícara se atrevía a llamarlo.”

–Dile que ya voy –y añadió para sí, como una imprecación vengativa–: “¡La sinvergüenza!”

Se puso de pie con aire resuelto, mientras que la sirvienta, arrastrando sus chancletas, mal envuelta en su rebozo, lo precedía.

“Yo le haré ver que no le tengo miedo a su comandante”, se decía en voz alta para darse ánimos.

Gervasia le abrió la puerta, y don Matías entró en la sala, casi cerrando los ojos, como el toro al que abren la puerta del toril, entra, ofuscado por la luz, a la arena.

–¿Tú me has llamado? –preguntó a doña Manuela, con la voz anudada en la garganta, sin mirar a Quintaverde.

–Sí –dijo–; te he llamado para que veas al comandante, que ha venido a hacernos una visita.

El tono de voz con que habló doña Manuela sonó de un modo singular en los oídos de Cortaza: fue como una voz imperativa a la que no podía sustraerse.

Entonces miró a Quintaverde.

–Me alegro de verlo –le dijo, sin tenderle la mano, sin saludarlo, con una sonrisita forzada, una sonrisa sarcástica que decía lo contrario de sus palabras.

–Doña Manuela repuso:

–Y tienes que felicitar al comandante, porque viene a anunciarnos que se va a casar.

Esas pocas palabras bastaron. Una transformación completa se vio entonces en el semblante de don Matías. La sonrisa de sarcasmo fue reemplazada por un aire de complacencia tranquila. Quintaverde caía, al son de esas palabras, a los ojos de Cortaza, de su pedestal de soltero, como un ídolo que se derrumba: “No sería ya el seductor irresistible”; se transformaba en un hombre ordinario, no obstante los atractivos que le daban su marcial bigote y el brillo plateado de su traje militar. Inexperto en achaques de galantería, Cortaza pensaba ingenuamente que la bendición nupcial trocaba en ser insignificante para las mujeres al más prestigioso conquistador de corazones femeninos. A punto estuvo, al oír a doña Manuela, de acudir a su frase favorita; pero acertó a modificarla:

–¡Vean como se va a casar el comandante! –dijo, como anunciando algo muy curioso.

Quintaverde contestó con una inclinación de cabe­za, mordiéndose los labios, haciendo ruido con su sable de vaina de metal al moverse, y diciendo, medio avergonzado:

–Misiá Manuelita anticipa un poco; tal vez no me expliqué bien; quise decir que puede ser que me case.

–Sí, pues, se va a casar, de balde lo niega, y debes felicitarlo –exclamó doña Manuela, con el extraño acento que había llamado la atención de don Matías, un acento de ardiente vehemencia.

Brillaban sus ojos con exaltación febril al fijarse, profundos y airados, sobre el comandante.

Cortaza exclamó, tras las palabras de su mujer:

–Cómo no, pues, lo felicito, comandante.

Su tono, sin embargo, no guarda armonía con las palabras. Y era que Cortaza, en vez de lo que decía, formaba los más ardientes votos por que Quintaverde encontrase en el matrimonio el mismo infortunio de que éste lo había hecho víctima.

–Lo felicito, pues –repuso–, y seguro que la novia será buena moza.

–Tú debes conocerla –se apresuró a decir doña Manuela-, es la Mariquita Terciado.

–¡Ah!, ¿ésa, no? Y no le faltan sus realejos; mejor: lo que abunda no daña.

–¡Oh! –dijo Quintaverde, rojo de despecho–. ¡Exageran tanto!

–Hace bien en casarse, comandante –agregó Cortaza–: hay que entrar en el gremio tarde o temprano: la coyunda matrimonial, como dicen.

Doña Manuela no había visto nunca tan locuaz a su marido. La perspectiva de ver a su enemigo mortal rebajado a la categoría de marido engañable, como él, ponía a Cortaza de excelente humor.

Quintaverde contestó algunas palabras evasivas y procuró cambiar de conversación:

–Como decía a usted, señora, cuando entró el señor don Matías, el principal objeto de mi visita es cumplir con un encargo de mi sobrimo Emilio.

–Que también quiere casarse –dijo doña Manuela, interrumpiendo y dirigiéndose más bien a Cortaza que al que había hablado.

–Hace bien, todos deben casarse –exclamó sentenciosamente Cortaza; todos deben entrar en la cofradía.

“Sí, todos –pensaba al mismo tiempo, rabiando en su interior–, para que les pase lo que a mí.”

–Mi sobrino –repuso Quintaverde– está siempre dispuesto a llevar adelante su compromiso y me ha encargado averiguar en qué disposición de ánimo se encuentra a este respecto la señorita Deidamia.

–¡Ah!, ¡yo no sé! –dijo don Matías, anticipándose a su mujer–; eso lo sabrán sus padres.

–Pero hay un compromiso formal –observó, picado, Quintaverde.

–Yo tampoco sé –dijo doña Manuela, siempre mirando con hostilidad al comandante.

–Pero usted, señorita, favorecía ese casamiento –insistió éste, resuelto a defender los intereses de su sobrino.

–No lo niego, así era; pero después he pensado que no podemos, ni sus padres ni yo, llevar adelante un compromiso en que mi sobrina no tuvo mucha parte. Creo que lo mejor será llamar a la niña.

–Y a los padres también –agregó Cortaza.

Sobre los sentimientos que animaban a Deidamia con respecto al compromiso, doña Manuela y su marido estaban perfectamente de acuerdo sin haber hablado acerca de esto. Ambos conocían la resistencia de la chica a ese proyectado enlace.

–No, no, basta con que oigamos a la niña –dijo doña Manuela.

Quintaverde se puso de pie y tomó su gorra, que había dejado, al entrar, sobre una silla.

–Entonces, yo me retiro –dijo, acercándose a la dueña de casa–; usted tendrá la bondad de decirme lo que conteste la señorita Deidamia.

–No se vaya; usted lo oirá ahora mismo de boca de la niña. Yo prefiero que usted vea que la dejamos enteramente libre de contestar lo que le parezca.

Y, sin aguardar lo que decidiera el comandante, llamó a la criada, como lo había hecho poco antes:

–Anda a decirle a Deidamia que la necesito.

25

Por un momento, después de la salida de Gervasia, los dueños de casa y su visitante se quedaron en silencio. Quintaverde sentía la hostilidad de la señora, y hubiera querido encontrarse a mil leguas de su presencia. La impresión del momento era enteramente diversa para don Matías. Algo como la sensación de un triunfo le daba grande aplomo. El manifiesto desagrado de Quintaverde ante la actitud de doña Manuela le parecía un signo de seguridad para su dicha futura. Como a todos los tristes, una, alegría inesperada le daba una locuacidad de semiembriaguez. El rompió el silencio, sonriéndose, como quien se da cuenta de algún acontecimiento feliz:

–¡Vea, qué diablo de comandante!, ¡como también va a casarse! –exclamó a manera de chanza familiar.

–¡Oh!, se dicen tantas cosas –replicó, siempre confuso, Quintaverde.

–La mentira es hija de algo, comandante; no esté negando lo que es cierto –exclamó, con acento sarcástico, la señora.

En ese instante entró Deidamia.

La chica había corrido después de despedirse precipitadamente del ñato.

–Ven mañana, y te contaré lo que me diga mi tía.

Gervasia, al transmitir a Deidamia el llamado de doña Manuela, había dicho que la señora se encontraba en la cuadra con don Matías y el comandante Quintaverde.

–¿Sabes a qué viene Quintaverde? –exclamó Díaz–; viene sin duda a nombre de su sobrino a recordar la promesa de casamiento.

–Cuando menos, ¡y yo que estoy tan dispuesta a cumplirla! –dijo, riéndose, Deidamia–; hablan muy a tiempo.

–Dile de mi parte al comandante que no se descuide con su sobrino, si no quiere que yo le corte las orejas.

–Bonito se vería: yo no me caso con un motilón.

Ambos soltaron una ruidosa carcajada, y Deidamia echó a correr, ágil y graciosa.

–Háblale a tu tía por mí, linda; será el mejor momento –le gritó el ñato, siguiendo con la vista a la muchacha, hasta que se perdió tras la puerta de comunicación con el patio.

El saludo a Quintaverde fue ceremonioso. Doña Manuela se apresuró a hablar. En su voz, de nerviosa impaciencia, las palabras resonaban desapacibles.

–Aquí tienes al señor Quintaverde, que viene de parte de su sobrino.

En vez de mirar al comandante, la chica bajó los ojos con afectada timidez. Quintaverde, viéndola en esa actitud, auguró mal el resultado de su misión, y habló con dificultad bajo la mirada de fuego de doña Manuela:

–Mi sobrino, señorita, me ha encargado que la salude de su parte, y que le diga que ya que misiá Manuelita se encuentra completamente repuesta, le parece que ha llegado el tiempo de hablar del casamiento concertado con los padres de usted y aprobado también por misiá Manuelita.

Deidamia miró a su tía, extrañándose de que no hubiese contestado por ella.

–Como tus padres no están por el momento en casa –dijo la señora–, Matías y yo hemos dicho al comandante que lo mejor sería que hablase contigo.

Deidamia miró entonces resueltamente a Quintaverde. Lo que acababa de decir doña Manuela le dio ánimo para explicarse con entera libertad:

–Yo no me he comprometido nunca; fue mi papá quien me dio por comprometida.

–Pero usted, señorita, aceptaba el compromiso –arguyó Quintaverde.

–Yo no decía nada, ¡era para tanto tiempo después!

El comandante se puso de pie:

–Creo que estas cosas no pueden discutirse; yo hablaré con su papá, para que él me diga su determinación.

–Agapito y Sinforosa –dijo, con acento de certidumbre, doña Manuela– no contrariarán a su hija y dirán que se equivocaron.

–Eso es, pues –se interpuso Cortaza, deleitado con la confusión del comandante–. Si la niña no quiere, no hay más que hacer; ¿no ve?

Quintaverde juzgó inútil prolongar su visita. El desahucio no podía ser más categórico. Despidióse entonces fríamente, con algunas palabras que no tenían otro objeto que defender su retirada, y salió de la casa. El aire libre le devolvió su serenidad. “Era un mal trago que había que pasar; ya está ella notificada de mi casamiento. No podrá decir que la he traicionado engañándola. Por lo que hace a Emilio, ¡qué me importa! Novia no le ha de faltar”. Fue la oración fúnebre con que enterraba sus amores pasados.

Los que quedaron en la sala de recibo lo vieron cruzar el patio con el aire de un hombre exento de cuidados, que siente el vigor de su cuerpo en cada movimiento.

Doña Manuela se sentó, esforzándose por ocultar su abatimiento. En ese instante, todo su amor al hombre que le volvía la espalda se tornaba en odio desesperado. Cortaza y Deidamia ajustaron en derredor de sus faldas la manta con que acostumbraba cubrirse para evitar cualquiera destemplanza.

–Hiciste bien en contestar de ese modo –dijo a la chica, poniéndole una de sus manos sobre la cabeza.

Con un esfuerzo de su altanera voluntad, quería ocultar su despecho, para sofocar los celos turbulentos aferrados, cual tenaza candente, a su corazón, y hablaba así a la chica para tener el aire de interesarse por algo que no fuera su punzante sinsabor.

Para Deidamia, todo aquello era una gran sorpresa. Se había despedido de Díaz resuelta a luchar. Al oír que el comandante Quintaverde estaba de visita en la sala, no dudó de que viniese a nombre de Emilio Cardonel, y de que acudiera a ese arbitrio de presentarse en persona porque estaría seguro del apoyo de doña Manuela. Acostumbrada a leer en el rostro de su tía las emociones que la afectaban, la chica notó ya, al entrar, que una gran agitación dominaba a la señora. Mas ni el tono de su voz ni la mirada con que la había recibido le parecieron de naturaleza a justificar los temores con que ella llegaba. Lo que había seguido hasta la salida de Quintaverde fue para ella una revelación tan prodigiosa como inesperada. Sin darse cuenta de lo que hubiese podido producir aquel cambio en la actitud de su tía, sintióse tan penetrada de reconocimiento hacia ella, que, al recibir su caricia, se alzó rápidamente y enlazó con sus brazos el cuello de la señora, besándola al mismo tiempo con ternura.

Cortaza habría querido hacer otro tanto. El hecho solo de que su mujer lo hubiese llamado a la sala en vez de ocultarle la visita de Quintaverde bastó para disipar de su espíritu la tortura de celos que le había hecho prorrumpir en amargas imprecaciones en el fondo de la huerta. El tono desdeñoso de su mujer al hablar al comandante en presencia de él y la libertad en que había dejado a Deidamia para romper el compromiso en que ella misma había hecho antes valer su autoridad omnipotente en la familia, eran sobradas pruebas, en su sentir, de que doña Manuela rompía con el pasado y lo llamaba a una sincera reconciliación. La antigua herida estaba, por supuesto, allí, en su pecho, sin cicatrizarse; era la bala en el cuerpo –se decía otra vez– con que viven tantos inválidos de la guerra. La esperanza de alcanzar una felicidad relativa en lo futuro, nuevamente renacía ahora. Era una rama que a su ansia de paz y de cariño le tendía su destino en la corriente, para salvarlo del final naufragio de su existencia. El espectáculo de doña Manuela y de su sobrina tiernamente abrazadas le regocijaba el corazón como un presagio feliz. Doña Manuela apartó de sí a la chica, con el ademán de una persona que se siente sofocada y busca espacio para respirar. Deidamia, enternecida por la dulce sorpresa, la volvió a abrazar con suave violencia.

–Tía, ¡qué feliz me encuentro! –le dijo, en un tierno murmullo–; se lo debo a usted; yo no podía conformarme con ese casamiento.

Doña Manuela fijó en ella una mirada interrogativa.

–¿Y por qué? –preguntó.

–Emilio no me gusta, nunca lo habría querido.

–¿Y quién te gusta, entonces?

Deidamia bajó los ojos, y casi entre dientes:

–Usted sabe muy bien.

Recordó al contestar así la recomendación de Díaz de hablar a la señora en favor de él. Nunca podría presentársele tan propicia ocasión de hacer a su tía la confidencia de su amor y los proyectos matrimoniales del ñato; pero, al alzar la vista para observar en el semblante de doña Manuela el efecto de su respuesta, su esperanza, como un castillo de naipes, rodó por el suelo.

–¡Cómo!, ¿de quién estás hablando?

Una mirada desdeñosa, a la que el encendido color de la señora daba reflejos de amenaza, acompañó a esa interrogación. Turbada, pero resuelta a defender su causa, la chica murmuró:

–Usted sabe, pues; le hablo de Carlos Díaz.

–¡Cómo! ¿Tú quieres a ese ñato insolente? ¡Era lo que faltaba!

Deidamia inclinó la cabeza para dejar pasar la tormenta.

Doña Manuela repuso con acento de desprecio:

–¡Un mocoso atrevido!

La muchacha continuó silenciosa, sin levantar la frente. No sintiéndose contradicha, doña Manuela pasó de las exclamaciones a las razones:

–¿Qué sacas con quererlo? Un chiquillo que no tiene maduro el juicio todavía y que no está en edad de casarse.

–Va a tener veintiún años; hay muchos que se casan a esa edad –murmuró, tímidamente, Deidamia.

La observación irritó a la señora. No pudiendo negar la verdad de lo que su sobrina aseveraba, dejó hablar a su imperioso carácter:

–En fin, no importa; yo no apruebo ese disparate, y me admira que tú te atrevas a hablarme de un muchacho que me ha afrentado en la calle pública, que me ha convertido en el hazmerreír de todo Santiago. Tus padres dirán lo que les parezca de ese desatino; pero no cuentes conmigo; ¡jamás, jamás permitiré entrar a ese atrevido en mi casa!

El ademán autoritario, el tono áspero, acentuaban la amenaza. No era ya dueña de sí misma. Un delirio de lucha daba repentino vigor a las fuerzas debilitadas por la enfermedad. Los propósitos de indulgente mansedumbre se desvanecían al soplo de su despecho. Con alaridos de jauría exasperada por la pérdida de la presa, sus celos impotentes le gritaban el acerbo desengaño del abandono; los virtuosos propósitos de enmienda espontánea se habían convertido en humillante y forzada necesidad. Era su amor propio de mujer despreciada lo que buscaba un derivativo al descargar así sobre Deidamia el peso del rubor que la agobiaba. Arrastrada por la vehemencia de su desazón, doña Manuela repitió:

–¿Me oyes?, ¡jamás entrará en mi casa ese insolente!

Deidamia se dejó caer sobre una silla, sollozando, mientras que su tía, sin querer que nadie le acompañase, se dirigió a su dormitorio. Cortaza, prudentemente, se había escabullido.

Fue triste la tarde para todos los de la casa chica. La plácida tranquilidad que había llegado a reinar en la familia, a medida que se afianzaba la convalecencia de la señora, quedó, desde la visita de Quintaverde, profundamente turbada.

En su dormitorio, doña Manuela expuso a Sinforosa y a su marido las pretensiones de Deidamia, declarándoles su abierta oposición a ellas. Un coro de denuestos contra el ñato fue la respuesta a esa declaración.

–¡No faltaba más! Un muchacho callejero como ése –exclamó Sinforosa.

–El es, el muy pícaro, quien hizo arrancarse al loco –dijo don Agapito–; de ahí viene toda esta bolina.

–Que se meta con su amigo Chanfaina. –repuso Sinforosa, con ademán de desprecio.

En la comida, éstas y otras imprecaciones contra el ñato pasaron sobre la cabeza de Deidamia, como balas rojas lanzadas por una batería de cañones, con ruidosa detonación. Cortaza se inclinaba sobre su plato, sin atreverse a defender al ausente, atacado con tanta violencia.

La chica, sorda a los denigrantes calificativos que hacían llover sus padres sobre Díaz, absteniéndose en el vacío, juraba en silencio que nadie la haría desistir de su propósito. Su despecho le daría la fuerza de arrostrar cualquier obstáculo, para burlar la tiranía que así descargaba sobre ella su implacable autoridad.

Por fin concluyó la comida. La joven sintió un inmenso alivio al oír a su padre ordenarle, con voz severa:

–Deidamia anda a acostarte.

Salió del comedor tras don Matías, que en ese momento llegaba al pasadizo, dirigiéndose al dormitorio de su mujer. Fuera ya de la vista de sus padres, Deidamia dejó estallar la violencia de su pena.

–No te aflijas, hijita –díjole, compasivo, don Matías, al verla cubrirse el rostro con las manos.

Y oyendo los sollozos que hacían estremecerse a la muchacha:

–Déjalos que griten no más: yo le hablaré a la Manuelita, pero poco a poco, no hay que atropellar las cosas; ya verás que tu tía acabará por consentir.

Se había detenido delante de Deidamia y le hablaba en tono persuasivo. “La Manuelita era así arrebatada; pero se le pasaba pronto, y como quería mucho a la niña, él estaba seguro de que podría convencerla”.

Deidamia, sin oír más, se alejó de él, compadeciéndose de su inocente credulidad.

–De balde me dice eso, yo conozco bien a mi tía, y es ella la que manda.

Tornó a su llanto, medio interrumpido mientras hablaba, y se deslizó fuera del pasadizo, sacudida por los sollozos. Cortaza le encontró razón. El había hablado sin fe, por consolarla.

–¡Pobre chiquilla! –suspiró, encogiéndose de hombros, deplorando su nulidad, que no le permitía consolar ese dolor, el dolor tan aflictivo de la mujer que llora.

Doña Manuela, fingiendo una calma que estaba muy distante de tener, había despedido a Gervasia para que fuese a servir la comida.

–¿Entonces, su mercé va a quedarse sola? –preguntó la criada.

–¡Sí, sí!, no tengo necesidad de nada; me acostaré cuando hayan concluido de comer.

Pronunció esas palabras con mal reprimida impaciencia, ansiosa de ver salir del cuarto a la sirvienta, que no se daba prisa, con ademanes de prever lo que necesitaba la señora, extendiéndole una manta sobre las rodillas, acercándole los objetos de que podría necesitar.

–¡Anda, anda, Gervasia, déjame sola, vas a sacarme de paciencia!

Apenas la sirvienta cerró la puerta, doña Manuela sacó de su seno la carta de Quintaverde. Durante las escenas que acababan de pasar en la sala de recibo, esa carta era un ascua que le quemaba el pecho, un roedor oculto, testigo y prueba de su oprobio, que la sometía a un doble sufrimiento: el disimulo delante de los suyos y el devorante deseo de leer su contenido y buscar alguna frase consoladora, algo que desmintiese los crueles subterfugios con que Quintaverde acababa de hablarle.

Sentada cerca de la ventana, desplegó el papel con nerviosa mano, y empezó su lectura. En los primeros momentos, sus ojos veían confundirse las palabras, desvanecerse las letras en tintes fugitivos de arco iris, ondular los renglones en curvas serpentinas. Sólo mirando el patio con voluntad intensa de dominarse y pensando en que nada iba a leer que no lo supiese ya, pudo sobreponerse al sacudimiento que la agitaba y leer por fin, con relativa calma, las primeras frases. Mas, a medida que avanzaba la lectura, las aceleradas palpitaciones del corazón le enviaban al cerebro, en ondas tumultuosas, la agitada sangre, le anudaban la garganta, como un dogal que aprieta una fuerza extraña, hacían bailar en su imaginación, en una zarabanda fantástica, los enconados sarcasmos, las irritadas acusaciones, la forzada risa de un impotente desprecio. Todo era hipócrita mentira; ninguna explicación bastaba a disimular la insultante falsía; nada alcanzaba a atenuar la cruel realidad del abandono. En ese círculo de amargas reflexiones, daba vueltas, precipitada por un turbión de desengaños, la mente adolorida de la lectora.

Así llegó, sintiendo despedazársele el corazón, con sus tumultuosos latidos, a la última frase. El mal velado anuncio del casamiento fue como un dardo de fuego que le hubiese atravesado el pecho. Ante la insultante realidad, escrita ahí delante de sus ojos, por la misma persona, pródiga de juramentos de inextinguible amor ayer apenas, la señora sintió resonar dentro de los oídos un confuso rumor de espanto, del que, maquinalmente, quiso huir, pidiendo auxilio. Pero, al levantarse, las manos buscaron en vano un apoyo en el vacío, el semblante enrojeció amoratado y el cuerpo, como una columna sacada de repente de su base, cayó sobre la poltrona, quedando sin movimiento.

Pocos instantes después entró Cortaza en el dormitorio. La luz de la tarde empezaba a declinar. Al ver desde la puerta a su mujer desmayada sobre la poltrona, con la cabeza inclinada sobre el pecho, figuróse que estaba durmiendo, y se adelantó a ella sin hacer ruido. Pero, al acercarse, oyó su respiración afanosa y pudo ver el rojo tinte de su rostro.

–¡Manuela!, Manuela!, ¿qué tienes? –exclamó, espantado, tratando de levantarla.

Su exclamación no tuvo respuesta. Entonces dio la alarma, llamando a voces:

–¡Deidamia! ¡Sinforosa! ¡Gervasia!

Nadie respondió. El había cerrado la puerta al entrar, y su voz no alcanzaba a oírse desde las otras piezas de la casa.

Precipitadamente trató de colocar a la enferma en una postura que le mantuviese alta la cabeza, a fin de correr él a la puerta a repetir su llamado.

Al incorporarse, vio sobre la alfombra la carta de Quintaverde, que las manos de la señora habían dejado caer. La vista de ese papel lo detuvo. Al cogerlo con miedo, una sospecha certera le atravesó el pensamiento, como una luz repentina. Ocultando el papel en su bolsillo, lanzóse entonces a la puerta y llamó nuevamente.

Pronto acudieron Sinforosa, Deidamia y Gervasia.

–Le ha dado un desmayo; yo la encontré así; acuéstenla pronto, voy a llamar al médico.

Don Matías dijo todo eso con visible agitación, y salió, casi corriendo, de la pieza. En la vecina, encontró a don Agapito, que acudía el último, y le refirió la alarmante ocurrencia.

–Yo me siento sin fuerza para llegar hasta la casa de alguno de los médicos; ¿no podrás ir tú, Agapito?; hazme ese favor.

–Bueno, yo iré –contestó Linares, que prefería el paseo por la calle a quedarse con las mujeres y participar en la aplicación de remedios caseros. Después de verlo salir, Cortaza corrió a su cuarto. Era ya demasiado tarde para ir a refugiarse al fondo de la huerta, donde maquinalmente había empezado por dirigirse.

La lectura de la carta dio el golpe de gracia a sus recientes ilusiones. Al caer despeñado de sus modestas esperanzas de porvenir, sintió doblemente el dolor de ese golpe: el atroz desengaño ponía a descubierto las heridas de su alma no cicatrizadas aún. Pero un rugido de salvaje alegría mitigó su desesperación. Las frases de la carta eran el mejor castigo que él podría haber ideado para vengarse de su mujer. El comandante lo vengaba. La memoria enloquecida invocó, sin buscarlo, el recuerdo de una de sus conversaciones con el ñato Díaz en la oficina del ministerio: ¡Catatán, catatán!, le gritaba sarcástico con cruel satisfacción la voz del joven. El ñato tenía razón, ¡si él se hubiese hecho respetar, ella le habría tenido miedo!

El médico traído por don Agapito dejó su enigmática receta en latín y habló vagamente de una meningitis. Sinforosa y Gervasia opinaron por qué no se debía hacer caso de la receta. Lo importante era continuar con los remedios caseros.

Al siguiente día los médicos llamados en consulta confirmaron el diagnóstico del que había visitado a la enferma la noche anterior. A medida que se sucedían las horas, la casa tomaba por momentos el aspecto lúgubre de las habitaciones en que el ánimo de sus moradores, oprimido por un temor común, trata vanamente de desechar los presentimientos sombríos. Los envíos a la botica por nuevos remedios se sucedían a cada instante. Era la batalla contra la muerte, en que la ciencia hacía avanzar como una reserva sus últimas fuerzas. Los que se encargaban de administrar las medicinas que iban llegando, Sinforosa, don Agapito, Gervasia, lo hacían con el aire desconsolado del que ensaya algo sin esperanza de buen éxito. Unicamente Deidamia no desmayaba. Sustituyéndose a los otros, encontraba medios de hacer que la enferma tomase la poción que se había negado a recibir de otras manos; sabía buscarle las posturas de alivio, la rodeaba de minuciosos cuidados, conseguía que obedeciese a su voz en los momentos de mayor agitación.

En la tarde hubo una vislumbre de mejoría. La enferma pareció dormir con alguna tranquilidad. Deidamia, después de observarla por un rato, salió de la pieza y corrió a la huerta. El ñato la esperaba en su puesto de la tapia. Las voces de Guillén y de Javier, acabados de llegar de la escuela, resonaban alegremente, encomiando cada uno su propio volantín como el más encumbrado de todos los que por allí poblaban el espacio.

El ñato conocía ya por sus tías el nuevo ataque de doña Manuela, del que todo el vecindario hablaba a esas horas.

El semblante pálido y descompuesto de la chica confirmaba las alarmantes noticias.

–¿Cómo está tu tía? –le preguntó con interés.

–Muy mal me parece.

Al responder, Deidamia se cubrió los ojos con su pañuelo, sintiéndolos nublados por las lágrimas.

–Pero ¿cómo?, ayer estaba perfectamente. ¿Para qué te llamaba?

La joven le refirió todo. Con su egoísmo de enamorado, el ñato pensó en sus intereses.

–Que se oponga a que nos casemos, poco importa –dijo como desafiando con desprecio la voluntad de la señora–. Me basta con que le hayan dado el pasaporte al oficialito; el consentimiento vendrá después.

Deidamia se encogió de hombros, incrédula.

–No hablemos de eso ahora. Tú sabes que te quiero y que con nadie me casaré sino contigo. Pero ahora no puedo ocuparme sino de la salud de mi tía; me voy a cuidarla. Te aseguro que tengo un susto atroz, que no tuve el otro día, cuando la herida.

–¡Qué lástima que te vayas!, yo te traía una buena noticia.

–¿Qué noticia! Si es buena, dímela pronto.

–Don Julián, tu tío, ha sido puesto en libertad. La Corte aprobó la sentencia del juez.

–¿En libertad? ¿Entonces va a venir a casa? –exclamó con aire enternecido la chica.

–No; acabo de dejarlo en el convento de San Francisco, donde me envió a pedirle asilo. No quiere ver a nadie. La noticia de la recaída de doña Manuela lo ha puesto más callado que lo que estaba en la cárcel.

–¡Pobre!, me alegro de que esté libre –dijo Deidamia sin entusiasmo.

Desde muy joven la habían acostumbrado a considerar a don Julián como un loco peligroso. El atentado contra doña Manuela confirmó por qué era para ella una buena noticia, como acababa de decirle Díaz, el que don Julián hubiese salido en libertad de la cárcel.

El joven notó la poca impresión que su noticia había causado a Deidamia.

–Don Julián –le dijo– será nuestro protector.

–¿Cómo lo sabes tú?

–Porque él me lo ha prometido, y don Julián, libre, tendrá que ser respetado por toda su familia. Por eso te dije que el consentimiento de tu tía vendrá después.

26

Se despidieron con esa esperanza. Deidamia tenía ya una fe profunda en la opinión de su enamorado. Lo había visto en tan corto tiempo transformarse de muchacho juguetón y picaresco en hombre que pensaba y combinaba con tan singular acierto, que llegó a no parecerle temeraria la seguridad con que el mozo hablaba del consentimiento de su tía.

Bastó esa luz para dorarle de nuevo el horizonte que la violenta negativa de la señora había cubierto con espesa oscuridad el día anterior. Con el vivo sentimiento religioso, dominante en aquel tiempo, la chica, inconscientemente, asoció la Divinidad a sus proyectos. Dios había de querer que su tía se mejorase y todo se arreglaría con la intervención astuta y tesonera de Carlos Díaz.

El aspecto de la enferma cuando la joven se acercó a ella no pareció por el momento confirmar ese presagio de mejoría. La fiebre aumentaba. Síntomas de delirio empezaban a turbarla. So pretexto de enviar por uno de los dos médicos, don Matías hizo salir del cuarto a Deidamia. Bien que presumiera que en las revelaciones de la calentura no se podría temer nada de nuevo para los de la casa, temblaba de que resonasen delante de alguien. Prefería encerrarse con la enferma y arrostrar sólo con ella la temible ignominia de sus exclamaciones delirantes.

Felizmente el delirio no tomó proporciones. Hubiérase dicho que la sensibilidad cerebral de la enferma, embotada por la fuerza de los primeros ataques, no alcanzaba a conmover el sistema nervioso entorpecido, hasta el furioso desorden de la meningitis. El médico encontró una agravación de la fiebre, sin embargo, dejó su receta en latín, tan enigmática para los de la familia como el semblante de indescifrable impresión con que saludó al retirarse. En la noche, los dos colegas visitaron juntos a la enferma. La situación no había mejorado. La intensidad de la fiebre era la misma, aunque su acción sobre el cerebro parecía disminuir. En el patio, al montar cada uno en su caballo, los dos facultativos, lejos de los que pudieran oírlos, se comunicaron sus temores. La persistencia de la fiebre, a pesar del estado de menor congestión en el cerebro, los dejaba perplejos. “El enemigo amenaza atacarnos en algún otro punto: mañana veremos”, fueron las palabras de despedida.

Ese pronóstico tuvo su realización desde el amanecer del siguiente día. La enferma empezó a esa hora a dar señales de respirar con dificultad. La auscultación, practicada poco después por los doctores, hizo descubrir la existencia de una fuerte pulmonía. Una vigorosa curación pareció detener la marcha de la enfermedad durante dos días. Al tercero, la paciente había recobrado el pleno uso de sus facultades, aunque la fiebre se mantenía en las temperaturas elevadas. Sucedíanse de agitación y de postración que mantenían en continua alarma a los de la familia. Con incansable solicitud, Deidamia daba el ejemplo a los suyos de incontrastable constancia y entereza, sin desmayar un momento.

En la noche del cuarto día, la postración se acentuaba de una manera alarmante. Las fuerzas disminuían, la ansiedad, la tos continua sacudían con desgarradora tenacidad a la paciente. Vino, sin embargo, una calma en las altas horas de la noche, cuando la ventana dejaba entrever por las hendiduras de sus postigos indecisas señales del nacimiento del día.

Aquella noche Deidamia se había obstinado en no alejarse de la cabecera de la enferma.

Los demás, por turno, habían cumplido su facción durante el día y en las primeras horas de la noche.

Cortaza, rendido de cansancio, se había retirado también. Sus agudos sufrimientos morales, añadidos a la extenuación nerviosa de las largas veladas, le mantenían entorpecido el cerebro, como bajo la influencia de una embriaguez alcohólica.

Deidamia contemplaba a su tía sin acercarse a ella demasiado, preguntándose si era esa quietud el principio de una reacción saludable. La enferma levantó la cabeza en ese instante y exploró con la mirada todo el cuarto. Viendo sola a la chica, le tendió una mano. Deidamia la estrechó entre las suyas al tiempo que doña Manuela le decía:

–¿Han sabido algo de Julián?

En el tono lánguido de la pregunta resonaba, sin embargo, un vivo acento de interés. Temerosa, a pesar de eso, Deidamia, de revelarle la verdad sin estar segura de que la impresión no sería contraria a la salud de la señora, vaciló un instante al contestar:

–No sé, tía; ¿por qué me pregunta eso?

–¡Oh!, ¡me alegraría tanto de que estuviese libre!

La enferma formulaba así una de esas aspiraciones de difícil realización, que nacen en el espíritu de los que dudan del alivio de sus males.

Su acento de sinceridad alentó a la chica.

–¿Cierto, tía, que desea eso?

–Es ahora lo que más deseo –contestó la señora con un hondo suspiro.

Un principio de tos la sacudió entonces.

–Se está destapando; eso la hace toser –díjole Deidamia, cubriéndola con cariñoso esmero.

–Oyeme –le dijo doña Manuela al ver que la chica parecía no querer seguir la conversación.

Deidamia se acercó hasta poner la cabeza al lado de la de su tía.

–¿Sabes? Se me figura que si Julián viniera y me perdonase, Dios me permitiría sanar.

–¿Y por qué no ha de venir si usted lo llama?

Y viendo que los ojos de la enferma se habían llenado de lágrimas, la chica repuso:

–Y sé que está en libertad.

Doña Manuela juntó las manos, alzando los ojos como si elevase una plegaria al cielo.

Tras un breve instante de silencio, la sobrina agregó:

–Ha ido a asilarse aquí cerca, al convento de San Francisco.

–¿Quién te lo ha dicho? –preguntó visiblemente agitada la señora.

–Todos lo dicen desde esta tarde.

La joven se abstenía de contestar que sabía la noticia por Carlos Díaz.

–Apenas tu padre se levante, dile que venga, hijita. Quiero que vaya a llamar de mi parte a Julián y a decirle que deseo pedirle perdón antes de morirme.

La voz de la señora acusaba su profunda emoción al hablar de esta suerte.

Deidamia se arrojó de rodillas a la cabecera de la cama, haciendo vanos esfuerzos para ocultar su alarma.

–¡No esté pensando en esas cosas, tía, por Dios! –exclamó con sofocada voz–; en pocos días estará buena, y yo misma conseguiré que él venga a verla mañana.

Ese él era don Julián, al que nunca había llamado tío, sino, como todos los de la casa, el loco.

Doña Manuela se incorporó sobre el lecho y estrechó entre sus manos la cabeza de Deidamia, sollozando:

–¡Ah!, me salvarás la vida, mi alma, si lo consigues.

Besándola con pasión en la frente, repetía con acento de súplica.

–Me salvarás la vida, me salvarás la vida si consigues que venga.

En la visita de la mañana, los médicos encontraron más agitada a la enferma. Se había dormido al amanecer con las manos de Deidamia entre las suyas. Un sueño inquieto, interrumpido por fuertes ataques de implacable tos. Cuando hacia las seis había entrado en la pieza Sinforosa para reemplazar a su hija, la chica, extenuada por las terribles emociones de la noche, estaba pálida.

–Anda ligero a acostarte; te vas a enfermar –le dijo su madre–; pídele a Gervasia que te dé mate bien caliente; eso te hará bien.

Deidamia le refirió la escena de la noche, la súplica de doña Manuela para que hicieran venir a don Julián.

–Yo sólo pude calmarla prometiéndole que haré todo lo posible para que él venga hoy mismo.

–¿Y quién lo hará venir? –preguntó la madre, exclamando enseguida–: ¡Ah, Dios mío!, si viene el loco, toditos tendremos que escondernos.

Deidamia no contestó a la pregunta y salió en busca de Gervasia.

Cuando la sirvienta le trajo el mate:

–Anda luego a casa de las Lizarde –le dijo–, y habla de mi parte con Carlos; le dirás que venga a las diez a hablar conmigo y tú me despertarás a las nueve. Cuando llegue, yo estaré ahí esperando en la cuadra.

Cuando a las diez en punto el joven llegaba a la puerta de la sala de recibo, Deidamia corrió hacia él, sin esquivar el abrazo con que apasionadamente la estrechó el mozo contra su pecho. Fue un corto abrazo, con el que ambos se apresuraron a sellar el pacto de amor que entre bromas y risas habían iniciado en sus furtivas entrevistas de la huerta. Pronto la chica apartó de sí, sonrojándose, la calurosa presión con que Díaz hubiera querido mantenerla.

–¿Qué sucede? ¿Cómo te atreves a recibirme aquí? –preguntó con alegre sorpresa.

Se figuraba que, al recibirlo de ese modo, Deidamia iba a comunicarle que había logrado vencer la oposición de su tía.

–Te recibo aquí sin permiso de nadie –contestó ella en tono de fría resolución–. Ya estoy cansada de disimular y de verte a escondidas. Eso estaba bueno para cuando yo te iba a buscar a la huerta por divertirme. Hoy es otra cosa. Te he prometido que seré tu mujer y cumpliré mi palabra. Quiero que todos lo sepan aquí y por eso te hago entrar a la luz del día y sin disimulo.

–Bien hablado, linda –exclamó Díaz con entusiasmo–; déjame que te dé un beso para mostrarte lo que te agradezco esas palabras.

–No, no; ahora no se trata de galanteos ni de declaraciones de amor –replicó la joven deteniendo al ñato, que había hecho ademán de no esperar el permiso para tomar el beso–: ahora se trata de un servicio que te voy a pedir y con el que vas a probarme lo que me quieres.

–¿Servicio? Di que vas a darme una orden y te juro cumplirla.

–Carlos, mi tía está muy enferma, la encuentro peor que ayer.

La voz de la joven tuvo el temblor de un vivo enternecimiento.

–Lo siento mucho, y es prueba de lo buena que eres tú, puesto que te afliges tanto de ver así a la que nos separa.

–Yo te he dicho que, a pesar de su severidad, y ahora a pesar de su oposición, no puedo dejar de quererla. El servicio que te pido es para ella.

–Pídeme lo que quieras, linda; desde ahora, concedido; manda no más y serás obedecida.

–Mi tía cree que si don Julián viniese a verla y a perdonarle lo pasado, Dios la dejaría sanar.

–¡Ah, diantre!, no podía la señora pedir nada más difícil. Ayer mismo, cuando lo acompañé de la cárcel a San Francisco, me dijo una y otra vez que por nada querría ver a doña Manuela. Sólo de nombrarla le relampaguean los ojos.

–A ti no te lo negará, si tú te empeñas.

–¡Si yo miento! ¡Vaya si me empeñaré! Siendo por ti, moveré cielo y tierra para hacer que venga, y si no consiente, pelearé con él para siempre.

–No, no pelearás, prométeme que no pelearás y que vas a suplicarle con paciencia hasta que consienta.

Y luego, enternecida, con sollozos ahogados en la voz, exclamó:

–¡Si hubieses visto el ardor con que la pobre me pedía que buscase cómo hacer venir a su hermano, te harías cargo de mi aflicción! Mira, llego a temer que si él no consiente en venir, mi pobrecita tía se nos muere sin remedio.

–Ahora mismo voy a verlo –dijo el ñato, conmovido por la aflicción de la joven.

–Bueno, anda al instante y tráeme luego la respuesta. Voy a rogarles a todos los santos por que te vaya bien.

Díaz, en vez de irse inmediatamente, pareció reflexionar un instante.

–¿No crees que alguien de la familia debería ir conmigo? Es mucho más natural que sea tu padre o don Matías que vaya a rogarle a nombre de doña Manuela. Así verá don Julián que es la familia la que empieza por pedirle perdón y que vuelva a su casa.

–Tienes razón; eso es mucho mejor; voy a llamar a mi papá, espérame aquí.

Pocos momentos después entró Deidamia en la sala acompañada de su padre. Habíale explicado en pocas palabras el deseo de doña Manuela y asegurándole que únicamente Carlos Díaz era capaz de persuadir a don Julián. Para vencer la resistencia de don Agapito, la joven se había visto forzada a presentarle los peligros de la situación en que iban todos ellos a encontrarse con la libertad de don Julián Estero.

–¿No es mejor que ustedes se pongan bien con él en vez de esperar a que nos eche de la casa?

Don Agapito, rezongando, tuvo que inclinarse ante tan positivo razonamiento. Al entrar, se sentía humillado de tener que ponerse bajo la protección del ñato.

–No creas que yo venga a pedirte para mí –dijo con aire regañón–; es esta muchacha que cree que su tía se muere si no viene a reconciliarse con ella su hermano.

–Para que don Julián consienta en venir, es necesario que se lo pidan los de la familia –replicó en tono seco el joven.

–¿Y por qué hablas tú en nombre de don Julián? –exclamó don Agapito. Prefería entablar con el ñato una disputa y eximirse así de la misión de que Deidamia quería encargarlo. La idea de ir a encontrarse frente al loco y exponerse a su cólera lo llenaba de miedo.

–Yo no hablo en nombre de don Julián –contestó desdeñosamente Díaz–, sino que digo lo que me parece. Si usted no quiere ir, dígalo claro.

–¡Oh papá! –intervino Deidamia en tono de súplica–, piense que se trata de la salud y tal vez de la vida de mi tía.

–Pero yo no soy el único de la familia; ¿por qué quieren que vaya yo solo? –exclamó Linares, defendiéndose–. Ahí está también Matías; ¿por qué no va con él?

Deidamia se volvió hacia el joven.

–¿Qué te parece?

–Mejor sería que viniesen los dos.

–Así, así, pues –dijo don Agapito, pensando que, si eran dos los emisarios, el peligro de arrostrar el encono del loco disminuiría considerablemente. Fue menester que corriese Deidamia en busca de Cortaza al fondo de la huerta. El infeliz había vuelto a aislarse allí, desconsolado, después de convencerse de que nada podría borrar del corazón de su mujer la imagen de Quintaverde.

Impuesto del caso por su sobrina, don Matías no hizo objeción a ir a ver a don Julián en compañía de don Agapito.

–Como les parezca –dijo con un triste ademán de resignación.

Quería estar en paz con su conciencia y que no pudiera decirse de él que se negaba a dar un paso del que dependía tal vez la vida de su mujer.

Díaz dejó a sus acompañantes en la portería del convento, mientras iba a prevenir a don Julián Estero de la misión de que venían encargados.

–Yo no respondo de que quiera recibirlos –les dijo–, pero en todo caso habré cumplido mi promesa de empeñarme cuanto pueda con él.

Don Julián ocupaba una vasta celda en el segundo patio del convento. Díaz le explicó las ocurrencias acaecidas en la casa, que acababa de saber por Deidamia: la visita del comandante Quintaverde, la violenta fiebre de doña Manuela, que era, a juicio del joven, una consecuencia de esa visita; le habló de la exaltada manera como había expresado la señora a Deidamia su inflexible oposición a su casamiento con él; le pintó, por fin, el alarmante estado de doña Manuela y la encarecida súplica de que fuese don Julián a verla, que venían a traerle don Matías y don Agapito.

Don Julián se paseó sombrío y agitado por la pieza durante un momento.

–¿Y qué piensa usted que debo hacer? –preguntó deteniéndose delante del joven.

Temeroso de la violencia de su carácter, había renunciado a guiarse por su propio criterio en todo asunto concerniente a su familia.

La rectitud y la decisión del juicio de su liberador le inspiraban plena confianza.

–En su lugar, yo iría –contestó el ñato–. Mejor es ser generoso, don Julián.

Estero pareció vacilante, sin embargo.

Díaz repuso con acento de afectuoso consejo:

–Don Julián, aquí estamos en un convento, donde deben practicarse las virtudes cristianas; una de ellas es el perdón de las ofensas.

–Bueno, pues, hombre, dígales que vengan –exclamó en tono de súbito convencimiento.

Díaz salió del aposento y emprendió a paso acelerado el camino de la portería. Los vastos corredores repetían el eco de su marcha sobre los gastados ladrillos del piso.

–Vengan, vengan ligerito –dijo a los dos que esperaban–; el hombre parece bien dispuesto; no hay que dejar que se le pase el buen humor.

Don Matías y don Agapito lo siguieron, Díaz caminaba delante de ellos para mostrarles el camino. Los frailes que encontraban al paso, absortos en la lectura del breviario, hacían nacer en el espíritu de Cortaza la misma sensación de melancólica envidia con que tanto había pensado en la suerte de Robinson Crusoe, libre de amor en las soledades de Juan Fernández.

La voz de don Agapito, entrecortada con la prisa con que tenían que seguir a Díaz, lo turbó en esa aspiración a la vida monacal.

–¡Mire, don Matías!, yo no las tengo todas conmigo. ¡Quién sabe cómo nos va a recibir el loco! No deja de ser arriesgado en lo que hemos venido a meternos.

Pronto llegaron a la celda ocupada por don Julián. Díaz abrió la puerta y entró, haciendo señas a los dos concuñados de seguirlo. Los visitantes entraron con timidez. Don Julián los miró de frente, sin saludarlos, con la interrogativa mirada del que ve acercándose un desconocido. Hubo entonces un espacio de inquietador silencio. Intimidado por la mirada del que los recibía, don Agapito dijo en voz baja a Cortaza.

–Hable, pues, don Matías.

Cortaza quiso congraciarse, con una sonrisa amable, la buena voluntad del hermano de su mujer y dijo con voz tímida:

–Aquí venimos, pues, a verlo, don Julián... Díaz lo interrumpió:

–Mejor es que yo los deje solos hablar de sus asuntos de familia.

Y se adelantó hacia la puerta del aposento. Don Julián lo detuvo.

–No, amigo Díaz, no se vaya; yo quiero que usted oiga nuestra conversación. –Y volviéndose hacia Cortaza–: Diga, señor, lo estoy oyendo –dijo secamente.

–Aquí venimos a visitarlo de parte de mi mujer, que está muy enferma y que desea mucho verlo.

–Mi vista no la ha de curar –dijo con áspero tono don Julián.

–Ella cree que sí –replicó Cortaza, con acento de rendida súplica.

Don Agapito concurría a esa afirmación con la cabeza; pero manteniéndose a inmediación de la puerta, para poder arrancar al menor movimiento sospechoso de Estero.

Don Julián repuso con el mismo tono áspero con que había hablado:

–Yo creía que ustedes venían a pedirme perdón a nombre de ustedes también.

Los dos visitantes palidecieron. Aquellas palabras les parecían precursoras de algún terrible estallido de cólera de parte del que aún creían loco.

–Sí, pues, también a pedirle perdón –dijo con deferente complacencia don Matías.

Don Agapito hizo eco:

–También, por supuesto, a pedirle perdón.

El miedo de alguna embestida súbita arrancó esas palabras a Linares, a pesar de la humillación que sentía de tener que decirlas delante del ñato.

El acto de contrición de sus cuñados pareció suavizar el tono de voz de don Julián:

–Si todos piden perdón es otra cosa. Así veremos si alguna vez puedo perdonarlos. Ahora no hablemos de lo pasado; por el momento me basta con la vergüenza que ustedes y mis hermanas deben sentir por la crueldad con que me han martirizado.

–La pobre Mañunga creía que usted no estaba en su juicio –dijo con voz quebrantada don Matías.

–Y nos lo hacía creer a nosotros –dijo cobardemente don Agapito.

Don Julián hizo señas de rechazar esa justificación por inadmisible.

–Repito que dejo atrás lo pasado, por ahora –acentuó, recalcando la voz sobre las dos últimas palabras–: me ocupo sólo del presente. Ustedes vienen a suplicarme de parte de Manuela que vaya a verla porque está muy enferma y solicita mi perdón; ¿no es así?

–Así es, pues –dijeron los dos amedrentados emisarios.

–Pues yo les declaro a ustedes que, si llego a acceder a esa súplica, lo haré únicamente por darle gusto a mi joven amigo don Carlos Díaz. Es preciso que ustedes sepan que es él quien me ha aconsejado el perdón y que a él tendrán ustedes todos que darle las gracias.

–Le damos las gracias, don Carlito –dijo Cortaza con verdadero acento de gratitud.

–Yo también le doy las gracias, amigo –le dijo don Agapito entre dientes.

–Hacen bien en mostrarse humildes –repuso don Julián–, porque yo tengo que poner mis condiciones. Empezaré por decirles que ya tienen que agradecerme que me haya venido de la cárcel a este convento, cuando podría haberme ido a mi casa a hacer valer mis derechos de dueño para obligarlos a salir a todos ustedes de ella.

Dejó pasar un momento. Quería hacer medir a sus interlocutores el peso de esa declaración.

–Esperando que me agradezcan mi prudencia –repuso–, voy a decir la condición expresa que pongo para consentir en lo que me piden. Me ha dicho mi amigo Díaz que él quiere casarse con mi sobrina Deidamia y que cuenta con el amor de la niña, pero que sus padres y Manuela se oponen resueltamente a ello. Pues bien, yo no iré a ver a Manuela hasta que ustedes me traigan el consentimiento de los tres y que le pidan a Díaz que vuelva a casa de ustedes.

Don Agapito pensó que era una gran felicidad el poder salir del paso a tan poca costa.

–Yo doy desde luego mi consentimiento.

–Yo también, por supuesto –apoyó Cortaza.

–Está bien, vayan entonces a pedir su consentimiento a Manuela y a Sinforosa; yo quiero que mi amigo Díaz sea recibido con la mayor consideración por toda la familia. Le debo mi libertad. Ustedes todos le deben el gran servicio de impedirles que continuasen cometiendo el crimen de que yo era víctima.

Ninguna entonación de odio resonó en su voz. Hablaba con la solemnidad del juez que pronuncia un fallo de lata justicia.

–Mil gracias por lo que me toca, don Julián –díjole el joven estrechándole calurosamente una mano.

–Hablo como debo, amigo –respondió Estero. Volviéndose a sus cuñados, agregó–: No se figuren ustedes que este caballero me haya pedido que pusiese la condición que yo impongo. Cuando él quiere una cosa, no tiene necesidad de que le ayuden; pero yo soy su agradecido, y así como he hablado en su favor, yo sabré todavía probarle que no soy un ingrato.

Con sencilla majestad volvió la espalda a sus cuñados. Estos se dieron prisa en salir.

Mientras caminaron por los largos y solitarios corredores, Cortaza y Linares guardaron silencio. Al encontrarse en la calle, don Agapito habló el primero:

–Me he convencido que el hombre no está loco.

Mientras recorrían la distancia de la celda a la portería del convento había tenido tiempo de reflexionar. El interés de Deidamia y el de sus padres estaba en inclinarse ante la voluntad de don Julián. Este pensamiento le hizo añadir.

–¿Y a qué viene esa oposición de la Mañunga? Si ha despedido al sobrino de Quintaverde, estamos libre de compromiso, ¿no le parece, don Matías? Entonces empéñese conmigo para que la Mañunga se deje de oposiciones y de tonterías.

Cortaza no contestó. A pesar de su amargo desconsuelo, estaba inquieto por su mujer. Los médicos, en su última visita, se habían mostrado enigmáticos, respondiendo con dudosas palabras a las preguntas de amos y criados sobre la salud de la enferma.

Al entrar en la casa, el semblante de las que los esperaban aumentó esa inquietud.

–La Mañunga sigue muy mal –dijo Sinforosa a su marido, enjugándose las lágrimas.

–Ha pedido que traigan a nuestro amo –dijo Deidamia con temblorosos labios a Cortaza.

Los dos hombres entraron en la pieza de la enferma. Doña Manuela los miró con ansiedad.

–¿Viene? –preguntó con la vista dilatada por la torturante duda.

–Sí, vendrá –dijo don Agapito.

Pero había que expresar a la enferma la condición de la visita de don Julián. Con tímidos circunloquios, don Matías contó la entrevista y llegó al fin gradualmente a la exigencia concerniente a Carlos Díaz.

–Es el único modo de hacer la paz –agregó don Agapito en tono persuasivo.

Por causa de su abatimiento físico y por el terror de su espíritu, la energía con que siempre hiciera triunfar su voluntad se había desvanecido en la señora.

–Sí, sí, hagan lo que quieran –exclamó con vehemencia–, pero que venga pronto. Corran a llamarlo; vayan los dos –añadió, dirigiéndose a Cortaza y a su cuñado.

–Se lo vamos a traer ligerito –díjole Linares, para tranquilizarla.

Cortaza, abatido, se había acercado a la cama.

–Corre, hijito –le dijo la enferma en un lamento de súplica.

En sus ansias, la infeliz hacía depender su salud y su salvación en la otra vida del perdón de su hermano.

–Si me perdona, voy a sanar –decía con lánguida voz.

Los dos emisarios atravesaron el patio casi corriendo.

Al llegar al convento vieron salir un grupo de gente de la portería.

–¡El viático! –exclamó sobrecogido de pánico don Matías.

–¡El viático! –hizo eco con voz temblorosa don Agapito.

Ambos se descubrieron, poniéndose de rodillas sobre el suelo de la calle. Delante de ellos pasó con su ruido de campanillas y su murmullo de oraciones el lúgubre grupo.

Un monaguillo precedía la marcha llevando la cruz, y seguía tras éste el sacerdote revestido de sobrepelliz, sosteniendo con ambas manos el cáliz. A su lado, otros dos monaguillos agitaban con afán las campanillas.

Los transeúntes, con devota reverencia, se ponían de hinojos, descubierta y humillada la frente, santiguándose con religioso terror al ver pasar el apresurado séquito, mensajero de la última esperanza.

Cortaza y su concuñado, heridos de fúnebres presentimientos, permanecieron de rodillas hasta que el ruido de las campanillas se perdió en la distancia. Levantándose, anduvieron a paso largo, hasta desaparecer por la misma puerta por donde acababa de salir el viático.

Don Julián oyó con aire turbado el mensaje de que sus dos cuñados eran portadores.

–Puesto que se respeta mi deseo –dijo–, yo estoy dispuesto a cumplir mi promesa.

–Si le parece, nos iremos al instante –dijo don Matías, en cuyos oídos resonaban con siniestro retintín las campanillas del Sacramento.

–Estoy pronto, amigo Díaz, vamos andando.

A pesar del tono resuelto de la respuesta, el semblante de don Julián acusaba una visible emoción.

–Vayan ustedes primero, para que puedan anunciarme; nosotros los seguimos –dijo a don Matías.

Algunos minutos después que Cortaza y don Agapito habían salido, don Julián y Carlos Díaz los siguieron:

–Amigo Díaz, hago este sacrificio por usted; había jurado no ver jamás a esas gentes.

–Mucho se lo agradezco, don Julián.

Antes de llegar a la casa encontraron el viático de vuelta. Los dos hombres apresuraron el paso en silencio. Delante de la puerta de calle, pequeños grupos de curiosos se habían formado al ruido de las campanillas. En el patio, otros grupos aguardaban con aire de inquieta curiosidad. La servidumbre de don Guillén, reunida del lado de la casa grande, estaba allí presenciando cuanto ocurría del lado de la casa chica. Por una ventana, Guillén y Javier, sin atreverse a salir, aguardaban ansiosos la llegada del que para ellos era todavía el loco. Al divisar a Carlos Díaz, venciendo la timidez que los detenía al interior, los dos chicos salieron corriendo hasta encontrarse con el joven; los niños no habían reconocido a don Julián Estero en el hombre bien vestido que acompañaba a su amigo.

–Ñato, ñato –le dijeron en voz baja, con cariño–, qué, ¿no ibas a venir con el loco? ¿Dónde está?

–Cállense –les dijo el mozo, alejándolos de don Julián–; es este caballero que viene conmigo.

Los chicos miraron incrédulos a Estero, que se había detenido a esperar a Díaz.

–¡Los niños de don Guillén!, ¡tanto que los envidiaba en sus juegos! –dijo don Julián, enternecido, como olvidado del objeto que allí lo llevaba.

Los de la familia salían a recibir a los recién llegados. En todos ellos la dolorosa impresión de la ceremonia que acababan de presenciar había dejado el rastro de su amargo desconsuelo. Sinforosa y su hija, con las lágrimas apenas enjugadas, saludaron a don Julián tímidamente. Don Julián puso con cariño una mano sobre la cabeza de Deidamia.

–Sobrina –le dijo–, abrace a su tío, que le promete quererla siempre.

La chica se arrojó sollozando en brazos de don Julián, sin tener fuerza de proferir una sola palabra.

Los demás contemplaron mudos aquella escena, en la que don Julián empezaba por manifestar a todos el propósito de hacer cumplir su voluntad con respecto a la futura suerte de la chica.

Entretanto, Cortaza, Sinforosa y don Agapito habían entrado a anunciar a doña Manuela la llegada de don Julián. Gervasia, al lado de la cama, sostenía a la enferma, que se había sentado, esperando ansiosa la aparición de su hermano.

–Llévame donde tu tía –dijo don Julián a Deidamia.

La chica anduvo delante de él.

–Por aquí, tío.

Atravesaron el cuarto de Deidamia y llegaron a la puerta de la enferma. La chica abrió entonces la puerta de comunicación. Hubo en ese momento un solemne recogimiento entre los que rodeaban a doña Manuela. Todos fijaron la vista entonces en su hermano. Don Julián avanzó con lento paso hacia el lecho de la paciente, sin hablar, como un cuerpo movido por una fuerza extraña, cubriendo a la señora con una profunda mirada de intensa tristeza.

A su vista, doña Manuela extendió las manos en actitud suplicante, cubierto el rostro de palidez cadavérica. De su boca salieron algunos sonidos guturales, inarticulados, que terminaron en un ronco estertor de agonía, y la lívida frente se inclinó sobre el pecho con el abandono de la eterna inmovilidad.

27

Del borde de la tumba, la tierra cayó sobre el ataúd con el ruido desapacible de los cuerpos que no tienen resonancia. Un grupo escaso de amigos presenció con ánimo indiferente y compungido rostro la fúnebre tarea de los sepultureros. Para cada cual, ese fin aterrador estaba lejos, oculto allá en la noche de esperanzas con que el cielo clemente envuelve las incertidumbres del inevitable problema.

Cortaza miró desaparecer poco a poco el cajón mortuorio sin emoción aparente. Apenas, de cuando en cuando, algún ademán de neurasténico hacía sospechar las trágicas sensaciones que cruzaban por su cerebro.

Tras el negro cajón, sobre el que la tierra iba amontonándose, él veía las pálidas facciones, respetadas por la muerte en su majestuosa hermosura. Y sus ojos no podían llorar en la eterna despedida. Su corazón oprimido se negaba al enternecimiento.

Estoico, siguió entonces con Carlos Díaz a los concurrentes agrupados tras el sacerdote, que se retiraba después de haber murmurado las últimas oraciones. En la puerta del cementerio se despidió de todos para regresar a pie a su casa.

Desde los primeros pasos, la caricia del sol lo estremeció con un temblor desconocido. Su pecho respiró ensanchado, libre de su constante opresión. Dejaba atrás, en el recinto del cementerio, su miserable existencia de engañado inconsolable. Algo de íntimo del fondo de su alma entonaba un himno de contento. ¡Libre! ¡Libre!, ya no volvería a tener celos.

El joven entró con él en la casa. Don Matías se dirigió a su cuarto con tranquilo continente. Tomó de una mesa el tomo de Robinson Crusoe y fue a sentarse como antes al fondo de la huerta. Ahora podía leer las aventuras del solitario de Juan Fernández sin envidiarlo.

Díaz entró en la sala de recibo, donde lo esperaba Deidamia. La palidez de la chica se iluminó con un rayo de consuelo al sentir en su frente el beso apasionado con que la saludó el joven, sentado junto a ella, estrechándole con ternura las manos.

–Ahora, linda, miremos para adelante y dejemos reposar en paz a la que se queda en el camino. Don Julián quiere que nos casemos pronto. Te da como regalo de boda esta casa, y a mí la casa de la calle de San Pablo, donde iremos a vivir, reservándole unas piezas. El se retira a su chacra y nos convida a ir a verlo cuando queramos.

Tras la reja de la ventana que daba al primer patio vieron entonces aparecer a Guillén y a Javier. Con aire de infantil incertidumbre, hablaron a través de la reja:

–¿Cierto que tú te vas a casar con Deidamia?

–Cierto, y ustedes serán mis padrinos –les dijo el mozo alborozado.

–¡Viva el ñato! –gritaron los dos chicuelos, entrando en la sala y abrazando a los novios con ruidosas señales de alegría.


Publicado el 12 de abril de 2022 por Edu Robsy.
Leído 42 veces.