La Mujer de Palo

Alejandro Larrubiera


Cuento


La Fama, que muchas veces trompetea á tontas y á locas, pregonaba que no había en la patria del Cid mortal tan venturoso como el mesonero de Pedrules, Juan Otáñez, marido de la mujer más gentil, graciosa y encantadora que hubo de verse metida en el rudo tráfago de hospedar la variada y pintoresca muchedumbre de viandantes que hacían su camino por tierra de Castilla.

Por hombre dichoso teníase á Otáñez; su mesón era uno de los más frecuentados en muchas leguas á la redonda; en su gaveta escondíanse prudentemente, para evitar deslumbres de ojos y malos pensamientos, algunos centenares de áureos redondelitos sellados con la efigie del señor rey D. Felipe III; ningún marido más afortunado, por ser Maricruz, su mujer, dechado de gracias y perfecciones pertinentes al cuerpo, y de aquellas, más preciadas y perennales, del alma.

Pero, la felicidad es fruto que nadie saborea con entera placidez: al envidiado y envidiable Otáñez amargábale el dulzor de sus venturas el acíbar de los celos, que era el mesonero sobrado receloso, sin duda por el natural temor que en los varones avisados y prudentes pone un excesivo y continuado bienestar.


* * *


Víspera de San Juan, y á punto de atardecer, invadió el mesón multitud de forasteros que acudían de los pueblos aledaños á la renombrada feria y alegre romería de Pedrules: hidalgos, hidalguetes é hidalguillos, buhoneros, arrieros, frailes, labradores, faranduleros de tan ruin pelaje como ensoberbecida catadura, doctores, cuadrilleros de la Santa Hermandad, y hasta un respetabilísimo señor Corregidor venido de la corte, aposentáronse, conforme á lo prieto de sus bolsillos, en el mesón convertido en colmena espantada: tan formidable era el ruido como mareante el trasiego: el señorío ocupaba, como es de razón, los mejores aposentos, y la gentualla acomodábase, como bien podía, en los zaquizamíes disponibles, en el pajar, en la cuadra y en los patios.

Cuando mayor era el estruendo y el tráfago en la babel mesoneril, detúvose á la puerta, caballero en un mal rucio, un hombre como hasta de unos treinta y tantos años, vestido con una hopalanda de paño negro y tocado con un gorro de terciopelo granate, de forma análoga al que traen los bufones, y para ser más propio el remedo, orlábanle múltiples cascabelillos de plata. Desmontóse de su maltrecha cabalgadura, y con ínfulas de virrey, aderezando el mandato con golpecitos á la escarcela henchida de ducados, ordenó se le habilitase uno de los mejores aposentos, al que habían de trasladarse con suma diligencia dos grandes cajas que porteaba el rocín, y que á éste se le regalara con un espléndido pienso. Dispusiéronse los mozos á ejecutar lo ordenado por hombre de tan extravagante catadura, cuyo hombre, sin parar mientes en los ojos de asombro y en los murmullos que su presencia producía, aventuróse en el mesón con la arrogancia de un caudillo en país conquistado.

Al asomar su figura á la puerta de la vasta cocina, alambrada por los candiles que colgaban de la techumbre, las maritornes dieron un grito de asombro, y el recién llegado quedóse como en suspenso y arrobado al contemplar, á la roja llama del fogón, á Maricruz. Muy á lo galán destocóse, su cuerpo trazó una gentil reverencia, y suave y respetuosamente dijo:

—Dios guarde á la más hermosa mesonera que vieron nacidos.

Maricruz, hecha á tan ponderativas saludes, replicó con un «Buenas noches» nada afectuoso..

Cubrióse el huésped, requirió un escabel y sentóse no lejos del llar, pidiendo le dispusieran en aquel mismo sitio la cena, pues se holgaba de comer en tan gentil compañía. Era de suyo entrometido y parlanchín el de la hopalanda, y, donairosamente, pegó la hebra con las mozas del mesón, que, más atentas á sus menesteres que á seguirle el humor al desconocido, respondíanle con desesperadora parvedad.

Tanto y tanto parló el huésped y tales cosas dijo de lo que motivaba su estancia en Pedrules, que, Maricruz y sus fámulas, mujeres al fin, pararon un instante en sus faenas para contemplar, entre recelosas y asombradas, al que tales maravillas anunciaba. ¿Seria posible que las realizase personaje tan estrafalario?...

El hombre del gorro tintineante, como quien habla la verdad, juró en Dios y en su ánima, que los pedrulenses habían de ver prodigios al día siguiente. Y para no romper el velo del misterio, tan necesario en su empresa, rogó al femenil concurso no divulgara sus propósitos, y á Maricruz que le facilitase uno de sus trajes, en prenda del cual dejó gallardamente sobre el fogón una cadena de oro que traía al cuello.

Al depositar la rica presea, asomó su cara de inquietudes el mesonero. Quedóse mirando de hito en hito al huésped, y como en todo veía Otáñez reflejada la ruindad de las ideas que le hurtaban el contento de vivir, sobresaltóse con el hallazgo en la cocina de tal pajarraco, el inexplicable depósito de la cadena, y el charloteo de las mozas.

Después de pedir desabridamente la cena para el señor Corregidor de la corte, salióse Otáñez de la cocina, no sin dirigir miradas de basilisco á Maricruz y al prójimo del gorro, que, impávido, había vuelto á sentarse en el escabel.


Poco á poco fué el silencio desvaneciendo la algarabía del mesón: casi todos los huéspedes dormitaban en sus camastros; en las callejas del pueblo rompía la solemne calma de la noche el acordado sonar de guitarras y de coplas con que los mozos festejaban á las mocitas, colgando en sus ventanas los clásicos ramos de San Juan.

Otáñez, todo ojos y oídos, vigilaba el mesón ¡quiso la Casualidad, que tan prodigiosamente dispone tragedias para reir y sainetes para llorar, que al hacer la requisa en uno de los corredores se sobresaltara quien en perpetuo sobresalto vivía, al sorprender un rayito de luz que se escapaba por la cerradura de la puerta, y al escuchar, como un murmullo, el diálogo sostenido por una voz de mujer, suave y suplicadora, y la más recia é imperativa de un hombre: la luz y el rumor detuvieron á Otáñez en su ronda, poniéndole en muy justificada inquietud, por cuanto en aquel aposento sólo debía de encontrarse un huésped: el hombre de la hopalanda negra y del gorro con cascabeles.

No hay para qué pedir la exquisita corrección de un noble prócer á quien rige una posada, y menos aún si es de un natural tan receloso como Otáñez; disculpemos que, bellacamente, pegara el oído á la puerta. Escuchó muy pulidas frases de amores á las que replicaba con acento desmayado una mujer... Quedóse como estatua Otáñez: aquella voz sonaba como la de Maricruz. Y para aumentar el azoramiento de su siempre azorado espíritu, oyó decir al hombre algo que sonaba á «gentil mesonera de Pedrules». Arrastrado por la fatalidad, el posadero miró á través de la cerradura.

Y en tal punto, la pluma rebelde, no atina con los vocablos precisos para pintar el gesto de Otáñez al sorprender el cuadro que, por tan ruin agujero, hubo de ofrecérsele. Fué gesto en el que se mezclaban el dolor, la sorpresa y la ira más inauditas: en su garganta quebróse, como rugido de fiera, un grito de inmensa angustia: Sentada en un sillón de cuero, creyó ver, á la luz de un velón de Lucena, á Maricruz, su mujer, y, en pie, al huésped de la cocina, el cual ¡inaudito espectáculo! ajustábale la gargantilla de corales que caía encima del pañuelo de seda azul, ceñido al busto...

Como chispazo sobre pólvora, así la furia de Otáñez estalló rápida y espantosamente. Rugiendo una maldición, su apuñada diestra cayó ferozmente sobre el débil muro de madera que ocultaba la más negra de las perfidias. Saltó la cerradura, quedó abierto el aposento, y cual rayo mortífero penetró Otáñez como loco, tartamudeando frases de odio y de venganza; acercóse al sillón; sus manos, temblorosas de ira, buscaron el cuello de la mujer que permanecía quieta, impasible, muda: al empuje, cayó como masa inerte el cuerpo de la infame, que al dar contra el suelo enladrillado, produjo un sonido sordo, á hueco, que retumbó lúgubre en la estancia.

Erizados los cabellos, extraviados los ojos, bordeados de espuma los labios, trémulo, quedóse el vengador contemplando estúpidamente su obra, sin escuchar las voces de socorro del hombre de la hopalanda, ni el violento y continuado tintinear de los cascabelillos de su gorro bufonesco; sin advertir tampoco que el corredor y el aposento poblábanse de curiosos, atraídos con los insólitos ruidos de la tragedia.

Avanzó grave y solemne el huésped Corregidor, y tocando en el hombro al malaventurado mesonero, le pidió nuevas de lo que motivaba su feroz continente y verse aquella mujer caída en tierra y aquel hombre aterrorizado que imprimía el temblor de su cuerpo á los cascabelillos de su gorro.

—¡La más horrenda injuria que su señoría puede imaginarse —tartamudeó roncamente Otáñez.— Ese hombre, encontrábase encerrado aquí con esa mujer que, en menguada hora hice mía —y clavó su vista airada en la que caída é inmóvil, como muerta, había á sus pies.

Al declarar esto, sonaron múltiples y alegres carcajadas en el auditorio, con gran enojo del usía de justicia, y asombro inaudito del vengador de su agravio. Uno y otro volviéronse airados hacia el concurso, y, á pesar de la gravedad del cargo, el usía Corregidor rió hasta dar hipidos; Otáñez quedóse con boca y ojos muy abiertos como quien presencia algo pasmoso é inconcebible.

Maricruz, la propia Maricruz, su mujer, estaba de pie á sus espaldas, contemplándole con mirada entre sorprendida y reprochadora.

Aprovechó tal momento el prójimo de la hopalanda para decir con voz que pretendía hacer firme, encarándose con el Corregidor, y quitándose reverentemente el gorro:

—Lo que acaba de ocurrir, parece cosa de embrujamiento: yo, ilustre señor, soy un pobre hombre que rueda por el mundo, valiéndome, para ganarme el pan de cada día, de un raro don con que á Dios plugo favorecerme: esto es, yo soy ventrílocuo ó imitador, bastante afortunado, de voces diversas, y, aun cuando soy yo solo el que habla, parece que hablan muchas más personas. Me valgo de mi arte en todas las ferias, romerías y regocijos populares, y para que la ficción sea mayor, me sirvo de esta muñeca que es de palo —y señaló á la inerme figura tendida en el suelo.— Al entrarme en este lugar y saber la fama que en él goza la dueña del mesón en que nos vemos, ideé presentarme mañana en la plaza, trazando un coloquio en que pareciese intervenía la hermosa mesonera. Pedíla á ésta sus ropas, accedió á mi solicitud, encerréme en mi aposento y hallábame discurriendo la farsa, cuando este hombre, ó diablo, como ráfaga de mortífero huracán, cayó sobre la mujer de palo que ahí yace, quebrándome uno de los más importantes auxiliares de mi industria.


* * *


¿La lección aprovechó al celoso mesonero?... ¿Quién podrá negar ni afirmar nada tratándose de enfermedad tan perniciosa que trueca, como Don Quijote, los molinos en gigantes, y los rebaños de ovejas en ejércitos?...

Lo que sí es notorio es que el mesonero, sin duda para castigar el mal pensamiento que hubo de haber contra Maricruz, mandó colocar á la entrada del mesón un gran letrero, en el que se leía:


LA MUJER DE PALO
ANTIGUO MESÓN DE OTÁÑEZ


Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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