Contra la Marea

Alberto del Solar


Novela



Capítulo I

Dibujando los perfiles de su masa labrada y blanquizca sobre el fondo luminoso del horizonte, que los fuegos de un espléndido crepúsculo enrojecían; esbelto, airosamente asentado en lo alto de la barranca, desde donde se dominaba el majestuoso lecho del río, veíase El Ombú, palacio moderno, de propiedad de la joven y hermosa viuda de Levaresa.

A lo largo de la colina extendíase una no interrumpida sucesión de quintas, rodeadas de árboles las unas, solitarias enmedio del campo las otras; encerradas o divididas; la mayor parte, por cercos de alambres o similares hileras de arbustos.

Lucía —que este era el nombre de la dama— habitaba la suntuosa mansión sin más compañeros que su madre —doña Mercedes— y los dos hijitos que le habían quedado de su matrimonio.

Allí, en indolente placidez, disfrutaba la familia durante seis meses de cada año del panorama excepcional descubierto ante su vista, a la vez que le era permitido gozar de las ventajas de un clima deleitoso, a que daban mayor excelencia las sanas emanaciones del parque y las refrescantes brisas del río.

Aquella tarde, poco después de la puesta del sol, un joven de aspecto modesto, pero distinguido, llegaba de la capital a la posesión de Levaresa.

Cuando el carruaje que lo conducía se detuvo frente a las escalinatas, la viuda y su madre hallábanse sentadas alrededor de una liviana mesita portátil, dispuesta con frascos de licores y tazas de la China, en las cuales humeaba, acabado de servir, un café de aroma exquisito. Tres o cuatro personas acompañaban a los dueños de casa.

Grande fue el placer que experimentó el visitante al divisar entre ellas a Jorge Levaresa, amigo íntimo suyo. Ocho días antes se habían despedido en la ciudad ambos jóvenes con el deseo de volver a encontrarse pronto.

Al saludar el recién llegado a la hermosa propietaria, lo hizo con ademán marcadamente respetuoso, pudiendo observarse que ésta y su madre devolvían ese saludo de modo cortés, aunque exento de toda demostración expresiva.

En cuanto a Jorge —primo de Lucía—, el estrecho apretón de manos con que recibió a su amigo, demostró a las claras el placer con que le veía llegar.

Los desconocidos se inclinaron ceremoniosamente.

Eran estos: una señora, linda cincuentona, que aún conservaba muchos de sus pasados atractivos físicos; un joven de elevada estatura y presencia nada vulgar; y otro caballero, casi anciano ya, enjuto de cuerpo, moreno de tez y dotado de facciones nobles y austeras.

—El doctor Álvarez Viturbe, nuestro vecino. Su esposa e hijo, Miguel, dijo Lucía.

Y luego, indicando al visitante con el abanico.

—Rodolfo, añadió; el hijo de don Julio, empleado que fue de mi marido.

El caballero de más edad volvió a inclinarse. Pero la señora y el mozo, por lo contrario, parecieron hacer alarde de indiferencia ante esta llanísima presentación: la primera echándose hacia atrás en su asiento, el segundo limitándose a pasear por la persona del presentado una de esas insolentes miradas de «alto a bajo» que tanto lastiman o desconciertan.

La actitud del joven Rodolfo fue, sin embargo, reposada, correcta.

Y había motivos para lo contrario. Por vez primera después de la muerte de su padre se presentaba así, sólo, delante de personas a quienes habíase acostumbrado a considerar como a sus superiores. Eso, por una parte, y, acaso, acaso, por otra, aquel tono o modo particular con que la arrogante dama había pronunciado la palabra empleado, al referirse a su respetable antecesor; modo o tono en el cual, si bien se advertía algo de sincera condescendencia, notábase mucho de obligada urbanidad, ya que no de orgulloso y mortificante desdén.

Disimuló, sin embargo, dando con ello prueba de dignidad y tino superiores; afrontó valerosamente la situación y estuvo discreto.

Capítulo II

Rodolfo Montiano, hijo de casa pobre, había recibido en herencia buen ejemplo y excelente educación, ya que no bienes de fortuna. Formado en la escuela de la dignidad, vio, desde su niñez, en torno suyo, cierta modestia innata que jamás llegó a confundirse con el servilismo envilecedor. Integridad en el juicio, conciencia en el deber, esas fueron las prendas características de su padre. Y don Julio Montiano, el más popular de los empleados de banco, había sido, merced a ellas, universalmente conocido y respetado.

Viejo ya para la modesta posición en que hasta entonces viviera, había llegado a merecer, don Julio, allá por los últimos años de su existencia, toda la confianza de su opulento principal, el célebre banquero Levaresa, quien no sólo concluyó por entregarle el manejo de delicados asuntos particulares, sino que lo hizo su amigo.

Colmolo de bondades llegando un día a cederle la posesión legal y absoluta, en premio de sus impagables servicios, de una finca situada no muy lejos del barrio más aristocrático de la ciudad; fortuna con la cual había soñado siempre la madre de Rodolfo, contemplándola anhelosamente a la distancia.

Rodolfo había hecho sus estudios en uno de los colegios más renombrados. Sus padres lo habían querido así, pues, siendo hijo único el muchacho, deseaban convertirlo en perfecciones, capaz de ilustrar un apellido exento, hasta entonces, no sólo de brillo, sino hasta de antecedentes.

Con efecto: el origen de don julio no podía ser más humilde. Dos palabras sobre este punto:

Su padre, «el viejo Montiano», como cariñosamente se le llamó durante largos años, había sido en otro tiempo capitán de barco mercante. Genovés de origen, marinero de profesión, guarda, poco después, de un faro que se alzaba enmedio de la inmensidad a treinta o cuarenta millas de las costas sicilianas, había permanecido largo tiempo allí, arrullado por la voz gigante del Océano, sin más patria que su peñón salvaje y sin otro hogar que la torre luminosa con la cual daba alerta y rumbo al navegante.

De este sitio salió, por fin, el aventurero hombre de mar, fatigado de soledad y de abandono forzoso; y viajando, viajando constantemente, al mando de un pequeño bergantín-goleta, arribó en hermosa mañana primaveral a las playas risueñas del Nuevo Mundo, donde, enamorado luego de la luz esplendorosa del sol, del verdor incomparable de los campos, y de los negros ojos de una linda compatriota suya —emigrada a su vez— echó ancla definitivamente, resuelto a cambiar la azarosa vida del marino por la más tranquila, segura y provechosa, del padre de familia y del modesto chacarero.

Pero los instintos que habían nacido con él y desarrolládose invencibles desde los primeros años de su infancia no lograron apaciguarse bajo la transformadora acción del tiempo. Casado en edad avanzada; viudo después y padre de un solo hijo; inválido, paralítico, más tarde; postrado en un lecho sombrío, desde donde tan sólo le era dado contemplar la superficie del ancho estuario del Plata, semejante a la del Océano, especialmente cuando la agitaban los vientos del sudeste, soñaba el viejo marino con las glorias del mar, renovando en la mente y en el corazón el recuerdo de sus emociones pasadas.

Cuando rugía con mayor fuerza el huracán y se encrespaban del todo las aguas del gigante río, mirábalas crecer y agitarse, a través de una ventanilla que le hacía recordar el pequeño tragaluz que, allá a bordo, había iluminado en otro tiempo su flotante covacha de contramaestre. Y entonces, aquel cuerpo agobiado por los años y por las dolencias; aquella cabeza abatida, colgante sobre el pecho, erguíanse de súbito a impulsos de fuerza extraña y poderosa, a la vez que los ojos, despojados habitualmente de luz, parecían encenderse como al reflejo de un relámpago vivaz.

Mas, así que calmaba el temporal, volvía a caer sin apoyo la cabeza; apagábase la ardiente mirada; moría en los labios la enérgica expresión que poco antes les diera vida, y, al revés de los pájaros que en esos mismos instantes se regocijaban entonando sus más dulces trinos a la dorada pompa de la naturaleza en calma, el anciano se sumía en un abatimiento profundo, que sólo lograba ser disipado poco a poco por el afán y cariñoso celo de su hijo Julio. La visión había desaparecido para el lobo de mar. Esa líquida superficie, muda e inerte, no era ya la del Océano soberbio, cuya sola memoria hacía vibrar en el fondo de su ser fibras que hasta entonces se creyera muertas para siempre. ¡Aquello era tan sólo un charco —inmenso en verdad—, pero despojado, para él, de fuerza, de voz y de movimiento!

Así vivir el viejo hasta el día mismo en que la muerte acabó con sus dolencias y sus recuerdos...

El hijo heredó la honradez, el amor al trabajo, la firmeza de carácter y otras de las cualidades que habían distinguido al padre. Se ha dicho ya que don Julio Montiano llegó a merecer, como empleado, toda la confianza de su jefe.

La reputación de generoso que había favorecido en vida al banquero Levaresa era por demás fundada. Largos años de trabajo incesante y de honorabilidad sin tacha; un espíritu emprendedor; el conocimiento perfecto del complicado engranaje de sus negocios; un caudal, en fin, de experiencia adquirida a costa del trato directo con la múltiple y variada calidad de gentes que de diversa manera acudían a solicitar su apoyo o protección, habían llegado, además, a merecerle el envidiable título de «Rey de la alta Banca» con que se le designó y distinguió por mucho tiempo.

El deseo manifestado en reiteradas ocasiones por el bienhechor de Montiano de iniciar al joven Rodolfo en la carrera del comercio había encontrado escollo en las inclinaciones de éste, abiertamente contrarias a tal género de trabajo. Prefería el estudio de las leyes y de las buenas letras, lo que no obstaba para que, a menudo, y cuando a ello era solicitado, ayudase a su padre en sus tareas; sobre todo en aquellas ocasiones en que, por exceso de labor, solía el buen viejo pasarse las noches de claro en claro, a la luz de una lámpara, haciendo números, formando «estados», y más «estados», «planillas» y más «planillas». De esa manera logró el muchacho adquirir conocimientos no despreciables en aquello de llevar cuentas, anotar «partidas» y hacer «balances», y —lo que era todavía de mayor consecuencia—, a imponerse muy regularmente de lo relativo a los negocios particulares de Levaresa; a conocer la ubicación, valor y rédito de sus propiedades urbanas y rurales más importantes.

Cuando falleció su padre, Rodolfo acababa de cumplir veintisiete años.

La esposa siguió muy de cerca al esposo.

Era Rodolfo a la sazón un mozo de gallardo talante, dotado de cualidades morales exquisitas. Y por lo que respecta a su inteligencia, bastará para su elogio hacer mención de que, en diversas circunstancias, durante los dos o tres años que siguieron a su luto, gacetillas y secciones de periódicos tuvieron especial motivo para referirse a ella, con ocasión de tal o cual notable trabajo suyo, o por este o aquel apreciable triunfo forense obtenido en buena lid. Lo que vale decir que no sólo publicó el mozo con éxito algo de su propia cosecha, sino que recibió muy pronto su diploma de abogado, anexo al título de doctor. Y en tales circunstancias estuvieron todos de acuerdo, al trazar la silueta o semblanza de estilo, para decir de él cosas que habrían hecho derramar lágrimas de gozo a su pobre madre si ella hubiera podido leerlas.

Describíasele dotado de prendas físicas, morales e intelectuales capaces de halagar la vanidad del menos vanidoso de los jóvenes de su edad y condición social. Todos los periódicos y publicaciones estuvieron de acuerdo en decir que su estatura era elevada; que su perfil era correcto y regular; que su frente era ancha y despejada. «Frente de pensador», añadía un discípulo de Gall. La «gracia viril» no se la escasearon; reconociéronle «una constitución vigorosa» y «una fisonomía franca, abierta y simpática». Agregaron que su pelo era obscuro, y claros, grandes y serenos sus ojos. Por fin, periodista hubo que, al continuar refiriéndose a sus atractivos externos, mencionó, de paso, la urbanidad delicada de sus modales, la reserva de su carácter, algo que, aunque pareciese paradoja, no lo era en modo alguno: su modestia «llena de amor propio y de dignidad...».

Durante los primeros días de su luto, recibió Rodolfo del banquero Levaresa ofrecimientos y palabras de consuelo.

Siguiendo el modo de ser de su padre, rechazó cortésmente los unos y aceptó las otras.

Hacía ya tres años, por otra parte, que era abogado, y, lo que es esencial, abogado con algunos pleitos. Eso, y dos cátedras desempeñadas animosamente y hasta con amor al oficio, en el mismo plantel de educación donde había recibido la que poseía a su vez, dieron al mozo por entonces con qué vivir, sin estrecheces ni compromisos.

Entre tanto, circunscrito a la relación de unos pocos amigos, ocupaba la heredada casa paterna, sin más compañía que la de Perico, su viejo criado, modelo de honradez, y de fidelidad.

Era, en efecto, el buen Perico uno de los escasísimos ejemplares que van quedando ya del tipo del antiguo criado, aquel que entraba a servir en una casa y moría en ella, llegando a interesarse en tal manera por todo lo que a la familia se refiriese que podía considerársele, al fin, como a un verdadero miembro del hogar.

Repartiendo Rodolfo el tiempo entre sus tareas y el estudio —al cual cobró afición tan extremada que llegó a subordinarle todas las pasiones y todos los anhelos propios de su edad—, habíansele deslizado las horas sin que las sintiera pasar en el curso de su plácida y solitaria vida. Es, en efecto, la inteligencia, respecto de las demás potencias del alma lo que el sol respecto de los astros que giran dentro de su misma órbita sideral: centro de atracción, de luz y de fuerza subyugadora.

Entre los cuatro o cinco amigos más íntimos que frecuentaban su trato, distinguía el joven Montiano con particular afecto a Jorge Levaresa, muchacho calavera, pero dotado de corazón excelente y de no escaso talento. Levaresa era pobre en bienes de fortuna —a pesar de su estrecho parentesco con el banquero millonario—, y dedicábase por entonces en cuerpo y alma a los negocios de bolsa, con gran descontento de Rodolfo, a quien no dejaban de inquietar las exageradas aficiones de su amigo por todo lo que fuera especulación, riesgo o juego de azar.

Curiosa prueba de la falta de lógica que suele presidir a algunos hechos de la vida humana era esta amistad —cada día más estrecha, más verdadera y más leal—, entre el atolondrado, el travieso Jorge, y Montiano, el más serio, el más retraído de los jóvenes de su edad y de su círculo.

Alegre, franco, decidor el uno; reflexivo, reservado, sobrio de palabras el otro; enamorado aquél de la sociedad y de sus engañosos placeres: incrédulo éste, por inclinación y por convicciones, respecto de los efímeros encantos que ella proporciona a quien la frecuenta; entusiasta el primero: tranquilo el segundo ¡imposible hubiera sido reunir dos índoles y dos temperamentos más opuestos!

Rodolfo y Jorge veíanse a menudo y casi siempre reñían. No podía el calavera soportar las amonestaciones del retraído; éste los atolondramientos del calavera.

Y, sin embargo, jamás se separaban sin un apretón de manos. Discutían y discutían con calor; pero, a la larga, al escuchar Rodolfo la palabra fácil, simpática de su amigo; al contemplar su alegría ruidosa, sana e inagotable; al recibir la descarga de sus argumentos estrafalarios, pero presentados con tanta desfachatez cuanto graciosa apariencia de sinceridad en el tono; testigo, en fin, de todo aquel chisporroteo de ingenio vivaz e inofensivo, no podía menos que soltar una franca y sonora carcajada.

No tardó en seguir el banquero la suerte de las personas de su edad. Falleció poco después, rodeado y bendecido por los suyos y por cuantos le conocieron.

El bienhechor de los Montiano dejó como única descendencia al morir dos preciosas y delicadas criaturas, retoños tardíos de una vejez casi achacosa; pues, rebelde durante largo tiempo al matrimonio —sea por indiferencia, sea por cálculo—, sólo se había resuelto a contraerlo; allá en el último tercio de su vida.

La elegida en tal ocasión fue, como suele acontecer en casos semejantes, una linda niña, de la propia familia del novio, pues Lucía era sobrina del banquero.

Hija de madres distinguidos y no del todo exentos de bienes de fortuna, hallábase la joven dotada de condiciones tan propias para brillar en sociedad, que al año de casada se la citaba ya especialmente por su elegancia, su hermosura, su exquisita y soberana distinción.

Las bodas del banquero dieron mucho que hablar, así por el fausto con que fueron celebradas, como por la circunstancia de haberse unido dos miembros de una misma familia; y, sobre todo, por la notable diferencia de edad entre los cónyuges. Lucía, en efecto, contaba apenas diez y nueve años cuando unió su suerte a la de Levaresa, quien, a la sazón, frisaba ya en los sesenta. El cielo, sin embargo, al bendecir esa unión, no había querido dejarla estéril. Se ha dicho ya que dos hermosos chicuelos iluminaron más tarde de alegría el opulento hogar.

Al sobrevenir la muerte del banquero, Lucía acababa de cumplir veinticinco años. Viuda, así, en la flor de la edad; hermosa y riquísima, fácil será comprender cuánto tema prestó a comentarios de corrillos en los salones, y en qué grado de espectabilidad se colocó, de hecho, desde ese instante ante los curiosos y los impertinentes que se dedicaron a observarla en todos sus actos, imponiéndose hasta de los más ínfimos de su vida, y entrometiéndose en ellos, como si la hermosa mujer hubiera estado obligada a vivir tan sólo para los de afuera. Y a la verdad que si la chismografía buscó asunto que explotar, debió sufrir desagradable desengaño. Los primeros veinticuatro meses lo fueron de riguroso luto para Lucía. Retirada casi constantemente con sus hijitos y su madre en una propiedad de campo lejana, pasáronse en ella ambas señoras lo más del tiempo, y sólo allá por las postrimerías del último de esos dos años se instalaron en El Ombú, permitiendo que las acompañasen algunos íntimos de su propia familia.

Por esa misma época había solicitado Rodolfo permiso de la viuda de su bienhechor para visitarla.

En la esquela con que se satisfizo al deseo del joven, expresósele que «sería grato a los de casa verle llegar a El Ombú resuelto a pasar allí algunos días».

Tal era, pues, la causa de la presencia de Rodolfo Montiano en la posesión de Levaresa.

Capítulo III

Al cabo de una hora de conversación, durante la cual, si bien habló Rodolfo menos que sus interlocutores, observó y estudió mucho más, pudo formarse juicio suficientemente exacto, no sólo sobre ciertos rasgos típicos de la fisonomía moral de Lucia, sino, también, sobre las peculiaridades características que aquejaban a la esposa del excelente doctor Álvarez Viturbe —vecino de El Ombú—, y a su hijo Miguel; de quienes sólo entonces recordó haber oído hablar en diversas ocasiones. Una serie de chistosos epigramas sociales relacionados con estos personajes, le vinieron en aquellos momentos a la memoria.

Por lo que respecta a la joven dueño de casa, era indudable que había experimentado alguna transformación durante el corto espacio de tiempo transcurrido desde la muerte de su esposo.

Si bien es verdad que volvía a encontrarse Rodolfo con la misma hermosa y arrogante mujer de siempre, observando en ella más de cerca y con mayor detenimiento aquella juventud opulenta, aquella distinción suprema que tanto le imponían e impresionaban cuando solía antes admirarlas en silencio y desde lejos; es cierto, también, que por lo que atañe a lo moral, parecíale reconocer que el rasgo característico, de antiguo dominante: —el culto de las grandezas y del «rango» se hallaba acentuado; sin duda, por las naturales influencias de un nuevo género de vida, o, tal vez, porque no existía ya quien templara de cuando en cuando sus arranques excesivos con el ejemplo refrenados o con la palabra persuasiva y cariñosa.

Exagerado en este punto, tenía, sin embargo, mucho de complaciente el carácter de Lucía, de esa misma Lucía a quien los menesterosos y desamparados consideraban como a un ángel tutelar.

Practicaba ella, en efecto, los principios de la caridad cristiana. Pero esa práctica era hecha «por lo alto», conservando quien la ejercía, en presencia de la desgracia, lo que pudiera llamarse la dignidad del papel.

No descendía la linda viuda hasta el antro obscuro donde sufre y se lamenta la miseria, por no respirar su frío y tenebroso ambiente; ni tocaba el tosco harapo del mendigo, por no sentir la impresión ingrata de su áspero contacto. Alargaba a menudo su mano blanca y delicada para dejar caer un flamante billete en el grasiento sombrero del que se allegaba a pedirle una limosna por amor de Dios; pero, si al hacerlo veíase obligada a detenerse un instante por no dejar de cumplir con lo que juzgaba un deber estricto, observábase en su fisonomía un gesto involuntario de violencia o repulsión instintivas, que durante algunos segundos arrugaba y descomponía su ceño, de ordinario grave, si bien nunca severo ni adusto.

No escuchaba, tampoco, los lamentos del desconsolado, a quien sólo pedía silencio y disimulo a cambio del socorro que le daba a manos llenas; y la vista del decrépito, del valetudinario o del herido, le producía trastornos y marcos que la ponían en el caso de alejarse inmediatamente. Sus mayordomos derramaban oro en su nombre, haciéndolo con prodigalidad inagotable; todos los establecimientos de caridad la contaban entre sus protectores más generosos; y, por donde quiera, la viuda, el huérfano, el desamparado y hasta el criminal arrepentido, le debían una dádiva ocasional o una pensión vitalicia.

Capítulo IV

Por la noche, tuvo Rodolfo oportunidad de entablar más inmediata relación con los amigos de la propiedad vecina. Al retirarse más tarde a su alojamiento, logró charlar a sus anchas con Jorge.

El tema escogido fue, naturalmente, la Villa Umbrosa (este era el nombre de la quinta del Doctor) y sus habitantes.

He aquí lo que sobre la materia le comunicó su alegre y decidor amigo:

A pesar de los rigores del luto, la familia Levaresa recibía con frecuencia, durante los veranos, a la familia Álvarez Viturbe. El seco y apergaminado doctor era un respetable médico a quien mucho conocía Rodolfo de nombre, pues su fama en el país, como hombre de ciencia, más dedicado al estudio que al lucro, era considerable.

Este personaje, retraído, discreto, alejado del mundo, formaba singular contraste, por su carácter serio, frío y austero, con su esposa: ejemplar acatado del tipo de la mujer vanidosa, intrigante y ladina.

Y, sin embargo, pocas serían las que, a la edad de doña Melchora, se hallasen dotadas de prendas exteriores más atrayentes que las que a ella la adornaban.

Pequeña y delgada de cuerpo, fina de facciones, burlona en la sonrisa, maligna en el mirar; de modales seductores, de gesto vivo de expresión maliciosa, dejaba entrever, bajo el ruedo de su falda de seda, la punta de un piececito que —irreprochablemente calzado— hubiera podido causar envidia a las muchachas de quince. Otro tanto sucedía con sus manos; blancas, perfectas de forma; cuidadas con esmero; semiprotegidas del contacto del aire por la diáfana red de dos negros mitones que las hacían aparecer más puras aún, más delicadas, más primorosas.

¿Que era mala, perversa, doña Melchora...?

—¿Y acaso el ilustrísimo demonio —había dicho Jorge con su buen humor habitual, cuando su amigo le hiciera la observación—, por ser tan bello no se llamó Luzbel?

El afán constante de doña Melchora era imitar a las de Levaresa.

Dentro del exiguo espacio de su villa se había propuesto reunir, reproducidas en compendio no poco desfigurado, las suntuosidades del palacio vecino. A fuerza de lustre y de artificio había llegado, así, a producir cierto efecto aparatoso y empírico con el cual admiraba a sus visitantes.

En las comidas, sobre todo, era donde doña Melchora daba de sí hasta lo increíble y hacía verdadero derroche de originalidad y de ingenio.

Un sólo rasgo típico bastará para probarlo.

Sabía por experiencia que el buen vino burdeos gana en sabor y en aroma cuando se le entibia un tanto. Pues bien, doña Melchora se aprovechaba maravillosamente de esta circunstancia para el logro de su objeto: colocaban una cantidad dada de un mismo vino en dos botellas iguales; sometía la una a enfriamiento por medio del hielo, y entibiaba la otra en baño-maría preparado ad hoc. Hecha esta operación, decoraba sus botellas con las etiquetas que le convenía exhibir, y que habían sido previa y cuidadosamente arrancadas por su propia mano de otras ya consumidas; y, entregándolas, después, a su correcto y bien adiestrado mayordomo, recomendábale no olvidara cantar, según la moda francesa, el título de las dos supuestas y distintas marcas, al servir de copa en copa el dualizable vino.

Desde su llegada a El Ombú, pudo Rodolfo observar que Miguel no se separaba un instante de Lucía. Jorge iluminó del todo su criterio a este respecto. El elegante Viturbe hacía la corte a la opulenta viuda, y doña Melchora, la más acomodaticia de las madres, protegíale en la empresa; para lo cual se dedicaba a mantener a su hijo único y mimado en un pie de lujo muy superior a su posición real, obligando con ello al pasivo esposo a verdaderos heroísmos de prodigalidad paterna.

Miguel, que había heredado las condiciones morales de la madre, prestábase admirablemente a desempeñar el cómodo y agradable papel de pretendiente. Recién llegado del viejo mundo, donde, por voluntad terminante de doña Melchora, había sido educado a costa de grandes sacrificios, era, a la sazón, un europista de altísima ley. Todo lo inherente a este clásico tipo hallábase corregido y aumentado en él.

Alto, bien plantado, podía considerársele, por su estatura, como el vivo contraste de su madre, a la cual asemejábase, sin embargo, en la hermosura de las facciones. Espécimen completo de lo que en lenguaje de salón se llama un hombre afortunado, era Miguel Viturbe ágil y robusto, elegante en el andar, en el vestir y en los modales. Fascinaba fácilmente con su ligereza, su gracia y su desparpajo.

Más alto, más esbelto que Jorge Levaresa, tenía mucho de parecido con éste en lo charlador, en lo ingenioso, en lo ocurrente; pero se le diferenciaba en algo muy esencial: Jorge atraía por su franqueza, por la sinceridad de todos sus actos; por el timbre simpático de su voz, metálica y sonora; por la viveza de su mirada, abierta y límpida. Miguel llamaba la atención por lo contrario: por lo visiblemente fingido de sus ademanes y palabras; por cierto velo en la voz empañada, silbosa, enronquecida y poco grata al oído; por cierta falta de energía y de fuego en los ojos, que nunca sostenían por más de un segundo la mirada escudriñadora del interlocutor curioso de averiguar lo que tras ella pudiera ocultarse.

Tan varonil éste como aquél, buscaba, sin embargo, de preferencia, y a todo momento, la compañía de las mujeres, con las cuales entreteníase en discutir sobre modas, siendo capaz como ninguno de hacer la más afilada y chistosa crítica sobre un traje mal concebido o mal llevado. En suma: había entre ambos la misma diferencia que existe entre una moneda de oro verdadero, y otra semejante de metal sin valor —nueva, reluciente, primorosamente acuñada— pero falsa.

Diestro en artificios amatorios y seducciones de salón, era Miguel Viturbe, a la vez, gran jugador de whist y de bésigue; prestidigitador de sociedad; declamador de monólogos en francés; músico consumado y acérrimo cotillonista. Usaba monocle y llevaba siempre en la mano, y vuelto al revés, un enorme bastón con el cual jugueteaba incesantemente, balanceándolo y luciéndolo girar entre sus macizos dedos de boxeador.

Era, además, ocioso, noctámbulo y amigo de cenas y jolgorios, y acostumbraba distribuir las horas de su existencia entre el club, sus diversiones y la cama, a la cual, como todo buen vividor, dedicaba el tiempo que otros que no lo son, destinan al trabajo. No ponía un pie en la Bolsa y de ello hacía ostentación, con grande agrado de la madre de Lucía, quien le elogiaba a menudo por esta virtud.

Pero, en cambio, tenía Miguel desarrolladas en extremo dos pasiones: la pasión por los caballos, y la pasión por las armas. Sus talentos en ambos casos eran considerables.

Tipo perfecto, no del sportman, sino del dandy del sport, habíase leído de cabo a rabo cuantos libros de caballerías cayeran en sus manos, llenándosele la cabeza de tales lecturas; bien así como al famoso hidalgo de la Mancha se le llenara en otro tiempo la suya de lo propio; con la única diferencia de que mientras a éste habían interesado con particularidad las hazañas del jinete —su héroe, a aquel trastornábanle el seso tan sólo las de la cabalgadura— su dios: diferencia esencial entre dos quijotismos de índole distinta, pero que, por parecidos caminos, conducen a idéntico fin: la monomanía.

De esta manera, sabíase Viturbe de memoria —y entusiasmábase con invocarlos—, los menores detalles de las vidas de caballos célebres, pudiendo decir a punto fijo cuáles eran los vacíos más notables en los pedigrees que pasaban por las manos de sus amigos, y hallándose en el caso de disertar, con la autoridad de un discípulo de Lord Palmerston, sobre los orígenes de Eclipse, Orlando o el White Turk.

Una simple mirada bastábale para saber si el potrillo X o la yegua Z eran aptos para la carrera o para el paseo, para la caza o para el tiro; y si por sus formas y externas demostraciones tendría el petizo tal más mañas que cualidades, o más imbecilidad que inteligencia.

No era, sin embargo, Miguel, el acaudalado y progresista criador —hombre de gusto y de trabajo que posee en sus estancias valiosos tipos de las más nobles razas caballares extranjeras, cuyos productos tiende a difundir con laudable empeño y beneficio público, dentro del país que habita —era el desheredado de la fortuna, que, sin elementos para realizar tal propósito, busca, ante todo, en la pasión que lo domina, un medio de hacerse notar, de procurarse fondos por los azares del juego, y de sentar plaza de elegante.

El primero obra por convicción, por espíritu de cultura; y si acude a los concursos, lo hace por interés bien entendido, por tendencia al perfeccionamiento.

El otro procede únicamente por haraganería, por vanidad y por moda.

Aquél, procura hacer lucir al caballo.

Éste, que el caballo lo haga lucir.

Eximio en el arte de enseñar a tomar una brida, de colocar en su sitio un arnés, de hacer chasquear donairosamente un sonoro latigazo, de dibujar por medio de las ruedas de su dog-cart, delante de testigos, una curva irreprochable sobre el enarenado sendero de cualquier parque a la moda, sabia también Miguel corregir en otros el más mínimo defecto cometido, a la vez que disertaba como nadie sobre las blanduras o durezas de boca, las gracias de acción, las noblezas de porte y hasta los buenos y malos modales de los hermosos brutos que solían ser sometidos a su autorizada inspección...

Otro tanto le sucedía con las armas. Una hermosa pistola de desafío, una rica y bien templada hoja de Toledo, eran para él lo que para el bibliómano un libro raro encuadernado por Derome o por Boyet.

Tirador eximio, nadie le disputaba la palma en ningún terreno, pues sus actos de destreza eran ya proverbiales. Llevaba siempre consigo un diminuto revólver cargado, y a menudo lo sacaba a relucir para exhibirlo o juguetear con él. Era de aquellos para quienes semejante chiche se convierte en una especie de blasón que se ostenta con orgullo. Lo limpiaba, lo recorría, lo armaba y desarmaba cien veces al mes; y si, por inadvertencia, le ocurría dejarlo olvidado en casa, notábasele tan molesto y contrariado como al miope a quien se le pierden por casualidad los lentes.

Era, en suma, jockey soberano; coleccionista de armas rabioso; palafrenero irremplazable, y tan conocedor del Código del duelo como de las leyes del turf.

Capítulo V

La segunda noche de su permanencia en El Ombú, vio Rodolfo, con sorpresa, que se le acercaba Miguel. La conversación quedó pronto entablada entre ambos; pero «desde muy arriba» por parte del elegante Viturbe, quien comenzó por iniciar algo así como un examen a su interlocutor. ¿Qué género de vida llevaba éste? ¿De dónde procedían sus padres? ¿Tenía o no pleitos? ¿De qué medios podía valerse un ser de sus condiciones para deslizarse entre gentes de la categoría de las de Levaresa?... y otras impertinencias por el estilo, que dieron a Rodolfo bríos suficientes para ponerles fin con dos o tres réplicas terminantes, y tan llenas de intención y de firmeza, que el curioso no tuvo más remedio que alejarse, decidido a abandonar la compañía de su impávido respondón.

Viósele, entonces, dirigirse hacia Lucía, tomar asiento a su lado, y continuar, evidentemente, con ella el tema de la conversación interrumpida por Montiano. Pedía a la complaciente dueño de casa las respuestas que no había logrado arrancar sino a medias, o al revés, al taimado huésped; y esas respuestas le eran dadas. Rodolfo lo comprendió así al observar cómo le miraban ambos desde lejos: la una con discreto y correcto disimulo, el otro con estupendo descaro, enmedio del cual notábase, sin embargo, esa misma expresión de doblez, de falta de franqueza que inspiraban desconfianza desde el primer momento.

¿Qué le diría sobre él la linda viuda?

Sin saber por qué, Rodolfo hubiera dado cualquier cosa por saberlo.

Pocos minutos había permanecido aquella tarde al lado de la gran señora y, no obstante, el recuerdo de sus palabras, el eco de su voz, la impresión de su rostro, altivo, pero seductor, le quedaban grabados en el espíritu.

Acababa de fallecer el banquero, la última vez que había visto a Lucía. El aspecto de ésta, en aquella época, era casi el de una muchacha.

Al encontrarse de nuevo con ella, pudo Rodolfo notar que a los rasgos inacentuados de la niña habían sucedido los atractivos propios de la mujer que aborda ya la plenitud de su desarrollo físico y moral; atractivos que tan misteriosa, tan honda impresión ejercen siempre sobre el hombre puesto en el caso de experimentar su irresistible influencia. Y en Lucía hallábase ese natural y poderoso hechizo femenil realzado por la hermosura y por la gracia, por el ingenio y por la posición social.

Ligeramente trigueña, mórbida y esbelta, observábase un brillo indefinible en sus ojos negros, que perturbaban al mirar. Su boca era expresiva, acentuada, un tanto enérgica, dotada de labios húmedos, tentadores, que hacían resaltar la belleza de unos dientes blancos, esmaltados, tan puros como la porcelana. Su cabeza era fina, seductora, y hallábase adornada de cabellera espléndida, sobre la cual corrían ondulantes reflejos de luz. Su rostro, en fin, su figura, su persona toda, habrían podido servir de delicioso modelo a un pintor inteligente para trasladar al lienzo alguno de esos adorables tipos de mujer que parecen haber sido concebidos y ejecutados en un momento de arrebato artístico.

Por lo demás, el donaire, la distinción, la elegancia, el desenfado señoril —ese desenfado que sólo poseen los bien nacidos, o los que, enmedio de una sociedad exquisitamente culta, logran adquirirlo—, eran sus cualidades externas más resaltantes.

Esa misma noche se concertó para el día siguiente una excursión por los alrededores; paseo íntimo y de confianza, tal como lo permitía el luto, aún no terminado, de la familia.

Miguel, que fue el de la idea, distribuyó así a su gente: Lucía, Jorge, él y otros caballeros y damas de la vecindad, irían a caballo: doña Mercedes, doña Melchora y el doctor: el estado mayor, como le llamaba este último, en carruaje.

¿Y Rodolfo?...

El director en jefe del paseo vaciló durante un momento: mas, luego, con mirada furtiva, consultó a Lucía...

Lucía intervino en el acto.

—El señor Montiano será ele los nuestros —dijo con toda naturalidad.

Miguel iba a abrir la boca, sin duda para apoyar tan concluyente respuesta y reparar, así, su falta de tino. Pero Rodolfo no le dio tiempo para ello:

—Mil gracias, señora —se apresuró a contestar el joven, sin que se advirtiera en su tono impaciencia alguna. Ustedes disculparán que no aproveche la ocasión de disfrutar en circunstancia tan especial de la grata compañía que se me ofrece; pero séame permitido tamaño sacrificio en salvaguardia de mi amor propio. No quiero exhibir delante de este caballero, que tendría derecho para constituirse en juez inexorable, mi carencia absoluta de talentos hípicos; esos mismos que él posee tan exclusivamente.

La palabra no debió ser del agrado de Miguel, porque al escucharla se mordió el bigote, miró al soslayo y, dando una vuelta rápida sobre sus talones, se caló el monóculo y, como EL OTRO fuese... y no hubo nada.

Dirigiéndose, pocos momentos después, a Jorge, que demostraba no hallarse muy dispuesto a escucharle en ese momento:

—Bien, todo está listo, dijo.

La madre de Lucia, que durante esta escena no había pronunciado una palabra, rompió entonces el silencio.

—Es lástima, Rodolfo, dijo, que se prive usted del pasco. Pero, ya que parece resuelto a ello, le recomiendo que durante su permanencia aquí visite nuestros jardines y hortalizas. ¿Es usted aficionado a las plantas?

—En extremo, señora, contestó Montiano.

—Entonces, las admirará usted, allá abajo, próximas a aquella choza rústica, y a aquel árbol gigantesco, que la claridad de esta noche excepcional deja ver perfectamente. Mírelos al través de la ventana, en aquella dirección.

Y, al decirlo, indicó, señalándolo, el punto designado.

Rodolfo se inclinó en prueba de asentimiento.

Capítulo VI

Muy de mañana, al día siguiente, se levantaron los de El Ombú.

Quiso Rodolfo presenciar la partida de la cabalgata. Con tal objeto vistiose deprisa y bajó a la terraza.

Lucía estaba ya allí, aguardando su cabalgadura.

La falda de su traje de montar, alzada por los costados y sostenida por un broche, dejaba ver hasta más arriba del tobillo el lindo pie de la hermosa viuda; pie de veinte y cinco años, pie de criolla, masculinamente ceñido en una elegante botita de charol, sobre cuyos múltiples pliegues relucían chispeando los rayos del sol matinal. En su mano tenía uno de esos inflexibles sticks británicos con que la moda ha reemplazado ya casi del todo al ágil y silbante látigo de nuestras amazonas de ayer.

Se acercó Rodolfo respetuosamente a la gentil madrugadora y diole los buenos días. Esta no manifestó sorpresa alguna al verle.

—¡Hola! —dijo con indiferencia— ¿se ha levantado usted también? ¿Luego no era cierto que renunciaba a acompañarnos en nuestro paseo?

—Señora —contestó algo turbado Rodolfo—, por desgracia para mí, es ello verdad. No partiré con ustedes. Pero, en cambio, les veré partir. Me habría costado trabajo privarme del hermoso espectáculo que presenta siempre la salida de una cabalgata; máxime cuando, como en este caso, se halla ella tan bien constituida. ¿Entiendo que serán ustedes unos doce o quince por lo menos?

—Doce solamente.

—Ya lo ve usted, señora; hubiérame correspondido el número trece, número que me inspira vivísima repulsión, sin duda porque la experiencia ha llegado a demostrarme que no me es propicio.

—¡Vaya! —observó Lucía con ingenuidad, o picaresca intención (no supo definir Rodolfo si lo uno o lo otro). Un joven del talento y condiciones de usted ¿cómo puede pagar tributo a esas patrañas? Pues, mire usted: por lo que a mí respecta, cada vez que, en cualquier circunstancia, se me presenta oportunidad de completar el famoso número con la agregación de mi persona, lo hago gustosa, para demostrar que en ellas no creo.

A pesar suyo, Rodolfo se estremeció al oír estas palabras pronunciadas con toda naturalidad y desenfado. ¿Por qué ocultarlo? Tuvo temor de que ellas irritaran al destino y causaran enojos y desdichas a la hermosa mujer. Había sido y continuaba siendo fatalista. La historia de su vida explicará, sin duda, más tarde, lo bastante, el porqué de estos tempranos presentimientos.

—No hay que tentar a la suerte —replicó con gravedad; lo que hizo sonreír de nuevo a Lucía—. Mi creencia en la ojeriza que lleva consigo el maldito número trece me viene desde antiguo. En un día trece nací y estuve a punto de costar la vida a la que me dio el ser; en un día trece murió mi padre; trece amigos nos sentamos en cierta ocasión a una comida íntima de despedida y, trece días después, uno de ellos perecía ahogado en viaje hacia el viejo mundo, por haberse hecho trizas contra unas rocas el valor que lo conducía.

¡Y el muerto fue precisamente aquel que más se había burlado de mis supersticiones esa tarde! —concluyó, dando aún mayor expresión de sinceridad a su acento.

Lucía dejó de sonreír.

—Pero ¿es exacto? —repuso, poniéndose seria—, ¿es cierto lo que usted me está diciendo? Esas cosas se cuentan; mas dudo que exista quien pueda probar su veracidad.

—Si no basta a usted mi palabra, señora —contestó Rodolfo algo picado—, allí viene Jorge, quien se halla en el caso de apoyarla.

—¡Ah, no! —se apresuró a replicar Lucía, como si tratara de disculparse. Mas, ¡es extraño!

Y se quedó pensativa.

Pero su actitud duró sólo un segundo. Jorge se acercaba en esos momentos. Habíase vestido apresuradamente y acudía a la cita matinal rezongando por haberse visto obligado, según lo decía, a levantarse tan temprano.

—¡Vaya una ocurrencia —exclamó, restregándose los ojos! ¡Dar en la flor de hacer competencia a las gallinas!

—Abusas de tu carácter de primo —díjole juguetonamente Lucía, volviendo a su buen humor, perturbado un instante por las fúnebres reflexiones de Rodolfo. Abusas, al demostrarte tan descortés. Voy a contárselo a Elvira. Porque, ha de saber usted, señor Montiano, que nada menos que Elvira es la compañera que le tengo destinada. ¡Y todavía se queja! —concluyó, haciendo una deliciosa mueca de desdén, y, dando a su primo un golpecito en el hombro con el cabo de su stick.

—Pues, ¿no he de quejarme? —repuso Jorge, en uno de aquellos arranques de retozona indignación fingida que le eran propios—,¿no he de quejarme, si me despiertan antes de salir el sol? Y ello ¿para qué? Para hacerme galopar dos leguas al lado de una mujer a propósito de la cual se han empeñado en convencerme de que nada hay en el mundo como el matrimonio, cuando yo sostengo y seguiré sosteniéndolo con el gran Tolstoï, ¡que el tal matrimonio es la invención más ruin que haya podido brotar de humano cerebro!

—¡Anarquista! ¡descreído! —exclamó a espaldas del joven una vocecita burlona y penetrante.

Era la de doña Melchora que, sin ser sentida, se incorporaba al grupo.

—Buenos días, hijita, añadió la ágil esposa del doctor Viturbe, dirigiéndose familiarmente a Lucía y besándola en ambos carrillos. ¡Valiente cínico es usted! continuó, volviéndose hacia Jorge y sacudiéndole el abanico delante los ojos, como si con él le administrara una zurrita discreta y cariñosa.

Y luego al divisar a Rodolfo:

—Caballero —dijo secamente. Hizo una inclinación que no pasó de la punta de su perfiladísima nariz; arremangó la linda barba y le volvió las espaldas, como solía.

Los paseantes comenzaron a llegar unos tras otros.

Era aquella una de esas espléndidas mañanas que parecen privilegio exclusivo de esta nuestra región austral de la América; mañanas incomparables, con sus auroras maravillosas y la límpida claridad de su atmósfera diáfana y vivificante.

La angosta faja de verdura que al pie de la colina, se extendía largo espacio, para ir a perfilarse después al borde del río —donde al detenerse bruscamente formaba islas y penínsulas caprichosas que parecían brotar del seno de las plomizas aguas—, presentábase en este momento realzada por un tinte profundo, aterciopelado, semejante al que produce el rocío o el riego de la lluvia sobre las hojas del verde musgo. Era que la marea, después de haber cubierto durante varias horas aquellos parajes, se había retirado por fin, dejándolos en seco, limpios, frescos, nítidos, impregnados de color y de fragancia.

Relinchando de impaciencia y tascando nerviosamente el freno, aguardaban los caballos de Lucía y Jorge, mantenidos de la brida por el palafrenero que acababa de traerlos de las caballerizas, mientras otros jinetes aparecían, montados ya.

Transcurrieron algunos momentos.

Se oyó, luego, una palmada y, enseguida, el grito de ¡vamos!, dadlo con voz estentórea por Viturbe. En un segundo estuvieron listos todos los excursionistas; primero agrupados entre sí, sin orden ni distinción de parejas; divididos, después, de a dos en dos, de modo que cada caballero quedara, al costado de su dama preferida.

Lucía abrió la marcha, acompañada por el inevitable Viturbe.

Rodolfo la vio partir, ligera, airosa, esbelta; dominando con soltura y maestría consumadas los primeros caracoleos de su cabalgadora —un soberbio pura sangre digno—, por la elegancia de su ademán y por la nobleza de su porte de la hechicera mujer que lo montaba.

La vio partir y quedose pensativo, con los ojos fijos en la silueta que huía, y cuyos graciosos contornos, después de perfilarse un momento sobre el fondo verde del follaje, se perdieron de súbito en una rápida vuelta, detrás del camino por donde, a todo galope, se dirigía la alegre cabalgata...

¿Qué pasaba en el espíritu de Rodolfo? Él no logró explicarselo. Pero es el caso que se sentía preocupado y triste. Su carácter impresionable, su lúgubre conversación con la hermosa viuda habían contribuido, sin duda, a ello.

Pronto se repuso, sin embargo, y, tratando de desechar las ideas extrañas que empezaban a anublar su mente, encaminose hacia la quinta, en dirección al bajo del río.

La choza indicada la noche interior por doña Mercedes se divisaba a no larga distancia.

Rodolfo se detuvo a contemplarla.

Dentro de los límites de la hermosa propiedad —a doscientos metros, más o menos, de la verja—; en terreno adyacente sembrado de alfalfa y hortalizas, y al pie de un ombú gigantesco que se destacaba, soberano, sobre el borde de la misma barranca, veíasela, blanca, pequeña, alegre; formando singular contraste con su espléndido y orgulloso vecino, el palacio.

Hecha de material ligero, coronada por pajiza techumbre que contribuía a darle su aspecto rústico, la frágil y liviana construcción, hallábase suspendida allí, sobre la pendiente misma, resistiendo, impávida, a las ráfagas violentas del pampero, que en ocasiones solían desgarrar hasta los árboles más sólidos. La cercanía del ombú, con su tronco colosal y sus raíces poderosas enclavadas en la tierra, cual garras de algún monstruo gigantesco; contribuía, sin duda, a que no se considerase del todo como verdadero prodigio este curioso fenómeno de resistencia y estabilidad.

La choza estaba habitada por una familia de honrados trabajadores; gente humilde, laboriosa: agrupación de seres semejantes, que vivían los unos para los otros, en la intimidad permanente, absoluta, a que les obligaban la falta de espacio, la necesidad de socorro mutuo y la común pobreza. Componían dicha familia una viuda y seis hijos, el mayor de los cuales era una hermosa niña de hasta diez y nueve años de edad. Rosa, que así se llamaba la joven, era linda como una naciente primavera.

Blanca y esbelta, rubia y sonrosada, tenía unos ojos que, si bien reflejaban luz, en la alegría y sombra en la tristeza, no sabían mirar jamás con enojo ni desdén; y una boca que, cuando sonreía, asemejábase por lo fresca, por lo roja y por lo húmeda a una dulce granada que dejara entrever con los suyos propios, blancos y brillantes granos de maíz maduro.

El interior del risueño y sosegado albergue aparecía limpio, confortable, y asociábase en la mente con ideas de paz, de honradez y de tranquilidad infinitas.

Afuera, cerca del ombú, retozaban los chicuelos a la luz del día. El árbol era, en efecto, su verdadero hogar. Obligados por la estrechez de la morada a esparcirse en el exterior, pasábanse allí las horas más calurosas de la tarde, ora disfrutando de la fresca sombra, ora entregados a sus juegos inocentes. Y por eso amaban los chicuelos a su ombú; amábanlo con amor intenso, como se ama una cosa que nos es propia, un animal que nos es fiel. Lo cuidaban, lo barrían, lo acariciaban y subíanse a sus ramas, cuyo intrincado laberinto conocían de memoria.

Con la ayuda de sus piececitos descalzos aferrábanse a la rugosa corteza, que apretaban enseguida entre sus piernas cubiertas de sarga azul; y avanzando, avanzando constantemente hacia arriba, llegaban hasta la copa misma, donde tenían sus nidos las urracas, los carpinteros y las torcazas de plumaje gris. Las aves parecían conocerlos, porque no huían ni se espantaban al verlos aproximarse. Ellos, por otra parte, sabían su idioma y, lejos de amedrentarlas, llevábanles a menudo socorro y amparo.

Lucía, «la patrona», como la llamaban los pobres de los alrededores, había tomado cariño especial a Rosa, que además de cuidar de su casa, ocupábase en el lavado de la ropa de las quintas de la vecindad, empleando en esta labor todo su empeño, todas sus fuerzas.

¡Nada más nítido, en efecto; nada más diáfano que las piezas que veía Rodolfo allí, salidas de las planchas de la linda lavandera. Más tarde, en varias ocasiones, detúvose complacido a mirar bajar a la joven hacia el pie de la barranca, acompañada de su madre, mientras ambas se dirigían por el sendero de la ancha pendiente hasta la orilla del río, llevando sobre la cabeza un enorme canasto rebosante de material para el día. Seguidas por dos de los muchachos mayores, que acostumbraban ir con ellas, depositaban su carga, al llegar, al pie de los sauces cercanos a las aguas; y una vez comenzada la labor, entregábanse a ella con ahínco, con verdadero afán.

Envueltas las cabezas en pañuelos de colores que las protegían de los rayos del sol; de rodillas sobre el césped húmedo; hundían, estrujaban y golpeaban la ropa: y una vez jabonada, enjuagada y vuelta a enjuagar, colgábanla sobre cuerdas extendidas entre dos sauces vecinos, mientras a no larga distancia subía y subía la marca, en medio del chacoloteo de su leve y fangosa marejada.

Los chicuelos, entretanto, desnudábanse allí mismo y, arrojándose enseguida de cabeza a los charcos, con alegre y bulliciosa algazara, reaparecían poco después, semejantes a las focas, que al salir a la orilla a respirar, hacen relucir a la luz del sol sus ágiles y humedecidos cuerpos.

Rodolfo entabló conversación con los habitantes de la choza y permaneció en su compañía más de media hora. Por ellos supo cuánto debían todos los pobres de la vecindad a la inagotable largueza de la propietaria de El Ombú, y en qué grado la querían, veneraban y ensalzaban. Oyó de su boca tales cosas y supo tales hechos, que el nombre de Lucía comenzó a convertirse para él, desde ese instante, en objeto de vivo y ferviente culto, culto ajeno, sin embargo, según él lo creyó entonces, a todo sentimiento que no fuera el de la admiración más pura, el del más profundo y acendrado respeto.

Pero, de pronto, sin que pudiera darse cuenta del cómo ni del por qué, surgió en su memoria, cual evocado por irresistible asociación de ideas, el recuerdo de otro nombre: Miguel Álvarez Viturbe...

Y entonces, al unirle así, involuntariamente, al de Lucía, sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho, al mismo tiempo que cierta extraña sensación como de hondo anhelo o dolorosa angustia, le arrancaba un prolongado suspiro...

Esa misma tarde, temprano aún, se paseaba Rodolfo por los senderos de la quinta.

Distraído, no advirtió que, poco a poco, se iba acercando a un pequeño resquicio del jardín, que, por hallarse próximo a las habitaciones de los dueños de casa; les quedaba, de hecho, casi exclusivamente reservado.

Al oír la voz de Lucía, alzó de pronto los ojos, y desde el sitio donde se encontraba, a cierta distancia, sorprendió, sin ser visto, el cuadro de familia más dulcemente poético que le fuera dado hasta entonces admirar.

La joven y hermosa madre, entregada a uno de esos momentos de abandono que constituyen la íntima y serena vida del hogar, hallábase recostada en el corredor, vestida con una amplia y suelta túnica que cubría pudorosamente las graciosas formas de su cuerpo.

El menor de sus pequeñuelos —rubio y sonrosado como un querubín—, saltaba y se encaramaba sobre sus rodillas. Había límpida luz de cielo en las miradas del niño y angélico candor en sus sonrisas. Sus manecitas, mórbidas y blancas, como si fueran de delicada cera, revolvían y tironeaban con incansable porfía infantil los cadejos del opulento cabello de la madre, riendo y retozando, se defendía de ellos, ora debatiéndose con afán, ora provocando nuevo y más decidido encarnizamiento por medio de pequeños gritos de fingido dolor que redoblaban la adorable crueldad del chico. Sus bracitos se agitaban, pugnando por enlazar el cuello querido, mientras los pies, calzados con diminutos zapatines que dejaban ver el empeine regordete cubierto por una diáfana mediecita color carne, ajaban y hacían crujir, en su incesante gambetear, la rica falda de seda, hollada y comprimida por ellos.

Y cuando, por fin, cansada ya la madre, detúvose a tomar aliento, suelto el cabello en desorden, desprendido del todo del broche que hasta ese instante lo mantuviera aprisionado en lo alto de la cabeza, un beso, y otro, y otro más, sobre la frente, sobre los carrillos, sobre los ojos azules y las pestañas crespas del niño, pusieron, por un momento, tregua a la lucha.

Pero el chicuelo no se sentía satisfecho. La infancia es el sueño de la razón y la ferocidad del instinto en la alegría. Deseaba jugar más: quería acariciar aún a su manera. Entonces Lucía lo rechazó.

—¡Basta! —le dijo, dándole un último beso. Y se puso bruscamente de pie.

Rodolfo, que hasta entonces había permanecido como absorto, se escurrió, esquivando el bulto, cual si de repente le hubieran sorprendido en el acto de cometer una falta...

Capítulo VII

Ocho días, más o menos, habían transcurrido desde la llegada de Rodolfo a El Ombú.

En sus paseos diarios por las cercanías de la choza, llamole la atención un detalle: el encontrarse a menudo con Viturbe, quien, constantemente, parecía intentar ocultarse al verle.

La villa de doña Melchora, hallábase, como se ha dicho, muy cercana a la morada de Levaresa; de modo que los habitantes de la casita blanca debían, también, favores a la familia del doctor.

Esta consideración no fue sin embargo suficiente para explicar ante el criterio de Rodolfo el porqué de las frecuentes rondas que, a menudo, y a veces hasta en horas avanzadas de la tarde —cuando la obscuridad comenzaba a hacerse ya del todo densa—, emprendía por el terreno vecino el elegante Viturbe.

Pero, un día, tuvo ocasión de presenciar cierta escena sobre la cual hizo alto, no sólo por haberle ella revelado algo de nuevo, sino porque, bajo otro punto de vista, ajeno a ese motivo particular, lo puso en el caso de meditar sobre los extraños contrastes de la vida humana.

Se aproximaba la hora de comer. Había invitados esa tarde.

Los dos chicuelos de Lucía correteaban en el jardín, seguidos de cerca por sus ayas que no les perdían un instante de vista.

De repente, aparecieron en bullicioso tropel, por el otro lado del cerco, los cinco muchachos de la choza. Los más grandes llegaban del bajo del río, cubiertos de despojos de su excursión por entre los sauzales y bañados.

Alegres, corrían hacia la verja, desparramándose por el campo de hortalizas, atraídos por el rumor de dos carruajes que llegaban a El Ombú. La curiosidad los haría aproximarse hasta el mismo sitio donde la separación entre el dominio de la cabaña humilde y el del soberbio palacio era forzosa.

Una vez allí, con sus cabecitas rubias enfiladas a lo largo de la red de alambre, miraron ansiosamente.

Los hijos de Lucía, que los habían visto, cesaron al punto de jugar, corriendo a su vez hacia ellos, diéronles la bienvenida arrojándoles algunos bizcochos y dulces.

¡El contento, la sorpresa de los pobres ni ños de la choza no tuvo límite entonces!

Y entablose, de pronto, el siguiente diálogo, sostenido con interés entre Luchito y Maruja —que así se llamaban los de Lucía:

—Tienen hambre Maruja; dales otro bizcocho.

—Y otro merengue también; los merengues les gustan más —observó la niña.

—¿Sabes, Maruja —volvió a decir el chicuelo—, que estos pobres niños parecen no tener con qué entretenerse? Ese trae una rama de árbol; el otro un nido... ¿Y si les diéramos nuestros juguetes viejos? —añadió de repente, entusiasmándose con su propia idea.

La reflexión pareció encontrar apoyo en la niña, porque, a cual más veloz, escapáronse ambos, y tras breve desaparición volvieron a la verja, con las manos y los delantales colmados de objetos, a cuya sola vista se encandilaron los ojos de los pobrecillos, que habían escuchado ávidamente las palabras anteriores.

Y entonces comenzó la interesante repartición, presidida por Luchito.

A Perico, el mayor, tocáronle, las ruedas de una preciosa y minúscula calesa pintada de verde, juguete que en otro tiempo hiciera las delicias de su travieso propietario.

A Juanita, la de los ojos azules y cabello ensortijado, cayole en suerte una muñeca, tan rubia como su dueño; pero sin otro vestido para cubrir sus miembros, ya deshechos, que un trozo de corpiño desgarrado y sin más forma que revelase la noble condición humana de que había sido hermosísimo remedo, que una pierna colgante y un busto mutilado, manando aserrín por cien heridas.

A Bippo, le tocó un resorte de trombón; a Giuno un barco desmantelado; y de esta suerte, fue apareciendo de entre las manos y faldas de los amables señoritos toda una hecatombe jugueteril, restos multiformes de variadas clases de objetos, que no obstante, deslumbraron la vista de los otros chicuelos.

Entretanto la gente de casa y algunos de los visitantes, atraídos por la gritería infantil, habían ido poco a poco interesándose en la contemplación del risueño cuadro, que muchos se acercaron a presenciar.

En ese momento, viose aparecer por el otro lado de la verja a Rosa, la linda lavandera. Se dirigía hacia sus hermanos y los llamaba sonriendo.

—No molesten más a los patrones les dijo al aproximarse; es tarde ya y mamá los está llamando.

Miguel Viturbe, que había permanecido hasta ese momento indiferente y alejado de la verja, apareció sólo entonces para incorporarse al grupo...

Pero preciso fue interrumpir de pronto la escena, porque, muy avanzada ya la tarde, el sol comenzó a ocultarse tras del ombú secular y la llegada de un último carruaje retardatario anunció que todas las personas esperadas a comer aquel día se encontraban ya allí.

La dispersión fue rápida y general.

Jorge y Rodolfo, advirtiendo que se habían atrasado, subieron apresuradamente a sus aposentos para mudar de traje.

La avenida de la verja quedó solitaria.

La mortecina luz crepuscular comenzó a apagarse suavemente. Momentos después, era casi completa la obscuridad en el parque.

Terminado un somero apresto, disponíase Rodolfo a bajar, cuando observó que su ventana quedaba cerrada. Dirigiose como de costumbre a abrirla, pues el calor era aún considerable.

Al hacerlo crujieron y rechinaron los goznes del postigo. Al mismo tiempo, al mirar hacia abajo, por entre los maderos enrejados de la persiana exterior, divisó un bulto, una sombra humana que, como sorprendida de improviso, se alejaba bruscamente de la verja, en el sitio por donde, poco antes, había aparecido la muchacha lavandera.

Abrió, entonces, con suavidad el ala del volante; asomó la cabeza... y reconoció a Miguel Viturbe.

Rodolfo no pudo reprimir una exclamación de asombro...

Capítulo VIII

Dos o tres días después de esta escena partió Rodolfo para la capital.

Durante las escasas oportunidades que en adelante se le presentaron para visitar a Lucía y a doña Mercedes pudo cerciorarse de que el extraño, inusitado aumento de satisfacción y alegría que de repente había empezado a producirse en su espíritu guardaba relación directa con el del terreno, poco a poco conquistado, en el aprecio de la hija y en condescendencia de la madre; siendo parte muy esencial a producir esto último las circunstancias especialísimas —y por el lector ya conocidas— que le habían puesto en el caso de precisar, en cualquier momento, importantes detalles relacionados con el manejo de los intereses de la viuda de su bienhechor. Su consejo fue solicitado más de una vez y seguido con éxito, lo cual contribuyó a acentuar considerablemente, como es de suponerlo, su prestigio en la casa de Levaresa.

Era aquel el dichoso tiempo de las locuras sin tasa ni freno.

En la capital funcionaban a la vez diez y ocho teatros, todos repletos de su público especial. Lucíanse en los paseos parejas de caballos de precios fabulosos, habiendo cochero y cocinera cuyos sueldos respectivos equivalían a los de un jefe de sección de ministerio de Estado. Fregona napolitana viose que enviaba altas asignaciones mensuales a la tierra de su nacimiento, mientras bebía burdeos fino en la de su adopción. No faltaban zapateros que tuvieran de diario mesa puesta para los de afuera y mantel largo para los de casa; ni changadores que dejaran de jugar en el frontón la renta de un coronel. Jóvenes de la mejor sociedad —hijos de familia poco antes, vividores de marca a la sazón— solían arrojar, en dos o tres noches sobre el tapete verle del club que frecuentaban el valor de una finca de su pertenencia; a la vez que otros embolsaban, en el breve lapso transcurrido entre un almuerzo y una comida, un caudal de mayorazgo tras de insolentes golpes de fortuna en la Bolsa.

Las mujeres ostentaban en los bailes diamantes en cantidad suficiente para ofuscar la vista de quien las contemplaba; y las tres cuartas partes de la población se paseaba en carruaje propio, sin perjuicio de usar, además, carruaje de alquiler.

La entrada de un vapor con inmigrantes convertíase en verdadero espectáculo para la multitud que se apiñaba en el puerto a presenciarlo. Enmedio de un espeso bosque de masteleros formado por centenares de buques de todos los tipos y de todas las nacionalidades, los colosos de ultramar, repletos de su carga humana, llegaban a los diques del puerto, y después de largar sus cables, daban comunicación.

El hormigueo humano empezaba entonces, incesante, rumoroso. Y luego, el asalto al muelle en tropel, como si aquella muchedumbre se vaciara a borbotones sobre la ancha planicie del malecón, donde se desparramaba y esparcía...

Este mismo espectáculo repetíase tres, cuatro veces por semana. Centenares de miles de extranjeros acudían así a las playas nacionales en busca de un trabajo que, allí, en las lejanas tierras de su origen, no les era dado encontrar.

Bullicio, movimiento aturdidor de día, luces chispeantes de noche, en la vía pública, en los escaparates de las tiendas, al través de las entornadas ventanas de los poderosos y hasta en las viviendas de los más humildes. Fisonomías alegres a todas horas; agitación mercantil y bursátil; exceso, frenesí de placer y de aturdimiento; avalancha de objetos de lujo importados y obtenidos a precio de oro; y avalancha de población llegada por los paquetes casi cotidianos de diversas líneas trasatlánticas; protección ilimitada y sin embajes al arte verdadero y al arte de pacotilla, al ingenio y a la superchería mercenaria en todas sus manifestaciones; el artículo más insignificante arrebatado antes de ser exhibido; los osados dominando a su sabor y los cándidos y vanidosos engañados y satisfechos al suyo; la malicia y la mala fe entronizadas: he ahí los principales rasgos del pintoresco cuadro.

Imposibilitada Lucía por su condición de mujer para entrar de lleno en el manejo de sus cuantiosos intereses, hallábase, no obstante, suficientemente impuesta de lo más necesario a este respecto.

Un anciano respetabilísimo, antiguo amigo de su esposo, le servía de consejero en casos excepcionales. Un mayordomo subalterno hacía lo demás.

Durante los años de bonanza y mientras los asuntos del país anduvieron bien, bastaron estos elementos a la viuda del banquero Levaresa, cuyos complicados negocios habían sido reducidos a la sencilla entidad de un vasto capital, invertido en su mayor parte en valiosas propiedades raíces, urbanas y rurales.

Pero por la época en que tenían lugar estos sucesos, comenzaba ya a diseñarse en el horizonte de los negocios una situación futura por demás difícil. El estado de ánimo de la gente más sensata —aquella que veía venir fatalmente una catástrofe—, podría definirse con una frase casi paradojal: duda enmedio de la confianza.

Doña Mercedes y Lucía, como tantas otras señoras de la sociedad más culta del país habían comenzado a alarmarse. Con el admirable buen sentido propio de la mujer, divisaban, sin duda, el derrumbamiento final, dándose cuenta de que, tarde o temprano, habría él de producirse.

—¡El juego! ¡El terrible ¡juego! —decía a Rodolfo una noche doña Mercedes. ¡Cuánto lo detesto!

Este tema de actualidad dio lugar a que se interesara en él también Lucía. Rodolfo pudo, así, hacer conocer con amplitud sus ideas sobre la materia.

Una charla íntima, cualquiera que sea el tema que la motive, cuando median entre los interlocutores que la sostienen opiniones concordantes, da pábulo, casi siempre, a la franqueza, a la simpatía.

La viuda de Levaresa no ocultó que la acosaban temores y preocupaciones. A pesar de su alejamiento de todo lo que, en su carácter de miembro acaudalado de la sociedad, pudiera relacionarse con el mal reinante: la especulación, sus asuntos parecían no marchar como ella los quisiera ver marchar. Dijo allí que, a su juicio, las rentas de que disponía variaban de modo desordenado, excesivamente rápido para ser duradero; que sus propiedades se alquilaban a cualquier precio; que sus capitales, colocados a interés módico en los bancos, eran solicitados con insistencia desconcertadora. ¿Cuál sería la consecuencia de tanta anomalía?

Dio Rodolfo su opinión y esa opinión fue escuchada con interés. Opinión discretamente expuesta, sobriamente fundada: robustecida con argumentos sólidos.

Lucía, comenzó, entonces, a interrogar al joven; a consultarlo, al parecer con señalado interés; a anotar sus respuestas.

Capítulo IX

Transcurrió así un año.

A medida que adelantaba el tiempo, iba alivianándose en el alma de Lucía el peso del dolor ocasionado por la muerte de su venerable esposo, a la vez que de su austero y riguroso traje de viuda desaparecían también —eliminadas poco a poco por razones de salud o exigencias mundanales que, sin remordimientos ya, se cuidaba de exagerar un tanto— las señales externas reveladoras de ese dolor.

Llegó el próximo verano y se acabó definitivamente el luto de la familia.

Por esa época comenzó en la alta sociedad la costumbre, tan en boga hoy, de salir a veranear a la costa.

Ribera Bella era la más reputada y elegante playa balnearia del país y el hotel Sea-Side el mejor y más suntuoso establecimiento de Ribera-Bella.

¿Por qué se llamaba Sea-Side (así, como suena, en inglés) y no de la playa o de la orilla del mar aquel hotel?...

Rodolfo no logró nunca averiguarlo.

He aquí en dos palabras la historia de la Ribera-Bella.

Allá, tierra abajo, más al sur de los partidos que forman la zona central de las orillas bañadas por el Atlántico; abierta a las brisas marinas del oriente, y a las ráfagas sonoras del pampero; ancha, procelosa a veces; mansa y serena otras, hallábase, años ha, una blanca y extensa playa, que hasta entonces habitaran tan sólo la gaviota salvaje y el gaucho de la pampa.

Descubriola un día el hombre civilizado y, adivinando la importancia de tal descubrimiento, imaginó aprovecharlo en beneficio de sus semejantes.

Ahuyentadas por su presencia aterradora, huyeron las gaviotas de allí donde acostumbraban bajar por centenares y batir sus alas a la luz del sol. ¡Huyeron graznando para dejar la orilla abandonada a las conchas y algas del mar y al tropel bullicioso que desde las riberas del Plata acudía poco a poco a recogerlas y a bañarse entre sus olas.

La invasión fue rápida.

A la primera pintada casilla de baño siguiose un hermoso chalet, al chalet un palacio. La aldea marítima fue creciendo así; de modo que, no mucho después, lo que era únicamente soledad y melancolía se trocó en muchedumbre y movimiento. El vapor y la electricidad, el martillo y el yunque, el buril y el pincel hicieron sentir allí su influencia creadora; y al resoplido poderoso del uno y al golpe mágico de los otros, brotó poco a poco la ciudad balnearia.

Ribera-Bella se llamó, entre tanto, el prodigio naciente.

Los bañistas comenzaron a invadirlo en tropel desde la capital. Sitio de moda, lleno de distracciones, se vio frecuentado por la sociedad más selecta.

El Sea-Side, de por sí, era ya un atractivo: cómodos departamentos, amplios salones, comedor hermoso, salas de juego, terrazas, galerías con vistas sobre el mar; una extensa rambla a orillas de la playa; baños; pequeños kioskos restaurants anexos: todo lo esencial, en fin, y hasta lo accesorio y superfluo, encontrábase reunido en él.

La curiosidad de Rodolfo por conocer Ribera-Bella databa desde la época de la fundación del Sea-Side.

Pero se había resistido a satisfacerla.

Estaba seguro de no encontrarse bien allí el género de vida llevado por los huéspedes del famoso hotel no era, en modo alguno, el más a propósito para armonizarse con sus gustos.

Sin embargo, un buen día, después de mucho vacilar, no resistió ya más; y, quieras que no quieras, dando por vencedora a la tentación, resolvió dirigirse a la famosa playa; pero con el firme propósito de alojarse, una vez llegado a ella, en una de las muchas casas de huéspedes que allí abundaban, y contemplar, de ese modo; a sus anchas, y desde lejos, el espectáculo de la vida elegante que se llevaba en el Sea-Side.

La familia de Levaresa había partido, como tantas otras, después de hacerse retener de antemano uno de los mejores departamentos del privilegiado hotel; y allí se encontraba gozando de las delicias de una encantadora estación veraniega.

Jorge era también del número de los bañistas.

Capítulo X

Lo primero que hizo Rodolfo la mañana de su llegada, después de tomar posesión de su alojamiento fue dirigirse a la rambla, ancha y dilatada plataforma a la orilla del mar.

Rodolfo amaba el mar con locura, habiendo tenido ocasión de contemplarlo de cerca muchas veces durante su vida. Lo amaba, además, por instinto, por herencia y tradición, como lo había amado su padre, como lo había amado su abuelo, el viejo marino mercante. En sus trabajos literarios hubiera podido descubrirse esta circunstancia: la entonación más llevada y la nota más simpática hallábase siempre allí donde el autor había debido abordar temas que admitiesen en su desarrollo la introducción de grandiosos y risueños paisajes marítimos. Si alguna vez describía algo con pasión, con entusiasmo verdadero, era en los casos en que entraban como materiales para su cuadro olas y marejadas; brisas y musgos marinos; algas e islotes salvajes...

Había leído con pasión a Byron, siguiéndolo, fervoroso, al través de tormentas y bonanzas, con don Juan, el Corsario, y Childe-Harotd. Para él, el mar tenía también vida, tenía voz y voluntad y lo admiraba cuando bramaba airado bajo el soplo del huracán, como cuando, manso, sereno, en las tardes de calma mecía apenas sobre sus ondas al barco de vela inerte.

El Océano estaba tranquilo en esos momentos.

A no larga distancia veíase fondeada una corbeta de guerra. Secaba al sol su velamen, manteniéndole descolgado a medio trapo en la enhiesta arboladura. Las vergas, así guardas, atravesadas en cruz, se perfilaban sobre el azul del cielo, semejantes a las alas abiertas, inmóviles, de un inmenso albatros que flotara suspendido en el espacio.

Varios pescadores de faz tostada por el hálito del mar se disponían, entre tanto, a arrojar a agua sus aventureras balandras. Colocábanlas sobre postes rodantes de madera que deslizaban lentamente sobre la superficie húmeda y lustrosa de la arena endurecida. Hacíanlas llegar así, poco a poco, hasta la milla misma, donde, después de detenerse un segundo a tomar aliento, todos a la vez, inclinados, uniendo en un común esfuerzo el empuje de sus nervudos y vellosos brazos, las lanzaban de repente, mar adentro, sobre la cresta de una ola que se alejaba con ellas a la par huía e iba a morir deshecha y sepultada en el torbellino de otra ola rumorosa que le salía al encuentro...

Media hora permaneció Rodolfo allí, paseándose, absorto en la contemplación de lo que veía.

Los huéspedes de Ribera-Bella comenzaban a bajar. En un momento la rambla cubriose de paseantes.

La hora del almuerzo se aproximaba.

Volvíase ya Rodolfo hacia su hospedaje, cuando vio aproximarse a Jorge, que, recién levantado, se encaminaba a gozar de su acostumbrado paseo matinal.

La sorpresa de éste al encontrarse con su amigo fue indecible.

—¡Tú aquí! —le dijo con acento que más que de admiración parecía de espanto...

—Como lo ves —contestó Rodolfo,

—Luego ¿has resuelto, por fin, civilizarte?

—Es posible.

—Y ¿te hospedas?

—En el Hotel Vigía.

—¡Es claro! ¡Ya me lo imaginaba yo! Hospedarse en el Sea-Side fuera obrar lógicamente. ¿Y cómo has de demostrarte lógico tú siquiera una vez en tu villa?

—¿Quieres almorzar conmigo? —fue la única contestación de Montiano a esta amistosa impertinencia.

—¡No faltaría más! ¿En el Vigía?

—En el Vigía.

—Y ¿por qué no, mejor, en alguna de las fondas napolitanas de la estación?

—Porque se hallan muy distantes —replicó Rodolfo, sonriendo complacientemente. Y, luego, deseo presentar cuanto antes mis respetos a doña Mercedes y a Lucía. No me has dado tiempo aún de preguntarte por ellas.

—Si deseas verlas, razón de más para que me acompañes a almorzar en el Sea-Side.

—Cedo ante tal razón.

Y, esto diciendo, encamináronse al alojamiento de Rodolfo, donde, después de charlar un rato alegremente sobre Ribera-Bella, sus bañistas y sus costumbres; pasaron juntos al reputado hotel.

Capítulo XI

Muchas personas se encontraban ya allí cuando entraron los dos jóvenes.

La inmensa sala presentaba un aspecto animadísimo. Belleza, juventud, talento, elevada posición social; cuanto el país tenía de prominente o de respetable: reputaciones pasadas, presentes o futuras; hermosas esperanzas; brillantes realidades (sin que faltara, no obstante, como en todo lo humano, una que otra mistificación, o tal cual superchería); he ahí lo que en esos instantes exhibía, reunido y confundido bajo un mismo techo el suntuoso comedor del Sea-Side.

De pronto, un rumor sordo, creciente, se difundió por toda la sala, y trescientos pares de ojos volviéronse a un tiempo hacia la puerta principal. Lucía y su madre entraban.

Hay ciertos fenómenos del alma que no pueden explicarse ni definirse. Lo que sintió Rodolfo en esos momentos determinó en la suya uno de ellos.

En veinte ocasiones distintas había visto a Lucía presentarse así, de súbito, radiante de hermosura y de gracia, atrayente, deslumbradora, sin que jamás el contemplarla produjera en su espíritu impresión tan intensa. El sitio, la sociedad allí reunida, la curiosidad del público, el murmullo general de admiración que la hermosa mujer, levantaba a su paso, las mil miradas, buenas y malas lanzadas sobre ella a la vez; todo contribuía a convertirla repentinamente ante sus ojos en una especie de ser superior, dotado de cualidades en tal manera resaltantes, que la hacían sobreponerse en absoluto sobre los demás.

Y, en verdad, ¿era acaso aquella arrogante y espléndida reina de la moda, la misma Lucía que había tratado él durante todo el curso de un año en la penumbra suavísima de su hogar? ¿Era aquel traje, exquisito y soberbio a pesar de su aparente sencillez, algo que pudiera compararse con el austero vestido de luto de otro tiempo?

Y ese ambiente impregnado de incienso, de admiración casi bulliciosa ¿era el mismo que se respiraba en la tranquila opulenta morada de Levaresa, hasta donde no llegaban más visitantes que aquellos que tenían derecho de prescindir de las exigencias de cierta etiqueta tiránica y para él absurda e insoportable?

Veinte galanes, a cual de ellos más obsequioso y gentil, debían rodear a Lucía pocos momentos después, al terminar el almuerzo.

Cuando Rodolfo se acercó tímidamente a presentar, a su vez, el homenaje de su respetuosa admiración, ya los más resueltos, los más envidiados, esos cuyos nombres se hallaban en boca de todos, monopolizaban tal derecho.

Lucía brillaba como astro de primera magnitud en aquel círculo, hasta el cual casi no se atrevió a llegar Rodolfo. Por primera vez se sentía como humillado, casi empequeñecido. Le imponían esos jóvenes con su elegante; soltura, con su arrogancia innata, con su charla ligera, superficial, pero humorística.

Miguel Álvarez Viturbe, como es natural, se distinguía entre ellos.

La situación de Rodolfo, si se toma en cuenta el estado particular de su ánimo, no podía ser, pues, más extraña, más mortificante.

Espesa capa de melancolía cayó de repente sobre aquel espíritu exquisitamente sensible. Sin darse cuenta exacta del porqué, entregose desde ese mismo instante a los abandonos de una preocupación silenciosa y sentimental, tan impropia de las circunstancias como del medio en que se encontraba. Suspiró en silencio, agitose, en mil deseos indefinidos; sintió ansiedades inexplicables; aflicciones angustiosas que la razón fría y la voluntad más acerada no alcanzaron a reprimir. Cayó en meditaciones que lo llevaron a abatimientos irresistibles; forjó conjeturas... y... ¿será tiempo ya de decirlo?... llegó hasta derramar lágrimas, allá en el silencio y la soledad de su pequeña habitación de huésped, calificado de hombre solo en el registro oficial del Sea-Side, donde, quieras que no quieras, había concluido por arrastrarlo su amigo Jorge. Fue esta su primera falta, el primer desmayo en la lucha que su voluntad había sabido hasta entonces sostener contra las pasiones rebeldes.

¿Qué era aquello? No logró él definirlo. Pero se dio cuenta de que sufría, de que su existencia se amargaba y de que sus horas de descanso en ver de ser tranquilas eran agitadas y hasta desprovistas de sueño...

Solo, meditabundo, al caer de la noche, mientras, adentro, en los lujosos salones del Sea-Side circulaban alegremente las parejas o se preparaban a bailar, paseábase por las galerías que daban a la terraza, y desde allí contemplaba la inmensa superficie del mar iluminada por la claridad de la luna menguante. La brisa salina refrescaba su frente y el aspecto del Océano, vuelto a la tranquilidad serena de las calmas, mitigaba las internas agitaciones de su espíritu.

Miraba rodar las olas; las veía revolverse en su eterno y rumoroso vaivén escuchaba, deteniéndose a trechos, la amplia y grandiosa melodía del Océano, en la cual entraban confundidos el choque lejano y monstruoso de la líquida masa contra la roca que desafía su poder, la sonoridad de la onda, y el sordo estertor de la marejada que se quiebra contra el banco en estrías espumosas —y ese ruido lo marcaba dulcemente...

Capítulo XII

Una noche en que, abstraído como de costumbre, entregábase a su distracción favorita: la contemplación del soberbio panorama marítimo, oyó de repente a su espalda una voz conocida que pronunciaba su nombre.

Volvió la cabeza y se encontró con Lucía...

—Siempre solo y alejado del grupo general —le dijo en tono casi afectuoso la hermosa dama—. ¿No es usted aficionado al baile? Se pone usted viejo antes de tiempo.

—No creo que sea ello cuestión de edad, señora. Cuestión de temperamento tal vez. Y, por otra parte, ¿hay, acaso, algo que pueda reemplazar a este delicioso espectáculo? Vea usted: ¡qué noche y qué paisaje!...

—Hermoso, en verdad. Y no deja usted de tener razón. Existe aquí la pésima costumbre de instalarse en los salones desde el momento mismo en que se acaba de comer; precisamente cuando la permanencia en la terraza es más agradable.

Y, enseguida, volviendo la mirada en torno suyo:

—Tenga usted la bondad de acercarme esa silla —dijo. Voy a permanecer un momento aquí.

Montiano se apresuró a satisfacer el deseo de Lucía.

Por primera vez en su vida encontrábase Rodolfo así, solo, sin testigo alguno, enfrente de ella y en calidad de acompañante.

La conversación se inició entonces, pero indiferente, familiar, circunscrita a temas insignificantes, locales.

Con todo, el diálogo se prolongaba; de modo que al cabo de algún tiempo departían ya ambos con cierto interés, interés que, si llegaba a ser grato y nada más que grato para Lucía, para Rodolfo tornábase en dulcemente embarazoso...

La conversación fue animándose poco a poco. De las generalidades pasaron a un tema social, en el que si bien las opiniones de uno y otro no estuvieron del todo de acuerdo, no llegaron tampoco a chocarse, limitándose a ligeros rozamientos que Rodolfo cuidó de suavizar en lo posible, poniendo para ello en juego, a la vez, su instintivo y delicado tacto, su urbanidad exquisita, su claro y fino talento. Tras de peligrosos lances así eludidos, entraron de lleno en el comentario de las costumbres reinantes, y, como consecuencia de ese comentario, y la crítica un tanto acerba de los vicios y pasiones de la época. De allí a la murmuración —tan grata a todo espíritu femenino, por selecto que sea—, había sólo un paso. Se dejó Rodolfo impulsar y, posesionado ya en absoluto de sí mismo, no vaciló en abordar con precaución el espinoso tema, más por estudio de la índole de su interlocutora que por afición a él.

Le sorprendió en gran manera el éxito obtenido. La complicidad fue completa.

O mucho se equivocaba Rodolfo, o el carácter de Lucía no era del todo el que se le había atribuido generalmente, de acuerdo con la opinión de aquellos que aseguraban conocerlo en la intimidad.

La amena charla duró esa vez casi una hora y desde entonces se repitió a menudo.

Doña mercedes —abandonada noche a noche, como todas las señoras de su edad, a las narcóticas monotonías de un solitario y apartado extremo de la vasta sala donde se revolvía alegremente una juventud alborotadora; circunscrita a las eventualidades de demostraciones ocasionales de respeto, idénticas siempre, rigurosas, y, las más veces, importunas e incómodas—, resolvió, por fin, emanciparse de los fastidios y tiranteces de la antipática ley que la convertía, según su expresión, en «viejo mueble arrinconado», y fue, a su vez, a reunirse con Lucía y Rodolfo en la terraza.

Huía, así, la buena señora de la juventud; pero justamente para tener el derecho de acercarse a ella. Los viejos aman a los jóvenes como las plantas que ya se marchitan al verde arbusto que ha crecido a su sombra.

Pero ¿sucede por ventura lo mismo a la juventud, tratándose la vejez? En otras palabras: ¿sintió Rodolfo desde la noche en que por vez primera puso doña Mercedes en práctica su resolución el mismo agrado que debió aquélla experimentar al llevarla a cabo?

No; por más que entonces costara trabajo al joven convencerse a sí mismo de tan ingrata, tan injusta realidad de sentimientos.

A medida que se repetían estas reuniones en la terraza, notaba Rodolfo con sorpresa extrema, casi con espanto, que su desazón cundía...

Y creció de punto ese estupor cuando, al cabo de algún tiempo, pudo darse cuenta de que íbase acostumbrando en tal manera a la sociedad de la hermosa viuda, que, en los casos en que no lograba procurársela, se sentía del todo contrariado. La presencia de Lucía había llegado a serle necesaria. No oír su voz, no disfrutar del encanto de su palabra; no contemplar, fascinado, el brillo perturbador de sus ojos llegó a convertirse para él en motivo de impaciencia, de verdadera angustia. ¡Angustia mortificante; mezcla a un tiempo de ansiedad y de inquietud, de pesar y de esperanza!

Y entonces aconteciole algo distinto: en las conversaciones más triviales, sus respuestas comenzaron a resentirse de este estado particular de su ánimo. Embarazo invencible embargaba su voz; preocupaciones constantes distraían sus ideas.

En otros momentos, por lo contrario, costábale trabajo reprimir ciertos arranques, ciertos impulsos que, brotados de lo más íntimo del alma, pugnaban por manifestarse exteriormente por medio de la palabra entusiasta, exaltada, ardiente; por medio de expresiones sinceras, espontáneas, reveladoras.

De Lucía ¿qué pensar? ¿Fue acaso ilusión de Rodolfo? Él no lo supo. Pero lo cierto es que le pareció, más de una vez, inferir que su interlocutora se valía de pretextos fútiles para alejar a su madre y decidirla a volver a los salones.

Lo cual, aunque observado por pocos, llegó a espantar a muchos, y muy especialmente, a Miguel Álvarez Viturbe y a su madre.

El carácter vario, extraño, casi excéntrico de la hermosa viuda, daba lugar, por otra parte, a toda clase de conjeturas.

Ocasiones hubo en que Rodolfo la creyó rigurosamente severa; pero las hubo, también, en que la juzgó tan sólo caprichosa y engreída. En más de una circunstancia la halló alegre; en otras soñadora, preocupada, inquieta, casi triste. Y así, de este modo, le pareció que iba ella exhibiendo, a su turno respectivo, tan pronto los desdenes de la orgullosa, como los estudiados recursos de la mundana; las virtudes de la madre de familia, como las veleidades, artificios y resabios de la coqueta.

— ¡O la viuda de Levaresa está loca —decía alarmado el público— o el caso de Montiano es caso inexplicable!

Capítulo XIII

Una mañana recibió Rodolfo la siguiente misiva:

«Lucía V. de Levaresa suplica al señor don Rodolfo Montiano quiera pasar un momento a verla, pues desea tener con él una entrevista de carácter reservado, sobre asunto que puede interesarle

»Le aguardará antes de la hora del almuerzo».

Fácil será comprender la sorpresa de Rodolfo.

Vistiose apresuradamente; bajó a la playa y paseándose, aguardó con impaciencia la llegada del momento oportuno para acudir a la cita.

Intrigábale en alto grado aquella entrevista reservada de que se le hablaba en la tarjeta. ¿De qué podía tratarse?

Hizo mil conjeturas.

Es el estado en que se hallaban sus relaciones con Lucía, no era posible dejar de hacerlas. La imaginación tiene alas; el deseo las tiene más poderosas aún, y el espacio por donde vuelan el uno y la otra cuando se divisa brillar a lo lejos la luz de una esperanza, resulta insuficiente a su insaciable y anheloso afán.

Aquellos minutos comenzaron por parecer eternos a Rodolfo. Agitado por el torbellino de ideas que se revolvían en su mente, fue perdiendo poco a poco la virtud de la reflexión fría y serena, virtud que hasta entonces y había sido su fuerza; y, sin quererlo, se entregó al pueril encanto de hacer lo que vulgarmente se llama «castillos en el aire». ¡Cuán fácilmente sugestionable es la razón humana, y cuán poco leal al corazón, por más que suela creerse lo contrario!

Abandonose, entonces, el soñador, al dulce convencimiento de que la entrevista solicitada por la gran señora no tendría otro fin que el de abrir, en cierto modo, el camino a la franqueza mutua, a algo que ni siquiera atinaba él a denominar con su verdadero nombre; pero que —y de ello tenía conciencia cabal en aquellos momentos—, habríase traducido ante el criterio de la alta sociedad, si la alta sociedad hubiera llegado a saberlo, en el de una de esas pretensiones que, de inauditas, pasan a rayar en insensatas.

Y en tal modo llegó a dominarlo aquella idea, que cuando los punteros de su reloj marcaron, por fin, las once menos diez minutos y se puso en camino hacia el hotel, sentíase poseído de violentísima emoción.

Llegado al piso principal, se detuvo delante del departamento que llevaba el número 96.

Golpeó suavemente. La mano le templaba al hacerlo.

—Adelante —dijo desde adentro Lucía.

Hallábase ésta, cuando entró el joven, sentada enfrente de una mesa sobre la cual se veían papeles y recado de escribir. Se ocupaba en esos momentos en hojear alguna correspondencia y mantenía aún en la mano un lente de oro con largo cabo de nácar, alhaja que tenía costumbre de usar para el caso, más por moda que por otra razón.

—Buenos días, señor Montiano —dijo Lucía con cierto tono de gravedad que Rodolfo no le había oído emplear en otras ocasiones.

Y luego continuó:

—Le habrá extrañado a usted mi tarjeta. Pero me he resuelto, por fin, a llamarlo para hablarle de un asunto que preocupa mi espíritu desde algún tiempo y que (ojalá no me equivoque) habrá de interesar a usted una vez que le sea conocido. Tome usted asiento

—Estoy a las órdenes de usted, señora —contestó Rodolfo—, con voz que traicionaba su hondo anhelo.

Lucía dejó sobre la mesa el lente y, volviéndose hacia el joven, prosiguió:

—No ignora usted, señor Montiano, que desde la muerte de mi marido, he quedado en el mundo sola —ya que para el caso la compañía de mi madre y de mis pequeñuelos no puede ni debe ser tomada en cuenta—, sola, sin más consejeros que mi propia experiencia y la de la persona venerable a quien suelo consultar de cuando en cuando.

Los años transcurren; el país en que vivo avanza; todo se transforma alrededor mío; y yo voy quedándome atrás con ideas y preocupaciones que, a pesar de la escasa edad, no son de este tiempo, pero de las cuales no quiero, sin embargo, despojarme.

—Y con perfecta razón, señora —interrumpió Rodolfo.

—Dudas y dificultades sin cuenta suelen acosarme —prosiguió Lucía—. La prueba de ello la ha recibido usted en estos días. Nuestras últimas conversaciones le habrán demostrado cuán necesario me es, en las actuales circunstancias, un apoyo discreto y constante.

En mi condición de mujer, me veo imposibilitada a bastarme a mí misma. Pues bien: he creído que el concurso permanente de un criterio honrado, unido a una reputación sin tacha y a cubierto de sospechas irrazonables convendría del todo a mis intereses. Me he fijado en usted en quien encuentro reunidas estas condiciones; en usted el hijo de aquel bondadoso don Julio, tan leal, tan exento de ambición, y que mereció toda la confianza de mi marido.

Y al decir estas palabras, Lucía, se interrumpió un momento; bajó los ojos y alzándolos mucho, entre interesada y escudriñadora, trató de leer en el rostro de Rodolfo la impresión producida por aquellas.

Y enseguida prosiguió:

—¿Quiere usted acoplar, con la renta correspondiente, el cargo de administrador de mis intereses? He aquí el objeto de esta entrevista. Puede usted darme respuesta en el acto o cuando lo desee; siempre que no se tome usted plazo mayor de tres días, porque, al cabo de ellos, partiré para la capital.

Concluyó Lucía de hablar y Rodolfo se quedó como enclavado en su asiento.

Hay silenciosos combates que tienen por campo el alma y que, por lo mismo que suelen durar tan sólo un breve instante, son, a veces, formidables.

Montiano experimentaba en aquellos momentos una mezcla indefinible y extraña de pesar y de placer; de orgullo herido y de orgullo satisfecho; de humillación y de vanidad. Pero lo que mortificaba especialmente su espíritu y afligía su corazón era la evidencia de que, por sobre ello, aparecía, dominándolo todo, un sentimiento bastardo, casi criminal: el rencor; rencor contra la memoria de su padre, ¡de ese padre ejemplar, de ese modesto «don Julio» cuyo descendiente y natural continuador de humildades era ante el criterio de la orgullosa gran señora!...

¡Oh! ¡Cómo le subían al rostro, en aquel instante, los colores de la vergüenza, al recordar con la rapidez más que eléctrica del pensamiento sus «castillos en el aire» de pocos momentos antes! ¡Insensato de mí! —se decía—, ¿y quién me dio el derecho de hacerlos? Mi suficiencia tan sólo mi vanidad extrema.

Y los tormentos internos, producidos siempre en la conciencia de quien adquiere la seguridad de haberse puesto en situación absurda e inconfesable —siquiera sea ante el propio criterio— torturaban atrozmente al infeliz y desilusionado mozo.

¡Lucía! Ese nombre pronunciado así ¿habría de acudir por última vez a sus labios, y luego ir a refugiarse para siempre en el fondo de su corazón?

Los ensueños de poco antes; los mirajes de la fantasía; los lampos de esperanza; los suspiros de impaciencia y de ansiedad ¿qué se habían hecho? ¿Dónde estaban? ¡Todo, todo desaparecía para él ante la sola evocación de su humilde pasado; ante aquella frase, por largo tiempo ya olvidada y oída de súbito otra vez, en el mismo tono de otro tiempo, de labios que la pronunciaban con la misma compasiva y desdeñosa bondad: «¡El hijo de don Julio!».

Y bien: esa frase que estuvo a punto de ahogarlos, salvó del naufragio los más nobles sentimientos de Rodolfo, puestos un segundo en peligro durante la terrible tormenta que la lucha de encontradas pasiones alcanzó a desencadenar en su espíritu.

Tal vez si ella no hubiese sido pronunciada, si Lucía se hubiera limitado al ofrecimiento con que pretendía, sin duda, dispensar favor y honra, Rodolfo no lo habría aceptado. Pero aquel arranque interno suyo de soberbia, aquella ingrata y criminal injusticia hacia la memoria del más bondadoso de los padres, debían tener su castigo y su expiación...

Una lágrima, transparente y amarga, brilló en las pupilas del joven. La sintió él surgir, temblar y desprenderse. Lucía debió verla también, porque incorporándose de súbito, como si tratara de reprimir o disimular una emoción en peligro de ser traicionada, puso termino a la entrevista con estas palabras:

—Bien veo que necesita usted de tiempo para meditar su resolución. Le dejo a usted en libertad.

—Se engaña usted, señora —se apresuró a contestar Rodolfo reponiéndose—. El beneficio y la honra son tan señalados que no admiten vacilación posible. Sólo la sorpresa ha podido embargar mi voz, y el recuerdo evocado por usted hacer acudir lágrimas a mis ojos. Acepto desde luego el favor, y lo acepto lleno de reconocimiento. Al surgir ante la memoria de usted la sombra venerada de mi padre, no podía dejar de presentarse con ella el recuerdo del hijo; porque, en este caso, el hijo y el padre forman una sola entidad, así por la condición social, como por las ideas; por los principios, como por la gratitud. El hijo de don Julio se halla, pues, señora, en su puesto. Administrador, hombre de confianza de la viuda de Levaresa. ¿Qué mayor honra para él? ¿Qué suerte más digna y más lógica podía caberle en la vida?

Y tras esta respuesta recuperado ya sobre sí mismo el dominio suficiente para poder aparentar calma y tranquilidad y asumir la actitud adecuada al papel que desde ese momento entraba a desempeñar, Rodolfo, que se había levantado a su vez, murmuró algunas frases más de agradecimiento, prometió ponerse, en el acto mismo, a las órdenes de Lucía, hizo a ésta una ceremoniosa reverencia, y se retiró de la sala.

Con paso seguro y firme dirigiose enseguida a su habitación.

Pero, una vez en ella, el llanto, por largo tiempo reprimido, rodó abundante, libre, aliviador; sin dique alguno ya que refrenara su desborde de las pupilas humedecidas.

No durmió esa noche. Pero en cambio, meditó mucho y de esa meditación le resultaron no pocas conclusiones útiles, no poca lógica, no poca verdad, por más que su amor propio experimentaba intenso y rudo golpe. Lo vio ofendido, humillado, castigado; y, sin embargo, no lo compadeció. ¿No era él, acaso, el causante único de aquellos extravíos del corazón y de la mente que habían estado a punto de dar por tierra, en una hora de abandono, con principios de largo tiempo atrás arraigados y que hasta entonces se creyera inconmovibles?

Capítulo XIV

Eran las once de la mañana siguiente.

Hallábase Rodolfo instalado desde temprano en uno de los kioskos de la rambla. Recorría, sin poder fijar la atención en su lectura, los diarios acabados de llegar por el correo. A ratos observaba maquinalmente a los bañistas que acudían a la playa.

Su espíritu se hallaba del todo ausente.

Al esforzarse por descubrir las causas que de modo más intenso hubieran podido influir en la determinación de Lucía, se engolfó en reflexiones que, tras largo meditar, lo llevaron a la siguiente conclusión, perfectamente lógica, perfectamente conforme con las circunstancias y antecedentes del caso: Lucía, cuyo claro entendimiento, altivez de carácter y fuerza de voluntad eran proverbiales, habría adivinado, por fin, la existencia de los sentimientos inspirados por ella en el alma ingenua y fervorosa de un iluso que, hasta entonces, había creído poder guardarlos ocultos para siempre dentro de lo más recóndito de sí mismo, como en inviolable y sagrado tabernáculo.

Se habría dado cuenta, a la vez, del asombro inaudito del público, ese público especial, que, a fuerza de maña, de curiosidad y de empeño, logra, en casos análogos, descubrir los secretos que más puedan convenirle para alimentar sus temas de actualidad social, ocasionados a chistes retozones, a burlas picantes, a comentarios malévolos.

Llegaría, luego, hasta ella el eco de alguno de esos comentarios. Su amor propio se habría resentido, entonces. En el primer impulso de justa indignación la orgullosa dama habría resuelto poner término a la cháchara social y a la insensata osadía de quien la motivaba, infiriendo al culpable una pública y ejemplarizadora humillación.

Pero, ¿qué mujer —por altiva y desdeñosa que sea—, no sentirá vacilar su voluntad ante la consideración de que aquel a quien va a humillar se ha hecho reo tan sólo de falta de energía para resistirá la acción subyugadora de sus múltiples y poderosos encantos?...

Un movimiento de generosa compasión habría sucedido al primer arranque. Y, luego, ¿no hay, por ventura, cien distintos medios de llegar a un mismo fin? De allí, pues, aquellas pasadas altiveces, seguidas de condescendencias desorientadoras; aquellas aparentes excentricidades; aquella originalidad de trato, y, por fin, aquel recurso final —benévolo, cortés en la forma— compasivo, desdeñosamente bondadoso en el fondo; recurso extremo, eficaz, absoluto, que daría lugar a que se fijara definitivamente en lo futuro, ante el criterio mundano, la distancia que de hecho separaba ya a la opulenta, la aristocrática viuda del banquero Levaresa; de su joven administrador.

Así discurrió Rodolfo durante aquellos momentos de meditación silenciosa.

La concurrencia del Sea-Side hotel iba invadiendo, entretanto, la playa. Unos tras otros llegaban Jorge, los jóvenes y sus parejas inseparables; los aficionados al baño, los organizadores de paseos y de diversiones de toda especie.

En un galpón cercano al sitio donde se encontraba Rodolfo había un buen Tiro de pistola. En aquellos momentos se sentía repetirse, con uniformidad casi invariable el eco de las detonaciones. De cuando en cuando, aplausos entusiastas acogían las proezas de algún diestro tirador. Grupos numerosos de pescadores, bañistas y otras gentes, se agolpaban en la puerta del Tiro, con el propósito de observar desde allí a los que distraían sus ocios en tan elegante pasatiempo.

Sacudió, por fin, Montiano su malhumorada melancolía; se puso de pie y, decidido a imitar a los demás, encaminose hacia el Tiro.

Al llegar al galpón se detuvo. Miró y pudo observar que quien provocaba los aplausos era Miguel Álvarez Viturbe.

Atraído, a su vez, por la curiosidad, quedose un momento contemplando al tirador incomparable.¡Realmente, aquello era asombroso!

Un blanco de cartón, después de recibir más de treinta tiros, había sido agujereado, invariablemente y con precisión casi matemática, en el punto céntrico de mira. El documento era pasado de mano en mano como verdadera curiosidad.

Lucho, habíasele ocurrido a alguien la humorística idea —muy propia de aquel medio y de aquella agrupación de muchachos alegres y chacotones— de fabricar para Viturbe un blanco «Guillermo Tell» sui generis. Un enorme bagre, acabado de pescar y adquirido previamente para el caso mediante su precio vil, fue colgado en la playa, al aire libre, pendiente de uno de los postes transversales donde solían los bañistas colocar sus ropas antes de arrojarse al mar.

Una vez dispuesto así, encaramáronle sobre la cúspide del hocico angular, a guisa de manzana, un diminuto langostín, apenas visible a la distancia de veinte pasos.

Miguel se preparó a dar la elocuente prueba de destreza que se le pedía.

Midió la distancia, los veinte pasos ya mencionados; se colocó en su sitio, alzó la pistola, apuntó con mano firme y salió el tiro.

El langostín desapareció.

Mas, no contento Viturbe con esta hazaña, quiso coronarla con otra más brillante aún.

—¡Al ojo derecho del Rey Filipo! —exclamó, vaciando, probablemente, en esta frase toda su erudición histórica.

Apuntó de nuevo y disparó...

El bagre no sólo se quedó tuerto, sino ciego; pues, hallándose colocado de perfil, la bala, al perforarle de parte a parte la cabeza, dio en un ojo y se llevó los dos.

Multitud de paseantes cruzaban, entre tanto, por la rambla, y los grupos de siempre formábanse poco a poco. Brisas del sud, frescas y saladas, traían en su seno deliciosos perfumes marinos y arremolinaban las olas, que, al achatarse sonoramente contra la playa, deshacían, extendiéndola en forma de dilatado manto, su blanca y borbollante cresta de espumas.

Otros bañistas se habían arrojado ya al agua y retozaban alegres, sostenidos de las cuerdas fijas, o recibiendo el golpe de la ola, que llegaba, los envolvía, y pasaba de largo, yendo luego a morir, deshecha, al borde de la arena.

Algunos —muy pocos—, se arriesgaban a nadar; pero sólo durante cortos instantes, y ello con grandes precauciones. El mar de Ribera Bella es proceloso y traidor; corrientes intensas que se dirigen oblicuamente hacia el norte atraviesan sus orillas. Rodolfo había experimentado, días antes, por sí mismo el peligro de ser envuelto en ellas. Sus condiciones de nadador eran, sin embargo, excelentes: debía a su padre esta cualidad; a su padre, para quien permanecer dos horas en el agua cruzando largas distancias era hazaña familiar.

Doña Mercedes y su hija no tardaron mucho en llegar a la rambla.

Rodolfo se adelantó a saludarlas, disimulando, en lo posible, su emoción.

Lucía parecía pensativa. Pero Montiano no tuvo tiempo de detenerse a observarla. En el acto de adelantarse la hermosa viuda, rodeola el grupo de siempre. Miguel entre los primeros.

—¿Se baña usted, señora? —le preguntó Viturbe después de darle los buenos días.

—Como de costumbre, contestó Lucía—. ¿Y usted?

— Lo he hecho ya, muy temprano esta mañana.

—¿Nada usted mucho?

—¡Pues ya lo creo! He avanzado hoy larga distancia, mar adentro, hasta abordar la lancha de unos pescadores.

Rodolfo había escuchado este diálogo en silencio. Al oír las últimas palabras de Viturbe no pudo evitar un movimiento de disgusto.

—¿Y no teme usted a las corrientes? —preguntó, interviniendo de pronto en la conversación y fingiendo un tono de sorpresa bajo el cual no alcanzó a disimular del todo la malévola intención con que hacía tal pregunta.

Casualmente aquella misma mañana, observándole desde lejos, había visto bañarse a Miguel. El esbelto mozo, aunque ágil, y robusto como un Neptuno joven, había permanecido durante más de media hora circunscrito a la vecindad de las cuerdas y postes de la orilla, logrando con gran dificultad sostenerse a flote, en medio de esos desaforados pataleos y manotadas que ponen en evidencia a un mal nadador.

Álvarez Viturbe miró a Rodolfo con altanería.

—¿Cree usted, le dijo, que esas insignificantes corrientes puedan arredrar, no digo a un hombre como yo, sino aún al más mediocre de los nadadores?

Esto colmaba la medida. Y, por otra parte, Rodolfo, sin darse cuenta de ello, se sentía irresistiblemente inclinado a la maldad en aquellos momentos. Resolvió, pues, desenmascarar de una vez por todas al presuntuoso.

—No sólo lo creo, contestó con tono apacible, sino que estoy de ello seguro.

—Entendámonos, señor Montiano, repuso Viturbe en el mismo tono. ¿Se refiere usted a mí o al nadador mediocre de quien he hablado?

—¡Según y cómo, señor mío! Para responder a usted, necesitaría, ante todo, convencerme de que uno y otro no son la misma persona.

Viturbe miró con arrogancia a su contradictor.

Jorge Levaresa, que se había aproximado y oído la discusión, intervino en el acto; pero lo hizo con intención del todo maligna, yendo mucho más lejos aún de lo que se había propuesto Rodolfo; tanto que éste hubo de arrepentirse del primer movimiento de impaciencia que lo impulsara a provocar a Miguel.

—La dificultad tiene solución muy sencilla, dijo, jovialmente, Levaresa. Estamos aún en ayunas: un baño más, un baño menos a nadie daña. Que pruebe sus fuerzas y habilidad Viturbe, bañándose ahora mismo, en nuestra presencia, e internándose un centenar de varas en el mar. Cien varas, ¡vamos! ¡menos de una cuadra criolla! Nos contentamos, sin embargo, con esa prueba...

Miguel vaciló. Pero pudo más en él el sentimiento irresistible de la vanidad ofendida.

—Aceptado, se apresuró a decir —tras de un instante de silencio durante el cual su rostro cambió visiblemente de color, no se supo entonces si de cólera o de miedo. Y, luego, volviéndose hacia las clamas que se habían reunido en grupo:

—Serán jueces ustedes, añadió.

Rodolfo quiso protestar; pero su amigo Jorge no le dio tiempo para ello.

Inconscientes las personas que se hallaban allí del verdadero peligro que habría de correr el atolondrado si llevaba adelante su proyecto, no sólo no se opusieron a él sino que lo aplaudieron con entusiasmo...

Capítulo XV

Un espectáculo es siempre un espectáculo. Cualquiera que sea su naturaleza, no faltará jamás quien, aguijoneado por la curiosidad, se interese por contemplarlo.

Miguel, al aceptar el reto en la forma expuesta, arrojaba, a su vez, a Rodolfo un guante que este juzgó no le cumplía recoger. Se trataba de una especie de niñería, tan atolondrada en su origen como peligrosa en sus consecuencias.

Rodolfo se dio inmediata cuenta de la responsabilidad que le afectaba en el caso y, penetrado de ella, propúsose cumplir con lo que creyó un deber estricto: no bien desaparecía Miguel, decidido a poner en práctica el anunciado intento, cuando a su vez, tomaba él posesión de una casilla de baño y, sin que nadie lo viera —pues los presentes sólo se preocupaban de Viturbe—, disponíase a hallarse listo para arrojarse al mar en caso de necesidad.

El corazón le latía, entretanto, y verdaderos remordimientos torturaban su conciencia.

El espectáculo anunciado no se hizo esperar.

Transcurridos algunos instantes, salió Miguel de su casilla, envuelto en una elegantísima sábana color canela, que le cubría todo el cuerpo. Iba algo pálido; pero afectaba marchar con seguridad.

A pocos metros de distancia le seguía Rodolfo, envuelto, como él, en amplía sábana de baño, cuyo capucho le encubría por entero la cabeza y parte del rostro. Ninguno de los que presenciaban la escena paró, pues, la atención en él. Seis u ocho bañistas dirigíanse al mismo tiempo a la playa; indiferentes; ignorantes de lo que allí se preparaba.

El mar estaba agitado. La brisa no sólo no amainaba, sino que era aún más violenta en aquellos momentos, y, por lo tanto, más sonoras, más frecuentes y voluminosas las olas que producía.

A lo lejos, divisábanse algunos barcos de pescadores que, a todo trapo y dando la popa al viento, se mecían en el horizonte. Bandadas de gaviotas, albas como la espuma misma, los seguían de cerca, arremolinándose a trechos entorno del aparejo; ora elevándose hacia las nubes, ora abatiéndose de súbito sobre el rumoroso oleaje.

Miguel llegó al borde del agua.

Resuelto a arriesgar el todo por el todo; ensoberbecido, atolondrado más que audaz; aguijoneado por la vanidad antes que por el deseo; rápido, ágil, despojose del abrigo que lo cubría y, de un salto, sin demoras ni vacilaciones se arrojó al mar.

Rodolfo se quedó observándole a la orilla; con los ojos fijos, sin perder uno solo de sus movimientos.

Un aplauso general y el eco de dos o tres entusiastas ¡bravos! lanzados por voces femeninas llegaron desde la rambla hasta los oídos de Montiano.

Sin duda los oyó también Miguel, y diose cuenta cabal de que era él quien los provocaba, porque, haciendo un avance inmediato, redobló en ligereza, puso el pecho a la ola, y una vez con el agua ya a la altura de la barba, se lanzó de bruces. Hundió enseguida la cabeza entre la espuma, y tras repetidos y formidables aspavientos, quedó flotando un instante a merced del caprichoso oleaje, fuera ya del punto donde «se hacía pie», llevado hacia lo hondo, más por el impulso de la corriente —que en ese sitio comenzaba a hacerse sensible— que por el de su propio y desesperado esfuerzo.

Mantúvose así durante cerca de un minuto.

La distancia recorrida al cabo de este tiempo pasó de treinta metros.

El momento crítico no podía hacerse esperar.

Un nadador de escasas dotes que comienza por agotar sus fuerzas, prodigándolas desde el punto mismo de partida, está irremediablemente perdido, si se encuentra sólo y persiste en pretender llevar adelante un intento superior a ellas.

A la distancia mencionada, Miguel comenzó por mirar hacia atrás.

Aterrorizado con el espacio que lo separaba ya de la playa, dio una brusca vuelta y comenzó a deshacer el trayecto recorrido. Redobló para ello el empuje ya medio exhausto; mas, convenciose al punto de que el regreso era mucho más difícil que la partida. La corriente oponíale una barrera insalvable, y, no sólo no le permitía avanzar, sino que le alejaba más y más de la orilla.

Un vago sentimiento de terror, que debió ir creciendo a medida que crecía la dificultad, pareció entonces apoderarse del nadador, a juzgar por los desesperados y casi epilépticos esfuerzos que los que le contemplaban desde la playa le vieron hacer.

El grupo de la rambla empezó a agitarse. Viva ansiedad se retrataba en todos los semblantes.

De repente oyose en el mar un grito, un grito estridente, lleno de mortal angustia:

«¡Auxilio! ¡Auxilio!»

Los espectadores lo repitieron en eco unísono, que se extendió, fue creciendo y multiplicándose...

—¡Auxilio! ¡Auxilio!

—¡Que se ahoga! ¡Que se ahoga!

—¡Una cuerda!

—¡Un salvavidas!

El turno de Rodolfo había llegado.

Con un movimiento brusco, deshízose del lienzo que lo cubría y ocultaba y, tras veloz carrera enmedio del agua baja, cortó la ola con el cuerpo y empezó a nadar, con donaire, decisión y brío, en favor de la corriente...

Momentos después, llegaba al sitio donde Viturbe, extenuado, jadeante, casi sin sentido ya, luchaba con las ansias de la desesperación, sosteniéndose apenas sobre las olas que por momentos le pasaban por encima, sepultándolo a trechos.

La sofocación comenzaba a producirse. Sin vacilar, extendió el nadador un brazo y cogió por el cabello aquella cabeza que flotaba, desatentada y casi inerte...

Entonces los que contemplaban la escena desde la orilla vieron algo así como una lucha terrible. Lucha entre dos hombres, que, suspendidos sobre el abismo, pugnaban contra fuerzas poderosas en el afán de no ser vencidos. El uno se aferraba al otro; ambos desplegaban sus esfuerzos opuestos; ambos se debatían; resistían, como extenuados ya, y jadeantes.

El regreso era lo más difícil.

Miró Rodolfo hacia tierra y vio que allí, en la playa, se había agolpado apiñada multitud de gente. Unos corrían; otros arrojaban cuerdas y salvavidas.

El empuje de la corriente era terrible. A costa de grandes esfuerzos manteníase el nadador sin ser arrastrado, neutralizando el poderoso impulso que le hacía gastar en vano la mitad de su brío. Sabía él, sin embargo, que la zona recorrida por esa corriente no era muy ancha. Cesó de nadar un instante y vio que la dirección llevada por las aguas no era directa hacia adentro sino oblicua hacia el noreste. Comenzó, entonces, a avanzar en ese sentido, calculando que así podría atravesar la barrera, a lo largo, sin agotar del todo sus fuerzas. Las olas, por otra parte, si lograba aprovecharlas, le ayudarían a alcanzar su intento.

Siguió este plan y vio que obtenía buen resultado.

Pero la lucha era aniquiladora.

Solo, no hay duda de que le habría sido fácil sostenerla y vencer; mas con el aditamento de aquel cuerpo —no ya inerte, que ello hubiera aligerado su peso, sino animado de movimientos convulsivos que en ocasiones entorpecían los suyos—, la empresa se le presentaba ardua por demás.

Los gritos de la gente de tierra le animaban, sin embargo: «¡Adelante! ¡Valor! Sostenerse hasta alcanzar las cuerdas!».

Y, al mismo tiempo, dos o tres bañadores de los de oficio lanzábanse al agua y trataban de aproximarse a los jóvenes, mientras otros corrían por la playa con el propósito de llegar al punto por donde, más al sur —dado el impulso de la corriente—, deberían, acaso, estos ser salvados.

De que había sido reconocido, no le quedaba a Rodolfo la menor duda. Más de una vez pareciole oír gritar su nombre. Fijando un instante la vista, distinguió a Jorge que corría por la playa, haciéndole señas desesperadas.

La orilla distaba ya tan sólo algunos metros.

En esos momentos sintió Montiano que el cuerpo de Miguel se agitaba bajo su brazo y, tras de estremecimientos terribles, lo envolvía, casi maniatándole.

No vaciló en trance tan terrible. Dio a Viturbe un vigoroso golpe en la cabeza, con el propósito de hacerle perder el conocimiento, y continuó nadando y arrastrándole por los cabellos.

Era ya tiempo. Las fuerzas le abandonaban. Sentía que se le adormecían los miembros; que los oídos le zumbaban y que el corazón le palpitaba tan violentamente que parecía golpearle el pecho.

Recordó entonces, con angustia mortal, la enfermedad orgánica de su padre. Don Julio había muerto del corazón. ¿No la habría heredado él por desgracia? Y, en tal caso, ¿no contribuiría esa circunstancia a producir un desenlace fatal, si las fuerzas llegaban a abandonarle del todo?

¡Terrible idea!

Hizo otro esfuerzo, desesperado, supremo; el último... y salió de la zona de la corriente, al mismo tiempo que una ola enorme lo alzaba sobre sus poderosas espaldas, haciéndole avanzar gran trecho...

El bañador que más se había adelantado se encontró a sólo cuatro o seis brazadas de distancia.

No había tiempo que perder. Blandió un salvavidas y lo arrojó con violento esfuerzo. La cuerda de que iba éste provisto se desenrolló zumbando y ondeando en el aire, semejante a una anguila gigantesca que hubiera saltado de súbito del seno de las aguas.

Rodolfo alargó la mano que le quedaba libre, y, sin abandonar a Viturbe alzando al mismo tiempo el brazo con el cual le había mantenido a flote, echó el cuerpo adelante y se dejó arrastrar...

Segundos después, eran ambos recogidos en la playa; cubiertos por dos abrigos y transportados a las casillas más cercanas.

Viturbe sin conocimiento.

Rodolfo exhausto de fatiga.

Al llegar este último al borde de la rambla, divisó entre la multitud a doña Mercedes y a Lucía.

Lucía estaba pálida, pálida como el mármol...

Capítulo XVI

Aquel año de fiebre, de locuras, de cosas extrañas, ilógicas —y sin embargo aceptadas, aplaudidas, duraderas—, tocaba a su fin.

El período de abundancia, aludido anteriormente, había llegado ya a su momento supremo. Aumentaba la exportación, veíase el cambio a la par, y multitud de extranjeros acudían desde el viejo mundo trayendo sus industrias, su experiencia y sus capitales.

Inventos de toda especie: absurdos los unos, útiles, ingeniosos los otros; concesiones innumerables de ferrocarriles y tramways a vapor; aquellos otorgadas con el propósito de poblar regiones lejanas del territorio nacional; éstas para acortar distancias, por lo alto o por lo bajo; por encima de las azoteas de las casas de la ciudad o al través de túneles colosales que convertirían los subsuelos de la capital en una intrincada red de bóvedas subterráneas capaces de rivalizar con las más hermosas catacumbas del mundo, todo ello hallaba cabida, era protegido, y, aunque se le presentase sólo como idea, lograba ser explotado a la par de la más palpable realidad.

El valor de las tierras aumentaba de modo fabuloso, insensato. Se cotizaban hasta las faldas de la cordillera, allá en la desolada región que cubren las nieves perpetuas; se les asignaba un valor determinado y ese valor iba creciendo, creciendo, al pasar de mano en mano, como bola de esa misma nieve. Se multiplicaban las industrias; toda empresa prosperaba. Nombres rimbombantes de instituciones estrambóticas producían efecto y encontraban eco.

Asombrosa era la actividad comercial: veinte, treinta bancos funcionaban y prosperaban a la vez en aquella singularísima época de esplendor.

Jorge, lanzado ciegamente por el campo de la especulación, ganaba dinero a manos llenas. Mes hubo en que el sólo juego a diferencias dejole utilidades reales que equivalían a una verdadera fortuna.

Entonces lo vio Rodolfo llegar atolondradamente a su gabinete y, loco de júbilo, echarse rendido sobre un sillón; pasarse el pañuelo por la frente sudorosa; encender un cigarrillo y comenzar a contarle sus insensatos proyectos.

Según él, la suerte se le había declarado esclava. No eran ya calculables las sumas que amontonaría con el tiempo. ¡Qué de empresas por acometer! Creación de fábricas, de establecimientos de campo «modelos»; edificios suntuosos dentro de la ciudad; una flota de vapores para explotar cierta pesquería en el sur de la república; colonización de parte de la Tierra del Fuego; vías férreas; un yatch a vapor de no menos de mil toneladas con capacidad para los cincuenta o más amigos que en calidad de excursionistas habrían de acompañarle durante las largas e interesantes expediciones que se proponía llevar a cabo; etc., etc.

Las advertencias de Rodolfo, sus amonestaciones producían en aquellos casos el resultado de costumbre. La discusión se prolongaba tal vez algunos momentos más de lo que solía; pero el final era el mismo: un apretón de manos o una franca y alegre carcajada.

Llegó el siguiente invierno. La gran capital comenzó a animarse. Teatros y paseos viéronse atestados de gente, y gran número de carruajes de lujo salieron a lucir, a la vez, en las avenidas públicas.

La Ópera era el centro de reunión más frecuentado. Allí concurrió todas las noches, acompañada de su madre, llamando la atención como de costumbre, la hermosa viuda del banquero Levaresa.

Rodolfo no se presentó jamás en los sitios donde pudiera haberse encontrado públicamente con Lucía. Su vida volvió a ser lo que había sido antes. Pero la constante preocupación que la dominaba dio lugar a que añadiera a los hábitos pasados otros más conformes con el estado de su espíritu.

Un alma atormentada por el afán necesita, para resistirlo de embriaguez o de cansancio, bien así como el cuerpo herido soporta mejor la operación quirúrgica bajo la influencia de un anestésico cualquiera que lo insensibilice o adormezca.

El trabajo —un trabajo abrumador—, fue desde luego el bálsamo que se aplicó Rodolfo.

En posesión de su cargo de administrador de los bienes de Levaresa, buscó deliberadamente hasta el desempeño de los quehaceres menos en armonía con su carácter, deseoso de imponerse una especie de humillación voluntaria y permanente a que se creía obligado en resguardo de sus propósitos y resoluciones.

Dedicado, además, a negocios particulares en el estudio de abogado que desde tiempo atrás tenía abierto, conservó, a la vez, sus dos cátedras y aumentó la cantidad de trabajo con que solía colaborar en la publicación de un diario.

¿Cómo le alcanzaba el tiempo para tanto? No es fácil decirlo. Pero lo cierto es que no sólo disponía del necesario para llenar el programa que se había propuesto cumplir al pie de la letra, sino que en los días feriados sobrábanle algunos momentos para distraerse. Los placeres de la navegación a vela por el río, a los cuales, dados sus antecedentes y sus instintos era muy aficionado, constituían, fuera de casa, su pasatiempo favorito.

Temprano, muy temprano en tales ocasiones, casi al salir el sol, vestíase deprisa y, sin que el frío de las mañanas de invierno le arredrase, tomaba el primer tren y se dirigía hacia el norte.

Allí, a orillas de una ensenada, en sitio pintoresco, al ancla y mecida por la brisa matinal, aguardábale una pequeña embarcación con arboladura de balandra —precioso «juguete de niño grande», como lo llamaba Jorge—, Jorge a cuya munificencia de especulador afortunado lo debía Rodolfo, en calidad de obsequio.

Llegado al fondeadero, saltaba el solitario marino sobre la cubierta de su barco; recogía el ancla, alzaba la vela, y apoderándose de la caña del timón, aguardaba el primer impulso.

Con lentitud al principio, presurosa después, y aumentando en gallardía a la par que en velocidad, así que lograba orientar el aparejo, lanzábase La Gaviota río afuera, tumbada hacia estribor, suelto a todo trapo el velamen, cortando gentilmente la espumosa marejada. ¿Cómo discurrir sobre nada triste en esos momentos? ¿Cómo pensar siquiera, mientras llegaban tan sólo a su oído, cual adormecedora melopea, el murmullo del oleaje, el crujir acompasado de los maderos y el cante de la jarcia y de la tela distendidas o azotadas por el viento?

Había ocasiones en las cuales se abstraía Rodolfo en tal modo en sus ideas, que, inatento al gobierno del timón —sobre todo si la brisa era tenue—, dejaba ir el barco entregado a su propia voluntad, cual si le permitiera la elección del rumbo por donde, aislado enmedio del gigante estuario, le era lícito mecer a su antojo la melancolía de su dueño.

El barco y el tripulante parecían, así, soñar a la vez.

Pero ¡ay! todo lo amargaba de pronto la irrupción repentina, inesperada, inevitable del recuerdo de las escenas de Ribera-Bella. Al surgir instantáneo, súbito, ese recuerdo en su mente, penetraba hasta el adormecido corazón, despertándolo allí, enmedio de doloroso vuelco que le arrancaba suspiros de ansiedad. Las ideas tomaban rumbo diverso entonces. Una especie de obsesión lo llevaba a repasar en la memoria los hechos de los últimos meses, obligándolo a escudriñar el porqué de cada circunstancia. Hacía, así, algo como el proceso psicológico de su pasión, examinando cómo había empezado —fugaz, insegura, inactiva en apariencia, semejante a la chispa que nace, brilla un punto y vuela en alas del viento, pero sólo para comunicar los primeros destellos de la hoguera—, vasta, abrasadora, inmensa después.

A solas con esos recuerdos, todas las sensaciones que ellos evocaban renovábanse, como por encanto en su alma. Parecíale ver allí a su lado, la imagen de la mujer querida; escuchar el verdadero sonido de su voz. ¡Y la amaba, la amaba entonces con frenesí! Amaba sus cabellos negros, de tonos ardientes; amaba sus hermosos ojos, en cuyas cejas firmemente arqueadas se retrataba el orgullo que intimida; amaba hasta las veleidades de su carácter extraño, contradictorio; formado, como se ha dicho ya, de altiveces soberanas, de indiferencias desalentadoras —pero también de arranques incomprensibles—, amaba, en fin, y lo amaba con la fuerza de una pasión reprimida, desbordante y loca, aquel cuerpo de formas exquisitas, fáciles de adivinar bajo el rico traje impregnado de perfumes que habitualmente las cubría...

Pero cuando se hallaba en presencia de Lucía, por lo contrario, sentíase seguro contra todo arranque, contra toda demostración que traicionara sus sentimientos. En virtud, sin duda, de influencias de amor propio ofendido, de resoluciones inquebrantables, lograba llegar, en tales casos, a no ver en su interlocutora sino a la encumbrada danza, cuyos cuantiosos intereses le estaban encomendados; y esto le hacía experimentar cierta relativa quietud de alma que bastaba por sí sola a ponerlo a salvo de toda imprudencia.

Veía a Lucía casi diariamente; trataba con ella mil puntos diversos; escuchaba sus opiniones; dábale las suyas: todo ello con perfecto dominio sobre sí mismo; sin dejar entrever el menor asomo de emoción. Quien quiera que le hubiera contemplado entonces, no hubiera podido imaginar que aquel hombre discreto, correcto, frío, ceñido al cumplimiento de sus deberes, era en otros momentos un semiloco, atormentado interiormente por la más terrible de las enfermedades del alma: un amor inconfesable, combatido y sin esperanzas.

Capítulo XVII

—Es singular —dijo un día a Rodolfo doña Mercedes, en tono de preocupación y contemplando con mirada atenta a Lucía desde la distancia donde ambos se hallaban—; me tiene inquieta esta muchacha.

Doña Mercedes no la llamaba de otro modo.

—Y sin embargo, señora, contestó Rodolfo, nunca ha estado su hija de mejor semblante ni más alegre.

—Justamente es eso lo que me preocupa; replicó doña Mercedes. Hay exceso de buen semblante. Ríe demasiado; parece que quisiera aturdirse. A veces, sin embargo, le sucede lo contrario: la noto melancólica, intranquila. ¿No lo ha advertido usted también?

—¿Yo, señora? —balbuceó Rodolfo confuso—. ¡Qué quiere usted! Tengo, en verdad, tan pocas ocasiones de observarla! Por más que la vea a menudo, nuestras entrevistas se limitan a tratar de asuntos de intereses. El tiempo que empleamos en ello es breve, por lo general, y mi atención queda en tales casos absorbida en absoluto por lo que motiva la visita.

—Pues fíjese usted, fíjese usted, y me hallará razón —concluyó con acento de ingenuidad doña Mercedes.

¿Por qué dejaron preocupado a Rodolfo estas palabras de la buena señora? ¿No eran, acaso, del todo naturales? Sin duda. Pero la verdad es que ellas coincidían con ciertas observaciones hechas por él mismo. Lucía cambiaba. Una extraña, excesiva y casi constante excitación de espíritu, que a la larga traía como consecuencia frecuentes y prolongados silencios, había comenzado a dominarla desde algún tiempo atrás. Cada vez que se encontraban ambos de improviso, el rostro de la hermosa señora, de ordinario sereno, inmutable, encendíase súbitamente, para apagarse luego y tornarse pálido como algunas de las flores que solía llevar sobre el seno.

Le pareció también notar durante sus entrevistas, que encontraba ella pretextos para prolongarlas y que en ocasiones demostraba haber aguardado con mal disimulada impaciencia la hora en que tenían lugar habitualmente.

Pensó, entonces, en los negocios de Lucía. ¿La inquietarían acaso? No. No era posible atenderlos de mejor manera. ¿Sería desconfianza? ¿Sería temor?

Amarga duda, a este respecto, llegó a preocuparlo durante algunos instantes; pero se desvaneció ella luego, bajo la acción del raciocinio y bajo la lógica de los hechos.

¿Qué creer entonces?...

Un rayo de esperanza, tenue y vacilante, penetró de pronto en el alma desolada de Rodolfo, bañándola toda en su suave claridad... Pero, ¡luz pasajera al fin! ¡duró tan sólo un segundo y apagose luego, rápida, fugaz!...

¡Loco de mí! —se dijo el mozo, dejando caer pesadamente entre sus manos la cabeza que había erguido un instante, luminosa y como transfigurada—, ¡loco de mí... no estoy aún del todo escarmentado!...

El invierno y la primavera pasaron, a su vez. Se venía de nuevo encima el verano y las familias abandonaban, como de costumbre, la capital.

Diciembre y enero transcurrieron para Montiano de muy diversa manera que el año anterior. Sólo salió de la ciudad en dos o tres ocasiones para visitar a Lucía en su casa de campo con motivo de la obligación en que se encontraba de darle cuenta de asuntos relacionados en el manejo de sus intereses.

Pero, allá por la última semana de febrero, se vio obligado a concurrir casi de diario y desde temprano a El Ombú. Se trataba de celebrar con una recepción la fiesta de carnaval, y Lucía le había rogado encarecida e insistentemente que la acompañase en los preparativos. Rodolfo no pudo excusarse.

Por entonces era ya frecuente en los pueblos de los alrededores, llamados «de moda» por los gacetilleros de la capital, la costumbre de celebrar con entusiasmo la fiesta tradicional de la Locura vestida de disfraz.

Cuando llegó por fin el día tan esperado por las relaciones de la elegante viuda, grande animación y contento reinaron en El Ombú.

Unas veinte personas de intimidad habían sido invitadas a comer. Los vecinos de la Villa Umbrosa estaban, por supuesto, allí, y Miguel Viturbe, como de costumbre, daba la nota alegre. Él era el organizador de la mascarada que debía salir al comenzar la noche en dirección al pueblo vecino, donde tendría lugar el corso para el cual las autoridades municipales habían hecho grandes preparativos: luz eléctrica combinada con iluminaciones chinescas y venecianas; vigilantes montados para guardar el orden; remiendo de los tradicionales pozos y agujeros de la vía pública y luego, por parte de los vecinos, comparsas de a pie y comparsas de a caballo; bandas de música y orfeones con nombres por el estilo de: Negros felices, Ocarinistas del sur, Cantores del norte, Libres zapateros, etc... Uno o dos carros alegóricos, por fin, y gran profusión de pomos y bombas en venta para la encarnizada batalla entre carruaje y carruaje.

El programa particular de Lucía era el siguiente: separarse después de comer y salir unos y otros disfrazados de máscaras, en vehículos diversos y ya de antemano listos para el caso. Los grupos se organizarían en secreto, pues cada cual tenía interés en no ser conocido por los demás, bien que estuviese acordado quienes serían de este o aquel carruaje.

No costó, pues, mucho trabajo a Rodolfo descubrir que el mailcoach de Lucía sería conducido por el joven Viturbe, quien, por supuesto, estaba en el caso de manejar mejor que otro cualquiera los cuatro briosos rusos que lo arrastrarían.

Pasado el corso, habría recepción (recibo, como lo llamaban) en El Ombú. Todas las máscaras conocidas podrían acudir allí sin invitación particular. Bastaría que una de las personas de cada grupo se descubriese al entrar, ante alguien de la casa, en señal de garantía, para que el grupo todo obtuviera paso franco.

De esta misión de confianza, es decir de la de fiscalizador de concurrentes, quedó allí mismo encomendado Jorge.

Los jardines estaban maravillosamente arreglados para la fiesta. Todo se había dispuesto de antemano, bajo la dirección artística y refinada de Lucía. Iluminación profusa, magnífica orquesta, cena exquisitamente preparada, flores en abundancia, cuartos de tocado para las señoras, atendidos por servidumbre designada ex profeso; valiosos y elegantes regalos que debían presentarse a las parejas bajo la disimulada forma de objetos de cotillón; un bien provisto depósito de máscaras y dominós de repuesto: hasta lo más accesorio, en fin, había sido tomado en cuenta.

Llegó el momento de alistarse para la partida. Era ya de noche.

La dispersión se hizo general.

Unos dirigiéronse a sus aposentos; otros a las caballerizas a preparar sus vehículos; todos enmedio de una alegría, de una algazara tal que llegó a comunicarse hasta a la servidumbre misma.

Desde ese momento sólo se sintieron carreras, exclamaciones, gritos. Este había perdido su careta; aquél buscaba alguna prenda esencial de su traje; el otro una caja de pomos...

Los caballos piafaban entretanto, afuera de sus cuadras; mientras que cocheros de profesión y cocheros improvisados; chalanes y caballerizos: unos en trajes de jockeys, otros vestidos de dominó, completaban el apresto de sus respectivos equipajes.

El mail de Lucía quedó listo muy pronto. Se oyó el rodar de un pesado vehículo; brillaron entre el tupido follaje dos grandes y movibles focos de luz, y apareció de súbito, surgiendo triunfalmente de enmedio de la obscuridad y avanzando poco a poco hacia las escalinatas, el gran carruaje, guiado por su hábil conductor. Dificilísimo habría sido reconocer a Viturbe bajo el negro dominó que lo cubría ocultándole la cabeza en su amplio capuchón, debajo del cual se divisaba una horrible máscara de diablo, endomingado al parecer, si había de juzgarse por lo rojo y lo deforme de la nariz, rasgo predominante del grotesco disfraz.

Un aplauso unísono saludó la llegada del mail. Viturbe lo contestó con dos latigazos magistralmente chasqueados en el aire, como por vía de advertencia a los fogosos caballos que, impacientes ya, pugnaban por emprender la marcha.

Tras del mail fueron apareciendo en fila un break, un buggy, un dog-cart, un carro, etc., todos colmados de alegres máscaras.

¿Quiénes se ocultaban bajo aquellos vistosos dominós de seda, ora amarillos, ora blancos, ora celestes, ora rosados? ¿Quiénes bajo aquellas máscaras ridículas que representaban tipos tan diversos? Imposible saberlo. Los moradores de dos o tres quintas vecinas habían prometido darse cita allí para salir «en corso», y lo cumplían. Continuaban, pues, llegando sin interrupción.

Las voces disfrazadas de las mascaritas eran todas semejantes, casi idénticas; las bromas, los dicharachos agudos empezaban ya a cruzarse. Se hacía lujo de contento, de ingenio, de buen humor.

A una señal de Lucía, aprontáronse a tomar asiento en el gran carruaje los que se juzgaban con mayor derecho a acompañarla. El sitio de preferencia, es decir, el de la izquierda del conductor, tenía que ser ocupado por una dama. Viturbe indicó que esa dama debía ser forzosamente la dueño de casa. Pero Lucía no fue de la misma opinión. Excusose diciendo que su deseo era cederlo a alguna muchacha soltera y, sin más demora, tomó colocación en la banqueta central, desde donde comenzó a distribuir los asientos a los demás.

Una joven a la moda, muy linda y picaresca, fue la destinada a reemplazar a Lucía. Su contento no tuvo límite al saberlo, pues el encumbrado sitio que se le discernía la colocaba en el caso de poder exhibir, mejor que otra alguna, su precioso dominó; de ver desfilar a las máscaras y de intrigar a la gente.

Doña Melchora, que, no habiendo querido prescindir de la fiesta, se había instalado por su propia cuenta en el carruaje, disfrazada como los demás, tuvo por vecinos a un solterón recalcitrante, con el cual inició desde luego una serie de chistosas bromas alusivas al caso, y a un corrector de bolsa, alegre, afortunado y decidor, cuya joven esposa ocupó asiento a la derecha de Jorge, habiéndose destinado la izquierda del mismo a aquella dichosa Elvira que, según lo juraba él, le era siempre designada «a pesar suyo» por compañera; sin que, por otra parte, lograra convencer a nadie de la sinceridad de tal juramento.

Una gentil pareja subió en el pescante de atrás.

Sobraban dos lugares; y esos dos lugares eran precisamente los de la banqueta de Lucía...

—¡Adela! —grito esta, dirigiéndose a una de las damas que no habían tomado asiento—, tú, aquí, a mi derecha.

Y, luego, volviéndose hacia Rodolfo, agregó con tono de la más perfecta coquetería:

—Y a usted, Montiano, no le queda otro remedio que sacrificarse. El único sitio disponible es el de mi izquierda... ¡arriba pues...!

Rodolfo no tuvo tiempo de replicar. Colocaba apenas el pie en el estribo cuando Viturbe, haciendo chasquear en el aire un nuevo latigazo, puso el carruaje en movimiento.

Pero Rodolfo era ágil. De un salto se plantó en su sitio.

Segundo latigazo de Miguel.

Los caballos se encabritaron; mas, dominados luego por la hábil mano de su conductor, emprendieron la marcha, a trote largo, brioso, seguro.

El trayecto era breve. La iluminación del corso divisose al cabo de algunos momentos; primero incierta, difusa; brumosa, como un vago y lejano resplandor; más clara luego; más esparcida y brillante.

El rumor de los carruajes, mezclado a la algarabía formada por cuatro o cinco orfeones que ejecutaban a la vez sus carnavalescos pots-pourris, y al chillido vocinglero y continuo de centenares de mascaritas, comenzó a percibirse y fue creciendo poco a poco en intensidad.

Cinco minutos más, y el mail entraba en pleno corso.

Dos largas hileras formadas por innumerables vehículos de distintas formas y tamaños, todos pintorescamente adornados, elegantes algunos, grotescos los más, repletos en su mayor parte de traviesas máscaras que gritaban, gesticulaban y se dirigían bromas al pasar, era lo primero que se veía. Luego, por sobre los carruajes, y tendidos de uno al otro lado de la calle, multitud de arcos, de los cuales pendían, balanceándose a impulsos de la tibia brisa nocturna, miles de farolillos chinescos y venecianos, entremezclados con guirnaldas, ramas, banderas y trofeos multicolores, que, si bien dejaban mucho que desear bajo el punto de vista artístico, alegraban la mirada, por lo aparatoso, lo decorativo y lo profuso de su heterogéneo conjunto.

La batalla se inició en el carruaje de Lucía, al pasar éste frente a otro mail colmado de vivarachos dominós rosados que le hicieron un fuego nutridísimo. Chillaban las mascaritas al recibir los sutiles chorros de agua perfumada; incorporábanse en sus asientos; oprimían el pomo con frenesí; lo vaciaban íntegro; cogían otro; bañaban con su contenido a una máscara; volvían a inclinarse; ora esquivando un pomo, ora vaciándolo con vigor sobre el descuidado adversario, que, al recibir su contenido, daba un grito, a la vez que agachábase instintivamente, hundiendo la cabeza entre los hombros como si se le viniera el mundo encima.

Pronto el combate se hizo general. Lucia tomó parte en él, con franco y concienzudo entusiasmo. A medida que se le agotaba el líquido de un pomo, ponía Rodolfo otro a su alcance, anunciándole oportunamente la aproximación de tal o cual agresiva máscara que daba señales de querer encarnizarse especialmente con ella.

Doña Melchora reía; destapaba cajas, y de cuando en cuando, dirigía una palabra cariñosa a su hijo Miguel, a quien, con lástima, veía condenado a una forzosa y relativa inacción, y a ser, muy a pesar suyo por cierto, allá en lo alto de su culminante sitio de conductor, el blanco obligado de bombazos y bombardeos de parte de las ocultas baterías, que clandestinamente se tenía organizadas en las azoteas de las casas; a tal punto que la acartonada y gigantesca nariz que había tenido la mala idea de elegir como disfraz, medio reblandecida ya por el agua y asaz maltrecha por los golpes continuos que recibiera, comenzó a desquiciársele, amenazando pronta y segura ruina...

No será difícil comprender que todo esto, agregado a lo demás, pusiese de muy mal humor al joven Viturbe, quien apenas si de cuando en cuando, y sólo para salvar apariencias, dirigía la palabra a su interesante vecina, ocupado como se hallaba a un tiempo en manejar el carruaje, en esquivar los bombazos y en escuchar lo que hablaban los de atrás.

Lo que decían Lucía y Rodolfo parecía preocuparlo especialmente. Y de tal modo llegó a ponerse en evidencia esto último, que varias veces tomó parte en su conversación, pero sólo con el propósito, al parecer deliberado, de contradecir las opiniones de Montiano. Verbigracia: si acertaba éste a reconocer en un dominó determinado a tal o cual persona, declaraba él, con tono autoritario y contundente que no era así. Si parecía bonito a Rodolfo un disfraz, lo hallaba Viturbe feísimo. Si sugería el primero la idea de adelantar por un punto determinado del corso o continuar por otro, imprimía su contradictor al carruaje que manejaba dirección precisamente opuesta. Y así en todo lo demás.

Ocasión oportuna es esta para dar a conocer un hecho que, a no dudarlo, se habrá sospechado ya.

Desde el día en que ambos jóvenes estuvieron por ahogarse juntos, el uno por desvirtuar atolondradamente la lección que se le daba, el otro por salvar la vida al atolondrado, habíase producido en el alma de Viturbe unos de los sentimientos más propios y característicos de la mezquina, egoísta, y presuntuosa organización moral del hombre: el del odio y la envidia que tienen por causa la gratitud forzosa en lucha con la vanidad humillada.

Nada más tristemente lógico, en efecto, que esas aversiones sordas, profundas y veladas que se alimentan en el silencio contra un ser cuya frecuente, obligada, o inevitable presencia, ha de evocar a cada instante el recuerdo de un beneficio públicamente recibido, a cambio de la mala voluntad que se hizo pública también; obligando con ello al beneficiado a demostraciones de respeto forzoso, de gratitud fingida, de deferencia constante...

Labiche, el célebre vaudevillista francés, ha caracterizado en uno de sus sainetes más aplaudidos, encarnándola en el tipo de un personaje, esta clase de ingratitud social. Su Monsieur Perichon es real, es vivo, es profundamente humano. Y de que el mundo está lleno de Perichones no hay la menor duda.

No la había, sobre todo, para Rodolfo en aquellos momentos.

Era para él evidente, que concurría a acentuar aún el odio que desde antiguo le profesaba Álvarez Viturbe, la circunstancia especialísima de verse éste forzado en presencia de los demás y a cada instante a guardarle las consideraciones que todo hombre, por ruin que sea, debe a quien ha arriesgado la vida por salvarle la suya, en una ocasión extrema y, por lo mismo, casi solemne.

Viturbe, al odiar mortalmente a Rodolfo no hacía, pues, más que rendir homenaje a una dura ley de la naturaleza humana.

El corso estaba un su apogeo, el bullicio, el movimiento rayaban en locura. Lucía demostrábase alegre como nunca se la había observado. Jugaba al carnaval con entusiasmo de colegiala; riendo con su risa franca, comunicativa, sonora; gritando, sin tomarse siquiera el trabajo de disfrazar la voz; de modo que todos sus amigos empezaron a reconocerla. Hubo un momento en que su carruaje se llenó de máscaras extrañas, que lo asediaron, lo invadieron por todas partes, con gran alboroto de doña Melchora a quien un dominó gordo estuvo a punto de aplastar sentándosele involuntariamente en las faldas, tras de un repentino barquinazo.

Lucía era el centro donde convergían todos los ataques, todos los dicharachos y todos los chorros de agua perfumada. Ella, cubierta por un ligero dominó de caoutchouc impermeable, contestaba con agilidad sorprendente, y se defendía, ya encaramándose en su asiento, ya ocultándose detrás de Rodolfo; de modo que, convertido éste a veces en escudo de su cuerpo, recibía de lleno la abundosa e inagotable cascada de los diez o doce pomos dirigidos a su vecina con encarnizado afán.

En esos mismos momentos sobrevino un accidente.

Viturbe demostrábase nervioso en extremo. Dos de los caballos, después de ser castigados con violencia, se espantaron por haber caído delante de ellos un farol, de papel que se desprendió, de súbito, del arco que lo mantenía colgado. Lucía iba de pie al borde de la portezuela y vaciló ante la brusca sacudida. Lanzó un grito y habría sido irremediablemente precipitada desde lo alto del mail, si Rodolfo, en un movimiento rápido, no hubiese extendido el brazo y enlazádola firmemente por el talle, al mismo tiempo que, con una de las suyas, tomaba y oprimía la enguantada mano de la hermosa mujer. La sostuvo así durante algunos segundos.

Viturbe, al oír el grito de Lucía, volvió instintivamente la cabeza y trató al mismo tiempo de detener, con rabia, el carruaje, dando a las riendas bruscos y vigorosos impulsos hacia atrás...

Un solo instante había durado aquel involuntario y perturbable contacto y, sin embargo, fue el suficiente para que Rodolfo sintiera conmovidas, como bajo la acción de un golpe de pila eléctrica, hasta las últimas fibras de su ser. Al retirar, enseguida, su mano de la mano de Lucía, notó que esta temblaba. Mas no tuvo tiempo siquiera para reponerse y darse cuenta cabal de sus sensaciones. En ese mismo instante, la impresión dolorosa de un latigazo recibido en pleno rostro le arrancó un grito ahogado...

Miguel se había puesto de pie en lo alto del pescante. Vio Rodolfo relampaguear un segundo sus ojos al través de la máscara deforme que lo amparaba. Pero, inmediatamente después, casi al mismo tiempo, oyó las siguientes palabras pronunciadas con tono indefinible, silbadas más bien que dichas, entre dientes:

—Excuse usted. No lo he hecho de intento. Iba a alzarse Montiano, ciego de ira y de dolor. Un ademán enérgico de Lucía lo contuvo.

El esfuerzo de voluntad que necesitó hacer entonces para reprimirse fue tan inaudito, tan supremo, que volvió a caer como anonadado sobre su asiento.

Lucía no pudo reprimir un arranque de indignación.

—¡Qué torpeza! —exclamó, quitándose súbitamente el antifaz y pronunciando esas palabras con voz temblorosa que traicionaba una emoción evidente.

—Regresaremos; si a ustedes les parece, dijo enseguida.

Todos asintieron. Rodolfo protestó; pero como insistiese Lucía, Miguel volvió bridas.

Jorge cruzó con su amigo una elocuente mirada.

La vuelta fue muy diversa de la partida.

Un silencio embarazador reinaba en el carruaje, Sólo doña Melchora se atrevió, por fin, a romperlo:

—Al ver que nos volvíamos, dijo, tratando de hacer olvidar el incidente, todos los carruajes del corso se han puesto en movimiento y nos siguen. Parece que apenas tendremos el tiempo necesario para llegar y cambiar de dominós. ¡Con tal que las máscaras no invadan los salones antes que estemos allí nosotros!

—Mamá se ha quedado en casa, en previsión de ello —replicó secamente Lucía.

El látigo de Viturbe al azotar el rostro de Rodolfo lo había herido en el espacio que el antifaz dejaba libre entre la oreja y el cuello. La pequeña lesión manaba sangre; el pañuelo de Montiano quedó inutilizado antes de llegar al término de la jornada. Lucía y Jorge, que lo notaron, ofreciéronle los suyos. Rodolfo aceptó el de Jorge y rechazó delicadamente el otro que se le tendía. Pero Lucía insistió:

—Guárdelo usted, dijo, puede ser que uno solo no le baste.

Montiano se inclinó respetuoso y tomó el pañuelo. ¡Ay! ¡Bien debía sospechar quien se lo daba que no habría él de profanarlo empleándolo en el objeto a que iba destinado!

El perfume desprendido de aquel finísimo lienzo de batista; la certeza de que lo había llevado Lucía, allí, cerca de su seno —tan cerca que lejos de haberse salpicado siquiera con el agua del carnaval estaba intacto y conservaba aún el tibio calor comunicado por el cuerpo de su dueño— embargó voluptuosamente sus sentidos durante algunos instantes...

Capítulo XVIII

Un cuarto de hora después del incidente narrado llegaba el mail-coach frente a El Ombú.

Doña Melchora había previsto bien lo que sucedería. Innumerables máscaras se agolpaban ya al portón de la verja, pero sin poder entrar aún, pues Jorge que, como se recordará, era el encargado de recibirlas, llegaba sólo en esos momentos.

Bajose éste allí, y el carruaje continuó rápidamente a lo largo de las avenidas del parque, seguido muy de cerca por los primeros privilegiados; aquellos que cumplieron en ese mismo instante con la fórmula establecida.

Los salones y galerías se hallaban profusamente iluminados y doña Mercedes aguardaba en la terraza.

—¡Cuánto han tardado! —dijo la señora en tono de cariñoso reproche.

Y luego dirigiéndose a su hija:

—No hay tiempo que perder, agregó; ve a aprestarte. Los concurrentes nos van invadiendo ya.

Lucía pareció no escucharla. Preocupada, sin hacer observación alguna, bajó lentamente del carruaje, después de aceptar la mano que Rodolfo le ofrecía, y mientras colocaba el pie en el estribo murmuró en voz baja y con rapidez:

—Prométame usted, Rodolfo, que nada resultará de este incidente.

—¿Lo exige usted así, señora? —le preguntó el mozo con ansiedad.

—Lo exijo... es decir, se lo ruego.

—Sea —replicó Montiano.

Y se separaron.

Lo primero que hizo Rodolfo enseguida, fue dirigirse a una de las piezas destinadas a cuarto de vestir para hombres. A poco de hallarse allí, se le presentó un criado de la casa. Traía de parte de su señora un diminuto y elegante botiquín con todo lo necesario para la curación de una pequeña herida. La de Rodolfo, aunque dolorosa, no era, por fortuna, de importancia. En cinco minutos estuvo, pues, listo. Cambió de dominó y se aprestó para mezclarse a las máscaras.

Empezaban a animarse los salones cuando entró en ellos. La orquesta tocaba un vals. Varias parejas se habían lanzado ya a bailar.

El aspecto de la fiesta era hermoso en extremo. Formábanse varios grupos que, ensanchándose más y más hacia los diversos puntos por donde iban apareciendo nuevos concurrentes, se buscaban unos a otros, se entremezclaban, confundían e intrigaban entre sí.

La variedad de formas y colores era múltiple, incesante en los disfraces. Desde el sencillo dominó de raso que, bien llevado, da cierto aire de distinción, hasta el traje de Arlequín, que tan sólo provoca a risa; todos los tipos importados: el irreverente Pierrot; el estirado Incroyable; la florista Napolitana; la bruja de Macbeth; el Inglés de largas piernas e hipertrófica nariz; el negro norteamericano de labios rojos y amplios cuellos triangulares; las pequeñas comparsas de amigos íntimos aparecidos allí, de común acuerdo, bajo un disfraz idéntico: todos, a cual más dispuesto a divertirse, discurrían en calidoscópica multitud por los salones de la opulenta mansión.

Confusa algarabía de voces tiples, mezcladas a alegres y ruidosas carcajadas de mujer; un ambiente tibio, perfumado; profusión de luces que hacen resaltar el colorido de vistosísimos disfraces, a la vez que se reflejan chispeando sobre bronces y espejos, cuyos marcos abrillantan; un ir y venir de dominós, que se persiguen entre sí o huyen esquivándose mutuamente; acordes de orquesta escogida y numerosa; movimiento marcador; bullicio, entusiasmo sin fin —he ahí el conjunto.

Dio Rodolfo una vuelta completa por el vestíbulo y los salones principales. Sus ojos buscaron instintivamente a Miguel Viturbe y luego a Lucía. Pero, ¿cómo hallarles en aquel laberinto? No ignoraba, sin embargo, que a esta última, en su carácter de dueño de casa, no le sería difícil encontrarla en determinados sitios de los salones de baile, sobre todo cuando ese mismo carácter la obligaría a permanecer durante toda la noche sin disfraz, según la costumbre consagrada.

Insistió, pues, en su intento.

El vestíbulo estaba atestado de máscaras. En uno de sus extremos hallábase el principal cuarto de vestir, el toilette de las señoras, como lo llamaban. Contiguo a éste, había otro aposento, especie de antecámara, casi desprovista de luz, donde, entre varios grupos formados por la servidumbre de Levaresa y por curiosos de la vecindad, divisó Rodolfo a Rosa, la linda lavandera.

Ella, como otras muchachas de su clase, había obtenido autorización para contemplar la fiesta desde allí. Poseídas todas del mayor interés —tímidas, sin embargo; recatadas; reunidas respetuosamente en el fondo de la pieza, que de intento se había dejado medio a obscuras para el caso— empinábanse lo más que podían, unas detrás de otras, estirando el cuello, a fin de abarcar con la mirada toda la extensión posible. ¡Cuántos ensueños no se mecerían dentro de esas humildes cabezas femeniles, de quince, de diez y siete, de veinte años, no habituadas al brillo perturbador de tanta luz, tanta pompa, tanta alegría!

Rosa, sobre todo —a quien, sin que pudiera ella darse cuenta del análisis de que se la hacía objeto, detúvose Montiano a observar particularmente—, pareciole reflejar con mayor intensidad las íntimas y extrañas sensaciones de que en aquellos momentos debía de hallarse poseída. Sus ojos, ávidos, fijos en las parejas que más llamaban su atención, las seguían en su rápido giro por los salones, hasta perderlas de vista, confundidas en el torbellino, sin cesar acrecentado, de las elegantes máscaras que iban pasando. Sus carrillos, teñidos por el carmín que un exceso de actividad en la circulación produce siempre sobre los temperamentos jóvenes y robustos cuando es él motivado por el impulso de un afán cualquiera, ya se le llame curiosidad, impaciencia o esperanza, daban a la fisonomía de la muchacha aspecto tal de vida en la expresión, de frescura, de exuberancia en la apariencia, que estaba realmente hermosa así, contemplada como la contemplaba Rodolfo.

Pocos momentos había permanecido el joven en el lugar donde se encontraba, cuando entre varios grupos de máscaras divisó desde lejos, en el extremo de uno de los salones, a Lucía. La acompañaban tres dominós negros que llevaban, uniformemente, lazos rojos en el hombro.

Eran tres caballeros, amigos de la casa sin duda, a juzgar por la actitud que Lucía conservaba en su presencia. Se apoyaba familiarmente sobre el brazo de uno de ellos y departía con los demás.

Abandonó, Rodolfo, al punto, su sitio de observación y dirigiose hacia allí. Al pasar cerca de Lucía la saludó de viva voz. Pero como disfrazaba ésta al hacerlo, no fue reconocido. Insistió. Igual resultado.

¿Qué decirle? Nunca se había visto más confundido. Decididamente, el antifaz no cuadraba a su carácter. Darse a conocer de pronto hubiera sido lo más llano. Pero, también, lo más vulgar. Y, por otra parte, juzgó que no tenía derecho para coartar la libertad a nadie en aquella fiesta, cuyo principal objeto eran la intriga y los recursos del ingenio, al amparo del incógnito y de la inmunidad del disfraz.

Lucía estaba alegre; parecía feliz en aquellos momentos, y tan sólo dispuesta a divertirse. Rodolfo sufrió al verla así. Su egoísmo, sin saber por qué, la hubiera preferido triste, soñadora, preocupada.

Las emociones experimentadas en el paseo del corso estaban demasiado vivas en el espíritu del mozo para que pudiera pensar de otro modo. Y, sin embargo, ¿cuán natural no era aquella actitud de parte de Lucía? ¿Acaso tenía él derecho a exigir más? Y luego, ¿él mismo, no se había entregado, minutos antes, a divagar sobre cosas del todo extrañas al estado de su ánimo, con motivo de Rosa y las pobres muchachas del rincón sombrío: ello en presencia de la simple y súbita aparición de un cuadro de la vida real, fecundo en interesantes detalles?

Quiso sacudir sus nervios, adormecer sus anhelos de venganza, olvidar del todo el agravio recibido, dar al diablo con sus preocupaciones, respirar, en fin, a la par de los demás durante algunas horas, el ambiente de aquella fiesta singularísima. Quiso divertirse, intrigar, bromear, ponerse chistoso...

Para comenzar, alejose del grupo de Lucía y, dirigiéndose a una traviesa y gentil mascarita celeste que en esos momentos pasaba cojeando, con el propósito evidente de exhibir sus lindos pies, diminutamente calzados en coquetos zapatines de raso

—Máscara, le dijo, ¿por qué cojeas?

La interpelada se detuvo un segundo; miró al joven con unos ojitos pardos, que, al través del antifaz, pareciéronle a éste dos carbúnculos encendidos, e inclinándose a su vez, contestó disfrazando la voz:

—¿Mucho te interesa el saberlo?

No atinando de pronto Rodolfo a replicar con acierto, sólo se le ocurrió el siguiente chiste, de gusto más que deplorable.

—Ni mucho ni poco, mascarita; porque, invertido el refrán que podría aplicársete, quedaría así: «en cojera de mujer y en llanto de perro no hay que creer».

—Lo tendré muy presente para cuando le vea llorar, replicó la máscara, con rapidez verdaderamente asombrosa; y volviendo enseguida la espalda a su interlocutor, huyó cojeando y abanicándose.

Este estreno, como se ve, no era muy feliz. Los escozores del amor propio lastimado dejáronse sentir en el alma de Rodolfo en forma de mortificantes deseos de represalia, que le hicieron precipitarse tras la picaresca desconocida, que tan oportuna cuanto ingeniosa lección acababa de administrarle.

Pero, en vano; no dio con ella.

Iba a renunciar a su intento, cuando pasó a su lado Lucía, seguida de cerca por un dominó negro y rojo, con lazos verdes en el hombro.

Detúvose el joven instintivamente y, de nuevo, procuró acercarse.

Esta vez fue más afortunado.

Lucía, que, con esa rápida intuición tan propia de la mujer, había reconocido a Montiano, sonrió graciosamente; y en tono entre afable, afectuoso y familiar, le dijo, acentuando la palabra esencial:

—Te adivino máscara.

La conceptuosa frase conmovió tan dulcemente al contrariado perseguidor, que no necesitó de más para considerarse ya feliz por toda aquella noche.

Lleno de orgullo, pues, aunque obligado a fingir la voz para no ser reconocido por los demás, contestó:

—Gracias, señora.

¿Era imprudente esa respuesta? ¿no traicionaba, acaso, con exceso la satisfacción de quien creía hallarse en el deber de darla? Sí, porque al oírla uno de los acompañantes de Lucía se volvió hacia Rodolfo y mirándole con ojos en los cuales se retrataba la misma indisimulable curiosidad, trató de descubrir su rostro al través del antifaz que lo cubría. Otro tanto, pero con mayor insistencia aún, hizo el dominó negro de los lazos verdes, que, al detenerse el grupo, se había detenido a su vez.

—¿Se divierte usted? —preguntó Lucía a Montiano, después de un momento de silencio.

He sido burlado, señora, contestó el joven; y burlado por un verdadero diablillo con faldas. Aunque, a la verdad, la lección recibida fue tan oportuna, tan justa, que me considero imposibilitado para todo nuevo intento de provocación.

—Pero ¡eso es una cobardía manifiesta! —exclamó sonriendo Lucía.

—¡Qué quiere usted, señora: para esta clase de lides soy cobarde por naturaleza!

El dominó negro con lazos verdes se incorporó silenciosamente al grupo.

Lucía, al verlo llegar, no pudo retener un arranque de impaciencia...

—Acompáñeme, dijo a Rodolfo, al punto. Y, enseguida, dirigiéndose a las personas que formaban el grupo enmedio del cual había permanecido de pie:

—Con permiso de ustedes —agregó.

Y se alejaron ambos.

Durante varios segundos, no dirigió Montiano la palabra a su compañera. En vano intentó hallar una frase inicial: tan sólo acudían a su mente ideas insignificantes, absurdamente triviales.

Lucía le sacó de este estado de embarazosa turbación:

—¿Cómo sigue su herida, Rodolfo? —dijo, en tono que revelaba interés verdadero.

—Del todo bien, señora —replicó Montiano—. No ha sido más que un ligero rasguño en el rostro. Más grave, sin duda, mucho más grave, es el otro: el inferido a la dignidad. Pero de ese no me es lícito acordarme siquiera; porque, puestas pérfidamente a salvo las apariencias por el ofensor mismo —por una parte— he perdido —por otra— hasta el derecho de calificar intenciones, ante una orden recibida de labios que para mí son sagrados...

—Gracias por ello —contestó, con voz trémula la hermosa viuda, inclinando a pesar suyo la cabeza y reteniendo un imperceptible suspiro—. Sé que he impuesto a usted un sacrificio verdadero. Pero lo estimo en todo lo que vale.

—Esa estimación, señora —replicó Rodolfo— compensa con usura las contrariedades que lo acompañan.

Una alegre carcajada femenil, que resonó en ese momento a sus espaldas, hizo volver bruscamente la cabeza a los que así conversaban.

La gentil mascarita celeste de la broma y de la cojera estaba allí, y se apoyaba en el brazo del dominó negro con lazos verdes en el hombro...

Lucía palideció ligeramente.

Pero, antes que ella o Rodolfo pudieran hacer la menor observación, la misteriosa pareja dio una vuelta y se alejó hacia otro punto de la sala.

—¿Conoce usted a esas máscaras? —preguntó Lucía a su compañero, con acento que más tenía de investigadora inquisición que de indiferente curiosidad.

—¡No, a fe mía! —le replicó Montiano—. Y la verdad es que una y otra me intrigan sobremanera. La negra de los lazos verdes por su insistencia en perseguir a usted y la otra... ¿me atreveré a decírselo?...

—¿La otra?...

—La otra por ser la misma que me plantó hace poco con la fresca de marras.

—Y ¿estaban juntas esas dos máscaras cuando eso sucedió?

—La celeste estaba sola. ¿Por qué quiere usted saberlo?

—Porque me parece que ambas le han reconocido a usted.

—¿Me será permitido preguntar de nuevo ¿por qué?

—Ese es mi secreto —concluyó Lucia entre sonriente y misteriosa...

La orquesta continuaba tocando valses y más valses, cuadrillas y más cuadrillas. El baile parecía llegar al colmo de su animación. Los concurrentes habían acudido ya en su totalidad, de modo que los salones veíanse atestados.

Lucía y Rodolfo dieron dos o tres vueltas por ellos. Pero los deberes de dueño de casa en tales circunstancias son tiránicos. No transcurrió mucho rato sin que vinieran a llamar a Lucía en nombre de cierto grupo de máscaras. Le fue, pues, forzoso trasladarse al punto donde se la solicitaba.

Rodolfo volvió a quedarse solo.

Aprontábase a dirigirse afuera, hacia las terrazas vecinas al gran vestíbulo, cuando sintió, por la espalda, el golpe suave de un abanico que lo tocaba sobre el hombro.

Volvió la cabeza, como lo había hecho momentos antes, hallándose con Lucía, y se encontró con su dominó celeste.

—¿Quieres acompañarme? —preguntole la misteriosa mascarita.

—Con mucho gusto, como podrás imaginártelo —contestó Montiano.

La mascarita se apoyó en su brazo.

La conversación con Lucía había puesto a Rodolfo de buen humor. Sentíase alegre y capaz de las más crueles represalias. Rompió, pues, sin vacilar, el fuego.

—Mascarita, dijo a su nueva compañera: a no dudarlo, eres discreta en el decir. Prueba de ello tu respuesta de poco ha. Pero convengamos en que no lo eres tanto cuando se trata de escuchar conversaciones ajenas. ¿Por qué reíste tan descaradamente a mi espalda cuando hablaba yo con mi anterior pareja?

—La risa es propia del carnaval —contestó juguetonamente la desconocida—. Y luego, hay conversaciones que, escuchadas así, de paso, resultan carnavalescas... ¿no te parece a ti lo mismo?

La intención era evidente. La máscara tenía, a no dudarlo, más malicia aún de la que Rodolfo le suponía. Propúsose, pues, sondearla, y ponerse en guardia, por si existía de su parte el propósito deliberado de zaherirle.

—Según y cómo mascarita —replicó—. Si te refieres a la que sostenemos ahora ambos, es posible que así sea...

—Veo que esquivas el bulto...

—¿Luego, tú me lo buscas?...

—Te diré, a mi vez: según y cómo.

—Explícate.

—No lo necesito...

—Es que tengo malas entendederas.

—Peor para ti.

¿Qué observar a esto? Montiano se mordió los labios y después de meditar un segundo, seguro ya de habérselas con un adversario más que ladino, resolvió redoblar el esfuerzo.

—Por lo terminante de tus respuestas —repuso—, debes de ser, a pesar de esa tu adorable cojerita, mujer que, por lo que respecta a carácter, pisa firme...

—Tienes razón: sólo del pie cojeo. Y en esto me diferencio de otros que suelen hacerlo de alguno de sus sentidos.

—¡Hola! ¿Guerra tenemos? ¡Sea! ¿De cuál de ellos, vamos a ver?

—No acostumbro poner los puntos sobre las íes. Pero, si te empeñas, te lo diré: hay sentidos materiales y sentidos morales en el hombre.

—Es verdad. Discurramos, pues. Hay vista moral; hay gusto; hay tacto. Este último, según lo entiendo, se llama tino...

—¿Y bien?...

—¿Es ese el que me falta?

—Ese mismo.

—Convenido. La cosa va ya más clara: quieres decirme que carezco de tino. ¿Y, en qué fundas esta creencia?

—En tus hechos.

—Luego ¿mis hechos no merecen tu aprobación?

—Es posible.

—Para ello no puede haber sino dos razones: o la de la simpatía, el interés que pudiera yo inspirarte, o, por lo contrario, la del fastidio, el odio que quizá me tienes...

—Eres lógico.

—Resolvamos posiciones, entonces, mascarita ¿Es lo uno o lo otro?

—¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡Qué inocencia! Pasaron ya los tiempos, hijo mío, en que aún podía tendérseme lazos tan cándidos. ¡Sería curioso que te lo confesara!

—¡Hola, hola! Mascarita —exclamó Rodolfo triunfante— ¿conque esas tenemos? Hasta ahora te juzgué muchacha, locuela, picaresca, inofensiva; pero esa frase: «pasaron ya los tiempos» ¡hum! me está revelando que quizá tengo que habérmelas con una plaza de antiguo fortificada...

La máscara al oír estas palabras hizo un brusco movimiento de sorpresa, e, instintivamente, se bajó la barba del antifaz, como si temiera ser descubierta. Luego, llevándose la mano a la cabeza, se afianzó allí el capuchón.

Este rasgo, por lo elocuente, no podía pasar inadvertido para un espíritu tan perspicaz como el de Rodolfo. Resuelto a despejar de una vez la incógnita, clavó impertinentemente y en señal de desafío una mirada escudriñadora sobre los ojitos encandilados de la máscara, ojitos que en ese momento le parecieron más carbúnculos que nunca... Examinó, enseguida, a su pareja de arriba abajo con porfiada insistencia, y descubrió, por fin —enmedio de la satisfacción del que ve realizada una sospecha— que entre el espacio formado por la careta y el elegante capuchón de raso que la coronaba, aparecía una mecha de pelo, seca, cenicienta y traidoramente desprendida de las ligaduras que hasta entonces la mantuvieran aprisionada y oculta...

La fijeza de la mirada del mozo, la risa difícilmente contenida que al hacer este descubrimiento le acometió, debieron desconcertar a tal punto a su pareja que, desprendiéndose ésta con un movimiento brusco del brazo de su jovial acompañante, inclinó el cuerpo y le chilló, furiosa:

—¡Se conoce que el latigazo aquel te ha reblandecido el cerebro!

Y, rápida como una ardilla, huyó, escurriéndose entre un grupo casi compacto de bulliciosas máscaras...

Difícil sería pintar la impresión que produjeron en Montiano estas palabras. Apretó los dientes y tuvo que apoyarse contra la pared...

Sus dudas quedaron allí mismo desvanecidas. El diminuto dominó celeste no podía ser sino la madre de Miguel Viturbe.

Durante una hora entera no tuvo Rodolfo otro afán que el de buscar a la impertinente máscara. Hallarla se convirtió para él en una pesadilla constante.

Recorrió los salones. ¡Nada en ellos! Fue escudriñando unos tras otros el gran vestíbulo, los pasillos, los cuartos de vestir de las señoras, hasta donde la discreción y las conveniencias se lo permitían. ¡Inútilmente! A veces le parecía divisarla desde lejos, enmedio de la multitud, destacando en un punto determinado su característica silueta. Se lanzaba, entonces, hacia donde creía poder alcanzarla. Pero ¡nada tampoco! ¡Su máscara no era aquella! Ocasionaba la confusión tan sólo una semejanza, ya de color ya de forma.

Desesperado, aturdido por la ira y por el calor, después de media hora de inútiles afanes, tuvo, por fin, que renunciar a su anheloso intento.

—¡Sí, a no dudarlo —se dijo entonces— la máscara celeste es la mismísima doña Melchora!

Mas ¿cómo había logrado disfrazarse así la celebérrima propietaria de la villa Umbrosa?

Del modo más sencillo. Aquella espléndida fiesta de carnaval, con todo y ser tan hermosa, no había escapado al distintivo propio de las de su laya; distintivo que consiste en convertir un salón de baile de disfraz en el reino exclusivo y permanente de las solteronas sin esperanzas, de las feas sin dote, y, lo que es más grave, de las viejas verdes a quienes el tiempo ha dejado, como los únicos restos de antiguo esplendor, un pie pequeño susceptible de ser bien calzado y un cuerpo flaco, capaz de amoldarse, a fuerza de arte y de algodones, a un dominó de corte eximio, merced a un corsé de buena fábrica.

¡Véase a las tales allí, desquitándose con usura de sus desencantos y nostalgias de un año entero de arrinconamientos aburridores, de postergaciones inevitables y de odios reconcentrados. Bailes y visitas, comidas y teatros las han visto sucesivamente de idéntica manera: silenciosas muchas de ellas, mal agestadas las más, malévolas casi todas, entregadas a la murmuración, a la envidia y a la intriga!

Pero llega el carnaval. El reinado de la vieja verde empieza. Reinado deleznable, pasajero, poco fructuoso seguramente; pero propicio, en cambio, para desquites y para la satisfacción de venganzas de largo tiempo atrás meditadas. El chiste amargo, hiriente, salpicado de hiel más que de sal y pimienta, es entonces el arma favorita y temible de que ella se vale. Una máscara de cartón o un denso antifaz de seda encubren las arrugas de su rostro; una peluca rubia la ceniza de sus canas; zapatos pequeños, ceñidos rigurosamente, por más que hagan daño, dan formas prestadas a sus pies marchitos. El dominó completa el disfraz. Se lo abulta por aquí, se lo ciñe por allá...

¡Está lista! Su traje la equipara a todas las demás mujeres. Lo que le sobra nadie lo nota; lo que le falta no lo echa de menos tampoco nadie. Entra en el salón de baile e, incontinenti, se convierte en loca; pero loca desatada. Corre, brinca, hasta dar envidia por su agilidad a las pocas muchachas que vagan por allí y que logran reconocerla al fin. Acomete al uno, le habla en verde, lo monopoliza, lo estruja, se le unce durante horas enteras. ¡No haya piedad para con ese! Pagará por otros. Si es buen mozo, porque lo es; si es conspicuo, si la multitud lo ha consagrado en tal carácter, pues... ¡con tanta mayor razón!...

Mas, cuando, por lo contrario, el infeliz es algún malquerido: es decir, si el tal tiene en la cuenta de sus pecados veniales para con el prójimo cualquiera que se relacione con su verdugo de aquel momento ¡ay de la víctima! La mosquilla venenosa que a la sazón se prende de su brazo lo picará ponzoñosamente una y repetidas veces, sin que él pueda sacudirla siquiera achatarla con un papirote!

Y, entretanto, la música continúa, las parejas se confunden, el baile está en su apogeo...

Capítulo XIX

En tales reflexiones se hallaba Rodolfo cuando resolvió abandonar momentáneamente los salones y salir afuera a respirar.

La hora de la cena se aproximaba. Según lo ideado por Lucía, debía aquélla servirse al aire libre, en los jardines del parque, bajo la luz tenue de los centenares de farolillos chinescos y venecianos que, como se ha dicho, hallábanse colocados ex profeso. El aspecto que presentaba en esos momentos el parque, era, pues, realmente encantador, casi feérico.

Algunas máscaras habían salido ya. Entre tanto, los sirvientes daban la última mano a las mesas, de a dos, cuatro y hasta ocho asientos que, para el caso, habían sido dispuestas con variada y artística profusión.

Durante algunos momentos se paseó Rodolfo por los jardines. La careta lo sofocaba. Con el propósito de aislarse, dirigiose hacia el fondo del extenso parque, buscando un sitio donde poder quitársela sin ser visto, pues, al contrario de lo que generalmente sucede en esta clase de recepciones de carnaval, a tan avanzada hora de la noche ningún concurrente al baile se había despojado de la suya. Y Rodolfo tenía mayor interés que otros en no darse a conocer por el momento.

Echó a andar, y alejándose más y más, alcanzó hasta un kiosco totalmente solitario —especie de glorieta rústica donde no llegaba más luz que la vaga y difusa claridad de los focos eléctricos distantes, atenuada, a su vez, por la intercepción del follaje que la cubría.

Era el sitio que buscaba Montiano. Penetró, pues, en él, y, una vez adentro, seguro de que nadie podía verle, se arrancó el antifaz, como quien arroja de sí un peso abrumador y, dejándose caer sin fuerzas sobre un banco que se encontró a mano, púsose a meditar.

Unos cuantos minutos habrían transcurrido apenas, cuando sintió el rumor de pasos acelerados. Cogió precipitadamente el antifaz, se lo puso de nuevo, y valiéndose de la relativa obscuridad de su escondite, asomó la cabeza fuera de la glorieta.

Dos bultos se aproximaban por uno de los senderos más tortuosos y sombríos.

De pronto nada más divisó; pero, fijando luego la atención, pareciole distinguir en ellos a una persona vestida de disfraz, empeñada en seguir a otra que no llevaba careta ni dominó.

Picado de curiosidad, salió disimuladamente y se ocultó tras del frondoso ramaje. Una vez allí, púsose a observar y a escuchar atentamente.

La misteriosa pareja se aproximaba más y más...

No le fue preciso aguardar largo tiempo.

A la luz vaga que hasta allí se difundía, reconoció, al punto, a Rosa, la muchacha lavandera. Caminaba ésta precipitadamente, mientras la máscara (el mismo dominó de lazos verdes en el hombro que tanto había llamado a Rodolfo la atención en el baile por haberle visto en dos o tres ocasiones observando de cerca a Lucía y luego en compañía de doña Melchora), apretaba a su vez el paso, y la seguía de cerca.

Una sospecha, que pronto se convirtió en certidumbre, iluminó el cerebro de Rodolfo.

—¡Necio de mí! —se dijo, dándose un golpe en la frente—. ¿Cómo no lo había adivinado antes? ¿Quién sino él podía ser? Y luego ¿su estatura, su manera de andar, poco comunes, no debieron revelármelo desde el principio? ¡Necio de mí! —volvió a decirse con rabia. Y retuvo un movimiento involuntario que casi le hizo abalanzarse sobre la máscara con el propósito de abofetearla en el rostro.

El recuerdo de la promesa hecha a Lucía lo contuvo.

Miguel Álvarez Viturbe (que no de otro se trataba) había abandonado el baile en persecución de Rosa. Ésta, por la dirección que llevaba, parecía encaminarse, de vuelta ya del espectáculo, a su casita, situada a no larga distancia de allí, como se sabe. Y la muchachuela huía de él, a no dudarlo, a juzgar por su actitud.

Pero Viturbe era ágil. Al llegar a la glorieta misma, alcanzó a su perseguida, y, enlazándola por el talle, la detuvo; al mismo tiempo que con palabras de fuego y promesas diabólicas trataba de fascinarla, después de haberse quitado el antifaz...

Rosa se resistía; pero se resistía sin fuerzas para luchar; sin energías suficientes que oponer al vigoroso enlace, a la porfiada y perturbadora insistencia del apuesto y atrevido mozo...

Desde el sitio donde se encontraba Rodolfo veía la escena; la veía desarrollarse detalle por detalle. El verdugo y la víctima estaban allí: el uno arrogante, robusto, seductor, cegado por la pasión; la otra humilde, débil, impotente para la defensa; condenada fatalmente y de antemano a sucumbir, por la triple razón de su condición social, del sitio donde en ese momento se encontraba y de los antecedentes y emociones de aquella noche de espectáculo, esencialmente propicio para subyugar sus sentidos y extraviar su criterio. Y, como para embargarla más, para marearla y adormecerla, los ecos de la orquesta llegaban hasta sus oídos; dulces todavía, aunque medio apagados por la distancia y por el rumor de la brisa que sacudía las hojas de los árboles. Y, luego, el crujir de la seda del elegante dominó; la emanación de los voluptuosos perfumes de que se hallaba éste impregnado, por el contacto con las aristocráticas parejas en el baile, y por la acción comunicativa de la atmósfera de los salones, cuajada de aroma de flores y esencias exquisitas...

Ante esta escena, Montiano no pudo contenerse. No se detuvo a meditar si tenía o no derecho para hacer lo que iba a hacer. Sus instintos solos obraron en tal ocasión, impulsándole como bajo la fuerza de un resorte irresistible. Afianzose la careta, saltó de su escondite y, rápido como un rayo, cayó sobre Viturbe. Con una mano le empuñó vigorosamente por el cuello, y desprendiendo al mismo tiempo, con la otra, el brazo que aprisionaba el talle de la muchacha, se lo retorció cruelmente.

Entonces el verdugo, convertido a su turno en víctima, lanzó un grito de dolor, en circunstancia que la víctima verdadera, medio desfalleciente ya, empezaba a doblegarse como un junco que se aja al contacto y calor de la mano que lo ciñe.

Recuperó Rosa de pronto sus fuerzas, se irguió, y, sin atinar a darse cuenta de quién era su oportuno —o inoportuno— salvador, echó a correr, cubriéndose la cara con entrambas manos...

Viturbe se repuso sólo entonces de su sorpresa. Volviose hacia Montiano y trató de abalanzársele a su vez...

Pero Rodolfo no le dio tiempo para ello. Antes de que su agresor pudiera tocarle, se arrancó el antifaz, y retrocediendo un paso:

—¡Cuídate —le dijo, con voz imperiosa—; cuídate, miserable, de tocarme! Si en una ocasión te salvé la vida y en otra perdoné, no por ti, bien lo sabes, la ofensa sangrienta que me hiciste y cuyas responsabilidades no tuviste siquiera el valor de arrostrar, ¡en la tercera no sabría contenerme!

Y enseguida miró a su enemigo de frente, en los ojos mismos, como si deseara hacer penetrar esa mirada bien adentro, allá en lo hondo de la suya...

Viturbe se llevó instintivamente la mano al bolsillo donde guardaba el revólver...

—¡Eso es —dijo desdeñosamente Montiano, al observar tal movimiento—. ¡Un asesinato! ¡La hazaña sería digna de ti! Puedes perpetrarla cuando quieras: estoy indefenso.

Y se cruzó de brazos.

Viturbe retiró la mano amenazadora y retrocedió, a su vez, un paso.

—¡Has hecho bien —dijo, después de un momento de silencio, apretando los dientes—, has hecho bien en invocar el recuerdo que evocaste! Te debo, en verdad, la vida. Justo es que salve en esta ocasión la tuya. ¡Mas no lo olvides: desde hoy quedamos cancelados!...

Y volviendo a Rodolfo la espalda, se dirigió hacia El ombú.

Montiano lo siguió de cerca.

Cuando llegaron ambos al centro del parque, la cena y el bullicio estaban allí en su apogeo: la fiesta de la hermosa viuda debía durar aún unas cuantas horas.

Capítulo XX

Al volver a su casa, con el alba, a la mañana siguiente; al encontrarse de nuevo solo, en la modesta y tranquila morada que había sido por tantos años el hogar de sus padres; al oír la voz de su viejo Perico; al tender la vista y pasearla a su alrededor para contemplar, con el cariño de siempre, sus libros queridos, su antiguo mobiliario, sus retratos de familia, todos aquellos objetos, en fin, que eran y continuarían siendo quizás durante largos años los constantes compañeros de su existencia, pareciole a Rodolfo como si no fuese verdad cuanto había visto y sentido.

Sin embargo, sobre todos los recuerdos, más o menos desvanecidos ya, de esa noche de placer, de aturdimiento y de contrariedades, uno especialmente quedábase flotando en su memoria; uno solo; pero real, palpitante, duradero: el que renovaba en el alma la imagen de Lucía, ya por la evocación de las escenas del corso, ya por la de su actitud y palabras durante el baile. ¿Sería posible tanta dicha?...

—¡Pero no! —exclamaba a poco de meditarlo—. ¡Mirajes de la mente, ilusiones de un alma cegada por su misma pasión! ¡La viuda de Levaresa y el hijo de don Julio! ¡Cuán absurdo!

—Y entonces concluía:

—¡Bah! ¡Yo debía de estar loco anoche!... No es tan fácil, sin embargo, que un iluso se desengañe a sí mismo.

Y, por otra parte, la obsesión producida por los sentimientos es mucho más tenaz, mucho más terrible aún que la que producen las ideas. ¿Cómo ordenarle al corazón que no palpite, cuando sólo parece hacerlo a impulsos de una emoción fija y constante? ¿Y cómo pedirle al recuerdo —el recuerdo que no es otra cosa que la vista del alma— que cese de percibir una imagen, cuando esa imagen la lleva grabada consigo el alma misma?

Inútil le era, pues, a Rodolfo, discurrir como lo hacía; considerar una y mil veces que entre la opulenta y encumbrada gran señora y su inmodesto administrador existía una barrera inmensa; la que opone siempre en tales casos la sociedad, con sus naturales exigencias y preocupaciones. ¡Inútil! ¡la misma imagen, la misma sensación estaban allí, enclavadas, fijas, imborrables!

Luego, aquel pañuelo delicioso, desprendido en un momento inolvidable por la mano misma de su dueño del sitio donde se le guardara, allí en el pecho, al calor del seno mismo... ¡Oh! ¡si alguien hubiera intentado arrebatárselo en aquel instante!... ¡Lo habría defendido como se defiende el más precioso de los tesoros!

Y al llevarlo amorosamente a sus labios se sentía Rodolfo embriagado por su perfume como por un filtro dulcísimo...

En muchas ocasiones, reconcentrándose en sí mismo, habíase sublevado el espíritu de Montiano ante la injusticia de la dura lex que, socialmente, hace desiguales a los hombres entre sí. Aquel día el recuerdo de reflexiones pasadas vino de nuevo a atormentarlo, al punto de que en un momento de exaltación llegó a transigir con la idea de cierto socialismo a su manera.

¡Terrible estado de ánimo, que dio lugar a que se planteara ante su propio criterio el mismo eterno problema cuya solución preocupó a un gran filósofo: «¿Es susceptible de transformarse la naturaleza humana? ¿El hombre creado bueno puede obrar el bien durante toda su vida, a pesar de influencias contrarias y de la adversidad del medio?».

Y meditando, meditando, lo llevaron tan lejos sus reflexiones; influyeron tanto en su espíritu, que no sería aventurado atribuir en gran parte a aquel día sombrío las causas que habían de dar lugar a todos los actos futuros de su vida. Fue en verdad, aquel momento de meditación profunda, de duda perturbadora, el verdadero momento psicológico de su existencia.

La desigualdad de índole, la desigualdad de temperamento, la desigualdad de inteligencia: todas las desigualdades debidas a la constitución física o moral de los individuos, dentro del cúmulo de doctrinas explicables ante el criterio humano, por la ciencia a la luz de la razón, o por la fe a la luz de la fe misma, no preocupaban a Rodolfo en esos momentos. Sublevábale tan sólo la consideración de la para él absurda, caprichosa, injusta desigualdad social, dentro de todas las otras igualdades: aquella que se cifra únicamente en la vanidad de un apellido o en el prestigio que da el dinero —el dinero, ¡ese poderoso nivelador de rangos y condiciones!

Y entonces se sintió acometido de repente por un ansia indescriptible de adquirirlo. ¡Tener mucho dinero! ¿no sería ese, por ventura, el medio más eficaz de acercarse del todo a Lucía; de ascender hasta ella; de ostentar públicamente sus sentimientos; de desarmar a sus enemigos?

Si llegaba, por medio de la posesión de un cuantioso caudal, a probar a la sociedad —esa sociedad que, sin duda, conocía ya su secreto— que no era un interés vil y bastardo lo que alentaba sus pretensiones, ¿no lograría, acaso, avanzar considerablemente en el sentido de verlas realizarse poco a poco? Y Lucía misma, ¿no sería la primera, en dar en tierra con sus naturales escrúpulos y preocupaciones? ¿Por qué no sucedería todo eso?

Esta idea, súbita, violenta, irresistible, penetró de pronto con furia en su cerebro y todo lo revolvió allí, todo lo desquició; arrasando, destruyendo; pero también fecundando con nuevos gérmenes; bien así como el huracán, al devastar un campo cultivado y fértil, siembra, de paso, la venenosa semilla que desde extranjero suelo ha traído consigo en sus alas implacables.

Frenéticos deseos, ansiosas esperanzas, comenzaron entonces a agitar su alma. Cuando volvió en sí, se sintió transformado.

—¡Venga —se dijo, con rabioso anhelo— venga ese dinero salvador! La hora es propicia cual ninguna; las ocasiones de adquirirlo múltiples... ¡Fuera, pues, escrúpulos de antaño!... ¡a un lado los libros..., a un lado pleitos... ¡al demonio la cátedra!... Jorge está en lo verdadero. ¡No hay más que la Bolsa, la especulación!

Y entonces se dio a discurrir:

El resultado se obtendría sin esfuerzo. Con sólo entregar a Jorge su pequeño capital, lo vería doblado, triplicado, centuplicado quizá, en pocos meses.

Jugaría, así, a su vez, aunque fuera por mano ajena; sentiría las emociones del alza y de la baja. Y cuando hubiese amontonado sumas considerables, cuando el éxito hubiera consagrado ya su nuevo modo de proceder, cuando le fuera permitido presentarse en público y ser señalado, al pasar, como «el millonario Montiano» ¡oh, entonces sí que podría encaminarse con la cabeza enhiesta a casa de Lucía, ostentando el semblante del alegre mortal que, satisfecho, ufano, sale del alborotado templo del dios Oro para dirigirse al dulce y sereno templo de su amor.

¡La Bolsa! ¡Mágico y rabioso nombre!...

¿Era, acaso, ese mismo que él, en su candorosa inexperiencia, considerara antes sinónimo de codicia, de algo como antro siniestro, tumba de ilusiones o recinto diabólicamente fascinador, donde al par que la dicha de unos pocos se consumaba el sacrificio de tantos?...

Ese mismo día vio a Jorge.

Fácil será comprender la sorpresa de su amigo al escucharle. ¡Cómo! ¡Rodolfo con tales ideas! ¿Qué podía significar semejante cambio, incomprensible para él, no sólo por los antecedentes de la persona en quien se operaba, sino por lo insólito y lo repentino de su manifestación?

Rodolfo no dio grandes explicaciones. Las confidencias le parecían de más en tales momentos. Dijo solamente que se trataba de ganar dinero; que él, como cualquier hijo de vecino, se había sentido picado a su vez por el aguijón de las ambiciones. La atmósfera que por todas partes lo rodeaba había ejercido por fin, y a la larga, su irresistible influencia. Sus tareas de abogado no bastaban a las aspiraciones que sentía nacer de súbito. El trabajo era duro, el fruto mezquino.

Dijo que desde ese día ponía su porvenir, su dicha, en manos de su amigo al ofrecérsele como socio capitalista. Sus ahorros todos entrarían a formar parte de la base de las futuras especulaciones de ambos; y las ganancias, como las pérdidas, se distribuirían en partes proporcionales. Él no iría a la Bolsa a especular por sí mismo, pues juzgaba que su carácter de apoderado general de Lucía lo imposibilitaba para ello. Quería, ante todo, dedicarse a atender los valiosos intereses cuya administración le estaba confiada, evitando al propio tiempo, toda ocasión a maledicencia por parte del público, siempre dispuesto a censurar.

No le costó mucho trabajo convencer a su amigo.

El terreno, por otra parte, hallábase admirablemente preparado para ello. Con fe absoluta en su estrella, lanzado aturdidamente hacia adelante, sin reparar en tropiezos, sin vacilar ante el aspecto amenazador de las nubes que ya comenzaban a obscurecer el horizonte lejano como presagiando tormenta, Jorge no se cuidaba de nada que no tuviera relación con el tema que absorbía por entero su espíritu: la especulación, la ganancia líquida.

Tocarle, pues, ese tema; demostrarse interesado en él; afiliarse entre los de su gremio, era proporcionarle la mayor de las dichas.

—¡Te regeneraste! —exclamó Levaresa, poseído del mayor entusiasmo, al terminar la conversación—. Veo que la marmota se despierta por fin. ¡Vengan, enhorabuena, esos cinco!

Y dio a su amigo el más tremendo sacudón de mano que éste recibiera en su vida.

Capítulo XXI

Los negocios en el país seguían prosperando, al decir de los más convencidos. Las audacias locas, las ganancias enormes efectuadas en pocos meses, por medio de golpes de fortuna inauditos, sin precedente en la historia de las grandes especulaciones del mundo entero, estaban aún a la orden del día.

Jorge entró de lleno en el movimiento general, haciéndose notar entre los más atrevidos y los más afortunados.

El capital de Rodolfo, como lo había él previsto, no sólo fue doblado, sino quintuplicado en poco tiempo. Día tras día, y cada vez con entusiasmo mayor, llegaba Jorge a su casa, donde por lo general encontraba a su amigo al caer de la tarde, poco antes de la hora de comer; llegaba allí, ebrio de placer, exaltado hasta lo indecible por aquellas emociones continuas, por aquel júbilo desbordante, desequilibrado, que, a la larga, habría, necesariamente, de enfermar a un tiempo el espíritu y el cuerpo.

—Mira —decía a Montiano, alargándole nerviosamente un papel sobre el cual había cifras repetidas y amontonadas en desorden— ¡diez mil pesos de beneficio en sólo un día! Suma el producto de la semana. Ya van setenta mil. ¡A este paso!...

No alcanzaba a concluir la frase: ahogábasele la voz en la garganta, como si un nudo se le formara en ella; iluminábansele los ojos, que parecían hablar también, como los labios, a un tiempo dilatados. La risa venía después; risa extraña, nerviosa, casi convulsiva, que, por poco que durara, alcanzaba a arrancarle lágrimas; el cuerpo se agitaba; una movilidad asombrosa, persistente, irresistible, al parecer, le hacía cambiar de sitio, a cada instante; ora obligándole a ponerse de pie; ora a sentarse un momento para volver a levantarse enseguida, sacar del bolsillo la cartera de apuntes, luego un lápiz; arrojar cifras y más cifras sobre las blancas carillas del librejo contenido en ella; volver las páginas, sumar, restar, multiplicar y desgarrar luego la hoja emborronada; comenzar otra, sacar el reloj, disponerse veinte veces a retirarse y otras tantas interrumpir su resolución o diferirla con el pretexto de un olvido, de un detalle que sólo traía por consecuencia la vuelta a la misma escena; a la repetición de los conceptos, de las operaciones aritméticas, de los desgarramientos de papel, de la movilidad, de la risa nerviosa...

El verlo así llegó a inquietar a Rodolfo, quien alguna vez expuso a su amigo sus temores de que su salud pudiera alterarse bajo la influencia de aquella constante actividad, de aquella tensión nerviosa permanente. Jorge se rió en sus barbas. Al siguiente día empezó lo mismo.

Entretanto, continuaba Montiano atendiendo los asuntos de Lucía y visitándola de cuando en cuando.

Mediaba todavía entre ambos aquella misma embarazadora reserva que a él no le sería jamás permitido romper; pues, árbitra Lucía de la situación, por razones sobre las cuales sería ocioso insistir, quedaba en el caso de alentar o rechazar a su antojo todo propósito, toda tentativa que importara por parte del joven un paso hacia adelante, dado en su presencia. Era ella, en una palabra, la depositaria exclusiva, el dueño absoluto de la llave que hubiera podido abrir la puerta a las confidencias completas, a las declaraciones definitivas.

Pero su actitud no se demostraba en modo alguno desalentadora. Recibía a Montiano siempre con marcadas muestras de satisfacción. Su sociedad le era grata, a no dudarlo, pues solía retenerlo a su lado mayor tiempo del que él se había propuesto consagrarle —no por propia voluntad, como se comprenderá fácilmente, sino forzado a ello por las conveniencias y ¿por qué no confesarlo? Por el interés de su propia causa...

La alta sociedad había comenzado a murmurar. Malos vientos soplaban para Rodolfo, sobre todo por el lado de la familia Álvarez Viturbe, convertida toda ella, con excepción, tal vez, del viejo doctor, en enemiga acérrima del simpático administrador. Desde los incidentes del carnaval, doña Melchora y Miguel casi no le saludaban: su acerbidad para con él manifestábase en toda circunstancia.

Lucia debió resignarse a soportar el mantenimiento de una relación distante con los antiguos amigos de su esposo; ello por salvar apariencias. Pero no podía dejar, Rodolfo, de advertir que día por día los alejaba más y más de su intimidad.

El repentino cambio de fortuna material de Montiano comenzó a dar que hablar a las gentes. No ocultó él a nadie, por otra parte el origen de tal cambio. Su asociación con Jorge, fue, pues, conocida por todos y aún por la misma Lucía, que, en cierta ocasión, se refirió al punto, aunque sin grande insistencia; lo que no dejó de intrigar a Rodolfo, pues ella, mejor que nadie, había conocido sus antiguas ideas. Comprendía, acaso, el porqué?...

—Es posible, se dijo Montiano. Nada escapa a la penetración de una mujer, sobre todo cuando existen motivos especiales para que así sea.

Capítulo XXII

¿Qué había sido de Miguel Viturbe entretanto? Lo de siempre. Dedicado por completo a su vida favorita, la del ocioso mundano, veíasele únicamente en los teatros, en los paseos y en los clubes.

A pertenecer a uno de estos últimos había sido arrastrado también Rodolfo un buen día por su amigo Jorge, de modo que, a su vez, comenzó a mezclarse con los jóvenes que frecuentaban más íntimamente el trato de Viturbe. Se encontraron, pues, ambos rivales allí en dos o tres ocasiones. No se saludaron.

Un día de aquel año —era la estación de invierno—, cierto encargo incidental de Lucía, de los muchos que por el estilo solía hacer a Rodolfo cuando se trataba de sus intereses, dio a éste ocasión de ver y juzgar más de cerca de cuánto era capaz en materia de villanías el renombrado Miguel, conocido en la sociedad tan sólo por sus prendas exteriores y por la engañosa apariencia tras de la cual encubría sus defectos.

Había llovido terriblemente aquel invierno. El espléndido edificio de El Ombú sufrió desperfectos de consideración, ocasionados por los grandes temporales. Se trataba, pues, de dar cuenta a Lucía de la mayor o menor importancia de esos desperfectos, con el fin de hacer las reparaciones del caso lo más pronto posible, para lo cual, una tarde, no habiéndolo podido hacer de mañana, se trasladó Montiano, solo, a la posesión de Levaresa.

Era la hora de la puesta del sol cuando llegó allí. El campo pareciole mustio, desolado; la lluvia había caído sin cesar; inmensos lodazales cubrían el camino que conducía de la estación a la propiedad. El pueblo estaba desierto. Los árboles, despojados de sus hojas, destilaban gotas de agua que caían, desprendidas, una a una. ¡Por todas partes soledad, tristeza, silencio!

Cuando se detuvo Rodolfo frente a la mansión de Lucía salieron los cuidadores a recibirlo. Examinó detenidamente lo que había que ver, en lo cual empleó más de media hora, y se disponía a retirarse para regresar, cuando divisó a lo lejos la casita blanca de Rosa la lavandera; solitaria enmedio del paisaje descarnado; triste, mustia también como todo lo que la rodeaba.

Le vino entonces la idea de visitarla antes de partir. No había visto a sus moradores desde algún tiempo atrás; pues durante el verano anterior, como se recordará, sólo había ido de paso, y con cortos intervalos, a la posesión de Levaresa.

Obscurecía ya cuando tomó esta determinación. Su propósito era únicamente saludar a la pobre familia y tomar enseguida el primer tren de regreso a la capital. Ordenó, pues, a su cochero que lo aguardase y se encaminó a pie hacia la choza.

Al aproximarse llamole la atención el silencio que reinaba en su interior. No se oía el menor ruido. Al través de la ventanilla brillaba tan sólo la luz pálida de un pequeño farol colgado a la pared.

Golpeó. Una voz le respondió desde adentro.

—Soy yo, amigos míos —dijo Montiano—, don Rodolfo, que quiere saludarlos.

Sintió entonces el visitante algo como el ruido de una silla que se removía sobre el pavimento; luego el choque de una palmada repetida dos o tres veces, al mismo tiempo que el eco de la voz de la madre de Rosa que decía:

—¡Ninna, Ninna, la puerta!

Pareció extraño a Rodolfo que fuese una de las pequeñuelas y no la madre de Rosa misma quien saliera a recibirlo.

Pronto debía tener su explicación esta anormalidad...

La niñita acudió al umbral; corrió el cerrojo y dio entrada a Montiano.

—¿Cómo lo pasan ustedes? —preguntó éste cariñosamente. Y antes de que la niña tuviera tiempo para contestar, añadió:

—¿Y tu mamá? ¿Y tu hermana Rosa? No las veo a tu alrededor.

Ninna, la chicuela de diez a doce años, contestó:

—Mamá está muy enferma, en el cuarto del lado, y Rosa, se fue.

—¡Se fue! Y ¿cuándo? —preguntó Rodolfo con la mayor sorpresa.

—Salió de aquí una noche y no volvió ya más.

— Explícate bien, niña, insistió el joven. Dices que salió una noche; pero ¿a qué salió? ¿Iba sola o acompañada? Explícate.

La niña con el semblante cándido y la voz triste hizo entonces la siguiente relación:

—Hace ya unos quince días, durante toda la tarde Rosa había estado muy callada. Mamá quería saber por qué. Ella no respondía sino que la abrazaba y lloraba.

—¿Y por qué lloraba? —interrumpió Rodolfo.

—Rosa no decía por qué.

—Prosigue.

—Comimos aquí, adentro, porque la tarde era obscura para llevar la mesa debajo del ombú.

—¿Y Rosa comió con ustedes?

—Sí, pero no quiso probar nada, y cuando acabamos abrazó muchas veces a la mamá llorando siempre. Mamá estaba agitada. ¡Daba pena verla! Tenía los ojos llenos de unas miradas muy tristes. Parecía que, además, sentía miedo, porque preguntaba a cada momento si no oíamos pasos afuera si no veíamos a nadie. Había tormenta. Era ya de noche cuando notamos que no estaba Rosa. Llovía mucho.

—¿Y ustedes no la vieron salir?

—No, señor, pero luego la echamos de menos. Cuando pasaron varios minutos y mamá y nosotros vimos que no volvía, salimos todos a buscarla, pues la creíamos en El Ombú.

—Bien, interrumpió Rodolfo impaciente; la creían en El Ombú y ¿no estaba allí?

—No estaba allí; ni en el bajo, ni cerca del parque de lo de Levaresa, ni cerca de lo de Viturbe, adonde también iba a veces...

—¿Acostumbraba ir, dices?

—Sí, señor.

—¿Y nada han sabido desde entonces sobre el paradero de la joven?

—Nada.

—¿Y dices, también, que tu madre está ahora enferma en el cuarto siguiente?

—Enferma, sí, señor.

Rodolfo pasó a la pieza indicada.

Estaba allí en efecto la enferma, con el semblante pálido y descompuesto, el cabello sin peinar y los ojos enrojecidos.

—¡Pobre mujer! —díjole compasivamente Montiano al entrar—. Comprendo su dolor; pero puede ser que el caso tenga aún remedio.

La madre movió tristemente la cabeza.

—No volverá, señor, no volverá; contestó. La conozco. ¡Malvada! Se ha ido por su voluntad. Hace tiempo que vivía inquieta; yo sospechaba algo; pero nunca la verdad.

—Luego usted atribuye la desaparición de su hija...

—A una fuga, señor; fuga voluntaria.

—¿Y en qué funda usted esa creencia?

—En que no trabajaba, señor, como antes; en que sólo pensaba en ir al pueblo; en que se preocupaba demasiado de los trajes de las señoras a quienes veía; en que le gustaba demorarse en la misa los domingos, no para rezar, sino para quedarse atrás; en que se había amistado con una costurera de mala fama del pueblo, la cual le hizo dos vestidos, que no sé yo cómo podía costearlos. En fin, señor, en que varias veces la sorprendí con algún dinero, en mayor cantidad de la que podía ella honradamente tener...

—Todo eso está revelando que su hija ha sido mal aconsejada, seducida tal vez por alguien; ¿no lo cree usted así?

—Sí, señor, lo creo.

—Y ¿tiene usted sospechas sobre quién pueda ser ese alguien?...

La mujer no respondió de pronto. Levantó la cabeza, miró a Montiano como escudriñando su semblante y luego tras un momento de silencio, dijo:

—¡Es tan difícil, señor, opinar sobre todo cuando una es pobre y humilde y hay de por medio personas ricas...

—¿Ricas? —interrumpió Rodolfo, fingiendo sorpresa—. ¿Luego cree usted que no sea sólo gente de su condición la que ha intervenido en este asunto?

—¡Ah! ¡No, señor!

—Y ¿entonces?...

—No me atrevería a asegurarlo; pero tengo mis sospechas sobre un mozo, muy caballero, según dicen, pero muy malo, sin duda, también, a juzgar por su acción.

—Y ¿no podría usted decirme de quién se trata? Tal vez la ayudaría yo a dar con el paradero de su hija.

—Sería inútil, señor; dijo la madre, moviendo de nuevo tristemente la cabeza. Inútil.

—¿Por qué?

—Porque, como se lo he dicho ya, la fuga de Rosa ha sido voluntaria; no tengo la menor duda sobre este particular. Y siendo así, prefiero no volver a verla. Mi hija deshonrada ha muerto para mí. ¿Qué sacaría con armar un escándalo? ¡Dar a conocer a todos mi desgracia! Luego, señor, yo estoy muy grave: sufro del corazón; sé que no viviré largo tiempo; este golpe acabará de matarme; ¡mi única preocupación, por ahora, es la de mis criaturas! ¡Quedarán desamparadas! Felizmente cuento con el apoyo de la caritativa señora Lucía. He querido escribirle, contándole mi desgracia; pero no me he atrevido a hacerlo. ¡Cuando sepa que mi hija Rosa a quien tanto quería ella me ha abandonado así!... ¡Qué vergüenza, señor; qué vergüenza!...

Y la pobre madre rompió a llorar. Montiano la calmó con reflexiones y palabras de consuelo. Debía procurar tranquilizarse para recuperar la salud. Y luego, ¿por qué no perdonar a Rosa? ¿Acaso no habría sido engañada, seducida? Era joven; carecía de experiencia y de conocimiento de la vida.

Sobre este punto la madre agraviada se demostró inflexible. Rosa había huido por su voluntad, por vicio, según decía. Pues ¡que purgara su falta! ¡Habría de pesarle alguna vez!

—¿Quiere usted, en todo caso, que narre; yo el hecho a la señora Lucía? —preguntó Rodolfo.

—Hágalo, sí, señor; eso es, hágalo. Pero que no se afane ella, tampoco, en buscar a la pícara: ya he dicho que no quiero verla. Si usted o ella —la señora—, llegan a saber a dónde está, díganle, no más, que mientras su madre viva, no la verá. Después de muerta yo, que cumpla, si así lo quiere, su deber: si se arrepiente, que proteja a sus pobres hermanos huérfanos; ¡puede ser que Dios la perdone así! Yo también la perdonaré entonces, desde el otro mundo...

Un nuevo sollozo ahogó en la garganta la voz de la enferma. Continuar insistiendo sobre el triste tema pareció inconveniente a Rodolfo. La recomendó, pues, calma y tranquilidad; la dijo que contara seguramente con la protección de Lucía, y que si llegaba a carecer de los medios de subsistencia acudiera a él. Desde luego, haría que la viera en el acto un buen médico; todos los gastos correrían de su cuenta. Su criado Perico iría a menudo a informarse de su salud.

Enseguida tomó Montiano de su cartera unos cuantos billetes y se los dejó sobre la almohada. La pobre mujer cubrió de besos las manos del joven.

Antes de retirarse Rodolfo, detúvose a hablar durante algunos minutos con los chicuelos.

Había obrado el bien. ¡Mucho tiempo hacía que no saboreaba una satisfacción tan pura, tan dulce, tan serena como aquella!

El juicio de Montiano en lo referente a la fuga de Rosa, como se comprenderá fácilmente, estaba de antemano hecho.

Pocos días después, por circunstancias que no habría para qué apuntar aquí, tuvo ocasión de verlo del todo confirmado. Rosa, trasladada a la capital, vivía, según los informes que, no sin trabajo, pudo obtener, en una casita de cierto lejano barrio de la ciudad y era, a la sazón, la querida de Miguel Viturbe. ¡El lobo había triunfado!...

Conforme con la voluntad de la madre, no dio paso alguno en el sentido de denunciar el rapto. Obrar de otro modo habría sido pecar de comedido.

Por lo que respecta a Lucía, limitose a comunicarle el caso; pero sólo en la parte que a la desaparición de la muchacha y al estado de miseria de la familia se refería. Calló nombres, antecedentes y hechos, juzgando indigno el valerse de este género de armas para combatir a sus enemigos. Y luego ¿no convendrá reservarlas para algún caso extremo?...

Capítulo XXIII

Transcurrieron así varios meses.

La fortuna de Jorge y de Rodolfo continuó aumentando. Ganaron tanto dinero: hicieron tantas y tan atrevidas especulaciones que no pasó mucho tiempo sin que la opinión pública los designara como los candidatos más probables al título, tan ambicionado por Jorge, de reyes de la Bolsa. No hubo en la capital quien no los conociera; no hubo quien no hablara de sus pingües ganancias, de sus fabulosos negocios; y, naturalmente, el nombre de ambos jóvenes, asociado, así, a la historia de tanto triunfo, corrió de boca en boca.

Los intereses de Lucía eran preferentemente atendidos por Montiano, aún enmedio de la vorágine de asuntos personales en que se veía envuelto, pues Jorge, con razón, había concluido por exigirle su concurso efectivo, el cual no pudo negarle aquél, convencido de que era su deber no recargar a su amigo con el peso total de la común tarea.

El resultado fue que comenzara Rodolfo, poco a poco, a cobrar afición a lo que antes había aborrecido. Sin poner, sin embargo, en la bolsa un pie, como vulgarmente se dice, y dejando a su compañero toda la responsabilidad y gloria de las especulaciones que allí acometía, atendió, fuera de ese recinto, cuanto se relacionaba con los compromisos por él firmados; llevó anotaciones, manejó depósitos, hizo giros, etc., etc.

Pasó el invierno, luego la primavera, y llegó por fin el término de aquel año, con la sucesión de alarmas y de inquietudes que comenzaron a caracterizarlo.

Una suerte loca había seguido favoreciendo a Montiano y a Levaresa en sus especulaciones bursátiles. Ambos jóvenes llegaron a convertirse en potencia financiera. Todos los halagaban, todos les sonreían.

En los círculos sociales de que eran miembros les brotaron amigos y admiradores por docenas. Los talentos de Rodolfo, esos mismos que hasta entonces sólo le habían servicio para darse a conocer de cierta colectividad formada por el núcleo relativamente estrecho de sus amigos y de sus clientes, fueron ensalzados; sus opiniones en diversas materias hicieron ley; ofreciéronsele puestos honoríficos.

Pero ¡oh veleidad de las cosas de esta vida! Lo mucho que ganó ante el concepto de las agrupaciones sociales propia y exclusivamente mundanas, en cuyo seno empezó a figurar, lo perdió con creces ante el de ciertos y determinados envidiosos de mala ley, que hasta entonces le habían brindado con su simpatía y aparente amistad. De ese grupo le salieron enemigos encarnizados, implacables.

Salvo este detalle, no se había equivocado, pues, Montiano, al prever que su cambio de situación, si llegaba a obtenerlo algún día, habría de colocarlo en el pie en que él anhelaba ser colocado ante el criterio de las gentes cuyo apoyo moral le era necesario para el logro de sus aspiraciones.

Por lo que respecta a Lucía, no pudo ella menos que demostrar de manera ostensible la satisfacción con que veía a su joven y honorable administrador ganar terreno ante la opinión pública.

Si llegó a alarmarse por otros motivos —por lo que con el manejo de sus propios intereses se relacionaba—, la verdad es que no lo demostró. No habría tenido, tampoco razones sólidas en qué fundar sus quejas, pues la manera como Montiano se conducía a este respecto debía bastar para inspirar toda confianza.

Las entrevistas cuotidianas de Rodolfo y Lucía comenzaron a tomar un carácter acentuado de inteligencia mutua.

A nadie se ocultaban ya los propósitos del interesante apoderado; y la hermosa viuda llegó hasta permitir que se hiciese en su presencia más de una alusión intencionada al caso. Recibía de buen humor bromas e indirectas sociales, que devolvía esquivándolas casi siempre con desenfado, nunca con terquedad o disgusto.

Y por lo que toca al trato íntimo entre ambos... la puerta, hasta entonces cerrada a la franqueza, a las confidencias, a las confesiones definitivas, comenzaba poco a poco a abrirse; pero siempre a discreción o capricho de la gentil propietaria de su dorada llave...

Capítulo XXIV

Por esa época y a mediados del verano, más o menos, sobrevinieron, casi repentinamente, varios acontecimientos públicos que determinaron como consecuencia cierta alarma en el círculo de los especuladores más atrevidos. El principio de la enfermedad en que pronto debía consumirse el país se declaraba ya. Al uso del crédito sucedía, no sólo el abuso, sino el abuso monstruoso.

De allí a la crisis no había más que un paso. La entrada del nuevo año empeoró las cosas. Prodújose un krack que llenó de terror a los especuladores.

Jorge y Rodolfo perdieron, de un solo golpe, las ganancias de varios meses.

Pero esta advertencia, lejos de serles provechosa, los irritó y los condujo a la peor de las resoluciones: intentar a fuerza de audacia recuperarlo todo de una vez.

El resultado inmediato de los hechos había sido un alza repentina, inusitada, en el precio del oro; precisamente en circunstancias en que ambos especuladores jugaban a la baja.

La liquidación de fin de mes dejoles un enorme saldo en contra.

Jorge, de ordinario tan seguro en sus procedimientos bursátiles, comenzó, por vez primera, a sentirse desorientado.

Su amigo le aconsejó entonces una prudente calma. Pero, inútilmente. La opinión de Levaresa, del todo contraria a la de su socio, lo llevó a engolfarse más aún en el abismo.

Rodolfo, como era natural, sufrió, a su vez, las consecuencias de tales desaciertos y concluyó por desorientarse también, alarmándose como los demás.

En el primer momento, aturdido, quiso retirarse, ¿pero cómo abandonar a su compañero? Y luego, ¿cómo resignarse a dar por definitivamente perdido lo ganado a fuerza de tanto afán?

Difícil sería bosquejar aquí, siquiera fuese a grandes rasgos, el cuadro de una situación memorabilísima y por todos conocida. Bastará, pues, decir que las famosas especulaciones en tierras improductivas, títulos estrafalarios y otros fantasmas de valores por el estilo que tanto dieron que hablar durante todo un periodo económico sensacional, disminuyeron considerablemente en sólo unos cuantos días. Los bancos, asediados por sin número de deudores que debían cubrir obligaciones a plazo ya vencidas o por vencerse, alarmados a su vez, comenzaron a restringir el crédito, lo que dio lugar a que aparecieran en legión los usureros, entronizando, desde entonces, el pacto de retroventa y el terrible uno y medio por ciento, que tantas víctimas debía hacer.

A aquellos que tenían fuertes depósitos en los establecimientos bancarios oficiales les llegó el caso de retirarlos poco a poco, parte por desconfianza, parte para aprovecharse del naciente pánico y darles, merced a él, inversión más productiva.

Cundió el descontento. Unos culpaban al gobierno, otros a los especuladores. Varios ministros de hacienda perdieron sucesivamente sus carteras y, al caer, fueron cubiertos con las maldiciones de los más, con la compasión de unos pocos, y con la simpatía de los menos. Y a todo este cúmulo de hechos nefastos vinieron a agregarse, por fin, como para hacer más sombrío aún el cuadro, los rumores de un movimiento revolucionario que se suponía próximo a estallar.

Tres meses consecutivos duraba ya esta situación. Las pérdidas de Jorge y de Rodolfo habían ido aumentando de día en día. Extraviados ya, definitivamente, en el rumbo, ni uno ni otro sabía qué hacer.

Sobrevino, por fin, la anunciada revolución que dio por tierra con un gobierno, mas no con un estado de cosas.

Ambos socios tomaron parte, si bien indirecta, en los acontecimientos. Fueron revolucionarios de corazón y acudieron al puesto del peligro resueltos a hacerse notar allí.

Mas, terminado luego aquello, que fue tan breve, volvieron a lo de antes: a especular, a exponer el resto de su capital, a seguir perdiendo lo ganado.

Por más esfuerzos que hacían por ocultar sus desastres financieros, la noticia de esos desastres empezó a cundir de boca en boca. Sus verdaderos amigos se inquietaron.

Lucía misma, hizo a Rodolfo dos o tres advertencias disimuladas.

Una angustia, creciente, aniquiladora, fue apoderándose de Montiano a medida que empezó a darse cuenta cabal de su caso. Por todas partes oía que el mal era incurable, que la situación producida no tenía ya remedio, que la catástrofe era segura... y, sin embargo, no encontraba fuerzas para detenerse ni energía para aprovechar de su situación. Le parecía que desde que su estrella había comenzado a eclipsarse, se eclipsaba, también, su prestigio. Y entonces se sintió despechado. Creyó deber recuperar ese prestigio a toda costa; y, pues había nacido él al calor de su fortuna, sólo la fortuna podría reivindicárselo...

La ambición es así.

Una tarde, hallábase Rodolfo en su despacho aguardando, impacientemente a Jorge, que ese día debía realizar en la bolsa una operación atrevidísima en la cual cifraban ambos grandes esperanzas. Comenzaba ya a inquietarse por la demora de su socio, cuando lo vio entrar precipitadamente, pálido y aterrado.

—¡Maldita suerte! —exclamó Levaresa arrojándose sobre un canapé...— ¡Los dos golpes!

—¿Frustrados?

—Frustrados

—Pero ¿arriesgaste mucho? —preguntó Rodolfo con ansiedad.

Jorge alargó a su amigo un papel.

—¡Seiscientos mil, en diferencias! —exclamó Montiano anonadado—. ¡Seiscientos mil!... Luego tan sólo nos quedan...

—Trescientos mil —repuso Jorge con voz desfalleciente.

Rodolfo sintió que se le oprimía el pecho, enmedio de una sensación de ansiedad casi dolorosa.

—Pero, hay todavía algo más ¡y muy grave! —continuó Jorge—. Parece que se prepara una corrida a los bancos oficiales. A las puertas de uno de ellos se agolpaba esta tarde una verdadera muchedumbre de depositantes alarmados. Fue necesario que acudieran fuerzas de policía para guardar el orden. Mañana aumentará, de seguro, esa alarma.

Al oír lo anterior había dado Rodolfo un salto en su asiento.

—¡Demonios!... —dijo, poniéndose de pie y dándose un golpe en la frente...—. ¡Los depósitos de Lucía!...

—No hay que olvidarse de los nuestros —agregó Jorge.

Sacó Montiano el reloj. Eran más de las tres de la tarde. La hora de las operaciones bancarias había pasado ya; pero los gerentes debían estar en sus oficinas aún.

Tomó su sombrero y salió precipitadamente, resuelto a salvar a toda costa aquellos depósitos.

Diez minutos después llegaba al banco.

Su conferencia con el gerente duró sólo breves instantes. Encontró a este funcionario inquieto, nervioso, rodeado de personas que, como él, habían ido a consultarlo.

No ocultó el motivo de su visita; con lo cual, como era lógico que sucediese, aumentó la desazón del atribulado banquero.

—¡Pero, si todos obran así, dijo el director gerente, el banco tendrá que cerrar, en realidad, sus puertas!

Montiano se disculpó con sus deberes para con Lucía; hizo valer su responsabilidad; la vidriosa situación en que lo colocaba su carácter de apoderado y dio otras razones por el estilo.

—¿Y lo suyo por qué lo retira? —preguntó el gerente.

—¿Lo mío?... ¿Cree usted —interrogó Rodolfo—, cree usted que lo mío pueda afectar, como suma, al establecimiento?...

El gerente miró a su interlocutor con sorpresa.

—¡Pero eso es una monstruosidad! ¡Quiere decir que en un solo día un solo depositante me retira cerca de un millón!...

—Cerca de un millón; eso es: seiscientos mil pesos por un lado; doscientos por otro: ochocientos mil pesos en todo —repuso Rodolfo, con tono de resignado desaliento—. Pero lo suyo, amigo, lo suyo ¿por qué lo retira? —preguntó de nuevo el jefe del Banco, entre incrédulo y sorprendido.

—Porque lo necesito —contestó Montiano, con gravedad.

El gerente volvió a mirar a su visitante, como dudando aún de la veracidad de estas palabras. Eran amigos y se trataban familiarmente.

—¡Seiscientos mil pesos! —repitió al cabo de un momento de silencio. ¿Luego están ustedes locos de veras?

—O muy próximos a convertirnos en tales —replicó Rodolfo levantándose de su asiento—. Mas, es tarde ya y usted tiene asuntos que atender. Hasta mañana, pues.

Y esto diciendo, estrechó la mano del aturdido jefe, y salió de su despacho.

Capítulo XXV

¿Cómo explicar las torturas de la terrible noche que siguió a este día de ansiedades y de angustias mortales?

¡En las puertas de la ruina! ¡Terrible, idea! ¿Conque era cierto que así, de súbito, en unas cuantas semanas solamente podían perderse prestigio, favor, notoriedad, toda una serie de triunfos adquiridos a costa del sacrificio casi heroico de principios arraigados por influjos de la tradición, de la herencia, de un pasado de austeridad y de honra?...

¡La pobreza después de la opulencia! ¿No importaría ello, tal vez, renunciar para siempre a la esperanza de realizar un ideal perseguido durante largos años de sufrimientos y de tolerancias; de irresoluciones y de desmayos; ideal por el cual se luchó con la suerte, con la sociedad, con el amor propio, hasta con la conciencia misma. ¡La pobreza de nuevo! ¿Era ese el fin de aquella brillante jornada emprendida con tanto brío, con tanta fe, con tantos y tan buenos propósitos?

Rodolfo no pudo conciliar el sueño esa noche.

A la mañana siguiente, muy de alba, se instaló en su escritorio.

Perico, admirado de ver abiertas las persianas del cuarto de su amo a hora tan matinal, quiso saber lo que ocurría. ¿Estaba enfermo tal vez el niño?

El niño lo tranquilizó bondadosamente, pidiéndole, enseguida, que lo dejara solo. Cuando hubo salido Perico, dirigiose Rodolfo a un mueble situado en el fondo de la pieza, y abriendo uno de los varios cajones que contenía, sacó de él un cuaderno con apuntes que se puso luego a examinar.

¡Dos millones en unos cuantos meses! ¡Cuán enorme suma para tan corto tiempo! Cosa curiosa. Sentíase asombrado, espantado casi, de lo rápido de la pérdida; y sin embargo, no se le había ocurrido admirarse siquiera cuando se trató de considerar lo brevísimo del lapso empleado en la ganancia de la misma suma.

¡De esas anomalías está formada el alma humana!

Sacó sus cuentas: quedaban aún en dinero efectivo unos ciento veinte mil pesos para ambos... Una miseria según él.

Y, sin embargo ¿cuánto no habría dado en otro tiempo por sólo la mitad de lo que tan desdeñosamente denominaba así?...

Le vino, entonces, la idea de partir utilidades; aún era tiempo de salvar esa cantidad. Sesenta mil pesos no eran, al fin y al cabo, suma tan despreciable.

Pero luego rechazó semejante idea. ¡Cómo!

¿Después de haberse visto encumbrado a lo más alto, bajar, así, hasta el socorrido nivel de lo corriente, de lo meramente vulgar? ¡Imposible! ¡Antes, mil veces, volverá lo de otro tiempo: así, a lo menos, no sería notado, observado, comentado, por aquellos que le habían visto subir.

Pero ¿tenía, acaso, ya, el derecho, la posibilidad siquiera de hacerlo? El Rodolfo Montiano del día, el especulador desacertado, el jugador, el millonario caído se hallaba en el caso de volver a ser el Rodolfo de otro tiempo, aquel a quien se conocía como excelente abogado, como literato de esperanzas, como catedrático lucido, como miembro honorable de la sociedad, en fin, y que, en este triple carácter, podía sentirse orgulloso de sí mismo, por la pureza de su conducta, por el puritanismo de sus ideas y por lo intachable de sus antecedentes? ¡No! ¡Imposible!

Esta triste verdad se convirtió en palpable evidencia para Rodolfo.

Mejor era, pues, intentar un último recurso, y vencer o sucumbir con él. Acabar pronto: eso era lo esencial; dirigirse hacia adelante, por más que el fondo del precipicio estuviera allí, a la vista; abierto, amenazador, negro, profundo...

Resolvió aguardar a Jorge y expresarle su determinación, determinación que seguramente coincidiría con la de su amigo. Entretanto, lo esencial era atender a los asuntos de Lucía. En algunas horas más se abrirían los bancos e iría él personalmente a retirar los depósitos confiados a su vigilancia y responsabilidad.

Se dirigió a colocar el cuaderno de apuntes en su sitio.

Mas, al abrir de nuevo el cajón de donde lo había sacado, hízolo con tal precipitación y violencia que, saliéndose aquél de su base, volcose, y desparramáronse por el suelo todos los demás papeles que contenía.

Iba Rodolfo a recogerlos, cuando de pronto cayeron sus miradas sobre varios rollos de notas y cuentas, entre las cuales se veían dos descoloridos billetes de banco, de valor de doscientos pesos, que él mismo había colocado allí pocos días antes, y olvidado después. Eran falsos y pertenecían, sin duda, a una serie de ellos puestos en circulación desde algún tiempo atrás y denunciados ya como tales al público por la prensa.

Al guardarlos en un momento de apuro, lo había hecho en el propósito de volver a examinarlos más tarde.

lnteresábale conocer su procedencia inmediata, tanto más cuanto que, según lo dedujo entonces, era posible atribuirla a uno de los arrendatarios de Lucía, cierto judío alemán de quien abrigaba Rodolfo serias sospechas, y quien, al pagar en tres ocasiones distintas el valor del alquiler de la finca que ocupaba, había podido entregárselos entre otros legítimos, pues coincidían las fechas de su devolución por parte del banco con las de depósitos en que iba incluido el dinero de tales cobranzas.

Púsose a contemplarlos con marcado interés. Sin que él se diera cuenta del por qué atraían intensamente su mirada.

¡Falsificados! ¡Hasta dónde conducen, se dijo, engolfándose más y más en lo sombrío de sus meditaciones, hasta dónde pueden arrastrar el hambre o la ambición! ¡Pobre humanidad, cada día más menesterosa, más pervertida o más insaciable! ¡Lucha, engaño, anhelo: he ahí nuestra existencia!...

Y este incidente, al parecer sin importancia, el hallazgo casual de dos billetes de banco falsificados, le hizo revolver muchas más ideas en solo una hora de aquella mañana que las que, a propósito de tan siniestro tema, le habían pasado por la mente durante años enteros de su vida.

Perico golpeó a la puerta.

—Los diarios —dijo, entrando.

Rodolfo los tomó y comenzó a recorrerlos. Las cosas, a juzgar por las noticias, que allí encontraba, seguían de mal en peor. Se hablaba con gran insistencia de la corrida a los bancos y se comentaban los hechos producidos a propósito de este sensacional acontecimiento.

Atrajo enseguida las miradas de Montiano un artículo relativo a la falsificación de billetes de diversos tipos, hecho que también preocupaba, como se ha dicho ya, a muchos.

La policía pesquisaba, pero sin resultado aún. Describíase allí minuciosamente el color, la calidad, el aspecto de los tales billetes; indicando con el propósito de poner en guardia al público los defectos, apenas sensibles, de impresión y de forma que se advertían en ellos.

Rodolfo volvió a tomar los ejemplares que tenía en su poder y púsose a examinarlos detenidamente. En realidad, la imitación era admirable.

En esto se hallaba cuando dieron las diez de la mañana. Encargó a Perico que le trajera un carruaje. Firmó un cheque por los seiscientos mil pesos que debían ser pagados en breve; otro por los doscientos mil de Lucía, proveyose de una maletita de mano que solía usar para llevar en ella papeles de importancia y, luego, cuando sintió detenerse el carruaje a su puerta, salió en dirección al banco.

Capítulo XXVI

El espectáculo que presentaba el establecimiento a la llegada de Rodolfo vale la pena de ser descrito. Numerosos agentes de policía, instalados en las cuatro esquinas de la manzana, como cuando se trata de impedir la salida de uno o varios forajidos, detenían a la multitud que amenazaba agolparse tumultuariamente a sus umbrales, como para tomarlos por asalto; multitud agitada, ansiosa, compuesta en su mayor parte de obreros y de mujeres del pueblo, a quienes enfurecía el temor de ver cerrarse de un momento a otro esas puertas tras de las cuales se guardaba en depósito el fruto de sus economías de varios años, el producto de su trabajo incesante, la base sobre la cual se sustentaba, sin duda, la realización de proyectos futuros más o menos próximos, de aspiraciones legítimas, de ideales queridos: un porvenir entero, en fin, que podía serles arrebatado en un día, en una hora, en un minuto, quizás, por los efectos de aquella catástrofe, tan inesperada como inaudita o irresistible.

Y por eso no apartaban esos infelices, un instante siquiera, sus miradas del sitio amenazado y amenazador; pugnaban todos a la vez por llegar hasta él, con el propósito de forzar la entrada, asaltar las rejillas, y pedir a gritos su dinero...

Sólo se escuchaban interjecciones groseras, quejas amargas, recriminaciones y protestas destempladas.

—¡No nos van a pagar! —exclamaba un obrero de mala traza.

—La culpa la tiene el gobierno —gritaba otro.

—¡Y yo que pensé sacar mi depósito ayer! —profería un tercero, sacudiendo en el aire su puño amenazador.

¡Se quieren quedar con los ahorros de los pobres!

—¡Y a esto llaman República! —vociferaba un comunista francés exaltado.

—No sabemos si nos dejarán entrar siquiera.

—¡No faltaría más!

—¡Es vergonzoso!

—¡Es criminal!...

En ese momento se sintió como el correr de un pesado cerrojo; oyose el rechinar de goznes, y la huerta sobre la cual se fijaban ansiosas todas las miradas se abrió de par en par...

—¡Aah! —exclamó la multitud en un murmullo de satisfacción inmensa.

Y se precipitó atropellándose.

—Pocos momentos después, la aglomeración dentro del recinto, el rumor sordo de voces, el clamoreo gemebundo de las mujeres, que parecían suplicar, la arrogancia de los hombres, que, más intemperantes, hacían alarde de su contrariedad, arrojando con insolencia, con rabia casi, a la cara del empleado que los atendía pacientemente, la mención de sus nombres y apellidos, y la del monto total de la cifra reclamada, crecían, aumentaban por momentos.

Con dificultad penetró Rodolfo hasta el interior. Su turno no tardó en llegarle.

El aspecto de aquel siniestro espectáculo lo había impresionado tan intensamente que resolvió no dejar un solo peso en el establecimiento; retiró íntegros sus depósitos y los de Lucía, sacando hasta el último centavo; y cuando los vio, por fin, en su mano, seguros ya, convertidos en gruesos y palpables rollos de papel moneda, los encerró cuidadosamente en la valija que había llevado para tal objeto; dio a la diminuta cerradura dos vueltas de llave; empuñó con mano firme su preciosa carga y se escapó enseguida, recatándose entre la multitud, como si debiese defenderse de sus asaltos y agresiones.

Al volver a su casa, encontró a Jorge, que lo aguardaba.

¡Novecientos veinte mil pesos! No podía resignarse Rodolfo a considerar que de aquella enorme suma ni siquiera una décima parte le perteneciese ya, debiendo repartirse el resto entre una deuda de honor, un depósito sagrado y lo que a su socio correspondía en la división por mitad del saldo común.

¿Qué hacer, por el momento, con todo aquel dinero? ¿Dónde guardarlo?

Para alivianar el peso de tanto riesgo y responsabilidad y hacer, al mismo tiempo, honor a la firma de su socio, Rodolfo comenzó por pagar en el acto los seiscientos mil pesos adeudados.

Quedaron, pues, en su poder, sólo quinientos veinte mil, de los cuales doscientos mil pertenecían a Lucía y el resto a la sociedad.

Lo primero que se le ocurrió fue colocar dicha suma dentro de la pequeña caja de hierro que poseía en su escritorio.

Pero recordó luego que no suele ser ese el mejor modo de disimular la existencia de un valor considerable en un domicilio privado.

Vínole entonces la idea de encomendar su custodia a la insospechable discreción de un viejo mueble de familia que, por lo modesto de su apariencia, por lo no complicado de su antigua cerradura —sólida y resistente, sin embargo, como todo lo que se fabricó en tiempo de nuestros abuelos— constituyera la mejor garantía de seguridad.

Así lo hizo.

Capítulo XXVII

Tres días después, el banco asediado, cerró efectivamente sus puertas y suspendió sus operaciones.

El efecto que este hecho produjo en la plaza fue terrible.

La baja, el derrumbamiento del valor de la propiedad continuó desde entonces, persistente, cada día mayor, y en proporción inversa del alza del oro. Los especuladores en tierras las vendían precipitadamente, a precios que en aquellos momentos parecieron irrisorios a Montiano y a Levaresa. Con la esperanza, pues, de que la baja se detendría allí, compraron tierras; y, para hacerlo, vendieron sumas no despreciables de oro que habían adquirido a tipos de cambio relativamente ventajosos.

Las tierras siguieron bajando. El oro subió aún.

Quisieron, entonces, deshacerse, a su turno, de las propiedades adquiridas en mala hora y, al mismo tiempo, invertir una cantidad nominal fuertísima en nuevas compras de metálico, para realizarlo más tarde con beneficio y recuperar, así, la diferencia perdida.

A los pocos días de haber hecho esta última operación, bajó de golpe el metálico.

Aguardaron. Volvió a bajar.

Aguardaron aún. El Ministro de Hacienda tenía que caer forzosamente: sus proyectos fracasaban: el oro debía, por consiguiente subir.

Bajó.

Total: una pérdida de más, de la tercera parte del valor invertido en la aventurada empresa. Llegó el día de la liquidación mensual y tuvieron que pagar.

Transcurrió un mes más. Ciegos los dos, perdido el criterio, incapaces ya de detenerse, de discurrir siquiera, jugaron y jugaron aún, ya al alza, ya a la baja: siempre con saldo en su contra.

Capítulo XXVIII

En una ocasión ganaron una suma insignificante que los envalentonó. Redoblaron entonces su audacia y expusieron el doble de lo ganado.

Eran esos sus últimos recursos.

Si aquello llegaba a perderse a Jorge nada le quedaría ya. A Rodolfo tan sólo su modesta herencia, consistente en la casa de sus padres, que era la que habitaba.

Aquel día iban, pues, a liquidar ambos en absoluto su situación.

Jorge salió apresuradamente. Montiano se quedó solo, entregado a sus dudas y remordimientos tardíos, preso de la mayor ansiedad.

Durante una hora entera hizo, allá en sus adentros, algo así como el balance moral de su vida. ¡A qué estado le había conducido su anhelo! Recorrió uno por uno sus actos pasados; puso al debe y al haber sus buenas y sus malas acciones. ¡Estas, según su criterio, excedieron en cifra exorbitante a aquéllas! ¡Todo lo he perdido! —se dijo— y en esa pérdida, el dinero es, sin duda, lo de menor importancia!

Cerró los ojos, apretó con ira los puños y se tendió sobre un canapé, resuelto a no pensar ya en nada; a aguardar, indiferente, los acontecimientos, vinieran ellos como vinieran. Le pareció entonces que junto con sus esperanzas, con sus ilusiones, huía, también, poco a poco de su alma lo último que había ido quedando en ella: la delicadeza, el pundonor.

Momentos después, se durmió profundamente...

Capítulo XXIX

Dos horas, más o menos, hacía que descansaba, cuando sintió abrirse con brusquedad la puerta de su cuarto.

Se incorporó y vio entrar a Jorge, pálido, agotado, sin fuerzas casi para sostenerse. Con paso inseguro dirigíase Levaresa a un sillón sobre el cual se dejó luego caer pesadamente.

¡Perdido y deshonrado! —exclamó—. ¡Qué catástrofe! ¡Qué catástrofe!

Y ocultó la cabeza entre las manos.

Esta actitud alarmó en extremo a Rodolfo. Lo de la pérdida no lo sorprendía. La esperaba casi. ¡Pero, lo otro!... Jorge había pronunciado una palabra terrible. ¡Y eran solidarios ambos de sus actos!...

La duda torturó tan dolorosamente el corazón de Montiano durante algunos segundos, que sólo entonces comprendió que se había equivocado al juzgar, en una hora de desmayo, perdidos ya para siempre dos sentimientos hasta entonces dominantes en su espíritu: el del honor, y el que por fuerza debía de alimentarse aún allí: la esperanza de recuperar la oportunidad de acercarse a Lucía.

Quiso, pues, salir en el acto de tanta ansiedad:

—¡Deshonrado! —exclamó—. ¡Explícate Jorge!

Levaresa sacó una cartera y alargándola a su amigo, sin atreverse a mirarlo:

—Toma —balbuceó—. ¡Allí lo verás!

Y volvió a echarse como desfallecido sobre el respaldo del sillón.

Rodolfo cogió la cartera y la abrió. La mano le temblaba al hacerlo.

—¡Ciento veinte mil! —exclamó horrorizado, y con voz sorda. Pero si no nos quedaban más que cuarenta mil, ¿cómo has podido?...

Una especie de sollozo de Jorge lo interrumpió.

—¡Lo sé, lo sé! —exclamó Levaresa con mortal angustia y alzándose de su asiento—. ¡Lo sé, y la culpa es por eso sólo mía! Perdí la cabeza, arriesgué el todo por el todo y me excedí. Sé también, por lo mismo, lo que me queda que hacer.

¡Amigo mío, mi destino se cumple! Tú, que eres la víctima te salvarás; yo que soy el único culpable, recibiré el merecido castigo. ¡Por última vez, esa mano y... valor!

Montiano comprendió al punto la terrible resolución de su socio.

En el momento en que éste se disponía a retirarse, se levantó de su asiento cruzándosele en el camino.

—No saldrás de aquí —le dijo con firmeza—. En las grandes circunstancias es donde se prueba el temple de los hombres. Nuestra honra está en peligro; sea. Agotemos entonces hasta el último recurso por salvarla. ¡Siempre nos quedará tiempo para los actos desesperados! Calma, pues, por ahora, y discurramos. La hora es solemne.

Jorge ocultó de nuevo el rostro y volvió a dejarse caer anonadado sobre su asiento.

—¿Cuándo debemos pagar? —preguntó Rodolfo.

—Dentro de cuarenta y ocho horas a lo más. La fecha de la liquidación se nos viene encima, como lo sabes —repuso Jorge.

—Está bien.

Y Montiano inclinó la cabeza y se quedó un momento pensativo.

Revolvió en su mente mil proyectos: halló unos y los desechó luego. Pensó en acudir a Zutano, a Mengano, a éste, a aquél. Pero pronto se convenció de lo difícil que sería obtener dinero por semejante medio. Nadie prestaba, ni aún a interés subido. Los bancos que quedaban en pie habían cerrado la puerta a todo crédito; los usureros mismos tomaban formidables precauciones, exigían garantías e intereses inconcebibles.

De pronto, volvió a alzar Rodolfo la cabeza.

Alargó una mano a su amigo y díjole con acento tranquilo:

—El asunto está allanado. Es preciso pagar inmediatamente.

—Pero ¿cómo? ¿qué intentas? —preguntó con ansiedad Levaresa, poniéndose de nuevo de pie, al mismo tiempo que sus ojos se iluminaban con un rayo de esperanza.

—Escúchame. Estoy resuelto a proceder como lo hace un náufrago que ve de cerca la muerte. Me asiré a la única tabla de salvación que me queda. ¡Que mi padre desde el otro mundo me perdone esta acción si la considera indigna de un hijo suyo! Acabemos, Jorge, de una vez. Ve a pagar hoy mismo todo lo que debemos. Mañana sería, quizás, demasiado tarde; pues sabe Dios si, a sangre fría, y meditando en lo que voy a hacer, tendría fuerza y decisión suficientes para realizarlo. El dinero está ahí, voy a entregártelo.

Y esto diciendo, se dirigió al viejo mueble de caoba donde había guardado días antes los billetes de banco, y abrió uno de esos cajones.

—¡El dinero de Lucía! —exclamó Jorge, retrocediendo, como espantado.

—Sí, el dinero de Lucía —repuso Rodolfo—. Comprendo tu asombro. Pero tranquilízate, no soy capaz de cometer una villanía. ¿Ignoras, acaso, que poseo una propiedad? ¿esta misma casa en que vivo? Pues bien: afectaré, venderé esa propiedad y repondremos el dinero antes de quince días. Bien vale ella el saldo de nuestra deuda.

Jorge, al oír estas palabras, se arrojó en brazos de Rodolfo y, ahogando un sollozo:

—¡Noble y abnegado amigo! —exclamó—. Aprecio tu sacrificio; mas no lo aceptaré...

—¡Lo aceptarás! —le dijo Montiano con acento que no admitía réplica. Y, luego, debes considerar que hay solidaridad en nuestros actos. El dinero que ganaste lo compartimos; compartimos después nuestras pérdidas hoy le llega el turno a la honra. Y ten por seguro que, al intentar salvarla, no la salvaremos íntegra, pues siempre habremos dejado una buena parte de ella prendida a los zarzales de la maledicencia. ¡Ea! No haya discusión sobre este punto; que el tiempo no es lo que nos sobra...

Y tras estas palabras, contó los billetes y entregó el total a Jorge.

Quedaron en el cajón tan sólo ciento veinte mil pesos, saldo de los doscientos mil del dinero de Lucía.

Capítulo XXX

Cuando se quedó solo Rodolfo y volvió la mirada a su alrededor comprendió todo el peso del sacrificio que iba a hacer. ¡Vender la casa paterna! Conque ¿era verdad que dentro de poco no le sería ya dado volver a contemplar aquel querido rincón, testigo silencioso de sus goces, de sus sufrimientos, de sus esperanzas y de sus desengaños?...

¡Allí, enfrente, al otro lado del patio, estaba el salón de familia de sus padres, con los mismos viejos muebles de caoba y jacarandá que ellos habían usado; pues, a pesar de los frecuentes cambios de fortuna, no había querido el hijo reemplazarlos jamás!

Enseguida, por el lado de la sombra, mirando hacia el sud, los dormitorios de los mismos, siempre cerrados desde su muerte. En el patio segundo, idéntica cosa: cuatro, seis piezas más; cerradas también como las anteriores. A él le bastaba un solo costado, el del norte, elegido expresamente, porque allí penetraba en invierno el tibio y risueño sol de la mañana que, a esas horas, suplía con usura a las monumentales chimeneas de los departamentos modernos, con sus grandes cortinajes y pesadas colgaduras, siempre tristes y siempre sombrías.

¡Con cuánto dolor pensó entonces en que serían otros ojos —ojos extranjeros, indiferentes—, los que en adelante contemplarían todo aquello; en que, tal vez, el pico y el hacha demoledores, caerían allí, ante la voluntad de algún poderoso, para derribar, golpe tras golpe, el viejo inmueble venerado!...

El siguiente día, fue de acontecimientos para Rodolfo.

¡El cumpleaños de Lucía! ¡Y él que lo habría olvidado tal vez, sin una esquela en la cual su amiga invitábale a comer con algunos íntimos y aprovechaba la ocasión para expresarle la extrañeza con que había notado su ausencia de varios días!

Este olvido, que no habría hallado justificación en otras circunstancias se explicaba perfectamente en aquellas.

Saltó, pues, el joven de su lecho y, al salir a la calle, su primera diligencia fue pasar por la tienda de una florista y encargarle el más hermoso canastillo que pudiera improvisarse en el corto espacio de tiempo mediado entre el instante de dar la orden y la hora del almuerzo, pues era necesario, según lo dijo, que esas flores llegaran cuanto antes a su destino.

Regresó enseguida a su casa, y una vez allí se encontró con otra noticia. La madre de Rosa, a quien Lucía y él amparaban desde la desaparición de su hija, había fallecido el día anterior. Uno de los cuidadores de El ombú llegaba expresamente esa mañana a dar la triste nueva.

—¡Pobre madre y pobres hijos!

¿Y Rosa? ¿Qué era de ella entretanto?

Las últimas y ya lejanas noticias que Rodolfo obtuviera sobre el particular, le habían revelado, en la época en que las adquirió, que las cosas no marchaban del todo bien para ella. La crisis general había damnificado, también, por lo visto, al elegante Viturbe; pues se susurraba que la pobre niña, abandonada al cabo de algún tiempo, vivía, a la sazón, casi en la indigencia, en un cuartujo miserable; sola, y sin otro amparo que su propio trabajo. Las malas lenguas agregaban algo más: decían que los amores de Miguel habían tenido fruto...

Rodolfo creyó cumplir con un deber de humanidad ordenando a Perico que se informase del paradero de la joven, con el propósito de que pudiera ella tener conocimiento inmediato de lo que ocurría. Llevaba, además, el viejo criado instrucciones para disponer la vuelta de Rosa a la casita blanca, en el caso de que desease realizarla. Entre tanto, sus hermanitos huérfanos quedarían allí bajo la protección de la caritativa propietaria de El Ombú.

Terminada esta diligencia, pidió los diarios de la mañana.

Enmedio de sus afanes de aquellos días se había acostumbrado a recorrerlos con ansiedad, buscando siempre la noticia que pudiera serle favorable.

Desplegó, pues, como siempre, la hoja impresa que primero le cayó a la mano y... ¡oh sucesión de catástrofes! ¡Otro banco, aquel en que aún fundaba él alguna esperanza, cerraba sus puertas, suspendía sus pagos!

El ánimo de Rodolfo, a pesar de hallarse preparado ya para tal clase de sorpresas, sufrió un rudo golpe con este nuevo contratiempo. Comprendió que le sería mucho más difícil aún que en el día anterior deshacerse de su propiedad; y era preciso, sin embargo, venderla, ¡y cuanto antes!

Todo el día anduvieron juntos Montiano y Levaresa, de calle en calle, de escritorio en escritorio. No se les escuchaba siquiera. La caída de los bancos era el único tema que preocupaba los espíritus. Todos los demás no encontraban siquiera ocasión de ser tratados.

Sus diligencias fueron, por lo tanto, del todo inútiles.

Cuando llegó la tarde se sentía Rodolfo tan aturdido, tan perturbado, tan sin fuerzas, que estuvo a punto de renunciar a la comida de Lucía, a cuya casa, como se ha dicho, hacía ya varios días que no se presentaba. Pero el deseo de salvar las apariencias, le hizo cambiar de resolución.

Una hora después tocaba el timbre de la puerta de su amiga.

Capítulo XXXI

La hermosa anfitriona y su madre aguardaban a sus invitados en un saloncito cercano al gran comedor; el mismo donde, desde algún tiempo atrás, era recibido Rodolfo habitualmente, aun en los casos en que su visita, no tenía otro objeto que el de tratar asuntos de intereses.

La rosada penumbra producida por una hermosa pantalla de seda y encajes, al través la cual se atenuaba dulcemente la luz de la lámpara de mesa, daba suave tinte a los objetos, y a toda la sala cierto aspecto disimulado, tenue, semimisterioso.

El saloncito era íntimo, pequeño y revelaba mejor que cualquiera otro de los aposentos de la espléndida mansión, el gusto refinado, original, exquisito de su elegante propietaria.

Cuando entró Montiano, Lucía conversaba con una de sus amigas, hacia el fondo de la habitación. Otras personas habían llegado ya y continuaron llegando después. Muy pronto la pequeña sala no fue suficiente para contenenerlas a todas. Unas pasaron entonces a la más próxima, otras salieron al vestíbulo y esperaron allí, en amena charla, el momento de ir al comedor.

Desde que se adelantó Rodolfo, llamó su atención el semblante de la hermosa viuda. Los rosados colores que en otro tiempo le daban singular frescura habían desaparecido: en cambio los ojos tenían un fulgor excepcional, como el que da la fiebre. Cuando sonreía, con sonrisa que a él le pareció a veces triste, otras violenta, lo único que vio resplandecer como antes en el rostro de su amiga, además de la mirada, fue el brillo excepcional de sus primorosos dientes; brillo no atenuado siquiera por la palidez intensa de los labios, antes tan rojos, tan expresivos.

Un sirviente anunció la comida.

Catorce habían sido las personas invitadas; pero a última hora excusábase una de ellas —Jorge— que, por motivo de repentina indisposición, según lo decía, «veíase obligado a quedarse en casa, en circunstancia para él tan especial».

Cuando Lucía anunció en alta voz este incidente, todos los invitados volvieron por instinto los ojos hacia Rodolfo. Sintió éste que le penetraban como dardos esas miradas, turbándolo al punto de hacerle bajar las suyas.

Quedaban, pues, trece personas ¡trece: el número fatal!...

Ni doña Melchora, ni el doctor, ni su hijo estaban allí. Como se recordará, la familia Álvarez Viturbe y la de Levaresa veíanse muy poco desde los incidentes del Carnaval...

Entre los comensales se hallaba un antiguo amigo de confianza del difunto banquero. Llamábase don Celestino Pimendel, y era aquel mismo personaje a quien durante algunos años había acudido Lucía para consultarlo, cuando necesitaba pedir consejo en lo relativo a sus intereses. La intervención de Rodolfo en ellos había hecho innecesarios después los servicios de don Celestino; lo cual no obstaba a que Lucía conservase, respecto del respetabilísimo caballero, sentimientos de la mayor veneración.

Era don Celestino persona de gran posición política y social en el país, pues había ocupado en diversas épocas cargos tan importantes como los de Ministro de Estado, Senador de la República, administrador de instituciones de crédito, Juez de la Corte Suprema, y otros igualmente honrosos.

Dotado de experiencia, de saber y de carácter, ostentaba el venerable anciano bajo las arrugas de su frente austera ese pliegue particular que, a modo de sello imborrable y ennoblecedor, imprimen los años y el trabajo sobre el rostro de los hombres de pensamiento.

Su estatura era regular; su porte distinguido; sus modales reposados; su mirada clara, expresiva y algo escudriñadora; su boca, despojada de bigote, fina, pequeña, de rasgos más bien enérgicos que suaves; su frase breve, precisa, un tanto seca. Usaba lentes y sorbía rapé.

Cuando vio Rodolfo que iban a sentarse trece a la mesa, se estremeció instintivamente. Lucía vaciló a su vez; pero debió recordar en esos instantes sus teorías de otro tiempo; pues; haciendo un violento esfuerzo de voluntad, que se traicionó en su fisonomía, exclamó con acento que de todo tenía menos de sincero.

—¡Vamos, qué importa! No podríamos, en todo caso, privarnos de la compañía de alguno de los presentes.

Y enseguida cruzó con Montiano una mirada rápida, tímida, fugitiva; mirada en la cual, por ambas partes, había mucho más de desazón y de angustia que de conformidad, franqueza o común inteligencia.

La conversación se resintió desde el principio de las influencias de aquella atmósfera inadecuada, casi hostil para una fiesta semejante. El estado particular de ánimo de Lucía, en presencia de sus invitados; el de los invitados en presencia de la dueño de casa; el malestar visible de Rodolfo; el conocimiento general de la faz externa de los últimos sucesos en que éste había sido actor y de cuyas consecuencias era víctima a la sazón; los desastres recientes dentro del país; la contrariedad invencible que dominaba a los más, no podían dar lugar a la expansión, a la alegría, a la franqueza. El estiramiento, la frialdad, la reserva, reinaban, por lo contrario, allí. El ruido de los pasos de los sirvientes que retiraban, en silencio, los platos de los cuales habían probado apenas aquellos comensales taciturnos, cautelosos, circunspectos, casi apesadumbrados, se dejaba oír constantemente sobre el lustroso parquet, interrumpido tan sólo de cuando en cuando por un eco de voz aislada, por un cuchicheo discreto, por un diálogo que se iniciaba apenas cuando moría ya, falto de ilación o de continuidad.

Así transcurrieron algunos momentos. Lucía hacía esfuerzos por dar un soplo de vida a aquella reunión, celebrada como por sarcasmo, en festejo suyo; por animar aquellos inciertos llamarajos de un fuego que amenazaba no acabar de encenderse nunca... Todo inútil. Sólo las señoras se hablaban entre sí.

Un tema de conversación habría podido lograr el objeto deseado: el tema del día, los sucesos de la bolsa, la caída de los bancos —lo único que preocupaba el ánimo de los hombres.

Pero Lucía y Rodolfo se encontraban allí; ¿cómo iniciar semejante tema en su presencia?

Montiano se dio inmediata cuenta de la dificultad y resolvió ponerle remedio.

Abordó él mismo el espinoso asunto.

¿Fue cinismo? ¿Fue despecho? ¿Fue abnegación? ¿Fue mera curiosidad? Sólo es dable decir que la situación en que se encontraba colocado era por demás incómoda, irritante, insostenible.

Más valía la verdad, aunque fuese brutal.

Se resignó, pues, no sólo a oírla, sino hasta a provocarla de labios de aquellas gentes todas ellas más o menos íntimas en el trato de los dueños de casa. Don Celestino Pimendel sobre todo, estaba allí.

Él había sido a la par que consejero de Lucía uno de los más allegados al antiguo esposo; y, en este doble carácter, era natural que juzgase con espíritu excepcionalmente suspicaz al que no sólo ocupaba ya su puesto, en calidad de sucesor, sino que aspiraba, a la honra singular de obtener al mismo tiempo el que había pertenecido a su venerable amigo difunto.

No había extrañado jamás, por lo tanto, a Rodolfo el aire cauteloso, la mirada altiva y escudriñadora que acostumbraba ostentar de ordinario en su presencia el señor don Celestino; actitud acentuada especialmente desde la época en que comenzaron a producirse los sucesos cuya notoriedad era ya del dominio público.

¿Qué idea se tenía formada el anciano al respecto?

Esos momentos no podían ser más oportunos para salir de dudas.

Rodolfo se resolvió, pues, a romper valientemente el hielo.

—¿Qué opina usted, señor don Celestino, dijo de repente, fingiendo un tono de perfecta tranquilidad, ¿qué opina, usted de la caída de nuestro gran Banco Provincial?

Don Celestino, con un movimiento brusco, alzó la cabeza que en esos momentos inclinaba sobre el plato en que comía; la alzó, y quedose un momento contemplando a su interlocutor sin replicar. No parecía sino que la inesperada pregunta hubiera tenido la virtud de paralizarlo de sorpresa.

Se repuso, sin embargo, luego; y, como volviendo en sí, paseó rápidamente la vista alrededor de sus compañeros de mesa cual si le hubiera sido preciso consultarlos.

No encontró una sola mirada que respondiera a la suya.

Todos a una, habían bajado los ojos; y, a la sazón, parecían disimular su sorpresa clavándolos imperturbablemente sobre el mantel.

Lucía palideció más aún.

—Me parece —contestó, por fin, gravemente, casi con solemnidad el anciano—, me parece que una de nuestras glorias más puras, uno de nuestros más legítimos orgullos, ha perecido con él.

Y enseguida, en tono sutilmente irónico:

—¿No lo cree usted lo mismo? —añadió, mirando a su interlocutor por encima de los cristales de sus lentes de oro.

—Sí, señor —replicó el interpelado, tratando de demostrar la mayor sangre fría—. Sí, señor, y es lástima que ello haya sucedido así. Pero ¿a quién culpar? Son estos hechos fatales que se producen irremediablemente y que no es dado al hombre evitar...

—Una vez realizados, no; pero antes de su realización, sí —interrumpió el anciano con energía.

—Y ¿cómo?

—¿Cómo?... ¡Es extraño, señor don Rodolfo, que me lo pregunte usted! ¡Usted que debiera estar al corriente de estas cosas! Sin la inconsciencia de un millar de locos como los que han contribuido a la catástrofe y sin la ambición criminal de otro millar de egoístas como los que han sido causa eficiente del mal, no lloraríamos hoy la pérdida de uno de los establecimientos de crédito más notables, del mundo entero.

Don Celestino levantó la voz al decir estas palabras y miró enérgicamente a su interlocutor.

«¡Locos inconscientes y ambiciosos criminales!» —eso había dicho el anciano...

No se atrevió Rodolfo a insistir en el propósito de averiguar en qué grupo se trataba de clasificarlo a él. Ambas expresiones eran igualmente elocuentes, igualmente justas. Ambas le zumbaban al oído, dejándole allí la misma impresión del latigazo de Miguel Álvarez Viturbe.

Replicó, pues, a las agrias censuras del anciano en tono casi humilde. Las otras personas, como sacudiendo entonces su mutismo, tomaron la palabra, a su vez, y acentuaron las opiniones de don Celestino.

Montiano defendía de mala fe una causa indefendible. Quiso atenuar la influencia de esos «locos inconscientes» y de esos «ambiciosos criminales» en las causas determinativas de la catástrofe. Apeló a lo más vulgar y fácil: a la recriminación absoluta de los actos gubernativos. Se extendió, después, en consideraciones basadas en doctrinas sociológicas, atribuyendo no poca culpabilidad a lo que él llamó civilizaciones importadas. Dijo que ellas habían traído cada cual «su semilla» a un terreno insuficientemente preparado para recibirlo. De allí que el fruto hubiera tenido que resultar forzosamente heterogéneo. Llamó a todo aquello «injerto múltiple y venenoso» y lo calificó de «débil desde la raíz hasta el ramaje».

Y cambiando luego de retórica volvió a decir lo mismo al hablar de «un progreso emanado de la mezcla absurda de varios elementos diversos en su origen, diversos en su razón de ser, diversos en sus consecuencias y manifestaciones»; de «una organización valetudinaria con apariencias de juventud», etc.

Don Celestino combatió tales teorías y lo hizo con ardor creciente. Sus ojos se animaron, su voz se enronqueció; alteráronse sus ademanes; sus alusiones se convirtieron casi en injuriosas diatribas.

Lo que Rodolfo daba como consecuencia de una causa eficiente, era para él causa eficiente de una consecuencia ulterior. La ambición, el juego, la desmoralización de la juventud: he ahí lo único que él admitía como origen del mal... Lo demás... ¡subterfugios, acomodamientos, vana palabrería, de parte de aquellos a quienes faltaba el coraje necesario para acusarse de sus errores y arrostrar los castigos merecidos por ellos! Y ¿cuáles deberían ser esos castigos a juicio del severísimo anciano? El desprecio, el abandono, el descrédito para los ambiciosos vulgares: ¡la cárcel, el estigma para los usurpadores de los bienes públicos!...

Se sabe ya que don Celestino era secundado por los demás. No habrá de extrañarse, pues, que el silencio de poco antes no sólo desapareciera casi repentinamente y del todo, sino que se le reemplazara por el bullicio de un vocinglerío verdaderamente aturdidor. Y sin embargo —¡detalle curioso!— no había discusión alguna allí: todos aquellos nombres, con excepción de Rodolfo, parecían estar perfectamente de acuerdo; se apoyaban unos a otros en sus opiniones. Pero ponían tal interés, tal empeño en demostrarlo; en acentuar lo que uniformemente decían; en recargar los argumentos del vecino con nuevas y más enérgicas afirmaciones en su favor, que al cabo de media hora se convirtió el comedor de Lucía, a pesar de la presencia de señoras en él, en algo así como la sala de un meeting de protesta pública... Todos condenaban a una; todos clamaban venganza; todos alzaban los brazos en ademán amenazador; todos fulminaban excomuniones y censuras... Jamás hombre alguno se vio más indirectamente atacado que Rodolfo en aquellos momentos; jamás se sintió aludido con mayor claridad, vejado con mayor acritud y sutileza...

Las señoras callaban, entre tanto, molestas, contrariadas por aquella escena.

Miró Rodolfo rápidamente a Lucía y la vio más pálida aún que antes. Su semblante denotaba tristeza y disgusto. Algo como la expresión de un profundo desaliento se retrataba en sus ojos. Parecía seguir con afanoso anhelo la acalorada discusión de sus comensales.

Doña Mercedes, grave, silenciosa, denotaba tan sólo circunspección y reserva.

La comida continuó así hasta el fin.

Llegada la hora del café, a una señal de Lucía, levantáronse las damas.

Rodolfo consideró prudente retirarse con ellas. La atmósfera impregnada de electricidad que lo rodeaba podía dar lugar a que se precipitase el rayo. Y en casos semejantes la presencia de la mujer es como un medio aislador, que, interpuesto entre las contrarias fuerzas, impide el choque del cual ha de brotar la chispa y luego el incendio...

Se dirigió, por lo tanto, al salón vecino, dispuesto a acercarse a Lucía y a hablarla. Tiempo era ya de hacerlo. Mas ¿qué iba a decirle? No lo sabía. En aquellos momentos no le importaba tampoco saberlo; tenía ansias de encontrarse cerca de ella y de sentirse como protegido por su vecindad. Solo, le parecía hallarse abandonado. Todos aquellos seres eran sus enemigos y su vista lo acobardaba.

Imposible le fue lograr su propósito. Lucía, obligada a atender a sus huéspedes, no pudo hallar un momento especial para él.

La conversación, tuvo, pues, que ser general, como lo había sido antes de la comida.

Se acercó entonces a doña Mercedes. La excelente señora lo recibió como de costumbre. Su exquisito tacto, su mundo, su refinamiento proverbial, quedaron elocuentemente demostrados en aquella ocasión. Con una frase amable y oportuna supo inspirar tranquilidad y confianza a quien parecía dispuesto a implorarlas.

Pero Rodolfo tenía la muerte en el alma; su situación allí era tan difícil, tan incómoda, tan insoportable, que no pudo resistirla durante largo tiempo. Al cabo de algunos momentos pidió a Lucía permiso para retirarse.

Al despedirse se convenció de que ella, a su vez, había deseado hablarle a solas. Pudo notarlo en la contrariedad con que le dijo su amiga:

—¡Pero, si es aún muy temprano! ¿De veras, se siente usted tan mal que no pueda permanecer en nuestra compañía una hora más?

—Prefiero retirarme, si usted me lo permite, Lucía —replicó Rodolfo con tono y ademán que no daban lugar a la menor duda respecto al verdadero estado de su ánimo.

Y enseguida añadió:

—¿Podría ver a usted mañana?

—¿A qué hora?

—A la que usted disponga

—Le aguardaré, entonces, a la una.

Rodolfo se inclinó y, despidiéndose por segunda vez, salió discretamente de la sala.

Capítulo XXXII

Llegó a su casa en completo estado de abatimiento.

El temor, la inquietud, la pesadumbre, son propicios al desarrollo de la superstición, singularmente en un espíritu donde ya este extraño y perturbador sentimiento tiene echadas algunas de sus raíces fecundas.

La tardía y nefasta reaparición del número trece, ese número que según lo creyó siempre Rodolfo habíale sido fatal durante los primeros años de su existencia, lo llenaba en esos momentos de pavor y de ansiedad...

¡Trece personas se habían sentado a la mesa en aquella comida memorable!

¿Sobre cuál de ellas recaería la acción maléfica, y para él inevitable, de la cifra presagiadora de la muerte o de la desgracia?

Involuntariamente estremeciose al meditarlo y se dirigió a cerrar la puerta de su aposento, silencioso y sombrío en esos instantes, iluminado apenas por la luz de una bujía, cuya llama, escasa, amarillenta y triste, ondulaba al arder.

Perturbado por tan sucesivo y tan diverso género de excitaciones, enfermo física y moralmente, hacía ya varias noches que no le era posible dormir.

Acudió al cloral. El cloral lo había excitado más aún, proporcionándole una especie de entorpecimiento que no era descanso.

Nada hay tan cruel como una preocupación intensa. La voluntad más vigorosa no basta a dominarla. De noche, sobre todo, al ir a entregar el cuerpo al sueño y cuando, buscando el momento de transición entre el velar y el dormir, el cerebro, sobreexcitado, parece que vibrara bajo la fuerza nerviosa que agita sus células, y las obliga a pensar, a pensar aún, multiplicando las imágenes que le dan materia de trabajo, las ideas se desarrollan y suceden con desesperante rapidez; se confunden, multiplican y atropellan, hasta que el cráneo se siente como repleto y próximo a estallar; los párpados se entreabren, la respiración se vuelve fatigosa, y el pobre enfermo de insomnio se revuelca desesperado en su deshecha e insoportable cama.

La noche aquella, noche destemplada y tormentosa, el viento estremecía los cristales de las ventanas de Rodolfo. Afuera se le sentía rugir con furia, mientras que, en el interior de la pieza vecina, dentro de la chimenea, chisporroteaba la lumbre, avivada por la violenta corriente.

Iba Rodolfo a acostarse, cuando sintió un ruido extraño; algo como un golpe dado en el techo, por sobre el caño de la misma chimenea.

Volvió a dirigirse hacia la puerta; corrió la persiana y miró. Nada se veía en la obscuridad.

Se preparaba a cerrar de nuevo, convencido de que aquello no podía ser sino ilusión, cuando divisó una sombra que se deslizaba por el patio.

Abrió la puerta precipitadamente.

—¡Quién va! —exclamó.

—Soy yo —contestó la voz de Perico.

—¿Qué haces a estas horas?

—¿No ha oído usted ruido? ¿ruido de pasos? Hace un momento me pareció que alguien andaba por aquí. He venido a ver.

Rodolfo volvió a entrar, tomó una luz y salió, por segunda vez, al patio con Perico.

El viento soplaba en esos instantes con tal fuerza que la luz se apagó. Lo recorrieron, sin embargo, todo cuidadosamente.

Nada hallaron.

—¡Es curioso! —observó Perico con acento de inquietud—. ¡Juraría que había visto moverse un bulto en la azotea! Y estos días he divisado gente muy mal entrasada, como rondando por aquí y examinando la casa. ¿No le parece, Rodolfito, que sería bueno subir a ver?

—No estaría de más —replicó Montiano.

Una pequeña escalera de caracol, situada hacia el fondo, daba acceso al sitio indicado. Rodolfo y Perico subieron juntos.

Mas, esta pesquisa, como la anterior, resultó inútil.

—¡Bah! —exclamó Rodolfo tranquilizado; acostémonos. Lo del bulto habrá sido pura visión. ¡Brrr...! ¡qué frío!...

—¡Hum! —murmuró Perico entre dientes, moviendo la cabeza con aire de incredulidad, mientras bajaba lentamente la escalera—; bueno será no descuidarnos. Esa gente sospechosa... ¡hum!...

El amo y el criado se dieron las buenas noches.

Al volver Rodolfo a su dormitorio, cerró con extraordinaria precaución las puertas, y una vez llevada a cabo esta tarea, pasó al cuarto vecino, donde, oculto bajo doble vuelta de llave, dentro del viejo mueble de familia ya descrito, yacía el resto del depósito extraído del banco: los ciento veinte mil pesos que aún quedaban del dinero de Lucía.

¡Con cuánta inquietud palpó la cerradura!... Todo parecía intacto en ella. Abrió el cajón. ¡Oh felicidad, el dinero estaba allí!

Púsose a contar: uno, dos, tres... hasta doce paquetes, lacrados y sellados por él. Doce... ¡sí, eso hacía la cuenta cabal!

Volvió a cerrar el cajón, retiró la luz y resolvió acostarse.

No le fue posible lograr que el sueño bienhechor acudiese a cerrar sus párpados.

Desesperado, bebió, entonces, una doble dosis de cloral.

Durante largo rato aún le pareció que sentía repetirse con irritante persistencia el zumbido del viento, el crujir y golpear de las persianas; todo ello alternado con el ruido del rodar de los carruajes que cruzaban por frente a sus balcones.

Luego... no supo cómo fue ni cómo empezó; mas diose cuenta de cierta sensación de pesadez que, lentamente, fue invadiendo sus sentidos; hasta que, en un momento dado, sus ojos comenzaron a cerrarse y algo como un velo turbio empañó las imágenes, que, sin borrarse, perdieron la precisión de sus líneas y contornos...

Entonces se sintió Rodolfo presa de un sopor semejante al que produce un narcótico poderoso y, ¡cosa curiosa! a pesar de todos estos síntomas del sueño, notaba que manteníase despierta en él la percepción real de las cosas que lo rodeaban: el mugir del vendaval continuaba manifestándole que el oído no dormía, a la vez que el rojizo resplandor de la chimenea al iluminar con lampos desiguales hasta los objetos de su alcoba misma, llegaba sensiblemente a sus ojos...

Enmedio de las imágenes, más y más extrañas que empezaron desde ese instante a poblar su irritado cerebro, fueron surgiendo, poco a poco, visiones semifantásticas, que determinaron sensaciones angustiosas: la bolsa, el juego, pérdidas de dinero, ganancias pingües, Lucía, Viturbe; todo eso mezclado de modo informe. ¡Luego la deshonra, la deshonra que lo perseguía! Jugaba al alza, y perder de nuevo su capital, acudía al sagrado depósito oculto en su domicilio. Pero no se contentaba con sólo una parte: disponía de la totalidad. Perdía.

Entonces se desesperaba, y, consciente de su falta, dirigíase a un cajón de su escritorio en busca de un revólver. Pero, en vez de abrir el que necesitaba, abría otro. Al hacerlo violentamente, saltaban irguiéndose amenazadores, cual si tuvieran vida, los billetes del inquilino sospechado como falsificador. El cajón estaba vacío: nada más había en él. ¡Sólo esos papeles atraían su vista!...

¡Idea perturbadora, idea hija de la desesperación y de la impotencia! Una lucha tremenda se trababa de repente en su espíritu: ¿Y si fueran verdaderas sus sospechas? Si ese hombre fuese realmente el falsificador, ¿por qué no asociarse con él?...

Poníase, entonces, a observar con avidez los billetes. Color, dibujo, detalles: todo perfecto. A la luz del gas, con un lente en la mano; entrecortada la respiración, hosco el semblante, inclinado sobre los valores falsos los examinaba con escrupulosidad. ¡Parecía él el falsificador!...

¡Al! ¡no, nunca! ¡nunca! —se decía entonces. Y, nervioso, anhelante, arrugaba entre sus manos los papeles malditos y arrojábalos, enseguida, con violencia, al fuego de la chimenea...

—Ardían, ardían allí, con llamaradas siniestras; ora rojizas, ora verdosas. El fuego y el calor parecían, entonces, crecer enormemente con aquel nuevo combustible. Y aumentaban tanto, que Rodolfo se sentía horrorizado...

¡Cruel pesadilla! Un resplandor intenso iluminaba la estancia. Y las llamas de la chimenea crecían y crecían sin cesar. La sensación de calor extremo convertíase en sofocación insoportable...

De repente oyó Rodolfo un grito, un grito verdadero, un grito terrible... ¡Fuego! ¡Fuego!

El sueño, la pesadilla habían cesado. Pero empezaba la realidad, mucho más horrible aún. Una atmósfera de humo negro y espeso lo envolvía todo, por todas partes, y Montiano aunque medio adormecido aún por la fuerza del narcótico, se incorporaba pesadamente en su lecho. Intensos resplandores iluminaban los cuartos vecinos.

Rodolfo creía soñar todavía.

Mas, no tardó en salir de su error y en convencerse de que aquello no era ya un delirio. Las siniestras voces de alarma que real y verdaderamente llegaban a sus oídos; la presencia de Perico que le gritaba que se pusiese en salvo; los golpes repetidos; el correr de gentes en la calle; el crujir y chisporrotear de la madera de los techos, puertas y ventanas; el olor a quemado; aquel calor; aquel humo; aquel incendio, en fin, que cundía y cundía sin cesar, se lo estaban así probando.

Saltó de la cama, sin tiempo siquiera para vestirse... y se lanzó hacia afuera...

Pero un recuerdo terrible cruzó de pronto por su mente, arrancándole gritos de ansiedad.

¡El dinero de Lucía!

Desatentado, abalanzose de nuevo hacia la pieza vecina. Mas, recordó entonces que la llave del cajón que tan atolondradamente se dirigía a abrir encontrábase en uno de sus bolsillos, dentro de sus ropas, en su mismo dormitorio... Corrió hacia allá. Pero, enmedio de su precipitación y a pesar de la luz del incendio que penetraba por donde quiera, perdió instantes preciosos.

Cuando, por fin, dio con lo que buscaba, volvió, como loco, a la pieza vecina. Quiso adelantarse. El humo lo cegó. Y además, el paso estaba ya casi cerrado allí por las brasas. Hizo, sin embargo, un esfuerzo, supremo, inaudito; trató de avanzar...

Un inmenso trozo de cornisa y un tirante, de madera desplomáronse con estrépito en esos momentos, llenando el piso de escombros encendidos. A la vez, por entre el boquerón abierto en lo alto, entró una inmensa lengua de fuego, que abrasó los tabiques, envolviendo gran parte de la habitación y de los muebles más cercanos.

Todo empezó a arder.

La vetusta casa de los padres de Rodolfo con sus maderas resecas y ya medio carcomidas por los años se consumía como paja al soplo del huracán que avivaba la hoguera.

El mueble donde se hallaba el dinero quedó súbitamente envuelto en llamas...

Entonces dio principio Rodolfo a un combate desesperado contra el voraz elemento.

Resuelto, valeroso, como en otra ocasión solemne, cuando en lucha a brazo partido contra la furia indomable de las olas del mar, había logrado arrancarles la presa que ellas le disputaban; jadeante, lleno el rostro de sudor, precipitose a los aposentos contiguos y, después de coger allí cuantos objetos juzgó más a propósito para hacer resistencia a la hoguera —porcelanas bronces, hierros, cristales— adelantose, casi hasta el seno de la hoguera misma, y, una vez allí, los fue arrojando alrededor del mueble ya medio devorado, por creer que de ese modo lograría aplacar durante algunos segundos aquella horrible hornalla y abrirse paso para arrebatarle lo que importaba para él en esos momentos más que la conservación de la propia vida...

¡Todo inútil!... ¡El monstruo del fuego era más terrible aún que el monstruo del agua! El uno había luchado rugiente, pavoroso; pero dejándose abordar: el otro, enmedio de su formidable silencio, era, inaccesible, y destruía sin compasión. Cada vez que intentaba acercarse Rodolfo, las llamas, semejantes a los flexibles brazos de un pulpo, se desenrollaban, extendían y avanzaban, como si quisieran agarrarlo, atraerlo...

Iluminado, así, por los rojizos resplandores; de pie enfrente de la hoguera —ora abalanzándose con furia, ora retrocediendo sofocado, debatiéndose en continuo e incesante afán —parecía un demonio de la luz: un ser extraño y fantástico, cuya movible silueta, al reflejarse sobre los muros, reproducía en solitaria y agigantada sombra todos aquellos movimientos convulsivos, desesperados, aspaventosos, casi aterrorizantes...

¡Y entre tanto el viejo escritorio de caoba, devorado más y más, crujía, y crujía, como si al morir gimiese de dolor!...

El humo aumentaba en intensidad, llenándolo todo; sofocando a Rodolfo, al punto de que le era ya difícil permanecer en la habitación. Secábasele la garganta; ardíanle los ojos; su cabeza se mareaba; todo parecía girar en torno suyo...

Hizo, sin embargo, un último esfuerzo quiso abalanzarse y... cayó en tierra...

Capítulo XXXIII

El solo recuerdo que conservó Montiano de ese momento terrible, al día siguiente, fue el de haberse sentido tomado por un humo vigoroso y arrastrado hacia afuera...

La voz de Perico había llegado también, confusa, a sus oídos...

Algunas horas después, sintió que despertaba como de soñar...

Se encontró recostado sobre un lecho, en sitio desconocido. Personas extrañas lo rodeaban. Pero pronto reconoció entre ellas a Jorge.

Sólo entonces se dio Rodolfo cuenta cabal de los sucesos. Su lucha con el fuego había dejado dolorosas huellas en su cuerpo: tenía las manos, la cara y parte de los brazos, llenos de quemaduras. Un médico lo asistía.

La primera palabra que salió de labios del herido fue una pregunta dirigida a Levaresa.

—¿Totalmente incendiada? —dijo.

—¡Totalmente! —contestó Jorge con acento sombrío, La catástrofe ha sido completa.

Inclinó Montiano la frente y no volvió a desplegar los labios en todo aquel día. El más completo anonadamiento se apoderó de su cuerno y de su espíritu.

Le pareció como si lo abandonara toda esperanza ¡esa esperanza que, nacida al calor de una ilusión, había logrado abrirse paso poco a poco hasta allí!

Mas, su estrella era fatal. Al cruzársele con tan encarnizada persistencia en su camino, parecía querer decirle: ¡de aquí no pasarás!...

La fiebre se presentó luego.

Durante varios días estuvo Rodolfo postrado en cama, casi inconsciente:

Cuando mejoró un tanto quiso levantarse, pero Jorge y su médico se lo impidieron.

A medida que el tiempo transcurría, iba explicándose menos su terrible situación. El facultativo puede estudiar los fenómenos patológicos en el cuerpo ajeno y aun en el propio; el psicólogo definir por medio de sus manifestaciones externas los sentimientos que se desarrollan en el alma que se propone observar; el fisiólogo relacionar los unos con los otros; pero el estudio de lo que se experimenta en sí mismo cuando se está bajo el dominio de una situación tan extraordinaria como aquella en que se encontraba Montiano, no es fácil de hacerse.

El desfallecimiento interno cuando es consecuencia de una extraordinaria tensión de espíritu, pocas veces tiene remedio inmediato; es como la espiral de acero, que al dilatarse en demasía, pierde su virtud de elasticidad.

Aquel hombre fuerte de otro tiempo, aquel luchador por la vida se volvió pusilánime. Con los codos apoyados en la almohada, apretados los puños sobre las sienes, durante largas horas de convalescencia dejó correr lágrimas amargas como la hiel. Reflexiones dolorosas lo asaltaron. Miró hacia el porvenir y vio sólo sombras que le dieron miedo; miró hacia atrás y se sintió ofuscado. Su espíritu, en extremo débil ya para soportar el brillo y el calor de los recuerdos felices, desmayose ante ellos, como la flor de la noche ante la luz de la alborada.

Varios amigos solicitaron verle. Montiano recibió esas visitas con la más profunda indiferencia. Nadie le habló de la pérdida del dinero de Lucía, lo cual le hizo creer que la existencia de ese dinero en su casa era aún ignorada por el público.

Perico no abandonaba a su amo un solo instante. El pobre viejo sufría y callaba. Veíasele en ocasiones pensativo y triste; en otras presa de la mayor aflicción.

Una mañana, hallándose solos los dos, le hizo Rodolfo, por vez primera, esta pregunta:

—Perico ¿conoces el alcance de mi desgracia?

—¡No he de conocerlo —replicó el fiel criado con acento de profunda melancolía—, no he de conocerlo, si sé todo lo que le cuesta!

—Explícate.

—Vamos... lo del dinero... los billetes guardados en el escritorio de caoba...

—¡Lo sabias! y ¿cómo?...

—Dos veces lo vi contándolos.

Pero ¿crees tú que alguien más tuviera conocimiento de la existencia de ese dinero en casa?

Perico se puso de pie. Su semblante que hasta ese momento había demostrado sólo melancolía y tristeza, se tornó de súbito grave. Alzó los dos brazos y cruzándolos, enseguida, sobre el pecho, dijo, con voz conmovida y tono casi solemne

—¡Juro por Dios que me ve y me ha de castigan si juro en falso, que de mi boca no ha salido nunca una sola palabra!

—¡Te lo creo, mi viejo, te lo creo! —replicó Rodolfo conmovido a su vez.

Y se quedó pensativo.

Perico prosiguió:

—¡Ah! ¡ese incendio, niño! ¡Hace quince días que me desvano los sesos pensando y pensando! Por la chimenea empezó; y con el viento que había... es claro. Pero ¿cómo empezó?... ¿cómo empezó?... ¡Eso es lo que no puedo entender!...

Y, a su turno, Perico se puso o pensar.

De pronto alzó la cabeza, y, mirando a Rodolfo con aire escudriñador, le preguntó como si quisiera provocar una confidencia:

—Y, dígame —esto es por hablar no más — ¿no tendrá usted algún enemigo?

Rodolfo hizo un movimiento de sobresalto.

—¿Por qué me lo preguntas?... —interrumpió vivamente.

—Por nada... porque se me ocurre... ¡qué quiere usted, Rodolfito! Yo no puedo quitarme de aquí, de la cabeza, los ruidos de esa noche en la azotea; y aquella gente mal entrazada... ¡huum! ¡nadie sabe de lo que son capaces los malvados!...

En ese momento sonó el timbre de la puerta de calle.

—Ve a ver quién es —dijo Rodolfo, disimulando la impresión causada en su espíritu por las palabras del viejo...

Perico salió.

Era el mensajero que, de parte de Lucía, llegaba, como de costumbre, a informarse del estado del enfermo.

Un segundo después entró el médico.

La interesante conversación quedó, pues, interrumpida.

Capítulo XXXIV

Nada hay que escape a la perspicacia o a la mal intencionada intromisión de los curiosos. La prensa concluyó por tomar citas en el asunto. La pérdida del dinero fue, pues, conocida. Pero ¡de qué modo!

Una mañana, después de haberse levantado Rodolfo, y cuando, ya más restablecido, preparábase a abandonar por vez primera su habitación con el propósito de ver a Lucía e informarla de los hechos, y mientras hacía cálculos relativos a la mejor manera de arbitrar fondos para reintegrar parte de la fortuna incendiada, vendiendo lo único que aún poseía: el solar de sus padres, una mañana fue sorprendido por la lectura del siguiente suelto, que daba a la publicidad uno de los diarios de mayor circulación:

Ecos de un incendio

«Llega sólo hoy a nuestro conocimiento una grave y sensacional noticia, relacionada con el voraz y misterioso incendio que, como lo recordarán nuestros lectores, consumió hace unos cuantos días la casa habitación del doctor Don Rodolfo Montiano.

»Parece que este caballero, administrador como se sabe, de los bienes de una distinguida y opulenta dama, había retirado con oportuna precaución, de uno de los bancos que luego cerraron sus puertas, sumas considerables de dinero, pertenecientes a dicha señora, sumas que se hace subir a cerca de un millón de pesos. El objeto de este retiro había sido poner a salvo tan considerable cantidad, en previsión, o por conocimiento anticipado, de los hechos que se producirían en el banco. Por descuido, inexplicable sin duda, el doctor Montiano no disponía de una caja de hierro donde hubiera podido guardar con seguridad el dinero. El fuego devoró, pues, íntegra esa fortuna.

»Dados los últimos reveses recibidos en la bolsa por el caballero de quien se trata, es de suponerse que este golpe haya debido impresionarlo tanto más intensamente cuanto que se asegura que por salvar de las llamas el valioso depósito recibió el señor Montiano las graves quemaduras que aún lo mantienen postrado.

»Lamentamos de todo corazón tan sensible y extraordinaria desgracia».

No bien acababa Rodolfo de leer, con inquietud mortal, este suelto, cuando entró Perico. Traía en la mano una carta. Era de Jorge. No había vuelto éste en la tarde y noche anteriores, y comenzaba ya a preocupar a su amigo tan inusitada ausencia.

Abrió, pues, el billete y vio con sorpresa profunda que se trataba de encargos íntimos y urgentes, hechos por Levaresa en forma y modo que daban lugar a creer que, por razones ajenas al conocimiento de Rodolfo, hubiese aquél resuelto, de súbito, emprender lejano viaje, o, por lo menos, ausentarse por largo tiempo.

La hora era matinal ¿qué podía ser?

Iba Rodolfo a llamar a Perico con el propósito de interrogarlo, cuando lo vio entrar de nuevo, presuroso, con otro sobre en la mano.

—Una carta más, para usted; urgente, muy urgente, según se me dice, de la señora de Levaresa —dijo el criado.

Montiano se incorporó y precipitándose sobre el papel que se le tendía:

—¿Aguardan contestación? —preguntó con rapidez.

—No. El mensajero ha partido.

Rodolfo rompió nerviosamente el sobre y lleno de asombro, leyó lo que sigue:

«¡Pronto, Rodolfo!, cualquiera que sea su estado, al recibir esta carta, sin pérdida de un segundo, diríjase al Club de XXX, de que es usted miembro; infórmese de lo que ha pasado allí ayer por la tarde y obre, después, como su conciencia se lo dicte.

»Una honra y una vida están en peligro! Los momentos son solemnes. Sé que en ellos se mostrará usted digno de sí mismo y de quien no vacila en romper, por fin, una forzosa y mortal reserva de más de dos años para decirle, en trance tan angustioso, que sufre, confía y esfera...

Lucía»

El efecto que produjo en el alma del joven la lectura de esta carta fue la de una luz que iluminara súbitamente un caos profundo. Los sentimientos de curiosidad que en cualquiera otra circunstancia, hubiera hecho necesariamente despertar lo misterioso del asunto que motivaba la esquela de Lucía, quedaron relegados a segundo término ante esta sola, dominadora consideración:

¡Lucía sufría por él! ¡Luego, Lucía lo amaba!...

Rodolfo se quedó un instante absorto, como embargado por el éxtasis de un júbilo infinito.

Pero la reacción vino luego. «Una honra y una vida están en peligro», decía el papel.

No había tiempo que perder. Sin acabar pues de reponerse; aturdido aún por todas aquellas sensaciones intensas, sucesivas; sin reparar en su estado, se precipitó a la calle.

Cinco minutos después llegaba al Club designado en la esquela.

Capítulo XXXV

Situado en el barrio céntrico, en plena capital bulliciosa, allí donde el movimiento, el ruido de la gran ciudad cosmopolita se hacían a esa hora más sensibles, alzábase el edificio ocupado por cl Club de XXX, punto de reunión de la juventud más distinguida de la Capital.

Cuando entró Rodolfo, estaba tan pálido y desfigurado, que la servidumbre no lo reconoció de pronto. El portero miró con extrañeza a aquel hombre de aspecto enfermizo, traje desaliñado y rostro lleno de cicatrices que se colaba, así, de rondón; un lacayo vestido de librea acercose dispuesto a preguntarle qué se le ofrecía, como acostumbraba hacerlo con los desconocidos que solían presentarse de cuando en cuando en demanda de algún socio.

Mas Rodolfo no se detuvo. Pasó de largo y dirigiose, presuroso, hacia el interior.

Atravesó el vestíbulo, dobló a la izquierda y penetró en los departamentos donde habitualmente se encontraba con sus amigos. A esa hora, al revés de lo que acontecía ordinariamente, varios socios hallábanse ya allí.

En uno de los salones principales veíase un grupo formado por ocho o diez jóvenes que hablaban animadamente, haciéndolo, sin embargo, en voz baja y como con cierto aire de misterio.

La sala donde se encontraban éstos, por hallarse situada en el costado sud del edificio y por estar dispuesta en su interior con pesados cortinajes y sombríos tapices, era obscura en extremo. El piso, cubierto por gruesa alfombra de Persia, ensordecía los pasos. Todas estas circunstancias, dieron, pues, lugar a que la entrada de Rodolfo no fuera advertida.

Y luego, aquella conversación parecía embargar de tal modo la atención de los que en ella tomaban parte, que nadie paraba mientes sino en lo que en el seno del corrillo se decía.

No bien se adelantó Montiano, cuando le pareció oír pronunciar su nombre. Se detuvo instintivamente.

He aquí lo que entonces, escuchó:

—¿A cuántos pasos dices?...

—A veinte, a la voz de mando, y tantas balas cuantas sean necesarias hasta que caiga uno de los dos.

—¡Qué barbaridad!

Y enseguida, en confuso y entremezclado cuchicheo, las frases siguientes que alcanzaron a llegar inteligibles a su oído:

—Levaresa es buen tirador...

—Sí, pero Viturbe no yerra blanco...

—La trompada fue tremenda...

—De primo cartello...

—¿Y Montiano, causante de todo esto, ¿qué hace? ¿dónde está?...

Rodolfo al oír estas últimas palabras sintió como si una ola de sangre le subiese al cerebro. Las sienes le palpitaron con fuerza; quiso hablar; pero la voz se le ahogó en la garganta. Adelantose, sin embargo, y se incorporó al grupo.

Al verle allí, de repente, enmedio de ellos, mudo, pálido, demacrado, como una aparición, los jóvenes se apartaron, sobrecogidos de sorpresa.

Un profundo silencio siguió al rumoroso cuchicheo de pocos momentos antes.

Rodolfo penetró hasta el centro del corrillo, buscando con ansiedad en torno la cara de algún amigo íntimo.

No la halló. Entonces, cambiando de actitud, dirigiose a los que, sin proferir todavía una palabra, le miraban, y les dijo con tono casi suplicante:

—¡Por favor, cualquiera de ustedes, dígame lo que ocurre! Llego en este momento; nada sé, aunque todo lo presumo. ¿Jorge y Viturbe se baten? ¿Cuándo? ¿Yo soy el causante de ello, se dice: ¿Cómo? ¿por qué? ¿Dónde están los duelistas? ¡Un dato, por favor!...

Los jóvenes se acercaron entonces a su camarada y formándole círculo, lo estrecharon más y más.

—¡Cómo! ¡nada sabe! —se oyó exclamar por todas partes—. ¡Nada sabe! ¡Es preciso decírselo!

—¡En el acto, en el acto! —volvió a suplicar Rodolfo, con ademán de la más angustiosa impaciencia.

Y entonces, todos a la vez, con precipitación creciente y levantando poco a poco la voz, comenzaron la historia de un altercado seguido de vías de hecho; algo ininteligible al principio; algo que Rodolfo se desesperaba de no poder comprender por la confusa algarabía enmedio de la cual le era narrado. Preguntó al uno; escuchó al otro; pidió a todos un momento de silencio, hasta que, no sin cierta dificultad, logró alguien imponerlo de lo que sigue Jorge había ido al Club en la tarde anterior como de costumbre. Allí se dio cuenta de que se hacían comentarios poco honrosos para su amigo Rodolfo a propósito del incendio de su casa y la pérdida de la fuerte suma de Lucía. No faltaba quien se permitiera dudar de que ese incendio hubiese sido meramente casual. ¿No se habría procurado, por tan seguro medio, hacer creer en la desaparición de una suma que el rumor público avaluaba en la enorme cifra de un millón? La desesperada situación financiera de Montiano ¿no daba, acaso, pleno derecho a que se abrigasen tales sospechas?

Jorge, ciego de ira al saberlo, había emprendido, en el acto mismo, la tarea de averiguar quién o quiénes eran los autores o propagandistas de la infame calumnia dentro del Club. No había tardado en saber que el más empeñado en hacer cundir el rumor era Viturbe. Había buscado, entonces, al enemigo de Rodolfo; lo había interpelado, provocándolo a explicar públicamente sus intenciones.

—«Y entonces —prosiguió diciendo el que tenía en ese momento la palabra—, Viturbe con su habitual altivez, rechazó la interpelación que se le dirigía; negó a Levaresa el derecho de hacerla y concluyó por sostener, casi de modo categórico, una sospecha del todo ofensiva para Rodolfo Montiano.

»A su juicio, había perfecto derecho para juzgar que el incendio no hubiese sido casual. El dinero de la señora de Levaresa, en tal caso, no se habría quemado, sino que...

»Viturbe no alcanzó a terminar la frase. Una trompada en pleno rostro fue la respuesta de Jorge...

»El duelo se concertó aquí mismo ayer.

»A estas horas, poco más o menos, debe tener lugar».

Acabó de hablar el joven. Rodolfo, aturdido, desatentado, sin saber de pronto qué resolver al oír estos antecedentes, preguntó de nuevo, pidió mayores datos sobre la hora, el sitio en que se efectuaría el encuentro. Obtuvo con alguna dificultad los más necesarios. Supo que los duelistas se batirían en los alrededores de la ciudad, al Norte, cerca de la propiedad de Viturbe: la Villa Umbrosa.

Padrinos y ahijados debían haber salido, según todas las probabilidades, media hora antes, por el tren correspondiente, en dirección al punto de cita.

Montiano no vaciló más tiempo.

—¡Dios quiera —exclamó—, que no sea ya tarde!

Miró el reloj. Los trenes para el norte salían cada hora. Faltaban aún diez minutos para la partida del más próximo.

Tomó precipitadamente un carruaje, dirigiose a la estación y llegó allí a tiempo para saltar dentro del primer vagón que se halló por delante...

Capítulo XXXVI

Dos segundos después el tren se ponía en marcha.

Eran la diez de la mañana.

Desde las ventanillas veíase el cielo encapotado y el campo triste y sombrío. Soplaba el Pampero, sacudiendo con fuerza el ramaje seco y amarillento de los árboles, y aun dentro del vagón se sentía la temperatura desapacible. Hacia un lado, y a no larga distancia, divisábanse las aguas del río, turbias, cenagosas, agitadas; y, hacia el otro la barranca, que se extendía y extendía, perfilando sus contornos sobre el fondo del horizonte, brumoso y obscurecido.

Varios pasajeros conversaban; otros reían alegremente, o contemplaban con aire distraído el desolado paisaje.

Rodolfo, inquieto, febril, se removía en su asiento; sacaba su reloj; se levantaba; volvía a su sitio, y, una vez de nuevo en él, apoyaba la frente contra el vidrio de la ventanilla, y, hundiendo la mirada en el espacio, quedábase, por fin, inmóvil, sumido en profunda meditación.

Pero una especie de ira reconcentrada se apoderaba luego de todo su ser. Aquel paisaje que huía velozmente ante sus ojos, le producía vértigos; aquella trepidación incesante; aquel ruido de rodajes y hierros entrechocados; aquellas carcajadas alegres; aquella indiferencia colectiva, en fin, respecto del estado angustioso de su ánimo, lo irritaban y le hacían daño.

Parecíale que el tren no se deslizaba con velocidad suficiente. Su impaciencia hubiera querido darle alas para hacerlo llegar cuanto antes a su destino. Cada detención forzosa, por breve que fuera, se trocaba para él en momento de verdadero martirio.

Mil ideas se agitaban, entre tanto, dentro de su cerebro, bullendo turbulentamente allí, ora siniestras, ora exaltadas; ora angustiosas, ora tristes: ideas de venganza, de terror, de remordimiento, de amargura, de pesar ¡ninguna de esperanza!...

Su situación era, en efecto, por demás cruel. Podría llegar a tiempo y evitar el duelo de su amigo, que era lo esencial. Pero lograr esto último importaba poner su propia vida a merced de su adversario. Salvar a Levaresa significaba reemplazarlo. Y reemplazarlo, era caer, seguramente, en el campo del Honor bajo una bala certera de Viturbe.

Miguel era tirador eximio, probado, infalible. Y con un enemigo al frente tan odiado como Rodolfo no era probable que su pulso fallase por vez primera.

Rodolfo no podía, pues, dejar de darse cuenta de su situación. No era, por cierto, valor material lo que le faltaba para arrostrarla: al contrario: la idea de verse, por fin, frente a frente con su perverso adversario, con el autor probable de todos su males, inundaba su alma de una especie de júbilo feroz...

Pero ¡en qué momentos se presentaba aquel lance! En los instantes mismos en que Lucía acababa de abrirle un cielo de esperanzas; cuando su honor no había sido aún puesto en salvo, ni podría serlo a menos de que él viviese; cuando se hacía del todo necesaria su rehabilitación completa ante el concepto de su amada, quien, sin duda, sentía a esas horas afligida su conciencia por dudas que no sólo no le había sido dado disimular, sino que, por lo contrario, se traicionaban en aquella frase: sufro, confío y espero; expresión fiel, elocuentísima, de un sentimiento íntimo arrancado por fuerza de lo hondo del pecho, en un instante de suprema duda y de afán supremo...

La restitución íntegra del dinero extraído; la averiguación, la prueba completa de que el incendio no había sido un crimen; un porvenir entero de dicha; la realización del más caro ideal; amor, riqueza, ventura ¡todo eso entregado al azar; puesto a merced de un instante de fatalidad o de buena suerte!

—Pero luego pensó en las eventualidades. El desvío inconsciente del brazo de su adversario; el error de una línea; un segundo de vacilación por parte de éste podían salvarle. Mas ¿y las condiciones completas del duelo? ¿Acaso las conocía él del todo? Y podían establecerse, siquiera, condiciones tratándose de un caso tan singular como el que habría de producirse ante la aparición imprevista, en el terreno mismo, del verdadero adversario, del verdadero ofendido, de aquel que era, al mismo tiempo, un enemigo mortalmente odiado?...

Al llegar a esta consideración, Rodolfo no pudo evitar un movimiento involuntario de angustia. ¡Terrible ley social! —se dijo para sí, al mismo tiempo que cierta sensación intensa, mezcla de amargura, de cólera y de recelo, oprimía su pecho dolorosamente, arrancándole un hondo suspiro, que trató de reprimir en vano.

Durante varios momentos permaneció pensativo, con la cabeza apoyada, como antes, sobre el vidrio de la ventanilla, oyendo, sin escucharla ya, la alegre y bulliciosa conversación de sus compañeros de viaje, mientras el tren, lanzado a todo vapor, acortaba más y más el espacio que aún lo separaba del punto de su destino.

Cerca de media hora transcurrió así. El tren se detuvo, por última vez.

Al emprender de nuevo la marcha, lo hizo con lentitud, alejándose poco a poco de las barrancas vecinas y aproximándose al lecho del río. Pero, al bajar después por un plano inclinado del camino, hízolo con la velocidad del viento, devorando las dos leguas que aún faltaban para el término del viaje, cruzando praderas y sauzales, describiendo desvíos al través de alcantarillas y pequeñas calzadas; hasta que, de pronto, a la vuelta de una curva y en dirección hacia el nordeste, allá enmedio del brumoso horizonte, surgieron, destacándose fantásticamente, las enhiestas mansardas del palacio de Levaresa, con sus flechas puntiagudas y sus crestas de labrado zinc. Más lejana, divisábase, entre cercos y arboledas, la masa negruzca del edificio del doctor Álvarez Viturbe, la Villa Umbrosa.

La casita del ombú, situada entre ambas construcciones, pequeña, nítida, abrillantada por la lluvia, semejaba una paloma blanca y era la única pincelada de luz en el fondo obscuro de aquel sombrío cuadro.

Rodolfo se estremeció al contemplarlo...

Capítulo XXXVII

Un paraje despoblado, solitario, entre la posesión de Levaresa y los jardines de Viturbe.

El viento arrecia. La tormenta parece próxima a desencadenarse en copiosa lluvia. Relámpagos vivaces seguidos de truenos que hacen retemblar el espacio lo iluminan todo en torno por momentos con luz siniestra. En los árboles, despojados de sus hojas, los pájaros hacen oír su lastimero canto de alarma. Allá, en lo más alto de un ombú pía con voz doliente la urraca y gimen las torcacitas como pidiendo protección, enmedio del formidable vaivén del ramaje que sacude y hace bambolear sus nidos.

La lluvia cae luego, sonora, copiosa, pero no duradera. Al cabo de un momento los negros nubarrones comienzan a descondensarse, como alivianados de su carga. Calma un segundo el viento, se transparenta la atmósfera y el paisaje se aclara como por encanto.

En esos instantes, a lo largo de uno de los cercos más próximos al terreno que divide la propiedad de Viturbe de la casita blanca de la madre de Rosa —habitada aún, según se ve por las externas señales que así lo indican—, aparece un grupo formado por ocho caballeros que, aprovechando la interrupción de la tormenta, han llegado hasta allí.

Con sus paraguas en la mano, encamínanse presurosos hacia el bajo del río, chapaleando el lodo sin cuidarse de él.

Llegados a un oculto resquicio —especie de corte que divide los extremos de dos barrancas vecinas, limitando en su base un prado de gramilla silvestre— detiénense de común acuerdo, como si dieran, por fin, con el punto más conveniente para el objeto especial que allí los lleva.

La lluvia ha cesado a la sazón por completo. Un fuerte olor a tierra húmeda se difunde por todo el ambiente, haciéndose sentir en ráfagas que el viento frío acarrea sin cesar. Por el horizonte aparecen y pasan graznando numerosas bandadas de gaviotas y patos silvestres, mientras una, dos, tres, veinte garzas blancas, de largas y rosadas piernas se abaten de golpe sobre los juncos y sauces de la orilla, destacando, bruscamente, entre los árboles, el albo y purísimo esplendor de su plumaje.

Un tren cruza, de repente, por la vía cercana y silba al pasar de largo con ruido atronador.

Los que forman el grupo se separan, como recatándose, al verlo surgir; pero, una vez que lo pierden de vista a la distancia, adelántanse de nuevo hacia el exterior del corte de terreno y, una vez allí, reunidos en corrillo cuatro de ellos, empiezan a discurrir animadamente.

Capítulo XXXVIII

Ninguno había faltado a la cita: Viturbe, Levaresa, sus padrinos y médicos respectivos se encontraban reunidos allí. Estipuladas desde el día anterior las condiciones del lance, iba éste a llevarse a cabo, con las formalidades de estilo.

El terreno elegido de común acuerdo por los representantes de ambas partes era adecuado para el caso. A cubierto del viento, oculto tras de una eminencia, permitía, a la vez, que se dispusiese de todo el espacio necesario, tomándolo en la planicie que desde allí se extendía, ancha, abierta, dilatada, hacia la orilla del río.

Uno de los padrinos, designado por ambos grupos, contó los pasos: veinte, medidos en dirección perpendicular al borde de la eminencia.

Los adversarios, entre tanto, se paseaban a no larga distancia. Viturbe, recto, grave; más que sereno, sombrío. Levaresa inquieto, agitado; encendido el semblante y nervioso el ademán. El uno denotaba calma, confianza, malignidad, odio no disimulado: el otro impaciencia, desasosiego, malestar.

Se trajeron las pistolas, que después de sacadas de su estuche, fueron cuidadosamente cargadas allí mismo, en presencia de todos, por uno de los testigos de Viturbe.

Terminada esta importante y delicada operación, los padrinos dirigiéronse a los duelistas para significarles que había llegado el momento solemne.

Ambos adversarios convirtiéronse desde entonces en objeto de las más escrupulosas precauciones por parte de sus padrinos respectivos: todo detalle en extremo visible debía desaparecer de sus trajes. Rigurosamente vestidos de negro, tanto Viturbe como Levaresa, habían previsto, por otra parte, el caso. Impuestos de las reglas propias de esta clase de lances, sometíanse sin hacer observación alguna, a la manera de proceder de sus padrinos.

Colocado el uno frente al otro, perfiláronse ambos con toda corrección; recibieron de manos del director del duelo, cada cual, una pistola; armaron el gatillo y aguardaron la primera señal...

Iba a sonar la voz de ¡fuego!, seguida de las palmadas reglamentarias, cuando de súbito, a no larga distancia, oyose una voz que gritaba ¡alto! repetidas veces.

Los duelistas, sobrecogidos de sorpresa, detuvieron instintivamente el brazo que ya alzaban, y todos los del grupo, a una, volvieron la vista hacia la dirección de donde parecía venir la voz.

De pronto nada notaron; mas, no habían transcurrido diez segundos cuando vieron aparecer, enmedio del corte de terreno existente entre los dos extremos de barranca, a un hombre que corría y, abalanzándose hacia ellos, se incorporaba resueltamente entre los dos adversarios.

¡Montiano! —exclamaron Viturbe y Levaresa con acento del mayor asombro. Rodolfo no les dio tiempo para proseguir.

—¡Oh felicidad! —dijo adelantándose hacia Viturbe con los puños cerrados y clavando sobre su enemigo mortal una mirada llena de odio y de furor. ¡No he llegado tarde por fortuna!

Y enseguida, volviéndose hacia las demás personas que, inmóviles, y sin saber qué actitud asumir, contemplaban la escena:

—Caballeros —agregó con tono grave, casi solemne—. El sitio que ocupa aquí mi amigo Levaresa me ha sido generosamente usurpado, sin que pudiera yo evitarlo. Ignoré hasta esta mañana lo sucedido ayer en el Club. Reclamo, pues, el puesto que me pertenece y quedo desde este momento a las órdenes de ustedes, y de mi gratuito ofensor.

Jorge se interpuso. Pero Rodolfo, estrechándole la mano, lo rechazó, al mismo tiempo, con energía.

Los padrinos no atinaban aún a pronunciar una palabra.

Viturbe, que, como en presencia de una aparición, había retrocedido dos pasos ante el avance amenazador de Rodolfo, volvió inmediatamente de su sorpresa, compuso su semblante de pronto demudado, y, revistiéndolo de una expresión en la cual se reflejaban el más amargo sarcasmo y el desprecio más profundo; con ademán tranquilo y entonación incisiva, pronunció la siguiente frase, al mismo tiempo que alargaba a uno de sus padrinos el arma que aún mantenía en la mano.

—Yo no me bato con quien es indigno de ser mi adversario.

—¡Miserable —exclamó Rodolfo en un arranque terrible de cólera que hizo relampaguear sus ojos—. ¡Miserable! ¡Te obligaré a ello, marcándote, si es preciso, el rostro con mi mano!

—¡Garra semejante podría herirlo, pero nunca infamarlo! —contestó Viturbe con mal reprimido furor.

Montiano, al oír estas palabras palideció horriblemente. Su semblante se contrajo; sus dedos se crisparon; vaciló un segundo; mas, volviendo de súbito la cabeza hacia el sitio donde permanecía Jorge, cayó su mirada sobre la pistola que éste mantenía aún en la mano. Como impulsado entonces por un resorte irresistible, dio un salto de fiera herida y sin que su amigo tuviera tiempo de evitarlo, arrebatole con fuerza el arma y, abalanzándose ciego, hacia Viturbe, le descerrajó el tiro, a boca de jarro, enmedio del pecho...

Miguel cayó en tierra, bañado en sangre.

Sólo entonces, los que habían contemplado la escena, diéronse cuenta del terrible caso.

Jorge y sus padrinos volvieron sus miradas a todas partes sin acertar en lo que debían hacer. Los testigos de Viturbe, por lo contrario, acometidos de pronto por una indignación tan desbordante tomó tardía prorrumpieron en tremendas recriminaciones, calificando a Rodolfo de asesino, y al acto de crimen alevoso.

Entretanto, el herido se moría. Era preciso tomar determinación inmediata, intentar salvarlo; buscar un refugio, tanto más cuanto que la lluvia, vuelta a desencadenarse, empezaba a caer con fuerza.

El sitio que más cercano se divisaba era la casita blanca, la choza del ombú, que en un tiempo fuera la habitación de Rosa.

De común acuerdo, se decidió transportar allí a Miguel.

Tomáronle entre todos, menos Rodolfo, que, desatentado se alejó del sitio donde acababa de tener lugar el drama de sangre, y con gran dificultad lo condujeron en brazos al punto indicado.

Al llegar a la puerta de la choza el agua caía a torrentes. Los truenos estremecían el espacio; el viento soplaba con frenesí y, bajo su irresistible impulso, el tronco del ombú crujía como un barco sacudido por la tempestad.

A los golpes vigorosos dados a la puerta que permanecía cerrada apareció una mujer, joven aún; más joven sin duda de lo que parecía. Llevaba de la mano a un pequeñuelo cuyas piernecitas comenzaban a dar apenas los primeros pasos. El rostro de la mujer, aunque excepcionalmente hermoso, era pálido y aparecía enfermizo, como si una larga dolencia o sufrimiento moral le hubiera marchitado.

Al ver al grupo que conducía aquel cuerpo inerte, su primer movimiento fue de asombro y de terror. Pero al contemplar, de súbito, las facciones del herido, un grito breve, desgarrador, extraño, se escapó de su garganta.

—¡Miguel! —exclamó Rosa retrocediendo horripilada.

Pero repúsose luego; empujó la puerta; soltó la mano del niño y abalanzándose hacia el que se estremecía ya en las últimas convulsiones de la muerte, unió sus débiles fuerzas para transportarlo a un lecho.

Cinco minutos después, Miguel, que había abierto un instante los ojos para fijarlos con espanto en Rosa y en la criatura que ésta estrechaba en esos momentos en sus brazos, sollozando amargamente al hacerlo, e inclinando la hermosa cabeza marchita sobre las mejillas pálidas que regaba con sus lágrimas, ¡volvió a cerrarlos para siempre!...

Capítulo XXXIX

Han pasado dos años.

Cierta tarde de invierno, fría y despejada, casi a la hora de la puesta del sol, un grupo anónimo, de esos que de cuando en cuando y con sólo el propósito de satisfacer una curiosidad, visitan, previo el permiso de estilo, los establecimientos públicos de las grandes capitales, encamínase bulliciosamente.

Una vez llegadas las personas que lo forman al extremo de la ancha avenida por donde se dirigen, lo primero que se presenta a sus miradas es un alto, macizo y dilatado muro, severo en la construcción, imponente en la apariencia. En ambos de sus extremos álzanse dos sólidos torreones, dotados de almenas y troneras; como los castillos de la antigüedad. Por bajo de ellos y a lo largo del parapeto que se extiende junto al borde de la cornisa, destaca, sobre el fondo luminoso del horizonte crepuscular, sus agigantados y movibles contornos la figura de un centinela que, arma a discreción, se pasea lentamente del uno al otro extremo.

Llegan luego los visitantes a la entrada del edificio, obtienen allí paso franco y acompañados de un simple guardián penetran en las dependencias del cuerpo interior.

Hacia la izquierda, vense los subterráneos donde humea una cocina colosal con sus tubos a vapor y sus gigantescas marmitas de hierro enfiladas a lo largo; pulidas, lustrosas, repletas hasta los bordes; estremecidas por el hervor sonoro, poderoso, continuo del líquido en que se cuece, entre borbotones de espuma, el alimento que ha de nutrir a centenares de infelices caídos bajo el rigor de la ley.

Los visitantes se encuentran de repente en la rotunda central, bajo la elevada cúpula que sirve de claraboya a los pabellones. Desde allí, adonde quiera que vuelven la vista, dominan con ella vastos y sombríos corredores que, como radios de una rueda inmensa, se reparten hacia diversos puntos, dejando ver en sus extremos, impreso en cada pared, un número, solitario, gigantesco, casi fantástico: el número de orden que a cada cual de ellos corresponde.

Una reja, verdadera red de hierro, formada por barrotes que tienen casi el diámetro del brazo de un nombre, defiende el acceso a las celdas de los penados.

Son las cinco de la tarde y un soplo glacial, que cruza silbando entre las altas bóvedas de las galerías, hace temblar el labio y castañetear los dientes.

Uno que otro criminal, privilegiado por su buen comportamiento en la prisión, vaga por ahí, silencioso, cabizbajo, ocupado en la tarea especial que se le ha impuesto.

Los curiosos se adelantan y penetran en el interior de las celdas vacías.

¡Dos metros y medio de largo, por uno y poco más de ancho! ¡No dispone de mucho menor espacio el cadáver dentro del ataúd!

El eco de dos campanadas que resuenan vibrando tristemente indica a los de afuera que los presos salen ya de sus talleres y van a ser encerrados en sus celdas.

Por mandato especial del reglamento interno, todos los movimientos de esos infelices deben ser mecánicos. Marcharán en fila unos tras de otros, a cuatro pasos de distancia, en silencio. No se hablarán entre sí jamás.

Y así lo ejecutan.

El 2.º alcalde está presente. Le hacen «la venia» al pasar. La mano asesina que se crispó sobre el puñal, es esa misma mano que allí se ve, ocupada pocos momentos antes en enhebrar la aguja en el taller y destinada, ahora, a alzarse respetuosa a la altura de la frente que cubre el tricornio infamante del presidio, en señal de acatamiento, de humildad, de mansedumbre. En vano sería pretender descubrir la mancha de sangre en ella; ¡se borró hace mucho tiempo!

No se busque, tampoco, en el rostro la expresión inherente a la pasión que impulsó a ejecutar el crimen cometido: no se la encontrará. La actitud, el aspecto físico en todos esos infelices son casi idénticos: cabeza marchita, frente sombría, vista apagada, ausencia total de barba y bigote, cabello recortado.

Aquel que por allá desfila es el que con ceño feroz y ojos encendidos por el odio y la cólera asesinó a su padre. Tiene ahora la faz triste, los párpados hundidos, las mejillas pálidas...

Ese falsificó, el de más allá hirió por la espalda, este cometió hurto con atropello, el otro crimen nefando...

Ya pasan; ya pasaron.

La peregrinación por entre los helados corredores fue minuciosa, prolongada. Quedaba a los visitantes tan sólo una celda por recorrer: la del joven Rodolfo Montiano, asesino también —según se les decía— y, por consiguiente, digno de inspirar curiosidad a la par de los muchos otros que encerraban las paredes de aquella casa de expiación, llena de odios, de esperanzas y de lágrimas.

No podían, pues, los curiosos privarse de divisar, siquiera, a Montiano, de quien sólo supieron que se trataba de un hijo de padres honrados; escritor distinguido; catedrático; administrador de los bienes de una de las damas más conocidas de la sociedad.

El mozo se había extraviado un buen día, aunque aquellas gentes no sabían cómo—, se había convertido en asesino; y, a la sazón, hallábase allí, en el fondo de la terrible cárcel.

Su condena era sólo por tres años, sin embargo, pues, al parecer, existían causas atenuantes poderosas...

Desde que Montiano cambiara su nombre por el de «el penado número 313» —según noticias que allí se daban—, su salud había ido decayendo más y más.

Por esto y por su excelente conducta en la prisión acordábansele, al parecer, todos los privilegios y consideraciones otorgables a los presos sumisos y obedientes, cuya delicada constitución física hiciera, además, irresistible para ellos el trabajo forzado. Leer y escribir dentro de su celda eran sus ocupaciones favoritas; y a lo último, sobre todo, dedicábase, según se decía, con tesón, con singular empeño, el número 313, ocupando en la tarea todas las horas que para ello le eran acordadas.

Poseídos, pues, de cierta curiosidad, no exenta de compasión, detuviéronse los visitantes por última vez delante de una de aquellas puertas cuya sola vista dábales pavor.

Tenía ésta el número indicado, puesto en relieve sobre el marco superior, más arriba del estrecho tragaluz que, más que luz, daba tan sólo un poco de ventilación a la terrible celda.

Volvió a resonar en manos del carcelero, hiriendo el oído con su repiquetear siniestro de hierros entrechocados, el manojo de llaves que le había servido, no para abrir las celdas de los otros penados, sino para indicarlas, indiferentemente, con ellas; rechinó el gozne corredizo que cubría el pequeño vidrio circular, al través del cual, aplicando la vista, se podía ver desde afuera al preso, y, a la vislumbre incierta derramada en el interior (oscurecía ya a esa hora) por el tragaluz de lo alto del muro blanqueado de cal, observaron que se incorporaba un joven de cuerpo enflaquecido y macilento. Su traje, el corte de su cabello, eran los mismos de los demás.

Un alto de papeles manuscritos y como arrojados al azar, yacían sobre la mesa, donde se veían, al mismo tiempo, un botellón lleno de agua, un pan, dos o tres libros, plumas, lápices y tintero; y, colgado sobre la cama-hamaca, casi a la altura del tragaluz, ¡detalle curioso!, un ramo de flores completamente marchito.

Los visitantes, uno tras otro, fueron saciando su curiosidad.

—¿Y esas flores? —preguntaron.

—¡Psch! —contestó el guardián con gesto de indiferencia—. ¡Manías del preso! No quiere dejar que se las saquen; aunque ya están buenas sólo para la basura. Y, como no daña a nadie dándose ese gusto, lo dejamos en paz con su ramo seco.

—Pero, alguna razón ha de tener para conservarlo con tanta constancia —observaron los visitantes.

El guardián se encogió de hombros.

—Puede ser —replicó— que alguna tenga. Lo único que sabría yo decir es que durante todo el primer año de su prisión, recibía, a lo menos dos veces por semana flores semejantes. Después, los ramos comenzaron a escasear. Sólo se los enviaban de tarde en tarde. Y, andando el tiempo, dejaron de llegar del todo. El último que se nos entregó para él es ese que allí se ve; hace de esto muchos meses.

—¿Y se sabe quién enviaba las flores? —preguntaron los curiosos.

El guardián volvió a encogerse de hombros.

—Alguna mujer, sin duda, contestó; alguna veleidosa.

—Y luego, cambiando de tono, agregó grave y filosóficamente:

—Como todas.

Y tenía razón el guardián. ¡No en vano el presidio y la tumba se parecen! Las flores que a menudo se depositan sobre la loza funeraria bajo la cual descansan los restos mortales del ser a quien se amó con pasión inmensa, suelen también, con el transcurso de los años irse agotando así. ¡Todo es fugaz y deleznable en la vida del hombre! El suspiro, la lágrima, el cariño, se disipan como el humo en el espacio, como la espuma en el mar. Y la constancia en el recuerdo, no por ser la más excelsa de las virtudes humanas, logra escapar a la triste y desconsoladora ley...

El tiempo, la ausencia, la prisión, la sociedad mundana con sus halagos marcadores, la sombra misma del cadáver de Miguel Viturbe, hasta las feas cicatrices del rostro de Rodolfo— como si se hubieran unido en un solo y común propósito, habían acabado por triunfar de los remordimientos de la atribulada Lucía.

Cuando se presentó por vez primera ante su mente el terrible fantasma del olvido, ella luchó con él y lo venció. Mas, al verlo aparecer de nuevo, con creciente y porfiada insistencia, comenzó a observar, llena de asombro, que a medida que avanzaba el tiempo iba perdiendo más y más el vigor y entereza de ánimo de que había menester para combatirlo y subyugarlo.

Llamó a las puertas de su corazón, en demanda de ayuda. Su corazón no le respondió. ¡Parecía dormir entretanto!

Entonces acudió a los recuerdos. Del mismo modo en que la gentil pecadora mundana que va a confesar busca el más apartado y silencioso rincón del sagrado templo para elevar desde allí su espíritu a Dios antes de pedirle perdón por sus culpas, buscó ella el silencio y el retiro de su alma desierta y fría y, con lágrimas en los ojos y angustia en el semblante, empezó a evocar uno por uno los episodios de su existencia pasada, deteniéndose con especial empeño en los que podían dar lugar a que resurgiese como antes, radiosa, aureolada, la poética imagen de Rodolfo.

Le sorprendió ver que toda aquella luz había desaparecido.

Volvió a luchar: hizo esfuerzos supremos: releyó las cartas enviadas por el preso desde la lejana celda...

Mas, como si esas páginas escritas hubieran sido las del santo devocionario sobre el cual, pasado ya el terrible examen de conciencia, ve aquella pecadora evaporarse, juntas sus lágrimas de arrepentimiento y sus resoluciones de enmienda, así que salió de su profundo meditar, halló deshecho, para siempre sus propósitos y perdidos sus últimos escrúpulos.

Transformada, a la sazón, ante el criterio de sus nuevos y cada día más numerosos admiradores en heroína de una interesante novela social, cuyos capítulos principales, al ser comentados de boca en boca, de corrillo en corrillo, en salones, teatros y paseos, habían contribuido en no pequeña escala a hacer más tentadora aún, más codiciable y atrayente su linda y opulenta mano, concluyó por decirse un buen día, después de un último suspiro y de una última lágrima:

—¡Bah!... ¡aquello fue tan sólo un capricho!...

Y, entonces, ¡oh menguada índole humana!... por vez primera se le ocurrió pensar que las sombras que envolvían aún el origen de aquel misterioso incendio, mediante el cual desapareciera una parte de su caudal, no habían sido nunca suficientemente disipadas...

La ventanilla de la celda de Rodolfo volvió a cubrirse.

—Vamos —dijo el guardián, corriendo el cerrojo—. No es permitido ver más. Es la hora del silencio y hay que retirarse.

El que hablaba y sus acompañantes se alejaron.

Luego, todo rumor se extinguió.

¡Y entonces, el número 313, estampado en metal sobre lo alto del marco de la puerta, como sobre la lápida de una cripta subterránea, se quedó brillando tristemente al reflejo de las luces que empezaban ya a ser encendidas, de a dos en dos, y de trecho en trecho, en los obscuros, silenciosos y solitarios pabellones...

¡Aquella celda era, en efecto, la tumba donde, aún después de la salida de su ocupante, habrían de quedarse sepultadas para siempre una esperanza y una ilusión!...


Publicado el 24 de diciembre de 2019 por Edu Robsy.
Leído 38 veces.