Grandeza Humana

Alejandro Larrubiera


Cuento



I

Gartus era un fantasmón que se había adueñado del ánimo de sus súbditos como el diablo de las almas cándidas: aterrorizándolas.

«¡Noche nefasta aquélla! —contaban los padres á sus hijos, después de cerciorarse de que nadie sorprendería su relato.— Los elementos asolaban la tierra; llovía á mares, silbaba el huracán, tronaba el cielo y abríanse las nubes con ramalazo de deslumbrante luz. En tal noche, una horda capitaneada por Gartus, sorprendió la guardia de palacio y asesinó al rey, un pobrecito rey que se pasaba las horas muertas ensayando la quiromancia. La horda habría sacrificado también á Albio, el príncipe heredero, si un viejo servidor no le pusiera en salvo huyendo con él á campo traviesa.»

Gartus, después de afianzarse en el trono, contentó á los perdularios que le habían ayudado á su encumbramiento colmándolos de honores y riquezas.

De vez en vez producíale mayor espanto la vista de su corte formada por los cómplices suyos en el regicidio, y para ahorrarse temores fué poco á poco y de manera astuta eliminándolos del libro de los vivos: así, el crimen primero es la piedra angular sobre la cual la inquietud del asesino levanta inacabable pirámide de crímenes y horrores.

II

En los ratos que se veía solo, espantábase de sí mismo, de la sombra que proyectaba su cuerpo, y cualquier ruido hacíale temblar y con medroso recelo su diestra acariciaba el puñal que constantemente traía colgado al cinto.

Cerraba los ojos porque todo cuanto le rodeaba, muebles, tapias, armaduras, transformábanse para él en sores monstruosos que se agitaban con convulsiones epilépticas mientras repetían con voz trágica: «¡Asesino! ¡Asesino!»

Y al cerrar los párpados, convertíase la oscuridad en que los ojos se sumían, en claridad rojiza que parecía inundar por dentro el cuerpo de Gartus abrasándoselo.

Juntaba las manos y veía en ellas la sangre de su rey.

Loco de terror, abría las ventanas de su aposento y asomábase á ellas extendiendo los brazos como si quisiera que el viento secase la sangre que obsesionaba su espíritu.

Con ojos saltones, con rechinamiento de dientes y descompasado ademán vociferaba una maldición. Y diera su reino y diera su grandeza por olvidar aquella noche terrible en que triunfó en su satánica ambición.

Miraba envidioso al villano que atravesaba la campiña que al pie de un palacio se extendía, verde, esmaltada de flores silvestres, sobre las cuales las orugas, más felices que el rey, se aposentaban pacíficamente.

Desvelado é inquieto, Gartus revolvíase en su lecho de príncipe, hundiendo el rostro en la almohada para no ver la sombra fatal que llenaba todo su palacio, toda la ciudad, todo el reino. Para disipar tal sombra era preciso perder la razón ó la vida... Y á ésta queríala aún el miserable, en la esperanza de que el tiempo desvanecería sus terribles alucinaciones.

III

Nunca el reino estuvo más tiranizado, nunca más medrosos los vasallos.

Gartus parecía querer vengarse en éstos de la mortal angustia que continuamente le azoraba.

Por fuerza conquistó una esposa que era como rayo celeste personificado en una azucena.

El cielo, de donde vino, la redimió pronto del pantano en que cayera.

Gartus tuvo de aquel rápido matrimonio un hijo.

La primera vez que se lo presentaron envuelto en riquísimos pañales, sintió espanto indecible.

«¡Es el retrato de Albio!»—tartamudeó extendiendo las manos hacia el inocente para no verle.

No se parecía en nada el primogénito á aquel otro cuyo paradero se ignoraba; pero el remordimiento es un mago terrible é irónico que trueca á los ojos de sus esclavos la realidad de personas y cosas.

Gartus no quiso ver más á su hijo y le envió al cuidado de un chambelán á muchos cientos de leguas de la capital de su reino.

El terror le impulsaba á desterrar lo que más debía querer en el mundo.

IV

Amaba la tempestad porque parecía calmar aquella otra latente en su alma; gustaba del retumbar del trueno y del devastador soplo del huracán; éste le refrescaba las sienes ardorosas; aquél llenaba su oído de sonoridades que parecían ahogar la fatídica de su miserable grandeza.

Apoyados los codos sobre la balaustrada que cerraba el terrado de la real mansión, Gartus contemplaba embebecido las lúgubres sombras que por doquier le rodeaban: sombras que, al rasgarse como tenues velos, dejaban ver, en el instantáneo lucir de un relámpago, la ciudad y el valle vivamente iluminados... Luego, corríanse otra vez los sombríos tules.

Caía á torrentes la lluvia, y Gartus, insensible al agua que empapaba sus vestidos, aspiraba el olor á tierra húmeda con voluptuosidad jamás sentida al aspirar los perfumes que se quemaban en su palacio. Así visto, á la luz de los relámpagos, parecía una siniestra figura que sirviera de remate á los pilares de piedra de la balaustrada.

Permanecía inmóvil, frío, mirando con la atención de un vigía la ciudad que á sus pies dormía.

Sucedíanse sin interrupción los relámpagos, tableteaba el trueno y en los cóncavos valles parecía desgajarse la tierra; redoblaba la lluvia furiosamente sobre las piedras de la real mansión y las lagunas que formara en la campiña.


* * *


No, no era sueño; había oído cerca de sí una voz que le llamaba. Y enseguida sintió posarse sobre su espalda una mano.

Volvióse rápidamente entre airado y medroso, y al ver ante sí á un joven que respetuosamente le hacía una reverencia, se estremeció, y alzando los brazos al cielo gritó con espanto:

—¡Albio!... ¡Huye!...

Los ojos parecían querer saltársele de las órbitas.

—¿Qué dices? —replicó el intruso.— Yo no soy Albio... Soy tu hijo y vengo á salvarte.

—¿Salvarme?... ¿Mi hijo?...

—Sí; escucha: Desde niño he vivido alejado de ti... No te conocía... He preguntado muchas, muchísimas veces al servidor que pusiste á mi cuidado quién era mi padre, y me contó que un rey poderoso, pero de carácter sombrío, adusto... Quise conocerte, mas el servidor me rogaba esperase tu venia para regresar á palacio. Esperé un año y otro y otro, y no pudiendo resistir ya más el deseo, huí... La providencia hizo que en el camino tropezara con otro viajero joven como yo. Hablamos largamente, simpatizamos, creció entre nosotros el afecto, y una noche en que hicimos alto en una posada, vi que en ella era esperado mi amigo por unos cuantos señores... Ni ellos me conocían á mí ni yo á ellos... Quise retirarme; pero mi camarada, al que nunca dije quien yo era, me rogó asistiese á la reunión que tal vez fuera útil para la realización de los acuerdos que en ella se tomasen... Y fui oyente, ¡con horror lo confieso!, de lo que nunca quisiera haber oído. Los señores que había en la posada eran nobles desterrados por ti al ocupar el trono, y mi compañero de viaje, Albio, el hijo del buen rey á quien tú asesinaste, padre.

El joven hizo pausa en su relato.

Gartus respiraba trabajosamente.

—Y en esa reunión... ¿se acordó?... —dijo sin atreverse á terminar la frase.

—Matarte, como tú mataste á Gorio.

Aquellas lúgubres palabras anonadaron á Gartus; pero repuesto de la emoción, se llevó las manos á las sienes, que parecían querer saltársele, y exclamó con voz cuyo eco dominó los de la ruda tempestad:

—¡Matarme!... ¡Imbéciles!...

—No perdamos el tiempo —indicó con impaciencia el mensajero—. Pronto llegarán aquí los enemigos...

—Los recibiré, y ¡por Dios! que han de, tener un inesperado recibimiento —replicó con calma aterradora el rey.

—¿Qué intentas?

—No lo sé; algo horrible que me resarza en parte de las amarguras que el reinar me cuesta... Porque nadie en el mundo puede sospechar el animal torturador que en mí vive... Hijo, tú solo vas á saberlo... Constantemente siento aquí, dentro del pecho, como nido de arañas que no me deja reposar... En mi cabeza parece estar oculto un mazo de hierro que golpea á todas horas la frente, el cráneo... Mis súbditos me odian y yo los odio también, porque la grandeza mía vale menos que la miseria del último de ellos... No vivo, no sosiego... En nada encuentro goce... El sol se me antoja un círculo negro, y sus rayos al tocar en mí queman mis carnes... Leo en los ojos de todos un anatema, y las sonrisas, aun las más inocentes, las tomo como muecas irónicas á mi grandeza... Y es que la grandeza mía viene á ser playa constantemente cubierta por la ola del crimen.

—¡Huyamos!—insistió el joven con acento de súplica.

—¿Oyes? —advirtió el rey.

—Sí.... gente se acerca.

—Ya están ahí. Vienen á prenderme.

—Ocultémonos...

El ruido de pasos hacíase á cada momento más perceptible.

—¡Padre! —gritó el joven corriendo hacia Gartus, que intentaba saltar al abismo.

—¡Voy á buscar el descanso! —exclamó con voz ronca el tirano.

Al llegar el hijo á la balaustrada, resonó un ¡ay! de imponderable angustia, dominando por un instante el fragor de la tempestad...


Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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