El Reloj del Amor

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II
III

I

El espejo es el acusador más terrible de la mujer, sobre todo de las hijas de Venus: refleja los estragos de su vida licenciosa, las arrugas que contraen la epidermis, el cerco tenebroso que orla las mejillas, el prematuro hundimiento de los ojos que parecen esconderse avergonzados de ser testigos de tanta rijosa complacencia, la resecura de los labios, la pérdida del coral de las encías, la ruina, en fin, del organismo.

Así se veía Amparo, aquella mujer para la cual el amor tranquilo é idealísimo de dos almas que se arrullan como tórtolas fué siempre tema de burlas é ironías.

Y al verse tan vieja, sentía impulsos de romper la luna de azogue que en no muy lejanos tiempos copiaba un irreprochable perfil femenino, turgente, unos ojos borrachos de vida, unos labios de granada abierta, un cuello y unos brazos redondeados como los de la estatuaria griega: una mujer hermosa, con todas las seducciones, con todas las plasticidades de la Afrodita.

II

Aquella tarde, Amparo libraba la única y más grande batalla de su vida.

Quería saber positivamente si un hombre correspondería ó no á la pasión que en ella había despertado con las exigencias peregrinas de una pureza envuelta en nimbos del mayor romanticismo.

El corazón de aquella mujer resucitaba para el amor con todas las vehemencias de un tirano proscripto que triunfa y reclama sus derechos,

León acudiría á la cita: llegaría de un momento á otro, pero á Amparo hacíansele siglos los minutos de espera. Paseábase impaciente, nerviosa, de un extremo á otro del lujoso gabinetito de su casa, atestado con prodigalidad de preciosas chucherías y artísticos objetos que harían la delicia del anticuario más exigente en arte retrospectivo: á ratos interrumpía su pasear caprichoso, deteníase delante de cualquier mueble, y luego, vuelta otra vez á medir la estancia con pasos desiguales, asomábase al balcón, y aunque sobre él caía de plano un solazo de Agosto, poníase de bruces sobre la barandilla y miraba á la desierta calle.

Volvía á entrar en el gabinete, parábase delante de la espléndida luna biselada de un espejo de pared y parecía quedar satisfecha de si propia, á juzgar por la sonrisa que dibujaban sus labios ligeramente teñidos de carmín.

—¿Vendrá León?—se preguntaba, no sin justificado recelo al recordar lo infructuosas que le resultaron sus argucias para atraer á aquel joven que tan mal correspondía á los halagos de una mujer que padecía hambre de amores... Lo que es ahora estaba segura de triunfar... Quemaría hasta el último cartucho en la batalla amorosa y vería a sus piés al enemigo implorando perdón… Y ella... ella le perdonaría estrechándole entre sus brazos como jamás estrechó á ningún hombre,

—¡Dios!... ¡Qué despacio anda ese reloj!—murmuraba mientras que sus piés, calzados en unas primorosas zapatillas turcas, golpeaban impacientes el pavimento.

Hubo un instante en que Amparo sospechó que el dueño de sus afanes no acudiría á la cita... Fue el momento más amargo en su azarosa existencia... ¡Ah! La despreciaba porque no era una niña... ¡Gran estúpido! Como si no pudiera ofrecerle todavía sinnúmero de encantos; como si la plasticidad de su cuerpo fuera aún cosa despreciable... ¡Si viniera!...

Estaba decidida á todo; derrocharía con él todas las seducciones, todos los halagos, todas las miserías de que es capaz una mujer que ha hecho de la galantería un oficio, le fascinaría y —aunque fuera impropio en hembras de su estofa— le diría con los ojos entornaditos, moribundos de dicha:

—Te amo más que á mi vida. Esto que te digo nace de aquí, de lo mas hondo (señalándose el corazón). No veas que quien te habla es una gran infeliz que creyó que el enamorarse era una tontería; no, no tengas en cuenta mis años; mi cuerpo acaso no será para ti tan mozo, pero dentro de él palpita por ti no sé qué afecto que jamás sentí hacia nadie... Quisiera ser una niña cándida para regalarte todas las inocencias... Lo único que pido de ti es que no me desprecies... Seré tu esclava, besaré donde tú pises, haré lo que tú quieras: seré criminal, seré una santa, seré una mala mujer, lo que á ti se te antoje que sea, eso seré... Habla, te obedeceré sin réplica... Tú eres mi señor: yo no soy nada... El tener una vida de lujos y placeres me obligó á mentir á los demás hombres, á tiranizarles... Les conduje á la ruina con refinada crueldad, gozándome de verlos tan locos y tan fatuos, hechos unos mendigos de su vergonzosa pasión; pero tú, tú eres otra cosa, alma de mi alma; los sentimientos que, sin tú saberlo, me inspiras, me regeneran... Mi corazón es sincero; no te miente. Quiero consagrarme á ti, viviré donde tú vivas, iré adonde tú vayas: lo mismo á un palacio que á un desierto... En mi pasión quiero demostrarte desinteresadas abnegaciones.

Amparo le diría esto, muchísimo más... En la comedia de las pasiones nunca fué más que una vulgar rapsodista; ahora, el demonio de un cariño tardío en manifestarse, haríale ser una actriz que siente su papel.

Y al llegar á este capitulo de reflexiones, Amparo dirigía una mirada de odio al reloj de plata y bronce que había en el centro de la tabla de mármol de la chimenea. Aquel reloj era el prólogo en su vida alegre. Se lo regaló su primer amante: un hombre de muy buen gusto artístico... El reloj representaba el globo terráqueo sostenido por ninfas y coronado por un Cupido, que en el polo norte de aquel mundo de metal cantaba con cadenciosos sones las horas esmaltadas sobre su meridiano.

Amparo llamaba á esta joya El reloj del amor.

¡Cuántas horas de deleite marcó su manecilla!...

—Él es —exclamó palmoteando loca de contento al escuchar el timbre.

E impulsada por su ansia febril, salió al encuentro de León.

III

Anochece.

Amparo se encuentra de pie, junto á la chimenea del gabinetito.

León acaba de marcharse.

—¡Ese hombre es de hielo!... ¡No me quiere, no me querrá nunca! —gimotea con hipo de llanto.— Me encuentra acaso nmy vieja... muy fea... ¡Todo ha sido inútil!... ¡No volverá más!...

Y llora: sus lágrimas resbalan por la pintura rosa de sus mejillas; al caer al suelo caen rojas como si fueran de sangre.

¡Cosa digna de lástima!

—Todo inútil— repite con tristeza.

Y dirige una mirada de mudo reproche hacia el reloj, que parece respetar la pena de Amparo: el isócrono tic tac de su péndulo ha enmudecido.

La mujer nota esto: quédase pensativa, y como si respondiese á una consideración que le punza el alma hasta lo infinito de una pena irremediable, murmura amargamente:

—¡Se ha parado para siempre el reloj del amor...!


Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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