La Famosa Historia de Maese Antón

Alejandro Larrubiera


Cuento


La amplia cocina de maese Antón hallábase en tal noche de Nochebuena, hace de esto ya siglos, iluminada por la alegre y chisporroteadora llama de los verdosos troncos que se consumían en el llar, y por los monumentales candiles de hierro que pendían de la ahumada y robliza techumbre, decorada con lomos, chorizos, jamones, morcillas y otros substanciosos fililíes; las luces de los candiles semejaban almendras de oro flotantes en un espacio neblinoso.

Las mejillas y las narices de los comensales tenían un sospechoso barniz de escarlata; chispeaban los ojos y sonreían las bocas; habíase dado fin al pantagruelesco banquete, que empezó pasadas las doce de la noche. Maese Antón y su mujer, la hermosa Fredegunda, y los dos oficiales y los seis aprendices de la herrería considerábanse, en tal hora y en tal sitio, como los seres más venturosos de la tierra, que no hay cosa que despierte más pronto el regocijo en almas buenas y sencillas, libres de inquietud y de ambición, que una cena espléndida, pródigamente rociada con vinillo de lo añejo.

Ni la rota que en Villalar sufrieron los Comuneros, ni las espantosas represalias que se temían tomara Carlos V á su vuelta á España, ni la muerte del Papa que dió nombre á su siglo, ni nada, en fin, de lo que atañía á los negocios públicos preocupaba á la honrada concurrencia reunida en casa del síndico y maestro más antiguo de todos los herreros del burgo. Sólo se hablaba del trabajo hecho durante el año, un buen año, á fe, en que estuvo encendida la fragua día y noche, y día y noche cantaron los martillos su ensordecedora cantata sobre los ígneos trozos de hierro posados en los yunques; domingos y días solemnes apagábase el fuego y enmudecía la forja, y maese Antón y los suyos ejercitaban su destreza muscular jugando á la barra, y su resistencia gástrica embaulándose sendos jarros de lo tinto; ponían toda su vanagloria estos cíclopes en tirar la barra lo más lejos posible y en apurar el mayor número de jarros.

Entre los asuntos de su honrado oficio, que hacían mover todas las lenguas, estaba el concerniente al título de maestro, que en Año Nuevo había de recibir, previo examen ante sus primates, Pablillos, el oficial más adelantado de maese Antón.

Teníase por descontado el triunfo del pretendiente, porque el maestro le apadrinaba: llamábale ya Fredegunda, en son de broma, «maese Pablillos»; los aprendices hacían cábalas acerca del magno regodeo con que se celebraría tal ascenso. Pablillos sonreía á todos, rebosando satisfacción, sin advertir, ó tal vez advirtiéndolo lo disimulaba, que el único que permanecía silencioso y grave era su igual jerárquico en la herrería, que la envidia todo lo amarga y entenebrece.

Maese Antón, á instancias de Pablillos, se dispuso á contar su famosa historia, la historia que muchas Nochebuenas contara en aquella misma cocina á otros oficiales suyos aspirantes á la maestría; el oirla les trajo la suerte; uno que no la quiso escuchar quedóse ciego al día siguiente de inaugurar su fragua; al moldear un lingote, unas chispas saltarinas sumieron en sombra eterna las pupilas del flamante maestro.

Tendió maese Antón la mirada en torno de los circunstantes, y, posándola breves momentos en el gótico ventanal de verdosos vidrios, emplomados, desde el que se entreveía con tono fantástico de esmeralda un trozo de cielo, como de azulina plata, persignóse devotamente. Cumplido el cristiano requisito, que siempre precedía al relato de su historia, dijo:

—La Virgen Santísima y todos los Santos me auxilien al contaros el lance más maravilloso que ha podido sucederle á hombre alguno. Y lo cuento en mi sano y cabal juicio, como cumple que sean contadas las cosas en que interviene Aquel que á todos nos da vida. Amén.

Tal protesta avivó la curiosidad de los que ignoraban el lance maravilloso, y conmovió una vez más á los que le conocían.

—Hace ya muchos años —prosiguió maese Antón,— en una noche tal como ésta, víspera de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, ocurrió lo que voy á referiros: era yo por aquel entonces un mozo, como lo es ahora Pablillos, y, como Pablillos, me disponía á tomar mi carta de examen en el honrado oficio que tenemos. De maese Juan, mi maestro, que de Dios goce, es la herrería esta, y Fredegunda, mi mujer, hija suya.

Entré yo en la fragua apenas cumplidos los diez años. Mi padre había sido herrero, y á la hora postrera, en la que todos arreglamos para siempre nuestros asuntos, encargó á mi madre que me hiciera seguir su mismo oficio. Mi madre cumplió tal voluntad, y me trajo aquí. El maestro, sabido que yo no era ni moro ni esclavo, sino de sangre limpia y cristiana, me hizo inscribir en el gremio, y ante su escribano, como aprendiz, y me enseñó todo lo que él sabía, que era mucho, por ser el mejor forjador de la ciudad y aun del reino entero.

Un día de Todos los Santos me dijo en la mesa, á la que nos sentábamos oficiales y aprendices:

«Antón, vete pensando en hacer tu obra para el examen de maestros en Año Nuevo.»

No sé explicaros lo que sentí al oir tales palabras: una alegría loca y ganas de reir y de llorar al mismo tiempo. De buena gana habría saltado á su cuello y le habría abrazado y besado si no me detuviera, más que el respeto que le debía, la adustez de su carácter. Todas mis ambiciones iban á realizarse, porque seguro que si maese Juan me apoyaba, saldría yo victorioso. Y más que por el adelantamiento en el oficio, lo celebraba y me regocijaba, porque, una vez titulado, podría acercarme á mi maestro y decirle sin rebozo lo que hasta entonces no era prudente le confesara sin exponerme á una vergonzosa repulsa: que quería á Fredegunda, su hija, como un hombre honrado sabe querer á una mujer.

Desde aquel inolvidable día de Todos los Santos, Fredegunda y yo platicábamos alegres, gozosos y confiados, acerca del feliz suceso que colmaría todas nuestras esperanzas.

Á prima hora de la noche de Nochebuena, y después de que maese Juan, siguiendo su costumbre, nos hubo pagado á los oficiales la soldada del año, entramos todos los de la herrería en esta cocina, disponiéndonos á celebrar la festividad: sentóse el maestro en este mismo sillón de vaqueta en donde yo ahora me hallo, y fueron colocándose en los demás asientos los convidados: venciendo la cobardía, que quebraba todos los impulsos de mi voluntad, me acerqué, confuso y emocionado, á maese Juan, y, sacando de debajo de mi mandil de cuero una cajita, se la entregué, diciéndole:

«Maestro, examinad mi obra de prueba.»

Á pesar de mi turbación, noté que maese acentuó, al oirme decir esto, la habitual acritud de su rostro, y que, temblándole las manos, abrió la caja y sacó mi obra, una diminuta llave cincelada, en la que puse todo mi saber de forjador y toda mi alma de enamorado.

«Hermosa pieza —gruñó, más bien que dijo, el maestro, examinándola detenidamente.— En ella, Antón, has derrochado arte y primores que, justo es reconocerlo, ninguno de los que ahora forjamos seríamos capaces de imitar. Con esta llave te aseguras tu entrada en el gremio, pero... —y aquí empezó á sonar la voz de maese, irónica, poniendo el espanto en mi ánima— no abrirás, como pretendes, la puerta de mi casa para llevarte mi tesoro de más valía.»

Quedéme anonadado, como si recibiese sobre todo mi cuerpo un terrible martillazo; ni aun fuerzas tuve para protestar; parecía como que un ñudo cerrase mi garganta.

«Recoge esa llave —continuó el maestro,— y, cuando te plazca, recoge también la herramienta tuya de la herrería, porque en ésta no ha de haber más ambicioso que yo, que ambiciono para mi hija marido algo más galán, más rico y más caballero que tú... Y, ahora, cenemos todos en paz y en gracia de Dios.»

Escaldaron mis mejillas lágrimas de dolor, de rabia y de pena, y, llevado de todas las malas pasiones que en mí despertara aquel inesperado y cruel derrumbamiento de mis esperanzas más queridas, sintiéndome arder la cara de vergüenza, temblándome el cuerpo como atacado de perlesía, pude, al fin, tras un poderoso esfuerzo de voluntad, replicarle con la arrogancia insultadora que da la inexperiencia de los años:

«Maestro, podéis contar ya por recogida mi herramienta, puesto que ahora mismo me despido de vuesarcé para siempre.»

«En buen hora, hijo —murmuró en son de zumba maese;— tú siempre diste pruebas de ser un mozo juicioso.»

Grande era la estupefacción que la escena había producido en todos los circunstantes. Sin dirigir una mirada á Fredegunda, que sollozaba tendiendo, suplicadora, las manos hacia su padre, gané prestamente la puerta y me vi en la rúa.

La noche era parecida á ésta: la luna caía de lleno sobre la tierra; los luceros brillaban en un cielo de azul purísimo.

Al encontrarme en la rúa pensé en mi negra desdicha, que en noche tan celebrada me ponía, como mendigo ó ladrón, á las puertas de la casa en donde pasé toda mi vida.

Os juro que me arrepentí de haberme dejado llevar de la ira, y que estuve tentado de retornar junto al maestro. El amor propio atajó tan buenos propósitos, y tal como me veía, me decidí —implorando la divina misericordia— á buscar refugio y consolación en casa de mi madre. La pobre vieja vivía en un pueblecillo cercano; las dos leguas escasas que tenía que andar, las haría, yendo á buen paso, antes que las campanas de las iglesias llamasen á los fíeles para la Misa del Gallo. Tenía forzosamente que atravesar el bosque de la Requejada, que, como sabéis, rodea nuestra ciudad, y esto me producía terror invencible, pues aun cuando uno sea joven y animoso, no puede sustraerse al imperio que sobre el espíritu ejercen las historias de brujas y de endemoniados que, según es fama, frecuentan tales sitios.

Soplaba un viento recio y frío que parecía llevar en sí invisibles agujas que punzaban la epidermis; yo no sentía la helazón en mi caminar desesperado, quería verme cuanto antes en brazos de mi madre, y en ellos dar rienda suelta á las lágrimas que llenaban mi corazón.

Llegué al bosque, me aventuré en su laberinto, y á medida que me alejaba de la linde, hacíase más penosa la marcha y más obscuros los senderos: gracias á que la noche era de luna, no me estrellé á cada paso contra un árbol, ni di de bruces en una piedra. Encomendándome á todos los santos y á nuestro bienaventurado Patrón, avanzaba, no sin susto ni zozobra, creyendo topar de continuo con duendes y brujas.

Al entrar en un claro del bosque iluminado de lleno por la luna, vi que en dirección contraria á la que yo seguía avanzaba un peregrino, á juzgar por su esclavina parda llena de conchas y su alto cayado, del que pendía una calabaza: era viejo el tal peregrino; luengas barbas de plata caíanle del rostro enjuto y macilento, parecido al de los santos ermitaños que se ven en las hornacinas de las iglesias. Al encontrarse frente á frente conmigo, me dió las buenas noches con voz que me hizo estremecer. No era acento humano el suyo, porque jamás oí voz tan armoniosa: así sólo deben hablar los ángeles. Correspondí á la salutación. Por Cristo nuestro Señor, que vino al mundo tal noche como ésta, me pidió una limosna con que poder albergarse en una posada de la ciudad lo que quedaba de tinieblas hasta el día siguiente. Eché mano al cinto de cuero y, desatándole, saqué una de las diez doblas de oro de mi soldada del año, que acababa de darme el maestro. «Tomad, hermano —le dije— y rogad á Nuestro Señor Jesucristo que ampare á este pobre pecador.»

Dióme las gracias el peregrino, y mirándome amorosamente con sus ojos, que despedían luz cegadora, como la de los más hermosos luceros, me dijo: «Él te protege, hijo mío, porque Él ama á los que á Él acuden.» Y señalándome con su diestra mano de santo cenobita un sendero que se abría en la cerrazón del bosque, me advirtió: «Sigue tu camino hasta que encuentres una choza; en ella debes pasar lo que resta de noche.» Dijo, y presencié entonces un asombro: el viejo, hijos míos, desapareció de mi vista milagrosamente. No supe hacer otra cosa que persignarme. Seguí la vereda que me señalara el peregrino, y andando, andando, di con la choza, que se alzaba en otro claro del bosque, empujé la entornada puerta y me vi en una habitación alumbrada, como si fuera de día, por la luz de la luna, que caía por un ventanillo abierto al ras del techo; en el suelo había un montón de paja seca. Sobre él me tendí muerto de cansancio y me quedé dormido tan á gusto como si me encontrara en mi camastro de la herrería.

En toda la Cristiandad, ninguna ánima viviente, desde el Emperador hasta el último de sus vasallos, gozó en aquella noche lo que yo gocé... en sueños, porque habéis de saber, hijos míos, que por arte maravillosa me vi transportado á esta misma cocina, sentado á la mesa, rodeado de mis oficiales y aprendices, ¡era ya maestro, y de los más afamados de la ciudad! Á ambos lados míos sentábanse mi madre y Fredegunda, mi mujer, y frente á mí, maese Juan. Todos, hasta mi suegro, tenían pintada en el rostro la alegría. Cenamos regalándonos con los manjares y con los vinos con que se regalan los poderosos de la tierra. ¡Nunca jamás he cenado yo tan cumplidamente como en aquella bendita noche!...

Hería mis ojos un vivo resplandor, y desperté sobresaltado... Continuaban los prodigios, puesto que á la luz de las teas con que se alumbraban los que habían invadido la choza, reconocí á todos mis compañeros de la fragua.

«¡Vamos, Antón, arriba!» —me ordenó Pero, uno de los oficiales.

Azorado, me levanté refregándome los ojos, dudoso de lo que veía.

«¡Síguenos presto —me advirtió Blasico, el aprendiz,— que con tu escapada tenemos todos los de maese Juan un rabioso dolor de tripas!»

«Y ¿adonde he de seguiros y qué tengo yo que ver con esos dolores de que hablas?» —le pregunté, muerto de curiosidad.

«Por el camino lo sabrás todo —me dijo Pero,— que ya da harto de sí el camino para enterarte de las bienandanzas de esta noche.»

Y por el camino, en éstas ó parecidas palabras, me las contó, dejándome pasmado de venturoso asombro:

«Al marcharte tú, cayó al suelo, privada de sentido, Fredegunda. El maestro, que quiere á su hija como á las niñas de sus ojos, al verla en tan lamentable paso, corrió á su socorro, pálido como un difunto y temblando de pies á cabeza.

»Debido, más á la virtud de los hondos suspiros que la pena arrancaba á maese, que á las rociadas de vinagre, volvió Fredegunda á la razón en el preciso momento en que penetraba en la cocina, sin que nadie sepa hasta ahora por quién ni cómo le fué franqueado el paso, un viejo peregrino de los que hacen su derrota á Tierra Santa.

»El peregrino, que tiene una voz y un mirar que imponen, porque iguales á los suyos no vi ojos tan brilladores ni escuché acento tan dulce, acercóse al grupo que formábamos todos en derredor del padre y de la hija, y encarándose con el maestro, después de bendecir el nombre de Dios, le dijo:

»Buen hombre, liviano es el remedio que empleáis; más se encuentra en vos que en esa botella la salvación de esta pobre niña, á la que causáis la muerte con vuestras locas ambiciones.»

«Y vos, buen peregrino —replicó amostazado el maestro,— ¿qué sabéis de si son locas mis ambiciones, ni de lo que causa este repentino malestar de mi hija?...»

«La ambición —contestó con gran mansedumbre el viejo no es medicina con la que los padres han de curar el mal de amores de sus hijas.»

«Turbóse maese Juan al oir esto, brilló en los ojos de Fredegunda una mirada de gratitud hacia el peregrino, y todos acogimos sus palabras con un murmullo de aprobación: el hombre ponía con asombroso tino el dedo sobre la llaga.

«Perdonad —continuó;— pero permitidme, maese, que os diga que hacéis mal en pretender para vuestra hija un noble y rico caballero, siendo, como sois, en la república uno de sus más insignificantes y obscuros ciudadanos. El águila jamás buscó á la liebre por compañera, y si alguna vez la elevó hasta su nido, fué porque le azuzaba el hambre y en ella podía satisfacerla; no para mejor ni más lucido empleo la transportó á las alturas. Si dais vuestra hija por mujer á un gran señorón, tal vez la ocurra lo que á la liebre con el águila.»

«Á estas palabras del viejo todos asentimos. Maese Juan, trémulo, balbuceó:

«Según vos, anciano, debo entregar mi hija al primer ganapán que la pretenda.»

«No á un ganapán —replicó el peregrino,— sino al que la quiera de corazón y sepa honrar vuestro nombre y vuestro arte. Acabáis de arrojar neciamente de casa á un hombre que labraría la ventura de vuestra hija: ningún esposo la destinaréis más adecuado.»

«¡Ninguno!» —interrumpió Fredegunda, sollozando.

«Á lo que parece —preguntó el maestro,— ¿sois amigo de mi oficial Antón?...»

«No le he visto más que una vez» —contestó el desconocido.

«El maese protestó con viveza:

»¿Y cómo afirmáis, entonces, que hará venturosa á mi hija?»

«Porque los hombres buenos y honrados —dijo con voz firme el peregrino— llevan escritas en la cara su bondad y honradez.»

«Y contó que te había encontrado en el bosque, y nos enseñó la dobla de oro que le diste de limosna. Habló de ti tan acorde y persuasivamente, que todos pedimos á maese Juan que, por ser esta bendita noche la más grande del año, atendiese las razones de tu defensor.

«Nuestro pedimento, y el afirmar Fredegunda que tú sólo serías su esposo, decidieron al maestro á encomendarnos que viniéramos en tu busca, pues hasta tanto que tú retornes no celebraremos la fiesta. Esto es todo, amigo Antón. Bien puedes darle gracias al Cielo por tales bienandanzas.»

«Al Cielo he de agradecérselas, amigo Pero —repliqué,— por haberme enviado en la más grande tribulación de mi vida tan maravilloso defensor.»

Nunca más he vuelto á ver al peregrino del bosque; pero de día en día, hijos míos, me afirmo más en mi creencia de que sólo la intercesión de Nuestro Señor Jesucristo pudo trocar mis desventuras en tantas felicidades como las que gozo desde aquella bendita noche de Nochebuena.


Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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