El Pobre García

Alejandro Larrubiera


Cuento


En virtud del artículo no sé cuantos de no sé que ley, el pobre García encontróse de la noche á la mañana relevado de vestir el uniforme que le correspondía como portero de un Ministerio, y, consecuentemente, sus manos pecadoras divorciadas del escobón, los zorros y el plumero, armas pregoneras de su modestísima jerarquía oficial.

Acabóse para el malaventurado el servir vasos de agua, con ó sin azucarillo, según que el sediento era un jefe ó un subordinado, distinción paternal que establece el régimen burocrático en defensa del inviolable principio de autoridad... y del azucarillo.

Terminó, en fin, para García, el pobre García, permanecer horas y más horas pendiente del cuadro de señales de los timbres, hecho azacán de aquellos números que aparecían misteriosamente tras un timbrazo más ó menos enérgico y prolongado, según el humor y los nervios del que llamaba. Y en treinta y tantos años de portero, García resultó un psicólogo imponderable del timbre, porque para él éste era algo como un ser animado que hacía el papel de vocero inteligente que le advertía el estado de ánimo de los señores. Y según la tocata enterábase de los vientos que reinaban, ora en el despacho del excelentísimo señor Director —para García todo Director era una excelencia;— ora en el del don Fulano, jefe de Negociado; ora en el del señor Tal, oficial primero; ora, en fin, en el de los Pérez y Fernández, chupatintas que formaban el núcleo ó coro general en este vivir tragicómico del expedienteo, la minuta, los estados y el balduque. Y ya podía sonar recia y apresuradamente el timbre por la presión del índice de uno de estos del montón oficinesco.

—¡Es Gómez! —gruñía con desdén olímpico.

Y no abandonaba la lectura del periódico ó el palique con sus camaradas, ni apresuraba la toma del vaso de café, ni la solemne tarea de liar un cigarrillo, encenderlo y fumárselo. ¡Que esperase Gómez un siglo!... Pero si la señal partía del despótico dedo de Su Excelencia ó del de algún otro primate del escalafón, García arrojaba el periódico como si éste de súbito se convirtiera en un reptil, tragábase de un sorbo el café, ó tal como se encontrara dejaba el cigarro sobre la mesa, y corría «á ver qué tripa se le había roto al señor» —según su frase de ene en tales llamadas.— Al empujar la mampara del despacho componía su rostro con la más amable y servicial sonrisa de que dispone un portero que sabe su oficio.

La ley, aparte eufemismos, declaraba al pobre García trasto inservible con el haber que por clasificación pudiera corresponder le después de treinta y tantos años de rodar por las oficinas del Estado.

Y nuestro hombre, marido de una tal Pepa y padre de una Pepita que, en un lustro de matrimonio, le había hecho abuelo de cinco mocarriones —á mocarrión por año,— fué reintegrado per seculam á las delicias del hogar doméstico, cuando los escasos y encanecidos cabellos mal cubrían su mollera, convertida en epítome del perfecto portero ministerial.

Como pájaro prisionero mucho tiempo en una jaula, que al recobrar la libertad vuela torpe y azorado por el radiante azul de los cielos, así el perínclito García, perínclito en su clase, al sentirse dueño absoluto de sí mismo, experimentó el mayor desasosiego y la más cruel añoranza que hubo de sentir jamás en su obscura existencia. En vez de recibir con un grito de regocijo la orden que le enajenaba del pesado yugo á que unció su cerviz de por vida, la recibió con un suspiro, turbios los ojos de llanto y temblando, como si aquel papelote oficial encerrara su sentencia de muerte. El hombre es un animal de costumbre, ¡axiomático!

Á los sesenta y pico de años, ¿para qué podía servirle á él, minúsculo personaje en la humana comedia del vivir, disponer á su albedrío del tiempo y del espacio?... Al declinar de la existencia, ésta marcha por los rieles que tendió la costumbre, y apartarla de ellos vale tanto como hacer descarrilar una máquina para que marche más seguramente por un terreno pedregoso.

¡Pobre García! Viéraisle hosco y tristón en sus lares, escuchar resignado los lamentos que el reuma arrancaba á su Pepa; las voces que su Pepita daba á la chiquillería; los lloros, las disputas, los gritos y el rebullir de los pequeñuelos; viéraisle alicaído salir de su casa, sin rumbo fijo, al azar, dispuesto á matar el tiempo, aquel tiempo abrumador en su insubstanciabilidad para el desterrado de la portería, centro único en donde respiraba venturoso.

Los primeros días de aquel vivir estúpido suyo, en que el tiempo le embazaba como el agua á un náufrago, no se atrevió á volver «de paisano» á la portería. El amor propio, herido al sentirse desahuciado injustamente, le vedaba poner los pies en donde siempre los tuvo puestos.

Discurría por las calles presa de inconcebible desconsuelo y aburrimiento, parándose imbécilmente para fisgar los escaparates y cuantos espectáculos callejeros se ofrecen en el tráfago de la vida cortesana, ya para oir las verbosas patochadas de un sacamuelas ó los sones de alguna orquesta ambulante, ya para ver pasar la tropa, el carro que se atasca, la mula que cae, el borracho escandaloso, el tranvía parado por habérsele salido el trolley ó por otra circunstancia fortuita. Y, atontado con el mareante ir y venir de un lado para otro, cansado física y espiritualmente, retornaba á su casa y comía en silencio, atento sólo su magín á lo suyo, á la portería, su paraíso en la tierra, de donde le arrojaban, no por rebelde, sino por viejo, por inútil, por cosa inservible que debe arrumbarse.

García sorbíase las lágrimas, y desde lo más íntimo de su ser protestaba contra tamaña injusticia, porque él jamás habíase sentido más joven, más útil, más portero que ahora que le jubilaban. Cierto que las canas cubrían su cabeza, que las arrugas encogían su epidermis, pero esto, ¿qué tenía que ver con el trajín de sacudir el polvo, servir vasos de agua, hacer recados y estar de pasmarote en la portería luciendo el uniforme y espantando á los moscones pelmas que iban á «dar la lata» á Su Excelencia?...

Una tarde, tarde venturosa, el pobre viejo llegóse á la portería y estuvo en ella de tertulia con sus ex compañeros, que le recibieron bromeando acerca de su suerte estupenda.

García, el gran García, habíase redimido de la ominosa servidumbre —palabras del portero mayor, que, á ratos perdidos y á escondidas, enfrascábase en la lectura de periódicos revolucionarios;— García había resuelto el magno problema de vivir sin trabajar; había roto las cadenas de la esclavitud y podía reirse de todos los excelentísimos señores del mundo: era un burgués que comía, dormía, paseábase y hacía todo lo que se le antojaba, sin sujetarse á otros mandatos que los de su voluntad omnímoda.

García, en el primer impulso de aquella su voluntad omnímoda, hubiera renegado airadamente de los envidiables goces que le atribuían en su nuevo régimen de vida. Pero contentóse con sonreír irónicamente, y al oir el timbre de llamada de Su Excelencia, se levantó como movido por un resorte, y avanzó dos pasos hacia el pasillo. Se detuvo, y para disculparse, murmuró azorado:

—¡La fuerza de la costumbre!


* * *


Varias tardes volvió á asomar las narices por la portería, y acaso habríase impuesto como una obligación tal visita á diario, porque como los enfermos faltos de aire que ansiosamente aspiran el oxígeno encerrado en un balón, el viejo jubilado aspiraba en la portería el aire benéfico y confortador que fuera de aquel lugar parecía faltarle.

Susceptibilidades propias de gente vieja le alejaron de la portería. Creyó notar que sus camaradas en activo recibíanle como se recibe á un visitante importuno, que cansa y molesta: una vez que llegó á la hora del café, no le ofrecieron, «ni por cumplido», un sorbo; en otra se olvidaron, en una ronda de cigarros, de darle uno; en cierta ocasión en que metió la cucharada acerca del mejor desempeño de una faena porteril, el «mayor» gruñó entre dientes: «García, eso es ya cosa antigua: ahora se hacen aquí las cosas de otra manera.»

Y por estos desprecios y salidas de tono, García juróse no volver á poner más los pies en la Casa, aquella Casa ingrata, á la que dedicó toda su existencia, todo su cariño.

Y vuelta á matar el tiempo, ahora sin solución de continuidad, en tan aburrido y abrumador propósito; á convertirse en eterno azotacalles y en eterno espectador de la vida del arroyo; á bostezar de tedio; á irse muriendo poquito á poco entre la muchedumbre de transeúntes, cada uno de los cuales va á algo determinado y concreto, mientras que él, yendo á todas partes, no iba á ninguna. Y para él era el mejor de los días aquel en que, al volver á su ruidoso hogar, podía decirle á su Pepa: «Hoy he visto al Sr. Tal, de la oficina. Me ha saludado.»

Las mañanitas y las tardes en que el padre sol luce sus esplendores, García va solo, paso á paso, á la Moncloa, siéntase en un banco y se entretiene en la lectura de El Imparcial, su periódico.

Algunas veces no tiene ganas de leer y fisga cuanto ocurre en torno suyo, hasta que interrumpe el fisgoneo una invencible somnolencia, que le hace dar unas cuantas cabezadas. Y en este estado de duermevela, García sueña... ¡Sueña que aun es portero!...

¡Cuántas veces despierta azorado al escuchar la campana de algún tranvía que pasa cerca de su banco! Se refriega los ojos, se levanta como un autómata, y mira.

Y, al darse cuenta de la realidad, déjase caer abatido en el asiento, y musita, como quien acaba de recibir una dolorosa decepción:

—¡No!... ¡No ha llamado Su Excelencia!...


Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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