I
En todo tiempo veíase á don Seráfico, pianista del Café del Universo, con un chaquet color verde botella, raído y lustroso; un chaleco de pana, negro, constelado de manchitas, manchas y manchones; la corbata, en forma de lazo, deshilachada, grasienta; un pantalón negro más encogido que pudoroso, dejaba al aire los calcetines de lana corcusidos, presos en la cárcel de unas botas de elásticos tan flojos como el cuello, puños y pechera de la camisa, reñidos con el almidón y faltos de los ardores de plancha precisos para el mayor lucimiento y consistencia de prenda tan necesariamente vistosa.
Corría parejas con tales trapitos —y bien sabe Dios que no de lujo— el chambergo á lo Rubens; de cerca, su color resultaba verdoso; de lejos, azulino, y en todas partes y á todas luces, un fieltro arruinado.
Rompía en invierno don Seráfico la monotonía de su empaque colgándose un inmenso carrick color ceniza, sabroso manjar de polillas á juzgar por lo raído de su urdimbre, y una monumental bufanda, color de chocolate, fogueadas sus puntas por las chispas de cientos de pitillos y ribeteada de mugre en aquella parte que mayor roce tenía con el cuello y pelo de su no muy pulcro poseedor.
Armonizaba el traje con la parte física del individuo; que era este don Seráfico, aunque corto de genio, largo de estatura, seco, avellanado, cargado de años y de espaldas; ruin de cabello, que en la mollera sólo tenía un mechoncito coquetonamente desparramado para mejor disimular la calvicie; las narices eran acaballadas, los ojos castaños, sin expresión, el bigote hirsuto, á trechos rubio como el oro y canosa su tonalidad.
Os juro que el café no le iba en zaga á su pianista ni en la fecha, ni en la facha, ni en lo pobre ni en lo estrafalario. Á no ser por la muestra y por los mandiles, un si son no son blancos, de los camareros, mejor se creería que aquello era taberna, mayormente en las noches de estío en que, abiertas puertas y ventanas y á la luz de una docena de mecheros Auer, gozábase del espectáculo de ver á los parroquianos —seis ó siete— en mangas de camisa jugando al dominó: los días de fiesta, unas cuantas familias de la vecindad —gente de plazuela con humos señoriles— daban algo de animación desde las ocho y media hasta las once, ó poco más, de la noche al sórdido cafetín: en el transcurso de estas horas entreteníase la dominguera concurrencia en chismear lánguida y machaconamente acerca de los enredos del barrio, se desollaba al prójimo sin perjuicio de deleitarse en oír los acordes del fementido piano de cola que tecleaba don Seráfico.
Bueno será advertir en honor de nuestro héroe que él sentía el arte de muy distinto modo á como lo ejecutaba: en sus mocedades abrigó esperanzas ilusorias de conquistarse un nombre glorioso; pero una cosa es el sueño artístico y otra la prosaica realidad de la vida...
De niños, todos queremos ser obispos ó capitanes generales: no nos conformamos con menos; andando el tiempo resulta que nos quedamos Pérez á secas, ó rancheros. Igual acontece á la juventud con el arte. Nos creemos con genio y bríos para llegar al pináculo, y poco á poco nos convencemos de que para genios nos falta tanto como nos sobra de férvido entusiasmo.
Esto le ocurrió á don Seráfico.
Escribió miles de notas debidas á su inspiración, y al fin de la jornada sólo logró gastar papel, tinta, petróleo, tiempo y paciencia: metióse á director de orquesta de un teatrino por horas, y tan escandalosos fueron los moros de su dirección, que paró en maestro de murguistas.
La suerte siempre se le mostró adversa, y rodando, rodando, el que admiró las sublimidades de la música genial de Wagner, Beethoven y Mozart, dió con sus manos pecadoras en los teclados de cafés de mala muerte en donde sólo eran admitidos por los ignaros oyentes el tango, la polca, el pasacalle, el couplet ó los motivos zarzueleros más en boga.
¡Maldita y perentoria necesidad! Por tres pesetas y una suculenta cena, compuesta de café y tostada entera embadurnada con el escobillón de la manteca, veíase obligado don Seráfico á dar gusto al muy grosero del populacho aporreando las teclas amarillentas por el tiempo, esmaltadas con las quemaduras de los cigarros: sitios en donde lo selecto del divino arte era la bazofia musical callejera que repugnaba al delicado paladar del pianista.
Y aullidos se le antojaban á éste las muestras de impaciencia de los parroquianos cuando al encarrilar su deseo tocaba algo clásico que á él le extasiaba.
Forzosamente había que contentar á aquellos «bárbaros». El amo, un gallegazo malcontento y gruñón, murmuraba que tales finustiquerias acabarían por ahuyentar á los que le proporcionaban el pan de cada día; y ante ésta suprema razón, tenía que enmudecer y «agarrarse» al tanguito ó á la farruca.¡Mala bomba!...
Esto sí que producía delirante entusiasmo: los oyentes acompañaban el numerito con boca, pies y manos, con tenues silbidos, con repiqueteo de cucharillas y bastones, y al finalizar la pieza vociferaban:
—¡Otra!... ¡otra!... ¡Que se repita!
Y quieras que no quieras, había que complacer al pópulo y repetir, barbotando una maldición, el número tan del agrado suyo.
II
Cierta noche penetraron en el solitario café un señor ya entrado en años y en carnes y una joven como de diez y ocho abriles, alta, esbelta, de rostro pálido ovalado, facciones correctas y ojos azules de mirar lánguido, casi soñoliento.
Sentáronse en uno de los divanes y pidieron café.
Don Seráfico, siempre atento á sorprender en un nuevo concurrente su grado de sensibilidad artística, experimentó honda emoción al fijarse en el rostro de aquella niña que reflejaba un alma de exquisita ternura. ¡Bienaventurado don Seráfico!...
Afanoso, púsose á rebuscar entre las partituras polvorientas que había amontonadas sobre el piano la de Tristán é Iseo. Hacía tantos meses que no despertaban sus dedos «aquel» dúo inmortal.
Hallada la partitura, la colocó mimosamente sobre el atrilito, hojeó unas cuantas páginas hasta dar con el dúo del segunde acto, y dirigió una mirada de súplica á la joven, que atisbaba con curiosidad de niña estos preliminares.
Afianzóse don Seráfico sobre el taburete, y con ademán solemne alzó la diestra y dejóla caer sobre el teclado.
No había duda: el desarrapado pianista era un «virtuoso», un Rubinstein. Sus manos recorrían portentosamente los trozos de marfil; vibraron las notas, de sublime pasión, de la gran página wagneriana y en la armonía, que á torrentes brotaba de la caja, habla un no sé qué de augusta y sobrehumana inspiración que hacía cabalgar al pensamiento en las esplendentes mariposas del ideal.
De reojo atisbaba don Seráfico el efecto que «aquello» producía en la muchachita y vió con goce inefable, que sus ojos azules de mirar lánguido, casi soñoliento, fulguraban como el cielo inundado de sol... Y al cielo nubláronle las lágrimas...
Aquella niña era una sensitiva: mientras que el alma del artista, como una hechicera escondida en el piano, combinaba los sonidos más tiernos y armónicos, la imaginación de don Seráfico borraba su pasado lleno de anhelos, de desilusiones, de tristezas y miserias: vida de un pobre diablo que no tuvo otro amor que al pentagrama, y el pentagrama se portó con él desdeñoso, como mujer rica con pretendiente pobre... Fué siempre el bohemio que lleva en el pecho tesoros artísticos y se ve obligado á malgastarlos á trochemoche por un plato de lentejas.
Jamás tuvo el pianista emoción tan deleitosa como ésta de sorprender un alma gemela á la suya, que sabía llorar cuando en el lenguaje de lo inmortal hablaba el genio... La primera vez que le había ocurrido semejante bienandanza... ¡La única!... Y el buen hombre finalizó el dúo con dos lágrimas, que se estrellaron contra las teclas y en las mismas se esparcieron agitadas por las vibraciones últimas de la sublime página musical.
Con las manos aun extendidas en el teclado, quedóse mirando á su oyente —á ella sólo—, porque harto adivinaba que el señor aquel que la acompañaba —tal vez su padre— era un burgués, un «filisteo». Para éstos el arte es la esfinge muda.
La ñiña, inundados los ojos de plácido llanto, aplaudía con sus manos de nácar, y sus ojos aguanosos enviaron al pobre pianista una mirada de agradecimiento.
Aquel segundo fué el único de gran ventura que don Seráfico gozó con su arte.
III
Don Seráfico, aunque tenga los ojos muy abiertos, sueña todavía con la simpática niña, la recuerda melancólicamente, y como pudiera hacerlo un enamorado, entorna los párpados para verla más á su sabor... Cuando tal ocurre, se siente dichoso, olvida sus infortunios y una sonrisa de místico arrobamiento inunda su rostro de ordinario sombrío.
En el café, siempre que la puerta de cristales se abre, al golpetazo que da al cerrarse, don Seráfico dirige hacia tal sitio una mirada ansiosa.
—¡No es ella! —murmura abatido al fijarse en la persona recién llegada.
En las horas en que el café permanece desierto, el artista se sienta al piano, llevado de la nostalgia, y toca fervorosamente el dúo... ¡siempre el dúo!... Se lo dedica á la desconocida.
Y como si «ella» estuviese escuchándole, mira hacia el sitio que ocupara la noche venturosa, inolvidable...
Al verlo vacío, mueve tristemente la cabeza y suspira...
El dueño del café, que nota en su subordinado el afán de tocar siempre lo mismo, murmura con la grosería del amo:
—A este maestro le falta un tornillo... Voy á tener que enviarle á paseo, porque con sus folías se me van los parroquianos..
¡Naturalmente, toca siempre unas cosas tan fúnebres, tan pesadas!...
Y cuando en el café impera la más triste soledad, que es casi siempre, le grita:
—¡Por Dios, don Seráfico!... Toque usted algo nuevo y alegre... Farrucas, garrotines, tangos, que es lo que gusta á todo el mundo y no esas latas de ópera...
Don Seráfico, mordiéndoselos labios hasta hacerse sangre, dedica al tiranuelo una mirada de soberano desprecio...