Habéis de saber, hijos míos —empezó su cuento la vieja,— que cuando el señor San Pedro iba por el mundo predicando la buena nueva, entró cierta noche en una posada á descansar de su fatigoso viaje.
El posadero, que era, como todos los de aquel tiempo, un hereje de marca mayor, así que vió entrar por las puertas de su casa á un caminante tan pobretuco, puso cara de pocos amigos, y le preguntó altanero:
—Buen hombre, ¿traes blanca?...
Y como el santo no respondiese, gruñó:
—Porque si no hay conquibus, puedes seguir adelante, que no están los tiempos para regalar cama ni cena al primero que asome las narices.
San Pedro, sin replicar palabra á semejantes groserías, registróse la faltriquera y sacó de sus profundidades un sestercio, que con gran humildad entregó al huésped.
Este recogió la moneda avaricioso, y tirándola contra una piedra del zaguán, satisfecho del son y del «salto», dijo con dulzura hipócrita:
—Entra, señor, y honra con tu presencia esta casa, en la cual encontrarás cuanto de gusto se te antoje pedir.
—Con bien poco he de contentarme —replicó el Apóstol:— con una modesta colación satisfaré mi apetito; cama no he menester: dormiré en un banco.
Dicho esto, penetró en la cocina, en donde se encontraban la mujer del posadero y un hombre ya entrado en años y que por la facha parecía ser criado de alguno de aquellos señorones de Roma que en tal época mandaban en todo el mundo.
—¡Te digo que á mi marido es á quien debes entregárselo! —decíale la mujer al hombre, mostrándole un hermosísimo jamón del propio Trevelez que se encontraba sobre la mesa.
—Y yo te digo —replicaba con gran flema el criado— que no basta que tú afirmes que tu marido es más juicioso que Minerva y más fiel que Orfeo... Júpiter, con ser Júpiter.... pues...
—Bueno, bueno; dejemos á los dioses en paz: puedes preguntar á cuantos nos conocen...
—Difícil es encontrar testigos en un caso como este.
—¿De qué se trata? —intervino el posadero lleno de curiosidad.
—Has de saber, marido...
—Antes de que prosigas, permíteme que yo le hable á solas un momento —atajó el criado.
Y llevándosele á un rincón de la cocina, le preguntó:
—Dime, amigo, por Juno nuestra madre, ¿después de casado te ha parecido alguna mujer más hermosa que la tuya?...
—¡Ay, sí! —suspiró el hombre, añadiendo sigilosamente:— ¡Muchísimas!
Lleno de regocijo al oir tal afirmación, exclamó el criado:
—¡Lo mismo me dicen todos!
Y encarándose con la huéspeda, furiosa al «sorprender» el suspiro de su cónyuge, la preguntó con aire de chunga:
—¿Le doy el regalito á tu esposo?...
Con un bufido contestó la interpelada, y el zumbón, advertida la perplejidad que puso en los circunstantes su diálogo con los posaderos, dijo, mientras se sentaba en un taburete cerca del fuego que ardía en el llar:
—Desgracia grande es ser criado de un cónsul, y digo desgracia porque mi amo y señor es dado á caprichos y rarezas por demás extravagantes. Y la que ahora me obliga á ir de mazo en calabazo por donde Mercurio quiera llevarme, es de las más peregrinas que puede ocurrírsele á un hombre tan sobrado de talentos como de buen humor. Figuráos que de sus posesiones en la Iberia ha recibido una buena partida de estas sabrosas piezas (y señaló al jamón que había sobre la mesa), y figuráos también que se le antoja regalar la más hermosa al casado que nunca haya sentido admiración por otra mujer que no sea la suya, es decir, que siempre le haya sido fiel en obras y pensamientos. Y aquí está Curdo, el criado de su confianza, corriendo mundo en busca de parecido espejo de maridos... Muchos días han pasado desde que salí de casa de mi amo y aun estoy con el jamoncito á cuestas.
—Y seguramente se te echará á perder sin que mortal alguno le hinque los dientes —afirmó con risa irónica el posadero.
La declaración de Curcio despabiló las lenguas de los oyentes: el marido y el servidor del cónsul afirmaban que era una locura buscar lo que no era posible se encontrase: el señor San Pedro sostenía lo contrario que los gentiles.
El sueño vino á igualar todas las opiniones.
En la posada todo dormía aquella noche en dulce paz, excepto un gatazo rubio que se la pasó en vela rondando el rico jamón, sin que ¡ay! pudiera gustar su apetecida carne.
* * *
Al amanecer salieron juntos de la posada el señor San Pedro y Curcio con el jamón consabido al hombro.
Y fue el caso que hablando, hablando, aficionóse de tal modo el gentil á lo que le decía el santo, que llegó á suplicarle le aceptara en el número de sus adeptos, lo cual llenó de gozo al apóstol.
Llegada la hora del yantar, al indicarle el nuevo discípulo que debían comerse el jamón, puesto que él no pensaba ya volver junto á su amo, le replicó:
—No podemos disponer de lo que no es nuestro: debes entregarlo al que te designó su dueño.
—Pero ¿y si no le encontramos?...
—No dudes nunca de la virtud y de la bondad de los hombres: seguramente no ha de transcurrir mucho tiempo sin que hallemos un marido digno de ese regalo tan substancioso— objetó sonriente el señor San Pedro.
Pues, señor, que el jamón del cónsul fué una pesadilla para el pobre Curcio, que en ocasiones en que el hambre le apretaba tanto ó más que á su maestro, hubiera dado buen fin del de Trevelez, pero deteníanle las justas observaciones del santo varón á quien acompañaba.
Y pasaban días y días, y Curcio maravillábase de que el jamón se ofreciera cada vez más apetitoso, y el señor San Pedro de que no se encontrara un casado que mereciese el obsequio.
Así transcurrieron días, que sumaban meses, y meses, que componían años, y el jamón sin sufrir menoscabo alguno, siempre á hombros de Curcio.
Como sabéis, hijos míos, el bueno del señor San Pedro fué bárbaramente martirizado en Roma.
Y con él conquistó también Curcio la palma del martirio.
* * *
Al llegar á este punto, interrumpióse la narradora y guardó silencio como si hubiera terminado el relato.
—Y del jamón, abuela, ¿qué fué? —preguntó muertecita de curiosidad una de las oyentes.
—¡Pues el jamón —replicó irónicamente la aludida— malas lenguas aseguran que aun lo conserva intacto en la portería del cielo el bueno de Curcio!...