La Castellana de Medialdúa

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II
III

I

¡Pobre castellana de Medialdúa!

Desde la torre del homenaje de tu mansión, que, en lo alto de la montaña, parece desafiar al Cielo, miras melancólica las humildes golondrinas, mucho más felices que tú por cuanto no tienen un tirano que las aprisione.

¡Cuántas veces á la hora en que la iglesia llama á tus vasallos á la oración, has apoyado tu cuerpo en una de las barbacanas, y tus ojos, impregnados de lágrimas, han vagado por la feraz campiña que, á lo lejos, limita una montaña, tras de la cual el sol se hunde.

Al pie de ta castillo resuena en la callada noche una canción de amores.

¡Escúchala, castellana de Medialdúa!

Se trata de un amante incógnito por el que suspiras con tristeza.

Escuchas atenta, murmuras no sé qué frase, sonríes, y al volver el rostro te encuentras con la cara hosca del conde, tu marido y señor; al verle, lanzas un grito y huyes de su presencia con el azoramiento de la paloma que divisa al gavilán.

¡Pobre castellana de Medialdúa!

II

Feo, enano, patizambo, cargado de espaldas era Zario, el bufón de los señores de Medialdúa.

Si de él nadie en el castillo hacía caso, él en cambio reíase de todos y odiaba á todos, excepto á doña Luz, su ama y señora.

Por ésta sentía el estrambótico Zario amor tan grande, que degeneraba en locura.

Viéraisle acurrucado como un perro en un ángulo de la estancia de doña Luz, fijos los ojos en ésta, mientras que sus labios temblaban perceptiblemente; viéraisle á la hora en que nadie podía observarle, arrastrándose por el suelo como un reptil, ir besando los sitios en donde posó sus plantas la rica hembra; viéraisle, en fin, pasar las noches en claro, tendido como un perro junto á la puerta del dormitorio señorial, velando atento el sueño de la condesa, y de seguro tendríais lástima de aquella caricatura de hombre.

Muchas veces Zario enloquecido, sentíase animado de ideas espantosas: «¡Si yo estrangulara al conde y me apoderase de doña Luz», pensaba. Y de su garganta escapábase un grito gutural, abríanse desmesuradamente sus ojos y temblaba como un epiléptico. Sentía horror de sí mismo.

Algunas mañanas le sorprendió la gente del pueblo mirándose atento en la corriente del río.

Amenazaba al espejo que copiaba su deforme y grotesca figura.

Odiaba á la humanidad. Si él fuera físicamente un hombre como aquellos otros que vivían en el castillo, tendría el consuelo de la esperanza: doña Luz acaso se rindiera á su amoroso anhelo; pero, ¿cómo un sapo ha de inspirar una pasión al águila?... De día en día era más voraz el fuego de amores en que se consumía el alma del enano, que no hay huracán que avive más el fuego que un amor no correspondido.

Cierta tardecita Zario escuchó desde lo alto de la torre feudal, la trova de aquel misterioso enamorado de doña Luz.

Al oír aquellos acentos amorosos, sintió ira y desconsuelo: los celos claváronsele como puñales en el pecho: otro hombre amaba á su ídolo; desaladamente asomóse á la barbacana á trueque de estrellarse, y vió al pie de la fortaleza al incógnito cantor: un mozo que llevaba con gallarda altivez su ropilla de hidalgo pobre.

—¡Diera mi alma al diablo por ser como ese hombre! —barbotó rabiosamente el bufón.

Aquí el cronista de que se copia esta leyenda medioeval, jura por su hombría de bien que al acabar de decir Zario la frase arriba copiada, apareció en la plataforma un hombre vestido de rojo, y de ceño tan terrible que el enano, atónito y asustadizo, cayó suplicante de rodillas.

—¡Levanta! ¡Me has llamado y aquí me tienes! —dijo con acento intraducible la visión.

—¡El diablo! —tartamudeó Zario.

—¡Di lo que quieres de mí!

—¡Ya lo has oído! —balbuceó el bufón levantándose.

—Esta noche se realizarán tus deseos...

—¿De veras? —le interrumpió el enano, chispeándole los ojos de alegría.

—¡De veras! —afirmó el de lo rojo—. Mas he de hacerte una leve advertencia —y el señor diablo se sonrió como sonríe siempre tal personaje, mefistofélicamente—: mañana al amanecer tu cuerpo estará colgado de una de estas almenas.

—¡No importa! —advirtió Zario con resolución—. ¡Es más grande el placer de ser amado un segundo por doña Luz, que arrastrar una vida tan miserable como la mía.

III

La austera habitación de la condesa, débilmente iluminada por los destellos de una lámpara de plata, antojábasele á Zario un trozo del cielo que con entusiástica fe describía el capellán del castillo.

Doña Luz, trémula, encendida la faz, respiraba con anheloso ritmo, y sus ojos animados por la pasión, fijábanse en los de su galán, que no menos trémulo y ansioso describía con frases ardientes el amoroso entusiasmo de que se hallaba poseído.

Y aquel amante que así hablaba y tal se veía no era otro que Zario, trocado su cuerpo giboso y repugnante en seductor y garrido, su cara mal pergeñada en rostro varonil, su ropilla bufonesca en vestido riquísimo de caballero.

¡Pobre escarabajo, metamorfoseado en mariposa!

Olvidábase de su prístino estado y condición, y entregábase como si dispusiera de una vida felicísima, en brazos de aquella grande ansia suya de verse amado de la altiva castellana de Medialdúa.

Ya se habían convertido en realidad sus locos antojos: él, el bufón del castillo, el ser más despreciable por su mísera condición y el más repugnante por su facha, veíase á los pies de doña Luz recogiendo de sus labios tiernísimos suspiros, con los que correspondía á sus protestas la que tan desapoderadamente se olvidaba de sus deberes como esposa y como ricahembra de Castilla.

Hora de amor que fué fugacísima para el miserable bufón y para la castellana hambrienta de cariño, porque cuando mayor era el torrente pasional que por boca y ojos vertía el alma de Zario, presentóse en la estancia, lívido y tembloroso, iracundo y terrible, el castellano de Medialdúa.

Lanzó un grito de terror doña Luz, y Zario, espantado, quedóse de rodillas á los pies de la condesa, mientras que el ultrajado conde avanzaba implacable como la fatalidad. En aquel momento de suprema angustia vióse Zario tal como fué siempre: un bufón que excitaba la risa con su giba de dromedario y sus muecas de orangután: sintió desvanecida la imponderable ventura gozada y tembló de rabia y de miedo.

A costa de su vida había logrado la metamorfosis que le proporcionaba el único momento de felicidad que como un rayo de luz irradiaba en su tenebrosa existencia.

¡Moriría! Y sus labios orlados de espuma dieron paso á un gemido como de lobezno mortalmente herido.


* * *


Aquí de nuevo el cronista vuelve á jurar en Dios y en su ánima, que ignora la escena á su juicio trágica y despeluznante que debió seguirse en la cámara de doña Luz.

Y sigue:

«La tradición da como verídico que la condesa de Medialdúa perdió su lucidez de ideas y que Zario fué ahorcado y colgado de una almena para escarmiento de villanos que osaran poner sus miras tan en alto cual las puso el muy desdichado bufón, cuyo cuerpo gentil, una vez salida de él la ánima que Dios le plugo concederle, trocóse en lo que en sí era de raquítico, contrahecho y abominable».


Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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