I
La cosa pública fue siempre para Manolo Cachivache el verbo de todo lo existente, y en tal estima tenía y tan sabrosa hallaba la cotidiona comidilla de la política, que, sentado en la angostez de su taller de zapatero, sito en el portalucho de una casa de la calle de la Ruda, pasábase, de sol a sol, con las antiparras caladas y los diarios resbalando por sus narices á tres milimetros lo negro del impreso del blanco de los ojos; y parroquiano o parroquiana que acertase á encajar su persona en el metro en cuadro del tabanque era sabido que, antes de finalizar en el ajuste de los remiendos de las mal traídas botas, derrochaba, quieras que no más de una hora en oirle al Marat de obra prima, un programa político ad-usum del pueblo, con el tan socorrido «corte de cabezas», democracia y libertad, ¡mucha libertad!, todos los ciudadanos fraternizando en una misma comunión de ideas... Y nada de pobres y ricos; lo tuyo, mío; y lo mío, mío; un reparto social, y cátate la pobre España hecha una balsa de aceite, y tutilimundi, un bienaventurado que no tendría quebraderos de meollo para agenciarse el pan nuestro, mejor, cocido de cada día.
Y esto decíalo Cachivache con la cabeza erguida, á la nuca un desperdicio de gorro verde, con más lamparones que sotana de sacristán perdulario, las antiparras en perenne equilibrio sobre la punta roja de su nariz, que
«Las doce tribus de narices era»
y en el gesto no se qué de apóstol furibundo que con
altisonancias, gritos y aspavientos quisiera convencer al auditorio de
la infalibilidad de sus doctrinas.
Y aunque el hombre tenía ahito el cerebro de grandilocuencias tribunicias, como quiera que también trailo ayuno de composición, trabucaba lastimosamente los conceptos, y allá iban silogismos donde iban frases, pero, á bien que para la gente del barrio, aquel Manolo Cachivache, era algo más que Demóstenes, y oíanle boquiabiertos y embobecidos, y al salir del portalucho, hacíanse cruces de tan gran sabiduría en tan ruin zapatero. «¡Vaya un pico el del hombre!» «¡Si en vez de remendar zapatos hubiera estudiao latines, me río yo de Castelar!»
Y después de una de esas frases de orador callejero «romper las odiosas cadenas de la tiranía», «ríos de sangre de los traidores», «la santa aureola de la libertad», añadía misteriosamente, con guiños en los ojos, y sonrisa de modestia mal disfrazada:
—¡Si yo fuera ministro!
Y tanto dio en repetir la muletilla, y tanto se la oyeron sus convecinos, que, al fin y á la postre, y cuando menos podía esperárselo el Sr. Manolo, diéronle posesión los del barrio de un ministerio, creado entre burlas y regodeos irónicos, y todo el mundo apellidábale, acaso por lo eufónico de la frase:
—«El Ministro Cachivache.»
II
En aquella triste mañana de Diciembre, la niebla envolvía á la gente del barrio, estacionada en la calle de la Ruda.
—¡Que salga el Ministro Cachivache!
—¡El Ministroo!...
—¡Cachivache!...
Y los gritos de la muchedumbre iban en aumento. Resonaban como una esperanza. Era preciso defenderse, levantar barricadas, proporcionarse armas y municiones, y los cachidiablos aquellos, en su mayoría vendedores de tres al cuarto, ante el amago de revolución que se les venía encima pedían un jefe; necesitaban que se colocara á la cabeza del movimieuto revolucionario, uno con prestigiosa popularidad en el barrio.
En el bullir de opiniones, en la fermentación de la idea salvadora, cuando la sobreexcitación de los ánimos llegaba á su colmo, uno de los del pelotón, indicó al maestro zapatero como único jefe posible, y la turba palmoteo gozosa y acudió en tropel al portalucho del Sr. Manolo, encontrándose con la puerta cerrada,
A los gritos y á la zambra popular, respondió el elegido abriendo el portón, y, aun cuando era en pleno invierno, asomóse en mangas de camisa, descalzo, los pantalones mal abrochados, con la faz pálida y soñolienta, los ojos como puños.
Escuchóse en la calle un atruendoso ¡¡viva!! que debió resonar en los oídos de Cachivache como un grito de gloria.
—¡Que salga! ¡Que se ponga al frente de nosotros! ¡Viva el Ministro Cachivache! —vociferaban todos.
Los más exaltados arremetieron contra el maestro zapatero y sacáronle al arroyo.
Cachivache, por la soberana voluntad del pueblo, convirtióse en capitán general de aquel minúsculo ejército de valientes.
III
Ya está levantada la barricada.
Agazapados detrás de la pira de colchones y piedras están los defensores que han constituido en cantón la estrecha calle de la Ruda; encuéntranse cerrados todos los huecos de las fachadas, alguna que otra cabeza atisba, con tanta curiosidad como miedo, la marcha de aquel día nefasto, en que la pasión política azuza los ánimos. El señor Manolo, en mangas de camisa, descalzo, los pantalones mal abrochados, con la faz pálida, un fusil de chispa al hombro, vuelto de espaldas á la barricada, da órdenes á la veintena de héroes anónimos para que preparen las armas.
—¡Ya están ahí esos! ¡Chicos, á defenderse! —grita, llevándose el fusil á la cara.
En la calle de Toledo se escucha toque de cornetas, y á poco, la tropa enfila, frente por frente á la barricada.
—¡Fuego! —ordena el jefe militar.
Y una lluvia de proyectiles cae sobre las piedras del parapeto; sus defensores contestan rabiosamente al grito de ¡viva la libertad! Un humo acre, negruzco, envolvió á los héroes sobre los que se destacaba como un Dantón el Ministro Cachivache. Una bala se clavó en su brazo, y al sentirse herido rugió como una fiera acorralada, y aun cuando la lucha era imposible, seguía defendiendo la barricada como una madre pudiera defender á su hija. Y cuando el ardor era más grande, en lo más recio del fuego, cuando las balas, como espíritus malignos, cruzaban la calle de un extremo á otro, silbando, inscrustándose en las paredes, rebotando sobre los hierros del balconaje, haciendo crujir las maderas, destrozando los cristales; cuando los gritos de furor salían más roncos de las gargantas de los hombres y la corneta hacíase oir extridente; cuando los ayes de los heridos rasgaban la neblina como un supremo apóstrofe, dirigido á la inmensidad, por aquella ludia fratricida, allá, en medio de la calle, víose á una pobre chicuela de ojos azules y cabellos rubios, tan hermosamente provista por la naturaleza como desheredada por la fortuna.
La niña, sin duda burlando la vigilancia de los suyos, había salido al arroyo.
Y en él permanecía la pobre con los ojos muy abiertos, mirando estúpidamente aquel cuadro que á cada segundo reforzaba sus sombríos tintes.
Cachivache barboteó un juramento, y, siguiendo los impulsos de su corazón, salto de la barricada y corrió hacia el sitio donde se encontraba la niña.
—¡Métete en tu casa, demonio! ¡Que te van á matar! —le gritaba el Sr. Manolo.
Pero la chica, asustada al ver los fogonazos y el estrellamiento de las balas que pasaban como cohetes silbadores por su lado, miraba con expresión de asombro á aquel Sr. Manolo que corría hacia ella.
No llegó donde la chicuela; una bala cortó la vida del héroe.
La niña, al ver caer en tierra á tres pasos de ella al ministro Cachivache, que tantas mimoserias le prodigó siempre, dió un grito de horror y echó á correr espantada, refugiándose en el portal de su casa.
* * *
Aún se conserva memoria en el barrio de la heroicidad del Ministro Cachivache.
Decidme ahora si, de muchos ministros efectivos, puede decirse otro tanto.