La Envidia de los Dioses

Alejandro Larrubiera


Cuento


El rostro de Zeus no reflejaba la dulce serenidad propia del rey de los dioses, padre de los mortales y árbitro del mundo: los apretados rizos de su gentilísima barba traíalos en borrascoso desorden; el arco de sus cejas acentuábase sombrío, y sus ojos rasgados, encendíalos la cólera, fuego terriblemente amenazador en parecida deidad. Felizmente para los alegres vecinos del Olimpo, y los menos regocijados de la tierra, las divinas manos no empuñaban el rayo que convierte en cenizas las rocas y los hombres.

Zeus no reía, y ya es sabido que cuando Zeus no ríe, tampoco el cielo ríe: nubes negras y tormentosas cubriánlo con sus flotantes velos de lágrimas, prontas á caer en llanto torrenical sobre la tierra. Júpiter dábase á las mismísimas Euménides, y como el más vulgar é iracundo de los mortales, tirábase reciamente de las barbas y gruñía espantosas amenazas, que retumbaban como truenos en la celeste mansión, atemorizando á sus moradores que, á hurtadillas, cambiaban entre sí miradas que querían decir: «Papá Júpiter no está hoy para bromitas.»

Á la hora del yantar, Zeus no probó la ambrosía, y de un manotón tiró al suelo la áurea copa llena de néctar que le ofrecía Ganimedes. Juno tampoco probó el alimento inmortal: su rostro nublábalo también la cólera y el odio. Venus, Marte, Mercurio, Apolo, Minerva y los demás dioses y diosas asistían al cotidiano banquete mudos y recelosos, como hijos que esperan de un momento á otro que los papás se tiren los platos á la cabeza. Pero Zeus y Juno, para vengar sus íntimos agravios conyugales, no malograron la celestial vajilla: conformáronse prudentemente con dirigirse miradas de soberano desdén.

Zeus, terminado el yantar, levantóse de la mesa, asió del brazo á Mercurio, su correveidile, y señalándole la cima más alta del Olimpo, le dijo:

—Vámonos lejos de esta divina gentuza; tenemos que hablar.

—Sea cumplida tu voluntad, padre—replicó reverentemente el dios de los comerciantes y de los ladrones.


Ya el deslumbrador carro de Febo hundíase en el ocaso, cuando retornó Mercurio á su hogar. Retornaba cabizbajo y sombrío, plegadas las alas; grave preocupación embargaba su divino chirumen.

Dioses y diosas, excepto Juno que se había, retirado á sus habitaciones particulares, y Venus, que andaba de holgorio con el dios de la guerra—Júpiter no sabría donde—rodearon á su camarada, ansiosos de conocer la conversación que había tenido con Zeus, y la causa de su inquietante enfurruñamiento.

No imperaba en las olímpicas alturas la discreción, porque más que mansión de dioses, parecía casa de comadres mal avenidas, chismosas y alborotadoras. Así, no ha de extrañar poco ni mucho que Mercurio, á la primera indicación, soltara la lengua y noticiase al celestial concurso el origen de la cólera del Tonante.

—Dioses y diosas, mayores y menores; nuestro padre y señor está hoy dado al mismísimo Plutón. ¡Lo que ocurre es inaudito é inaguantable!... Pide un castigo rápido, ejemplar, decisivo...

—¿Nos aguarda una nueva Troya?...

—¿Se han vuelto á sublevar los titanes?...

—¿Ha hecho Venus alguna de las suyas?...

—¿Intentan tal vez rebelársenos los pobladores de la tierra?...

Tales preguntas de otras tantas divinidades interrumpieron el vehemente apóstrofe del orador.

—Ni Troya, ni Venus, ni titanes—replicó éste—más bien los muñecos de carne y hueso mortal son los que encienden la ira de Júpiter, como encenderán, seguramente, la vuestra, en cuanto conozcáis la historia de amor que voy á tener la comodidad de relataros.

Una carcajada que, acertadamente, podría llamarse homérica, resonó en la corte celestial: dioses y diosas reían como gañanes regocijadísimos, y todos, á un tiempo, exclamaron:

—¿Historia de amor?... Este Zeus es incorregible.

—¿Y á papá le trae eso á mal traer?... ¡Es sorprendente!....

—¿Quién es la afortunada mortal en la que Júpiter ha puesto sus divinos ojos?

—Ahora se explica la cara de gata rabiosa de Juno y el gestecillo que ha traído nuestro recadero de su paseíto con Zeus. ¿Qué nueva metamorfosis prepara para acercarse á la dueña de sus pensamientos?...

—¿Volverá á transformarse en lluvia de oro, en cisne, en águila?...

—¡Quiá! ¡Eso ya no tiene novedad ninguna, se convertirá en rana! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!...

—¡Señores, que somos dioses y estamos en el Olimpo—advirtió un tanto amoscado el del caduceo—y la cosa no es para tomarla á broma: es más seria de lo que suponéis, y vuestras risitas y chistecitos acabarán en lágrimas y lamentaciones!

—¡Dejad que hable nuestro hermano!—intervino la diosa de la sabiduría.—Señores olímpicos, es de muy mala educación interrumpir al que habla... Continúa tu historia, Mercurio.

—Continúo: En un rincón de la Hélade viven dos seres: un «él» y una «ella». Son unos míseros pastorcillos que sólo tienen un ruin hato de cabras; se alimentan de higos y queso agrio, habitan una choza, se cubren de pieles y no tienen cosa de más valor que su juventud: ella es la muchacha más bonita que han visto griegos, y él es un mozo tan gentil como tú—y señaló á Apolo.—Gozan de una existencia tan venturosa, que ha despertado los celos de Júpiter, y despertará los vuestros al saber que toda su felicidad nace del cariño que él y ella se profesan: un cariño puro, sin egoísmo, más dulce que las mieles que fabrican las abejas hibleenses, más tranquilo que el dormir de un niño, más luminoso que los rayos que se desprenden del carro del sol, más alegre y sencillo que el gorjear de las aves saludando á la aurora. Estos amadores que viven vida de pobreza en ignorado valle heleno, gozan tan en lo íntimo de su felicidad, tanto les ciega y embelesa su mutuo amor, que jamás ha ensombrecido su inacabable ventura pensar que podría enojarse contra ellos la envidiosa Némesis, que cela y castiga á todos los mortales que abusan de los dones que les concede la magnanimidad de Zeus y la vuestra propia.

¡No! Ni por un momento han temido surgiese ante ellos la envidia de nosotros los dioses, porque, hay que decirlo de una vez y sin rodeos, estos pastorcillos se creen tan fuertes y seguros con su amor, que, amparándose de él como de un escudo invulnerable, ni nos temen ni les importamos una xiringa, que es cosa menos vulgar que un pito.

Para olvidarse de todo lo divino y humano les basta ver brillar en sus pupilas la luz que pone en ellas su querer.

Esto es lo que ocurre, hermanos; ahora decidme si Zeus, nuestro padre, y nosotros mismos, gozamos jamás de un cariño tan firme, tan puro, tan vehemente, tan envidiable como el de estos humildes muñecos, sujetos, es un decir, á nuestra voluntad. En esta mansión, ¿hubo nunca ejemplo parecido? Cuantos amores se han entablado en el Olimpo—y su lista sería inacabable—¿sostuvieron un solo momento, á pesar del omnímodo poder y sabiduría de los amadores, afectos como el de estos pastorcitos de la Hélade?... ¡No! Fueron siempre semillero de rencillas, odios y egoísmos; nacieron de un capricho y murieron de hartazgo de sensualidad: en una palabra, dioses y diosas, ¿podéis asegurar que exista en el cielo y en la tierra algo más envidiable que la ventura de un amor tan hermoso como el que acabo de referiros?...

Calló Mercurio y no hablaron los inmortales.

Fué un silencio solemne, grave: cada cual entregábase á no muy halagüeñas reflexiones al recibir parecida lección de la ajena felicidad.

—¿Para qué empuña Zeus el rayo mortífero que no lo ha fulminado ya sobre esos insensatos rivales nuestros?—preguntó trágicamente conmovido Vulcano.

—¡No! El rayo no debe fulminarse contra ellos. ¿Son acaso culpables de poseer alma más pura y sencilla que la nuestra?...—objetó Minerva.

Siguióse un corto y penoso silencio.

—Debemos castigarlos por su temeridad—insistió el feo esposo de Venus.

—¿Su temeridad?... Nuestra envidia es la que pide su castigo. ¿Y adelantaríamos algo con tan ruin venganza?... ¿Seríamos nosotros más venturosos en nuestros amores castigando á esos amantes?... ¡Castigad en todo caso al amor por no haberse disfrazado en este caso como siempre lo disfrazáis vosotros. Lo que ahora enciende vuestra ira se repetirá siempre que el verdadero amor junte dos almas.

Zeus que, recatándose, había oído el diálogo, intervino:

—Minerva ha puesto, como siempre, en sus palabras la amarga verdad. Suprimamos el amor en los mortales si no queremos envidiarlos.

—Eso no es justo, padre; de ti emanan todas las cosas y todos los afectos, ¿vas á suprimir el más grande y hermoso, el Amor que obliga á acercarse á ti á todos los nacidos?... Si no quieres que sea superior al que gozan los dioses, mezcla en el de los mortales la duda. La fe en los que se aman es la que despierta vuestros recelos y envidias, porque ella, y sólo ella, es la que proporciona á los amantes inefable ventura...


Y he aquí, según he leído en una historia que alguien relató en el siglo de oro de la Humanidad, la causa de que en el mundo no haya amor, por muy grande y firme, apasionado y fuerte que sea, en el que no surja la duda, gota de acíbar que la envidia de los dioses puso en los más dulces cariños terrenales...


Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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