Los Cuarenta y Cinco

Alejandro Dumas


Novela


I. La puerta de San Antonio
II. Lo que acontecía en la parte exterior de la puerta de San Antonio
III. La revisión
IV. El balcón que ocupaba S. M. Enrique III en la Plaza de Grève
V. El suplicio
VI. Los dos Joyeuses
VII. La «Espada del Bizarro Caballero» y «El Rosal de Amor»
VIII. Retrato al perfil de algunos gascones
IX. El señor de Loignac
X. El hombre de las corazas
XI. Más cerca de la Liga
XII. La real cámara de su majestad Enrique III en el palacio del Louvre
XIII. El dormitorio
XIV. La sombra de Chicot
XV. Las dificultades con que tropieza un rey para hallar buenos embajadores
XVI. Cómo y por qué causa había muerto Chicot
XVII. La serenata
XVIII. El bolsillo de Chicot
XIX. El priorato de los benedictinos
XX. Los dos amigos
XXI. Los invitados
XXII. El hermano Borromeo
XXIII. La lección
XXIV. La penitente
XXV. La emboscada
XXVI. Los Guisa
XXVII. En el palacio del Louvre
XXVIII. La revelación
XXIX. Los dos amigos
XXX. Sainte-Maline
XXXI. La alocución del señor de Loignac a Los Cuarenta y Cinco
XXXII. Los vecinos de París
XXXIII. Reaparece el hermano Borromeo
XXXIV. Chicot, ladino
XXXV. Los cuatro vientos
XXXVI. Chicot continúa su viaje
XXXVII. Tercer día de viaje
XXXVIII. Ernanton de Carmaignes
XXXIX. El patio de las caballerizas
XL. Los siete pecados de Magdalena
XLI. Belesbat
XLII. La carta del señor de Mayena
XLIII. La bendición de don Modesto Gorenflot
XLIV. Continuación del viaje de Chicot
XLV. El rey de Navarra adivina que «Turentius» quiere decir «Turena» y «Margota» «Margot»
XLVI. La alameda de los tres mil pasos
XLVII. El gabinete de Margarita
XLVIII. Composición
XLIX. El embajador de España
L. Lo que hablaron el rey de Navarra y Chicot
LI. La verdadera querida del rey de Navarra
LII. Popularidad de Chicot
LIII. El montero mayor del rey de Navarra
LIV. Cómo se cazaban los lobos en Navarra
LV. Cómo se portó el rey de Navarra la primera vez que se halló en un combate
LVI. Lo que pasaba en el Louvre
LVII. La pluma encarnada y la pluma blanca
LVIII. Se abre la puerta
LIX. Cómo amaba una gran señora en el año de gracia de 1586
LX. Continuación del anterior
LXI. Lo que sucedía en la casa misteriosa
LXII. El laboratorio
LXIII. Qué hacía en Flandes el duque de Anjou
LXIV. Preparativos de batalla
LXV. Monseñor
LXVI. Franceses y flamencos
LXVII. Los viajeros
LXVIII. Explicación
LXIX. La inundación
LXX. La fuga
LXXI. Transfiguración
LXXII. Los dos hermanos
LXXIII. La expedición
LXXIV. La seducción
LXXV. El viaje
LXXVI. Chicot se convida a sí mismo
LXXVII. Donde se sigue hablando del fraile y de otros que quisieran serlo
LXXVIII. Los dos compadres
LXXIX. «El cuerno de la abundancia»
LXXX. Lo que pasó en el reducto de maese Bonhomet
LXXXI. El marido y el amante
LXXXII. Chicot comienza a ver claro en la carta del duque de Guisa
LXXXIII. El cardenal de Joyeuse
LXXXIV. Donde se da la noticia de Aurilly
LXXXV. Duda
LXXXVI. Certeza
LXXXVII. Fatalidad
LXXXVIII. Las hospitalarias
LXXXIX. Monseñor el duque de Guisa

I. La puerta de San Antonio

Etiamsi omnes.

A las diez de la mañana del 26 de octubre de 1585 no se habían abierto aún las barreras de la puerta de San Antonio.

A las diez y tres cuartos, un piquete de unos veinte suizos, cuyo uniforme daba a entender que pertenecían a los pequeños cantones, es decir, a los más fieles partidarios de Enrique III, desembocó por la calle de la Mortellerie hacia la puerta de San Antonio, la cual se abrió, volviendo a cerrarse luego de haberles dado paso. En la parte exterior de dicha puerta los suizos se alinearon a orillas del soto que por aquel lado cercaba las dos líneas del camino.

Su aparición hizo entrar en la ciudad antes de las doce a gran número de paisanos que a ella se encaminaban desde Montreuil, Vincennes y Saint-Maur, operación que antes no habían podido llevar a efecto por hallarse cerrada la puerta.

En vista de la referida aparición del piquete, pudo pensarse que el señor preboste intentaba prevenir el desorden que era fácil tuviese lugar en la puerta de San Antonio con la afluencia de tanta gente.

En efecto, a cada momento llegaban, por los tres caminos convergentes, religiosos de los conventos circunvecinos: mujeres que cabalgaban en lucidos asnos, labradores tendidos en sus carretas que penetraban por entre aquella masa ya considerable, detenida en la barrera por la clausura inesperada de las puertas, que nada tenían que ver con la mayor o menor prisa de los que a ella acudían, formaban una especie de rumor semejante al bajo continuo de la armonía, al paso que algunas voces, dejando el diapasón general, subían hasta la octava para expresar sus amenazas o sus quejas.

Fácil era observar al mismo tiempo, además de aquella masa compuesta por los que aspiraban a penetrar en la ciudad, algunos grupos particulares que al parecer habían salido de ella, pues en vez de dirigir sus miradas al interior, devoraban, al cont

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Publicado el 11 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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