—Esto no sirve más que para inspirar deseos de lujo y excitar la lascivia, cosas que debe evitar un Príncipe.
Kan-Ti, á ratos, soñaba despierto como los grandes artistas: al declinar de su existencia, antojósele reunir en su harén tantas mujeres como días de vida le quedaban.
El bonzo de real orden á quien expuso sus deseos, después de invocar á todos los espíritus superiores celestiales, consultar libracos misteriosos y hacer más números que si tratara de resolver la cuadratura del círculo, dijo grave y solemne, aun cuando su rostro de cirio se plegase con un gesto de sutil ironía:
—Hijo del Cielo, Hermano del Sol y de la Luna, Padre de la Tierra, tus días mortales no son para mí un misterio: vivirás diez y ocho mil doscientas cincuenta lunas.
El Emperador, profundamente complacido, creyó la aduladora profecía como si fuera del propio Confucio; reunió el gran Consejo imperial, y le ordenó lo más prosaica y autoritariamente posible que en el término de dos meses le tuviera prevenidas en su palacio, diez y ocho mil doscientas cincuenta mujeres, las más jóvenes y hermosas que pudieran hallarse en el Imperio, advirtiendo que al que se atreviera á presentarle una señora entrada en años le mandaría ahorcar ipso facto, sin contemplación de ningún género.
* * *
Xan-ju, que por su escandalosa obesidad parecía una bola de sebo,
era tenido entre sus compatriotas como un tipo ideal de hermosura.
Ta-tei era linda como una rosa de te: sus piececitos parecían dos embustes.
Aunque chinos, Xan-ju y Ta-tei se amaban, y en sus largos y monosilábicos paliques referíanse siempre al día de su boda, tan anhelado, tan dulce, tan...
Pero en todas partes cuecen habas, y en China, como en Majalandrín, la mayoría de las ilusiones que se forjan los mortales se desvanecen como efímeras gotas de rocío á los rayos del sol.
Cruelmente desbarató los rosados proyectos de felicidad de los novios, el mandarín de la provincia que recorría el término de su jurisdicción cazando señoritas para el harén imperial.
Ni ruegos, ni protestas, ni amenazas, ni lloros, ni ofertas, apartaron al mandarín en su designio de enviarle á su señor una chinita de tan buen ver.
Y mientras el novio se tiraba con rabiosa desesperación de la coleta, el papá de la niña frotábase las manos de gusto por la inmerecida honra que le dispensaba el Hijo del Cielo.
Ta-tei, ¡pobrecilla!, hipaba tristemente. No le alegraba ser espesa del Hermano del Sol y de la Luna. ¡Era tan viejo el celestial hermanito!...
* * *
Maestro en ingeniosidades es Amor, y Xan-ju, vistiendo en señal
de duelo una túnica blanca, emprende el camino de la corte á pie, que su
bolsa es harto mezquina para permitirle medios de locomoción más
rápidos y descansados.
Al dar vista á la capital del Imperio y fisgar detenidamente la regia residencia, parecida á una ciudad por sus innumerables edificios, torreones, minaretes y quioscos, dispúsose á realizar el plan que había discurrido en su larga caminata.
Solicitó entrar como soldado en la guardia imperial, y el jefe de ésta accedió gozoso al apreciar el coramvobis del pretendiente.
Xan-ju, que como buen chino era un saco de astucias, logró enterarse del sitio en que se hallaba su Ta-tei: un pabelloncito aislado en el centro de un jardín próximo á la muralla que circunda la posesión real.
Cierta noche obscura —estos lances ocurren precisamente de noche y á obscuras— Xan-ju, arriesgando la vida, trepó por el muro y déjose caer sobre uno de los arriates del jardín, recubierto de estiércol.
Gracias á tal alfombra, y no de rosas, el heroico mancebo no tuvo que lamentar la rotura de ningún hueso, ni causó ruido su caída.
Arrastrándose como una sabandija, llegó al pabelloncito, que formaba un airoso hexágono que cubría un tejadillo de porcelana verde, sobre el que se alzaba la insignia imperial del Dragón.
Allí dormitaba la dueña de su albedrío.
¡La vió!... La vió á través del calado de una esterilla de bambú.
¡Qué monísima se ofrecía á sus ojos á la luz macilenta de una lámpara de cristal azulino! ¡Cómo realzaba su belleza la túnica de seda rosa recamada con hilillos de oro en que envolvía su cuerpo juvenil!
* * *
Trémulos y amorosos, los brazos de Ta-tei rodearon el cuello de
Xan-ju, y sus labios produjeron un murmullo más entre los múltiples que
el viento arrancaba á la hojarasca.
Los novios entablaron un diálogo susurrante: asomada á la ventana del pabelloncito, Ta-tei protestaba que nunca se había olvidado de su amor.
—¿El Padre de la Tierra te ha visto?... —y mortal ansiedad palpitaba en esta pregunta del atribulado doncel.
—¡No, ni me verá! —afirmó sencillamente la joven.— Cuando estuvimos reunidas las diez y ocho mil mujeres, nos pasó revista por regiones. Yo figuraba entre las últimas; así es que el Hermano del Sol, fatigado, no nos hizo gran caso... Más que á nosotras miraba á sus babuchas. —Al decir esto suspiró Ta-tei despechada.— ¡Es muy grosero nuestro señor!...
—Pero, y si algún día... —objetó el chinito trémulo y melancólico.
—¡Imposible! —le atajó la chinita con gran viveza.— Yo hago un número muy alto: el nueve mil y pico. No se necesita ser un Confucio para advertir que ese pobre viejo no vivirá tantos días... ¡Y si los viviese!...
—¡No!... ¡No!... ¡Eso no!...— protestó Xan-ju cubriéndose la cara con las manos; acongojado murmuró al oído de Ta-tei: —Es preciso que huyamos.
—¡Huir! Pero, ¿cómo?...
—Á su tiempo lo sabrás: por ahora, lo que quiero de ti es que me obedezcas en todo y no me preguntes nada por muy raro que te parezca lo que veas. ¿Me lo juras?...
—Te lo juro.
* * *
Inundaba de luz la tierra el esplendente Febo, cuando Ta-tei
salió presurosa de su pabelloncito, y dirigiéndose hacia la muralla
detúvose delante de sus piedras, que requisó con impaciente ansiedad.
Al ver tendidas al sol las Yen-Ting-Pie-Lung, que así se designa en el Celeste Imperio á una especie de salamanquesas, dió un grito de alegría, como si hubiera encontrado un tesoro. Con pasmosa habilidad, sus manecitas aprisionaron unos cuantos de estos reptiles, que encerró en la primorosa escarcela que pendía de su cintura.
Retornó á su departamento y cerrando la puerta dijo á Xan-ju que se hallaba acurrucado detrás de un caprichoso mueble de laca:
—¡Aquí tienes las Yen-Ting-Pie-Lung!
Xan-ju abandonó su escondite, y apoderándose de la escarcela dijo:
—Mi padre fué un sabio prodigioso que arrancó á la Naturaleza secretos sorprendentes: el más extraordinario de todos es, sin disputa alguna, este de las Yen-Ting-Pie-Lung.
Hecha tal afirmación, el joven desprendió magistralmente las cabezas de los cuerpos de los reptiles, las arrojó en un vaso y vertió en éste el líquido de un frasquito que sacó de su túnica.
—¿Para qué haces eso? —preguntó Ta-tei, que, llena de curiosidad, seguía las extrañas manipulaciones de Xan-ju.
—Me has jurado no hacerme ninguna pregunta...
—Así es, pero...
—Este vaso le pondrás al sol durante cuatro horas. Colócalo en sitio en donde no puedan verlo tus guardianes.
—Advierte que no puedo permanecer aquí tanto tiempo sin llamar la atención de mis vigilantes...
—Para evitarla, vete al jardín con tus compañeras.
—¿Y tú?...
—Me vuelvo á mi escondite detrás de ese mueble. En ninguna parte he de encontrarme más seguro.
* * *
Xan-ju, con un pincelito untado con el rojo líquido que había en
el vaso, trazó en los brazos de Ta-tei en escritura jeroglífica la
retadora palabra «¡ATRÉVETE!»
La chinita no pudo resistir á la tentación de preguntarle:
—¿Para qué manchas mis brazos con tales signos?...
—Para libertarnos —contestó flemáticamente el joven.
Muy cogiditos del brazo, Ta-tei y Xan-ju salen del pabellón y se aventuran en el jardín á tal hora del día, lleno de una muchedumbre de mujeres en plena juventud, y hermosura.
Al percatarse de la presencia de los novios, todas las bocas lanzan un grito de estupor, y en todas las miradas hay una pregunta:
—¿Quién es aquel panzudo mancebo, mal quisto con su cabeza, que tan insolentemente se atreve á pasear del brazo, ¡escándalo inaudito!, con una de las esposas del Hijo del Cielo?...
El rebaño femenino suspira harto elocuentemente á la vista del audaz doncel: los desventurados guardianes que celan á las mujeres rodean airadamente á los novios.
Xan-ju no protesta: sonríe pánfilamente y dice con pasmosa arrogancia:
—¡Llevadme ante el Emperador!
Tanto cinismo aterra á las mujeres y á las figuras de hombres que las vigilan.
El jefe de la guardia imperial, al reconocer en el preso á Xan-ju, quédase patidifuso. Le maravilla que hombre con tal panza y tal cara sea el protagonista de parecida fechuría.
Kan-Ti, recibe á los culpables con la sonrisa de un tirano ofendido.
—No ignorarás —advierte á Xan-ju, con zumbona y aterradora calma— que el final de tu paseíto es la horca.
—Lo sé —replica sin inmutarse el mozo— pero, ¡oh, magnánimo y esplendente Hijo del Cielo!, cuando conozcas el móvil que me impulsó á violar el sagrado de tu harén, perdonarás mi atrevimiento y me colmarás de mercedes, porque lo que he hecho ha sido en beneficio tuyo.
Kan-Ti, aunque emparentado con los astros, era mortal. Al escuchar la réplica, abrió la boca asombrado.
—¿En mi beneficio?...
—Sí, poderosísimo Padre de la Tierra. Te suplico mandes retirar á los que nos rodean, excepto á Ta-tei. Lo que he de decirte, sólo tú debes oirlo.
Instigado por la firmeza con que su súbdito le habla, ordena á los circunstantes que se retiren, y al encontrarse á solas con los novios, manda á Xan-ju que explique su conducta.
—Señor —dice el mancebo,— yo era el prometido de esta mujer —y señala á Ta-tei que, azorada, contempla sus lindos chapines.— Tu imperial y omnímoda voluntad vino á deshacer todas mis venturosas ilusiones. Celos espantosos torturaron mi alma. No se me ocurrió cosa mejor para aquietar mi horrible zozobra que escribir en los ambarinos brazos de Ta-tei esa palabra.
La joven muestra al soberano sus desnudos brazos, en los que se destaca en un tono carminoso el enigmático «¡Atrévete!»
—En esa palabra, gran señor, —prosigue Xan-ju con su habitual pachorra— puse todas mis esperanzas de que el cielo se mostrase conmigo bondadoso y de que mi amada Ta-tei continuara siendo como rosa que aun no ha abierto su capullo para recibir los ardientes rayos del sol. Y en este caso, ¡oh, inmortal padre del Universo!, tú eres el Sol.
Sonrióse Kan-Ti al oir tal lisonja, y curioso de lo que le refería su mofletudo interlocutor, le dijo:
—Continúa...
—Esa palabra está impresa con una tintura tan maravillosa que nada en el mundo puede borrarla, salvo en el caso único en que un hombre abrace á la que la lleva escrita: al calor que produce un cuerpo humano del sexo opuesto, la tintura desaparece... Para que no me taches de embaucador, dígnate hacer la prueba; abraza á esa mujer..
Kan-Ti, amigo de lo extravagante, después de examinar prolijamente los jeroglíficos, rodea con sus temblorosos brazos á Ta-tei.
Xan-ju, permanece impávido, como una figura de cera.
El Emperador, después de abrazar, no sin entusiasmo, á su linda esposa nueve mil y pico, la mira ansiosamente los brazos.
El.«¡Atrévete!» había desaparecido.
Absorto por tal prodigio, Kan-Ti manda llamar á sus favoritas, y confirma hasta la saciedad la virtud del mágico elixir.
* * *
Á cambio de la fórmula para producir la portentosa tintura, el
Emperador perdonó la vida á Xan-ju, le llenó los bolsillos de oro, y
nombrándole mandarín ad perpetuam, apadrinó su boda con la linda Ta-tei.
Por los ámbitos del Celeste Imperio corrióse la voz de que las Yen-Ting-Pie-Lung, constituían la base de la maravillosa marca que el Emperador había impreso á sus diez y ocho mil y tantas señoras, y el pueblo designa desde entonces á aquellos reptiles con el nombre de Xen-Kung, que quiere decir guardadamas de palacio.
¡Lástima grande que permanezca aún siendo un secreto chino la composición de elixir tan prodigioso!...