El Viejecito del «Heraldo»

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II

I

Aquella noche no oímos en la calle la voz para nosotros tan conocida del pobre viejecito del Heraldo.

—¿Qué le pasará? —nos preguntamos sorprendidos.

En los muchos años que llevaba trayéndonos el periódico no había faltado ni una sola noche.

¡Y eso que algunas eran bien crueles!

Ni la nieve ni la ventisca atemorizaban al viejo que, invariablemente, á las nueve y media, lo más tarde á las diez, dejaba oír su vocecita asmática, trémula, corriendo á lo largo de la calle:

—¡El Heraldooo!...

En la última sílaba encajaba una nota aguda, prolongada, que era como un trémolo lamentable.

Oíamosle subir la escalera todo lo más deprisa que le permitían sus cansadas piernas, resoplando fatigoso; tiraba del llamador, y al abrir la puerta destacábase en el pasillo su figura simpática y humilde: debía de tener mucho frío á pesar de la capa en que se envolvía: una capa pardusca que casi le llegaba á los muslos, con los embozos de paño deshilachados y grasientos; una bufanda de color indefinible rodeaba su cuello, y entre la bufanda y un sombrero hongo deformado, antiquísimo, que se le hundía hasta el cogote, veíasele la cara rugosa y escuálida, con el bigote canoso, encrespado, y en los ojillos una mirada de suprema melancolía.

Sonreíase siempre que entregaba el ejemplar del periódico, murmuraba un «hasta mañana» y se iba, resonando al poco tiempo en la calle su vocear trémulo, que se repetía dos ó tres veces, cada vez más débil para nosotros, hasta que concluíamos por sólo oír muy lejana la nota final, aguda y prolongada del pregón.

El no oír éste en aquella noche llegó á preocuparnos: en el azaroso trajín de la vida, había concluido por sernos á todos los de la familia muy simpático el viejecito del Heraldo.

II

Ni á la noche siguiente á la de su falta ni en otras muchas noches consecutivas vimos al pobre hombre: supusimos se encontraría enfermo, ó tal vez, sintiéndose achacoso en demasía, habríase retirado del ajetreo aquel de vender periódicos.

Cierta noche entró la criada en el comedor diciendo que una niña como de doce años, vestida de negro, deseaba continuar sirviéndonos el periódico.

—Según parece, es la nieta del viejecito, —nos indicó la fámula.

—¡Que pase! —la ordenamos.

Al poco rato una vocecita de timbre melodioso preguntaba desde la puerta del comedor:

—¿Dan ustedes su permiso?...

—¡Adelante, niña!

Entró en la habitación una muchachita que más que nieta de un vendedor de periódicos parecía hija de un aristócrata: fina, elegante y esbelta era su figura, como el alabastro su cutis, delicado su rostro que encuadraba el pañolillo que cubría su cabeza y por el que se escapaban rebeldes los rizos de sus áureos cabellos.

—Muy buenas noches, señores —dijo bajando los ojos y encendiéndosele las mejillas como avergonzada.

—¿Y el abuelito? —le preguntó cariñosamente—; ¿qué le pasa?

La chiquilla suspiró con tristeza, y sin responder palabra fijó en mí sus ojos y los vi anegados de llanto.

Comprendí entonces el dolor de la pobre y callé: confieso que soy de los que enmudecen y se anonadan ante el dolor ajeno.

—¡Pobre abuelito mío! —musitó la niña.

—¿Le querías mucho, verdad?...

—¡Más que á nadie!

—¿Más que á tus padres?...

Volvió la niña á enmudecer y á suspirar penosamente: de sus ojos se escaparon dos lágrimas, que como dos gotas de agua resbalaron por las rosas de sus mejillas.

«¿Habré sido sin querer indiscreto? —reflexioné apesadumbrado.— ¿Habré despertado una nueva aflicción en esta alma inocente?...»

Aquí llegaba en mi mudo soliloquio; la nena, refregándose los ojos con el dorso de la manga, murmuró bajito, con dejo amargo, sombrío:

—Yo no tengo padres...

—¿Se han muerto?...

—Mi madre, no; mi padre, ¡no sé quién es! —replicó encogiéndose de hombros.

—¿Y vives sola?

—Ahora sí... ¡Sola!... Antes tenía á mi viejecito.

—¿Y cómo es que no vives con tu madre?...

—¡Porque no! —replicó valientemente la nena con acento que temblaba como si sintiera miedo ó asco invencible.

Cambió de tono, y con frase pintoresca y desaliñada prosiguió, cual si tuviera ansia de volcar de nna vez todas las desdichas que, como nubarrones, oscurecían el rosado cielo de su espíritu infantil.

—Mire usted, señor: el abuelito me ha contado muchas veces, que la culpa de todas nuestras penas la tenía mi madre... Y así debe ser; el pobre, siempre que decía esto lloraba como un chico... Porque no me fáltese á mí nada, salía todas las noches á vender El Heraldo... Por el día, estaba al cuidado de una bolera que hay en el paseo de Areneros... Y luego, por la noche, á correr todo Madrid con el periódico á cuestas... ¡Una vida muy perra! ¡Y todo por mi madre!...

Hizo alto la niña en su relato, como si temiera haberse aventurado en él más de lo que quería, y yo, para alentarla, excitaba mi curiosidad, hube de repetir insidiosamente:

—¡Y todo por tu madre!...

—Mi abuelo, antes de yo nacer tenía una tienda de vinos que era una de las mejores de Madrid... Se ganaba en ella mucho dinero... De la noche á la mañana abandonó mi madre la taberna... Mi abuelo creyó volverse loco del disgusto. Traspasó la tienda y se dedicó á hacer viajes á Barcelona, á París, á todos los sitios donde creía encontrar á mi madre... Al cabo de ocho años, y cuando ya la daba por muerta, supo que estaba en Madrid. No se me olvidará nunca la vez primera que vi al abuelo.... ¡y eso que yo era aún muy niña, tendría poco más de seis años!... Entró en casa de mi madre, una casa muy bonita, con mucho lujo, que parecía un palacio como el de esos señorones de la aristocracia... Al ver al abuelo, mi madre dió un grito muy grande... El abuelo sacó un revólver, y yo, llena de miedo, llamé á Juan, uno de los criados que teníamos... Mi madre se arrodilló á los pies del abuelo.... y no sé más... Es decir, sí: que sonó un tiro, que vino Juan, que sujetó al abuelo, que mi madre cayó tendida sobre la alfombra, y que yo salí de casa de mi madre en brazos del abuelo, que me estrechaba mucho contra su pecho, y que me besaba, me besaba, mientras que yo, muy asustada, le decía llorando que me llevase donde mi madre... Y desde aquel día no hemos vuelto á verla, es decir, noches antes de morir el pobre, cuando volvió de vender El Heraldo, me dijo: «Acabo de ver á tu madre... Iba en un coche... He corrido detrás, pero los caballos corrían mucho más que yo... ¡Si no estuviera ya tan viejo ni tan achacoso!...»

Y al decir esto, la niña, mirando recelosamente en torno suyo, murmuró con acento de triste convicción:

—Para mí que esto ha adelantado su muerte.

—Y si tu madre te encontrase, ¿qué harías? —pregunté resuelto á sondear el fondo de aquella alma pura.

—Si mi madre me encontrase —repitió confusa la muchacha—, ¿qué haría? ¿Qué iba á hacer?...

E interrumpiéndose un momento, concluyó diciéndome con energía impropia en sus años, con timbre de voz en que vibraba salvaje dignidad:

—¡Nada, señorito!... ¡Seguiría vendiendo El Heraldo, como si tal madre tuviese!...


Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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