Gladys Fairfield

Alberto Blest Gana


Novela corta



I

Después de dos años de luna de miel no interrumpida, el Mayor Fairfield se decidió a cumplir la promesa hecha a su novia, al sellar el compromiso matrimonial, de hacer con ella un viaje al viejo mundo.

La luna de miel, es verdad, habría podido llamarse unilateral. Mientras el corazón del Mayor permaneció invariable, desde el día de las bendiciones, en el embelesamiento amoroso del cuarto creciente, el de Gladys Venturbridge, su mujer, no tardó en deslizarse de la curiosa novedad del cambio de estado, a la tibia indiferencia del cuarto menguante en que flota el alma de las muchachas que se casan simplemente por no quedarse solteras.

El matrimonio había tenido lugar pocos años después de terminada la guerra en que los Estados Unidos arrancaron a España las más preciadas joyas de su vetusta corona. Néstor Fairfield, alistado voluntario en el ejército del norte, después de pasar, uno a uno, por los grados subalternos de la jerarquía, obtuvo los despachos de Mayor al día siguiente del ataque de Santiago de Cuba, en el que su impetuoso ardor de asaltante había electrizado a la tropa de su mando. El nuevo Mayor tenía a la sazón veinticinco años apenas. Y como al lanzarse a la guerra había buscado en ella solamente un sport, sin propósito de consagrarse a la carrera de las armas, el joven Fairfield se apresuró a hacer dimisión de su empleo, apenas hubieron terminado los peligros de la lucha, contentándose con guardar el título honorífico de su grado, para no ser un simple millonario, como lo había sido hasta entonces.

De regreso a su hogar, donde por muchos años había vivido la fácil existencia de rico propietario, el Mayor aceptó como muy sabia la indicación de su padre, quien al día siguiente de su llegada, golpeándole el hombro con cariño, formuló este consejo:

— Ahora, mi viejo muchacho, creo que deberías pensar en casarte.

— Así me parece también, había asentido el mozo; pero tomó tiempo para decidirse. Miss Gladys Venturbride, sin ofuscarse por el brillo de los laureles con que todas las chicas elegantes de Albany veían ceñida la frente del joven Mayor, sintióse vivamente lisonjeada al convencerse de la decidida preferencia que él le acordaba sobre sus amigas. Dos meses después, sin amor, pero contenta, confiaba su pequeñita mano a las del héroe, vigorosas y francas, como la espada que acababa de colgar entre los trofeos de sus marciales proezas.

Al cabo de dos años, la situación respectiva de los esposos era, en apariencia, la misma que el día en que habían confiado su destino al proceloso mar de la existencia matrimonial. Pero era sólo en apariencia. Al elegir a Gladys, el joven amaba por primera vez. La voluptuosa complacencia de la dicha presente no lo dejaba preocuparse del problema del porvenir en que flotan constantemente los espíritus inquietos. El Mayor era el tipo acabado del que «en un cuerpo sano abriga una mente sana». Su código moral constaba de poquísimos preceptos : fidelidad absoluta a la fe jurada; lealtad escrupulosa en el trato con sus semejantes. Los demás artículos de ese código podían considerarse como inevitables corolarios de esas dos bases angulares de su conducta pública y privada. Toda su persona, por otra parte, parecía haberse desarrollado en sentido armónico con la inflexibilidad de esos principios. De alta estatura y de vigorosa constitución, el Mayor tenía en su semblante el aspecto de benévola indulgencia de los que están seguros de sus fuerzas. Era raro que hubiese algún incidente de su vida que llegase a sacarlo de esa genial placidez. En esos momentos, la serena frente parecía nublarse; los ojos despedían el brillo acerado de una violenta irritación y la boca, contraída, perdía por un momento la expresión de serena bondad que daba a su fisonomía algo de infantil, con la fácil sonrisa de sus labios finamente dibujados.

Jamás ningún acto de su mujer había dado lugar, ni siquiera pretexto, a que se produjese en el Mayor esa insólita metamorfosis. Sin haberse hecho de su impecable conducta una regla escrupulosa, la joven parecía obedecer espontáneamente al delicado propósito de sembrar de flores la senda conyugal, apartando de ella los abrojos que con frecuencia la obstruyen. A ese propósito ella sacrificaba diariamente sus fantasías de mujer hermosa, sus caprichos de hija mimada desde la infancia, y, lo que es más aún, reprimía en su alma esas confusas aspiraciones de muchacha, que quisiera sentir realizadas en hechos tangibles las promesas de que es pródiga la vida, para las que no ven sus realidades sino doradas por la seguridad de la riqueza. Esa abnegación sin aparato, ese desprendimiento de sí misma, hacía de la exquisita Mrs. Fairfield una persona singular en la alta sociedad en la que brillaba por su hermosura y su elegancia: Ninguna de las exageradas pretensiones del feminismo había extraviado su sano criterio. Estimaba que la naturaleza ha fijado con sabia discreción los derechos y los deberes de cada sexo y sostenía que la mujer desprecia el arma poderosa de sus naturales atractivos, al ir a buscar en la esfera de acción de los hombres los medios de sobreponerse a su dominio.

Alta y airosa en sus movimientos Mrs. Fairfield personificaba, con la inconsciente arrogancia de su porte y de sus maneras, el tipo prestigioso de la mujer norteamericana, al que las distintas razas que lo forman parecen haber contribuido cada una con sus más aventajadas cualidades. Belleza de conjunto, que se escapa a la prolijidad de un análisis de detalle; esbeltez, soltura y gracia, combinadas en seductoras proporciones; pequeño rostro, coronada la frente de abundante cabellera; fino cutis de diáfana pureza; franco mirar de serena confianza en las dichas de la vida; altiva frente, cuello erguido, boca dócil al reír, sin las nerviosas contracciones de la coquetería: mujer enérgica en el sentimiento y en la acción.

Al llegar a Europa, la feliz pareja empezó por pagar amplio tributo a los encantos de París. Llamados por su condición social y sus grandes bienes de fortuna a figurar en puesto prominente entre aquellos de sus compatriotas relacionados ya con algunas familias poco exclusivas del gran mundo parisiense, los esposos recorrieron con igual ardor los teatros y los salones reputados de alto tono; las exposiciones y las carreras, los afamados santuarios de la moda, los museos y las joyerías, hasta encontrarse hartos de esa existencia ardorosa de la hechicera capital y ansiosos de reasumir cada uno su personalidad, que los compromisos sociales les habían arrebatado desde su llegada.

En ese estado de espíritu emprendieron en automóvil una excursión de fantasía por las principales ciudades del continente. Un vivo deseo de arte inflamaba la imaginación de Gladys en esa caprichosa peregrinación. Su marido la seguía sin entusiasmo por museos y galerías. La joven le explicaba la belleza de los cuadros consagrados por la fama universal, de las estatuas en que la poesía de las formas llega como a cubrir de un velo púdico la plástica representación de las mitológicas divinidades, incendiarias de cerebros humanos. El Mayor, después de oír, en muda contemplación, las convencidas explicaciones de la joven, acababa por exclamar sin gran convicción, en voz baja:

— Sí, sí, ya veo, ya veo......

Lo que era para él una concesión galante a su seductora guía, mientras pensaba para sus adentros con asombro que hubiese tanta admiración, por obras que, a su juicio, no eran sino simples muestras de la destreza manual de sus autores.

— Sí, sí, ya veo, volvía a repetir, cuando Gladys hacía surgir con apasionado acento, el alma de la obra y ponía su ser vibrante en comunicación con esas creaciones de cerebros de artistas.

Para repasarse al fin de tan variadas correrías, los esposos eligieron las poéticas orillas del lago Leman. Instalados en el Palace Hotel de Montreux vivieron la existencia sedativa de esa atmósfera de paz, en la armonía del mágico paisaje, admirando los elevados picos de la Dent du Midi, el reflejo de la luz en las lejanas nieves del Mont Blanc, el vuelo caprichoso de las gaviotas, el apresurado curso de los vaporcitos excursionistas y el tardo deslizarse sobre las aguas de los pequeños botes, semejantes, bajo sus velas latinas, a fantásticos cisnes que van a emprender el vuelo. En la florida terraza, meciéndose con el acompasado movimiento de los sillones de balanza, ambos seguían su quimera o sus recuerdos durante largos intervalos de silencio, como siguen los ojos el vuelo, a veces lento, a veces apresurado, de las aves de pasaje. En esa siesta, despiertos, el Mayor pensaba en sus grandes casas de campo, en sus agitadas cacerías, en la activa campaña que dio la libertad a Cuba. La joven mientras tanto, sentíase por primera vez como separada de la realidad. Una sensación de penetrar en regiones desconocidas de velados misterios, le aceleraba el curso de la sangre, como en la expectativa de algún extraño acontecimiento, que había de cambiar el curso de su existencia. Gladys pensaba inquieta con la tentación de una enervante curiosidad, que ninguna de las emociones que hubiera sentido hasta entonces, se parecía a esa emoción. Y del fondo de su alma, en la que jamás se anidó un pensamiento que no pudiera formular en alta voz con la más completa tranquilidad de conciencia, levantábase ahora ante su severo criterio de esposa irreprochable, la confesión acusadora de encontrarse, por extraños subterfugios de su corazón, en el dintel de un mundo vedado.

Para explicarse esa transformación repentina de su espíritu, la joven no tenía necesidad de buscar recónditas razones de complicada psicología. La presencia de un pasajero llegado con su familia pocos días antes al hotel, era la clave del vulgar enigma. Una noche que el Mayor y Gladys tomaban posesión de su mesa en el comedor, vieron entrar y sentarse en la vecindad, a dos personas, un hombre y una mujer, jóvenes ambos, y que sobre ellos todos los que ya ocupaban las mesas cercanas, fijaron esa atención curiosa con que mutuamente se examinan los pasajeros en las salas de los hoteles elegantes. La mujer, alta y delgada, rescataba apenas con su esbeltez la desfavorable impresión que producía una sombra de penoso descontento, dominante en la expresión de su rostro. En el hombre veíase ante todo el aire satisfecho del que tiene la seguridad de ser notablemente hermoso. De estatura fina y elevada, de modales dotados de una seducción particular, su presencia parecía imponerse a la admiración de las mujeres y a la observación de los hombres con fuerza irresistible.

La pareja se sentó a la mesa, sintiéndose el blanco de observación de todos los que ocupaban las mesas vecinas. Esa sensación se dibujó de muy distinta manera en cada uno de los dos. La expresión de vago descontento, rasgo característico de la fisonomía de la mujer, se acentuó de una manera visible sobre sus facciones. El hombre, por el contrario, arrostró con perfecta naturalidad las miradas que lo analizaban, sin parecer cuidarse de ellas. Con rápida ojeada recorrió al sentarse los grupos circunvecinos y al desplegar la servilleta habló sonriéndose a su compañera, en español, mostrando así su completa prescindencia de los que aún fijaban en ellos su atención indiscreta.

— Yo creo que ya nos han mirado bastante.

La señora no contestó. Dibujóse apenas en sus labios una vaga contracción, que pudo tomarse por un gesto de desprecio, y pareció absorberse en la contemplación de las flores que adornaban la mesa.

En aquella corta escena habíase producido, no obstante su rapidez, un incidente fugaz, que bien podía explicar la sombra de indescriptible descontento que se extendió sobre el rostro de la que acababa de sentarse. Su compañero, al ofrecerle una de las dos sillas puestas al lado de la mesa, había tenido la maestría de reservarse la que lo dejaba frente a frente de Gladys Fairfield.

— ¿No te incomoda la luz en los ojos? ¿quieres cambiar de sitio?; preguntó la recién llegada al separar su vista de las flores.

— ¡Oh, no! estoy muy bien, contestó él, apresurándose a partir el pan y haciendo de este modo acto de posesión del lugar que tan distraídamente se había reservado.

Fue en la rápida ojeada que al llegar cerca de la mesa paseó en torno suyo, que el mozo había encontrado los ojos de la joven norteamericana fijos en él. Los dos rayos visuales emanados de distintos focos, se habían cruzado, con súbita irradiación, como dos meteoros luminosos que se encontrasen en el espacio.

Tornó la vista Gladys de otro lado con la triunfante calma de mujer que sabe por instinto usar de su voluntad, para vencer la emoción que traidoramente la sobrecoge.

Un segundo después, temiendo que no se hubiese escapado al Mayor el cambio de aquellas miradas, Gladys se inclinó ligeramente hacia él, y como si quisiera explicarle la curiosidad de que había dado pruebas:

— El vestido de la señora es el último modelo de Callot; mil quinientos francos; a mí me pareció muy caro para un traje sastre.

— ¡Ah! ¿cierto? ¡qué idea! ¡nada hay demasiado caro para usted, darling!

El Mayor formuló así su contentamiento, como haciendo penitencia por haberse equivocado al interpretar la mirada de su mujer sobre los de la mesa vecina.

— ¡Ah! ¡pícaro, cuidado! Cuando volvamos a París tendré muy presente esa frase de luna de miel.

— Y hará usted muy bien, exclamó él, risueño, apurando de un trago el medio vaso de whisky y soda que tenía delante de sí.

La conversación entre ellos siguió en ese tono. La joven había recobrado su amable jovialidad; pero sentía sobre ella la mirada del de la pareja que hablaba en español. Ni una sola vez se dejó llevar del impulso que la estimulaba a dirigir la vista a la mesa de donde partía esa mirada. Mas no por eso el deseo de hacerlo era menos vivo. Una curiosidad mezclada de íntima emoción la agitaba y le era menester acudir a un enérgico esfuerzo para seguir, sin manifestarse distraída, la conversación con su marido.

Dos niños llegaron casi corriendo a la mesa de los que así despertaban la curiosidad de la joven norteamericana. Eran dos hermosos muchachos al parecer de diez y once años. Risueños y bulliciosos, aproximaron sillas a la mesa y entablaron conversación como si nadie más que ellos se encontrase en la sala.

— Mamá, ¿sabes que nos divertimos mucho esta mañana?, dijo el que parecía mayor.

— No grites así, Pedro, habla más despacio, le amonestó la señora.

— ¿Y en qué se divirtieron tanto? preguntó risueño el caballero.

— Que les cuente Pepe, dijo Pedro desternillándose de risa.

— No, Perucho, cuenta tú, replicó Pepe, agitándose sobre su silla.

— Alguna fechoría, murmuró el padre.

— Si no se están quietos y no hablan despacio, hago llamar a Monsieur l´Abbé para que se los lleve.

La Señora notaba con rubor que de muchas personas de las otras mesas, las miradas se dirigían con aire sardónico hacia ellos.

— Pepe fue el que principió, dijo Perucho, bajando un poco la voz.

— Tú también principiaste, exclamó Pepe.

— Pero vamos a ver ¿qué es lo que han hecho? preguntó el padre.

— Nos levantamos temprano y cambiamos todos los zapatos que estaban delante de los cuartos de los pasajeros, prorrumpió Pepe entre risas.

— Y poquito después se oían los gritos y los reniegos, empezó a decir su hermano. Mas Perucho le arrebató la palabra.

— Garçon ¿quién me ha cambiado los botines? gritaba uno.

— Estos no son mis zapatos, decía una vieja de cofia y en enaguas. La banda de tziganes, apostada en la galería del gran salón había empezado ya su ruidosa música de valses precipitados. Esto puso fin a la charla de los muchachos que se fueron corriendo.

El Mayor y Gladys salieron del comedor, de los primeros. Al pasar delante de la mesa de la otra pareja, la marcha de la joven norteamericana acusaba, con intencional rigidez, su preocupación de mantener la vista sin desviarse a ningún lado. El que era objeto de esa preocupación, familiar sin duda con las aventuras de hotel, pareció no haber visto que la joven pasaba cerca de él, porque en ese momento mismo habló a su compañera, con aire distraído, sobre la música que empezaba a oírse.

En un ángulo de la gran sala Gladys y su marido tomaban el café, cuando apareció la pareja de los recién llegados. Hubo entre el joven y Gladys un cambio rápido de miradas lejanas. Pero los que hablaban español siguieron su marcha por el ancho pasadizo que conduce a la escalera principal.

Pasaron ocho días de lo que podrían llamarse escaramuzas preparatorias del ataque decisivo. Escenas análogas a la primera se repitieron mañana y tarde a la hora del almuerzo y la de la comida. Desde la noche misma del primer encuentro, Gladys con ávida curiosidad, había recorrido la lista de pasajeros.

«Señor de Almafuente, Señora y familia, de Sud América decía la lista.»

— Ellos son sin duda, se dijo, contenta de su perspicacia.

A su vez, el joven no tardó en averiguar que la hermosa americana y su marido eran: el Mayor Fairfield y Mrs. Fairfield, del Estado de Nueva York.

Así cesaba el anónimo de una y otra parte. El conocimiento del nombre hace de un desconocido una personalidad determinada. Al repetir el del joven, Gladys le encontraba un sabor de grandeza de España. Se le figuraba el apuesto mozo un descendiente de los altivos hidalgos que Velázquez ha transmitido a la posteridad erguidos sobre sus golas de canutillo. La singular distinción del joven, su airoso garbo, la natural finura de sus maneras, justificaban ampliamente esa fantasía femenil.

El mozo encontraba por su parte en ese nombre de Fairfield una música particular, una especie de presagio de amor. Y esa impresión propia de un hombre al que las intrigas amorosas habían mimado por su variedad y su gran frecuencia, tuvo desde el segundo día un sólido apoyo de verosimilitud. Impaciente por ver si la llegada de los esposos Fairfield al almuerzo confirmaba o no su presunción, Almafuente consiguió, con un pretexto cualquiera, que su mujer llegase con él al comedor antes que el Mayor y Gladys. Estos tenían que pasar por delante de él al dirigirse a su mesa. Si la joven, que precedía a su marido desde la puerta de la sala, tomaba, otro rumbo, evitando el camino directo, la evolución habría sido considerada por Almafuente como un indicio desengañador para sus pretensiones. Pero Gladys no se desvió del camino más corto. Anduvo serena hacia su mesa y al encontrarse cerca de Almafuente le dirigió una mirada expresiva, sin que nadie hubiese podido notario. Y así, mañana y tarde, repitiéronse las miradas de inteligencia diariamente. Gladys, además, como vencida por una subyugación más poderosa que su voluntad, aprovechaba todos los momentos que su conversación con el Mayor le permitía, para entregarse a un apasionado análisis del que ella llamaba mentalmente el Grande de España. Comparado con los otros hombres que ocupaban las mesas vecinas, Almafuente se le figuraba un ser de raza superior, ante cuya aristocrática distinción todos deberían inclinarse. Ninguno se acercaba a la delicada armonía de sus facciones. Su cutis, de blancura singular, tenía la transparencia de la tez femenina. Sus ojos pardos, velados por largas pestañas, irradiaban una luz de intensa expresión. Gladys pensaba que hasta entonces ella no había encontrado esa expresión en la vista de ningún hombre. Hacía poco a poco, con vivo interés, el análisis del rostro del joven, notando sus perfecciones. Hallaba una gracia byroniana a la frente, en parte, cubierta al lado derecho por el cabello castaño claro, peinado hacia atrás sobre las sienes. Con instinto artístico admiraba el fino bigote, ligeramente crespo en las extremidades, como para dejar ver en su sonrisa los dientes de un blanco azulejo, dispuestos con perfecta regularidad. Todos esos detalles, que en el curso de los ocho días, la joven había fijado en su memoria, eran el objeto de su largo devaneo al mecerse sobre la terraza del jardín en la silla de balanza.

Ni por un instante el remordimiento de ese extravío culpable turbó el espíritu de la joven. Despertada de repente de la tranquila paz de alma en que había vivido, por vertiginoso torbellino de sensaciones desconocidas, veíase tan irresponsable de las impresiones que la dominaban como lo era de la luz con que un rayo de sol ofuscaba sus ojos en aquellas luminosas mañanas del Lago Lemán. Era demasiado inexperta en los caprichos del alma para darse cuenta de ese impalpable fenómeno moral que concentra en un solo pensamiento toda la fuerza vital del ser humano. «Es el amor, no hay duda» se decía con la genial franqueza de su carácter, mientras que su imaginación evocaba la arrogante figura del Grande de España, en el momento en que cambiaba con ella la furtiva mirada del comedor, más expresiva y ardiente cada día.

En esa evocación, sin embargo, su amor naciente no se exaltaba hasta el grado de admitir que el joven pudiese acercarse a ella por ardid o por sorpresa, en alguna de las frecuentes ocasiones que presenta la vida de hotel para hallar un pretexto de insinuarse cerca de una persona a quien se desea conocer. Lejos de acusarlo de timidez por su reserva, veía en su respetuosa actitud un rasgo de buena crianza, que estimaba como un nuevo argumento en favor del creciente interés que el mozo le inspiraba. Un avance indiscreto de parte de éste habría despertado el alma de Gladys del extraño encanto de la misteriosa aventura.

Ese estado de platónica inacción fue interrumpido por la llegada al hotel de una nueva pareja de viajeros, que se hizo inscribir en el registro de la oficina con el nombre de Míster y Missis Vickery, de Filadelfia. Los recién venidos aparecieron en el restaurant a la hora del almuerzo en compañía de los esposos Almafuente. De fino tipo meridional, Mrs. Vickery, graciosa morena de treinta años, hablaba el español con el mismo acento hispanoamericano que sus amigos. Hija, como estos, de una de las repúblicas más adelantadas de la América del Sur, y unida por lazos de estrecho parentesco con la Señora de Almafuente, pues eran primas hermanas, habíase casado hacía tres años con un joven ingeniero norteamericano, enviado al país de la joven por una compañía de Nueva York, como director científico de una gran línea de ferrocarril. Terminada la obra en poco más de un año, los Vickery regresaron a los Estados Unidos. Desde allí la joven había mantenido una correspondencia epistolar no interrumpida con su prima y concertádose con ella para encontrarse en Europa, donde con puntual regularidad, los Almafuente pasaban todos los años largas temporadas, con el plausible propósito de que sus niños aprendiesen idiomas extranjeros.

En su nueva patria, gracias a su viveza y despejo naturales, Mrs. Vickery no tardó en connaturalizarse con las costumbres del país. Dotada de la facilidad genial con que las mujeres se adaptan al mundo exterior que las rodea, habría podido pasar por norteamericana en poco tiempo si su ligero acento español no hubiese revelado su origen, a pesar de la pureza con que hablaba el inglés desde el colegio.

En realidad, sin embargo, la joven conservaba física y moralmente los rasgos característicos de su raza. El tinte suavemente moreno de su cutis; los grandes ojos de expresivo mirar, rodeados de una sombra natural que los velaba de misterio; el profuso cabello castaño claro; el andar cadencioso de inconsciente voluptuosidad; las manos pequeñas y el breve pie, eran dotes bien definidas de su origen ibérico.

Un fondo de alegría y de lo que los positivistas llamarían nativo altruismo, formaba su personalidad moral. Enérgico el ánimo por la primera de estas cualidades, para hacer frente a los inevitables contrastes de la vida, recibía de la segunda, por su desprendimiento de todo egoísmo, la facultad siempre envidiable de inspirar viva simpatía donde quiera que se hallase.

Tal era la joven hispanoamericana, que por su casamiento con un ingeniero civil de Norteamérica, había visto convertido su nombre de Catalina Canos en el de Katy Vickery.

El encuentro entre los Almafuente y los Vickery al abrirse esta historia, no había sido casual. Una afectuosa correspondencia los había mantenido en comunicación frecuente. El deseo mutuo de reunirse les había hecho concertar el viaje a orillas del Lemán, para excursionar estando allí por esa región privilegiada de lagos pintorescos y de boscosas montañas.

Sentadas las dos parejas a la mesa, la conversación tomó luego el tono animado y alegre de los que después de una larga separación tienen mucho que decirse. Almafuente había dispuesto los sitios de manera que Mrs. Vickery pudiese abrazar con la vista una gran parte de la sala y divisar la entrada de los que llegasen. Hablaba la joven con entusiasmo de sus viajes por los Estados de la Unión Americana, interrumpiéndose a veces para pedir noticias de parientes y amigos de la patria común.

En medio de una frase detúvose de repente. Los que estaban con ella vieron iluminarse su rostro con expresión de alegre sorpresa, al tiempo que exclamaba, dirigiéndose a su marido :

— ¿Quién te parece que entra en este momento? El Mayor y Gladys.

— Ahí se sientan a una mesa y no nos han visto.

Sin esperar más, dando excusas a sus primos, Katy se levantó de su silla y seguida de Mr. Vickery se apresuró a llegar donde los esposos Fairfield acababan de sentarse.

Una exclamación admirativa fue la ruidosa señal de su reconocimiento. Las dos jóvenes se estrecharon las manos con calurosa efusión.

¡Oh! ¡querida! qué feliz sorpresa, dijo alborozada Mrs. Fairfield, contemplando con cariño a la joven Mrs. Vickery.

No menos expresiva fue al mismo tiempo la exclamación de ésta.

— ¡Gladys, mi querida! qué feliz me siento con este encuentro.

El Mayor había murmurado una frase de congratulación, perdida entre las voces con que las dos amigas se repetían su felicidad de verse. La escena había sido instantánea.

Katy, en su contento, exigió que los Fairfield la acompañasen a la mesa de sus primos para presentarlos. Rafaela y Florencio, al ver ese movimiento, se pusieron de pie y se adelantaron hacia los que llegaban.

— Mis primos el Señor y la Señora Almafuente; mis queridos amigos el Mayor y Mrs. Fairfield.

El saludo fue ceremonioso de parte de la Señora hispanoamericana, respetuoso y correcto la de su marido. Gladys había contestado a uno y otro con natural cortesía, mientras que los hombres se estrechaban la mano con las frases consagradas:

— Muy feliz de conocer a usted.

— Muy contento de conocer a usted.

Almafuente y Gladys, con una mirada que nadie pudo ver, parecieron dar fervientes gracias a la providencia por aquella inesperada felicidad. Después de cortas frases de mutua congratulación cada cual volvió a su mesa.

II

Gladys Fairfield aprovechó el primer momento que la ocasión le presentaba para satisfacer su ardiente curiosidad de conocer la vida de sus nuevos amigos hispanoamericanos. So pretexto de mostrar a Mrs. Vickery los trajes que había traído de los mejores costureros de París, instalóse con ella en su sala de recibo, donde hizo que su camarera dispusiese sobre sofás y poltronas varias muestras de las más lujosas y elegantes creaciones de los árbitros más afamados de la moda en el mundo entero.

Mrs. Vickery quedó en extática contemplación delante de esos primores, la suprema preocupación del espíritu femenil en París. Gladys dejó algunos instantes a la admiración de su amiga. Discutió las observaciones de ésta con respecto a los colores, a los adornos, a la amplitud de las faldas, que empezaban ya a estrecharse, presagiando la que hoy embaraza con triunfante tiranía el gracioso andar de nuestras contemporáneas. Y luego, poco a poco, Gladys apartó la atención de su amiga del asunto de trapos para iniciar la conversación a que quería traerla.

— Venga usted a sentarse aquí, mi querida, le dijo, pasándole un brazo alrededor de la cintura y llevándola suavemente a un estrecho sofá. Ahora basta de vestidos y conversemos.

— Sí, conversemos, repitió risueña la hispanoamericana.

— Usted no me había hablado nunca de estos parientes.

Al hacer esta observación Mrs. Fairfield arreglaba con aparente empeño un encaje de la blusa de su amiga.

— ¿Ah? no sé, no me acuerdo, contestó Mrs. Vickery, buscando en su memoria si era exacta o no la aseveración que oía.

— No, no, estoy segura, afirmó Gladys.

Y luego, insistiendo :

—¿Cuál de los dos es pariente de usted, él o ella?

—Ella; es mi prima hermana.

Mrs. Fairfield se quedó un momento en silencio. En su mente se debatía la cuestión de saber si era prudente o no dejar ver el súbito interés que le había inspirado Almafuente. Impetuosa y franca, la joven norteamericana atropelló resueltamente todo escrúpulo.

— Él es admirablemente hermoso, dijo mirando a su amiga con resolución.

Y le pareció que el rostro de Katy se cubría de un tinte encamado apenas perceptible.

— ¿Usted encuentra, Gladys, realmente?

Gladys creyó notar una ligera turbación en la voz de su amiga.

— ¡Como! mi querida, exclamó, ¿usted no lo encuentra muy hermoso?

— ¡Oh, sí! por supuesto, muy hermoso.

— Los chicos se parecen más a la madre que a él, observó Gladys.

— Puede ser; en todo caso ella y él los miman exageradamente.

— Fue lo que pensé, al oír el ruido y las risas que les permitían hacer en el comedor.

Katy parecía empeñada en no dejar que durase la conservación sobre Florencio Almafuente, porque se puso a hablar sobre los dos chicos.

— Es el resultado, dijo, de la mala educación que damos los niños en nuestros países.

A la rígida severidad de la antigua educación española hemos substituido el sentimentalismo de las ideas modernas. En nuestros países sudamericanos el amor exagerado a los hijos, o más bien dicho, la debilidad de carácter para con los hijos, es un mal muy común, especialmente en las clases más elevadas de la sociedad. Los padres ricos crían las más veces hijos mimados. En ellos todo desmán es una gracia, toda intemperancia de lenguaje una prueba de admirable precocidad intelectual. Los chicos de mi prima Rafaela presentan un ejemplo acabado de esos niños prodigios, insoportables para los extraños. En los hoteles son el terror de los sirvientes y la perpetua inquietud de los empleados superiores; pero como mis primos ocupan un gran número de piezas y pagan generosamente, los chicos están seguros de la impunidad en sus pesadas travesuras.

— Y ¿qué hacen esos niños después, cuando son hombres grandes?

— Pasean mucho, gastan sin contar, viajan dispendiosamente y se arruinan temprano la salud con la buena mesa, el champaña más caro y el coñac a cien francos la botella.

— ¿Y no trabajan? ¿Y los padres les permiten esa existencia de seres inútiles?

— Al contrario, la fomentan; les parece que esa es la gran elegancia.

— Espero que sus primos de usted no dejarán así malgastar su vida a esos dos hermosos muchachos.

— Mi primo ha perdido el pleito, como decimos familiarmente en nuestra lengua; la autoridad de su mujer ha triunfado.

— ¿Ah, y porqué? ¿no es hombre de carácter?

—¡Oh! sí, tiene carácter y mucho, pero...

—¿Pero qué? ¿ Está dominado por su mujer?

Muy contenta de haber hecho llegar la conversación al punto del que Katy la había hecho desviarse, Gladys multiplicaba sus preguntas sobre el Grande de España.

Katy tuvo una expresiva sonrisa de negación.

— ¡Dominado! ¡oh no! creo difícil que alguien pudiese dominarlo. Es uno de los más enérgicos caracteres que yo haya conocido.

— Entonces, no comprendo por qué no hace valer su autoridad de marido.

— Por una razón muy común entre nosotros, mi querida; Rafaela es inmensamente rica y él se casó sin tener nada.

— ¡Oh! Katy eso es ridículo, exclamó Mrs. Fairfield.

El bello Almafuente caía ante sus ojos del pedestal en que su imaginación lo había colocado.

— Sería ridículo si Florencio no conservase su entera independencia cerca de su mujer, replicó Katy.

— Explíqueme eso, mi querida, no comprendo.

Mrs. Vickery consideró, sin duda, que se había dejado arrastrar más allá de lo que quería en la conversación sobre Almafuente, para retroceder después de esa observación de Gladys.

— Con mucho gusto.

Pero calló un instante, como si buscase de como principiar su explicación. Cuando habló de nuevo, parecía avanzar con cautela, cual si temiese emitir juicios que pudieran considerarse desfavorables al marido de su prima. Con una sonrisa maliciosa, principió por confesar que el joven no podía ser tomado como un modelo de rígida moralidad. A juicio de ella, el mozo había sido víctima de su excepcional hermosura. Sin más debilidades que la generalidad de los hombres, en vez de entrar con valor en la vía del trabajo, había preferido la senda sembrada de flores que se abría delante de él. Algunas intrigas de amor bastante ruidosas para consagrarlo hombre irresistible, fueron el punto de partida de sus numerosas conquistas. De gran familia, su posición social lo salvó del ostracismo con que suele castigar la sociedad a los que pisotean sus leyes con demasiada osadía. Lejos de mostrarle un ceño severo, habíalo acogido corno a un hijo predilecto, al que todo puede perdonarse. En esa ventajosa situación de joven a la moda lo conoció una noche en un baile Rafaela Canos, que es hoy su mujer. La crónica mundana había ya hecho llegar a sus oídos las aventuras amorosas de Almafuente. «Ninguna aureola de gloria, observó Katy, brilla con prestigio más fascinador a los ojos de las mujeres que la de los hombres afortunados en ese juego peligroso. Y esta ley, afirmó al ver sonreírse con aire de incredulidad a su amiga, es decir, la ley de imitación que nos gobierna, haciéndonos imitar cuanto vemos en las otras mujeres, no perdió su imperio tratándose de Rafaela, bien que ella a su vez gozaba de la reputación de muchacha altiva y poco accesible a la galantería.

Era precisamente lo contrario del joven. Rafaela cifraba su orgullo en arrebatar los novios a sus amigas, y al verlos rendidos a sus pies los despreciaba. Los desdeñados, ocultaban su despecho, asegurando que Rafaela debía sus atrevidos triunfos a su gran fortuna y no a su muy discutible belleza. Los preliminares del galanteo que condujo a estas dos notabilidades sociales al matrimonio, fueron observados y comentados con vivo interés en las esferas de la capital en que vivían. Nadie ignoraba que por un capricho singular del que no se acertaba a explicar la razón, Florencio Almafuente hacía una corte asidua a una parienta de Rafaela cuando el mozo fue presentado a ésta y que, fascinada por la distinción de que era objeto, esa parienta, de la que Catalina Vickery se abstuvo de mencionar el nombre, estaba ya profundamente enamorada del bello galán, cuando Rafaela Canos decidió ensayar sobre él su vanidosa pretensión de rival feliz de todas sus amigas.

— El manejo de Rafaela en este caso fue tanto más atrevido cuanto que todos creían que por primera vez Almafuente correspondía con sinceridad al amor que había inspirado a la muchacha parienta de Rafaela. No se sabe si por consejo de alguno de los muchos que se enorgullecían de ser los íntimos del joven a la moda, o bien por que Almafuente se dejase arrastrar, de propia inspiración, por el brillo ofuscador de la considerable fortuna de Rafaela, lo cierto fue que antes de mes la pobre prima tuvo que resignarse a la convicción de que el joven sólo buscaba un pretexto para abandonarla. Sus visitas a Casa de Rafaela se hicieron de una frecuencia muy significativa, al mismo tiempo que en los bailes, en los paseos, en el teatro, era Florencio ostensiblemente el preferido entre los cortejantes de la rica heredera.

La voz de Katy, durante las últimas frases, resonó con ciertas inflexiones de emoción, que no escaparon a Gladys. Parecíale muy singular, que su amiga callase el nombre de la joven sacrificada por Rafaela.

— ¿Y quién era esa infeliz? Katy, querida mía, interrogó con ademán de examinar el encaje de la blusa de su amiga.

La interpelada se sonrojó visiblemente.

— Una prima y muy amiga de Rafaela. ¿No se lo había ya dicho a usted? Su nombre no importa y prefiero callarlo, puesto que la pobre sufrió esa cruel humillación.

— Dispénseme usted, mi querida, tiene usted razón, dijo Gladys con voz de arrepentimiento.

Al excusarse por su pregunta, la joven norteamericana guardó sin embargo para sí la convicción de que la humillada había sido la misma persona con que hablaba.

— ¿Y qué hizo ella al verse despreciada? preguntó.

En los labios de Katy se dibujó vagamente una triste sonrisa.

— ¿Qué podía hacer? dijo, encogiéndose de hombros, casi disgustada por la pregunta.

— Afear a la prima su impudente conducta, por lo menos, puesto que eran tan amigas.

— Tenía demasiada dignidad para quejarse, replicó Katy con un gesto de desdén.

Y enseguida, con aire de satisfacción

— Además, los hechos se encargaron pronto de vengarla.

— Me alegro, exclamó Gladys ¡lo merecía! ¿qué pasó?

— Lo que nadie esperaba. En vez de despedir al infiel, como acostumbraba hacerlo, Rafaela se enamoró de él perdidamente.

— No me extraña : el mozo era demasiado interesante para tratarlo como un galán cualquiera.

Katy Vickery exclamó con acento de amistosa broma al oír esa frase :

— ¡Cuidado, querida, con ese entusiasmo! Florencio es un hombre peligroso.

Gladys no pudo evitar el encarnado que le subió al rostro.

— ¡Oh! no hay cuidado; más bien debe cuidarse usted, querida mía, que parece hablar por experiencia.

La joven Vickery apoyó amistosamente sus manos sobre los hombros de su amiga.

— Cállese, no sea mala, no haga usted suposiciones.

— Por broma, usted sabe lo que la quiero, murmuró Gladys, dando a Katy un ruidoso beso sobre las mejillas.

Y repuso con voz alegre

— Y a todo esto, usted no me cuenta cómo fue vengada la pobre víctima.

— Con la peor de las torturas. Desde los primeros días, la luna de miel fue un continuo suplicio para Rafaela. Cada palabra, cualquier mirada de su marido a alguna mujer, eran motivos de celoso sobresalto. Le parecía imposible que siendo su marido en todas partes el más hermoso y el más seductor, no fuera objeto de codicia para sus amigas y aún para las que lo veían sin hablarle.

—¿Entonces es muy celosa?

—¡Oh, terriblemente !

—¿Aún después de doce años de vida matrimonial?

— Así es, nada ha podido curarla.

— ¿Y él...... preguntó Gladys con marcada curiosidad, le ha dado muchos motivos para tantos celos?

Katy miró a su amiga sonriendo.

— Así dicen,... yo no sé positivamente. En todo caso es de suponer que si Florencio no ha observado, como dicen, una intachable fidelidad, ha sido bastante astuto para que su mujer no pueda acusarle con pruebas.

— ¿Cómo puede usted saberlo, querida mía?

— Ella me lo había dicho ya; tiene absoluta confianza conmigo.

No pareció Gladys encontrar convincente esta explicación.

— Se ve que ella es una mujer reservada, bajo las apariencias de una afabilidad muy comunicativa; usted puede engañarse, querida.

— Puede ser, pero tengo otra razón para pensar que mi prima no duda por ahora de la fidelidad de su marido, y es que los encuentro a él y a ella en la más cordial armonía, y que Florencio, aunque vigilado, conserva su absoluta independencia.

Satisfecha, al parecer, de su interrogatorio, Gladys exclamó con sorpresa mirando el reloj de la chimenea :

— ¡Las dos, mi querida! ¡apenas tenemos tiempo para prepararnos! Debemos estar prontas abajo, en el Hall, a las dos y media.

III

La familiaridad entre los nuevos amigos vino pronto. El natural afable y exento de ceremoniosa pretensión de Katy Vickery sirvió de eficaz agente para establecer entre ellos desde el principio un tono de fino compañerismo que todos supieron usar con perfecta naturalidad, como gentes de refinada educación. Fue común dictamen que era menester emplear el tiempo lo más alegremente posible. Sobre esa base, un proyecto de excursiones a los más pintorescos lugares circunvecinos fue discutido y por aclamación puesto en práctica, sin pérdida de tiempo. Todos deberían contribuir al buen éxito de la empresa con un amplio contingente de buen humor. Inútil pareció estipular que dondequiera que fuesen, los hoteles más caros serían elegidos y los restaurantes más de moda puestos a contribución. Cuatro automóviles, de los que dos pertenecían a los Almafuente y otros tantos a los Fairfield, formarían el elemento rodante de las proyectadas correrías. La distribución de los sitios en esos carruajes sería variable según el agrado de cada cual. No se fijaba tiempo a la duración de ese convenio, ella dependería de las circunstancias y de la libre voluntad de los interesados.

Y así empezó para estos sectarios del modernismo elegante, esa existencia de agitadas emociones que con la invención y el uso de los automóviles ha transformado las condiciones de vida de la sociedad moderna. De esa improvisada asociación Katy Vickery era el alma. Acostumbrada, durante tres años, a recorrer los Estados de la Unión de un confín a otro acompañando a su marido en sus viajes profesionales, habíase formado una constitución inaccesible a la fatiga y un espíritu alerta para sacar partido de las circunstancias. Gracias a su genial dirección, que el voto unánime de los demás le había confiado, no pasó un día sin alguna excursión a los más interesantes sitios cercanos y aún a parajes distantes, donde los viajeros se veían obligados, a veces, a pasar la noche en alguno de esos lujosos hoteles que han hecho de la Suiza una hospedería universal.

Almafuente y Gladys aprovecharon por tácito convenio, con el ingenioso ahínco de dos corazones que se buscan, la facilidad de comunicarse, que su buena suerte les ofrecía. Desde el primer momento propicio, sus labios se dijeron lo que la elocuencia de sus miradas se estaban revelando a cada instante. En pocas palabras sellaron ese pacto de pasión, espontánea y turbulenta de parte de ella, calculadora y precavida de parte del joven. Entre la frondosa enramada de la selva, corona de las alturas a cuyas plantas se alzan tortuosas las calles de la antigua Lausanne, ellos, por aguda simultaneidad de intuición, supieron encontrar un recodo de camino en el que un día les fue posible separarse de los demás sin ser notados. Llegaron allí como se acude a una cita de amor, convenida de antemano, ardientemente ansiada durante largas horas de azaroso esperar. Con turbada precipitación el joven se apoderó de una mano de Gladys, sobre la que apoyó sus labios con ardor, y al alzar la vista vio el bello rostro de la joven, entre risueño y ruboroso, esquivarse a su mirada.

-¡Qué imprudencia! murmuró su voz ahogada, temblando de emoción.

-Mi excusa, dijo el mozo, respondiendo a la sonrisa, es el violento amor que usted me ha inspirado y la imposibilidad en que siempre me encuentro de hablarle sin testigos.

Este momento es para mí precioso. Una declaración banal y que no exprimiría la intensidad de lo que siento, me parecería indigna de usted. En la extraña fascinación que sus ojos ejercieron sobre mí desde el primer momento, hay como una promesa de inmensa felicidad inesperada, que sería locura dejar desvanecerse. Por eso, en la primera ocasión que se me presenta y a riesgo de pasar por impertinente y fatuo a los ojos de usted, no pude resistir al violento impulso de mi corazón, mostrándole así con un acto apasionado toda la ambición de mis deseos.

Sin esperar respuesta de la joven y embriagado por la deliciosa turbación de su mirada, Florencio confirmó con un nuevo beso sobre la mano temblorosa la atrevida expresión de su osadía.

Ella, muda por un instante, contempló al joven con pasión. Al oír su franca y armoniosa voz le pareció que él realizaba, más allá de su fantasía, el irresistible poder de seducción con que se había apoderado de su voluntad. Y un cúmulo de ideas sin coherencia las unas con las otras, pasó en viva irradiación por su cerebro, con la fulgurante rapidez de chispas eléctricas arrancadas de una pila de Volta. Florencio le había hablado en un inglés tan correcto como el de ella, en el que un ligerísimo acento extranjero suavizaba la aspereza de la pronunciación américosajona. Gladys encontró que ese acento pasaba sobre ella como una caricia.

— ¡Oh! hábleme así otra vez, murmuró con voz de apasionada súplica.

Y mientras el joven, arrebatado de entusiasmo, le modulaba con persuasiva voz juramentos de adoración, que sólo a la juventud son permitidos, ella se extasiaba ante la hermosura del hombre que tenía delante de sí, cual si fuese la condensación de los caprichosos ensueños de un alma de muchacha, en lucha inconsciente por romper las férreas prisiones que la encadenan a las inexorables leyes sociales. Era aquel un sentimiento nuevo para ella en ese instante. Con raudo vuelo recorrió su imaginación la transparente historia de su alma. Desde los misteriosos umbrales de la pubertad, el hombre le había parecido un ser grosero y petulante, algo como si en su pretencioso rudeza quitara lo aterciopelado a las frágiles alas de la ilusión; como si entrase en la vida guiado por ímpetus violentos de sport, de batalla y de insaciable ambición pecuniaria. Desde entonces ningún hombre había hecho latir su corazón. El que le hablaba en ese momento era un revelador. Gladys, admirándolo, sentía subyugada su voluntad, un impulso súbito de obedecerle, de entregarle su existencia sin vanas restricciones. Un torbellino de fuego la envolvía, como si fuese a arrebatarla en brazos él, de la vida real, para lanzarla en de un mundo desconocido de borrascoso aturdimiento. Ante la mirada casi extática de la joven cambió Almafuente el acento apasionado, bajó sin rodeos de las regiones etéreas del sentimentalismo a la realidad del mundo. Su voz se hizo insinuante y cariñosa, sus bellas facciones se animaron con los tintes festivos de la alegría, y la sonrisa de sus labios rosados, tras de los que brillaba el esmalte de una dentadura admirable, se armonizó con la sonrisa de sus ojos cual si extendiese sobre Gladys un velo diáfano de imperiosa atracción.

Hija del mundo contemporáneo, familiarizada con tanta portentosa invención, pasmo de este siglo, aquella transformación instantánea hizo recordar confusamente a Mrs. Fairfield el vuelo atrevido de los aviadores, que remontan en majestuosos círculos hasta las nubes y bajan de repente, en precipitado empuje, a la tierra.

— Usted es adorable, continuó el joven, ¿pero cómo vernos? ¿cómo poder hablar? De usted depende que burlemos la observación de nuestros amigos, permitiéndome aprovechar todos los momentos que se presenten de poder acercarnos.

— Cuente usted conmigo, dijo Gladys, inquieta ya y temerosa de haber olvidado el tiempo; pero es preciso que nos separemos.

— Al contrario, replicó con voz alegre el mozo, salgamos de aquí tranquilamente; yo conozco el camino que debemos tomar. Sígame usted y verá que pronto apareceremos ante los otros sin que hayan notado nuestra ausencia.

Hablando así conducía a la joven hacia un sendero estrecho, separado del camino principal, perdido entre los árboles del bosque, que hacía una curva para reunirse a él otra vez. Pero les era preciso andar de prisa. La realidad del peligro y la precipitación de la marcha, hacían latir con tumultuoso fuerza el corazón de Gladys. Tal era su inquietud que Florencio la dejó pasar delante de él. Sólo pensaba ya en ganar con la velocidad de la marcha el tiempo que acababan de emplear en la conversación.

Llegaban a un punto en que el espeso follaje los envolvía con el turbador misterio de la sombra. Almafuente, fascinado por la gracia elegante de Mrs. Fairfield, tuvo furiosas tentaciones de detenerla, y sellar con un beso sobre sus labios uno de esos pactos mudos de arrebato apasionado, que aherrojan a veces dos corazones como con un lazo de fuego. La tentación pareció por un momento dominar a ese triunfador de recatos femeniles. En balde su experimentada razón le decía que hay en las lides de amor ataques imprudentes que suelen comprometer la victoria asegurada. Un repentino movimiento de Gladys, que se volvió hacia él, deteniéndose, le hizo reprimirse, en el acto de adelantar sus manos hacia ella para rodearle con sus brazos la cintura.

— ¡He encontrado! exclamó con alborozada voz la joven, he encontrado cómo podremos hablar casi con entera libertad. En la sala de fiestas se baila esta noche; usted me invitará.

— ¡Admirable! bailaremos juntos, lo que parecerá lo más natural del mundo. Ya Gladys había reasumido la precipitada marcha mientras el mozo le contestaba:

— Vamos ligero, decía, apartando las ramas que amenazaban azotarle el rostro.

— No tenga usted cuidado, llegamos ya al camino; yo alcanzo a oír poco más allá las voces de nuestros amigos.

Un instante después aparecían, sin que nadie pareciese haber notado su ausencia. Los demás de la comitiva, separándose por parejas, se entregaban, con la alegría de los colegiales en recreo, al placer de admirar las bellezas del paisaje.

Llegó la noche con tardío paso para los dos enamorados. En el comedor, con furtivas miradas, se recordaban el instante que debía venir, el momento lleno de promesas, en el que les parecía haberse acumulado toda la importancia de los destinos humanos. La espaciosa sala de fiestas del Montreux Palace Hotel llamaba ya con los cadenciosos acordes del boston a los danzantes. La gente fue llegando poco a poco. Gladys y Florencio, impacientes con la timidez de las parejas que no se atrevían a lanzarse en el vasto espacio vacío, cambiaban miradas de desolación. Parecíales que los demás de su grupo habían hallado, simplemente por contrariarles, la manera de hacer que sus tazas de café no se acabasen nunca. Al fin, valiéndose de Mrs. Vickery, consiguieron llevarlos a la sala de baile. Por un ardid que Gladys comprendió perfectamente, el joven, en vez de dirigirse a ella, al empezar la música, se acercó a Katy, invitándola a dar una vuelta con él. Gladys admiró el gracioso abandono con que su amiga se apoyaba casi hasta tocar el hombro de su compañero, dejando vagar sobre su rostro su alegría de mujer feliz con que oía las palabras, muy galantes sin duda, que Almafuente debía murmurarle al oído. Pero sus reflexiones duraron poco. Un compatriota, el coronel Redline, compañero de armas de su marido, la hizo levantarse de su asiento, más con la acción que con la palabra, y se lanzó con ella en los giros del boston, esa danza introducida por los norteamericanos en toda Europa. Al terminar el baile, Almafuente condujo a su compañera al lado de Gladys y pidió a ésta con un respetuoso saludo, que le concediese el vals subsiguiente.

— Como marido modelo, dijo de broma, siempre bailo el segundo con mi mujer.

— Usted puede suprimir, observó Katy Vickery con maligna sonrisa, ese calificativo de marido modelo ¿no le parece?

Gladys se sonrojó visiblemente.

— ¿Cómo diría usted entonces? preguntó Almafuente riéndose.

— Pues... yo no sé; acaso marido correcto, contestó Katy, como consultando a Gladys con maliciosa mirada.

— Acepto el calificativo, repuso Florencio; jamás contradigo a una mujer bonita.

Y con saludo cortesano, que hizo valer la graciosa armonía de su elevada estatura, fue a sentarse junto a su mujer.

— ¿Bailamos este boston?

— Si tú quieres, contestó Rafaela con visible emoción.

La música no se hizo esperar. Alentados por el aumento de la concurrencia, muchos otros danzantes invadieron esta vez la sala. Katy Vickery se deleitaba con los esfuerzos y contorsiones con que algunas parejas se empezaban en convertir en paso de boston los movimientos de la vieja polka o del vals de dos tiempos, enteramente abandonados.

Mientras tanto, apenas empezaba la música, dos compatriotas de Gladys se presentaban a solicitar a las dos jóvenes. Katy tomó el brazo de uno de ellos; pero Mrs. Fairfield prefirió que el que la invitaba a ella se sentase a su lado a conversar. Una extraña desazón en el alma la había sobrecogido al ver a la pareja Almafuente girar, graciosa y acompasada, en todas direcciones, por entre las parejas en movimiento.

Aquella mujer que Florencio tenía entre los brazos llegaba a parecerle hermosa. «Acaso él la amaba y Gladys era apenas un pasatiempo, una de las muchas que le han formado esa reputación de irresistible, que las mujeres, en la intimidad, le reconocían.» El abrasado aliento de los celos encendió su imaginación. En ese instante los esposos Almafuente pasaban frente a ella. Rafaela se apoyaba radiante en el brazo de su marido. «Esa mujer era su rival, o más bien, pensó Gladys, yo soy la rival de ella, puesto que estoy disputándole el corazón de su marido. Ella tiene un cuerpo de preciosas proporciones, lo que basta muy a menudo, según dicen, para enamorar a los hombres.» a vuelta de estas meditaciones Mrs. Fairfield sintió un estremecimiento de despecho, como si su dignidad le mostrase lo bajo de la acción a que un violento extravío de su conciencia la iba arrastrando.

Pero esta última reflexión se disipó de su mente poco después, cuando llegó su turno de bailar, por la suave y al mismo tiempo vigorosa presión con que Florencio la estrechaba contra su pecho y al sentirse acariciado el rostro por el fugaz perfume del sedoso bigote de su compañero. Como en un murmullo de misteriosas revelaciones le hablaba del paraíso encantado en que se convertiría el mundo para ellos si pudiesen vencer los obstáculos que se oponían a su eterna unión. Aquellos escrúpulos, aquella protesta de su conciencia que había levantado su voz acusadora, al figurarse que Almafuente pudiese estar enamorado de su mujer, fueron los pardos celajes que no tardan en cubrir el horizonte del primer amor, como si anunciaran las borrascas que han de turbar más tarde la ficción engañosa de las dichas humanas.

Como prosiguiendo la corta entrevista del bosque de Lausanne, Florencio, por una transición que la joven encontró muy natural, habló pronto de la necesidad de concertarse para aprovechar todas las ocasiones de verse con alguna libertad. En su mutuo deseo de llegar a un resultado práctico en ese propósito, apenas acertaban a fijar algunos puntos del difícil problema. Y mientras ambos sugerían, con voz entrecortada por la danza, algún arbitrio favorable, olvidados de los demás y urgidos por el temor de que cesase la música, no se habían dado cuenta de que las otras parejas, suspendiendo una por una sus vueltas, los dejaban continuar bailando solos en la espaciosa sala. Era que poco a poco, notando los demás la gracia excepcional de la pareja bostoneadora, habían preferido convertirse en espectadores y admirar con los que no bailaban, los giros imprevistos, las maestras ondulaciones de aquellos dos seres, que parecían perderse en algún fantástico poema de juventud y de entusiasmo.

De repente cesó la música. Algunas de las parejas volvieron a su sitio y otras salieron a la galería. El calor en ese momento era sofocante. Así parecía muy natural ir a buscar en el gran hall un poco de aire más puro y refrigerante. Siguiendo a los que salían, Almafuente y Gladys pudieron continuar su precipitada conversación, sustrayéndose a las miradas y a la observación de sus amigos.

— Yo creo que su mujer nos observa con desconfianza, dijo Gladys, apoyándose en el brazo del joven.

Almafuente trató de disuadirla; es verdad, lo observaba siempre; pero él sabía tranquilizarla.

Y añadió entre serio y de chanza:

— Porque nunca la he dado motivos fundados de queja.

—Entonces, yo soy la primera que le hace faltar a sus deberes; eso es terrible para mi conciencia!

A pesar del tono risueño con que Mrs. Fairfield había proferido esa exclamación, sus últimas palabras acusaban una alarma dolorosa.

— Ante el verdadero amor, el imperio de la conciencia en punto a fidelidad, desaparece, dijo el joven con tranquilo desenfado.

— En tal caso ¿usted me absuelve? preguntó ella contenta.

— Y le aconsejo persistir, respondió él con ardor, estrechándole el brazo. Se rieron entonces como dos niños que hacen una escapada, burlando la vigilancia de sus guardianes. Y tornaron en seguida a la manera de poder multiplicar sus entrevistas, dejando al acaso ese tesoro de esperanzas y a su empeñoso anhelo, el cuidado de aprovechar todas las ocasiones propicias.

Al volver a la sala de baile ambos sintieron como si una onda de frialdad reinase en tomo del sitio que ocupaban sus amigos. El cambio fue particularmente perceptible en la fisonomía de Rafaela. Su esfuerzo para ocultar la irritación que le martirizaba el espíritu podía engañar a los demás, pero los dos enamorados no se equivocaron al hablarle: les pareció que veían materialmente la contorsión de esa alma mordida por las sospechas. No había sido tan solo el arrebatado ardor con que ellos se entregaron a la embriaguez de la danza, ni su salida del hall tan pronto como hubo cesado la música, lo que producía en Rafaela ese primer torcedor de los celos nacientes. Eran los mil incidentes del continuo trato que a su espíritu revelador de esposa enamorada, le señalaban el incesante propósito de acercarse, de cambiar furtivas miradas, de murmurar apresuradas palabras con que su marido y Gladys se acusaban sin figurárselo.

Katy Vickery se dio perfectamente cuenta de que la situación respectiva, entre la banda de amigos, entraba desde ese momento en una nueva faz, peligrosa para las cordiales relaciones de camaradería, principal encanto de la temporada veraniega que los reunía. Resuelta en sus propósitos, aquel síntoma de latente amenaza, lejos de desalentarla, estimuló su ingenio y la ductilidad de su carácter. Ante todo era menester impedir que los celos de su prima llegaran a desterrar el buen humor durante los variados pasatiempos en que se deslizaban los días para aquella reunión de gente joven y rica, encantada de encontrar pretextos para emplear en continuos pasatiempos sus ocios elegantes. El acuerdo amistoso de los primeros días siguió, por tanto, reinando entre todos, gracias a la intervención de Katy. Pero la sorda inquietud estaba allí, haciendo su labor intermitente por demás fútil motivo, dando calor a sus fantásticas sospechas. Eran en el ánimo de Rafaela las disparatadas cabriolas de una fantasía calenturienta. Las más temerarias suposiciones atormentaban ahora el espíritu de la joven. Gozábase en mofarse en su interior, con sarcástico desprecio, de la hipocresía de la yankee, de sus manejos para adormecer la suspicacia de los que la rodeaban. «Pero ella no se descuidaría». Como primera o indispensable medida, ordenó al portero del hotel encargado de recibir las cartas de los pasajeros y a los que debían llevarlas a su destino, que entregasen únicamente a su camarera, una muchacha criada en su familia, toda la correspondencia, los diarios y cuanto llegase dirigido a ella o al Señor, al Señor sobre todo. La camarera recibió severas órdenes de velar a las horas de la llegada del cartero, para que nadie viese esa correspondencia, ni aun sus muchachos mismos «que eran muy capaces de apoderarse de ella por simple travesura». «Aunque se ven a todas horas, se decía, ella es muy capaz de escribir a Florencio, cegada por ese furor de comunicarse por carta, que se apodera de las mujeres en sus amores ilícitos, como para que no haya un momento de interrupción de su presencia absorbente en el corazón del hombre amado.» Con esta precaución, de importancia capital para ella, Rafaela se sintió menos inquieta. La tortura atroz del alma destrozada por los celos, que busca con encarnizado ahínco la manera como descubrir la oprobiosa verdad, dejó de pesar sobre ella con la esperanza de alguna sangrienta venganza, si llegaba a descubrir pruebas irrefragables de la traición de que por momentos creía seguramente ser víctima.

Desde entonces tuvo amables sonrisas para Gladys, palabras amistosas para su marido, todas las apariencias de un humor festivo en el trato con los demás. Los días se sucedieron sin que nada turbase la amenidad de las relaciones establecidas. Más de un mes transcurrió de este modo. Ya se empezaba a hablar de un gran cotillón con que los directores acostumbraban a festejar a sus huéspedes. Aunque algunos síntomas, poco definibles aún, mostraban de un modo vago que el Mayor Fairfield y el marido de Katy secundaban en cuanto podían la mal oculta impaciencia de Rafaela por que llegase una oportunidad de dar la estación por terminada y regresar a París, nadie hablaba abiertamente todavía de fijar una fecha para la separación. La menor palabra alusiva a esa eventualidad repercutía en el corazón de Gladys como una cruel amenaza. En pleno poema de amor no quería oír la voz inexorable del destino. Poco a poco primeramente y con caluroso empeño después, ella buscaba un aliado en Katy Vickery para organizar la resistencia. Katy por su parte, le contaba alarmada que Mr. Vickery daba señales evidentes de cansancio y hablaba de las ocupaciones profesionales que lo llamaban a los Estados Unidos. Ambas se alentaban sin embargo a obtener que se prolongase todavía por mucho tiempo su permanencia en Montreux. Katy encontraba un dulce encanto en el trato del hombre que había amado con toda la ternura de su alma, al que había perdonado su traición y al que en el fondo de su pecho conservaba todavía un culto ideal y desinteresado, un culto como guarda el alma a las primeras creencias religiosas, después que el áspero contacto del escepticismo ha sembrado en la inteligencia sus semillas de destrucción. Poco le importaba ver ahora a Florencio empeñado en una nueva intriga de amor. El joven era para ella un ser privilegiado, al que debían perdonarse las debilidades de que, más que su corazón, era su excepcional hermosura, según ella, responsable.

— Katy, mi querida, ¡qué singular mujer es usted! le decía a veces su amiga, en los momentos de expansión; usted no es celosa.

— Lo fui al principio, pero aprendí a resignarme. Hoy, el interés que me inspira Florencio es un interés superior al amor; por él no faltaría un instante a mis deberes; pero haría por él cualquier sacrificio si le viese amenazado en su felicidad. Me complazco en figurarme que soy su hermana y que le debo protección para salvarlo de sus locuras.

Gladys suspiraba, envidiando, en el fondo de su alma, la enérgica filosofía de su amiga. Los ingeniosos esfuerzos de ambas para hacer prolongarse la permanencia de la banda hasta una fecha muy distante, no bastaron, sin embargo, a vencer la porfiada resistencia de Rafaela y el cansancio que se había adueñado del Mayor Fairfield y de Mr. Vickery en la no interrumpida sucesión de amenos pasatiempos de que el programa de Katy parecía inagotable. El día en que apareció el cartel del gran cotillón, Rafaela atacó de frente, después del almuerzo, la cuestión de la partida definitiva. El Mayor y el ingeniero la apoyaron. Gladys no se atrevió a expresar la opinión de la resistencia y Katy vio rebatidas una a una por los adversarios, las numerosas razones que siempre tenía preparadas contra la separación cercana. El debate amistoso y festivo tenía lugar en el pintoresco terrado del hotel, después del almuerzo. Vanamente se esforzó Katy en querer despertar el sentimentalismo de sus oyentes, señalándoles la portentosa grandeza del paisaje, en el que van sucediéndose hasta la nevada cúspide del Mont—Blanc los grandiosos aspectos, admiración de innumerables generaciones, poetizados por viajeros de universal nombradía. Los nombres de Byron, de Chateaubriand, de tantos otros que habían dejado prendida y palpitante la poesía de su admiración en aquellos risueños parajes, encontraron sordos a los partidarios de la partida. Rafaela y sus aliados se mostraron intransigentes. Al fin hubo que llegar a una transacción. La despedida tendría lugar dos días después de la fecha designada para el cotillón. El Mayor y Gladys debían ir a reunirse con amigos que los esperaban en Ginebra; los Vickery acompañarían hasta París a sus parientes Almafuente y de allí debían tomar en Cherburgo el vapor de la línea Lloyd que los llevaría a Nueva York. La conversación sobre estos proyectos de viaje fue para los amantes como el tañido de una campana fúnebre en medio de la alegría de una fiesta. Una larga mirada de angustia los unió en su impotente protesta contra esa resolución que no se habían atrevido a combatir.

Desde esa memorable mañana, que grababa una fecha fatídica en la memoria de los dos enamorados, los paseos fueron menos frecuentes, las ocasiones de poder hablar a solas más raras. A veces Gladys y Florencio se separaban de los demás ostentosamente, esperando de este modo, a fuerza de osadía, disipar las sospechas que los perseguían. Pero su conversación era entonces de pocos instantes. Apenas el tiempo suficiente para darse cita, para comunicarse su angustia, para concertarse sobre la manera de preparar encuentros en apariencia fortuitos. La exasperación del constante disimulo iba levantándose en el alma de uno y otro como un fermento turbador del cerebro, capaz de arrastrarlos a resoluciones desesperadas. En ese estado de amarga desesperanza llegaron al día del cotillón. La certidumbre de tener que separarse en tres días más, acibarándoles todos los instantes del plazo tan cercano a su fin, los hizo reunirse en la danza como si una larga separación los hubiera mantenido alejados por largo tiempo. Los indirectos consejos de Katy, exhortándoles discretamente a la prudencia, les hicieron, sin embargo, refrenar el ardor con que empezaban a engolfarse en un coloquio apasionado. Confiaban en que el tumulto del baile y el interés general por seguir el movimiento de las figuras y de la distribución de accesorios, los hiciese pasar inadvertidas en el apartado rincón donde habían logrado sustraerse a la vista de los otros.

Pero Katy les obligaba a separarse, usando con malicia del derecho que dan los usos del cotillón, de invitar cada cual a quien le place, por medio de algún accesorio. De ese derecho usaba también el coronel Redline, convidando a Gladys con más frecuencia que lo que hubiera podido pasar a los ojos de Florencio Almafuente como una manifestación de amistosa cortesía.

— Ese señor, dijo Florencio a la joven, cuando Mr. Redline acababa de conducirla a su sitio, muestra por usted una predilección muy sospechosa.

Había un ligero tono de celoso orgullo en la observación hecha sin embargo como una chanza.

— ¿Quién? ¿El coronel Redline? exclamó Gladys risueña, bien puede ser, fue uno de mis flirts cuando yo era soltera. ¿Está usted celoso? ¡Ah! ¡cómo me gustaría! ¡eso es prueba de amor!

Exclamó así apretando a hurtadillas la mano del joven.

— Entonces usted no bailará más con él, dijo Florencio, respondiendo a esa presión.

— ¿Para bailar con usted?

— Únicamente conmigo, o con algunos de mis compatriotas que le he presentado.

La concurrencia, a la sazón, había ido acumulándose en proporciones alarmantes para la extensión y la temperatura de la sala. El espacio dejado libre para el baile, invadido poco a poco por numerosos espectadores, había quedado estrecho para el desarrollo de las complicadas figuras con que el director del cotillón y su compañera, querían lucir su destreza y su ingenio. Poco a poco, por falta de espacio, habíanse convertido en simples vueltas de boston las evoluciones ejecutadas al principio a las voces de mando del director.

Gladys y Florencio adoptaron entonces un arbitrio que les permitió bailar juntos muy a menudo, evitando las invitaciones de que ambos, a cada instante, eran objeto. La joven aceptaba de vez en cuando el convite de alguno de los compatriotas o de amigos de Almafuente, mientras que éste daba una vuelta, ora con su mujer, ora con Katy y a veces con alguna otra de las muchas que lo solicitaban con sus miradas, al verlo pasar cerca de ellas. Y pronto fue sucediendo que la pareja de los dos enamorados llegó a concentrar la atención de danzantes y espectadores, al grado que cuando ellos entraban en el torbellino del general movimiento, todos los demás se detenían, dejándoles libre el campo. Pero juntamente con las observaciones encomiásticas que la mayoría de los espectadores prodigaba a la triunfante pareja, no faltaban malignas observaciones ni envidiosas críticas de los que veían concentrada en los danzantes la atención de toda la sala.

En un grupo de norteamericanos el coronel Redline hacía observaciones sobre el feliz compañero de Gladys. Un sordo rencor contra el preferido de su bella compatriota, hacía olvidar al coronel que hablaba en voz alta, rodeado de personas que podrían oír sus críticas sobre el apuesto bailarín.

— Es un guapo mozo, no hay duda, y baila como si la danza fuese su profesión, dijo con aire imperioso, cual si quisiera imponer su opinión en derredor suyo; pero ustedes confesarán que ese Adonis tiene un aire visible de hombre afeminado y presuntuoso, afeminado sobre todo, repitió con énfasis.

Una voz salió del grupo inmediato en que conversaban alegremente algunos jóvenes hispanoamericanos.

— Falta saber si usted se atrevería a repetir esa opinión al mismo Almafuente.

— Por supuesto que se la diría si fuera necesario, respondió Redline con altanería; no entiendo haber hablado en secreto y cualquiera puede ir a contárselo.

El coronel lanzó ese reto como si desafiara con su elevada estatura y sus fornidos miembros a quien se atreviese a contradecirlo.

Los dos grupos en que tenía lugar este corto diálogo estaban casi confundidos en uno solo. Las palabras del coronel y las que habían contestado a ellas fueron únicamente oídas por los que se encontraban muy cerca. La música las apagó con su ruido. Siguió un silencio de embarazoso malestar, como el que produce entre gente acostumbrada a la fina discreción de la buena crianza, cualquier incidente que choque con el refinamiento de sus leyes.

El cotillón continuaba su agitado curso. La alegría y la confianza fueron aumentando, hasta que, agotados los accesorios, el director puso término a la fiesta con algunas nuevas figuras de su invención, que le valieron el entusiasta aplauso de toda la sala. En ese momento el comedor, al abrir sus puertas, fue invadido con estrépito por los que habían reservado de antemano sus mesas y por los que sin tenerlas, buscaban donde acogerse para poder cenar.

La banda de amigos no siguió ese ejemplo. Rafaela y Katy se declararon rendidas de cansancio. Gladys tuvo, bien a su pesar, que imitarlas y seguir con ellas en busca del ascensor. Poco después se le reunía el Mayor, harto a esa hora, de cocktails y de bridge. Únicamente al verse sola con su marido sintió la joven descargarse sobre ella el peso abrumador de sus remordimientos. Fingiéndose rendida de sueño apresuróse a despedirse. El casto beso, que al retirarse en la noche, tenía costumbre de darle su marido, le pareció una vergonzosa profanación. La voz del Mayor al decirle «espero que usted dormirá muy bien» y la leal sonrisa con que le estrechó una mano, le causaron un estremecimiento de horror de sí misma.

Como una luz que vacila en lejanas tinieblas, pasó entonces por su imaginación la necesidad del sacrificio, la imperiosa necesidad de dominar su funesta pasión y de recobrar su propio aprecio. Y en ese instante de súbita lucidez le pareció verse, cual un despojo lamentable, flotar, arrastrado por las olas, en la tormenta de rubor que azotaba con furia su corazón avasallado.

Mientras tanto, en el extenso comedor del hotel las bulliciosas conversaciones de los hambrientos cotillonadores formaban un ruido de mar lejano. Apenas los que ocupaban las mesas podían oír a los que tenían a su lado. Los sirvientes, llamados de todas partes, respondían con ademanes de desaliento, agitando los brazos, para demostrar la imposibilidad de atender a todo el mundo al mismo tiempo.

El coronel Redline, con la autoridad de su aventajada estatura, se había hecho dar una mesa que ocupó con Vickery y otro compatriota, después de deslizar una pieza de cinco francos en la mano del criado. Así fueron servidos sin demora. No bien empezaban a beber una copa de champaña helado para estimular el, apetito, vieron acercarse a ellos, con aire de risueña cortesía, a Florencio Almafuente en compañía del joven sudamericano que había contestado con acento de ofendida dignidad, a las palabras del coronel.

— Señores, dijo Florencio en voz baja, después de estrechar la mano del marido de Katy, ustedes, me permitirán que mi amigo, el Sr. Don Pablo Peñaltar, que tengo el honor de presentar a ustedes, y yo, nos sentemos un momento a esta mesa, para no llamar la atención y que no se oiga lo que hablemos.

Mr. Vickery, ignorante de lo que había pasado, hizo acercar dos sillas y retiró un poco la suya para dar lugar a los recién venidos.

La frente del coronel, mientras hablaba Florencio, habíase cubierto de un vivo encamado y todo su rostro, por una instantánea contracción del entrecejo, tomó una expresión de orgulloso desdén.

— ¿De qué se trata? preguntó, mirando fijamente a Florencio.

— Va usted a oírlo, contestó el joven sin demudarse.

Un fugaz instante de silencio dio cierta solemnidad al eco de esas dos frases, que resonaron con acento provocador.

— Mi amigo, que me hace el honor de acompañarme, repuso Almafuente, me asegura que usted, Señor coronel, viéndome bailar hace un momento en el cotillón, dijo con voz clara y muy acentuada pronunciación, que yo debo ser un afeminado.

—Exactamente, murmuró Redline, sin que cambiara la altanera expresión de su semblante.

— Y que usted, añadió Florencio, autorizó a mi amigo o a cualquiera de los que habían oído sus palabras, para decírmelas.

— Exactamente, repitió el militar, acentuando la aspereza de la respuesta. Florencio tuvo una sonrisa inexplicable, sonrisa de aristocrática altanería. Sobre la delicada transparencia de su cutis, un ligero tinte encarnado iluminó sus facciones.

— Estos señores, dijo mirando alternativamente a Mr. Vickery y al otro amigo del Coronel, son testigos por consiguiente, de que el Señor Redline, a quien he sido presentado por personas honorables, y a quien he tratado con irreprochable cortesía, ha proferido contra mí un insulto denigrante y gratuito, del cual tengo derecho de pedirle cuenta como se hace entre hombres de honor.

Los que oían y aun el mismo coronel, bajaron la vista. El militar norteamericano reconocía en su interior que había sido ligero y temerario en sus observaciones sobre el que hablaba; mas ya no era posible enmendar su imprudencia.

— Exactamente, pronunció Redline, más, suavizando esta vez su voz, como por vía de benévola condescendencia.

— Muy bien, era todo lo que deseaba saber, dijo Florencio con la risueña calma de su mirada, fija siempre sobre el Coronel.

Y añadió en seguida, puesto ya de pie.

—Dos de mis amigos irán mañana a las doce a la habitación de usted Mr. Redline, y cuento con que se encontrarán allí con las dos personas a las que usted confíe su presentación. Mis amigos tendrán amplios poderes para arreglar con los de usted todas las condiciones de la satisfacción que yo exijo.

—All right, Sir, contestó Redline con altivo ademán de aquiescencia orgullosa.

—Ustedes me dispensarán, dijo Almafuente con caballeresca cortesía y estrechando la mano a Mr. Vickery, que les recomiende sobre este asunto el más profundo secreto.

Él y su compañero hicieron entonces un saludo casi imperceptible y se retiraron, dándose fraternalmente el abrazo.

El Coronel y sus acompañantes se quedaron en silencio. Ninguno de estos últimos, leyendo las señales de visible disgusto que acusaban las facciones de Redline, se atrevía a hablar. Entonces le vieron apurar una copa de espumante champaña y le oyeron exclamar, al poner la copa sobre la mesa :

—Sobre mi palabra, ahí tienen ustedes un estúpido negocio. Oyendo hablar a este mozo, se me ha figurado que mis indiscretas observaciones al verle bailar, fueron un acto de injusticia.

Y como sus amigos asintieron con su silencio, agregó, atacando con vigor los fiambres que tenía delante de sí :

— No importa, el mal está hecho, adelante.

— Yo ignoraba lo que había pasado, observó Mr. Vickery, para que no decayese la conversación.

— Todo fue como él dijo, repuso el coronel, no ha cambiado ni una jota.

Con acento de contrariedad, murmuró después, casi entre dientes :

— Y yo que pensaba dormir mañana hasta muy tarde, voy a tener que buscar mis padrinos ¡Ah, bah! ustedes no me negarán sus servicios ya que están aquí.

— Mi mujer es prima de Almafuente, objetó Vickery.

— Y yo no entiendo una palabra de estas cosas, dijo el otro.

— En todo caso, replicó Redline, tengo un testigo seguro: mi compañero Fairfield.

Hemos oído juntos silbar las balas en Cuba. A más de él, otro no me faltará.

Poco después Mr. Vickery subía al primer piso y golpeaba discretamente a la puerta del apartamiento ocupado por los esposos Fairfield.

El Mayor interrumpió la lectura en que se había engolfado y entreabrió la puerta de la sala.

— Alló, dijo en voz baja, al ver al ingeniero. Este entró con precaución de no hacer ruido.

— Tengo algo urgente que decir a usted, murmuró en voz muy apagada.

— Siéntese usted ¿tomaremos un poco de brandy y soda?

Vickery aceptó con una ligera inclinación de cabeza, diciendo, siempre en voz de confidencia.

— ¿No vendrá Mrs. Fairfield?

— Oh, está durmiendo hace rato.

Y sin manifestar la menor extrañeza por las precauciones de que parecía querer rodearse su amigo, puso una bandeja pequeña sobre la mesa, destapó sin hacer ruido una botella de soda y después de llenar las copas en que había puesto un dedo de coñac :

— Ahora, mi querido muchacho ¿qué es lo que hay?

Mr. Vickery refirió la escena de que acababa de ser testigo en el comedor.

— ¡Qué lástima! exclamó el Mayor. ¡Qué estúpida querella!

— Hay que confesar que nuestro compatriota se ha colocado en una situación que no le favorece, observó el ingeniero.

— Justo, ha sido muy poco prudente. No sé si usted lo conoce, es el muchacho de más buen corazón del mundo; pero poco discreto. Estoy seguro de que ya estará arrepentido de su indiscreción. ¿No habría modo de arreglar el asunto? ¿qué piensa usted?

— Imposible. Almafuente parece resuelto a probar al coronel que se ha equivocado en su juicio.

Fairfield se quedó un instante reflexionando.

— Entonces usted cree que se batirán.

— ¡Oh! lo creo seguramente. Hace tiempo, mi mujer, haciendo recuerdos de su país, me contó una escena de revolución, en la que este mozo, por acompañar a su padre, el almirante, que era jefe político de la provincia, mostró un valor temerario, atacando con algunos hombres mal armados a los revolucionarios. Parece que fue herido entonces de gravedad.

— Nada que esperar entonces por lo que hace a un arreglo, concluyó el Mayor, pensativo.

Mr. Vickery había callado hasta entonces el verdadero motivo de su visita a tan altas horas de la noche.

— All right, entonces que se batan, repuso el Mayor.

No se explicaba porqué, si no era posible una intervención amistosa en el asunto, venía el ingeniero, casi ya al amanecer, a contarle el enojoso incidente.

Mr. Vickery sospechó lo que pasaba en la mente de su amigo y vio llegada la necesidad de explicarse.

Almafuente, dijo, apurando el líquido que quedaba en su vaso, nos pidió que guardáramos absoluta reserva sobre el hecho; pero yo me he creído autorizado a venir a contárselo a usted, por que el coronel nos dijo, al reflexionar sobre quiénes podrían servirle de padrinos, que de todos modos contaba con que usted, su compañero de armas, sería uno de ellos.

El Mayor hizo un gesto como si le hubiesen pisado en lo más sensible de un pie.

— ¡Ay! pero eso no es posible. Las cordiales relaciones que tenemos con los esposos Almafuente, me impiden tomar parte en esta estúpida reyerta y mucho menos ser padrino del adversario, que por su mujer es primo de Mrs. Vickery y de usted.

— ¿Y qué hacer entonces? preguntó el ingeniero: usted ve que he tenido razón en venir a contarle lo que pasa.

— Y doy a usted por este oportuno rasgo de amistad mis calurosas gracias, dijo el Mayor, tendiéndole la mano.

Su rostro, cubierto de una expresión de viva contrariedad, hizo ver a Vickery que una lucha de encontrados sentimientos agitaba con violencia su ánimo.

Y añadió, reflexionando en alta voz:

— Yo me negaré, eso es seguro; cualquier caballero haría lo mismo en mi lugar; pero voy a perder un amigo por el que tengo el más sincero afecto y al que debo mil servicios de abnegación y de cariño durante la guerra con España.

— Él comprenderá la situación dijo el ingeniero, para calmar a Fairfield, profundamente agitado al hablar.

— Usted no lo conoce; estallará como una bomba y me volverá para siempre la espalda.

No bien pronunció esa desconsolada certidumbre, la calma habitual volvió a sus facciones y con una mirada de quien encuentra el modo de salir de una dificultad:

— No hay sino una sola manera, dijo, de evitar el compromiso: marcharme en el primer tren para Ginebra y no volver de allí hasta que me avisen por telégrafo el resultado del negocio.

— Cierto, es una buena idea, exclamó Vickery.

Por la gran ventana de la elegante sala en que tenía lugar esta conversación, algunas líneas pálidas de luz exterior empezaban a marcarse.

— ¿A qué hora es el primer tren?

El ingeniero se puso a hojear un horario que había sobre la mesa.

— El expreso sale de aquí a las siete.

— Pues me marcho por él, dijo el Mayor con aire de quien está de prisa. Son cerca de las seis, repuso mirando su reloj. Voy a preparar mi saco de viaje.

— ¿Y Mrs. Fairfield? preguntó el ingeniero.

Después de un instante de reflexión el Mayor contestó:

— Me parece que lo mejor es dejarla dormir. Voy a anunciarle simplemente mi viaje en pocas palabras.

Y se sentó a escribir: «Mi muy querida: nuestro amigo Vickery ha venido trayéndome un telegrama, que encontró al entrar al hotel. Le avisan que nuestros amigos Rowland han sufrido un grave accidente de automóvil. Jorge, bastante mal herido, desea verme inmediatamente. Me marcho por el expreso de las siete y haré todo empeño por volver mañana. Vickery queda encargado de contar a usted los detalles de lo que ha ocurrido.»

Pasó el papel al ingeniero añadiéndole: vaya usted a verla apenas sepa que se haya levantado y refiérale, bajo reserva por supuesto, toda la historia entre Redline y Almafuente. Ella que conoce mi cariño por el Coronel, comprenderá que no tengo otro remedio de salvarme del compromiso.

Vickery reiteró al despedirse del Mayor la promesa de hacer llegar su esquela a Gladys apenas llamase a su camarera y de encontrarse en el hotel para acudir a su llamado.

Gladys durmió hasta tarde. Las emociones de la noche, convertidas al fin, por sus amargos escrúpulos, en tardío arrepentimiento, había dado a su sueño el pesado sopor de una embriaguez calenturienta. Al despertarse, su espíritu continuó todavía por algún tiempo en ese vacío soñoliento de la inconsciencia en que se mezclan, sin poder clasificarse, las ideas.

— ¿Se ha levantado ya el Mayor? preguntó a la camarera que abría las cortinas de la ventana, después de dejar la bandeja del te sobre el velador.

— El caballero salió temprano con Mr. Vickery, que vino a buscarlo anoche, y dejó esta carta para usted.

— ¿Ah? está bien, dijo Gladys despidiendo a la sirvienta.

«¿Porqué una opresión de inquietud la había sobrecogido al ver la esquela y no se atrevía a abrirla? Si se trata de algo que no fuese grave, seguramente que el Mayor habría esperado a que ella despertase para decírselo.» El miedo de lo desconocido se deslizaba en su ánimo mientras rompía el sello. Pero al recorrer con turbados ojos y corazón alarmado la pocas líneas, que la grande escritura del Mayor hacía muy fáciles de comprender, la joven tuvo casi una exclamación de alegría.

«¡Ah, los pobres Rowland!»

Casi les envió con el pensamiento un voto de gratitud por su accidente. El feroz egoísmo humano había saltado sobre su imaginación, como el sabueso que se abalanza sobre su presa. Confusamente rodaba, allá a lo lejos, el automóvil, dejando a los infelices Rowland por el suelo, envueltos en la nube de polvo, levantada por el vuelco del pesado carruaje. En el alma generosa de la joven, en su corazón profundamente compasivo ante todos los dolores ajenos, la noticia de la desgracia de sus amigos tuvo apenas un eco de pasajera simpatía. La idea de la ausencia del Mayor dominó, con imperiosa instantaneidad, todas las demás impresiones. ¡Un día de libertad inesperada le abría sus horizontes infinitos! Levantóse entonces apresurándose y sintiendo ya haberse despertado tan tarde, haber perdido por su pereza las mejores horas de la mañana en que solía encontrarse con Florencio, so pretexto de admirar el portentoso paisaje desde el terrado del hotel. «La camarera estaba sin duda más torpe que nunca para vestirla», pensaba Gladys con impaciencia, al ver la luz del sol convidando a salir a buscar la casualidad propicia, que hace señas a los amantes perseguidos con sus promesas de fortuitos encuentros. De su amargo arrepentimiento de la noche, ni el más leve rastro empacaba la alegría del lago, del que por la ventana veía espejear las ondas plateadas. La naturaleza entera le sonreía con dulce complicidad.

Ligeros golpecitos a la puerta de la cámara la sacaron de esa fiesta imaginaria, en que sus esperanzas la mecían, como niños que se columpian entre las caricias del aire.

—Vaya usted a ver quien golpea.

La camarera, con la puerta entreabierta, cambió algunas palabras con la persona que había golpeado.

—Señora, Mr. Vickery pregunta si usted está visible y manda decir que se pone a sus órdenes.

Fue un despertar de sobresalto. Gladys había olvidado completamente la mención del nombre de Mr. Vickery, hecha por el Mayor en su esquela. Para saludar al marido de Katy trató de hacerlo con aire de inquietud por el accidente de los Rowland.

— ¡Qué horrible! he quedado trastornada con esta noticia ¿hay algunos detalles?

Mr. Vickery la miró con semblante risueño.

—Nuestros amigos Rowland están, me parece, tan bien de salud como usted y yo.

Y al notar la extrañeza que se pintaba, como una interrogación, en las facciones de la joven :

—Esa historia del accidente fue una invención de Fairfield para no alarmar a usted cuando le dijeran, al despertarse, que se había marchado a Ginebra.

—Pero ¿es efectivo que se ha marchado?

Vickery inclinó, en señal de asentimiento, la cabeza.

—Todo lo que hay de más efectivo, es que me dejó el encargo de explicar a usted la verdadera razón de su viaje.

La palabra verdadera pronunciada por el ingeniero con el énfasis que en el idioma inglés marca ciertas afirmaciones, dio un súbito calofrío al sistema nervioso de Gladys.

—¿Qué quiere usted decir con eso de la «verdadera razón»? preguntó con un temblorcillo bien perceptible en la voz.

—Que mi amigo Fairfield tuvo una razón que juzgó muy poderosa para ausentarse hoy precisamente, y eso es lo que estoy encargado, de revelar a usted como un secreto.

Ante tantos circunloquios sintió Gladys que el repentino calofrío se cambiaba en una corriente de angustioso calor.

— ¡Por Dios, mi querido amigo, hable usted de una vez! exclamó medrosa.

— Se trata de un asunto muy serio, dijo con aire grave el ingeniero.

Y refirió entonces con todos sus detalles, lo que un cronista de periódico llamaría el «negocio Redline-Almafuente».

— Como ve usted dijo a manera de resumen, el Mayor se vio colocado en una penosa dificultad: ofender a Redline, negándole un servicio que entre amigos no se niega sino por motivos poderosísimos, o presentarse casi como un adversario de Almafuente, sirviendo al Coronel de padrino. En esa situación sin salida, él prefirió evitar la dificultad ausentándose.

Vickery atribuyó a la natural sensibilidad femenina las muestras de viva inquietud que había visto pintarse en el bello rostro de la joven. Sin preocuparse de ocultar su turbación, Gladys escuchaba con mirada de angustia, los detalles prolijos del incidente, que el narrador se esforzaba en referir con escrupulosa imparcialidad.

— ¡Qué estúpida imprudencia de Redline! exclamó ella con indignación; el mejor modo de hacerse perdonar su incalificable conducta habría sido confesar caballerosamente su falta. Su reputación de valiente, tan bien probada en la última guerra, hubiera ganado, lejos de perder, con una declaración de esa clase.

Fue el primer movimiento de su corazón. Sentíase orgullosa al oír lo que Vickery había dicho sobre la entereza y la risueña calma de Florencio.

—Mi marido ha hecho muy bien en ausentarse. Servir de testigo a un hombre que insulta sin motivo y sin la presencia del insultado, habría sido un acto de aprobación de algo que no puede aprobarse.

—¡Oh! usted tiene razón. Redline lo reconoce también, pero ya es tarde.

—Jamás es tarde para confesar noblemente una falta. ¡Ah, los hombres son así, entienden el honor de una manera tan extraña!

La vehemencia del acento, la fulguración de los ojos con que Gladys se expresaba, fueron una revelación para el ingeniero, descubriéndole el estado de alma de la joven.

—¿Deberé decir a Katy que estoy al cabo de todo lo que ha pasado? preguntó ella.

El ingeniero contestó con una sonrisa de malicia

— Haga usted como quiera. Usted ¿sabe? es un secreto lo que le he confiado.

— Por supuesto.

Ambos se rieron con aire de inteligencia.

Mr. Vickery al regresar, impresionado, a su aposento se acercó a su mujer y hablándole en tono confidencial:

—¡Por Jove! ¡creo que está enamorada de Florencio!

—¿Ahora no más lo descubre? Enamorada loca.

Gladys, mientras tanto, al encontrarse sola se dejó arrastrar por su imaginación. «Si él es temerario, como dice Katy, se hará matar». «Florencio caía ensangrentado, mientras que Redline, con una expresión de crueldad que antes no le conocía, dejaba que testigos y cirujanos corriesen a levantar al herido.» Un verdadero cuadro instantáneo de cinematógrafo, en el que los personajes se movían con ademanes precipitados y automáticos de alguna siniestra pesadilla.

La joven no podía quedarse quieta. La violencia de su agitación la obligaba a pasearse, nerviosa, por la pieza. En el tropel confuso de sus pensamientos, la tendencia humana de buscar responsabilidades en los que han contribuido a los hechos que afectan el ánimo del que reflexiona, llegó a sugerirle un cargo mental a su marido por su precipitado viaje. «Si él se hubiese quedado aquí, pensó involuntariamente, podría haberlo arreglado todo, usando de su ascendiente sobre el Coronel.»

Luego después, replegando sobre sí misma el pensamiento y como si fuera una revelación de algún espíritu fatídico, de esos que se mueven con ademanes misteriosos en el cerebro de los infelices atacados de neurastenia, midió con espanto la profundidad de su amor. «¿Qué fuerza era esa, se preguntaba, que con callada marcha, sin dejarle sentir la infiltración de su despótico maleficio, había podido adueñarse de su voluntad independiente, al grado de hacerle anteponer a cualquier otra consideración la suerte de un hombre extraño para ella poco antes? »

Al ponerse el sombrero, especie de parasol coronado de innumerables palmas blancas, una sardónica sonrisa contrajo sus labios delicados. Pensó en las amigas lejanas, las compañeras de su plácida felicidad de soltera, algunas de las cuales, al oírla reírse del amor, «una ficción de almas románticas», le decían en tono de amargura : «no te mofes, Gladys, ahí verás, es una fiebre del espíritu que tiene sus microbios invisibles; el día menos pensado, algún naturalista alemán saldrá proclamando que ha podido aislar el gusanillo, después de pacientes estudios, analizando la sangre de alguna muchacha consumida de amor».

En el espacioso terrado del hotel, donde se figuraba que encontraría a Florencio, la gloria de la luz sobre las aguas del lago, la caricia sedativa de la verdura palpitante bajo el beso del sol, la altitud atrevida de las empinadas cumbres, lejos de ensancharle el corazón exasperaron su congoja. Era que llegaba ella, alma profana, ante la majestad de la naturaleza, encadenada a las miserables preocupaciones de la vida, que todo lo someten a su mezquino egoísmo. La magia de lo inconmensurable desaparecía delante del imperio de la pasión. Así pensó la joven al ver que él no estaba allí.

Precipitadamente quiso volver sobre sus pasos, para no acercarse a un grupo de muchachas hispanoamericanas que en alegre charla, con dos o tres mozuelos imberbes, hacían repercutir en el aire la carcajada sonora de su risa cristalina. Pero le fue imposible ocultarse; las chicas la habían divisado y cuchicheaban:

—Ahí viene la americana bonita.

—Seguro que andará en busca del bello Florencio.

Gladys se adelantó, tratando de mostrarse risueña. Al mismo tiempo, tres de las chicas, desprendidas de aquel bullicioso concierto de frescas hermosuras, corrieron hacia ella. Poco a poco fueron llegando las otras. Todas, mientras conversaban, sometían la toilette de Mrs. Fairfield al más minucioso análisis. Al verla retirarse, después de una breve conversación, los comentarios la siguieron, como el aire que va en pos de una persona que anda.

—El sombrero es de Rebout, dijo una, solo las plumas cuestan 500 francos.

—Yo la vi ensayarse un vestido donde Callot. Un traje de mañana muy sencillo, como el que viste ahora. ¿Saben ustedes cuánto lo pagó? Mil francos.

Son estas yankees millonarias las que han venido a echar a perder a París; nada basta ahora para vestirse.

—Pero todas ustedes están muy elegantes, intervino uno de los muchachos. ¡Pobres maridos los que se casen con ustedes!

—Para eso están los hombres, para pagar, exclamaron varias de las chicas.

Y el concierto de risas continuó resonando en las transparencias del paisaje.

Entonces pensó Gladys que debía ir a buscar a Katy. Vagar sola por la larga calle de Montreux devorando su inquietud le parecía un suplicio superior a sus fuerzas. «Si encontraba a Katy instruida del incidente, buscaría con ella algún arbitrio para impedir ese combate brutal. Si no, ella se callaría, esperando que algo, durante el curso del día, se presentara; alguna de esas casualidades propicias que, a fuerza de evocarlas, se figura posible hacerlas surgir, el que las implora del destino.»

—La Señora no se ha despertado todavía, contestóle la sirvienta del hotel encargada del servicio de las piezas de aquel punto. El caballero salió temprano y no ha vuelto.

Desconcertada, Gladys volvió la espalda y echó a andar sin saber a donde iría. La tentación de pasar por delante los aposentos de los Almafuente se apoderó de ella con violencia. «¿Qué iría a hacer allí? ¿con qué contestación podría explicar su presencia, si alguien la veía?» Esas objeciones le parecieron sin valor ante su criterio perturbado. «No importa, diría cualquier cosa, preguntaría por Rafaela. Mientras tanto, ¿porqué no había de poder encontrarse con Florencio, o saber al menos si había salido? Todo era mejor que andar vagando, perseguida por sus atroces presentimientos.»

En el pasadizo, no lejos de los cuartos de Rafaela, los chicos Almafuente aparecieron, corriendo de puntillas con risas sofocadas. Al ver a la joven se detuvieron. En ese instante, una voz de hombre exasperado profería palabras que llegaban incoherentes a los oídos de Gladys.

—No diga nada, Señora, es el viejo rabioso que ha encontrado agua en sus botines.

El otro chico se tapaba la boca con las manos para no estallar de contento.

—¡Qué mal hecho! pobre caballero, dijo Gladys en tono de suave reproche, sin dar ninguna importancia a lo que decían los chicos.

—Bien hecho ¿para qué nos acusó a mamá que nos había visto fumando? dijeron ellos con aire sentencioso.

—Mamá que aborrece el olor a tabaco.

Sin calificar la razón justificativa de la pesada travesura, Gladys aprovechó la mención que hacían de Rafaela.

—¿Y mamá se ha levantado ya?

—¿Oh! hace rato, exclamó el mayor de los niños.

—Y papá, contestó el otro, se ha ido con algunos amigos a almorzar a los Avants; dijo que no le esperasen.

«¡Todo se conjuraba contra ella!» Mordiendo impaciente su pañuelo de narices, Gladys, los ojos humedecidos de lágrimas de despecho, volvió a su aposento, pensando que debía tratar de serenarse para poder bajar con fisonomía de calma a la hora del almuerzo.

Era verdad, como dijeron los muchachos, que su padre había salido ya. Temeroso de mostrarse atrasado para enviar sus padrinos al coronel, Florencio durmió mal y levantóse temprano, a fin de reunir a los dos compatriotas a los que iba a confiar su representación. Para explicar su madrugada, muy rara con sus hábitos de perezosas costumbres, inventó lo del paseo a los Avants. De este modo podría ocuparse sin estorbos imprevistos de los preliminares del lance de honor en que se encontraba comprometido. Uno de los padrinos era el joven Peñaltar, que había oído las críticas del Coronel sobre Almafuente y acompañándolo a la escena del comedor, después del cotillón. Asiduo practicante de esgrima en las más reputadas salas de armas de París, Peñaltar estaba perfectamente al cabo de las prácticas que sirven de severa regla en los desafíos. El otro padrino era igualmente un compatriota. Florencio fue conciso y terminante en sus instrucciones. Quería un duelo serio. «Es preciso que el yankee, sepa si ha tenido o no razón en calificarme de afeminado.»

Como suponía que Mr. Redline no fuese diestro a la espada, Florencio renunciaba a su derecho de insultado y aceptaba la pistola, sin limitar el número de tiros, pero sí la distancia en que debían colocarse los combatientes.

La tarea del Coronel para encontrar padrinos no fue tan sencilla como la de su adversario. Muy contrariado al saber que su íntimo amigo y compañero de armas el Mayor Fairfield, a quien pensaba dar amplios poderes para el caso, se había ido a Ginebra, fuéle menester acudir a diligencias apresuradas para hallar dos amigos capaces de representarlo. Los dos compatriotas que encontró dispuestos a asumir el compromiso, ignorantes de los usos en lances como el de que se trataba, suplieron esta deficiencia, acudiendo, después de agitadas indagaciones, a un profesor de esgrima retirado, para que los asesorase con su ciencia.

De uno y otro lado convínose en que bastaría un cirujano, vista la premura del caso. Reunidos los cuatro testigos pronto llegaron a un acuerdo. El encuentro tendría lugar al día siguiente, a las once de la mañana, en el parque de una Villa poco distante de Montreux, designada por el maestro de esgrima. El arma elegida por los padrinos del Coronel fue la pistola. La distancia quince pasos. Si no hubiese resultado con el primer tiro, los padrinos podrían, por mayoría de votos, autorizar un segundo. El secreto absoluto sobre ese acuerdo sería de rigor.

Gladys, mientras tanto, llegó tarde al almuerzo, queriendo dar tiempo a que Rafaela y los esposos Vickery se encontrasen ya en el comedor. En pocas palabras, contestando a las preguntas de sus amigos, explicó la ausencia del Mayor. Abandonando el supuesto accidente de los Rawland como un pretexto del que sería muy fácil averiguar la falsedad, habló de un llamado urgente de un amigo por asunto de negocios. La risueña acogida que le hicieron Rafaela y Katy la indujo a pensar que ninguna de las dos se hallaba instruida de lo que pasaba. Rafaela habló con perfecta naturalidad del paseo de su marido a los Avants. Los Vickery la interrogaron sobre la vuelta del Mayor.

Las tres amigas hicieron sabias observaciones sobre los sombreros de algunas elegantes que almorzaban, y Gladys, casi tranquilizada, se sentó sola a su mesa. Después del almuerzo Katy hizo vanos esfuerzos para que Gladys no pudiese encontrarla. Deseaba evitar explicaciones sobre el asunto del desafío. Pero la intimidad en que vivía con Gladys hizo inútil su empeño. Ante la insistencia de su amiga le fue imposible excusarse de recibirla.

Al abrazar a Mrs. Vickery, Gladys no hizo ningún esfuerzo por ocultar la excitación que la dominaba.

—Querida ¿Usted no sabe lo que pasa? le dijo fijando en ella una intensa mirada de interrogación.

Katy no pudo transigir con su lealtad natural. Una negativa absoluta le pareció vergonzosa como una mentira.

—¿Usted se refiere a lo que pasó anoche después del cotillón? Mi marido me habló del incidente, pero parecía no darle grande importancia.

Gladys le contó la visita del ingeniero y la relación que le había hecho de toda la ocurrencia.

—Como usted ve, se trata de un desafío, exclamó Gladys con voz alarmada.

—Oh, Mr. Vickery, cree que todo podrá arreglarse, replicó Katy, afectando perfecta tranquilidad.

—¿Pero, y cómo? Usted misma me ha dicho que Florencio no es hombre de recular ante un peligro.

—Sus amigos lo harán tal vez desistir de esa resolución si alguien va de parte del coronel a presentarle excusas.

La calma con que su amiga consideraba la situación no era bastante para disipar la inquietud de Gladys.

—El Coronel, exclamó con sardónico acento, no es hombre de ofrecer excusas; ha cometido una torpeza y más bien se empeñará en agravarla, para hacerse la ilusión de que no tiene nada que reprocharse.

—Esté usted segura, mi querida, que no encontrará amigos que le sigan en esa vía.

—Admiro la tranquilidad con que usted considera un asunto tan serio, dijo Gladys sin poder disimular su impaciencia.

—Pero ¿qué quiere usted que haga? preguntó Katy, leyendo la ansiedad en el rostro de Mrs. Fairfield.

— Florencio es nuestro amigo y debemos hacer cuanto sea posible para evitar que tenga lugar el combate, contestó Gladys con vehemencia.

— ¿Pero qué? Sugiérame usted algo.

— Prevenir a su mujer, por ejemplo, que no lo deje batirse.

— Eso sería ir a llenar de angustia el corazón de la pobre Rafaela, sin que ella pudiera conseguir nada de su marido. Lo único que podemos hacer es esperar, querida mía.

Gladys, exasperada con las respuestas de su amiga, no abandonaba sin embargo toda esperanza.

— Si fuese usted a ver al coronel y lo persuadiese para que sea leal y reconozca su falta, sugirió con animación.

— ¿Y en nombre de qué iría yo a pedir al coronel ese sacrificio?

— En nombre del estrecho parentesco que tiene usted con Rafaela ¿no cree usted que es un motivo suficiente?

Katy procuró suavizar con una sonrisa la dureza de la respuesta que le vino a los labios:

— ¿Sabe usted lo que conseguiría con eso? nada menos que hacer pensar al Coronel Redline que estoy enamorada de Florencio.

La palidez que cubría el rostro de Gladys se tornó en un vivo encarnado. Para hacerle creer a Katy que no tomaba sus palabras como una dura lección, se mordió los labios.

El llanto contenido se agolpaba ardiente a sus grandes ojos, formados por la naturaleza para reflejar, en vez de la equívoca vaguedad del disimulo, únicamente pensamientos francos y elevados. Con heroico esfuerzo reprimió la aflicción que la oprimía, al reconocer que era imposible conjurar el peligro. Hubiera querido arrojarse en brazos de Katy y ocultar sobre su seno la desolación en que naufragaba toda su energía. Pero su orgullo de mujer, ante otra que le daba con su actitud una lección de dignidad, reaccionó sobre sus nervios.

— Tal vez tiene usted razón, dijo con acento resignado.

— Esperemos my darling, dijo Katy apoderándose con cariñoso ademán de las manos de la afligida joven; yo la tendré a usted informada de todo lo que ocurra. Estoy segura de que por mi marido sabré hoy el giro que toma este asunto.

Y para cambiar de conversación y hacer olvidar la severidad de sus contestaciones, le contó los últimos incidentes que formaban la crónica del Hotel; nombró los que se habían marchado, los que anunciaban su llegada y las continuas travesuras con que los chicos Almafuente turbaban la tranquilidad de los pasajeros, corriendo y vociferando por todos los corredores.

— Y cuando van a quejarse al director, éste se encoge de hombros con aire de indulgencia, respondiendo que nada puede hacer con huéspedes que le pagan más de quinientos francos por día.

Contaba estas fruslerías sin hacerse ilusión sobre la importancia que Gladys pudiera atribuirles. Era preciso hablar para no caer en un silencio que trajera de nuevo la conversación sobre el penoso asunto. Leía muy bien en la mirada de su amiga que su imaginación, envuelta en la vorágine de sus penosas inquietudes, vagaba, como un ave perdida en busca de un refugio, antes que las sombras de la noche cubran el espacio con el terror de la obscuridad. Pero Katy pensaba que era mejor hablar que callarse, mejor acudir al ruido con que las nodrizas dominan el llanto del niño y acaban por calmarlo.

Las anécdotas sobre los chicos de Rafaela le permitían perseguir su propósito, sin parecer que se empeñase en desviar el pensamiento de su interlocutora con una conversación ociosa. «Su permanencia de tres años en los Estados Unidos, siguió diciendo, le había hecho conocer los graves defectos de la educación moderna de la familia hispanoamericana. El sentimentalismo latino había sustituido la antigua severidad de la educación española por un régimen de exagerada tolerancia, en el que los muchachos llegan a dominar con sus caprichos la autoridad de los padres. Entre las familias ricas, aseguraba riéndose, todo desmán de los hijos es una prueba de inteligente precocidad. La orgullosa persuasión de que los hijos serán ricos dispensa a los padres de asumir con energía el deber de darles una educación útil, de formarlos para las asperezas inevitables en la vida. Apenas si ahora, la introducción de los juegos popularizados por los de raza sajona irá modificando, entre los muchachos latinos que vienen a Europa, el culto exagerado de las modas y la disipación del galanteo venal, en favor de los varoniles y saludables pasatiempos del foot-ball, del golf y los demás ejercicios del Sport.»

Sacudiendo la obsesión de sus ideas, Gladys al fin había logrado aparentar interés en las disertaciones sociales de su amiga. Mas no era que acabara Katy por sacarla de su pesadilla. Una especie de admiración doliente se apoderaba ahora de Mrs. Fairfield, le infundía un suave alivio moral, análogo al efecto de un narcótico que adormece el espasmo. Oyendo hablar de asuntos tan extraños a la preocupación que ciertamente las dominaba a las dos en grado casi igual, Gladys se sintió penetrada de admiración ante la grandeza de alma de aquella mujer, que ocultaba su propia angustia con tan risueña energía, por distraerla a ella de su exaltado extravío. Con un enternecimiento de repentina gratitud, comparaba la obra caritativa de Katy a los solícitos cuidados, que había visto prodigar en algunos hospitales a las monjas de caridad, para distraer de sus males a los enfermos impacientes. «Y esa mujer era, en cierto modo, su enemiga, se repetía la joven. En su corazón, vigorizado por heroica virtud contra toda indigna flaqueza, el fuego de la pasión idealizada mantenía inextinguible el culto de su amor, purificado de toda esperanza mundana.»

— Tiene usted razón Katy, le dijo en tono afectuoso, tratando de mostrar a Mrs. Vickery que la había escuchado con atención; nosotros en nuestra América, dejamos que el hombre se abra su camino a fuerza de energía y de trabajo; ustedes en la suya prefieren ocultarle la realidad, sembrarle de flores el camino de la vida. Yo estoy por nuestro sistema.

Dijo esto levantándose de su asiento.

— ¡Ay, querida mía! exclamó, aquí estamos charlando sin acordarnos de que es preciso vestirnos para la comida.

Ni una alusión siquiera al gran asunto, que en la mente de una y otra, rechazado por la voluntad a algún rincón del pensamiento, estaba allí como un perro impaciente, dispuesto, al menor descuido del amo, a saltar sobre su presa.

En la sala del restaurant los Almafuente y los Vickery ocuparon, como de costumbre, la mesa común, mientras que Gladys se sentaba sola a la suya. La serena amabilidad del saludo de Florencio le dio la ilusión de que el fantasma del desafío se había desvanecido por obra de algún arreglo. «Realmente, pensaba al ver el rostro risueño con que el joven hablaba a sus compañeros de mesa, sería ridículo que dos hombres jugasen su vida por motivo tan fútil.»

Después en el gran hall, donde los valses de los ziganes hacían resonar sus acordes precipitados, Gladys y Florencio maniobraron diestramente para separarse de los demás un momento.

— Tengo mil cosas que decirle, murmuró la joven con voz nerviosa ¡ah! ¿qué se ha hecho usted todo el día?

— Un convite de amigos a los Avants. ¿Cómo podía figurarme que estuviese usted sola? Al saberlo a mi llegada, he tenido una verdadera desesperación.

— Pero es preciso que hablemos esta noche, replicó Gladys con decidido acento, fijando en Florencio una mirada de súplica.

— Yo no pido otra cosa; pero ¿cómo?

Gladys acercó su rostro encendido por la emoción al oído de Almafuente.

— Espéreme usted esta noche en su sala de recibo; iré después de las doce, para aguardar a que todos estén acostados.

Florencio sintió el aliento perfumado y tibio de esa voz de mujer, deliciosamente atrevida y medrosa al mismo tiempo; pero sin dejarse dominar por la turbadora tentación, divisó el peligro que Gladys parecía decidida a desafiar.

— En nuestra sala sería pura temeridad, objetó precipitadamente; el dormitorio de mi mujer abre sobre esa sala; vería la luz aun con la puerta cerrada y podría sorprendernos.

— Entonces, replicó ella con cierta expresión imperiosa de la voz y de la mirada, yo esperaré a usted en mi sala, no importa a qué hora de la noche; no sea usted tan tímido.

Y sin darle tiempo de contestar repuso:

— Ahora separémonos; seguramente nos están observando.

IV

En vano había procurado Gladys, al salir de su conversación con Katy Vickery, imitar la serena resignación de su amiga, en presencia de la peligrosa situación en que sabía comprometido a Florencio. Sobreexcitada por la revelación de Katy acerca de la causa del viaje precipitado del Mayor Fairfield, irritada contra la suerte por la ausencia de Almafuente, la joven, turbado el normal funcionamiento de su espíritu, no se sentía dueña de sí misma. El inmediato porvenir la parecía un arcano henchido de amenazas; las insidiosas traiciones de la suerte eran ocultos enemigos empeñados en anular su acción, para conjurar la catástrofe probable. Apartada de la calmante influencia de Mrs. Vickery, su robusta organización moral sobrepúsose pronto a los consejos de la resignación, que le parecieron más bien un acto de cobardía. Fue en ese estado de ánimo y resuelta a luchar por todos los medios posibles, que bajó dos horas después al comedor. Fue también exasperada por la constante imposibilidad de hablar a solas con Almafuente, que después de la comida arrostró la observación de los otros para dar al joven la cita temeraria, en el corto diálogo al que ella misma puso fin, de miedo de arrepentirse, un instante después, de su loca imprudencia.

Pretextando cansancio, Rafaela se quedó muy poco rato más en el hall cuando su marido y Gladys volvieron del corto paseo. Katy la acompañó declarándose también cansada. Siguiólas Almafuente, bien a pesar suyo, después de despedirse de Gladys con perfecta naturalidad. Mr. Vickery condujo galantemente a Mrs. Fairfield hasta la puerta de la sala. Ella le tendió la mano, fingiendo un bostezo mal reprimido, y con terror de que el ingeniero llevase su galantería hasta querer hacerle una visita. Su deseo de encontrarse sola y de pensar sobre el paso decisivo en que, por un arrebato de impaciencia, se hallaba expuesta a comprometer para siempre su porvenir, había llegado ya en ella al grado de un superlativo enajenamiento.

En el salón de los Almafuente, a poco de la entrada de estos y de Katy, los muchachos se abalanzaron sobre las señoras y sobre Florencio con repetidas exclamaciones, abandonando a la institutriz alemana que les explicaba, con eruditos comentarios, los grabados de un álbum de viajes.

— ¡Qué bueno! exclamaban, qué bueno que hayan venido temprano; papá, juguemos juegos de prendas.

Rafaela recibía los besos con el semblante de una persona en la que cesasen de repente agudos sufrimientos y se sintiese en plena salud. Volaron los muchachos de los brazos de ella a los del padre y rodearon en seguida a tía Katy con sus caricias, alborozados:

— ¡Vamos a jugar! ¡vamos a jugar!

La institutriz se retiraba en medio de la algazara, con la dignidad erguida de un oficial de ulanos.

— ¡No! ¡No! gritaron los muchachos, que se quede Fraulein; no se vaya, Fraulein, quédese a jugar con nosotros.

Mediante ese acto de aparente amabilidad, los malignos muchachos esperaban tener ocasión de vengarse de los castigos de la maestra, con alguna pesada jugarreta.

Florencio explicó entonces el nuevo juego que iba a enseñarles. Todos tuvieron que sentarse menos él. Hubiérase dicho que por divertir a sus hijos el joven había vuelto a la infancia. El juego exigía una agilidad en la que solamente los niños podían seguirlo, y era maravillosa la lucha de carreras en que se agitaban, sin lograr hacerse imitar por Rafaela ni por Katy. Los muchachos conseguían por momentos arrastrar a Fraulein en sus complicadas revueltas, haciéndola salir de su rígida compostura. El ruido de las voces había ido aumentando a medida que la animación crecía.

Rafaela y Katy mientras tanto, al contemplar ese cuadro de inocente expansión, se habían aislado poco a poco en sus propias preocupaciones, admirando el entusiasmo casi infantil con que Almafuente rivalizaba con sus hijos. En ambas, un drama de emoción profunda las había ido aislando insensiblemente de lo que pasaba delante de ellas. Katy, por la ley infalible de los contrastes, sentía repercutir en su alma los fatídicos temores de Gladys, que pocas horas antes ella trataba de visionarios. Se decía que el empeño de Florencio en identificarse con la alegría de sus hijos, era como una despedida mental, en la que él trataba de refrenar las asechanzas de lúgubres presentimientos, inevitables en un hombre que va a exponer al día siguiente, su vida en un combate.

Rafaela, perdida en el ardiente tumulto de las tristezas que acibaraban su vida, seguía maquinalmente las peripecias del juego sin comprenderlas. El hombre a cuya fascinación había tratado vanamente de sustraerse estaba allí, encadenándola sin saberlo, al misterioso secreto de su alma. «¿La había amado alguna vez?» La facilidad con que emprendía sus intrigas galantes ¿era un pretencioso pasatiempo de vanidad insaciable, o era acaso ese impulso de adoración siempre renovado, que despierta en el corazón de casi todos los hombres una provocadora mirada de mujer hermosa? En ese quemante lecho de Procusto, al que la sujetaban sus celos veladores, antes que hubiera transcurrido un año después de su casamiento, su corazón afligido seguía revolcándose entre amargos desengaños y ficticias esperanzas, desde aquella fecha que tantas veces había maldecido en su interminable tribulación. ¿Qué hablaba con Gladys Fairfield cada vez que conseguía separarla de sus amigos? ¿ Qué le decían con sus miradas provocadoras tantas otras mujeres que no podían ocultar la peligrosa fascinación de la hermosura de Florencio? ¡Todo! ¡ella hubiera querido saberlo todo! poder arrojar de sí la tormentosa duda, vivir en paz alguna vez sin la torcedora rabia del amor despreciado, aferrada como una oculta víbora a su pecho.

El juego se acababa. Florencio, sentado junto a ella le había tomado una mano y contábale con palabras de cariño las sortijas. Los muchachos quisieron tomar parte en la demostración afectuosa y disputaban al papá las manos de la madre, besándolas a porfía. Un bálsamo de bienestar, discurriendo por entre las mal cicatrizadas huellas que el continuo paso del dolor había dejado en su alma, calmaba el ánimo de Rafaela con engañosas promesas de futura paz.

Florencio se alzó del sofá exclamado

— Me voy, me voy; estos chicos y el placer de estar con la mamá y la prima, me hacen olvidar mi compromiso.

— ¿Dónde te vas? le preguntó Rafaela con un eco de tímida ternura en la voz.

— Tenemos una partida de bridge en el hotel de Pablo Peñaltar y he prometido que no faltaría.

Ocultando su íntima emoción, el mozo dio un beso en la frente a Rafaela, acarició a los niños como jugando y al estrechar la mano a Katy y a su marido :

— Buenas noches, voy a tratar de volverme temprano.

Algunos instantes después el ingeniero y su mujer se despedían de Rafaela. Apenas se hallaron solos, Mr. Vickery dijo en voz confidencial a su mujer:

— Todo está convenido, es para mañana a las once; lo supe temprano por el mismo Redline y me fui a la villa donde van a batirse. Con una buena propina al jardinero conseguí que me señalase un escondite, desde donde podremos ver perfectamente. Será preciso sí que nos vayamos temprano para poder ocultamos sin que nadie nos vea entrar.

— ¡Pobre Rafaela! suspiró Katy, sin darse bien cuenta si se apiadaba por su prima, o más bien por ella sobre todo.

Había querido presenciar el peligroso trance inevitable ya, para el caso en que Florencio fuese herido y poder prodigarle sus cuidados desde el primer momento.

A esa hora, después de reparar con su habitual refinamiento el desorden en que habían quedado su traje y su peinado en el juego con sus chicos Almafuente salió a reunirse con su amigo en un hotel vecino al Montreux Palace. En su espíritu versátil de hombre de placer, aplaudíase de haber encontrado, mientras jugaba con los niños, un medio muy sencillo de evitarse reproches de conciencia en la singular situación en que los acontecimientos lo estrechaban. Ante un lance de honor para el siguiente día y una cita amorosa para esa misma noche ¿qué actitud tomar al encontrarse con su mujer y sus hijos, en ese regazo de paz y de virtud, que él se veía obligado a profanar con su presencia de marido infiel? Tranquilizábase su ánimo, poco accesible a fuertes preocupaciones, diciéndose que no carecía de ingenio el desenlace que había dado a la dificultad. Si se hubiese tratado de la cita únicamente, sus escrúpulos de pecador reincidente le habrían hecho abstenerse de acompañar a su mujer y jugar con sus hijos, cuando pocos momentos después juraría amor a la hermosa americana. Pero concurriendo, en la ocasión, el encuentro que podría costarle la vida, Florencio pensó ingenuamente que todo lo conciliaría, mostrándose padre jovial y tierno esposo en el seno de su familia. De ahí sus alegres juegos con los chicos y la sincera ternura con que creyó adormecer el ánimo inquieto de Rafaela por medio de esa afectuosa despedida.

V

En compañía de sus padrinos y otros amigos jugó bridge hasta las doce de la noche, ganando con imperturbable maestría. Le pareció, al verse en la calle, que su impaciencia de hombre feliz lo había hecho precipitarse y empleó todavía media hora en pasear por la población solitaria. Era ya cerca de la una cuando llegó a la puerta de la sala de recibo de Gladys. En vez de golpear ensayó de torcer el picaporte. La puerta cedió como si la abriesen de adentro. Gladys estaba allí, esperándolo. Para dar entrada al joven al través de la puerta entreabierta había reculado dos o tres pasos. Florencio avanzó hacia ella risueño y elegante, sin ninguna manifestación que hiciera sentir a la turbada joven que ella misma se había puesto en su poder.

Gladys, demudado el semblante por la emoción, le tendió las dos manos, como lo haría con un amigo predilecto. No hubo en su ademán nada de equívoco, nada que hubiese autorizado a Florencio a responder con alguna demostración de amante seguro de su triunfo. Dominándose para no dejar reflejarse en sus facciones la contrariedad que le causaba ese recibimiento enigmático, sostuvo imperturbable la profunda mirada de la joven.

— Y bien ¿es así como usted me recibe?

Gladys no varió de actitud y siguió todavía fijando ansiosamente su vista en los ojos del mozo, cual si tratase de leer en el fondo de su alma.

— Prométame usted que va a decirme la verdad pronunció con acento de ansiosa interrogación.

— En cuanto de mí dependa, sí, se lo prometo.

— ¿Es verdad que usted ha provocado al coronel Redline y que van ustedes a batirse mañana?

Florencio asumió un tono desprendido para responder con expresión de natural extrañeza.

— ¡Ay, Dios mío! ¿Quién ha podido contar a usted tan dramática historia?

—Sobre su honor ¿es o no verdad lo que pregunto?

El tono de esas pocas palabras resonó con acento indescriptible de imperiosa súplica.

— Si usted me permite, voy a explicarle la situación, dijo Florencio, llevándola suavemente hasta sentarla en el sofá.

Gladys no hizo resistencia alguna a ese movimiento, y aun procuró sonreír, como pidiendo al joven que la tranquilizase.

En vez de sentarse al lado de ella él se acercó a la puerta de entrada.

— ¿Me permite usted ponerle el pestillo? No olvidemos que alguien podría empujar la puerta.

— ¡Oh! ¿Quién se atrevería a abrirla? Almafuente corrió el cerrojo.

— ¿Quién? mi mujer por ejemplo.

— No piense usted que eso me espantaría, exclamó ella; sé que estoy jugando mi honor con la terrible imprudencia que cometo.

Habíase puesto de pie, desafiando el peligro.

Subyugado por esas palabras y por la resuelta energía con que fueron pronunciadas, Florencio estrechó a la hermosa americana entre sus brazos.

— Es usted mil veces adorable, le dijo, besándola con pasión.

Ella, suavemente, lo apartó de sí. Quería con ese ademán, poner entre ellos un obstáculo que el joven debía respetar.

— Usted no me ha contestado todavía, dijo con insistencia. Sentémonos y hablemos como dos buenos amigos, ya que tengo bastante confianza en usted al exponerme, recibiéndolo como lo hago.

Sentóse Almafuente y ella a su lado, sin que se borrase en su semblante la expresión de inquietud con que había recibido al joven al entrar.

— Hay un fondo de verdad, pero no una verdad absoluta, en lo que han contado a usted, dijo Florencio, descontento con aquel preámbulo de su cita de amor.

Distaba mucho, al llegar a esa cita, de figurarse que en vez de una mujer apasionada, encontraría la acogida, visiblemente cautelosa, con que Gladys intentaba quitar toda apariencia de amor a la entrevista. En ese momento solamente su bien adquirida experiencia de galanteador afortunado, le señalaba detalles significativos que no había podido notar al principio. Mrs. Fairfield lo recibía con un traje sastre, que hacía valer sin duda su elegante esbeltez, pero que distaba mucho de parecer el vestido intencionalmente provocador de un secreto propósito. Era como una advertencia significativa de que, al abrirle su puerta a deshoras, no se figurase que ella contaba con su emprendedora osadía. Para las esperanzas de aquel héroe de alcoba, mimado por el ascendiente de su rara hermosura, faltaba algo como la bata maestramente ajustada al cuerpo, en cuyos pliegues artísticos va a enredarse subyugada, la vigilante sensualidad de los hombres.

— Veamos, cuénteme usted lo que le han dicho, murmuró sin entusiasmo.

Gladys le refirió todo fielmente, sin agregar ni disminuir ningún detalle.

— Ahora le toca a usted decirme lo demás ¿qué han decidido los padrinos?

Florencio habló con el acento de un hombre que no toma las cosas a lo serio.

— No sé lo que han decidido; yo creo que el asunto se terminará por un arreglo.

— Pero usted, según dicen, no quiere oír hablar de excusas de parte del Coronel.

— Es cierto ¡me sentía tan irritado!

— Redline no es hombre capaz de darlas, se apresuró a decir, con amarga convicción, la joven.

Florencio se apoderó de una de sus manos.

— Entonces, mi linda amiga ¿qué quiere usted que yo haga ? Yo no tengo la culpa de lo ocurrido.

— ¡Un combate entonces! exclamó ella con demudado rostro.

Hubo en su voz un eco de sarcástico despecho.

— No pensemos en eso; hablemos de nuestro amor y no seamos injustos con nuestra buena suerte, puesto que sin la imprudencia de su amigo Redline, no se habría operado este milagro inaudito de encontramos solos. Ahora puedo decir a usted sin temor de ser oído ni espiado, el imperio absoluto que tiene usted en mi corazón.

— Mal lo prueba usted con lo que ha hecho, interrumpió Gladys. Si me amase realmente, si me amase sobre todo, como yo deseo ser amada, habría dejado pasar las ridículas palabras de un hombre despachado por los celos, que no eran dichas delante de usted, y me habría dado la prueba de su amor, haciéndome ver que sabe dominar su orgullo de hombre por la mujer que compromete por usted la felicidad de toda su vida.

— Usted misma, exclamó él con viveza, me habría despreciado. Se habría dicho que el hombre celoso tenía razón, puesto que yo no me atrevía a pedirle cuenta de su insolencia.

— Me habría reído de él y convencídome que el amor de usted es capaz de sacrificarlo todo por mí.

— Al contrario, my darling, murmuró con tierno acento Almafuente, con la sonrisa en sus labios rosados, acercándose a ella y tomándole ambas manos, mi conducta ha sido una verdadera prueba de amor, puesto que prefiero correr un peligro antes que exponerme a que usted se reprochara con desprecio haber amado a un hombre sin dignidad.

— Usted dirá todo lo que quiera, replicó Gladys, pero la idea de ese desafío, del que soy en parte la culpa, me parece horrible.

Faltóle la energía del acento con que acababa de reprochar al joven su altivez. Juntamente con el quebranto de su voz, las lágrimas que asomaban a sus ojos los nublaron. Una sombra de esperanza desvanecida empañó el lustre de su vista. Con la violencia de un desconsuelo invencible, como quien se convence de lo inútil de sus esfuerzos, retiró precipitadamente las manos de las del joven y se cubrió el rostro con ellas. Florencio, con una suave caricia, como quien consuela a un niño afligido, la hizo descubrirse los ojos suavemente.

— ¡Ah! my darling, usted se está creando fantasmas, no pensemos más en eso.

— No haga usted caso de mi desesperación, dijo ella secándose los ojos, de no poder impedir que usted se exponga por mi culpa. Yo cometí una falta dejando ver a Redline mi preferencia por usted.

Y añadió tendiendo entonces las manos a Florencio con naturalidad:

— Tiene usted razón, pensemos solamente en nosotros. Fue entonces tras de esas palabras, un arrebato de contenida exaltación, en el que Gladys buscó el olvido de sus temores y de sus tenaces escrúpulos. No duró sin embargo en ella más que un corto instante ese completo eclipse de su razón. Antes que transcurriesen unos pocos segundos, desprendióse precipitadamente del abrazo con que Almafuente la rodeaba y una contracción de espanto dilató su vista. Mostraba al joven el picaporte de la puerta de entrada, que giraba lentamente como si del lado de afuera lo torciesen con precaución.

— ¡Hay alguien que quiere abrir! murmuró al oído de Florencio, aterrorizada.

— No hagamos ruido y no nos movamos; no hay cuidado, la puerta está bien cerrada, le contestó él con voz perfectamente segura, tratando de hacer sentarse a Gladys a su lado.

Pero ella, lívida de miedo, aplicaba el oído a la puerta y hacía señas al joven de no hablar.

No fue ilusión de espíritus amedrentados por el peligro lo que había producido la repentina alarma. Alguien había tratado de abrir la puerta desde afuera y ese alguien era Rafaela Almafuente. Quien la hubiese visto, como perdido el pensamiento en alguna visión de horror, inmóvil, erguida la cabeza, dominando con su elevada estatura la silenciosa quietud del pasadizo profusamente iluminado, hubiera creído tener delante de sí alguna pobre loca escapada de un manicomio.

Había salido de su aposento después de un atroz combate entre su voluntad y las punzantes creaciones de sus celos incurables. Aunque informada desde la mañana del repentino viaje del Mayor Fairfield a Ginebra, Rafaela no dio durante el día a ese incidente la importancia de un hecho que pudiese tener alguna relación con su existencia. La desconfianza enfermiza, adormecida después con la escena de los juegos entre Florencio y los niños, la mantuvo en el estado de ánimo de un convaleciente que, desechando todo pensamiento, sólo quiere darse cuenta del inefable bienestar de la mejoría. Mas al entrar a su cámara, y como si al mismo tiempo se iluminasen la pieza y su cerebro con la luz repentina de la electricidad, al torcer el resorte, acudió con ofuscada luz, el recuerdo de la conversación entre Gladys y Florencio, alejados de ella, en la gran sala del café. La idea olvidada del viaje del Mayor que no debería volver hasta el día siguiente, le acudió entonces como el ruido de un golpe distante que tarda en llegar al que ha visto desde lejos la causa que lo produjo. La resonancia de ese hecho en su memoria, no vino a repercutir en su alma sino a esas horas de la noche, en alas de sus celosas preocupaciones.

Había ya empezado a desnudarse cuando la asaltó como un golpe repentino en el cerebro la ardiente tentación de ir a ver si Florencio había vuelto. Con vívida claridad fueron apareciendo en torno de ese pensamiento, las que le parecían razones irresistibles de que no debía dejar de asegurarse si su marido estaba en su dormitorio.

El cuarto comunicaba con la sala de recibo por un lado, como el dormitorio de ella confinaba por el otro con la misma sala. Ya había hecho esa inspección muchas veces, tarde, en la noche, forjándose los mil fantasmas de accidentes fortuitos que caben en el abismo de toda separación de los que se aman. La soledad del cuarto del joven no le inspiró, sin embargo, en esta ocasión, ningún temor de alguna desgracia. «Estaba segura que ese hombre, nacido para su tormento, no podía correr ningún peligro.» Por rechazar en aquel instante la roedora ponzoña de la certidumbre de sus sospechas llegaba a invocar la intervención del destino, para que el infiel hubiera sido atacado en la calle por algún malhechor, si era cierto, de lo que ella ahora dudaba irónicamente, que hubiese ido, como lo había dicho, a jugar bridge con algunos amigos. No tardó su sospecha, mediante ese estado de desorden cerebral, en tornarse en convicción absoluta. Todo su ser le gritaba la seguridad de que no podía equivocarse. «Indudablemente, en esa conversación en la gran sala se habían dado cita para la noche. No era posible que desperdicias en aquella ocasión única que les presentaba la increíble ceguera del Mayor ».

Los apresurados compases de los valses tziganos, resonaban entonces con sarcásticas repercusiones, para denunciarle la perfidia de su marido y de Gladys, concertados en su intento traidor. Encendida de ira, su imaginación buscaba con furia el arbitrio que pudiera llevarla a la indiscutible certidumbre. Sin atreverse a tomar una resolución, se había dejado caer sobre una vasta poltrona en que mil veces había visto a su marido leyendo algún diario de París. De repente, como una oleada de desesperación, la imperiosa necesidad de acallar sus dudas, de ver por sus propios ojos su ignominia, la sacó de su desfallecimiento. Pudo entonces salir al pasadizo con el andar incierto de una persona que cede a un empuje de fuerza extraña, superior a la de su voluntad. En el tempestuoso rugir de la sangre agolpada a los oídos, percibía muy bien las protestas de su espíritu, que se empeñaba en detenerla. «No le importaba un escándalo, no le importaban sus hijos ni el oprobio que su loca imprudencia haría caer sobre ellos.»

Queriendo retroceder no le era ya posible hacerlo. Avanzó lentamente la mano sobre el picaporte, con la paralización completa del pensamiento que debe preceder al pistoletazo con que el suicida apoya el dedo sobre el disparador de su arma.

Como la puerta no cediera a su empuje, un vuelco del corazón sacó a Rafaela de su desvarío. «Indudablemente, pensó, un favor de la Virgen la salvaba del horror de un espantoso escándalo. Ella era una señora y su dignidad ante todo.» La vieja levadura del orgullo español levantó su corazón desfallecido. «Era mejor así. ¿Quién hubiera podido asegurarle que Florencio estaba ahí, tras de esa puerta? Nada tenía de extraño que estuviese cerrada, como ella misma cerraba todas las de su aposento antes de acostarse. Gladys debía haberse recogido ya. Si alguien pasase en ese momento por el silencioso corredor ¿cómo explicar su presencia allí tan a deshoras? » Con ligero andar, como si se deslizase sobre la alfombra para evitar hasta el ruido que pudiera hacer la falda de su traje, Rafaela llegó a su cuarto. Su alma se había levantado a la altura del desprecio. Mofándose de sí misma, tratábase de visionaria, pero siempre resuelta a continuar su tenaz vigilancia por cuanto medio le fuera posible. «Ella sabría vengarse a su tiempo» pensó mucho después, al caer en la fiebre de sus sueños.

Gladys y Florencio, mientras tanto, habían permanecido inmóviles durante un rato. En voz muy baja el mozo rompió el silencio.

— Ya sé lo que es, dijo para calmar el terror de Mrs. Fairfield; debe ser el guardián de noche. Muchas veces al recogerme, los he encontrado en los corredores, revisando las puertas que los pasajeros olvidan de cerrar por dentro.

— ¿Usted cree? preguntó ella, palpitante de emoción todavía.

— Estoy seguro de ello, nada tenemos que temer.

— ¿Y si ha sido Rafaela?

En esta pregunta no se notaba ya la expresión del miedo que hacía temblar a Gladys un momento antes. La explicación que daba Florencio le parecía verosímil. Al pánico de ser descubierta con el joven a esas horas, sucedió la tumultuosa alarma de su pudor, al encontrar que todo subterfugio para no reanudar la peligrosa conversación de amor, sería vano.

— No, Rafaela no se humillaría hasta espiarme de ese modo.

Almafuente, perspicaz por instinto, había notado el cambio que se operaba en la joven. No era el acento suave, amorosamente sumiso, con que siempre le hablaba en sus furtivas conversaciones. Le parecía que Gladys, envuelta en un velo de reserva, se separaba de él, arrepentida de haberle dado aquella cita. La reflexión pasó por su mente como un reto a su poder de hombre osado.

— Pero dejémonos de pensar en ella ni en nadie más que en nosotros, dijo con acento apasionado acercándose a Mrs. Fairfield.

Ella, inmóvil y como incrustada en el ángulo del sofá opuesto al que ocupaba Florencio, hizo eco a esas palabras sin parecer que comprendía su insidioso alcance.

Florencio repitió sus protestas de amor; pero se le figuraba que Gladys no le escuchaba y que sus palabras resonaban sin eco en el silencioso vacío de la sala. Por más que confiase en su ciencia del alma femenina, era imposible que hubiera podido seguir con la imaginación las fases, ora imprevistas y bien definidas, ora confusas y fantásticas, por las que había pasado la hermosa americana. Nada puede pintar con más hiperbólico fuerza que la expresión francesa de «el golpe de rayo», la violenta conmoción que incendió el espíritu de la joven en aquella luminosa mañana del restaurant, al ver pasar delante de ella con arrogancia de semidiós mitológico, aquel hombre tan superior en gracia varonil y en hermosura a todos los que en derredor suyo divisaba. Figuróse que en torno de esa existencia, la poesía de la vida debía agitar sus alas tornasoladas, como un tributo de amor sumiso al poder de fascinación con que la naturaleza había querido dotarlo. Ofuscada por la irradiación de esa idea, todos sus esfuerzos fueron vanos para encerrar su espíritu en la atmósfera de inalterable quietud en que se habían formado y fortalecido los virtuosos instintos de sus bien equilibradas facultades. Algo como el ardor porfiado del minero que persigue su tesoro en las ocultas profundidades de la tierra, animó desde entonces a Gladys en la persecución de ese misterio que debía revelarle las riquezas inexploradas de su alma. La dicha de sentir la vida, de sentir el hervor de las grandes sensaciones de que oía hablar a sus amigas en el abandono de las confidencias, no podía ser únicamente ese curso regular de días sin incidentes de corazón que componían su monótona felicidad.

Las ocasiones creadas por el avisado ingenio de Florencio no tardaron en despertarla a la nueva vida. Pero al traspasar el dintel de ese mundo tempestuoso, no lo hizo sin exasperadas protestas de su nativa elevación de alma.

Durante un espacio de tiempo casi imperceptible, los dos enamorados se miraron con la intensidad de dos adversarios que tratan de medir sus fuerzas antes de emprender el ataque. La impenetrable actitud de la joven hirió el orgullo de Almafuente. Decidido a disipar toda duda en aquella emergencia a la que no podía esperarse, acercóse a Gladys sin hacer ademán siquiera de tomarle una mano.

—¿Qué tiene usted? En verdad no comprendo lo que pasa. Si realmente corresponde usted a mi amor ¿no le parece que nuestros corazones deben vivir en la más completa franqueza y en la más ilimitada confianza?

La sombra de cautelosa reserva que obscurecía el rostro de la joven se disipó instantáneamente. Almafuente no podía haber tomado camino más seguro para tocar su corazón. Risueña y con acento de perfecta tranquilidad, tomó, al hablar, una mano al joven, haciéndolo sentarse a su lado.

— ¿Me pregunta usted qué es lo que tengo y me dice que no comprende lo que pasa? Me mortificaba lo equívoco de nuestra situación y no encontraba la manera de desvanecer ese equívoco sin que usted dejase de tener confianza en mí. Pero usted me abre el camino que yo no me atrevía a seguir, y voy a usar de la franqueza que usted invoca.

Le estrechaba las manos al hablar. Almafuente sentía el temblorcillo de la suave presión, el tibio calor del cutis, al que su sangre de hombre sensual respondía inflamada. La hermosa joven se había acercado a él para persuadirle de la confianza absoluta que en él ponía.

— ¡Ah! Florencio, exclamó, cual si un impulso de franqueza irresistible la arrebatara, el amor que usted me ha inspirado es el sentimiento que domina mi existencia. ¿Por qué misterio mi corazón, indiferente antes a todo, sin ambición de otra felicidad que la calma en que se deslizaba mi vida, se ha convertido de repente en el esclavo de una preocupación única, que apenas me deja sentir si mi razón y mi sentimiento del deber existen todavía? Yo no lo sé, pero el caso es ese. Ya ve usted que le hablo con terrible franqueza, a riesgo de que usted se ponga orgulloso y se forme un triste concepto de mí.

Almafuente la interrumpió con acento de apasionada protesta:

— ¡Oh, mi querida! ¿qué puedo pensar sino que usted es digna de todo mi respeto y de mi profunda adoración? Sí, me pone orgulloso su encantadora franqueza; pero orgulloso esclavizado a la voluntad de usted.

— ¡Oh! yo estaba segura de que hablándole como lo hago, usted me comprendería. Y voy a ser más franca aún, repuso alborozada sin advertir que los ojos de Florencio expresaban la vacilación de su espíritu. Aquella situación enigmática parecía presagiarle el absoluto descalabro de sus presuntuosas esperanzas.

Pero Gladys no pareció darse cuenta del frío cálculo que en realidad revelaba esa mirada. Su voz siguió hablando con segura entonación. La índole positiva de su raza convirtió en ordenado raciocinio su discurso. Las frases de tierno sentimentalismo con que pintan los amantes la pasión que los anima o la que intentan inspirar, cedían el paso, entre sus frescos labios, a un razonamiento casi metódico y de inflexible decisión. Al hablar sin reticencias de su amor, de ese golpe de rayo, que con irresistible imperio había hecho resonar hasta el fondo de su pecho el fragor de sus llamas invasoras, era como si desnudase su alma de mujer, pura hasta entonces, y quisiese persuadir al joven que no se hallaba en presencia de alguna intriguilla pasajera, de esas que anuda el capricho y desata el primer obstáculo.

«Ella no podría tergiversar con su propia conciencia. No quería que su infidelidad a los juramentos que la unían a su marido fuese una vergonzosa traición, sino la confesión valiente y noble, aunque dolorosa, del amor al que quería consagrar su existencia.

Largas horas de mortal inquietud había meditado ante el dilema que debía decidir de su suerte. Pero en ningún momento de la cruel disyuntiva había cruzado por su imaginación la vergonzosa idea de que pudiese engañar a su marido y continuar viviendo cerca de él con hipócrita bajeza, ocultándole el atroz secreto. No solamente un deber de lealtad hacia el hombre que le había consagrado su vida, con amable cariño, le imponía la obligación de hablar, sino el sentimiento, soberano en ella, de su propia dignidad, de su estimación propia de mujer honrada, sin la cual no podría vivir.

El problema no tenía otra solución para ella que la de obedecer ciegamente al impulso de su lealtad y de su propia estimación.» Se había exaltado hablando a pesar de sus esfuerzos para mantener su explicación en el terreno positivo de un deber intransigente. Al último, su voz, quebrada por la violenta emoción, perdió su seguridad razonadora; pero la mirada intensiva que reflejaba el ardiente combate entre su pasión y sus deberes de esposa, brillaba resuelta, fija sobre Almafuente con el acerado resplandor de una decisión inquebrantable.

Esa confesión psicológica de un alma en lucha heroica con el nuevo ser en que la joven se sentía transformada por la pasión, lejos de conmover a Florencio, lo hizo replegarse tras de su egoísmo de hombre afortunado, como el que busca en un combate el matorral más cercano donde refugiarse contra el peligro que lo detiene en su marcha. «Era nada menos que el completo trastorno de su regalada existencia lo que le exigía la aventura, pensó el joven. Lo que él llamó la «puritana rigidez» de la bella afligida, amenazaba convertir la expectativa de una deliciosa pasioncilla en un drama ruidoso y compromitente.» Demasiado enérgico para dejarse arredrar por el primer obstáculo, trató no obstante, con amable desenvoltura, de hacer bajar a Gladys de la escarpada cumbre en que se mostraba resuelta a defender su virtud.

— Déjeme usted creer, mi linda amiga, le dijo acariciándole las manos, que son sus nervios y no su cabeza los que han hablado. ¡Qué locura! Usted iría por un escrúpulo pueril a sorprender a su marido con una revelación que no podría conducir sino a un divorcio.

— Justamente, exclamó ella ¡un divorcio! pero es que yo no haría esa revelación sino cuando estuviese segura de usted.

— ¡Cómo segura de mí! ¿Duda usted de mi amor?

— No de su amor, pero sí de su voluntad de sacrificarse a ese amor como yo. Almafuente hizo un ademán de protesta. Gladys no le permitió hablar.

— Digo sacrificarse, porque ambos nos encontramos en la misma situación y tendríamos que romper lazos queridos para poder unirnos como yo lo entiendo, con la frente alta, y orgullosos de darnos una prueba de amor que no nos excluiría del trato de la gente honrada.

Él se sentía como amenazado de despertarse en un abismo. Su sorpresa de oír razonar a Gladys con la convicción de un profesor que demuestra una verdad matemática, llegaba a hacerle pensar que era el juguete de algún sueño fantástico adueñado de su razón con disparatada incoherencia.

Vuelto empero de esa idea, el lado cómico de su situación le presentó entonces la realidad. Sintió como la picadura de las espinas al que tiende la mano para coger la rosa provocadora. Esta última impresión le hizo decir con acento de frívola indulgencia, para sacar la conversación del tono casi solemne en que había caído.

— Usted habla de unión y olvida, mi seductora amiga, que soy casado y católicamente casado. Nuestra religión no admite el divorcio.

— Mi religión lo admite, replicó Gladys resueltamente, y mi conciencia no me permitiría abandonar a mi marido para ser la querida de usted por más que le ame. Florencio hizo un esfuerzo para sonreírse y no abandonar el tono de condescendiente calma con que procuraba disimular su punzante disgusto.

Arguyó con sincera convicción que el amor, pasión extraña a toda lógica y que nace con frecuencia a despecho del que lo siente, no puede sujetarse a las reglas convencionales de conducta establecidas por el tiempo y las costumbres, para refrenar los malos instintos de la generalidad de las gentes. «Hablar del imperio de la conciencia en materia de amor observó, es como querer que las plantas, los árboles, las flores, todos los encantos de la vida exterior, no se dobleguen al soplo devastador del huracán que pasa. Convenía en que la voz de la conciencia y la fuerza del sacrificio no deben combatirse al principio, antes que toda la potencia del alma haya desaparecido, arrollada por la dominadora embriaguez de la pasión. Pero, una vez establecida esa comunidad de sentimientos de que nace el amor, su irreflexión y su dominio absoluto, es empeño vano el querer oponerle la valla de escrúpulos de conciencia como en los casos ordinarios de la vida».

Gladys le replicó, suavizando su voz hasta el punto de hacerla resonar como una caricia:

— Esos son argumentos de hombre, mi querido, de hombre para el que el idealismo pasa al segundo plano ante la materialidad de la pasión.

— ¡Ah, cierto! replicó con viveza el joven, tenemos el defecto de creer que el amor si no llega al dominio íntegro de todos sus derechos, derechos no inventados por nosotros, sino impuestos por la naturaleza, como una marca de servidumbre, ese amor platónico según lo llaman, es como una criatura defectuosa. No puede vivir sino por medio del artificio. En su caso es por el artificio de la ilusión. ¿Qué quiere usted? está admitido que el hombre es un monstruo; pero un monstruo muy domesticable, según la experiencia de todos los días.

Y, sonriendo, se levantó del lado de la joven, inclinándose ante ella con caballeresca elegancia.

— Mi linda amiga, dijo tendiéndole una mano como de despedida, usted se ha equivocado; ha creído amar y no ama. El reconocimiento de esta verdad no es por supuesto, muy lisonjero para mi amor propio; pero el hecho en sí no es discutible tampoco. Yo no puedo llevar más allá la discusión como si estuviéramos alegando ante un juez, derechos que son imaginarios y que no pertenecen al dominio de la razón ni de la lógica. Usted estima que todo debe obedecer a la conciencia; yo soy de parecer que la mujer que ama no debe razonar sobre los obstáculos que le impiden caer en los brazos del hombre amado.

Pálida y temblorosa, Gladys se había puesto también de pie, respondiendo al ademán de despedida. El joven sintió helada en la suya la mano pequeñita de la americana.

— Perdóneme usted, le dijo como si estuviese de visita en alguna recepción del gran mundo, perdóneme de haberla hecho velar hasta tan tarde. Desgraciadamente las más deliciosas horas de la vida deben tener un término. Yo no quiero dejar a usted la impresión de un visitante majadero que se olvida del tiempo y del cansancio de la dueña de casa.

Volvió a inclinarse con graciosa desenvoltura en ademán de despedida, perfectamente dueño de sí mismo, con velado tono sarcástico en la sonrisa, orgulloso de la mortal palidez que cubría las delicadas facciones de la joven. Con esa salida brusca, pero amable y casi afectuosa, Almafuente llevaba la convicción de hacer una de esas retiradas que valen más que una victoria.

Gladys lo había escuchado como si pronunciase la sentencia de muerte de todas sus esperanzas. Pero a medida que el joven hablaba, su espíritu le sugería mil argumentos capaces de rebatirlo. Su corazón confiaba en el poder insinuante de su sexo para salvar de una desastrada ruina su ambiciosa aspiración de crearse una nueva existencia al lado de aquel hombre, sin el que la vida se le presentaba como una dolorosa y monótona peregrinación. La inesperada actitud que asumía Florencio fue sobre su ilusión como el soplo repentino que apaga una luz. Todo en el porvenir le pareció obscuridad y desamparo. No podía detener al joven sin embargo; no podía humillarse hasta pedirle que reflexionara y le diese, como prueba de amor, la seguridad de que aceptaría su exigencia conciliadora del casamiento. El ligero sarcasmo de aquella voz que conmovía todas las fibras de su alma, habíale destrozado el pecho. Sentía la daga aguda penetrarla con su acerada punta. La idea de una separación en esas condiciones, fingiendo un desprendimiento de ofendida dignidad ante el ceremonioso saludo que se le hacía, trastornó violentamente su entereza y le hizo exclamar:

— ¡Cómo! ¡así se despide usted! Sin un solo beso en señal de reconciliación. Sin contestar de viva voz, Florencio la rodeó amorosamente con sus brazos y apoyó sus labios sobre los de la joven, en un arrebato de nervioso atrevimiento.

Gladys desfalleciente trató de apartarlo.

— Váyase, váyase, exclamó temblando, al separar sus labios de la presión de fuego a la que no había podido sustraerse.

Corrió al decir esto hacia la puerta de su cámara y enviando al joven un apresurado beso:

— Váyase, repitió con pálida sonrisa, le amo a usted demasiado; no es generoso hacérmelo sentir así.

VI

A las diez de la siguiente mañana Katy Vickery subía con su marido a una automóvil en la puerta del Montreux Palace Hotel. El ingeniero había dado la dirección al mecánico: Villa Lemán. El estrambótico carruaje, conquistador del mundo moderno, sin respeto por la estética elegancia de los coches tirados por fogosos caballos, empezó a rodar con su ruido de monstruo amenazador, al que todo lo que existe en los caminos debe ceder humildemente el paso.

— Llegaremos un poco temprano; pero no importa, dijo Mr. Vickery. El jardinero me ha prometido, mediante una moneda de diez francos, que nos colocaría en un punto desde el cual podremos ver perfectamente cuanto pase.

Katy suspiró:

— ¡Ay Dios mío! Los hombres son feroces para jugar con la vida, como si fuese un don humano y no divino.

Estaba pálida y turbada; sus facciones revelaban, descoloridas, la enervante acción del insomnio.

— ¡Eh! tal es la vida ¿qué quiere usted? respondió el ingeniero, con la conformidad filosófica del que acepta los hechos sin pretender modificarlos.

El escondite que les había preparado el jardinero tenía en efecto todas las condiciones prometidas. Sin ser vistos, Mr. Vickery y su mujer serían los únicos testigos extraños al drama que se acercaba. Un gran espacio de pradera rodeado de árboles extendía delante de ellos su verdura. Silenciosos, resignados a tener paciencia, esperaron, comunicándose sus temores de una posible catástrofe.

— En un combate a pistola todo puede temerse, decía el ingeniero.

Katy sentía crecer su angustia. Los minutos se deslizaban con la rapidez con que caen los granos de arena en la antigua ampolleta.

— Usted no debía haber venido, díjole Mr. Vickery al sentir el temblor creciente del brazo de Katy junto al suyo. Realmente, mi querida, estos no son espectáculos para mujeres.

— No importa; yo estaré aquí para cuidarlo si algo le pasa.

A pesar del miedo que la dominaba, sentíase en su voz la sublime energía femenil cuando se trata de un ser querido.

La escena cambió entonces de aspecto. Casi al mismo tiempo aparecieron los dos adversarios y sus padrinos. Katy los devoraba con la vista. Su sistema nervioso, rígido como las cuerdas de un violín, vibraba de irritado coraje, al ver a esos hombres vestidos con estudiada elegancia saludarse ceremoniosos, como si se hallasen en una reunión mundana. Figurábase que todos ellos venían ahí confabulados en un traidor intento para sacrificar a Florencio, el único que no parecía dar importancia alguna a los preparativos del combate.

Estos fueron cortos. Medida la distancia, quince pasos, los adversarios, colocados frente a frente, esperaron inmóviles y erguidos la voz de mando. En ese instante solemne Katy, por involuntario movimiento cerró los ojos y se tapó los oídos con las manos. El director del combate contó sin precipitarse: uno, dos, tres, fuego. Las dos pistolas, bajándose rápidamente, dispararon. Florencio permaneció inmóvil en su puesto, mientras que los padrinos del coronel se precipitaban sobre él al ver que su pistola caía al suelo y que su brazo derecho había quedado inmóvil. La bala de Almafuente, hiriéndole en la mano que apuntaba, le había hecho soltar la pistola, desviándole su dirección, que habría podido ser mortal.

— El coronel está herido, dijo Mr. Vickery en voz baja a su mujer.

Katy descubrió su rostro de cadavérica palidez. Sus ojos brillaron luminosos con un rayo de súbita alegría.

Todos habían rodeado al herido, mientras el cirujano le prodigaba sus cuidados profesionales.

Casi risueño, venciendo al dolor, el coronel se dirigió a Florencio.

— Creo que ahora podemos ser amigos, dijo tendiéndole la mano izquierda; usted es un hombre y me ha dado una buena lección.

Florencio correspondió cortésmente a ese movimiento de reconciliación y se retiró con sus padrinos.

Cuando todos se hubieron alejado, Katy y su marido salieron de su escondite y subieron a su automóvil. Pocos momentos después entraba Katy corriendo, al tocador de Gladys, que concluía de vestirse. Echóle al cuello los brazos alborozada, exclamando:

— Todo está terminado.

—Florencio se ha conducido como un héroe. El Coronel quedó herido en una mano. Habían desaparecido del rostro de Katy las desfiguradoras sombras del insomnio y de las tremendas emociones por que acababa de pasar. Su alegría era una salida de sol al romper los opacos celajes que encapotara el horizonte.

Gladys la miró con la expresión de una persona que oye algo que ha olvidado.

— Florencio me dijo cuando salimos del comedor que los padrinos suyos y los del Coronel se pondrían de acuerdo para evitar un encuentro.

— ¡Oh! le dijo a usted eso por modestia y para tranquilizarla.

Un pequeñito reloj de viaje colocado sobre la mesa del tocador, dio las doce con su discreta campanilla.

— ¡Las doce! exclamó Katy, corro a vestirme para el almuerzo. ¡Ah! olvidaba decir a usted que Rafaela no sabe nada del desafío. Después le contaré a usted todo.

Gladys, pensativa, se entregó a los íntimos complementos de su tocado. Su pensamiento no se detuvo a reflexionar en lo que su amiga acababa de decirle. El peligro había pasado como el estampido de un cañonazo que se repercute a la distancia. Las dramáticas emociones de la noche habían conmovido todo su ser.

Recordaba que cuando se hubo cerciorado de que Florencio no estaba ya en la sala de recibo, atravesó la pieza y se puso a observar cautelosamente el pasadizo. Convencida de que todo estaba en silencio había cerrado con llave la puerta y arrojádose sobre el sofá con la cabeza apoyada al brazo del mueble. Largo rato había pasado así anonadada. El convencimiento de que ya no podría volver a hablar a solas con el joven, de que pronto tendrían que separarse, la enloquecía. Su vida indiferente y descuidada no le había enseñado a sufrir. El orden de las cosas naturales no la había preparado para los violentos trastornos de amor que cambian de repente en tragedia los más naturales acontecimientos. Separarse, y tal vez para siempre, era una amenaza de tremendos pesares ignorados hasta entonces. Un círculo de crueles realidades juntaba sus extremos ante su terror desencadenado y la oprimía con sus rígidas certidumbres, con sus anillos de serpiente ponzoñosa. El orgullo de haberse conservado pura le parecía ahora un sarcasmo, semejante a la desolación del que a la proximidad de la muerte siente desvanecerse, cual si despertase de un sueño, sus creencias religiosas. «Había sacrificado su amor a una quimera». Pero sentía al mismo tiempo que la quimera tendría en todo caso más imperio sobre ella que cualquier arrebato de pasión. «Florencio mismo la habría despreciado si no hubiese sabido resistir». Con la fiebre en el cerebro quiso decir todo eso al joven en una carta de despedida. Ya de viva voz le había explicado su resistencia. Pero el sonido de sus palabras le impedía entonces dejarse guiar por su corazón, en vez de engolfarse en fríos argumentos, que pasaban sin duda como un soplo de hielo sobre el alma de Florencio.

«Usted me perdona ¿no es verdad, mi muy querido? Es preciso que me lo diga usted antes de separamos. Su perdón me servirá de apoyo en el porvenir y siempre estaré dispuesta a cumplir a usted mi promesa de recobrar mi libertad legal para pertenecerle con honor.»

Así terminaba la larga carta de protestas de amor con que Gladys buscó un calmante al tempestuoso desorden de su alma, en el silencio lúgubre de la noche. «Florencio no dejaría de contestarle. Su carta sería un talismán de consuelo en la atroz aridez de su futura existencia. Lejos de ella, él no tardaría en hacerle justicia, en reconocer que la pureza de su amor les permitiría conservar sin sonrojo el recuerdo de aquellos días tan pronto desvanecidos.»

Sin temor de ser vista, la joven salió de su aposento. Quería poner ella misma la carta en el buzón del hotel. Ese procedimiento le parecía más seguro que el haberla enviado directamente a su destino, exponiéndose a que cayese en otras manos.

Las cuidadosas medidas que había tomado Rafaela de Almafuente para espiar la conducta de Florencio habían hecho que fueran inútiles todas las precauciones que hubiera podido Gladys inventar a fin de que su carta llegase con seguridad a su destino. La primera repartición del correo a la mañana siguiente llevó, en efecto, por medio de su criada, la carta reveladora a manos de Rafaela. Por uno de esos fenómenos psicológicos de los que los corazones enamorados tienen el secreto, la primera lectura de la inflamada confesión de Gladys hizo estremecerse a la lectora con feroz alegría.

«¡Al fin se despejaba ante sus ojos ese roedor enigma de la duda» que destroza el alma atormentada por los celos! Esa exclamación desesperada de todos sus sentidos no fue de odio al infiel, sino de sarcástica indignación contra la autora de la carta. «¡Es ella que lo ha perseguido, le gritaba su encono de mujer burlada, ella la hipócrita y traidora!»

Excusándose de bajar al almuerzo Rafaela encontró pretextos plausibles para no salir de su aposento. Tenía necesidad de muchas horas antes de restablecerse de la miseria en que se revolcaba su orgullo. Reconcentrada en su dolor, refugióse en la más absoluta reclusión: quería meditar en la venganza. El día pasó así. Florencio había vuelto al hotel después del combate, como si llegara de un simple paseo matinal. En compañía de sus hijos hizo un paseo en bote por el lago y llegó después al almuerzo fresco y elegante, esperando encontrar a Gladys. La joven estaba allí, en efecto, pero acompañada del Mayor, llegado por el primer tren de Ginebra. La risueña expresión de natural alegría que leyó Gladys sobre las facciones de Almafuente pareció disipar la penosa zozobra que velaba la fisonomía de la americana. «Sin duda Florencio había recibido la carta y le perdonaba la escena de la noche. Su resentimiento de hombre acostumbrado a triunfar había cedido, pensaba ella, a la voz de intensa pasión que dominaba en la carta.» Esa suposición hizo disiparse de su espíritu la punzante desesperación en que había pasado la noche y le permitió aprovechar un momento, al salir del comedor, para acercarse al joven.

— ¿Recibió usted mi carta? le preguntó llena de emoción.

A la respuesta negativa de Almafuente, Gladys no tuvo tiempo de explicarle el significado de su pregunta. Katy se había juntado a ellos.

— Y pensar que vamos a separarnos, dijo ésta con un suspiro, pasando al mismo tiempo uno de sus brazos en torno a la cintura de Gladys.

—Debíamos, dijo el ingeniero, conseguir una prórroga del Mayor para quedarnos aquí algunos días más.

Mr. Fairfield, al oír estas palabras sacó de su cartera un papel azul de telegrama y lo mostró a Vickery y a su mujer.

— Lean ustedes lo que he encontrado aquí al llegar esta mañana.

El despacho telegráfico advertía al Mayor con algunos detalles, que su presencia era indispensable en Boston para una reunión extraordinaria de la Junta Directiva de un ferrocarril en el que tenía cuantiosos intereses.

— Ya ven ustedes, no tengo tiempo que perder.

Nadie pudo insistir. Gladys y Katy se separaron prometiéndose verse pronto. Todos se dijeron, por vía de consuelo, que, como estaba convenido, aquella tarde comerían juntos.

— Habrá un champaña extra seco capaz de convertir en alegría toda la amargura de la despedida, anunció Mr. Vickery. Él había sido durante todo el tiempo el director de la parte culinaria de la asociación.

Dos horas antes de la designada para la comida la camarera de Rafaela llegó a llamar a Katy de parte de su señora.

Rafaela, vestida ya de gala, resplandeciente de valiosas joyas, se adelantó a recibir a su prima con visible agitación. Tenía entre sus manos, desplegada, la carta de Gladys a Florencio.

— Lee esa carta, le dijo con voz casi imperiosa, pasándole el papel.

Y agregó con acento de encono y de triunfo al mismo tiempo, mientras su prima empezaba la lectura.

— Tú que siempre lo defiendes, lee y verás si lo disculpas.

La persona del ausente iba subentendida en ese pronombre; la voz de Rafaela recalcó sobre él con sarcástica pronunciación.

Katy se había sentado en el sofá y procuraba ganar tiempo en su lectura, con el propósito de preparar su respuesta. El tono casi agresivo de Rafaela le había hecho pensar que era preciso responderle con algo de calmante, a fin de evitar el estallido de la tempestad, de la que aquel «tú que siempre lo defiendes» era el trueno precursor. Al fin levantó la vista y miró a su prima cual si no hubiera leído nada de muy extraordinario.

— Gladys es una tonta de confesar así su pasión, dijo, buscando una sonrisa para huir del tono dramático.

— Sí, pero más perversa que tonta, exclamó indignada Rafaela, y merece que yo la castigue por su impudencia.

— Vamos, querida, no demos proporciones exageradas a un asunto que por su misma gravedad debes acallar como si no existiera. Nadie sino tú conoce esa carta; mañana vamos a separarnos y el asunto quedará entre tú y yo. Nada mejor que la ausencia para calmar esas pasiones.

— ¿Y tú te figuras que yo podré ver a Florencio sin afearle su perfidia? Tú crees que yo pueda tolerar que él y su querida se queden riendo de mí. ¡Ah, eso no! ¡Yo tengo que vengarme y me vengaré!

Ni su pronunciación ni sus ademanes eran de una mujer de la refinada educación que ha hecho tan marcados progresos en las clases elevadas de la sociedad hispanoamericana. Rafaela hablaba con la descuidada dicción de las conversaciones familiares en aquellos países; su voz resonaba destemplada y vulgar. El paso precipitado con que se había puesto a andar mientras que Katy avanzaba lentamente en su lectura, daba a su cuerpo esbelto movimientos destituidos de la ondulante gracia que formaba el atractivo principal de su persona.

— ¡Hijita, por Dios, no hables así! exclamó Katy llena de alarma ante ese rugido de insano furor.

— ¡Me vengaré, me vengaré! repitió Rafaela. Su exasperada resolución atropellaba los obstáculos, rompía todas las vallas convencionales con que la sociedad somete a sus hijos a la ley de la compostura y del respeto público.

Katy trató de desviar su frenesí discutiendo.

— Tu indignación, que es muy justa, no te ha permitido reflexionar sobre tantas frases de la carta que atenúan considerablemente la falta, en realidad. En primer lugar, por lo que hace a Florencio...

— ¡Eso es, ahora lo vas a defender! interrumpió Rafaela con destemplada voz ¡era lo que faltaba! ¡Florencio es un infame! como lo ha sido siempre. Jamás me ha amado.

Se casó conmigo por mi plata y con mi plata se ha divertido a costa mía con todas sus queridas. No me hables de él. Mira, soy capaz de gritarle su infamia delante de todo el mundo.

— Bien pensado, no es su culpa si las mujeres lo persiguen, replicó Katy con enfado; pero a ti siempre te ha tratado con cariño.

— ¡Ah! no es cariño lo que yo le pido, sino el respeto a su mujer y a sus hijos. Un ocioso que no sabe sino componerse y galantear a cuanta mujer se le acerca ¡Qué bonito! ¡podía tener vergüenza!

— Tú lo conocías antes de casarte.

No bien habían salido estas palabras de su boca Katy se arrepintió de haberlas dicho.

Sus deseos de conciliación, el leal propósito de evitar a su prima un escándalo irreparable, habían cedido al viejo encono de la rivalidad adormecida, que en su natural benévolo y amante ella tenía sepultado entre las ruinas de su desgraciado amor a Florencio. Pero esas palabras, con su eco indefinible de resucitado resentimiento, hirieron el espíritu de Rafaela como una provocación.

— Tú también lo conocías y querías casarte con él, replicó con aire de triunfo, deteniéndose en su paseo delante de su prima.

Y luego como respondiendo a una ofensa

— No vayas a hacerte ahora la inocente. ¿Quieres que te diga más, hijita?: tú te quedaste enamorada de él, a pesar de la traición que te jugó y hasta después de casarte con tu yankee era él a quien querías.

Agria la voz, hizo silbar entre sus labios esas palabras como un chasquido de látigo. En vez de replicar en el mismo tono, Katy echó los brazos al cuello de su prima y con voz suplicante:

— No seas así, Rafaela, no seas mala conmigo. Te aseguro que todo lo que te he dicho es por tu bien, para evitarte que te dejes arrastrar por tu despecho y cometas alguna acción de la que te arrepentirías toda la vida.

— Tengo bastante edad, hijita, para saber lo que hago, replicó la voz irritada, desprendiéndose Rafaela al mismo tiempo de los brazos que la rodeaban cariñosamente.

Sin desalentarse, Katy recorrió a un arbitrio muy propio de su carácter ajeno a todo rencor. Con perfecta calma abrió el gran piano de Stainway, que ocupaba un ángulo de la sala de recibo y con ágiles manos hizo resonar el preludio de la célebre canción de Martini, Plaisir d´Amour que solían cantar cuando muchachas. Con intenso sentimiento, como una evocación de pasadas memorias, las notas empezaron a modular su lenta melancolía:

Plaisir d´amour ne dure qu´ un moment
Chagrin d´amour dure toute la vie.

La voz, bien templada, fue pasando del tono grave, melodioso en su sencillez, a la desgarradora queja de esas «penas de amor que duran toda la vida». En el eco del silencio en que el desconsolado lamento parecía quedar flotante, el cortejo de pesares, aferrados al alma como una maldición de la raza humana, desfilaba afligido en la prolongación que la voz de Katy daba a las entonaciones de las últimas sílabas.

Rendida de profunda emoción, Rafaela se había dejado caer sobre el sofá desde el segundo verso. Su existencia pasaba también con la dolorida procesión de las «penas de amor que duran toda la vida», dejando atrás las «dichas de amor que duran solo un instante». Mirándola al soslayo, Katy la vio inclinarse, ahogando con movimientos espasmódicos sus sollozos. Era la crisis de enternecimiento que la joven Vickery había querido producir en su prima. La voz entonó entonces la segunda estrofa:

J´ai tout quitté pour l´ingrate Silvie,
Elle me quitte et prend un autre amant,
Plaisir d´amour ne dure qu´un moment,
Chagrin d´amour dure toute la vie.

Pero la frente de Rafaela se había alzado antes de la última estofa. El enternecimiento había pasado como un chubasco de verano. Su mirada, perdida en el vacío, perseguía al fantasma de la venganza, al que no conseguía dar una forma definida entre los mil proyectos de odio hirviente que se multiplicaban en el desorden de sus ideas. Poco a poco, sin embargo, Rafaela se sintió subyugada por el poder evocador de la música.

Esas notas de la sentida canción la envolvían en las emociones de tiempos desvanecidos, en que sin haber amado no podía penetrarse de su amarga verdad. «Ella tenía la culpa de su desgracia, como acababa de decírselo su prima; pero ella ignoraba entonces que a los pasajeros momentos de felicidad que el amor concede, avaro, a sus esclavos, debían fatalmente seguir esas «penas de amor que duran toda la vida,» y en esa remembranza del pasado que las almas heridas buscan como un refugio de olvido, pensaba que su prima había sido leal con ella, después de perdonarla. Ahora mismo sus consejos nacían de una intención fraternal. ¿Para qué reñir? Su corazón, en su angustiado aislamiento, necesitaba apoyarse en algún afecto sincero. ¿Dónde podría encontrarlo sino en la que en ese instante, con la amarga queja de incurable dolor, quería enseñarle la resignación?

Lentamente levantóse Rafaela del sofá y se acercó al piano. La voz de Katy, deteniéndose en las notas finales de la última estrofa, parecía el eco lejano de todos esos pesares de indefinida duración, en que se agitan despedazados, como en algún círculo del infierno del Dante, los corazones esclavos de la maldición universal de amor.

Tant que cette eau coulera doucement
Vers ce ruisseau qui borde la prairie,
Je t´aimerai, me répétait Silvie.
L´eau coule encore elle a changé pourtant.
Plaisir d´amour ne dure qu´un instant,
Chagrin d´amour dure toute la víe.

—¡Ah, Katy! ¡Katy!Cállate por Dios, gritó Rafaela, ahogando con un beso sobre las mejillas de su prima ese lamento desgarrador. Perdóname mi violencia, arguyó; tú comprendes mi situación. Si yo pudiese aborrecerlo le perdonaría lo que me hace sufrir. Pero tú sabes que no lo puedo ¡no lo puedo! repitió con lamentable desolación, arrojándose nuevamente sobre el sofá.

Katy corrió hacia ella y buscó afectuosas palabras para consolarla. Prefería esa explosión de llanto a la nerviosa resignación que Rafaela había tratado de mostrar.

— Olvida esas cosas, o por lo menos perdónalas, insistió, creyendo que las lágrimas habrían aliviado el peso de la rabia que al principio dominaba a Rafaela. Te aseguro que así quedarás contenta de ti misma; acuérdate de tus niños: con una venganza que humillase a Florencio, destruirías para siempre la felicidad de tu vida.

— Puede ser, pero no es fácil perdonar, dijo Rafaela sombría. Tras de estas palabras, en las que había vuelto a prevalecer el escozor del desengaño, agregó cambiando enteramente de tono:

— Se nos ha hecho tarde y tú no estás vestida para bajar al comedor. Corre a vestirte y vuelve a buscarme para que entremos juntas al restaurant. No quiero encontrarme sola frente a esa mujer. Florencio estará atrasado como siempre, no lo esperaremos.

Al designar a Gladys con desdeñosa voz, el tono destemplado tomó a dominar en sus palabras.

Katy salió apresurada. El acento y la actitud de Rafaela la dieron la desazón de ánimo que presiente un peligro. Con esa impresión se vistió en pocos momentos. Le parecía muy importante no dejar sola a su prima en esa hora de crisis en que podía tomar alguna resolución funesta, entregada sola a su despecho.

VII

Al entrar, de vuelta, vio a Rafaela sentada al escritorio. Desde las primeras palabras, Katy creyó advertir en ella un aire de decisión intencional, algo de perentorio que no admite discusión.

— Apenas me encontré sola, dijo con la enérgica tranquilidad de una decisión irrevocable, no tardé en ver claro lo que debo hacer. He pensado que sería una insensatez y una vergüenza dejar sin castigo a la yankee. Tanto peor para su cómplice si él tendrá que sufrir de ese castigo. Lo que he resuelto es muy sencillo. Este documento, dijo con aire victorioso, mostrando la carta de Gladys a Florencio, irá a parar mañana a manos del bonachón del marido, que cree que su mujer es una santa.

— ¡Oh, Rafaela, por Dios! exclamó Katy horrorizada, piensa en el escándalo, piensa en ti y en tus hijos ¿sabes que el Mayor sería capaz de matar a Florencio?

Rafaela tuvo una amarga sonrisa.

— A esos Lovelaces nadie los mata, hijita, no tengas cuidado.

— Pero el Mayor empezará por matar a su mujer no te figuras lo violento que es ese hombre cuando se enfada.

— Si la mata hará muy bien, exclamó, el acento exasperado, de Rafaela; no hará sino tratarla como merece!

— ¡Qué horror! ¡Por Dios, piensa en lo que hablas, Rafaela! yo siempre te he conocido de buen corazón y generosos sentimientos.

— Ya se ha colmado la medida, se acabó toda indulgencia; ¡el que la hace que la pague!

— Piénsalo hasta mañana, no te pongas enfrente de lo irreparable ¡Oh, Rafaela, no hagas esa mala acción!

—Lo he pensado bastante y por nada cambiaré de resolución; tú vas a ver... Volvió casi de un salto, como para evitar que su prima la detuviese, a la pequeña mesa de escritorio y encendiendo un fósforo, alumbró una vela rosada puesta allí como un adorno de la mesa.

— Mira, dijo tomando un cierro de carta en el que introdujo la de Gladys ¿no ves? para que el Mayor no dude y conozca que es realidad lo que estará viendo, el papelito de su mujer irá acompañado con esta tarjeta:

RAFAELA DE ALMAFUENTE

Delante de Katy atónita, selló el pliego con lacre y apoyó un sello con su cifra. En seguida escribió como si aquello fuera una escena de teatro, pronunciando en alta voz lo que escribía:

AL MAYOR FAIRFIELD
Hotel Beau Rivage, Ginebra.

— Ahora, antes de entrar al restaurant pondré yo misma en tu presencia esta carta en el buzón y mañana a su llegada al hotel de Ginebra el Mayor sabrá a que atenerse sobre la virtud de la hermosa Gladys.

Katy estaba anonadada. Con suplicante voz trató de hacer despertar a Rafaela de la aberración que la poseía. Ni reflexiones ni ruegos fueron bastantes a debilitar su vengativo propósito. Con fría calma oía sin responder las suplicas de su prima.

— Vamos, ya es hora, dijo de repente por toda contestación, y bajaron silenciosas por el ascensor.

Katy hizo amago de dirigirse a la pieza en que debía tener lugar la comida de adiós.

— No, no, díjole Rafaela, vamos primero a poner la carta.

En el corto espacio que tuvieron que andar para encontrarse al lado de la caja destinada a recibir la correspondencia, Katy, con voz ahogada, procuró todavía tocar el corazón de su prima.

— Rafaela, hijita, ¡hazlo por mí! ¡hazlo por tus hijos! ¡no te condenes a un eterno arrepentimiento!

— Todo es peor que la tortura atroz por que he pasado. Si me arrepiento después, eso querrá decir que he perdonado, y cómo sé que a la yankee hipócrita no la perdonaré nunca, sé que no habré de arrepentirme.

Y lentamente, con atento cuidado, dejó caer la denunciadora misiva en el buzón, preguntando al portero del hotel que allí se encontraba

— ¿A qué hora es la última recogida?

— A las diez y media, Señora; es una concesión que el Director de la posta ha hecho al hotel.

— Pero ¿las cartas que salen a esa hora llegan temprano a Ginebra?

— Llegan para la primera distribución.

Casi risueña, pasando un brazo a la cintura de Katy:

— Ahora vamos a comer y mostrémonos alegres.

Los demás, menos Florencio, esperaban ya en la sala preparada para la comida. Las flores dispuestas con arte, los transparentes cristales, las luces en profusión, marcaban ahí su nota de fiesta y de refinamiento. Mientras los convidados elogiaban los lujosos preparativos, Florencio entró aplaudiendo el cuadro que se ofrecía a su vista.

— Están ustedes hermosísimas, dijo a las señoras, se han engalanado como para hacernos sentir todo lo que vamos a perder con esta despedida.

Inclinándose como lo habría hecho en una corte besó la mano a Gladys, a Katy y a Rafaela. Gladys, extremadamente pálida, se esforzaba por sonreír; Katy, todavía bajo el imperio de la emoción por que acababa de pasar, tuvo, una forzada sonrisa; pero Rafaela, al recibir en su mano el beso de su marido, exclamó con voz que remedaba perfectamente la alegría.

— Ya ven ustedes un marido modelo, que es galante hasta con su mujer.

—Debías decir, mi querida: siempre con su mujer.

—Es verdad, jamás ha dejado de serlo, dijo Rafaela.

Y aunque la modulación de la voz pareció festiva, los demás, menos el Mayor Fairfield, alcanzaron muy bien a percibir el eco de amarga ironía envuelto en la aparente chanza de aquella declaración.

Así, aunque la mayoría de los que se sentaron alrededor de la mesa sentía el sordo malestar de la dramática situación en que se encontraban reunidos, era visible que todos se esforzaron desde el principio por dar a la conversación un tono de alegría y de afectuosa amistad.

El Mayor y el ingeniero habrían querido hablar del encuentro en que, horas antes, Florencio había dado tan elocuente prueba de su sereno valor; pero era imposible hacerlo delante de Rafaela, a la que habían ocultado el incidente de la villa Lemán. Katy, recobrada ya de sus recientes impresiones, había conseguido sobreponerse al terror con que la agobiaba la idea de la carta arrojada a la caja de la correspondencia.

Todo su empeño se concentraba en sacar a Gladys de su comprometiente silencio. Veíala cambiar de cuando en cuando con Florencio miradas de terror. La palidez no quitaba a su rostro el encanto de su belleza; pero la inquietud de su espíritu desde que sabía que su carta no había llegado a manos de Almafuente, le quitaba la lucidez del pensamiento con su amenaza de alguna tremenda revelación. En medio de esa atmósfera de ficticia alegría, la voz de Rafaela dominaba. Nunca, durante aquella estación de más de dos meses, pasados en un trato diario de creciente intimidad, los que asistían a aquella comida recordaban haberla visto como en ese momento. El lánguido sentimentalismo de un estado moral de continua desconfianza, no era ya el rasgo dominante de esa mujer, a la que la riqueza y las satisfacciones vanidosas del lujo no bastaban para hacerla olvidar las exigencias del corazón no satisfechas. Consciente al fin de su poder, recordaba que la naturaleza la había dotado de atractivos que sabrían hacerse apreciar y de una voluntad porfiada para sobreponer su personalidad a la ajena en todos los actos de su vida. La convicción de que la suerte de su última rival estaba entre sus manos, de que desde esa noche iba a cesar el suplicio de una intimidad humillante, a la que el temor de una ruptura con Florencio la había hecho someterse, le avivaban la inteligencia embotada y le permitían conservar la energía, que empezaba a faltarle, después de la forzada viveza de los primeros momentos.

Una noticia de la crónica parisiense, publicada en los diarios llegados por la mañana vino a ofrecer a Rafaela el tema que buscaba para hacer sentir a Gladys y a Florencio el peso de su traición.

— ¿Han leído ustedes en el Fígaro de ayer el último escándalo del mundo elegante de París?

Las conversaciones cesaron y todos se volvieron hacia ella.

— Mr. Gastonnière, el clubman bien conocido- refirió Rafaela, el que ganó el año pasado el gran premio de Auteuil, al volver en auto-place a su casa, divisó a la bella Adelaida su mujer, discretamente oculta en un fiacre cerrado, entre los brazos del millonario americano Mr. Robsay.

— ¡Cabeza de Mr. Gastonnière!, exclamó Florencio con perfecta desenvoltura, al usar esa familiar expresión.

— Sí, dijo el Mayor Fairfield con voz cortante; pero Mr. Gastonnière no se turbó con ese encuentro. Siguió al fiacre en su auto, y cuando los enamorados imprudentes bajaron corriendo delante de una puerta y quisieron entrar a una pieza del piso bajo, él disparó su revólver a quemar ropas sobre el galán compatriota, que cayó muerto a los pies de la bella.

— Eso pasa con tanta frecuencia, con más o menos variante, que los periodistas tienen que inventarlo cuando no sucede, observó Florencio.

— Pero eso no quita que el balazo fuese bien dado y soberanamente merecido. El acento del Mayor no dejaba duda sobre lo que sería su conducta si se hallara en la situación del marido.

Resueltamente lo secundó Rafaela

— Lo justo es que los hubiese muerto a los dos.

Seguidas de un silencio que todos encontraron embarazoso, esas palabras tuvieron una resonancia destemplada de cruel satisfacción.

— ¡Qué terrible hecatombe! mi querida, exclamó Florencio para quitar su aspereza a la exclamación de su mujer.

— Todo hombre debe defender su honor, dijo con aire sentencioso el Mayor Fairfield.

—Florencio replicó con el tono de una paradoja humorística:

— El honor es un falso dios al que no debe tributarse un ciego culto. En ciertas tribus de África cuentan los viajeros, que un marido se creería insultado si el forastero desdeñase a su mujer al recibir la hospitalidad.

Y añadió con aire de seria convicción:

— La ciencia moderna de la criminalidad admite las circunstancias agravantes y las atenuantes. Esas distinciones deben aplicarse al adulterio más que a cualquier otro delito.

Entonces se oyó la voz de Gladys resonar clara y persuasiva, cual si anunciase algo de evidente.

— Y ahí está el divorcio para resolver toda dificultad entre esposos que han dejado de quererse o de entenderse.

La frase sonó como una amenaza en los oídos de Rafaela.

— Para nosotros los católicos no hay divorcio como ustedes lo entienden, dijo la joven con aire de triunfo...

Vickery se interpuso antes que Rafaela continuase.

— La conversación ha bifurcado hacia el divorcio; yo prefiero ese tema al del castigo que debe darse a los adúlteros.

— Cierto, mucho mejor, exclamó Katy, aplaudiendo la intervención de su marido. El giro que iba tomando la conversación le parecía peligroso.

— Y como ninguno de nosotros está amenazado de divorcio, bebamos una última copa a nuestra buena amistad y por que podamos renovar el año entrante a orillas de este lago encantador, los días que acabamos de pasar.

Todos aplaudieron, con ánimo sincero o irónico, según el estado de alma de cada uno. El café y los cigarros hicieron levantarse de la mesa a los convidados y distribuirse en grupos familiares. Así pareció calmarse la atmósfera ardiente que había nacido de la discusión tendenciosa promovida por Rafaela.

Florencio y Gladys se apartaron a un sofá lejano en compañía de Katy. Esta, como absorta en algún pensamiento fijo que le embargaba toda su atención, no pareció preocuparse de lo que los dos enamorados se decían casi entre dientes, afectando hablar de cosas insignificantes.

— ¿A qué carta se refería usted hoy al hablarme? preguntó Almafuente.

— A una carta que escribí a usted cuando nos separamos anoche y que yo misma puse en el buzón.

— ¡Ah! ¡mi linda amiga! ¡qué imprudencia! escribirme por esa vía! Mi mujer recibe y abre todas mis cartas.

— No podía conformarme con la manera como nos separamos anoche, dijo la joven, devorando al hermoso galán con la mirada.

— Y yo mucho menos, mi cruel darling, dijo él, aludiendo a la fuga de la despedida.

Y agregó, correspondiendo a la ardiente mirada que lo abrasaba:

— Y si estuviésemos solos, lindísima señora, la ahogaría a usted a fuerza de besos, para castigarla por su manera de cerrarme la puerta.

— ¡Oh, Florencio!, exclamó la joven ¡será posible que vayamos a separarnos para siempre! Dígame una palabra y mañana mismo confieso a mi marido mi amor a usted y exijo el divorcio para ser su mujer.

— ¡Por Dios, no cometa usted esa imprudencia! exclamó Almafuente alarmado por el rayo de resolución que fulguró en los ojos de Gladys.

Esta última frase fue dicha por él con precipitación. Katy se separaba de ellos en ese instante.

— Dispénsenme ustedes que los deje; ahora solamente me acuerdo que olvidé cerrar mi armario donde tengo mis alhajas y mi dinero.

Al verla salir, Gladys y Florencio se apresuraron a juntarse con los demás. Ambos, sin atreverse a mirar a Rafaela, oían su voz nerviosa en el ruido de la conversación y se figuraban sentir sobre ellos su inquisidora mirada.

Mientras tanto, Katy bajaba corriendo la gran escalera del hotel, sin tener paciencia para esperar el ascensor. Aquel acto de abandonar a sus amigos era el resultado de la desesperante conmoción de su espíritu, desde que había visto a Rafaela poner la carta de Gladys en el buzón. ¿Cómo impedir que esa carta fuese a ser entregada en manos del Mayor Fairfield al llegar a Ginebra? Katy temblaba al pensar en las trágicas consecuencias que infaliblemente habrían de producirse si ella no acertase a resolver ese problema amenazador. Y la solución tenía el carácter apremiante del tiempo limitadísimo en que debía llegarse a ella. Durante la comida su cerebro encendido por la fiebre de la emoción no le permitió concentrar sus ideas ante esta realidad espantable. Con amarga previsión veía el gesto de horror o de sarcasmo en que se trocaría al día siguiente la festiva expresión de los convidados, si ella, la única poseedora del terrible secreto, no consiguiera detener el rayo de que estaban todos ellos amenazados. A fuerza de recapacitar, su porfiada voluntad triunfó al fin del pánico que le impedía toda reflexión. Su buen sentido le dijo, cuando se levantaba de la mesa, que no había sino un solo arbitrio de salvación y era menester tentarlo al instante. El conserje del hotel había dicho a Rafaela que no quedaba sino la última recogida de cartas, a las diez y media de la noche. En un reloj sobre la chimenea del comedor vio, que iban a ser las diez. Fue entonces cuando Gladys y Florencio la vieron separarse de ellos precipitadamente. Su determinación estaba tomada. La prisa con que había bajado la escalera le cortaba la respiración. Jadeante y tratando de ocultarse, salió por la puerta de servicio del hotel y se ocultó en un bosquecillo de plantas y flores, dispuesto de manera a dar una risueña perspectiva a esa salida. Ahí le quedaban todavía como veinte minutos para reflexionar. Los disparatados proyectos para apoderarse de la carta se agolpaban en su imaginación como diablillos fantásticos en alguna danza infernal. Todos terminaban por clamores burlescos, despedazando las angustiadas esperanzas de la joven. No le quedaba más recurso que el único racional de afrontar con ánimo resuelto la terrible dificultad: conquistar al cartero cuando saliese del hotel con su morral de cartas.

Afianzada su resolución esperó más tranquila. No pudo evitar, sin embargo, que temblase su cuerpo con un súbito escalofrío, al ver al cartero pasar junto a ella y dirigirse a la caja de la correspondencia. A la fulgurante luz de los faroles vio que era un hombre joven todavía. Las fatigas de la profesión y sin duda los cuidados de los escasos medios de subsistencia, marcaban sobre su rostro el tinte casi enfermizo de una salud precaria. Ese era el adversario, pensó Katy con esperanza desfalleciente, ese era el hombre que iba a tener en sus manos el botón eléctrico que hace estallar la mina.

Con él tendría que trabar en un momento más la problemática lucha.

El cartero había abierto, mientras tanto, la caja del buzón y sacado a manojos el contenido. Lo vio en seguida mirar cuidadosamente por el suelo, al tiempo de echar llave a la caja, para cerciorarse de que ninguna carta había caído. Después de esto, el hombre emprendió la marcha con el paso cadencioso y maquinal de la inveterada costumbre.

Katy salió tras él y apresuró el paso al verlo llegar a un punto completamente solitario, al que alcanzaba con dificultad el alumbrado de la calle.

— Señor cartero, señor cartero, oyó el andante la desfallecida voz que lo llama.

Viendo que era una mujer se detuvo.

— ¿Qué hay para su servicio? mi pequeña dama.

El traje elegante de Mrs. Vickery le valía la voz de complaciente entonación que resonó en esa pregunta.

La joven no tuvo necesidad de fingirse turbada para contestar:

— ¡Ah! señor cartero, soy una pobre mujer muy desgraciada y usted puede salvarme del peligro que amenaza mi vida.

«Esta es alguna loca que se ha escapado del manicomio», pensó el hombre para sus adentros, «lo mejor será tratarla con dulzura.»

— ¿Yo? mi pequeña dama ¿cómo puedo salvarla? yo soy también un pobre hombre, pero si en algo puedo servirla, aquí me tiene.

Con expresión de sincera verdad, alentada por tan buen principio, Katy pareció hacer un esfuerzo para revelar un secreto.

— Soy tan desgraciada y usted parece tan bueno, que le voy a hablar como si fuese un gran amigo. Tengo que confesar a usted la falta que me ha puesto en tan terrible situación. Usted es la única persona que puede salvarme.

Cubriéndose a medias el rostro con las manos, murmuró como entre sollozos la relación que había improvisado. «Su coquetería y su ligereza le habían hecho olvidar sus deberes hasta tener un amante. Desde hace poco tiempo y sin que ella lo sospechase, su marido se había puesto a vigilarla de tal modo que ella había tenido que usar de mil ardides para corresponder con su cómplice, escribiéndose. Su costurera, en la que tenía absoluta confianza, era la que servía a esa correspondencia.

Por una disputa insignificante y tal vez cohechada por el marido, la costurera se convirtió en enemiga suya y pudo fácilmente traicionarla. Aquella misma noche puso en el buzón del hotel una carta rotulada para el marido, juntamente con la que ella le había entregado para el amante. Ella acababa de saber esto por su criada, a la que la costurera había revelado su venganza. Si la carta llegaba a manos de su marido, seguramente la mataría, porque era un hombre de violencia extrema é incapaz de perdonar».

Era, en suma, la misma situación que la que la obligaba a dar el peligroso paso en que se hallaba comprometida.

Mientras hablaba, el cartero tuvo tiempo de reflexionar. En su ruda sindéresis de hombre del pueblo, divisó confusamente que si bien el caso le ofrecía la posibilidad de encontrar un beneficio pecuniario, el riesgo de perder su empleo le imponía la necesidad de llevar hasta un grado extremo su exigencia.

— Y entonces ¿qué puedo hacer yo?, dijo con aire brusco, ¿qué tengo que hacer con toda esta historia?

— ¡Ah! señor, exclamó Katy temblando amedrentada, ¿qué le costaría a usted darme la carta? Nadie podría saberlo y con esa obra de caridad salvaría usted a una infeliz mujer, que sabría agradecérselo y recompensar su buena acción.

— ¡Darle a usted la carta! prorrumpió el hombre con indignada extrañeza, ¡darle a usted la carta! ¡pero mi pequeña dama, no ve usted que me pide que falte a mi deber y que si llegasen a saberlo en la Administración me arrojarían a la calle! La miseria ¡qué! la miseria para mí, para mi mujer y mis hijos! Vaya con la idea ¡que le entregue la carta! ¡Usted no piensa en lo que ha dicho!

Todas las modulaciones posibles de la sorpresa resonaron gradual y alternativamente en aquellas exclamaciones. El hombre se alentaba con el sonido de su voz, apoyaba con ademanes enérgicos sus frases atropelladas, hacía ademán de marcharse, erguido, con el intransigente mandato de su deber.

Katy, bañado el rostro de verdaderas lágrimas, se apoderó de una de las manos del cartero.

— ¡Ah! por piedad, no hable usted así; nadie llegaría a saber que usted me ha entregado la carta y yo sabré recompensarlo, se lo juro.

Imploró con vehemencia el nombre de Dios; invocó la imagen de la mujer y de los hijos que el cartero acababa de mencionar; hizo suplicante su voz y sin esfuerzo alguno le dio el eco desgarrador de su desesperación y al pensar que no conseguiría vencer la inflexibilidad de aquel hombre, llegó al punto de querer detenerlo cuando hacía ademán de marcharse. Ninguna de sus humildes súplicas, ninguna de sus invocaciones al padre de familia, penetraban, sin embargo, como agentes persuasivos de la implorante joven en la imaginación del hombre. Pero en medio de esos ruegos encarecidos, unas pocas de sus palabras, sin embargo, habían hecho brillar en el cerebro de su interlocutor la corruptora tentación del interés pecuniario.

— Todo esto está muy bien, mi pequeña dama; pero yo no me puedo exponer a quedarme en la calle y que mi mujer y mis hijos se mueran de hambre ¿comprende usted?

Así abría la puerta a las transacciones. La posibilidad de aprovechar esa ocasión inesperada y única, arrollaba su inflexibilidad, como arrastra una débil valla el torrente desencadenado. Al empuje del sueño de ambición latente, que germina en los poderosos y los humildes como oculta simiente de fantásticos antojos, el hombre se dejó dominar por las promesas de recompensa que prodigaba Katy en su desesperada desolación.

— Usted habla de recompensa, exclamó el hombre con acento áspero, deseoso de disculpar su flaqueza después de su primera intransigencia; ¡recompensa! ¡recompensa! Sepa usted que si tengo la debilidad de oírla, es por pura compasión, por pura lástima que me da!

Katy se lanzó con ardor en esa vía. Después de algunas palabras destinadas a bendecir el buen corazón de su interlocutor, acometió resueltamente la cuestión pecuniaria.

Parecióle que deslumbraría al funcionario postal con una oferta de cien francos. Al oír mencionar la suma, el cartero, con un movimiento brusco, levantando los hombros con despreciativo ademán:

— ¡Vamos! refunfuñó, es inútil seguir hablando, buenas noches mi pequeña dama.

Mas en su movimiento no ofreció verdadera resistencia al ademán de la joven, que le tomó una mano, persuadida ya de que el hombre había usado ese simulacro de despedida como simple medio de intimidación. La ambiciosa perspectiva de agrandar el pobre cortijo, herencia de su mujer con el terreno siempre ambicionado del vecino, de comprar dos vacas lecheras, que llegarían a producir un buen incremento de los pocos francos de su sueldo de retiro, había encendido ya sus luces de Bengala en su rústica mente. Ya no podría resolverse a quedar a obscuras después de esa aureola de luces en el horizonte de su humilde existencia. Katy continuó poco a poco sus ofertas.

Al fin, llegada la discusión a la suma de cuatrocientos francos, el hombre aceptó sin más resistir y abrió el abultado morral, exclamando, mientras Katy buscaba entre las cartas:

— ¡Ah! si es un pliego recomendado no cuente usted con él, mi pequeña dama.

— No, no, esté usted seguro que no, va usted a ver, yo conozco la letra.

Sus manos ágiles no tardaron en hallar la carta rotulada por Rafaela.

— ¡Esta, es esta! para que usted vea de que la conozco voy a decirle cómo está rotulada sin leer el sobre :

AL MAYOR FAIRFIELD
Hotel Beau Rivage
Ginebra.

Sacó cuatrocientos francos en billetes de banco, de su cartera, púsolos en manos del hombre y corrió apresurada al hotel, pareciéndole que para alumbrarse el camino el número de las luces había redoblado, como si hubiera una fiesta de gala extraordinaria.

— ¡Victoria! ¡Victoria! exclamó alborozada al entrar a su aposento, dejándose caer al lado de su marido que leía, cabeceando, el « New-York Herald.»


Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.
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