El Gato Negro

Alejandro Larrubiera


Cuento



I

Cielo y tierra le sonreían á Remigio Pérez, y no precisamente porque le hubiese mirado la mujer adorada, que á este Remigio ninguna mujer podía mirarle con ojos de amor, porque nunca jamás —aun cuando se encontraba el hombre en la plenitud de la vida, tuvo cuentas pendientes con el travieso Cupido—, sino por causa harto más prosaica y vulgar: acababa de recibir el nombramiento de empleado en una oficina de ferrocarriles.

El empleo era una ganga burocrática, como lo son todos los que desempeña la gente de poco más ó menos en estas poderosas y paternales compañías: quince duros por doscientas cuarenta y tantas horas de trabajo al mes, ¡lo que se dice una ganga!

Ilusionadísimo ingresó el mozo en las filas melancólicas de los héroes anónimos del pupitre, y al cabo de los años mil de hacer el burro en la oficina, tuvo su recompensa gracias al jefe, un francesón borrachín y pendenciero que, salvo lo de echar pestes de España, sin perjuicio de sentirse un don Juan con las españolas, era un buen hombre.

Remigio Pérez gozó de más categoría y de mayor sueldo: lo honorífico, resultaba una dulce ironía, porque seguía siendo tan chupatintas como era antes: lo crematístico tradújose en tres duros más de aumento mensual.

Y aquí terminaron las grandezas.

Con los diez y ocho duros considerábase todo lo feliz que puede considerarse con tan mezquina paga, un Pérez metódico y vulgar, sin familia, cargas ni miras ambiciosas de ninguna clase.

Vivía Remigio en una guardilla con vistas á millares de tejas que metían en el zaquizamí un reflejo rojizo, al ser duramente bañadas por la luz solar.

Por las noches, asomábase nuestro hombre á la ventana: con los codos sobre el alféizar y la cabeza entre ambas manos, pasábase las horas sumido en la contemplación de los caballetes de los tejados, de los cilindros negruzcos de las chimeneas, del caprichoso recorte que proyectaban los tejadillos de las buhardas, en las noches de luna, inundado todo por la luz del satélite, nunca más plácida y ensoñadora que en aquellas alturas, en donde los gatos celebran sus escarrafullentos idilios y asoman las narices los desheredados de la suerte.

Muchas veces, sin darse cuenta de lo que le ocurría, Remigio quedábase ensimismado y como desvanecido al admirar el parpadeo brillante de los luceros.

¡Si yo fuera rico! —suspiraba, como si la contemplación de las estrellas despertase en él inusitados afanes.

Aun sentía más aquel pedazo de prosa viviente: melancolía.

—¡Si yo tuviera una mujer!

Encerraba en esta frase toda la ansiedad de una vida sin amores ni cariños, porque el amor considerábalo como el más peligroso de los entretenimientos, y cariño únicamente se lo prodigaba, con tiernos maullidos, un gato negro de la vecindad que puntualmente le visitaba á diario á la hora de comer, para regalarse con las piltrafas que le tiraban á lo alto de la ventana, por donde el visitante metía su carita como el azabache.

Pidiéndole sólo á Dios estar en gracia con sus respetabilísimos jefes, Pérez dejaba deslizar su existencia, sin ruido, como arroyuelo que mansamente corre por ignorado paraje.

II

Quiso la Fortuna, veleidosa como mujer, prodigar sus más anheladas caricias á aquel pobrete, y un día Remigio, que se había acostado tan miserable como siempre, amaneció archimillonario por obra de un tío suyo, lejano, que murió ab intestato en apartado rincón de la península.

Al verse rico, pensó en darse vida de príncipe; pero, amigos míos, aquello de que «el que no está hecho á bragas...» viene aquí como de molde.

Pérez, al dar un eterno adiós á la oficina, experimentó gran alegría, pero, al reaccionar, pocos días después, sintió tedio invencible: no sabía en qué emplear las horas; el tiempo le resultaba inconmensurablemente largo.

Pensó en mudarse del zaquizamí en que pasó la flor de su vida; dió en visitar cuartos desalquilados y, nuevo Bertoldo, no encontró ninguno á propósito: unos le parecían muy caros; otros, grandes, con exceso... ¿Qué iba á hacer con tantas habitaciones ni para qué necesitaba él tantos huecos á la calle?...

—Ya me mudaré —pensó—; no corre prisa.

Vistióse á lo elegante: la ropa le oprimía el cuerpo hasta producirle ahogo, le cortaba brazos y piernas: las manos no sabía qué hacerse de ellas; ¡qué diablo! no todos han nacido para embutirse en una levita, ni calarse un sombrero de copa. Este «chisme» —así le denominaba Pérez— era lo que más le azoraba: parecía bailarle siempre sobre el cráneo: aquél rico improvisado, al mirarse al espejo, se sentía ridículo, casi casi una caricatura.

—Volvamos á la chaqueta y dejemos estos trapitos para las grandes solemnidades— se dijo sepultando en el baúl las prendas de lujo.

En sus tiempos de hambre, el sueño dorado de Remigio era el de darse hartazgo en uno de los restaurants de moda... ¡Cómo le atraían los tentadores escaparates atiborrados de langostas, langostinos, pasteles, perdiz á la escarlata, jamón en dulce, faisanes, cabezas de jabalí artísticamente orladas de gelatina, que él creía caramelo!...

Ahora podía entrar en Corinto, ó lo que es igual, en el restaurant más lujoso, que cobra diez duros por cubierto.

Entró dándose tono de persona avezada á las lides gastronómicas: sentóse, no sin azoramiento, á una de las mesas; palmoteó lo más ordinariamente posible. Ante tamaño estrépito funcionaron con rabia el timbre del encargado del despacho, y las piernas de los camareros; unos cuantos señores que se entregaban lo más discreta y solemnemente á la sabrosa tarea de embaular exquisitos manjares, volvieron, entre sorprendidos y disgustadas, la cabeza.

Pidió de comer; trajóronle la lista encerrada en marco de plata. Preguntóle el estirado y diplomático servidor cuáles eran los platos de su gusto, y aquí el bueno de Remigio quedóse atónito y como mudo.

—¿Qué inventariarían aquellos renglones escritos en francés ó en chino, que, para él lo mismo era éste que aquel idioma, puesto que ninguno entendía?...

Sonreíase lo más gravemente posible el camarero, y en son de zumba volvió á pedir al «señor» le designara el primer plato.

—¡El que usted quiera, hombre! —dijo al fin Pérez, enrojeciéndosele la faz.

Y á gusto del de las recortadas patillas, fué servido: presentáronle una serie de manjares para él inverosímiles: no sabía si emplear la cuchara ó el tenedor para servirse, y dejaba al camarero le preparase los platos.

La mayoría se le rebelaban en el paladar; con algunos sintió náuseas.

Salió del restaurant con hambre, corrido como una mona y con cincuenta pesetas y veinte céntimos de menos: estos veinte céntimos fueron los de la propina que le valió un gesto del servidor que equivalía á un «¡maldita sea tu estampa!»

—Decididamente —pensaba nuestro ricacho— el día que se me antoje comer á lo grande me voy á cualquier café y pido una ración de riñones en salsa y una tortilla de jamón. Es más práctico, mejor y más barato... ¡Y por lo menos, sabe uno lo que come!...

El único ideal que le faltaba por realizar era el del amor; pero, como la facha y el talento de Remigio corrían parejas, fué recibido de las mujeres con burlas y sarcasmos que le apagaron para siempre la débil llama amorosa que encendiera el soplo de las riquezas.

III

¿Queréis creerlo?... Aquel Remigio Pérez que jamás tuvo un céntimo, se sintió avaro.

El oro le atrajo: su canto metálico le adormeció en brazos de la avaricia.

Ocultó á todos su riqueza, vistió miserablemente y se pasó los días en turbio y las noches en claro cerca de la caja de caudales, empotrada en la pared de su asqueroso cuartucho; en la ventana que daba al tejado, mandó poner una gran reja de hierro con tremendos barrotes, y por si aun no era esto suficiente, extendió doble tela metálica; así la ventana parecía la de un convento.

Si tenía que hacer alguna diligencia fuera de casa, iba y volvía en un santiamén.

Por las noches, encendida la luz, sentábase al lado de la caja abierta, y contaba con ansia febril los billetes de Banco; después de clasificados los empaquetaba con el mimo con que una madre podría fajar á su rorro; apilaba con infinitas precauciones para que no sonasen, las monedas de oro y de plata; uniformábalas en montones y quedábase embelesado en su contemplación. Dijérase que era un general revistande sus tropas. Y aquella tropa metálica es la gran enemiga de aquel ambicioso general: un ejército que producía en el espíritu suyo tremendas alucinaciones que acabarían por abreviar su estéril paso por el mundo.

En la época de estrechez, Remigio se asomaba á la ventana y sentía ansias de amores y de riquezas al contemplar el parpadeo brillante de los luceros: ahora, deslumbrado por los destellos de las monedas, experimentaba escalofríos, pensaba en ladrones y asesinatos; si una pieza caía al suelo, el tintineo que producía le asustaba y quedábase trémulo hasta que la vibración se extinguía, ni más ni menos que el que deja caer el arma homicida antes de sorprender á su víctima.

Miraba al cielo por la noche, y el cielo, negro como su espíritu, le producía espanto; las estrellas antojábansele ojos enormes que atisbaban su vergonzosa adoración al becerro de oro.

A las tantas de la madrugada, metíase en el lecho. Cuando no poseía un cuarto, dormía como los justos y roncaba; su sueño ahora era inquieto y suspirante: el más leve rumor le hacía incorporarse sobresaltado en la cama y prestar atención.

IV

Un ruido como de lima que raspase hierro le despertó azorado. Se incorporó en la cama, y en las tinieblas del cuarto permaneció dando diente con diente; que la noche era de las más crudas de invierno.

El ruido continuaba: indudablemente algún malhechor aplicaba un cortafríos á los barrotes de la ventana.

El miedo hacía temblar á Pérez más que la helazón de la noche.

Rezó como rezan los miserables en los momentos de apuro: con toda la fe del que pide á lo sobrenatural un milagro.

El ruido siniestro mezclábase con el tartamudeo de la plegaria. Acabada esta, se sobrepuso al terror la idea de perder el dinero: Remigio sacó de debajo de la almohada el revólver, el amuleto con que duermen los cobardes, y esperó... Luego, encaramándose en el lecho, abrió bruscamente la ventana mientras presentaba el arma... al cielo, lo único que se veía.

La noche era de luna y bañaba ésta con su luz los tejados. Remigio miró con espanto y los cañones de las chimeneas, que recortaban duramente sus sombras en las tejas, antojáronsele al pronto hombres que huían.

Volvió á acostarse, pero con la ventana abierta: un rayo de luna atravesaba la habitación y trazaba un rectángulo de luz á los pies de la cama.

Con la vista fija en la ventana permaneció hasta el amanecer, queriendo explicarse la causa del ruido aquel de limar hierro.

Á la noche siguiente ocurrió lo mismo que en la anterior: á hora bastante avanzada, oyóse un fuerte golpeteo en la tela metálica y parecía como si sobre el cristal resbalase un diamante. El avaro repitió la escena de la víspera y no vió nada ni á nadie; es más: la tela metálica, los barrotes de la reja y los cristales de la ventana estaban intactos.

Como la inquietud del hombre era grande, no pudiendo explicarse el origen de los ruidos que instintivamente atribuía á manos facinerosas, decidióse á sorprender al nocturno ladrón, como vulgarmente se dice, con las manos en la masa.

Subido sobre el lecho, entreabrió la ventana y con el revólver á punto, esperó...

Ya ponía en duda que el extraordinario ladrón acudiera, cuando sintió helársele la sangre al oír ruido de tejas, como si sobre ellas pisara alguien que se aproximaba á la buharda... Nunca Pérez experimentó mayor susto ni congoja más grande.

Esperó unos cuantos segundos que fueron eternidades de angustia.

Cesó el ruido de pisadas, y, como en noches anteriores la tela metálica fué golpeada.

Alzó Remigio la diestra en la que empuñaba el revólver... y tampoco descerrajó el tiro; por el contrario, quedóse atónito y avergonzado al ver que el autor de los ruidos era el gato negro, aquel gato que cuando él, Remigio Pérez, era un chupatintas no picado de la asquerosa enfermedad de la avaricia, asomaba su hociquito á la ventana á la hora de comer y con maullidos de súplica le pedía los desperdicios.

Malhumorado se metió entre las sábanas y...


* * *


Remigio Pérez no volvió á levantarse de la cama.

La portera, al cabo de cuatro días, sorprendida de que el vecino de la guardilla no saliera á la calle, como tenía por costumbre, subió á la habitación y al acercarse á la puerta retrocedió dos pasos al percibir el olor nauseabundo que de dentro se escapaba.

Esto unido al sepulcral silencio que siguió á sus gritos llamando al vecino, hiciéronle sospechar que algo grave ocurría en el cuarto.

Dió parte al Juzgado; acudió el de guardia, forzaron la puerta y encontráronse á Remigio sin vida.

El médico forense certificó que aquel hombre había muerto de pulmonía fulminante.


Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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