Cuento de Nochebuena

Alejandro Larrubiera


Cuento


Es la noche blanca; el cielo tiene el color de la azucena, y la luna, al enviar su beso de luz, arranca suaves reverberaciones de plata á la nieve que cubre la tierra y viste los picachos de los montes.

Quietud solemne y augusto silencio en los campos; clamoroso zumbar de colmena en la ciudad. Hay sones pastoriles en sus calles, que recorren las turbas de muchachos con regocijada greguería, anunciando, con el rataplán de sus tambores y sus frescas y puras voces infantiles, que es la Gran Noche, la noche de los recuerdos melancólicos del hogar, noche bendita, en la que ha siglos una estrella, bogando como lágrima de oro por el tul de los cielos, anunciaba á los hombres que Aquél que es todo amor les libraba de las cadenas del pecado original.

Noche alegre: noche venturosa. La muchedumbre, como ejército de hormigas, invade las calles de la ciudad, que rebosan ruido y algazara; entra en las tiendas, se para en los puestos de los ambulantes, y se provee de vituallas de boca. Hay que celebrar la Gran Noche como suelen celebrar sus fiestas los humanos, que si no se dan hartazgo de comer y de beber, creen que no se divierten.

Yo, pobrecito de mí, lejos de mi patria, extraño en la ciudad, discurro por sus calles con un maltrecho violín bajo el brazo. No alegra mi bolsillo el tintinear de las monedas, ni mi espíritu la esperanza de poseerlas, para llevar á mi hogar, mísera boardilla, no ya las chucherías y fililíes gastronómicos que veo en los escaparates y en manos de la mayoría de los transeúntes, sino la parca colación de los menesterosos.

Como los vagabundos, camino al azar, nunca más solo y triste, con mayor angustia ni más desamparado, que entre esta multitud que se codea conmigo y me hace oír sus charlas y sus risas, que se muestra gozosa sin parar mientes en el pobre hombre que con su violín bajo el brazo tiembla de frío —que es harto liviano el traje para la helazón de la noche.— También tiembla mi espíritu como débil llama sacudida por el viento: dos seres idolatrados, mis grandes amores, me esperan, y al pensar en mi Laura y en mi Julia, mi mujer y mi hija, siento el espanto trágico del que se ve forzado á sucumbir ante el Destino, inexorable, fatal.

¡Noche hermosa y de encanto, noche consagrada á los más puros afectos del alma! ¡Cuántas pasé gozoso, rodeado de todos los beneficios de la riqueza y de todos los honores del más elevado linaje! Al lado de estas buenas gentes paso yo como sarcasmo viviente de la loca fortuna. Ignoráis, felices burgueses y regocijados menestrales, quién es el pobre diablo que como sombra dolorida se cruza en vuestro camino. Si lo supierais, acaso temblaríais al apreciar la inestabilidad de las humanas grandezas: el astroso violinista callejero fué, en su patria, prócer ilustre á quien la envidia y codicia de sus iguales en nobleza y poderío, la debilidad del monarca y su mala suerte llevaron al destierro. En su ruina sólo salvó honra y vida. Al verse en tierra extraña, sin recursos, sin amigos, hubo de utilizar sus aficiones musicales para defender su existencia y la de los suyos, tocando el violín como uno de tantos rascatripas vulgares y adocenados.

No hallé puesto en la orquesta de ningún teatro de la ciudad, fui desdeñado de los músicos ambulantes, y tuve que ejercer mi arte como un mendigo, haciendo sonar en calles y plazas minuettos y gavotas, la música preferida de los honrados ciudadanos. A veces, no sé qué espíritu maléfico hacía temblar mi diestra, y el arco temblaba sobre las cuerdas, que gemían en lo más alegre de las canciones, ó bien crispábanseme los nervios y del alma del violín surgía una nota seca, estridente, como un alarido.

Vida de ruindades, ahogos y desventuras. Rendido de cansancio, después de rodar todo el día por las calles, retornaba á mi boardilla, y la hiel recogida en mi calvario, pidiendo con mi violín como mendigo vergonzante una limosna, la endulzaban los besos de mi mujer y de mi hija.

Nos sentábamos á la mesa con la ecuanimidad que á la de nuestro palacio, y aun nos acariciaba consoladora la ilusión, Nuestro éxodo tendría pronto y feliz término: el rey reconocería la injusticia cometida conmigo, y, al volverme á su gracia, volvería yo á ocupar mi puesto en la Corte, y se me reintegrarían bienes y honores.


* * *


—¡No! No me decidía á retornar á mi casa requería desesperadamente mis bolsillos y no encontraba en ellos ni una sola moneda. El día había sido negro para mis propósitos: las notas de mi violín no llegaron al corazón de mis prójimos ni á sus bolsas.

Soberbia, tontería, vanidad, como gustéis, pero mis labios se negaron á pedir limosna. Desfallecido, mustio física y moralmente, seguía caminando por las bulliciosas calles, fiando sólo en el misterioso azar la solución del desconsolador problema que los hados adversos me planteaban.

Ya era bien entrada la noche; la muchedumbre iba desapareciendo; las tiendas apagaban sus luces; en el interior de las casas sonaban tambores y panderetas, voces de hombres y de mujeres que entonaban los cánticos de tal velada; de las viviendas de los ricos salía un tufillo azaz grato é inquietante para narices de hambrientos. Pronto hallaríase todo cerrado en la ciudad, y en todos los hogares se celebraría la fiesta, y á la mesa sentaríanse gozosos viejos y jóvenes, ricos y pobres.

Y en mi hogar...

Ni la buena hada ni el mago portentoso de los cuentos azules de encanto surgía para remediar mi desdichada suerte; tampoco —por ser cristiano y caballero— podía en mi desesperación vender, como en otros tiempos la vendían los malaventurados, mi alma á Lucifer. Sobre que estas ventas sólo se realizaban en los cándidos siglos del rey que rabió; en éstos de incredulidad, el señor diablo, de sobra escamón, no aceptaría el ofrecimiento ni aún dándole dinero encima.

Las ideas mas negras invadían mi cerebro como invaden las nubes un cielo tormentoso. La fiebre encendía mi frente y mis papilas, que debían de brillar como las de las fieras acosadas por el hambre, al olfatear una víctima. Contra mi pecho apretujaba yo el mísero violín, cuya caja reseca crujía al recibir aquel abrazo de desesperación. Llegué á renegar de mi falta de valor y de osadía; otro hombre, sin los prejuicios de clase que ligaban mi voluntad, plantearía el dilema sin titubeos y lo resolvería ó por la astucia ó por la fuerza. Y yo, en cambio, sin resolver nada, sumido en un mar de temores y de distingos, dejaba transcurrir el tiempo sin agenciarme el pan de aquella noche, la noche del año en la que el hambre es más cruel y sarcástica.

¿Qué hacer, Dios mío?...

Quejumbroso chascó mi violín, y aquel chasquido me inspiró una solución.

Miré en derredor mío y á lo largo de la calle y sonreí amargamente.

La casa de un judío no estaba lejos. Resueltamente me dirigí hacia el antro en donde los sones de la Nochebuena no hallarían eco en el corazón de sus habitantes.


* * *


Salgo de ver al judío, un hombre huesudo, alto, pálido, de luengas y canosas barbas, tocado con un gorro de terciopelo rojo, embutido en una bata de tela auténtica de Damasco y en babuchas recamadas de oro, un judío de veras, que al oír mi proposición se ha sonreído burlonamente, y desdeñoso, señalándome la puerta, ha replicado:

—Id, buen hombre, en paz con vuestro cascajo: aquí sólo se compran stradivarius ó violines de firma.

Y ¿lo creeréis?... He salido de la tienda con mi violín bajo el brazo y apretujando en mi diestra una onza de oro que quema mi epidermis como un ascua.

¿Que como se ha realizado tal portento?... Escuchad... Ha sido cosa de un instante... Al oír la desconsoladora réplica y ver por tierra mi única esperanza, sentí nublárseme los ojos cual si pasara una oleada roja. Como si mi alma de caballero recibiese un latigazo, sentí un loco deseo de caer brutalmente sobre el judío... Paralizó mi ireflexivo movimiento el destellar, para mí harto irónico, de unas monedas de oro, viejas doblas y onzas apiladas en un platillo que el judío tenía sobre una arqueta de ébano en la que apoyaba su cuerpo... Voz suave y dulce de mujer sonó en los interiores de la tienda como si preguntara algo... El judío volvió la cabeza hacia donde le llamaba la voz, y en su lengua contestó no sé qué... Mi mano prócer, con ligereza de fullero y osadía de ladrón, cogió una de aquellas monedas...

Humildoso, la cabeza al pecho, murmurando hipócritamente: «Buenas noches», me dirigía á la puerta de salida, cuando tornó el judío sus ojos hacia mí.

¡Soy un ladrón! Me maravilla y sorprende la facilidad con que he ejecutado el robo... ¡Cosa más fácil!...

La moneda que aprisiona mi mano signe quemándome la epidermis; llevado del miedo me he internado presurosamente en sinnúmero de calles, tembloroso, azorado, cubierto de sudor frío, queriéndoseme saltar el corazón... Seguramente me persiguen; el judío, los jueces, la gente de justicia, la ciudad entera, vienen á mi alcance. Resuena en mis oídos el terrible clamoreo de una muchedumbre que da caza á un criminal... No puedo más; me ahoga la emoción: me detengo en mi camino, vuelvo la cabeza y falta poco para que caiga de rodillas en acción de gracias á la Providencia...

La calle está solitaria, nadie me persigue. Entro en la primera lonja que hallo al paso, y la moneda de oro, que quema, pasa de mis manos, nunca más pecadoras que entonces, á las del comerciante, el cual, después de empaquetar no sé cuantas vituallas de boca que pide la mía con prodigalidad de menesteroso, hace sonar sobre un trozo de mármol el áureo redondelito, me mira y yo tiemblo de espanto, ¿Leerá en mi cara la felonía que he cometido?...

¡No! El buen hombre guarda la moneda, me da no sé cuantas de plata, recojo los paquetes y salgo de la lonja ya más tranquilo y confiado.


* * *


—No sé qué historia he fingido á mi mujer y á mi hija para justificar el sinnúmero de cosas de que soy portador.

—¡Qué gran noche nos espera! —exclama la madre, y Julia afirma, acolgajándose á mi cuello:

—¿Y decías tú que íbamos á pasarlo tan mal?... ¡Cena de príncipes!... ¿Ves, padre, como Dios no nos desampara?...

Hago esfuerzos inauditos para disimular la inquietud que experimento: cualquier ruido en la calle ó en la vecindad me llena de sobresalto.

Laura y Julia han preparado la cena, suculenta, digna de príncipes, más sabrosa, según afirman, que la que en tal noche nos servían en nuestro palacio.

Con risas aderezan este banquete, al que asisto acongojado, mintiendo alegría: el caballero está inconsolable al encontrar dentro de sí al rufián que roba como aventajado discípulo de Monipodio: sólo encuentra una leve disculpa á su alevosa acción con el gozo que proporciona á las damas de sus amores, ricas hembras de Castilla que pueden celebrar la Nochebuena gracias á la truhanería de quien debiera ser espejo de hidalgos.

—¡Dios mío, perdonadme! —suspiro conturbado, mientras que Laura y Julia me miran azoradas al advertir que no me sirvo de los ricos manjares que llenan la mesa. Procuro tranquilizarlas, pretexto inapetencia y beb, más que para calmar la resecura de mi garganta, para anegar en vino el remordimiento, que clava sus uñas en mi cerebro y en mi conciencia, para no oír la voz misteriosa que implacable resuena en mis oídos llamándome «¡ladrón!».

La madre y la hija, con encantadora locuacidad rememoran la patria, nunca más querida que cuando no nos ampara con su manto maternal; nuestros deudos y amigos; las noches como éstas pasadas en las fastuosidades de la Corte. Y más de un suspiro se cruza entre nosotros al evocar lo pretérito.

Julia pone inopinadamente en mi alma un bálsamo tranquilizador al referirme la hermosa leyenda que existe en el país en que nos hallamos: la oyó de boca de una viejecita de la vecindad, una pobre mujer que vende verduras en la plaza.

Tiene la leyenda todo el sano perfume de esas flores de fe que arraigan perdurablemente en el corazón de los pueblos.

Sabed, señores, que en tal noche como ésta hay junto al trono de Dios dos ángeles: el de la Justicia y el de la Misericordia: el ángel de la Justicia, al dar las doce, desaparece durante tres minutos para dejar en completa libertad al de la Misericordia.

Con un beso de inmensa gratitud quise pagar el beneficio que mi conturbada conciencia recibía de los inocentes labios de mi Julia.


¡Dios mío, haz que la hora de mi muerte sea aquélla en la cual el ángel de tu divina Justicia deja á solas al de la Misericordia!


* * *


Aquí terminaba el manuscrito que hube de hallar revolviendo unos papeles en el archivo de una de las más linajudas casas españolas.

El archivero, un viejo muy simpático, á quien di cuenta del hallazgo, me dijo:

—Conozco esa historia.

—¿Y tal vez á quien la escribió? —le pregunté muerto de curiosidad.

—Fué uno de los más ilustres antepasados de la Casa, que estuvo desterrado en Sicilia: un santo varón de Dios, á juzgar por sus obras meritorias.

—Salvo ésta de que habla en su manuscrito —objeté con ironía impertinente.

—Y de la cual, amigo mío —replicó con acento de profunda convicción el archivero—, la Divina Voluntad le ha absuelto de manera que no da lugar á dudas... El noble prócer murió á las doce en punto de una Nochebuena.


Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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