El Tamboril

Alejandro Larrubiera


Cuento


Para «tí» Gildo, el tamborilero de Villabrines, había llegado el plazo fatal, é inexcusable de pagar la deuda que todos contraemos al nacer: el buen hombre se iba por la posta. Así lo afirmaba grave y solemne don Cleóbulo, el médico, á los parientes que silenciosos y con cara de circunstancias acudieron á la casona propiedad del tío Gildo; los tales deudos no sentían grandemente la desgracia que sobrevendría, á creer en la honrada palabra del Hipócrates del lugar.

Al tamborilero no le tenían cariño, porque él vivió á sus anchas, alejado de los suyos, sin otro afecto que el de Lucas, un muchacho que el tío Gildo recogió de no se sabe dónde, y que andando el tiempo, fué para el pobre viejo, amigo, criado, guía y consejero solícito y fiel.

Fué en progresión creciente la amistad de ambos; quien ignorase la caritativa acción de «tí» Gildo y los viera en romerías, fiestas y holgorios, tendríalos por padre é hijo, impresionado de la cariñosa solicitud con que se atendían y ayudaban en el alegre oficio suyo: últimamente el viejo, apenas si daba un redoble en el tamboril que por espacio de medio siglo habíale ayudado á ganarse la vida. Lucas era el que lo hacía «hablar» con maestría sólo comparable ó la alcanzada por su protector.

Clavada como espina en sus mezquinos corazones sentían los parientes la protección que el viejo dispensaba á Lucas, y aun murmuraban entre sí que éste pararía en algún testamento por el cual haríase el inclusero —así designaban al pobre muchacho— dueño y señor de la poca ó mucha hacienda de «tí» Gildo.

El rostro de los parientes, en el desesperado caso en que se encontraba el tamborilero, atacado de una hemiplejía, reflejaba una mortal incertidumbre: la de saber si el buen hombre confirmaría ó no sus ruines sospechas: el único sinceramente acongojado, el único que atendía al enfermo y pedía á Dios, á la Virgen y á todos los santos con honda emoción, que «tí» Gildo no abandonara este mundo, era Lucas: al malaventurado podía ahogársele con un cabello, y más vale que su aflicción le nublara los ojos y no se percatase de las miradas y las muecas de aquellos egoístas lugareños que impudentemente expresaban al «inclusero» su odio feroz, como buitres al acecho de una presa que ven arrebatada por un enemigo.

Don Ciriaco, el párroco, había entrado en la alcoba para cumplir con su sagrado ministerio cerca de aquella alma pronta á abandonar su mísera cárcel, y cuentan que el bueno del cura, al entrar en la habitación y ver que á la cabecera del lecho colgaba el tamboril como trofeo glorioso, torció el gesto, y aun parece ser que, llevado de su celo como sacerdote y de su genio un tanto vivo, tendió la mano para descolgar aquella cosa que en tan críticas circunstancias tenía él por irreverente y fuera de lugar en tal sitio.

Pero «tí» Gildo, haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, gruñó fieramente, y ya que no podía mover los brazos ni la lengua, reflejó en su mirada una enérgica protesta, con lo que don Ciriaco paró en su acción algo confuso, y acercándose al infeliz pudo leer en sus ojos suprema complacencia...

Ya se tenía tragado el viejo que aquel día sería el postrero suyo, y en el mundo de recuerdos que acudía en tropel á su mente, el tamboril era sin duda para el pobre hombre lo que la bandera para el soldado, la reliquia para el religioso, el hijo para la madre...


* * *


Salió don Ciriaco de la habitación y pocos instantes después resonaron en la alcoba los fingidos y ruidosos llantos de los deudos y los sollozos del inconsolable Lucas.


Ya en la esmeralda de los prados destácanse como inquietos rubíes las tembladoras amapolas; ya resuenan en los valles los sones alegres del tamboril y de la dulzaina es la época consagrada á festejos y romerías, y todo es júbilo, danzas y cantos en la región montañesa.

De feria en feria y de romería en romería va Lucas con su tamboril á cuestas, y en todas partes es esperado con impaciencia por la gente moza, y en todas partes le reciben con alborozo, le miman, le agasajan y le aplauden... Y sin embargo, quien tanta alegría esparce en torno suyo, anda tristón y cariacontecido, porque dos amarguras llenan su alma y enturbian su natural regocijado: una es la pérdida de su maestro, hondamente sentida; y otra, la más punzadora y cruel que le roba el humor, trayéndole inquieto y pensativo, es el considerar perdida la esperanza más venturosa en su existencia.

Mucho antes que «tí» Gildo pasara á mejor vida, quiso el loco amor que Lucas pusiera sus ojos en Nela, la hija de «tí Torrezno»: la moza bien valía los suspiros hondos y las melancólicas miradas que al galán le costaba contemplar su cara de rosa, su talle flexible, su busto de armónicas y esculturales líneas y otras partes no menos ponderativas en la estética femenil.

Nela no le oyó como quien oye llover, sino muy atenta y emocionada, que á ella tampoco le parecía saco de paja el airoso gavilán que pretendía llevársela del nido paterno... El padre de la moza era tenido en el lugar por hombre adinerado y harto ambicioso... Lucas, gentil mozo sí era, de natural dispuesto y trabajador...; pero no tenía un ochavo... Esta suprema razón crematística, que tantos desavíos y desdichas ocasiona á los mortales, ensombrecía el idilio; alentaba, no obstante, á la gentil pareja la esperanza de que «tí» Gildo los sacaría del atolladero, porque nadie mejor que él podía acercarse á «tí Torrezno», su pariente, y contratar con sus más y sus menos la boda.

Pero tío Gildo despidióse en mal hora para ellos, de este mundo, dejándolos temiblemente chasqueados.

Presumió Lucas que acaso su protector habríase acordado de él en su testamento: otra esperanza desvanecida: tío Gildo había muerto ab intestato, y por consiguiente, según la ley, eutraron á heredarle los suyos, los de su sangre, y el predilecto de su alma, el que él recogió de chiquito y crió como á hijo propio, quedóse lindamente en la del rey con lo puesto... y con el tamboril, que, irónica casualidad, el propio «tí Torrezao» hubo de entregar al «inclusero» diciéndole con socarronería de palurdo:

—¡Ahí tienes esa alhaja, galán!... Con ella se ganó la vida el pobre Gildo, y tú tela ganarás también, que de sobra sabes repiquetearle.


* * *


Apremiado por Nela y más aún por su penosa incertidumbre, Lucas se decidió á hablar «claro» á «tí Torrezno».

Escuchóle el hombre sin pestañear, sin una réplica: en su rostro vagaba una sonrisita capaz de helar el ánimo al más arrojado pretendiente.

Al fin de la trabajosa relación de Lucas, que discurseaba un poco mejor que un nogal, díjole Torrezno calmoso y sin abandonar su sonrisita:

—Está muy bien cuanto acabas de decirme y fuera yo muy mal educao si no te agradeciese lo mucho bueno que al respetivo de la mi Nela has parlao; pero, hijuco, una cosa es ser agradecío y otra es ser padre... Mejor que á nadie te daría yo á ti la mi chica, y muy honrao, eso sí, porque tú, dicho sea sin alabancia, eres un hombre de bien y á carta cabal; pero el caso es.... el caso...

Detúvose «tí Torrezno» como si no atinara con el final de la réplica.

—El caso es, prosiguió al fin, que yo quiero para la mi Nela un hombre así, de tus prendas, pero que me traiga en los bolsillos algo que suene y que ayude á llevar la carga... Los tiempos están cada vez más rematadamente de malos... Yo.... yo no tengo más que cuatro terrones.... con los que no saco ni para pagar la contrebución... Bueno es quererse, pero el día en que no haiga un céntimo, no vais á llenar la olla con vuestro cariño... Y no quiero que mi hija se vea en tales apuros.... y... ya me entiendes, hombre, ya me entiendes... Con fantesías del querer no se vive... El día que me traigas unas cuantas onzas, entonces sí, cuenta con la mi conformidá, si es que Nela te aguarda, que para mí que no te aguarda.

Dió con esto fin á su repulsa «tí Torrezno», y Lucas, después de balbucear palabras sin sentido, fuése renegando de su pobreza, de su negra suerte, de la avaricia de los padres y de la hora en que se le ocurrió hablar á aquel demonio de viejo que llamaba «fantesía» al cariño suyo por Nela.

Yo no conozco al diablo, y creo, lector, que tú tampoco habrás tenido tan malaventurada suerte; pero debe de ser, hipotéticamente hablando, el más peligroso y divertido enredador que se goza en preparar sorpresas estupendas á los mortales.

Digo esto porque Lucas, desde el punto y hora en que oyó de labios de «tí Torrezno» la repulsa que le alejaba de su ídolo, andaba como vulgarmente se dice «echándo las muelas», con un humor de condenado, una excitabilidad nerviosa propia de señorita neurótica y el rostro hecho un puro vinagre... Para que el contraste fuera más irónico, el mozo tenía que estar tocando el tamboril en el centro de la plaza ó bajo los castaños divirtiendo á los romeros.

Repicaba fuerte, y á veces, olvidándose de que el parche no era la cabeza de «tí Torrezno», atizaba un redoble que parecía cosa de milagro que la piel no saltase. En uno de estos, los palillos coláronse en la caja á través del parche, que se rompió violentamente por la mitad.

Lucas, por vez primera en su vida, soltó un terno de los más enérgicos y espeluznantes y dió por terminada su misión en el baile.

Coa el tamboril á cuestas emprendió el regreso á su aldea, y en el camino encontróse de manos á boca con el odiado «tí Torrezno» y con su adorada hija.

—¡Que! —hubo de preguntarle el viejo, admirado de verle retornar á plena tarde—, ¿no tocas hoy en Esponzués?...

—De allá vengo— gruñó Lucas, más atento á Nela que á su interlocutor.

—¿No hay baile? —insistió éste.

—Sí, baile sí hay, lo que no hay es tambor; se me acaba de romper el parche.

—Lo siento, hombre, lo siento, porque el tamborcito ese es una alhaja... ¡Ea, adiós, que nos vamos á dar una vuelta por la romería!...

Refunfuñó el mozo un «¡maldita sea tu estampa!», dirigió á su novia una mirada intraducibie y reanudó su viaje.

Dirás, lector, si eres impaciente, que no atinas por qué más arriba he sacado á relucir al diablo, cuando cosa de tan poca substancia va sucediéndose en esta vulgarísima historia.

La diablura entra ahora, y es que al llegar Lucas á su casa y poner sobre una silla el maltrecho tamboril advirtió admirado que por la parte interna corría pegada al aro en toda su circunferencia una tira de badana, aditamento jamás considerado preciso en tales cajas de música... Entre curioso y sorprendido, metió Lucas la mano para tantear la tira, y en el tanteo notó que sus dedos se hundían en ella como si estuviese forrada de papel; intrigado ya y valiéndose de una navaja, rasgó con tiento la badana y vió atónito caer al fondo del tambor, sobre el parche incólume, unos paquetitos de papeles azules, verdosos y encarnados, como mazos de estampas... Cogió nao de éstos y advirtió con emoción, que cualquiera en su caso experimentaría, que eran billetes de Banco. Sin duda aquéllos eran los ahorros de «tí» Gildo que no encontró para guardarlos caja más segura y apropiada que la del instrumento que le había proporcionado tales ganancias.

Contó Lucas tembloroso lo que sumaban aquellos papelitos y vió que pasaba de los mil duros... ¡Doble de lo que podía valer la hacienda de «tí Torrezno»!...


Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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