La Venganza

Alberto Blest Gana


Novela corta



Dedicatoria

Al Señor Don Federico Torrico


Muy estimado amigo:

Aun cuando la amistad sincera que le profeso no me sirviese de suficiente título para dedicarle este corto trabajo, la circunstancia de haberlo escrito sobre un argumento que Ud. me comunicó, me obligaría a poner el nombre de Ud. en su primera página.

Acepte, pues, ésta, que con más propiedad debe llamarse restitución que dedicatoria, como una muestra pequeña de mi afecto y como un recuerdo de las agradables conversaciones que nunca olvidaré haber tenido con Ud. su amigo afectísimo.


Alberto Blest Gana.

Noviembre de 1861.

I

Celebrábase en Lima la procesión de Corpus en el año de 1763. La plaza mayor de la ciudad de los reyes presentaba el aspecto grave y risueño a un tiempo que da a esta parte de la ciudad, principalmente, el colorido peculiar de las poblaciones españolas de la Edad Media.

Los balcones tapizados con ricas y vistosas colgaduras; las damas que desde esos balcones ostentaban la gracia de sus atavíos; la solemne marcha de las comunidades religiosas en pos de las andas de cada santo; la apiñada muchedumbre de tapadas y caballeros, de cholos y de mulatas que cubría el recinto de la plaza, y el bullicioso tocar de las campanas de los templos, daban gran animación al conjunto de aquel cuadro, que, por otra parte, los detalles, llenos de movimiento y de vida, engalanaban con tintes característicos, hijos del único pueblo de la América española que ha conservado hasta el día costumbres originales.

Primoroso contraste formaba, con efecto, la devota fisonomía de los monjes y penitentes de todos colores, que con cirio encendido y edificante unción entonaban cánticos sagrados, con el pintoresco aspecto de las cholas, vestidas con faldas cubiertas de flores, con los hombros y los brazos desnudos, ocupadas de dirigir sobre la concurrencia picarescas miradas, que, lejos de llamar al místico recogimiento, despertaban más bien ideas de mundanales placeres.

No lo formaban menor tampoco las misteriosas tapadas, que robaban a los santos la atención de los circunstantes y confundían, con la nasal entonación de los salmos, sus argentinas voces, sus ruidosas carcajadas, sus picantes y saladas respuestas a los irreverentes requiebros de algún osado galán.

Agréguense a estos tonos bien acentuados de aquel cuadro, repartidos con profusión en diversos puntos, el aspecto del día; las nubes de incienso mezcladas al perfume de las flores y al de las aguas de olor de que son ávidos los pueblos tropicales; los vistosos y variados colores de las sayas y mantos, de las casacas y de las sotanas, y se tendrá una idea de la animación y variedad del golpe de vista que presentaba la plaza mayor de Lima el día de la procesión de Corpus. Era el año 1763.

II

Habría llamado la atención de un observador, como la llamaba de gran parte de los concurrentes, un grupo de jóvenes vestidos con pretenciosa elegancia, en medio del cual se distinguía uno de veintiocho a treinta años, que a no ser por el traje de la época, habría podido servir de modelo para representar un guerrero de los heroicos tiempos del Gran Capitán.

La majestuosa arrogancia de aquellos nobles españoles que al frente de sus tercios eran el terror de infieles y de franceses, brillaba en la fisonomía de aquel joven.

Coronaban su frente pequeña y de admirable blancura, crespos cabellos negros que caían hasta cerca de los hombros. Sus ojos pardos despedían miradas de singular altanería, que perfectamente se hermanaban con la desdeñosa expresión de sus labios delgados y con la marcial riqueza de un bigote negro de puntas desmesuradas. Su tez era finísima y animada en la parte superior de las mejillas de un encarnado ligero, que daba mayor realce a las largas pestañas que hermoseaban sus párpados casi trasparentes y a la sombra de grandes ojeras que parecían aumentar el tamaño de sus ojos.

Esta magnífica cabeza reposaba sobre un cuello torneado como el de una mujer, y formaba con el apuesto y elegante cuerpo una estatura de seis pies.

El traje de aquel joven llevaba un sello de peculiar elegancia que lo distinguía a primera vista de entre los otros, y señalaba perfectamente la época en que la moda española había sucedido en la península a la moda de su vecina y rival la rancia. La casaca color castaña, bordada con parsimonioso criterio, estaba muy lejos de darle ese aire de roué o de frívolo, que parece inherente condición de los llamados trajes a lo Luis XV: la chupa y el calzón eran color perla, blancas las medías con bordados de oro en forma de pirámides sobre el tobillo y el zapato con grande y luciente hebilla de diamantes.

Por orgullo y acaso por comodidad, aquel joven ostentaba, como dijimos, su propia cabellera, en lugar de la peluca o polvos de usanza, y ponía el sombrero bajo el brazo izquierdo con una majestad que acusaba al gran señor de una corte más elegante que la de Lima.

No lejos del grupo de jóvenes en cuyo centro se hallaba el que acabamos de describir, se veía un hombre joven también, que por su traje y talante parecía pertenecer a la clase de sirvientes en que Calderón ha buscado gran parte de sus graciosos.

Su traje tenía mucha semejanza con el del joven que nos ha ocupado, bien que la calidad de los géneros era sumamente inferior.

Este hombre sólo apartaba su vista de las tapadas que junto a él pasaban, para dirigirla de cuando en cuando al joven del centro del cercano grupo, con una expresión de respetuosa solicitud.

En el grupo, la conversación era animada y casi todos dirigían la palabra al joven del centro.

—Aquí viene, marqués —le decía uno—, nuestro muy querido virrey: gran desgracia es para Lima que la fecha de su nacimiento sea tan remota.

—Don Antonio Amat, —contestó el joven a quien el otro había dado el título de marqués— tiene un corazón de joven que hace olvidar el número de sus años.

—Así es —exclamó otro—, y bien lo prueba su loco amor a la Mariquita Villegas. ¿La conoce Ud., marqués?

—¿A la que Uds. llaman la Perricholi? Si a fe y por San Pelayo que don Antonio tiene buen gusto: la Perricholi es una bellísima criatura. En esta tierra de lindos ojos, unos sólo he visto que aventajen en hermosura a los ojos de Mariquita.

—¿Cuáles?

—Dos grandes ojos verdes, de crespa pestaña, que paseaba por esas calles de Dios una dama joven, seguida de un par de cerberos negros como el azabache —dijo el marqués, retorciéndose el bigote.

—¡La Juana! ¡La Juana Mendoza! —exclamaron varias voces en torno del marqués.

—¿Y quién es ella? —preguntó éste.

—Una mujer rodeada de un profundo misterio —dijo uno.

—Que nadie se atreve a visitar —añadió otro.

—Vive Dios, señores —exclamó él marques—, que me place cuanto estoy escuchando. ¿Y por qué tal misterio? ¿Y por qué no se atreve nadie a visitarla?

—Corren extrañas voces sobre Juana —contestó un joven, a quien el marqués había dirigido su vista mientras hacía las preguntas anteriores.

—¿Y qué dicen esas voces?

Los jóvenes se acercaron al centro que ocupaba el marqués, y uno de ellos le dirigió la palabra; pero no como antes en voz alta, sino en tono confidencial y misterioso.

—En Lima no ha habido más que dos hombres —dijo— que hayan manifestado públicamente su pasión a Juana y en el espacio de pocos meses los dos han desaparecido.

—¡Bah, será bruja! —exclamó riéndose el marqués.

—Bruja o no —repuso el otro muy serio—, lo cierto es que esos dos jóvenes, que perseguían con amores a Juana, han desaparecido de Lima, y todas las pesquisas de sus familias para descubrirles han sido inútiles hasta hoy.

—Acaso tenga esa Juana la manía de las colecciones —dijo él marques, mostrando con su sonrisa dos hileras de blancos y pequeños dientes—. Tengo para mí, señores —añadió—, que el enamorado es un animal bastante curioso para despertar el interés de una hija de Eva: este rasgo de su carácter aumenta la simpatía que nace en mi pecho por esa linda niña, y si la veo…

—Pronto la veréis, porque no falta a esta clase de festividades —dijo uno interrumpiéndole.

—Sólo sí que vendrá tapada —observó otro de los jóvenes.

—Y aun tapada, ¿quién no la conoce? —exclamó un tercero.

—Pues albricias al primero que la divise —dijo el marqués.

La conversación continuó por algunos momentos en este tono, interrumpida sólo, de cuando en cuando, por alguna tapada que dirigía la palabra a alguno de los del grupo, o contestaba a lo que de este grupo se le decía.

La procesión, entretanto, continuaba desfilando con la misma solemnidad con que había salido de la iglesia.

De repente uno de los jóvenes se acercó al oído del marqués:

—Don Alvaro —le dijo—, no lejos de nosotros está Juana Mendoza.

—¿Cuál es? —preguntó Alvaro, tendiendo en derredor la mirada.

—Aquella de saya azul y manto del mismo color —díjole el que le acababa de hablar.

—Se me figura —repuso el marqués— que tengo la dicha de ocupar su atención: voy a hablarla.

—Guardaos de hacerlo, marqués —le dijo el que había referido poco antes lo de los desaparecidos— esa mujer está destinada al fuego del Santo Oficio.

—Veré, entretanto, si puedo quemarla con el de mis ojos —repuso don Alvaro, dejando a sus compañeros y adelantándose hacia la tapada.

El hombre que dijimos observaba no lejos del grupo al marqués, se puso a seguir sus pasos, pues la tapada, al ver la dirección que Alvaro tomaba, habíale vuelto la espalda y puéstose a caminar con paso precipitado en opuesta dirección.

III

El hombre que casi seguía al marqués se halló pronto casi a su lado.

—¿Sabe, V. E., lo que uno de esos señoritos me dijo al pasar? —preguntó.

—¿Cómo puedo saberlo, Juan, cuando allí no estaba para oírlo? —contestó Alvaro.

«—Sigue a tu amo —me dijo— y no le pierdas de vista».

—Cumple el encargo, pero que sea de lejos.

—Tierra de promisión es ésta, señor marqués —repuso Juan—, y vaya ¡qué ojos produce! Cada mujer lleva en lugar de ellos dos carbúnculos que derriten el corazón aunque sea como una peña.

—Guarda para después tus observaciones de viajero y déjame en paz hacer las mías —díjole el marqués, apretando el paso para seguir más de cerca a la tapada.

El marqués, al responder de ese modo, experimentaba el deseo de entregarse completamente a la extraña emoción que en ese instante le dominaba. Sus grandes ojos, clavados con avidez en la mujer que huía delante de él, parecían recibir la eléctrica fascinación de los graciosos movimientos de aquella mujer y comunicarla a su corazón, que latía con el anhelo de los espíritus aventureros por todo lo que sale de la trivial y enfadosa esfera de la vida ordinaria. La voluptuosa ondulación de los pliegues de la saya comunicada por una cintura flexible, delgada y redonda; la pequeñez de los pies calzados con zapatos de raso blanco; el elegante contorno de la parte de la pierna que la saya dejaba ver, realzado por una media encarnada de lustrosa seda; la majestuosa oscilación de la pequeña cabeza a la que la imaginación, gracias al manto que la cubría, prestaba mil encantos, y la gracia inimitable, en fin de aquella tapada, que parecía ostentar una belleza radiante a pesar del embozo que con cuidado sostenía, comunicaron tal entusiasmo al alma del marqués, que juraba seguirla, a medida que andaba, y ver su rostro aun cuando a ello se opusiesen todos los obstáculos imaginables, bajo la forma de padres airados o de maridos celosos.

Entretanto, la desconocida con su aéreo paso, Alvaro en pos de ella con su andar arrogante que cautivaba las miradas de las mujeres que le veían, y lejos de ellos Juan, enviando a cada tapada algún ardiente requiebro, habían ya abandonado la plaza mayor, atravesado muchas de las calles principales y llegado a una algo excusada y distante del movimiento.

Ahí, la tapada se detuvo y pareció esperar resueltamente al marqués.

—Parece, caballero —le dijo—, que si sois tan galán como porfiado, las damas se disputarán vuestra compañía.

—Culpad a vuestros ojos que así me arrastran —contestó Alvaro sonriéndose.

—¡Mis ojos! Pero sí no los habéis visto, ¿cómo podéis juzgar de ellos?

—Porque he sentido su luz y con su luz me he quemado.

—Huíd entonces de este fuego, caballero.

—¡Huir! ¿Y adónde, señora, si vos no vais?

—Donde estéis libre de quemaros, pues que sois tan inflamable.

—Los lugares que no calme vuestra mirada me parecerán de nieve: dejadme acompañamos —dijo el marqués, acercándose para ofrecer el brazo a la tapada.

—Poco a poco, no vamos tan de prisa que nadie nos persigue —replicó ella—; mal puedo, aceptar vuestra compañía cuando no os conozco.

—Señora, soy español —dijo el marqués, con más y el rey de España e orgullo que sí hubiese dicho «soy el rey de España e Indias».

—Bien se deja ver por vuestro acento —repuso la tapada.

—Mi acento, hermosa mía, es el de la pasión vehemente que me estáis inspirado.

—Y el apasionado se llama…

—Alvaro Fernández, marqués de Araya.

—¡Ah! ¿Sois marqués?

—Dejadme agregar a este título el de esclavo vuestro.

—Sois demasiado blanco para esclavo, señor marqués.

—Así tendré más inteligencia para admiramos.

—¡Cuidado! Soy caprichosa.

—Yo leal a fuerza de español y acataré vuestros mandatos.

—¿Y si soy fea?

—¡Imposible!

—Ved que podéis engañaros, marqués.

—Me contentaré con oír vuestra voz que ya me tiene sin seso.

—¿Qué os han dicho de mí los jóvenes con quienes estabais en la plaza?

—Que erais muy bella.

—¿Nada más?

—Y que nadie se atrevía a visitaros.

—Ya lo veis —dijo tras breve pausa la tapada—, desistid de vuestro intento.

Estas palabras fueron pronunciadas con muy diverso tono del festivo que había reinado hasta allí en la conversación.

Alvaro sintió por esto más picada su curiosidad y dijo:

—Para obedeceros no debí haber oído vuestra voz: dejadme acompañaros.

—Mal probáis, marqués, la sumisión de que acabáis de blasonar.

—Por el contrario, señora, puesto que me someto al poderoso interés que me estáis inspirando.

—Y aquel hombre que os ha seguido, ¿quién es? —preguntó la tapada.

—Es mi criado.

—Si queréis acompañarme, despedidle.

El marqués hizo una sería a Juan, que avanzó con ligero paso hasta el punto en que su amo y la tapada conversaban.

—¿Qué hacéis, marqués? —preguntó ésta, al ver acercarse a Juan.

—Le llamo para cumplir un compromiso que contraje esta mañana.

—Buena memoria tenéis; ¿fue con alguna mujer el compromiso?

—Con un amigo.

Juan se hallaba ya esperando las órdenes de su amo.

—Toma esta llave —le dijo el marqués—: ve a casa y abre la maleta, allí hallarás dos botellas que llevarás a mi nombre al señor don Martín Osorio.

Juan cogió la llave, inclinándose delante de Alvaro, y se retiró.

Ni Juan ni el marqués pudieron ver que la tapada agitaba con disimulo un pañuelo blanco, poniéndose a la espalda la mano en que lo tenía; ni vieron tampoco que dos negros, ocultos tras una esquina, echaban a correr a esta señal; que uno de ellos parecía aguardar, observando con cautela tras su escondite.

—Marqués —dijo la tapada—, aún es tiempo; figuraos que nunca me habéis hablado.

—Sería menester para ello que olvidase haber pisado el suelo de Lima. ¿Os parece posible?

—¿Persistís entonces?

—Más que nunca.

—Seguidme, pues.

Echó a andar la tapada y a su lado el marqués de Araya con la cabeza erguida y el mirar orgulloso del que cree haber obtenido un triunfo.

Y así como ni él ni su criado habían visto la misteriosa señal hecha por la tapada a los negros, ni éstos ni aquélla pudieron ver a Juan que desde lejos les seguía los pasos y se ocultaba tras una puerta de calle, cuando la tapada abría otra no lejana y entraba en una casa seguida del marqués.

IV

¿Qué hacía en Lima el marqués don Alvaro Fernández y qué circunstancias le habían hecho abandonar la casa solariega de los marqueses de Araya?

He aquí lo que nos cumple referir para bosquejar el carácter del que tan temerariamente se aventuraba en una empresa peligrosa, al decir de los naturales del país.

En tal relación seremos breves, para no defraudar el interés de esta verídica historia.

Ardiente constelación sin duda fué la que presidió al nacimiento de don Alvaro, pues que desde niño su fogoso carácter le granjeó el respeto entre los que le rodeaban y sus temerarias travesuras ponían de continuo en grave alarma el corazón de su padre.

Don Alvaro se halló a los veintiún años, por muerte de éste, con el título de marqués de Araya, para satisfacción de su vanidad, y con bastantes bienes de fortuna para lucir su donaire entre los elegantes de la corte.

El mancebo a quien la autoridad paterna había mantenido hasta entonces en los límites de moderadas diversiones llenó entonces la villa y la corte con la relación de sus audaces aventuras.

Lances de amor, desafíos, veladas de juego, todo lo que la vida de un gran pueblo puede presentar de novelesco, todo lo que un espíritu inquieto, un corazón osado y un ánimo turbulento pueden apetecer para gastar la savia de vida que parece desbordarse de las privilegiadas organizaciones que los alientan, todo lo recorrió don Alvaro con pie seguro y voluntad indomable.

Sus carrozas y lacayos eclipsaban en el paseo a los de los más ricos señores.

Sus queridas ostentaban con orgullo el vasallaje que le tributaban.

Sus amigos aplaudían las elegantes locas calaveradas con que don Alvaro sorprendía sus imaginaciones.

Y todos, nobles y plebeyos, admiraban el indómito valor de un hombre que buscaba con ardor el peligro y dilapidaba su hacienda con magnífico desprendimiento.

Un día, don Alvaro tuvo aviso de que sólo podía disponer de diez mil duros.

El torrente de su dispendiosa existencia había principiado arrastrando los intereses de su capital y llevándose tras éstos la mayor parte del capital mismo.

Alvaro no era de esos que se dejan abatir por el descarnado aspecto de la pobreza, y su pecho alentaba demasiada altivez para conformarse con la oscura miseria de una vida de economías y privaciones mezquinas.

Formó, pues, una resolución violenta, propia de su ánimo resuelto y amigo de aventuras.

Al efecto, invirtió gran parte de los diez mil duros en objetos de comercios, armó un buque y dió la vela para el Callao, acompañado de Juan, el más inteligente de sus criados.

Juan tenía por su amó una especie de culto, cómo sólo pueden infundir en otro corazón los que poseen alguna superioridad sobre sus semejantes.

Con viento feliz a veces y furiosas tempestades en otras ocasiones, el buque que llevaba al marqués y los restos de su dilapidada hacienda bañó su quilla en las aguas del Callao, cinco meses después de salir de Cádiz.

Y transcurridos quince días desde su arribo, acaecían los sucesos que vamos refiriendo.

Ahora, para completar las explicaciones, diremos lo único que en Lima se sabía acerca de Juana Mendoza, a quien la suerte acababa de poner frente por frente del marqués de Araya.

Nadie había conocido a Juana siendo pobre.

Un día la vieron aparecer a los exámenes del colegio de San Carlos, a donde desde tiempo remoto acuden los habitantes de Lima de ambos sexos y diversas condiciones a presenciar los exámenes de los estudiantes. Su belleza y elegancia llamaron la atención de jóvenes y de viejos, como era natural en un pueblo cuyas principales ocupaciones son, han sido y tal vez serán, el juego y el amor.

De aquí la historia de los dos jóvenes enamorados de Juana que habían desaparecido y que la sorda voz de las conjeturas trataba de explicar, atribuyendo a aquella niña una tenebrosa participación en tan extraños sucesos, repetidos en un corto espacio de tiempo.

Tales eran los dos personajes que acababan de entrar en una casa de sombrío aspecto, situada en una calle apartada del movimiento central de la población limeña.

V

Juana Mendoza condujo al marqués, atravesando una antesala, a una pieza amueblada con ciertas pretensiones de elegancia, según el gusto de la época. Una celosía formada por un tejido de listoncillos de madera muy finos, reunidos horizontalmente y presentando una superficie pintada en fondo verde con aves de colores muy vivos, pendía delante de la ventana de aquella estancia y amortiguaba la fuerza de la luz, que ya principiaba también a decaer. El piso estaba cubierto por un fino petate y delante de las paredes, en torno de la pieza, se veían alineadas varias sillas de jacarandá con patas de forma caprichosa y ovalado respaldo, que formaba ángulo recto con el asiento tapizado de brocado rojo. Las sillas sólo dejaban vacíos para una mesa, sobre la cual había dos sahumadores de plata, y para un sofá del mismo estilo de las sillas. El techo, pintado al fresco, figuraba un tablero de colores con una franja de arabescos en los cuatro lados.

Gracias a la celosía de que hemos hablado, el aspecto de aquella pieza, a pesar de sus paredes blanqueadas, tenían un aire de misterio que tal ves aumentaba en la imaginación de Alvaro con lo que acababa de oír acerca de Juana.

Esta se sentó en el sofá, siempre oculta bajo el manto y agitó con aire de impaciencia sus lindos pies alternativamente.

—Don Alvaro —dijo al joven que se acababa de sentar a su lado—, ¿no os gusta más reemplazar la luz de la tarde por la luz artificial?

—Por ahora —contestó el marqués—, la luz que yo busco es la de vuestro rostro y os ruego encarecidamente que os descubráis.

Juana se quedó un momento pensativa.

—Hacedme el gusto de cerrar esos postigos —dijo señalando la ventana.

Cerrados los postigos, la pieza quedó casi a oscuras.

—Cruel seréis —dijo Alvaro al volver a su asiento— si me quitáis la luz para dejar el embozo.

—Perder cuidado —contestóle Juana, levantándose—, luego me veréis; dispensadme que os deje un momento.

Dichas palabras, salió de la estancia, dejando en ella solo y pensativo al marqués.

«Extraña criatura —dijo éste— y qué buen asusto se llevaría en mi lugar uno de esos señoritos que de ella me hablaban en la plaza. Por Dios que el lance me place cada vez más».

No bien nada había terminado esta reflexión, abrióse la puerta por donde Juana había desaparecido, y entraron en ellas dos mulatas, transportando una pequeña mesa, en medio de cual se hallaba un candelabro de plata con cuatro velas encendidas que bañaron de luz el aposento.

Sobre la mesa, a cada lado del candelabro, había dos fruteros con plátanos, guayabas y otras frutas, que dejaban ver sus cortezas entre vistosas flores.

Las dos mulatas colocaron aquella mesa en medio del cuarto y se retiraron, enviando curiosas miradas al marqués, que las miraba también retorciéndose los bigotes.

Pasaron algunos instantes de silencio completo en toda la casa.

Alvaro se sentó en el sofá y comenzó a examinar las frutas que tenía delante de sí.

Pronto le sacaron de aquella observación el ruido de una puerta que se abría y la persona a que esa puerta dió paso.

El marqués no pudo permanecer sentado al verla, ni disimular la admiración que se pintó en sus bellas facciones. Veía delante de sí una mujer con toda la majestad de la juventud y de una hermosura sorprendente.

—¡Ah! —exclamó—, ¡ésos son mis ojos verdes!

—¿Qué decís, marqués? —preguntó Juana.

—Digo, señora, que veo ahora los ojos que tengo grabados en el corazón desde un día en que os vi por el portal de Botoneros, escoltada por dos negros de una fealdad sobrenatural.

—Es decir que ya me conocíais.

—Esos ojos, señora, no pueden olvidarse nunca.

El marqués dijo estas palabras con un tono de pasión verdadera, que hizo brillar un fugitivo relámpago en los ojos de Juana.

Ella se sentó pensativa en el sofá y Alvaro permaneció contemplándola de pie.

Cualquiera que se hubiese encontrado en la situación del marqués de Araya, había experimentado el mismo embargamiento de facultades que sobrecogió a ese joven en su muda contemplación.

Le miraban dos grandes y rasgados ojos verdes que brillaban con chispas eléctricas, semejantes a las que despiden los ojos de los gatos en la media oscuridad, y como los de éstos también, con pupilas que se dilataban, acusando una súbita melancolía y se contraían después a influjo de algún violento arranque de orgullo. Esos ojos daban una confusa expresión de amorosa languidez y de fría crueldad al rostro de tez morena y pálida, a una frente de virgen coronada de cabellos negros rizados, que delineaban con sombras graduales su contorno. La boca, de labios delgados, ligeramente entreabiertos para dejar ver los dientes casi azules a fuerza de ser blancos, infundió al joven violentas tentaciones de arrancarle un beso, que habría pintado con más elocuencia que su voz el entusiasmo que le dominaba por ese rostro lleno de luces divinas y de sombras mundanas, al que daba aún mayor prestigio la voluptuosa redondez de los hombros y de los brazos desnudos, la curva suave y prominente del seno, la arrogante gracia de las caderas, dibujadas por los pliegues de una saya negra que Juana había puesto en lugar de la celeste que al entrar vestía, y por fin el supremo encanto del pequeñísimo pie, que hacía crujir el zapato de raso blanco y reflejar la luz de las bujías en la parte de la media de seda que, después de dibujar el puro contorno de la pierna, se adhería con amor al empeine del pie redondo y bien diseñado.

—Don Alvaro, ¿queréis acompañarme a comer? —dijo Juana, sacando al marqués de Araya de su éxtasis contemplativo.

—Que me place, señora mía —contestó el joven—: ya sabéis que os he jurado obediencia.

Juana se sentó a la mesa, colocó su frente al marqués y dió con el cuchillo un golpe a un vaso de plata.

A este golpe acudieron las dos mulatas con una bandeja cargada con tres fuentes que colocaron sobre la mesa.

En seguida las dos mulatas se retiraron con la misma mirada curiosa que dirigieron a don Alvaro.

—¿Qué os han dicho de mí los caballeros de la plaza? —preguntó Juana, pasando al marqués un plato servido con vianda de una de las fuentes.

—Mucho al parecer os preocupa la opinión de esos jóvenes —contestó Alvaro.

—Algo; y como habéis dicho que vais a obedecerme en todo…

—Lo que de ellos oí acerca de vos no fueron más que necedades.

—Decidlas, pues.

—Me hablaron de cierta desaparición misteriosa de dos jóvenes que os amaban.

—¡Ah!… —dijo Juana sin conmoverse—. ¿Y suponen que yo les he muerto? —añadió.

—Ya lo veis, estupendas necedades, Juanita —dijo él marqués, apurando un vaso de vino que Juana le acababa de servir.

—Y ese aviso no os arredró para seguirme.

—No a fe mía; la curiosidad de ver un ogro con faldas pudo más.

—Don Alvaro, vos parecéis hombre sin miedo —dijo Juana, fijando en el joven una de las miradas en que se contrarían sus pupilas.

—Eh, señora, decid enamorado.

—Hablemos con seriedad.

—Jamás he estado más distante de querer chancearme.

Juana se retiró al sofá y levantó los ojos al techo dando un suspiro.

—¿Vos creéis en el amor, marqués? —preguntó, dejando caer una mirada, húmeda de emoción, que el marqués de Araya sintió como una ráfaga de brisa del estío deslizarse sobre sus mejillas.

—¡Vos me lo preguntáis! —exclamó, dejando su asiento y colocándose al lado de Juana—. Decidme, Juana —añadió con voz dulce—, vos, tan bella, ¿no habéis oído jamás, puesto a vuestras plantas algún hombre, hablaros con voz turbada de la turbación de su pecho, de la atracción irresistible de vuestros ojos, que con su extraño mirar parecen descorrer el velo que oculta un mundo de pasión, desconocido hasta no haberos visto; del completo trastorno de su ser al bañarse, en cuerpo y alma, en la atmósfera que os circunda de imperioso amor?

—Sí, marqués, he oído ese lenguaje —contestó Juana incorporándose.

El joven se detuvo un instante, sin comprender la expresión de crueldad que retrataron las facciones de aquella hermosa mujer.

Sus ojos le parecieron los del ave de rapiña que magnetiza a su víctima para privaría de todo movimiento y de sus labios, agitados por un temblor convulsivo, figurósele ver salir ahogadas imprecaciones.

Mas aquella transformación duró sólo un rápido momento: las pupilas de Juana volvieron a dilatarse, tornaron los labios a su voluptuosa languidez y la niña se reclinó en el sofá sin apartar la vista de la de Alvaro, y como sometida a una fuerza superior, pareció pedir perdón, dejándose vencer por ella.

—¿Y cómo no creáis entonces en el amor? —le preguntó el joven, estrechando entre las suyas una mano que tembló bajo este contacto.

—No creo, don Alvaro —dijo ella—, porque leyendo estoy en vuestros ojos que el propio fuego de vuestro pecho quemaría en él el amor si llegase a nacer, y daría al viento sus cenizas cuando se apagasen los impuros deseos.

—Eso decís porque tal vez nuestra actual situación os autoriza para pensarlo —replicó el marqués—. Veis delante de vos a un hombre que os habla sin conoceros, que se sienta a vuestra mesa la vez primera que os habla…

—Y que en el fondo de su pecho, a pesar de mi hermosura, me mira con compasión y acaso con desprecio —dijo Juana interrumpiéndole.

—Permitidme deciros —replicó Alvaro— que aquí me trajo casi únicamente la curiosidad. Os he visto y ¡cosa extraña, os tengo miedo, Juana!

—¡Miedo, marqués! Hay algo, sin embargo, en vuestros ojos que dice que sois esforzado.

—¡Sois tan bella, Juana! Repito que me dais miedo.

—¿No hablabais de amor hace un momento? —preguntó Juana, dándole una mirada que le hizo estremecerse.

—Sí —dijo—, de amor hablaba.

—¿Y ese amor ha muerto ya?

—No, mas no acierto a explicarlo ni a comprender tampoco lo que al veros experimento. Os he dicho que me dais miedo, ¿no es verdad?

—Huid entonces —dijo Juana, retirando su mano de las del marqués.

—No puedo —contestó éste, tomando un cojín del sofá y sentándose sobre él a los pies de Juana—. Dejadme contemplaros así —añadió con voz turbada—; hay en vos algo que en ninguna mujer de las que he creído amar he conocido; creedme que os hablo con sinceridad: ¡os amo ya! No penséis que con él amor que se cultiva y crece en el trato y la correspondencia; os amo con un amor que hasta hoy he desconocido, que hiere como el rayo, que borra los recuerdos, invade de repente el alma entera y hace cruzar por el cerebro relámpagos de pasión, que encienden voraces llamas en el pecho.

—Marqués, no mintáis, por Dios —dijo Juana, como ahogando un suspiro de dolor.

—Y por eso, Juana, os tengo miedo —prosiguió con acento de verídica pasión el marqués de Araya—. Había oído hablar de mujeres cuya mirada era capaz de turbar el corazón de un hombre, como turban el de un niño supersticiosos temores. Nunca lo creí; ¡lo creo ahora! ¿Qué me daréis vos en cambio de una pasión tan imperiosa? ¿Sabéis cómo comprendería yo la felicidad a vuestro lado? Arrancándoos del suelo que os ha visto nacer; espiando celoso en vuestros verdes ojos hasta la indecisa vislumbre de pasados amores; acariciándoos tanto, que mis labios borrasen de los vuestros el ardiente rastro de otros besos; obedeciendo vuestros caprichos para que vos acatéis sumisa mis mandatos y quitándoos sin piedad la vida cuando viene que mis amores os causaban fastidio.

—Antes de eso, marqués, me olvidaríais —murmuró Juana con melancolía.

—¡Nunca, nunca! —exclamó Alvaro.

—¿Habéis amado alguna vez?

—Ya os lo dije: amores vulgares, de puro orgullo, o de juvenil desarreglo. No había visto vuestros ojos.

—¿Y olvidasteis, Alvaro?

—Hablemos de vos —dijo el marqués, besando las manos de Juana—. ¿Podrías amarme?

La niña se levantó súbitamente del sofá y se acercó a la ventana; don Alvaro quiso seguirla.

—No os acerquéis —le dijo con un gesto de reina. Sacó de su seno un pequeño medallón que contenía un retrato y lo estuvo contemplando algunos momentos.

Una idea muy natural ocurrió entonces al marqués.

«Será el retrato de un amante a quien quiere conservar su fe», se dijo para sí.

Pero el marqués era orgulloso, y esa conjetura le hizo encontrar ridículo el papel de amante desdeñado, que al parecer le cabía en aquella escena. Bulló en sus venas la sangre y se tiñeron de vivo encarnado sus mejillas.

—Extraño modo de contestar tenéis —dijo a Juana, con voz que no disimulaba el despecho.

Juana quitó la vista del medallón y miró al marqués: su rostro presentaba en ese momento un nuevo aspecto, distinto de aquellos que el joven había observado durante la entrevista.

VI

Los ojos de Juana parecían haberse llenado de sangre y sus facciones se hallaban cubiertas por una extremada palidez.

—¿Qué tenéis? —le preguntó el marqués de Araya acercándose a ella.

—Habláis muy bien de amor, don Alvaro —le contestó Juana con burlona sonrisa—. De veras que dan ganas de creeros.

—Sé que no tengo a vuestros ojos ningún título para ser creído —repuso el joven con orgullo—, y os dejo por eso en completa libertad.

—¿Os vais? —le preguntó Juana, viendo que el marqués tomaba su sombrero.

Esta pregunta fue pronunciada con voz tan dulce, que se hubiera creído partía de un corazón de mujer enamorada.

—Vuestro medallón me ha iluminado —dijo el marqués—: veo que iba a poner mí corazón en un envite de un juego muy desigual, porque no tenéis con qué pagarme.

Juana volvió a sentarse en el sofá. Su rostro había recobrado la encantadora expresión que le era peculiar.

«¡Pobre joven —murmuró entre dientes—, tan buen mozo!».

Dió un suspiro, mientras don Alvaro buscaba su espadín que al entrar se había quitado. Sólo en ese momento notó éste que la mesa en que acababan de comer había desaparecido.

—¿Qué buscáis, caballero? —preguntó Juana.

—Un espadín que aquí dejé al entrar.

—Lo hallaréis en la antesala —dijo ella.

Alvaro saludó al despedirse y salió de la pieza.

Apenas había entrado en la antesala, la puerta por la que acababa de pasar se cerró con violencia.

Cuando el marqués, después de mirar a esa puerta, quiso ponerse en busca de su espadín, vió entrar dos hombres negros, armados con largos puñales, y antes que pudiese examinarlos, ambos se abalanzaron sobre él con feroces miradas y ademanes.

El marqués saltó sobre una silla con una agilidad que desconcertó a los negros.

—¡Por vida de Cristo! —exclamó—, parece que la leyenda popular sobre esta chica no anda tan descaminada.

Los dos negros, sin decir una palabra, se arrojaron contra él; pero don Alvaro les asestó tan vigoroso golpe, casi a un tiempo a cada uno, que ambos rodaron por tierra.

El marqués quiso entonces apoderarse del puñal de uno de ellos, mas no le dió tiempo el otro, que se incorporó al momento y le obligó a ponerse de nuevo en la defensiva.

Trabóse entonces con furor una lucha desesperada, en la que el marqués asestaba terribles golpes a sus agresores, burlándose al mismo tiempo de su poca pericia para evitarlos.

—De mala ralea sois, cuando tan poco os sirven los puñales —les decía.

Y mientras hablaba, descargaba golpes, y con tal agilidad se movía, que los negros principiaban a flaquear.

Más de diez minutos habían transcurrido de este modo, durante los cuales ni el marqués ni los negros habían podido oír fuertes golpes dados a la puerta de calle y después un ruido de voces en el patio.

Con gran sorpresa vió entonces don Alvaro volar en astillas una hoja de la puerta que conducía al pasadizo por donde había entrado en la antesala, y entrar en tropel en ésta, a su criado con los encapados de la policía y tras ellos don Martín Osorio.

No olvidemos que don Martín era la persona a quien el criado del marqués tenía encargo de llevar dos botellas, que según dijo don Alvaro, había en su maleta.

Los encapados se apoderaron fácilmente de los negros que opusieron muy poca resistencia, mientras que Juan se acercó a su amo como buscándole las heridas que suponía hubiese recibido en la lucha que acababa de sostener.

—A tiempo llegas, Juan —díjole el joven—, porque estos malditos negros desplegaban gran conato de extinguir conmigo la noble casa de los marqueses de Araya.

VII

No era un hecho casual la llegada del criado del marqués, de don Martín Osorio y de los encapados que le acompañaban.

Oportunamente dijimos que Juan había seguido a su amo hasta verle entrar con la tapada en una casa.

Y como uno de los de la plaza mayor hubiese advertido a Juan que su amo corría algún peligro, Juan volvió inquieto a la casa en que el marqués de Araya se hospedaba y entró en ella más preocupado de lo que había visto que del encargo que llevaba.

En tal disposición de espíritu, abrió la maleta de su amo, y después de buscar las consabidas botellas hasta en los pliegues de las camisas, arribó a esta conclusión, que formuló en voz alta, sentándose meditabundo al lado de la maleta.

«¡No hay tales botellas!».

Mas, a fuerza de pensar sin discurrir arbitrio que de su perplejidad le sacase, ceso ésta y su cuidado también, al ver un par de pistolas que en la maleta se hallaban y en el cual Juan, por ser pistolas y no botellas, no había parado mientes al principio.

Aquello de la asociación de ideas, puso al mismo tiempo en su mente la del peligro dé su amo y la de que éste, por no decir pistolas delante de la tapada, había dicho botellas, confiándose a la viveza de su ingenio.

Sin más reflexión, cogió Juan las armas consabidas y fuese corriendo a llevarlas a don Martín Osorio, que era compatriota del marqués, avecindado en Lima desde largos años.

Con voz cortada por la agitación de la carrera, refirió Juan a don Martín lo que acontecía, sin olvidar la advertencia que uno de los jóvenes de la plaza le había hecho al pasar.

Don Martín se golpeó la frente, caló el sombrero y salió con Juan en busca de los encapados a quienes condujo a casa de Juana Mendoza.

Ya les vimos llegar, como caídos del cielo, a tiempo que el marqués estaba a punto de triunfar de los negros que le acometían.

Aquí tiene, Vuecelencia, las botellas —dijo Juan con aire de triunfo al marqués, pasándole las pistolas.

—Guárdalas, que ya no tengo sed —le contestó el marqués, riéndose.

Entretanto, los encapados tenían invadida la casa entera y apresadas a Juana Mendoza y a las dos mulatas que la servían.

—Alvaro se acercó a Juana, que permanecía en medio de cuatro encapados, con la frente erguida y la mirada tranquila.

—Mal pago reservabais, señora, a mi cariño —le dijo en voz baja—; pero os juro que le conservaré sincero a pesar de lo sucedido y que haré por salvaros cuanto de mí dependa.

—Gracias, marqués —contestó Juana con voz dulce—: no deseo salvarme. En cuanto al pago que di a vuestro cariño, culpad a mí destino que así me lo ordenaba y al vuestro que os puso en mal hora junto a mí.

—Fatal destino es ése, Juana, y en pago del peligro en que pusisteis mi vida, deberíais revelarme ese misterio.

—¿Para qué? No penséis más en mí don Alvaro, sino para maldecirme.

—No para maldeciros, mas para amaros he de pensar en vos —repuso con pasión el marqués.

Los ojos de Juana se humedecieron ligeramente.

—Buscad modo de entrar en la prisión en que han de encerrarme —dijo— y allí todo lo sabréis.

Algunos encapados que hacían las últimas pesquisas llegaron a la sazón y todos salieron de la casa.

Juana a una prisión, con los negros y las mulatas de su servidumbre.

El marqués de Araya con don Martín y Juan, que a su amo miraba como a un resucitado, para la casa del primero.

Juana iba serena en medio de los esbirros y arrastraba impávida las curiosas miradas y los dichos insultantes de la turba que desde la casa la seguía.

El marqués, apoyado en el brazo de Don Martín, caminaba pensativo, y a la característica animación de su rostro había sucedido el sombrío aspecto de una profunda tristeza.

Juana, al entrar en la prisión, decía, como únicamente preocupada de ello:

«¡Valiente y buen mozo es!».

Y don Alvaro suspiraba:

«¡Pobre Juana!».

VIII

Profunda sensación causó en Lima la aventura del marqués de Araya.

Los hombres, con su característico egoísmo, dedujeron de ella que se habían escapado de una muerte segura, con huir de los encantos de Juana.

Las mujeres, aficionadas naturalmente a lo romanesco, dieron al marqués las proporciones fantásticas de un paladín de los tiempos heroicos.

Hubo, por consecuencia, muchos corazones que latieron bajo el corsé, o el corpiño por el hermoso paladín y no hubo pocas manos torneadas que hicieron uso de la pluma para convidarle a misteriosas entrevistas de amor, que así resplandece un hecho de varonil denuedo en toda sociedad femenil, como la luz que con fuerza irresistible atrae a su foco a las mariposas, que en ella van a quemarse las alas.

Pero Alvaro se mostraba indiferente, tanto a la miradas seductoras de las unas, cuanto a las tiernas querellas de las otras, porque Alvaro pensaba sólo en Juana Mendoza.

Su robusta organización moral necesitaba otra igualmente dotada, cómo la de Juana, para salir de triviales galanteos y entrar de lleno en el campo abrasado del amor verdadero. Así fué que la imagen de esa niña se grabó en su pechó con porfía.

Y el amor del marqués era lógico con su carácter turbulento: érale imposible amar con el contemplativo amor que exhala sus cuitas en melancólicas estrofas. La acción era su vida y le mataba la inmovilidad.

Por esto se puso inmediatamente en busca de los medios necesarios para comunicarse con Juana.

Su alto rango le había puesto desde su llegada a Lima en contacto con el virrey. Pero éste, en vez de servirle, le dió la noticia de que Juana había sido reclamada por el Santo Oficio.

—¿Qué tiene que ver con ella este santo tribunal? —preguntó Alvaro, no pudiendo reprimir su impaciencia, al oír la fatal nueva que el virrey le daba.

—Se acusa a Juana de hechicera, —contestó don Antonio Amat.

—A fe que lo es más que mujer alguna en la tierra, —exclamó el marqués—; pero sus hechizos son de esos que empleó Eva y que todas sus hijas aspiran a saber emplear.

Retiróse de allí don Alvaro desesperado; pero hubo gentes caritativas que le enseñaron otro camino para llegar a su fin.

—Bien pueden resistirse al virrey, —le dijeron—; mas no se resistirán a la Perricholi.

El marqués llegó a casa de la Perricholi situada en la alameda vieja: llevaba más recomendaciones que cartas de ellas suelen guardar en sus maletas los viajeros en nuestros días; sus ojos y sus bigotes le abonaban.

La Perricholi le recibió con cariño y le prometió conseguirle una entrevista con Juana.

Tres días después de la aventura, entraba, con efecto, el marqués de Araya en la prisión de la niña.

Durante esos tres días, su repentino amor había ocupado tiránicamente su corazón. De manera que al verla, sentada en una mala silla de paja, vestido el hermoso cuerpo con un traje oscuro, y suelto el ondeado cabello, formando marco de ébano al rostro, Alvaro corrió hacia ella y sé encontró a sus pies antes que Juana hubiese tenido tiempo de levantarse.

El saludo del joven fué un beso ardiente estampado en las manos de la niña. Beso de tal ternura como aquel que, dado en Cantón, cuenta un poeta moderno, sintió repercutir en Cádiz un hombre de corazón.

—¡Vos a mis plantas, marqués, cuando debierais maldecirme! —exclamó Juana.

—Si mi boca quisiera maldeciros, Juana, le negaría palabras el corazón que os ama —contestó Alvaro.

Contáronse entonces con la vista, en una mirada sola, cuánto habían sentido sus corazones en aquellos tres días.

—Entonces, ¿me amáis de veras? —preguntó ella con apagada y trémula de emoción.

—Como nunca amé en mi vida.

—¡Extraño amor, marqués!

—Y por ser extraño, Juana, es más profundo.

—¿Olvidáis que intenté asesinaros?

—¿Qué te importa? Ni recordarlo puedo, porque al separarme de vos, dejaba mi alma al amor de esos verdes ojos que quiero llamar míos.

—Culpa mía fué no creeros, don Alvaro —dijo Juana, con acento de intensa melancolía.

—¿Y ahora me creáis?

—Mucho, mi mala estrella.

—¡Ah! ¡No podéis amarme! —exclamó, levantándose el marqués, con desesperado ademán.

Juana dejó la silla en que había permanecido sentada y la ofreció a don Alvaro.

El altanero marqués obedeció con la docilidad del esclavo y Juana se sentó a sus pies.

—Así quiero contemplaros —le dijo.

—¿Me amáis, pues?

—Marqués, ¿sabéis que debo morir?

—No moriréis si yo vivo.

—Cuando me hayáis escuchado veréis que tengo fundamento para desear la muerte.

—¿Por qué?

—¡Oídme!, voy a revelaros lo que al tribunal del Santo Oficio no he querido confesar. Acaso vos, que me amáis, me absolveréis, ya que no quiero el perdón de los hombres ni puedo confiar en que lo tenga de Dios.

—Hablad, Juana, os escucho con el alma —dijo el marqués, pasando con cariño una mano sobre los crespos cabellos de su amada.

Juana dijo:

IX

—Hay corazones, don Alvaro, que no pueden sentir a medias: el mío es de ésos y lo veréis por mi historia:

»Me crié al lado de mi padre que era platero de oficio y viudo desde que nací, pues dándome a luz, cerró a ella sus ojos mi madre para siempre.

»Cuidaba mi padre de mi virtud como de un tesoro, y a fin de cultivarlo, me dedicó su vida, a pesar de que era joven todavía cuando mi madre murió.

»Un día, para distraerme, me llevó al colegio de San Carlos a presenciar los exámenes de los estudiantes: figuraos qué impresión causaría en mi pecho un joven de veinte años, casi tan hermoso como vos, que se sentó a mi lado y me habló largo rato, espiando las ocasiones en que mi padre se distraía. Hasta entonces, cuando contaba yo diecisiete años de edad, no había hablado con más hombres que mi padre y los dos negros de quienes con tanto valor os defendisteis en mi casa.

»En la noche oí en sueños la voz de Francisco y vi su imagen rodeada de vapores luminosos. Al día siguiente oí despierta su voz y estaba sola, y vi también su imagen cuando nadie había a mi lado.

»Una de las mulatas que nos sirvieron a comer, tres días ha, me trajo una carta de Francisco. Esa carta, diciéndome lo que sentía por mí, me revelaba lo que yo por él estaba sintiendo.

»Si no amase, díjeme convencida con esta reflexión ingenua, ¿cómo podría adivinar lo que pasa en mi corazón, con sólo contarme lo que hace latir el suyo?

»Nuevas cartas sirvieron de pábulo de fuego de nuestro amor y yo, que hasta entonces sólo vivía para mi padre, dejé, poco a poco, de preocuparme de él. Tirano sentimiento es ése, don Alvaro, que así sienta su imperio en los corazones y aparta, cual si fueran maleza, las flores del cariño puro que con tanta ternura cultivamos desde la niñez. Si al principio fui dejando de pensar en mi padre, después sólo lo hacía para inventar maneras de burlar su vigilancia celosa. Y a medida que más amaba, dábame más ingenio amor, y sin pensar que la falsía cupiese en el corazón que él ocupaba, cedí a los ruegos de Francisco y abandoné con él la casa de mi padre.

»Habíame dicho: “Juana, serás mi esposa”. Y yo dejaba alegre el techo que mi niñez y mí inocencia había cobijado, ciega de fe en el que amaba y acariciando la dulce esperanza de presentarme luego ante mi padre a pedirle que bendijera nuestra unión.

»Desde ese día comenzó para mí una terrible lucha, escarmiento sin duda con que el cielo quiso castigar mi negra ingratitud de hija y mi insensato delirio de amante. Francisco me había puesto en una casita en la que pasaba largas horas conmigo al principio, horas que después fueron disminuyendo hasta convertirse en breve instantes al cabo de pocos meses. Lloré primero, y en medio de mi llanto sentí una noche que algo como una espada de fuego me atravesaba el corazón. Me cubrí con mi manto y pasé gran parte de la noche delante de la puerta de su casa. A las doce le vi salir en compañía de otras personas, delante de las cuales él caminaba, dando el brazo a una niña que me pareció muy hermosa. ¡Si hubiera tenido un puñal le habría muerto en el acto!».

Al decir estas palabras, los ojos de Juana miraron al marqués con la expresión de sangriento furor que les había visto tornar en su casa, después de contemplar un medallón.

—Ese hombre, marqués, —exclamó la niña con el semblante encendido y los labios agitados por un temblor convulsivo—, me había jurado amor eterno, ¿entendéis? Y yo le había creído, y por él abandonado a mi padre y entregándole mi alma, pensando que ese amor sólo con nuestro aliento podría extinguirse en este mundo.

—Calmaos, Juana —dijo con dulce voz el marqués de Araya.

Gruesas lágrimas asomaron a los ojos de la niña: la imagen del furor, que a lo vivo representaba, habíase tornado, con ese llanto, en una figura de celestial mansedumbre.

Enjugó su llanto y prosiguió:

—¿Poco crimen os parece, don Alvaro, apoderarse así del corazón de una niña; pedirle que pisotee con sacrílega planta el santo amor a la familia, la virtud sin tacha que le enseñaron a cultivar desde la infancia, su vida, su alma entera, y hacer todo esto objeto sólo de culpable solaz?

—Nefando crimen lo reputo en este instante —contestó el marqués, condenando en el fondo de su alma, en presencia de tan intenso dolor, los grandes extravíos de su loca existencia.

—Desde ese día —prosiguió Juana— viví presa de celos implacables; seguí a Francisco por todas partes y vi muchas veces, en mis incesantes correrías de tapada, el rostro de mi padre, enflaquecido y pálido por el dolor que yo le había causado, mirarme con ojos ávidos, que parecían pedir al cielo el poder de traspasar el manto que me ocultaba y preguntarme con inmenso dolor: «¿Sois Juana? ¿Sois mi hija?». Pero yo no podía comprender cuánto sufría, porque mis propios dolores me tenían embargada: olvidaba que era hija desnaturalizada y acordábame sólo que era amante infeliz. Dejaba allí a mi padre, sin cuidarme de su mísero destino, para seguir los pasos del que vendía mi amor.

»Por medio de los criados de su casa, supe un día que iba a casarse con esa niña a quien la primera noche que le espié daba el brazo.

»¿Creéis, marqués, que lloré entonces? Parece que la revolución completa que semejante nueva causó en todo mi ser cegó para siempre la fuente de las lágrimas y del alivio. No despidieron una sola mis ojos, ante los cuales brilló desde ese día un porvenir de sangre y de venganza. Apoderóse por el contrario de mí una tranquilidad inaudita. Parecióme que me habían arrancado de súbito el corazón. Mis sueños de felicidad y de virtud viviendo al lado de mi padre, unida por sagrados lazos a Francisco, desaparecieron; mi natural ternura de mujer la había perdido en un instante, como perdí también los santos temores de mi alarmada conciencia y la fe religiosa en la justicia del cielo. Todo calló en presencia de la violenta y casi involuntario resolución que formé desde ese instante de matar a Francisco. Una loca persuasión me decía que era yo el instrumento de que el destino quería servirse para vengar los ultrajes que con tranquilo corazón y menudos halagos se divierten los hombres en hacer a la inocencia. El grito de las víctimas, inmoladas en aras de torpes divinidades, me pedía sangre, y el fuego que por la mía circulaba había quemado las flores que en el altar de mi conciencia ofrecía yo a la virtud para que me devolviese sus favores».

Hubiérase dicho que en ese momento Juana despertaba de un sueño fatídico, al pronunciar estas últimas palabras; porque se llenaron de lágrimas sus ojos y su linda cabeza se inclinó sobre el pechó, cual si el peso de aquellos recuerdos la abatiese.

—¡Pobre Juana! —dijo el marqués enternecido.

—Os hablo, don Alvaro —repuso ésta alzando la frente—, con la sinceridad con que hablé al confesor, la primera vez que me arrodillé a sus plantas para acusarme de las culpas imaginarias de la niñez.

—Lo creo —contestó el joven, añadiendo—: pese a mi suerte, Juana, que no os conociera yo antes. Severa lección es vuestra cuita para los que por vano orgullo mienten amor y de la virtud hacen escarnio.

Juana apoyó su cabeza abrasada sobre las rodillas del marqués y permaneció algunos instantes respirando con tranquilidad.

—Vuestra voz, don Alvaro —dijo sin moverse—, me refresca el alma y me reconcilia con los hombres, a quienes odio eterno juré desde aquel día.

—Si os consuela mi voz, Juana —replicó él marques de Araya— oídla con confianza, porque es mi corazón el que me dicta lo que os digo.

—Dejad antes terminar lo que os refiero: ya os dije que tenía necesidad de vuestra compasión.

Incorporóse entonces y continuó:

—Vivía yo en una casita que Francisco me había arreglado: sólo tenía una mulata para mi servicio que a un tiempo hacía de criada de mano y de cocinera.

»Meditada y resuelta mi venganza, la despedí un día en que Francisco me había anunciado una de sus raras visitas. Preparé por mis propias manos la comida y le recibí con risueño semblante; pero evitando sus caricias. Habría podido tal vez matarle por medio de un veneno, ¡pero esa muerte no cuadra con mi plan: yo debía herir en el corazón al hombre que había destrozado el mío!

»Sentámonos a la misma mesa a que vos os sentasteis conmigo, marqués, y como vos también me habló de amor y debió para tener más facilidad de mentir. A mis quejas respondió con juramentos de constancia eterna, y cuando yo me retiré llorosa al mismo sofá a que vos me seguisteis, Francisco, a quien mañosamente había yo hecho excederse en la bebida, me siguió también.

»Os confieso, marqués, que hubo un instante en que sentí desfallecer mi energía al contacto de sus ardientes labios y al suave acento de sus amantes protestas; pero la idea de que esas palabras no eran únicamente para mí, encendió de nuevo mi furor. Apartándome de él, le dije:

»—Francisco, ¿cierto es que te casas?

»Y él me respondió, apurando un vaso, que llenó antes de contestarme:

»—Soy pobre, querida mía: daré mi mano por cincuenta mil duros; pero te guardaré el corazón.

»Yo aparenté agradecerle estas últimas palabras y le tendí los brazos, en los que él se arrojó ebrio, más de vino que de amor. Cuando le solté, fué para dejar caer su cadáver sobre el suelo. ¡Con un puñal finísimo y agudo le acababa de atravesar por la espalda el corazón!

X

»Al verle muerto a mis pies, no temblé ni me arrepentí tampoco. Contemplé su cadáver largo rato y llegué casi a envidiar la completa tranquilidad de la muerte cuando yo, por ese hombre, me veía condenada a padecimientos atroces en el mundo y a la eterna maldición de Dios en la otra vida.

»Cuando me hube saciado en mi contemplación, pensé en el modo de deshacerme del cadáver y puse en ejecución este proyecto.

»Oculté en otra pieza el cuerpo de Francisco, que amortajé en una trazada, y abriendo la puerta, de mi casa llamé al primer hombre que encontré cerca de ella. Acudió a mi voz un mulato de mal aspecto, que parecía observar las cerraduras de las puertas vecinas.

»Creo que han entrado ladrones —le dije—; hacedme el favor de venir a registrar mi casa.

»El mulato me miró a la escasa luz de la tarde que empezaba a caer y se apresuró después a entrar en la casa. Ahí, guiado por mí, recorrió el patio interior y llegó al cuarto en que aún estaba la mesa con el vaso que Francisco acababa de apurar, antes de darme el último abrazo. Yo encendí una vela.

»—Vaya —le dije—, tomad un trago por la molestia.

»Bebióse el vaso entero y miró con avidez un plato de comida.

»—Ya que he bebido —dijo—, no será malo mascar.

»Hizo lo que decía y empleó cerca de cinco minutos en comer, mirándome de cuando en cuando con ojos animados. Como yo no escaseaba el vino, él se daba prisa en beber, y al cabo de poco rato, cuando su apetito estuvo satisfecho, y turbado ya su cerebro con los vapores del licor, desatóse su lengua y brillaron sus ojos con impuros resplandores.

»Entonces, con palabras, que la embriaguez le hacía repetir hasta tres seguida, empezó a hablarme de amor con una claridad que me hizo estremecerme de indignación y encendió de nuevo mi horror por el hombre que a tan miserable estado me había reducido.

»—Podéis hacerme un servicio —le dijo— y os pagaré bien.

»—Yo no quiero plata, sino que me quieras —me contestó, tratando de apoderarse de mí.

»—Tengo un saco de basura —le dije—, y si lo vais a botar al río, os daré diez duros.

»—Venga el saco y veremos —contestó.

»Le llevé al cuarto en que había depositado el cadáver y después de contemplarle, alzó la vista hacia mí, diciéndome:

»—Lo llevo si Ud. va conmigo y me promete quererme.

»Neguéme terminantemente, y él, viéndome sola y en apariencia débil, quiso apoderarse nuevamente de mí.

»Entonces saqué el puñal con que acababa de matar a Francisco y me hice respetar con él. Sería muy largo referiros, don Alvaro, la conversación que tuve con el mulato para llegar a convenir en que le acompañaría al río y volvería después con él a casa. Al ceder en apariencia a sus torpes deseos, había formado ya otra resolución, hija de las circunstancias en que me veía.

»Tomó él a cuestas el cadáver que lo le ayudé a poner sobre los hombros y e caminamos juntos hasta el Rímac, evitando yo las calles en donde hubiésemos podido llamar la atención. Llegados al puente, hice que el mulato se pusiese de pie sobre el parapeto, instrucción que él obedeció sin fijarse en su inutilidad, puesto que sin hacerlo habría podido arrojar el bulto que llevaba. Cuando le vi de pie y bamboleándose bajo el peso del cadáver y por la acción de las copiosas libaciones que había hecho, le empujé con fuerza y desapareció, dando un grito ahogado que apagó al mismo tiempo el ruido de las aguas».

El marqués miró a aquella mujer bellísima delicada, que le hablaba de un segundo asesinato, sin alteración de voz sin nada que indicase las desastrosas luchas del arrepentimiento: parecióle una terrible pesadilla cuanto acababa de oír. Su corazón, que en presencia de la espada de un adversario, en medio de los peligros de su azarosa y temeraria existencia, había permanecido tranquilo, estaba oprimido en aquel momento y era afanosa su respiración y estaba pálido su rostro. Pasóse una mano por la frente, cual si hubiera querido coordinar ideas que aparecían confundirse en su imaginación y volvió a fijar en Juana una triste mirada.

—Os causo espanto, marqués, ¿no es verdad? —preguntóle la niña con entonación de inquietud.

Don Alvaro se puso de pie y comenzó a pasearse por el calabozo, como buscando aire para ensanchar su oprimido pecho.

Juana no se movió de su puesto y añadió, mirando al joven con una mirada magnética:

—Volveréis a mi lado si me amáis, don Alvaro.

—Porque os amo me aflijo —respondió el marqués, sin poder resistir al poder de esa mirada, ni a la dulzura mágica de la voz que escuchaba.

Sentóse nuevamente y cogió las manos de la niña con tierna severidad de un padre que quiere reprender a un hijo mimado.

—Juana, vuestra razón estaba extraviada cuando cometisteis ese horrendo crimen, ¿no es así? —dijo el marqués—. El horror del primer asesinato os arrastró a cometer el segundo: decídmelo, por que tengo necesidad de creerlo.

—No, marqués, no fue el segundo más que la prosecución de mi venganza: al matar a Francisco había jurado que correría igual suerte todo el que se acercase a mí con deseos impuros. Francisco me había arrastrado al crimen por la seducción al halago; el mulato que quería llegar al mismo fin por la brutal razón de su fuerza.

Alvaro dejó caer la frente cargada de dolor sobre el pecho.

—Estabais loca, Juana —dijo con voz sombría.

—Además —añadió ella—, no penséis que huía del peligro de ser descubierta por amor a la vida: no, don Alvaro, en esas circunstancias, a pesar de mi fe religiosa, la muerte se me presentaba como un refugio de paz.

«Pero quería aceptar los sufrimientos de una vida de continuo martirio, porque cuando hube satisfecho mi horrorosa venganza, vi como descorrerse un velo de sangre ante mis ojos y tras él la imagen de mi padre, enfermo y mísero por culpa del que me había alucinado con juramentos falaces. Sólo en ese instante, marqués, volvió a mi memoria la mirada suprema angustia del que vagaba por calles y por plazas en busca de su hija; sólo entonces sentí alzarse en mi pecho otra voz que la del ciego amor que a tan duro extremo me había reducido, y sólo en aquel instante sentí la necesidad de consagrar mis días a curar las heridas que por mi mal había hecho en el alma de mi padre, que sólo dulces cariños tuvo siempre para mí».

El rostro de Juana había perdido el glacial aspecto de estoica tranquilidad que durante la relación de su crimen le había cubierto; brillaban luces de indecible ternura en sus ojos, su belleza se iluminaba, por decirlo así, de divinos colores, y la humedad de los párpados, la transparencia de las mejillas, la tranquila majestad de la frente y hasta el torneado cuerpo, amorosamente recogido a los pies de Alvaro, le prestaban gran semejanza con la sublime arrepentida de la Biblia.

El marqués sintió en torno de su alma una sensación análoga a la que el cuerpo rendido de calor experimenta con la fresca brisa, que ha bañado sus alas en la fuente de algún bosque cercano.

—Hablad así, Juana —le dijo, acariciándole las manos—. Sienta tan bien a vuestra voz esa tierna desesperación de la hija, que leo ya en esos ojos la luz del arrepentimiento, que buscaba con inquieto anhelo en vuestro rostro.

—No he terminado todavía —dijo Juana, que pareció haberse olvidado de todo mientras miraba al joven, cuya voz de nuevo la despertaba a la realidad—. Seguidme a casa de mi padre, marqués —añadió—, por que es fuerza que todo lo sepáis.

»Regresé corriendo a mi casita —prosiguió Juana—, pagué y despedí a la criada que estaba allí de vuelta, cerré la puerta y me dirigí con rápido paso a la habitación de mi padre. La escena que allí me esperaba jamás se apartará de mi memoria. En un cuarto alumbrado por una sola luz y tendido en su lecho, yacía mi padre moribundo. Había en sus ojos, quemados por el llorar continuo, una ansiedad que quedó grabada en mi alma, cual me hubiesen aplicado al corazón un fierro candente. El cutis de sus mejillas permitía, tal era su transparencia, contar las venas y hasta seguir el curso febril de su abrasada sangre. Sus negros cabellos, parecidos antes a los míos, formaban un enredo de canas, que aumentaban en su desorden el desgreño espantoso del rostro. ¡Seis meses, marqués, habían sido seis años de dolor para aquel hombre! Otro, joven y feliz, con amplia facultad para seguir la senda de la dicha sin apartarse de la virtud, había dicho: “serás mi esposa” a la hija de ese hombre, y por aliciente de culpables placeres, arrancándole de sus brazos, su única familia, su santa idolatría en la tierra, para arrojarla con bárbara crueldad al abismo de la deshonra, para empujarla después al crimen, que en el fondo de ese abismo y devolverla entonces a su padre que aún no había expirado al peso del dolor, o dejarla por herencia a la sociedad para aumento de su vergüenza y de sus crímenes esto pensé, don Alvaro, al inclinarme sobre la frente del hombre que se moría por mí, y os juro que sentí una satisfacción inexplicable por lo que acababa de hacer.

»Pobre padre —dije entre mí, dándole un beso— ya estáis vengado.

»Sintió ese beso el moribundo y una lágrima de fuego que rodó de mis ojos a su frente. Si vos hubieseis visto su mirada cuando la alzó sobre mí, habríais comprendido que no me arrepintiese de los crímenes que acababa de cometer.

»Sacó sus descarnados brazos y me apretó contra su pecho con delirio, repitiendo con extenuada voz y vertiendo de alegría las únicas lágrimas que la pena no se había llevado:

»Al fin, Juanita, al fin, mi ángel, te has acordado de mí».

El marqués de Araya sintió desgarrado su pecho al oír la voz con que Juana parecía imitar la de su padre.

Juana se incorporó entonces: sus ojos despedían llamas de furor.

—¡Veis, marqués, el pobre hombre me llamaba su ángel! —exclamó—. ¿Qué motivo tenía él tampoco para creer que hubiese hombre bastante infame, para quitarle una criatura a la que él había querido dar sobre la tierra la perfección que sus creencias atribuían a los ángeles del cielo, y hacer desplomarse el edificio de sus esperanzas legítimas y honradas, quitarle el consuelo que guardaba con avarienta solicitud para su vejez, y todo con el único objeto de darse algunos meses de vergonzoso pasatiempo, haciéndola el juguete de pasiones que el hombre, por maldad, cultiva y por falta de vergüenza, no refrena? ¡Su ángel, ya lo sabéis, se hallaba convertido en demonio! ¡Un hombre se había divertido en cortarle las alas con que hubiera podido subir al cielo, y en arrojar lodo a su blanco ropaje de inocencia!

Calló Juana, retorciendo con dolor los brazos y dirigiendo al marqués esa mirada suplicante, que algunos pintores han dado a los réprobos, que desde las penas eternas imploran la piedad de la Virgen.

El espectáculo de aquel dolor inaudito removió todas las fibras sensibles, todos los instintos generosos del alma de Alvaro: en medio de su horror por el crimen, encontraba un atractivo irresistible en la contemplación de aquella criatura de feroces pasiones y pensaba con amargura en las nobles aptitudes para el bien que un seductor, acaso un hombre vulgar, había devastado con impía indiferencia en aquella organización privilegiada moral y físicamente.

—¿Qué fué de vuestro padre? —le preguntó, volviendo a sentarse.

—Vivió sólo tres días después de mi llegada —contestó Juana—. En esos tres días no le abandoné un solo instante, hice cuanto una buena hija puede hacer por aliviar los dolores del que le ha dado la existencia. Al pie de su lecho hallé las palabras que el dolor había borrado de mi memoria para dirigirme a Dios. Pedíle en incesante oración le volviera a la salud, ofreciéndole mi vida, que era lo único que yo podía ofrecer.

»Poco antes de morir me hizo sentar a su cabecera y me obligó a repetirle mi desventura. Nada le hablé de mi venganza, pero le conté lo demás.

»Pobre Juanita, —me dijo llorando, con esfuerzos que me destrozaban el alma—, con lo que me cuentas, te aseguro que no siento morirme.

»Entró entonces en una agitación que es imposible describir, y al fin de una hora, calmándose de repente, me tomó una mano, me miró con esa mirada de mortal angustia, que a todas horas me persigue y díjome:

»—¡Por Dios, qué le diré de ti a tu pobre madre en la otra vida!

»Estas palabras, marqués, pronunciadas por la voz de un moribundo, dejaron una huella que nada podrá borrarme del corazón. Esa angustiada queja con que el pobre hombre, que moría de heridas del alma, parecía manifestar la creencia de hallarse pronto a pasar a la vida eterna con todos los cuidados de esta vida, fue para mí como una luz que alumbraba hasta el fondo abismo oscuro en que mi honra había caído.

»Siguióse a esas palabras la lucha de la materia contra la acción destructora de la muerte; y yo, la hija aquel hombre que moría por mi causa, seguí paso a paso su horrorosa agonía, le vi extinguirse a veces y renacer luego a la vida, cual si buscase algo de que asirse para escapar a la fuerza que le arrastraba; le vi jadeante con las manos en su frente la huella de las ideas que había perdido, y caer por fin sin vida, al querer incorporarse en el lecho, en busca de algún refugio imaginario.

»Si mi padre no hubiese muerto, tal vez con crueles penitencias me habría consagrado a la expiación; pero esa terrible agonía me llamaba de nuevo al crimen; esa vida sacrificada pedía venganza. La juré al pie del cadáver de mi padre, en la noche eterna que pasé apretando entre las mías sus manos descarnadas, que sentí helarse poco a poco, con ese frío peculiar de la muerte.

»Al día siguiente, después de enterrar a mi padre, hice mis preparativos para el propósito que había formado. Mi padre había padecido seis meses: igual término consagraba yo al mundo para castigarle en sus hijos que se acercasen a mí. Después de esto y para ejemplo de esa sociedad a quien tan terrible castigo preparaba, resolví entregarme a la justicia y confesar mis crímenes. Volví pues a la casa que conocéis y que había habitado con Francisco, llevándome los dos negros y las dos mulatas que después de la muerte de mi padre imploraron mi auxilio. Esas cuatro criaturas, acostumbradas desde la niñez a la más ciega obediencia, aceptaron el plan cuyas causas y propósitos les expliqué, ofreciéndoles además dejarles lo que yo había heredado de mi padre.

»Mientras tanto bebían y comían a su antojo, única felicidad que ellos comprenden en la existencia. El respeto que yo les impuse era ciego y me obedecían sin murmurar.

»No penséis, marqués, que la causa de la determinación que así tomaba fuese el deseo brutal de satisfacer una venganza, ni que dejase en parte de conocer la monstruosa aberración que me conducía a ejercerla en seres inocentes tal vez de todo crimen; no ignoraba que la maldición de Dios y la execración de los hombres recaerían sobre mí; pero sentíame arrastrada a ese abismo por una fuerza irresistible, creía obedecer al mandato de un destino fatal y acaso también la voz de un orgullo indomable me decía que la sangre que iba a derramar no sería estéril para otras desgraciadas como yo.

»Mi conducta durante estos últimos meses os probará lo que digo, ahora que miro mi vida con entera calma. No usé jamás de artificio alguno para atraer hacia mí al desgraciado que fue víctima del horrible plan: me persiguió desde un día en que, por calmar mis sufrimientos, me dejó arrastrar del deseo de hacer revivir en la memoria escenas pasadas y asistí al acto del colegio de San Carlos. Su obstinado mirar hacia donde yo estaba fue a turbar los únicos momentos de aparente tranquilidad que haya tenido desde la muerte de mi padre. Pensaba en los días de inocencia, tan pronto desvanecidos, en la pureza de mi alma cuando había pisado por primera vez aquel lugar, cuando ese infeliz, no contento va con mirarme, se acercó a mí y fué en seguirme tan obstinado como vos, marqués. En vano le supliqué, en vano recurrí a la amenaza: era insolente y respondió con sarcasmo a lo que él llamó mi inaudita virtud. Cuando le vi a mi lado, como estuvisteis vos, cuando conocí que a sus pasiones unía el desprecio arrogante de los que creen que el oro es el rey de la humanidad, ya no fui dueña de mí voluntad, porque todo aquello me retrataba la escena de mí última entrevista con Francisco. Además, marqués, puede decirse que maté a ese hombre por mi propia defensa.

»He aquí lo que quería referimos, don Alvaro: no he ocultado uno solo de mis pensamientos y por eso creeréis lo que voy a deciros. Vos tenéis, como os dije antes, cierta semejanza con Francisco: por esto es que me detuve a miraros en la plaza. Después, creí conocer que había algo sincero en vuestras palabras y llegué a imaginarme que cuando me hablabais de amor no eran únicamente vuestros sentidos los que os dictaban lo que decíais. Vuestra obstinación en seguirme al sofá me volvió al recuerdo de lo pasado y una inspiración infernal me hizo mirar el retrato de Francisco, que como un cilicio llevaba siempre conmigo. Ya sabéis lo demás y me haréis justicia: necesito vuestro desprecio para no flaquear ahora con la idea de la muerte que, antes de conoceros, acariciaba como mi última esperanza».

XI

Ocultó Juana la frente al decir estas últimas palabras, y cuando el marqués, tomándole entre las manos la cabeza, hízosela alzar para mirarla, su rostro estaba bañado de lágrimas.

—¡Yo despreciaros, Juana! —dijo el joven—, ¿cuándo compadezco en el alma vuestro fatal destino? ¡Nunca! ¿Sois vos acaso el autor de vuestros crímenes? Sí un hombre, con el irreverente desprecio que casi todos tienen por la virtud y la inocencia, os arrancó del asilo en que guardabais santamente la vuestra, y turbó en mentidas promesas vuestra inexperta razón, para lanzaros en la vía de la vergüenza y el oprobio, ¿debéis vos, por ventura, responder únicamente de las fatales consecuencia de su falta? No, no puedo despreciaros, Juana, porque hay en vos una terrible energía que a mi pesar me subyuga.

—Gracias, don Alvaro —dijo Juana levantándose—, vuestras palabras me darán fuerzas para morir.

—No moriréis; yo tengo algún valimiento con el Virrey y obtendré vuestro indulto, y si es preciso, os arrancaré a viva fuerza de las manos de vuestros jueces.

—No, marqués, no quiero vivir —dijo Juana con dulce voz, y fijando en el joven una mirada de ternura profunda.

—¡No queréis vivir! Aún podéis expiar, Juana, vuestros crímenes con austeras penitencias en la tierra —dijo el marqués, añadiendo con la enérgica elocuencia de la fe religiosa de su patria—: Dios tendrá misericordia de vos, pues no pudo formar tan bella criatura y darle en el alma tanto vigor, para dejarla morir así.

—Acepto la muerte como una expiación: no me habléis de vivir.

—¿Dudáis de la misericordia divina?

—No.

—¿No tenéis fuerzas para soportar en el mundo la expiación de vuestras faltas?

—Sí; pero prefiero morir —dijo Juana, con el desaliento del enfermo que se niega a tomar un remedio, cuando cree que la muerte será su único alivio.

—Juana, vivid para mí —exclamó el marqués, vencido por la influencia magnética que aquella mujer ejercía sobre él.

—¿Habéis olvidado ya lo que acabo de referiros? —le preguntó la niña, mirándole con admiración.

—Quiero olvidarlo porque os amo.

—Jamás lo podríais.

—Siento, Juana, que os amo tan de veras, que tendría con este amor el poder de purificaros de vuestros crímenes, —dijo el marqués de Araya, con ese acento de la pasión que arrastra, con la fuerza de torrente, escrúpulos, preocupaciones, creencias y hasta borra el desprecio cuando ella se desata en ciertos pechos, nacidos para sentir con vehemencia.

Juana levantó al cielo los ojos y murmuró:

—¡Dios mío, no me neguéis vuestro castigo: hacedme morir!

El marqués se acercó a ella con los ojos encendidos por la desesperación.

—Pues bien —le dijo—, yo os haré vivir a pesar vuestro.

—Inútil tentativa, marqués; ¿creéis que a la que así no tiembla delante de la muerte le faltaría valor para quitarse la vida con su propia mano?

—¡Ah!, ¡entonces no tenéis compasión de mí! —exclamó el marqués, arrojándose sobre la silla con desesperación.

Juana corrió hacia él, púsole sus lindas manos en la frente, confundió por un momento su poderosa mirada con la del joven, y le dijo con un acento que partía de su alma de fuego:

—¿No veis que quiero morir porque os amo, Alvaro? ¿No veis que Dios no podría permitir que burlasen su alta justicia, dejando que yo, asesina de mi amante, asesina de dos hombres inocentes, además, yo, que, en vez de respetar sus divinos mandatos, me rebelé contra su ley y quise constituirme en juez de sus designios, entrase así, con las manos teñidas de sangre, al santuario de un amor casto como únicamente lo comprendo? ¿No veis, marqués, que ese Dios justiciero me envía este amor como un castigo y me hace ver con él que, por mi orgullo insensato, me cerré para siempre las puertas del paraíso que vos queréis abrirme?

—Rogaremos juntos a Dios para implorar su clemencia —dijo el marqués, besando con amoroso respeto las manos de la niña.

—No mezcléis con la mía vuestra voz, Alvaro, porque no podría llegar al trono del Eterno; si me amáis, rogad solo por mí y dejadme morir con el consuelo de haber encontrado un alma generosa para absolverme en la tierra.

Quiso replicar el marqués de Araya, pero un carcelero se presentó en el calabozo y le intimó la orden de salir.

—Adiós, Alvaro —le dijo Juana— ¿por qué no quiso el cielo que os hallase al principio de mi vida?

El marqués no pudo reprimir su emoción y tuvo que secar las lágrimas que se desprendieron de sus ojos. Si en ese momento Juana le hubiese dicho que la salvara, él no habría retrocedido delante de un crimen. Aquella criatura, a quien la naturaleza había revestido de una gracia física admirable, que acababa de revelarle un alma llena de insondables misterios y que, criminal por el amor, principiaba a purificarse en ese mismo fuego, turbaba su cerebro y hacía rugirle el corazón dentro del pecho, como una fiera hambrienta a la que han encadenado en presencia de su presa.

El marqués se acercó al carcelero y poniéndole una bolsa llena de oro en las manos:

—Un momento —le dijo—, voy a salir.

—Señor, daos prisa y no me expongas a un castigo —contestó el carcelero, juntando la puerta.

Corrió el joven hacia Juana y la estrechó con frenética exaltación entre sus brazos.

—No me quitéis la esperanza —le dijo con suplicante voz—, dejadme hacer cuanto pueda para salvaros y os consagro mi vida entera.

—Os amo ya, os admiro demasiado para imponeros tan horrendo sacrificio; no intentéis luchar contra la voluntad de Dios —contestó ella con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Ah, no tenéis entrañas! —exclamó él.

—Marqués, vuestro amor ha despertado mi conciencia.

—Juana, no podré vivir sin vos.

—Ilusiones, Alvaro; lo extraño de mi vida ha ofuscado vuestra imaginación. ¡Ah, no me maldigáis al despertar!

—Maldigo entonces la defensa que hice para sustraerme a la muerte que me preparabais.

—Idos, idos, Alvaro, tened compasión de mí —exclamó Juana, huyendo de los brazos del marqués.

El carcelero volvió a presentarse y el marqués de Araya dió una tristísima mirada de adiós a la extraña criatura de cuyo lado le faltaban fuerzas para arrancarse.

XII

Salió el marqués de la prisión con el alma desgarrada y más poderoso que al entrar el súbito amor que Juana la había inspirado.

Varios días empleó en realizar su intento de obtener el indulto de Juana. Perdida la esperanza de lograrlo, se entregó a formar quiméricos planes de evasión, imposibles de realizar, y determinó por fin atacar a mano armada la fuerza que custodiase a Juana el día señalado para el suplicio. Mas sus tentativas escollaron también en este terreno como en los otros: nadie se atrevía a entrar en su temeraria empresa a pesar de sus locas ofertas de dinero, pues el temor a la Inquisición podía más que la codicia.

El Santo Oficio había condenado a Juana a ser quemada; a perpetua prisión a los dos negros, y a más ligera pena a las mulatas.

El día fijado para el auto de fe y mientras un inmenso gentío, ávido de aquellos vergonzosos espectáculos, llenaba la plaza, el marqués de Araya recibió una carta abierta que contenía las palabras siguientes:


«Me habéis dado, marqués, el poder de arrepentirme y la gloria de ser amada con sinceridad. ¡Gracias mil veces por vuestro amor!; él me servirá de amparo para implorar la misericordia de Dios, ante quien os ruego alcéis la oración en favor de la que también os ama.

Juana Mendoza»


Mientras Alvaro Fernández, marqués de Araya, lloraba de ternura y de despecho sobre aquellas sentidas líneas, Juana exhalaba el último aliento con la resignación de los mártires.


Publicado el 10 de abril de 2022 por Edu Robsy.
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